Con El Arbol En La Espalda 4w381l

Con el árbol en la espalda. Necesitaba pensar y que no la presionaran. Todos necesitan pensar tranquilos, incluso ella, aunque nadie pareciera darse cuenta de ello. Dejó entonces sus cosas sobre la cama, sacó los cigarrillos del bolso, buscó infructuosamente en sus bolsillos el encendedor, se puso una chaqueta ceñida, y metiéndose las llaves en el bolsillo trasero del short salió a la calle. Santiago le parecía tenebroso a cualquier hora del día, pero de noche, con las sombras de los árboles bailando sobre el pavimento y dibujando espectros en los muros añosos, la sensación se multiplicaba. Caminaba sin rumbo fijo, sin intenciones de ir a ningún lado, en el primer kiosco que vio compró un encendedor nuevo y, mientras leía los titulares de las revistas de moda y farándula, encendió un cigarrillo mentolado. Respiró profundo, aspirando el humo, “mala compra” pensó, el cigarro era asqueroso. Siguió derecho por Matucana, “total” pensó “en San Pablo tomo una micro para volver”. No tenía modo de saber la hora, pues el reloj era una de las convencionalidades que jamás usó. Se guiaba perfectamente por la posición del sol, o por la aparición de las luces en las casas y calles, incluso por el modo de caminar de las personas. Si van rápido-rápido es tarde, si sólo van rápido es buena hora, si traen cara de afligidos y la derrota marcada en el modo de moverse y de mirar, es la hora de volver a casa. Los fines de semana esto variaba para los adolescentes y los que creen que aún lo son: si están sobrios es hora de ir a alguna parte, si van cantando o gritando, con la alegría de la copita extra, está por amanecer. De cualquier forma ella no iba muy seguido a ninguna parte, se quedaba en casa leyendo, se amanecía con la programación insulsa de la televisión o, simplemente, se quejaba de su suerte. Hoy no estaba en su casa, tenía que cumplir con la formalidad de las malas noticias y había viajado a Santiago para asistir a un funeral al día siguiente, no quiso adelantar la incomodidad de no tener nada que decir a los deudos, y de hablar trivialidades, alargando conversaciones que nadie quiere oír y que, en esas circunstancias, suenan vacías y sin sentido.

Se alojó en la pensión donde se quedó años atrás, en su época universitaria y así se ahorró dar explicaciones. Al otro día se asomaría a la misa, volvería a la pensión a buscar sus cosas, y por la noche estaría en su casa, sin nada que hacer y sin saber como enderezar su vida. Tenía treinta años y estaba a un mes de cumplir los treinta y uno; aun no tenía un trabajo estable y, aunque ella se disculpaba con las dificultades propias de los tiempos que corren, la realidad era que le resultaba tan insulsa cualquier tarea, tan sin sentido gastar el tiempo en algo que no apreciaba, para recibir a fin de mes un sueldo que no le alcanzaba para nada y seguir marcando el paso infinitamente, que jamás logró sentirse comprometida con lo que hacía y los jefes se buscaban a alguien “con la camiseta de la empresa bien puesta”. Era inteligente, pero no hacía nada para demostrarlo, la consumía una comodidad rayana en la flojera, a tal punto que hasta evitaba tener pareja estable para que nadie pudiera alterarle la vida. No quería hacer ningún esfuerzo por nadie, ni siquiera por ella misma. Por lo demás estaba convencida que era la vida la que elegía al azar a los afortunados y les entregaba en bandeja y sin demora lo necesario para hacer de la experiencia algo interesante: dinero, fama, trabajos excitantes, buenas relaciones personales o, en su defecto, el sufrimiento y los medios para superarlo y convertirlo en best seller. Ella no tenía nada de eso, su vida era plana, llegó a pensar que si desaparecía esa noche o cualquier otra, nadie se percataría, ni siquiera habría funeral, terminaría por ahí, en una fosa común “un jueves de otoño y lluvia” como decía un poema que leyó en el liceo. Esa noche salió a caminar, necesitaba pensar sin presiones, porque aún en su soledad existían seres inhumanos e insulsos que la presionaban y no la dejaban pensar, “qué vas a necesitar pensar tú”, “quién te presiona”, “cómo vas a estar estresada si vives sola y haces lo que te da la gana”, esas y otras frases por el estilo, pero más ofensivas y groseras, le tenían los oídos al borde del colapso, las manos al borde del puñete en la nariz enemiga, y los ojos al borde de un llanto sin lágrimas para no delatarse. El pololo de turno quería casarse, el sexo así sin compromiso ya no le resultaba excitante, además quería un hijo porque él ya iba a tener treinta y nueve, y ella era la única mujer con quien él iba a tener un hijo, las demás no lograban pasar su control de

calidad; el jefe, el nuevo jefe que la conocía desde hace dos meses, quería darle un ascenso y trasladarla como encargada de local a la punta del cerro, “el ascenso” le sonaba sospechosamente a “anda fregar a los pescados”, puesto que el famoso local quedaba en un balneario perdido entre la soledad y el viento y ella sería la flamante superiora de un empleado en invierno y dos empleados en verano. Su vecina quería que le hiciera un préstamo porque a ella no le alcanzaba para mantener a los seis chiquillos de nadie sabe quién y “como tu eres sola no necesitas tanto”. Y su propia naturaleza la presionaba para que hiciera algo bien, sin especificar para nada qué diablos era hacer algo bien, ¿un ascenso, más plata, hijos, matrimonio, tranquilidad? Ve tú a saber. En fin, caminaba por afuera de la quinta normal pensando en las respuestas que tenia que dar el lunes siguiente y en la cara de circunstancias que debía ofrecer en el sepelio. Se detuvo en un paradero de micro sin resolver nada y dispuesta a volver con la mente vacía, darse una ducha y obligarse a dormir. Estaba ahí pajareando mientras pasaba la dichosa micro, encendió un cigarrillo y se apoyó en el muro de una de las casas. Un individuo de dudosa apariencia le pidió un cigarrillo. “Mejor le doy uno, capaz que me mate si no” y no sólo le dio uno, le pasó tres cigarros y le regaló el encendedor, el aparecido no lo podía creer, tamaña generosidad a horas tan inusuales, y se alejó dando las gracias y encomendándola a cuantos santos recordaba. Se distrajo con lo del cigarro, se distrajo lo suficiente como para que una pareja, que llegó al paradero minutos, antes se acercara a ella y le apuntara con un revolver. -

¡Venga amiga, vamos a caminar!

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¿.... a dón....a dónde? – tartamudeó.

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Pa’llacito. Donde está el arbolito.

Desorientada, no se movió y el tipo, pues era una pareja de tipos, no vayan a confundirse con el término pareja, injustamente asociado en forma casi exclusiva a un par de heterosexuales de sexo distinto, medio acostumbrados a quererse o a decir que se quieren, aquí hablamos de pareja, un par, cualquier par, como en este caso un relajado par de delincuentes provistos de un revólver y oscuras intenciones. Bueno, decía que el tipo la tomó con la gracia y suavidad propia de un delincuente y la arrastró hasta el arbolito que parecía

tener por lo menos cinco décadas, la apoyó en el tronco inclinado y rugoso, y empezaron las negociaciones. -

Si gritai, te mato – dijo el de la pistola y volviéndose al compañero – ya hueon, yo la cuido y tu...

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No ando con plata...

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Callaita no ma y no te preocupi, no es plata lo que querimo...

La situación le pareció ridícula, el dialogo le pareció ridículo, el entorno, la forma en que cortaron la ropa y le abrieron las piernas, la forma en que la penetraron por turnos, en que la mordieron y en que la golpearon, todo le pareció ridículo, tan ridículo que estaba sonriendo, lo único que le daba realidad a la situación y que la molestaba era el rugoso, áspero, y duro tronco del árbol en la espalda. No gritó, no se quejó y, tan lejos de la realidad estaba, pensando que todo era ridículo, sintiendo que todo era ridículo, que siguió sonriendo. El tipo del revolver interpretó la sonrisa como una burla y, herido en su amor propio, disparó. Cuando ella abrió los ojos, volvió a sonreír, que ridículo todo. Un hombre la miraba de frente, barba blanca, traje blanco, libro enorme, “¿cómo moriste, hija?” “¡con el árbol en la espalda!” contesto riendo.