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Escriben: Dagmar Meyer Ana Abramowski Mariana Cantarelli Patrice Vermeren Laurence Cornu Andrea Benvenuto Stephane Douailler Inés Dussel Walter O. Kohan Carlos Skliar Francisco Jódar Lucía Gómez Estanislao Antelo Lilian do Valle Graciela Frigerio Mônica Costa Netto Jan Masschelein Jorge Larrosa Alejandro Cerletti Mauricio Langon Núria Estrach 1/170
Directores: Estanislao Antelo Silvia Serra
Consejo consultor: Francisco Beltrán (España) Graciela Frigerio (Argentina) Tomaz Tadeu da Silva (Brasil) Peter McLaren (U.S.A.) Pablo Gentili (Brasil) Francisco Jódar (España) Gustavo Fischman (U.S.A.) Lucía Gómez (España)
Secretaria de redacción: Natalia Fattore Consejo de redacción: Fabiana Bertín Eugenia Piazza Paula Marini María Paula Pierella
ISBN 987-1081-37-5 Impreso en Buenos Aires, Argentina, 2003.
Cuaderno de Pedagogía Rosario es una publicación semestral realizada por el Centro de Estudios en Pedagogía Crítica. Los trabajos, colaboraciones, correspondencia y todo pedido de información deben dirigirse a: Estanislao Antelo-Jujuy 1309- 4 "9"- 2000 Rosario Te: 4-510570, o por vía electrónica a
[email protected]. Visite nuestra página web: http://www..nbci.com/pedagogia. Súmese a nuestra lista de discusión: http://groups.yahoo.com/group/pedcritica/
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Índice
Editorial Silvia Serra
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DOSSIER I: LA EDUCACIÓN Y EL CUIDADO DEL OTRO
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Cuidado y diferencia. De la integridad a la fragmentación del ser Dagmar Meyer Quererlos: un imperativo. Esbozos para un estudio sobre los afectos magisteriales Ana Abramowski ¿Quién cuida a la escuela? Notas sobre una experiencia de cuidados post-estatales Mariana Cantarelli DOSSIER II : IGUALDAD Y LIBERTAD EN EDUCACIÓN. A PROPÓSITO DE EL MAESTRO IGNORANTE Presentación Jorge Larrosa y Walter O. Kohan La actualidad de El maestro ignorante. Entrevista con Jacques Rancière Patrice Vermeren, Laurence Cornu y Andrea Benvenuto Calypso no podía consolarse de la partida de Ulises Stephane Douailler Jacotot o el desafío de una escuela de iguales Inés Dussel Un ejercicio de filosofía de la educación Walter O. Kohan La futilidad de la explicación, la lección del poeta y los laberintos de una pedagogía pesimista Carlos Skliar
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ÍNDICE
Emancipación e igualdad: Aspectos sociopolíticos de una experiencia pedagógica Francisco Jódar y Lucía Gómez Nada mejor que tener un buen desigual cerca Estanislao Antelo Piedra de tropiezo. La igualdad como punto de partida Lilian do Valle A propósito del maestro ignorante y sus lecciones. Testimonio de una relación transferencial Graciela Frigerio La voluntad según Jacotot y el deseo de cada uno Mônica Costa Netto El alumno y la infancia: a propósito de lo pedagógico Jan Masschelein Pedagogía y fariseísmo. Sobre la elevación y el rebajamiento en Gombrowicz Jorge Larrosa La política del maestro ignorante: la lección de Rancière Alejandro Cerletti Una pregunta a Jacques Rancière Mauricio Langon La pérdida de la razón política original según Rancière Núria Estrach
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Reseñas Bibliográficas
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Editorial
Muchas veces se ha sostenido en el campo de la educación que el continuo trabajo de pensamiento tiene algo de la tarea de actualizar, en una serie que con facilidad deviene en educación continua, perfeccionamiento, y otras prácticas de formación que pretenden revisar viejos saberes y contestar nuevas preguntas. Algo de ese rasgo está presente en este Cuaderno. Poner en clave del presente debates que se escuchan como inactuales, de otro tiempo o lugar, pertinentes en los momentos en que la pedagogía pretendía constituirse en respuesta a la sociedad que se ordenaba. Porque si de algo la pedagogía se ocupó con mucho entusiasmo fue de desplegar instituciones, tecnologías, alternativas y vías de acción para instaurar un orden, que la excedía pero a la vez la contaba como principal aliada. En ese orden, la preocupación y el cuidado del otro, en vistas de hacer un mundo de iguales tuvieron un lugar central. Hoy, ese orden está puesto en duda, y las promesas de un mundo mejor están sospechadas y/o resquebrajadas. Un camino podría abrirse aquí: si las promesas fueron eso, y sólo eso, aún cuando motorizaron acciones, estrategias y políticas públicas, deben ser abandonadas. Como si fueran auténticas promesas vanas de un amor que se quedaron en el tiempo.
Pero no es el único camino. Este Cuaderno pretende hacer actual un ejercicio de pensamiento sobre ellas. En eso consisten los dossiers que se ofrecen en las páginas que siguen. El primero de ellos propone tres reflexiones sobre lo que en educación ha significado y significa el cuidado del otro. Allí se inscriben los trabajos de Abramowski, Cantarelli y Meyer. Desde distintas perspectivas avanzan en la revisión de las dimensiones del cuidado en el campo de la educación. La palabra cuidado, entendida en la expresión cuidado del otro puede ser leída como el conjunto de tareas realizadas a favor de la salud y la preservación de otros. El verbo cuidar nos remite a guardar, conservar, asistir. Pero el diccionario avanza y señala también que cuidar es discurrir y pensar, que sumados a lo que cuidado tiene de cautela y precaución puede resultar una buena alternativa: quizá el detenernos sobre los modos en que el cuidado se ha inscrito y se inscribe en un campo como el nuestro pueda permitirnos avanzar con cuidado sobre un presente incierto. Por otro lado, un dossier que convoca a pensadores de variadas formaciones alrededor del inquietante pensamiento de Jaques Rancière desplegado en El maestro ignorante. Gracias a la generosidad de Jorge Larrosa y Walter Kohan, que han
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EDITORIAL
puesto a nuestra disposición este dossier, publicamos casi en simultáneo con otras tres revistas1 una serie de reflexiones sobre el problema de la igualdad, acompañadas por una entrevista a Rancière sobre su texto, que avanza en sus presupuestos y los resitúa en el presente-2003, enfatizando, con explícitas referencias a los problemas de nuestro continente, la contemporaneidad del debate en nuestro tiempo y espacio. ¿Podrá la pedagogía alguna vez desprenderse de las promesas de felicidad, plenitud, éxito, perfección que tanto la han colmado? ¿Podrá constituirse en un cuerpo de reflexiones que contribuyan a hacer más habitable este mundo para todos, sin pecar de mentirosa o exagerada, sin caer en vanas promesas? De promesas estamos hechos, y de promesas está hecho nuestro futuro. Cuidado e igualdad, dos dimensiones tan necesarias de poner en juego en una sociedad como la nuestra, atravesada por la injusticia, la pobreza, el desamparo, el desaliento, la indiferencia. Cuidado e igualdad, dos valores presentes en la promesa educativa que, fuera de su historicidad y contingencia, pueden no hacer más que profundizar las injusticias y abandonos que pretenden erradicar. Silvia Serra Notas: (1) El Dossier se publicó ya en Educaçao e Sociedade, Vol. 24, Nº 82-Abril 2003, Campinas: Brazil y versiones parcialmente diferentes se están publicando en Educación y Pedagogía (Medellín, Colombia) y Diálogos (Barcelona, España). También se publicará una versión algo menor en la revista Télémaque (Francia).
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DOSSIER I: LA EDUCACIÓN Y EL CUIDADO DEL OTRO Cuidado y diferencia. De la integridad a la fragmentación del ser 1 Dagmar E. Estermann Meyer Enfermera. Doctora en Educación Docente de la Facultad de Educación de la Universidad Federal de Río Grande do Sul Traducción: Ma. Paula Pierella Centro de Estudios en Pedagogía Crítica
Una invitación a empezar El objetivo de este artículo es discutir la temática de la diferencia y la identidad con la intención de proponer cuestiones que nos permitan pensar algunas dimensiones del saber/hacer/educar, en el área de la salud, en los tiempos contemporáneos. Para ello, me propongo desarrollar una reflexión sobre algunos de los sentidos atribuidos a las palabras que componen el título del presente artículo, acentuando que estas reflexiones traen las marcas de lugares particulares –los Estudios Feministas y los Estudios Culturales en los cuales se establece un diálogo crítico con la perspectiva postestructuralista. En estos campos, que se reconocen, explícitamente, como siendo lugares teórica y políticamente “interesados”, al mismo tiempo que inestables y controvertidos, la producción de conocimientos y de las prácticas sociales a ellos vinculadas es entendida como un movimiento siempre provisorio, inserto e imbrincado en relaciones de poder, cuyo producto (la verdad sobre el cuidado, el proceso salud/enfermedad, el yo sano y/o el otro enfermo, por ejemplo) está circunscripto al espacio de lo que es posible en un determinado contexto histórico, social, cultural y lingüístico. O sea, desde esta perspectiva se trabaja con el presupuesto de que nada es natu-
ral, nada está dado de antemano y todo puede, por lo tanto, ser problematizado. Con esa intención (y salvando las debidas distancias) quiero invitar a las posibles lectoras y lectores del texto a participar conmigo de un ejercicio que Michel Foucault (1991, p. 12, el subrayado es mío) denominó como “esa única especie de curiosidad, por lo demás, que vale la pena practicar con cierta obstinación: no la que busca asimilar lo que conviene conocer, sino la que permite alejarse de uno mismo” simplemente porque “hay momentos en la vida en los que la cuestión del saber si se puede pensar distinto de como se piensa y percibir distinto de como se ve es indispensable para seguir contemplando o reflexionando”. Vamos, pues, al ejercicio... Ser: de la integridad a la fragmentación. ¿Qué está en cuestión en ese movimiento? Ser humano, ser sujeto, ser persona, ser “yo”, ser cuerpo, ser alma, ser espíritu –diferentes posibilidades de desplegar los sentidos del Ser. ¿Serán estos despliegues tan diferentes? ¿No serán todos ellos términos que designan componentes, implícitos o explícitos, de aquello que aprendemos a definir como Ser Humano? Y si este Humano es el componente que defi-
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ne al Ser, ¿qué lo distingue o califica? Como nos muestra Jorge Larrosa (1994, p. 39) lo humano ha sido descripto como alguna modalidad de reflexividad de la persona consigo misma desde tiempos muy remotos; “en tanto, la reflexividad (ordenada por la razón) sólo obtiene una cierta centralidad antropológica en la filosofía moderna”, inaugurada por Bacon y Descartes, a partir de la cual se elabora la idea de que la persona humana no existe en un sentido meramente factual, sujeta a ciertas necesidades y deseos, fijada a cierto modo de vida, sino que existe de manera que puede adoptar una relación cognoscitiva y práctica con su propia existencia, de manera que tenga una determinada interpretación de quién es y de qué puede hacer consigo misma. Aquí tenemos en acción la noción de sujeto inaugurada por el Iluminismo. También llamado sujeto cartesiano o sujeto humanista, éste es concebido como siendo capaz de ser (o de volverse) totalmente autónomo, libre, autoconsciente y coherente, y su centro o esencia reside en un núcleo interior que lo constituye desde que nace, desarrollándose con él en un movimiento de perfeccionamiento continuo, a lo largo de su existencia. Ese centro, tomado como origen de la racionalidad, de la conciencia y del conocimiento, constituye, desde esta perspectiva, lo humano que lo califica como sujeto. Esta definición de ser humano que hoy nos resulta tan familiar, natural y evidente, es, sin embargo, cultural e histórica; o sea, ella no tiene nada de natural y de autoevidente, y hemos sido confrontados con esta problematización desde la emergencia del psicoanálisis freudiano, pasando por el estructuralismo y entrando por todas las teorías “pós”. Lo que estas teorías, de diferentes modos, han enfatizado
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es que esa noción de sujeto no puede sostenerse más y que la misma precisa ser resignificada. Problematización hacia la cual el orden de las palabras integridad y fragmentación, presentes ya en el título de este artículo, pretende apuntar. Pero el sujeto humanista, definido por una esencia que reside en la razón, fue producido en el ámbito de la misma episteme que no sólo lo escindió, sino que subordinó la naturaleza a la cultura y la transformó en objeto de conocimiento. En ese proceso, el cuerpo fue separado del espíritu –la sustancia que nos define como humanos– y así, inscripto en el dominio de la naturaleza, se constituyó, paradójicamente, en objeto de conocimiento y de voluntad de la propia razón, que supuestamente, lo habita. Así, en contraposición a la indivisibilidad y a la rigidez del sujeto y de la razón, el cuerpo, sometido a la ciencia, empezó a ser minuciosamente cortado, explorado y descripto, para ser conocido, dominado y transformado: descompuesto en partes cada vez menores, en un trayecto que se extiende desde la superficie hasta el interior (como la anátomo-clínica), de los órganos a los tejidos (con la fisiología y la microbiología) y desde éstos a las células hasta llegar a lo recóndito de los genes (con la ingeniería genética). Irónicamente, los procesos de invasión, descuartizamiento, intervención y modelado radical del cuerpo, propiciados en gran parte por los “avances” de la Ciencia Positivista y de sus despliegues tecnológicos actuales –que constituyen el dominio de la racionalidad cartesiana por excelencia– no sólo motivaron sino que volvieron inevitables los cuestionamientos acerca de la unidad, la esencia y la autonomía del sujeto humano. Como sostiene Tomaz Tadeu da Silva (2000a, p.12)
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“es en la confrontación con clones, ciborgues y otros híbridos tecnoculturales que la ‘humanidad’ de nuestra subjetividad se ve puesta en cuestión”. El cuerpo humano es también, entonces, una noción que se encuentra bajo sospecha: ¿dónde termina, hoy, lo humano del cuerpo y comienza la máquina? O tal vez sería mejor preguntarse, sobre todo en el área de la salud: ¿dónde termina la máquina y comienza lo humano? O, ¿será que todavía sabemos o podemos cuidar del humano sin la intervención de la máquina? ¿Podríamos ser los profesionales de la salud que somos y promover los cuidados que prescribimos si nos desconectamos de las máquinas que pueblan y configuran nuestros ámbitos de trabajo? O, como continúa provocando Tadeu da Silva (op.cit., p.13): “¿No será el momento de considerar [esas] preguntas sin sentido? Más allá de la metáfora, es la realidad del cyborg, su innegable presencia en nuestro medio, la que pone en jaque la ontología de lo humano. Irónicamente, la existencia del cyborg no nos intima a preguntar sobre la naturaleza de las máquinas, sino, de manera mucho más peligrosa, sobre la naturaleza de lo humano: ¿quiénes somos nosotros?” Es, pues, en el mismo movimiento en que se disuelven las fronteras entre la naturaleza y la cultura y entre el cuerpo (dado por esa naturaleza) y la máquina (un artefacto de esa cultura), que el sujeto pasa a ser teorizado como fragmentado, con la posibilidad de asumir, en diferentes momentos y circunstancias, muchas y, a veces, conflictivas y no resueltas identidades. Estas identidades son producidas y se producen en el ámbito de redes
de poder y de sistemas de significación lingüística y cultural. Esto quiere decir que la pluralidad y diversificación de estos sistemas de significación lingüística y cultural, multiplican, de modo desconcertante e infinito, las posibles identidades que se puede y que, efectivamente, terminamos por asumir en la actualidad. Si tomamos, por ejemplo, las diferentes Teorías del Cuidado en Enfermería y las pensamos como sistemas que significan lo que es la Enfermería, lo que es ser enfermera y lo que es el cuidado, nos encontraremos con una multiplicidad, cada vez mayor, de definiciones posibles para esos términos. Pero, más allá de eso, puede decirse también que tales teorías, que significan y pretenden inscribir la Enfermería en el cuerpo (¡y en el “alma”!) de quien se propone ser enfermera, en diferentes espacios y tiempos, son, al mismo tiempo, incapaces de fijar en el cuerpo, de una vez para siempre, un conjunto verdadero, definido y homogéneo de marcas y sentidos. Más aun, todas esas definiciones de Enfermería, enfermera y cuidado producen sentidos que funcionan compitiendo entre sí, dislocando, acentuando o suprimiendo convergencias, conflictos y divergencias entre diferentes discursos e identidades. Sin embargo, son apenas algunas de esas definiciones las que, dentro de determinadas configuraciones de poder, terminan revistiéndose de autoridad científica o transformándose en sentido común, al punto tal que dejamos de reconocerlas como producciones históricas vinculadas a un determinado contexto socio-cultural. Es así que una de ellas pasa a funcionar, en un determinado tiempo y espacio, como siendo la mejor o la verdadera Enfermería, aquella que se transforma en referencia de las acciones asistenciales y educativas en el área y a partir de la cual los otros
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modos de ser enfermera y de ejercer la Enfermería son clasificados y valorados. Stuart Hall (1997a) discute algunos de los despliegues de estas resignificaciones de sujeto, cuerpo e identidad en los estudios que investigan, por ejemplo, la producción de identidades sociales y culturales. Desde esta perspectiva es posible pensar, por ejemplo, que ser mujer y enfermera no constituye necesariamente un conjunto de atributos que deberían configurar una identidad profesional coherente y armónica, centrada y definida por una única teoría, campo de conocimiento o disciplina académica, sino que estos atributos definen diferentes identidades y cuerpos que podemos ocupar y con los cuales vivimos en diferentes momentos e instancias de nuestra vida. El ser es, desde este punto de vista, una composición, a veces conflictiva, de muchos “yo” que no tienen una identidad fija, esencial o permanente. Como enfatiza Hall (1997 a, p.13): la “identidad se vuelve una celebración móvil, formada y transformada continuamente en relación a las formas por las cuales somos representados o interpelados por los sistemas lingüísticos y culturales que nos rodean. Se define histórica y culturalmente, y no biológicamente.” Esa composición no puede, por lo tanto, ser entendida como resultado de la superposición de múltiples capas “como si el sujeto se fuese haciendo ‘sumándolas’ o ‘agregándolas’ consensual y armónicamente.” Como alerta Guacira Louro (1997, p. 51), refiriéndose al concepto de múltiples posiciones de sujeto o identidades: “Es preciso entender que ellas se interfieren mutuamente, se articulan; pueden ser contradictorias; provocan, en fin, diferentes posiciones. Esas distintas posicio-
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nes pueden mostrarse conflictivas para los mismos sujetos, haciéndolos oscilar, deslizar entre ellas –percibirse de distintos modos. (...) Diferentes situaciones movilizan a los sujetos y a los grupos de diferentes modos, provocan alianzas y conflictos que no siempre pueden ser comprendidos a partir de un único móvil central (op.cit, p. 51-52).” La teorización cultural contemporánea ha reiterado, también exhaustivamente, que las posibles respuestas a la pregunta Quién y qué somos nosotros, instaladas por las resignificaciones del SER –en tanto cuerpo y en tanto sujeto– se definen desde las mismas relaciones que nos permiten reconocer lo que no somos, y la operación de poder involucrada en estas definiciones nos posiciona de diferentes formas, en diferentes lugares, con diferentes efectos, en las sociedades y grupos en que vivimos. Lo cual nos remite al segundo punto que pretendo discutir en este texto: las nociones de diferencia y diversidad. ¿Diversidad o diferencia? Las redes del poder y del lenguaje Las discusiones en torno a las nociones de diversidad, diferencia e identidad han ocupado mucho espacio en el ámbito de las teorías culturales contemporáneas, especialmente en el área de las Ciencias Sociales y Humanas. En el campo de la educación, por ejemplo, esto es muy visible en los debates y proposiciones en torno a los posibles (y necesarios) despliegues curriculares de las perspectivas multiculturalistas. También en el área de la Salud y más específicamente en las teorizaciones acerca del cuidado, esta discusión está siendo abordada desde otro “lugar”
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teórico, pudiendo citarse como ejemplo la Teoría Transcultural de Madeleine Leininger. En el contexto del debate en torno al multiculturalismo se ha prestado atención a la problemática anclada en el uso de la noción de diversidad. Esta problemática se relaciona con el sentido que está usualmente inscripto en esta noción; o sea, que las diferencias entre los seres humanos tienen una existencia propia, que estaría dada por su naturaleza biológica o cultural. Desde el abordaje de la diversidad, diferencia e identidad son tratadas como esencias fijas, independientes, universales e inmutables que precisan ser reconocidas, toleradas, o, en el mejor de los casos, respetadas. Se trataría, por ejemplo, de reconocer que existe una diversidad de seres que adolecen y de enfermedades que los acometen, o una infinidad de modos de ser o volverse “cuidador”, o aun una variada gama de posibilidades de concebir y ejercitar el cuidado. Una vez que tales diversidades simplemente existen necesitamos, en tanto profesionales de la salud, aprender a convivir bien con ellas. Ocurre que hay enfermedades frente a las cuales determinados grupos o individuos están más expuestos que otros, como muestra, por ejemplo, un estudio divulgado en una editorial publicada por el Diario Zero Hora (15/10/2000, p. 12), que señala una diferencia media de 12 años entre las expectativas de vida de negros que viven en el Nordeste en relación a los blancos que viven en el Sur de Brasil. Hay también enfermedades que tienen efectos muy diferentes para los diferentes sujetos sociales: las repercusiones sociales para quien es identificado como niño sidoso o como de drogas sidoso son significativamente diferentes, a pesar de que la patología que afecta a los dos
individuos sea la misma. Más allá de eso, existe una multiplicidad de posiciones teóricas y políticas imbuidas en los conocimientos que sustentan el saber/hacer en el área de la salud. Entonces, ¿estamos tratando con desigualdades producidas como diferencias o con diversidades? Desde el marco con el que vengo trabajando, se entiende que el término diversidad, tal como se emplea habitualmente, supone diferencias naturalmente dadas y, de esta forma, tiende a hacer invisibles las relaciones de poder involucradas en su producción. Esa operación también hace invisible el hecho de que el punto de vista del respeto y de la tolerancia vinculado a ella, implica una relación de poder y de jerarquía en la que alguien (en general una identidad hegemónica) puede o debe aprender a tolerar, en tanto que el otro (una identidad desviada) es colocado en la posición de ser tolerado. Silva (2000b, p. 76) es, en Brasil, uno de los autores que defiende la necesidad de contar una “teoría de la diferencia y la identidad” que nos permita operar con la diferencia, considerándola “no simplemente como el resultado de un proceso, sino como el proceso mismo por el cual tanto la identidad como la diferencia –entendida aquí como resultado– son producidas”. Desde esta perspectiva, diferencia e identidad son conceptos relacionales y mutuamente dependientes porque, para existir, la identidad se fundamenta en algo externo, sobre otra identidad que ella no es –lo “otro”, o la diferencia. Sólo sabemos qué es Enfermería porque tenemos como referente algo que no es Enfermería. Eso significa entender que la identidad está marcada por la diferencia. Identidad y diferencia son entendidas allí como mutuamente determinadas, al interior de procesos de diferenciación, cuyos
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resultados son, exactamente, la diferencia y la identidad. Teorizar la diferencia como acto o proceso de diferenciación inserta esta discusión en el centro de la teoría postestructuralista acerca de las nociones de poder y lenguaje. El lenguaje, del modo en que es trabajado en este campo teórico (cf. Hall, 1997b; Woodward, 1997; Giles; Middleton, 1999; Meyer, 2000 a y b) deja de ser comprendido como un estricto medio de comunicación hablado o escrito por el que se describe una realidad preexistente, y pasa a ser tratado como el ámbito en que se producen los sentidos compartidos de una cultura. Atribuir sentidos al mundo no es un proceso neutro y pasivo a través del cual se nombran y describen cosas que tendrían una existencia anterior y previa al propio lenguaje. Por el contrario, es un proceso activo, conflictivo, inestable y plagado de disputas, y es en el interior de esas disputas, entre diferentes teorías y conocimientos, entre diferentes doctrinas y posiciones políticas, que se construye lo que reconocemos como cierto/errado, normalidad/desvío, sano/enfermo, nosotros/ellos, hombre/mujer. Lo que quiere decir que es en el lenguaje donde se producen y ponen en acción los mecanismos y estrategias de identificación y diferenciación que están en la base de las jerarquizaciones y desigualdades sociales. Es, entonces, en el lenguaje donde se construyen los “lugares” en los cuales individuos y grupos se ubican/posicionan o son ubicados por otros, es en él donde operan los sistemas simbólicos que nos permiten entender nuestras experiencias y definir aquello que nosotros somos o pensamos ser. Todas las prácticas de significación y los procesos simbólicos a través de los cuales se construyen los significados implican relaciones de poder: el
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poder de nombrar, de describir, de clasificar, de identificar, de diferenciar, el poder de definir, en fin, quién está incluido y quién está excluido. Una perspectiva que piensa la diferencia y la identidad como construcciones lingüísticas les atribuye a las mismas un carácter histórico, social y cultural, despojándolas, por lo tanto, de cualquier sentido fijo, dado, definitivo, o sea, despojándolas de una esencia única y verdadera. Cuando se analizan los procesos de diferenciación, se puede percibir que las diferencias son múltiples y que en determinados momentos históricos y en determinados espacios, algunas de ellas son más importantes que otras, son destacadas, en tanto que otras son relegadas: ser enfermera a veces se define, principalmente, en función de su naturaleza femenina, otras veces, por la naturaleza científica de su saber, otras por la especificidad de su tarea, mientras que dejan de ser enfatizadas y teorizadas diferencias de clase social, de raza/etnia, de creencias religiosas, de división social del trabajo, que también producen y atraviesan aquello que aprendemos a definir como Enfermería. Podemos decir, entonces, que al construir los “lugares” que nos posicionan como enfermeras, o al dar respuestas que nos posibilitan entender aquello que somos o debemos ser como enfermeras, los sistemas de significación como las Teorías del Cuidado en Enfermería producen posiciones de sujeto, producen identidades. En el contexto de la teorización cultural, el cuerpo es entendido como un operador pero también como un importante territorio de procesos de diferenciación, siendo esto mucho más evidente y significativo en el campo de la salud. Volverse enfermera es un proceso educativo que se
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inscribe en el cuerpo, siendo el cuidado un acto que se ejerce sobre o con un cuerpo vulnerable física y emocionalmente. Como operador y como territorio, el cuerpo está centralmente vinculado tanto con los procesos de clasificación y jerarquización social y cultural de las diferencias como con los procesos de definición y fijación de las identidades. En el contexto de las Teorías del Cuidado, ese cuerpo como operador/territorio está muy poco problematizado. Parece no tener color, sexo, edad ni cualquier otro atributo más allá de su declamada (por genérica) humanidad y, tal vez, exactamente por eso, se constituye como un mecanismo de definición y fijación de normas que, por estar naturalizadas, acaban haciéndose invisibles. Sin embargo, como ya señalamos anteriormente, identidad y diferencia son relaciones sociales que lejos están de ser simétricas, su definición depende de las relaciones de poder que se ponen en acción en los sistemas de significación. Así, lo central no es por qué uno “es así” y otro es “asá” (lo cual llevaría a la constatación de una diversidad naturalmente dada), sino preguntarse cuáles son los mecanismos que permiten producir la identidad como norma (la medida de lo aceptable y lo deseable), y la diferencia como desviación. Norma, desviación y riesgo de desviarse –nociones comunes en el área de la salud– están fuertemente marcadas por relaciones de poder que implican, básicamente, sistemas de clasificación. Sistemas de clasificación social que hablan de sistemas de significación y formas de inserción social, e involucran procesos simbólicos y sociales. Todas las prácticas de significación y los procesos simbólicos a través de los cuales los significados son construidos nombran, descri-
ben, clasifican, jerarquizan. Por lo tanto, implican los medios a través de los cuales damos sentido a prácticas y relaciones sociales, definiendo, por ejemplo quién está sano y quién está enfermo, qué es ser blanco o ser negro, qué es ser joven o viejo, gordo o flaco, hombre o mujer y, concomitantemente, los modos en que cada una de estas situaciones es vivida en las relaciones sociales. Al realizar esta conexión entre cuerpo, identidad y diferencia, desde este abordaje teórico, es preciso no caer en la trampa de establecer una separación entre el lenguaje y lo que está fuera de él. itir que existen procesos y “cosas” naturales, físicas o biológicas que pre-existen al lenguaje no significa decir que ellas no están sujetas a la atribución de sentidos, que se encuentran fuera de los procesos de significación. Ni siquiera el cuerpo, que aprendemos a considerar como el reducto más concreto de nuestra identidad, escapa a la significación (¿de cuántos modos diferentes el cuerpo es significado en los diferentes campos de conocimiento y por las diferentes instituciones sociales?) Como alerta Silva (2000b), lo importante a ser destacado es la imposibilidad del lenguaje, tal como es considerado desde la perspectiva postestructuralista, de expresar de manera definitiva y determinada lo real, a pesar de ser el único recurso de producción de sentidos. Desde este punto de vista, lo importante para la discusión no es lo que no pertenece al lenguaje, sino lo que expresa precaria y provisoriamente el único recurso de significación que tenemos. Esta característica del lenguaje tiene consecuencias importantes en lo que se refiere a la identidad y la diferencia porque, siendo producciones lingüísticas, están también marcadas por la indeterminación, por la
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fragmentación y la inestabilidad. En este sentido es que se usa la noción de identidades múltiples, fragmentadas, cambiantes. Nosotros somos muchas identidades, que habitamos al mismo tiempo o en tiempos diferentes, muchas veces de manera conflictiva, a lo largo de nuestra vida. Y es aquí, en la imposibilidad de fijación y determinación de la identidad y la diferencia, donde reside la productividad política de tales nociones. Si los sistemas de significación son los que construyen los lugares en los cuales los individuos y grupos sociales se posicionan o son posicionados y a partir de los cuales pueden hablar y ser hablados, una pregunta fundamental a la hora de problematizar sistemas de significación tales como las Teorías del Cuidado es: ¿Quién tiene el derecho de decir qué, acerca de quién, a quién, en qué circunstancias o condiciones? Acercando la pregunta un poco más a nuestro tema, la misma puede ser desdoblada en muchas otras cuestiones. Por ejemplo: ¿Quién tiene el derecho a definir lo que es el cuidado en el área de la salud? Si tomamos como referencia los análisis de las feministas acerca de la Ciencia (con mayúscula y en singular) a la que definieron como una ciencia masculina, blanca, europea, burguesa, heterosexual y judeo-cristiana, ¿cómo podríamos definir a las actuales Teorías del Cuidado? ¿Sería posible pensarlas como Teoría, con T mayúscula y en singular, y definirla como siendo femenina, blanca, norteamericana, académica, de clase media y fundamentalmente cristiana? ¿Se podría pensar, por extensión, que es de ese cuerpo que ellas hablan? ¿Quién habla qué (sobre salud, sobre comportamientos saludables, sobre acciones de cuidado), de quién (de la cuidadora, del ser que es cuidado) en estas
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teorías? ¿En qué contexto y circunstancias son o fueron producidas las diferentes teorías? ¿De qué sujetos, de qué cuerpos, de qué culturas hablan? ¿En qué medida incorporan o silencian toda la problemática acerca de la fragmentación del sujeto, de la disolución de las fronteras entre naturaleza y cultura, de la hibridación cuerpo-máquina, del proceso de racialización, generificación, sexualización y nacionalización de los cuerpos e identidades, que caracteriza el momento histórico que estamos viviendo? ¿De qué más hablan y qué silencian? ¿Con qué efectos? Trabajar con las preguntas arriba propuestas implicaría desarrollar un análisis discursivo de las Teorías del Cuidado, el cual, concretamente, se traduciría en un análisis político del lenguaje que las constituye en tanto teorías. Dicho análisis no sólo buscaría discutir cómo funcionan o qué significados de salud, cuidado y cuidadora producen y ponen en circulación, sino también los efectos y las consecuencias sociales de dichas significaciones. Se trataría, en síntesis, de emprender un ejercicio de desnaturalización y de extrañamiento para discutir su implicación con la producción de diferencias e identidades diversas, en el ámbito de la Enfermería y del área de la salud, en sentido amplio. Una mirada extranjera sobre el cuidado en el área de la salud En el ámbito de la teorización cultural contemporánea, pensar el cuidado desde la perspectiva de la diferencia implicaría, entonces, dejar de pensarlo como una acción justificada por pre-supuestos teóricos, científicos y humanitarios neutros y desinteresados, para teorizarlo y ejercerlo como una acción fundamentalmente polí-
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tica. Desde este punto de vista, el cuidado tampoco podría ser pensado, como se lo hace comúnmente, como una esencia generalizada y universalizada de lo femenino. Entendiendo las Teorías del Cuidado como un campo de lucha por el derecho de definir qué es ser cuidadora y qué es cuidar en este contexto, la cuestión que tendría que movilizar la discusión no debería ser: ¿qué es el cuidado? o ¿cuál es la mejor, más verdadera y más completa definición del cuidado? Lo importante aquí, considerando los depliegues de la resignificación postestructuralista sobre el poder y el lenguaje es: ¿Cómo fueron producidas estas diferentes concepciones de cuidado y cuidadora? ¿Cuáles fueron o son las diferentes instituciones sociales, grupos profesionales y campos de conocimiento en lucha en dicho proceso de definición? ¿Qué mecanismos y estrategias han permitido transformar determinadas definiciones del cuidado en “verdades más verdaderas que otras” que también son vividas y practicadas en ese campo profesional? ¿Con qué efectos, para qué grupos? Como ya señalé en un trabajo anterior (Meyer, 2000c), estos cuestionamientos nos permitirían situar a las Teorías del Cuidado como un movimiento específico importante dentro de las conflictivas relaciones de acercamiento, diferenciación o contestación al dominio de la Ciencia (con C mayúscula), de las prácticas médicas y sus principios, en el área de la salud. Permitirían entenderlas, pues, como instrumentos que buscan legitimar saberes y prácticas que pretenden distinguirse de aquellos conocimientos biologicistas, curativistas y mecanicistas, aún hegemónicos en ese contexto. Desde este punto de vista, podrían ser entendidas como espacios de resistencia y contestación a di-
chos cánones científicos y racionalidades. Y esto es bastante significativo en un campo, como el de la salud, que viene asumiendo una centralidad cada vez mayor en la regulación de la vida en las sociedades contemporáneas. Sin embargo, poder y resistencia están intrínsecamente relacionados con la producción de conocimientos, y los efectos de poder de tales conocimientos no son únicos ni lineales, por lo que no pueden ser asegurados ni determinados a priori. Es preciso, entonces, preguntarse también qué otras implicaciones podrían tener para las mujeres y las profesionales de la salud, teorizaciones en las que se articulan, por ejemplo, presupuestos como: “el cuidado es innato a las mujeres”, “el cuidado es algo inherente a la mujer (...)”2. ¿Qué otros efectos pueden tener aquellos sentidos que establecen una relación unívoca y esencialista entre mujer y cuidado, considerando perspectivas como las trabajadas aquí? Entender el cuidado como una acción política nos puede permitir vislumbrar más de lo que lo hacen los importantes movimientos de resistencia y resignificación que acontecen en el área de la salud –movimientos que las teorías del cuidado ciertamente corporizan. Esto implicaría avanzar un poco más en la conceptualización acerca de los intereses y efectos de poder de tales teorías que, dentro de otras cosas, también parecen estar produciendo y legitimando “esencias” de mujer, del cuidado y de la salud. ¿Algunos de esos presupuestos no podrían estar contrariando parte de nuestros proyectos explícitos de transformación social y profesional? Esto no significa abandonar o negar dichas teorías como importantes dimensiones del saber/hacer/educar en salud, pero implicaría dislocarlas del lugar de signifi-
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cado último y “más verdadero” en el que parecieran estar siendo ubicadas en los últimos años, para entenderlas, también, como instancias y mecanismos de producción, fijación y legitimación de identidades profesionales, de comportamientos saludables, de formas determinadas de vivir y realizar el cuidado. Ya argumenté en otros trabajos (Meyer, 1998 y 2000d) que los abordajes teóricos como los que aquí asumimos pueden ayudarnos a comprender en qué medida las acciones y conocimientos que sostienen nuestras prácticas en dicha área son arbitrarias, parciales, ingenuas, contingentes y, a veces, excluyentes. A partir de un ideal de salud –generalmente abstracto, genérico y universal, centrado en un individuo también desenraizado– el campo de la Salud, en general, ha sido una importante instancia de producción y soporte no sólo de la normalización y esencialización de los sujetos, sino también de disciplinamiento de cuerpos y mentes y de fijación y universalización de reglas, patrones de medida y comportamientos compatibles con una particular y específica visión de la preservación y/o defensa de la vida y la salud de los organismos y las poblaciones. Lo que es escamoteado en este proceso de abstracción y universalización de normas, patrones de medida y comportamientos “saludables” es, precisamente, su historicidad. Es decir, es exactamente la localización de su constitución al interior de procesos y contextos sociales, históricos, culturales y políticos específicos, así como su articulación con concepciones del cuidado e intereses de grupos particulares, lo que permite entender esas prácticas como contingentes, arbitrarias y, a veces, excluyentes. Esta es una contribución política importante de las teorías feministas y culturales contemporáneas.
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Ya podemos ver en la actualidad varios despliegues interesantes que emergieron, en parte, de dichas problematizaciones y abordajes. Se incluyen allí reformulaciones curriculares que posibilitaron la introducción, en cursos del área de la salud, de disciplinas que focalizan y exploran la contribución de conocimientos y/o prácticas como la Homeopatía, la Fitoterapia, la Ludoterapia, entre muchas otras. Se multiplican también los trabajos que ponen énfasis en las emociones, la afectividad, el o, como indisociables de las acciones terapéuticas y educativas del área. Todo esto es consecuencia de la incorporación de otros modos de ver, pensar y sentir el mundo en que vivimos. A mi modo de ver, ocurre que todavía no conseguimos echar mano a las nociones de sujeto humanista y de cuerpo biológico, que continúan actuando en casi todos esos experimentos y propuestas innovadoras, sin hablar de los diferentes proyectos de formación de conciencia que pretenden introyectar comportamientos, actitudes y percepciones genérica y arbitrariamente definidos como saludables. Las narrativas del progreso, la autodeterminación, el auto-conocimiento, la renuncia y la autonomía, continúan funcionando allí como poderosos mecanismos de regulación, con sus promesas cada vez mayores de perfeccionamiento del hombre y la salud en particular. Muchas de las actuales teorías acerca del cuidado interpelan con vigor redoblado al sujeto unitario y coherente, consciente de sí mismo y del mundo y capaz de construir libremente su camino por el “saber y el gobierno de sí”. Allí radican, a mi modo de ver, los grandes desafíos para quien actúa en el área de la salud en la actualidad, sobre todo para aquellas vertientes que, en su
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interior, buscan introducir y valorar otros saberes y la diferencia en la relación de cuidar, como así también construir marcos teóricos que se distancien de aquellas perspectivas, tanto biologicistas como humanistas que continúan siendo, en nuestra época, las grandes instancias de definición de lo Humano. Explorar los intersticios, la movilidad y el carácter provisorio de los territorios constituyentes de las identidades. Incorporar las teorías sobre el cuidado como referentes que permiten ensayar el movimiento sugerido por el título de este artículo, o sea, un movimiento que echa mano (o por lo menos coloca bajo sospecha) a la visión de integridad absolutizante y aprisionadora del SER, para pensarlo como un incesante proceso de producción, rupturas y dislocaciones. Pensar al cuidado en su relación con la diferencia, incorporando en su teorización las estrategias y herramientas que posibilitan poner en jaque, permanentemente, cualquier posibilidad de congelamiento, estabilidad y cierre de su definición. Favorecer, en fin, “aquellas formas de experimentación que hagan difícil el retorno al mismo sujeto [al mismo cuerpo] y a las mismas identidades”. (Tadeu Da Silva, 2000b, p.100). Tal vez ahí resida el valor de la metáfora de la mirada extranjera para pensar el Cuidado en el área de la salud. Metáfora que está estrechamente relacionada con otras dos, reiteradamente utilizadas por la teoría cultural para enfatizar el carácter móvil de la diferencia y la identidad: las metáforas del viaje y del cruce de fronteras, ya que “el viaje obliga al que viaja a sentirse ‘extranjero’, posicionándolo temporariamente como el “otro”. El viaje otorga la experiencia de ‘no sentirse en casa’ (...)” (Tadeu da Silva, 2000b, p.88), que es exactamente el ejercicio que Fou-
cault llamó separar-se de sí mismo. Separar-se para mirar de afuera, como si no las conociéramos, a las teorías y prácticas que nos constituyen tan profundamente que ni siquiera las percibimos como aprendidas, o, dicho de otro modo, incorporar la mirada extranjera que, por ser extranjera es capaz, incluso, de ejercitar el extrañamiento, la perplejidad y el descubrimiento enfrente del propio saber/hacer/educar... Notas: (1) Versión de un artículo publicado con el mismo título en la Revista Gaucha de Enfermagem, v.22, nº 2. (2) Cf. Collière, apud Zampiere, M.F., 1997: 279-80 Referencias Bibliográficas: FOUCAULT, Michel (1998) História da sexualidade. O Uso dos prazeres. 8a. ed. Graal: Rio de Janeiro. [Historia de la sexualidad. 2- El uso de los placeres. Siglo XXI:Buenos Aires, 1991.] GILES, Judy; MIDDLETON, Tim (1999) Studying culture. A practical introduction. Blackwell Publishers: Oxford (UK). HALL, Stuart. (1997a) Identidades culturais na pós-modernidade. DP&A:Rio de Janeiro. ______ (ed.) (1997b) Representation. Cultural representations and signifying practices. Sage/Open University: London. LARROSA, Jorge. (1994) Tecnologias do Eu e Educação. En: SILVA, T. T. (org.) O sujeito da Educação. Estudos foucaultianos. Vozes: Petrópolis, 35-86. LOURO, Guacira L. (1997) Gênero, Sexualidade e Educação. Vozes: Petrópolis.
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Quererlos: un imperativo. Esbozos para un estudio sobre los afectos magisteriales Ana Laura Abramowski Profesora y Licenciada en Ciencias de la Educación (UNR) Maestranda en Cs. Sociales (FLACSO)
Algo que podríamos llamar cariño magisterial se nos revela, en principio, multifacético y omnipresente. Por un lado están los aspirantes a maestros que expresan, junto con su motivación vocacional, que su elección por la docencia se debe a su “amor por los niños”.1 Por otro lado, muchos de los docentes en ejercicio dicen que “brindar afecto” está en el centro de la tarea pedagógica, siendo el trabajo docente una labor caracterizada por traer consigo, en gran y mayor medida, recompensas afectivas.2 También los dictados de la psicología y las pedagogías centradas en el niño y el aprendizaje afirman, tomando marcada distancia de las prácticas áulicas focalizadas en el docente –consideradas, por su magistrocentrismo, autoritarias y verticales–, que es necesario vencer la distancia que separa a maestros de alumnos, creando y manteniendo un espacio íntimo entre ambos.3 Por otra parte, desde hace unos largos años –y crisis de por medio– la palabra afecto se pronuncia antecedida de otra, contención, siendo el maestro o profesor el encargado de dar lo que la familia y otras instituciones no prestan, y quedando relegada, en este mismo movimiento –según se dice–, la tarea de enseñar.4 Finalmente, todo este cariño confluye a la hora de enumerar las cualidades de lo que se considera un “buen docente”.
Por diversos motivos, pareciera que asistimos a una progresiva “afectivización” de las relaciones pedagógicas. Ya sea porque la crisis social requiere de docentes que, prioritariamente, contengan a sus alumnos afectivamente; porque ante magras recompensas pecuniarias se ubican en el centro las retribuciones afectivas; o porque la desautorización de prácticas de enseñanza más o menos autoritarias, verticales y rígidas hace tiempo está habilitando relaciones menos distantes, más íntimas y afectivas entre docentes y alumnos, los maestros y profesores parecen haberse vuelto más querendones que antes. Pero también es cierto que asociaciones del tipo “amor por los niños-magisterio” o “brindar afecto-docencia” no resultan absolutamente novedosas ni son exclusivas de los últimos 20 o 30 años. Un ejemplo de ello puede extraerse del siguiente fragmento publicado en 1920 en El Monitor de la Educación Común: “Se necesita una maestra de verdad, que ame su profesión, que no sea apática, dormida, rutinaria; que animada del vivo anhelo de perfeccionarse sepa producir siempre más y mejor; que sintiéndose feliz en presencia de los niños confunda su alma con la de ellos, manteniendo esa simpática comunión de afectos que permite, al niño,
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manifestarse como es, y al maestro, conocerlo bien”. (citado en Sarlo, 1998: 40). Será tal vez porque las cuestiones del corazón son más bien inestables, que ante los afectos magisteriales oscilamos siempre entre romances primerizos y amores eternos, entre excesos de cariño y carencias afectivas. Por momentos, el eros magisterial pareciera un fenómeno reciente, inaugurado ya sea por la última crisis social o por los avatares de la actual psicología. En otras ocasiones, el cariño de los docentes por los alumnos se muestra eterno, más allá y más acá de tiempos y lugares. Por otra parte, a veces se dice que la insuficiencia de afecto es la culpable de malas enseñanzas; otras, que el exceso de sentimientos y emociones desplaza la tarea propiamente educativa. Como se verá, los amores pedagógicos tienen una historia algo más larga y compleja que merece ser revisada. ¿Aunque no lo veamos el cariño siempre está? Según se escucha con frecuencia, un particular y preexistente afecto por los chicos es para muchos jóvenes motivo suficiente para elegir la carrera docente. Un afecto que además de preexistente se considera necesario para llevar adelante la ardua tarea de educar. El eros magisterial se ubicaría de este modo en la base del trabajo docente: así como los chicos, en el fondo, terminarían siempre siendo buenos; los maestros, también en el fondo, terminarían siempre sintiendo ternura por ellos. Este cariño pedagógico entendido como constitutivo de la relación docente–alumno, algunos lo remontan a la Antigua Grecia, a la conocida relación pedagógico-afectiva de un Sócrates y un Alcibíades. Así sería posible afirmar, por
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ejemplo, que detrás del barniz de rigidez y severidad de los maestros de antaño, había un profundo cariño solapado. Todos los docentes, a fin de cuentas, querrían a sus alumnos, claro, aunque cada uno lo haga a “su manera”. Esto itiría decir que, aunque no lo veamos, eso que hemos dado en llamar cariño magisterial, siempre estuvo y está. Una generación espontánea y súbita de afecto se produciría entonces cuando un ser en calidad de enseñante se enfrenta a otro en condición de aprendiz. Y si el amor es más fuerte, el afecto pedagógico sería una especie de efluvio brotando naturalmente de la interioridad del educador hacia el exterior. itimos que el encuentro pedagógico se da sobre un colchón de afectividad; aceptamos que algo del orden de lo afectivo se pone en juego cuando dos personas se encuentran en un acto educativo. El vínculo pedagógico está cargado de afectividad, es cierto, pero esto no es lo mismo que decir que “a los docentes les deben gustar los chicos para poder enseñarles”, o que este suelo de afectividad se compone de “la ternura natural que generan los niños”. Aceptar el investimento afectivo de la relación educativa no implica congelar rápidamente la palabra “afecto” en un único y trascendente significado, ni mucho menos traducir, reducir y reemplazar inmediatamente la noción de “afecto” por la de “cariño”. Castigos, humillaciones y azotes (presentes y pasados), aun perpetrados con las mejores intenciones pedagógicas, insisten en demostrarnos los límites de esa cosa llamada amor. Daremos pues legitimidad a la fórmula “aunque no lo veamos el afecto siempre está”, siempre y cuando sentimientos tales como la crueldad, el odio o el rencor sean también considerados como formas posibles de este afecto pedagógi-
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co. Entonces, elegimos afirmar que, antes que de un eterno, natural y siempre bien intencionado cariño magisterial, el encuentro educativo estará plagado de sentimientos, placeres y emociones por demás ambivalentes5, cambiantes e historizables. Afectos apropiados Ubicados en el terreno del amor es difícil, en principio, aceptar que nos hallamos ante constricciones, mandatos o regulaciones. Pero es hora de decirlo: a querer, a sentir de determinada manera y no de otra, se aprende. Es Erica McWilliam la que recurre a la noción de placeres apropiados e inapropiados para explicar esta cuestión: los “buenos” maestros se conducen de acuerdo a las prescripciones del buen enseñar que están disponibles para ser pensadas y sentidas. Hablar de sentimientos adecuados es llamar la atención al hecho de que la honestidad en torno a nuestros deseos y placeres no es natural sino producto de un adiestramiento. Este hecho se invisibiliza por la propia apariencia “natural” de la buena pedagogía. Es natural que un buen maestro se preocupe por su alumno. Es natural que un maestro deba querer conocer a su estudiante. Es fácil olvidar, como señala Peter Cryle (1997), que la “naturalidad” es en sí misma una construcción moderna, un medio de organizar el lenguaje de modo que ciertas ideas sobre lo que es apropiado puedan ser pensables. Entonces el cómo llegamos a gustar de la enseñanza, el cómo llegamos a desear los placeres particulares que ella nos regala, puede ser entendido como un dominio (de hechos) que es gobernado antes que espontáneo. Los placeres que tenemos como “buenos maestros” no son ilimitados porque ellos
son en sí mismos productos de discursos disciplinarios. Nosotros maximizamos nuestros placeres pedagógicos trabajando dentro de las reglas discursivas de la “enseñanza apropiada”. Si esas reglas apuntan a una relación de cuidado como la manera correcta de enseñar, entonces esto es precisamente lo que nos gusta tener. (McWilliam, 2002) Decir que el placer (en nuestro caso preferiríamos hablar del “sentir cariño por los niños”) se entrena y disciplina, que no es natural, espontáneo ni inmutable no significa en absoluto negar la existencia real de sentimientos. Por el contrario, esta afirmación nos conduce a sostener que los sentimientos efectivamente sentidos por los docentes no se alejan, sino que son producto, de los sentimientos pensables, sentibles, decibles, disponibles para ser sentidos en determinados tiempos y espacios. El planteo de McWilliam nos permite avanzar en muchas direcciones. Una de ellas es la que nos conduce a separarnos de la idea de una marcha progresiva y ascendente hacia la optimización de las prácticas pedagógicas. McWilliam cuenta que las extensas conversaciones en la mesa de la cocina con su mamá y sus dos tíos –los tres maestros de escuela en Australia en la década del ‘50– fueron para ella las primeras prácticas de entrenamiento en el rubro de los placeres pedagógicos. Según las anécdotas rememoradas, sus familiares, en ciertas y apropiadas circunstancias, pegaban, sacudían y zamarreaban a sus estudiantes, y esto en absoluto los convertía en malos maestros. Por el contrario, eran malos maestros, por aquel entonces, aquellos docentes que no pegaban correctamente, en su justa medida, en el momento indicado. Aunque cueste aceptarlo, los castigos corporales o
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el trato indiferente hacia los alumnos no eran prácticas equivocadas que fueron sabiamente superadas en el camino hacia el progreso, sino productos históricamente situados. Al alumno, con cariño La naturalidad, espontaneidad y eternidad del afecto magisterial comenzarán a ser puestas en cuestión a medida que avancemos en el trazado de algunas coordenadas. Para ello, podemos empezar por reconocer que los niños, esos locos bajitos, no siempre han inspirado cariño. Tal como lo señalara oportunamente Philippe Ariès bajo la conocida fórmula de “sentimiento moderno de infancia”, la niñez como objeto de amor, cuidado y ternura no ha existido siempre, sino que comenzó a perfilarse, en Europa, a partir del XVI. (Varela y Alvarez Uría, 1991) Ubicados en territorio rioplatense y siguiendo la Historia de la Sensibilidad del uruguayo José Pedro Barrán (1990; 1991) podremos ver el nacimiento de la idea del “niño como objeto de amor”, en esta región, hacia finales del siglo XIX.6 No es que antes del período en cuestión las caricias y mimos para con los niños hubieran estado definitivamente ausentes; lo que no se producía era el esfuerzo consciente de los adultos de comportarse de manera afectuosa con los pequeños, ya que esta modalidad del trato, o bien era evaluada negativamente, o directamente no se la consideraba vital para la reproducción de la sociedad (Barrán,1991). Cuenta Barrán, por ejemplo, que a fines de siglo XIX un vecino fue a dar el pésame por la muerte de su hijo a un rico estanciero, y que este buen hombre de campo estaba más apenado por la muerte de un borrego que por la de su pequeño niño: “el chiqui-
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lín ya criadito, qué lástima” –dijo el vecino– a lo que el estanciero contestó “¡sí, lástima, pero hijos se hacen, más carneros finos no se hacen!” (Barrán,1990:75). Es que no había motivos suficientes para encariñarse con los pequeñines que, además de abundar, no tenían pronosticada, en principio, una vida demasiado prolongada. Una de las novedades de la sociedad “civilizada”7 rioplatense (que coincidió con la incipiente escasez de infantes) fue la aparición del niño amado: “El cuidado de los niños ganó terreno como preocupación social y la ternura se convirtió en un valor y hasta comenzó a percibírsela como probable factor educativo” (Barrán,1991:108) Destaquemos entonces que el trato tierno hacia los niños tiene fecha de ingreso a la escuela, desplazando con su llegada la centralidad de la coacción física en la consecución de los objetivos educacionales. A la par que comienzan a prohibirse expresamente los castigos corporales ya desde principios del siglo XIX en las escuelas argentinas8, se demandan docentes amables, sinceros, circunspectos, dulces, firmes y justos, que jamás usen palabras ofensivas, chanzas, burlas o den señales de ira, tal como afirma un artículo publicado en La Educación en 1886. (citado en Puiggrós, 1996) No es que la violencia física hacia los niños, dentro y fuera de la escuela, hubiera desaparecido (ni siquiera hoy podríamos aventurar tal afirmación), pero comenzó a ser ejercida en nombre de nuevas motivaciones. Castigos propinados con “verdadero sentimiento”, y “por amor” darán cuenta de la complejidad y ambivalencia de la nueva sensibilidad “civilizada” (Barrán, 1991)9, originando, quizás, controversiales frases del tipo “porque te quiero te aporreo” o “lo
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hago (te castigo, te pego) por tu propio bien”. Un nuevo imperativo pedagógico-vincular dictamina a los docentes evitar los gritos, los gestos desproporcionados, los arrebatos, las burlas, los insultos, las humillaciones. La disciplina debe ser amablemente inducida. Dice Puiggrós que el Reglamento para Escuelas Militares confeccionado en 1909 sostenía que los directores y maestros procurarían “mantener el orden y estimular la aplicación de los alumnos, siendo afectuosos, empleando la persuasión preventiva y esforzándose en que éstos los juzguen nobles y justos, y tengan respeto y cariño”. (Puiggrós, 1996: 341-342). En términos de Megan Boler (1999), las maestras serán algo así como “policías dedicadas y maternales” (“caring police”). La temprana e intencional feminización del plantel docente de nuestro país10, nos obliga a repetir con Boler, maestras. Es que las principales aptitudes de las mujeres del novecientos rioplatense, que consistían, según los cánones de la época, en sus inclinaciones naturales hacia la maternidad y el cuidado de los niños, hicieron pensar a los hombres de aquel tiempo que ellas eran las indicadas para el ejercicio del rol docente. En este sentido, que la feminización de la docencia tuviera efectos de dulcificación (Morgade, 1997) sobre las prácticas educativas, antes que una mera casualidad fue parte del proyecto político pedagógico de los orígenes de la escuela argentina. Pero las mujeres no sólo eran educadoras natas (pacientes, comprensivas, bondadosas) para la sociedad patriarcal del siglo XIX. También eran histéricas, pasivas y algo tontas, a la vez que gustaban del lujo y el despilfarro. La insistencia en su natural sumisión, suavidad, y
abnegación, más que asentarse en la certeza comprobada de estas cualidades, se debía a la voluntad de construirlas e imponerlas. Si hubieran sido tan inofensivamente buenas y maleables no hubiera sido necesaria tanta propaganda sobre su docilidad.11 Es que las mujeres, en realidad, seguían inspirando todavía esa mezcla de temor diabólico, misterio y tentación sexual predominante de los siglos XVI y XVII. (Barrán, 1991) Los ideales de templanza propios de la sociedad decimonónica urgían poner bajo control la intemperancia femenina. Allí se origina otro de los rasgos que caracterizan a la maestra modelo de los orígenes del sistema educativo argentino en lo que a su perfil afectivo se refiere: la mesura. Y lo que vale para la ira también sirve para el amor. Así como los docentes deben contener su irritación, también deben querer a sus alumnos –sí, pero no demasiado–. Las formas del afecto solicitado serán el cariño, la ternura, el cuidado, la comprensión, la dulzura, pero siempre con moderación y cuidando los excesos. Esta moderación, allá por principios del siglo XX, no estará en absoluto relacionada con los actuales temores y denuncias de acoso sexual.12 Tendrá que ver, siguiendo una vez más a Barrán (1991), con otro de los rasgos de la sensibilidad “civilizada”, que es la represión de las emociones, la gravedad del tono, el pudor, la severidad, en pocas palabras: la seriedad de la vida (p. 33). De hecho, el ejercicio de la autoridad (pedagógica en nuestro caso) necesitaba de cierta frialdad y distancia emotiva para resultar eficaz. Se pedirá a los maestros que se comporten cariñosamente con sus alumnos, pero siempre con recato y mesura, sin olvidar que los niños, además de ser objeto de cuidado, son finalmente hijos del rigor.
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Que a lo largo del siglo XIX y principios del XX se insista tanto en recordarles a los docentes, ya sea que no deben golpear y maltratar gratuitamente a sus alumnos como que deben tratarlos afectuosamente y con paciencia, es un indicativo de que el eros pedagógico no tiene nada de natural o espontáneo. Por el contrario, todo parece indicar que las muestras de cariño docente hacia los niños serán el resultado de un imperativo: quererlos. Quererlos: ¿un viejo imperativo? Queremos destacar con cierto énfasis que el imperativo de querer a los niños parece comenzar a percibirse en nuestro sistema educativo prácticamente en los orígenes de su constitución. Sarmiento por ejemplo, decía que “la verdadera sabiduría de la escuela consistía en prevenir antes que en curar, en cultivar los mejores sentimientos de nuestra naturaleza, para lo cual las maestras mujeres están especialmente dotadas. Con su simpatía y dulzura pueden ejercer su dominio sobre los niños y jóvenes más groseros. En el rostro del maestro, hay un poder latente “que brilla con amor por los alumnos y entusiasmo por su noble causa”. (tomado de Giménez, A. en Puiggrós, 1996: 329). Estas edulcoradas citas sarmientinas, en principio, no se llevan muy bien con la idea tan fuertemente instalada entre nosotros que contrapone al docente autoritario, severo y violento de ayer (un ayer siempre impreciso) con el afectuoso y melocotón de hoy. Estas citas vendrían a cuestionar la hipótesis de una inédita y progresiva “afectivización” del docente actual, tal como hablábamos al comienzo de este escrito.
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Es nuestra intención seguir la ruta del afecto magisterial, trazando rupturas y continuidades, matices, transformaciones y coexistencias. Pero no es nuestro objetivo en esta exploración abonar la construcción de un continuum afectivo, ni mucho menos mapear un piso de cariño siempre omnipresente e idéntico en todas y cada una de las prácticas escolares de este y otros tiempos. Que Sarmiento haya hablado de amor y dulzura al igual que pueden hacerlo los estudiantes del profesorado de enseñanza primaria del presente ciclo lectivo, no significa que nos hallemos ante un inmutable amor escondido detrás de todos y cada uno de los maestros desde fines del siglo XIX a esta parte. Si de matices se trata entonces, ¿qué diferencias podemos encontrar entre el imperativo de tratar afectuosamente a los alumnos, que comenzaba a delinearse a fines del siglo XIX, y las expresiones de la afectividad docente actual? Una manera de buscar estas diferencias es ver con qué y contra qué significantes se pone en relación, en los distintos momentos considerados, la palabra “afecto”; cuáles son las series de sinónimos ofrecidas, las oposiciones binarias, las jerarquías. A continuación, y para finalizar, vamos a plantear resumidamente algunas líneas de indagación trazadas y pendientes de una mayor profundización en torno a esto que hemos decidido llamar cariño magisterial. En principio, como vimos, el imperativo de querer a los alumnos buscaba instalarse, allá por fines del siglo XIX, contra prácticas pedagógicas de imposición y coacción violentas. Pero el cariño no debía dejar de lado (sino que convivía con) el rigor y la severidad, ni tampoco descuidar la disciplina y el control estricto de los alumnos. Además, no parece ser
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que los maestros de entonces debieran tratar con ternura a sus alumnos porque en sus casas no los quisieran o mimaran lo suficiente. Se trataba de un afecto que no debía perder la cordura; de un cariño algo distante que permitiera disciplinar más efectivamente que los golpes y los exabruptos. Por otra parte, esta manera de entender el cuidado del otro no parecía poner en cuestión, en lo más mínimo, la función básica de enseñar. Por último, de más está decir que este cariño magisterial en absoluto eliminó por completo los castigos, las humillaciones y malos tratos; zurras y caricias coexistieron, así como de alguna manera siguen conviviendo actualmente. Nuevas significaciones rodean hoy al afecto magisterial. El heredado imperativo de quererlos, hoy se cruza con otro mandato que dice, en nombre de la autenticidad, “sé tú mismo”, “libérate”. Esta nueva norma que nos impulsa a convertirnos en nosotros mismos, tal como ayer nos exigía ser disciplinados y obedientes (Ehrenberg, 2000), nos demanda un “yo” expansivo y una imponente personalidad13 que debe sacar afuera sentimientos, iniciativa, empuje, inventiva y carisma. Así, en vez de pedírsele hoy al maestro tanta mesura y moderación como ocurría en el siglo XIX, se lo incita a sacar afuera sus emociones íntimas, a desinhibirse, a acortar las distancias, a generar espacios de intimidad, a sentarse en el piso con los chicos, a llamarlos por sus nombres de pila, a conocer detalles de su vida privada. Planteadas así las cosas, el eros pedagógico parecería por fin libre de constricciones. Pero no. Denuncias de acoso sexual (cotidianas en los países del norte y que lentamente van irrumpiendo en la escena local), sumadas a las críticas profe-
sionalizantes del afecto contenedor, asistencialista y reparador (rechazado por direccionar el cariño hacia las tareas de cuidado propias de las familias, desplazando de este modo el trabajo específico de enseñar), intentan encauzar, una vez más y apropiadamente, esas indómitas pasiones magisteriales. No olvidemos que, todavía, seguimos estando bajo los efectos del imperativo de quererlos. Notas: (1) “En un estudio de Alliaud A. y colaboradores (1995) los motivos de elección de la carrera docente más frecuentemente mencionados por una muestra de alumnos de Institutos de profesorado de la Ciudad de Buenos Aires fueron la “vocación” (48%) y “el amor a los niños” (42%).” (citado en Tedesco; Tenti Fanfani, 2002). (2) Incluimos dos testimonios a manera de ejemplo: “Es el trabajo en que más podés brindar en lo afectivo. Cien por ciento en lo afectivo. Me llena muchísimo” (Valeria, citado en Morgade, 1992). “Llevo 25 años ejerciendo como profesora de Matemática y Física, amo mi profesión, amo a mis alumnos, disfruto estar frente al aula”. (LIEDU, 18/04/03.) (3) Según afirma Erica Mc William, la expresión “todos los ojos depositados en mí” ha dejado de ser la medida de la excelencia docente para pasar a ser una señal de su regresión (McWilliam, 1999). (4) “Si se decide que el maestro simplemente “sustituya” a la familia en el cumplimiento de ciertas tareas de contención afectiva o de orientación éticomoral (como es ciertamente el caso en ciertos contextos) el resultado es un retroceso en el perfil profesional de la activi-
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dad. La maestra “madre-sustituta” está lejos de la maestra profesional especialista en enseñanza y aprendizaje de determinados contenidos culturales socialmente válidos.” (Tedesco; Tenti Fanfani, 2002). (5) Transcribimos un fragmento del conocido artículo de Freud que lleva por título “Sobre la Psicología del colegial” (1914). Allí el psicoanalista realiza confesiones acerca de los afectos que sentía por sus profesores de escuela secundaria: “Los cortejábamos o nos apartábamos de ellos, les imaginábamos simpatías o antipatías probablemente inexistentes, estudiábamos sus caracteres y sobre la base de estos formábamos o deformábamos los nuestros. Provocaron nuestras más intensas revueltas y nos compelieron a la más total sumisión; espiábamos sus pequeñas debilidades y estábamos orgullosos de sus excelencias, de su saber y su sentido de la justicia. En el fondo los amábamos mucho cuando nos proporcionaban algún fundamento para ello; no sé si todos nuestros maestros lo han notado. Pero no se puede desconocer que adoptábamos hacia ellos una actitud particularísima, acaso de consecuencias incómodas para los afectados. De antemano nos inclinábamos por igual al amor y al odio, a la crítica y a la veneración. El psicoanálisis llama “ambivalente” a ese apronte de opuesta conducta, y no le causa turbación alguna pesquisar la fuente de esa ambivalencia de sentimientos”. (6) Aclara Barrán que los “países nuevos” permiten observar la historia de la sensibilidad desde una posición privilegiada, donde los lentos cambios del alma se apuran como en cámara rápida. Procesos culturales que en Europa son casi imperceptibles y duran siglos, en América perduran a lo sumo decenios, al menos en el siglo XIX, y esta aceleración tiene que
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ver, en parte, con el papel promotor de las clases dirigentes en los cambios de la sensibilidad. (Barrán, 1990) (7) En su estudio, Barrán distingue –con ecos sarmientinos– la sensibilidad “bárbara” de la “civilizada”. La primera tendría su apogeo entre 1800 y 1860, comenzando a asomar la segunda hacia mediados del siglo XIX y consolidándose ya entrado el siglo XX (en 1920). (8) El debate sobre los castigos corporales se extendió a lo largo de todo el siglo XIX y hasta bien entrado el siglo XX. Tal como advierte Puiggrós (1996), que se mencione con insistencia la prohibición de aplicar castigos corporales a los alumnos provoca sospechas respecto de la veracidad de su extinción. (9) Una publicación de la dirigencia católica uruguaya de 1899, “El Amigo del Obrero”, daba el siguiente consejo: “El castigo [debía] ser proporcionado a la falta cometida, que no sea demasiado rígido ni demasiado débil”, así como que “los niños [debían] sentir el rigor, y sentirlo solo en aquellas partes del cuerpo donde no se han de producir lesiones”, pero “nunca se [debía] castigar con ira [pues] el castigo [debía] darse por amor al niño y no por espíritu de venganza” y “el niño [debía] notar siempre que su padre lo [castigaba] con verdadero sentimiento y solo por necesidad”. (Barrán, 1991:110) (10) Según Graciela Morgade, en Argentina, la feminización de la docencia primaria se produjo en forma acelerada a fines del siglo XIX y en la primera década del siglo XX. Una serie de medidas políticas fueron la mediación para la conformación de un plantel docente femenino habilitado para educar a los niños según la Ley 1420. Transcurrieron solo 30 años entre la apertura de la primera Escuela Normal y la configuración del
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cuerpo docente femenino en un 85%, porcentaje que nunca descendió a lo largo de todo el siglo XX. (Morgade, 1997) (11) Dice Barrán que “al temerse a la mujer dominante, se propagandeaba a la sumisa” (Barrán, 1991:161) (12) Un caso reciente es el del profesor de educación física que fue echado de un colegio secundario por haber sentado a una alumna de 14 años en sus rodillas. Cuando se lo reprendió por este hecho manifestó que se relacionaba de ese modo con su estudiante porque “la quería mucho”, y al decir esto, puso de pie a la chica “acomodando el brazo derecho sobre la cintura de ella”. El telegrama de despido sostenía que la decisión de separarlo del establecimiento se debía a “actos contrarios al decoro moral”. (Abiad, Pablo, diario Clarín, 22/07/03). La mesura exigida pasa tanto por amortiguar el exceso de cariño y desexualizarlo casi por completo, como también por contener la ira que inspiran aquellos alumnos que, lejos de sentar en las rodillas, los profesores empujarían por las escaleras. (13) En un artículo que lleva por título “Profesionalización y Capacitación docente”, Tedesco sostiene que “desde hace ya muchos años, los especialistas en este tema recomiendan poner el acento no sólo en las calificaciones intelectuales de los futuros docentes sino en sus características de personalidad.” Referencias Bibliográficas: ABIAD, Pablo (2003). El caso del profesor que sentó a la alumna en las rodillas, diario Clarín, 22/07/03. BARRÁN, José Pedro (1990) Historia de la sensibilidad en el Uruguay. Tomo I: La cultura “bárbara”: 1800-1860. Ediciones de la Banda Oriental. Facul-
tad de Humanidades y Ciencias: Montevideo. BARRÁN, José Pedro (1991) Historia de la sensibilidad en el Uruguay. Tomo II: El disciplinamiento: 1860-1920. Ediciones de la Banda Oriental. Facultad de Humanidades y Ciencias: Montevideo. BOLER, Megan (1999). Feeling power. Emotions and Education. Routledge: New York. EHRENBERG, A. (2000). La fatiga de ser uno mismo. Depresión y sociedad. Nueva Visión: Bs. As. FREUD, Sigmund (1914). Sobre la psicología del colegial, en Obras completas, Vol. XIII (1913-1914) Totem y tabú y otras obras. Standard Edition. Ordenamiento de James Strachey. MCWILLIAM, Erica (1999). Pedagogical Pleasures. Peter Lang Publishing: New York. MCWILLIAM, Erica. (2002) What does it mean to feel like teaching? Draft Chapter for Dangerous Coagulations? The uses of Foucault in the Study of Education. (mímeo) MORGADE, Graciela (1992). El determinante de género en el trabajo docente de la escuela primaria. Cuadernos de investigación Nº 12. Instituto de Investigaciones en Cs. de la Educación (UBA). Miño y Dávila: Bs. As. MORGADE, Graciela (1997) La docencia para las mujeres: una alternativa contradictoria en el camino hacia los saberes “legítimos”, en Morgade, G. (comp) Mujeres en la educación. Género y docencia en la Argentina. 1870-1930. Miño y Dávila: Bs. As. PUIGGRÓS, Adriana (1996). Sujetos, disciplina y currículum en los orígenes del sistema educativo argentino (1885-1916). Galerna: Bs. As.
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¿Quién cuida a la escuela? Notas sobre una experiencia de cuidados post-estatales Mariana Cantarelli Historiadora
Las notas que siguen buscan pensar el estatuto de los cuidados en tiempos post-estatales a partir de una experiencia que prosperó, casi sin plan previo, en una pequeña escuela de la provincia de Buenos Aires. Según unos parámetros previos a la experiencia, ésta puede ser un ensayo menor, acotado, insignificante. En definitiva, todo empieza y termina en la misma escuela. Según otros parámetros, esa misma experiencia puede ser una vía de ingreso a una pregunta bien inquietante por estos tiempos: ¿qué son los cuidados escolares cuando el estado ya no es lo que era? Para problematizar esta formulación, una hipótesis de Ignacio Lewkowicz es el punto de partida: el agotamiento del estado nación como lógica dominante implica el agotamiento de sus instituciones. Entre otras, la producción y reproducción de la subjetividad ciudadana. Ahora bien, el agotamiento del estado nación también implica el agotamiento de un modo histórico de practicar los cuidados. Pero ese agotamiento tiene, entre otras, una derivación irrevocable: cesa una política de cuidados estatales sin que se constituya otra, distinta en sus contenidos ideológicos pero equivalente en su función. Gran problema para una subjetividad como la nuestra, acunada y crecida en ese modelo de asistencia estatal.
Ahora bien, estas notas no pretenden probar la cesación objetiva de esas políticas en la Argentina o en alguna otra parte. Pretenden, en cambio, indagar las consecuencias de ese agotamiento a partir de una experiencia, de sus obstáculos y producciones. Dicho de otro modo, no se trata de ensayar una descripción sociológica general de una operatoria muerta sino de pensar al pie de una situación qué son los cuidados post-estatales. Del descuido al cuidado o la re-invención de la escuela 1. Hace un par de años, una buena amiga psicoanalista me cuenta que el jardín de infantes al que asisten sus hijas está cerrado. Las razones del cierre me sorprenden: los baños de la escuela están sucios, muy sucios. En verdad, son una amenaza sanitaria para la comunidad escolar. Al parecer, la empresa encargada de limpiar la escuela abandonó sus funciones porque el estado hacía un buen rato que no le pagaba. El cierre de la escuela fue decidido por el ministerio argumentando razones de salud pública, e informado por la directora del jardín en una reunión de padres con status de urgente. Durante la reunión, la posición de la directora es poco menos que contundente: “no podemos asegurar la salud pública del jardín, por
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eso, cerramos. El cierre, claro está, es transitorio”. La misma directora se encarga de notificar a los señores padres que el trámite por la reanudación de los servicios de limpieza fue iniciado en tiempo y en forma. Ahora, sólo resta esperar que los tiempos burocráticos no sean soviéticos sino apenas argentinos. Ante el cierre transitorio de la escuela, se impone un inesperado descanso para las maestras. Para los padres se impone una complicación, también inesperada. La rutina familiar se altera por los sucesos en cuestión: hay que inventar, en unas pocas horas, una alternativa para el cuidado de los niños. Apenas conocida la noticia, la desesperación se apodera de algunos padres. Se escucha decir: “¿dónde dejamos a los chicos mañana? Yo trabajo todo el día y no tengo marido. ¡Yo no puedo faltar al trabajo! Como están las cosas, es imposible que mi marido cierre un día el negocio y esta semana rindo parciales en la facultad. Mi mamá se fue a las termas y regresa el jueves: ¿qué hago hasta entonces con los pibes?”. Siguen las quejas. Tras la notificación del cierre, algunos abandonan la reunión en busca de algún pariente, amigo o empleado inesperadamente útil. Son las 21 hs. del lunes: hay que apurarse porque buscamos niñera a contrareloj. En estas condiciones, 30 minutos pueden ser decisivos. Mientras algunos padres se van y arman planes ad hoc, otros permanecen en la sala de actos esperando una ocurrencia salvadora. Pero no se escuchan oportunas ocurrencias sino simples opiniones. Los padres más ideológicos y politizados del jardín critican el proceso de privatización de los servicios de limpieza en las escuelas públicas. Bajo este primer impulso pseudo-crítico, no tardan en
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desarrollarse complejos argumentos en contra de las empresas privadas de limpieza y a favor de los porteros, a esta altura, paladines de la limpieza escolar. En 10 minutos y dos argumentos más, el portero es la nueva reserva moral de las instituciones educativas. En 15 minutos y otros tres argumentos, las empresas de limpieza son las verdaderas responsables del crecimiento del analfabetismo en la Argentina en los últimos diez años. En el interín, mi amiga y su marido calculan a toda velocidad el dinero extra que tendrán que pagarle este mes a la empleada. Cerca de ellos, se hacen cálculos del mismo tenor. Finalmente, la directora da por terminada la reunión, y los padres deciden mantenerse en o por mail. Muy buena idea. 2. Nuevamente me encuentro con mi amiga. No hay novedades, todavía no hay novedades de la escuela. Desde la reunión de padres convocada por la directora, pasaron 7 días; desde el inicio del trámite por la reanudación de los servicios de limpieza de la escuela, 15. En definitiva, hace una semana que los niños están en casa full time. Frente a la sostenida postergación, un grupo de padres invita a una segunda reunión. Mis amigos son de la partida; también los padres de los compañeros de las nenas. Mientras nos despedimos, me cuenta su última impresión sobre la situación de la escuela; tal vez la más verdadera de todas las que me dijo mi amiga. Quizás por eso, esta vez lo dicho tiene otro tono, el tono de quien confiesa una percepción casi inconfesable: “para mí –dice– no se trata de una simple demora burocrática. Creo que nos dejaron en banda”. Como la amiga es psicoanalista, uno sospecha: exceso de interpretación,
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sobreinterpretación, demasiada interpretación. Le recuerdo que no vivimos en Suiza, como si hiciera falta recordarlo; le señalo que la burocracia tiene sus tiempos y que esos tiempos no se corresponden con los tiempos vitales; le digo que pronto tendrán novedades. No sé por qué lo digo pero lo digo. O tal vez lo diga porque, para una subjetividad estatal como la nuestra, la posibilidad de que el estado nos deje “en banda” resulta casi intolerable. Mientras mi amiga confiesa su percepción, me sobresalta una posibilidad: ¿y si la circunstancia en la que se encuentra la escuela no es una eventualidad sino una condición de afectación general? En definitiva, no les pasa a ellos sino también a usted y a mi, sólo es cuestión de tiempo. Finalmente, nos saludamos y la conversación termina allí. Pero la percepción de mi amiga me acompaña un buen rato. Ya en casa, me pregunto: ¿y si el estado no manda a nadie a limpiar la escuela? ¿qué harán los padres? Es cierto, están en banda. Estamos en banda. 3. Finalmente, hay una segunda reunión de padres. La primera parte del encuentro transita entre la queja, la confesión y el listado de complicaciones que genera el cierre de la escuela. No pasa de eso, lo que dadas las circunstancias, no está nada mal. A su modo, los padres relatan su odisea: cambio obligado de rutina, reuniones postergadas, complicaciones laborales, saturación familiar, discusiones entre esposos, presencia de parientes indeseables y sumamente necesarios en estas circunstancias... Pero los de la reunión también relatan otras experiencias: gratas conversaciones entre los padres del jardín, multiplicación de encuentros entre sobrinos sin jardín y tíos con disponibilidad horaria y vincular, rei-
teradas reuniones infantiles en casa de los compañeros de la sala... En definitiva, el cierre del jardín produce desencuentros y encuentros. Sobre los desencuentros, no había dudas; sobre los encuentros, no había noticias. En este sentido, la maquinaria subjetiva de la reunión de padres transforma algunos hechos fácticos en cohesivos encuentros. Antes de la reunión, no había subjetividad capaz de percibir esa dimensión que se constituye post-cierre de la escuela. Por eso mismo, el registro de esas experiencias sorprende alegremente a los concurrentes, también a mi sofisticada amiga. Ahora bien, la reunión autoconvocada no termina con el registro de los múltiples encuentros y desencuentros. Más bien, esto es el preludio. Casi inmediatamente, un verdadero problema se les impone a los de la asamblea: “¿Podemos seguir así? Y si no nos responde el estado, ¿cuánto tiempo vamos a esperar?”. Formulada la posibilidad de que el estado y sus instituciones no respondan a la demanda –aunque más no sea como hipótesis, sobre todo como hipótesis–, algunos asambleístas sugieren desandar otros caminos. Como el trámite no produjo la resolución buscada –recordemos que los baños siguen sucios y la escuela continúa cerrada–, proponen intentar por otra vía y aparece la variante mediática. Según un grupo de padres, hay que denunciar en los medios lo que está sucediendo en la escuela. Sin lugar a dudas, esto agilizará los trámites burocráticos. De esta manera, se dibujan dos líneas internas entre los asistentes a la tertulia: por un lado, los partidarios de la estrategia institucional; por el otro, los partidarios de la estrategia mediática. Si los primeros buscan resolver institucionalmente la vuelta a las clases, los segundos confían –claro está, sin
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abandonar el camino burocrático– que la denuncia mediática de los hechos facilitará el proceso. En definitiva, si difundimos nuestro problema, algún concejal, secretario o ministro bienintencionado hallará el modo de re-abrir, de una buena vez por todas, la escuela. Instalada entre los padres la posibilidad mediática, la discusión se orienta a su implementación práctica. ¿A quién llamamos? Una madre comenta que su cuñada trabaja en la producción de El noticiero de Santo. Al parecer, una sección del programa está hecha a la medida de nuestro problema. La sección se llama Santo, el ciudadano, y la señora destaca que el caso cumple los requisitos de las denuncias promedio: hay desamparado estatal; hay víctimas, doblemente víctimas: son niños; hay sensibilidad mediática proeducativa. Es cierto que no lo dice en estos términos pero lo dice. Según la descripción de otra señora madre, la operatoria del programa en cuestión es la siguiente: “si sos afortunado y la denuncia es elegida, Santo se pega una vuelta por tu casa y le contás el problema en el que andás”. Si bien hay vacilaciones ante la propuesta, la asamblea paterna finalmente vota la vía mediática. ¿Cuándo llamamos a Santo?
amiga, no pasa de lo meramente organizativo; por no hablar de lo meramente cholulo. Por fin el día D. Los padres y los vecinos esperan a Santo. El periodista llega puntual y recorre, con un grupo de maestras y padres, las instalaciones de la escuela. Mientras tanto, conversa un largo rato con los afectados: Santo se indigna, se enoja, se lamenta por la situación de nuestros pibes. Finalmente, la nota sale por la tele. Los padres, las maestras y los chicos, también salen por la tele. Ahora, sólo resta esperar la reacción estatal ante tan sutil maniobra. Las repercusiones de la denuncia son muchas. Llaman los parientes, los amigos, los compañeros de trabajo, los colegas: “¡Que vienen salieron en la tele! Parecés más gorda. Es cierto, che, la tele engorda 5 kilos. No vi el programa de Santo, ¿lo grabaste? ¿me los pasás?...”. Las repercusiones continúan. Llaman otros medios y los padres denuncian, una y otra vez, el estado en el que se encuentra la escuela. Como consecuencia de la demanda mediática, nace una comisión de prensa a sugerencia de uno de los padres. Sobre las consecuencias estatales de la acción mediática puesta en juego, poco y nada. Por no ser francos y decir simplemente: nada.
4. Los os con la productora aceleran la respuesta del programa del 13. Además, la situación de la escuela resulta particularmente atractiva para el canal. No sé sabe por qué, pero eso entusiasma a los desdichados padres. En principio, parece una buena señal. En menos de una semana, Santo estará en la escuela. Mientras esperan el día D, las madres organizan la recepción del buen ciudadano mediático. Nueva reunión de padres. Esta vez, según la versión del marido de mi
5. La ausencia de respuesta estatal desalienta a los padres. Además, el fracaso inesperado de la denuncia mediática los desorienta. O más precisamente, los desorienta que la denuncia haya sido un éxito por sus efectos mediáticos pero un fracaso en términos prácticos: los baños siguen sucios, la escuela continúa cerrada. Como no saben qué hacer, convocan a una nueva reunión de padres. Esta vez el salón de actos está repleto. Hay más gente que cuando vino Santo, lo que es mucho decir.
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La asamblea comienza con un una suerte de balance de lo sucedido. Las primeras intervenciones vuelven sobre la eficacia relativa de las estrategias implementadas para re-abrir la escuela. Algunos padres dicen que hay que insistir con la variante institucional y que es cuestión de tiempo. Ya responderán. Un padre recuerda que los fondos estatales para la refacción de los patios de la escuela tardaron en llegar, pero finalmente llegaron. Parece que hay que tener paciencia. Otros padres apuestan a la estrategia mediática, también dicen que es cuestión de tiempo. Las posiciones transitan entre el rechazo rotundo y la atenta revisión de las fórmulas usadas. En medio del balance, los padres más politizados del jardín hacen su número vivo: “compañeros, la lucha debe continuar. El estado debe asegurar el funcionamiento de la escuela”. La fina discusión se detiene en un argumento: la responsabilidad indelegable del estado en la limpieza de los baños escolares. Sin duda, que los baños sean de un jardín de infantes le da mayor dignidad al argumento, pero itamos que no mucha. Finalmente, se abre el juego y se escuchan otras voces. Entre tantas, la de la abuela de una nena de preescolar. La señora formula una pregunta sencilla, menor, casi técnica: “¿Y si nosotros limpiamos los baños? Los abuelos, los padres, los hermanos, los tíos...”. Inmediatamente, los partidarios de la indelegabilidad del estado en estos quehaceres le hacen saber a la señora de su error, también le hacen saber que no nos merecemos esta suerte y otras cantinelas del mismo tenor moralizante. Pero la inocente pregunta que escucha la asamblea, re-orienta la discusión: como los baños de esta escuela no los limpia el estado, ¿los limpiamos nosotros?; como
queremos que la escuela esté abierta, ¿limpiamos los baños? La pregunta de la abuela relanza el pensamiento de la reunión. A partir de allí, la asamblea paterna piensa la gestión de lo que decidió: tenemos que limpiar los baños de la escuela. Ya no se trata de indagar las formas burocráticas o mediáticas de resolución del problema –después será necesario resolver qué se hace con eso– sino de definir la implementación práctica del proyecto. La pregunta por quiénes limpian se compone con otras: cómo, cuándo, con qué. Casi inmediatamente se dibuja una división social de tareas: hay que limpiar, hay que comprar los productos de limpieza, hay que reunir la plata para esas compras... Al final de la jornada, el cronograma de limpieza está resuelto. Además, hay delegados por área de trabajo y comisiones a cargo de los asuntos cardinales. En menos de una semana, la escuela estará limpia. ¿Qué tal? 6. Los padres limpian la escuela, también las maestras. Algunos pequeños se entretienen en el arenero mientras la parentela hace su trabajo. Después de limpiar, un grupo de padres juega a la pelota en uno de los patios. En el otro, una madre organiza carreras de bicicletas. Mientras tanto, las abuelas preparan algo de comer. También hay hermanos y tíos que encuentran el modo de volverse útiles para el proyecto de re-apertura de la escuela. Al final de la semana, mi amiga, su esposo y sus hijas esperan con ansiedad el retorno a las clases. Por otra parte, no son los únicos que esperan el regreso a la escuela: hay otros padres y otros niños a los que les entusiasma la misma idea. Como consecuencia de la decisión de limpiar la escuela, la escuela se altera.
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También se alteran las maestras, los niños, los padres... En rigor, se alteran los modos de estar, de transitar, de habitar, de pensar... la escuela. Lo que dadas la circunstancias, no es poca cosa. Sobre todo, si la causa material y primera de esas alteraciones fueron unos sucios baños. La subjetividad que cuida la escuela 1. Hasta aquí pensamos el cierre de la escuela al pie de las asambleas. De algún modo pensamos este recorrido en sintonía con las tertulias paternas: sus tiempos y contratiempos, sus operaciones y desvíos, sus procedimientos y fugas. Como sucede cuando se trata de indagar una experiencia, hay vías suplementarias de indagación. Pero aquí importa una: ¿qué subjetividades producen los encuentros colectivos en la escuela? ¿qué instala y des-instala el dispositivo asamblea paterna? ¿qué resulta de pensar con otros el cierre de la escuela? Sin voluntad de reducir las configuraciones subjetivas a unos pocos tipos, se podría decir que la experiencia post-cierre produce tres modos de estar, de transitar o de habitar el problema: algunas veces esos modos están anclados al estado y sus instituciones; otras veces replican y repiten unas formas propias de los medios; en otras ocasiones, hay formas subjetivas que van más allá del estado y de los medios. En definitiva, la asamblea paterna instaura subjetividades estatales, mediáticas y post-estatales. Sobre la especificidad de cada una de ellas volveremos luego, pero a modo de anticipo se podría señalar que la subjetividad estatal supone –y tiene razones históricas para hacerlo– que es responsabilidad del estado el cierre y la re-apertura de la escuela. En definitiva, el estado debe cuidar a la escuela; por otra parte, la sub-
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jetividad mediática supone que los medios son un instrumento capaz de interpelar al estado y de enfrentarlo, de una buena vez, con su responsabilidad. En definitiva, el estado debe cuidar a la escuela; finalmente, la subjetividad post-estatal deja de suponer que el cuidado es monopolio del estado. En definitiva, el estado –o más bien, el estado post-estatal– puede dejar de cuidar a la escuela y otros, que no sean el estado, también pueden cuidarla. 2. En plan de indagar los tipos subjetivos que produce la asamblea paterna, partamos de la subjetividad estatal. Para esto, imaginemos al buen asambleísta estatal en la reunión de padres: más o menos politizado, más o menos progresista, más o menos parlanchín; imaginemos también sus supuestos, sus vacilaciones, su disposición a pensar el problema. Puesto en la asamblea, nuestro hombre arma el mapa de la situación: evalúa posibilidades ante el cierre de la escuela, analiza pro y contras, repara en la coyuntura político-electoral y sus efectos en la escuela, investiga si alguno de los padres tiene os partidarios, considera la capacidad de la directora en la gestión de la re-apertura escolar... Después de una primera estimación general y a la luz de lo que observa en la asamblea, calcula el tiempo estimado de clausura y lo discute con otros asistentes. Más allá de los resultados variables de la estimación, los padres comparten una misma conjetura: más tarde o más temprano, el estado se encargará del asunto. Después y como efecto de transitar esta experiencia, la conjetura caerá. Pero, por el momento, la subjetividad estatal no sabe de esos contratiempos. Más bien, sabe de otros: el estado demora, tarda en responder, se des-
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entiende momentáneamente, posterga su respuesta. O en su defecto, rechaza el pedido. Pero una cosa es que el estado demore una respuesta o rechace un pedido, y otra muy distinta que no responda. Para una subjetividad estatal promedio, esta posibilidad es impensable.1 Ahora bien, nuestro buen hombre espera que el estado finalmente se encargue de su tarea. Pero como no se trata solamente de esperar, el inquieto asambleísta hace con los recursos que el mismo estado ofrece. Ante el cierre de la escuela, apela a los mecanismos burocráticos de ocasión. Sobre estos asuntos conversan la directora y los padres en la primera reunión de padres. Más allá de los detalles de esa conversación, unos y otros confían en la regularización de la situación por este camino. Para una subjetividad estatal no hay dudas: el estado debe cuidar a la escuela. ¿Y si no lo hace? Imposible; se trata de un error, de una demora, de un contratiempo técnico. Así caracterizada, la subjetividad estatal se constituye en una suposición: el estado debe, el estado es responsable, el estado no puede delegar su tarea... de producción y reproducción material y simbólica de la masa ciudadana. 3. Tanto la subjetividad estatal como la mediática suponen que el estado debe asegurar el funcionamiento de nuestra escuela. Pero a diferencia de la subjetividad estatal, la subjetividad mediática apela a otras fórmulas para interpelar al estado, para recordarle sus incumplimientos, para volverlo responsable de sus funciones... Como la subjetividad mediática estima que la variante burocrática-institucional de interpelación está agotada o por lo menos lentificada, ensaya la denuncia mediática. Para esto, llaman a Santo, el
ciudadano. La puesta en los medios de la falta estatal parece, en algún momento del recorrido, una estrategia más eficaz de intervención sobre el estado y sus agentes. Sean las que sean las razones que impulsan a un funcionario denunciado a cumplir (o no) sus tareas postergadas, la subjetividad mediática confía en que este mecanismo sui generis de presión tendrá capacidad de recomponer la situación. Como se observa, si bien el camino transitado por la subjetividad estatal y por la mediática es distinto, el punto de partida es el mismo: ambos tipos subjetivos le transfieren al estado la producción y reproducción de la subjetividad ciudadana; para las dos subjetividades, el estado debe y puede2 re-abrir la escuela cerrada. ¿Y si el estado no lo hace? Imposible, imposible de pensar por una maquinaria subjetiva que le traspasa al estado –y sólo al estado– semejante tarea. 4. Ahora bien, la experiencia en cuestión produce una subjetividad, una maquinaria de pensamiento, unos procedimientos, unas operaciones... que construyen otro modo de habitar la escuela. Pero además –y esto es lo que importa en este apartado– construyen otro modo de prácticas de cuidados. ¿Qué significa esto? En principio, significa dos cosas distintas: por un lado, la subjetividad post-estatal hace la experiencia de pensar más allá del estado. O si se quiere, piensa la situación problemática sin estado. Claro está que no se trata del punto de partida sino de la disposición que resulta de estar, de habitar, de transitar una situación en la que el estado deviene incapaz de cuidar. De algún modo, la subjetividad que prospera tras el cierre de la escuela es una subjetividad que se entrega a pensar –por desesperación, por ingenuidad, por simplici-
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dad; da lo mismo– la situación escolar a partir de la misma situación, a partir de lo que hay y no de lo que debería haber. Esta subjetividad que piensa a partir de lo que hay alberga una pregunta imposible de albergar por una subjetividad estatal: y si el estado no cuida a la escuela, ¿qué hacemos?3 Como efecto de albergar esa pregunta, hay posibilidad de subjetividad post-estatal. Es decir, hay una subjetividad dispuesta a pensar y a pensarse sin la meta-condición estado; por el otro lado, justamente porque hay una subjetividad que piensa sin estado se altera radicalmente el estatuto de los cuidados, el modo de practicar los cuidados. Si el estado es el ente monopolizador de los cuidados, la noción de cuidado es una; si el estado es un ente –entre otros– que gestiona los cuidados, se altera la misma práctica de cuidado pero también la subjetividad que cuida. Dicho de otro modo, el agotamiento del estado nación implica el agotamiento del estado como pan-institución donadora de cuidados. Si esto es así, se arma un campo de pensamiento decisivo. Si ya no es posible suponer que el estado cuidará de nosotros en todas las circunstancias, entonces, será necesario hacerse responsable de esa tarea hasta ahora transferida o delegada ciegamente al estado. ¿Qué implica esto? No implica pensar en contra del estado sino más allá, en asociación, a pesar de, en colaboración con otros no estatales... Como empezamos a percibir, el fin del monopolio de los cuidados estatales nos invita a ensayar formas de cuidado otras. En definitiva, este recorrido quiere ser parte de ese banco de experiencias –en construcción– que buscan habitar subjetivamente los tiempos post-estatales.
EDUCACIÓN Y EL CUIDADO DEL OTRO
Notas: (1) Sobre este asunto, una consideración. En tiempos de estado nación, el estado ejerce el monopolio de los cuidados; entendidos éstos como producción y reproducción material y simbólica de la subjetividad ciudadana. También por esos tiempos, el pensamiento crítico contrapone al modo dominante de cuidar otros formas, otros arquetipos, otras pautas. En definitiva, políticas alternativas de producción y reproducción de subjetividad ciudadana. Ahora bien, las políticas estatales de cuidado –tanto las dominantes como las alternativas– ya no son lo que eran. Y no son lo que eran porque el estado se desvaneció como el artefacto institucional capaz de monopolizar semejante tarea. En este sentido, lo que se desvaneció es una dimensión constitutiva de la subjetividad estatal: el cuidado ya no es monopolio del estado. Ahora bien, ¿qué significa esto? Significa que ya no es posible suponer que el estado cuidará de nosotros en cada una de las situaciones. (2) Entre este debe y este puede, se juega buena parte de la vacilación progresista en torno de los poderes estatales. El estado debe limpiar la escuela, pero ¿puede? La primera impresión nos conduce, casi inmediatamente, a la falta de voluntad política. Pero esta respuesta ya no conforma a nadie, no parece ser solamente un problema de voluntades. Insiste el problema: ¿este estado post-estatal puede limpiar los baños de la escuela? En verdad, no sabemos. Sobre el deber del estado al respecto, ni me atrevo a formular la pregunta. (3) Cuando digo que se trata de una pregunta difícil de albergar, no estoy diciendo que usted o yo no nos hayamos hecho esta pregunta. O inclusive, que no
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sepamos la respuesta. Lo que estoy diciendo es que esta experiencia hizo de esa pregunta un destino, un destino común. Esa pregunta se volvió la condición de la experiencia. La asamblea paterna decide que el estado no cuida la escuela. Y partir de ahí, decide cuidar(se).
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DOSSIER II: IGUALDAD Y LIBERTAD EN EDUCACIÓN. A PROPÓSITO DE EL MAESTRO IGNORANTE Presentación Jorge Larrosa y Walter O. Kohan
El lenguaje que conecta educación y política se nos ha hecho casi impronunciable. No es que no haya palabras, sino que poco tienen que ver con nosotros. Julio Cortázar, por ejemplo, lo decía así: “Digo: libertad, digo: democracia, y de pronto siento que he dicho esas palabras sin haberme planteado una vez más su sentido más hondo, su mensaje más agudo, y siento también que muchos de los que las escuchan las están recibiendo a su vez como algo que amenaza convertirse en un estereotipo, en un cliché sobre el cual todo el mundo está de acuerdo porque esa es la naturaleza misma del cliché y del estereotipo: anteponer un lugar común a una vivencia, una convención a una reflexión, una piedra opaca a un pájaro vivo”. Las palabras-cliché, dice Cortázar, son palabras gastadas por el uso, romas, sin filo; palabras que se pronuncian y se escuchan casi automáticamente, superficialmente, sin encarnación singular en el cuerpo ni en el alma; palabras muertas, solidificadas y opacas que ya no son capaces de captar ni de expresar vida; palabras comunes y homogéneas que ya no pueden incorporar un sentido plural. Por eso, quizá, nos pasa lo que a Peter Handke: “... quería escribir de manera política y las palabras me faltaban. Había palabras, claro, pero no tenían que ver conmigo”.
Este dossier no obedece a claves disciplinarias o temáticas. Tampoco está clara su ubicación teórica en alguna “corriente del pensamiento”. Y, desde luego, no estamos interesados en discutir cuestiones ligadas a su “aplicación práctica”. Este dossier trata de algunas palabras, de los rastros y de las resonancias de algunas palabras, de la fuerza vital de algunas palabras. Este dossier trata de las palabras “libertad” e “igualdad” en tanto que esas palabras dicen, de cierta manera, lo pedagógico y lo político. Este dossier intenta resistir a la banalización y a la instrumentalización interesada de esas palabras, volver a significarlas, hacerlas más hondas, más afiladas, más vivas, menos inofensivas, menos asimilables, más difíciles de pronunciar. Este dossier pretende pensar la libertad y la igualdad y, desde ahí, proponer un debate intempestivo sobre el modo como conectamos la educación y la política. Y el pre-texto para eso es un libro. Este año se presentó a los lectores hispanohablantes: El maestro ignorante, de Jacques Rancière1, un libro que da a leer en claves del presente a un excéntrico y poco conocido pedagogo francés de la época de la Revolución: Joseph Jacotot. Y lo que nosotros presentamos aquí, en este dossier, no es nada más que una serie de lecturas que, desde distintas perspecti-
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vas, varios pedagogos han hecho de ese libro. Por una parte, este dossier es un homenaje a ese libro. Por otra parte, es un conjunto de pensamientos apasionados sobre algunos de sus temas. Pero, fundamentalmente, es el lugar en el que una serie de personas tratan de pensar la relación entre educación y política en lo que respecta a la igualdad y a la libertad. Ciertamente, Jacotot no será una tabla de salvación para los problemas “crónicos” de nuestros sistemas educacionales. No ofrecerá un método para estructurar ningún programa eficaz de formación del profesorado. No permitirá formar cuadros ni ejércitos de instructores. Siquiera podrá formar un solo instructor. Seguramente será de poca utilidad pragmática. Más aún, no podrá servir demasiado a nadie que quiera hacer algo con otro, con los otros, con cualquiera que no sea consigo mismo. En cambio, si educar tiene algo que ver con pensar con otros y pensarnos a nosotros mismos, quién sabe... Precisamente sobre la relación con uno mismo, Foucault pensaba que no es necesario saber con exactitud quien se es. Y agregaba: “lo que hace al interés principal de la vida y del trabajo es que te permiten devenir alguien diferente del que eras en el inicio.” Tal vez encontremos sentido en parar para pensar en este interés principal de la vida y del trabajo... devenir alguien diferente. Quizás merezca la pena percibir un Jacotot que nos ayude a encontrarnos con la ausencia de nuestro pensamiento. Un Jacotot que nos ayude a pensar que de tanto quedarnos sin palabras, de tanto casi no poder hablar, de tanto vacío en nuestras palabras, de tan analfabetos que estamos de libertad, de igualdad y de pensamiento, nos hemos quedado sin poder ser de otro modo. Y, en ese vacío que es-
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tamos siendo, quien sabe, podremos volver a hablar el lenguaje de otra educación y otra política. Gadamer decía que llevarse una palabra a la boca no es utilizar una herramienta, sino “situarse en una dirección de pensamiento que viene de lejos y nos desborda”. Pronunciar una palabra es situarse en los rastros que trae y en los caminos que abre. En la intersección entre educación y política, las palabras “igualdad” y “libertad” vienen de lejos. Están tan trivializadas entre nosotros que, cuando se las dice, casi todos están de acuerdo. ¿Será que podemos seguir llevándonoslas a la boca? ¿será que seremos capaces de lanzarlas hacia el porvenir? ¿y de situarnos con ellas en una dirección en la que aún puedan ser el lugar del desacuerdo? ¿será que podremos arrancarlas del cliché? ¿Será que nos permitirán escribir (pensar, educar), de una manera política que tenga que ver con nosotros, con nuestros otros nos? Notas: (1) De esta edición están tomadas todas las citas en los textos que componen este dossier: RANCIÈRE, Jacques (2003) El maestro ignorante. Traducción de Núria Estrach. Laertes: Barcelona.
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La actualidad de El maestro ignorante. Entrevista con Jacques Rancière Patrice Vermeren Laurence Cornu Andrea Benvenuto Traducción: Lucia Elena Estrada Mesa Directora del Centro de Idiomas de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín
El 24 de enero de 2003, Patrice Vermeren tuvo la amabilidad de organizar para este dossier, un encuentro-entrevista con Jacques Rancière, en torno de “El maestro ignorante”. Participaron además de dicho encuentro Laurence Cornu y Andrea Benvenuto.
(L’empire du sociologue, [1984, El imperio del sociólogo]). Nuestras primeras preguntas son a la vez: ¿cuál es el contexto? ¿Cómo interviene este texto en dicho contexto? ¿Cómo “encontró” usted a Jacotot, y cómo discernir aquello que es de Jacotot y aquello que es de Rancière?
Pregunta: El nombre de Joseph Jacotot es evocado en La nuit des prolétaires [1981, La noche de los proletarios] y luego con ocasión de un coloquio público organizado en el Creusot, los días 6 y 7 octubre de 1984, por el Colegio Internacional de Filosofía, cuyas memorias fueron publicadas después bajo el título de Les sauvages dans la cité: autoemancipation du peuple et instruction des prolétaires au XIXième siècle [1985, Los salvajes en la Ciudad: autoemancipación del pueblo e instrucción de los proletarios en el siglo XIX]. Jacotot se convierte en el personaje filosófico central de Le maître ignorant [1987, El maestro ignorante], subtitulado: Cinq leçons sur l’émancipation intellectuelle, [Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual]. Anteriormente había sido presentado en Le philosophe et ses pauvres [1983, El filósofo y sus pobres] y el número especial de la revista Les Révoltes logiques [Las Revoluciones lógicas] que se había asignado como tema central la sociología de Pierre Bourdieu
Jacques Rancière: El punto de partida es el descubrimiento “individual” de la figura de Jacotot cuando yo escribía La nuit des prolétaires. Los textos que leía hablaban de ese niño obrero cuyos padres lo habían conducido por esta o aquella forma de aprendizaje intelectual, que el mismo había inspirado, a través de las cuales había encaminado la práctica de dicha emancipación intelectual que yo analizaba entonces, como momento esencial de la emancipación social. En esto ocurre la llegada de los socialistas al poder en Francia, y con ella una querella en torno a la escuela, que oponía la concepción del sociologismo progresista, inspirada en Bourdieu, que privilegiaba las formas de adaptación del saber para las poblaciones desfavorecidas, al llamado pensamiento republicano de la difusión indiferenciada del saber como medio para la igualdad. Ahora bien, las dos posiciones estaban de acuerdo sobre un punto fundamental, aquel que define en general la ideología
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progresista: en ambos casos, el saber pasa como medio para la igualdad, directamente en el caso de los republicanos; por el sesgo del saber de las desigualdades transmitidas por el saber, en el caso del sociólogo. En definitiva, el saber es siempre el medio de la igualdad. El mismo modelo sostenía las dos posiciones. El pensamiento de la emancipación intelectual era justamente el cuestionamiento de ese modelo común. Ningún saber tiene en sí mismo la igualdad como efecto. La igualdad, en sí misma, no es un efecto producido o un fin a alcanzar, sino una presuposición que se opone a otra. Detrás de la lucha de los republicanos y de los sociólogos, hay una oposición entre aquellos que toman la igualdad como punto de partida, un principio para actualizar, y aquellos que la toman como un objetivo a alcanzar mediante la transmisión de un saber. Por lo dicho, era claro, en esa época, ver como Jacotot “arrasaba” con las tesis sociológicas; era menos claro ver cómo él se separaba tan radicalmente de los republicanos en la concepción de la igualdad. Sobre la proximidad de mis tesis con respecto a las de Jacotot: es claro que todo mi trabajo teórico ha intentado hablar a través de las palabras de otros, rehaciendo las frases y volviéndolas a poner en escena. Entonces, el interés de este libro está en un cierto arte, en el rehacer las frases que hacen que yo haya proyectado, en el debate intelectual de Francia de la década del ochenta, todo un léxico y una retórica completamente “fechadas” y que a la inversa las haya tomado prestadas a Jacotot, como si ellas fueran el fundamento de su reflexión, razones que sustentaban el análisis de la situación del pensamiento de la igualdad en la Francia de la década del ochenta. Era
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necesario, a la vez, insertar el debate contemporáneo en una alternativa más antigua sobre la pregunta por la igualdad; en consecuencia, suprimir la diferencia, y hacer actuar, con respecto de esta actualidad, la extrañeza radical de la posición teórica de Jacotot, su desactualización con respecto a su propio tiempo, aquél de los comienzos de la gran cruzada por “la instrucción del pueblo” a la cual opuso la emancipación intelectual. Pregunta: Uno de los posibles interrogantes sería el de la relación que ese método mantendría con la mayéutica socrática, reactualizada en algunos momentos en el siglo XIX como paradigma de otra pedagogía destinada a las clases pobres, diferente de aquélla puesta en marcha por la institución escolar; otra pregunta que se plantea es la del filosofema de la igualdad de la luz natural en Descartes con respecto a la igualdad de las inteligencias en Jacotot. Jacques Rancière: La figura socrática es, evidentemente, una figura central, porque Jacotot la toma como la figura que tradicionalmente representa al docente emancipador frente al docente autoritario: Sócrates, que sale a la calle, hace hablar al interlocutor y deduce la verdad que enseña de la progresión misma del discurso que se expresa frente a él. Ahora bien, todo el trabajo de pensamiento de Jacotot consiste en mostrar que la figura de Sócrates no es aquella del emancipador, sino la del embrutecedor por excelencia, que organiza una puesta en escena en la cual el alumno debe ser confrontado a las lagunas y aporías de su propio discurso. Jacotot muestra incluso que éste es el método más embrutecedor, si se entiende por embrutecedor el método que hace apare-
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cer en el pensamiento de aquel que habla, el sentimiento de su propia incapacidad. El embrutecimiento es, en el fondo, lo propio del método, que hace hablar a alguien para hacerle concluir que aquello que él dice es inconsistente y que él jamás habría sabido que aquello que tenía en la cabeza era inconsistente, si alguien no le hubiera señalado el camino para demostrarse, a sí mismo, su propia insuficiencia. El método socrático sigue siendo el modelo de la pedagogía liberal, si no libertaria, más o menos en todas partes en nuestras escuelas, y con respecto a esto, es fundamental que Jacotot haya invertido la cuestión. Esto lo hizo demostrando que el punto crucial de lo que se llama opresión no es la sujeción de una voluntad a otra y que el problema no es justamente el de desafiar toda referencia a la autoridad, para tener sólo una relación de inteligencia a inteligencia, ya que, cuando existe sólo una relación de inteligencia a inteligencia, se demuestra mejor la desigualdad de las inteligencias, la necesidad de que una inteligencia sea guiada por otra inteligencia. Cualquier interrogante político sobre la transmisión del saber en Jacotot, puede ser pensado como una crítica radical de la famosa escena del esclavo del Menón, que, según se dice, descubre por sí mismo las verdades de la geometría: lo que el esclavo del Menón descubre es simplemente su incapacidad para descubrir algo, si no es guiado por el buen maestro hacia el buen camino. La emancipación de los individuos debe, entonces, ser pensada en un esquema inverso, en el cual la voluntad no sea dejada de lado para poner en escena la relación “pura” de las inteligencias, sino, por el contrario, que la voluntad aparezca como tal, que se declare como tal, es decir, que se declare como ignorante.
¿Qué es un maestro ignorante? Es un maestro que no transmite su saber y que tampoco es el guía que conduce al alumno por el camino; quien es puramente la voluntad, quien dice a la voluntad que está a punto de encontrar su camino y por ello de ejercer por sí misma su inteligencia para hallar dicho camino. He aquí el primer aspecto, el antisocratismo de Jacotot al interior del método emancipatorio de la emancipación intelectual. El segundo aspecto, cartesiano, es quizás menos importante. La relación de Jacotot con Sócrates, incluso si Jacotot no es un especialista en filosofía helénica, es una relación teóricamente consistente. Con respecto a Descartes, la relación es diferente. Jacotot es un hombre del siglo XVIII, de un cierto siglo XVIII, que ha incorporado positivamente el pensamiento de Descartes (el sentido común que es “la cosa del mundo mejor repartida”). Ahora bien, sabemos cómo al comienzo del Discurso del método de Descartes, la afirmación es una afirmación “doble”: Descartes defiende la tesis del sentido común “universalmente compartido”, y al mismo tiempo, el contexto es un contexto irónico, practicando un sarcasmo un poco socrático. Así, Jacotot procede un poco como Poulain de la Barre en cuanto a la cuestión de la inteligencia de las mujeres: rescata del enunciado general cartesiano esta igualdad de la luz natural, y toma de allí la inversión del “pienso luego existo” convirtiéndolo en “Soy hombre, luego pienso”. Evidentemente la palabra hombre, el rasgo de igualdad entre ser y pensamiento, no está en la fórmula cartesiana. La instancia de igualdad que Jacotot extrae de la fórmula cartesiana sólo es posible por un redoblamiento del sujeto del cogito en sujeto humano. Jacotot extrae una idea fundamental del sentido común
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cartesiano: no hay muchas formas de ser inteligente, no hay dos formas de inteligencia compartidas; entonces, no hay dos formas de humanidad compartidas. La igualdad de las inteligencias es, ante todo, igualdad en sí de la inteligencia en todas sus operaciones. Este cartesianismo es evidentemente ambiguo, puesto que Jacotot se sirve de Descartes para rechazar la idea de que habría una inteligencia metódica que se opone a la inteligencia “anárquica” que va al azar, para suprimir la oposición que hace Descartes entre las razones y las “historias”. Su cartesianismo es extraordinariamente selectivo. Es un cartesianismo sin tabla rasa. Tiene un origen absoluto: es necesario partir de una decisión, pero no hay tabla rasa, en el sentido de una ruptura con el funcionamiento normal de las inteligencias, para plantear un punto de partida absoluto. El punto de partida intelectual es un punto cualquiera (hay que “partir de alguna cosa y relacionar con ella todo el resto”). Ahora bien, todos los métodos a los cuales se opone Jacotot son métodos que se pretenden cartesianos, que van en una progresión de lo simple a lo complejo, de la ruptura con el mundo de las opiniones, de la oposición entre inteligencia metódica e inteligencia que cuenta historias, que va a la aventura y así sucesivamente. La aventura cartesiana está en cierto sentido radicalizada, ya que la decisión se toma al interior de un universo intelectual que es un universo sin jerarquía, en el cual no hay oposición de principio entre el hecho de comprender y el hecho de adivinar. La operación de la inteligencia es siempre una operación que consiste en adivinar lo que el otro quiso decir. El cartesianismo de Jacotot es un cartesianismo de la decisión de igualdad, pero que su-
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pone, precisamente, rechazar en el fondo todo el pensamiento del método en Descartes. Pregunta: Parece que hay algo paradójico, pero que también desarrolla la potencia de la paradoja sobre la cuestión de la inteligencia. Por un lado, hay una crítica de un cierto número de teorías de la inteligencia; pero no es justamente una cuestión de hecho, es una cuestión de decisión: esto que hace Jacotot no es afirmar como una tesis teórica que las inteligencias son iguales. Él lo decide como una hipótesis de efecto práctico. Se puede señalar con frecuencia la palabra “creencia”. De ahí la siguiente pregunta: ¿Será que no hay, en esta hipótesis operatoria de la igualdad de la inteligencia, algo de la autoverificación: esto se auto verificaría porque se lo ha decidido? Jacques Rancière: Es claro que ninguna teoría de la inteligencia verificará jamás la tesis de Jacotot. Dicho de otra manera, no hay consistencia teórica autoverificada del pensamiento de Jacotot. Cuando Jacotot arrasa con toda la frenología –las protuberancias de Gall y compañía–, no desplaza solamente la fisiología más o menos problemática de su tiempo, sino, en el fondo, cualquier justificación de igualdad o desigualdad intelectual basada en el funcionamiento del cerebro. La prueba de la igualdad es una prueba práctica, en acto. Con seguridad, se puede decir que su teoría es una negociación teórica un poco complicada, que oscila entre dos cosas: el pensamiento de los elementos simples de la ideología, y el contra-pensamiento del movimiento del espíritu que se elabora a comienzos del siglo XIX. El camino analítico de los signos se remite a una especie de potencia
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interior difícil de verificar, un poco obscura, que es la de la voluntad. Puede ser interesante, a título histórico, demostrar este montaje. Pero la hipótesis de la igualdad de las inteligencias no es una hipótesis basada en una teoría del conocimiento. Es una presuposición –en el sentido de un axioma–, es algo que debe ser presupuesto para poder ser verificado. Hay dos niveles de presuposición: hay un nivel de implicación lógica: podemos decir que de todas formas la hipótesis de la igualdad es necesaria para hacer funcionar la desigualdad misma. Cuando el maestro que sabe se dirige a sus alumnos que no saben para transmitirles el saber, hay allí supuesto un mínimo de igualdad, a saber, una comprensión del lenguaje por el cual el maestro va a dirigirse al alumno para explicarle la desigualdad que hay entre ellos. Una orden nunca será ejecutada si el inferior que la recibe no comprende la orden y el hecho de que es necesario obedecerla. Entonces, hay de todas maneras un nivel de igualdad irreductible que es necesario suponer para el funcionamiento mismo de la desigualdad. Por consiguiente, existe este primer nivel de verificación, todo el mundo verifica constantemente que hay igualdad. Pero esa igualdad generalmente fundamental sólo sirve a su propia desaparición. Ustedes conocen la frase de Aristóteles sobre el esclavo que dice que “el esclavo comprende el lenguaje, pero no lo posee”, es decir, él puede obedecer a las órdenes, pero no más. Ahora bien, transformar esta comprensión en posesión es precisamente la operación propia de Jacotot. Mientras que, habitualmente, el mínimo de igualdad sirve para la comprensión y, en el fondo, para el funcionamiento de las desigualdades, Jacotot plantea que ese mínimo de igualdad que el inferior dispo-
ne, al padecer la ley de su superior, se puede hacer servir en el sentido de su propio desarrollo; el inferior puede emplearlo en su autoafirmación; y en consecuencia, la hipótesis igualitaria tiene toda su potencia en aquello que ella permite operar. Éste es el segundo nivel de funcionamiento de la presuposición. Hay que situar al supuesto ignorante en una situación en la cual la igualdad pueda ser maximizada, donde pueda ser tomada como punto de partida que produzca su propio efecto, ya que la cuestión es saber de dónde se parte: de la igualdad o de la desigualdad. Normalmente, la relación pedagógica parte de una hipótesis de desigualdad, incluso si es para “desembocar” en la igualdad. Ahora bien, la relación emancipadora demanda que la igualdad sea tomada como punto de partida. Demanda que se parta, no de aquello que el “ignorante” ignora, sino de aquello que sabe. El ignorante siempre sabe algo y siempre puede relacionar lo que ignora con lo que ya sabe. Esto comienza con la barrera aparentemente más infranqueable: la de la lectura. ¿Cómo penetrar un mundo de signos que nos es opaco? El método de Jacotot consiste en la afirmación de que hay siempre un lugar de paso; que el ignorante posee, en su conocimiento oral del lenguaje, los medios para establecer la unión con los signos escritos que ignora. El ignorante siempre sabe una plegaria; en consecuencia, si le pedimos a alguien que sabe escribir que la escriba, aquél sabrá que la primera palabra del Padre nuestro es “Padre”, tanto en el papel como en su cabeza, y entonces podrá establecer una primera relación. En un calendario, sabe cuál es la fecha de su aniversario, y si se le muestra el calendario, podrá establecer ese mínimo que lo
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va a guiar hacia un saber lingüístico mínimo: cómo se escribe su propio nombre y así sucesivamente. Es la cosa fundamental, es decir, que la igualdad nunca puede verificarse; pero, al mismo tiempo, diría que sólo hay verificación de la igualdad. Sólo esta verificación tiene efecto intelectual. Pregunta: La voluntad sería de alguna manera la garantía de dicha verificación de la igualdad, la decisión de llevar esta hipótesis de la igualdad de las inteligencias hasta el extremo, lo cual nos remite al “maestro intratable”, quién no dejará de pedir esta verificación, a fin de que el alumno la compruebe por sí mismo. Tenemos la impresión de que esto no proviene tampoco de un voluntarismo, sino de algo así como un proceso que se da entre el maestro y el alumno, algo que va a comunicarse de dicha determinación. ¿Sería un contrasentido –o es un medio de reunir esta fuerza un poco obscura que es la voluntad– hablar aquí de fenómenos de transferencia: que una inteligencia se despierte, algo que se “transfiera” del maestro al alumno con la convicción de que el alumno es capaz? Sería una transferencia no hacia un sujeto supuesto saber, que sería el maestro, sino una transferencia hacia el sujeto capaz de saber que sería el alumno... Jacques Rancière: Es claro que a partir del momento en el cual aquello que se transmite no es la inteligencia, esto es un verdadero problema. Es necesario que algo se transmita. ¿Qué significa el hecho de “transmitir una voluntad”? Transmitir una voluntad es algo así como transmitir una opinión. La voluntad puede transmitirse también como opinión: la opinión de la igualdad o de la desigualdad de las in-
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teligencias. Cuando pensamos en transferencia, pensamos en el psicoanálisis, en el “sujeto supuesto saber”, o que se supone ignorante. Ahora bien, es claro que aquello que constituye el punto común entre un cierto tipo de psicoanálisis y el maestro jacotista es que el maestro jacotista pueda tomar la posición de aquel que no sabe. ¿Qué es el maestro ignorante? Es un maestro que empíricamente se retira del juego y dice a aquel que es candidato a la emancipación: es tu asunto, he aquí el libro, he aquí la plegaria, he aquí el calendario, he aquí lo que vas a hacer, mira los dibujos sobre esta página, dime qué reconoces allí y así sucesivamente. Naturalmente, esta posición del ignorante está sobre estimada cuando el maestro ignora realmente aquello que el alumno tiene que aprender. Es la experiencia de Jacotot como profesor de holandés o de pintura. Pero, ignorante quiere decir, fundamentalmente, ignorante de la desigualdad. El maestro ignorante es el maestro que no quiere saber nada de las razones de la desigualdad. Cualquier experiencia pedagógica normal está estructurada por razones de desigualdad. Ahora bien, el maestro ignorante es aquel que es ignorante de ello y que comunica dicha ignorancia, es decir, comunica esta voluntad de no saber nada de eso. En este sentido, el maestro ignorante hace efectivamente algo que es del orden de lo irracional de la situación analítica. Se necesita que algo sea transmitido, y ese algo que es transmitido no es la voluntad en el sentido de la orden del otro interiorizada, es la voluntad en el sentido de la opinión del otro, la opinión materializada en un dispositivo y asumida por su propia cuenta. Es necesario que yo decida que las inteligencias son iguales. Ahora bien, efectivamente, decidirlo no es sim-
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plemente una operación intelectual, es también una operación de la voluntad, en el sentido de que es una operación que reestructura las relaciones entre los hombres. Es toda la lógica de la cosa. Decidir que puedo leer estos mapas, que voy a trazar mi camino en esos mapas que no conozco, es decidir también la igualdad en general para los otros. Es salir de un funcionamiento social que está siempre basado en la compensación de las desigualdades. ¿En el fondo, qué es lo que esto quiere decir? Quiere decir que, fundamentalmente, la lógica ordinaria del ignorante es una lógica en la cual aplicamos su inteligencia para mantener las razones de la desigualdad. Yo no “puedo”, quiere decir que empleo mi inteligencia para probarme que no puedo. De esta manera, la empleo para probarme que los otros no pueden y así sucesivamente. Ahora bien, esto es, en el fondo, la transferencia de voluntad, y evidentemente lo importante es que exista este dispositivo material, eventualmente resumido en el libro ofrecido al alumno, que encarne esta transferencia de voluntad. Pregunta: ¿En la relación entre voluntades, no habría algo que se pudiera aproximar desde el psicoanálisis, a una transferencia? ¿El despertar de esta libertad no sería el despertar de un deseo? Jacques Rancière: La palabra deseo está ausente en los textos de Jacotot: en un sentido, no hay un pensamiento más alejado del psicoanálisis que el suyo. Todo su pensamiento está formado en un universo racionalista del siglo XVIII, que él desvía a su manera. Ciertamente, se refiere a este pensamiento nuevo de la voluntad oscura que se aparta de la transparencia de Condillac. Pero la voluntad no es
por ello un universo de tinieblas ocultas: ella es, simplemente, una primera realidad que no se puede analizar. Pero esta imposibilidad de análisis puede, al mismo tiempo, expresarse claramente: “¿Quieres la igualdad o quieres la desigualdad? ¿Quieres consagrar tu inteligencia a probarte que eres incapaz o a probarte que eres capaz?”. Seguramente, sobre este punto, el psicoanalista tendrá mucho que decir sobre las razones que impulsan a tal o cual individuo a pasar por la puerta del emancipador, como otros más tarde pasarán por la puerta del psicoanalista. Pero estas razones no interesan a Jacotot: él no piensa nada a este respecto. Pregunta: ¿Esta transferencia de voluntad –usted emplea también el término creencia–impediría que se engendre la desigualdad, lo cual sería el caso si hubiese interiorización de la orden de otro? Jacques Rancière: Pienso que la situación es construir, de manera que, aquello que la voluntad me pida, sea precisamente deshacerme de la opinión de la desigualdad. Una vez más, se puede –creo– traducir una voluntad en creencia, traducir voluntad en desigualdad. La voluntad del maestro tal como Jacotot la describe es una voluntad que debe efectuarse completamente en la decisión del incapaz que decide que es capaz. Pregunta: He aquí una evocación del contexto, y una cita relevante: Me has enseñado la lengua y la aprovecho; Sé maldecir: ¡Que la peste roja te pudra Por haberme enseñado tu lengua! (Calibán a Próspero, en La Tempestad, Shakespeare).
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“En América Latina, la cohabitación de culturas originarias de África, Europa y del mismo continente americano antes de la colonización, alimenta un debate en torno a la cuestión de: ¿Cómo conciliar universalidad y diversidad cultural? Desde el punto de vista de los indígenas, el “choque de culturas” significa la extinción, la muerte, el etnocidio y es por esta razón que “reafirmar el sentido propio [de sus culturas] implica hallar un sentido en la diversidad”, condición misma de su existencia. La integración implicaría la desintegración y la muerte de su propia cultura” (Mauricio Langón, 1993). En este contexto, he aquí una nueva pregunta: si la emancipación es la toma de conciencia de una igualdad de naturaleza, que autoriza a su vez el viaje al “país del saber”, ¿cómo traduciría usted en esta perspectiva las palabras de Andrés, un indio guaraní (que habita en Uruguay): “En tiempos lejanos, había personas muy malas. Porque nosotros los mbyá teníamos una lengua diferente a la de los chiripá. Y creemos que hay numerosos dioses porque hay numerosas lenguas. Si sólo había un dios, como ellos creen, no seríamos diferentes, no tendríamos dioses diferentes. No hay sólo un dios, hay muchos.” (M. Quintela, 1992) ¿Y que pensar de la palabra de Vicente: “Los mbyá necesitan de vivir en el bosque y los blancos en las ciudades. Porque Ñandurú creó a los mbyá del árbol y a los blancos del papel. Por esto los primeros necesitan bosques y los segundos escribir. Los mbyá no necesitan escribir porque tienen una cabeza” [Una buena memoria] (M. Langón, 1993)
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¿El hecho de reconocerse de naturaleza diferente y no querer entrar en el “país del saber” dejaría a los mbyá por fuera de cualquier posibilidad de emancipación? Jacques Rancière: Ante todo, hay que pensar que el maestro emancipador no es un colonizador cultural. Voy a dejar de lado, por el momento, la cuestión general de la diversidad cultural. Pero la emancipación intelectual, tal como la formula Jacotot, es un pensamiento que nace en el momento en el cual se desarrollan los grandes programas de aquello que se puede llamar la colonización cultural interior. Es el momento en el cual las élites dirigentes piensan que hay que educar un poco a los bárbaros que están a sus puertas, en sus calles, sus suburbios o sus campos. Es necesario hacer entrar a los bárbaros, a los autóctonos, a las poblaciones encerradas en su universo cultural, en la región de algún saber, de una cultura común. Ahora bien, es claro que el punto de vista de la emancipación es completamente ajeno y opuesto a esta forma de colonialismo cultural, ya sea que dicho colonialismo se refiera a las poblaciones de los suburbios de París o de los campos de Bretaña..., o que se refiera a las poblaciones lejanas y llamadas primitivas. El principio es el mismo: el emancipador no es un instructor de colectividades. Sólo se dirige a aquel que se dirige a él. Él está frente a alguien que desea entrar al país del saber y le pregunta: “¿qué quiere decir entrar en el país del saber, qué buscas exactamente, qué quieres exactamente? ¿Lo que tu buscas en el país del saber es la confirmación de tu ignorancia, de la incapacidad común, o es la ampliación de tu propia capacidad?”. Seguramente, esto supone un pensamiento de tipo universalista, un pensa-
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miento que interrogue el doble juego inherente a la afirmación de la singularidad de las culturas. El pensamiento de la singularidad de las culturas es siempre también un pensamiento que dice que, de todas maneras, aquel que es de árbol nunca será de papel. La historia de la colonización se ha basado en esta especie de duplicidad lógica permanente. La colonización –pienso en la colonización sa– ha estado siempre basada en una doble idea: hay que integrar a los indígenas, hacer que se beneficien de la cultura, del universalismo de los saberes, pero también, y éste era el argumento para limitar la instrucción y para opacar la emancipación: ¡Cuidado! Hay que respetar la cultura de los indígenas que no les permite acceder a la universalidad a la cual nosotros hemos accedido. Era una lógica bastante perversa la que decía que, por ejemplo, los argelinos no podían ser realmente ciudadanos ses, sino solamente sujetos ses, porque su cultura jurídica propia, basada en el Corán, impedía que fuesen efectivamente alineados sobre las normas de un derecho universal. Hay que apreciar bien que los argumentos multiculturales fueron argumentos que ya han sido utilizados, y usados de manera ambigua en la época de la colonización. Yo diría, entonces, que el pensamiento de la emancipación intelectual no da una respuesta simple a esta cuestión. La respuesta es siempre singular: aquel que está contento donde está, no irá a ver al maestro emancipador, sino solamente aquel que piensa que hay una igualdad fundamental y que quiere entrar no sólo al país del saber, sino también al país de la igualdad. Hay una idea de la igualdad que la ve ya realizada bajo la forma de una distribución (el árbol y el papel, el saber de las
élites y el saber popular, el saber propio a cada comunidad, etc.). El pensamiento emancipador considera que la inteligencia misma está activa en todas partes, pero rechaza esta visión de “cada uno para sí con su propia inteligencia”, en la cual cada uno tendría su parte: unos tendrían el árbol, otros tendrían el papel, unos tendrían el particularismo cultural, otros el universalismo de la ley, etc. La emancipación supone un funcionamiento igual y, por consiguiente, universal de la inteligencia. Ella rechaza, en el fondo, las lógicas de las reparticiones. Pero rechaza, del mismo modo, claro está, la idea de que habría una cultura específica de lo universal que habría que oponer a las culturas particulares. Pregunta: El problema es que el alumno que va a ser emancipado tiene una relación con un maestro... Jacques Rancière: El pensamiento de la emancipación supone que las personas tengan ganas de franquear la barrera. ¿Cuál es esta barrera que ellos desean franquear? No lo saben muy bien. En efecto, el pensamiento de la emancipación significa preguntarle, a aquel que quiere franquear la barrera, en cuál continente quiere entrar una vez franqueada la barrera, lo que también quiere decir: ¿qué significa la barrera? La frontera puede ser pensada de diferentes maneras. Se puede pensar que existe el mundo de aquellos que saben y el mundo de aquellos que ignoran, el mundo de lo universal y el mundo de lo particular. Según esto, el maestro emancipador no tiene nada que hacer. Para él, sólo hay una barrera importante: la barrera entre desigualdad e igualdad. El problema del maestro emancipador es, por consiguiente: ¿cómo
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hacer para que aquel que está al frente franquee la única barrera que cuenta, no entre las culturas, entre lo universal y lo particular, entre la ignorancia y el saber, sino la barrera entre aquellos que tienen la opinión de la igualdad y aquellos que tienen la opinión de la desigualdad? El emancipador no es alguien que va a ver a las personas para emanciparlas. La emancipación supone siempre un proceso por el cual alguien desea pasar, y por consiguiente, la cuestión es saber qué quiere decir pasar. Esto supone, efectivamente, que el emancipador tome la posición de cierta universalidad: la universalidad de la igualdad. Ésta rechaza un argumento como: “no se necesita papel porque se tiene la memoria”. Esto es lo que Jacotot llamaría, o más bien lo que yo he llamado en su nombre, la lógica de los inferioressuperiores. Pues, es claro que la respuesta “ustedes tienen la escritura, nosotros tenemos la memoria en la cabeza”, supone que la cabeza de los negros está mejor hecha que la cabeza de los blancos, que necesitan la escritura. El pensamiento de la emancipación rechaza esta concepción de la diversidad cultural como repartición de las superioridades. Tal distribución, que se supone igualitaria de las culturas, remite siempre, en última instancia, a la idea de que cada una de las culturas así distribuidas es superior a las otras. Pregunta: ¿La hipótesis de la igualdad entre los individuos que puede autoverificarse, haría algo frente a la desproporción de capacidades técnicas de las culturas? ¿Cómo puede situarse esta opción individual, en la medida en que el argumento que está allí y que consiste en decir “ustedes son más fuertes”, no es un “ustedes” como individuos, sino que hay una civilización que es devastadora con relación a otra?
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Jacques Rancière: La lógica de la emancipación sólo trata, en definitiva, de las relaciones individuales. Ella no puede definir una política colectiva frente a una situación de superioridad técnica aplastante. Esto no es un sistema escolar o una empresa cultural. Puede siempre probar a aquel que quiere abolir su dependencia con respecto a una dominación técnica que puede hacerlo. Esta idea puede expandirse, inscribirse en procedimientos colectivos. Pero ella no trata de relaciones de potencia a potencia, de colectivo a colectivo. No define “revolución cultural” capaz de subvertir una relación de dominación técnica. Pregunta: Estamos en una lógica individual. ¿Cómo se puede pensar la igualdad de la inteligencia en las relaciones sociales? Por ejemplo: quiero emanciparme, pero no puedo hacerlo si no es dentro de las relaciones sociales; no puedo emanciparme solo, aun en el pensamiento... Jacques Rancière: El argumento de Jacotot es que uno siempre puede emanciparse solo, y que justamente, sólo se emancipa por sí mismo. Pregunta: Pero uno siempre se emancipa con respecto a otra persona; aun en la relación del alumno y del maestro ignorante hay una relación “social”. Jacques Rancière: Todo depende de lo que se denomina por social. Diciendo individual, pensaba en la relación de un individuo con otro individuo. A la relación entre el ignorante y el maestro emancipador la llamo una relación individual. Claro está, es todavía una relación social, pero es una relación que interrumpe alguna forma de lógica social, alguna forma
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de aplicación del funcionamiento de las inteligencias. Normalmente, las inteligencias se dedican a probarse a sí mismas su inferioridad y su superioridad. Hay un cierto tipo de relaciones, que llamo individuales, que conciernen a todos los individuos, y que instauran una relación igualitaria. Eso quiere decir, efectivamente, que allí hay una mediación. La lógica de Jacotot plantea que debe haber una mediación, una voluntad, por la cual se interrumpe la manera como las lógicas sociales se transforman, perpetuamente, en lógicas individuales. Las lógicas individuales, en el sentido de lógicas de los individuos, normalmente reproducen al infinito las lógicas sociales dominantes. Entonces, es necesario que alguna cosa, un evento, un dispositivo, un individuo, se ponga en disfuncionamiento con respecto a ese funcionamiento “normal” de la lógica social, para que un individuo se ponga a hacer trabajar su inteligencia por sí misma. Además, esta transformación individual, en una relación entre dos, podría tener efectos diferentes a nivel social, en el sentido en que se entiende generalmente. El emancipado puede tener sueños de emancipación social, o simplemente querer un mejor lugar en la sociedad. La emancipación intelectual tiene un lado suspensivo con relación a los usos sociales. Es esto lo que trataba de decir para radicalizar el pensamiento de Jacotot: se puede imaginar una sociedad desigual de individuos que sean iguales, de individuos que hayan adquirido el poder de utilizar igualitariamente la desigualdad. Pero esto nunca se traduce bajo la forma de una igualdad social. Las formas de emancipación individuales pueden provocar formas de pensamiento, de conciencia, de prácticas políticas que sean
actualizaciones colectivas de la desigualdad; pero no hay transformación de la igualdad intelectual en igualdad social. Pregunta: ¿En cuáles aspectos podríamos relacionar a Paulo Freire y a Joseph Jacotot? (éste es uno de los interrogantes planteados en los trabajos de Lidia Mercedes Rodríguez, en Argentina). Jacques Rancière: Cuando pienso en Paulo Freire, lo pienso ante todo en su distancia, con respecto al lema de Comte que está sobre la bandera brasilera: “ordem e progresso”. Es como una transposición de la relación de Jacotot con los educadores progresistas: oposición entre un pensamiento de la educación destinado a ordenar la sociedad, y un pensamiento de emancipación que viene a interrumpir esa supuesta armonía entre el orden progresivo del saber y el orden de una sociedad racional progresiva. Hay, entonces, una especie de actualidad permanente de Jacotot en Brasil, en el sentido en que es el único país que hizo de la ideología pedagógica del siglo XIX, la consigna misma de su unidad nacional. El segundo punto concierne a la relación entre emancipación intelectual y emancipación social. El pensamiento de Jacotot no es un pensamiento de la “concientización”, que busca armar a los pobres en tanto que colectividad. El pensamiento de Jacotot se dirige a los individuos. Lo hace un tiempo después de la Revolución sa, en el cual la cuestión era saber cómo “acabar” con los diferentes sentidos de la palabra “Revolución”. Estaban aquellos que querían acabarla “extrayendo” de la Revolución sa, la idea de que se necesita un nuevo orden social, racional, lo que fortalecería dicho orden social: se trataba, en
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el fondo, de racionalizar la desigualdad, tomando eventualmente, en el fondo de la igualdad revolucionaria, algo con lo cual racionalizar la desigualdad. Es todo el pensamiento de una sociedad “progresista” basada en la educación. Jacotot opuso, a ese proyecto, esta especie de respuesta “anarquista”, que consiste en decir que la igualdad no se institucionaliza, que ella es siempre, puramente, una decisión individual y una relación individual. Esto, claro está, separa a Jacotot de las perspectivas de emancipación social que están implicadas en los métodos a la manera de Paulo Freire. Es decir, si la emancipación intelectual no tiene una óptica social, la emancipación social siempre ha funcionado a partir de la emancipación intelectual. Es eso lo que yo intentaba demostrar en La nuit des prolétaires: que precisamente un movimiento de emancipación social es aquel que se produce por movimientos que son, ante todo, movimientos de emancipación intelectual e individual. Hay, entonces, una separación de las intenciones entre la emancipación intelectual jacotista y movimientos del tipo de Paulo Freire. Pero hay algo que es común en el proceso de la emancipación intelectual como vector de movimientos de emancipación política que se separan de una lógica social, de una lógica de institución. En tercer lugar, en la medida en que la educación, a la manera de Paulo Freire, supone algo como un método, algo como un conjunto de medios para instruir a los pobres como pobres, con seguridad ello lo pone de una vez por todas por fuera del “método” de Jacotot, que no es un método, que es como la reproducción de una relación o dispositivo fundamental, pero que rechaza cualquier institucionaliza-
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ción de un “método”, cualquier idea de un sistema que sería específicamente propio de la educación del pueblo. Pregunta: ¿Cuál es la actualidad de El maestro ignorante? Jacques Rancière: Para mí, hay una doble actualidad de El maestro ignorante. La primera está ligada al funcionamiento de la escuela en nuestras sociedades. Yo no pienso tanto en las formas específicas de reforma de la escuela en un sentido liberal, etc.; pienso, más bien, en el hecho de que, cada vez más, la desigualdad tiene por legitimación fundamental las legitimaciones escolares. Todas las legitimaciones naturales de la desigualdad se hallan, más o menos rechazadas o se han dejado de lado. Estamos en sociedades que se supone son iguales. Por consiguiente, se funciona bajo la suposición de la igualdad social y cuando se funciona bajo la suposición de la igualdad, la única desigualdad que puede de alguna manera valer como explicación es, precisamente, la desigualdad intelectual, y la idea de que los individuos son menos fuertes unos que otros. En consecuencia, hay toda una visión contemporánea de la desigualdad en términos de oposición simple entre los “primeros de la clase” y los “atrasados”. Cada vez más, la explicación de funcionamientos sociales estáticos e inequitativos se hace en términos homólogos a los de la institución escolar: los gobiernos se presentan como gobiernos de aquellos que son capaces, que pueden ver a largo plazo, tener una visión de los intereses generales; el gobierno mundial de los poderosos se da como el gobierno de aquellos que saben, que comprenden, de aquellos que prevén sobre aquellos que son in-
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capaces de vivir de otra forma que del día a día, en su rutina “arcaica” o sus intereses “limitados”. En cada país, a cada instante, se representa la misma escena imaginaria, en la cual los gobernantes ilustrados están, “desafortunadamente”, en dificultades con las masas ignorantes, gentes que no alcanzan a responder al “desafío de la modernidad”, o que se atrincheran en sus privilegios “arcaicos”. En Francia, cada vez que hay movimientos sociales, o votos a la extrema derecha, se explican porque “las personas no llegan a adaptarse”. Se tiene pues, una visión en la cual todos los movimientos sociales se explicarían en términos de capacidad o no de pasar, como en la escuela, al grado superior. La escuela funciona más fuertemente que nunca como analogía, como “explicación” de la sociedad, es decir, como prueba de que el ejercicio del poder es el ejercicio natural de la única desigualdad de las inteligencias. Con relación a esto, las querellas entre una visión sociológica de la escuela y una visión republicana han sido ampliamente superadas. Tal es la principal actualidad, que no es otra que la actualidad misma de la igualdad, en el momento en el cual la desigualdad se extiende como desigualdad “solamente” intelectual. Para mí, lo significativo son menos los usos particulares que se quiere dar a la escuela, que las personas sean más activas, prácticas, etc., que esta función de simbolización global del orden del mundo. La segunda actualidad es la de un cierto número de movimientos de emancipación que intentan reaccionar a niveles globales, reafirmar el poder de los supuestos incompetentes, y reafirmar el poder de los que supuestamente nada saben. Es claro que hay allí algo muy fuerte, que se juega en América Latina con relación a los mo-
vimientos de educación popular, a los movimientos de toma de posesión de tierras por los pueblos dominados; es por este hecho que Porto Alegre se ha vuelto un símbolo. América Latina se ha vuelto un símbolo, un lugar en el cual se presenta, más ejemplarmente que en otros lugares, esta lucha entre las lógicas de los “primeros de la clase” y las lógicas de la emancipación. Pero, El maestro ignorante no es actual en el sentido que aportaría medios de formación a los movimientos de protesta, a los movimientos de afirmación, de emancipación en América Latina. Es actual para recordar que el momento está ahí, que el momento de la emancipación es siempre este, que siempre existe la posibilidad de que se afirme una razón que no es la razón dominante, una lógica de pensamiento que no es la lógica de la desigualdad. Entonces, no creo que Jacotot vaya a proporcionar a los movimientos sociales brasileños o a los movimientos de educación en América Latina, las claves del éxito, pero va a recordar que siempre se tiene razón al querer emanciparse. Es claro que el pensamiento de la emancipación intelectual no puede ser la ley de funcionamiento de una institución, sea ella una institución oficial o una institución paralela. No es nunca un método institucional. Es una filosofía, una axiomática de la igualdad, que no enseña las maneras de conducir la institución, sino que enseña a separar las razones. Ser un emancipador es siempre posible, si no se confunde la función del emancipador intelectual con la función del profesor. Un profesor es alguien que cumple una función social. Él puede hacer pasar entre sus alumnos la emancipación, la capacidad, la opinión de igualdad, la práctica de la igualdad, eso está claro; pero no hay iden-
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tificación posible entre esta transmisión o esta transferencia de la opinión, de la capacidad igualitaria, y la lógica de la institución. No hay una buena institución, hay siempre una separación de razones. Una de las cosas importantes que dice Jacotot es que es necesario separar las razones, que un emancipador no es un profesor, que un emancipador no es un ciudadano. Se puede ser a la vez profesor, ciudadano y emancipador, pero no es posible serlo dentro de una lógica única. Pregunta: Ha llegado justamente el momento de la última pregunta. Leyendo el inicio del libro, se puede estar convencido o atrapado por esta perspectiva y esta voluntad de la emancipación intelectual; pero la última lección muestra bien esta imposibilidad de hacer imitaciones, de hacer método, de institucionalizar. ¿No hay institución posible? ¿Qué conexión podemos hacer con su pensamiento sobre la democracia? Jacques Rancière: Lo que siempre he tratado de decir es que la democracia no es una forma de gobierno, sino la práctica misma de la política. La democracia no es una forma institucional, es ante todo la política misma, es decir, el hecho de que actúen como gobernantes aquellos que no tienen título para gobernar, ninguna competencia para hacerlo. Entonces, de alguna manera, la democracia es el poder de los incompetentes, como yo lo entiendo, es la ruptura de las lógicas que fundamentan un modo de gobierno sobre una supuesta competencia; entonces, es la interrupción de las lógicas de la desigualdad. Por este hecho, puedo decir, con seguridad, que hay una analogía entre emancipación intelectual y práctica polí-
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tica, entendida como práctica de ruptura del funcionamiento de la desigualdad. La emancipación intelectual como la política están entre las situaciones de excepción con relación a las lógicas sociales. Esta situación común de excepción establece una analogía, pero no unión: hay formas de afirmación política, formas de afirmación de la capacidad de todos, que se constituyen en su enunciación, en su manifestación, como modo de emancipación: aquellos que eran declarados incapaces prueban que son capaces; aquellos que no tienen la palabra prueban que la tienen, y reconfiguran la escena de la palabra en un modo igualitario. Pero no hay ley de transmisión entre la emancipación individual y las formas de emancipación colectiva, no hay institución. Precisamente, desde el punto de vista social sólo se piensa una especie de mediación: efectivamente, la lógica social “normal” es una lógica de desigualdad, en la cual se quiere la igualdad; tenemos entonces, instituciones que van a transformar la desigualdad en igualdad, es decir, de hecho, transformar la igualdad en desigualdad. En el fondo, la lógica emancipadora es una lógica de la correspondencia, pero esta correspondencia no conoce mediación. Una vez más, el maestro emancipador, el profesor de filosofía y el ciudadano, deseando el bien de la humanidad o de la comunidad, son personajes separados que no se reúnen jamás en una misma identidad. Con seguridad, esta posición se opone a la que llamamos ordinariamente “democracia”, es decir, un cierto juego de mediaciones entre instituciones políticas e instituciones sociales.
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Paris, viernes 24 de enero de 2003
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Referencias Bibliográficas: Collège international de philosophie (1985). Les sauvages dans la cité: Autoémancipation du peuple et instruction des prolétaires au XIXième siècle Seyssel: Champ Vallon [COLEGIO INTERNACIONAL DE FILOSOFÍA. Los salvajes en la cuidad: autoemancipación del pueblo e instrucción de los proletarios en el siglo XIX]. RANCIÉRE, Jacques (1981). La nuit des prolértaires. Fayard: Paris. [La noche de los proletarios]. ______ (1987). Le maître ignorant. Cinq leçons sur l’émancipation intellectuelle. Fayard: Paris. [El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual] ______ (1983). Le philosophe et sus pauvres. Fayard: Paris [El filósofo y sus pobres]. ______ (1984). L empire du sociologue. La Découverte: Paris. [El imperio sociológico].
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Calypso no podía consolarse de la partida de Ulises Stéphane Douailler Departamento de Filosofía de la Universidad de París 8 Vincennes/Saint-Denis Traducido por Lucía Estrada Mesa Directora del Centro de Idiomas de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín
Si hay una frase que continúa resonando en los oídos del lector que cierra el volumen de l’Enseignement Universel, Langue maternelle (Enseñanza universal, lengua materna) publicado en Lovaina por Joseph Jacotot en 1822, es seguramente la que sigue: “Calypso no podía consolarse de la partida de Ulises”. Leer este manual (que de la misma manera que muchos otros, se había presentado en un momento de pleno auge en la demanda escolar del siglo XIX como si, con los ejercicios de su método, ofreciera los servicios de un nuevo sistema de enseñanza), o mejor dicho, releerlo (en el sentido en el que incluso aquel que jamás lo hubiese leído, al parecer, sólo podría adquirir de él un conocimiento segundo, instalado en esta secundariedad por las diversas razones que hacen del método de Jacotot un asunto, en realidad, desactualizado, pedagógicamente acabado, ausente del horizonte efectivo de los reformadores que trabajan en los perfeccionamientos de la escuela, y por consiguiente, a lo mejor, una cuestión histórica e incluso filosófica), releer, entonces, este manual, aunque sea por algunas de esas razones históricas o filosóficas, significa, en efecto, rehacer la experiencia, ofrecida a cada uno, de que toda la pedagogía se sostiene eventualmente en una frase como esta: “Calypso no podía consolarse de la parti-
da de Ulises”. Es reaprender el camino sobre el cual se transfigura en evidencia luminosa que la pregunta (P)2: “¿De qué no podía consolarse Calypso?” convoca como respuesta (R): “De la partida de Ulises”. Es evidenciar que la comprensión intelectual de la necesidad que une R y P se adquiere deletreando pacientemente “Calypso”, “Calypso no”, “Calypso no podía”, etc.. Y comprobar también que esta comprensión nos da también cualquiera de los otros modelos con los cuales nuestro espíritu sabrá relacionarla. Releer, para volver a comprobarla, la fuerza de la frase “Calypso no podía consolarse de la partida de Ulises”, y comprender allí, virtualmente, el todo de la pedagogía, es, en efecto, volverse sensible a la igualdad intelectual de dicha frase con cualquier otra producción de la inteligencia recibida en el punto en el cual se la deletrea, y es también situarse en ese punto en el cual el libro consagrado por Jacques Rancière a Joseph Jacotot bajo el título de Le maître ignorant (El maestro ignorante), conduce a la inteligencia a su incandescencia, bajo el axioma de igualdad. Pasemos, para captar algunos de sus retos, al segundo y al tercero de los ejercicios que, según el método, se hacen posibles por el deletreo repetido de la frase: “Calypso no podía consolarse de la partida de Ulises”.
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Segundo ejercicio: P. ¿Qué es una diosa? R. Es un ser inmortal servido por ninfas. P. ¿Son todas las diosas servidas por ninfas? R. No sé P. ¿Por qué lo dice? R. Para responder. P. Habría que decir: Calypso era servida por ninfas. Pero ignoro si todas las diosas tenían ninfas para servirles. Tercer ejercicio: P. ¿Cuál es el estado de una persona afligida? R. Ella busca la soledad. P. Es cierto que Calypso estaba triste y que buscaba la soledad; pero, ¿quién le ha dicho que todas las personas afligidas buscan la soledad? R. Todo el mundo sabe esto. Lo intempestivo del método de Jacotot hoy, para lo cual servirían de ejemplo dichos ejercicios, podría enunciarse así: los estudiantes ya no leen las Aventuras de Telémaco de Fénelon. Evidentemente, ya no aprenden a leer en este libro ni en ningún otro del mismo género. “Claudine va a la escuela”, reemplazó a “Calypso no podía consolarse de la partida de Ulises”, y los reformadores ven en eso, generalmente, un progreso decisivo. Uno de sus argumentos consiste en valorizar el tercer ejercicio en detrimento del segundo, el cual, en efecto, parece acumular todo aquello que haría más difícil la tarea de aprendizaje: la referencia a seres imaginarios tales como una diosa y las ninfas, más allá del alcance de la experiencia y de las representaciones infantiles; una co-
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dificación mitológica culturalmente especializada y fechada de estos seres; un culturalmente desigual y potencialmente cargado de conflicto social en el universo que sirve de fábula y de material para el ejercicio. El tercero, por el contrario, por la inclusión que operaría de la singularidad de Calypso en la humanidad ordinaria, y por la cotidianidad de su motivo, apoyaría el trabajo de búsqueda de sentido al inicio de la lectura, de todos los recursos de un sentido verdaderamente común, perfectamente percibido y expresado por Jacotot, cuando concluye el intercambio pedagógico de una frase como “todo el mundo sabe eso”. El rostro de Calypso, presentado en el tercer ejercicio, parecería haber surgido de un punto en el cual la práctica pedagógica habría aprendido a coincidir con el repertorio de las experiencias de los alumnos, en lugar de sobrecargar su imaginación con una confusión legada por una tradición discutible. El método de Jacotot mostraría ya, por sí mismo, un signo hacia la modernidad escolar, la que concluye, cada vez con mayor fuerza, que hay buenas razones para sustituir “Calypso no podía consolarse de la partida de Ulyses” por “Claudine va a la escuela”. La cosa quedaría tan bien entendida que, en principio, nada justificaría una adhesión particular a la fábula de Calypso ni al libro de Fénelon. Es el azar el que, en el momento del descubrimiento, habría puesto bajo los ojos de Jacotot una traducción holandesa del Telémaco de Fénelon antes que cualquier otro texto. Con cualquier otro libro habría hecho lo mismo, y por un hábito en el fondo injustificable, Jacotot habría continuado presentando y deletreando como elemento principal de instrucción: “Calypso”, “Calypso no”, etc., en lugar de cualquier otra frase.
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También se podría, de esta manera o de otra, hacer entrar el método de Jacotot en la modernidad, separándolo de sus contingencias iniciales y dándole, en el interior de los numerosos progresos efectuados por la pedagogía, el lugar que le corresponde directamente por su descubrimiento, al mismo tiempo que por las diversas posibilidades que, como algunos otros métodos innovadores, habría presentido y que tal vez guardarían todavía alguna fecundidad. Es así como, en esta etapa, en todo caso a finales del siglo XIX, lo sitúa el Dictionnaire de Pédagogie (Diccionario de pedagogía) de Ferdinand Buisson. El artículo que le consagra establece un doble balance. Jacotot, animado por una ardiente filantropía que le hacía tener una atención particular hacia los pobres y, al mismo tiempo, por un verdadero entusiasmo por la educación, habría percibido y deducido una serie de “verdades esenciales”: la igualdad de las inteligencias, por la cual convendría entender “que todos los hombres tienen las mismas facultades, los mismos medios de aprender, que todos pueden y deben alcanzar los beneficios de la instrucción”; el principio según el cual todo está en todo, que expresa que el espíritu humano alcanza el conocimiento combinando siempre un mismo fondo de ideas y de operaciones primordiales; el imperativo asociado de saber una cosa y relacionarla con el resto, que invitaría a constituir un foco de conocimientos iniciales, formado por un rico fondo de hechos, de palabras y de ideas a fin de poder “aprender, comparar, distinguir, verificar, es decir, relacionar las cosas que no se saben con aquellas que se saben”; e incluso, la consecuencia de que cada uno puede instruirse sólo sin maestro que explique, lo cual se traduci-
ría en el hecho de que “es el alumno quien debe hacer todo el trabajo”, mientras que “el maestro, más que dirigir, observa, interroga, controla, motiva”. Releído de esta manera, Jacotot aparece, entonces, como si hubiera sabido encontrar y enunciar las verdades que habrían acompañado, hasta hoy, el progreso, en todo el mundo, de la forma escolar. Junto con otras curiosidades guardadas en los museos pedagógicos, su sistema habría proporcionado una formulación singular de un pequeño número de ideas generales llamadas a convertirse hoy en el fondo común de la convicción pedagógica. Inmediatamente enunciada, esta primera conclusión convoca, entonces, a una segunda: reencontrar en su método las verdades comunes y esenciales de la pedagogía requeriría sustraer a sus formulaciones los defectos ordinarios del “innovador”, es decir, las extravagancias y las provocaciones. Los defectos de Jacotot, para el autor del artículo del Dictionnaire de Pédagogie, Bernard Pérez, vendrían a ser esencialmente tres: 1) “demasiado absoluto en los principios, bastante irregular, incluso bastante extraño en la exposición”, habría dejado por concentración de teorías y abuso de la deducción sistemática “transformarse bajo su mano, las verdades esenciales en paradojas”; 2) en la “sublime esperanza y noble empresa de convocar al pobre y al ignorante a la emancipación universal”, habría sobredeterminado sus relaciones con los adversarios de su método en un conflicto que “reflejaría sus opiniones políticas y revolucionarias”; 3) “lleno de confianza en su sistema”, no habría hecho ningún esfuerzo por explicarlo, atrayéndose con esto burla e incomprensión.
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La estructura de estos reproches, que imputan a Jacotot un error que se repite de manera semejante sobre el plano de la formalización teórica, del desafío político y de la publicidad pedagógica, podría suscitar en realidad numerosos comentarios. Pero también es posible seguir el tratamiento que sobre esto propone el redactor del artículo, encargado ya no de establecer una discusión de fondo con Jacotot o con los prolongamientos prácticos que se desarrollaron en la época en Inglaterra, en Rusia o en el sur de Alemania, sino de inscribirlo, de la manera más ordenada y útil, al progreso en la gran síntesis que tiene por ambición ser para el mundo escolar el Dictionnaire de Pédagogie de Ferdinand Buisson. Bajo este horizonte, el defecto principal, o el que necesita principalmente de un correctivo, sería el exceso lógico por el cual las verdades de la pedagogía se transformarían, en Jacotot, en paradojas. Tal vez, sugiere Bernard Pérez, habría que ver allí la marca de su especialidad de matemático. Más profundamente, e incluso en esta observación anodina que pone en consideración alguna huella psicológica del espíritu, Bernard Pérez vuelve, en realidad, a efectuar, sobre el sistema de Jacotot, la operación que instituye la pedagogía y bajo la cual se ha desplegado la forma escolar, es decir, la institución de alguna separación con respecto a la producción lógica de las verdades, en tanto que una separación que ubica dicha producción bajo la autoridad de una naturaleza. Pronunciándose sobre aquello que constituye también el eje del método de Jacotot, es decir, el axioma de la igualdad de las inteligencias, Bernard Pérez escribe: “hechos que no entraban en las consideraciones del matemático Jacotot [...] no habrían podido escapar, si él hubiera sa-
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bido serlo, a la mirada del pedagogo naturalista”, y concluye sobre la necesidad de someter el axioma de Jacotot a la “revisión seria” de dicho naturalismo. De hecho, sólo desde el punto de vista de alguna naturaleza, de alguna naturalización de lo lógico, del logos, se pueden enunciar los reproches dirigidos a las verdades lógicas de presentar algo demasiado absoluto, demasiado irregular, raro, de contenido paradójico, así como el programa de retenerlas por encima de dichos excesos. Y es este programa de naturalización del logos el que la pedagogía y luego las ciencias de la educación se han dedicado a poner en marcha, paralelamente al despliegue histórico de la forma escolar. La oportunidad que representa Le maître ignorant de Jacques Rancière se apoya profundamente en el hecho de que la relectura que propone de la aventura de Jacotot consigue situarse plenamente por fuera de la operación naturalizante de la pedagogía escolar. Del que Bernard Pérez llama el Jacotot matemático, Rancière conserva fundamentalmente a aquél que supo ubicar la relación pedagógica emancipadora de la cual se hace heraldo bajo la determinación estricta de un axioma, el que proferiría la igualdad de las inteligencias. Y, precisamente, el libro de Rancière le restituye toda la fuerza del fundamento axiomático, que intentaríamos manifestar enunciando una expresión que el método jacotista parecería autorizar: conozcan la igualdad de las inteligencias y relacionen con ella todo el resto. Tal es, en efecto, la función de un axioma: que todo pueda, allí, estar relacionado. Que todo lo que se haga a partir de él, lo verifique, lo despliegue, y despliegue sus consecuencias. Es plantear un enunciado cuya verdad sólo se sitúa en alguna parte que se encadena a él con fuer-
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za y coherencia. Es sostener un enunciado, de cuya posibilidad dan cuenta precisamente las matemáticas, de su única relación con el sistema del cual es un protocolo de apertura. Y es, entonces, darse un punto de partida rigurosamente independiente de las otras fuentes de verdad como los “hechos” invocados por Bernard Pérez, aunque éstos sean los que él ubica por encima de la obra educativa, hechos “actuales”, susceptibles de estudios positivos, que manifiestan la desigualdad de las inteligencias, desmintiendo y sometiendo a revisión el sistema y el voluntarismo de Jacotot, o que estos sean hechos “igualitarios” que la educación no puede dejar de ubicar en el horizonte final de los progresos que espera y en el ideal de sus maestros, sin negar el proyecto de la modernidad, bajo las especies de la igualdad política, de la eliminación de las barreras entre los espíritus, de la supresión de los orgullos de casta, de cuerpos, de sexos, de la emergencia de “la universal aptitud de todos a cualquier instrucción y a cualquier tipo de obra intelectual o manual”. Axiomática, la igualdad de las inteligencias puesta en marcha por el método jacotista no proviene ni del reino inequitativo de una naturaleza presente, ni del reino igualitario de una naturaleza futura. Ella desvía, efectivamente, sus ojos de aquellos hechos que se imponen a la mirada del “pedagogo naturalista” y que ponen en escena, para él, el gran trabajo de la cultura, desplegado entre los dos reinos, sin permitirle percibir que este gran trabajo cultural de la educación nunca deja de naturalizar, de embrutecer, de convencer de su ignorancia a aquel a quien educa. El axioma de la igualdad de las inteligencias se desvía de estos hechos y retoma en su sistema: “Calypso”, “Calypso no”, etc.
El origen matemático que el artículo del Dictionnaire de pédagogie de Ferdinand Buisson atribuye a la axiomática de Jacotot, no debe ser malinterpretado. La pedagogía que emerge en el siglo XIX establece probablemente un nuevo equilibrio entre las ciencias lógicas y las ciencias naturales. Y percibir en Jacotot un espíritu matemático era para la pedagogía, ciertamente, una manera de identificarlo como un ser refractario a ese nuevo equilibrio, asimilándolo con el antiguo equilibrio todavía dominado por la preeminencia de las matemáticas en el siglo XVIII. Pero nada está más lejos de la aventura singular de Jacotot, en realidad, que el conflicto orquestado por la pedagogía entre las ciencias lógicas y las ciencias naturales, en la cuna de su propio nacimiento, para determinar cuáles campos disciplinarios marcarán con su huella los naturales en los cuales se apoyaría su acción. Aunque Jacotot es matemático, evidentemente no lo es en los términos de este conflicto, sino, más bien, en el sentido del sistema de Spinoza y de su formulación según el orden geométrico, more geometrico. Jacotot es, de alguna manera, matemático en el sentido filosófico, en el sentido de los ecos que la axiomática de Spinoza y la relación absoluta con lo real que la natura naturans sabe despertar en la misma época, y de una manera en el fondo bastante parecida, en algunos grandes filósofos. Pues es en verdad una “matemática” extraña, una matemática a pesar de todo un tanto desatendida, aquella cuyo sistema reconduce indefinidamente al deletreo de “Calypso”, “Calypso no”, etc.. Es que el reto, como lo muestra irablemente Le maître ignorant de Rancière, no es la lógica, sino el logos. El reto no deja de ser el de una naturaleza, pero es el de la naturaleza del ser hablan-
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te. Es el de la diferencia de un ser natural y de la naturaleza de un ser hablante el que sería quizá convincente interpretar como natura naturans, o como identidad de la natura naturans y de la natura naturata, y por lo tanto en último término como sistema. Al apartarse de la gran saga educativa de los hechos orientados a hacer coincidir la división entre naturaleza y cultura con la tensión entre el reino de las desigualdades presentes y el de las igualdades por venir que reconduce, indefinidamente, a deletrear el sistema, Jacotot da preeminencia en materia educativa a la donación inmediata y completa de inteligibilidad, conferida por la instalación en el sistema, sobre la lenta y progresiva acumulación de los saberes. Incluso si aprender conduce probablemente siempre a conjugar ambos, a instituir simbólicamente lo real en la figura inaugural de un todo significante, a rehacer pacientemente el recorrido que une todos los nudos de una red invisible, importa sobre todo establecer lo primero como fundamento desde el momento en que se escoge prestar atención menos al descubrimiento embrutecedor de que falta todavía y siempre un nudo en el saber adquirido que a la promesa emancipadora que parte de la transformación inaugural de las cosas en algún sistema inteligible de signos que concuerde con la diversidad de ocurrencias de un ser hablante. En esta institución inaugural el maestro puede, sin duda, hacer más que dejar “que el alumno haga el trabajo” mientras que él “lo observa, lo controla y lo excita más bien que lo dirige”, como lo resume Bernard Pérez y como lo repite la vulgata pedagógica. Puede garantizar al alumno la potencia de inteligibilidad igual que él posee de la institución particular de ser parlante en la cual le ha com-
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prometido la acción pedagógica puesta en juego. Puede garantizarle esta potencia otorgándosela en una plenitud inmediata, la cual permanece simplemente como algo a realizar, a verificar, a mantener en una atención sin relajamiento. Por ahí, ciertamente, Jacotot modifica completamente la función del maestro. No sólo en el conocido espectro que inscribe las posiciones docentes entre los dos extremos del autoritarismo y del laissez faire, juego del que la pedagogía no parece cansarse y del que no podrá desprenderse en tanto que inscriba su acción en la doble hélice de un trabajo operado por la cultura sobre la naturaleza y de una naturalización de las verdades lógicas, ese mismo juego al cual permanecen presas todas las descendencias del socratismo, cuyas operaciones de desplazamiento y de inversión de los lugares (tan imaginativas como sean) continúan concerniendo a la lenta y progresiva acumulación de saberes. Mucho más que eso, la modificación de la posición del maestro la sitúa primero en ese lugar de responsable de la potencia de inteligibilidad ofrecida de forma inmediata e igualitaria por un sistema que la despega de los saberes de los cuales se imagina proceder. Pues esa es justamente, después de la opinión de la desigualdad de las inteligencias y del sentimiento de ejercer una acción sobre seres naturales, la tercera superstición ordinaria de la pedagogía: la de tener su origen en los saberes. Nada más extendido, ciertamente, que la creencia de que los saberes unifican el conjunto de la empresa pedagógica, que están en su comienzo y en su fin, que legitiman las transmisiones de los profesores, que motivan las adquisiciones de los alumnos, que justifican los esfuerzos realizados por la sociedad en favor de la educación. Es
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el saber el que hace al maestro. Es el querer saber el que hace al alumno. Con esta evidencia se formularían las definiciones primeras así como el contrato primordial y último. Pero es esta evidencia la que viene a romper, desde su mismo título, El maestro ignorante de Jacques Rancière. Si no se quiere reducir el programa de los desplazamientos enunciado por ese título a la diferencia que ya hemos señalado entre el sistema de inteligibilidad conferido al ser hablante en tanto que hablante y el universo de los saberes, se podría, según una sugerencia que se encuentra en el libro, referirlo a la imagen de la isla. Esta imagen, en efecto, acentuaría otro tema ampliamente desarrollado en el libro de Rancière, el que enseña a separar, en la relación de enseñanza, la función social que tiene por lugar de ejercicio los espacios socialmente instituídos en los cuales las reproducciones de la división, la circulación y la transmisión de los saberes operan más o menos fielmente la reproducción misma de la sociedad en su consistencia masivamente desigualitaria, y la relación emancipadora que, anudándose en el axioma de la igualdad de las inteligencias, metamorfosea el lugar de su encuentro: ese libro azaroso en el cual se puede aprender que existen diosas servidas por ninfas en una isla de igualdad. En “Causas y razones de las islas desiertas”, Gilles Deleuze recuerda que el movimiento que un hombre trae a una isla no rompe el desierto sino que intensifica su perfección autorizando la enunciación de la siguiente paradoja: “¿qué seres existen en una isla desierta?”. La única respuesta a esta cuestión, continúa Deleuze, es que el hombre existe ya, idéntico en realidad a la isla desierta misma, en tanto que “hombre poco común, absolutamente separado y absolutamente creador”.
Notas: (1) Las iniciales (D) y (R) que corresponden a las palabras Demande y Réponse, se expresan en español de la manera siguiente: (P) Pregunta y (R) Respuesta. [N del T]. Referencias Bibliográficas: DELEUZE, Gilles. (2002) “Causes et raisons des îles désertes” en L’île déserte et autres textes. Minuit: París JACOTOT, Joseph (1822) Enseignement universel. Langue maternelle. Louvain. PÉREZ, Bernard (1911) “Jacotot” en: Buisson, Ferdinand, Nouveau dictionnaire de pédagogie et d’instruction primaire. Hachette: París. RANCIÈRE, Jacques (1987) Le maître ignorant. Fayard: París.
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Jacotot o el desafío de una escuela de iguales Inés Dussel Directora del Área Educación de FLACSO, Argentina
Comentar el texto de Rancière es una tarea ardua para una educadora que está contenta de serlo. Ya desde sus primeras páginas, El maestro ignorante provoca incomodidad a cualquiera formado en la tradición pedagógica y comprometido con alguna forma de transmisión de saberes, más o menos escolar o académica. El ensayo (o más bien fábula, como la llama su traductora al inglés, Kristin Ross) que el filósofo Jacques Rancière escribió sobre la aventura educativa de Joseph Jacotot a principios del siglo XIX, cuestiona todos los presupuestos sobre los que se basa la razón pedagógica moderna. Jacotot dice, para horror de los pedagogos: no hace falta saber para enseñar. Una se pregunta qué anduvo diciendo y escribiendo todos estos años. Imagina también la cara de espanto de quienes lean el libro en las facultades de educación. Pero hay más, porque la herejía de Jacotot sigue. No quiere educar a sus alumnos para que sean académicos que buscan la verdad; lo que vale es que sean sujetos libres, con una inteligencia emancipada, que no se sienta inferior a ninguna. No hay un saber mejor que otro: no importa que el maestro no sepa matemática o pintura, sólo es necesaria la voluntad de emancipar a los sujetos para enseñarles a ser libres, que puede aprenderse
por la matemática, la pintura o la literatura, o cualquier otro saber. Jacotot denuncia: el profesor, defensor del orden de saberes y poderes actual, es un atontador de inteligencias, porque sólo busca garantizar su superioridad subordinando la inteligencia y capacidades de los otros. El maestro ignorante, al contrario, al no tener el “saber sabio” del profesor, al suponer a sus alumnos como iguales, puede enseñarle a los otros a usar sus propios saberes, esto es, a desarrollar sus capacidades de comparación, de contrastación, de argumentación. Puede enseñarle al alumno, niño o adulto, rico o pobre, hombre o mujer, que él o ella puede aprender si trabaja y se dedica, si pone su voluntad en juego. Porque, para Jacotot, todos tenemos la misma capacidad de inteligencia; es la voluntad la que la subordina, la que la distrae, la que la sujeta. Pero, ¿quién es este Jacotot que Rancière redescubre ahora? Como tantas otras biografías de la época, su historia lo lleva adonde va la revolución. Profesor de retórica en 1789, Jacotot se suma a la rebelión y se convierte en artillero, militar, secretario del ministro de Guerra, profesor de matemática, ideología, lenguas muertas y derecho, director de la Escuela Politécnica. Hacia el final de la era napoleónica, es elegido diputado de la conven-
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ción, y debe exiliarse con la restauración borbónica de 1815. Y es en su estancia en los Países Bajos que Jacotot “descubre”, por accidente, un método de enseñanza que permite, dice él, la emancipación intelectual, cuando empieza a enseñar francés sin saber nada de cómo enseñarlo y, peor aún, sin saber una palabra de flamenco para hablar con sus estudiantes. Usa al Telémaco de Fénelon, porque consigue una edición bilingüe que permite comparar palabra por palabra ambos idiomas; y les dice a sus alumnos que lo estudien, que comparen, que verifiquen, que compongan lo que entienden. Sus alumnos lo sorprenden escribiendo en francés. Jacotot dice: podría haber sido cualquier texto. Podría haber sido cualquier enseñanza. Lo que importó fue mi voluntad de enseñarles, de que podían aprender. Los consideré como iguales, y aprendieron. Jacotot llama a su método la enseñanza universal, edita libros sobre la enseñanza de la lengua materna, la lengua extranjera, la música y la matemática1, entre otros, y funda una revista, el Journal de l’émancipation intellectuelle. Tiene discípulos, escribe libros, y hasta dirige una escuela militar. Pero sabe que la emancipación es tarea de un hombre con otro hombre (así, en masculino), y que las instituciones sociales no toleran bien a los hombres libres. Jacotot es interesante porque fue testigo de cómo se gestaron y cómo sucumbieron los ideales igualitarios de 1789, y a pesar de eso siguió sosteniéndolos. Dice Rancière sobre Jacotot: “su locura fue haber percibido... (que el suyo) era el momento en que la joven causa de la emancipación, la de la igualdad de los hombres, era transformada en la causa del progreso social (...). Jacotot fue el único
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igualitario que percibió la representación e institucionalización del progreso como un renunciamiento de la aventura moral e intelectual de la igualdad, y a la instrucción pública como lo que quedó del duelo de la emancipación.” (1991/2003, p. 172) Jacotot asiste a esta nueva configuración de los saberes y los poderes que desembocarán en la escuela pública obligatoria, en la universidad estatal, en la pedagogía ilustrada. Y tiene bien en claro las jerarquías que instauran, las exclusiones que las fundan, las injusticias que causan. Vale la pena dejarse inquietar por este texto provocador. La fábula de Jacotot, contada por Rancière, es un impresionante tratado sobre la igualdad, tejido a través de la crítica a las relaciones pedagógicas que construyó la modernidad. Ese primer anudamiento entre educación y desigualdad pega duro al corazón del mito pedagógico, que siempre se creyó igualitario. Plantear que la educación ha servido para embrutecer y eternizar las desigualdades es ir contra dos siglos y medio, al menos, de políticas y reflexiones pedagógicas que sostuvieron estar haciendo lo contrario. Pero es precisamente la radicalidad de su crítica lo que permite al texto de Rancière volver a colocar en el centro de las preocupaciones la cuestión de la igualdad. Una igualdad que, en el debate educativo latinoamericano, está acorralada por hambres urgentes que dicen que sólo hay que ocuparse de dar de comer, y por la amenaza de muertes prematuras, siempre violentas, que sobrevuela las escuelas, cuyo dramatismo dificulta pensar en otros plazos, otras construcciones, otras políticas. Una igualdad que también está borroneada por las retóricas de la equidad y la educabilidad que pululan en los discursos educativos, que
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sacaron hace rato de sus presupuestos la posibilidad de considerar a los pobres, los marginales o los perdedores como iguales y se conforman, en el mejor de los casos, con gerenciar la crisis y silenciar los conflictos. Aunque no tuviera más méritos que ése, el ensayo de Rancière ya haría un aporte fundamental al recolocar a la igualdad en el centro del debate pedagógico contemporáneo. El segundo anudamiento entre educación y desigualdad que plantea Rancière pasa por la figura del intelectual crítico, del intelectual emancipador, que en la Francia de 1820 y 1830 estaba representado por los Boutmy, de Giradin o SaintSimon, y en la Francia de 1980 en la que escribe Rancière por Althusser y Bourdieu. Este anudamiento también es inquietante para quien se reconoce heredera de las tradiciones críticas. El profesor que se anuncia como emancipador de las mentes, dicen Jacotot-Rancière, está reproduciendo la misma jerarquía desigual de saberes y poderes; sigue sin renunciar a ubicarse en el escalón superior de las inteligencias, señalando el conocimiento y el método verdaderos, despreciando la inteligencia de los otros. El intelectual crítico no desmantela las jerarquías; antes bien, las consagra, aunque sea por medio de la condena y la crítica. Al denunciar que los pobres y marginales son privados del único conocimiento que vale, que es el que él detenta, eterniza la desigualdad y la división del trabajo que garantiza su lugar de privilegio. Lo interesante, a nuestro juicio, de la postura de Rancière es que no se deja tentar por el populismo, por poner arriba a quien estaba abajo en la jerarquía y viceversa. Busca desarticular esa relación político-pedagógica no invirtiéndola sino construyendo otra, con
el predominio de la política y la voluntad por sobre el saber sabio. No está claro qué saberes portará ese intelectual, si será político, filósofo, o poeta. En otra sección, Rancière dice que la comunidad de iguales será una sociedad de artistas, porque los artistas hacen, hablan de lo que hacen, y transforman sus obras en formas de demostrar que la humanidad está en ellos tanto como en otros (p. 95 y ss.). Es esta base igualitaria y este “hacer” lo que seduce a Rancière como proto-ordenamiento de los saberes y los poderes. Hay que señalar que Rancière construye su texto de una manera extraña. No siempre resulta fácil distinguir quién habla, y eso también lo hace atractivo y desafiante. Rancière teje sus palabras en las frases de Jacotot, a quien llama, a veces él, a veces sus fuentes, el Fundador, el Maestro. Es un monólogo a dos voces, una voz con eco, un texto que habla con el pasado, con la herencia de la revolución de 1789, y con la Francia que sigue a 1968, con las pedagogías progresistas y críticas, con el poder estudiantil y el poder profesoral. En esa confusión de voces, pareciera a veces que no importa si Jacotot existió o no, si las conmovedoras frases del Journal de l’émancipation intellectuelle fueron alguna vez publicadas; al final de cuentas, como el Telémaco de Fénelon, el libro es una excusa para incitarnos a pensar, a contrastar, a construir un sentido. Jacotot dijo que la enseñanza universal no iba a triunfar, pero tampoco iba a perecer. No podía hacer escuela, pero seguiría escuchándose. Quiso poner en su epitafio: “Creo que Dios creó al alma humana capaz de enseñarse a sí misma, y sin un maestro.” (p. 178). Jacotot fue el Maestro que no era maestro, o que no
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quería serlo; el maestro que no quería fundar una escuela. Pero ¿puede haber una enseñanza sin maestro? Y también, ¿puede haber un maestro sin escuela? Rancière parece responder la primera pregunta negativamente: no hay enseñanza sin maestro, aunque la enseñanza de ese maestro sea distinta a la didáctica o la pedagogía que estamos acostumbrados a ver, y tenga más que ver con transmitir una voluntad, una posibilidad, una confianza en que el otro es un igual y puede llegar por sí solo adonde yo, el maestro, he llegado. Los artesanos flamencos que aprendieron el francés podían aprender solos, pero fue la acción de Jacotot de decirles que eran capaces de aprenderlo la que les abrió el camino. La igualdad fue un punto de partida y no es un punto de llegada, y ese acto de igualarlos fue producido por un maestro. La segunda pregunta, para Rancière, tiene una respuesta taxativa: la escuela institucionaliza, ordena, subordina, y por lo tanto desmantela la emancipación intelectual que procuraba Jacotot. Se puede ser maestro sin escuela; más aún, se debe serlo, porque la única forma de mantener el ideal igualitario es resistir al formato escolar-académico que desiguala. El tono taxativo, hasta esencialista (“la escuela es”) de Rancière clausura la posibilidad de pensar en otras formas de escuela que produzcan otros efectos, formas que pueden estar en acción hoy o que merezcan ser creadas. Pero ése es también uno de sus grandes méritos: “la política es la práctica de afirmar la posición propia rompiendo la lógica del arché; esto es, la política es un evento iniciado por individuos o grupos que insisten que la configuración de un cierto ordenamiento político está equivocado.” (Panagia,
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2001:1) Es esta denuncia de que hay un cálculo mal hecho, de que hay una injusticia que no se está escuchando, de que hay que volver a pensar sobre la justicia de ese orden, lo que define a la política, aún cuando no haya una solución propuesta. La intervención de Rancière es plenamente política, y es bienvenida en un debate educativo crecientemente despolitizado, dominado por las didácticas tecnocráticas. La obra de Rancière nos ayuda a pensar en nuestros alumnos como iguales, iguales no porque están inmersos en la misma situación desesperada y sin ley que nos horizontaliza sino porque tienen un lugar de pares en la sociedad más justa que queremos. Nos hace plantear que hay lugar para ellos en este mundo, no por un acto caritativo sino porque los creemos iguales, capaces, valiosos para nuestras vidas. Y aquí concluimos con Rancière: “Es cierto que no sabemos si los hombres son iguales. Estamos diciendo que pueden serlo. Esta es nuestra opinión, y estamos tratando, junto con los otros que piensan como nosotros, de verificarlo. Pero sabemos que este pueden serlo es lo que vuelve a la sociedad humana posible.” (p. 98) Notas: (1) Es interesante la observación de Rancière sobre el libro de enseñanza de la matemática según el método de enseñanza universal: “obra en la que, manteniendo el hábito frustrante del maestro, no hay una sola palabra de matemática” (1991/2003, p. 135). Confróntese esta observación con los tratados de didáctica especializada actuales. ¿De qué hablarían si hubieran mantenido el mismo hábito?
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Referencias Bibliograficas: PANAGIA, D. (2001) Ceci n’est pas un argument: An introduction to the Ten Theses on Politics, Theory and Event, Baltimore, MD, vol.5, n. 3, pp. 1-5, July. Disponible en: RANCIÈRE, J. (1991) The Ignorant Schoolmaster. Five Lessons in Intellectual Emancipation. Stanford, CA: Stanford University Press. (trans. by Kristin Ross) Citado según la edición en español (Laertes:Barcelona, 2003).
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Un ejercicio de filosofía de la educación Walter Omar Kohan Profesor titular de Filosofía de la Educación de la Universidad del Estado de Rio de Janeiro (UERJ)
La filosofía de la educación ocupa un lugar poco interesante en el universo académico, al menos en nuestros países hispanoamericanos. Despreciada en la inmensa mayoría de los departamentos de filosofía de instituciones de formación superior, acogida en los de educación, acostumbra ser materia obligatoria en los cursos de formación de maestros/as. Muchas veces único espacio de o con la filosofía en la formación, sus docentes, programas y bibliografía suelen tener, en el mejor de los casos, un carácter enciclopédico, totalizador y fundacionista. En todo caso, el repertorio no parece demasiado variado: historia de las ideas filosóficas sobre la educación por aquí; corrientes de pensamiento filosófico sobre la educación por allá; o, entonces, divisiones más o menos claras del saber pedagógico u orientaciones bastante clásicas del conocimiento filosófico: un poco de epistemología, otro poco de axiología, otro poco de ontología, usadas para explicar el fenómeno educativo. Un alumno afortunado podrá comprender, con la ayuda de un maestro explicador, un saber filosófico, histórico o sistemático, sobre la educación. Aprenderá, con sus explicaciones, a distinguir escuelas y orientaciones pedagógicas, períodos, conceptos y categorías, que sabrá atribuir a ciertas corrientes de pensamiento ya instituidas.
Los menos afortunados se las verán, sencillamente, con una moral o religión educativas: se les transmitirán, brutal o delicadamente, fines, valores e ideales. Estos modos de enseñar filosofía de la educación no están exentos de presupuestos sobre el significado y sentido de enseñar y aprender filosofía así como de sus relaciones con la educación. Básicamente, se trata de transmitir un cierto saber constituido, predeterminado, que permitirá una comprensión más “crítica” del fenómeno educacional o, simplemente, comprender la “verdadera” misión de la filosofía en la educación. En las versiones más aggiornadas, el saber filosófico tiene la forma de contenidos conceptuales o actitudinales que contribuirán a la adquisición de habilidades o competencias de pensamiento crítico, por parte de los/as futuros/as profesionales de la educación. En este contexto un texto como El maestro ignorante no podrá situarse fácil o cómodamente. Ciertamente encontrará resistencias y vacíos. Al fin, se trata apenas de una historia, dirán los profesionales. Una fábula, un cuento, una experiencia. ¿Qué lugar podrá tener esta historia, cuestionarán los eruditos, en el marco de tradiciones rigurosas de enseñanza, con métodos más o menos consolidados de transmisión del saber? Algunos podrán incluso itir cierto valor literario en la
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narrativa de Rancière, la considerarán una bella historia. Pero difícilmente alguien se atreverá a asignarle algún espacio en las instituciones donde se enseña formalmente filosofía de la educación. Al fin, aun los que se atrevan cargarán con el peso de las advertencias del propio Rancière: no se trata de institucionalizar nada, inclusive porque “jamás un partido, un gobierno, un ejército, una escuela o una institución emanciparán una única persona” (p. 132). Es en esta confrontación, en este vacío entre dos formas contrapuestas de entender la filosofía de la educación que pretendo situar esta intervención. Me importa explorar en qué sentido la lectura del El maestro ignorante puede constituir una experiencia formativa interesante, sobre todo para aquellos/as que ya tienen o están en busca del oficio de enseñar; esta lectura puede ayudar también a problematizar el modo habitual de entenderse la filosofía de la educación, particularmente en nuestras instituciones universitarias. En verdad, la cuestión no se limita a un aspecto disciplinar, porque lo que está en juego al leer El maestro ignorante es el sentido con el que ejercemos el pensamiento aquellos/as que trabajamos en educación. Así, considero que uno de los valores principales de la única obra de Rancière sobre la materia radica en la gracia y la vitalidad con que propone una forma renovada y renovadora de ejercer la filosofía de la educación. Se trata, al fin, de un ejercicio. Pensamiento vivo y en acto. Nada de esquemas, clasificaciones, generalizaciones. Filosofía en acto, gesto de interrogación, irrenunciable, sobre la propia práctica. Experiencia singular que da lugar a un pensamiento singular. Singular por diferente y común, por ser la historia de un maestro y no de un individuo, his-
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toria cuya significación no radica en las particularidades de Jacotot, en tratarse de este y no de aquel maestro, sino de un maestro que encarna en sí mismo todo/a maestro/a que quiera servirse de él para preguntarse por qué y para qué enseña y, más importante todavía, para cuestionarse qué diablos está haciendo consigo mismo/a y con los/as otros/as cada vez que se viste de maestro/a en un aula. Por eso, como el ejercicio del maestro que se interroga a sí mismo, la lectura de El maestro ignorante puede ser un bello trabajo de emancipación, en uno de los sentidos que Rancière le confiere a la palabra en este libro: forzar una capacidad, ignorada o negada, a desarrollar todas las consecuencias de ese reconocimiento. Ejercicio emancipatorio de lectura que nos fuerza a poner en cuestión el modo y sentido con que enseñamos, las fuerzas que nos mueven a hacerlo, las apuestas políticas que, sepámoslo o no, afirmamos en nuestra práctica. Emancipatorio si nos permite, al fin, educar sin subestimar a nadie, empezando por no subestimarnos a nosotros mismos. Así, aun cuando puedan distinguirse en El maestro ignorante algunas tesis de peso, sustantivas (el principio de la igualdad de las inteligencias; “existo, ergo pienso”, la explicación es el arte de la distancia, la relación entre voluntad e inteligencia, el estatuto político y filosófico de la igualdad, etc.), no reside en ellas lo más interesante de la apuesta de Rancière. Al contrario, se trata de tesis polémicas, sumamente discutibles, de aceptación bastante difícil, dada la forma ostensiblemente radical y provocativa con que son expuestas. Ciertamente, no es un libro para suscitar acuerdos o consensos. Sería extrañamente contradictorio valorizar su fuerza explicadora.
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Al contrario, la potencia de El maestro ignorante parece radicar en los desacuerdos que supone y provoca, en el trabajo de pensamiento que desencadena en tanto expresión solitaria, inaudita, disonante y, sin embargo, con fuerza suficiente para interrogar una realidad que desconsidera sus principales proposiciones o, en el mejor de los casos, las ignora. La fuerza de la narrativa no está en la originalidad de las tesis que propone sino en la radicalidad de la experiencia que provoca. Porque, itámoslo de una buena vez, todos en educación, unos un poco más, otros un poco menos, afirmamos lo que Jacotot niega y desconsideramos lo que más valoriza. Partimos de la desigualdad. Somos formados para explicar lo que aprendemos (la desigualdad). Somos explicados. Entonces, explicamos. Ahondamos la desigualdad. Volvemos a explicar. Todo continúa como era entonces: no podemos, claro, salir del círculo del embrutecimiento. Seguimos explicando. De por vida. Embrutecemos. Nos embrutecemos. Jacotot nos expone a nuestro contrario. Propicia (¿fuerza?) un encuentro con lo que no hacemos ni valorizamos. Así, nos lleva a volver a pensar el modo y sentido de lo que hacemos. No se trata, claro, de “transformar” el modo en que pensamos el enseñar y el aprender. Tampoco es cuestión de dejar de hacer lo que hacemos para hacer lo contrario. Se trata, al contrario, de pensar por qué esta forma de educación emancipadora se encuentra en las antípodas de lo que se tornó evidente en nuestras teorías y nuestras prácticas. Se trata de pensar por qué no hemos podido pensar que estamos atontando y atontándonos. Y aunque, no es cuestión de seguir los preceptos de un nuevo método ni de copiar un modelo, nos resulta
imposible continuar pensando y haciendo de la manera en que lo hacíamos. De esta forma, la filosofía de la educación se torna un ejercicio que no explica, no legitima, no consolida. Escapa a la tentación de constituirse como ley y como verdad. Al contrario, desacraliza, polemiza, interroga. Impide que enseñemos de la forma que enseñábamos, que pensemos la educación de la forma que la pensábamos, que seamos los mismos educadores que éramos. Amplía así nuestra libertad de pensar, ser y enseñar de otro modo del que pensamos, somos y enseñamos. Esta es, a mi entender, la fuerza emancipadora de El maestro ignorante. Este es su valor filosófico y pedagógico: encerrar al lector en un círculo del que sólo puede salir valiéndose de su propia inteligencia. Disruptor de los círculos de lo obvio, lo normal y lo incuestionado que habita en nosotros hace de la emancipación una cuestión de sobrevivencia. La inflexible igualdad del ejercicio: El anti-Sócrates. Este ejercicio de filosofía de la educación tiene como punto inflexible, irrenunciable, la igualdad. Se trata de un principio, una opinión, un supuesto, algo que no tiene valor de verdad, que no puede demostrarse, pero sin el cual no puede fundarse, en la perspectiva de Rancière, una educación radicalmente diferente de aquella dominante según la lógica de la superioridad-inferioridad. Para Rancière, cuando la igualdad se coloca como objetivo o como finalidad y no como principio, se afirma la lógica desigualitaria que la niega. Precisamente su relación con la igualdad es lo que define el carácter conservador o revolucionario de un/a educador/a. Será liberador
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quien, partiendo de la igualdad la verifique y permita así percibir la potencia no inferior de toda inteligencia. Cualquier otra relación con la igualdad que no sea la de principio es, para Rancière, embrutecedora. De esta forma, la igualdad es, al mismo tiempo, condición y límite de un modo de practicar la filosofía de la educación: por un lado, es aquello que, en la óptica de Rancière, permite pensar filosóficamente la educación; al mismo tiempo, es aquello sin lo cual no puede pensarse una educación tal. La igualdad es el axioma del pensamiento, su fondo, lo no filosófico que abre espacio a una filosofía. Paradoja de la igualdad. Tal vez sea interesante apreciar el peso de la figura de Sócrates en este ejercicio. Sabemos el papel singular, fundador, paradójico, de Sócrates en nuestra tradición de filosofía de la educación. Singular por incomparable, fundador por inaugural, paradójico porque siendo reconocido por todos como el primer filósofo de la educación ejercita una filosofía de la educación contraria a la de sus propios celebrantes. La tentación de asimilar el maestro ignorante a un Sócrates modernizado es grande, fácil, inmediata. Sin embargo, Rancière arremete contra el ídolo. Lo deshace política y filosóficamente. No le perdona su veta desigualitaria. Le reprocha su pasión por la superioridad y la inferioridad. Al fin, por detrás de su declaración de ignorancia, Sócrates, el divino, le hace caso al oráculo: piensa que él es el más sabio en la pólis y su tarea consiste justamente en tratar de mostrar a los otros el poco valor de su saber, sobre todo, comparado con el saber del propio Sócrates. Sócrates no es un maestro ignorante; es un sabio maestro de la ignorancia. Pre-
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tende imponer, como todos los maestros de la tradición, su saber sobre el saber de los otros. Que su saber sea un saber de ignorancia sofistica y oculta su carácter embrutecedor. Lo disimula. Todos los que conversan con Sócrates en los diálogos de Platón tienen algo, lo mismo, que aprender. No importa si de hecho el diálogo llega a un saber conclusivo o a una aporía: todos deben aprender que aprender con la filosofía, con Sócrates, significa dejar de saber lo que creían saber; todos deben saber que para aprender el saber filosófico hay que acompañar el camino del maestro, hay que dejarse llevar adonde el otro, el que sabe, quiere ir. El esclavo del Menón es emblemático: no sólo no aprende nada por sí mismo sino que aprende que para aprender necesita de alguien que lo lleve de la mano, como Sócrates, a saber lo que de cualquier modo tendría que aprender. El esclavo también aprende su ignorancia y la sabiduría del maestro: aprende que para aprender debe seguir otra inteligencia, la del maestro. Así, el diálogo con Sócrates, profundiza su esclavitud. La refuerza. Lo embrutece. Para peor, Sócrates esconde su pasión atontadora bajo una apariencia libertadora. Su disfraz, sus máscaras, el modo en el que oculta su pasión desigualitaria, lo tornan más peligroso. Con todo, para cualquier observador interesado en la emancipación, resulta claro que Sócrates atonta: no pregunta porque ignora, para saber y para instruirse, sino que pregunta porque sabe, para que los otros “recuerden” lo que él ya sabe y, sobre todo, para que sepan que él tiene el único saber que vale alguna cosa. Sacrílego saber de ignorancia. Dijo que nunca buscó enseñar y siempre supo, de antemano, aquello que los otros debían saber. Indigno saber de igno-
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rancia. Amante del saber de ignorancia, pretendió que todos amasen su mismo saber. Perverso uso de la ignorancia. Seguidor del oráculo, sólo valorizó el único saber que legitimaba su propio saber. Embrutecedora y atontadora política del desprecio. Las lecciones de una lectura Otra vez, Rancière nos enfrenta a lo que queremos y no queremos ser, como maestros/as. Porque, ¿qué maestro/a no ha querido ser Sócrates? ¿Quién no se ha deleitado con su disfrazada ignorancia? ¿Quién no se ha querido calzar ese mismo disfraz del preguntador que no pregunta? Otra vez el valor de situarse en las antípodas del sentido común pedagógico, otra vez Rancière nos encierra en un círculo del que sólo podemos salir por nosotros mismos. Primera lección (filosófica) del ignorante: lo más natural, evidente y aceptado pedagógica y socialmente acaba siendo lo más problemático filosóficamente. Al mismo tiempo que El maestro ignorante nos enfrenta a la incomodidad de percibir nuestro contrario, a la vez que problematiza nuestras obviedades, nos acompaña en la apertura de sentido que propicia la percepción de la paradoja, nos permite pensar el carácter constitutivamente paradójico del acto pedagógico. Pues Jacotot nos muestra, por ejemplo, como la ignorancia es, a la vez, necesaria e imposible al enseñar, del mismo modo que el axioma igualitario y la emancipación son necesarios e imposibles en el orden social. O que sólo puede enseñar quien no tiene nada que enseñar. Porque enseñar de verdad, diría Rancière, no tiene nada que ver con trasmitir sino con permitir que el otro se emancipe. Segun-
da lección (educacional) del ignorante: sólo a partir de la paradoja, revolcados en el lodo paradójico, podemos encontrar algún sentido en educación. Finalmente, la lección de la emancipación de un maestro que se emancipa a sí mismo, que enseña con su propio método, esto es, sin método. Que enseña también que la emancipación no tiene nada que ver con un contenido, una doctrina o un conocimiento. Que nadie puede emancipar a nadie. Que escribe su propia historia para que otros/as maestros/as la lean. Y otro/a maestro/a lee la historia, la piensa, y la cuenta para que otros/as maestros/as la piensen. Y se emancipen, en la contradicción y la paradoja. Al fin, un ser humano puede lo que puede cualquier otro ser humano. Tercera lección (política) del ignorante: hay una única educación que vale la pena, la que emancipa sin emancipar. Quien no deja que los/as otros/as se emancipen embrutece. Tres lecciones para la filosofía, la educación y la política. Lección de política para la filosofía de la educación. Lección de filosofía para la política de la educación. Lección de educación para la política de la filosofía. Lecciones, para quien quiera oírlas, de una experiencia de filosofía de la educación. Referencias bibliográficas RANCIÈRE, Jacques. (2002) El maestro ignorante. Laertes: Barcelona.
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La futilidad de la explicación, la lección del poeta y los laberintos de una pedagogia pesimista Carlos Skliar Profesor del Posgrado en Educación de la Universidad Federal de Rio Grande do Sul (UFRGS)
I Todo lo que ha ocurrido teme a su palabra ELÍAS CANETTI1
Pretendo, en estas pocas, provisorias y desordenadas notas, ser capaz de prestar mi homenaje a un libro –El maestro ignorante2– hablar de mi seducción por un pedagogo de inicios del siglo XIX –Joseph Jacotot– y expresar mi gratitud por un autor contemporáneo –Jacques Rancière– que lo rescató de la oscuridad de las falsas e indignas memorias. Y trataré de utilizar un lenguaje apropiado a la naturaleza del texto en cuestión; un lenguaje cuya tendencia sea no la de explicar en demasía, no la de excederse en vanos aunque efectivos adjetivos, no la de pretender ir más allá de su propio e impreciso punto final. De hecho, esa forma de lenguaje que me propongo utilizar –en cierta forma parecida a aquella de los aforismos– es una de las cuestiones que más me ha llamado la atención en el estilo del texto de El maestro ignorante de Rancière; frases como “todo está en todo”, o “comprender es el causante de todo el mal”, o “el único error sería considerar nuestras opiniones como verdades”, o “quien no conoce la verdad busca por ella”, o toda-
vía: “es el explicador quien tiene necesidad del incapaz” –para citar algunos ejemplos emblemáticos– remiten al lector a una lectura diferente, que lo obliga a tomar rápidas y confusas decisiones y que, también, lo fuerza a permanecer en las ambigüedades de su pensamiento; una lectura que difiere de otras lecturas y de otras escrituras. Así como el texto de Rancière no puede ser explicado –pues, recordemos, se trata sobre todo de un texto que hace mención a otro texto que, a su vez, abomina de toda lógica explicativa– tampoco hay nada que explicar y no hay nada que comprender en el aforismo. Esa es la cuestión. Este libro, y los aforismos, no explican nada; unas veces preguntan, otras veces suplican, otras veces replican y, casi siempre, nos acompañan, es decir, nos reverberan. No son un objeto de comprensión; no lo son, al menos, en el sentido que la moral y/o la ética pretenden darle. Este libro y los aforismos –tal vez como la pedagogía misma– deben ser, eso sí, mirados, tocados, sentidos, escudriñados, auscultados, o bien nada. En síntesis: no hay indiferencia posible cuando de los sentidos y de los sin sentidos de la educación se trata. El libro El maestro ignorante, el propio Rancière y Jacotot son, sin lugar a dudas, una extraña conjunción de aventuras y de experiencias intelectuales
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transformadas en aforismos. Nos dejan, a nosotros lectores de pocas palabras, en medio de un torbellino de nuevas y viejas ideas, y cuya lectura no puede tener como finalidad la de una rápida traducción en discurso pedagógico rancioso, en una etérea reforma educativa, en un simple cambio curricular, etc. Y aunque resuene como una contradicción en relación al texto con el cual pretendo conversar –pues nada o muy poco de la diferencia parece respirar en sus páginas– tenemos aquí la oportunidad de leer un texto diferente y de ser diferentes al leer el texto. Ser otros en la lectura y otros en la escritura. Y, sólo si fuera el caso, sólo si hubiese extrema necesidad, sólo si existe alguna urgencia desmedida, ser inclusive otros en la pedagogía.
II En estos tiempos donde se prestan pocos homenajes pero hay una urgencia inhóspita para censurarlo todo y a todos; en estos tiempos donde poco seducimos con la palabra y menos aún nos dejamos seducir por la palabra del otro; en tiempos éstos donde parece que vale más la impiadosa y vulgar crítica que la gratitud por aquello que se ofrece sin pedir nada a cambio; en estos tiempos, entonces, me dispongo a homenajear, a dejarme seducir y a expresar mi gratitud por El maestro ignorante, por Joseph Jacotot, y por Rancière. Un homenaje a un libro escrito en tres tiempos –el tiempo de Jacotot, el tiempo de Rancière y “mi” tiempo– acerca de la historia de una pedagogía inaudita y/o pesimista, el relato de una aventura intelectual, la revelación de un acontecimiento inesperado. Un libro que (me) produce, no obstante, la desolación de aquello que ha sido
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pensado como lo habitual pedagógico –y por eso mismo, algo de lo que parecemos incapaces de remover– y la convicción que las extravagancias educativas son mucho más promisorias que la metástasis de las reformas ordenadamente insípidas de los ministerios. Un libro que es como un tumultuoso espejo que retrata tanto aquello que hemos hecho siempre de la pedagogía y aquello que la pedagogía ha hecho siempre de nosotros, así como también refleja aquello que no hemos hecho nunca de la pedagogía y lo que la pedagogía no ha hecho nunca de nosotros. Un libro que habla del horror de la pretensión del conocimiento, del tedio de la explicación y de la comprensión banal; un libro que relata una ambivalencia apasionada por la propia lengua, por la traducción, por las inteligencias, por la igualdad, por la emancipación y por la lección de los poetas, la lección de la literatura, la lección del arte. Un libro que no nos deja indiferentes, pues su mirada parece destejer el sin sentido de nuestra pedagogía. La gratitud por el pedagogo Joseph Jacotot, un revolucionario en la Francia de 1789, después exiliado en los Países Bajos al restaurarse la monarquía de los Borbones y lector de literatura sa en la Universidad de Lovaina. Un pedagogo que en 1818 decidió alejarse de lo habitual de sus treinta años de experiencia pedagógica al encontrarse con un grupo de estudiantes, la mayoría de los cuales no sabía nada de la lengua sa. Un pedagogo que ignoraba por completo el idioma de sus alumnos, desacomodado e incluso desintegrado por la imposibilidad de la transmisión, de la explicación y de la tranquilizadora y aparente comprensión de los otros.
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Un pedagogo que, en verdad, no quiso aprender la lengua de sus alumnos y que, aún distante de la imposición de un falso consenso, utilizó su perplejidad inicial para ir en la búsqueda de alguna cosa en común que los reuniera, creyendo –tal vez ingenuamente– que de ese modo la ley de la lengua, la ley del maestro, la ley de la explicación y/o la ley de su propia palabra, no acabaría por herir y apagar las furiosas y sensibles desemejanzas entre ellos. Un pedagogo que no quiso atontar a sus alumnos con infinitas explicaciones sin origen y sin porvenir. Y que pensó, ante todo, en la posibilidad de emancipar sus inteligencias, en igualarlas –¿en hacerlas iguales?– pero no en domesticarlas, en obligarlas a una fútil comprensión de una fútil explicación. Un pedagogo cuyas razones parecen haber huido de los presidios metodológicos, aunque no de una creciente y sistemática actitud filosófica delante de las cuestiones pedagógicas. Sus problemas, sus preguntas, sus dilemas se nos presentan ya no como pasos calculados de una secuencia técnica, sino como dolorosas y vigilantes inquietudes filosóficas. Inquietudes éstas, como todas las otras, que necesitan mantenerse vivas en el corazón de la interrogación y no ser abandonadas en la indiferencia de unas rápidas y pueriles respuestas. Y la seducción de un autor, Jacques Rancière, quien nos ofrece un prólogo –sólo para nosotros, lectores de lengua española– con la intención de compartir los sentidos que podría tener una atenta lectura de la historia de un curioso pedagogo francés, en apariencia ajeno a nuestro tiempo, a nuestra espacio y a nuestras preocupaciones educativas. Un autor que en cada página parece exorcizar el cuerpo de Jacotot hasta ha-
cerlo vivo y percibido por nuestras vidas, hasta hacerlo voz propia en medio del orden y del desorden de su época y de la nuestra. Un autor que no precisó profanar la tumba de Jacotot para contarnos una historia igualmente ya profanada y que, por el contrario, hizo justicia a las verdades y a los defectos del pedagogo. Rancière no pretende enseñarnos una historia, en el sentido que no hay una lección para aprender; nos deja en soledad con aquella inscripción grabada en la tumba de Jacotot: “Creo que Dios creó el alma humana capaz de instruirse por sí misma, y sin maestros” (Rancière, 2003, p. 178). Pero un autor que nos deja a solas para instruirnos, aunque sin quererlo, un minuto después de cerrar la página ya leída, un segundo después de entrecerrar nuestros ojos cansados de la figuración de un tiempo otro, y cansados también de la exacerbada presencia e insistencia de esta vida escolarizada pero sin vida. Un autor que recupera la historia para hacerla nuevamente presente, para no olvidarla y, como el propio Rancière nos dice, para no seguir edificando de cualquier forma, impunemente, ciegamente, escuelas, programas, métodos y pedagogías. Un autor que al reconstruir la historia de una disonancia inaudita nos hace recordar, línea tras línea, la consonancia tediosa de la pedagogía de nuestros días. Un autor que apuesta fuertemente a la idea de igualdad, de la cosa en común, de aquello que es o que debería ser para todos igual, y que cree que la igualdad y la inteligencia son sinónimos. Y que desde esa perspectiva, en esa perspectiva, sufre la tensión constante de su ambigüedad entre el ideal de la igualdad, la utopía
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de la igualdad y la práctica ominosa del igualitarismo. Que estas pocas, provisorias y desordenadas notas sean, entonces, el más simple de los homenajes, la mayor de las gratitudes posible y la más pura seducción por un libro, por un pedagogo y por un autor que, seguramente, no nos dejarán conciliar tan fácilmente nuestra vida con nuestra pedagogía.
III Ser mejor sólo quiere decir: llegar a conocer mejor. Sin embargo, debe ser un conocimiento que no nos dé tregua, que nos acose siempre. Es mortal un conocimiento que nos vaya aplacando ELÍAS CANETTI
Es preciso decir, antes que nada, que El maestro ignorante es un libro para leer y no un libro para (re)escribir. Un libro para pensar la pedagogía, sí, pero también –y sobre todo– un libro para pensar por qué leemos lo que leemos y por qué escribimos lo que escribimos. El maestro ignorante es, en ese sentido, un libro que nos invita a leer y a escribir mucho más honestamente. Leí El maestro ignorante, en su edición brasileña, durante la primavera del 2002. Y al mismo tiempo que avanzaba en la lectura de algunos párrafos, iba tratando de crear una traducción y una transmisión del texto para mis alumnos de la Facultad de Pedagogía. Les decía, pues eso era lo que estaba leyendo –pero no haciendo– que la explicación termina por subestimarlos, que la comprensión los atontaba y que la instrucción los disminuía. Pero de no haber explicación, me preguntaban atónitos –y yo me preguntaba a
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mí mismo tal vez más atónito todavía–: ¿qué quedaría? Pues sin la explicación toda y cualquier pedagogía conocida y por conocer parece deshacerse en el aire. Suponemos, de hecho, que sin explicación no hay siquiera una palabra inicial, un mínimo punto de partida. ¿Podría la pedagogía, acaso, subsistir sin explicación? ¿No es la pedagogía justamente la explicación? ¿No es la pedagogía el imperio absoluto y tiránico de la explicación? Jacotot y Rancière nos ofrecen algunas alternativas. Ellos dicen, para comenzar, que es necesario invertir la lógica de la explicación, el sistema explicativo de la pedagogía, la pedagogía que es sólo explicación: “La explicación no es necesaria para socorrer una incapacidad de comprender. Es, por el contrario, esa incapacidad... Es el explicador quien tiene la necesidad del incapaz, y no al contrario, es ella lo que constituye al incapaz como tal” (op. cit., p. 15). De este modo la explicación no es otra cosa que la invención y la construcción constitutiva de la incapacidad del otro. Se explica, pues se ha creado con anterioridad un incapaz que necesita de la explicación. La invención –y la construcción– de la incapacidad del otro es aquello que posibilita el nacimiento de la figura del explicador. Y justamente es el maestro el explicador que ha inventado al incapaz para justificar su explicación. Por lo tanto, el explicador y el incapaz constituyen un binomio inseparable de todas las presuposiciones pedagógicas, actuales y pasadas. No hay maestro explicador sin alumno incapaz previamente construido. No explicarás, resulta ser así uno de los primeros mandamientos del maestro Jacotot. O bien, quizás, una de sus prime-
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ras y más resonantes disonancias pedagógicas. Sin embargo, el no explicarás, es mucho más que un férreo mandamiento o una simple disonancia: se trata en verdad de una forma de pensar el pensamiento, de un modo de transmitir la transmisión pedagógica, y no un aparato de explicación dirigido a explicar, tautológicamente, las razones y la lógica de la explicación. Veamos bien. Explicar es un monstruo de mil caras, cuya finalidad parece ser la de disminuir al otro a través de los terrores de las palabras hábilmente encadenadas en la gramática del maestro; ese monstruo “explicador” crea a cada momento la sensación que el cuerpo del maestro aumenta su tamaño, en la misma proporción que hace diminuto el cuerpo del alumno. Y en la medida en que el maestro hace más amplia la magnitud de su explicación, el cuerpo del alumno va quedando cada vez menor, hasta hacerse huérfano de sí mismo: es empequeñecido por la explicación. Así, la explicación es un constante y perverso proceso de empequeñecimiento del otro o, en las palabras de Rancière, de atontamiento-embrutecimiento del otro. El alumno es algo, alguna cosa, cuya incapacidad previamente determinada necesita de explicaciones. Él mismo tiene que ser explicado por la explicación del maestro. Él no puede explicarse a sí mismo, sino por la explicación cotidiana, seriada, graduada, sistemática, del maestro. El alumno es –lo que es decir: existe– sólo en la medida que es primero inventado y, más luego, explicado por el maestro. Y el maestro ha sido formado en el arte o, para decir mejor, en la técnica de la explicación. Y después de su primera formación sigue pensando en la estética implacable de su explicación: mejorarla,
embellecerla, hacerla cada vez más perfecta, estilizarla. Sin embargo, la explicación en la cual ha sido formado y a la cual sigue buscando con desesperación, es una explicación que nada explica a no ser en una lógica muy particular, a no ser en su propia, monótona e insulsa lógica explicativa. Así, la lógica de la explicación se perpetua hasta el infinito, pero no en su sentido progresivo, de avance; muy por el contrario, esa lógica: “comporta, de ese modo, el principio de una regresión al infinito: la reduplicación de las razones no tienen jamás razón de detenerse” (op. cit., p. 13). La pedagogía es, así, la perpetuidad y la cosificación de la relación entre una explicación y una comprensión que le sigue como una sombra y que debe ser su copia fiel, su equivalencia del lado del alumno, el calco de su origen. La explicación es propiedad exclusiva del maestro; en cambio, la comprensión, el entendimiento, es una propiedad provisoria del alumno. En medio de los dos mecanismos (explicación/comprensión) se instala, para siempre, el arte de acabar con las distancias: la distancia entre dos sujetos, entre dos inteligencias, entre dos lenguas. El maestro explicador ahoga de una vez esa distancia, la reabsorve en el seno de su palabra, de su eterna palabra. La pedagogía, para Jacotot, debe substraerse de la explicación, debe quedar huérfana del orden de la explicación, debe eliminar la todo-poderosa presencia del explicador, debe, en síntesis, dejar de explicar. Es necesario, por lo tanto, invertir la lógica de la explicación: la lógica de inventar al otro incapaz y la lógica consecuente –aunque simultánea– del acto de explicar.
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¿Cual sería entonces la primera frase de la pedagogía que nos queda? ¿Aquella frase que, por lo tanto, podría dar inicio al sentido primero de la pedagogía? Para nuestro maestro esa frase bien podría ser la siguiente: “Es preciso que yo les enseñe que nada tengo para enseñarles” (op. cit., p. 24). Enseñar aquello que no se tiene para enseñar. Esa es la tarea del maestro ignorante. Esa es la lección (felizmente) pesimista de Jacotot –y, claro está, también de Ranciére–.
IV No comprenderás parece ser el segundo mandamiento o la segunda disonancia pedagógica que nos presenta Jacotot. La comprensión ha sido pensada, por lo general, como un movimiento de la razón, como el movimiento último de la razón, como la positividad de un movimiento a través del cual hemos asimilado alguna cosa, capturándola, sintetizándola, ordenándola y que nos hace sentir ya listos para dar a conocer, a ofrecer, a ofrendar esa cosa, finalmente, a los demás. La comprensión, así pensada, es un acto individual de posesión, un egoísmo de una razón auto-satisfactoria, la otra cara, no muy diferente, de ese monstruo que es la explicación. Jacotot y Rancière piensan que la comprensión es de una naturaleza maléfica, pues hiere la razón, la interrumpe, la deja sin movimiento, quiebra su insistente fragilidad, la ordena de una vez y para siempre. Comprender es, en las palabras de Rancière, el inicio del fin: “Comprender es el causante de todo el mal. Interrumpe el movimiento de la razón, destruye su confianza en sí, lo expulsa de su
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propio camino, al quebrar en dos el mundo de la inteligencia” (op. cit., p. 17). No hay nada para explicar, como ya fue dicho. Pero: ¿no hay nada para comprender? Si la explicación deja al maestro en una posición de superioridad en el juego de las desemejanzas, entonces la comprensión será siempre esa posición necesariamente inferior que estará destinada al alumno. El maestro explica, el alumno comprende. He aquí la geometría del espanto de una pedagogía atontadora. Y aún más: si el alumno no llega a comprender, entonces surgirá como gesto divino, como la más sublime expresión del oficio del maestro su reexplicación. Una reexplicación que ahogará todo intento de fuga y de emancipación del alumno y de su inteligencia. Comprender ya no es, entonces, un acto de la razón ni un movimiento del pensar, sino la captura definitiva del alumno por parte de la explicación del maestro: “comprender significa, para él, comprender que nada comprenderá, a menos que le expliquen” (op. cit., p. 17). El ser-alumno se transforma, paulatina y devastadoramente, en un ser-explicado. No hay existencia en el alumno a no ser que la expliquen su existencia como seralumno. Y aún así, el alumno nunca podrá ser-un-otro: será siempre explicado, comprenderá la explicación, será él mismo esa lógica implacable. Es así que la pedagogía nos es dada: primer paso, la explicación; segundo paso, la comprensión; tercer paso, la reexplicación; cuarto paso, una reiterada comprensión; y en medio de tantos pasos, supongo, la mayor desolación imaginable, tanto para el maestro como para el alumno. Se forma al maestro para explicar la incapacidad del alumno y se forma al
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alumno en su incapacidad para comprender, inútilmente, la explicación del maestro. Todo perfeccionamiento parece seguir esta extraña trayectoria; y la búsqueda para hacer comprender cada vez más “se vuelve –dice Rancière (op. cit., p. 17)– un progreso en el embrutecimiento”. A diferencia de esa imagen del maestro, el maestro ignorante anula, en una operación pedagógica única y singular, tanto la explicación como el entendimiento del otro. Disocia una cosa de la otra. Explica que nada tiene para explicar y los alumnos comprenden que nada tienen para comprender. De ese modo, ya no hay explicaciones ni mejores ni peores, ni intrascendentes ni trascendentes, pues ya no hay explicación. No hay comprensión ni mejor, ni peor, ni intrascendente, pues ya no hay comprensión. De esta forma, y lo que creo es más importante todavía, ya no hay alumnos incapaces, diminutos, pequeños, incompletos, inferiores, como así tampoco hay alumnos capaces, gigantes, grandes, completos, superiores. Y no hay, además, maestros sabios que no hacen otra cosa que asimilar la inteligencia, el cuerpo y la palabra del otro en su propia inteligencia, en su propio cuerpo, en su propia palabra: “El explicador es aquel que impone y anula la distancia (...) y que la reabsorbe en el seno de su palabra” (op. cit., p. 13).
V Uno no sabe nunca lo que resulta si las cosas cambian de repente; ¿pero sabe uno lo que resulta si no cambian? ELÍAS CANETTI
Puestos bajo sospecha los dos principios más pétreos da nuestra pedagogía –la ex-
plicación del maestro y la comprensión del alumno– se hace necesario ahora retornar, tal vez con mayor intensidad, a una pregunta anterior: si la pedagogía no es el acto de explicar, ni tiene como finalidad la comprensión ¿qué es aquello que inaugura la relación del maestro con sus alumnos? ¿Cuál sería la primera inquietud, la primera sílaba, el primer movimiento? ¿De quién sería? ¿Cómo se inicia aquello que tan cotidiana e impunemente denominamos como pedagogía? Para Rancière es necesario preguntarse, ante todo, si el acto de recibir la palabra del maestro es un testimonio de igualdad o de desigualdad. En este sentido, el propósito inicial y definitivo de la pedagogía debería ser aquel de no hacer de dos inteligencias una inteligencia única, una inteligencia sola. Pues hay embrutecimiento cuando se liga una inteligencia a otra inteligencia. El embrutecimiento resulta ser, así, la coincidencia plena entre inteligencias: “No hay inteligencia donde hay una agregación, ligadura de un espíritu a otro espíritu” (op. cit., p. 47). El propósito de la pedagogía es aquel de poder enseñar aquello que se ignora, al mismo tiempo que el otro pueda servirse y utilizar su propia inteligencia. Recordemos entonces, para poder responder las cuestiones anteriores, la situación originaria y peculiar de Jacotot y de sus alumnos en 1818. Jacotot ignoraba la lengua de sus alumnos. Los alumnos ignoraban la lengua de Jacotot. El acto de recibir la palabra del maestro era imposible. El acto de comprender la palabra del maestro era impensable. Nada podía ser explicado, nada podía ser comprendido. Por ello, me parece, la pregunta anterior de Rancière –si el acto de recibir la palabra del maestro es un testimonio de
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igualdad o desigualdad– tal vez no tenga demasiado sentido: no hay allí ni desigualdad ni igualdad. No es esa la cuestión. Hay, eso sí, diferencias; diferencias de diferencias; diferencias que difieren cada vez más. El alumno habla una lengua diferente del maestro; el maestro habla otra lengua diferente de aquella del alumno. Pero, en verdad, el extranjero aquí es Jacotot y no sus alumnos. Su lengua es la extranjera. La pregunta entonces se contorsiona de tal modo que se hace necesaria otra pregunta: ¿cómo es posible responder a la cuestión de quien es el otro? ¿Cuál es la lengua que se vuelve la mismidad de la pedagogía y cuál aquella que irrumpe como lengua del otro? Hoy en día, en situaciones parecidas, caemos siempre en la trampa de la imposición de nuestra lengua y en considerar al otro como siendo la figura única y peculiar del ser-extranjero. Le cabe a él, entonces, a ese otro, a ese otro extranjero, el primer movimiento de la pedagogía: hablar nuestra lengua. Es él quien tiene que pedir acogida, hospedaje, explicación, educación, etc. y debe hacerlo, obligatoriamente, en nuestra única lengua, quiere decir, en la lengua de quien acoge, de quien ofrece hospedaje, etc. (Derrida, 1997). El maestro Jacotot, en los remotos inicios del siglo XIX, también sintió en su propia piel toda la ambigüedad y toda la ambivalencia en relación a esta cuestión. Se recusó a la absorción definitiva de aquello que el pensó fuese el otro, es cierto, pero no se dejó seducir por la lengua “del otro”. Se negó a imponer un consenso ficticio, es verdad, pero impuso el consenso material de la lengua sa. Abandonó la idea de hacer del francés la lengua inicial, también es verdad, pero
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concentró todas sus energías en hacer de esa lengua la lengua “final”. Buscó, además, el lazo mínimo de una cosa en común, pero al hacerlo ignoró el lazo del otro con su propia alteridad. No utilizó el francés para hablar con sus alumnos y precisó de un intérprete para que sus alumnos le hablasen, se hicieran oír, le contasen, le narrasen, en fin, lo comprendiesen. Jacotot encontró esa cosa común en la edición bilingüe de Telémaco. El libro fue para él ese lazo mínimo a partir del cual sugirió a sus alumnos que aprendieran el texto en francés. No es éste el método Jacotot, no se trataba de ningún principio metodológico de enseñanza y si de una experiencia filosófica: si todo está en todo y si el libro es eso todo, los alumnos podrían aprenderlo todo sin necesidad de ningún tipo de explicación sobre los primeros elementos, estructurales, gramaticales, formales, de la lengua sa. Este “descubrimiento” de Jacotot de la cosa en común puede ser pensado, en mi opinión, en tres planos sólo en apariencia diferentes. Por una parte, la utilización del libro –lo que es decir de los libros, de la literatura– como una totalidad en sí misma. En el libro, en los libros, se encuentran a disposición todos los elementos necesarios para la comprensión: bastan, entonces, las palabras de Telémaco para hablar de Telémaco. Y bastan las palabras de Telémaco también para adivinar otras cuestiones: bastan las palabras en francés para comprender el francés, bastan las palabras del libro para adivinar la historia, la geografía, etc.: “Todo conocimiento de sí como inteligencia está en el dominio de un libro, de un capítulo, de una frase, de una palabra” (Rancière, op. cit., p. 39). Aquello que Jacotot quizás no percibió –y creo que Rancière tampoco– es
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que ése, su primer descubrimiento, estaba siendo sólo parcialmente formulado: bastan, es verdad, las palabras de Telémaco, pero ellas bastan porque existe/está la lengua de ese otro que es el alumno. Es esa lengua del otro aquello que posibilitó el nacimiento, la respiración, el aventurarse en la experiencia intelectual. No fue el milagro de la lengua sa, sino la intensa diferencia en la propia lengua lo que hizo que los alumnos consiguieran poner en funcionamiento aquello de que todo está en todo. El segundo plano del descubrimiento de Jacotot hace referencia a aquello que bien podríamos entender como el tercer mandamiento o la tercera disonancia pedagógica: traducirás y contra-traducirás. ¿Qué supone esta disonancia pedagógica? Podríamos pensar, por una parte, en aquello que afirma Octavio Paz (1971, p. 7): “aprender a hablar es aprender a traducir”, pensamiento que resuena perfectamente con la idea de Rancière en el sentido que: “las palabras que el niño aprende mejor, aquellas en cuyo sentido penetra más fácilmente, de las que se apropia mejor para su propio uso, son las que aprende sin el maestro explicador, antes de cualquier maestro explicador” (op. cit., p. 14). Jacotot no explicó nada del francés: dió a sus alumnos un libro bilingüe. Jacotot no pidió otra cosa sino que sus alumnos hablasen sobre lo que habían aprendido y que pudieran narrarlo. Jacotot ofreció la posibilidad de la traducción y de la contra-traducción. Pensó la pedagogía como una fluctuación permanente, como un flujo y reflujo de traducción y contra-traducción, es decir, imaginó el acto pedagógico como un devenir de traducción de traducciones, aunque él mismo no lo hizo.
Porque: ¿quién traduce y contra-traduce? Me parece que en la experiencia de Jacotot tal operación es hecha exclusivamente por el otro-alumno y no por el mismo-maestro. El maestro parece esperar pacientemente el resultado de la operación. Y no se sumerge en ella. No la palpita, no la siente, no se aventura en ella, no la experimenta. Y todavía más: ¿traducir y contra-traducir para vivir lo irreductible de ser-otro, lo irreductible de cada lengua o bien para hacer de ello una explicación tautológica de la universalidad humana? ¿O bien, inclusive, un acto de traducción y de contra-traducción donde, como dice Octavio Paz (op. cit., p. 9): “cada texto es único y, simultáneamente, es la traducción de otro texto. Ningún texto es original pues el lenguaje mismo, en su esencia es ya traducción”? El maestro percibió que sus alumnos no sabían francés y no quería que lo aprendiesen siguiendo una lógica de explicación racional. Pero él deseaba que sus alumnos conocieran la lengua sa, quiere decir, lo que quería era el francés y no la lengua de los alumnos. El único interés por la lengua del otro era el de utilizarla, en silencio y en la intimidad del otro, para que esos otros comprendieran lo mismo, la lengua del maestro, la lengua maestra. De ese modo, a través de la presión de la igualdad –igualdad aquí, en el sentido de hacer confluir para el centro todas las así llamadas desemejanzas– Jacotot (se) alejó del caótico principio de la diferencia; un principio, inestable claro está, que consistiría en no suprimir lo que es constitutivamente disímil de las lenguas, sino en hacerlas todavía más reveladoras, más plenas, tal vez más puras en su propia diferencia. Pensar la otra lengua, las otras
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lenguas, para pensar la diferencia, para pensar las diferencias; para, al fin, tener una experiencia de la diferencia, para ser diferentes de aquello que hemos sido, de aquello que seremos, de aquello que estamos ahora siendo. En la interpretación de Rancière es evidente que Jacotot tenía otra cosa en mente que la diferencia, que las diferencias: se trataba de una lección de igualdad, de una experiencia en común, de una cosa en común, de pensar la igualdad para ser iguales, de vivir la pedagogía como una experiencia de la igualdad. Quizás, buscando con tanto afán la igualdad, aquello que Jacotot encontró fue, en realidad, su propia invención de la alteridad del otro, de la alteridad de sus alumnos, de la alteridad de la lengua del otro. El tercer y último plano del descubrimiento de Jacotot es la intuición y/o la adivinación y/o la certeza de la pedagogía como poética –pero no, me parece, de la poética como pedagogía–. La lección de los poetas, en oposición a la lección de los gramáticos y de los oradores es que aquellos quieren ser apenas adivinados, intuidos, pero no desean controlar ni dirigir nada ni a nadie en absoluto; los poetas quieren sobre todo oír y no hacerse escuchar, a no ser en el sigilo revoltoso de sus versos. Por el contrario, el gramático insiste en subrayar la estructura de la lengua y quiere que los otros no escapen de la telaraña de sujetos y predicados ya establecidos; ellos buscan ardorosamente el método de la lengua allí donde ese método tal vez no exista y nunca existió; explican con palabras de otros el orden de las palabras de lo mismo, de la mismidad. El orador, por otro lado, es aquella figura de la lengua que borra de una vez toda la posibilidad
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de otras voces; no deja que ninguna voz sea más alta que la propia; aniquila, con su fúnebre retórica, la voluntad del otro a través de una violenta imposición del que decir, del porqué decir, del para qué decir: “la retórica es una palabra de revuelta contra la condición poética del ser hablante” (Rancière, op. cit., p. 112). El poeta, el artista en general es, en este sentido, ese traductor y contra-traductor que Jacotot tanto buscaba como un semblante del maestro ignorante, del maestro emancipador. En palabras de Rancière: “El artista posee la necesidad de la igualdad, tanto como el explicador la necesidad de la desigualdad” (op. cit., p. 95). Esto significa que el maestro es creador y reflejo de una lección atontadora y que el poeta, es decir el artista, ofrece una lección de emancipación, es decir, una lección que relata y posibilita a los otros experimentar aquello por lo cual se es semejante a ellos. Creo que aquí surge otra disonancia, pero no ya en Jacotot o en Rancière, sino en quien escribe estas pocas y provisorias notas. La poética es, como quería el poeta Paul Eluard, un dar a ver, un dar a tocar, un dar a oír, etc... Por ello, se trata de ofrecer no la explicación regresiva de la inmovilidad, sino la experiencia tumultuosa de la expresión. Sin embargo: ¿aquello que se ofrece es una explicación que expresa lo semejante, lo igual, o lo diferente, la diferencia? La pregunta no es ociosa, pues la pedagogía insiste en ser aquello que niega el ver y el dar a ver, que niega el tocar y el dar a tocar, que niega el oír y el dar a oír. Explica, eso sí, qué es ver, pero con ojos ajenos, distantes, silenciosos. Explica, eso sí, cuáles son las miradas disponibles, pero de ojos
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que son sólo curriculares, didácticos. Explica lo que es tocar, sin tocar, y eliminando el tocar del otro. Explica lo que es oír, pero sin oír, ignorando lo que es el oír del otro. Aquello que Jacotot hizo, aquello que nosotros hacemos, fue transformar la pedagogía en una imposición de la palabra que es, coincidente con la palabra que el “yo” dice, que “yo” digo (Larrosa, 2002). El maestro resaltó su palabra como una ley que debía ser tanto común como idéntica, abandonando así la posibilidad de ser aquel maestro ignorante y de inmiscuirse en esa pedagogía donde: “cada ignorante pudiera ser, para otro ignorante, un maestro que revelaría a él su poder intelectual” (Rancière, op. cit., p. 91).
VI Hubo un momento, imposible de descifrar en el enmarañado del tiempo escolarizado, en el que la vida –nuestra vida, la vida de ellos y de ellas, la vida de los otros– escapó en sigilo de la escuela. Ignorada, traicionada y transformada en simulacro, la vida salió de la escuela. Nadie lo percibió. Y nadie parece haber reclamado absolutamente nada. Es obvio que también sería posible afirmar que la escuela huyó de la vida, pero ese es otro asunto, para mi mucho menos interesante. Y cuando la vida huyó de la escuela, ya nunca más las cosas volvieron a ser como el ficticio consenso pedagógico pretendía que fuera. El maestro explicador ocultó su vida detrás de su explicación. Dejó de vivir, para sólo explicar la erosionada superficie de otras vidas. El alumno aprisionado por la explicación de otras vidas, ocultó su propia vida detrás de su aparente y efímera comprensión.
La vida, nuestra vida, la vida de los otros, terminó por estar en otra parte, en otro lugar, lejos de la escuela. Fue y es así que los libros que nosotros leemos, que ellos/ellas y que los otros leen en su vida, ya no son los libros que leemos en la escuela. Fue y es así que la música que nosotros oímos, que ellos/ellas y que los otros oyen en su vida, ya no es la música que oímos en la escuela. Fue y es así, también, que la ropa que nosotros vestimos, que ellos/ellas y que los otros visten en su vida, ya no es la ropa que vestimos en la escuela. Dejamos de conmovernos en la escuela. Hablamos de identidad en la escuela. Pero nuestra intimidad está en otro lado, en otras palabras, en otros libros, en otra música, en otras ropas. La vida se fue de la escuela y la única solución que encontramos para hacerla regresar es la de retratarla en un currículum. Hicimos grados, series, ciclos con la vida. Pero no vivimos la vida en la escuela. No vivimos nuestra vida, la vida de ellos/ellas, la vida de los otros. No vivimos en la escuela. Reformamos la vida, pero no vivimos la vida en la escuela. Explicamos la vida, pero no vivimos la vida en la escuela. Hicimos el simulacro de comprender la vida en la escuela, pero no la celebramos. Quien sabe si El maestro ignorante podrá ser una forma de hacer que la vida vuelva a la escuela. O que se escape de ella definitivamente. Yo, honestamente, todavía no lo sé.
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Notas: (1) Los aforismos de Elias Canetti que cito en este trabajo son del libro Toda esta iración dilapidada, que reúne textos del período 1949-1960. (2) Utilizo para este artículo la versión en español. El maestro ignorante. Barcelona. Laertes. 2003. Referencias Bibliográficas: DERRIDA, Jacques. (1997) Anne Duforurmantelle invite Jacques Derrida à répondre De l’hospitalité. CalmannLévy: Paris LARROSA, Jorge. (2001) Dar la palabra. Notas para una dialógica de la transmisión. En J. Larrosa, Jorge y Skliar, Carlos (2001) Habitantes de Babel. Política y poética de la diferencia. Editorial Laertes: Barcelona, pp. 411432. PAZ, Octavio. (1971)Traducción: literatura y literalidad. Tusquets Editor: Barcelona. RANCIÈRE, Jacques. (2003) El maestro ignorante. Laertes: Barcelona.
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Emancipación e igualdad. Aspectos sociopolíticos de una experiencia pedagógica Francisco Jódar Profesor del Departamento de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Valencia
Lucía Gómez Profesora del Departamento de Psicobiología y Psicología Social de la Universidad de Valencia
1. Una experiencia pedagógica Joseph Jacotot es el nombre de un “lector de literatura sa en la universidad de Louvain” y 1818 el año en el que por azar “emprende una aventura intelectual” (p. 9)1. Jacotot, 1818 señala así una singular experiencia pedagógica: la aventura de quien hace de la creencia en la igualdad de las inteligencias el punto de partida de su concepción de la educación y la política. Los hechos le han mostrado que los alumnos “aprenden solos y sin maestro explicador” (p. 20). La afirmación de este hecho da lugar a sus lecciones sobre la emancipación intelectual. La experiencia Jacotot, 1818 rompe con la oposición ciencia e ignorancia sobre la que se edifica la vieja lógica pedagógica: “antes que ser acto pedagógico, la explicación es el mito de la pedagogía, la parábola de un mundo dividido en espíritus sabios y espíritus ignorantes, espíritus maduros e inmaduros, capaces e incapaces, inteligentes y tontos” (p. 15). De esta revelación emerge la posición que Jacotot asume. Por un lado, la crítica al orden explicador sobre el que se funda la pedagogía (“hay atontamiento allí donde una inteligencia es subordinada a otra inteligencia”, p. 22) y, por otro lado, la apuesta por la emancipación intelectual entendida como “toma de conciencia por todo hom-
bre de su naturaleza de sujeto intelectual” (p. 51). La aventura de Jacotot es así una práctica de resistencia frente a una educación que atonta (“quien enseña sin emancipar atonta”, p. 33), dando lugar así a la singularidad de un modo de pensar y hacer educación. Esto es, la creación de una nueva sensibilidad pedagógica que llega a contradecir la propia creencia inicial de un Jacotot “concienzudo profesor explicador”, según la cual “la gran tarea del maestro es transmitir sus conocimientos a sus alumnos para conducirlos gradualmente a su propia ciencia” (p. 11). En efecto, el azar hace experimentar a Jacotot un pliegue creativo sobre sí mismo. Creación que es, a la par, exploración del mundo educativo mismo. Producción de una nueva constelación de sentido para la educación: la enseñanza universal. 2. Una constelación de sentido para la educación Jacotot produce una constelación de sentido para la educación cuya estrella polar es la emancipación intelectual: afirmación de la inteligencia de cada hombre en tanto copartícipe en un mundo común. De modo que el reconocimiento de la igualdad de las inteligencias es un supuesto de partida cuya verificación “puede” contri-
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buir a la modificación positiva del orden social desigual y a desnaturalizar las instituciones, sus papeles y posiciones. Así pues, esta es la estrella polar de la constelación: el trabajo educativo encaminado a que cada cual salga del estado de minoría y así “pueda” inscribirse –adquirir visibilidad y ser escuchado– en el espacio común en tanto ser activo dotado de razón e inteligencia. Esto es, adquisición de la disposición activa para “usar su propia inteligencia” (p. 25) y actuar en el orden social para verificar la igualdad que ahí de hecho continuamente se desmiente. Si bien, conviene tenerlo presente, se trata de una estrella polar que siempre es “virtual”, lo que “no significa que sea ilusoria” sino que, más bien, es “potencia de la que conviene verificar los efectos” (Rancière, 2003, p. 40). En el centro de la constelación se encuentran dos astros gemelos. Por un lado, el hombre, ser dotado de palabra. Por otro, la actualización de las virtudes igualitarias de la inteligencia humana. Desde el primero se atisba el poder de comprender y hacerse entender como medio “de verificación del otro” (p. 97), donde la razón no es algo que se tiene en poder ni se transmite, cede u otorga, sino construcción en el concurso igualitario de la capacidad intelectual de cada hombre. Del segundo de esos astros se deriva una particular moral. La moral de los discursos, aquella “que preside el acto de hablar y escribir, aquella de la intención de comunicar, del reconocimiento del otro como sujeto intelectual capaz de comprender lo que otro sujeto intelectual quiere decirle” (p. 174). Estos dos astros iluminan el espacio donde se inscribe “la confianza en la capacidad intelectual de todo ser humano” (p. 24). Confianza en que cualquier indi-
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viduo es capaz, mediante la aventura intelectual correspondiente, de adivinar el sentido de lo que está dicho y escrito. Un sentido cuya verdad no está asegurada ni contenida en ningún código o diccionario, en ninguna explicación. Además, la confianza en la igualdad es un supuesto de partida al que se ha de responder continuamente: “nuestro problema no es probar que todas las inteligencias son iguales. Sino ver qué se puede hacer con esta suposición” (p. 64). A cierta distancia de la constelación se encuentra el orden de las cosas, la sociedad desigual, el círculo social. Esa distancia designa un espacio donde coinciden sin anudarse ni anularse dos lógicas diferentes: la lógica igualitaria implicada en el acto de la palabra y la lógica desigual inherente a la relación social. Un espacio también para experimentar la contingencia de las jerarquías del orden social. Se comprende así, por obra de esta distancia entre órdenes distintos, que “la enseñanza universal no es ni puede ser nunca un método social” (p. 135). Dicho de otro modo: “no hay principio de la comunidad de iguales que sea principio de organización social” (Rancière, 2003, p. 65-66). En efecto, de la constelación de la emancipación intelectual al orden social no hay tránsito posible sin pasar por una distancia irreductible e insalvable, aquella donde la experiencia individual y colectiva lucha por verificar en el orden de las cosas la igualdad de partida que se presupone en el orden de las lenguas. En este aprender a cruzar esa distancia –ser individuo razonable en un orden social carente de razón– se juega gran parte del sentido que Jacotot ha producido para la educación en la llamada enseñanza universal. La necesidad de confirmar esa constelación que él una vez experimentó dota de
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singular fuerza social y política a las enseñanzas que ofrece Jacotot. ¿En qué consiste, entonces, la singularidad de la constelación? 3. El acontecimiento Jacotot, 1818 En El maestro ignorante Rancière presenta un Jacotot “loco”: “la singularidad, la locura de Joseph Jacotot, fue sentir esto: era el momento donde la joven causa de la emancipación, la de la igualdad de los hombres, estaba a punto de transformarse en causa de progreso social. Y el progreso social, era en primer lugar el progreso en la capacidad del orden social a ser reconocido como orden racional. Esta creencia no podía desarrollarse más que en detrimento del esfuerzo emancipador de los individuos razonables, al precio del ahogo de las virtualidades humanas que comporta la idea de la igualdad [...] Jacotot fue el único en pensar esta desaparición de la igualdad bajo el progreso, de la emancipación bajo la instrucción” (p. 172). Si ésta –la condición de “loco” que respecto a la idea de igualdad y emancipación abre el campo de lo dado socialmente por posible– es la pista a seguir, la pregunta que no podemos obviar es la siguiente: ¿qué carácter tiene la experiencia pedagógica de Jacotot?, ¿por qué su singularidad deshace el mundo de la educación de su época?, ¿por qué supone un enfrentamiento sin paliativos a los problemas de la emancipación? Diremos que ello es así porque la experiencia pedagógica de Jacotot supone la efectuación de un acontecimiento. Siguiendo a Derrida (1992, p. 39), la experiencia - experimentación Jacotot, 1818 tiene que ver con hacer “experiencia
de lo imposible” en educación; o en términos de Deleuze (1987, p. 128), con la confrontación con algo “impensado” en el pensamiento pedagógico. Por eso, la experiencia Jacotot, en tanto acontecimiento, está escrita “bajo la atracción de lo real imposible” (Blanchot, 1987, p. 39). Es una experiencia que exige ir donde es imposible ir (enseñar lo que no se sabe) y pensar lo que no se deja pensar (la creencia en la igualdad como necesidad de una enseñanza universal no jerarquizadora que es negada por la instrucción pública). Lo que, por otro lado, también es un modo de nombrar la condición intempestiva del acontecimiento Jacotot, 1818. Según la concepción genealógica de la historia de Foucault (1988), el acontecimiento es experiencia de una heterogeneidad radical, de modo que su conocimiento, al introducir las discontinuidades en lo que somos, no dice lo que somos sino aquello de lo que diferimos, no establece nuestra identidad sino aquello que la disipa. Así pues, en tanto acontecimiento, la experiencia de Jacotot no supone en modo alguno la realización de un método pedagógico posible entre otros: “se trata de osar a aventurarse y no de aprender más o menos bien ni más o menos deprisa. El ‘método Jacotot’ no es el mejor, es otro” (p. 41). No se ofrece como una opción ni se escoge; su efectuación no deja un resto de alternativas descartadas o por cumplir. La efectividad del acontecimiento Jacotot, 1818 es un modo de pensar y hacer educación que resulta de una alteridad radical a los parámetros reconocibles de la educación instituida y su “viejo método”. En este sentido, su efectividad no se define por lo que realiza sino por lo que abre y da lugar.
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4. Las afueras de la instrucción y del progreso ¿Qué abre Jacotot en su aventura? ¿Qué impensado del pensamiento educativo acoge su exploración? Destacamos dos elementos entrelazados. Jacotot, en primer lugar, establece un espacio de conflicto donde se separan y encuentran dos procesos heterogéneos. Por un lado, el juego de prácticas educativas guiadas por la presuposición de la igualdad de cualquiera y por la preocupación de verificar tal presupuesto. Por otro, las instituciones educativas que producen consentimiento a una distribución jerárquica de cuerpos, lugares y funciones. El nombre que Jacotot asigna al primero de los procesos es el de emancipación. Al segundo de ellos pertenece la instrucción pública. De este modo la emancipación queda circunscrita a la esfera de los individuos: “la enseñanza universal no puede dirigirse más que a individuos, jamás a sociedades” (p. 136), pues “jamás ningún partido gobernante, ningún ejército, ninguna escuela ni ninguna institución emancipará a una sola persona” (p.132). Y la instrucción participa en la propagación y consolidación de la sinrazón de las desigualdades: “una sociedad, un pueblo, un Estado, serán siempre desrazonables” (p. 129). Acaso para nombrar ambos procesos puedan ser de utilidad dos conceptos de Foucault: discusión y polémica. Dos conceptos que suponen dos morales distintas respecto “a la búsqueda de la verdad y a la relación del otro”. Así, el proceso de igualdad-emancipación acoge la discusión, esto es, el “trabajo de elucidación recíproca” (Foucault, 1999, 353), donde los derechos de quien pregunta y de quien responde “son de algún modo inmanentes
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a la discusión” misma. Ningún interlocutor es poseedor de derecho alguno que exceda al desarrollo de la discusión. Por otro lado, la instrucción pública y la explicación es una modalidad de la polémica. En ella uno se “aproxima acorazado de privilegios que ostenta de entrada y que nunca acepta poner en cuestión”, para lo cual “se apoya en una legitimidad de la que, por definición, es excluido su adversario” (Foucault, 1999, p. 353-354). Aquí el interlocutor no es alguien con quien buscar la verdad ni sujeto reconocido con derecho a la palabra, es adversario, enemigo cuya existencia misma constituye una amenaza. Son tres las modalidades de polémica que Foucault reconoce: la religión, con sus dogmas que el adversario no puede ni ignorar ni transgredir; la judicial, con la instrucción de un proceso donde el interlocutor es un sospechoso y en la que hay que reunir pruebas para su condena o absolución; la política, con sus intereses de partidos, donde el otro es un enemigo a vencer. A estos tres modelos de polémica, siguiendo a Jacotot, cabe añadir el pedagógico, con sus efectos de atontamiento y su explicación jerarquizadora: la división de las inteligencias en inferiores y superiores; la de los niños y hombres del pueblo, por un lado, y, por otro, la del profesor, “conocedor de las cosas por las razones”, transmisor “de sus conocimientos adaptándolos a las capacidades intelectuales del alumno” y comprobador “de que el alumno ha comprendido bien lo que ha aprendido” (p. 16). Jacotot señala, en segundo lugar, algunas de las contradicciones y aporías del intento de invocar “el pueblo” y ponerlo en el centro de la instrucción pública. Así la emancipación intelectual que nos propone se deja leer como la tentativa de quien es consciente que “los pueblos no
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preexisten” (Deleuze, 1995, p. 201), y que, por lo tanto, en educación del pueblo lo único que cabe es experimentar las insospechadas “virtualidades” que se producen una vez que se hace de la comunidad de iguales una comunidad sin dogmatismos ni esencialismos. Comunidad irrepresentable e incontable, sólo sustentada por un presupuesto: la igualdad de la inteligencia de todo hombre, de cualquiera. Cuando los pueblos no preexisten la tarea es “inventar un pueblo que falta” (Deleuze, 1996, 15). El pueblo, por tanto, se hace; no preexiste, se crea. Y la educación no puede consistir en enseñar lo que el pueblo es. Tampoco en transmitirle su verdad ni iluminarlo. La educación no es servidora de pueblo alguno. La educación –cuando es emancipación– tiene el efecto de reconstruir y redefinir sin fin el pueblo siempre ausente y por venir. La educación de los hombres cualesquiera que hacen uso de la razón verificando su igualdad. Lugar de lo universal, donde la demostración –necesariamente provisional– de la igualdad se verifica. 5. Emancipación y práctica de la igualdad Jacotot, tal y como venimos señalando, se enfrenta al modo en el que sus contemporáneos conciben la igualdad y la emancipación. Cuestiona la traducción que se ha hecho de igualdad por progreso y de emancipación por instrucción del pueblo. Muestra que la misma idea de instrucción pública reposa sobre el principio de la desigualdad de las inteligencias. La instrucción del pueblo empírico programada por los representantes del concepto soberano de pueblo –es decir, la dirección de los ignorantes por aquellos que saben, de individuos encerrados en su particularis-
mo por el universal de la razón, de una multitud estúpida por una casta inteligente– presupone dar a ese pueblo al que apelan y en nombre del cual dicen actuar, la medida de su propia incapacidad. De este modo, se inicia un proceso de pedagogización integral de la sociedad, de “infantilización general de los individuos que la componen” (p. 171) que tiene como fin reducir progresivamente la desigualdad. Proceso que toma como punto de partida la ignorancia, la incapacidad del pueblo y que tiene como fin promover la igualdad, una igualdad abstracta, “representada, socializada, desigualizada, buena para ser perfeccionada, es decir, retrasada de comisión en comisión, de relación en relación, de reforma en reforma hasta la consumación de los tiempos” (p. 172). Frente a esta concepción Jacotot dibuja un territorio que no renuncia a pensar la posibilidad de igualdad y emancipación lejos del binomio progreso-instrucción. El desplazamiento de Jacotot encuentra sorprendentemente resonancias –en espacios, tiempos y tradiciones intelectuales diferentes– en las críticas que algunos de nuestros contemporáneos han realizado a algunos lugares comunes a los que se recurre para pensar la política. Autores como Foucault o Bourdieu que al problematizar la relación entre poder y subjetividad también señalan los límites y las contradicciones de los esquemas modernos (representación, progreso, igualdad abstracta...) que han guiado la lucha y el pensamiento político. Para Jacotot la emancipación es aquello que permite “que todo hombre del pueblo pueda concebir su dignidad de hombre, tomar la medida de su capacidad intelectual y decidir su uso” (p. 28) y, por tanto, es irreductible a la mera instruc-
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ción. Esta propuesta exige cuestionar lo que Jacotot designa como “la visión atontadora del mundo” que sostiene la realidad de la desigualdad y, frente a ella, comprender que el orden social, sus clasificaciones y rangos, es sólo convención, ficción. Desde aquí, la igualdad no es un objetivo sino punto de partida. En este sentido, Foucault (1982) y Deleuze y Guattari (1994) hablarán de minorías mientras que Bourdieu (1999) de posiciones dominadas, con el fin de hacer visible que el orden simbólico no es neutro sino que favorece a unos grupos sobre otros, transforma la arbitrariedad cultural en natural, legitima unas posiciones y deslegitima otras, ratificando, en definitiva, una determinada lógica de dominación. De ahí que minorías o posiciones dominadas sólo puedan movilizarse y movilizar la fuerza que detentan a condición de poner en tela de juicio las categorías de percepción y valoración del orden social que les relegan a una posición subordinada. Asimismo, la propuesta de Jacotot, construye un problema diferente. No la ignorancia sino la impotencia, “el desprecio de sí, en el desprecio en sí de la criatura razonable” (p. 132) o “la posición humillada” (p. 137) que caracteriza a aquellos sobre los que pesa masivamente el prejuicio de la desigualdad de la inteligencia. En la misma línea, tanto Foucault como Bourdieu para dar cuenta de cómo se ejerce el poder abandonan la tradición intelectualista de las filosofías de la conciencia con su énfasis en las representaciones, mostrando que el poder atraviesa los cuerpos (Foucault), que las relaciones de dominación se somatizan (Bourdieu), es decir, se inscriben y atraviesan la subjetividad constituyendo así los mismos esquemas de percepción, valoración y acción. La aceptación de las categorías del
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orden simbólico (que son los principios de visión y división dominantes) supone para determinadas posiciones incorporar una visión desvalorizada de sí mismas, incorporar un “coeficiente simbólico negativo” que afecta de manera negativa a lo que son y a lo que hacen. A esta desigualdad básica que preside las relaciones entre distintas posiciones se refiere Bourdieu (1997) con el concepto de violencia simbólica, violencia invisible pero que adquiere a menudo la forma de la emoción corporal (vergüenza, timidez, impotencia, culpabilidad) y se revela en manifestaciones visibles (sonrojo, turbación verbal, torpeza, temblor...), expresiones del sometimiento al juicio dominante, más allá de las directrices de la conciencia y la voluntad. Síntomas o manifestaciones que Jacotot coloca en el centro de su diagnóstico-propuesta política. De esta forma, los problemas de la igualdad dejan de formar parte de un horizonte lejano y se convierten en algo que debe ser practicado, verificado, reconocido. Se trata de configurar relaciones y prácticas que desmientan las divisiones jerárquicas que recorren el orden social y que desborden el presupuesto que sostiene el proceso de instrucción: la desigualdad de las inteligencias. A través de la acción sobre el juego estratégico de relaciones existente, se trata de “hacer circular la energía eléctrica de la emancipación” en el cuerpo social. Prácticas y relaciones que no son un medio para obtener la igualdad, para un fin situado en otro lugar, sino que tienen efectos reales en sí mismas. Frente a la idea de progreso en la que opera la escisión entre medios y fines, desde esta posición, la política es práctica política, fin en sí misma. Así, un visionario Jacotot nos propone que una política de la experiencia –que
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implica ponerse en juego, experimentarse, ensayarse, probarse– sustituya a la utopía. De ahí que imaginar y practicar los efectos subjetivos, sociales y políticos desencadenados en los contextos más variados que originaría la igualdad en acto que Jacotot defiende, igualdad que no es otra cosa que “despertar en el hombre social el hombre razonable” (p. 140), sigue siendo hoy un desafío al que responder.
FOUCAULT, M. (1999) Polémica, política y problematizaciones. En: FOUCAULT, M. Estética, ética y hermenéutica. Paidos: Barcelona, p. 353-361. RANCIÈRE, J. (1987) Le maître ignorant. Cinq leçons sur l’émancipation intellectuelle. Fayard: Paris. RANCIÈRE, J. En los bordes de lo político. Disponible en
. el 20 de enero de 2003.
Notas: (1) Todas la citas textuales que sólo van acompañadas del número de página de referencia pertenecen a Rancière, J. El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual. Barcelona. Laertes 2003. Referencias bibliográficas BLANCHOT, M. (1987)La escritura del desastre. Monte Ávila: Caracas. BOURDIEU, P. (1999) Meditaciones pascalianas. Anagrama: Barcelona. DELEUZE, G. (1987) Foucault. Paidos: Barcelona. DELEUZE, G. (1995) Conversaciones. Pre-Textos: Valencia. DELEUZE, G. (1996) Crítica y clínica. Anagrama: Barcelona. DELEUZE, G. y GUATTARI, F. (1994) Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Pre-Textos: Valencia. DERRIDA, J. (1992) El otro cabo/La democracia, para otro día. Ed. del Serbal: Barcelona. FOUCAULT, M. (1994) Le sujet et le pouvoir. En: Foucault (1994). Dits et Écrits, vl. IV. Gallimard: Paris, p. 222-241. FOUCAULT, M. (1988) Nietzsche, la genealogía, la historia. Pre-Textos: Valencia.
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Nada mejor que tener un buen desigual cerca Estanislao Antelo Doctor en Humanidades y Artes Universidad Nacional de Rosario. Docente de FLACSO, Argentina
Participar en un dossier sobre un libro cuyo autor afirma que los libros no precisan asistencia, ni servicios de nuestra lengua, es una tarea compleja. Hasta se podría preguntar con Rancière, o decir lo que se piensa con sus palabras, con esas palabras de ese otro Rancière que se dirige a nosotros, lo siguiente: ¿Bastan las frases de Rancière para comprender las frases de Rancière y para decir que es lo que de ellas se comprendió? 1 Bastan. Sin asistencia ni afán explicativo será entonces otro el atajo. Será, en todo caso, practicar aquello que gentilmente se nos ha cedido pero que por azar hemos atentamente conquistado: cierto uso inmediato de nuestra propia inteligencia, si es que al fin, alguna quiere haber. Llamemos con cautela a este ejercicio, ensayar, siempre que no perdamos de vista que quienes ensayan e interpretan son eso, intérpretes. Cuenta Georges Steiner la ocasión en la que Schumann luego de interpretar una de sus obras difíciles, es consultado sobre el sentido de la misma. En el acto, el buen Schumann, vuelve a interpretar, a ejecutar la obra. Se sienta y la toca de nuevo (Steiner,1991, p. 32). Rancière toca un Joseph Jacotot y henos aquí sentados, reunidos para tocar el Jacotot de Rancière. Toquemos pues. Quien toma seriamente, quien consigue dejarse tomar seriamente por el con-
junto de signos puestos a disposición por El maestro ignorante de Rancière, no puede evitar someterse a esa conocida sensación de vísperas de desempleo. Se trata de la irrupción de un pensamiento sobre aquello que todavía no ha sido pensado en el terreno pedagógico. De ahí, su carácter interruptor. Como si efectivamente un grano de arena se hubiera introducido de golpe en el engranaje de la sabia pedagogía que pensamos y practicamos. Como si la vanidad del esfuerzo por comprender, a la que Rancière nos somete sin contemplación alguna, trajera sin miramientos la novedad: ya no más maestros progresistas explicadores se precisan. Ya no más pedagogos bienpensantes. Un raro mutismo nos envuelve una vez que el convite nos es lanzado. Nuestra máquina de improvisar se detiene y cuesta hacer. Si lo que cuesta todavía vale, voy a desplegar un esfuerzo austero por poner a disposición aquello que he podido y deseo verificar luego de semejante chirriar de la maquinaria pedagógica. ¿Dietólogos de la igualdad? Podríamos verificar la maniobra de Ranciére de la siguiente forma: nada mejor que tener un buen desigual cerca. Los es y perseguidores de la igualdad padecen una rara pasión primi-
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tiva: la desigualdad. De la misma manera que el pecado para el cura, el mundo material para el asceta o, el sedentario para el Personal Trainner, la desigualdad es el alimento de los igualitaristas, aquellos a los que Peter Sloterdijk por momentos ubica entre los que practican un raro tipo de afecto, el afecto igualitario (Sloterdijk, 2002, p. 72). Muchos de ellos son dietólogos en tanto su menester consiste en dosificar y reducir. Reducir la desigualdad. Los ingredientes para la dieta igualitaria están hechos de una conocida desmesura: el saber repartido, sazonado y explicado en tiempo y forma reduce distancias. Son dietólogos, en plural, porque son varios. Humanitarios, progresistas y conservadores. Lo mismo da. Están aquellos otros que denuncian la vanidad de la dieta y apetecen explicar las reglas del saqueo, el reparto desigual y distintivo de ese lujo, lo simbólico. Son algo así como esclarecedores de conciencias pedagógicas, comprometidos sociopedólogos, cantores de educativas protestas: “vean ustedes, la escuela no es inocente. No crean en la manganeta que promete igualdad en el reparto generoso de un fondo cultural común de conocimientos. Ese fondo es monetario, internacional, dominante. La escuela reproduce la cultura de sus amos y los deja a ustedes afuera. La escuela reproduce la desigualdad y no puede hacer otra cosa. La escuela precisa de nosotros que, a no olvidarlo, no somos sus amos. La escuela precisa de nuestras explicaciones esclarecidas. Sólo nuestra clara explicación de ese saqueo podrá liberarlos de ese yugo. No crean en los intentos por repartir la torta cultural de manera más democrática. La escuela, al fin, vive de esa desigualdad que nosotros nombramos o, lo que es la misma cosa, sin
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esa escuela cretina reproductora, nosotros no existimos”. Son los que gustan de explicar a las gentes pobres que no saben lo que hacen. En mi país, por ejemplo, abundan los que frente al estremecimiento sincero que la proliferación del atontamiento les provoca, deciden “trabajar con lo que haiga”. Se lanzan a la ingrata y minúscula tarea de educar con el contexto, con lo que el niño trae, con lo cercano, con aquello que pueda ser accesible a los de abajo, los inferiores, los que no saben. Son los que saben qué es lo necesariamente accesible para los que no tiene . Gustan de usar repetidas veces la palabra dignidad. Arman talleres, torneos y posgrados en dignidad. Son gente de Bien y saben siempre lo que los otros, pobres, necesitan y proceden a cocinar sus dietéticos, compasivos y siempre vernáculos manjares igualitarios. Como señala Abraham aman la democracia que siempre pretende nivelar, igualar y equiparar, con una culposa visión de la Justicia que no entiende que la dignidad de las personas consiste en superar su estado y no en que vengan los compasivos a igualárselo (Abraham, 2002, p. 61). También compiten por el trofeo de la igualdad aquellos sociopedólogos que advierten que el darle “todo a todos” puede terminar por dejar a la corporación sin empleo y rectifican su dieta proponiendo lo que llaman con evidente mal gusto, discriminación positiva, esto es, “darle más al que menos tiene”. La contabilidad que practican se basa en la creencia en que la inteligencia es una alacena diferenciada en la cual, a más acumulación, más igualdad. Gustan de usar las palabras compensar, atenuar, retardo, competencias, deficiencias y atraso. Pero también están los nostálgicos del canon. Acusan a los progresistas del co-
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lapso de la escuela y repiten en todas las lenguas un verbo: volver. Back to basics. Estos, más inocentes, ya no asustan a nadie, tan sólo odian la igualdad y proporcionan temas para los papers de los pedagogos críticos. Lo que Rancière no cesa de repetir es lo siguiente: para acá o para allá, la igualdad sigue siendo para ustedes, un objetivo a alcanzar o del cual sospechar. Y la igualdad jamás viene después. La igualdad no precisa dietólogos. Hay más: el deporte de la pedagogía dietética no hace más que confirmar una incapacidad en el mismo acto que intenta reducirla. Este acto tiene un nombre: atontar. Esto es lo que aconteció unos años atrás cuando, en ocasión de ser invitado a hablar sobre las dificultades de los aprendizajes escolares, fui presentado como un especialista en “fracaso escolar”. Un “experto” en fracaso escolar. Luego, habrá de haber un congreso en Fracaso Escolar. Luego un doctorado en Fracaso Escolar. Luego un foro mundial de fracasados escolares en el que los expertos explicaremos. Así se procede. Pero para el traductor de Jacotot, la igualdad –que es siempre la de al menos dos seres parlantes– no se persigue, no se reivindica, no se provee ni se concede. Se practica y se anuncia. Se trata de una suposición a ser mantenida en cualquier circunstancia, contra toda prueba empírica en su contra. ¿Maestros ignorantes? ¿Se puede aprender sólo? Se puede. Pero no es aquí ninguna no-directividad la que avanza. No es aquí ningún método el que pide su lugar. Ni siquiera es ninguna de las viejas eternas nuevas pedagogías. Usted puede si quiere. Sí, pero no estamos frente a un nuevo anuncio publicita-
rio. No es, por cierto, el simpático, atlético y prometeico Just do it. No estamos frente a la promesa de los educadores emprendedores, recursos humanos tomadores de riesgos, custodios de esa nueva sociedad del conocimiento. No se aprende sin maestros. Pero tampoco se aprende con maestros comunicadores, proveedores de lo que a los otros les falta. Tampoco el maestro es un guía, un acompañante, un facilitador o esos desatinos. En todo caso es el propio maestro el que puede ser aprendido: observarlo, imitarlo, disecarlo, recomponerlo y luego, quizás, quitárselo de encima. Al fin, un maestro no es más que un invento del discípulo. Al fin y al cabo, como la patria, que es un efecto del exilio (Braunstein, 1995, p. 33) y, a contrapelo de toda didáctica, la enseñanza no es sino un efecto del aprendizaje pero nunca al revés. Un maestro ignorante habla para hacer hablar. Dice por ejemplo: es preciso aprender. Pero aprender es un acto, como decía, que funda la enseñanza que lo causa. El imperativo no es entonces instruir. Tal vez atestiguar, testimoniar. Cierto que un maestro bien puede ser intratable. Pero puede poner a disposición, libros, variedad de signos y constatar un movimiento, una atención: hay aquí una inteligencia en movimiento. No constata si alguien aprendió sino si buscó. No sigue un procedimiento sino una señal de confianza. No procede por etapas ni ambiciona adecuar. Señala y recuerda, a cada paso, la cómoda posición de quien renuncia a lo que puede, aquel que triunfa, de algún modo, al fracasar. Más aún, ninguna piedad con las víctimas y los falsos modestos. Con los yo no puedo. Ninguna negociación para los que suscriben el veredicto de su propia exclu-
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sión y practican el desprecio de sí mismos. Ninguna contemplación con los que ignoran deliberadamente, abdicadores, gozosos temerosos. La ignorancia nunca es inocente. Hay, puede haber en esa relación entre maestro y aprendiz, yugo. Hay, puede haber sujeción. Hay, puede haber férula. Hay, puede haber el viejo, arbitrario y autoritario porque te lo digo yo. Ahí tienes Fénelon. Porque te lo digo yo. Sujeción y subordinación. Sin embargo, no es necesariamente ahí donde el atontamiento toma lugar. Los problemas comienzan cuando una voluntad pretende sujetar una inteligencia. Los problemas comienzan cuando es la inteligencia de otro parlante (el desigual en tanto mudo ignorante) la que en nombre de su ignorancia y por el bien de su ignorancia, se sujeta. Pero no se va muy lejos por este camino. La inteligencia es para Rancière uno de los nombres de la libertad. Y la libertad se toma, ella se conquista y se pierde solamente por el esfuerzo de cada uno. La voluntad no puede con el carácter indómito, indócil de un no-tonto, un emancipado, aquel que persiste en el uso de su fuerza intelectual. La inteligencia sólo obedece su propio curso. De ahí que aquel que, sin saber, terminaría por fundar las coordenadas básicas de nuestra pedagogía progresista republicana, localizara la tarea educativa en la domesticación de esa indocilidad radical. Como señala Slavoj Zizek, en la Pedagogía de Kant, se encuentra todo: desde el tema foucaultiano de la micropolítica disciplinaria anterior a cualquier instrucción positiva, hasta la equiparación althusseriana del sujeto libre con el sujeto sometido a la ley. Pero su ambigüedad fundamental no es menos discernible; por una parte, Kant parece conce-
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bir la disciplina como el procedimiento que libera al animal humano, sustrayéndolo a los instintos naturales; por otro lado, está claro que el objetivo de la disciplina no es directamente la naturaleza animal del hombre, sino su excesivo amor a la libertad, su natural indocilidad, que va mucho más allá que los instintos de obediencia del animal (Zizek, 2001, p. 48). En esto, en la domesticación de esta indocilidad radical, consiste la meta fundamental de la educación (Zizek, 1998, p. 69). ¿Se puede instruir siendo ignorante? Se puede a condición de localizar qué es lo que el que no sabe, sabe. El maestro, testarudo que deambula por el país de los signos, busca compañeros de viaje y parte de trazar el inventario de esa ignorancia supuesta. El maestro ignorante más que saber que no sabe, sabe también que el otro puede saber. Y entonces, se dirige a él, lo interroga, le habla, lo provoca. Educar es tener con quien hablar. Pero el que quiere hablar no es Sócrates, la sabia partera. Sócrates la partera nos conduce al saber que habita en cada cual. Pero el trayecto que el intermediario Sócrates propone tiene un fin sabido con anticipación. El Socratismo es una forma perfeccionada de atontamiento. Como todo maestro sabio, Sócrates interroga para instruir. En todo atontador habita una partera. Aquellos cerrajeros que disponen del al saber, de esa llave, practicarán el arte de la postergación infinita. ¿Y qué sabe el no-partero maestro ignorante? Sabe, como Deleuze traduce en su Nietzsche, que el débil o el esclavo no es el que tiene menos fuerza sino aquel que teniendo la fuerza que tenga, está lejos de lo que puede. Aquel distraído, apartado de lo que puede. Si se puede aprender es en tanto el maestro verifica
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que el otro es un indócil. Y, lo indócil, es el nombre de lo que nos empuja a no separarnos de lo que podemos. La indocilidad, que acá llamamos libertad, no resiste jerarquías, no se puede ceder en tanto es el nombre de lo que no cede. Constatar esta perogrullada es lo que Rancière llama emancipar. Atontar no es más que predisponerse a sustraer en el otro el uso de su propia indocilidad. Acallarlo. Detenerlo. Por el contrario, un maestro emancipador está ahí para decir siga, no se detenga, no se aparte, persevere, continúe. No se distraiga, esté atento que hay signos por venir y cosas por inventar. No se es humano suspendido y a la espera. No cese. Que nadie moleste al niño mientras su inteligencia trabaja. La apropiación del mundo de los signos exige constancia y fidelidad a lo que se es capaz. O, como diría Alain Badiou, se trata de llevar hasta el fin la posibilidad de que al otro algo, por más ínfimo que sea, le pueda suceder. Porque un otro es siempre alguien que es otra cosa que un animal, otra cosa que una víctima: bestia resistente diferente de los caballos, no por su cuerpo frágil, sino por su obstinación en persistir en lo que es, es decir, precisamente, otra cosa que un animal (Badiou, 1993, p. 104). Y una otra cosa que un animal es aquel que al serle dirigida una palabra, quiere algo decir y quiere algo escuchar. Hasta nuevo aviso, los animales no parlotean. Sólo responden a las señales y estímulos dosificados que habitan los diccionarios últimos de los pedagogos.
Referencias Bibliográficas: ABRAHAM, T. (2002) Pensamiento rápido. Sudamericana: Bs. As. BADIOU, A. (1995) La Ética. Ensayo sobre la conciencia del Mal. En ABRAHAM, T. Batallas Éticas. Nueva Visión: Bs As. BRAUNSTEIN, N. (1995) El Goce. 2 ed. Siglo XXI: México. DELEUZE, G. (1993) Nietzsche y la filosofía. Anagrama: Barcelona. RANCIÈRE, J. (1996) El desacuerdo. Política y Filosofía. Nueva Visión: Bs.As. RANCIÈRE, J. (2003) El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual. Laertes: Barcelona. SLOTERDIJK, P. (1998) Extrañamiento del mundo. Pre-Textos: Valencia. SLOTERDIJK, P. (2002) El desprecio de las masas. Pre-Textos: Valencia. ZIZEK, S. (1994) ¡Goza tu síntoma! Nueva Visión: Bs. As. ZIZEK, S. (1998) Porque no saben lo que hacen. El goce como factor político. Paidós: Bs. As. ZIZEK, S. (2001) El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política. Paidós: Bs. As.
Notas: (1) Todas las cursivas que no se acompañan de referencia bibliográfica pertenecen al libro de Rancière.
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Piedra de tropiezo: la igualdad como punto de partida Lilian do Valle Profesora titular de Filosofía de la Educación de la Universidad del Estado de Rio de Janeiro (UERJ) Traducción: Walter Kohan
La igualdad es fundamental y ausente, es actual e intempestiva, siempre dependiendo de la iniciativa de individuos y grupos que, contra el curso natural de las cosas, asumen el riesgo de verificarla. ¿Dónde fijar, en tierras brasileñas, la actualidad e importancia de la aventura de Joseph Jacotot? En el prefacio a la edición española y brasileña de El maestro ignorante, Jacques Rancière nos previene: “...se trata, en este caso, de una voz solitaria que, en un momento vital de la constitución de los ideales, de las prácticas y de las instituciones que todavía gobiernan nuestro presente, se levantó como una disonancia inaudita, como una de esas disonancias a partir de las cuales ya no se puede más construir ninguna armonía de la institución pedagógica y que, por lo tanto, es preciso olvidar, para poder seguir construyendo escuelas, programas y pedagogías; pero, también, como una de esas disonancias que, en ciertos momentos, tal vez, todavía sea preciso escuchar, para que el acto de enseñar no pierda jamás, enteramente, la conciencia de las paradojas que le otorgan sentido.”1 Aunque casi no se haya hecho de la educación una pasión durable, es imposible no reconocer, con Rancière, la rara fe-
cundidad de las paradojas que conlleva el acto de enseñar; pero ¿cómo no reconocer, igualmente, que la historia de los ideales, de las prácticas y de las instituciones educacionales que ayudamos diariamente a instituir no sólo fue marcada por nuestra escrupulosa denegación de esas mismas paradojas, sino que se mantiene, continuamente, a ese precio? Sin embargo, más difícil es itir que son justamente las respuestas más apasionadas que damos a esas paradojas las que las hacen callar. Asusta, por lo menos, considerar que sea exactamente de los momentos de mayor entusiasmo, de nuestras convicciones más fecundas, de nuestros consensos más arduamente alcanzados, de donde se nutren las encerronas en las que el sentido de la educación se pierde. ¿Sería éste el punto de partida para una especie de anarquismo, en todo y por todo antieducacional? No habiendo ninguna respuesta suficiente o definitiva, ningún consenso confiable, ningún entusiasmo prometedor ¿sería cuestión de abdicar, de una vez por todas, de las respuestas, de los consensos, de nuestro entusiasmo: en una palabra, de la propia búsqueda del sentido de enseñar? Confieso que a pesar de la irresistible atracción que ejerció sobre mí, desde el primer momento, el texto de Rancière –o, tal vez, exactamente por eso– en mis
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primeras lecturas fue casi inevitable el sentimiento de que permanecería entre nosotros el sabor amargo de una doble y perentoria desilusión: en el texto, en la forma de un amargo escepticismo frente a toda construcción común; en mí, en el modo del miedo de la desesperanza o –¿debo decirlo?– en el modo de la fascinación contradictoria y profunda que el simple abandono adquiere frente a todos los desengaños que marcan la defensa de la cosa pública. Sin embargo, desde su aparición, el texto hizo su camino, reproduciendo en pequeña escala el antiguo sortilegio que Jacotot conoció, antes de Rancière: una historia de condenas anticipadas y de arremetidas no menos precipitadas, pero no por eso menos “razonables”. Tal vez más que ayer estamos inclinados a desconfiar de las razones que edificaron el mito de la instrucción pública, de la sociedad del buen gobierno, del saber milagroso: ¿no dedicamos a eso la mayor parte de nuestras reflexiones, en las últimas décadas? Con todo, me parece que esas son las razones de los otros, tan alejados de nosotros en el tiempo cuanto en la distancia, en la sabia distancia, completamente imaginaria, que creemos establecer con relación a ellos. ¿Qué decir de nuestras razones? En el medio, una invitación-desafío para elaborar un artículo es motivo de una nueva lectura, y finalmente, lo descubro: nunca se agotan, de hecho, los desafíos de la traducción. Entonces, en el punto de partida, la igualdad, puesta como piedra de tropiezo que describe el estilo de diferentes trayectorias que el texto acaba por suscitar. Ciertamente, nadie negaría que la actualidad, la urgencia, la importancia esencial a ser atribuidas a El maestro ignorante se deben a la centralidad que se otorga a la
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cuestión de la igualdad. Aun así, ya allí comienzan los problemas. De hecho, hemos dedicado a la igualdad una reverencia sin igual: nos hemos dado como tarea definirla, buscarla, proyectarla, criticarla: pero, ¿qué diablos decir, como propone el texto, de simplemente verificarla? ¿Cómo justamente verificar lo que siempre nos esforzamos en denunciar como... una ausencia? “Quien establece la igualdad como objetivo a ser alcanzado, a partir de la situación de desigualdad, de hecho la posterga hasta el infinito. La igualdad jamás viene después, como resultado a ser alcanzado. Siempre debe ser puesta antes.”2 Concedamos que, partiendo de la desigualdad, nos hemos dado como objetivo, hasta el presente, su superación. Y que, a pesar de nuestras reiteradas declamaciones de fe, el veredicto de la postergación se aplica a los resultados que alcanzamos. Pero, ¿cómo situar la igualdad antes, o sea, como presupuesto? Definitivamente, esto parece una imposibilidad, si no un escándalo y la lista extenuante de objeciones que pueden ser alzadas contra esta simple formulación ya nos serviría para desanimarnos. Rancière tiene razón en alertar: más allá de su evidente fundamento educacional, la cuestión es propiamente filosófica y, antes que nada, eminentemente política –a menos que, en su fundamento filosófico por excelencia, ella sea propiamente política y, por esa misma razón, desde la modernidad, eminentemente educacional. Porque la conversión de lo político en educacional es obra de la modernidad que, después que decretó imposible partir de la igualdad política, estableció que todo dependía de la educación del pueblo. Desde entonces, la educación pública, en vez de derivación, aparece como precon-
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dición para la participación política ampliada. Sin embargo, vuelta cuestión educacional, la desigualdad política evidentemente no sólo no desaparece, sino que se despliega en una nueva desigualdad insuperable, a partir de allí ampliamente destacada por los esfuerzos educativos que deberían atenuarla: aquella que divide a la sociedad entre los que están en condiciones de ejercer su autonomía y aquellos que, para ello, todavía deben ser educados. Es por eso que la inédita valoración, en los tiempos modernos, de la educación pública –y, con ella, gran número de significaciones desde entonces instituidas en el acto de enseñar– no puede ser disociada del trayecto totalmente excéntrico que, por el instrumento de inflexión educacional, vino a describir en todas partes la que debe ser considerada como la exigencia esencial de la democracia: la reivindicación de la igualdad política de los ciudadanos. Mucho antes de las lecturas críticas de la década del setenta, nos relata Rancière, Jacotot se rebeló contra la cuestión de la doble desigualdad; sin embargo, al hacerlo con las propias armas de la práctica educacional, puso doblemente en jaque la lógica de lo que denominó como “sociedad pedagogizada”. En el espectro más ampliamente político, el principio de la igualdad hiere la escrupulosa mistificación de los especialistas que parece atravesar los gobiernos de izquierda y de derecha como dogma incuestionable del poder; con todo, llamado para repensar el orden educacional, el escándalo se instala en nuestro cotidiano, desfigurando la lógica simplista de un “nosotros” siempre bien intencionado y sin poder, contra estas figuras impersonales y lejanas del poder que atienden por “ellos” –con los
que no tendríamos nada en común. La contigüidad entre lo político y lo educacional nos obliga a interrogar de qué forma, en nuestros modos de ser alumno y de ser profesor, hacemos sobrevivir y damos valor al mito de la desigualdad que deberíamos extinguir. En otras palabras, nuestras experiencias educacionales vienen siendo construidas sobre la base de la desigualdad y, con ellas, nuestros ideales, nuestras expectativas, nuestras concepciones acerca del enseñar, del aprender, del maestro, del alumno, del saber... ¿O será que no? ¿No sería el movimiento de la Escuela Nueva la negación del postulado iluminista del saber demiúrgico –en favor, exactamente, del énfasis en la exploración y en el descubrimiento personales? No cabe duda que esta corriente influenció a más de una generación de maestros, introduciendo la victoriosa, pero breve carrera del aprender a aprender por sobre la enseñanza tradicional. Sin embargo, por más grande que sea la tentación de ver en el individualismo exacerbado la marca común entre las dos posiciones y de confundir el alumno-modelo de los métodos activos con la actividad modelo de los alumnos de Jacotot, es imposible negar que esta aproximación reduciría lo principal de esta propuesta a una cuestión de método, dejando escapar el fondo iluminista donde el experimentalismo pedagógico floreció. La substitución de la pedagogía tradicional de la transmisión neutra del saber por la pedagogía renovada de exploración del saber deja enteramente intacto el mito de la ciencia moderna, de su razonabilidad universal y, sobre todo, de la legitimidad de las jerarquías que establece, para las cuales apenas ofrece una nueva versión mejorada, en el seno de la misma socie-
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dad pedagogizada en que los “mejores del grupo” se transforman en los especialistas en poder. Sabemos muy bien que, más tarde, en los años sesenta, la educación brasileña se propuso descubrir la igualdad de las culturas, o la igualdad de los saberes. Desde entonces, el imperativo metodológico de “partir de la realidad del alumno” se transformó en verdadera profesión de fe, desmedida e incuestionable, como todas las proclamaciones del género. Sin embargo, la fórmula no deja de implicar sus grados de mitificación: entendida como principio político de valoración epistemológica, da origen a un voluntarismo que jamás alcanza a dar pruebas de realidad; como precepto de actuación socio-pedagógica, encierra la identidad colectiva en la simple reiteración; como estrategia didáctica, ayuda a promover la creencia en una antropología de la incapacidad por parte del otro para dejarse motivar por la diferencia. Con todo, más que nada, la propia idea de “partir de la realidad del alumno” encierra una falacia lógica evidente, que sólo se sustenta en la suposición de un maestro que conoce anticipadamente y mejor que el propio alumno cuál es su realidad. Ahora bien, la propuesta de Jacotot no es un programa de valorización de la cultura popular, y tampoco lo es la igualdad de saberes que anuncia; más aún, disolviendo los nexos que, en nombre del simple pragmatismo, de la defensa de una conciencia de clase, o de una identidad cultural específica, previamente se construyen entre el origen social y la vocación para el saber, propone la educación como una aventura siempre personal en dirección al descubrimiento de su propio poder de autodeterminación. Pero, tratándose, en verdad, de emancipación intelectual,
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¿cómo podría ser diferente? ¿Cómo podría haber un camino preestablecido? Ofreciendo una retractación de los contrasentidos a los que se expuso la noción de autonomía en la modernidad, Jacotot/Rancière exponen uno de los puntos ciegos de todo el pensamiento heredado: la necesidad de dar un contenido a la libertad, de establecer un destino para la emancipación, de predecir las consecuencias de la autonomía. Esto es lo que sin duda concede a El maestro ignorante esa especie de coherencia exacerbada, pero también de desatino aparente: el rechazo de que, de la experiencia de la igualdad de las inteligencias, se deduzca necesariamente una sociedad igualitaria. Pero es la afirmación contraria –que sostiene que debe concluirse que toda actividad política no puede más que terminar en desigualdad– la que opaca esa radicalidad, haciendo sucumbir el discurso ante las mismas trampas que había podido evitar. El orden social, en todo lo que lo compone y mantiene, es arbitrario: la lección no tiene nada de nuevo y tampoco es novedad que, para mantenerse, todo orden social emprendió el ocultamiento de esta arbitrariedad, fabricando para sí un fundamento natural, o incluso “racional”. Y, ¿qué es la sociedad, si no los individuos que la encarnan, las prácticas y las instituciones que la mantienen? Particularmente para los que militan la causa de la educación pública, la fuerza de la reflexión que nos ofrece Rancière es que, por una vez, esa discusión no está situada en las alturas de un poder impersonal y distante, contra el cual podemos dirigir nuestras críticas consoladoras, pero totalmente ineficaces. Piedra de tropiezo, el imperativo de igualdad, en la escuela, nos
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devuelve a nuestras prácticas e instituciones, a nuestros modos de ser docente y de alimentar la ficción desigualitaria. Porque partir de la igualdad significa, para el maestro, por una vez, partir... de sí mismo. Reconocer en sí la igualdad: “...para emancipar a otro, es preciso que se haya emancipado a sí mismo. Es preciso conocerse a sí mismo como viajante del espíritu, semejante a todos los otros viajantes, como sujeto intelectual que participa de la potencia común de los seres intelectuales.”3 Pero eso implica, de inmediato, la renuncia a por lo menos dos grandes comodidades. La primera es la que lleva al docente a imaginar que su posición se funda en el saber que posee, o puede llegar a poseer –incluso y, sobre todo, ese vertiginoso “saber de nada saber”– por el cual abdica de verificar su propia inteligencia, desiste de aventurarse en el descubrimiento de sí, en esa investigación en que jamás “se encuentra necesariamente aquello que se buscaba, menos todavía aquello que es preciso encontrar, sino siempre una cosa nueva, para relacionar con la cosa que ya se conoce.”4 En este trayecto, no hay ningún tipo de garantías, o de seguridades, sino, por el contrario, la certidumbre de que nadie se emancipa de una vez para toda la vida: es siempre posible y tentador abandonar la búsqueda, confiarse en el saber “ya conquistado”, esperar las certidumbres que provienen del saber de otro. No son pocos, además, los llamados para que el docente desarrolle la arrogancia corporativa que le permite, de alguna forma, asumir pública o íntimamente su superioridad sobre los alumnos y sobre sus propios colegas. Tampoco se trata de fingir no saber, de obstinarse en igualar su saber al del
alumno, escaparse de la investigación en nombre de la investigación del alumno. No es esa, me parece, la lección del maestro ignorante. Al contrario, es la de que el maestro adquiera la osadía de creerse capaz de lo que los grandes pensadores fueron capaces; y, al mismo tiempo, que él se sienta obligado a, tal como solicitará del alumno, “ver todo por sí mismo, comparar incesantemente y siempre responder la triple cuestión: ¿qué ves? ¿Qué piensas de eso? ¿Qué haces con eso? Y así, hasta el infinito.”5 La segunda comodidad a ser abandonada es aquella que lleva al docente a imaginar que su posición se funda en el saber que el alumno no posee. Como no es su saber –tanto, además, cuanto no es su ignorancia– que el maestro comunica a su alumno, aun la ilusión de ser el guía, cualquier certidumbre de poder “emancipar a su alumno” se muestra vana. No hay cómo dominar la voluntad del alumno, la experiencia de la igualdad supone una adhesión libre e incoercible. El maestro anuncia la igualdad, pero sólo el alumno puede verificarla, haciéndola existir para sí mismo. En este camino, el saber es también obstáculo para el alumno, no más que la ignorancia (“yo no puedo”). El poder de una inteligencia se ejerce sobre sí misma: ésta es una forma paradójica de decir que no hay buenos maestros, ni buenos alumnos, sino apenas maestros y alumnos que buscan incesantemente emanciparse. ¿Llegaríamos así a una sociedad de emancipados? La observación de la política, tal como vino siendo practicada a lo largo de la historia, conduce a Jacotot a considerar que “no hay sociedad posible... solamente la sociedad que existe.”6 Pero, ¿él mismo no testimonió lo que du-
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rante el breve tiempo revolucionario se pudo practicar, cuando la política se hizo actividad instituyente y cuestionadora? Esa otra vía, que ya no era la de la “sinrazón gobernante”, sino la de la libertad, se fundaba en la confianza en la capacidad intelectual de cada ser humano7: “Solamente los perezosos temblarían ante la idea de esa arbitrariedad, viéndola como la tumba de la razón. Por el contrario, la inteligencia humana emplea toda su arte en hacerse entender y en entender lo que le significa la inteligencia vecina porque no hay código dado por la divinidad, lengua de la lengua.”8 Inversamente, el hombre que acepta el orden social “como un misterio situado más allá del poder de la razón”, y que así se somete “a lo que exige la sinrazón de los gobernantes” –aunque evite “adoptar las razones que ella proclama”9, ¿no estaría todavía encerrado en un círculo de desigualdad que condena los esfuerzos de su inteligencia a la falta de efectividad social? ¿En nombre de qué se buscaría emancipar? Finalmente, el propio texto de Rancière nos muestra cuán lejos se puede ir, cuando el cuestionamiento se instala. Rehaciendo el trayecto de Joseph Jacotot en búsqueda de la inteligencia, se ve que él la observa como si allí todo estuviese contenido. Resulta, entonces, imposible leerlo sin contagiarse de esa voluntad de lanzarse, también, a la aventura de pensar, de significar, o de resignificar cosas para las cuales hace mucho que estamos desatentos, de cuya existencia ya no nos damos más cuenta, cosas que parecen resueltas de una vez por todas en la medida en que las exiliamos hacia el territorio de las cosas que no existen para nosotros.
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Notas: (1) Jacques Rancière (2003) Prefacio a la edición española de El maestro ignorante. Laertes: Barcelona. (2) id., p. 3. (3) op. cit., p. 48-49. (4) id., p. 48. (5) id., p. 36. (6) id., p. 99. (7) id., p. 24. (8) id., p. 84. (9) id., p. 120.
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A propósito del maestro ignorante y sus lecciones. Testimonio de una relación transferencial Graciela Frigerio Investigadora y directora de proyectos del Centro de Estudios Multidisciplinarios (CEM), Buenos Aires, Argentina
A modo de inicio de esta nota destinada a festejar la traducción de un libro (rebelde con causa a toda explicación), para el cual es dable esperar una recepción cuya resonancia tenga larga vida, permítanme referirme a algunos aspectos de la obra del autor y hacerlo desde el territorio donde la obra me cautivó dejándome libre, es decir en el lazo que siempre instituye una relación transferencial. La transferencia es, como el psicoanálisis lo deja entender, el proceso que actualiza deseos inconscientes en el marco de una relación, se trata de un desplazamiento que da lugar a una suerte de equívoco: alguien cree que el otro es lo que el otro no es, alguien elige un destinatario allí donde no hay nadie, o donde hay un hueco. La transferencia permite sentir, erróneamente, que algo nos está singularmente dirigido. Por eso puedo afirmar la siguiente sinrazón: los libros de Rancière me han hablado antes de que pudiera conocerlo, antes que él me dirigiera la palabra. La transferencia genera la ocasión de una elaboración cuando una regla garantiza un trabajo que no reniegue de ella. La obra de Rancière tiene, para mí, algo conmovedor. Podríamos pensar que es en la escritura (ese non sens diría M. Duras al definir el escribir: Eso que es no hablar. Que es callarse, 1998, p. 28) donde el filósofo se hace a la vez emo-
ción y razón. Donde la obsesividad del trabajo minucioso desaparece bajo la poesía de la forma. El trazo se vuelve voz y la palabra invita con sencillez a cada uno a pensar por sí mismo. La producción de Rancière es por ello, pero no sólo por ello, Jacotista, si esto pudiera decirse. Nos confronta una y otra vez a un enigma, a un mensaje para el que propone una traducción y deja a nuestro cargo la interpretación. Hace ya varios años algunos de los escritos de Rancière me acompañan. Dí con ellos gracias a algunos entrañables amigos: Patrice Vermeren y Stephane Douailler. Sus libros, leídos en desorden, con placer no desprovisto de pausas de desasosiego, se han vuelto con el correr de los tiempos una suerte de compañeros de camino, interlocutores. Digamos que si “maestro es el que mantiene al que busca en su rumbo” (Rancière, 2003, p. 48), ahí donde cada uno en comunicación con otro no deja de estar sólo buscando, como afirma la lección del maestro ignorante, Rancière tiene titularidad en el arte de enseñar. Cada tanto releo y delineo una línea que da cuenta de un nuevo subrayado, hago alguna anotación a un margen ya poblado. Me sorprendo con algún sentido que me había pasado desapercibido. Hallo una nueva razón para afirmar su contem-
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poraneidad. Cada libro resultó una invitación. Tal vez escribir sea la manera que eligió ese hombre menudo, tan tímido como riguroso, tan exigente consigo mismo como sensible y solidario con las causas justas, para poner en acto una pedagogía de transferencia cuyo tránsito, a sabiendas de un maestro que no lo sabe todo, instituye al pensar como el territorio de una habilitación para la gramática singular de cada sujeto y para la gramática de lo plural. ¿Habría otra pedagogía posible si hablamos de emancipación intelectual? No se trata de hacer de la transferencia una pedagogía sino de aceptar que una pedagogía no explicadora se funda en el reconocimiento de una transferencia, que hace posible no sólo que alguien enseñe hasta lo que no sabe, sino que alguien se emancipe al aprender lo que no es curricularmente enseñable. Es decir, lo que no cabe en la prescripción, lo no traducible en términos de ninguna didáctica, de ningún contenido, de ninguna competencia. Aquello que no se deja capturar en nombre de una disciplina y que desborda lo curricular. Recurrimos a la noción de pedagogía de transferencia teniendo como horizonte la noción de relación de objeto. Rancière es sin duda un maestro, un maître à penser, (lo afirmaremos aún cuando imaginamos que él podría discutir esa descripción), cuya escritura es una filosofía devenida traza y trazo, huella en la que se pueden percibir las marcas que dejaron en él todos aquellos que rigurosamente estudió, investigó, analizó, los que leyó contrastando luces y sombras (ver La nuit des proletaires). Al mismo tiempo cada uno lleva su propia marca, reorganización creadora, autoría, firma, nombre propio. Su estilo tiene todo del rigor de un pensamiento crítico y como ya dijimos, no
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poco de poesía, aúna en las frases la complejidad de un pensar sin concesiones y la ternura de una narración que no se propone agregar a la sofisticación de la idea ningún componente que obstaculice el diálogo. El contenido no elude los compromisos con lo que está más allá de la tapa del libro (leer Aux bords du politique, donde Rancière evoca los sentimientos que genera el tema de la comunidad de iguales); en la frontera de la disciplina, adentrándose en los huecos de las instituciones (leer La grève des philosophes, texto donde interroga acerca del lugar de la filosofía en el sistema educativo y el de la filosofía enseñable en ese lugar), en los intersticios de las tramas y en el descarnado territorio de lo social ahí donde el hombre aún aúlla (leer Breves viajes al país del pueblo, páginas donadas a los “sin parte”). Mas recientemente aún explora una estética co-fundante del inconsciente en una osadía conceptual (leer L’inconscient esthétique). Toda la obra dialoga con los de un terruño, el de la filosofía, proponiendo tanta filiación simbólica como sosteniendo la apertura de una extranjeridad siempre refrescante. Toda la obra anuda la inquietud por la subjetivación de lo político, por los paisajes ríspidos de la política, la igualdad como punto de partida y horizonte de toda travesía, la plaza a la palabra de hombre que todo hombre puede enunciar y todo hombre, como tal, responder (una lección del maestro ignorante). A la vez, la escritura de Rancière puede pensarse como su manera de invitar a los no filósofos a una aventura filosófica, la manera de concretar la intención de una filosofía extramuros. Es en el territorio de la pedagogía o mejor dicho en el territorio de fronteras
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difusas de lo que queda de la escuela en América Latina, allí donde las políticas rehuyeron a la justicia de lo político, es allí donde no ceso de encontrar actualidad y vigencia para las lecciones del maestro ignorante. En efecto, el maestro ignorante da clase para los que entendemos que educar es el acto político de distribuir la herencia, bajo la modalidad de un don que no conlleva deuda y designando al colectivo como heredero (Frigerio, 2002, p. 5-16); para los que afirmamos que educar es hoy un acto de resistencia a la reproducción de desigualdades (Frigerio, en prensa); para los educadores que cotidianamente se enfrentan a las condiciones adversas de una economía que desprecia al hombre, para los que descreen de las políticas que desconocen la justicia para todos, el maestro ignorante regala su lección emancipadora al sostener sin explicar nada, que mediante nuestra intervención (ejercicio pleno del actopoder como podría definir G. Mendel) es posible interrumpir el cumplimiento de las profecías de fracaso encarnadas en los cuerpos frágiles de los niños de los sectores populares. El maestro ignorante nos enseña que: es posible enseñar la democracia que desconocemos, crear condiciones para que otros aprendan lo que no sabemos. Nos dice también que las tentaciones tecnocráticas tienen, como los pragmatismos tan de moda, un límite en cada educador, cuando el educador decide que es posible para todos, (con la única condición de otorgarles confianza, Cornu, 2002), aprender las lenguas desconocidas de todas las ciencias. Que corresponde a la escuela pública sostener una oferta para lo que puede que no haya demanda y a todo educador analizar la pertinencia de las demandas antes de plegarse a la tira-
nía de una globalización que deshace mundo. Que enseñar todo a todos quizás no por antigua devino consigna vieja. El maestro ignorante descree de las metodologías explicadoras, denuncia en su lección que el didactismo (hoy tan en boga) atonta, poniendo falsas certezas ahí donde deberían sostenerse las incertidumbres. La plaza del maestro ignorante ofrece una estructura simbólica próxima a la figura del analista supuesto saber. Sabe acerca de su puesto, de su plaza, cuando desafía a los destinos de fracaso para decir: puedes ver, puedes sentir, puedes pensar, puedes querer, puedes hacer. Es su oferta la que crea la demanda. Es su apuesta sin condición la que emancipa, es el carácter gratuito de su enseñanza y de su intento lo que contribuye a que otro piense. El maestro emancipador sólo ofrece un marco, sólo brinda un encuadre, hace sin saberlo de apuntalamiento al trabajo psíquico del otro. Quizás, ignorándolo como tal, despliega un trabajo psíquico sobre sí, descreyendo del espejismo de la certeza del método explicador, se anima a aventurarse en una relación de des-conocido (Rosolato, 1975). Trabajo psíquico sobre el enigma que toma nombres y excusas distintas para decir y decirse. La transferencia en las relaciones pedagógicas. En todos los casos, se trata de una relación tan interesante y compleja como imprescindible para que algo se aprenda. Sede de un desplazamiento, punto de apoyo de un amor incómodo, tan des-actualizado como actual, un amor no pertinente, mal à propos como podría decir Octave Mannoni. Este amor deviene siempre que se resista a ser correspondido, la condición de un trabajo de elabora-
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ción. De una alteridad que, convocada desde una asimetría fundante, propicia una igualdad y anuncia una mayoría de edad aún para los menores con necesidad de un tutor o encargado. Por supuesto el error estaría en creer que se trata del otro en sí, es del otro de sí del que se trata. Sabemos que es menos cuestión de un Telémaco y más de un Ulyses fugitivo a toda relación de eternidad, renuente a toda inmortalidad obtenida al precio de un aislamiento lo que Fenelón pone en juego en el comienzo del texto elegido por Jacotot, que brinda a Rancière la materia prima de sus lecciones de emancipación. En esa línea: Telémaco – Ulyses; Ulyses – Telémaco – Fenelón; Fenelón – Jacotot; Jacotot – Rancière, la filiación (simbólica) mueve al sujeto. Sobre esto nos habla un Rancière / Jacotot. Y nos lo dice de mil maneras. Haciéndose cargo al rescatar de los tiempos el pensamiento de ese profesor / político / exiliado, alérgico a toda metodología embrutecedora, que no duda en dar el mote despectivo de “La Vieja” para referirse a la pedagogía que todo el tiempo afirma que sin ella, sin la varita mágica de su explicación, el mundo permanecerá mudo. Podemos hacer la hipótesis, afirmarlo sería demasiado presuntuoso, que entre Rancière y Jacotot, siglos mediante, la transferencia trabaja, la filiación se firma bajo la excusa de una transmisión. Que Jacotot algo de amor sabía nos lo hace suponer la elección de un texto que se inicia con la narración de un encuentro, que genera una oferta de amor. El amor de Calipso para empezar, amor mal à propos en lo que concierne a Telémaco. Pero también relato de amor à propos en el caso del vínculo entre dos generaciones, entre un padre y un hijo. Igualmente amor
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à propos por arte de gobernar con respeto y justicia. Entre Jacotot y sus estudiantes, Telémaco trabaja al modo de objeto transicional como Winnicott denomina a la posibilidad de conciliar una oferta de sentido con una significación asignada. Objeto estructurante que no puede hallarse sin oferta y que no deviene tal sin hallazgo. (Entendemos que las lecciones de Rancière tendrán el mismo carácter). Jacotot, quien es cuestión y excusa de las lecciones de Rancière, propuso a los estudiantes, a falta de idioma común, una narración traducida. Digamos que su trama no deja indiferente a ningún lector: un hijo en búsqueda de padre; una esposa / madre a la espera, que teje y desteje trampas para detener los tiempos; figuras seductoras con capacidad de promesa; una figura protectora femenina transvestida bajo la forma de un tutor; un trasfondo de guerras y conflictos; la pelea permanente contra las fuerzas de la naturaleza –interna y externa–; la inquietud por el buen gobernar; una demanda de reconocimiento. La lección señala que la traducción no explica, ni impone ninguna interpretación, queda disponible a la espera de un estudiante/intérprete que se apropie de las palabras, explore sus equivalencias y analice sus alcances. La traducción ofrecida, se instala en un encuadre que genera las condiciones para el trabajo de la palabra. Podríamos decir que está a disposición y se solicita una asociación libre al tiempo que sujetada a una regla fundamental que la contiene y significa (no de cualquier modo). El encuadre, al establecer sus fronteras, esto es una clase: donde se afirma aquí se enseña (hasta lo que no se sabe dirá el maestro ignorante) por que se sabe
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que las inteligencias son iguales, que es la confianza depositada, la apuesta, la que reactualiza la ocasión de un contrato narcisista (expresión que debemos a Piera Aulagnier) que ofrece una oportunidad. La oportunidad iguala. Así un padre analfabeto no estará imposibilitado de acompañar los logros de la adquisición de la lectura de su hijo, un niño down podrá aprender una lengua tercera, un adolescente podrá enamorarse de las matemáticas y hasta de una vertiginosa geometría (como ejemplifica J.-B. Pontalis). La igualdad no anula la asimetría, la respeta y la compensa. La asimetría debe garantizar que ninguna diferencia devenga la sede de una desigualdad. La asimetría funda la transferencia, que funda la confusión que termina volviendo posible que, un error de partida: el otro me confunde, no soy quien cree, confundo al otro con quien no parece ser, devenga la clave de una emancipación que afirma: no puedo ser sin otro, pero el otro no aprovecha de ello, no me somete, no me domina, no me aliena, no se cobra. En consecuencia no estoy en deuda con él. Por eso mismo, al maestro ignorante, cuyo sinónimo en este marco se define en términos de un maestro emancipador, todo mi agradecimiento. Referencias Bibliográficas CORNU, L. (2002) Responsabilidad, experiencia, confianza. En: FRIGERIO, G. (comp.). Educar: rasgos filosóficos de una identidad. Santillana: Bs. As., p. 43-83. DURAS, M. (1998) Ecrire. Folio: Paris, p. 28 FRIGERIO, G. (2002) Educar: una filosofía del tiempo. Ensayos y Experiencias. Buenos Aires, nº 44, p. 5-16.
FRIGERIO, G. Contra lo inexorable. Buenos Aires: GCBA/CePA (en prensa). MENDEL, G.(1998) L’acte est une aventure. Éditions la découverte: Paris. PONTALIS, J.-B. (1999) Fenêtres. Folio: Paris, nº 3642. RANCIÈRE, J. (1981) La nuit des proletaires. Fayard: Paris. RANCIÈRE, J. (1986) Nous qui sommes si critiques. In: DERRIDA, J. et al. La grève des philosophes. Ecole et philosophie. Osiris: Paris, p. 110-121. RANCIÈRE, J. (1987) Le maître ignorant. Fayard: Paris. (En español: Barcelona: Laertes, 2003) RANCIÈRE, J. (1990) Aux bords du politique. Osiris: Paris. RANCIÈRE, J. (1990) Courts voyages au pays du peuple. Le Seuil: Paris. RANCIÈRE, J. (1992)Les mots de l’histoire. Essai de poétique du savoir. Le Seuil: Paris. RANCIÈRE, J. (1995) La mésentente. Galilée: Paris. RANCIÈRE, J. (1998) Aux bords du politique (édition remanié). La fabrique: Paris. RANCIÈRE, J. (1998) La parole muette. Hachette, littératures: Paris. RANCIÈRE, J. (2001) L’inconscient esthétique. Galilée: Paris. ROSOLATO, G. (1975) La relation d’inconnu. Gallimard: Paris.
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La voluntad según Jacotot y el deseo de cada uno Mônica Costa Netto Doctoranda en Filosofía, Université de Paris 8 Traducción: Silvia Serra
Las reflexiones que siguen fueron motivadas por la inclusión de El maestro ignorante en el programa del Curso de formación continua de profesores de Educación de Jóvenes y Adultos en el Estado de Río de Janeiro: Escenarios en Mudanza1. Un ejemplar del libro era parte del material distribuido gratuitamente a los participantes del curso, para ser trabajado en el eje Ética y ciudadanía de jóvenes y adultos en tiempos de exclusión, de cuyo equipo de profesores soy parte. Debido a los límites de duración del curso, disponíamos en nuestro programa de sólo algunas horas para la discusión del primer capítulo del libro, que los participantes del curso habían previamente leído como actividad no presencial. En la práctica, una relectura en el salón de clase se imponía y las discusiones tendían a extenderse. Para la mayoría de los participantes el libro presentaba dificultades de lectura: parte del vocabulario y sobre todo el desarrollo teórico les parecían difíciles. Pero no por ello –¿virtudes de la paradoja?– El maestro ignorante dejaba de cautivar, instigar, interesarlos. Una profesora llegó a declarar que estaba encarando la lectura del libro, con las dificultades que a ella se le presentaban, como un ejercicio de emancipación. Este sería uno de los varios ejemplos de apropiación, por parte de los participantes del curso, de las lecciones
del maestro emancipador. Me tocó el placer de asistir a la entrada de Joseph Jacotot en sus vidas: na sexta-feira tem pisa na fulô no sábado pela manhã, Jacotot 2 Se trata desgraciadamente de una cita ‘infiel’, hecha de memoria, de un divertido poema leído por una de las participantes del curso al finalizar el módulo. El largo poema, haciendo alusión a los horarios incómodos del curso, decía en algunos versos que después del baile del viernes todavía se tenía que despertar temprano para encarar todo un día de curso el sábado. Más allá de que rimar Jacotot con fulô es un hallazgo, la alusión al esfuerzo hecho para poder participar del curso fue magistralmente “desdramatizada” y, me parece, puesta en términos de una lógica del deseo. Irse a bailar el viernes y despertarse temprano el sábado para ir al curso es una conjunción de deseos, no una alternativa o disyunción. Tal vez implique, en rigor, un cierto cansancio o falta de atención durante el curso. Pero no creo que la conjunción se haya dado simplemente porque estar presente, en el estado que fuese, condicionaba la obtención del certificado del curso. Por un lado, sospecho que tal motivación, en su estado bruto, no inspira rimas. Por otro, el es-
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fuerzo real de muchos participantes ponía al descubierto el cuestionamiento sobre lo que querían los que allí estaban presentes, una interrogación que no podía dejar de alcanzar a los más desatentos. Es allí donde apunta el poema con su gracia. Y es posible que la presencia de Jacotot, su situación en el poema, la rima realizada, también apunten a una tentativa de respuesta o a una prolongación de la cuestión desarrollada durante el curso. El primer capítulo del libro, titulado Una aventura intelectual, no se ocupa sólo de presentarnos al curioso personaje que fue Joseph Jacotot y de explorar la experiencia que dio origen a su método de Enseñanza Universal. El relato histórico de esa experiencia insólita también nos proyecta inmediatamente en una reflexión filosófica sobre los principios sorprendentes a partir de ella formulados. Imagínense, entonces, una clase de profesores relacionados con la educación de jóvenes y adultos: si muchos son, por experiencia propia, receptivos a la idea de que “todo ignorante sabe una infinidad de cosas”, no sucede tan fácilmente lo mismo cuando se trata de subvertir el “orden explicador”. Explicar, hacer comprender –preocupaciones obvias de un pedagogo esclarecido– son, desde el punto de vista revolucionario de Jacotot, principios de una educación embrutecedora, en la medida que la explicación presupone una superioridad de la inteligencia de aquél que sabe (el maestro) sobre la inteligencia menor, o menos desarrollada, de aquél que ignora (el alumno). Una educación emancipadora sería aquella que, invirtiendo la lógica del sistema explicador, demostrase al alumno que él es capaz de comprender por sí solo, por el poder de su propia inteligencia. Y tal subversión sólo es posible a partir de un pos-
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tulado de base: la igualdad de las inteligencias. Partiendo de este principio, verdadero pivot filosófico del descubrimiento de Jacotot, sería posible volverse de hecho un maestro emancipador. Muy bien, hasta ahí; siguiendo la trayectoria de la experiencia y del pensamiento de Jacotot, y además conmovidos por la crítica demoledora del sistema explicativo, los participantes del curso parecían acoger sin mayores problemas la novedad de esas ideas, sobretodo relacionándolas a las enseñanzas de Paulo Freire. Pero, en la mitad del capítulo, el análisis de la experiencia jacotista –desde que se revelara un “método del acaso”, al surgir de una improvisación, y un “método de la igualdad”, al presuponer la substracción de la inteligencia explicadora del maestro– encuentra un nuevo término y se revela como un “método de la voluntad”: “Este método de la igualdad era principalmente un método de la voluntad. Se podía aprender solo y sin maestro explicador cuando se quería, o por la tensión del propio deseo, o por la dificultad de la situación.” (Ranciére, 2003, p. 21-22) Los alumnos holandeses de Jacotot habían aprendido ellos solos el francés que el maestro, ignorando su lengua, no podía explicarles. Solos, sí, sin explicador, pero no sin maestro. ¡Uf! Estábamos salvados, yo y los profesores participantes del curso todavía teníamos una chance de sobrevivir a la revolución antipedagógica anunciada en las páginas del libro. La relación entre maestro y alumno implicando ambas inteligencias y ambas voluntades, una vez eliminada la subordinación de la inteligencia del alumno a la del maestro, mantenía todavía el rasgo de ser una relación de voluntad a voluntad, en la
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cual el maestro podía revelar su valor. Aunque sea mantener, por fuerza de su voluntad, la voluntad a veces vacilante del alumno en su camino. Camino éste que no es dictado por el maestro, sino por la marcha del alumno en el descubrimiento de sus capacidades intelectuales. Era a esa altura que los participantes del curso se manifestaban como si pasaran de la salvación al abandono. “¿Desde cuándo se había encontrado una fórmula para despertar el interés intelectual de los alumnos?” “¿Cómo podía parecer tan simple sujetar voluntades?” “¡Joseph Jacotot debía ser un maestro carismático, dado su éxito en forzar a sus alumnos a usar sus propias inteligencias, llegando hasta ser capaz de enseñar lo que él mismo ignoraba!” Tales reacciones tenían como telón de fondo el gran problema enfrentado por ellos cada año: la evasión. Supeditados a una relación entre voluntades, se sentían desamparados: queremos enseñar, pero ¿cuántos quieren aprender? A pesar de Jacotot, estando yo allí investida de los funestos poderes de la explicación, intentaba hacerles comprender que la cuestión de la evasión no se encuadraba en el orden de las preocupaciones jacotistas. Erasmo de Rotterdam, creyendo sólo en una educación practicada dentro del “espíritu liberal”, rebelándose contra los malos tratos y castigos corporales infligidos a los chicos en las escuelas del Renacimiento, proclamaba la necesidad de escuelas públicas, en tanto la razón que se escondía tras los malos tratos era el miedo a la evasión, que llevaría a una disminución de los beneficios3. Siendo el siglo XIX de Jacotot precisamente el de la promoción institucional y progresista de la instrucción pública, su apego a la libertad en la educación iría, a su vez, a expresarse de otra forma: “la
instrucción es como la libertad: no se da, se toma” (Ranciére, 2003, p. 138). La preocupación fundamental de Jacotot no era tanto la instrucción como la emancipación, tarea que, según sus concepciones, ningún gobierno o institución es capaz de realizar. De manera manifiesta su método no se destinaba a los fines que perseguían el Ministro de Instrucción Pública francés y otros progresistas de la época. Por cierto, ese método no iba en el mismo sentido de los tantos otros que afloraban entonces, siempre apuntando al perfeccionamiento pedagógico. Este era, para Jacotot, el refinamiento de las formas de embrutecimiento y de la creencia en la desigualdad. Porque buscar medios para hacer el saber más accesible a la mayor cantidad –instruir al pueblo– es lo mismo que afirmar su inferioridad de inteligencia. Mas no por eso dejaba de ser un método, inclusive en el sentido más elemental de la palabra: un camino, una vía: la “vía de la libertad”. Algunas experiencias de importancia habían comprobado la eficacia del método, así como el hecho de que él podía muy bien prescindir de la figura de Jacotot, bastando sólo con que aquél que lo aplicase fuese emancipado. En fin, el gran acierto del método de Enseñanza Universal era justamente que permitía a cualquiera, desde su condición de emancipado, volverse emancipador, y luego, enseñar cualquier cosa. Y eso porque, en verdad, sólo había una sola cosa a ser enseñada: la creencia en la igualdad de las inteligencias. Con todo, las experiencias también habían comprobado que el método no resistía su captación institucional. No se destinaba a la educación de las masas, sino a revelar a cada uno su naturaleza de sujeto intelectual.
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“Existen distintas manifestaciones de la inteligencia, según sea mayor o menor la energía que la voluntad comunique a la inteligencia para descubrir y combinar relaciones nuevas, pero no existen jerarquías en la capacidad intelectual. Es la toma de conciencia de esta igualdad de naturaleza la que se llama emancipación, y la que abre la posibilidad a todo tipo de aventuras en el país del conocimiento.” (Rancière, 2003, p. 41) Desde el punto de vista jacotista, podría decirse que la evasión es un problema endémico de la enseñanza embrutecedora. Erasmus pensaba que era preciso dejar partir a aquellos que por naturaleza no eran capaces de aprender. “Porque, decía él, hay hombres que nacen para el arado y el molino como los bueyes y los asnos” (op. cit. p. 269). Jacotot, por su parte, afirmaba que no existen asnos y bueyes entre los hombres, que todo hombre, por el hecho mismo de ser humano, es intelectualmente capaz. Sólo es preciso que se reconozca que en cada manifestación intelectual puede encontrarse toda la inteligencia humana. Porque una vez que se fue capaz de aprender alguna cosa, se es siempre capaz de aprender cualquier otra, bastando con que se quiera, con que se encuentre una razón para ello. Por eso, voluntad y razón pueden ser considerados sinónimos, son dos nombres de aquello que hace a un sujeto actuar, buscar, aprender por sí mismo. Y la inteligencia es, antes que nada, atención y búsqueda. Todos conocemos ejemplos que demuestran que en determinadas circunstancias un individuo, de cara a una necesidad que lo constriñe, es forzado a superarse, a salir de la impotencia de “yo no puedo” y alcanzar los resultados de lo que no se creía capaz. Con todo, no siempre una ne-
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cesidad nos empuja a actuar, nos quedamos solos con nuestra voluntad y muchas veces de ella nos distraemos, nos ausentamos. Y todos nosotros tenemos momentos más o menos largos de asnos o bueyes, actuamos sin voluntad, sin reflexión, y así dejamos adormecer nuestras inteligencias, no producimos ningún acto intelectual. “Allí donde cesa la necesidad, la inteligencia descansa, a menos que alguna voluntad más fuerte se haga oír y diga: continúa, mira lo que has hecho y lo que puedes hacer si aplicas la misma inteligencia que has empleado ya, poniendo en todas las cosas la misma atención, no dejándote distraer de tu rumbo.” (Rancière, 2003, p. 71) De ahí la fórmula jacotista: “el hombre es una voluntad servida por una inteligencia”. En cierta forma eso también significa “querer es poder”. Pero no en el sentido de que nada se puede hacer por una voluntad que se desconoce, como si el saber fuese un privilegio de los “fuertes”. Por el contrario, la Enseñanza Universal se destina sobre todo a aquellos que no se conocen a sí mismos como seres de voluntad, capaces no sólo de desear, sino también de conducir el propio deseo. En fin, si Jacotot había tenido la oportunidad de hacer la experiencia inversa de la evasión, si él había conocido la “invasión” de sus cursos por alumnos interesados en aprender como él lo que el maestro ignoraba, me parecía ser, antes que nada, porque, para él, solo existía un tipo de evasión problemática: huir de sí mismo, dejarse desviar de su propio camino. Evidentemente no era posible en tan poco tiempo dar cuenta del problema. Y para todos nosotros allí, en cuanto profe-
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sores, era grande el desafío de acogernos al pensamiento de Jacotot con toda su carga desestabilizadora. De cualquier forma realmente no era el caso de explicarles lo que Jacotot entendía por voluntad, sino indicarles que tal vez encontrarían las respuestas a sus preguntas en los capítulos siguientes del libro, hacer que tuviesen voluntad de proseguir la lectura sin mí.
zonte [Para la traducción se ha utilizado la edición en español: El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual. Traducción de Núria Estrach. Laertes, Barcelona, 2003].
Notas: (1) Curso ofrecido entre agosto y diciembre de 2002 por el Laboratorio de Políticas Públicas (LPP) de la Universidad del Estado de Rio de Janeiro (UERJ) para más de 2000 educadores de la Red Pública de Enseñanza de ese Estado. (2) El verso utiliza la expresión popular pisa na fulô, muy común en las canciones de forró o bailantas. Puede ser traducida como “estar de fiesta, irse de conga o de farra”, por lo que la traducción podría leerse así “El viernes de noche, conga, y el sábado por la mañana, Jacotot.” [N. de T.] (3) “Mas no hay nada de grandioso en comandar asnos y bueyes, es formar seres libres en libertad lo que es al mismo tiempo muy difícil y muy lindo” (Erasmus, 1991/1529, p. 260). Referencias Bibliográficas ERASMUS. (1529) “Il faut former les enfants à la vertu et aux lettres dans un esprit libéral...” En: Oeuvres choisies. Le Livre de poche: Paris, 1991. RANCIÈRE, Jacques. (2002) O mestre ignorante. Cinco lições sobre a emancipação intelectual. Tradução de Lílian do Valle. Autêntica: Belo Hori-
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El alumno y la infancia: a propósito de lo pedagógico Jan Masschelein Profesor de la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica Traducción: Lucía Estrada Mesa Directora del Centro de Idiomas de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín
Jacques Rancière nos ha hecho conocer la diferencia entre la policía y la política (véase, por ejemplo, Rancière, 1998). Esta diferencia implica aquella entre la población y el pueblo. El pueblo, el demos de la democracia, es –según él–, “el suplemento que separa la población de sí misma” (172). La aparición del pueblo excede al conjunto de los sujetos de un gobierno, de un Estado o de una comunidad. Con la aparición del pueblo se abre el espacio político que pone la igualdad al orden del día. La existencia del pueblo (y por consiguiente de la igualdad) no es un hecho, pero constituye el reto mismo de la política (175). La política es la manifestación de “la diferencia de la sociedad consigo misma” y la actualización de la presuposición igualitaria (184); la policía es el arte de la gestión de las comunidades y de las poblaciones que coinciden consigo mismas y en las cuales todo el “mundo” encuentra su lugar. No quiero detenerme demasiado en esta diferencia entre la policía y la política, que es, además, mucho más compleja de lo que sugiero aquí. Quisiera proponer, más bien, a partir de algunos textos de Rancière, y por medio de una especie de analogía, el desarrollo de una diferencia entre el régimen pedagógico o la pedagogía por un lado y lo pedagógico por otro. Esta diferencia implicaría la que existe
entre el alumno y la infancia. Para esta tarea, pienso apoyarme principalmente en dos textos de Rancière: Le maître ignorant (El maestro ignorante 1987) claro está, pero también en un pequeño texto titulado Un enfant se tue (Un niño se mata) (1990), en el cual comenta el filme de Rosselini, Europa 51. Es importante señalar que no estoy sugiriendo que mi lectura refleja simplemente la posición de Rancière. Más bien, quiero tomar en serio algunas indicaciones de dichos textos y tratar de mostrar cómo pueden inspirar un pensamiento educativo de la emancipación que no aspira a liberar al alumno, sino a liberarse del alumno (véase también Masschelein y Simons, 2003). En este contexto, quisiera proponer la infancia como un nombre para el suplemento o el vacío que separa al alumno de sí mismo. La infancia remitiría, entonces, al vacío que separa al alumno de todo aquello con lo cual hace cuerpo inteligiblemente, es decir, de todo aquello que él representa en el orden de la realidad y de la comprensión. Y diría que el alumno o más bien los alumnos constituyen la población del régimen pedagógico o de la pedagogía entendida como el conjunto de saberes y de estrategias que se concentra sobre los alumnos como sus sujetos/objetos y que los hace visibles y tangibles en términos de necesidades, de talentos, de
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intereses, de carácter, etc. Se trata, para la pedagogía, de conducir a los alumnos al saber, al conocimiento y a la competencia, es decir, allí donde todo encuentra su lugar, su explicación y su respuesta apropiados. La pedagogía coloca, en primera y en última instancia, la identidad del alumno consigo mismo. La aparición de la infancia rompe y excede la identidad del alumno consigo mismo. Con esta aparición se abre el espacio de lo pedagógico que tiene como reto la indeterminación y el porvenir. Permítanme elucidar algunos de estos planteamientos. Ante todo, ¿cómo interpretar ese vacío o ese suplemento que hace que el alumno no coincida consigo mismo? ¿Cómo comprender la infancia si no se la comprende como un estado temporal o como una edad determinada? Creo que se la puede comprender, por una parte, como potencialidad o potencia, y por otra, como exposición. Con relación a la potencia, se podría distinguir, de hecho, entre tres posibilidades. Primero, la potencia de movimiento, es decir, la potencia de ir fuera de sí mismo o voluntad, puesto que, como lo entiende Rancière, la voluntad no es en primer lugar instancia de elección, sino potencia de movimiento (1987, 92), potencia para ponerse en marcha, de ir a ver y de hablar por sí mismo. Por voluntad “entendemos ese retorno sobre sí del ser razonable que se conoce como actuante” (97). Después, la potencia de la palabra, es decir, la potencia de traducción o inteligencia, puesto que hay que entender la inteligencia como potencia de traducción. La inteligencia tiene que ver con la comprensión, pero hay que comprender lo que significa comprender: “hay que entender el comprender en su verdadero sentido: no el irrisorio poder de levantar el velo de las cosas, sino la po-
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tencia de traducción que confronta un hablante con otro hablante [...] voluntad de adivinar [...] lo que tiene para decirle un animal razonable” (109-110). Y tercero, la potencia del pensamiento o de la reminiscencia: “el llamado de un sujeto pensante hacia su destino” (1990, 142), llamado a la palabra que le ha sido destinada, es decir, potencia de recordarse a sí mismo o “de acordarse de sí convirtiéndose en extranjero” (164). Esta triple potencia va a la par con una exposición o, si se quiere, con un ser entregado a los otros, una dependencia o vulnerabilidad. La exposición remite a la aparición de los niños como “seres de palabra” (1987, 22). Pero, ¿qué significa que los niños son “seres de palabra”? Esto quiere decir que son seres que hablan, pero, primero y sobre todo, que “se les ha dirigido una palabra de hombre que ellos quieren reconocer y a la cual quieren responder, no como alumnos o como sabios, sino como hombres; como se responde a alguien que nos habla y no a alguien que nos examina: bajo el signo de la igualdad” (22). Un ser de palabra está siempre, entonces, en la posición de ser interpelado, se le impone una carga, y él está encargado de responder. Así, se podría decir que la infancia como vacío implica una carga (o una deuda) de respuesta. Además, un ser de palabra está expuesto a los otros y a las palabras de los otros, ya que hablar es siempre hablar (y expresarse) en las palabras de los otros (21), y puesto que hablar de algo sólo es posible hablando a alguien. Lo que implica también que “el hombre está condenado a [...] callarse o, si quiere hablar, a hablar indefinidamente, ya que tiene siempre que rectificar [...] lo que acaba de decir” (109). Es así por el hecho de que cada palabra “se fecunda por la voluntad
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del que escucha” (107) y porque lo que alguien tiene que decirnos, “sus expresiones, sólo se agotan por nuestra contra-traducción” (119). Así, el ser de palabra es un ser expuesto a (las palabras de) los otros, que nos piden alguna cosa y nos conducen más allá de nosotros mismos, que nos ponen, ya no en una posición de dominio o de independencia (una posición de adulto), sino en una posición de dependencia indeterminable, de vulnerabilidad irrecuperable, en una ex-posición (en la infancia). Naturalmente, el alumno está también en una situación de dependencia, pero la posición del alumno no es una ex-posición, sino una posición ya bien definida y determinada (o a determinar) por la pedagogía, una posición deficitaria de no-sapiente o de no-competente. ¿Cómo interpretar, entonces, lo pedagógico? Lo que se puede entender como lo pedagógico puede ser elucidado a partir del fascinante comentario que Rancière propone del filme de Rosselini: Europa 51. Ese filme nos muestra la historia de Irène, una burguesa adinerada completamente ocupada y absorbida por su vida mundana, pero que, después del suicidio de su hijo, se compromete “en un viaje al interior de la miseria y de la caridad, cuyo escándalo conducirá a sus parientes a internarla” (1990, 140). Rancière nos permite comprender dicho filme, en cierto sentido, como un filme de formación. En un cierto sentido, ya que en la lectura de Rancière ese filme de formación nos cuenta una cosa muy diferente a lo que se conoce de las antiguas novelas de formación. De hecho, no se trata, para Irène, de reencontrarse, de ser ella misma o de tener conciencia y autoconciencia de lo que le está pasando o de lo que le pasó. La obra nos muestra, por el contrario, cómo una mujer es conducida más allá de
sí misma, cómo se pierde y cómo esta perdición no acarrea la pérdida del mundo sino que abre al mundo. No es que este viaje vaya de una representación a otra. La película nos muestra, de hecho, la aparición de la infancia como potencia y exposición que emprende “una marcha interminable en la cual el sujeto excede todo aquello con lo cual hacía cuerpo inteligiblemente” (152). Y lo que mueve a Irène son las palabras “que el niño habría dicho en el hospital, por las cuales, habría dado significado a su acto” (145), y que ella no había escuchado, pero quiere comprender. Es con relación a dichas palabras que Rancière nos permite entender que la obra de Rosselini no es sólo un filme de formación, sino que también nos muestra lo que es la pedagogía. La pedagogía constituye, de hecho, la neutralización de la potencia (de la infancia) y la inmunización de la exposición. Comienza con la producción o la aparición de Irène como alumna, es decir, como no-sapiente y noconsciente, y entonces, con la imposición del orden de la realidad y del saber. Les recuerdo que son las palabras del niño las que alientan a Irène en su marcha y las que ponen en acto a la infancia. Pero no es ella quien las ha escuchado sino que es Andrea, un pariente, un periodista, el que las escuchó. Es él quien nos permite conocer el trabajo de la pedagogía y el que nos ofrece, precisamente, una ilustración del maestro explicador y sabio que constituye lo contrario del maestro ignorante. Este trabajo de la pedagogía consiste, esencialmente, en ofrecer un programa, en proponer una “visita guiada” para llegar al saber (145), un trayecto a seguir para llegar a una comprensión de las palabras. Una comprensión que está ya dada, pero de la cual Irène debe llegar a
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ser consciente. Ese trayecto es el del desvelamiento, el de las razones y de las explicaciones, el que guía detrás de las palabras a las cosas que las explican, a las explicaciones de por qué el niño se ha matado: “detrás de las palabras, hechos que las contradicen; detrás de los hechos, otras palabras que los explican. La respuesta a la pregunta ¿qué pasa? siempre está ya dada” (148). Dichas explicaciones e interpretaciones que determinan los lugares y los espacios que dan a todo y a cada uno su lugar y definen sus relaciones, conducen, según Rancière, a la pérdida de la potencia del pensamiento. Ellas funcionan como los sistemas de descarga de estímulos que captan la atención y la búsqueda. Inmunizan, en el sentido literal de una des-carga, de una disimulación u olvido de la carga de dar su respuesta (la carga del vacío), de acordarse de sí mismo, de estar implicado existencialmente consigo mismo. Pero, como dice Rancière, Irène no quiere saber nada de explicaciones y de razones. Ella quiere saber “¿Qué es lo que él dijo?” y no “¿Por qué se mató?” (144). Ella toma las palabras, primero, como llamado y no como representación. Es a este llamado al cual ella quiere responder y al cual va a intentar responder. No va a tratar de levantar el velo de las cosas, sino de adivinar lo que le ha sido dicho. Es esto lo que impulsa su marcha, lo que lleva a Irène en su ruta, aquella ruta en la cual “es la única en buscar y no deja de hacerlo” (1987, 58). Se trata, en efecto, de seguir su camino y de ir a ver por sí misma, de volverse extraña al sistema de los lugares, al sistema de la realidad y de ir a ver al lado. Pero dicho camino no está programado y el viaje no tiene objetivo, no es un proyecto. El camino no conduce al saber o al conocimiento. Para poder se-
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guir su camino se trata de otra cosa: “El problema no es saber lo que se hace [...] El problema es pensar en lo que se hace, acordarse de sí” (1990, 158), es decir, recordar que uno mismo está implicado en lo que hace, y de preguntarse por lo que se va a hacer con lo que ha sido dicho. “Ahora bien, la cuestión no es develar, es delimitar [...] Trabajo de la singularización de sí y del otro” (159). El objetivo no es, entonces, la comprensión que levanta los velos y muestra la realidad que hay detrás. No se trata de una explicación o de encontrar una respuesta a la pregunta sobre el por qué. El pensamiento no pregunta lo que es una cosa, o si ella existe y por qué. Asume siempre su existencia como adquirida. Pregunta por lo que significa que ella exista. Pregunta aquello que nos es dicho y cómo responder a eso. El pensamiento relaciona y precisa ese (aquel) que viene de otra parte, lo que pasa, lo que sucede y nos pide respuesta. Esta respuesta implica la inteligencia (la búsqueda) y reclama la atención. La atención es “el acto que hace marchar esta inteligencia bajo el condicionamiento absoluto de una voluntad” (1987, 45). Pero, entonces, ¿a dónde vamos? Rancière sugiere, en su comentario de Europa 51, dos respuestas que están unidas. Primero, él nos dice que se va “poco a poco hacia lo que se definirá precisamente como lo próximo” (1990, 156). Es decir, que la separación del orden de la realidad, que la marcha hacia allí donde ya no se sabe dónde estamos, donde estamos “fuera del marco”, cuando nos hemos convertido en “extraños al sistema de los lugares”, no genera el aislamiento, sino que, de hecho, nos abren hacia otros. Y luego, y es quizás todavía más importante, la marcha conduce a la “soberanía que hace acto, que determina el gesto preciso”
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(162). Yendo se gana o se encuentra la potencia del gesto y de la palabra justa. Los gestos y las palabras justas son aquellos que, cargándose del vacío, aceptan la carga del vacío, apaciguan y vuelven atento, es decir, hacen posible que cualquier cosa (nueva) ocurra, que haya apertura y porvenir. Siguiendo así algunas indicaciones de Rancière, se podría retomar un pensamiento de la educación que remite a la etimología y la comprende como un “conducir hacia afuera”, como una actividad que se relaciona con esta “marcha interminable, en la cual el sujeto excede todo aquello con lo cual hacía cuerpo inteligiblemente” (152), que se relaciona con un camino sin programa y sin proyecto, pero con una carga. Avanzando un poco más en esta idea, se podría decir que la educación, como relación pedagógica, se hace posible por la infancia o mejor aún, aparece con la infancia como potencia y exposición. Es cuando la infancia se manifiesta como potencia y exposición que la posición del maestro se hace posible (puede aparecer) y que se abre un espacio pedagógico. El espacio pedagógico no es, entonces, una infraestructura o una institución preexistente en la cual el maestro y el niño pueden introducirse para producir el aprendizaje. El espacio pedagógico se abre con la interrupción de la pedagogía y de la institución, con la separación del alumno de sí mismo. Sólo en este espacio el maestro puede aparecer como aquel que “mantiene al investigador en su ruta, aquella en la cual es el único que busca y no deja de hacerlo” (1987, 58), como aquel que no transmite saber, sino que sostiene la voluntad. Y entonces, el maestro, en cierto sentido, es aquel que mantiene al hombre en la infancia. Además,
alguien sólo puede ponerse como maestro cuando su propia infancia, su propia potencia y su propia exposición, se ponen en juego. Según Rancière, el maestro hace esencialmente dos cosas, y aquí hay que recordar lo que quieren decir inteligencia y atención: “él interroga, pide una palabra, es decir, la manifestación de una inteligencia que se ignoraba o se abandonaba. Verifica que el trabajo de esta inteligencia se haga con atención, que esta palabra no diga cualquier cosa, para escapar al condicionamiento” (51). El maestro interroga, pero no con el fin de instruir, sino con el fin de ser instruido (52). Pide una palabra, pero no a un no-sapiente, sino a otro hombre como ser de palabra. El maestro habla a los otros “como a hombres y, al mismo tiempo, los hace hombres” (1990, 169), es decir, que el maestro se pone él mismo como ser de palabra y, por consiguiente, se expone, espera la contra-palabra. Por lo demás, como ya hemos visto, para que el maestro llegue al gesto preciso, aquel que nos vuelve atentos, necesita caminar por sí mismo. Es por esto que la relación pedagógica no puede ser vista ni como una relación jerárquica (como la relación entre sabios y no-sabios), ni como una relación simétrica (como la relación entre sujetos principalmente idénticos consigo mismo y entre ellos), sino como una relación de diálogo entre seres de palabra, una “relación pura de voluntad a voluntad” (1987, 26). Una relación también de exposición a las palabras de los otros, relación de deuda o de carga recíproca, en la que se adeuda, de manera cada vez singular, una respuesta, un gesto, una palabra.
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Referencias Bibliográficas: MASSCHELEIN, J. and SIMONS, M. (2003). The strategy of the inclusive education apparatus. Inclusive education for exclusive pupils (en imprenta). (La estrategia de los aparatos de educación inclusiva. Educación inclusiva para alumnos exclusivos). RANCIÈRE, J. (1987). Le maître ignorant. Fayard: Paris. [El maestro ignorante]. ______ (1998). Aux bords du politique. 2a. ed. La Fabrique: Paris. [En los límites de lo político] ______ (1990). Un enfant se tue. Dans: Courts voyages au pays du peuple. Seuil: Paris. pp. 139-171 [Un niño se mata. En: Cortos viajes al país del pueblo].
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Pedagogía y fariseísmo. Sobre la elevación y el rebajamiento en Gombrowicz Jorge Larrosa Profesor titular de Filosofía de la Educación en la Universidad de Barcelona
“¿Conocéis esa sensación de empequeñecer dentro de alguien?” WITOLD GOMBROWICZ. Ferdydurke. Jacques Rancière usó la voz de Jacotot para mostrar que, desde el punto de vista de la instrucción, la pedagogía atonta, es decir, que enseña y hace aprender (se constituye como una teoría y una práctica de la enseñanza y del aprendizaje), pero produciendo, en esas mismas operaciones, tanto la distancia en el saber como la desigualdad de las inteligencias. Además, Rancière-Jacotot muestran cómo el orden pedagógico del atontamiento es consustancial a un orden social y político que persigue la igualdad al mismo tiempo que produce la desigualdad y que aspira a la libertad produciendo la dominación. Siguiendo esa estela, voy a introducir aquí a otro excéntrico, a Witold Gombrowicz, para mostrar que, desde el punto de vista de la formación, la pedagogía, solidaria también en eso con el orden social, produce distancias y desigualdades que no son ya de orden cognoscitivo o de orden intelectual sino de orden personal o moral. Si la instrucción tiene que ver con lo que se sabe, la formación tiene que ver con lo que se es. Si en un caso se trata de yo sé lo que tú no sabes... y sé lo que tú deberías saber... luego puedo y debo en-
señarte, o también de yo sé cómo funciona una inteligencia... y sé cómo debería funcionar la tuya... por lo tanto puedo y debo dirigirla, en el otro se trata de yo soy mejor que tú... y soy lo que tú deberías ser... luego puedo y debo formarte. En ambos casos, la pretensión de la igualdad, la buena conciencia igualitaria, presupone la desigualdad. Y ésta tiene por origen el menosprecio –intelectual en un caso, moral en otro– y su correlato necesario, la soberbia: si todos supieran lo que yo sé, si todos pensaran como yo pienso, si todos fueran como yo... sin duda el mundo sería mejor. Es así como muchos proyectos de mejora de la humanidad se formulan desde una perspectiva vertical en la que las posiciones de lo bueno y de lo malo, de lo alto y lo bajo, de lo superior y lo inferior, quedan retóricamente definidas y moralmente marcadas, al tiempo que disponibles para ser ocupadas por distintos individuos. De lo que se trata, entonces, es de situarse en una posición segura y asegurada que permita hablar y actuar desde arriba. Y eso significa, en la modernidad, hablar y actuar desde una instancia de Poder, básicamente el Estado. Ya el pícaro español por excelencia, el Lazarillo de Tormes, se esforzaba inútilmente en ser de los buenos e identificaba la entrada en ese grupo privilegiado con tener un empleo de la Iglesia o de la Coro-
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na. Y no deja de ser significativo que, cuando consigue ese empleo, sea el del pregonero que encabeza el desfile de los malos voceando la inmoralidad de los condenados a galeras o a vergüenza pública. Podemos encontrar la doble figura del menosprecio y de la soberbia, magníficamente condensada, en el retrato del fariseo de la parábola evangélica: “te doy gracias, Señor, porque no soy como los otros hombres..., porque no soy como ese publicano”. El tipo humano del fariseo muestra ahí cómo su esencia moral se produce en la relación, en la comparación, en lo que Sánchez Ferlosio llama “edificación por contraste”, es decir, en la construcción de su propia bondad a través de la maldad del otro: el fariseo “necesita del malo y lo cuaja ontológicamente en el aire con una sobrehumana maldición para constituirse él, por contraposición, en bueno” (1992, pag. 132). Enemigo de toda ambigüedad moral, especialista en mirar desde lo alto, y enemigo sobre todo de cualquier sospecha de la íntima solidaridad entre el campo de las blancas y el de las negras, el fariseo se coloca a salvo de toda contaminación. El fariseo necesita del mal, para definirse contra él, para separarse de él, para sentirse lejos de él, para ponerse a salvo: “... el fariseo es un bueno cuyas acciones suben cuanto más bajan las de ese eterno otro puesto enfrente por correlato necesario de su propio ser. Su bondad es un globo que se hincha y magnifica con el aire insuflado por el fuelle de la maldad ajena en el vacío interior de sus entrañas. Por eso acude ávidamente a cargarse de razón al surtidor de la iniquidad ajena” (Idem.).
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Del mismo modo que, para elevarse intelectualmente y asegurar su posición, el maestro atontador de Jacotot-Rancière necesita disminuir al otro, establecer su ignorancia, definir el funcionamiento inferior de su inteligencia, también la autoelevación moral del fariseo y su correlato pedagógico, la formación, funcionan por rebajamiento. Sabemos desde Platón que a la pedagogía le es constitutiva una mirada desde arriba. Y, para que esa mirada sea posible, tiene que fabricar retórica y ontológicamente un abajo: la infancia, el pueblo, los estudiantes, los emigrantes, los inmorales, los pobres, los desempleados, los trabajadores, los consumidores, los jóvenes, los maestros, los ignorantes, los salvajes..., los otros..., definidos siempre por una distancia: por lo que les falta, por lo que necesitan, por lo que no son, por lo que deberían ser, por su resistencia a someterse a las buenas intenciones de los que tratan de que sean como deberían ser. De hecho, ubicarse en el discurso pedagógico significa, en muchos casos, adquirir una cierta legitimidad y una cierta competencia para mirar a los otros desde arriba, para hablar de ellos, y para lanzar sobre ellos ciertos proyectos de reforma o de mejoramiento. Quizá sea por eso que la pedagogía está atravesada de fariseísmo1. De ahí esta invitación a la lectura de Gombrowicz, sobre todo de su Ferdydurke2, en paralelo a la de Rancière-Jacotot, para una consideración de la lógica social y pedagógica de la elevación y el rebajamiento. ¿Por qué Gombrowicz? Primero, por el modo como encarna la distancia respecto a la forma, la conciencia de su carácter inauténtico, falso, artificial. En segundo lugar, por la aguda percepción de cómo el juego de la formación descansa sobre una desigualdad moral fabricada y
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permanentemente reproducida. Tanto en sus novelas como en sus obras de teatro o en sus diarios, Gombrowicz elabora su propia patología: toma su yo –su rareza, su excentricidad, su indefinición, su anomalía, su imposibilidad, su inexistencia– como materia de disección y experimentación. Podemos encontrar ahí el niño en el castillo de Maloszyce, incapaz de ocupar Su Lugar Propio en esa sociedad rural y estúpidamente aristocrática en la que se cultiva la soberbia de casta y la absoluta división entre amos y siervos. O al escolar en el Instituto San Estanislao de Kotska, fascinado y a la vez humillado por sus nobles y sofisticados compañeros, dedicándose a ciertas lecturas lamentables e incapaz de entrar en lo que ahí se daba como Gran Literatura. O al joven provocador del café Ziemianska que nunca puede sentarse en las mesas en las que se discutían los Problemas Importantes. O al estudiante de la Facultad de Derecho, aprobando los cursos sin ningún convencimiento e incapaz de identificarse con esos compañeros que ya estaban elaborando su superioridad y la conciencia de su destino como Dirigentes al Servicio del Estado y de la Patria. O al observador irónico de las formas sociales ya decadentes y un tanto ridículas a las que se aferraba una burguesía en declive como si en ellas pudiera encontrar salvación en un mundo que se derrumbaba. O al viajero polaco rumiando su inferioridad cultural frente a las Gran Cultura de París o a la Gran Historia de Roma. O al desertor de la guerra incapaz de estar a la Altura de las Circunstancias. O al hombre aterrorizado por el espectáculo de esas muecas uniformadas tan seductoras como monstruosas con las que Europa se dirigía a la catástrofe. O al emigrante en Argentina, ya sin ninguna voluntad de continuar
siendo Polaco e incapaz de convertirse en Argentino, entre otras cosas porque eso supondría también ser un Europeo que nunca conseguirá ser Europeo. O al escritorzuelo que nunca entra, por imposibilidad y por desprecio, en los cenáculos literarios en los que se reúnen los Cultos y los Exquisitos de Buenos Aires. O al incurablemente escéptico frente a todas las formas de creencia colectiva que luchaban por imponer la Idea Superior (la Democracia, el Socialismo, el Nacionalismo). O al aspirante al Amor Familiar y Eterno incapaz de evitar el sentirse atraído por la promiscuidad homosexual de los barrios bajos. O al inmaduro permanente que nunca puede llegar a ser Adulto. O, al final de su vida, cuando le había llegado el éxito y la fama, al hombre enfermo y cansado incapaz de ser ese Artista, Intelectual y Escritor Reconocido llamado Gombrowicz. Atraído y a la vez asqueado y rechazado por lo alto, atrapado por la ambigua fascinación de lo bajo, cultivador obsesivo de todas las formas del egotismo y de la extravagancia, outsider irremediable, Gombrowicz experimentó, tanto en su carne como en su escritura, el esquema de la superioridad-inferioridad y el juego perverso de la elevación-rebajamiento en lo sexual, lo cultural, lo social, lo político, lo moral, lo pedagógico, lo profesional, lo intelectual, lo personal. Porque no quiso, o no pudo, o no le dejaron ser alguien, Gombrowicz nunca aceptó ninguna abstracción identitaria, nunca se identificó con ningún nosotros, y se mantuvo en el limbo de lo pseudo: pseudonoble, pseudoestudiante, pseudopolaco, pseudoexiliado, pseudoescritor, pseudointelectual, pseudointeligente, incluso pseudovanguardista o pseudoprovocador.
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Incapaz de adscribirse a ninguna de las Tribus Superiores, refractario a cualquier dentro y, por tanto, habitando el territorio intermediario del entre, experto en la parodia y en el camaleonismo, imposibilitado para ser nada y, por ello, capaz de fingir cualquier cosa, “favorable a todas las formas, incluso las más estrafalarias, como esas figuritas de gutapercha que permiten ser modeladas indefinidamente y con las que se puede fabricar el monstruo más espantoso” (Gombrowicz 1991, pág. 40). Se hizo capaz de denunciar a través de la sátira, de la parodia, de la burla más mordaz, la mentira de los que se valen de cualquiera de las formas prefabricadas de la superioridad para halagar su vanidad, para ocultar su estupidez, para protegerse de la vida y para jugar de manera oportunista al juego de las posiciones y las jerarquías, al juego de la autoelevación por menosprecio, inferiorización y rebajamiento del otro, al juego del fariseísmo en suma. ¿Por qué Ferdydurke? Primero, porque Ferdydurke no es ni una novela ni un ensayo ni un manifiesto (aunque podría ser una parodia de todos esos géneros) sino un panfleto, una descarada bomba verbal, un manual de instrucciones para la guerra de guerrillas cultural. Además, porque Ferdydurke puede ser leída como una novela de formación llevada al absurdo. Por último, porque, al igual que el libro de Rancière-Jacotot, Ferdydurke aniquila cualquier forma de buena conciencia, imposibilita cualquier mirada desde arriba y cancela así cualquier alternativa medianamente sensata que pueda venderse en ese mercado de lo que habría que hacer con los otros en el que los me-
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joradores de la humanidad compran y venden sus mercancías. En Ferdydurke todo está llevado al límite del ridículo: los ideales se vuelven grotescos y sangrientos, los valores aparecen como irreales y estúpidos, las identidades muestran su lado servil, su rigidez y su acartonamiento, las construcciones morales exhiben su falsedad y su carácter destructivo y autodestructivo, las formas son llevadas hasta el extremo de lo grotesco. Ferdydurke es implacable contra todas las modalidades del darse importancia, contra todas las formas de elevación. E implacable también contra todas las formas de empequeñecimiento que son su correlato. Su blanco son los altos, pero también los que consienten en su propio rebajamiento, quizá para rebajar después a otros. Pero no se limita a ser un simple atentado a la hipocresía, a los convencionalismos o a las jerarquías. Ferdydurke es toda una antropología del absurdo humano y, a la vez, toda una teoría de las poéticas y las políticas de la falsificación: una reflexión sobre las trampas de la formación de la subjetividad y sobre las perversiones de los juegos de la intersubjetividad. Y una reflexión tan acerada que incluso se anula a sí misma como Reflexión, como Teoría, como Obra, como Literatura, como Arte, como Valor. Ferdydurke no quiere ser nada porque sólo así puede librarse de entrar como una pieza más en el sistema del cual revela los dispositivos. Gombrowicz resume así el tema de su libro: “...Ferdydurke no sólo se ocupa de lo que podríamos llamar la inmadurez natural del hombre, sino ante todo de la inmadurez lograda por medios artificiales: es decir que un hombre empuja al otro en la inmadurez y que también –¡qué raro!–
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del mismo modo actúa la cultura (...) ... el supremo anhelo de Ferdydurke es encontrar la forma para la inmadurez. Podemos en forma madura expresar la inmadurez ajena, pero con eso no logramos nada (...). Aún si nos pusiéramos a analizar y confesar nuestra propia insuficiencia, siempre lo haríamos en forma madura” (2001, p. 17-18). O, en otro lugar: “... si la Forma nos deforma, entonces el postulado moral exige que saquemos las consecuencias pertinentes. Ser yo mismo, defenderme contra la deformación, mantener las distancias respecto de mis sentimientos, de mis pensamientos más íntimos, en la medida en que ni los unos ni los otros me expresan adecuadamente. Esa es la primera obligación moral. Es sencillo, ¿verdad? Pero he aquí el quid fatal: si soy siempre artificial, siempre definido por los demás hombres y por la cultura, así como por mis propias necesidades formales, ¿dónde buscar mi “yo”? ¿Quién soy realmente, y hasta qué punto soy? Esta cuestión me perturbaba en la época en que escribía Ferdydurke. No he encontrado más respuesta que ésta: ignoro cuál es mi forma, lo que soy, pero sufro cuando se me deforma. Así pues, al menos sé lo que no soy. Mi “yo” no es sino la voluntad de ser yo mismo” (1991, p. 82). Para Gombrowicz no existe la espontaneidad, ni la simplicidad, ni la autenticidad. Es más: las percibe como formas sofisticadas y pretenciosas de la falsificación y del fariseísmo. Sus burlas al existencialismo son, en ese sentido, altamente mordaces:
“Tal vez no me hallaba lejos de elegir la existencia que ellos denominan auténtica, al contrario de esa vida fútil, inmediata y temporal que llaman banal, pues la presión del espíritu de seriedad nos oprime con fuerza desde todas partes. Hoy, en este severo tiempo actual, no hay pensamiento ni arte que no nos griten con voz destemplada: ¡no te evadas, no juegues, asume la partida, responsabilízate, no sucumbas, no huyas! Bien. Claro que también yo preferiría, a pesar de todo, no mentirme sobre mi propia existencia. Intenté entonces conocer esta vida auténtica, ser absolutamente leal ante la existencia. Pero no me fue posible. No me fue posible por la razón de que tal autenticidad resultó más ficticia que todos mis jueguitos, vueltas y saltos juntos” (2001, p. 101). El individuo sólo puede ser alguien en el interior de alguna configuración formal. El hombre es creador de formas y, a la vez, es creado por ellas. Cualquier formación es deformación. Somos deformados por la forma, deformamos a los otros y somos deformados por ellos. Y esos procesos de formación y deformación mutua funcionan muchas veces en un orden vertical. El hombre no puede elevarse ni tratar de elevar a los otros si no es rebajando. Ferdydurke contiene varios de esos juegos de la falsificación y el rebajamiento. La escena en la que Pimko, el Maestro, exhibe su maestría requetemagistral para infantilizar con ella al narrador y convertirlo en alumno. La escena en que Pimko exhibe su fe pedagógica en la pureza y la inocencia de la juventud para, ayudado por las madres que observan a través de los agujeros de la valla, inocentizar a los muchachos que juegan en el patio de la escuela. La escena de la lucha entre el adolescente que pretende adoles-
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centizar a los muchachos y el muchacho que quiere muchachear a los adolescentes y que culmina en un delirante duelo de muecas. La descripción de la forma vacía del cuerpo pedagógico que, justamente para ser pedagógico, tiene que carecer de cualquier contenido. El relato de la clase de literatura en la que el enjuto profesor lucha desesperadamente contra el nopodermiento de la mayoría de los alumnos que no pueden conmoverse como deberían conmoverse por los elevados y conmovedores sentimientos de los grandes poetas nacionales. El desfile de los diferentes ideales de juventud que se disputan la formación de los jóvenes. La clase de latín en la que, pese a todas las evidencias en contra, el profesor confiado confía en las virtudes formativas de la materia que enseña y, frente al nopodermiento que se apodera de la clase, mantiene erguida su confianza en los poderes enriquecedores y perfeccionadores de las conjugaciones latinas. El encuentro del narrador con la colegiala y su aire colegial, con la joven Juventona perfectamente moderna en su perfecto y juvenil modernismo, y sus tentativas desesperadas para escapar de los efectos juvenilizadores y modernizadores que le causa. Etc. Y, en el medio de ese paroxismo de interformaciones e interdeformaciones, de superioridades que producen inferioridades y se nutren de ellas (y al revés), de elevaciones y rebajamientos, en el medio de todas esas abstracciones, de toda esa irrealidad, de toda esa movilización demoníaca de falsificaciones, la única posibilidad es la de la distancia de la forma. Una distancia que sólo será tal, y no otra versión del fariseísmo, si se toma en nombre de la vida, en nombre de lo ambiguo, lo inacabado, lo indefinido, lo misterioso, lo promiscuo y lo vago de la vida:
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“... liberaos de la forma. Dejad de identificaros con lo que os define. Tratad de huir de toda expresión vuestra. Desconfiad de vuestras opiniones. Tened cuidado de las fes vuestras y defendeos de vuestros sentimientos (...) Pronto nos daremos cuenta de que ya no es lo más importante morir por las ideas, estilos, tesis, lemas y credos, ni tampoco aferrarse y consolidarse en ellos, sino esto: retroceder un paso y distanciarnos frente a todo lo que se produce sin cesar en nosotros (...) Pronto empezaremos a temer a nuestras personas y personalidades porque sabremos que esas personas no son del todo nuestras, Y, en vez de vociferar y rugir: Yo creo eso, yo siento eso, yo soy así, yo defiendo eso, diremos con más humildad: A través de mí se cree, se siente, se dice, se hace, se piensa, se obra... El vate repudiará su canto. El jefe temblará ante su orden. El sacerdote temerá al altar, la madre enseñará a su hijo no sólo principios, sino también como defenderse contra ellos para que no le hagan daño. Y, por encima de todo, lo humano se encontrará algún día con lo humano”. (2001, p. 108-109) Para que lo humano encuentre a lo humano, hay que buscar la propia libertad y el encuentro con los otros en el juego de las formas, pero manteniéndose a distancia. Hay que cultivar la incredulidad y el escepticismo con los demás y con uno mismo, provocar y asumir las contradicciones (sobre todo las propias), ocupar irónicamente las formas para destruirlas desde dentro (y autodestruirse con ellas), moverse permanentemente de una forma a otra, aprender a expresar nuestra ignorancia, nuestra inmadurez, nuestra estupidez, nuestra bajeza, evitar todo contraste vertical si no es para movilizar lo bajo
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contra lo alto, negarse a ser rebajados... a lo mejor así, algún día, los intelectuales podrán salir de su intelectualidad, los maestros de su maestridad, los alumnos de su alumnidad, los cultos de su cultidad, los políticos de su politicidad, los artistas de su artisticidad, los buenos de su bondad, los malos de su maldad, los superiores de su superioridad, los inferiores de su inferioridad, los individuos de su individualidad, las personas de su personalidad... sólo así se abrirá un camino hacia la realidad, hacia la vida. Al final de Ferdydurke, el héroe se siente cansado y extraño, pero todavía es capaz de besar y de dejarse besar, y de sentir la fuerza vivificante de lo humano que se encuentra con lo humano: “... y me acercó su facha. Y a mí me faltaron las fuerzas, el sueño sumergió la vela y no podía; tuve que besar su facha con mi facha, pues ella con su facha besó mi facha. ¡Y ahora, venid, fachas! ¡No, no me despido de vosotras, extrañas y desconocidas fachadas de extraños, desconocidos fachendos que me vais a leer; salud, salud, graciosos ramilletes de partes, justamente ahora que empieza! Llegad y acercaos a mí, comenzad vuestro estrujamiento, hacedme una nueva facha para que de nuevo tenga que huir de vosotros en otros hombres, y correr, correr, correr a través de toda la humanidad. Pues no hay huída ante la facha sino en otra facha, y ante el hombre sólo podemos refugiarnos en otro hombre. Y, ante el culito, ya no hay ninguna huída. ¡Perseguidme si queréis! Huyo con mi facha en las manos”. (2001. p. 313).
reformas después de haberse tomado en serio la excentricidad de Jacotot. Pero nadie ha dicho que los libros tengan que servir para que las cosas sean fáciles. El reto está, naturalmente, en hacer escuelas, programas y reformas habiendo aprendido esa lección que ni se explica ni puede explicarse, la de la igualdad de las inteligencias. Una lección que nunca aprenderán ni los curas, ni los políticos, ni los policías, ni esa mezcla de curas, políticos y policías que tanto abunda entre los pedagogos. Es a ellos a los que hay que hacer las cosas difíciles. Habiéndose tomado en serio la excentricidad de Gombrowicz, es difícil seguir dándose importancia o seguir tomándose a uno mismo en serio utilizando para eso cualquier valor, cualquier ideal, cualquier superioridad intelectual o moral, cualquier máscara de fariseo. Pero nadie ha dicho que los libros sirvan para que los importantes puedan darse importancia. Sin embargo, quizá se puede trabajar apasionadamente en la contingencia, la relatividad y la finitud, en la estupidez y en la bajeza, contemplando la realidad desde dentro y no desde arriba, encontrando lo humano no en abstracciones retóricas y vacías, sino en lo humano y desde lo humano. Para el combate contra el fariseísmo, propongamos pues una alianza entre el club de los jacototianos y el club de los ferdydurkistas. Por una instrucción que no atonte: todas las inteligencias son iguales. Por una formación que no rebaje: cuanto más inteligente, más estúpido3; cuanto más alto, más bajo. En fin, que no somos nadie (ni queremos serlo). Notas:
Como dice Rancière en el Prefacio a la edición brasileña de El maestro ignorante, es difícil hacer escuelas, programas y
(1) Recientemente, Sloterdijk (2002) ha publicado un excelente trabajo sobre
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cómo el gran proyecto político-pedagógico emancipador de la Edad Moderna, encaminado a convertir a las masas en sujeto, se sustenta sobre un profundo desprecio. El mismo Rancière ha desarrollado ampliamente las aporías y las paradojas de las miradas desde arriba en las que se fundan diversos proyectos progresistas, sobre todo en los libros más próximos en el tiempo a El maestro ignorante (principalmente, Rancière 1981 y 1983). Y, sin duda, podrían usarse otras referencias para lo que podríamos llamar “anotaciones para una teoría del fariseísmo pedagógico”. Por ejemplo, los trabajos foucaultianos sobre la miserabilización moral de la clase obrera como condición para la implantación de dispositivos de control. O los trabajos de enfoque feminista o post-colonialista sobre los procesos de alterización. Eso no significa, sin embargo, que toda pedagogía sea farisaica. El impulso pedagógico tiene su origen, muchas veces, en una herida cierta producida por el dolor del otro. Y en una crítica permanente a todos los dispositivos (también pedagógicos) que malogran las posibilidades de vida de la gente. No siempre la pedagogización del otro presupone rebajamiento. El mismo Rancière ha mostrado eso en su bellísimo libro sobre las poéticas del encuentro con eso que se llamaba “pueblo” (Rancière 1990). Y, seguramente, su desplazamiento reciente hacia temas de literatura y de estética, aunque conservando problemas netamente políticos, tenga que ver con la exploración de miradas que no sean verticales. (2) Ferdydurke se publicó por primera vez en Polonia en 1937, pero fue casi totalmente ignorada. Tras el deshielo postestalinista, reapareció en 1957, pero fue prohibido al año siguiente, y así permane-
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ció hasta 1986. En español, se publicó por primera vez en Buenos Aires en 1947. (3) Ese es el título de un fragmento del Diario de Gombrowicz que fue publicado aparte y que funcionó como un manifiesto de la subversión cultural. Referencias Bibliográficas: GOMBROWICZ, Witold. (1971) Cuanto más inteligente se es, más estúpido. En: Gombrowicz-Dubuffet. Correspondencia. Anagrama: Barcelona. ______. (1991)Testamento. Conversaciones con Dominique de Roux. Anagrama: Barcelona. ______ (2001) Diario Argentino. Adriana Hidalgo: Buenos Aires. ______. (2001) Ferdydurke. Seix Barral: Barcelona. ______. (1947) Prólogo para la primera edición castellana. En: Ferdydurke. Op. Cit. RANCIÈRE, Jacques (1981) La nuit des proletaires. Fayard: Paris. ______. (1985) La philosophie et ses pauvres. Fayard: Paris. ______. (1990) Courts vouages au pays du peuple. Seuil: Paris. ______. (2003) El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual. Laertes: Barcelona. SANCHEZ FERLOSIO, Rafael (1992) Restitución del fariseo. En: Ensayos y artículos. Vol. I. Destino: Barcelona. SLOTERDIJK, Peter. (2002) El desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna. Pre-textos: Valencia.
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La política del maestro ignorante: la lección de Rancière Alejandro A. Cerletti Profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires
Il faut que je vous apprenne que je n'ai rien à vous apprendre. JOSEPH JACOTOT
L'égalité ne se donne ni ne se revendique, elle se pratique, elle se vérifie. JACQUES RANCIÈRE
En el cruce de la educación institucionalizada y la acción política progresista se ha afirmado que la educación tendría como una de sus tareas fundamentales intentar paliar o mitigar las contradicciones de clase (o de género, de raza, de religión, u otras) propias de nuestras sociedades. La prédica liberal ha insistido con que la escuela debería funcionar como reguladora de las desigualdades sociales, garantizando mecanismos o estrategias que converjan hacia la igualdad de oportunidades. Los ideales fundacionales de la Ilustración, que con diversos matices llegan hasta nuestro presente, colocaban a la adquisición de conocimientos como la llave maestra para la consecución de la libertad del hombre. Correspondería a la instrucción pública extender tal beneficio a todos, sin diferencias de origen. Estas diversas consideraciones comparten el supuesto de que la institución educativa tendría la responsabilidad política de hacer algo por igualar lo que se presentaría, de hecho, como desigual.
El maestro ignorante, de Jacques Rancière, es un sagaz libro de filosofía que, a partir de la exhumación de un personaje singular de la historia de la educación –Joseph Jacotot–, cala hondo en una cuestión política fundamental: la igualdad. Educación, filosofía y política tejen entonces la trama compleja de este texto altisonante y provocador. En las páginas que siguen intentaré mostrar cómo Rancière conmueve los cimientos de las interpretaciones que hacen de la igualdad el punto de llegada de las políticas supuestamente emancipadoras y en qué medida queda abierta la cuestión de cómo llevar adelante una política igualitaria, no sólo en la educación sino también, y sobre todo, en general. El maestro ignorante se desarrolla en un doble registro, en dos recorridos paralelos que se entrecruzan y realimentan. En el primero, el relato se construye sobre la figura de Joseph Jacotot y su experiencia personal de enseñanza en los albores del siglo XIX, profundamente convulsionada por una serie de circunstancias azarosas que motivaron un cambio tajante en su mirada sobre la educación tradicional. El segundo, se despliega a partir de la apropiación política que hace Rancière de aquella experiencia, en una suerte de contrapunto constante. En este doble movimiento, el libro va sobreimprimiendo a la descripción de una cuestión básicamente
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pedagógica la construcción de un problema eminentemente político, verdadero núcleo propositivo de la obra. No deja de sorprender cómo El maestro ignorante, ya desde las primeras páginas, dirige un ataque demoledor sobre un recurso clásico y señero de toda educación: la explicación. De manera abrupta, vemos que la explicación pasa de ser aquella herramienta privilegiada con la que los maestros, desinteresadamente, han intentado llevar a sus alumnos hacia el conocimiento y la cultura, a convertirse en un arma sutil de imposición y dominación. Una serie de circunstancias puntuales de su experiencia concreta de enseñar le hicieron comprender a Jacotot que la “explicación” (es decir, la conducción de los alumnos, por etapas, desde la ignorancia hacia el saber), contrariamente a lo que sostenía la pedagogía –y él mismo pensaba hasta entonces–, no era el vehículo preclaro e imprescindible del magisterio; que era posible construir otra relación entre maestros y alumnos que la tradicional vertical, organizada a partir del que supuestamente sabe y el que no. Esta conmoción originada en la práctica misma pasó a ser el punto de quiebre de toda una concepción de la enseñanza y transformó la vida de Jacotot en un esforzado intento por desplegar hasta sus últimas consecuencias la novedad que había vislumbrado. Rancière se detiene cuidadosamente en este proceso y desarrolla, a su vez, en toda su magnitud, las consecuencias políticas que este quiebre supone. En la interpretación Jacotot-Rancière, la explicación cumple una tarea fundamentalmente regulativa. En la medida en que divide el mundo en dos, separando a los que saben de los que no –los que “explican” de los que escuchan y “aprenden”–, instaura una segmentación que es
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mucho más significativa que una mera distinción de dominios de saberes. Toda la enseñanza clásica se apoya en esta idea supuestamente neutral de la explicacióntransmisión, cuya matriz sostiene, a grandes rasgos, que hay algo (un conocimiento, una destreza) que alguien tiene –el maestro– y se lo transmite, por medio de una explicación, a alguien que no lo tiene, el alumno. El que no sabe irá aprendiendo de a poco y con el tiempo adquirirá los saberes de que carecía. Pero el reconocimiento de esta distinción entre los que saben y los que no, que es inherente a la existencia misma de cualquier magisterio, no sólo define la relación que cada uno tiene con los conocimientos sino que, y esto es lo más importante, demarca una serie de estamentos. En efecto, tomar conciencia de la segmentación que produce el dominio de ciertos saberes hace que cada uno internalice el lugar que ocupa y vea que la posibilidad de ascender viene ligada a la subordinación –en principio, intelectual– a un explicador. Si uno pudiera hacerlo por sí mismo no sería necesario el maestro. Para Jacotot, la institución educativa tiene como función reproducir esta distinción jerárquica porque de ella justamente vive, es su condición de posibilidad. El maestro istra, en nombre del estado, un segmento de poder. Él controla la distancia que hay entre lo que se debe enseñar y lo aprendido, entre lo enseñable y la comprensión de lo enseñado. Constituye la supervisión y garantía de la eficiencia de la transmisión. El que explica algo y luego controla la fidelidad de lo “aprendido” es para Jacotot un “atontador-embrutecedor”, alguien que no emancipa sino que instala al otro en un mundo de rangos, consolidado y natural. La experiencia inédita vivida por Jacotot le hizo constatar que es posible
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aprender sin un maestro explicador, que si alguien quiere aprender puede ser capaz de disponer las relaciones con el otro de una manera original y propia. Aprender sin un maestro explicador no quiere decir, sin embargo, que se prescinda de todo maestro. Pero ¿qué quiere decir que pueda no haber un explicador y que de todos modos se pueda aprender de un maestro? ¿Qué enseña un maestro que emancipa, a diferencia de otro que explica y, por lo tanto, atonta? ¿En qué consiste este magisterio diferente? Por lo pronto, para Jacotot es preciso separar las dos funciones que la práctica del maestro explicador une: la del conocedor o especialista en un saber y la del que enseña. ¿Qué podría significar entonces enseñar otra cosa que un saber, ser algo distinto del conocedor que transmite su dominio? No se tratará de enseñar el propio saber (en rigor, ni siquiera hay que tenerlo: esa es, justamente, la escandalosa posibilidad del maestro “ignorante”) sino de hacer explícito que el otro es capaz de aprender lo que quiera. Lo que se enseña cuando se emancipa es a usar la propia inteligencia. La función del maestro será plantear al alumno un desafío del que no pueda salir más que por sí mismo. Es interrogar como un igual y no como un conocedor, que ya sabe todas las respuestas. El que enseña emancipando sabe que él también está aprendiendo y las respuestas del otro son nuevas preguntas para él. La palabra circula entre todos y no en una sola dirección. El Telémaco de Fénelon, verdadera herramienta-motor del “método” Jacotot, permitía decir a cada uno lo que pensaba. Permitía que cada uno hable, no como maestro o alumno, sino como hombre o mujer. Es decir, no como aquel que es examinado en vista de una evaluación sino como aquel de quien interesa lo que
pueda decir. No se trata de explicar lo que los científicos, los artistas o los filósofos dicen o hacen, sino de ser, en alguna forma, científicos, artistas o filósofos. ¿Cuál es la lectura política que puede hacerse de este “antimagisterio” de Jacotot, quien no se cansaba de repetir que no tenía nada (ningún “contenido” en especial) que enseñar a sus alumnos? La posibilidad de emancipación en el enseñar está ligada, para Jacotot, a la potencialidad de un triple cuestionamiento, que es un llamado libertario dirigido a la inteligencia, y un imperativo radical, dirigido a la voluntad. El maestro no debe dejar de preguntar: “y tú... ¿qué ves?, ¿qué piensas?, ¿qué harías?”. Las respuestas, entonces, dejarán de ser un secreto que atesora el maestro para transformarse en una conquista, de cada alumno, sobre los saberes, sobre el mundo y sobre sí mismo. El único imperativo que el maestro debe sostener con tenacidad frente a un alumno es “¡tú puedes!”. Partiendo de esta consigna, que potencia las posibilidades de cada uno, junto a los tres interrogantes mencionados, es posible desplazar la cuestión educativa hacia la política y evaluar sus consecuencias. En efecto, alguien que no se somete a un orden jerárquico, construido a partir de desigualdades de inteligencia u otra referencia, alguien que no se ve como inferior sino que reconoce y valora su propia capacidad, y se sostiene en su tenacidad, podrá emanciparse. Un obrero (o un campesino, un artesano o cualquiera) se emancipará intelectualmente “si piensa en lo que él es y en lo que hace dentro del orden social” (Rancière, 2002, p. 49). Podríamos decir que, en un sentido estricto, recién entonces será un sujeto, alguien que se conoce a sí mismo como viajero intelectual, como alguien que piensa y puede actuar en con-
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secuencia. Como alguien que se interroga y que puede interrogar a los que supuestamente saben y, sobre todo, a los que supuestamente saben y además gobiernan. En términos de Jacotot: “Toda la práctica de la enseñanza universal se resume en la pregunta: ¿y tú, qué piensas? Todo su poder radica en la conciencia de emancipación que ella actualiza en el maestro y suscita en el alumno.” (Rancière, 2002, p. 52) Si no se trata de transmitir conocimientos, entonces, ¿cualquiera podría ser un maestro emancipador? Efectivamente, siempre y cuando haga propios el triple cuestionamiento y el “tú puedes”. Esta condición de sostener la enseñanza y la emancipación en una singularidad –la construcción del camino propio– tiene una derivación peculiar: la imposibilidad de institucionalizar un “método Jacotot”. Esta consecuencia es catastrófica para quienes, por ejemplo, imaginan que la liberación de los hombres y las mujeres puede ser conducida por una política de estado, por “progresista” que ella sea. No es difícil entrever una veta anarquista en la médula del planteo político-pedagógico que Rancière realza de Jacotot: enseñar y aprender es un vínculo directo entre los individuos (sin mediaciones), la imposibilidad de institucionalización, la relación conflictiva con el estado, etc. Pero no es tan interesante la eventual perspectiva de desescolarización que podría derivarse del planteo general de Jacotot –ya que la intención de Rancière es más política que pedagógica– como la posibilidad de pensar, a partir de aquél, una política de nuevo cuño. En efecto, el movimiento que fuerza Rancière en la experiencia pedagógica de Jacotot, por un lado, deja al descubierto una de las paradojas de la institución educativa (y, más específicamente, del estado): qué es lo que impone o
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debe imponer (o sea, hasta dónde obliga) en nombre de la libertad. Lleva al centro de la escena los límites del ejercicio de la autoridad y la necesidad de sujeción (el estado a través de la escuela) frente a la constitución de sujetos (seres libres). Por otro lado, se nos advierte que no hay quien nos debe decir cómo son las cosas y qué es lo que habría que hacer; sólo se nos insiste en que somos capaces de pensar y hacer. La incapacidad de llegar a algo por uno mismo, en tanto ficción estructurante que se debía suponer para fundamentar la explicación, es la misma incapacidad que se debe suponer para hacer una política de delegación. En nombre de una incapacidad técnica u operativa (desconocimiento / imposibilidad de ejercer por uno mismo las decisiones) se justifica la necesidad de mediadores: los tecnócratas economicistas, los políticos “profesionales”, etc. La paradoja del maestro emancipador es que emancipa sin constituirse ni en líder ni en guía, lo hace sólo apostando a que cada uno puede hacerlo. Se podría ir más lejos aún. La explicación no sería sólo el arma atontadora que emplean los pedagogos ingenuamente, sino la estructuración misma del orden social: la explicación dominante es la que “explica” –manifiesta o implícitamente– el porqué de la distribución de los rangos existentes y la necesidad de su sostenimiento para el beneficio común. Las distancias que la escuela (y el estado) pretende reducir son aquello de lo que vive y le da sentido, y en consecuencia, no deja de reproducir. En última instancia, se garantiza la integración del lazo social a partir de la integración pacífica de la masa, guiada por las élites instruidas. La tremenda osadía o pretensión de insinuar que se puede “enseñar lo que se ignora”, mucho más que manifestar un absurdo di-
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dáctico, tiene una intencionalidad filosófica y política crucial. Expresa la potencia del pensamiento y la posibilidad que tienen todos de construir lo nuevo. Ahora bien, nada de esto sería posible sin el supuesto constituyente de que todos somos iguales, que, en Rancière, presenta una radicalidad inédita. Pero ¿qué quiere decir y qué alcances tiene dicha afirmación? A diferencia de los análisis usuales de la cuestión igualitaria en la que la igualdad termina siempre siendo un objetivo a conquistar, Rancière parte de, o postula, la igualdad, para luego extraer de esa apuesta todas las consecuencias que sea posible derivar. La igualdad no será entonces algo que está al final del camino, como una lejana meta a la que hay que llegar y respecto de la cual sólo importa discutir y evaluar los métodos para alcanzarla. Para Rancière, la igualdad es una afirmación sin más fundamentación que la decisión de hacerla y la voluntad de ser consecuentes con ella. En esta línea, ubicar la igualdad al comienzo define un punto de inicio para todas las acciones humanas y un pensamiento verdaderamente liberadores. En Jacotot, el tema de la igualdad está focalizado en la igualdad de las inteligencias. Rancière hace pie en él, se sirve de él, y lo extiende a un plano general. En este movimiento podemos ver cómo el desplazamiento de lo pedagógico a lo político toma forma, una vez más. La decisión de partir de la igualdad, aunque no fundada, tiene sin embargo una serie de comentarios o ilustraciones que acercan una suerte de justificación. En efecto, Rancière se detiene en discutir la trivial constatación empírica de que lo que hay es la desigualdad. De hecho, por todos lados no se vería más que desigualdad de
inteligencias, o desigualdad a secas. Qué más natural que comprobar la evidencia, lo que cualquiera podría corroborar: que hay inteligentes y brutos, capaces e incapaces, espíritus abiertos y cerebros obtusos. Unos pasan mejor los exámenes que otros; unos progresan, otros repiten, ya sean alumnos del mismo origen social, cultural, etc., o diferente. Unos saben, otros no. Unos pueden, otros no. Pero ¿qué se puede extraer en nombre de la política o en favor de la justicia verificando que todos somos diferentes? ¿Acaso no se puede afirmar también que es evidente la igualdad del amo y el siervo o del dominador y el dominado, en la medida en “que es evidente” que los segundos deben “comprender” las órdenes de los primeros, para obedecerlas? ¿No se trata de la misma inteligencia la que los hace situarse en la misma estructura de dominación? Para Rancière, quien quiere proceder a partir de la desigualdad debe presuponer la igualdad y en esto apoya la decisión que guía el libro. La educación y la política no pueden partir de la desigualdad y tratar de anularla con acciones correctivas –educativas o políticas–, que procuren hacer iguales de los desiguales. Quien parte de una desigualdad que entiende de hecho, evidentemente la ite. Esto significa que reconoce que o bien hay desiguales a él (inferiores) y él aspira igualarlos (haciendo lo posible por “ascender” a los inferiores), o bien hay desiguales a él (superiores) que él debe esforzarse en igualar, pero con la ayuda de los superiores (ya que de no ser así, evidentemente no serían sus superiores y podría bastarse a sí mismo). En cualquiera de los dos casos, lo que domina –y es la matriz de la lectura política que hace El maestro ignorante–, es el menosprecio, ya sea del otro o
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de uno mismo. Es querer fundar todo intento de acción en la impotencia, en la debilidad o en lo peor de cada uno. Tampoco se trataría, por cierto, de intentar realizar una comprobación científica empírica de la desigualdad de las inteligencias (que en el fondo no será más que una petición de principio, ya que lo que se encontrará es la desigualdad que se presupuso), o de intentar constatar que esto sea siquiera posible (jamás se podría llegar a otra cosa que a constatar que todos somos diferentes), o, peor aún, de intentar cuantificar cuán diferentes somos. Pero, ¿qué podría significar “probar” que dos inteligencias son iguales, o diferentes en tal número? En definitiva, la inteligencia se puede reconocer por sus efectos y la exploración de los efectos de un postulado igualitario es, para Rancière, mucho más significativo que partir de una evidente desigualdad. Lo que interesa a Rancière es descubrir la potencialidad de todo hombre o mujer cuando se considera igual a los demás y considera a todos los hombres iguales a él. La voluntad será la vuelta sobre sí del ser que razona, que se reconoce con capacidad para pensar y actuar. El reconocimiento de la igualdad horizontaliza las relaciones de poder y ubica el protagonismo en cada uno de nosotros. Es una manera de establecer relaciones entre los humanos en las que a todos sin excepción se les reconoce la dignidad de la palabra (la palabra es lo que comparten, por ejemplo, el rico y el pobre, es lo que los hace iguales). Lo que atonta y embrutece a una persona no es su falta de instrucción sino la creencia en la inferioridad de su inteligencia, y lo que atonta a los “inferiores” atonta, al mismo tiempo, a los “superiores”. Lo verdaderamente emancipador no será entonces el recorrido o el camino
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hacia el logro de una igualdad (que, en definitiva nunca se concreta), sino el reconocimiento del principio. La igualdad no se da ni se reivindica, ella se practica, nos enseña Rancière. Y Jacotot nos muestra que el más “ignorante” sabe también muchas cosas y en eso debe fundarse toda enseñanza. Instruir será entonces: o atontar –es decir, confirmar una incapacidad, pretendiendo reducir la distancia al no saber– o emancipar, esto es, forzar una capacidad que se ignora o niega que se tiene para extraer de ello todas las consecuencias. El siglo que acaba de concluir ha visto cómo ha ido cambiando la valoración del lugar y la función que corresponde a maestros y profesores. Se ha pasado de enaltecerlos, desde su papel casi santo de misioneros educativos o liberadores sociales, a denunciarlos como poco menos que instrumentos perversos de la reproducción social e ideológica del capital. Con mucha agudeza, Rancière pone el centro de atención en otro lugar y descoloca aquella contraposición. En este cambio de perspectiva, los maestros (y todos los hombres y las mujeres en general) no liberarán o someterán por su sola función en el diseño institucional de un estado, sino que lo harán a partir de sus decisiones en cuanto a la relación que establecen con los demás. La acción emancipadora será consecuencia de sostenerse en el postulado de la igualdad entre los seres humanos, y, a partir de esta decisión, se abrirá un mundo de posibilidades inéditas en la que la posesión de saberes no será el fundamento velado de las jerarquizaciones. Éste es el mensaje que El maestro ignorante nos da. Pero también abre las puertas a otros desafíos. A su manera, el libro de Rancière rompe, en un sentido general, con la no-
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ción de “víctima” (del sistema, de las condiciones de producción y reproducción, de la pobreza estructural, de la globalización, etc.), ya que la supuesta víctima es alguien que piensa y decide, y no un mero cuerpo que debe ser alimentado o un ignorante que debe ser educado. La combinación conceptual reconocimiento de la desigualdad en el origen-víctima no puede llevar mucho más lejos que a la caridad, al sentimiento piadoso de la beneficencia. Y esto es así porque no se considera al otro un igual sino un inferior que debe ser ayudado. Por el contrario, el otro es para Rancière alguien que piensa y en el diálogo igualitario de las inteligencias es que puede ponerse de manifiesto que un “ignorante” puede llegar a ser un emancipador y un sabio, un atontador. Podemos sacar una conclusión quizás para muchos sorprendente: la igualdad no depende de lo social (ni es siquiera el resultado de una acción justa), sino de una decisión y de ser coherente con ella. Pero no es todo. El maestro ignorante deja vislumbrar también una idea singular: la igualdad está excluida del funcionamiento normal de todo orden social, pero es, a su vez, su justificación y objetivo (se la pone afuera, y es, en última instancia, inalcanzable). El contrapunto en la educación es también significativo: siempre hay algo que callar para que la educación sea posible. Jacotot constituyó una disrupción, un ruido molesto en el buen orden del estado de cosas imperante, imposible de ser oído desde la normalidad. El desafío que asume Rancière es ser consecuente con la radicalidad de aquella novedad, en principio pedagógica, para comenzar a recorrer caminos políticos inéditos. El maestro ignorante pone en el centro de la atención la tensión que soporta la educación como
reproducción de lo que hay y la posibilidad de aparición de lo nuevo. En última instancia, tematiza qué significa que haya, en un sentido estricto, “sujetos” de la educación, o mejor, “sujetos” de su educación. Pero también, y quizás sobre todo, que haya sujetos políticos. Referencias Bibliográficas: RANCIÈRE, Jacques. (2003) El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual. Laertes: Barcelona.
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Una pregunta a Jacques Rancière Mauricio Langon C. Profesor de Filosofía
Planteo Reflexiono aquí sobre una de las preguntas a Jacques Rancière y la(s) respuesta(s) de éste en la entrevista que se publica en este monográfico.1 La pregunta pone en cuestión un punto capital en el planteo que Rancière hace en El maestro ignorante (2003), y que acaba de explicar en la entrevista, cuando dice que –aun en las relaciones de dominación– hay supuesto un mínimo de igualdad, en la comprensión del lenguaje. Ninguna orden sería ejecutada si el que la recibe no comprendiera la orden y el hecho de que hay que obedecerla.2 En el “Prefacio” a la edición española de El maestro ignorante, esa idea se instala en el planteo de la alternativa clave de Jacotot-Rancière: “saber si un sistema de enseñanza tiene por presuposición una “desigualdad” que debe reducirse o una igualdad que debe verificarse”. “Instruir puede significar dos cosas exactamente opuestas: confirmar una incapacidad en el acto mismo de pretender reducirla o, inversamente, forzar una capacidad que se ignora o se niega, a reconocerse y a desarrollar todas las consecuencias de ese reconocimiento. El primer acto se llama embrutecimiento, el segundo emancipación”. Del primer lado de esta alternativa caen las diferentes estrategias (progresis-
tas o republicanas) que comparten un mismo paradigma educativo “que asigna a la enseñanza la tarea de reducir todo lo posible la desigualdad social, acortando la distancia entre los ignorantes y el saber”, pero que en realidad “reconstituye indefinidamente la desigualdad que promete suprimir”. Del otro lado de la alternativa, la igualdad nunca llega después, debe ponerse antes: “Está presupuesta incluso en la desigualdad social: el que obedece una orden ya debe, primero, comprender la orden dada, segundo, comprender que debe obedecerla”. Y “no existe ignorante que no sepa una multitud de cosas y es en ese saber, en esa capacidad en acto, que debe fundarse toda enseñanza”. Rancière acaba de recordar en la entrevista que la igualdad mínima inicial puede servir tanto para oprimir como para emancipar. Y que tomar la igualdad como punto de partida exige partir “no de lo que el ignorante ignora, sino de lo que sabe”. El planteo de Rancière puede sintetizarse así: 1. Hay una igualdad mínima presupuesta aun en la desigualdad: a) que el presuntamente “inferior” (ignorante) comprenda el lenguaje, la orden que recibe; b) que comprenda que debe obedecer esa orden. 2. Todo ignorante sabe (sabe, básicamente, hablar; sabe de memoria oracio-
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nes, canciones, etc.) y la “relación emancipadora” exige partir de esos saberes. 3. La operación de emancipación consiste en lograr que el sujeto tome posesión del lenguaje, que se valga de él no para obedecer, sino para emanciparse. La pregunta En este contexto hay que ubicar la pregunta que comienza con una cita de Shakespeare3 y se formula finalmente así: “El hecho de reconocerse diferentes y de no querer entrar al “país del saber”, ¿dejaría a los mbyá fuera de toda posibilidad de emancipación?”. Jacotot y Próspero Desde el exergo, la pregunta interroga al núcleo de la propuesta de Rancière, como éste lo entiende perfectamente al iniciar su respuesta, distinguiendo al “maestro emancipador” del “colonizador cultural”: “Hay que pensar primero que el maestro emancipador no es un colonizador cultural”. Jacotot no es Próspero. Pero habrá que ir más despacio para ver si “hay que pensar” lo que nos manda Rancière; para determinar si esa orden está bien fundada y debe ser obedecida; para averiguar exactamente en qué consiste la diferencia entre Jacotot y Próspero, representantes de los dos lados de la alternativa pedagógica planteada. Porque podría pasar que ambos “quedaran del mismo lado” de una alternativa distinta a la propuesta por Jacotot-Rancière. Y, si así fuera, quizás sea necesario hoy, delinear un nuevo “paradigma” que parta de la diversidad cultural, para poder repensar la igualdad en términos que no aten a ésta con la negación de la diferencia, que no identifique diversidad con desigualdad.
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Calibán Calibán (anagrama de “caníbal”) es en la tragedia shakespeareana el salvaje “mudo” instruido en el “habla” (lenguaje) por Próspero, el “colonizador cultural”. En el texto citado, comprende Calibán que el lenguaje le fue pensado, le fue propuesto por otro, para dominarlo. Comprende que se le enseñó el idioma del dominador; no “el lenguaje”, sino un idioma interpretado como un orden del mundo con dominadores y dominados, con dadores de órdenes y obedecedores de órdenes. Comprende que ese país del saber al que accedió por la educación, no es un desarrollo o mejora de sí mismo ni de su saber, sino que implica: a) la descalificación de su ser y saber anteriores al encuentro con el “maestro”, como ignorancia e inferioridad (mudez); b) su inserción (integración) en un lenguaje que implica un orden (un mundo, un país del saber) en el cual le está asignado entender y cumplir órdenes dadas por su maestro/amo. Comprende Calibán que aprender el lenguaje del dominador fue un intento de amaestrarlo, un modo de hacerle reconocer su inferioridad y aceptar la sumisión; que no fue una enseñanza que tuviera por fin su emancipación, sino su embrutecimiento. Sin embargo, lo que aprende Calibán es un primer paso en su emancipación. El Calibán shakespeareano tiene claro que le ha sido dado comprender las órdenes sólo para obedecerlas; entender el lenguaje sólo para aceptar la servidumbre.4 Y que en esto no hay supuesta ninguna igualdad: es el dominador-superior que enseña a oír (y por tanto a hablar, ¡qué más remedio!) a quien todavía no entiende sus órdenes, a quien aún no sabe que es inferior y que debe obedecer. Prós-
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pero enseña a recibir y ejecutar órdenes. Pero el provecho que obtiene Calibán es saber maldecir. Es tergiversar el lenguaje de dominación; es forzarlo a decir mal; es un aparente no saber hablar bien, un hablar bárbaro, para salir del país de la palabra del maestro (del país de las órdenes embrutecedoras del maestro) y para balbucear brutalmente la palabra propia, que niega la desigualdad y la sumisión.5 En términos rancièreanos: la voluntad de emancipación de Calibán no se realiza al adquirir el lenguaje del dominador, al ingresar al país del saber, sino al advertir que ha sido dominado mediante esa adquisición y ese ingreso. Sin embargo, si ha sido embrutecido por esa enseñanza, en la medida en que su aprendizaje le permite advertir y denunciar su carácter opresor, ese “embrutecimiento” resulta “emancipador”. Le es siempre posible iniciar un proceso propio de liberación en el lenguaje del dominador: es en éste lenguaje en que el desagradecido Calibán maldice al maestro Próspero y a su lenguaje. Ahora le es posible decir que sólo cumple las órdenes y respeta el orden constreñido por la fuerza; que, si nadie se lo impidiera por su mayor poder, incumpliría las órdenes, violaría el orden dominador y engendraría futuros propios.6 Cierto, la educación no tiene “el poder fantástico de realizar la igualdad social o, al menos, el de reducir la fractura social”. Pero tampoco tiene el poder mágico de embrutecer. Calibán rompe con la magia del maestro. Próspero, el mago, el que hace cosas con palabras, espera producir efectos en el otro con el poder encantador de su discurso. Espera inducir acciones que siempre se presentan como provechosas para el otro, y que siempre resultan provechosas para sí mismo. Todo
maestro presenta su embrujo como emancipador, ninguno como embrutecedor. Pero Calibán ha roto la magia: ahora sabe que su emancipación o su embrutecimiento sólo pueden surgir desde sí mismo. Desde su voluntad podría decir, tal vez, Rancière; a partir de la cual, con su inteligencia, podrá aprender de cualquier enseñanza; es decir, podrá utilizarla para su provecho. Mbyá La cuestión es ahora pensar el saber del oprimido, del que habría que partir. Me parece que en eso se centra la pregunta y la referencia a los mbyá. No entraré en detalles sobre el pensamiento mbyá;7 sólo retomo esta alusión para pensar –a partir de esa situación concreta– la cuestión más general de la relación entre las diversas culturas y la educación, en un contexto de sobrevivencia en un sistema que no da lugar a la diversidad, y ante una propuesta que tampoco le da lugar. Para los mbyá –y en general, para toda cultura dominada– se impone el reconocimiento de otro sistema cultural más poderoso, que procura consolidar su hegemonía mediante una educación homogeneizadora. Aquí, la propuesta colonialista ha sido siempre la de hacer sinónimos desigualdad y diversidad, y procurar reducirlas para alcanzar la igualdad, asimilada así al etnocidio. La buscada igualdad es una coartada para justificar y disimular el etnocidio. La resistencia se articula desde una revalorización del propio existir (vinculando la vida a la continuidad de su cultura y la muerte a la integración en la cultura dominante, que implica la pérdida de la propia) imprescindible para sobrevivir y entrar en relación intercultural en un mundo marcado por la diversidad
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de quienes se reconocen, sin embargo, como iguales. Vicente (o de la revalorización de la propia cultura) Es vital para los mbyá “seguir siendo mbyá” (Marcelo) “guardar la lengua de Ñanderu” (Roque), “guardar los dioses, que son delicados” (Andrés). Es decir, resistir el proceso de etnocidio: “porque si no cantamos todas las noches a Tupá el mundo va a dejar de existir” (Vicente). Los mbyá ven las culturas como totalidades sistémicas diferentes. Contraponen “nuestro sistema” al “sistema de ustedes” o “de los blancos”. Contraposición que encarnan en múltiples ejemplos concretos: lengua, físico y alimentación, símbolos y ritos, actividades vinculadas a su religiosidad (fundamentalmente: plantar, cazar, cantar, hacer música), etc. Una de estas contraposiciones es que los mbyá “necesitan” vivir en el monte (necesitan tierras donde vivir a su estilo) y que los blancos “necesitan” vivir en la ciudad. No se ite que todos los hombres sean iguales en el sentido de que “necesiten” lo mismo. Las “necesidades” culturales difieren, pero la diversidad es una necesidad humana.8 Esta necesidad de vida cultural propia está ligada al rechazo a ser absorbidos por endoculturación en otra cultura, simbolizado en el rechazo a mandar los niños a la escuela.9 En este contexto, cuando se le pregunta a Vicente por qué no mandan los niños a la escuela para que aprendan a leer y escribir, dice que a sus muchachos no les sirve de nada ir a la escuela si ahí no aprenden su sistema, que lo que van a aprender en la escuela es el sistema de los blancos, y que, entonces, iban a dejar de ser así como eran, y los mbyá no podrían “vivir doscientos años más”.10
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El dicho de Vicente debe entenderse como un argumento para no enviar los niños a la escuela (donde la escritura en la lengua de dominación, simboliza la imposición de otras pautas culturales, es decir, el etnocidio). Los mbyá captan la importancia que tiene escribir, al menos como instrumento (Vicente sabe escribir), y la que tiene manejar otros idiomas, para comunicarse con el entorno (los mbyá, además de su idioma, hablan español, portugués –o variantes de portuñol– y guaraní). La oposición no es a manejar instrumentos (utilizan vestimentas occidentales, sustituyen con nylon la insuficiencia de pindó en sus construcciones, han integrado el violín –lavë– y la guitarra –mbaracá– en sus ceremonias religiosas, etc.), sino a la clara conciencia de que, con el pretexto de la introducción al país del saber (la escuela, la escritura), se impone a sus hijos una visión inferiorizante de su cultura. Es decir, en el contexto de Rancière, se les enseña la desigualdad, se les embrutece: se les enseña que sus padres, sus dioses, sus creencias, sus valores, sus costumbres, sus saberes, son inferiores. Que no son verdaderos saberes, que son ignorancia; que el ingreso al país del saber exige dejar, rechazar, esos saberes. Y hacerlo sin discusión, sin argumentación racional, adulta. Emilio propuso una “casa” de diálogo intercultural, donde los adultos mbyá pudiesen enseñar a los blancos su sistema y viceversa. Con ello pone el asunto sobre otras bases, sobre otra alternativa: el diálogo intercultural como alternativa a la colonización cultural. Andrés (o de la relación entre culturas) Puede ser útil citar más extensamente la conversación de Mabel Quintela con Andrés, un joven mbyá:
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A.– También Jesucristo es dios. [...] M.– Pero –le digo– Jesús es dios de otra religión, no de la de ustedes. A.– Claro. Pero en el libro en guaraní de los mormones que tengo en Rincón de la Torre, también es dios. [...] A.– En tiempos de antes había otros que eran muy malos; no sabían nada. Porque los mbyá tenemos una lengua diferente a los Chiripá. Y creemos que hay muchos dioses porque hay muchas lenguas. Si hubiera un solo dios, como ellos creen, no seríamos distintos, ni tendríamos dioses distintos. No hay un dios, hay muchos. Y esos de antes eran malísimos. Allá, en Paraguay (Quintela, 1992). Aquí se alude a una racionalidad comprometida a encontrar sentido en el hecho de la diversidad (de lenguas y dioses) y no en la negación de ese hecho en una unidad que elimine toda diversidad (un solo Dios, una sola lengua). Una cultura capaz de conservar su identidad, sin pérdida de sentido, encontrando sentido en la convivencia en la diversidad, frente a una cultura “malísima” para la cual el propio sentido es único, y debe universalizarse, eliminando la diversidad. En mi trabajo citado (Langon, 1995), recordaba a Ricoeur cuando decía que el choque con otras culturas “no es jamás un ejercicio inofensivo”. Cuando descubrimos que “hay culturas y no cultura [...] estamos amenazados de destrucción por nuestro propio descubrimiento [...] se hace posible que no haya más que otros, que seamos otro entre los otros”. Y que “desaparezca toda significación” (Ricoeur, 1959). Esta alternativa parece ser de hierro en la cultura occidental. Porque, o hay un solo sentido, aportado por la propia cultura considerada como universal y
absoluta (y entonces caemos en el colonialismo cultural); o todos los sentidos son equivalentes, indiferentes e irrelevantes (la diversidad cultural es sin sentido). Por ambas vías, como preveía Ricoeur, caemos en el triunfo absoluto de la “cultura de consumo”. En esta perspectiva, nada es relativo: o verdad absoluta, o absoluto nihilismo. El problema para Occidente es cómo dejar de ser una cultura “malísima”: cómo romper con la idea de que la diversidad equivale al nihilismo y que la unicidad equivale al ser. Pero, “en la perspectiva india –donde el “choque de culturas” fue extinción, etnocidio, y la imposición de una cultura universal equivalente a muerte– reafirmar el sentido propio exige encontrar sentido en la diversidad.” Digamos, que un discurso de la emancipación debería dejar de decir, como los doce “apóstoles” franciscanos dijeron a los aztecas: “Mucho a vosotros os hace falta que aborrezcáis, despreciéis, no queráis bien, escupáis, a aquellos a los que habéis andado teniendo por dioses” (Coloquios y doctrina cristiana, 1986, 133) y empezar a decir, con Andrés: “Hay muchos dioses porque hay muchas lenguas”. La respuesta Volvamos a la respuesta de Rancière: “El maestro emancipador no es un colonizador cultural”. No se propone hacer entrar a los “bárbaros” “en el país de un cierto saber”, sino que sólo se dirige a quien se dirige a él. Entonces –dice– “no hay respuesta simple” a la pregunta de si los mbyá quedan “fuera de toda posibilidad de emancipación”, porque la respuesta es siempre singular: “Aquel que está contento ahí donde está no irá a ver al maestro emancipador”, sino sólo aquel que
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quiere entrar en el país del saber y de la igualdad. La emancipación supone “un pensamiento de tipo universalista” que rechaza el “pensamiento de la singularidad de las culturas”, que es un pensamiento que ve la igualdad ya realizada como distribución. Y en ese reparto se ha fundado la colonización, para decir que hay que beneficiar a los indígenas con el universalismo de los saberes, pero, al mismo tiempo, “limitar la instrucción y obstruir la emancipación” respetando su cultura “que no les permite acceder a la universalidad a la que nosotros accedemos”. “La emancipación supone el funcionamiento igual y por consecuencia universal de la inteligencia” y recusa tanto “la lógica de los repartos” como la idea “de que habría una cultura específica de lo universal que habría que oponer a las culturas particulares”. Una respuesta singular que impugna las singularidades culturales, una respuesta universal que rechaza una cultura universal. Es que la universalidad y la singularidad radican, para Rancière, en los individuos iguales y sus relaciones. Los maestros La repulsa a que haya “una cultura específica de lo universal”, y el repudio al consecuente maestro que tiene la pretensión de integrar a los “bárbaros” en esa determinada cultura, diferencia a Jacotot de Próspero. Y determina dos posiciones diferentes: mientras el “maestro colonizador” moviliza activamente poderosas estructuras institucionales (pretendidamente homogeneizadoras, igualadoras, universalizadoras y civilizadoras, lanzadas hacia el “progreso” y la “prosperidad” de “todos”, pero en realidad embrutecedoras
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y dominadoras), el “maestro emancipador” espera inmóvil que alguien lo vaya a ver para hacerlo franquear individualmente la “barrera entre los que tienen la opinión de la igualdad y los que tienen la opinión de la desigualdad”. Pero el rechazo de Rancière a la concepción colonialista, no pasa por la crítica a la pretensión universalista de la cultura específica en que abrevó el colonialismo, sino por la crítica a la confianza que esa educación pone en las instituciones y en la instrucción de colectividades. Hay, pues, un punto clave en que coinciden Jacotot y Próspero. Ambos son maestros. Ambos se instalan en la puerta del país del saber: Próspero para forzar la entrada de los “ignorantes” a un ámbito limitado que permita una dominación que redunde más eficazmente en su beneficio; Jacotot para otorgar, a quienes lo deseen, la contraseña que permite franquear la barrera y acceder a un ámbito ilimitado. Ninguno de los dos pone en cuestión su propia sabiduría; ninguno de los dos sospecha que su acción educadora pudiera ser, con justicia, valorada negativamente. La diferencia entre ambos queda minimizada cuando se advierte que ambos se consideran maestros sabios, portadores de un saber universal, que ofertan a quienes no saben y supuestamente demandan ese saber. Uno vende a domicilio (y cambia las casas de sus alumnos, hasta asimilarlas a la propia), el otro deja en paz sus casas (donde, sin embargo, no hallarán emancipación hasta que sientan la necesidad de abandonarlas) y los espera en la puerta de su tienda. Ambos coinciden en que sólo dentro de su país del saber está la salvación. Ambos coinciden en que los alumnos deben dejar su país para poder acceder “a la universalidad a la cual accedemos nosotros”; y en que “aquel que
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está contento donde está” no posee la contraseña para la emancipación. Más. Quizás pueda decirse que Próspero trabaja para Jacotot y que Jacotot complementa a Próspero. Quizás haya sido preciso, primero, el etnocidio del “maestro colonizador”, que impidiera el desarrollo propio de otros pueblos, que esclavizara y embruteciera a sus integrantes, para que esos seres humanos pudieran creer que su descontento obedece a debilidades propias (y no que es efecto de la colonización), que es por defecto propio que no se puede construir la emancipación donde se está, que es necesario buscar la emancipación en otro lado, yendo a lo del “maestro emancipador”. Una posición distinta se perfila en el aprendizaje que hace Calibán: aprovechar la enseñanza de Próspero para criticar el colonialismo y desarrollar su propio camino. Con esa experiencia podrá también sacar su provecho de la enseñanza de Jacotot para desarrollar su propia emancipación. Pero en ambas situaciones, la condición de la emancipación está en saberse distinto de los maestros, en partir de su propia identidad (de su propia inteligencia y capacidad), en mantener la distancia entre el aprendizaje (ligado a la inteligencia y la voluntad del alumno) y la enseñanza (ligada a la voluntad y la inteligencia del maestro). Los alumnos El rechazo al “colonialismo” de Rancière va acompañado necesariamente de la condena “del pensamiento de la singularidad de las culturas”: diversidad cultural e igualdad serían incompatibles; sostener la diversidad equivaldría a mantener presuntas superioridades. Que todos somos iguales, querría decir que todos son (o
deben llegar a ser) como nosotros, jamás que nosotros seamos (o debamos llegar a ser) como ellos. En esto hay un malentendido, que se manifiesta en la reiterada referencia de Rancière al dicho de Vicente y en la concomitante omisión de las palabras de Andrés. Rancière, primero, saca el argumento de Vicente de la boca del dominado para ponerlo en boca del dominador y lo reduce a una afirmación ontológica que históricamente habría sido utilizada para impedir la emancipación. Después, opone el dicho de Vicente a la emancipación, que “supone un funcionamiento igual y por consecuencia universal de la inteligencia”, entendiéndolo como un pensamiento que ve la igualdad como ya realizada bajo la forma de una distribución: “cada uno en su casa con su propia inteligencia”. Finalmente, Rancière toma la posición de la universalidad de la igualdad, y rechaza el argumento de “no necesitamos papel porque tenemos memoria”, pues reenviaría a la idea de que cada cultura es superior a las otras. Sin embargo, en boca de Vicente, el argumento no tiene contenido ontológico. Viene a sostener que las diferentes culturas tienen diferentes “necesidades” y que no es lícito exigirle a una que sea como la otra. El argumento justifica reivindicaciones concretas (no acciones colonialistas ni vasallajes) y establece una crítica a determinados derechos (la propiedad privada de la tierra) y obligaciones (ir a la escuela) de nuestra legislación, considerándolas “colonialistas”. La afirmación de la necesidad de la continuidad de la vida de la propia etnia, del propio sistema –la afirmación anticolonialista– implica, sí, el reconocimiento de su diferencia con otras (sin duda mezclado con su valora-
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ción altamente positiva), pero de ninguna manera implica ni la negativa a la introducción de elementos nuevos en esa vida, ni la pretensión de imponer esa cultura a las otras, ni el desconocimiento de los dioses de otra cultura (los dichos de Vicente y Andrés son consistentes), ni el rechazo del diálogo intercultural (¿qué otra cosa hacíamos tomando mate juntos?). Seguramente, los mbyá no “están contentos donde están”. Están donde los arrojó el sistema de dominación. Viven en los suburbios dolorosos de la ciudad, en el Parque Lecocq, donde los animales del zoológico parecen gozar de la mayor libertad pues “están sueltos”. Sin tierras propias, desplazados como tantos otros pobres, los mbyá saben de la opresión a que son cotidianamente sometidos. Saben de ella como opresión colectiva. Y lo saben resistiendo colectivamente al etnocidio. Quieren que su pueblo siga siendo (también para poder seguir siendo ellos, personas iguales a las otras, con sus propias opiniones) y querrían estar en el monte y tener tierras para desarrollar su propio modo de vida. Seguramente, la educación que le pensó Jacotot a aquel de entre ellos que abandone su identidad cultural, no difiere sustancialmente de la enseñanza del lenguaje que Próspero le pensó a Calibán. Esa vía, que les bloquea colectivamente la emancipación, ¿no será otra variante de la dominación? ¿No será posible una educación emancipadora que realmente los acompañe en su camino? La relación maestro-alumno ¿Cómo trata a los alumnos el maestro emancipador? Hay una tarea filosófica que el maestro emancipador no encara: procurar que el alumno aprenda a “poner
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en movimiento su alma” (Douailler, 2000). Renuncia demasiado grande y sospechosa. El primer movimiento ha de surgir del alumno, pero no es válido cualquier movimiento; entre los posibles movimientos, uno sólo lo conducirá por la correcta vía prevista de antemano: aquel que lo saque de donde está y lo lleve a ver al maestro emancipador. ¿Por qué se movería el alumno hacia el maestro emancipador? ¿Respondiendo en forma refleja a los saberes inconscientes de su sociedad, y acertando la solución correcta como el esclavo de Menón? ¿Impulsado u obligado por sus padres o tutores? ¿Obligado por una norma legal de la sociedad? ¿Convencido adulta y reflexivamente de la opinión de la igualdad, para confirmar y desarrollar sus capacidades? En cualquiera de las opciones, el maestro emancipador no es tal. En el mejor de los casos –sólo en el último– será maestro de emancipados. No es cierto que el “maestro emancipador” no se dirija sino a quienes se dirigen a él. A todos les está dando una primera enseñanza: que nadie se emancipa solo, sin dirigirse a él; que es condición de igualdad “salir de donde se está”, salir de la propia cultura y someterse al interrogatorio del maestro de otra cultura. Igualdad es aquí homogeneización de la voluntad: ciertas voluntades “quedarán fuera de toda posibilidad de emancipación”. De esa “emancipación” que quizás pueda ser considerada su contrario. ¿Y qué pasa con la “multitud de cosas” que sabe todo ignorante, con “ese saber, esa capacidad en acto” en que “debe fundarse toda enseñanza” cuando le exigimos que renuncie a su cultura e identidad... ¡para emanciparse!? Jacotot parte de los saberes de sus ignorantes (por ejemplo, el “Padre Nues-
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tro”) para enseñarles (es decir, para señalarles el camino hacia) lo que no saben (por ejemplo, a escribir). Abre, para ellos, el camino a una infinita acumulación de saberes que le confirma que es un ser humano igual a cualquier otro. No me queda claro cómo ese camino derivaría también en una crítica a los propios juicios previos, en un apoderarse por sí mismo de su propio poder, superando alienaciones y manipulaciones. Pero me queda claro que ese camino puede partir de la oración infantil que repite de memoria palabras de su tradición cultural que no comprende muy bien, pero no podría partir de la oración personal y adulta de Lorenzo Ramos: “Los extranjeros desean engañosamente / que oremos solamente como lo hacen ellos / para que esto no consigan hacer es que te molesto, / ¡Padre Ñamandú Verdadero, el Primero!” (en: Ramos, Ramos y Martínez, 1984, 102). ¿Qué saberes acumular a esta oración? ¿Por qué vías acrecentar el poder de Lorenzo Ramos? ¿Y el de su pueblo? Y si esas vías no pasan por separarse de los suyos e ir a ver al maestro emancipador, ¿entonces no accederá a la democracia en el magnífico sentido que le da Rancière? Los caminos La educación emancipadora de Jacotot, puede partir de “Calypso...”, pero no de “ti-jo-lo”.11 Puede partir de una creación personal (que trae ocultos milenios de tradición e historia), pero no de una experiencia colectiva. ¿El primer camino será filosofía y el segundo, sólo un método? Seguramente, “cada uno no deja de estar solo buscando”, y “maestro es aquel que mantiene al buscador en su ruta”.12 Pero, al mismo tiempo, es cierto que uno
siempre está acompañado, que siempre encontraré al otro en mi interior. Y que no mantiene al otro en su ruta, sino que lo desvía, quien sólo reconoce esa ruta a condición de que se dirija hacia el maestro. Y que hay vías de acompañamiento, en que debe mantenerse el maestro en tanto maestro emancipador. Y eso, siempre, es método y filosofía. El camino de un verdadero maestro emancipador no puede comenzar por bloquear rutas plurales a los buscadores, ni por obstruir caminos colectivos, ni por balizar, en fin, una sola ruta, fuera de la cual no habría emancipación. Me gustaría poder trazar una línea que pusiera de un lado a Próspero y del otro a Jacotot, a Calibán, a Freire, a los mbyá..., educando para desarrollar las capacidades de las personas y fortalecer el poder del pueblo. Porque en eso radica la propuesta fuerte de Rancière. Pero, tal como se presentan las cosas en la entrevista, no hay más remedio que mantener a Jacotot del otro lado. Sin confundirlo, claro, con Próspero, como tampoco podríamos confundir a Freire con los mbyá. Y sin dejar de aprender de Jacotot como aprendemos de Próspero. Pero también me gustaría que el maestro emancipador advirtiera que “la cuestión no radica en mandar sino en escuchar al que recibe las órdenes”, y, en vez de ser de los que “se aferran al poder”, redescubriera “el sentido de la convivencia” (Kusch, 1975, 5) en una emancipación desde la diversidad y en diálogo intercultural. Notas: (1) Entretien avec Jacques Rancière, realizada por Andrea Benvenuto, Laurence Cornu y Patrice Vermeren el 24 de enero de 2003.
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(2) La idea está desarrollada en varios lugares de El maestro ignorante (2003), principalmente en el párrafo “La palabra sobre Aventino” (126 y ss) y “Los inferiores superiores” (113 y ss.) (3) “You thought me language, and my profit on’t. Is, I konw how to curse. The red plague rid you For learning me your language! “ (Shakespeare, W., La Tempestad, acto I, escena 2; cit. por Fernández Retamar, R., 1971, 12) (4) Dice Próspero a su hija Miranda: “We cannot miss him: he does make our fire, / fetch in our wood, and serves in offices / that profit us” (Shakespeare, La Tempestad, I, 3; cit. en op. cit. p. p. 18). [No podemos prescindir de él: nos hace el fuego / sale a buscarnos leña, y nos sirve en tareas / que nos aprovechan]. (5) Mi conocimiento del inglés no me permite traducir mínimamente las sutilezas que Shakespeare pone en boca de Calibán en el texto citado. El uso “bárbaro” de “thought” y “rid” ya es emancipación y creación. (6) Calibán trata de violar a Miranda, a la que salva su padre. Cuando Próspero le reprocha su actitud, dice Calibán: “¡Oh, jo!... ¡Lástima no haberlo realizado! / Tú me lo impediste; de lo contrario / poblara la isla de Calibanes”. (7) Una síntesis de nuestra investigación al respecto puede verse en: “Algunas consideraciones sobre el paradigma filosófico mbyá” (Langon, Fernández, Quintela y Salvo, 1995, 332-339). Otra reflexiones en: “Escucha de un filosofar marginal” (Langon y Quintela, 1996). (8) La distinción entre necesidades (humanas) y satisfactores (culturales) podría plantear mejor este asunto. Véase Max-Neef (1986, 236-240). (9) Esto es perfectamente entendible en Uruguay donde José Pedro Varela, el
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reformador (más bien, creador) de la escuela pública en el siglo XIX, proponía la escuela como medio de lograr “la extinción de los gauchos”. Podría parafrasearse a Calibán: “You tought me school”... (10) Informe de campo de Mónica Olaso, 25/9/87: “Tú les enseñás a tus hijos las cosas tuyas, las que tú querés que aprendan; y nosotros también queremos que aprendan las cosas nuestras, si no, no hay más guaraní, no hay más mbyá, se acaba todo”. Véase estas referencias en Langon (1988). (11) Palabra clave de Freire, P. La educación como práctica de la libertad (múltiples ediciones). (12) Frigerio, G. “A propósito del maestro ignorante y sus lecciones” (en este monográfico). El primer entrecomillado es de la autora, el segundo, cita de Rancière. Por supuesto, la fórmula: “maître est celui qui maintien le chercheur dans sa route”, es ambigua. En francés y en español el posesivo “sa” (su) puede referirse a la ruta del maestro como a la del “buscador”. El sentido del texto se refiere, por supuesto, a la ruta del “alumno”. Lo que temo es que, en realidad, sea forzar al alumno a seguir la ruta del maestro (o, al menos, la que éste “enseña”). Referencias Bibliográficas: Coloquios y doctrina cristiana (1986). Los diálogos de 1524, según el texto de Fray Bernardino de Sahún y sus colaboradores indígenas. México: UNAMFundación de investigaciones sociales [Edición facsimilar, paleografía, versión del náhuatl, estudio y notas de Miguel León-Portilla. Versión castellana del texto náhuatl: No. 638-643]. DOUAILLER, S. (2000) “La philosophie qui commence” (Desafios para o ensi-
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no de Filosofía no próximo milenio). Ponencia en Piracicaba, (noviembre). FERNÁNDEZ RETAMAR, R. (1971) Calibán. Diógenes: México. FERNÁNDEZ, Álvaro; LANGON, Mauricio; QUINTELA, Mabel y SALVO, Martha (1995). “Algunas consideraciones sobre el paradigma filosófico mbyá”. En: PICOTTI, Diva V. (comp.) Pensar desde América; vigencias y desafíos actuales. Catálogos: Bs. As. LANGON, M. (1988). Estudio del núcleo ético-mítico del acertamiento mbyá guaraní de Montevideo. 20 p. Mecanografiado, inédito. LANGON, M. (1995). Hay muchos dioses porque hay muchas lenguas. FEPAI: Bs. As. MAX-NEEF, M. (1986). La economía descalza. Estocolmo, Buenos Aires, Nordan: Montevideo. QUINTELA, M. (1994) Registro de visita de Andrés a Mabel Quintela. En Un ensayo de diálogo intercultural con el pensamiento indígena; buscando alternativas en los espacios de comunicación abiertos con pequeñas comunidades mbyá guarani del Uruguay. Inédito. QUINTELA, Mabel y LANGON, Mauricio (1996). “Escucha de un filosofar marginal”. En: Seminario Latinoamericano de filosofía e historia de las ideas. Universidad de Lund: Suecia. Publicación virtual: www.ldc.lu.se/latinam/virtual/indice.htm RAMOS, L.; RAMOS, B. y MARTÍNEZ, A (1984). El canto resplandeciente; ayvu andy vera. Plegarias de los mbyá-guaraní de Misiones. Del Sol: Buenos Aires. RANCIÉRE, J. (2003). El maestro ignorante. Laertes: Barcelona.
RICOEUR, P. (1959) “Civilization universelle et cultures nationales” En: Histoire et vérite. Du Seuil: Paris.
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La pérdida de la razón política original según Rancière Núria Estrach Universidad de Barcelona
En este universo de igualdad que encarna la política del siglo nuevo, vale la pena recordar que a partir de algunos de los descubrimientos de Freud y las reformulaciones y avances posteriores de otros autores como Lacan, el siglo XX y en especial en la Francia posterior al mayo del 68, se han realizado investigaciones en el orden de la política desde una perspectiva analítica nada despreciable. La importancia de la palabra, del relato, del lenguaje que sustenta toda estructura permite a Rancière desnudar el ejercicio de subordinación que pide “el explicador”. Cuando éste en el orden político o educativo se dirige al que quiere que actúe como discípulo y le ordena que detenga sus propias razones. Al negar éstas adquiere las ajenas que mediante la voluntad y el sacrificio, como único fundamento para sustentar esa alienación, permiten la mutación de los propios deseos. El duelo de la ilusión ante el falso deseo deviene en enfermedad consecuencia de la ausencia del objeto deseado. Frente a esto el inconsciente se presenta como una estructura que permite combinar elementos (significantes del inconsciente) a los que se les denomina los fantasmas, cuya materia es lo imaginario, donde se oculta el deseo, ya pervertido o no. Todo discurso, consciente o no, tiene en común un efecto de subjetividad. Y todo discurso tiene un
lenguaje que puede ser verbal, sintomático, e incluso esotérico. Pero todos ellos tienen en común que comunican. Y los distintos significantes del discurso ideológico, compuestos por gestos, conductas, sentimientos, remiten a un orden subjetivo inteligible compartido. Su veracidad se demuestra, por ejemplo, en los anuncios publicitarios, en los que una cadena de significantes intentan conectar directamente con nuestros sentimientos menos conscientes, estimulándonos así al consumo compulsivo. Fundamento del éxito de la sociedad de consumo que sustenta al imperio del capital. Esto tan solo es un ejemplo para reclamar la atención hacia la importancia real que tiene el orden simbólico que media los deseos en nuestra percepción y distinción entre la realidad y lo Real. Las obras de algunos autores como Althusser o Rancière se encargan en demostrar la falsa neutralidad de toda estructura. Hoy sabemos que es esa estructura en general la que define las funciones que deben realizarse para conservar el todo tal cual está, como dice Althusser, importándole bien poco quienes las ejerzan, abstrayendo al sujeto en particular, tanto quien las ejerce (militar o profesor o funcionario) como quien las padece (civil, alumno, inmigrante, individuo). Así se crea la instrucción, el orden, la ley, me-
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diante una abstracción del hecho, precediendo al hecho, teniendo en cuenta casos anteriores, e imaginando otros que están por llegar pero siempre al margen del caso particular de cada sujeto. Se busca una fórmula mágica, se la maquilla de justicia, y quien tenga su responsabilidad será el Mago, será el Dios, el Estado, o cualquier otro Mito, que tendrá la ley, las normas, las doctrinas que presupone casos en los cuales más tarde tendrá que hacer encajar las particularidades de cada sujeto, y si es necesario negarlas. Y ese es el precio del Orden, en nombre de la paz y por lo que se sacrifica al individuo y se olvida la idea misma de emancipación. Sin embargo el error siempre emerge como el síntoma de la ausencia de paz y de justicia. Es cierto que siempre han existido grandes guerras, pues siempre han existido grandes ordenes, pero los avances tecnológicos han hecho del siglo XX, y prometen para el siglo XXI, un estado de crisis mundial que bien vale la pena tratar este tema con carácter de urgencia desde todas las perspectivas posibles y con toda la seriedad que se merece. El síntoma denuncia la transferencia, se cree conocer al otro, se anulan sus diferencias, sus particularidades y con ella desaparece el trato al otro como igual y empieza el ejercicio de censura, de negación del otro, el trato de inferioridad, de poco inteligente. Y es precisamente ahí donde Rancière ataca directamente y afirma en El maestro ignorante:1 “todos las inteligencias son iguales”. La ideología de la estructura es la que asigna la función del sujeto (en general) que debe ocupar esta o aquella función en la estructura y para ello lo interpela como sujeto, proporcionándole las razones-desujeto, desarrollándole de antemano las razones a las que tendrá que llegar por sí
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sólo. Así mismo, la institución educativa que debía servir para salvar las diferencias de clase y permitir la formación de todos por igual, ejerce en realidad un papel de entrenamiento, como sucede en el resto de las clases de la Universidad de Lovaina donde ejerce de maestro Jacotot en el siglo XIX. En las que el papel del profesor no es el de emancipar sino el de centrar, como ya decía Althusser en 1966, “la estructura de centrado de la ideología es una estructura de garantía pero en la forma de la interpelación, es decir, en una forma tal que contiene en su discurso al sujeto al que interpela y que ‘produce’ como efecto”2. Y diferencia ésta de la estructura del discurso inconsciente en el que se enfrenta una falsa estructura de centrado con una estructura de fuga, de abertura (estructura metonímica3). Al no darse la estructura de centrado, los alumnos de Jacotot encuentran sus propias relaciones entre significantes. Pero ¿qué sucede cuando la estructura de centrado ya está asumida? Aquí es cuando el método psicoanalítico abre un espacio de posibilidad de ruptura con ésta. Pues lo primero que éste cuestiona en el sujeto es su objeto de deseo, y le obliga a enfrentarse con él mismo, a distinguir entre lo Real y la realidad, distinción lacaniana que Rancière pone en práctica en sus obras llamando la atención, por ejemplo, sobre la distinción entre la identificación de las Instituciones que conforman al Estado de Derecho con la realización de los derechos del hombre (El Desacuerdo4). O entre la institución educativa y la emancipación de la razón individual desde la igualdad potencial y partiendo de la real diferencia de clase, es decir, entre el sistema educativo y la formación del individuo (El maestro ignorante). La confusión o la pérdida del propio referente provoca una transgresión de la
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propia lógica que pervierte el sentido originario de la política. Por ejemplo, la identificación de lo Otro, del diferente, como justificación de la unión, de la paz. O la identificación cada vez mayor de la política con la policía y el ejército, dedicados a la investigación continua del cumplimiento de la ley cuya transgresión permite justificar el ejercicio de la violencia del Estado, y en el mejor de los casos evita tener que inventar justificaciones. Al caso viene muy bien un chiste al estilo de los Hermanos Marx, que cita Slavoj Zizek en El sublime objeto de la ideología5 y dice así: “Me recuerdas a Emanuel Ravelli.” “Pero es que yo soy Emanuel Ravelli.” “Entonces no es nada raro que te parezcas a él”. El cortocircuito en la atemporalidad se produce porque todavía hoy existe una concepción cartesiana del sujeto que se rompe cuando la realidad muestra la existencia de una idea preconcebida, una idea a la cual el sujeto se parece, y de la cual parece participar. Pongamos el mismo ejemplo con un caso más cercano: nos encontramos un viejo amigo que hacía mucho tiempo que no veíamos, su rostro está cansado, su mirada gris, y le decimos: “pareces un proletario oprimido”. Y él nos contesta, “es que soy un proletario oprimido”. Un lapsus nos recuerda a esa persona cuando no era un proletario oprimido, ahora una vieja imagen que debemos actualizar. En ese momento, nos damos cuenta que en realidad nuestro amigo de infancia ha asumido esa idea de proletario y la representa. Finalmente le contestamos: “Entonces es normal que te parezcas a él”, es decir, a esa otra cosa que tú has asumido, pero con la que puedes romper. El poder hegemónico estructura la realidad en nombre de la política y al margen de los individuos que la justifican.
Esa es la realidad política democrática que no sólo no hace política democrática sino que se atreve a regular los modos de goce de los sujetos, e introduciéndose por la vía moral, del deber, destroza los fundamentos más vitales del querer, del deseo, de la razón política original. Esa política que en nombre de la paz y de la victimización de inocentes, asesina a los mismos e interviene militarmente, en nombre del consenso representado de la ciudadanía, pero que en realidad responde a la ausencia de la razón política de los representados, ejerce el Poder por encima del pacto. Y esta es la realidad más actual, tan cierta y tan evidente que frente a la tiranía del poder de las políticas de Estado millones de personas se manifiestan en las calles de todo el mundo reclamando la política en términos humanos. Más allá de las políticas democráticas, el movimiento antiglobalización de principios del siglo XXI muestra el interés por las personas, más allá de las instituciones y del lugar que se les asigne, la suma de individuos se constituyen como el pueblo que reclama mundialmente su soberanía política, denunciando así su insatisfacción ante la representación política que se les presuponen, y dicen: ¡NO!, no a este modelo político, pero no renuncian a la política en términos de igualdad, ni al ‘derecho’ a la vida, ni a la paz por encima del derecho internacional que se abandera de guerras preventivas en su nombre. Entender el discurso psicoanalítico en términos de análisis político es, por ejemplo, comprender que la distinción freudiana entre el principio de la realidad (momento de fractura del sujeto respecto a lo Otro) y el principio del placer (potencia de satisfacción alucinatoria) podemos entenderlos respectivamente como, por un lado, el momento de la conciencia
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de lo político y, por otro, el momento en el que el sujeto imagina que posee aquello deseado, momento en el que se imagina que con lo político se puede alcanzar el propio deseo, ya sea de igualdad, de libertad, de justicia. Entre lo real y lo imaginario, más tarde, Lacan establecerá un tercer orden, el de lo simbólico, que media la relación de los dos primeros. Este orden simbólico está en un substrato más profundo que los otros dos, es la estructura “para todos los suelos de lo real y para todos los cielos de la imaginación”6. Lo real nunca anda sólo, pues en nuestra percepción queda representado por lo que Lacan denomina los juegos del espejo. Es decir, la imaginación desdobla al yo, y al padre, y a la ley, y a Dios e identifica y proyecta un doble. De tal modo que se acaba dando la espalda a la realidad en nombre de lo que uno ha deseado que esa realidad represente, la simboliza y eso es lo Real. Pero la estructura no es una única forma inevitable, una imposición del todo sobre las partes, sino al contrario, su naturaleza responde a la naturaleza de ciertos elementos atómicos que pretenden dar explicaciones a la vez de la formación de todos. Althusser definió el estatuto de la estructura como idéntica a la teoría misma y lo simbólico como la producción del objeto teórico original y específico en cada caso. Por lo tanto, cada estructura tiene su teoría que la precede. Y esta teoría se representa mediante el explicador que la simboliza: el Padre, el Príncipe, el Jefe del Estado, la Ley o el Maestro. Y a ese es a quien denuncia Rancière en El maestro ignorante, al explicador, mostrándonos la diferencia entre lo Real y la realidad, es decir, la diferencia entre representar al progreso y a la emancipación y emancipar. Muestra la diferencia de
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ambas estructuras. De ambos métodos. Sin importar cual sea cada uno de ellos, sino significando la importancia de saber distinguir cual de ellos se fundamenta en el principio de igualdad. Las fuentes de Rancière son, por un lado, el socialismo originario, el que buscaba la liberación consciente del hombre en general, la emancipación de la clase trabajadora respecto a la alienación ejercida sobre ella por la aristocracia y la burguesía industrial. Lejos del pensamiento marxista de los partidos comunistas dogmáticos del siglo XX, el interés de Rancière se ha ubicado en el movimiento obrero del siglo XIX. Pero no en el movimiento obrero como toma de conciencia de clase, sino propiamente como movimiento intelectual. Y esto nos remite a la otra fuente, al acto intelectual que permite a los seres humanos tener una visión sobre ellos mismos, desear una vida, sentirse capaces de romper con la que no les gusta y así ser capaces de vivir otra vida que la que el destino de la estructura les ha preparado. Es así como el discurso psicoanalítico adquiere importancia en la obra de Rancière, como un hilo de esperanza, pues se puede buscar el conocimiento del propio deseo alienando por la estructura y recuperar, a través de la inteligencia igual en todos los seres humanos, algo de la propia identidad. El análisis posibilita romper ese desplazamiento a la condición abstracta y atemporal. Y, mediante la libre decisión de las cosas más cotidianas, fracturar la cadena de los deseos impuestos, rompiendo así el reflejo del falso placer, estimulado por la simbología del placer de lo Real. En Rancière, el discurso afirmativo de la potencia política ilumina siempre a los sin nombre, a los explotados, a los sin papeles, al “resto”, como él mismo los de-
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nomina, es decir, a todos aquellos que no entran en el conjunto de los hechos, que no se tienen en cuenta a la hora de establecer las normas y los derechos de unos determinados grupos. Iluminando el olvido de la política (un olvido que por tratarse de política no puede justificarse. No estamos hablando de un lapsus, sino de un olvido consciente, de un sacrificio) o mejor dicho, Rancière denuncia los abandonados en nombre de los males con los que la política debe acabar. El poeta en su obra es el portavoz de lo más desagradable, el que expone la imagen más molesta, la del precio que todo buen cristiano o de cualquier religión debe pagar, el sacrificio de lo más vivo. Así, su pancarta muestra “el niño muerto”, la imagen real que en nombre de la estructura, el derecho internacional, simboliza el derecho ilimitado. Pero ese niño muerto también es el obrero marginal –el inmigrante, el expresidiario, los hijos de familias pobres, todos aquellos a los que el estado ofrece una oportunidad, ser contadosque se ha alienado en las filas del ejército, que vende su vida engañándose con la excepcionalidad del intercambio. En las filas de la clase hay menos sangre. Pero la humillación también existe, y la cesión de la propia conciencia y la aceptación del orden establecido es la alternativa histórica que se ha vendido a los menos marginados para evitar las oportunidades del estado. No hay que estigmatizar la enseñanza, sino darse cuenta que en ella otro mundo es posible. He ahí el ejemplo que Rancière nos propone a través de Jacotot. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual que no sólo tendría que ser garantizada por la institución educativa, sino que es el deseo de todo el que se forma. Por eso, hay que abonar ese deseo y no matarlo. En la práctica de toda
cura psicoanalítica se empieza por la libre exposición de hechos, donde la espontaneidad y la asociación libre son la clave inicial de la cura. Y este sistema del funcionamiento medico, la no censura de la espontaneidad del pensamiento, de la creación de sistemas de relaciones es la clave para Rancière de la verdadera formación, de la emancipación. Sí, la formación es subjetiva, es decir, la realiza cada individuo, le da el tono, el matiz, es el miembro vital, por lo tanto tiene la virtud de poderla cambiar donde cambio es identidad, ahí está la libertad. Ahora bien, una vez dicho esto, es necesaria una estructura que posibilite el tiempo y el modo necesario para esa formación del modo más neutro posible. Y eso ya es más complicado. La Institución educativa está cargada de connotaciones políticas, donde política quiere decir pacto hacia un interés determinado. En la que, para empezar, el pacto entre las partes interesadas brilla por su ausencia. Excepto que el pacto sea entre la institución educativa y los padres. Pero entonces, el pacto tendría que ser para la formación de ambos, no para el niño que ellos están formando. En caso contrario, ésta tendría que estar estrictamente limitada a ejercitar el pensamiento y no al lugar privilegiado donde se ejercitan las primeras, y más importantes, censuras del pensamiento. Pensamiento es forma y se trabaja justamente en dirección contraria. No se enseña a leer, lo ajeno y lo propio, a escribir, es decir, a aprender el arte textual como modo de expresión del propio pensamiento. Se olvida que lo importante es el pensamiento, y se enseña a obedecer. Aquello que la institución educativa deja, por encima de todo claro es que hay que tener bien presente: quien manda aquí. Y la estructura del poder ideológico es la parte que de-
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cide por el todo, conservando la eterna diferencia, permitiéndole al alumno el poder de obedecer. Más que el poder de la educación se ejerce lo que Rancière denomina el poder de la domesticación. ¿Domesticación? Sí, salvo que nos quede un resquicio de autonomía que nos permita entender que una estructura del poder infranqueable: a) nos ayuda a pensar en otra dirección que deja sin agente sustentador de la misma estructura. Sin embargo, la domesticación triunfa si b) nos sumerge en la triste y paciente obediencia, tiñendo nuestra propia sangre de desasosiego, en impotencia que se transforma en enfermedad que se muestra mediante los constantes síntomas de malestar. Para Rancière, la esencia de la pedagogía-política emancipatoria se encuentra lejos de cualquier fuerza de poder que actúe en nombre de la voluntad General, y su correlato de soberanía popular a través de la aparente libertad e igualdad que es, en realidad, una transformación aparente que conserva la esencia que demuele al verdadero individuo emancipado. Así, de la vieja dictadura feudal (o del Antiguo Régimen) con la que se imagina romper el proyecto político moderno emancipatorio se pasa a una dictadura del Capital, o en su defecto a una dictadura de Estado, entonces de un género nuevo, hoy ambas emparentadas por el mismo deseo de la plusvalía. El deseo de producir, a través de la industria, cada vez más y más. La primera abrigada por el deseo liberal de poseer cada vez más por una poderosa clase capitalista. La segunda abrigada por el deseo comunista de una clase obrera de poseer el máximo excedente al precio del trabajo del pueblo. Ambas dictaduras se autodenominan democracia. Pero ¿qué sucede entonces con el deseo del demos? ¿No es la emancipa-
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ción la capacidad autónoma de elección del propio querer, deseo o razón, que nos permita incorporarnos en la vida social, en el todo, tal cual somos, sin el sacrificio de nuestra propia identidad? Entendiendo identidad como un tiempo de fractura con lo eterno, un tiempo finito, que significa cambio, que significa humanidad. Una fractura con la eternidad que como dice Heidegger, introduce el tiempo y con él la Historia que nos particulariza. Una fractura que rompe con lo que Adorno denomina la cosificación humana. Rancière rescata a Jacotot frente a “estos pedagogos reformadores que, como el preceptor del Emilio, extravían a sus alumnos para guiarlos mejor y balizan con astucia un recorrido de obstáculos que es necesario aprender a cruzar por uno mismo. Él los había dejado solos con el texto de Fénelon, una traducción –ni siquiera interlineal, al modo escolar– y su voluntad de aprender francés. Solamente les había ordenado cruzar un bosque del que ignoraba las salidas. La necesidad le obligó a dejar enteramente fuera del juego su inteligencia, esa inteligencia mediadora del maestro que conecta la inteligencia que está grabada en las palabras escritas con la inteligencia del aprendiz. Y, al mismo tiempo, había suprimido esa distancia imaginaria que es el principio del atontamiento pedagógico” (p. 18). De esta experiencia Jacotot aprende, junto a sus alumnos, que para enseñar matemáticas, o música, no es necesario saber matemáticas o música. Y nuevamente aparece el deseable cortocircuito. La no censura de la espontaneidad del pensamiento, de la creación de sistemas de relaciones es para Rancière la verdadera formación. Y añadimos que esta for-
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mación individual no dogmatizada, libre, es la condición de posibilidad de encontrar nuevos caminos para realizar posibles experimentos humanísticos que nos permitan el verdadero progreso. No un progreso tecnológico, que como bien nos han demostrado los hechos, más que ventajas –que algunas si que ha producido en el orden médico, siempre para una cuarta parte del mundo, claro,– nos ubica en un espacio del terror, en una amenaza constante por una guerra mundial en términos de bombas atómicas, bombas químicas de destrucción masiva, etc...sino un progreso que se asocie con términos como paz (y no paz en términos de guerra), como alegría (cumplimiento de los propios deseos), como igualdad (y no subyugación y obediencia), como libertad de identidad, de pensamiento, de manifestación y, sobre todo, libertad de acción en términos ontológicos (y no de circulación de capital), como justicia social (y no sociedad para que se ejecute la justicia). El progreso sólo puede hacerse en términos democráticos reales, mediante la autocrítica cultural. Y nunca subyugándose a la domesticación de la estructura ideológica que nos asigne el deseo que nos introduce en una vida rutinaria opresiva al margen de las razones individuales y de los deseos que las abrigan. Muchas veces no logramos ver nuestros propios errores, aquellos que nos llevan a la infelicidad, a la ausencia de alegría, a la guerra constante, a la sinrazón propia. Situar los topos, los lugares a través de los síntomas es un trabajo arduo y lento, pero el trabajo de análisis histórico, de crítica cultural, en general y en particular, en cada uno de nosotros, a través del discurso y el análisis de las propias relaciones es lo que la práctica pedagógica debe aportar para la emancipación del ser hu-
mano en términos de igualdad. Todos los seres humanos, dice Rancière, tienen la misma inteligencia. Todos pueden crear un discurso, una cadena de significantes cuya lógica interna sea para otra lógica una sinrazón. Pero eso es lo de menos, eso sólo es importante en la medida en que moleste la libertad en términos de igualdad. Lo verdaderamente importante es el papel que quiera ejercer esa razón, esa lógica, concreta respecto a sus iguales. En el lugar donde quiera situarse respecto a ellas. Y lo peligroso es cuando esa razón no tan solo quiera estar en una situación de superioridad, sino que quiere manipular las razones ajenas pretendiéndole EXPLICAR sus propias razones. Emancipación es libertad de elección de las propias razones. Ni Dios, ni Estado, la soberanía en política es del pueblo. Lo otro es simulacro de la política. Notas: (1) RANCIÈRE, J. 2003. (2) ALTHUSSER, L. 1996, pág. 118. (3) Es decir, cuando se designa una cosa con el nombre de otra que le sirve de signo o guarda con ella alguna relación de causa a efecto. O dicho de otro modo “cuando se produce un desplazamiento de la denominación fuera del plano del contenido conceptual. Este desplazamiento se mueve en los planos que corresponden al entrelazamiento de un fenómeno de la realidad con las realidades circundantes”(Lausberg, 1963). Por ejemplo, en la manifestación mundial contra la Guerra a Irak del 15 de febrero de 2003, en las calles de Barcelona se oía: “No a la Guerra” Y una voz masculina gritaba: “Mujeres que estáis en contra de la Guerra, gritad: ¡Guerra sí, pero para mi coño!” (4) RANCIÈRE, J. 1995
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(5) ZIZEK, S.,1992, pág. 25. (6) DELEUZE, G., 2000, pág. 302 Referencias Bibliográficas ALTHUSSER, L. (1996) Escritos sobre psicoanálisis. Freud y Lacan; trad. S XXI: Madrid. ______ (1977) Posiciones. Anagrama: Barcelona, 1977. DELEUZE, G. (2000) A quoi reconnaiton le Structuralisme?. En: CHÂTELET, F. (dir). Histoire de la Philosophie VIII. Hachette: Paris, p. 299-335. FREUD, S. (1998) El malestar en la cultura. En Obras completas, Vol. XXI; Trad. J. Etcheverry, Amorrortu: Buenos Aires, pág. 57-140 ______ El porvenir de una ilusión, Ibid, pág. 1-56 LACAN, J. (1984) Escritos I y II; S.XXI: Madrid. RANCIÈRE, J. (1995) La Mésentente. Polítique et Philosophie; Galilée: Paris, [Edición en español: El desacuerdo. Política y filosofia, Nueva Visión: Buenos Aires, 1996] ______ (1993) Los nombres de la Historia. Una poética del saber; Nueva visión: Buenos Aires. ______ (2002) La división de lo sensible, Centro de Arte de Salamanca. ______ (2003) El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual; Trad. Núria Estrach, Laertes: Barcelona. ZIZEK, S. (1992) El sublime objeto de la ideología; Trad. I. Vericat, Siglo XXI: Madrid. ______ (2001) El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política; trad. J. Piatigorsky, Paidós: Barcelona.
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Reseñas bibliográficas
Lo que queda de la escuela Antelo, E., Bertín, F., Duschatsky, S., Fernández, M., Frigerio, G., Larrosa, J., Redondo, P., Ríos, G., Serra, S., Southwell, M. Laborde Editor-Centro de Estudios en Pedagogía Critica: Rosario, 2003. Como cuenta su contratapa, “Lo que queda de la Escuela” es un libro que reúne once ponencias presentadas en agosto de 2002 en un Seminario organizado por el Centro de Estudios de Pedagogía Crítica para celebrar la aparición del número 10 de “Cuaderno de Pedagogía Rosario”. El texto no lo dice, pero además del nombre convocante, se les pidió a los autores que para su tarea echaran mano del cine, llamando a sus escritos de acuerdo a alguna película. La idea de poner a dialogar a la pedagogía con nuevos compañeritos no es nueva para ese colectivo. De hecho, Silvia Serra, en su artículo de Pedagogía Crítica Nº 4, hizo un llamado explícito al respecto. De esta forma, vamos a tomar ese guante para esta reseña, y pondremos a dialogar el libro con otro discurso que en estas épocas parece cada vez más vigente: la epopeya, o sea las historias de héroes, desde la mitología griega a las historietas. El libro cumple con ciertas reglas de género. En primer lugar, presenta un conjunto de héroes –los autores, sus textos, sus ideas– dispuestos a dar una batalla. Algunos registros parecen responder al héroe pasional –el Aquiles de la Ilíada, el
Franco de El Eternauta, el Wolverine de los Hombres X–, cuya fortaleza reside en sus impulsos, en sus cuerpos, en sus temperamentos. El texto de Estanislao Antelo al señalar el campo docente, el texto de Guillermo Ríos presentándose él mismo como una Carpablanca, Fabiana Bertín buscando a la escuela entre el humor y lo trágico, y Patricia Redondo moviéndose entre el desasosiego y la obstinación pueden ser ejemplos de esta posición. Otros parecen responder al héroe astuto –el Ulises de la Odisea, el Favalli de El Eternauta, el Batman de la Liga de la Justicia– cuya fortaleza reside en la razón, la mente y la sangre fría. Silvia Duschatsky y Myriam Southwell con su apuesta a la alta teoría, y María del Carmen Fernández y Silvia Serra permitiéndose pensar con cierta objetividad temas lacerantes como la exclusión social y educativa son sus ejemplos. También están los héroes “amigos” que vienen de lejos, “después de hora”, a ayudar –Jasón reclutando a los Argonautas, la Liga de la Justicia convocando a su predecesora Sociedad de la Justicia–. Los registros de Graciela Frigerio y de Jorge Larrosa responden a esta caracterización. A su vez, invocan enseñanzas previas, maestros ancestrales –Sigmund Freud, María Zambrano–, oráculos y premoniciones. Ubican y se ubican en la cadena de la sucesión. Pero sobre todo, el libro parece ser en su conjunto un héroe piadoso –El Eneas de la Eneida, el Héctor de la Iliada, el
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Juan de El Eternauta, el solitario Hombre Araña–, cuya fortaleza radica en el deber y en la moral, en la necesidad del cumplimiento de la herencia y la transmisión. “Ojalá estas palabras sí sean leídas como una búsqueda a no renunciar al vínculo entre escuela, ética y justicia”, sostiene Southwell no casualmente en la última página del libro. Parten de una certeza: “Algo queda de la escuela” que debe ser trasmitido, pasado, contrabandeado. En los casos en los que nos cuentan historias –el exilio de Zambrano de Larrosa, la historia de Susana la directora en Redondo, el propio Ríos teniendo que escribir el artículo–, éstas parecen sucederse en laberintos –otro clásico de la epopeya– que pueden terminar en el cumplimiento del destino o en su interrupción, en la dama o en el tigre, en la palabra o la muerte. Como Eneas de Troya, Larrosa nos pone en la piel de Zambrano huyendo de la España fascista para proteger lo mejor y Redondo en la de Susana queriendo ayudar a Chiqui el poeta a escapar a su condena social de abridor de puertas en Constitución. El otro tópico del género epopeya que recorre el libro –y que acabamos de adelantar en el último párrafo– es la existencia de un objeto valioso –salvar el mundo, rescatar a Helena, recuperar el vellocinio de oro, destruir el anillo de Frodo, poseer el martillo de Thor– que mueve a los héroes. Obviamente, este objeto es “Lo que queda de la escuela”. En ese sentido, al terminar de leerlo, el lector se siente convocado a sumarse a la Legión y salir con ellos en la búsqueda. Particularmente, creo que lo queda de la escuela son sus inmundicias, lo que en la tradición monacal medievalista se refiere al “laboro inmondo”: el resultado de habitar el aquí y ahora, es lo que la escuela suda, expela, excreta. Son sus partes más humanas y
más vividas, más corporales y mundanas, más sensoriales y pasionales, resultados de su vivir y hacer. Son los cuerpos que la transitan “cantando sudores”, en la feliz expresión de Silvio Rodríguez. Nos quedan otros elementos a analizar –los linajes, los uniformes, los enemigos– pero para terminar digamos que muchas veces las epopeyas tienen una continuación que la vuelve saga. A los fanáticos nos cuesta imaginar que Ulises no volvió a lanzarse al mar luego de volver a Itaca, y preferimos pensar que las quemas de bibliotecas posteriores no nos dejaron saberlo. No siempre son tan buenas las segundas partes como las primeras, a veces las tragedias dan lugar a comedias, pero otras constituyen relatos en cadena inolvidables. En este sentido, quedamos a la espera de “Lo que queda de la escuela II”. Esta primer entrega permite presagiar nuevos y viejos héroes, otros objetos a buscar, y renovadas aventuras. PABLO PINEAU Universidad Nacional de Luján. Educar: Rasgos filosóficos para una identidad. Laurence Cornu, Stephane Douailler, Graciela Frigerio, Gustavo Lambruschini, Etienne Tassin, Patrice Vermeren. Saberes Clave Para Educadores, Editorial Santillana: Buenos Aires, 2002. Este libro contiene la compilación de cuatro artículos donde los autores debaten acerca de la identidad de los educadores del futuro. Para plantear esta identidad, el recorrido girará alrededor de los rasgos filosóficos de la misma. Este recorrido supone una reflexión sobre el pensamiento que los autores nombran como “... pensar
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lo que pensamos, pensar lo que decimos, pensar lo que hacemos, pensar lo que ignoramos”. El texto nos invita a incursionar en tierras desconocidas, de personajes insólitos de nombres raros –nos dicen– pero principalmente de conceptos nuevos. Esta novedad estará dada por la paradójica recuperación de viejas nociones, de antiguos conceptos, de empolvadas categorías, intentando hacer diferencia con ellas. ¿De qué manera? Introduciendo la dificultad de dar un paso más allá de lo pensado, tornando desconocido lo demasiado sabido –o como hemos escuchado sabiamente decir– pensando contra uno mismo. El encuentro con el texto pareciera plantearse como parte de una tarea filosófica. Tarea que estará dada por la creación de ideas nuevas para conceptos viejos y al mismo tiempo, por la articulación entre filosofía, educación y política en el intento de relevar prácticas y discursos que atañen al contexto escolar. Las vías por las que se ahondan los escritos de este texto nos llevan a pensadores antiguos poderosamente actuales, como es el caso de Hesíodo o Aristóteles, y a otros tan actuales como futuros, como es el caso de Hannah Arendt. Los distintos capítulos versan sobre el Educador: Una identidad filosófica, la Responsabilidad, experiencia, confianza, la Autoridad, razón, contrato, la Igualdad, comunidad, emancipación, y un anexo sobre Poder, autoridad, violencia y acción política (la crítica arendtiana de la dominación). Graciela Frigerio nos dice que “Estas categorías abordan sendos fenómenos que son momentos determinantes del fenómeno de la educación, que operan en prácticas y discursos educativos aun sin que se tenga la conciencia lúcida de su ocurrencia. El programa de
volverlas reflexivas aboga para que se haga una lectura de ellas tanto en términos de la filosofía política como en los términos de la filosofía de la educación”. La educación está atravesada por conceptos, modos de ver la realidad, el espacio, lo externo, lo interno, el tiempo. El mérito del libro es hacer que los conceptos o categorías en él trabajados, transformen el pensamiento en algo más que una simple opinión o un comentario, abriendo nuevamente el interrogante de preguntas fundamentales para el sujeto, como ser: ¿de donde vengo?, ¿quien soy? y ¿a donde voy? FABIANA BERTIN Centro de Estudios en Pedagogía Crítica. Para una historia de la enseñanza de la lectura y escritura en Argentina. Del catecismo colonial a La Razón de Mi Vida Héctor Rubén Cuccuzza (dir.); Pablo Pineau (codir.) Braslavsky, B., Bottarini, R., De Miguel, A., Spregelburd, R., Linares, M., Ossana, E., Colotta, P., Somoza Rodríguez, M. Editorial Miño y Dávila, Bs.As, 2002. Este libro, aporte fundamental al debate pedagógico contemporáneo, reúne los resultados del Proyecto HISTELEA (Historia Social de la Enseñanza de la Lectura y la Escritura en la Argentina), llevado a cabo por el equipo de Historia Social de la Educación del Departamento de Educación de la Universidad Nacional de Luján. Partir de una perspectiva “social” de abordaje de la historia de la educación, en este caso recortando la historia de la enseñanza de la lectura y la escritura, no es un dato menor. Implica, como los autores
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se encargan de señalar, una modalidad de trabajo que abandona el estudio de las ideas pedagógicas, instituciones educativas, legislación, biografía de pedagogos ilustres, como objetos privilegiados y exclusivos de análisis, para habilitar el ingreso de las articulaciones y diálogos que la educación establece con el resto de las esferas de lo social. A partir de aquí, desde esta pista de despegue, nos es propuesto un recorrido que, al distanciarse de visiones evolucionistas y reduccionistas, rescata la conflictividad e historicidad del campo pedagógico. Las investigaciones y producciones teóricas que se ponen a nuestra disposición, no están orientadas por una búsqueda de tipo “didáctica” del mejor método de enseñanza, sino que las preguntas se encuentran direccionadas por la intención de comprender los procesos y sucesos por los cuales dichos métodos fueron configurando su hegemonía, independientemente de que hayan sido o no los mejores en cada momento histórico considerado. Así, poder y conflicto, como elementos transversales en este abordaje históricosocial, atravesarán las páginas de la obra en su conjunto, poniendo en cuestión la neutralidad de la cultural yuxtaposición entre lectura y escritura y de nuestra constitución misma como lectores y productores de trazos. Desde el catecismo colonial y el catón cristiano a La Razón de Mi Vida, pasando por las continuidades y rupturas producidas por los catecismos patrióticos, la breve introducción de El contrato social en las escuelas en los tiempos de la primera Junta, la relación entre alfabetización y ciudadanía y el potencial emancipatorio, a la vez que disciplinador, surgido de la articulación entre lectura y polí-
tica, nos encontramos aquí con trabajos que apuntan a rescatar cuestiones que nos interpelan desde nuestro lugar de sujetos producidos por y productores de huellas escritas. El papel de las editoriales y de las políticas sobre el texto escolar, los avatares del libro Corazón en nuestras escuelas argentinas, la “letra” como dimensión tecnológica conjugando a su vez una ética y estética determinada, la problemática de la libre expresión en la “escuela nueva” y demás elementos constitutivos de la lectura y la escritura, abandonados en el lugar de lo residual durante años, llegan a nosotros como señales e interrogantes desde los bordes, ahora centralizados, de la historia de la educación en Argentina. MA. PAULA PIERELLA Centro de Estudios en Pedagogía Crítica. Reformas y Contrarreformas, Políticas de Salud Mental. José María Alberdi. UNR Editora. Rosario 2003. Nos encontramos en este texto con un trabajo de archivista, con la elaboración de un documentalista que a partir de la recopilación de datos nos muestra la historia de la locura en Argentina. Esta historia no sólo cuenta los avatares de las discusiones políticas sobre salud mental, sino la producción y entrecruzamiento de las diversas posiciones respecto de sus reformas. Este libro, refleja las preocupaciones del autor, desde la elección de su tesis de maestría en la escuela de Servicio Social de la Universidad Federal de Río de Janeiro (Brasil), a su inserción como traba-
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jador social en el campo de la salud mental. El recorrido exhaustivo y pormenorizado encuadre de las concepciones en salud mental desde la óptica de las reformas nos da la impresión de ver desplegadas sobre el papel las intrincadas posiciones de los actores que sostuvieron las diversas reformas en la salud mental. Trazar las coordenadas, perseguir su constitución y las transformaciones, de alguna manera, hacer la historia de la emergencia de este dispositivo en Argentina, y específicamente sobre la relación que determina es uno de los aspectos que dibuja Alberdi. La lectura de este texto nos lleva a situar el campo de la medicina mental como campo político, expresando en acto las condiciones en las cuales la salud se constituye como una cuestión de Estado. La posibilidad de la interdisciplinariedad, en razón de plantear la deconstrucción de distintos campos del saber que habilitan la producción de argumentos científicos por los que el Estado distingue entre salud y enfermedad, regulando la distribución de ciudadanía, da el marco general y más amplio en el que se inscribe la interrogación sobre cuáles son las formas de hacer en política. Alberdi nos implica en lo que significa preguntarse cuáles son las condiciones para que aparezca un tipo de subjetivación capaz de representar la potencia simbólica y la eficacia estratégica de los discursos. Los modelos de gestión y organización de los efectores de salud, la implementación de servicios de psicología en ellos, la gestión y organización de institutos neuropsiquiátricos, darán el contexto que permitirá evaluar y plantear los problemas que refieran a políticas públicas en el área de Salud Mental.
Las legislaciones, normas y planes en los países de occidente, hasta mediados del siglo XX, en su mayoría se limitaban a normatizar y regular las prácticas psiquiátricas institucionales focalizadas en la peligrosidad del enfermo mental, y como fundamento de la protección de la sociedad; los argumentos que consolidaban estas posturas han basado su eficacia con dispositivos (entendidos desde las conceptualizaciones de Foucault, Castel, Galende, entre otros autores, como dispositivos de poder que implican tecnologías de dominación) que no pueden deslindarse de la producción de la subjetividad moderna; es decir el sujeto de la razón. A partir de los años 50 la psicofarmacología desarrolló un nuevo modelo asistencial, pero los planes continuaban teniendo como eje el encierro (del asilo al chaleco químico); las regulaciones del quehacer en salud mental proporcionaban la solidificación de la separación entre lo normal y lo patológico, y a partir de esta distinción, la distribución de ciudadanía. En los años 60 y 70 se produce un proceso tendiente a modificar el modelo de control de los síntomas psiquiátricos y de las condiciones del sistema asilar. Desde Italia, Inglaterra y USA se comenzó un tránsito hacia la desinstitucionalización y la revisión de los postulados, incluidos los dispositivos de poder, que regulaban la atención de los llamados “enfermos mentales”. El movimiento antipsiquiátrico tuvo su extensión en América Latina, y en particular en Argentina se intentaron crear modelos alternativos al custodial gestando dispositivos comunitarios aptos para la atención de los pacientes en el marco de legislaciones adecuadas para que funcionen como soporte; un ejemplo de esto es la Ley de
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Salud Mental de la Provincia de Río Negro y algunos avances en las legislaciones de Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires. Aún con las críticas que emergieron en los últimos años, y las “buenas intenciones” de muchos de los que han participado en la elaboración y revisión de las leyes, planes, programas y teorizaciones en Salud Mental, este libro es imprescindible a la hora de conocer “las maneras en que se procesaron las reformas privilegiando las periodizaciones subrayadas, sus tendencias, sus implicaciones, sus fracasos y last but not least que el proyecto de desmanicomialización continúa vigente a pesar del relativo agotamiento de las energías utópicas y de las políticas sociales que la sustentan”. En esta línea de pensamiento es necesario resaltar –al menos como concepciones en las que se anclará el texto– términos de significación distinta –en el marco general de la exclusión social– que diferencian: estigma, segregación, autoexclusión, rechazo, apartamiento. Significaciones que generan fractura social, fragmentación e individualismo negativo. Es decir, debilitamiento del tejido social, la solidaridad, la formación de colectivos y de lazos. El “enfermo mental”, “el loco” como figuras de lo social, como representación de lo segregado, “el desvío que fija la norma” es también el objeto de prácticas concretas que se referencia en algunas de estas concepciones. “Reinventar las prácticas” constituye el subtítulo no impreso de este generoso estudio de José Alberdi; repensar en clave de “utopía del disenso”: “...más que incluirnos dentro de un consenso aséptico, creo que debemos partir también en el registro de lo antimanicomial, para la búsqueda del disenso perdido, justamente
para ampliar el discurso de lo posible y promover un nuevo imaginario de reformas, ausente contemporáneamente si somos rigurosos en el análisis”. EUGENIA PIAZZA Centro de Estudios en Pedagogía Crítica Enseñar hoy. Una Introducción a la Educación en Tiempos de Crisis. Inés Dussel y Silvia Finocchio compiladoras. Fondo de Cultura Económica: Buenos Aires, 2003. Este libro reúne un conjunto de escritos provenientes de encuentros realizados por el área de Educación y Sociedad de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) bajo el nombre de “La escuela en la crisis”. Estos encuentros convocaron durante el año 2002 a maestros, profesores y profesionales que trabajan en el campo educativo, para reflexionar sobre las funciones de la escuela en la crisis actual. Los artículos que aquí se reúnen acuerdan en afirmar que en nuestro país se han experimentado en las últimas décadas, cambios estructurales. Palabras como sociedad moderna, igualdad, integración y educación funcionaron –nos dice Guillermina Tiramonti en el prólogo del texto– a modo de patrones identitarios que permitieron a muchas generaciones de argentinos darse una representación de sí mismos. En la actualidad, la fotografía dista bastante de aquella idea. Índices de pobreza y desempleo, desnutrición infantil, chicos que trabajan, violencia que día a día gana las calles y las escuelas, desprestigio de la política, debilidad del Estado, son solo algunos datos que se enu-
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meran para mostrar el quiebre, la ruptura, la magnitud de las transformaciones a las que nos enfrentamos. Decimos entonces, la forma de representarnos a nosotros mismos ha cambiado –como país, como docentes, como alumnos. Es difícil dar cuenta de las causas de estas transformaciones, sin embargo algunos arriesgan: la pérdida del lugar hegemónico que otrora ocuparon instituciones tradicionales como la Familia, la Escuela, el Estado; lugares que durante mucho tiempo, supieron funcionar como espacios de subjetivación. Ahora bien, la pregunta a la que todo pedagogo se enfrenta cuando se dispone a enumerar diagnósticos es ¿qué hacemos entonces? Lejos de correrse del lugar de las recetas, cada uno de los autores que componen este libro se larga al ruedo, y el resultado es la posibilidad de pensar formas de intervención que permitan generar cambios en la situación en la que estamos, interrumpiendo de este modo la simple recurrencia de las palabras crisis, malestar, destitución. Veamos: Inés Dussel nos dice que de lo que se trata es de insistir con la política, hay que “repolitizar la escuela”, para lo cual será necesario recuperar lo singular de la transmisión de la cultura. Enseñar, más y mejor, porque transmitir es nada menos que instalar la pregunta por la igualdad, por el lugar de pares en la configuración de una sociedad. Estanislao Antelo reflexiona sobre las desafiladas herramientas pedagógicas, sobre lo que queda de las viejas estrategias con las que la escuela supo hacerle frente a reiteradas “crisis”. Se trata hoy, de conseguir “hacer diferencia con el
resto”, “solo si la escuela no pierde de vista la potencia educativa del verbo diferir, podrá ubicarse con vigor en la batalla”. Graciela González incomoda reflexionando sobre la infancia, ¿los niños ya no traen el pan bajo el brazo? ¿Qué queda de los privilegiados, los que estaban en estado de gracia...? Reforzar y esforzarse parecen ser tarea para los adultos. Hay aquí el relato de una experiencia que pone en escena al libro, objeto privilegiado a la hora de indagar en las herencias, los legados, y las formas de pasaje en el tiempo. El libro es una herramienta privilegiada para sostener, en tiempos aciagos, el pensamiento y la creatividad. Maestros, directivos y una comunidad movilizada, forman parte de este proyecto... Son adultos vulnerables, al decir de Perla Zelmanovich, pero no por eso con menos responsabilidades, “es esa diferencia, esa distancia, esa asimetría con los adultos que habitamos las escuelas la que resulta imprescindible reactualizar y ejercitar en tiempos de conmoción cultural”. No es posible equiparar fragilidades. El adulto debe encarnar el lugar de un Otro disponible. Nuevamente, adultos que puedan ser sostén y mediación. Casi sin quererlo es aquí la pregunta por el lugar de los adultos la que se echa a rodar. Patricia Redondo afirma contra todos los diagnósticos actuales, que la pobreza no implica destino, determinación. Como buena educadora propone obstinarse, no darse por vencido a pesar del desasosiego que implica trabajar en contextos de pobreza. La escuela puede ser un espacio inclusivo. Para Silvia Finocchio de lo que se trata es de “mantener las apariencias”. Si a la escuela se le han caído las máscaras, será hora de volver a inventarlas, la es-
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cuela debe “seducir, insinuar, aparentar o prometer”. La ficción no es aquí un mero engaño, sino la forma misma en que se estructura el funcionamiento del campo social. Silvia Duschatzky indaga en las transformaciones del tiempo. La forma en que pensamos la transmisión de la cultura está asociada a una representación “moderna” del tiempo. Repetición, largo plazo, continuidad, progreso y futuro eran nombres que daban sentido a una forma de pensar la enseñanza. En tiempos en que la fluidez desplaza a la permanencia y a la solidez, debemos pensar nuevos modos de educar, modos que permitan activar el pensamiento, y afectar subjetivamente. Adriana Puiggrós toma parte en la comunidad universitaria. Hay allí, nos dice, deudas pendientes. La pregunta por cual es el país que proyectamos, por lo que queremos legar a nuestros hijos, es una de ellas. La reforma de la educación superior se debe además una reflexión sobre el papel que las tecnologías debieran estar llamadas a cumplir. Para Pablo Pineau no son horas estas de simple voluntarismo, ni de depresiones inmovilizadoras. La escuela debe derivar lo que la excede, pedir ayuda, aceptar que hay cosas que quiere hacer y no sabe cómo, y fortalecerse como espacio específico y placentero de transmisión de la cultura. Por último, Luis Cabeda juega con el nombre de un Centro Cultural organizado por una escuela, “Coparte” es una apelación directa para que de algún modo volvamos a copar la escuela...”. Copar significa envolver, llenar, rodear, proteger, el Centro Cultural es una especie de oasis en el desierto. Copar también significa sorprender, que la escuela nos sorprenda, que la escuela pueda ser copada.
Dos cuestiones aparecen con fuerza en el libro: – El campo de la transmisión de la cultura encierra hoy más preguntas que respuestas. Se cruzan allí conflictos, normas, mandatos y tradiciones. Pero es a la vez, un campo que articula generaciones, es decir, proyectos, pasados y futuros. Campo donde lo social, la herencia transmitida, comparte territorio con lo político, con aquello por ser y por hacer, con lo que tiene el nombre de no ser aún. Con los por-venir como los llama H. Arendt. – El lugar de la política pública, como espacio en el cual se toman decisiones, donde la discusión sobre el valor y el sentido de la escuela tiene un peso significativo, en tanto lugar donde se imparte justicia, se garantiza la inclusión y se deben asumir responsabilidades. ¿Cómo devolver la idea de que en la escuela se pueden construir otros futuros? ¿Cómo instalar la idea de que algo de lo que allí sucede puede resultarnos inquietante? Enseñar. En este libro el destino no está marcado –ni por la pobreza, ni por la ausencia-desdibujamiento del Estado, ni por lo que parece exceder, desgastar, no dar más en la escuela. Quizás cuando las cartas están echadas, se trata de pensar cuales son las mejores jugadas que vamos a realizar. Enseñar hoy es en este sentido una invitación a no abandonar el juego, una recuperación del valor de la apuesta.
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PAULA MARINI NATALIA FATTORE Centro de Estudios en Pedagogía Crítica