Fin 2c2rl

FIN

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Claudio Hernández

Primera edición eBook: mayo, 2021. Título: FIN © 2021 Claudio Hernández © 2021 Diseño de cubierta: Higinia María

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Obra registrada SafeCreative. Código de registro: 2103027060915

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Para los que se arrepienten de no hacer las cosas bien. Para los que han dado su vida por los demás, y sus dramas han servido para enriquecer a algunos y dar esperanzas a unos pocos científicos que trabajan día y noche. En memoria de ellos y para los que están en primera línea del frente. A todo ellos y ellas, gracias de todo corazón. Ahora toca concienciar. Y ser constantes.

FIN

1

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Solo estaba ella. Tirada en el suelo. Boca abajo. Sin flotar en un charco de sangre. Sin huellas en las muñecas ni en el cuello. Con el cabello ondulado broncíneo sobre sus hombros helados y lívidos. La habitación era la 237 del Hotel Palm Sping de la avenida de Nueva York, un lugar de gran lujo, solo asequible para ricos y empresarios, y el único que estaba ocupado en aquel año pandémico en el que murieron millones de personas en silencio. Melisa podría ser una víctima más de ese cáncer de la vida, pero el forense negaba con la cabeza. Sin duda era una corazonada o, quizá, producto de la testarudez. Junto al cadáver de ella había una carta que apenas era legible. No tenía huellas y las letras correteaban por la superficie como hormigas desorientadas. El detective Billy O´Donner la hizo desaparecer en la transparencia de una bolsa que lloró cuando fue abierta. Sus ojos enfocaron aquella prueba como si miraran a una serpiente. Había ido a la caza de la última frase, que destacaba y decía: Te quiero, amor mío. Hasta la muerte. Pero Billy no creía en los crímenes pasionales en medio de un estado anímico retraído por culpa de la dichosa pandemia. Su mascarilla habló al aire y el aerosol impregnó de virus toda la habitación lujosa, en la que no le faltaba ningún detalle y que, casualmente, todo estaba en orden. ¿A quién iba dirigida la carta? «¿Quién eres?», preguntó para sus adentros. Tenía unas cuantas décimas de fiebre. 2

Tumbado en el alfeizar de la ventana, con la espalda sudorosa apoyada en el marco estrecho que le producía dolor, pensó repetidas veces el motivo que le llevó a hacer eso. Sus ojos no brillaban de ninguna manera y la mezquina luz de la luna lo devoraba. Desnudo de cintura para arriba, mostraba al cielo parpadeante el vello sobre los pectorales. El pantalón vaquero brillaba como un cielo azul, pero estaba triste. Laxo, en esa posición, se pasó toda la noche mirando las estrellas y la cara amarga de la luna. Ahora ella no estaba y él había huido a la cabaña cuyo nombre era FIN. Porque allí, los dos escribían el fin de sus deseos en sus apasionadas noches, que, ahora, no se volverían a repetir jamás. La imagen de ella con los pechos desnudos, y agitada sobre su miembro viril, ya formaba parte del pasado. Su obcecación por recordarla sonriendo no cesaba, pero el fin estaba escrito. Había terminado asesinada, y él no recordaba qué le llevó a hacerlo. La amaba. La deseaba. No podía vivir sin ella, pero lo hizo en un acto de locura sin retorno. Estaba fastidiado por eso. Lo estaba, de veras. 3 Era bella como una rosa apretujada en un capullo. Aún no había abierto las alas de los pétalos, ni las lágrimas de la lluvia habían estrenado su tersura. Sus labios, con un deslumbrante carmín, marcaban la profundidad de su mirada rajada. Envuelta en un intenso resplandor, su cuerpo mostraba las curvas en perfecta armonía. Pero estaba tendida en el suelo, sobre un charco de sangre, con los brazos abiertos, laxos, y las palmas de las manos apuntando al cielo. Al bosque verde como el lomo de una rana. La luna, mezquina como siempre, la miraba con hastiado desdén y lloraba sobre ella; y lloraba, como él. Este texto lo había escrito Daniel, su amado, la mano que había mecido sus últimos segundos de vida. Aquel monstruo que había acabado con la respiración de ella ya se encontraba lejos de allí. De la escena del crimen, tan pasional como el primer día en que la vio. Como el primer que la tomó y la hizo suya, bajo unas sábanas de terciopelo de color rojo. Como la sangre. Como sus ojos, que estaban inyectados en ese veneno sanguinolento que pugnaba por salir por las córneas. Su corazón palpitaba ahora de dolor. Antes había sido una propulsión, como un cohete en un acto de ira, como una salida pactada. La había visto con aquel tipo repeinado. Con aquel mísero hombre, agarrado a sus pechos, y que como un poseído iba elevándose sobre la cama —levitando—,

como si alguien mucho más grande que él moviera unos frágiles hilos desde el techo, en que no habían ratas chillando. Pero, a pesar de todo eso, él la veía tirada en el suelo de la cabaña de las montañas rocosas, en Maine. En un lugar donde todos los locos y perturbados del mundo tienen una historia que contar. Pero no estaba allí más que en su imaginación. Tal era su amor que enturbiaba su propia locura. Porque creía haberlo hecho bien. 4 El detective Billy O´Donner, un hombre de estatura alta y prominente barriga, era un obeso del que no se burlaba nadie, porque su genio era tal que con solo un grito podía hacer estallar todas las bombillas de departamento de policía, aunque allí ya no quedaban de ese tipo. Todas eran plataformas Led. Mucho más luminosas y ahorraban energía. Sí, eso era. Ahorraban energía, y eso era lo que realmente les interesaba. No fumaba; no porque le molestara la nicotina, sino por sus tres dólares con cincuenta que costaba la cajetilla. Cuando pedía el café de la mañana en el puesto de Joe, el de la esquina, con sus perritos calientes, le pedía que no le echara azúcar para ahorrarse unos dos centavos de dólar. La imagen de Melisa era un tormento ahora y no conseguía arrancársela de la cabeza. Era como si un pulpo se hubiera visto obligado a agarrarse a su rostro. Prensando todos sus tentáculos alrededor de su cuello, hasta que no podía ni respirar, en un resuello como el de una máquina de tren obsoleta, oxidada y averiada, traqueteando sobre unos raíles destartalados. Por no gastar dinero, no se compró ni una maldita aspirina o un jodido Ibuprofeno, por lo que tuvo que mitigar el dolor de las sienes con unos ligeros masajes de sus dedos índice y pulgar, mientras el humo del café engullía su piel rosada en una nube grisácea y turbulenta. Y todos le conocían bien, hasta el punto de que alguien había dicho una vez: Se gasta menos, que en claxon los aviones. Y esa furia contenida se había desatado hasta derramar el café sobre una pila de papeles amontonados en la mesa, de forma deslavazada, que se burlaban de él. Desde entonces, nadie dijo nada. El detective entró en la comisaria con el café, dejando escapar toda su fuerza como el vapor de una chimenea de tren. Y caminó lentamente a través del pasillo que separa dos hileras de mesas llenas de

ordenadores destellando con un predominante color azul y de todos aquellos que tenían lagañas todavía en los ojos. Melisa no se había suicidado, eso era obvio. 5 Daniel White deseaba que todo acabara. Ese dolor brotaba de sus entrañas, como si alguien estuviera remando con una pala con bordes rotos, dentro de él. Sin embargo, la sensación era de paz en su interior, algo que no podía comprender, porque ella ya no estaba allí. O quizá sí. Sus pensamientos eran pecaminosos y, otras veces, dulces, dramáticos y con objeto de deseo, con tanta intensidad que su cuerpo se hinchaba, literalmente, lleno de amor. Un amor incondicional, que solo sentía por Melisa. Pero ella yacía en medio del suelo. Se agachaba para tocarla. Sus dedos se extendían como las uñas de un gato que quiere tocar a su presa, y sencillamente el humo desaparecía. Ella no estaba, aunque la veía. «Dios, ¿por qué me haces esto?», se preguntaba con los ojos inflados como globos. Y ella se volvía a materializar, con su melena ondulada —a veces, recordaba, se lo alisaba—, proporcionándole un placer oculto que solo él podía sentir y escuchar. Porque tenía sonido. «No debiste dejar de amarme. No debiste hacerlo, ¿por qué? ¿Por qué?» Y se levantaba, irguiéndose con la debilidad de un crío en un cuerpo de un adulto. Le temblaban las piernas, y su corazón martilleaba el yunque que tenía dentro. Y recordaba que Melisa era psiquiatra, cosa que le permitía hacerle preguntas, a veces incompresibles para él. No las respondía. Solo la amaba con todas sus fuerzas, y la luna lloraba en una esquina del universo, en silencio. 6 Y ella florecía debajo de las intensas luces de aquella habitación gélida. El forense, un tipo llamado John, había tenido un hijo con un don un tanto extraño. Se decía que, tras tocarte la mano, podía ver tu futuro, pero no vio el suyo propio, porque había muerto de tres disparos, uno de ellos en la cabeza. John había tenido que hacerle él mismo la autopsia y ver el interior de su hijo, que ya no estaba con él de ninguna forma. —No tiene ningún tipo de huella que indique que haya sido golpeada o estrangulada, y tampoco que se haya suicidado. El estómago estaba vacío y solo tenía algo en el intestino grueso, en el sigma, lo que indica que ya llevaba días

sin comer antes de morir. Tampoco ha sido un infarto, ni ningún ictus. No sé. La capucha del bolígrafo golpeó la frente de ella, toda lívida. El forense, no contento con ello, siguió moviendo los dedos, mientras atrapaban el puñetero bolígrafo, y fue dando golpecitos con ellos en el rostro de ella hasta bajar a sus pezones; y después, se llevaba el bolígrafo a la boca. El detective lo miraba de reojo y se contenía por momentos. —¿Entonces, es muerte natural? —Sí. —¿Y toda esa sangre? La encontramos flotando en su propia sangre. —No era suya. —¿Cómo que no era suya? —No tiene ninguna herida. Ningún corte. La sangre es de diferente grupo sanguíneo al de la chica. La miró, clavando sus ojos a los párpados cerrados de ella, de un color ceniza. —¿Quiere decir que hay un segundo cadáver? El forense arrugó sus gordos labios y dijo: —Puede ser. El detective Billy, con la mascarilla en el cuello, enrollada como si fuera la estola de un cura, se precipitó a soportar el peso de su barbilla con su menuda mano. Tenía unas púas en el extremo. Era la barba de dos días. —¿Debo decir un taco ahora? Tenía la cabeza hundida en sus hombros. El forense sonrió. —Todos los policías sois iguales. Siempre mascando chicle, soltando escupitajos y maldiciones. Por mí como si quiere elevar el grito al cielo —explicó el forense, mientras se quitaba los guantes.

Sus labios se retorcieron de nuevo, como gusanos tras ser pisoteados por un crío malvado. Eso sí, debajo de la mascarilla de color azul. Oh, sí, de color azul, como a él le gustaba. A Daniel White, claro. 7 El segundo día fue penoso. Apenas había tenido fuerzas para cortar la leña con el hacha, y cada tronco que veía le parecía que iba a sesgar el cuello de ella, pero la amaba con tal intensidad que, cada vez que la besaba, fundía sus labios en los suyos hasta quedar sellado a su boca como la lava dentro de un volcán. Daniel White no despertaba de aquella pesadilla, tan terrorífica como los seres malditos del universo de H.P. Lovecraft. Sí, aquellos que no podías llegar a ver, o te volvías loco, hasta perder todo rastro de cordura si así lo hacías. Delante del fuego, a pesar de que era verano en Maine —invierno en Europa—, y chorreando de sudor, sus pensamientos estaban en alguna parte de aquellas vigas del techo que no alcanzaría nunca. Su rostro, el de ella, Melisa, estaba oculto en las palabras de una canción que susurraba en su interior, y lo elevaba hasta levitar como un poseído. Algo que ya le había sucedido varias veces desde que se la llevara de Nueva York. En las montañas rocosas, hasta los hoteles estaban encantados con espíritus del pasado, y los perros gigantes babeaban tras contraer la rabia. Un lugar, donde un chiquillo de cinco años vio descuartizado el cuerpo de su amigo al pasarle el tren por todo lo alto, pero cuya escena ya no recordaría nunca, a pesar de que su mamá le dijese que lo habían metido dentro de una canasta. Toda su mente estaba llena de leyendas urbanas, pero esto no lo era. Claro que no. Y su corazón latía de dolor. «¿Por qué te hice esto, Melisa?» Y cerró el puño hasta golpearse la rodilla derecha en un golpe carnoso. Y lloró en medio del bosque. En mitad de la noche vacua y silenciosa que tantas cosas ocultaba, como el plenilunio de un hombre lobo. 8 Puso los pies sobre la mesa, y algunos pilares de papeles y carpetas se volcaron hacia el vacío, hasta estrellarse contra el suelo en un estrepitoso y sonoro golpe. El detective ni se había inmutado de ello. Solo le faltaba elevar su trasero y

apretar las tripas. Con eso empezaría bien la mañana, porque sentía que era eso. Una mierda. Tenía un caso que, aparentemente, era un crimen de violencia, pero no encontraba rastros de agresión alguna y, encima, la sangre del charco pegajoso no era de ella. Y miles de ideas inútiles pulularon por su materia gris hasta convertirse en cenizas muertas, es decir, neuronas que terminan por expirar. En ese momento sonó el teléfono de sobremesa, que lo miraba con su ojo marrón, porque, curiosidades de la vida, el dispositivo era de un color caoba, como los ataúdes. Se estiró jocosamente para cogerlo. —¿Diga? —Detective Billy, soy el compañero del forense que le hizoso la autopsia a Melisa Forrest. Solo quería comunicarle que las dos únicas posibles causas de su muerte son: un paro cardiaco o parada cardiorrespiratoria; es decir, se asfixió. —Pero no tiene signos de haber sido asfixiada. Sus pulmones no están hinchados. No tiene agua, y ni mucho menos aire; claro, qué idiotez acabo de decir, si no, no se habría asfixiado... —Puede que muriera de muerte súbita —le interrumpió aquella voz áspera y de sabiondo. El detective se encorvó sobre la mesa como un dibujo de Wrightson[1]. —¿Le importaría darme su nombre? —Soy Cunningam. Arnie Cunningam. —¡Pues váyase a la mierda, señor Cunningam! Y colgó, con tal fuerza que el golpe resopló por las paredes como una plaga de poseídos correteando en ellas y en el techo, librándose de la gravedad. 9 Se miró al espejo de la ventana y, detrás de ella, los somorgujos se dormían. En la siguiente noche —ya la tercera fugada—, Daniel White recordaba aquellos ojos que tanto le habían mirado cuando hacían el amor. Aquellos ojos que lo habían deseado. Los mismos que se fijaron en él una tarde de verano cinco años atrás, «o quizá, seis», rumiaba, como una vaca, por la escasa capacidad de pensar coherentemente; y por ello le parecía que el tiempo volaba y se le escapaba de la

mano. Él la seguía viendo, bajo aquella sonrisa de carmín y sin ella. Aquella piel rosada y suave como el terciopelo. Con aquella luz broncínea en su cabello, como si fuera su ángel de la guarda. Y se negaba a creer que aquella mujer; su gran amor, hubiera estado en los brazos de otro hombre. Que había compartido fluidos y sudor en otra cama, en el suelo o sabe Dios dónde. Había sido un arrebato. Eso era todo, pero tenía miedo a la ley, porque sabía que, a lo mejor, lo que había hecho no tendría perdón. Ni siquiera del mismo Dios, que le miraba desde el firmamento, pero que nunca le hablaba. Y dejó volar sus dedos a sus propios labios, que estaban rociados de lápiz labial, desfigurándose como un payaso. Y esa imagen casi tétrica se reflejaba en el cristal, pero no era él. Sino el monstruo que habitaba dentro. 10 Se fijó en una de ellas. Las tenía todas desplegadas sobre la mesa, y se vino a fijar en una de ellas, que no le decía nada. En toda su vida como detective no había visto nada igual. Parecía que dormía y, sin embargo, la fotografía le transmitía una locura desenfrenada y una violencia que le atrapaba. Billy enarcó las cejas, y de su garganta se escapó un graznido como el de una rana. Tenía la laringe seca y le dolía horrores. Tanto helado de chocolate le había dejado un mal sabor de boca. Con toda probabilidad, un ataque de faringitis. Seguía teniendo fiebre, y de eso ya hacía tres días. Fuera, la gente paseaba con cierto pavor a la muerte detrás de unas mascarillas y unos ojos prietos. La habitación era la 237 del Hotel Palm Sping de la avenida de Nueva York, y estaba escrito a mano detrás del cuerpo de Melisa. 11 Una poderosa tristeza se apoderaba de él, como si unas ramas crecieran desde la planta de sus pies hasta el cuello y se enrollaran alrededor de su cuerpo, igual que unas cuerdas, hasta abrazarlo tan fuerte que podía sentir el crujir de sus huesos. Era la misma sensación que se siente cuando mueves el vaso lleno de dados en una partida de... lo que fuera, porque eran tanta las frustraciones que sentía que el horror se apoderaba de él. Tenía los ojos pintados, y acarició con una mano lánguida a la luna, que se asomaba en el alfeizar de la ventana. Y Daniel la alcanzaba. 12

Regresó a la habitación 237, y por un momento recordó algo. El detective Billy se acordaba de que esa era la habitación de un hotel encantado, donde una hermosa mujer salía de la bañera y deseaba al hombre malo de la historia, hasta que lo besaba y lo rodeaba con sus largos brazos, y aplastaba sus tetas contra él. Era la habitación en la que, según contaban, se podía ver a esa mujer en el espejo, en forma de cadáver putrefacto, que no paraba de reírse a carcajadas, con unos ojos blancuzcos. Billy leía demasiadas novelas. «¿Qué te pudo suceder, realmente?», se preguntaba. Se lanzó al vacío de la ventana para abrirla y la luz se hizo en el mundo interno de aquella habitación precintada. No la habían tocado desde entonces; le pareció volver a ver a esa mujer hermosa, con su vestido rojo, tumbada, como si durmiera. «La sangre no era suya, Billy», se decía. «Si la sangre no era tuya, ¿por qué narices no nos dimos cuenta? Capullos. Vaya inútiles tenemos en el cuerpo». Billy se castigaba a sí mismo con aquellas palabras. «Dios, dame paciencia. ¿Qué es lo que no veo? Sin duda, ha sido un asesinato. ¿Con quién estabas?» Y siguió haciéndole preguntas al suelo, con la cabeza cabizbaja. 13 —Gizem Kara —Daniel White la llamó, arrepentido y aturdido. Era ella, y seguía viéndola en sus retinas, aunque sabía que eso no podría ser real, ya que estaba muerta. Melisa, en realidad, se llamaba Gizem Kara, y era de origen turco. La belleza elevada a la ecuación del amor. La deseaba, y recordó—, ¿qué haces? —había preguntado, totalmente desconcertado. Era obvio. Ella lo miró con ojos lagrimosos, dándose la vuelta, como si se hubiera convertido en una mujer de goma. Segundos antes estaba galopando sobre el miembro viril de aquel tipo. Un hombre canoso, con barriga y arrugas desde la cara hasta el cuello —. Vaya pregunta absurda estoy haciendo. Siempre se hace la misma pregunta. Te lo diré de otra manera: ¿te estás follando a un viejo, rompiendo nuestro lazo de amor eterno? Daniel estaba tenso, y sus manos mostraban unos dedos estrangulados en el aire,

como si quisieran agarrar algo y hacerlo pedazos. —No es lo que parece —había contestado ella con voz trémula. Aquello no colaba. Era la típica respuesta, escrita millones de veces en buenas novelas, y otras malas. Era la respuesta más absurda del mundo, porque ya se había escuchado demasiadas veces, venida de escritores y guionistas. «Joder. Te estoy poniendo los cuernos con un viejo podrido de dinero, al que le he tenido que dar la viagra yo misma». Eso hubiera estado mejor, claro que sí, pero no había sucedido así. —¿Quién es este hombre? —había preguntado el vejestorio, con los ojos más abultados del mundo. Su pene se había vuelto flácido de golpe, y ahora le llamaban más la atención los ojos encendidos de aquel joven que las tetas rimbombantes de ella. —El mismo que te va a matar, maldito hijo de puta. ¿Cuánto le has pagado? ¿Qué le has dado que yo no pueda haber hecho? Mírate en el espejo. Podrías ser su padre. Eres un viejo baboso y, como se suele decir, un viejo verde, pero que me ha jodido bien. Daniel White se acercaba lentamente a la cama desbaratada. La manta caía, como el cabello, por el borde del colchón, y las sábanas estaban tan arrugadas como las facturas impagadas de un moroso. —No es lo que parece, Daniel. No hagas nada de lo que te arrepientas después. Gizem Kara mostraba una belleza tan inmensa que Daniel podría perdonarla al instante, cegado por su luz, pero seguía avanzando hacia ellos y ahora tenía los puños cerrados y apretados, hasta el punto de que sus nudillos estaban tan blancos como la piel lívida de un muerto. Y, después, Daniel, sentado en el hueco de la ventana, perdió la memoria. Con el pecho desnudo y los ojos pintados, aunque eso no lo recordaba tampoco. No recordaba haberse pintado como ella. Como ella. 14 Rebuscó en cada rincón, como una alimaña, lo que ya había sido rastreado por

las ratas de los forenses y algún agente federal. No sabía por qué, pero esos tipos metían las narices donde no les llamaban. Quiso saber su pasado. Si tenía pareja. Un hijo. Y lo hizo sutilmente. Para ello llamó a su amigo y compadre Alan. —¿Qué tal, viejo amigo? ¿Desde cuándo no me has llamado? —Sí, es verdad. Hace mucho tiempo que no nos tomamos un café juntos — suspiró el detective, y el aire rancio de aquella habitación lo devoró. —Si me has llamado es porque necesitas ayuda, ¿verdad? Aquella voz era aterciopelada y correspondía a un tipo de unos treinta años, rubio y con ojos azules. Un tipo capaz de encontrar cada verdad oculta que tenías hasta en el mismísimo culo. —Estás en lo cierto, Alan. —Hubo una breve pero espaciosa pausa ominosa—. Se trata de Melisa. Eso no te dice nada, pero, si te digo que es un nuevo caso de homicidio, quizás podrías ayudarme. Todos dicen que no hay huellas. Tampoco vida pasada. Ni rastro de ella. Solo se sabe que se hacía llamar Melisa. —Hubo otra pausa. Esta vez mucho más larga—. Fish. Melisa Fish. Eso es lo que pone en su identificación... aunque debe de ser el diminutivo de Forrest. —¿Tienes alguna fotografía de ella? Seguro que sí —le cortó aquella voz suave. El detective cabeceó como un niño. Ahora sus pies estaban dentro del extraño dibujo de tiza que trazaba la posición en la que encontraron a la pobre chica. Sentía como si algo lo agarrara por los pies. Una súplica que se convertía en algo de magnetismo; sí, eso era, lo atraía como un imán. Tuvo miedo. —Claro que sí. Tengo unas cuantas. ¿Cómo lo haces para identificar a una persona con una sola fotografía? —Estaba interesado, de repente, en algo que le invitaba a pensar en otra dirección, es decir, dirigir su pensamiento hacia otra diana. —La inteligencia artificial es lo mejor que nos puede pasar a los programadores, Billy. Se trata de un software de reconocimiento facial que se conecta con un gran Big Data. Como si fueras a pedir un jodido préstamo y quisieran verificar tu solvencia. Solo que en este caso se guardan todos los rostros de los que han pasado por el trullo, han estado implicados en algo sucio o, sencillamente, por ser una persona normal. Todo está en esos superordenadores, que se calientan

como una maldita caldera. ¿Lo entiendes? Billy asintió con la cabeza, al tiempo que el teléfono hacía de péndulo en su oído. Creía, por un momento, que lo estaba viendo. —Oh, sí, claro que sí —mintió. Solo podía salir del paso, pero no por mucho tiempo, porque Alan era demasiado astuto y directo. —Me apuesto uno de los grandes a que no has entendido nada, pero no pasa nada. Yo haré el trabajo duro. —Y Billy escuchó una risilla casi maliciosa, aunque solo era entre el espacio de los dos lados opuestos de sus sienes. —No te estarás riendo, ¿verdad? —Sabes que no, amigo. Sabes que no. ¿Puedes mandarme una de esas fotografías por correo electrónico?, ¿sabes hacerlo? —Sí, claro. —Esta vez no mintió—. Pero me acercaré personalmente a llevártela, Alan, si no te importa. —En absoluto. Mi casa es la tuya. ¿Te viene bien hoy a las cuatro? —Sí. Es perfecto. Las llevo encima. —Y colgó. En la otra mano sujetaba, como un niño sujeta a su oso preferido, la fotografía del rostro de ella, es decir, la que mejor mostraba aquel bello rostro, con florituras de todo tipo; parecía que estaba dormida tras ese maquillaje. 15 No se reconocía a sí mismo. Se sentía vacío. Sin pulso. Sin ganas de respirar por lo que había hecho. Y, arrastrándose en la penumbra de las noches, recordaba y recordaba, porque durante el día el whisky era su compañero. Y, cuando no podía sostenerse en pie, la veía, pero no la alcanzaba. Su obsesión por ella le llevó a mandar a fabricar una muñeca, que era una réplica de ella. Con el vestidito rojo, ceñido y corto. El cabello rubio cobrizo; y aquellos labios, tan rojos como un tomate pintado a la perfección en un lienzo. Recordaba que, en el último año, sus negocios no funcionaban nada bien. Y en cómo había habido una gran explosión en el valor del Bitcoin, y se había hecho

casi rico, pero una fortuita inversión, decidida sin pensar, le había hecho perder todo su otro oro, porque todavía le quedaba ella. Melisa o Gizem. «¿Por qué?», Daniel White se preguntaba paradójicamente. Se hacía una y otra vez aquella repetitiva pregunta, mientras el ojo de la luna le bizqueaba, y el resplandor era tan intangible como la luz de una vela en medio de un gran cementerio de tumbas, tan altas estas como árboles, y con todas sus lápidas desviadas como si el enterrador las hubiera plantado bajo una fuerte borrachera. Y sus palabras rebotaron en el vacío de la noche, en la espesura del bosque que podía alcanzar desde la ventana, y desde donde podía pensar más allá de aquellos crueles recuerdos que le castigaban, una y otra vez, como una flagelación. 16 —¿Cuándo saldrás de esta pocilga? —preguntó el detective, apoyado en la mesa, donde le miraban dos pantallas de ordenador como dos grandes ojos. Le había costado horrores conducir hasta las afueras desde centro de la ciudad. El coche que le llevaba de un lugar a otro, en lugar de deslizarse sobre la nieve, traqueteó sobre las piedras del camino y, tras de sí, dejaba grandes jirones de caucho y un humo azul que subía las escaleras del cielo. Alan se rio y dijo: —Sabes que eso no lo haré nunca. Billy esbozó una mueca, con templanza. Era casi como un rictus, pero no llegaba ni a eso. Eso sí, una de las cejas, la derecha, se arqueó como un gato al despertarse de una larga siesta. —Lo sé. Lo sé. Bueno, mírame eso tan urgente que tengo. —El detective sacó de su bolsillo de la camisa una fotografía arrugada. En ella se veía el rostro angelical de la víctima, como si flotara en el agua enjabonada de una buena ducha—. Lo siento. Está arrugada. —Me sirve igual.

—Perfecto. Alan estiró la mano para recogerla al vuelo. —Bien, veamos con qué nos encontramos. —Alan abrió una tapadera de cubo, es decir, la parte de arriba del escáner, y puso la fotografía bocabajo mientras mostraba la risa de un payaso de feria. Billy se acomodó en una silla, que arrastró por el suelo hasta el sillón de Alan, el cual parecía flotar como un esqueleto sobre un globo oscuro. Abrió las piernas y se apoyó con los antebrazos en el reposacabezas. Algo en él pugnaba por salir a flote, como las cucarachas de un desagüe. —Alan. ¿Crees que alguien puede morir de amor? El chico se giró mostrando una fea sonrisa; sonrisa, al fin y al cabo. —Hoy en día es muy difícil. Creo que el amor está sobrevalorado. Existe un término que identifica a las parejas actuales. Se llaman follaamigos y, ahí, no existe amor. No. No creo que por un polvo alguien se quite la vida —reflexionó un poco, con los ojos vueltos del revés, y añadió—. No, no creo que tampoco se muera de ello, aunque descubras a tu pareja con otro. Casi le había dado a la diana sin querer. El detective emitió un extraño ruido al mover la cabeza. Tosió una vez, en la que se llevó su menuda mano y respiró hondo. —Será mejor que te pongas a trabajar —acució. La luz del escáner se escapó por los laterales, como los dedos del sol en una mañana de verano. Tan luminosos como cegadores. Algo maravilloso. 17 Él sabía que ella le amaba, pero no comprendía por qué le había hecho esa faena. Fraguando el equilibrio en el alfeizar de la ventana, como cada noche, regresó al pasado y recordó: —Me ha sucedido algo espantoso —casi gritaba Melisa. Su cabello estaba

deslavazado y debajo de la luz de la luna podía adivinarse que lo tenía envuelto en tierra. Daniel la cogió de las manos, las mismas que ella retiró repentinamente, pero él escuchó el pulso acelerado de su corazón. Tan intenso como los ladridos de un perro rabioso. Como un martillo neumático trabajando dentro de ella. —¿Qué te ha sucedido? —Algo malo, Daniel. Y sus ojos se dilataban hasta parecerse a unos huevos cocidos. Las lágrimas le habían hecho correr ríos de tinta sobre sus mejillas. —¿Te han robado? —No. Estaba casi histérica, aunque parecía regresar a la normalidad poco a poco. Sus dedos estrangulados y sus uñas arañando la piel del aire la amansaban. —Si te han robado, solo tienes el susto encima. ¿Te han sacado un cuchillo? —No. Mucho peor. —¿Te han apuntado con una pistola? A veces los delincuentes utilizan replicas de plástico que parecen de verdad... —¡No lo entiendes, Daniel! —gritó ella, presionando el pecho de él con una mano húmeda y fría. —Claro que no lo entiendo, Gizem. No eres clara conmigo. Ella se distanció de él. Se había distanciado, y eso era lo que le dolía al recordarlo. Fue una escena un tanto compulsiva, y que lo confundía. En ese momento, su corazón se enfrió hasta enlentecer, y se miró las manos, que en esos momentos las veía manchadas de sangre, es decir, embadurnadas, pero siguió recordando, y eso le dolía en lo más profundo de su corazón y de su mente. —Es que tampoco me atrevo a decírtelo —advirtió ella, con un rostro enjuto,

dislocado y sumergido en la locura. —Si te han robado el teléfono móvil, puedo comprarte otro. —No es eso. —Bueno, el reloj o las tarjetas de crédito. Puedo cancelarlas. Espera que llame a los bancos... Ella lo arrastró hacia sus pechos vibrantes y calientes, con ambas manos crispadas. Había sacado tanta fuerza que lo había movido como a un muñeco de trapo. Daniel se asombró de ello. —No me han robado nada. Ha sido algo peor. —¡Maldita sea, Gizem! ¡Habla claro! Los brazos de él rompieron la fortaleza de las manos que le sujetaban. Él se apartó como disparado por un muelle. —Es que no puedo contártelo. —Sus ojos estaban nadando en dos ríos de lágrimas, que caían al suelo como cataratas. —¿Una disputa familiar? ¡A la mierda tu familia1 Me tienes a mí. —Su dedo índice se introducía en su corazón, por la fuerza en que se presionaba. Era como hundir un dedo en una herida abierta. —Mi familia no tiene nada que ver. No es eso. Y esta vez Daniel no replicó con la velocidad deseada. La miró con ojos desencajados sin comprender nada, porque su mente viajaba hacia ningún lado y no podía ver el final del túnel. No, no lo veía. —¿Me puedes decir qué ha sucedido, amor? Resaltó otra vez un largo y ominoso silencio en el que ella se dio la vuelta y se encorvó como si su corazón se hubiera vuelto de piedra y le pesara el pecho. —Me han violado —dijo, con voz queda.

El frío intenso se apoderó del cuerpo de Daniel, quien sintió previamente un hormigueo en la cara y ahora estaba helado, como si estuviera desnudo en medio de una tormenta de nieve en Siberia. Su corazón se había detenido en el tiempo y su razonamiento no podía circular por la carretera de los pensamientos y reacciones. Todo su cuerpo estaba paralizado, hasta que al fin, maldita palabra —fin—, dijo: —¿Te penetró? Ella asintió, con la cabeza de espaldas a él. —Sí. —¡¡¡Ostia puta!!! ¿Sabes quién ha sido? La cólera se había instalado en sus venas, que se dilataban como mangueras. La quiso coger del brazo. Su mano ya estaba extendida, cuando sintió cierto asco. —Ha sido el señor Donald. —¡¡¡Su puta madre!!! ¡Viejo asqueroso! Te voy a matar. —Su boca era ahora una O perfecta, por la que podían entrar todos los virus del mundon incluidas las cepas—. Vamos a denunciarlo. —Y cuando su cuerpo se convulsionaba sobre el helado suelo del comedor de casa, se detuvo a pensar un poco y añadió—. ¿Te ha hecho daño? —No. —¿Cómo que no? ¿Qué quieres decir con eso? El sol, la luna y las estrellas podrían haber sido testigos, de lo que vino a continuación, y caerse del cielo. —Me gustó. Sentí algo más con él. —¡¡¡¿Qué?!!!! Y se lanzó hacia ella, como un licántropo. 18

—Su verdadero nombre es Gizem Kara, y nació en Estambul, en 1999. Concretamente en el mes de septiembre, por lo que ahora tiene unos veintidós años —explicó Alan, con cierta euforia en su rostro. Le brillaba la frente. —Tenia. Recuerda que está muerta. ¿Pareja? Billy estaba tomando café y la barba rala ya le empezaba a picar un poco. El bigote, escaso, se embadurnó de una espuma de color marrón. Se relamió los labios. —No. —¿Ex? —Estaba libre, como un capullo en primavera antes de que le ataquen las abejas. Alan pareció sonreír un poco, de manera forzada. —Así que no se llamaba Melisa tal y, como reza en los informes. Esos inútiles del cuerpo no tienen ni puta idea de cómo hacer bien su trabajo. Ah. ¿Trabajo reconocido? —No. —Puñetas. Eres un pesimista de cojones. Todas tus respuestas son NO. —El detective, haciendo volar el vaso de café, hasta desparramarlo por el aire, había acentuado el final de su frase de forma explícita, para que entendiese que lo decía en mayúsculas. Alan mostró las palmas de las manos, en un acto instintivo. —Son los datos que me arroja el sistema. Es toda la información que tengo... — Y, en ese preciso momento, se detuvo al ver algo más abajo del extracto que había obtenido. “Daniel White es un capullo”. Era una nota que, ella, en una de las instantáneas, mostraba junto a su bolso de color beige. El dedo índice de Alan titubeaba sobre la zona. Billy se agachó para verlo mejor.

—¿Cuantos Daniel White existen solo en Nueva York? —Solo uno que tenga una cabaña en Maine, cerca de Castle Rock. —¿Cómo coño sabes eso? ¿De dónde lo has sacado? El dedo de Alan tintineó esta vez. En la fotografía, tras ella, se alzaban grandes árboles, que parecían querer cogerla con sus ramas con espátulas, y en una esquina había un letrero con letras difusas, pero que decían claramente: Castle Rock a 20 kilómetros. —Mire aquí, detective. —¡Te tengo! El golpe de su puño contra la palma de la mano sonó tan fuerte que parecía que todas las carpetas que había sobre la mesa del joven se hubiesen caído al unísono, amontonándose, una sobre la otra, en un perfecto juego diabólico. 19 —No es el Donald que tú te crees. Es aquel joven del otro día. El novio de mi hermana. ¿Lo recuerdas? —¿No se llamaba Khan? —Es Donald. —¡Guarra! Debería haberte matado en el mismo instante en el que me he abalanzado contra ti, pero una pared de hielo me ha detenido. Por algo más importante. —¿El qué? —Déjame saber amarte. —No puedo, Daniel. Siento algo mucho más fuerte con él que contigo. Al principio, estuve aterrada, pero cuando entró en mí me sentí aliviada. Relajada, y sentía placer. Un estallido de amor habitaba en sus ojos. Me violó, pero le miré en todo momento a los ojos, y me gustó. Lo siento.

—¡Zorra! Exactamente fue así como sucedió, según los recuerdos de Daniel, que una noche más maullaba como los gatos bajo las sombra de la luna y de los árboles; y lloraba, y lloraba por haberla matado. 20 —Yo te robé la vida. Ahora te toca a ti hacerlo —dijo Daniel, al cristal de la eterna ventana que miraba, noche tras noche, en un desmejoramiento agravado por la inanición. Pero sus labios estaban pintados de rojo; y los ojos, de negro; y hasta se había hecho una coleta con el pelo, ya que lo tenía casi largo, es decir, le llegaba hasta los hombros. Y su corazón estaba roto por los cuatro costados. Le dolía respirar, y le brillaban los ojos cada vez que miraba a la luna, y a ella. Tirada en el suelo. Detrás de él, con un brazo laxo sobre su hombro, y su rostro destellaba en el espejo de la habitación, que tantas veces había presenciado cómo se habían fundido: igual que la lava de un volcán en erupción. Él se había lanzado sobre aquel viejo de Donald, y le había golpeado la cabeza en el respaldo de la cama hasta que la materia gris había rezumado como algo asqueroso que no le importaba tocar con sus dedos como alfileres. Y ella había estallado en gritos que taladran los tímpanos, y sus ojos azules casi se salían de las cuencas, con mucho dolor en ellos. Sus dientes eran perfectos, tan blancos que la luz del sol brillaba mientras mantenía la boca abierta para dejar escapar esos gritos, chillidos y aullidos de desesperación. Y la había llamado puta, porque ese Donald no era el que la violó. No era el joven Donald del cual se había enamorado. Del cual había sentido placer, y que le arrojaba en toda su cara una jarra de agua hirviendo. «Sentí algo dentro de mí, que me gustaba. Más que tú, Daniel» —Me lo dijiste a la cara, Gizem Kara. Me dijiste que habías sentido algo bonito y que después de todo te gustó, y que por eso lo consentiste todo. Te dejaste llevar, aunque sabías que era una violación, y me llorabas, pero decías que... Y Daniel White, embutido en un vestido rojo, miró por última vez la cara burlona de una luna que se despedía, entre lágrimas, en un cielo lleno de

estrellas. —Déjame amarte —habían sido sus últimas palabras, y una hoja de papel con una nota cayó, como una hoja perenne, zigzagueando hasta tocar el suelo y esperar, laxa, todo el resto del tiempo. Todo el tiempo del mundo. 21 El viejo Ford azul brillaba con su espesa nube de humo azulado, y casi purpúreo, carretera hacia Maine. Por delante le esperaba un traqueteo, sudor, y las ingles escocidas, por tragarse de una zampada más de cuatrocientos kilómetros, ¿o eran más de quinientos? —Puñetas, qué calor hace —graznaba Billy mientras avanzaba como una chatarra de piezas robadas en varios chatarreros montada por cuatro críos. Pero avanzaba y avanzaba, mientras muchos otros vehículos le adelantaban y sus conductores le mostraban el dedo corazón. Y el sol cruzó el cielo para mortificarse en las montañas como si se estrellara contra ellas y derramara lágrimas de sangre. Pero el detective avanzaba y avanzaba hacia Castle rock. 22 Junto a la cabaña había un gran lago tan inmenso que lo llamaban la playa de Castle rock. Tan profundo que el propio monstruo del lago Ness podría dormitar allí abajo, pero, en la orilla, una simbiosis de luces paradisíacas destellaban en la puesta del sol. Dorado por el ala Este y rojo por el ala Oeste, cruzando todos los colores, desde el verde hasta el azul, mientras Daniel había cruzado el umbral de la muerte y su cuerpo yacía en... esperando el paso del tiempo. 23 Las luces no eran cegadoras, ni mucho menos. De modo que tenía la punta de la nariz en la luna del coche, con el volante rozándole el gaznate. Sus ojos estaban abiertos, como los de un gato en celo en mitad de la noche, pero estaba llegando, a pesar de todo, y mientras lo hacía, Billy recordaba todos los detalles del caso.

La chica. Bella. En un charco de sangre que resultó que no era de ella. El vestido rojo. El colgante en su pecho lívido. Las pulseras que le cruzaban las manos inertes y los párpados apagados. Cerrados. Y lo curioso o extraño de todo lo que flotaba alrededor del crimen. Estaba muy cerca de resolverlo, o quizá no, pero ya tenía un objetivo. Encontrar a Daniel White. Presunto novio y asesino de Melisa, porque el nombre turco no lo recordaba. No. No lo recordaba. 24 El alba se presentó majestuoso, sin tocar la puerta ni la ventana de la cabaña, y el cuerpo de él estaba todavía allí, tirado en el suelo. Purpúreo. Ante todo, mostraba a un hombre con extrañas rarezas, ya que estaba maquillado como ella, y tenía un vestido como el que llevaba ella, pero había puesto fin a su vida. En su arrepentimiento, y ante el dolor de que ella dijese una y otra vez: —Sentí que me gustaba. Y lo sentía. —Déjame amarte. Pero ella le había contestado con más infidelidades, bueno, lo primero había sido una violación, pero lo que vino después se lo había llevado a la tumba. Nunca explicó nada al respecto. Solo que no se había quedado preñada, eso sí. La cosa iba por buen camino, pero aquel viejo verde fue la culminación para maquinar el asesinato al día siguiente. Justo al día siguiente, cuando el alba, como ahora, acariciaba el inicio de un feliz día. 25 La fotografía y el marco que encuadraban sus dos manos, haciendo la vez de un cuadro, eran idénticos. Estaba en el camino correcto. El coche rezongó antes de callarse y escupió dos kilos de humo por el tubo de escape y por debajo, antes de

vomitar toda una suerte de tornillos que rebotaron en la carretera de tierra. La portezuela hizo un golpe seco y nada más, pero, al poco tiempo de que Billy se distanciara de su coche, esta se abrió de nuevo, como una boca sin lengua. Caminó lenta y oficiosamente entre la maleza, acortando atajos y vislumbrando la cabaña a lo lejos. El sol ya brillaba sobre el agua del lago y era broncíneo a las ocho y diez de la mañana. Hacía calor y tenía la frente llena de sudor. Se acercó en silencio y nadie respondió, ni con el primer cuesco de la mañana al levantarse, lo que despertó las sospechas de que allí no había nadie. De todos modos sacó en una mano inmensamente tranquila un revólver del calibre 22, y poniéndolo en estado alto se dirigió hacia la puerta atravesando la explanada. En la puerta, delante de ella, había un Pontiac aparcado y con las ruedas ligeramente sin aire, como si le faltara respirar. Tocó la puerta con sus nudillos y no contestó nadie. —¿Hay alguien aquí? —preguntó el detective, como en una película de terror barata; y al no obtener respuesta, empujó la puerta. Esta no cedió. Entonces, decidió rodear la cabaña, que dormía en silencio. Pero, al torcer, un olor pestilente le contrajo las fosas nasales, y sintió como si alguien le estirara de las amígdalas. —Dios. Qué olor —suspiró. Aunque sabía lo que se iba a encontrar. O, a lo mejor, no. El sol se reflejaba en un cristal de una ventana abierta y cegó momentáneamente a Billy, quien se puso las manos delante de sus ojos dilatados. El olor cada vez era más fuerte y empalagoso, pero se acercó a la ventana con el arma en alto.

—Estoy armado —dijo. Y los somorgujos respondieron aleteando. Cruzó el umbral de la ventana y se agachó debajo de ella. El sudor era ahora insoportable. Tenía la camisa empapada. Levantó la cabeza poco a poco y no vio nada, excepto los muebles, pero no encontró a nadie allí dentro, a pesar de que el olor a muerto era radical. —He dicho que estoy armado. Tengo un revólver a punto de disparar si hace falta. Silencio. Se asomó por la ventana, y lo vio allí. Ella estaba tirada en el suelo, flotando en un charco de sangre que se confundía con el vestido rojo. El cuerpo, purpúreo todavía, dejaba entrever la belleza de ella. Hermosa hasta después de la muerte. Su frente se arrugó. —Pero ¿qué puñetas? Entró. Se guardó la pistola y vio que sus zapatos habían chasqueado en la sangre resbaladiza. Ella estaba boca arriba, sin huellas ni marcas visibles. Él, el detective, miró en derredor, por si las moscas, y descubrió la nota. Se puso de cuclillas y empezó a leerla. Lo maté. Fue con un beso. Yo resistí cuatro minutos besándole y tapándole toda vía de respiración y Daniel White, mi novio, falleció a los dos minutos y medio de mi beso de despedida. Se puede decir que me gustó lo que sucedió, lo de la aberración y su muerte. Donald me violó, pero descubrí que lo deseaba, por eso lo dejé hacer. A Daniel le tenía pena, y sabía que vivía inmerso en dolor. Así que le besé hasta ahogarle. La sangre era la de un cerdo. Si estás leyendo esta nota, tendrás que saber que esta sangre es mía, y solo mía. No puedo vivir sin más.

Déjame quererte. Gizem Kara El detective sintió un gran vacío al leerlo, y pensó en un mal día. Una pesadilla. Algo que se le escapaba de las manos. Sacó de nuevo la fotografía y vio a Daniel White en ella. Daniel estuvo desde el primer día del crimen. En la habitación 237, en la camilla con el forense soltando su charlatanería. Daniel siempre estuvo allí, y era la víctima, no Melisa o la turca Gizem Kara. —Señor, dime que no es verdad. ¿Cómo es posible? Y Billy enloqueció por momentos. Al final de la nota decía lo siguiente:

FIN

El detective Billy O´Donner sintió que la fiebre le había subido, a pesar de todo. Ese FIN había sido trazado con letras gigantes. Y miró de nuevo al suelo donde ella yacía laxa. Rubia, con los labios rojos, las pestañas oscuras y el colgante con un ojo verde. Su corazón dejó de latir sin comprender qué sucedía. Miró el teléfono móvil, donde tenía más fotografías del cadáver. Sin duda, era un chico. Y en cada una de ellas ponía: Daniel White.

––––––––

FIN

Biografía del autor

Crecí y empecé a escribir influenciado por el maestro del terror y el drama, Stephen King. Soy el autor de la biografía de su primera etapa como escritor. Además, he escrito una antología basada en la caja que encontró la cual pertenecía a su padre que era también escritor. Ahora escribo antologías y novelas de terror, suspenses y thrillers.Ya he publicado "Los inicios de Stephen King", "La caja de Stephen King", "La historia de Tom" la saga de zombis "Infectados", "Miedo en la medianoche", "Toda la vida a tu lado", "Arnie", "Cementerio de Camiones", "Siete libros, Siete pecados", "La casa de Bonmati", "El vigilante del Castillo", "El Sanatorio de Murcia", "El frío invierno", "Otoño lluvioso", "La primavera de Ann", "Ojos que no se abren", "Crímenes en verano", "Mi lienzo es tu muerte", "El hombre del láudano", "Aquel frío invierno", "Fin de cordura", "Pido perdón", "Solemn La Hora", "La mujer del Secreto", "El hombre que caminaba solo", "El asesino del año Boreal", "Lifey", Una cura", "AGUA", "El misterio de Balth" y "Confidencias de un Dios". Pero no serán las únicas que pretendo publicar este año. Hay más años. Muchos más.

[1] Bernie Wrightson fue un famosísimo artista de cómics de terror, ilustre pos sus trabajos como La cosa del pantano o las adaptaciones de historias de H.P Lovecraft y Edgar Allan Poe.

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Sobre el autor: Crecí y empecé a escribir influenciado por el maestro del terror y el thriller, Algunos libros míos son: "Los inicios de Stephen King", "La caja de Stephen King", "La historia de Tom" la saga de zombis "Infectados", "Miedo en la medianoche", "Toda la vida a tu lado", "Arnie", "Cementerio de Camiones", "Siete libros, Siete pecados", "La casa de Bonmati", "El Sanatorio de Murcia", "Otoño lluvioso", "La primavera de Ann", "El hombre que caminaba solo", "Tú morirás", "Muerte en invierno", "El club de los tres", "El callejón de Anglés", "El vigilante del Castillo" y "El frío invierno" Read more at Claudio Hernández’s site.

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