Roberta, la gaviota traviesa Roberta era una gaviota que siempre iba a la misma playa porque le gustaba sobrevolar las zonas conocidas, sobre todo ahora que no tenía amigas. Cuando era una gaviota pequeña tenía muchos amigos y amigas pero poco a poco se fue quedando sin ellos porque pensaba que ser travieso era divertido pero poco a poco las bromas que hacía no gustaban a sus compañeros. Algunas de las bromas que Roberta hacía era competir por coger comida en la arena. Cuando veía un pedazo de pan y notaba que otras compañeras saltaban a por él ella corría y como volaba muy rápido acababa llevándose el trozo. Luego no quería soltarlo porque se sentía con poder cuando ganaba en esas competiciones. Otras veces cuando la playa estaba con la arena lisa sin pisar le gustaba ser la primera en dejar sus huellas. Esta diversión también le gustaba a otras gaviotas pero ella siempre madrugaba mucho y eso no gustaba al resto pero era incapaz de dejar de hacerlo siempre. No sabía porque hacía esas cosas pero no era capaz de controlarlo. Otras veces veía a los humanos en las playas y cuando llegaba la hora de comer les gustaba molestarles. Nada más que sacaban sus bocadillos bajaba el vuelo y se colocaba cerca de ellos. Le gustaba ver como escondían sus grandes trozos de pan cuando ella aparecía. Otras veces robaba una loncha de algo y disfrutaba del sabor. Los humanos comían cosas diferentes. Roberta fue ganándose el mote de traviesa y acabó sobrevolando su playa favorita sola. Una tarde de nubes y poco sol se encontró volando con otro pájaro y cuando Roberta le contó porque no tenía amigos el pájaro nuevo le dijo: - A mí también me pasaba Roberta. No sabía cómo llamar la atención de otros pájaros para hacer amigos y hacía travesuras pensando que se reirían conmigo y que les gustaría mi compañía, pero no fue así. Al resto de pájaros eso no le gusta porque en el fondo les molestamos y también me he quedado solo. Roberto y su nuevo amigo el Pájaro decidieron cambiar su forma de hacer las cosas y juntos fueron dejando de hacer travesuras y tratar mejor sus compañeros y no asustar a los humanos.
Pol y la lluvia Pol era un sapo que vivía en una charca. El resto de la fauna de aquel lugar estaba compuesto por lombrices, caracoles, arañas, libélulas, chinches, mariposas, polillas, escarabajos, moscas, mosquitos, peces, ranas y renacuajos. Aunque unos más que otros, todos disfrutaban del agua. Pol por ejemplo pasaba la mayor parte del día chapoteando en la charca. Sobre todo en verano para estar bien fresco. Un año, a mitad de la primavera más o menos, dejó de llover. Hacía tiempo que habían empezado a notar cambios en el clima pero nunca habían sufrido una sequía tan seria. Pol estaba desesperado. No podía vivir en una charla prácticamente seca. Así que decidió marcharse a buscar la lluvia. Cogió su mochila y se fue mientras el resto de animales le observaron extrañados mientras se alejaba de la charca. Pol seguía en sus trece pensando que, si la lluvia no venía, él tendría que ir buscarla y eso fue precisamente lo que hizo. Fueron pasando las horas y, aunque caminó y caminó, solo le acompañaba un sol brillante y cálido. Hasta le chilló diciéndole que por favor se apartase y diese paso a las nubes para que estas trajesen algo de agua. El sol le respondió molesto: - Lo siento mucho, sapo Pol. ¿Tu crees que me gusta trabajar a diario y sin descanso? Llevo meses sin tiempo casi para comer. No tengo ni idea de dónde está la lluvia. Pregunta por ella a las nubes y al viento que es el encargado de moverlas por el cielo. Pol hizo caso del consejo del sol y se fue en busca del viento por si este podía decirle dónde estaban las nubes y la lluvia. Al caer la noche, Pol llegó a la orilla de un río y siguió su curso hasta llegar al mar. Allí se encontró por fin con un grupo de nubes que le pidieron perdón por haber dejado olvidada su charca durante tanto tiempo. Sin pensárselo, le acompañaron hasta allí y nada más llegar descargaron la cantidad de agua suficiente como para volver a llenarla. Los animales que habían dudado de Pol cuando este se propuso ir en busca de la lluvia, tuvieron que pedirle perdón por no confiar en él y agradecerle su esfuerzo. Porque la vuelta de la lluvia a la charla no solo beneficiaba a Pol, sino también a todos sus vecinos
El niño y los clavos Había un niño que tenía muy mal carácter. Un día, su padre le dio una bolsa con clavos y le dijo que cada vez que perdiera la calma, clavase un clavo en la cerca del patio de la casa. El primer día, el niño clavó 37 clavos. Al día siguiente, menos, y así el resto de los días. Él pequeño se iba dando cuenta que era más fácil controlar su genio y su mal carácter que tener que clavar los clavos en la cerca. Finalmente llegó el día en que el niño no perdió la calma ni una sola vez y fue alegre a contárselo a su padre. ¡Había conseguido, finalmente, controlar su mal temperamento! Su padre, muy contento y satisfecho, le sugirió entonces que por cada día que controlase su carácter, sacase un clavo de la cerca. Los días pasaron y cuando el niño terminó de sacar todos los clavos fue a decírselo a su padre. Entonces el padre llevó a su hijo de la mano hasta la cerca y le dijo: – “Has trabajo duro para clavar y quitar los clavos de esta cerca, pero fíjate en todos los agujeros que quedaron. Jamás será la misma. Lo que quiero decir es que cuando dices o haces cosas con mal genio, enfado y mal carácter dejas una cicatriz, como estos agujeros en la cerca. Ya no importa que pidas perdón. La herida siempre estará allí. Y una herida física es igual que una herida verbal. Los amigos, así como los padres y toda la familia, son verdaderas joyas a quienes hay que valorar. Ellos te sonríen y te animan a mejorar. Te escuchan, comparten una palabra de aliento y siempre tienen su corazón abierto para recibirte”. Las palabras de su padre, así como la experiencia vivida con los clavos, hicieron con que el niño reflexionase sobre las consecuencias de su carácter. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Uga, la tortuga ¡Caramba, todo me sale mal!, se lamentaba constantemente Uga, la tortuga. Y no era para menos: siempre llegaba tarde, era la última en terminar sus tareas, casi nunca ganaba premios por su rapidez y, para colmo era una dormilona. ¡Esto tiene que cambiar!, se propuso un buen día, harta de que sus compañeros del bosque le recriminaran por su poco esfuerzo. Y optó por no hacer nada, ni siquiera tareas tan sencillas como amontonar las hojitas secas caídas de los árboles en otoño o quitar las piedrecitas del camino a la charca. –“¿Para qué preocuparme en hacerlo si luego mis compañeros lo terminarán más rápido? Mejor me dedico a jugar y a descansar”. – “No es una gran idea”, dijo una hormiguita. “Lo que verdaderamente cuenta no es hacer el trabajo en tiempo récord, lo importante es hacerlo lo mejor que sepas, pues siempre te quedarás con la satisfacción de haberlo conseguido. No todos los trabajos necesitan de obreros rápidos. Hay labores que requieren más tiempo y esfuerzo. Si no lo intentas, nunca sabrás lo que eres capaz de hacer y siempre te quedarás con la duda de qué hubiera sucedido si lo hubieras intentado alguna vez. Es mejor intentarlo y no conseguirlo, que no hacerlo y vivir siempre con la espina clavada. La constancia y la perseverancia son buenas aliadas para conseguir lo que nos proponemos, por eso te aconsejo que lo intentes. Podrías sorprenderte de lo que eres capaz”. – “¡Hormiguita, tienes razón! Esas palabras son lo que necesitaba: alguien que me ayudara a comprender el valor del esfuerzo, prometo que lo intentaré. Así, Uga, la tortuga, empezó a esforzarse en sus quehaceres. Se sentía feliz consigo misma pues cada día lograba lo que se proponía, aunque fuera poco, ya que era consciente de que había hecho todo lo posible por conseguirlo. – “He encontrado mi felicidad: lo que importa no es marcarse metas grandes e imposibles, sino acabar todas las pequeñas tareas que contribuyen a objetivos mayores”.
Carrera de zapatillas Había llegado por fin el gran día. Todos los animales del bosque se levantaron temprano porque ¡era el día de la gran carrera de zapatillas! A las nueve ya estaban todos reunidos junto al lago. También estaba la jirafa, la más alta y hermosa del bosque. Pero era tan presumida que no quería ser amiga de los demás animales, así que comenzó a burlarse de sus amigos: – Ja, ja, ja, ja, se reía de la tortuga que era tan bajita y tan lenta. – Jo, jo, jo, jo, se reía del rinoceronte que era tan gordo. – Je, je, je, je, se reía del elefante por su trompa tan larga. Y entonces, llegó la hora de la largada. El zorro llevaba unas zapatillas a rayas amarillas y rojas. La cebra, unas rosadas con moños muy grandes. El mono llevaba unas zapatillas verdes con lunares anaranjados. La tortuga se puso unas zapatillas blancas como las nubes. Y cuando estaban a punto de comenzar la carrera, la jirafa se puso a llorar desesperada. Es que era tan alta, que ¡no podía atarse los cordones de sus zapatillas! – “Ahhh, ahhhh, ¡qué alguien me ayude!” – gritó la jirafa. Y todos los animales se quedaron mirándola. El zorro fue a hablar con ella y le dijo: – “Tú te reías de los demás animales porque eran diferentes. Es cierto, todos somos diferentes, pero todos tenemos algo bueno y todos podemos ser amigos y ayudarnos cuando lo necesitemos”. Entonces la jirafa pidió perdón a todos por haberse reído de ellos. Pronto vinieron las hormigas, que treparon por sus zapatillas para atarle los cordones. Finalmente, se pusieron todos los animales en la línea de partida. En sus marcas, preparados, listos, ¡YA! Cuando terminó la carrera, todos festejaron porque habían ganado una nueva amiga que además había aprendido lo que significaba la amistad.