Índice Portada Dedicatoria Prólogo de Luis de Guindos Jurado, ministro de Economía y Competitividad del Gobierno de España Presentación del autor a cargo de Iñaki Gabilondo Introducción Capítulo 1. Los próximos diez años Capítulo 2. No una, sino dos recesiones antes de 2020 Capítulo 3. Inflación primero (2013-2014), deflación después (2016-2017) Capítulo 4. Historia de tres depresiones… sectoriales Capítulo 5. Verano de 2011 y los aromas prematuros de recesión Capítulo 6. La rentabilidad de las inversionesmueve el mundo Capítulo 7. Qué es lo que dicen los datos actuales y por qué hay una nueva recesión a la vista Capítulo 8. Productividad y beneficio empresarial Capítulo 9. Qué están descontando actualmente las bolsas y cómo sobrevivir a sus altibajos Capítulo 10. La guerra del euro no tendrá lugar Capítulo 11. La fase aguda de la crisis en los países emergentes está por llegar... Capítulo 12. Brasil: un accidente a la espera de producirse Capítulo 13. ¿Cabe la economía mundial en el balance del banco central chino?
Capítulo 14. Conflictos regionales entre países emergentes Capítulo 15. El Mediterráneo, ¿convertido en zona de libre comercio? Capítulo 16. Sístole-diástole del proceso de estancamiento: la capitalización de los bancos Capítulo 17. ¿Quién hundió a las cajas de ahorro? Capítulo 18. ¿Democracia real o democracia censitaria? Capítulo 19. La situación y el futuro de la economía española Bibliografía Agradecimientos Notas Créditos
A las dos María de los Reyes, madre e hija, y a Oto. A doña Tere, maestra del relato
Prólogo
Es para mí un placer prologar este libro de Juan Ignacio Crespo, hasta hace poco director europeo en Thomson Reuters y conocido periodista económico por sus frecuentes apariciones y publicaciones en diversos medios audiovisuales y de prensa escrita de nuestro país. En este libro de Juan Ignacio se nos presenta un ejercicio ambicioso y lleno de hipótesis estimulantes, y también atrevidas. En él el autor conjuga, por una parte, el análisis de innumerables cuestiones cercanas y de gran actualidad (entre ellas, la persistencia del desempleo y la necesidad de reorientar nuestra economía hacia nuevos sectores de actividad comercializables y capaces de acumular fuertes ganancias de competitividad, o la crisis de deuda soberana de la eurozona). Nos muestra también una amplia visión global respecto de lo que, a su juicio, nos aguarda en el horizonte económico de esta década y de la hoja de ruta orientativa que deberían aplicar los gobiernos para salir de la actual crisis y evitar el peligro de una nueva recesión. Los lectores del libro podrán coincidir o no con las hipótesis y conclusiones del autor. En cualquier caso, el libro presenta al menos tres grandes virtudes. En primer lugar, las hipótesis arriesgadas, en muchos casos heterodoxas, como las que propone Juan Ignacio Crespo en su obra, estimulan el pensamiento y contribuyen a hacer avanzar la ciencia económica desde posiciones ajenas a los paradigmas preestablecidos. En tiempos como los actuales, en los que gran parte del conocimiento previo se ha manifestado como infructuoso, cuando no contraproducente, para afrontar las actuales fluctuaciones cíclicas de nuestra economía, esta virtud es por sí misma encomiable. Adicionalmente, Crespo aplica en este libro el método histórico. Para ello analiza lo acontecido en las bolsas de valores y durante crisis previas en países tanto emergentes como desarrollados. Esta metodología histórica, injustamente postergada en la mayoría de los programas de las principales instituciones académicas, tiene un enorme valor. No en vano la experiencia histórica es uno de los pocos (por no decir el único) laboratorios de que dispone la ciencia económica.
Por último, el autor emplea profusamente el análisis que él mismo denomina «dígalo con gráficos» y que se ha convertido ya en su seña de identidad. Existen defensores y detractores de esta metodología; sin embargo, es incuestionable que esto le permite hacer accesible su obra a todos aquellos, expertos o no, interesados en tener una visión novedosa de los fenómenos que en ella se describen. Espero que la lectura de Las dos próximas recesiones les resulte tan grata como me ha resultado a mí. El valor de ejercicios como el que representa este libro no deberá medirse a la luz del acierto en sus previsiones. La historia siempre nos sorprende con twists and turns, con vueltas y revueltas inesperadas que pueden dar al traste con cualquier predicción. Su valor reside en el enriquecimiento del debate que se viene estableciendo para afrontar la difícil tarea que tenemos por delante: dar salida a la actual crisis y terminar con su principal lacra, el desempleo.
LUIS DE GUINDOS JURADO Ministro de Economía y Competitividad Madrid, 31 de enero de 2012
Presentación
La música y las matemáticas comienzan en los números y, a partir de cierto punto, se adentran en el misterio. Nacen en la lógica y terminan en lo desconocido. De las cuatro reglas hasta más allá de Einstein. Para los que somos de letras, las matemáticas entran en lo desconocido nada más empezar. Y los números hablan un idioma que se hace indescifrable en cuanto se alejan de lo que podemos abarcar para nuestro uso vital. Incluso si soñamos despiertos. En nuestra limitación, los números son algo abstracto a partir de —pongamos— el décimo cero. Sabemos que hay más, claro, pero como sabemos que la Tierra viaja en el espacio a cien mil kilómetros por hora. Algo así, cosa de locos. En los últimos años, sobre todo desde el desplome de Lehman Brothers, los grandes números se han hecho de nuestra familia. De hecho, la década ya nació avisando de que tendríamos que repasar la aritmética. Recordemos la implantación del euro, que alteró nuestra capacidad adquisitiva sin que nos diéramos demasiada cuenta porque estábamos muy ocupados en aprender a multiplicar por 166’3862. Sólo era la primera lección. Los cursos siguientes, durísimos, han llevado al ciudadano común a tratarse de tú con asuntos como las primas de riesgo, las agencias de calificación o los derivados financieros. Este acercamiento ha tenido por virtud comprobar el alto grado de camelo que rodea un mundo que creíamos más sólido. O, dicho de forma más precisa, cuán relativo es lo que se nos ha presentado como absoluto. Las reglas de oro de la economía se disfrazan de verdades físicas indiscutibles, como si fueran la ley de la gravitación universal, pero no son sino piezas de mecano de la política, herramientas de la política, consecuencias de la política. No obstante lo cual, las cifras de la macroeconomía se han adueñado de nuestra realidad como verdades sacramentales. Los periódicos, las radios, las televisiones, cuyo destino es el gran público, ya nunca mencionan los datos numéricos que maneja la gente. La verdad es la cuenta de los Estados, no la de los habitantes de los Estados. Sin tiempo para hacer la digestión, hemos pasado de contar con los dedos a saber que el billón anglosajón es mil millones. Pero, sobre todo, el ciudadano de infantería ha hecho dos grandes descubrimientos: el primero, la globalización. Si un granjero de Dakota del Norte no puede pagar su hipoteca, el rebote nos puede llevar al paro o comerse
nuestros ahorros. El segundo, la democratización de la ignorancia. Nadie entiende nada. Los vaticinios de los expertos merecen la misma atención que los de los astrólogos. Salvo en el caso de Juan Ignacio Crespo. Permítanme una digresión. A lo largo de mi vida profesional he conocido a un gran número de especialistas en economía. A todos he escuchado con la máxima atención y todos me han enseñado mucho. Pero, sobre todo, los que conectaban sus conocimientos con la sociedad y los que se atrevían a dudar. Allá por los años setenta, esta materia no figuraba nunca en las programaciones de los informativos radiofónicos, que daban sus primeros pasos en libertad. De cuando en cuando aparecía el único que parecía existir, Manuel Funes Robert, al que la radio española debería hacer un monumento. Luego, en los primeros ochenta, tuve la suerte de contar con Enrique Fuentes Quintana, al que convencí para que viniera una vez al mes para enseñarnos los principios básicos de la ciencia económica. Nos explicó con suma claridad el círculo cerrado de hechos, datos ciertos, percepciones, miedos e ilusiones que crean o destruyen la confianza, la piedra angular que sostiene el edificio. Nos gustaba porque le entendíamos. Y le entendíamos porque detrás de sus análisis estaban los hombres, cuyos comportamientos importaban como sujetos agentes. A partir de los noventa empezó a rugir la marabunta y la economía, como todo, se fue a la guerra con sus recetas y comentarios como armas. Es cuando empezó a desaparecer la gente y cuando la economía —y la política, y el periodismo— se emancipó de la vida e inició su viaje hacia el quinto pino. De ese tiempo pedregoso, tan adverso para la ecuanimidad, procede mi otra gran referencia de autoridad, Joaquín Estefanía. Un hombre capaz de saber y de dudar, de hablar y de escuchar, con ideología y sin dogmatismos. Y con la sociedad y los ciudadanos como prima y última ratio. Volvamos a Juan Ignacio Crespo. Puede parecer contradictorio que, tras expresar mi iración a Fuentes Quintana y Estefanía por su, digamos, sensibilidad social, me reconozca devoto de un analista tan frío y aséptico en sus valoraciones y pronósticos como Crespo. Pero ni hay tal contradicción ni Crespo es tan frío y aséptico. Cuando le conocí, en CNN+, quedé fascinado por su personalidad y la originalidad de su mirada profesional. Partía de los datos de la actualidad económica, que conocía con gran detalle, pero no se dejaba cegar por ellos. Los echaba a pelear con la historia para bajarles los humos y arrebatarles todo valor de acontecimiento. Enfrentado con el pasado, con sus ciclos, series y secuencias, el presente parecía menos amargo y el futuro se iluminaba. El efecto
que producían sus intervenciones era, como todo cuanto nos ayuda a relativizar, desdramatizador. Algunos contertulios lo escrutaban con curiosidad, tratando de averigüar si sus observaciones escondían un punto de ironía. Y seguramente sí. Pero sospecho que es ironía esencial, de escéptico profundo, alimentada además por la información que obtiene de los antecedentes. No sé si su impavidez y el finísimo humor que gasta son de nacimiento, ni si siempre tuvo el aspecto de Mr. Belvedere de visita en Oxford, o si su descreimiento procede de pasados fervores caídos. Lo seguro es su convencimiento, avalado por los datos, de que el ser humano tiende a repetir sus comportamientos. Hoy como ayer y como mañana, el hombre actúa de parecida manera ante la prosperidad, la crisis, la depresión. Los gráficos no son por tanto un gélido conjunto de curvas sino una especie de electroencefalograma social. Con el diagnóstico y el historial médico en la mano está más que legitimado el pronóstico. Un pronóstico que no es ni determinista ni fatalista, pero que viene bien considerar porque una de las constantes de la conducta social es su tendencia a insistir en el error y hacer caso omiso a su propia experiencia. En una época de espesas nieblas, cuando el horizonte más lejano está a cinco metros o tres meses y todos vivimos atropellados en una coyuntura histérica, la voz de Crespo suena solvente, serena y aportadora. IÑAKI GABILONDO, periodista
Introducción
Decía Niels Bohr, uno de los padres de la física atómica, que era «muy difícil hacer predicciones, y más sobre el futuro». Sin embargo, este libro va a cometer la imprudencia de hacerlas. Además, con un método que se basa fundamentalmente en el carácter repetitivo de todos los procesos económicos, por más que discurran en períodos históricos muy diferentes ya que, al fin y al cabo, quienes vivieron hace cien o doscientos años (por no decir mil o dos mil) no eran tan distintos de los que vivimos ahora. Y no sólo es que fueran igual que nosotros, sino que además se encontraron con un entorno en el que todo respondía a las mismas leyes fundamentales, con la regla del tipo de interés compuesto como la reina, y a los mismos estímulos que están presentes en el momento actual y en los que el comportamiento maníaco-depresivo desempeña un papel fundamental. Dicho comportamiento se caracteriza por la ciclotimia, un estado que alterna la euforia inversora con la depresión cuando hay pérdidas; que contrapone los momentos de crecimiento y los de recesión; que se exalta con las expectativas creadas por los inventos y las nuevas tecnologías y se decepciona al comprobar que éstas no se cumplen, por lo menos a la velocidad esperada cuando se pretende que el futuro llegue más deprisa; que alterna los ataques de codicia con los s de miedo; o que fomenta el espejismo de desear obtener muchas ganancias con poco riesgo y se da de bruces con la realidad al caer en manos de supuestos gestores de las inversiones que terminan revelándose como auténticos estafadores… Todo ello no significa, sin embargo, que cada ciclo no tenga su propio ritmo e idiosincrasia y, por tanto, que no sea muy difícil encontrarle el punto. En octubre de 2002 presenté en público por primera vez unas predicciones sobre el comportamiento futuro de la economía y de las bolsas en las que había aplicado el mismo método que utilizo aquí. La presentación se realizó en la sede de la Bolsa de Madrid, ese edificio con columnas que ahora los telediarios muestran siempre vacío o, como mucho, ocupado por alguno de los antiguamente llamados «barandilleros», que vuelve con nostalgia una y otra vez al sitio donde en otra época lo pasaba bomba. Eran los años en que las transacciones o compraventa de valores en bolsa tenían lugar en corros de operadores y a voz en grito.
La Bolsa española fue una de las primeras del mundo en tecnificarse, con lo que toda la diversión en directo desapareció de su sede para trasladarse a las salas de operaciones de sociedades de valores y bancos. Pero los telediarios siguen mostrando esas imágenes del parqué con sólo unos pocos habitantes en la casa vacía, entre enormes pantallas y profesionales de los medios que transmiten sus crónicas desde ese templo que se ha quedado sin oficiantes ni parroquianos. En aquella presentación en el salón de actos de la Bolsa de Madrid por primera vez comenté públicamente mi tesis de que se había iniciado un nuevo período para las economías y para las bolsas de todo el mundo. Éste mostraba, igual que en otras ocasiones en el pasado, un gran estancamiento en la evolución de los índices bursátiles, que habían alcanzado un máximo en el año 2000 y que se tardaría muchos años (diecisiete) en superar y consolidarse por encima de él. En consecuencia, quien comprara acciones de las empresas que componen un índice de bolsa se tendría que conformar durante esos diecisiete años con cobrar el dividendo que pagaran esas empresas ya que el precio de las acciones oscilaría sin cesar y le llevarían a perder en un año lo que hubiera ganado en el anterior. Yo lo definía entonces como «movimiento lateral con grandes oscilaciones». Las economías evolucionarían de forma parecida, en estrecha vinculación con el movimiento de las bolsas. Para mi sorpresa, el impacto de mis palabras no fue muy grande en ese momento. Los asistentes, muy numerosos e invitados por la empresa de análisis de fondos de inversión Lipper para hablar de las nuevas tendencias en el mundo de los fondos de inversión, me miraban con incredulidad y con cara de pensar que les estaba haciendo perder el tiempo; al fin y al cabo, donde te cuenten las maravillas de un fondo de fondos que invierte en Surinam, que se quite lo demás. Incluso, por el rabillo del ojo, creí observar que un antiguo colaborador mío en lo que hoy se llama Bankia Fondos, y que se sentaba a mi lado en la presidencia del acto, se había quedado dormido. ¡Qué cosas! Alguien lo entrega todo, en un esfuerzo por dibujar el futuro de la humanidad, y, junto a él, otro individuo cae presa de un profundo sopor. Sólo una persona no perdía ripio… En los días siguientes recibí unos cuantos correos electrónicos en los que algunos de los asistentes al acto me preguntaban si con mi exposición había estado bromeando o si se trataba de una simple provocación. Después, todo se olvidó.
En los cinco años que pasaron entre ese momento de 2002 y mediados de 2007 la tesis pasó por dos fases. El primero parecía de acierto. Las bolsas recuperaron poco a poco sus niveles anteriores al pinchazo de la burbuja tecnológica y las economías, bien que renqueantes, recobraron su vigor, sobre todo la norteamericana, para la que se llegó a especular sobre la amenaza de depresión. Alemania sufrió dos minirrecesiones, mientras que España, en alas de la burbuja inmobiliaria, prosperaba sin inmutarse. Hasta que llegó mayo de 2006. En ese momento, según el proceso que yo había explicado en la presentación en la Bolsa, las economías comenzarían a desacelerarse y las bolsas, tras casi alcanzar sus máximos anteriores, deberían empezar a caer. Y sí, hubo un amago de que eso iba a suceder, pero después todo continuó al mismo ritmo que antes: la economía norteamericana, que era el eje sobre el que las predicciones estaban hechas, siguió su proceso de expansión hasta finales de 2007 y la Bolsa de Nueva York (medida por el índice Dow Jones Industrial) superó su máximo del año 2000 en un 20 por ciento. ¡No hubo manera de detenerla antes! Pero en este momento, la predicción volvió a encontrar el rumbo: las bolsas, lejos de consolidar esos niveles máximos, perdieron a continuación más de la mitad del nivel máximo que habían alcanzado. Desde entonces han seguido, tanto las economías como las bolsas, el patrón general marcado, si bien se han salido por los márgenes en determinados momentos. ¿Cuál fue, pues, la virtud de aquella predicción? Vaticinar que el proceso de expansión de las economías en general, y de la de Estados Unidos en particular, no se prolongaría ininterrumpidamente, sino que se detendría, lo que no tardaría mucho en ocurrir, sólo un año más tarde de lo previsto, y que las bolsas no consolidarían su subida, aunque la caída se retrasara casi un año y medio. Entonces, ¿tiene alguna utilidad el método que, en este libro, he optado por llamar «chartismo histórico»? Decididamente sí, y por dos razones. Primero, porque permite disponer de una hoja de ruta para los acontecimientos de los próximos años, por mucho que el mapa en el que ésta se plasma sea bastante impreciso y, segundo, porque no hay nada mejor disponible. Como todo conocimiento con cierto grado de imprecisión, este método exige un adecuado nivel de pericia, que se despliega en dos sentidos completamente diferentes. Por una parte, aunque permite tener presentes los cambios bruscos que inevitablemente se producirán, sólo establece de forma vaga en qué momento sucederá cada uno, por lo que es fundamental ir acumulando
experiencia para poder identificar con cierta antelación cuándo se van a producir esas transformaciones. Por otra parte, este método también requiere de cierta dosis de confianza, algo que, como en otras tantas ocasiones de la vida, los demás pueden interpretar como una enorme dosis de cabezonería. Pero esto es inevitable: quienes tienen grandes aciertos, lo mismo que quienes cometen enormes errores, pasan por momentos en que son calificados por los que les rodean como personas muy testarudas. Y es que, a veces, la impresión del día a día hace que hasta quienes aciertan de pleno parezca que están equivocados. Es la diferencia entre ver madurar las cosas con el tiempo o no tener la paciencia para esperar. En otras ocasiones hay una equivocación sin más. Por ejemplo, cuando el método chartista histórico señala una caída de la bolsa pese a que todo apunta de manera optimista que no va a ocurrir así, yo suelo afirmar: «No importa; la bolsa tiene que bajar y algo inesperado sucederá para que así suceda.» Naturalmente, las risas de mis amigos al escuchar esa respuesta revelan su condescendencia. Pero luego, cuando mi predicción funciona, ponen caras de asombro: «¿Y si tiene razón?» Otras veces no ocurre así, y entonces me preguntan con una sonrisa de medio lado: «¿Es que ha fallado tu método?» Al final no hay nada como tener a mano un buen número de respuestas, y para esas ocasiones yo elijo una de las preferidas de Andy Warhol: «No. No ha fallado mi método. Soy yo el que le ha fallado a mi método», con lo que la discusión se zanja en medio de las carcajadas de todos; suyas y mías. Insisto, ¿tiene todo esto alguna utilidad? Sigo creyendo que sí, igual que a los navegantes de los siglos XV y XVI les servían las cartas de navegación imperfectas que utilizaban, en las que estaba plasmado lo fundamental, pero que además incluían enormes masas de tierra señaladas como «Terra Incognita». De resultas, tenían que emplear esas cartas de navegación, a falta de algo mejor, pero además la observación y el método de prueba y error les permitían desenvolverse entre enormes peligros. En nuestro caso, la ventaja que tenemos frente a los navegantes es que los peligros están mucho más acotados. Excepto en situaciones como la vivida en
septiembre de 2008 y, de nuevo, en diciembre de 2011. Situaciones en las que un error en la toma de decisiones por parte de las autoridades políticas y monetarias puede transformar un gran problema en otro de dimensiones incalculables. Por suerte, tanto en el otoño de 2008 como en diciembre pasado los gobiernos y los bancos centrales adoptaron las decisiones que, con todos los inconvenientes que llevaban aparejados, evitaron que la crisis económica se convirtiera en una nueva Gran Depresión: en el primero de esos dos momentos, salvaron al sistema financiero internacional del colapso inminente y, en el segundo, el Banco Central Europeo concedió préstamos a tres años a los bancos de la eurozona y les dio así un respiro de tres años en los que poder provisionar las pérdidas que apuntan en sus balances. El método «chartista histórico» señalaba que, en ambas ocasiones, la crisis se iba a desarrollar de esta manera y que la solución llegaría a tiempo. De ahí que yo siempre la haya caracterizado como una de las más importantes de la época, pero de una intensidad mucho menor que la Gran Depresión. Quien albergue dudas, que recuerde esto: en la Gran Depresión el Producto Nacional Neto de Estados Unidos cayó un 53 por ciento. Nada comparable ha sucedido ahora. Y su bolsa cayó un 83 por ciento, mientras que esta vez ese descenso se ha limitado al sesenta por cien en el peor de los casos. Esto no resta importancia a la gravedad de la crisis. Ni comporta que el uso del chartismo histórico pueda ser inadecuado. Por muy bueno que sea el método no libera a nadie de la necesidad de utilizar la inteligencia, algo que, por otra parte, es habitual en todos los ámbitos de la vida cotidiana o profesional e incluso en el campo de las ciencias experimentales, en el que todos esperamos que las cuestiones se zanjen sin más en un laboratorio, si bien esto es bastante inexacto: ni Pasteur, ni el doctor Fleming alcanzaron resultados automáticos. Es más, el primero tuvo ocasión de medir sus tesis con un contrincante que le desautorizó en un experimento. Pero, efectivamente, aunque el experimento de Pasteur era erróneo, su tesis era la correcta. Otro tanto puede decirse de experimentos relacionados con la física de las altas energías y la última frontera de la investigación en física cuántica: ¿viajan los neutrinos a más velocidad que la luz o no? Y todo ello entre grandes inseguridades de quienes han hecho el experimento que da una respuesta afirmativa a esa pregunta. Si estas dudas surgen en el ejemplo supremo de la ciencia, la física apoyada en
matemáticas avanzadas y con presupuesto elevado para realizar experimentos, surgen esas dudas, ¿qué decir de las demás ramas del saber? Ni los presupuestos ni las matemáticas libran de una ingrata, a la vez que gozosa, tarea: la de utilizar las herramientas del conocimiento y de la experiencia adquirida al mismo tiempo que las de la propia inteligencia. Además, sin que el éxito de un día dé ninguna garantía sobre el resultado que se obtendrá al día siguiente. Y todo esto para introducir un libro que puede servir de orientación entre las tinieblas de los años que vienen. Que no pretende exagerar los peligros, pero tampoco hacer una lectura optimista que esté fuera de lugar. Aquí no se trata de ser optimista o pesimista, sino de saber evaluar bien la situación en cada momento. El hecho de parecer optimista o pesimista resultará, en cada ocasión, del contraste con la visión general que en ese instante impere. Pero, eso sí, con la perspectiva de que tras unos cuantos años más de dificultades vendrá de nuevo un largo período de crecimiento sostenido de las economías. No obtante, cuando esa etapa llegue, los contemporáneos tardarán, también como en el pasado, un poco más de la cuenta en reconocerlo.
1
Los próximos diez años
Empezando por la respuesta; después ya habrá tiempo para las explicaciones y los rodeos: la economía mundial y con ella, como no podría ser de otra forma, la española, ha entrado en un período de crisis que previsiblemente durará de diez a doce años. Como ya han pasado cuatro años y medio desde que la crisis se inició en agosto de 2007, quedarán aún por delante alrededor de seis años antes de que pueda dar comienzo otro período de prosperidad semejante al que el mundo vivió entre 1983 y 2007. Por eso, lo que más va a demandar esta crisis a partir de ahora es elevadas dosis de paciencia y un mecanismo de solidaridad que permita llegar hasta el año 2018 a los sectores más débiles de la población. Y no sólo llegar, sino hacerlo en condiciones que hagan posible reengancharse al nuevo tren de la prosperidad. Una tarea que no va a ser nada fácil. ¿Por qué doy una respuesta tan contundente? Mi respuesta no se basa en ninguna ciencia que permita calibrar esa duración de una manera fiable y predecible del mismo modo que se anticipa el resultado de una reacción química o el seguimiento de una nave espacial. No. Sencillamente es algo empírico que puede observarse a lo largo de los siglos, ya que hay documentación económica suficiente. De esa observación es relativamente fácil concluir que a lo largo de un período de cien años este tipo de crisis se produce en tres ocasiones, lo que consume, en conjunto, alrededor de 35 años. Los otros 65 años restantes suelen estar gobernados por un ritmo mucho menos severo, donde se alternan períodos expansivos con otros de menor actividad económica, incluso recesivos, pero sin la gravedad que se le puede atribuir a la etapa que estamos viviendo en la actualidad. Quizá la principal imprevisión, tanto de las autoridades económicas nacionales como de los organismos internacionales especializados (como la OCDE, el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial), haya sido no considerar que, tras casi 25 años sin grandes crisis económicas en los países más avanzados,
algo así podría volver a suceder. Es decir, que ya tocaba.
Hasta cuándo y hasta dónde
Cuando empieza una recesión, se plantean siempre dos grandes interrogantes: ¿cuánto va a durar? y ¿hasta dónde vamos a caer? La respuesta, lo primero: durante esos seis o siete años que quedan de crisis, las economías atravesarán por fases y lo más probable es que aún sufran fuertes altibajos. Lo que no quiere decir que todo vaya a ser negativo sino que los períodos malos se combinarán con otros menos malos y alguno, incluso, bueno. En definitiva, entre ahora y 2018 la economía mundial pasará por dos recesiones más. Lo más probable es que ninguna sea mucho más intensa que la última (2007-2009), con lo que, en el período que transcurrirá desde comienzos del siglo XXI hasta el final de la presente década, algunas economías, la norteamericana entre ellas, habrán sufrido cuatro recesiones: la primera, durante el año 2001, que fue poco grave y de escasa duración; la segunda tuvo lugar entre 2007 y 2009 y fue el doble de larga y de profunda y otras dos sucederán eventualmente antes del año 2020. Lo más probable es que la profundidad de la última de esas dos crisis sea del mismo calibre que la que tuvo lugar entre 2007 y 2009, y señalará el punto final de un largo período de dificultades. Con suerte, al terminar esa fase, los tres sectores económicos que habrán sufrido la depresión durante los dieciocho años anteriores (construcción, tecnología y banca) saldrán de ella y estarán de nuevo listos para crecer. Alguno de ellos, como el sector de las empresas tecnológicas, retomará su habitual paso acelerado.
¿Por qué las grandes organizaciones no dicen esto?
La mayoría de las veces los servicios de estudios de los bancos, de los organismos internacionales y de los gobiernos suelen dar
respuestas que suenan más o menos razonables, a medio camino entre el wishful thinking o «pensamiento desiderativo», según la expresión anglosajona, y lo que los modelos econométricos son capaces de predecir al respecto. Para cada una de las respuestas que se incluyen en el primer grupo, el del pensamiento desiderativo, suele ser fácil identificar el motivo más o menos consistente y más o menos disimulado que las origina. Así, si se trata del departamento de estudios o de análisis de un gran banco, el deseo principal será el de no espantar a los clientes con prognosis demasiado pesimistas. Si, a la vez, ese departamento está integrado en una unidad de negocio, como podría ser la sociedad o el departamento de valores y bolsa, la gestora de patrimonios (antigua denominación de lo que después se ha llamado banca privada) o la gestora de fondos de inversión, siempre habrá una tendencia clara a edulcorar cualquier pronóstico. Si éste se inclina demasiado hacia el pesimismo, resultará mucho más complicado que los clientes se decidan a invertir en bolsa, con lo que dejarán por el camino para la compañía del banco que intermedia en el mercado o que hace la gestión de la inversión colectiva los ingresos por comisiones que ese tipo de operaciones devenga. Es bien sabido que cuando las bolsas se vuelven inestables el volumen de negocio se contrae y, por tanto, también se reducen:
— Los ingresos totales por corretaje (las comisiones que se aplican a las operaciones de compraventa en bolsa), que se calculan aplicando un porcentaje a una cantidad más o menos grande que es el volumen de negocio de cada día, mes o año. — Los ingresos de depositaría de valores, ya que tampoco se pueden cargar las
comisiones sobre una cantidad elevada si los clientes van liquidando su cartera de renta fija o renta variable. — Los ingresos por asesoramiento y aseguramiento en las salidas a bolsa: con bolsas inestables, el número de éstas se reduce. — Los que resultan de cargar una comisión de gestión a los fondos de inversión y a los fondos de pensiones: las comisiones más altas se aplican también a los fondos que invierten en bolsa o en renta fija privada, emitida por las empresas. Cuando los clientes se vuelven conservadores, prefieren elegir fondos monetarios, a los que se les carga una comisión de gestión mucho más reducida. — Los que proceden de las comisiones generadas por los procesos de fusiones y adquisiciones, puesto que, cuando los mercados están inestables, ese tipo de operaciones decaen, no sólo porque saber lo que vale un negocio se vuelve más complicado si el futuro está muy borroso sino que además obtener financiación para poder lanzar una Oferta Pública de Adquisición (OPA) se torna tarea casi imposible.
Si quien hace el pronóstico para el próximo año es un gobierno, éste se verá inevitablemente limitado por un factor objetivo: los gobiernos no pueden permitirse ejercer el oficio de profetas, ya que con simplemente expresar en público sus dudas sobre lo que puede ocurrir, sobre todo si se manifiestan abiertamente pesimistas, contribuirán a que suceda lo que temen que se acabe produciendo; así, lo más probable es que gracias a ellos se acelere el proceso y llegue antes de lo debido. Es lo que se conoce en todo el mundo con la expresión anglosajona self fulfilling prophecy o profecía autoverificada, aunque podría llamarse también profecía autopromovida, que suena más eufónica en castellano; según ésta, la expectativa de que ocurra algo malo contribuye decisivamente a que ese algo malo suceda. El otro aspecto que hace que los gobiernos no sean fiables en las predicciones se debe a un papel que toda actividad pública, empresarial o gubernamental, lleva asociada: la propaganda. Gobiernos y empresas están continuamente destacando el valor de lo que hacen y predicando las ventajas que tendrá un producto (o un futuro) que se perfila glorioso gracias a su actuación. De ahí que nadie se fíe nunca mucho de lo que dicen unos u otros: nadie mínimamente maduro y cuerdo
se cree lo que afirman de sí mismos los demás. De ahí también que nadie les exija que digan la verdad, lo que por otra parte se sabe imposible, aunque sí que evalúen adecuadamente la situación, algo que parece imposible también: la propaganda es un vicio en el que no se cae impunemente y que termina provocando en quien ejerce las tareas que le son propias, o bien lisa y llanamente el autoengaño, o bien una mezcla confusa de análisis adecuado e ilusión vana, que no es lo más conveniente para abordar con claridad los retos de una crisis económica de las dimensiones de la que estalló en el año 2007. Un ejemplo reciente de todo esto es el rechazo del anterior presidente de Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, a reconocer una crisis que era totalmente evidente para las fechas en que él la negaba. Esto le hizo perder buena parte del crédito que había acumulado hasta ese momento y empañó dos legislaturas en que la gestión en materia de derechos sociales había sido brillante, además de hacer que todo el mundo pensara que su negativa se había basado en cálculos electorales más que en pronósticos económicos. Su persistencia en esta actitud, después de las elecciones de marzo de 2008, lleva a concluir que no se debió a cálculos electorales sino a una mezcla desafortunada de autoconfianza y miopía, esta última provocada, en buena parte, por sus asesores, que, sin embargo, salieron indemnes de ese descrédito. En todo caso, la mala evaluación de esa situación fue la nota dominante entre gobiernos, oposiciones, organismos internacionales y servicios de estudios. Por lo que respecta a los organismos internacionales, el reto de conseguir pronósticos atinados es de características algo diferentes. Ellos tienen que hacer previsiones utilizando unos modelos econométricos que presentan un gran componente inercial, ya que en esencia aprovechan información reciente para realizar proyecciones futuras. Esto hace que, en épocas de bonanza, el grado de fiabilidad de sus predicciones sea bastante elevado: si la situación más reciente ha sido buena, el futuro más próximo irá más o menos bien también. Lo que, estilizado algo más, deja su ciencia reducida a pura tautología: «y es que cuando todo va bien, todo va bien». De ahí que sean incapaces no ya de predecir, sino ni siquiera de ver venir de lejos los cambios bruscos de tendencia y que, por tanto, sean los más optimistas cuando las cosas van bien y los más pesimistas cuando van mal. Así, el Fondo Monetario Internacional (FMI), en su informe de estabilidad financiera del año 2006, consideraba la actividad frenética de «titulización», que ya estaba minando el sistema financiero mundial, un mecanismo que volvía más estable su
conjunto. Esto es como decir que la distribución de cartuchos de dinamita por toda una población resulta más seguro que mantenerlos concentrados en un polvorín, todo ello sin que los habitantes de la ciudad supieran que lo que se les estaba distribuyendo era un producto altamente explosivo y que, por tanto, también desconocieran cómo manipularlo. Pues bien, no otra cosa es lo que les sucedió a muchos gestores de fondos de inversión y fondos de pensiones, así como a directores de tesorería y mercado de capitales de los bancos que ni sabían ni entendían los productos en los que estaban invirtiendo, a los que después se llamaría tóxicos. Una vez iniciada la crisis, el FMI también hizo gala de ser el organismo que más corría en sentido contrario y, así, en los primeros meses de 2009, justo cuando la economía norteamericana estaba saliendo de la recesión y las bolsas de todo el mundo alcanzaban su punto más bajo, realizó unas estimaciones de las pérdidas por la crisis que ponían los pelos de punta, y que poco después tuvieron que moderar. Como factor secundario, en los organismos internacionales también influye en lo poco acertado de sus estimaciones el hecho de sufrir la presión de los gobiernos de los países que están evaluando. Todo ello se mezcla con la arrogancia de quien se sabe una de las voces más autorizadas, dado que, a cambio de su ayuda en situaciones críticas, se le permite pontificar sobre las soluciones de salida de los problemas económicos, algo en lo que en ocasiones (sólo en ocasiones) han estado acertados. Puesto que la metodología y las limitaciones mencionadas y otras les impiden hablar o con claridad o con precisión, no es raro que, salvo contadas excepciones, los servicios de análisis de los bancos y los departamentos de estudios de las instituciones supranacionales o de los gobiernos prefieran no hacer pronósticos a largo plazo, por ejemplo, para intentar averiguar cuál puede ser la duración razonable de este primer ciclo recesivo y del posterior estancamiento en que la economía global se adentró hace ya casi cinco años. En cualquier caso, en las proyecciones económicas de todos ellos prevalece lo que se llama el «efecto rebaño», en el que la seguridad de ir a favor de la corriente evita pensar por propia cuenta o, al menos, expresar una opinión propia. Los anglosajones, que por algo son los líderes desde hace mucho en el terreno de las finanzas, describen esta actitud de manera muy sabia: «Daña más la reputación el acertar solo que equivocarse con la mayoría.»
Por qué seis años más
El principal argumento a favor de que esto vaya a ser así se apoya en la experiencia histórica de crisis parecidas a ésta por varias razones, que pueden dar lugar a discusiones sin fin, pero que finalmente se remiten a una última y definitiva ratio: el tiempo que se necesita para rehabilitar y sanear el edificio de una economía seriamente dañado por la recesión. En este sentido, tanto el enfoque descriptivo como la manera de concluir con un diagnóstico y un pronóstico podrían ser muy diversos, pero en este caso se pretende hacerlos de una manera lo más concentrada, estilizada y abstracta posible: puesto que ha sido una crisis financiera la que originó el proceso de contracción de las economías, la clave de la salida de la recesión se debe encontrar también en algún punto clave del edificio financiero. Esa clave de arco que hay que reparar es el balance de los bancos, seriamente dañados por los activos con diversos grados de toxicidad que se introdujeron en ellos. Esos activos tóxicos pueden incluir desde el crédito a un promotor inmobiliario que se lanzó a promover proyectos imposibles, como la famosa población del «pocero» en Seseña, hasta la financiación insensata por parte de alguna caja de ahorros a todo el suelo que le ponían por delante o la compra de CDO (Collateralized Debt Obligations) por bancos alemanes, británicos o norteamericanos, sin caer en la cuenta de que las hipotecas subprime que daban respaldo a esos títulos no tardarían en ser incobrables. De ahí que los bancos necesiten ahora un período para restaurarse e ir absorbiendo las pérdidas que, año tras año, van a generar esos activos que yacen sobrevalorados en sus balances. Es decir, seis años más será el tiempo necesario para recapitalizar a los bancos, una operación a la que urgen desde el FMI hasta el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, y que se revela como una tarea de gigantes si se tiene que hacer de manera súbita. La justificación de por qué las crisis presentan semejante periodificación es algo bien conocido en la literatura económica, desde el ciclo de Kitchin, o el de Kuznets hasta el de Kondratieff o Jutglar. Cada uno cuenta con explicaciones y duraciones diferentes: el ciclo de Kuznets está asociado a los ritmos de la
construcción de infraestructuras y dura 22 años; el de Kitchin es a corto plazo, de tres a cinco años, y dispone los inventarios como elemento regulador; el de Jutglar, de nueve años, está condicionado por la inversión en capital fijo, mientras que el de Kondratieff dura cincuenta años («veinticinco de abundancia y veinticinco de escasez») y sus puntos de giro se producirían por la saturación en la construcción de infraestructuras o el fanatismo desatado por alguna nueva tecnología. Todo ello según la clasificación hecha por el economista austríaco Joseph Schumpeter. Una de las muchas características de la Gran Depresión que la hacen tan diferente de lo que hoy está ocurriendo es que, en Estados Unidos, la masa salarial tardó diez años (otra vez los diez años) en recuperarse. En esta ocasión, la tardanza ha sido sólo de dos años, dado que para finales de 2010 ya se había producido esa recuperación: los 8,1 billones de dólares del último trimestre de 2010 se situó por encima del nivel máximo alcanzado a comienzos de 2008, apenas iniciada la recesión. En la comparación que a veces se establece entre esta crisis económica y la Gran Depresión de los años treinta se olvida que ésta estuvo marcada por datos macroeconómicos mucho más adversos, como que, según Milton Friedman, entre 1929 y 1933:
— El Producto Nacional Neto de Estados Unidos se redujo en un 53 por ciento. — La oferta monetaria se contrajo en un 33 por ciento. — La velocidad del dinero cayó un 29 por ciento. — Los depósitos en los bancos comerciales disminuyeron en un 42 por ciento. — Más de 9.000 bancos suspendieron sus operaciones.
Además, la tasa de desempleo se elevó al 25 por ciento en una época en que la protección social era prácticamente inexistente. Milton Friedman da también unos datos para Canadá que sitúan la caída de su
Producto Nacional Neto en un 49 por ciento y la contracción de su oferta monetaria en un mucho más moderado 13 por ciento.
¿Cuál será la música que acompañe a esa restauración de balances?
Lo lógico es que no vaya a ser una música agradable. Mientras los bancos luchen por mantener su solvencia y para ello sigan prestando dinero con un dosificador, las consecuencias del bajo crecimiento económico y las disputas políticas de toda clase serán lo más común. Muchos de los episodios de este tipo han terminado con una gran inestabilidad social, revoluciones e incluso guerras. Si se toma como ejemplo el que fue primer episodio comparable al actual, que se produjo hace justo un siglo y está suficientemente documentado, el remate fue una gran guerra, también conocida como primera guerra mundial. Algo parecido sucedió con el segundo episodio, la llamada Gran Depresión, que concluyó poco antes de que estallara la segunda guerra mundial. Por suerte, y gracias a la gran riqueza acumulada en los años posteriores a la segunda guerra mundial, el tercer episodio de este tipo no terminó en una guerra, pero sí se superpuso a un período de inestabilidad social elevadísima, la mayor desde los años treinta, que finalizó con la elección de Margaret Thatcher al frente de un gobierno conservador en Reino Unido y de Ronald Reagan como presidente de Estados Unidos, los cuales realizaron el ajuste final en forma de una revolución conservadora que abrió paso a una nueva era. En paralelo, y contribuyendo a complicar la problemática, se produjeron la guerra de Vietnam; la invasión soviética de Afganistán; la guerra del Yom Kippur; el derrocamiento del sha de Persia por una revolución en Irán, país que no tardó en ser atacado por Iraq… Los dos últimos episodios dieron lugar a sendos shocks petrolíferos que provocaron las dos crisis energéticas más famosas y conocidas y contribuyeron de manera decisiva a una ya decadente rentabilidad empresarial durante unos años. Probablemente, para cuando Reagan y Thatcher llevaron a cabo su tarea de gobierno, el paso del tiempo ya había permitido que las condiciones estuvieran maduras para que naciera una etapa de prosperidad. Ellos, con sus símbolos y
decisiones, hicieron tomar conciencia a todo el mundo de que una época vieja había quedado atrás. Las claves del nacimiento de esa nueva etapa no eran muy difíciles de adivinar: por una parte, había sido fundamental el restablecimiento de los beneficios empresariales, que se habían visto erosionados sin tregua desde mediados de los años sesenta; por otra, el descubrimiento de un mecanismo de apaciguamiento social, el endeudamiento de las familias o la realidad de que «sin deuda no hay paraíso». En la actualidad, la economía de los países más desarrollados está en pleno despliegue de las características de una fase como la que se vivió en los años setenta. Se encuentra lejos aún el instante en el que la deuda pueda volver a mover el mundo. De momento las empresas están restaurando sus beneficios y acumulando las enormes masas de tesorería que algún día pondrán a trabajar: dos billones de dólares de exceso de tesorería en las empresas europeas y norteamericanas más importantes, según estimaciones de la consultora Mckinsey. Ahora, mientras la rentabilidad se recupera y el mundo financiero se estabiliza, esa liquidez yace ociosa por lo que a nuevos proyectos de inversión se refiere, aunque no ociosa del todo, invertida como está en activos líquidos y a corto plazo. Justamente ese exceso de tesorería puede ser la fuente de los problemas que aún le esperan a las economías de todo el mundo, además de la dificultad de rentabilizarlo. A la vez, como en las otras situaciones comparables a ésta, hay países que están emergiendo y que van a desempeñar, para bien o para mal, un papel importante, aunque sea complicado averiguar durante cuántos años. Entre estos países está como un caso aparte y excepcional, la República Popular China, que en la última década se ha convertido en la segunda mayor economía del mundo, si bien esto significa bastante poco cuando se toma en cuenta que un PIB tan enorme, repartido entre sus casi 1.400 millones de habitantes, da una porción todavía misérrima a cada uno de ellos. La última vez que se produjo una situación parecida a la actual ese papel que ahora desempeña China corrió a cargo de Japón y de la República Federal de Alemania, y disfrutaron de una suerte muy parecida a la de China ahora: ninguno
de esos dos países sufrió una recesión digna de tal nombre durante los años de la crisis del petróleo, a pesar de que sus recursos energéticos eran muy escasos y de que debían importar todo el petróleo que consumían. Junto a China se alza otro coloso, tanto por población como por potencial económico: la India y, muy lejos de allí, Brasil compite por uno de los puestos de cabeza. No hace falta repasar todos los llamados países BRIC (el otro sería Rusia) para ser conscientes de los potenciales quebraderos de cabeza que se aproximan y que tendrán distintos componentes todos con un desarrollo dificultoso. Se trata de Estados que habrán de superar las crisis de crecimiento por las que ya han pasado en diferentes momentos las economías más desarrolladas. De ahí que al optimismo irreflexivo que a veces preside los análisis sobre esos países haya que ponerle sordina. En conclusión, la perspectiva de los próximos diez años tendrá mucho que ver con la necesidad de que los bancos de todo el mundo restauren su solvencia y vayan provisionando y absorbiendo las pérdidas que les provoca, les ha provocado y les provocará una actividad inversora y crediticia en la que se dejaron llevar por las modas imperantes entre 2003 y 2007, a la vez estimuladas por los tipos de interés reducidos; al mismo tiempo y en paralelo, deberán recapitalizarse y mirar con lupa cada nuevo préstamo concedido. Dicha perspectiva además estará relacionada con la entrada y salida de las economías de la recesión al ritmo que permita esa restauración de balances y también con que las más modernas tecnologías tasquen el freno antes de poder ser aplicadas de forma masiva en un momento en el que sobran los recursos para invertir y faltan las expectativas de que esa inversión pueda ser rentable.
Chartismo histórico
Como ejercicio hipotético de lo que pueden ser los próximos diez años, tanto para las economías como para las bolsas, presentamos el gráfico 1.1, en el que se muestra la evolución del índice de la Bolsa norteamericana conocido como Dow Jones Industrial (constituido por treinta valores diferentes) y de las dos últimas recesiones de Estados Unidos. En este gráfico se sitúan también, y a modo de
hipótesis y ensayo, las dos próximas recesiones de esa economía, la primera a caballo entre 2012 y 2013, y la segunda entre 2016 y 2017. Éste es un ejercicio de proyección de lo que sucederá en los años venideros realizado para los clientes de Thomson Reuters¹ y que ha dado buenos resultados desde mayo de 2009. Entonces, los índices de bolsa de los países desarrollados acababan de pasar por lo que serían sus niveles mínimos para la recesión de 20082009 y, basándolo todo en el calendario económico de los períodos históricos que parecían comparables, se dibujaron unas flechas que marcaban a grandes rasgos la evolución futura del índice Dow Jones Industrial y se intentaba señalar, a la vez, las fechas de las dos próximas recesiones norteamericanas. Como aún no ha llegado la fecha para la que estaba diagnosticada la primera recesión, no se ha dilucidado si ésta se va a producir tal como estaba previsto. Pero lo que sí ha quedado bastante ajustado a la predicción es la evolución de la Bolsa de Estados Unidos en los más de dos años y medio que han transcurrido desde que se hizo la predicción. Ésta es una pequeña prueba, pues, que por ahora está dando buenos resultados de la aplicación de la metodología que hemos llamado «chartismo histórico», expresión que muchos considerarían redundante porque no hay chartismo que no lo sea. La diferencia entre ese método y el chartismo convencional es que las series históricas que este último utiliza son de muy corto alcance, mientras que el primero trata de aprovechar toda la experiencia aportada por la historia económica que está mínimamente documentada. Ni que decir tiene que en ambos casos el chartismo pretende encontrar patrones de comportamiento en la evolución de las bolsas. En el gráfico 1.1 se ve la posición de partida del día 21 de mayo de 2009, con la consiguiente proyección mediante flechas de la evolución previsible del índice Dow Jones Industrial. En el gráfico 1.2 se aprecia la evolución del mismo índice desde entonces junto con otras dos zonas sombreadas, que representan las recesiones que eventualmente se darán en esta década.
Dos recesiones y un largo período de estancamiento bursátil es lo que le espera, por tanto, a la economía norteamericana en lo que queda de esta década. Y como este país sigue siendo el «consumidor de última instancia» de la economía mundial, los avatares por los que pase se trasladarán de forma inevitable al resto de los continentes. Al mismo tiempo, la existencia de bloques tan poderosos económicamente como Europa, China o Japón hará que Estados Unidos, que es el motor del mundo, se vea cada vez más fácilmente afectado por los problemas de los demás. En España, una proyección de este tipo casi marca el desarrollo de la legislatura que se inauguró en diciembre de 2011: una recesión para comenzarla y otra para terminarla. La de inicio ya prácticamente está en marcha a no ser que de manera inesperada mejoren sensiblemente los indicadores económicos del conjunto de la eurozona. Con el agravante, esta vez, de que si la recesión, como parece, empieza en Europa antes que en Estados Unidos, lo más probable es que la del otro lado del Atlántico provoque que se prolongue la europea. En todo caso, esta situación aún se había de confirmar a finales de diciembre de 2011, aunque parece que la recesión europea se ha precipitado y llegará antes que la norteamericana, mientras que la de este país, que algunos dieron por iniciada en el verano de 2011, se hará esperar algo más. Aunque los criterios que utiliza el NBER (National Bureau of Economic Research), organismo privado que fija el comienzo y el final de las recesiones en Estados Unidos, siempre tienen un amplio marco de variación, por lo que ese organismo podría sorprender en cualquier momento determinando un inicio de la recesión más temprano de lo esperado si se valora sólo por el dato del crecimiento del PIB.
2
No una, sino dos recesiones antes de 2020
Algo así, dicho hace sólo cinco años, habría sonado a puro disparate. Hoy prácticamente lo acepta todo el mundo. Y es que el pesimismo en el ambiente es tal que los que de una u otra manera participan en la formación de la opinión pública se han vuelto desde mediados de 2011 «recesionistas»; casi existe una competición negativa por ver quién lanza la mayor exageración sobre el futuro de la economía, ya esté mejor, peor o absolutamente mal fundamentada. Si los pronósticos no se cumplen, no hay problema; se hacen otros más catastrofistas aún, ya que cuanto más se tarde en sanear la situación, peor. Lo cierto es que, con o sin ambiente pesimista, el pronóstico de esta crisis ya estuvo bastante claro desde sus comienzos: en un período de 18 a 20 años, a contar desde el año 2000, se producirían tres o cuatro recesiones, de las que ya han pasado dos: la que afectó a Estados Unidos a comienzos del milenio y que es recordada por el lugar común de «estallido de la burbuja tecnológica» y la que coincidió en sus inicios con la crisis financiera que en Estados Unidos tuvo lugar desde diciembre de 2007 hasta junio de 2009. Cuando en Estados Unidos se estaba produciendo la primera de esas crisis, entre marzo y noviembre de 2001, en España la economía sólo experimentó un deterioro en su ritmo de expansión y se redujo su tasa media trimestral de crecimiento prácticamente a la mitad, pero sin llegar a entrar en recesión. Por tanto, la primera de esas dos recesiones que ha experimentado la economía de Estados Unidos desde que se inauguró el siglo XXI apenas se notó en España. Sin embargo, la Bolsa española no se quedó ajena al pesimismo bursátil que lo invadió todo y, de hecho, el índice IBEX 35 sufrió pérdidas del sesenta por ciento a lo largo de tres años: las pérdidas que acumularon los fondos de inversión especializados en empresas tecnológicas, de telecomunicaciones o de medios de comunicación (lo que entonces se llamó sector de las TMT) y que llegaron a ser del noventa por ciento, han dejado rastro en la memoria colectiva
o de los grupos o individuos que las soportaron. No obstante, y a pesar de la dureza de las caídas bursátiles de aquellos años de principios del nuevo siglo, el retroceso no se dejó sentir igual en muchas de las economías. Sí es verdad que durante 2002 y 2003 se estuvo hablando en Estados Unidos de la posibilidad de que la recesión se transformara en depresión y esos temores se mantuvieron hasta casi dos años después de que ésta hubiera concluido. Incluso después de que el organismo que se encarga de poner fecha al comienzo y al final de las recesiones (el National Bureau of Economic Research) dijera que la recesión había finalizado se siguió repitiendo el estribillo usado tras la salida de la recesión de 1990-1991 según el que se afirmaba que se trataba de una jobless recovery; es decir, de una recuperación sin empleo. Todo ello se fundamentaba en que durante los dos años que siguieron se perdieron en Estados Unidos un millón de puestos de trabajo. Comparado con lo que habría de venir después, aquella recuperación sin empleo de 2002-2003 ha palidecido y sirve para resaltar la falta de perspectiva que se tiene siempre en los instantes difíciles: mientras se vive, parece que no ha habido otro momento peor en la living memory (en la memoria de la gente que aún está viva).
El ensayo general previo al ciclo de veinte años
En cualquier caso, para la inmensa mayoría de la gente, no ya de la que no está especializada en estos temas, sino también de los mismísimos profesionales, nada estaba más lejos que la posibilidad de que la economía mundial pudiera entrar en un largo período de estancamiento en el que se sucederían diferentes recesiones, alguna de ellas incluso más profundas que la peor de las acontecidas en la etapa transcurrida desde la segunda guerra mundial. Pero sí que hubo algunos pronósticos prematuros de que algo así podría suceder, como el efectuado por mí mismo en la Bolsa de Madrid en octubre de 2002 durante la mencionada conferencia sobre fondos de inversión organizada por Lipper, la empresa de Reuters especializada en la información de fondos. Los asistentes, comprensivos, se tomaron el pronóstico como una broma o una provocación. Por suerte, todo se demoró más de lo previsto: dos años de retraso
para la caída de la bolsa y uno para la recesión norteamericana. No es raro que costara aceptar una perspectiva en la que las crisis volvían a ser habituales; al fin y al cabo, la última etapa con esas características había quedado atrás hacía veinte años. Desde entonces, el año 1982, los instrumentos de gestión de existencias de las empresas y la propia gestión de la política monetaria por parte de los bancos centrales, junto con los saltos en la productividad gracias al avance de las nuevas tecnologías, parecían haber abierto una nueva era de prosperidad que sólo se vería interrumpida, si acaso, por accidentes geopolíticos. A ese optimismo también contribuyó la manera en que se habían resuelto las crisis de 1997 y 1998, concentradas en los países del sudeste asiático, la primera, y en Rusia y algún otro país emergente, la segunda. Es verdad que en ambas ocasiones las bolsas habían caído con tanta fuerza, sobre todo en 1998, que llegó a pensarse en la posibilidad de un colapso del sistema financiero mundial, y no de manera gratuita pues en los comienzos del otoño de 1998 se produjo la quiebra de un fondo de inversión de los llamados hedge funds que tuvo que ser rescatado por un grupo de bancos norteamericanos para evitar que se originara un efecto dominó que acabara con los bancos de medio mundo. Aquel fondo se llamaba LTCM (Long Term Capital Management) y en su istración participaban de manera más o menos activa dos de los premios Nobel cuyas teorías quedaron en evidencia entonces y sobre todo diez años después. La Reserva Federal de Estados Unidos forzó a un grupo de bancos, entre los que estaba lo más granado de la banca de negocios mundial, a encargarse de deshacer de forma ordenada la cartera de deuda pública creada por el LTCM, que había llegado a ser hasta cien veces mayor que los fondos inicialmente aportados por los partícipes (se habló de hasta medio billón de dólares de inversión para unos recursos aportados de sólo cinco mil millones). Aunque parezca irónico, esa operación de salvamento tuvo lugar justo diez años antes de que se dejara caer a Lehman Brothers y fuera necesario organizar el salvamento del sistema financiero norteamericano, todo a principios del otoño de 1998 y de 2008, respectivamente. Con estos antecedentes y coincidencias, es difícil resistirse a una metáfora aplicada a otros grandes acontecimientos: el rescate del fondo LTCM en 1998 no habría sido sino el ensayo general de lo que sucedería en
2008. Para colmo de ironías, el único banquero de inversión que se había negado a participar en aquel rescate de 1998, James Cayne, presidente de Bear Stearns y del que se dice que cuando estaba reunido con representantes de la Reserva Federal, que insistían en que los grandes bancos se hicieran cargo del fondo quebrado, abandonó la sala dando un portazo y clamando que cada palo aguantara su vela. James Cayne, sin embargo, tendría que ser él mismo (y su banco) rescatado en marzo de 2008. En esa fecha, Bear Stearns fue salvado de la quiebra y entregado a JP Morgan, que impidió que la crítica situación del otoño de 2008 se hubiera precipitado seis meses antes. ¿Qué es lo que llevó a las autoridades políticas y monetarias de Estados Unidos a salvar a Bear Stearns y no a Lehman Brothers, o dicho de otra manera a aplicar con poca consistencia ese repulgo o reparo que los anglosajones llaman moral hazard o riesgo moral? El concepto de riesgo moral describe diferentes tipos de conducta irresponsable o poco cívica, desde despreocuparse de cuidar adecuadamente un bien que está asegurado con una compañía de seguros hasta correr un riesgo excesivo en el departamento de inversiones de un banco contando con que, si las cosas van mal, ya acudirá el Estado a rescatar al banco. Cuando se habla de riesgo moral, sobre todo a raíz de la crisis financiera, normalmente se piensa en los bancos que se arriesgaron demasiado y se endeudaron muy por encima de lo razonable, así como en los inconvenientes que tiene el hecho de rescatarlos, ya que esto acostumbra mal a los gestores de las demás entidades que saben que si se equivocan alguien pagará por sus errores. Igualmente esto ha venido siendo motivo de discusión cuando en 2010 se planteó el rescate financiero de Grecia: al hacerlo existía el riesgo moral de acostumbrar mal a sus ciudadanos y gobiernos (también a los de otros países), pues los errores en la gestión de los presupuestos nacionales terminarían siendo pagados por una colectividad más amplia, en este caso, los países de la eurozona. Lo que sigue siendo un misterio, en todo caso, es por qué a Lehman Brothers se la juzgó con el rasero del riesgo moral y, en cambio, seis meses antes, a Bear Stearns se la había salvado de la quiebra. Aunque tal vez ni siquiera haya misterio, sino algo mucho más común de lo que suele creerse: el
comportamiento inconsistente de todo el mundo, incluso (o sobre todo) de muchos políticos y empresarios en ejercicio y que, en el caso de los primeros, suelen embellecer su retórica de tal modo que a muchos puede despistar (en cambio, de quienes no tienen proyección pública, para qué hablar; la inconsistencia en ese caso también es moneda corriente, pero se queda recluida en el ámbito de lo privado, de la familia y allegados).
Un ciclo de veinte años
Al hablar de un ciclo largo y darle una duración de veinte años hay que tener en cuenta dos matices. Primero, que cuando se mencionan los ciclos económicos no se debe pensar en ciclos de una regularidad precisa, como lo son las vueltas de un rotor en una máquina o la sucesión de las estaciones del año, sino que se trata de una metáfora más del lenguaje económico. La economía, casi de forma continuada, no es más que un lenguaje para hablar de economía y es, por tanto, más una ciencia en el sentido que se le daba en el siglo XVIII que en el que se le daría a partir del XIX y XX. Es decir, constituye una disciplina que se asemeja a la taxonomía y, en consecuencia, aún se encuentra en un estadio primitivo del que probablemente terminará saliendo, pero no está ni mucho menos claro cómo lo hará. Eso no significa que no cuente con aspectos muy recomendables, como los relacionados con la medición de los fenómenos, algo que la aproxima a la pura estadística descriptiva y al oficio de agrimensor. También posee otros más cuestionables que hacen que conecte con algo tan alejado de la ciencia como la retórica. Es verdad, pues, que de la retórica toma ese vuelo metafórico que le hace explicar fenómenos incomprensibles (y, sobre todo, imposibles de repetir en un laboratorio, ni en las mismas ni en diferentes condiciones) por medio de imágenes más o menos audaces y afortunadas. Así, en ella se habla del «efecto riqueza» para describir algo que en lenguaje coloquial no sería más que la sensación de euforia que se tiene cuando las cosas parecen ir bien o del «efecto dominó» para describir la quiebra en cadena (otra metáfora de nuevo) de las instituciones bancarias.
Es curioso porque en esto no se diferencia de la «ciencia» del Derecho, que utiliza como uno de su recursos más habituales el razonamiento por analogía, con lo que el aspecto científico queda sólo reducido a la parte que exige una consistencia o coherencia en el razonamiento y que se sigan unas reglas de transformación bien conocidas por la lógica formal desde los tiempos de Aristóteles, como mínimo. Algo parecido, por el uso y abuso de la metáfora, le sucede a la informática, también rebosante de imágenes: los ordenadores tienen memoria; las aplicaciones «corren» en determinadas máquinas, etc. La diferencia es que la informática se encuentra sustentada por otras disciplinas: la física, la electrónica, la electrotecnia, etc. y, con el tiempo, hasta la mecánica cuántica. El lenguaje cotidiano y también el médico le ha devuelto a la informática el favor «metafórico», y así se habla de cómo el cerebro procesa la información y se dice que «no me funciona el chip». Es algo tan viejo como el mundo que cuando alguien está muy cansado ya hace tiempo que se le han «acabado las pilas»… Describir es poseer, y por eso una descripción afortunada y con metáforas o imágenes vistosas de un fenómeno ya da la tranquilidad de un principio de explicación o, incluso, puede pasar por una buena explicación, como sucede tantas veces en economía. Todo esto parece una constatación algo trivial a la que ya llegó el gran físico Ernst Rutherford, uno de los padres de la primera versión de la estructura del átomo, cuando decía que «en ciencia, todo lo que no es física es coleccionar sellos». Sin saber qué opinión particular albergaba sobre la ciencia de la economía, parece natural concluir que debía de coincidir con la caracterización anterior: que la economía está hecha un poco de técnicas de entomólogo, de taxidermista, de agrimensor, de dibujante, de escolástico y de estadístico. El intento de la econometría de apoderarse de las técnicas de la estadística matemática ha sido en parte exitoso, puesto que ha desarrollado todo un cuerpo doctrinal apabullante, y en parte fallido, dado que las mejores técnicas de econometría convencional y de series temporales sólo han conseguido captar la parte inercial de la evolución económica; no obstante, dicho intento se ha desvelado como poco afortunado desde el momento en el que ya en las primeras lecciones de economía se habla de funciones que no tienen una ecuación
correspondiente (algo que sorprende a cualquier estudiante que haya optado por las matemáticas en el bachillerato) y que, como mucho, sólo se puede aspirar a dibujar la función entre unos ejes de coordenadas cartesianas. Pues bien, volviendo a los ciclos económicos y a los dos matices con que había que acompañar cualquier especulación intelectual sobre ellos, hay que añadir que no se debe atribuir a los ciclos un período fijo y rígido y, como segundo matiz, que no tienen por qué presentar un desarrollo idéntico dentro del período aproximado de repetición.
¿Qué es lo que quiere decir todo esto?
Pues que un ciclo de estancamiento, como el que parece haberse iniciado en el año 2000, puede durar dieciocho años (1965-1982) o tan sólo catorce (19011914). Significa además que, al igual que este último período fue interrumpido por una guerra mundial y continuó después, durante diez años, con la misma pauta lo mismo podría sucederle al ciclo actual si en algún momento se cometiesen errores de cualquier tipo que cambiaran su caracterización y obligaran a compararlo con otro ciclo mucho más negativo. Implica, por otra parte, que por la interrupción que la primera guerra mundial supuso, la prolongación de ese ciclo durante esos diez años más consumió lo que debería haber sido otro ciclo, pero éste ya expansivo. Con ello, ese nuevo ciclo se vio reducido a seis años (vaya ciclo, pensarán muchos, que oscila entre veinte y seis años; y además imaginando lo que hubiera pasado sin guerra mundial) y es posible que el siguiente ciclo no tuviera nada que ver con la mayoría de los restantes al llegar preñado con otra guerra mundial y con una gran depresión. La conclusión que se impone es: «No hay que creer en los ciclos pero haberlos haylos.» Dicho de otra manera, parece ser que la economía es, o al menos se vuelve, cíclica durante ciertas etapas de la historia y que ese ciclo presenta cierta regularidad cuando no es sacudido por los enormes choques que suponen una guerra mundial o unos errores descomunales de política fiscal o monetaria; errores que de tan abismales casi parecen coordinados entre los países más
poderosos del planeta, como los que llevaron a la Gran Depresión. ¿Podría hablarse de coordinación de la descoordinación? En caso de que la respuesta sea afirmativa, ¿no podría aplicarse esa expresión a los gobiernos de la actual zona euro, que a veces parecen orquestar las más coordinadas cumbres para producir los más descoordinados de los resultados? En otras palabras, el aceptar los ciclos como un proceso semiautomático mediante el que se despliega la actividad económica sólo funciona como una especie de andador que facilita que uno no pierda de vista la perspectiva que proporciona la experiencia histórica. Pero no libera a nadie de la necesidad de utilizar la propia inteligencia. Y, como toda herramienta útil, lo mismo puede servir para guiar como para cegar.
¿A qué se parece?
Entre las muchas dificultades que plantea el uso de los ciclos está el hecho de que a la humanidad le sobra experiencia histórica pero, en cambio, le falta evidencia empírica de la historia económica bien documentada. Para ello, se habrían necesitado recursos económicos y técnicas de la estadística descriptiva que estaban muy alejados de lo que los habitantes de los siglos anteriores a la primera mitad del XIX podían alcanzar. Entre la documentación que por fortuna se conserva hay dos verdaderas joyas: la historia del ciclo económico de Estados Unidos, que puede encontrarse en la web del NBER,² y la historia del índice Dow Jones Industrial, cuya creación corresponde a mayo de 1896 y que, por tanto, proporciona 116 años de conocimiento de acontecimientos económicos, políticos, sociales y militares concentrados en una sola serie histórica. Como las experiencias que tienen que ver con las sociedades no se pueden reproducir en un laboratorio, es fácil concluir que lo más parecido a un laboratorio del que pueden disponer tanto la economía como las demás ciencias sociales es la historia. Se trata de un laboratorio con opciones limitadas y que no se pueden combinar a capricho. Pero también está lleno de riqueza y pistas luminosas. Sólo presenta dos problemas si se pretende utilizar para extraer conclusiones de tipo práctico: hay que buscar cuál es la combinación de datos (el
acontecimiento o la sucesión de acontecimientos) que más se parece a la situación actual, que es lo que se supone que se busca analizar, y, además, es preciso contar con que ese período de referencia esté suficientemente bien documentado, aunque es probable que si no lo está sea imposible compararlo con la situación actual. Además, habrá que tener en cuenta que los choques externos, desde accidentes geopolíticos que degeneren en guerras generalizadas hasta catástrofes naturales, pueden provocar que un período nuevo, como el que se inició en el año 2007 con una crisis financiera de dimensiones desconocidas desde hacía, al menos, 77 años, empiece siendo similar a una determinada etapa histórica y termine pareciéndose a otra. O lo que es lo mismo: la historia nos proporciona patrones de comportamiento que podemos estudiar, pero siempre hay que estar sometiéndolos a la prueba de los hechos; asimismo, lo que empieza con un patrón de comportamiento puede terminar con otro, y el éxito en la aplicación de este método (incluso dando por descontado que se considera válido, algo que mucha gente quizás no aceptaría) no está ni mucho menos garantizado.
El método chartista histórico
A quienes no se dediquen como profesión al sector financiero o no tengan la afición de invertir en bolsa, la palabra «chartismo» quizá les suene completamente extraña. Si les gusta o les ha gustado la historia, a lo mejor les trae ecos de rebeliones pasadas, desde la que llevó a Inglaterra la Carta Magna hasta el movimiento obrero, también inglés, de la primera mitad del siglo XIX que pretendía hacer que el Parlamento aceptara unos derechos mínimos: sufragio universal y voto secreto. Ahora, sin embargo, se trata de algo mucho más prosaico: el intento de captar pautas o patrones de comportamiento en los gráficos que reflejan las cotizaciones de las acciones en bolsa, de las divisas o de las emisiones de renta fija, de manera que permitan «predecir» en cada instante cómo va a ser la evolución de esas cotizaciones.
Como el patrón de comportamiento siempre se intenta buscar en las cotizaciones pasadas, el chartismo es, por definición, histórico, aunque sólo utilice la serie histórica de datos del último minuto, del último mes o del último año, en general, de períodos más bien cortos. De ahí el llamarlo «histórico» cuando se intentan capturar esas pautas en toda la historia conocida, por lo que cuanto más atrás retrocedan las series de datos, mejor. Pues bien, en ese intento de preguntarse a qué etapas más o menos bien documentadas de la historia económica se parece lo que está sucediendo desde el año 2007 (o mejor, desde el año 2000) se encuentran dos largos períodos del siglo XX: 19011914 y 19651982. Para ello, se ha utilizado la expresión más concentrada posible de lo que sucedió en ambos: un índice de bolsa, el Dow Jones Industrial, que ya existía entonces (véase gráficos 2.1 y 2.2).
En ambos gráficos se observa que hay momentos en que las economías, tanto la muy alejada de hace un siglo como la bastante cercana de hace treinta años se internan en el estancamiento. No quiere eso decir que no crezcan, aunque su crecimiento se ve puntuado por retrocesos que duran uno o dos años, sino que alternan los dos tipos de comportamiento: expansión y recesión. Ese estancamiento se ve reflejado en los índices bursátiles por una alternancia también de alzas y bajas, que no parece que se atrevan a tomar una dirección determinada.
Eso contrasta con otros períodos que, aunque no exentos de problemas, parecen por comparación alegres y confiados: todo evoluciona hacia mejor, lo que para un índice representado en un gráfico quiere decir hacia arriba (véase gráfico 2.3). En todos ellos las zonas sombreadas representan las recesiones.
No una, sino dos recesiones
De todo esto se deduce que será muy difícil que la década actual se despida sin antes haber sufrido un par de recesiones más en la economía norteamericana y las correspondientes en la europea. Del gráfico 1.2 del capítulo anterior (página 38) puede concluirse que esas recesiones estarán separadas por intervalos de crecimiento más o menos fuerte; su duración precisa es imposible de predecir, pero puede estar en el entorno de la duración media o mediana (entre dos y medio y tres años) de las expansiones económicas de Estados Unidos en períodos tan complicados como éste, que inauguró su fase más virulenta en 2007 (aunque se iniciara en el año 2000 y aún haya de dar giros muy sorprendentes). A veces, la discusión sobre cuánto pueden prolongarse estas recesiones y su propia profundidad lleva a muchos a decir que esto es una gran depresión, lo que no es el caso por ahora, en buena medida gracias a la reacción tardía pero contundente de las autoridades políticas y monetarias. Sin embargo, nunca hay que excluir por completo la hipótesis de que los aciertos de una etapa se transformen en los errores de otra. O de que una eventual sucesión desafortunada de equivocaciones termine llevando a una depresión. Nada está excluido en esta vida y, sin duda, una de las combinaciones malhadadas que puede conducir a un deterioro grave de la situación es la desafortunada actuación del Banco Central Europeo (BCE) a la hora de defender la zona euro mediante la compra ilimitada de deuda pública de los países con problemas o bien la insistencia en el rigor fiscal en plena recesión. Esto no quiere decir que el BCE haya estado equivocado en todas sus actuaciones, ni mucho menos. De hecho, aunque se pueda considerar a esta
institución como la peor a la hora de acertar con las subidas de tipos de interés, hay que reconocerle, en cambio, un pleno de aciertos cuando de suministrar liquidez al sistema financiero se trataba, que se ha combinado con esa reticencia a intervenir cuando es la única opción posible a la hora de defender la existencia del euro. Es curioso que la cadencia de las recesiones sea tan parecida cuando las economías sufren una desestabilización financiera tan grave como la que se inició en 2007. A veces, incluso, se producen casualidades llamativas, a las que no hay que darles más que una importancia anecdótica y que pueden proporcionar mucho juego como bromas de sobremesa. Entre ellas está el hecho de que la primera crisis financiera de importancia del siglo XX fuera la que se inició en mayo de 1907³ (aunque poco antes ya había tenido lugar otra conocida como «el pánico del hombre rico»). En aquellas circunstancias la Reserva Federal aún no existía y el sistema financiero norteamericano tuvo que ser rescatado por los grandes bancos de entonces bajo el liderazgo de John Pierpont Morgan, o JP Morgan, como se le habría de conocer después. JP Morgan debió emplearse a fondo para convencer a sus colegas de la necesidad de que se comprometieran en ese rescate y llegó a dar instrucciones a su mayordomo para que les encerrara en su biblioteca, donde estaban reunidos y que hoy forma parte del circuito turístico de cualquier visita a Nueva York. La arenga con la que les animó a comprometerse en el rescate del sistema terminó con una famosa frase: «Si los bancos no tienen las reservas para utilizarlas en momentos como éste, díganme para qué las quieren.» Con posterioridad, seis años más tarde, nacería la Reserva Federal, con funciones de banco central para Estados Unidos.
3
Inflación primero (2013-2014), deflación después (2016-2017)
Uno de los elementos clave para salir de la situación de estancamiento económico es conseguir que los tipos de interés reales se vuelvan negativos. O, mejor dicho, mucho más negativos, porque en algunos países como Reino Unido o Estados Unidos ya lo son, al igual que en algunos Estados europeos como Alemania (véase gráfico 3.1). Hay que recordar que el tipo de interés real es el que resulta de restarle al tipo de interés nominal (el que carga un banco a sus clientes o el que proporciona la inversión en deuda pública) la inflación del momento. Así, en el gráfico 3.1 se ha calculado el tipo de interés real restándole a la rentabilidad de la deuda pública a 10 años de Alemania y Estados Unidos las respectivas tasas de inflación medidas por el Índice de Precios de Consumo (IPC). De resultas de esa simple operación de restar se concluye que el tipo de interés real en este momento es del menos uno por ciento en Alemania y del menos dos por ciento en Estados Unidos. Esto se puede expresar de otra manera: el pago de los intereses de la deuda pública de estos tres países ni siquiera conserva el poder adquisitivo del dinero que se invirtió, puesto que el tipo de interés es inferior a la inflación.
En otros países como España o Italia eso no ocurre dado que los tipos de interés de su deuda pública, tras la crisis de la zona euro, son muy superiores a las tasas de inflación respectivas. Sin embargo, en una crisis de deuda como la actual, en que todo está trabado por el exceso de endeudamiento de las familias, de cierto tipo de empresas (los bancos) y más recientemente del sector público, una manera de ayudar a desbloquearla es que el dinero se deprecie por vía de generar algo de inflación. Dicho de otro modo, los tipos de interés reales deben volverse más negativos. El problema es que para ello hay que dejar que la inflación prospere, pero no de forma que después no haya manera de controlarla sino de un modo «moderadamente descontrolado», del orden del cinco por ciento o el seis por ciento, con lo que después de seis años se haya reducido el valor de las deudas entre un treinta por ciento y un cuarenta por ciento. Erosionar el valor de las deudas es la manera más indolora de contribuir a que se puedan devolver. Las víctimas de un proyecto así son siempre los ahorradores, los rentistas, quienes hicieron sus deberes a tiempo y utilizaron de forma adecuada sus talentos en el sentido de la parábola evangélica, y no tanto en el que se le da hoy de retener el «talento», algo que de manera sarcásticamente involuntaria predican la mayoría de las empresas en el mismo momento de despedir a gente bien preparada y talentosa. Y entre esas víctimas, claro está, no sólo se encuentran los individuos o las familias ahorradoras o rentistas, sino además los países que también lo son. En Europa, el país ahorrador por excelencia es Alemania. Ese ahorro suele verse reflejado en las cifras de la balanza de pagos y, más en concreto, en las cifras de lo que se llama balanza por cuenta corriente, que mide la diferencia entre lo que un país exporta y lo que importa de bienes y servicios, además de mostrar, en una de sus cuentas parciales, el saldo neto, favorable o desfavorable para un país, de los pagos de rentas por intereses y dividendos así como el saldo neto de las remesas del exterior. En el gráfico 3.2 se puede observar la evolución de la balanza por cuenta corriente de Alemania y España. Desde el año 2000 se podría decir que una parece la imagen especular de la otra, la de Alemania con superávit y la de España con déficit.
Pues bien, el saldo de la balanza por cuenta corriente de un país constituye también la diferencia entre el ahorro y la inversión en ese país. Un superávit significaría, por tanto, que no se precisa ahorro exterior, en tanto que un déficit sí lo requiere. O, para el caso en cuestión, Alemania tiene un exceso de ahorro con el que puede financiar a otros países, mientras que España, en el período observado, ha necesitado del ahorro exterior. Pues bien, como todo el mundo sabe, Alemania es un país exportador de bienes de equipo para todo tipo de industrias entre otras muchas cosas. En dos palabras, es un país exportador. Por tanto, cuenta con una tasa de ahorro elevada, y durante años, ha financiado a los países que ahorraban poco o nada o que importaban más de lo que exportaban y tenían, en consecuencia, lo que se llama una balanza exterior deficitaria. Entre esos países se encuentran los del sur de Europa y, entre ellos, España.
Por tanto, el problema que se les presenta a los alemanes es que han depositado el dinero de sus ahorros en su banco, el cual lo ha prestado, entre otros, a empresas, familias y Estados que ahora se hallan cuestionados como sospechosos de que no podrán devolverlo. Es verdad, también, que los préstamos fueron un poco irreflexivos y ahora los bancos se encuentran con que los deudores tienen dificultades para retornarlos. Asimismo, parte de esos depósitos en bancos alemanes se invirtieron en lo que después se llamarían productos tóxicos, fundamentalmente procedentes de la conversión de préstamos hipotecarios de baja calidad concedidos en Estados Unidos en títulos para que se pudiera invertir en ellos aunque no se fuera un banco. Es decir, parte de los ahorros alemanes se destinaron a la concesión de préstamos irreflexivos y parte a la inversión en productos que no es sólo que resultaran inseguros y con elevada probabilidad de no poder ser recuperados, sino que además ni siquiera quienes tomaban la decisión de invertir en ellos los comprendían debido a su complejidad. A este tipo de inversión incomprensible por muchos de sus protagonistas, y a los que las pérdidas pillaron por sorpresa, la llamaban pomposamente «banca de activos», empeñados en que tampoco los demás, los profanos, la entendieran… o como si la banca no fuera siempre cuestión de activos… y de pasivos. Aunque muchos más bancos de países europeos que no eran precisamente Alemania cometieron los mismos excesos de invertir en productos inseguros, maquillados como si no lo fueran por las agencias de calificación, y que además los directivos no entendían, es significativo que el primer banco europeo que quebrase durante la crisis, ya en agosto de 2007, fuera una institución alemana no muy grande llamada IKB. Ahora resulta casi increíble pero en 2007 la complacencia con los bancos era tan grande que las autoridades políticas y monetarias alemanas se enteraron de la quiebra del IKB por la llamada del director general de Deutsche Bank al Bafin o autoridad federal para la supervisión financiera de la banca alemana. Tras todo este caos en el que los deudores fueron irreflexivos y los acreedores también, el dilema que se presenta se puede simplificar extraordinariamente en estos términos: ¿Qué se puede hacer con los deudores? ¿Aliviarles de parte del peso de su deuda, bien condonándosela (perdonándosela), bien generando inflación que les ayude a que en términos reales devuelvan una deuda menor o,
por el contrario, estrujarles lo máximo con objeto de que retornen hasta el último céntimo, pero corriendo con ello el riesgo de que dejen de pagar? Al escribirse esto, la situación estaba llegando a tal límite que debía adoptarse una solución de salida para los deudores. Como ejemplo del extremo al que se había llegado, valga una anécdota no muy conocida: la empresa alemana Siemens, que normalmente tiene una enorme tesorería en su balance (es decir, acumula dinero del que puede disponer al día siguiente, en pocos días o en pocas semanas, si lo necesita), retiró a finales de septiembre dinero por valor de tres mil millones de euros que tenía en bancos ses para depositarlos en el BCE. Pero ¿cómo puede un particular o una empresa hacer depósitos en el BCE? Se supone que ése es un privilegio reservado a los bancos de los países de la eurozona. Pues bien, la solución se había preparado con dos o tres años de antelación: Siemens había creado un banco de su propiedad en el que había depositado esa enorme liquidez, y ese organismo a su vez lo ha colocado en el BCE. Pero, como a nadie se le escapa, no todo el mundo puede constituir un banco para, a través de él, depositar su ahorro en el BCE. Esto comporta que, para la inmensa mayoría de empresas, familias o individuos, el depósito en un banco comercial sea casi obligado y, por tanto, la estabilidad del sistema bancario y la solvencia de todos los bancos sea una cuestión primordial. Ahora bien, tras la crisis que azota desde hace dos años a la zona euro, todo está cuestionado, desde la solvencia de los Estados hasta la de los bancos, por lo que dar una salida al problema de la deuda constituye una decisión que ya no puede retrasarse por mucho más tiempo.
El balance de los bancos centrales
Los bancos centrales son un invento relativamente reciente. Tan reciente que el de Estados Unidos ni siquiera tiene cien años. Los cumplirá muy pronto, en 2013. Otros bancos centrales, por el contrario, cuentan con una mayor antigüedad, como el Banco de Inglaterra o el de España, aunque este último tardara muchos años en adquirir el estatuto por el que se rige en la actualidad.
La labor de los bancos centrales es muy diversa, pero se podría resumir muy brevemente diciendo que consiste en emitir la moneda en nombre del gobierno del país; en supervisar y vigilar a los bancos de ese mismo país y en hacer de prestamista de última instancia, es decir, proporcionar fondos a los bancos a cambio de que éstos depositen garantías que aseguren la devolución del dinero cuando pasen por dificultades transitorias de tesorería. Por tanto, su función no es mantener en vida a un banco que no es viable o que ya está directamente en quiebra, sino ayudar a los solventes a superar momentos en especial difíciles. Esta última función se puede cumplir aumentando el dinero en circulación o no. En el primer caso, se corre el riesgo de generar inflación, puesto que los bancos centrales tienen la capacidad de crear dinero out of thin air. O sea, del aire. Pero, cuando esto no se corresponde con una creación equivalente de bienes y servicios, el dinero en circulación es comparativamente más abundante que los bienes y servicios que se pueden comprar, por lo que la presión ascendente sobre los precios (naturalmente, para que suban) se incrementará (al haber más dinero pero la misma cantidad de bienes). En situaciones como ésta, desde el año 2007 hasta hoy, el tamaño del balance de los bancos centrales ha cobrado un relieve extraordinario, mientras que antes sólo los economistas muy especializados en el tema de la oferta monetaria se fijaban en tales asuntos. Esto se debe a que desde 2007 se puede decir que han sido los bancos centrales de los países más avanzados los que han impedido, en buena parte, que la recesión de 2008/2009 se transformara en una gran depresión. Hay que pensar que los bancos centrales funcionan como cualquier otro banco e incluso como cualquier otra empresa. Pero con unas características muy especiales. En primer lugar, como toda empresa tienen un balance y una cuenta de resultados. Del mismo modo, el balance está formado por el activo y el pasivo. Sólo que en el activo se incluyen los préstamos que concede a sus clientes como cualquier banco (en este caso los clientes son los bancos del país o el propio sector público, al que se le puede haber hecho un anticipo en forma de préstamo) y en su pasivo, además de su capital social, la cantidad de dinero que ha emitido. En otra época, en la que se utilizaba el patrón oro, había una correspondencia entre ese pasivo, que era el dinero emitido, y un activo que era el oro atesorado para hacer frente a esa emisión de monedas y billetes.
Su capacidad de generar dinero es tan sencilla como que consiste en hacer una anotación contable en el pasivo de su balance y después decidir a qué fin dedica esos fondos que ha creado «del aire». Pues bien, desde 2007 los bancos centrales de todo el mundo han hecho exactamente eso: expandir su balance creando dinero de la nada y prestándoselo a los bancos en apuros que lo necesitaban. Pero la actual y ya duradera crisis financiera traía elementos novedosos, al menos en lo que se refiere a la experiencia posterior a la segunda guerra mundial, lo que obligó a los bancos centrales a aplicar técnicas de estabilización de los mercados que apenas un año atrás se habrían considerado heréticas. Así, la Reserva Federal de Estados Unidos, en los meses que siguieron a la quiebra de Lehman Brothers en el otoño del año 2008, no sólo proporcionó a los bancos de su país la liquidez que necesitaban para sobrevivir, salvando con ello a todo el sistema financiero nacional y mundial, sino que, además, en su esfuerzo por estabilizar la situación, llegó a hacer algo inusitado: comprar pagarés de empresa. A esto último se vio forzado porque, en mitad del pánico desatado en el mes de octubre de 2008, los fondos de inversión norteamericanos dejaron de comprarlos, provocando graves problemas de financiación a las grandes corporaciones que tienen en ese mercado de pagarés una fuente fundamental de financiación a corto plazo. Pues bien, la Reserva Federal llegó a comprar esos pagarés directamente a las empresas, algo que resultaba por completo inaudito. También adquirió títulos hipotecarios, y así impidió, junto con la actuación de otros organismos públicos y semipúblicos de Estados Unidos, que el mercado hipotecario dejara de funcionar del todo. Con todo ello el tamaño del balance de la Reserva Federal se duplicó. Aún le quedaría tiempo de triplicarse al añadir, además, nuevas adquisiciones, en este caso de deuda pública. Esto hay que recordarlo bien: la Reserva Federal creó de la nada dos billones de dólares.⁴ A continuación, decidió invertirlos en activos por ese valor: pagarés de empresa, títulos hipotecarios, préstamos a las entidades bancarias que aportaban distintas garantías para el caso de impago, entre ellas algunas de las citadas, y también, claro está, deuda pública.
Y por fin compra de deuda pública
El resto de los bancos centrales hicieron algo parecido. El BCE incrementó su balance prestando de manera ilimitada a los bancos las cantidades que fueron necesarias para hacer frente a los problemas de liquidez generados por el hecho de que los mercados financieros se mantuvieran cerrados intermitentemente entre 2007 y 2012. Esa intermitencia no seguía ningún tipo de regularidad y estaba ligada a los brotes de desconfianza que se han venido produciendo de manera más o menos caprichosa o provocada desde agosto de 2007. De modo que tanto el BCE como la Reserva Federal expandieron su balance, el primero multiplicándolo por dos y el segundo por tres. En el gráfico 3.3 puede observarse la evolución comparada del balance de los dos bancos centrales más importantes del mundo. Para que esta comparación sea homogénea, se ha calculado el contravalor en dólares del balance del BCE aplicando un tipo de cambio de 1,20 dólares por euro, ya que 1,20 es el punto medio del intervalo en que se ha movido la cotización del dólar frente al euro desde el momento del nacimiento de éste en 1999, aunque los billetes y monedas en euros no se pusieran en circulación hasta 2002. En él se aprecia que, desde que se inició la crisis, el balance del BCE se ha incrementado desde una cifra algo inferior al equivalente en euros de 1,5 billones de dólares hasta casi el doble; es decir, cercana a los tres billones de dólares. El balance de la Reserva Federal, que partía de una cifra inferior a un billón de dólares en el año 2007, creció de manera casi repentina por lo aceleradamente que lo hizo, hasta superar al del BCE y situarse casi en los tres billones de dólares. A la expansión del balance de la Reserva Federal contribuyó de forma significativa el apoyo financiero al sector bancario y empresarial, primero, y, a partir de 2010, la compra, por parte del banco, de deuda pública emitida por el gobierno de Estados Unidos, realizada en dos grandes tandas de 400.000 millones de dólares, la primera, y de 600.000 millones de dólares, la segunda. En la jerga de los mercados financieros se las ha llamado QE1 y QE2, porque la adquisición masiva recibió el apelativo genérico de Quantitative Easing 1 y 2. Esta expresión se tradujo al castellano como «política monetaria cuantitativa», primera y segunda tanda, naturalmente.
El BCE, del que no puede decirse que haya estado tímido a la hora de salvar al sistema bancario europeo de una catástrofe, y que ha proporcionado a los bancos tanto dinero como le han pedido para no verse abocados a la quiebra, sí ha estado comedido, en cambio, a la hora de comprar deuda pública de los gobiernos para hacer bajar los tipos de interés de largo plazo, como ha hecho la Reserva Federal. Y es que en Europa los tipos de interés de largo plazo se han dividido en tres categorías: lo que pagan Estados como Alemania, Holanda, Finlandia e incluso Francia (entre el 1,80 por ciento y el 2,5 por ciento); lo que pagan los países que han necesitado ayuda de la Unión Europea y del FMI, como Grecia, Portugal o Irlanda: entre el diez por ciento y el treinta por ciento, y lo que pagan países como España o Italia (entre el cinco por ciento y el siete por ciento). Todo depende de la credibilidad que para los inversores tenga cada uno de los Estados, y eso crea unas divergencias en el seno de la eurozona que hacen peligrar su propia existencia. Desde comienzos de mayo de 2010, el BCE inició la adquisición de deuda pública de Estados de la eurozona que estaban pasando por dificultades. Pero lo hizo de una manera más bien tímida y edulcorando esas compras, es decir, «pasando la mopa»⁵ por otro terreno diferente donde esas dificultades no se percibieran. De ahí que esas operaciones de compra de deuda pública griega, irlandesa y portuguesa (o con posterioridad italiana o española) no están teniendo ningún efecto expansivo de la oferta monetaria, que es la magnitud que los bancos centrales vigilan de cerca para intentar adivinar si subirá o no la inflación. Por tanto, poco habrá crecido el balance del BCE por estas operaciones, aunque sí lo haya hecho y mucho por los préstamos a los bancos.
Para salir de esta crisis
Aquí llegamos al punto clave de la narrativa de este capítulo. La economía de la Unión Europea en su conjunto está desacelerándose muy rápidamente desde
mediados del año 2011 y podría decirse que ya se encuentra en una virtual recesión. Algunos de los que se llaman indicadores adelantados así lo confirman (véase gráfico 3.4).
Si para la fecha de la publicación de este libro se ha confirmado esa entrada en recesión por parte de las economías de la eurozona, el BCE tendrá que adoptar una postura mucho más acomodaticia y próxima a la de la Reserva Federal o también a la del Banco de Inglaterra, que ha comprado deuda pública de su gobierno. En todo caso, y en relación con el PIB de cada una de las grandes zonas económicas del planeta, la situación es algo diferente de lo que se pudiera imaginar (véase gráfico 3.5). Probablemente tal postura sea lo que permita a las economías salir de esta incipiente recesión. No en balde, en los términos en que está planteada la situación actual se exige que el BCE adopte una posición mucho más activa a la hora de combatir la crisis.
De la inflación primero (2013-2014)
Europa, y más específicamente la eurozona, ha vivido los dos últimos años agitada por la amenaza de una desintegración. Todo se inició en diciembre de 2009 con la constatación, por parte del nuevo gobierno griego, de que el déficit presupuestario era muy superior al reconocido por el anterior ejecutivo.
Fue como abrir la caja de Pandora. Durante los dos años siguientes se cuestionaron las cuentas públicas de diferentes países del sur de Europa y también de Irlanda en un doble sentido: se planteó si recogían o no fielmente la situación de ingresos y gastos de las istraciones general, regional y local, y si eran sostenibles o no dados los abultados déficits; España tenía en esos momentos un déficit equivalente al once por ciento del PIB. El caso es que, más o menos justificada, en los mercados de deuda pública se desató la inestabilidad que a lo largo de dos años fue imposible de contener. Como consecuencia, la Unión Europea acudió al rescate de Grecia, Irlanda y Portugal, utilizando diferentes mecanismos que implicaban tanto al FMI como a un nuevo organismo llamado EFSF creado para contribuir a la estabilidad financiera en Europa. Asimismo, el BCE, bien que a regañadientes, se sumaba a la operación de rescate, dejando bien claro que ésa no era su función y que en cuanto el Mecanismo de Estabilidad Europeo (que es como se llamará el EFSF a partir de 2013) estuviera listo, dejaría de hacerlo. Pero a finales de 2011 esa inestabilidad continuaba y contagiaba a los mercados de deuda pública de Italia y, en menor medida, de España. En diversas cumbres de las autoridades de la eurozona y de la Unión Europea, así como del BCE y del FMI, se había llegado a acuerdos significativos para apalancar (ampliando su capacidad de actuación) el EFSF, pero siempre daban la sensación de ir muy por detrás de los acontecimientos y transmitían la impresión generalizada de que actuaban poco y demasiado tarde. A cada solución, los mercados pedían algo más y poco a poco comenzaba a dibujarse la perspectiva de que no habría solución si el BCE no se lanzaba con decisión y claridad a realizar compras masivas de deuda pública de los países con dificultades. Desde el BCE se insistía una y otra vez en que ésa no era la función que se le había atribuido en sus estatutos, que expresamente le encargaban que velara por la estabilidad de los precios. Tenían razón a medias: sin necesidad de leer sus estatutos, simplemente entrando en su web, se podía constatar que también tenía encomendada la estabilidad del sistema, la cual estaba en peligro. Por ejemplo, puede irse a esta dirección web http://www.
ecb.int/ecb/orga/escb/html/mission_eurosys.es.html o comprobarlo en esta imagen, donde se describe la función del Eurosistema:
«En el Eurosistema, nuestro objetivo primordial es mantener la estabilidad de precios en aras del bien común. Asimismo, como destacada autoridad financiera, dirigimos nuestros esfuerzos a preservar la estabilidad financiera y a promover la integración financiera europea.» A pesar de todo, puede que para los gerentes que están al frente del BCE esto no sea suficiente y que haya que proporcionarles un apoyo legal más amplio. Esto pasa por que los gobiernos de la eurozona acuerden una modificación del Tratado de la Unión Europea, del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea y del Estatuto del Sistema Europeo de Bancos Centrales, de modo que los adapten para que el BCE tenga entre sus objetivos uno que ya cumple la Reserva Federal en Estados Unidos y que suma a la estabilidad de los precios la consecución del pleno empleo. Hay que pensar que todo el debate sobre lo que debe hacer el BCE en una crisis como la de la eurozona se ha estado produciendo en un contexto de reflujo de las medidas que se adoptaron en los meses siguientes a la quiebra de Lehman Brothers. Entonces era urgente y necesario enfrentarse a una situación de emergencia, lo que llevó a los diferentes Estados a realizar un gasto enorme para contener la gran marea e impedir que se convirtiera en otra gran depresión. Eso, junto con la reducción de los ingresos por impuestos provocada por la caída de la actividad económica, condujo a que se generasen en muy poco tiempo enormes déficits presupuestarios. Ése era el caso, entre otros muchos, de España, cuyo presupuesto pasó en muy poco tiempo de un pequeño superávit a un enorme déficit. En ese momento, provocados por las noticias de Grecia, que hizo que todo se cuestionara, los gobiernos tuvieron que proceder a recotar el gasto, con la misma rapidez con que antes habían recurrido a su incremento. Ese recorte del gasto en todas las economías europeas a la vez, junto con las dificultades por las que pasaba la istración norteamericana para conseguir que el Congreso aprobara nuevos planes de estímulo, contribuyeron altamente a que se produjera a lo largo de 2011 una desaceleración paulatina de la economía europea y mundial. En el caso de Europa, esa desaceleración ha sido más rápida, en parte porque la inestabilidad en los mercados financieros no favorece las decisiones de inversión y en parte porque se empezó a notar la interrupción que en la cadena de producción internacional provocó el terremoto con tsunami en Japón de principios del mes de marzo de 2011 (por eso la desaceleración empezó
primero como desaceleración industrial).
Política monetaria expansiva y fiscal restrictiva
En definitiva, dado que el gasto público ha experimentado recortes en Europa y aún va a recortarse mucho más, y mientras esta política no cambie, se impone que el BCE adopte una política monetaria mucho más expansiva que acompañe a la política fiscal restrictiva. En una situación como ésta, en la que los bancos no conceden préstamos, y en la que, por tanto, el mecanismo de transmisión de la política monetaria más acomodaticia está fallando, el hecho de aplicar esa política aún más laxa tiene un objetivo claro: impedir la quiebra del sistema bancario europeo. Y apoyar la financiación de los Estados por la vía de los bancos, los cuales, financiados desde el BCE, deberían acabar comprando también deuda pública. De esa manera retorcida e indirecta se podrían conseguir dos efectos: mantener a los bancos líquidos y sin que se cuestione su solvencia y financiar a los Estados y sus menguantes déficits sin que la ortodoxia del BCE se resienta aún más y provoque reacciones airadas en Alemania. Tras numerosas llamadas a la actuación del BCE, finalmente se anunciaron unas medidas el 8 de diciembre de 2011, que se empezaron a ejecutar dos semanas después: el BCE procedió a conceder préstamos con vencimiento a tres años a los bancos, aceptando como garantías una amplísima colección de activos, entre ellos préstamos concedidos por los propios bancos. Con eso la estabilidad del sistema se salvaba y la supervivencia del euro también. Por lo menos… de momento.
A la deflación después (2016-2017)
Si, con suerte, el BCE consigue crear inflación, logrando así que las deudas se puedan pagar aunque sea en euros de menor poder adquisitivo, probablemente la
demanda se reactivará y las economías europeas se las arreglarán para salir de la recesión en la que parecían estar entrando a finales de 2011. El consumo también debería animarse a la vista de que los ahorros pierden valor por el efecto de la inflación; así como con la deflación las compras se aplazan porque prima la expectativa de que caerán los precios y se podrá adquirir más barato, con la inflación ocurre lo contrario, cuanto antes se compre mejor, para evitar las subidas adicionales de precio. Tras dos o tres años de crecimiento, y con el sistema financiero algo mejor anclado en sus cimientos, lo más seguro es que la inflación, que en su momento fue un regalo, empiece a resultar un grave inconveniente. De ahí que sea probable que una vez las economías hayan adquirido cierto «tono muscular» y algunos activos hayan comenzado a experimentar subidas de precio excesivas, los bancos centrales, y entre ellos el BCE, se tengan que plantear recurrir al remedio clásico para enfriar las economías y las expectativas inflacionarias: subir los tipos de interés. Lo que seguramente provocará otra recesión con la que podría, si no se cometen errores graves de gestión de la política fiscal o monetaria, darse por terminado este ciclo de estancamiento económico. Esto podría suceder por el año 2017 o 2018.
Esperando al BCE
Por fin, tras muchas dilaciones, el 8 de diciembre de 2011 el BCE se decidió a anunciar la concesión sin límites de préstamos a los bancos de la eurozona por un plazo de tres años, lo que ejecutó el 21 de diciembre de 2011. Eso, que se volvió a repetir en febrero de 2012, ha salvado al sistema bancario europeo de una catástrofe más que probable. Y con él, la existencia del euro. En la concesión de diciembre, los préstamos ascendieron a casi medio billón de euros (489.000 millones), solicitados por un conjunto de 523 bancos. Eso da idea de los apuros de liquidez por los que pasa la banca europea: es una adjudicación de casi mil millones de euros por banco, en promedio. Esto les servirá para los vencimientos de bonos bancarios del año 2012, que ascienden a unos 650.000 millones de euros, así como para acudir a las subastas de deuda pública: los gobiernos europeos planean emitir por un valor superior a los 700.000 millones
de euros. Es pronto para evaluar cuál será el impacto definitivo de la operación, que, en realidad, es menos voluminosa de lo que parece, ya que parte de ese casi medio billón de euros es renovación y consolidación de otras líneas de crédito a plazos más cortos que ya tenía concedidos el BCE, de modo que la cantidad neta ronda sólo los 200.000 millones de euros. Con todo y con eso, el BCE ha permitido que los bancos salvasen la primera parte de 2012 en un momento en el que la situación se había vuelto tensísima por la imposibilidad de obtener financiación en los mercados de capitales.
4
Historia de tres depresiones... sectoriales
Lo que ha sucedido y lo que está ocurriendo desde el año 2008 o, para ser más precisos, desde comienzos de 2007, que es cuando se empezaron a apreciar los primeros síntomas de lo que algunos, con nostalgia inconfesada de los «grandes» acontecimientos históricos, terminaron llamando la gran recesión, no se entiende bien si no se considera que desde hace cuatro años hay dos sectores económicos importantísimos (y desde hace doce un sector más) que están pasando, ellos sí, por una gran depresión. Gran depresión que es, naturalmente, una gran depresión sectorial. Esos sectores son el financiero, en general, y el de banca, en particular, la construcción e inmobiliario y lo que durante un tiempo se llamó TMT (Tecnología, Medios de Comunicación y Telefonía); dicho con lenguaje coloquial, bancos, construcción y nuevas tecnologías. Esto no quiere decir que las economías, al menos de momento, estén pasando por una gran depresión; la actuación, si no temprana, sí al menos contundente de gobiernos y bancos centrales impidió por medio del aumento del gasto público y de la inyección de enormes masas de liquidez en el sistema financiero que la crisis degenerara en algo mucho más grave. Para quienes tengan dudas sobre esto, conviene recordar una y otra vez que lo que se califica como Gran Depresión por antonomasia, la que sufrió Estados Unidos en los años treinta, se caracterizó por una caída del Producto Nacional Neto del 53 por ciento. Ello comporta, sin lugar a dudas, que parezcan muy pequeñas las caídas del PIB de los países occidentales en los años 2008-2009. Por ejemplo, en España, esa caída, desde el mejor hasta el peor momento, rondó el cuatro por ciento para el PIB. Quizá pudiera hablarse de gran depresión en Islandia, donde entre el tercer trimestre de 2007 (punto más alto del ciclo) y el primero de 2010, en que empezó la recuperación, el PIB en términos constantes cayó un 17 por ciento y donde el paro saltó de manera casi instantánea del uno
por ciento al nueve por ciento. O en Estonia, donde esa caída de máximo a mínimo, también a precios constantes, fue del 26 por ciento. Pero no fue el caso más común entre países desarrollados.
Síntomas clásicos de gran depresión o estancamiento
Una depresión, o una gran depresión, se caracteriza por una caída profunda y prolongada, normalmente a lo largo de varios años, del PIB de un país o de un sector. En las sociedades modernas, los instrumentos de que dispone el Estado a fin de hacer frente a semejante amenaza para la evolución de la economía, así como miedo a que cualquier amago de recesión económica importante se convierta en una depresión económica, ha provocado que lo que en otras épocas se terminaba traduciendo en caídas drásticas de la producción se transforme en una variante suave de la depresión y tome la forma de un estancamiento que puede durar muchos años. La Gran Depresión de los años treinta, sobre todo su manifestación en Estados Unidos, tan analizada, no sólo por economistas e historiadores, sino también por novelistas y cineastas, se ha convertido en ejemplo clásico y referencia inevitable cuando se trata de hablar de depresiones. Con mucha menos frecuencia se habla de la otra gran depresión, que también tuvo lugar en Estados Unidos entre 1873 y 1885, un período en el que se sucedieron dos recesiones pero que no están tan bien documentadas como las que se desarrollaron en los años treinta del siglo XX. De aquellas dos recesiones, la primera duró la friolera de casi seis años, y fue seguida por un período expansivo de tres años y una nueva recesión de tres. Casi al mismo ritmo que en la Gran Depresión de los años treinta, pero con duración de las dos recesiones, en este último caso, reducidas a la mitad: la primera tres años (entre 1930 y 1933) y la segunda quince meses (entre 1937 y 1938). Las herramientas de que disponen los Estados actuales, la riqueza acumulada desde entonces, junto con la experiencia de los años treinta y el deseo de evitar que se repita la crisis han transformado aquellas experiencias aterradoras de hambre y miseria en una variedad mucho más atenuada: la década o las décadas de estancamiento económico. En esta segunda alternativa, el ejemplo
mencionado una y otra vez y que, por tanto, se ha convertido en el estancamiento económico por antonomasia, es lo que sucedió en Japón entre los años 1990 y 2000, una situación que, para muchos, ha continuado hasta la actualidad, por lo que, según eso, Japón no habría salido aún de sus dos décadas de estancamiento. ¿En qué consiste alguna de las características comunes de esas dos variedades de crisis, la aguda y más corta y la prolongada y más suave? O, por decirlo de otro modo, ¿la americana y la japonesa? Pues manifiestan un reflejo parecido en el comportamiento de los índices de bolsa, que durante muchos años, al menos veinte, no recuperan los niveles máximos que habían alcanzado en los momentos previos al inicio de las respectivas crisis. Para el caso de Estados Unidos, véase el gráfico 4.1. En él se aprecia que después del máximo que alcanzó el índice Dow Jones Industrial dos meses antes de que se produjera el crac de 1929, pasaron veinticinco años más antes de que dicho índice recobrara el nivel de 1929, y entretanto se produjo la Gran Depresión (con sus dos recesiones bien marcadas), una guerra mundial y tres recesiones más. Igualmente, en el gráfico 4.2 se observa la evolución del índice Nikkei 225 de la Bolsa de Japón, que alcanzó un máximo histórico cercano a 40.000 en el año 1989, sólo para comenzar una caída prolongada justo al iniciarse 1990, y no ha vuelto a recuperar esos niveles desde entonces transcurridos 22 años. Es más, la Bolsa japonesa se ha comportado de forma incluso más negativa durante estas «dos décadas perdidas» que la Bolsa norteamericana en los veinte años que siguieron al crac de 1929. Pues mientras en Estados Unidos el índice Dow Jones Industrial se mantuvo cerca de la mitad de su nivel máximo a partir de 1946 (es decir, diecisiete años después de alcanzar ese máximo y producirse el crac), la Bolsa de Japón, a los veintidós años de iniciar su caída aún está perdiendo un 79 por ciento (véase gráfico 4.2).
Las bolsas, pues, que parecen tener la capacidad de reflejar de manera sintetizada y estilizada al máximo lo que ocurre en el conjunto de la sociedad, tanto en lo político y en lo social como en lo macroeconómico y en lo empresarial, estampan con un sello común lo que son las depresiones y los largos períodos de estancamiento: caen desde sus niveles máximos y tardan muchísimos años en recuperar los niveles de antes, si es que vuelven a recobrarlos alguna vez, lo que en el caso de Japón está aún por ver.
Una matización que conviene añadir a ese comportamiento de las bolsas consiste en introducir la evolución del tipo de cambio como factor corrector: si la Bolsa de Japón se hubiera corregido por la evolución del dólar frente al yen, habría tenido un comportamiento menos desastroso. En efecto, durante las dos décadas perdidas, la cotización del yen frente al dólar ha subido desde 155 yenes por dólar hasta 77,5 yenes por dólar, por lo que la caída de la Bolsa japonesa, si se expresa en dólares, habría sido sólo del 56 por ciento y no del 79 por ciento. O, lo que es lo mismo, sólo un poco peor que lo que aún perdía el Dow Jones al cabo de 22 años después de que el crac hubiese tenido lugar. ¡Curiosa regularidad para períodos y países tan distintos y tan distantes!
A la depresión por la construcción
Probablemente todo el mundo está dispuesto a aceptar sin discutirlo que el sector de la construcción sí que pasa por una depresión sectorial. Cualquier criterio que se le aplique llevará a las mismas conclusiones. Si, por utilizar el más evidente, tomamos como ejemplo el empleo en el sector de la construcción y para España, la sola cifra de más de un millón de empleos perdidos muestra por sí sola de qué magnitudes estamos hablando. Si a eso le sumamos otro millón de parados en las industrias afines en las que la construcción induce actividad y empleo, las proporciones resultan aún más llamativas. En esencia, de los tres millones de nuevos desempleados del período 2008-2011 se podría decir que dos proceden directa o indirectamente del sector de la construcción y el millón restante de los demás sectores. En el gráfico 4.3 puede apreciarse de qué manera tan vertiginosa se produjo ese aumento del desempleo en la construcción en España. Tal caída eliminó prácticamente la totalidad del empleo creado en ese sector en los siete primeros años de la década, los que van de 2000 a 2007.
Por si eso fuera poca muestra de lo que en el sector de la construcción podría llamarse tanto depresión económica como «depresión humana»,⁷ puede echarse una ojeada al gráfico 4.4, que expone la evolución de la cotización en bolsa de las empresas del sector de la construcción representadas por su índice sectorial de Thomson Reuters.
Aún peor es la situación si se considera el índice de bolsa sectorial de las empresas inmobiliarias españolas de Thomson Reuters. En ese caso, las pérdidas hasta el momento actual rozan el 96 por ciento (véase gráfico 4.5). La conclusión es, pues, que el sector de las empresas españolas inmobiliarias y de construcción está pasando por una verdadera depresión, manifestada tanto en el comportamiento del empleo como por su cotización en bolsa. De esas caídas tan abruptas, como la experiencia de los índices generales indica, no suele salirse en plazos breves. Todo lo contrario, la expectativa se vuelve muy desazonadora, aunque un leve aliento de esperanza puede leerse en esos mismos índices: tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria de 1990-1992, la recuperación sólo tardó siete años en producirse, bien es verdad que con una caída previa de los índices que sólo los había reducido a la mitad. No en un 96 por ciento (inmobiliario) o en un 65 por ciento (construcción).
En consecuencia, la perspectiva es que las empresas que sobrevivan del sector de la construcción tendrán un futuro algo menos azaroso que las inmobiliarias, lo que tampoco es muy complicado de imaginar: mientras que el exceso de existencias en el sector inmobiliario será muy difícil de reabsorber en pocos años, a las compañías dedicadas a la construcción siempre se les encargarán tareas de mayor o menor entidad, ya sea relacionadas con un languideciente subsector de la vivienda o no; en la restauración o en la obra pública.
Los bancos también… se deprimen
Algo muy parecido puede decirse del sector bancario, cuyos excesos son bien conocidos. Entre éstos, y como el más visible en España, se encuentra el del desmedido número de oficinas, fruto de una política de expansión acelerada que durante los años 2000 y 2008 añadió ocho mil sucursales a una red ya muy sobredimensionada. Pues bien, el sector está en trámite de cerrar esas oficinas de las que ya la mitad han pasado a mejor vida. En España, como en la mayoría de los países avanzados, esos excesos se notaron también en el enorme volumen que adquirieron los balances de los bancos. Todo ello fue posible gracias al apalancamiento que les permitía convertir los préstamos hipotecarios en títulos para su venta posterior a inversores institucionales (con mucha frecuencia alemanes). La enorme deuda que acumula la banca española con el exterior es fruto, fundamentalmente, de ese proceso. Pues bien, si el exceso de oficinas bancarias está corrigiéndose de forma paulatina, no puede decirse lo mismo del tamaño de los balances de los bancos españoles, que siguen hinchadísimos, ya que no se ha procedido aún a ese desapalancamiento que en algunas entidades norteamericanas como Citigroup les ha llevado a reducir su balance casi a la mitad. La cotización en bolsa de la banca en general y de la española en particular refleja el estado depresivo en el que se encuentra el sector (véase gráfico 4.6). En este caso, la caída no ha sido de las mismas dimensiones que la del sector
inmobiliario, aunque haya llegado a ser del 65 por ciento, mientras que en otras recesiones o episodios de caída de bolsa que no terminaban en recesión no pasaba del 45 por ciento. En definitiva, las expectativas de recuperación del sector son, a corto plazo, también negativas, pero sin que pese la misma y enorme losa que pesa sobre el sector inmobiliario. Sin embargo, hay que tener en cuenta que los índices de bolsa no recogen las pérdidas de lo que hasta hace poco conformaba casi la mitad del sector financiero español: las cajas de ahorro. Éstas, tras las pérdidas adicionales que es fácil prever que aún quedan por acumular, habrán experimentado unas pérdidas de patrimonio neto de entre el sesenta por ciento y el setenta por ciento. Eso comporta que la situación conjunta del sector sea mucho más depresiva de lo que los índices de bolsa indican y hará más difícil una recuperación.
Otro tanto le pasa al sector de banca internacional, sobre todo en países que, como Estados Unidos, han acumulado también una burbuja inmobiliaria y una quiebra virtual de sus mayores bancos. Lo generalizado del problema y el comportamiento relativo del sector bancario en dos de las tres grandes áreas de desarrollo económico (Europa y América) se representa en el gráfico 4.7. En él se ve el estado casi depresivo en el que se encuentra la banca de todo el mundo, con problemas acumulados de exceso de capacidad en sus balances y, por tanto, de falta de capitalización para cumplir las normas que se le imponen desde Basilea. En el gráfico se observa que la banca europea, tras disfrutar de una mejor trayectoria bursátil que la banca estadounidense en los momentos más delicados de 2008 y 2009, ha pasado a ser la que en estos momentos, a finales de 2011, tiene peor comportamiento relativo, naturalmente afectada por los problemas de la zona euro y el impacto de la gran cantidad de deuda pública de Estados de la eurozona que contienen sus balances.
Tan nuevas, exitosas y… en depresión
Puede parecer extraño que se hable de una depresión sectorial en un área puntera en investigación y que tantos avances de productividad está permitiendo experimentar en otros ámbitos de la economía. Sin embargo, los índices sectoriales de bolsa aún se resienten del estallido de la burbuja tecnológica en el año 2000 y se encuentran en niveles que corresponden a la mitad de lo que fue su máximo histórico en marzo de ese año (véase gráfico 4.8). En el gráfico puede apreciarse la caída que el índice Nasdaq 100 sufrió entre 2000 y 2002, digna de un proceso depresivo, y la lenta recuperación que le ha seguido, siempre entre altibajos. Con la característica, propia de comportamientos depresivos también, de que durante la recesión de 2008-2009 las cotizaciones volvieron a caer fuertemente y se situaron cerca de los niveles mínimos del año 2002, algo igualmente típico del comportamiento de índices generales como el Dow Jones Industrial y el Nikkei 225 en los períodos de depresión o de estancamiento. También, como ellos, el índice Nasdaq 100 parece condenado a alcanzar una y otra vez el nivel que corresponde a la mitad (2.500) de lo que fue su máximo histórico, pero sin que consiga mantenerse en esos niveles, y, como Sísifo, vea siempre rodar su piedra cuesta abajo de nuevo. Puede parecer paradójico el hecho de que los índices que representan, entre otros, lo más granado de las empresas de tecnología, supuestamente la vanguardia del desarrollo y criaderos de lo que son y serán los grandes avances de la productividad, muestren un comportamiento tan depresivo. Sin embargo, se ve que los excesos especulativos castigan hasta a los más capaces y a los más audaces, por no hablar de los pioneros y descubridores; al fin y al cabo, en el DJI de los años de depresión estaba también representado lo más destacado de la producción industrial, que era el sector más granado y vanguardista de las empresas, como ahora lo es el tecnológico. En ese ímpetu entre audaz y especulativo, hubo algo de desafío prometeico que está ya casi olvidado: las empresas tecnológicas más asentadas, pero sobre todo las llamadas puntocom, desbordaron sus propios límites. Así, hay que recordar las fortunas que se pagaron en varios países por conseguir las concesiones
gubernamentales para la telefonía móvil de banda ancha allá por los años 1999 y 2000. Fue una lucha de titanes entre las compañías telefónicas y los recién llegados que querían hacerse un hueco en el sector, lo que comportó que algunas de esas licencias nunca se hicieran efectivas, como en España la de Xfera (conseguida por ACS). Parecía un intento, propio de los constructores de Babel, por acelerar el futuro, descontando a precios de oro y vendiendo empresas que sólo eran una promesa para un futuro que como poco estaba a ocho o diez años vista. En ese frenesí se pagaban cifras multimillonarias por las licencias 3G cuando los prototipos que se manejaban en ese momento de los terminales de teléfonos móviles aptos para utilizar las redes UMTS (o 3G) tenían aún el tamaño de un frigorífico. Todo ello en medio de un elevadísimo volumen de negocio que sí que estaba siendo real y tangible y que daba alas a las aspiraciones más desmedidas: los dos grandes acontecimientos que dispararon el gasto tecnológico de empresas, bancos y gobiernos durante los años que precedieron a 1999 y 2000 fueron, respectivamente, el nacimiento del euro y el efecto 2000. En realidad, y para ser más precisos, fueron un evento y un noevento. Pues si el euro, tras una trabajosa adaptación de los sistemas informáticos, inició su alegre (y, por lo que después se ha visto, irreflexiva) andadura el 1 de enero de 1999, aunque no hubiera monedas y billetes en circulación hasta tres años más tarde, el efecto 2000 nunca tuvo lugar. No está claro si ello se debió a que se tomaron las medidas adecuadas para evitarlo o porque había sido una amenaza más o menos real hinchada hasta la desproporción y de la que se derivaron cuantiosos ingresos para las empresas de tecnología. Cuando el evento y el noevento pasaron, en enero de 2000, quedaron sentadas las bases del retroceso del negocio de las empresas tecnológicas. El estallido de esa burbuja se produjo apenas tres meses después.
En conclusión, en ese frenesí ya casi olvidado, y en un impulso por acarrear empresas tecnológicas al acervo bursátil, quizás algo escaso de ellas, en España terminaron por ser consideradas empresas tecnológicas las de páginas amarillas, un producto tan necesario como anticuado. Nadie preguntó cuál era la razón de tratarlas como empresas TMT, con lo que se creó un malentendido en el que, aunque de manera poco confortable, se las tuvo por tales, ya que contenían información, aunque fuese publicitaria, y también un componente tecnológico, si bien en su variante menos sofisticada: la búsqueda de un teléfono y un servicio específico por internet.
Conclusión y perspectiva
Los índices generales de bolsa se van a mover, con toda probabilidad, durante los próximos cinco o seis años en niveles que van desde su máximo histórico del año 2007 a un 35 por ciento por debajo de ese nivel.
Sin embargo, lo más probable es que los índices sectoriales de bancos, construcción y nuevas tecnologías sigan oscilando entre un tope superior que corresponderá a la mitad de su máximo histórico y un mínimo situado a la altura del nivel más bajo alcanzado por ellos tras el pinchazo de su correspondiente burbuja. En términos prácticos, esto debería corresponder a esta descripción:
— Para el Nasdaq 100: entre 1.000 y 2.500. — Para el índice de construcción español Spain DS Con&Mat: entre 450 y 700. — Para el índice Spain DS-Banks (en dólares) de los bancos españoles: entre 200 y 500. — Para los bancos norteamericanos medidos por el índice PHILADELPHIA SE KBW Banks: entre 16 y 60 (véase gráfico 4.9).
5
Verano de 2011 y los aromas prematuros de recesión
En pleno verano de 2011, una de tantas histerias súbitas se apoderó de analistas económicos y financieros, medios de comunicación y, principalmente, mercados de capitales: la economía mundial estaba a punto de entrar en recesión. Lo novedoso es que esta vez, al contrario de lo que había sucedido en otras ocasiones, algunos organismos oficiales se sumaron también al aquelarre predictivo. En el coro de voces que avisaban de semejante eventualidad destacaba una muy cualificada, la del Fondo Monetario Internacional (FMI), que con su recién estrenada directora general al frente, Christine Lagarde, se precipitó a extraer y a hacer públicas unas conclusiones que no estaban ni mucho menos claras. La impresión a lo largo del verano de 2011 es que nadie quería perderse esta vez la ocasión de predecir una recesión. El síndrome del «yo ya lo dije» se apoderó de gente normalmente sensata y, lo que es más asombroso, de organismos que suelen caracterizarse por ser más cautelosos. Hay que comprender que el FMI había estado tan rematadamente mal en los años anteriores al estallido de la crisis al afirmar verdaderos dislates como que la distribución del riesgo mediante la titulización de activos daba más solidez al sistema financiero internacional que es comprensible que esta vez quisiera recuperarse. Y es que el FMI no sólo había cometido errores manifiestos como el mencionado, sino que además sus previsiones de crecimiento siguieron casi sin inmutarse mientras la crisis se desarrollaba a ojos vista, por no hablar de las previsiones catastrofistas que ya en plena recesión mundial se dedicaron a realizar: todavía calculaba unas pérdidas para el sistema bancario mundial que a
todas luces parecían excesivas y que ya no tenían ningún sentido cuando se publicaron, a comienzos de 2009, justo cuando las bolsas empezaban a hacer pie y a recuperarse y cuando la economía de Estados Unidos estaba a punto de salir de la recesión. La penúltima vez que el Fondo Monetario Internacional se equivocó fue en la primavera del año 2009. Está por ver si el último error ha sido el lanzar la alarma este verano pasado sobre una posible recesión de la economía mundial. Algo en lo que quizá terminen acertando, aunque puede que para ese acierto haya que esperar algún tiempo. Y es que cuando se va con el paso cambiado, se va con el paso cambiado y cuesta mucho recuperarlo. Ése es un fenómeno que conoce todo el mundo y que tiene lugar todos los días con extremada frecuencia en las horas de tráfico más intenso: basta que uno pase a otro carril en la autovía, a uno que parece ir más rápido que los demás, para que automáticamente se convierta en el más lento de todos. También experimentan esa sensación los operadores de bolsa o de cualquier otro mercado cuando tienen un mal día en el que nada más comprar los precios empiezan a caer y nada más vender comienzan a subir. El fenómeno es tan viejo como el mundo, y los soldados que tienen que desfilar lo conocen bien: ir con el paso cambiado respecto a los movimientos que hacen los demás. El truco que se enseña en la instrucción militar para acompasarse de nuevo es el de dar una patada con un pie en el otro. Sin embargo, no está claro qué es lo que podría hacer una institución como el FMI para propinarse patadas con un pie, aunque sólo fuera figuradamente. Los operadores de bolsa sí que saben cómo hay que proceder en esas ocasiones: quedarse quieto durante un tiempo para no agrandar el error tomando decisiones mal meditadas y dominadas por la ansiedad de compensar las pérdidas con una buena jugada que reporte beneficios. Probablemente al FMI también le vendría bien una temporada de reflexión y de «abstención» aunque esto sea bastante complicado en una institución que vive cara al público y que periódicamente hace estimaciones que los medios de comunicación esperan con avidez. No obstante, hay que reconocer que las estimaciones que esta vez haga el FMI
tendrán una probabilidad mucho más elevada de resultar acertadas en comparación con las de los años precedentes: el tipo de modelos econométricos que utilizan son, como casi todos, inerciales y muy condicionados por los últimos acontecimientos. De ahí que cuando haya una racha mala, la probabilidad de que la racha continúe sea bastante alta. Y la de que su modelo lo recoja, también. En fin, no le exijamos al FMI lo que no puede dar. Ni siquiera Irving Fisher (padre de tantos hallazgos en el pensamiento económico y estadístico) pudo evitar con todo su prestigio el meter la pata cuando en octubre de 1929 anunció que el precio de las acciones había tocado suelo. Tampoco la Harvard Economic Society se lució precisamente en 1929 cuando afirmó que una depresión económica estaba «fuera del intervalo de probabilidades». En cualquier caso, hay que reconocer que, como decía uno de los padres de la física atómica, Niels Bohr, y repetía el jugador de béisbol Yogi Berra, hacer predicciones es muy difícil, y más sobre el futuro. Por eso hasta gestores de inversiones tan reputados como Bill Gross, que está al frente del mayor fondo de renta fija del mundo (nada más y nada menos que 242.000 millones de dólares de patrimonio), cometió en marzo de 2011 un error garrafal al anunciar que había vendido toda la parte de su cartera de valores que estaba invertida en deuda pública de Estados Unidos, lo que justificó por el riesgo que suponía para los tipos de interés el déficit de la istración norteamericana y la subida de la inflación. Nueve meses después, en octubre de 2011, tenía que dar marcha atrás y reconocer su error, anunciando esta vez que iba a comprar deuda pública de Estados Unidos en los plazos largos, lo que provocó, claro está, no pocos comentarios sarcásticos. El error le había llevado a perderse una fuerte subida de precio de los bonos y obligaciones de Estados Unidos durante casi todo el año 2011, con la consecuencia de que el fondo que él gestiona y que tanta importancia tiene por su enorme patrimonio, se quedó entre los que peor rentabilidad acumularon en el año; dicho en lenguaje de la estadística descriptiva, ese error situó al fondo de PIMCO en el último decil, entre el diez por ciento de fondos que peores rentabilidades habían obtenido, a la fecha de cambiar de estrategia.
La ética en la inversión
Este error de los gestores de PIMCO puso también de relieve un asunto que raramente se trata en público: el de las opiniones públicas de los gestores de activos o cómo evitar que sus posicionamientos públicos tengan un efecto (si es que pueden tenerlo, lo cual ya es mucho suponer) en los mercados. Durante los meses siguientes a la toma de la decisión de salirse de la deuda pública norteamericana, Bill Gross opinó en repetidas ocasiones públicamente sobre el lamentable estado de las finanzas públicas de Estados Unidos y el efecto negativo que eso habría de ejercer sobre el precio de su deuda pública. Con ese tipo de llamamientos parecía que quisiera estar influyendo en favor de que la decisión tomada previamente fuera acertada, lo que plantea la cuestión de si ese tipo de opiniones sobre temas en los que se tienen claros intereses deben manifestarse en público o no. Aquí se dan, esquematizando mucho, dos enfoques diferentes: el de quienes alaban que un gestor o analista «ponga su dinero donde pone sus palabras», según el dicho anglosajón, pero cayendo inevitablemente en la posibilidad de que le acusen de querer influir en favor de la corriente de compras o ventas a la que él se ha sumado; o, por el contrario, mantener en público una opinión diferente de la que se deduciría del posicionamiento que ha tomado en cualquier mercado, sea éste el de deuda pública, la bolsa de valores o cualquier otro. En este caso, la acusación podría ser de hipocresía o de inducir voluntariamente a otros a cometer lo que él con sus acciones considera un error. Probablemente, una manera de resolver esa contradicción sea mediante la presentación, junto a cualquier tipo de opinión pública, de la información de que, quien expresa esa opinión, mantiene una actividad propia o por cuenta de otros en los mercados de valores. De esa manera, quien lo escucha o lee siempre tiene con qué relativizar sus opiniones. A no ser que, como ocurre en el caso de analistas de un valor concreto que cotiza en bolsa, tenga expresamente prohibido por la legislación o por la empresa o banco para el que trabaja el comprar o vender acciones de ese valor concreto.
¿Cuándo empezó la nueva desaceleración?
Dicho de forma directa: en la pasada primavera, aunque muy pocos le prestaron la atención debida. Desde marzo de 2011, algunos indicadores de la economía norteamericana, china e incluso europea, aunque con un pequeño retraso en este último caso, comenzaron a dar síntomas de que había una desaceleración industrial en marcha. Así, los datos del Índice de Producción Industrial en Estados Unidos flojearon ya desde el mes de marzo, a la vez que datos que procedían de la economía china también mostraban una cierta flojera en el sector industrial. Posteriormente, los mismos índices iniciaron un retroceso en Alemania, con algún dato de retroceso fuerte de las ventas al por menor. Todo este conjunto de indicadores más bien débiles, sin que ninguno de ellos fuera espectacular en su debilidad, debían ser interpretados de manera prudente como un aviso de lo que estaba a punto de suceder. La explicación de la debilidad industrial en Estados Unidos no era muy difícil de encontrar: el terremoto con maremoto en Japón, y el impacto que tuvo en la central nuclear de Fukushima, junto con la necesidad de revisar las otras centrales nucleares, provocó, aparte de las pérdidas humanas y materiales, una gran desorganización en el aparato productivo japonés. Eso, unido a los cortes en el suministro de energía eléctrica o las restricciones que siguieron en las semanas siguientes, provocó que también se produjese un dislocamiento importante en la cadena de producción internacional, que tuvo un efecto desacelerador muy importante en algunas industrias de Estados Unidos. Si a eso se le añade el hecho de que dos meses antes de producirse el terremoto en Japón había estallado la Primavera árabe, con revoluciones o revueltas por todo el Oriente Medio, la explicación de la desaceleración está más que completa. Sobre todo desde que se desató la revuelta en Libia contra el régimen de Muamar el Gadafi, que llevó los precios del petróleo Brent hasta niveles de 128 dólares por barril. Un precio del petróleo tan elevado no se veía en trayectoria ascendente desde el mes de junio de 2008 y, aunque después retrocedió a niveles más moderados, se mantuvo de manera continuada por encima de los 100 dólares/barril, un nivel de
precio que destruye demanda, la propia y la de otros productos. Todo ello se produjo en un contexto internacional de reducción de los estímulos fiscales, los cuales, aunque en Estados Unidos no habían sido tan drásticos, sí afectaban a los países europeos o bien por estar sumergidos en la crisis de la eurozona o bien, como en Reino Unido, por la aplicación del programa de recortes en el gasto del recién elegido primer ministro David Cameron.
Las bolsas envían mensajes una vez más
Ya a finales de abril, las bolsas de todo el mundo habían comenzado a dar síntomas de malestar casi de manera simultánea con lo que los indicadores estaban señalando acerca de la actividad industrial en Estados Unidos, China y Europa. Sin embargo, aún les dio tiempo de alcanzar lo que habría de ser el nivel máximo relativo (es decir, para un período determinado) de este ciclo, nivel al que llegaron a comienzos de mayo y que también sería el máximo nivel para todo el año 2011. Desde mayo hasta julio, las bolsas, que habían sido bastante madrugadoras detectando el decaimiento de la actividad industrial, se mostraron, sin embargo, titubeantes, sólo para iniciar una carrera bajista muy acelerada a partir de mediados de julio. Y fue ahí donde todo el mundo empezó a gritar: ¡Recesión, recesión! Es verdad que los malos datos de actividad industrial se habían extendido al conjunto de la economía; durante ese verano se conoció el crecimiento del PIB de Estados Unidos en el segundo trimestre de 2011 y se publicó una revisión a la baja del crecimiento del primer trimestre que resultó tan drástica que dejó el crecimiento del primer trimestre prácticamente en cero. Coincidiendo con esas informaciones, y a petición del diario nacional especializado en información económica y financiera, Cinco Días, el 9 de agosto de 2011 aparecía un artículo firmado por el mismo autor de estas líneas bajo el título ¿Recesión? Puede, pero todavía no. Transcribo aquí el texto, referido a una
eventual recesión de la economía norteamericana que a comienzos de 2012 todavía no se había hecho presente. O no, al menos, con retroceso del PIB ni con la declaración de recesión por parte del organismo que tiene esa competencia en Estados Unidos, el NBER.
¿Recesión? Puede, pero todavía no
En el pasado mes de abril se inició una clara desaceleración industrial en Estados Unidos. También en China y en Europa, aunque en ésta de manera mucho menos evidente. Las bolsas norteamericanas marcaron entonces su último máximo relativo y perdieron un ocho por ciento a lo largo de unas cuantas semanas en las que las dudas se centraban en si la economía de Estados Unidos estaba pasando por un bache pasajero o por algo más grave que pudiera terminar desembocando en una recesión económica. Sin embargo, y a pesar de esas evidencias, casi resultaba extravagante hablar del tema. Pero esa situación se ha terminado de golpe y, como hay una elevada tendencia a aplicar un modo de razonamiento incorrecto que los escolásticos denominaban post hoc ergo propter hoc («después de, luego por causa de»), no es raro ver en estos días atribuir la caída de las bolsas en Estados Unidos a un acontecimiento mucho más reciente: la pérdida de la calificación de AAA a que ha sometido Standard & Poor’s a la deuda pública norteamericana. Ahora todo se vuelven titulares sobre la amenaza de recesión en Estados Unidos y en Europa, asignando a la caída de los índices bursátiles un poder predictivo que sólo tienen en un número limitado de ocasiones. Es verdad que las caídas que tienen las bolsas estos días impresionan y recuerdan los peores momentos de finales de 2008 y comienzos de 2009. Sin embargo, tras crisis financieras de la magnitud de la vivida en esos años las bolsas suelen recuperarse casi por completo (el índice Dow Jones se ha quedado a menos de un diez por ciento de lo que fue su máximo histórico en octubre de 2007) y después vuelven a caer con fuerza, aunque no con tanta como la que los hundió en el golpe anterior. De ahí que quepa esperar que el Dow Jones pierda alrededor de un 25 por ciento en total, por lo que habría hecho ya la mitad o más de su recorrido bajista. Los índices europeos harían otro tanto, aunque en países
como España, y para el IBEX 35, una caída de esa magnitud se haya producido ya, por lo que le resta añadir lo que podrían perder aún los norteamericanos. ¿Significa todo esto que la economía estadounidense se encamina hacia una recesión? No necesariamente. O no, al menos, a corto plazo, ya que sólo una de las condiciones que suelen preceder a las recesiones está presente allí en estos momentos: la subida este año del precio del petróleo hasta acercarse a sólo 16 dólares del precio máximo que alcanzó en julio de 2008. Sin embargo, no se da ninguna de las otras condiciones: ni los tipos de interés de corto o largo plazo están subiendo; ni se ha invertido la curva de tipos de interés (es decir, los tipos de corto plazo no están más altos que los de largo plazo), ni se percibe una caída fuerte de los beneficios de las empresas no financieras de Estados Unidos (aunque sí una desaceleración de las mejoras de la productividad).
Es más, en situaciones de crisis financiera como la actual, no es raro que la economía de Estados Unidos tenga un trimestre de crecimiento cero, que suele suceder a mitad del ciclo expansivo. Ese trimestre parece haber sido el primero de este año, con crecimiento anualizado del 0,4 por ciento, por lo que, si se cumpliera esa «regla» de la mitad del ciclo, la economía norteamericana debería mantenerse creciendo hasta mediados del año 2012 para después entrar en recesión. Con ello, el último ciclo expansivo habría durado tres años, que es justamente la duración promedio de los ciclos de crecimiento en ese país. Pensar, pues, en una recesión inminente de la economía norteamericana equivale a creer que van a producirse dos recesiones separadas por menos de dos años, algo tan improbable que, si se exceptúa la doble recesión de 1980-1982, hay que remontarse hasta la década de 1920-1930 para encontrar algo parecido. Incluso durante los años de la Gran Depresión, hubo un intervalo de cuatro años de crecimiento entre las dos recesiones que la jalonaron. La actual caída de las bolsas podría pues estar ilustrando la famosa ironía de Paul Samuelson: «Las bolsas han anunciado nueve de las últimas seis recesiones.» ¿Y cómo afectará a Europa todo esto? Estados Unidos siempre marca la pauta y Europa (o el mundo) no se librará del destino de lo que allí ocurra aunque con el agravante de que aquí el Banco Central Europeo sí ha estado subiendo los tipos de interés, precisamente desde que se inició la desaceleración industrial. De
modo que a este lado del Atlántico se da una condición más de las que suelen anunciar una recesión: la subida de tipos de interés. Por suerte, el BCE aún no había ido demasiado lejos en ese proceso y, con suerte también, dará marcha atrás muy pronto. ¡Que así sea!
Subida de tipos de interés por parte del BCE
El BCE parece que se ha especializado en hacer subidas de tipos de interés totalmente a contrapié; es decir, cuando la economía europea lo que necesita es precisamente una bajada del coste de financiación de familias y empresas. Hizo una subida en julio de 2008, anunciada el mes anterior y engañado por unos datos de inflación totalmente sesgados al alza por el precio de la energía, y la volvió a hacer dos veces más en la primavera-verano de 2011, también cuando la inflación estaba al alza a causa de la subida del precio del petróleo o por circunstancias del momento, como el incremento de impuestos de alguno de los productos que forman la cesta de la compra. Esas equivocaciones parecen de principiante y chocan con la idea que suele albergarse de cómo deben ser de experimentados los responsables de un banco central a los que se atribuye no sólo una ciencia que no es que ellos no la tengan, sino que ni siquiera existe, y también una manera prudente de actuación y una enorme dosis de sentido común. Pues la verdad, parece como si los tres elementos, ciencia, prudencia y sentido común, se hubieran evaporado del BCE. La ciencia no es extraño que lo haya hecho: lo que suele considerarse ciencia monetaria no son más que cábalas aderezadas con ropaje matemático, en el mejor de los casos. Lo asombroso es que alguien pueda tomarse en serio semejante saber arcano que, si bien merece la pena ser desarrollado a la espera de que haya algo mejor, también convendría que (esos estudios monetarios) fueran acompañados de la humildad de quien sabe que lo que hace no es más que practicar el viejo método de prueba y error. Y todo lo demás son discusiones que no desentonarían en la escolástica medieval.
Respecto a la prudencia, debería esperarse de los bancos centrales que hubieran aprendido todas las lecciones del pasado que tienen que ver con ellos. Una de esas lecciones aconseja mirar la inflación subyacente para comprobar si de verdad hay tensiones estructurales en los precios, al alza o a la baja. La inflación subyacente deja de lado, a la hora de medir los precios, lo que afecta a los de la energía y los alimentos frescos. Pues bien, considerando la inflación subyacente resulta que siempre estuvo mucho más moderada, tanto en 2008 como en 2011. En cuanto al sentido común, hay que reconocer que no es sólo al BCE al que le falla a veces: la creencia de estar en posesión de un conocimiento científico de orden superior provoca en numerosas ocasiones estrepitosos fallos que cualquier persona sensata, pero sin la arrogancia que esa supuesta ciencia proporciona, sería capaz de evitar. Es frecuente el encontrarse con profesionales de la economía y las finanzas que depositan una fe ciega en los modelos con los que trabajan y que naturalmente se han hecho «carne» con determinados programas que corren en sus ordenadores. Tras el paso de los años llega el tiempo de sentirse confiados con el uso de modelos o, simplemente, creen que quienes los crearon poseen un conocimiento científico no cuestionado, y terminan por olvidar que lo que los modelos contienen no es nada más que lo que ellos mismos han querido introducir en ellos, mientras que el output o las conclusiones que los modelos proporcionan no son más que las hipótesis de partida del modelo, concentradas y presentadas con un aspecto diferente del inicial.⁸ Esto sucede en numerosas ocasiones. También con el uso de determinados ratios que no son más que información pasada y bien conocida presentada con un aspecto diferente: el ratio puts/calls; las posiciones cortas (vendidas) de futuros del eurodólar; etc.
Aciertos del BCE
Esto no quiere decir que en el BCE todo sean errores. Cuando ha tenido que rectificar bajando los tipos de interés tras esas subidas tan inoportunas, lo ha hecho, y, además, en el otoño de 2008 y en 2009, con bajadas desde el 4,25 por ciento hasta el uno por ciento, a toda velocidad. También deshizo las subidas de
la primavera de 2011 en el otoño de 2011. Aunque fuera otro presidente de la institución, el italiano Mario Draghi quien tomara esa iniciativa. ¡Menos mal! Pero hay un terreno en el que el BCE ha estado particularmente afortunado: en suministrar liquidez a los bancos en los momentos más críticos de los años 2007 a 2012. Una y otra vez, si ha tenido que salirse de los cauces de las técnicas de gestión de la política monetaria más tradicionales y ortodoxas, no ha dudado en hacerlo. Tanto que ello le valió a Jean Claude Trichet, entonces presidente del BCE, el título de banquero del año 2007 que concede el diario Financial Times. También lo haría The Banker en el año 2008. De hecho, el BCE no titubeó en ninguno de los momentos en que el credit crunch, o estrangulamiento del crédito, arreciaba y suministró a los bancos prácticamente toda la liquidez que necesitaban. También participó en operaciones de permuta financiera o swaps con otros bancos centrales, sobre todo la Reserva Federal, para que la banca europea dispusiera de financiación en dólares cuando lo necesitara; especialmente importante fue el acuerdo de esas características de diciembre de 2011, cuando los fondos monetarios de Estados Unidos habían dejado de comprar pagarés de empresa de los bancos europeos. Tampoco dudó en conceder a los bancos préstamos a tres años en diciembre de 2011. También hay que señalar muy favorablemente el hecho de que el BCE ampliara la oferta de liquidez a los bancos europeos de diferentes maneras, entre ellas una que habría hecho exclamar de horror a los de su comité de dirección tan sólo cinco años atrás: aceptar préstamos bancarios para descontar y obtener liquidez; reducir el nivel de calificación crediticia o rating que exigía al papel que le presentaban al descuento, rectificando así decisiones que había tomado previamente; volver sobre sus pasos acerca de la fecha límite para las subastas con liquidez ilimitada; alargar la vida de los préstamos a los bancos hasta los tres años en un momento, diciembre de 2011, en el que la desconfianza entre ellos había vuelto, por enésima vez en esta crisis, inoperante el mercado interbancario; y así sucesivamente. Hay otro territorio, en cambio, en el que la actuación del BCE, habiendo sido también digna de elogio, no acaba de convencer del todo, y es la compra de deuda pública en los mercados secundarios o de segunda mano de los Estados europeos con dificultades para financiarse. Esas adquisiciones, iniciadas de manera reticente en mayo de 2010, sirvieron para salvar a la eurozona en uno de
los momentos más decisivos y se repitieron tantas veces como fueron necesarias a lo largo de 2010 y 2011. Sin embargo, fueron compras insuficientes y sólo cuando la situación era insostenible, es decir, cuando los tipos de interés de la deuda pública en cuestión rozaban niveles del siete por ciento. Aunque en descargo del BCE debe decirse que esas compras bordean la legalidad del mandato que tiene asignado, tampoco hay que olvidar que en casos de emergencia las autoridades no piden permiso para actuar (sería incomprensible que los bomberos, incluso sin autorización de un juez, no derribaran una puerta si tras ella hubiera una persona en peligro de muerte o se estuviera desatando un incendio). Pues bien, las discusiones sobre si el BCE debería o no actuar de manera más contundente a la hora de reconducir hasta niveles sostenibles los tipos de interés de largo plazo de la deuda de países de la eurozona en dificultades, tiene mucho que ver con la idea que tiene cada cual de lo que debe ser el área con la moneda común. Sin embargo, es razonable que así lo haga, habida cuenta de que todos los bancos centrales de países avanzados han estado procediendo del mismo modo entre 2008 y 2011 (en Estados Unidos, con la llamada política monetaria cuantitativa y sus dos fases de aplicación, y en Reino Unido con medidas de corte parecido por parte del Banco de Inglaterra). Algo que, si no se ejecuta también una política monetaria cuantitativa por parte del BCE, pone a Europa, y sobre todo a la zona euro, en una situación muy desventajosa, a lo que hay que añadir que el BCE haya mantenido los tipos de interés de intervención en 1,5 por ciento durante meses, mientras en Reino Unido ya estaban en 0,5 por ciento, en Estados Unidos en 0,25 por ciento y en Japón en 0,15 por ciento. Los aromas prematuros de recesión que se detectaban en la primavera-verano de 2011 se habrán transformado, con toda probabilidad, en una recesión en Europa a comienzos de 2012, mientras en Estados Unidos parece que sigue esperando para un momento más tardío, que, con los ritmos habituales, podría no demorarse mucho más allá del verano de 2012.
Cualquiera que vea el gráfico 5.1 entenderá por qué está gestándose una recesión en la zona euro y por qué la obsesión del BCE con la inflación se encuentra por completo fuera de lugar: el crédito no crece, más bien se contrae, y si no hay concesión de créditos no hay normalmente inflación. Otro gran acierto del BCE, y en esto hay que insistir mucho porque probablemente ha salvado a la zona euro de una catástrofe, llegó el ocho de diciembre de 2011: los préstamos a tres años a los bancos. Con suerte, esto dará el comienzo a las medidas adecuadas. Aunque no está ni mucho menos claro que vayan a generar esa inflación que ayude a devolver los préstamos a quienes están superendeudados, bancos, familias y gobiernos.
6
La rentabilidad de las inversiones mueve el mundo
A nadie se le ocurriría montar un negocio que supiera que no iba a ser rentable. Tampoco nadie esperaría que alguien que ha desarrollado un negocio de mayor o menor entidad lo fuera a mantener abierto aun a sabiendas de que no iba a ganar dinero con él. Igual de descartable resulta pensar que se le pueda exigir a una persona que tiene un negocio no rentable que lo mantenga abierto y en funcionamiento. Todo esto, que pertenece al sentido común más básico, se nubla y resulta confuso cuando entran en juego los intereses de quienes participan en el negocio como patrones o empleados, así como la ideología que da un marco y embellece esos intereses. Lo que es tanto como decir que la niebla recubre habitualmente todos los razonamientos de este tipo. En primer lugar, no existe un aparato, un test químico ni un programa con el que medir y pronosticar si un negocio va a ser rentable o no. Esta ausencia suele suplirse con los planes de viabilidad, que no son más que un intento, las más de las veces realizado con anteojos de color rosa, de hacer una proyección hacia el futuro de qué beneficios dará un nuevo proyecto empresarial en determinadas condiciones de crecimiento económico y de multiplicación de las ventas, combinado con otras hipótesis sobre la evolución de los costes de todo tipo. En segundo lugar, una vez un negocio está puesto en marcha, los intereses de los asalariados tenderán a mantenerlo abierto para conservar el empleo, mientras que los de los propietarios, y, a veces, aunque no siempre, el de los directivos, incidirán en regular el empleo en función de la marcha de los resultados, de la que en el caso de los directivos depende tanto su salario como su propia supervivencia en el puesto, con independencia de que la gestión del equipo de
dirección sea buena o mala; de que el entorno económico facilite o complique esa buena gestión; de que sea apoyada por la junta de accionistas o sólo aceptada mientras las cosas no vayan escandalosamente mal o una lucha intestina por el control de la empresa no haga salir a la luz los problemas de gestión que de otra forma permanecerían ignorados para cualquiera que no fuese un insider, es decir, que tuviese a información privilegiada. De modo que, esquematizándolo mucho, la principal contradicción o el principal forcejeo que se mantendrá dentro de las empresas, sobre todo en las que van mal, será doble: por una parte, la lucha de los trabajadores y directivos por conservar el puesto de trabajo frente a las presiones de los propietarios por mejorar la rentabilidad del negocio; y, por otra, la de propietarios y directivos frente a los trabajadores para que, llegado el momento de las dificultades (y mediando una buena o mala gestión), el ajuste se haga de forma inicial, cuando no principalmente, por medio de la reducción del número de puestos de trabajo.
A la hora de despedir, empiecen por los directivos
Para una empresa cuya dirección es incompetente, la reducción del número de empleados es la vía más fácil y también la más automatizada: está sancionada por cualquier manual de gestión empresarial. Casi podría decirse, parafraseando un lema familiar a los estudiantes que se preparan para el estudio de la ley, que está escrita en la ley, en la costumbre y en los principios generales de la gestión empresarial. Con independencia de que esa reducción de empleo debería empezar por el equipo de dirección cuando es incompetente, como no hay un test infalible para determinar dicha incompetencia; como los propietarios, cuando son diferentes de los directivos, tienden a confiar más en éstos que en los trabajadores; como es más fácil achacar la pérdida de competitividad de los productos que la empresa pone en el mercado a los incrementos salariales y no al deterioro competitivo y a la obsolescencia de esos productos y, finalmente, como la masa salarial es uno de los componentes principales del gasto, la mayoría de las veces se empieza despidiendo primero y preguntando después, proceso en el que hay dos partes, una razonable y otra no razonable.
La razonable: si se considera que la caída en las ventas no va a ser pasajera, la única forma de que la empresa supere sus dificultades es mediante un ajuste del empleo que reproporciona su nuevo nivel de ventas. La no razonable: muchas veces son los errores de gestión los que llevan a que una empresa que podría seguir siendo rentable deje de serlo. En esas ocasiones, las reducciones de empleo no son más que una manera de encubrir esos errores de gestión por la vía de conseguir cuanto antes algo a lo que ningún propietario haría nunca ascos: la obtención de mayor valor para el accionista. Todo ello se encuentra entremezclado y formando una melaza en la que es imposible distinguir qué es lo que está en el origen de qué; qué es lo que tiene que ver con la marcha general de la economía y qué con la obsolescencia de las instalaciones; qué con la caída de la demanda de un producto que ha dejado de tener salida (casos extremos, como la bombilla de treinta vatios o las películas para fotografía con el nacimiento de la fotografía digital); qué se refiere a la crisis del sector en el que está la empresa o qué tiene que ver con la deslocalización; etc.
Valor para el accionista
Ésta es una idea que permeó toda la cultura empresarial de los últimos veinte años y que fue calificada por el expresidente de General Electric, Jack Welch, una vez iniciada la crisis, como «la idea más tonta» que pudiera encontrarse, a lo que añadió que, además, estaba fuera de lugar. Reflexionaba Welch que no había valor para el accionista si no lo había antes, o simultáneamente, para los clientes, los empleados y los proveedores. Según él, el valor para el accionista es un resultado, no la persecución de una estrategia. Y agregaba que nadie puede sentirse motivado cuando llega a su trabajo en una empresa si ésa es la estrategia de la dirección. Sin embargo, como lema que resume la cultura empresarial de hoy o de siempre hay que reconocer que tiene la virtud de que establece claramente qué es lo que se persigue con la actividad empresarial: crear valor para el accionista o los propietarios de la empresa. Con independencia de que como parece sugerir Jack Welch no hay un medidor de soluciones que diga cuál es la mejor manera de
generar ese valor y de que, en numerosas ocasiones, en la cultura empresarial de los años noventa y también durante esta década pasada se ha buscado la creación de valor con métodos un poco salvajes que han impactado, a veces, en la cara de quienes los promovieron como un verdadero bumerán. Ese bumerán se ha presentado en forma de crisis financiera, primero, y económica, después, aunque seguramente, bajo la superficie, el orden cronológico haya sido el inverso: primero la crisis económica provocada, como siempre, por una fuerte caída de la rentabilidad de las empresas.
La caída del beneficio unitario
En el gráfico 6.5 se puede apreciar la evolución del beneficio unitario de las empresas no financieras de Estados Unidos medida por su crecimiento o su caída interanual. Está excluido del cómputo, además de los bancos y demás negocios financieros, el sector público, de modo que ese gráfico, en el que las zonas sombreadas son, como de costumbre, las recesiones, representa aproximadamente la mitad de la economía de Estados Unidos. En el gráfico se observa que una característica fundamental del comportamiento del beneficio unitario es que su tasa interanual (trimestre de un año sobre trimestre del año anterior) cae de forma inexorable en los períodos previos a las recesiones. Pero la implicación no actúa en los dos sentidos. Hay veces en que el beneficio unitario cae sin que la economía llegue a entrar en recesión, como ocurrió, por ejemplo, entre 1976 y 1977. Otras veces permanece cayendo durante muchos años sin que la economía entre en recesión de forma inmediata, o incluso tarde mucho en hacerlo, aunque acaba por producirse. Por ejemplo, a lo largo de los años sesenta se pone de manifiesto que el beneficio unitario había tomado una senda descendente, bien que con oscilaciones. La recesión no tuvo lugar hasta el año 1969, aunque los contemporáneos eran conscientes de que esa pérdida de rentabilidad de las empresas norteamericanas se estaba produciendo. Esa caída tan prolongada en el
tiempo es lo que finalmente terminó provocando las recesiones de los años setenta, sin que los remedios que entonces se arbitraron para contenerla hicieran otra cosa que agravarla, como, por ejemplo, las medidas de política monetaria que tomó la Reserva Federal en 1972, a las que se les achaca cada vez más la responsabilidad de haber desatado la inflación de esos años, más que a la subida de los precios del petróleo. Aunque ese aumento de precios de la energía viniera a complicarlo todo en las dos grandes crisis en que se manifestó, 1973-1974 y 19791980, con rentabilidad de las empresas decreciente, lo último que les venía bien era un incremento brusco en los precios de la energía y más o menos acelerado del resto de las materias primas. Resumiendo, pues, una caída de los beneficios unitarios no lleva automáticamente a una recesión. Sin embargo, la afirmación en el sentido contrario sí que es correcta: no ha habido recesión que no haya ido precedida por una caída del beneficio unitario. Aunque en algunos momentos, como en 1980, el período transcurrido entre esa caída del beneficio unitario y la recesión correspondiente haya sido prácticamente inexistente. Lo que sólo quiere decir que a veces las recesiones avisan con más tiempo que otras mediante esa sintomatología de caída del beneficio unitario.
La caída del beneficio unitario es una condición necesaria, pero no suficiente para que se produzca una recesión. Sin embargo, hay que ser muy cuidadosos con esto; hay períodos, como el de los años noventa, en los que el beneficio por acción de las empresas del índice de la Bolsa norteamericana S&P 500 no para de crecer. En cambio, si se observa el gráfico 6.1, se ve cómo en el mismo período el beneficio unitario ya estaba en tendencia decreciente. La clave, entre otras, está en que el sector financiero (no incluido en el gráfico 6.1) acumuló enormes beneficios, fruto del apalancamiento, durante los años noventa. La recuperación en ambos casos, durante y tras las recesiones, suele tener una representación vertical. Hasta tal punto que, en el momento actual, y para la economía de Estados Unidos, si se excluye el sector financiero, aun luchando contra la depresión que lo atenaza, los beneficios de las empresas ya son tan altos como lo eran antes de la recesión. En cambio, el empleo está teniendo enormes dificultades para recuperarse, lo que lleva a una conclusión conocida por todos, que la restauración de la rentabilidad empresarial, en los casos que lo han conseguido, se debe, en general, al control de la masa salarial. Una de las conclusiones evidentes que se extraen de contemplar el gráfico 6.1 es que los beneficios empresariales, al igual que la economía misma, tienen un comportamiento cíclico, aunque sea complicado, si no imposible, calcular con qué cadencia se van a desarrollar los altibajos de ese ciclo: tras las recesiones experimentan una rapidísima recuperación y en el momento en el que las recesiones comienzan se hunden. Esa alternancia de expansión y contracción en los beneficios empresariales suele describirse a veces en estos términos: los beneficios empresariales tienden a revertir a la media. De modo que, cuando crecen mucho, sobre todo tras las recesiones, hay un instante en que ellos solos anuncian su próxima caída, al menos en términos de incrementos decrecientes. Y al revés: después de hundirse se sabe que se recobrarán para volver poco a poco a la senda media. En esto los beneficios empresariales no se distinguen de otros muchos fenómenos naturales o sociales; la reversión a la media hace, también, que los hijos de padres altos no sean cada vez más altos y los de padres bajos cada vez más bajos, sino que los extremos tienden también a revertir a lo que es el promedio de estatura de la población.
Cómo evolucionarán los beneficios empresariales de aquí a 2020
Con el gráfico 6.1 delante, se sabe cómo serán sus viajes de ida y vuelta aunque no exactamente con qué ritmo. También aquí la reversión a la media de la duración de los períodos de expansión y contracción da pistas muy fiables. Ahora mismo, las empresas de medio mundo que han sobrevivido a la última recesión se encuentran en una situación casi ideal de recuperación de los beneficios empresariales a partir de la que, seguramente, irán progresando hacia una pauta más tranquila en la evolución de esos beneficios. Lo suyo es esperar una evolución muy parecida a la que se observa entre 1977 y 1983. Tras la mayor recuperación del beneficio unitario en términos interanuales que se produjo en el segundo semestre de 2010, justo un año después de que la recesión se terminara, ya inició su declive. Ese declive no suele mantenerse en una sola dirección sino que, como es fácil de apreciar en el gráfico, tiene contratendencias más o menos fuertes, aunque se mantendrá la tendencia decreciente hasta que ello degenere en una nueva recesión. Lo normal es que la duración sea muy parecida a la cadencia media de todos los procesos expansivos en etapas de estancamiento, tres años. De esos tres años ya han transcurrido dos, por lo que las oscilaciones en la tasa interanual de los beneficios empresariales unitarios, con su tendencia ya inevitablemente decreciente, tienen un año más por delante. A partir de ahí ya estarán, si se mantienen con tasa positiva, viviendo un tiempo prestado. En los gráficos 6.3 y 6.4 se compara la evolución de la economía y de los beneficios unitarios de las empresas de Estados Unidos, respectivamente, en dos períodos en los que la hipótesis de comportamientos muy parecidos ha funcionado, hasta diciembre de 2011, bastante bien. Así, en el gráfico 6.3, la evolución del PIB de Estados Unidos, utilizando la tasa trimestral anualizada, entre el año 1966 y el año 1983 se compara con la evolución de esa misma tasa entre 2000 y 2012. A primera vista puede apreciarse que en ambos períodos abundan las recesiones:
cuatro entre 1965 y 1983 y dos entre 2000 y 2012. Lo que cambia es la situación exacta de esas recesiones: en el primer caso, la primera tarda en producirse, mientras que, en el segundo, comienza casi inmediatamente después de iniciarse la fase seleccionada.
Pero ¿cuál es el criterio aplicado para seleccionar esas fechas de principio de los períodos representados con gráficos y no otros? Pues, sencillamente, para el comienzo, el instante en que las bolsas, tras una trayectoria ascendente, han llegado a un nivel máximo que les costará muchos años volver a alcanzar o a superar definitivamente. Esos momentos son los inicios de 1966, para la parte superior del gráfico 6.3, y 1983 para su final. Igualmente, el año 2000 puede tomarse como la referencia inicial para la parte baja del gráfico. En ese año las bolsas también alcanzan un máximo que les está resultando difícil superar y, sobre todo, consolidar, pues aunque lo sobrepasaron en el año 2007, el retroceso posterior casi las llevó a los niveles más bajos del año 2002 (véase gráfico 6.4).
En el gráfico 6.4 se aprecia con facilidad que la evolución del índice Dow Jones en dos períodos diferentes tiene algo en común: en ambos parece presentar una cota superior y una cota inferior. Y dentro de los rieles marcados para los dos, aparentemente el índice de bolsa evoluciona con altibajos. El ritmo de las recesiones comienza muy distinto, claro está, lo que resalta aún más la característica común del comportamiento tan similar del índice de Bolsa. Pasados unos años, da la sensación de que el ritmo de las recesiones respectivas (de los años setenta y en la actualidad) parece acompasarse. Finalmente, la evolución de los beneficios unitarios de las empresas no financieras norteamericanas se compara para algo más que dos décadas diferentes en el gráfico 6.5, el período de 1960 a 1983, primero, y de 2000 a 2018, segundo. Ambos tienen en común que, en la primera de las décadas respectivas, la tasa interanual de los beneficios empresariales va cayendo tendencialmente, aunque a pesar de eso la economía tarda casi una década en entrar en recesión. De hecho, esas dos décadas a las que nos estamos refiriendo (los años sesenta y los años noventa) son, junto con la de los ochenta, las tres etapas con expansiones económicas más duraderas en la historia de Estados Unidos; entonces no sólo la economía creció y alcanzó dimensiones expansivas que nadie había imaginado, sino que además las costumbres y la sociedad entera se volvieron irreconocibles por las transformaciones que experimentaron.
La conclusión que se puede extraer de todos estos gráficos oscila, naturalmente, entre lo asombroso y lo trivial. Lo trivial porque, mirándolos con escepticismo e incluso con un poco de malhumor, uno podría concluir que es verdad que los beneficios suben y bajan, igual que las economías y que las bolsas, y que para demostrar eso no hacen falta ni artículos ni gráficos ni libros. Y asombroso porque parece mentira que, con similitudes tan evidentes, cada vez que se produce un ciclo expansivo de larga duración, los economistas, en general, y los académicos y traders (u operadores ligados a la actividad empresarial) se empeñan en decir que se ha abolido el ciclo; que «esta vez es diferente»; que el riesgo se está distribuyendo fuera del sistema bancario y eso estabiliza el sistema financiero mundial (FMI dixit) y que, en fin, se abre una etapa de prosperidad sin retrocesos importantes. Por eso, mostrar estas «regularidades irregulares» no sólo es algo muy higiénico y recomendable, sino que además puede servir para hacerse una idea de la duración de los procesos en que los desequilibrios mundiales se van reabsorbiendo; los bancos recuperan la solvencia; las expectativas vuelven a tornarse optimistas y, por último, proporcionan una hoja de ruta imperfecta pero magnífica, en ausencia de otra mejor. Las conclusiones a que lleva, por tanto, este ejercicio, salvo errores enormes que nunca hay que descartar en las políticas fiscales y monetarias, es que lo normal es que el proceso que aún tenemos por delante vaya a durar aún seis o siete años más con altibajos en la tasa de beneficio interanual de las empresas y con conclusiones claras: cuando esa caída dure varios trimestres, las economías entrarán de nuevo en recesión. Pero esas recesiones tendrán su expectativa de salida después de forma bastante rápida también, siempre y cuando el beneficio empresarial se recupere. Todo esto lleva a dos conclusiones, una mala y otra buena. La mala es que los trabajadores se encuentran ante la implacable realidad de que si las empresas no recuperan su rentabilidad no habrá nueva inversión ni nuevo empleo. Pero que para que esto se produzca, esas mismas empresas reducirán el empleo previamente. Lo que lleva a conclusiones de tipo político, sindical y empresarial que normalmente tirarán en direcciones contrapuestas y que llevarán a conflictos inevitables. De cómo se consiga encontrar una fórmula que armonice todo ello dependerá la estabilidad social y la nueva etapa de recuperación.
La conclusión buena es que todo esto da una perspectiva optimista de largo plazo. Lejos de las deducciones catastrofistas tan abundantes ahora y de los grandes gestos más propios de la dramaturgia más extremada que de la realidad, y que hablan de generaciones perdidas y otras exageraciones: depresión, abismo, etc. No hay generaciones perdidas cuando no hay guerras que las liquiden. Y, hoy por hoy, por suerte, no es ésa la expectativa más probable. La tasa de beneficio empresarial caerá y se recuperará: tout simple. El empleo se recobrará más o menos lentamente. La sociedad toda y los gobiernos tienen que encontrar las fórmulas que permitan llegar «vivos», o en buenas condiciones, hasta ese momento a los más débiles. Para que puedan coger el tren de la prosperidad que arrancará de nuevo en seis o siete años.
7
Qué es lo que dicen los datos actuales y por qué hay una nueva recesión a la vista
A finales de 2011 en España se inició una nueva legislatura con cambio en el partido gobernante. Como siempre, cualquier cambio de ese tipo genera expectación y expectativas. La primera suele ser generalizada, pues todo el mundo mantiene una actitud expectante ante las novedades, buenas o malas para cada cual, que el cambio de gobierno puede deparar. Las segundas, las expectativas, son de orden mucho más limitado y se reducen a quienes creen que el cambio provocará una mejora de las condiciones generales o, al menos, de las suyas en particular. Esta última creencia, curiosamente, era mucho más común en los últimos días del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero de lo que habría sido sensato imaginar. Y es que, a pesar de que la crisis financiera se había iniciado en Estados Unidos y en su segunda fase, la de la crisis de la deuda, había ido contagiando poco a poco a toda la eurozona; a pesar de que las expectativas de crecimiento de las principales economías no eran muy elevadas; a pesar de que países como Reino Unido y Estados Unidos acumulaban déficits presupuestarios muy elevados y de que, en el caso del segundo, el nivel que había acumulado de deuda pública puesta en circulación le había llevado a casi suspender los pagos de su deuda en agosto de 2011; a pesar de todo eso, les parecía a muchos como si los males de la economía española pudieran solucionarse por el solo efecto taumatúrgico o milagroso de un cambio del partido en el gobierno. Sin embargo, y en línea con lo establecido en los capítulos dos y tres, la perspectiva económica que con toda probabilidad se abre para la legislatura 2011-2015 es siniestramente parecida a la de 20082011. Desde esta óptica, la legislatura 2011-2015 se inaugurará con una recesión y se despedirá con otra. Lo más probable es que se dé un período de recuperación
intermedio, con crecimiento nominal y real del PIB, que presentará dificultades para alcanzar cierto vigor y para reducir la tasa de desempleo que, también con toda seguridad, se encontrará, tras otra recesión acumulada, en un nivel de dos o tres puntos por encima de cuando la legislatura comenzó. De que esa tasa de desempleo descienda o no cuatro o cinco puntos dependerá la suerte de las elecciones siguientes.
Los datos económicos al final de 2011
A finales de 2011, la acumulación diaria, semanal, mensual y trimestral de datos económicos que se suele verter sobre los medios de comunicación de manera incesante servía para pintar un panorama bastante negativo. Por una parte, la economía norteamericana, que había pasado por dos momentos como los que ellos llaman soft patch o de debilidad, uno a mediados de 2010 y otro a mediados de 2011, parecía seguir con su velocidad de crucero al terminar este último año. Una velocidad de crucero baja, claro está, y supuestamente incapaz de reducir la tasa de desempleo por debajo del nueve por ciento, aunque los últimos datos de empleo publicados dentro del año 2011 la situaron en un 8,6 por ciento. Así, a finales de 2011, no parecía haber peligro de recesión en Estados Unidos hasta, como muy pronto, el segundo semestre de 2012. De hecho, sólo en Estados Unidos los indicadores adelantados que suelen englobarse bajo la denominación de PMI (Purchasing Managers Index o índices de gestores de compras) o ISM (Institute for Supply Management o instituto de gestión de la oferta) se situaban por encima de cincuenta, que es el nivel por encima del que se considera que la economía está en expansión. En cambio, al terminar el año 2011, este tipo de indicadores para los distintos países de la eurozona y para la eurozona misma se encontraban en todos los casos por debajo de cincuenta, al igual que para la economía china, pero no para Estados Unidos (aunque tampoco estaban en situación de fuera de peligro). En los países de la eurozona, no es extraño que, en ese mismo grupo de indicadores, la peor perspectiva fuera la de Grecia, seguida de España e Italia. La mejor posición dentro de lo malo del conjunto tampoco es muy raro que correspondiera a Alemania. Sorprende favorablemente la posición de Irlanda
dentro del grupo. Habrá que esperar a ver si es el resultado del rescate de ese país que llevó a cabo la Unión Europea y del consiguiente y radical proceso de ajuste o sólo un espejismo y, por tanto, algo transitorio. En el gráfico 7.1 se aprecia lo negativo que estaba el ánimo de los consumidores en la eurozona a finales de 2011 y la influencia que ese estado de ánimo suele tener, para bien o para mal, sobre la evolución posterior del PIB. La casi certeza de que se va a producir una nueva recesión española y europea se sustenta en muchos más indicios proporcionados por los indicadores económicos que se publicaron a finales de 2011. Así, en el caso español, la desaceleración de la economía se había dejado sentir desde comienzos del verano después de dos trimestres de crecimiento algo más fuerte que en 2010, y que hicieron concebir falsas expectativas apoyadas en el hecho de haber sido uno de los países que en primavera habían experimentado un mayor crecimiento trimestral. Sin embargo, la inestabilidad en los mercados financieros que arreció durante prácticamente todo el año y se hizo diaria desde comienzos de julio no permitía albergar ninguna esperanza respecto al crecimiento de la inversión y tampoco, de resultas, respecto a la creación de empleo. A final, el PIB de España se contrajo 0,3% entre septiembre y diciembre de 2011.
Esa inestabilidad se manifestó, sobre todo, en los mercados de deuda pública de los países de la eurozona, considerados más débiles, y llevó a la intervención y rescate de la economía portuguesa en primavera, una vez que la rentabilidad exigida a sus emisiones de deuda pública alcanzaron niveles insostenibles por encima del nueve por ciento. Ya en 2010, debido a la misma escalada en los tipos de interés de largo plazo, primero, y de corto plazo, después, habían tenido que ser rescatadas Grecia e Irlanda. La subida de tipos de interés era el reflejo de los abultados déficits presupuestarios de los países afectados, lo que en el caso de Italia y España se combinaba de manera inversa con la acumulación de deuda pública: mientras que Italia tenía un déficit menor que el de España y, sobre todo, superávit primario (el que se obtiene cuando se excluyen del cálculo los costes financieros) se combinaba con una acumulación de deuda pública emitida con anterioridad de tal envergadura que duplicaba la de España, expresada como porcentaje de su PIB (cada una del suyo, claro está). El término «contagio» acabó siendo uno de los más utilizados por los analistas privados y por los medios de comunicación, y la sucesión de malas noticias llevó a finales de 2011 a toda la Unión Europea y especialmente a la eurozona al borde de la extinción. El significado exacto de «al borde de la extinción» era algo que no estaba claro, en la medida en que, por una parte, se hablaba de acontecimientos que se producirían si se materializaban determinados peligros y, por otra, incluso con las amenazas hechas realidad, el árbol de alternativas que se abriría y la lógica de cada una de ellas conducía a conclusiones totalmente distintas. Es decir, no serían las mismas las consecuencias de una ruptura de la zona euro sin que quedara nada de ella que las que se producirían si uno o dos países salían de la zona euro. Tampoco sería igual una disolución ordenada que desordenada. O la creación de una zona euro a dos velocidades donde, aunque todos los países se mantuvieran dentro de la zona y conservaran la moneda común, en alguno de los más débiles se pusiera en circulación, como válvula de escape equivalente a una devaluación de la moneda propia de algunos países, una versión nacional del euro o una versión nueva de las monedas de antes de la integración en la eurozona. Con todos los problemas asociados a ello, claro está, fundamentalmente el del desemparejamiento entre las monedas de denominación del activo y el pasivo de los bancos o el del desajuste entre la moneda de los ingresos salariales (la nueva, normalmente) y la de las obligaciones (hipotecas,
por ejemplo) contraídas en euros. Un simple vistazo de la evolución de los tipos de interés de la deuda pública de diferentes países, tal y como se muestra en el gráfico 7.2, da una idea de la dificultad de hacer planes de inversión futura con semejante explosión de los costes financieros y, además, sin tener la más mínima idea de cuándo esos costes se estabilizarán y permitirán hacer cálculos sobre la viabilidad futura de las empresas y de los propios presupuestos de los Estados. Por último, la otra losa que pesaba sobre las expectativas de crecimiento estaba directamente relacionada con la reconducción del déficit presupuestario hacia niveles sostenibles, con su contundente reducción del gasto público y, en consecuencia, del consumo público y privado. Todas estas circunstancias adversas: reducción del gasto público; inestabilidad de los mercados de deuda pública y de las bolsas; inseguridad sobre la supervivencia de la zona euro (un peligro al principio muy lejano y poco probable pero que paulatinamente fue adquiriendo una dimensión mayor y más cercana) contribuyeron a lo largo de 2011 a dibujar un panorama recesivo para la economía europea y buena parte de la mundial. Al terminar el año 2011, la probabilidad de una recesión en Europa era, en efecto, elevadísima y lo más seguro es que se habrá materializado después.
Además de todos los elementos mencionados hay que añadir uno más: la falta de crédito bancario y la práctica congelación de los mercados de capitales, que están inmersos en su segundo largo período de virtual inexistencia. El primer período se cerró con el inicio de la recuperación económica; desde principios de 2009 los mercados de capitales se fueron abriendo poco a poco y las entidades pudieron comenzar a realizar de nuevo emisiones de bonos hasta cifras récord. En cambio, este segundo período, la imposibilidad de realizar emisiones está dificultando aún más la financiación del sector público y privado, y, por tanto, impidiendo tanto el que se acometan nuevos proyectos de inversión (nadie sensato los iniciaría en semejantes circunstancias) como el que los bancos puedan volver a conceder préstamos al ritmo que el crecimiento económico demanda. Y es que la clave del crecimiento está en el crédito bancario. Como todo el mundo sabe, «los bancos no están dando crédito». Ya sólo con que se cumpliera esta única condición restrictiva sería muy difícil que la economía creciera. Pero en esto las economías de casi todo el mundo, o al menos del llamado mundo occidental o desarrollado, se están comportando de una manera similar: en apariencia da igual que los bancos centrales estén suministrando o no mucha liquidez al sistema bancario; que estén o no adquiriendo deuda pública de sus respectivos Estados o, en el caso del BCE, de los Estados que componen la zona euro; aunque en realidad sí es importante esa intervención de los bancos centrales para que los costes financieros no se disparen en los presupuestos. De hecho, el mecanismo de transmisión que lleva esa política monetaria más relajada hasta las economías familiares y de las empresas ha dejado de funcionar por ahora. Esto se puede apreciar en el gráfico 7.3, que muestra la evolución de la oferta monetaria en Reino Unido, medida a través de la M4, que incluye activos financieros líquidos y no tan líquidos. En el gráfico se ve que esa medida del dinero en circulación estaba cayendo a finales de 2011 al ritmo más fuerte nunca conocido.¹
Conclusión: para las fechas en que esto sea publicado, lo más probable es que la economía española y también parte, si no toda, de la europea llevará ya más de un trimestre de crecimiento negativo. Y aunque eso no es razón suficiente para concluir que habrá entrado en recesión, es más que probable que también haya sido así, siguiendo la doble lógica que marca el tipo de momento histórico que viven las economías y que con mayor o menor precisión se repite cada 30 o 35 años (ésa sería la versión abstracta de la explicación del porqué de esta recesión) y los datos concretos y tozudos que se han venido difundiendo (lo que sería el razonamiento empírico y pegado a los hechos que se van conociendo). No es probable, claro está, ni deseable, que esta recesión sea de gravedad mayor que la anterior, pero con esto hay que ser muy prudente: cuanto más tarde en estabilizarse la zona euro y en superar sus problemas de financiación de la deuda pública y cuanto mayor sea el rigor presupuestario, más se elevará la probabilidad de que esta recesión deje en mantillas a la anterior. Después de todo, hay que recordar que cuando la anterior recesión comenzó, los Estados se encontraban en condiciones financieras mucho más favorables para asumir unos compromisos de gasto descomunales que impidieran que se transformara en una gran depresión. El problema es que ahora casi nadie está en condiciones de repetir ese esfuerzo que fue heroico en su momento, y eso puede contribuir a un deterioro acelerado de las expectativas. A cambio, y a favor, está el reconocimiento rápido de la urgencia de la situación, algo que por lo visto hasta ahora tampoco está acelerando las medidas que deberían frenarlo. En definitiva, de la serie de cuatro recesiones que deberían marcar el período que va de 2000 a 2018, parece que la segunda se ha hecho presente en España a finales de 2011 o comienzos de 2012. Es curioso porque el ritmo de las recesiones que asigna cuatro a ese período de casi veinte años está calculado sobre la base del ciclo económico norteamericano, y normalmente la recesión en Estados Unidos precede a la europea. Sin embargo, para cuando la recesión en Estados Unidos se produzca ya será la tercera para ellos desde el año 2000: hay que recordar que simultáneamente al estallido de la burbuja tecnológica tuvo lugar una recesión en Estados Unidos que no supuso un impacto tan negativo en Europa. De hecho, la economía española no entró en recesión en 2001, aunque sí se notó que su crecimiento se ralentizó; no obstante las bolsas españolas cayeron en las mismas
o parecidas proporciones que lo hacían las de Norteamérica. Un desacoplamiento extraño de ambas economías que en cambio no pudieron conseguir, las bolsas. Esa recesión de la que España se libró sí que tuvo su impacto tardío en Alemania (2003 y 2005) y en Japón (segundo semestre de 2001). En la actualidad, es difícil pensar que se vaya a librar nadie de ella. Si así fuera, para Alemania sería la quinta recesión en veinte años, y para España la tercera.
8
Productividad y beneficio empresarial
Si la rentabilidad de las inversiones, directas o financieras, mueve el mundo, el incremento de la productividad de toda la economía es la que asegura el progreso económico y social. Sólo en las etapas en que la productividad ha avanzado de manera llamativa y sostenida se ha podido elevar el nivel de vida de poblaciones que además estaban en aumento. Las empresas contribuyen, en consecuencia, al progreso social por la vía del incremento de la productividad. Y de eso se trata. Aunque el problema de cómo distribuir el beneficio que de esos incrementos de productividad se deriva termine siendo siempre clave en la manera de abordar la cuestión. La propia fórmula de distribución de ese maná que el crecimiento de productividad proporciona retroalimenta e influye grandemente en la propia evolución de la productividad. Ese reparto, según Marshall, se haría por la vía de la competencia en el mercado laboral. Con independencia de los aspectos relativos al reparto, lo que sí ha quedado claro a lo largo de los últimos cien años es que las mejoras de la productividad condicionan el beneficio empresarial, que, a su vez, mueve el mundo. Quien tenga dudas, sólo tiene que comparar la evolución del progreso de los últimos cien años y la prosperidad que se ha conseguido. La productividad está detrás de todo ello y esos avances pueden ser aceptados por los principales contendientes ideológicos. El progreso técnico y la organización empresarial han contribuido de manera determinante a ese desarrollo, y en la vida de cualquier contemporáneo se han producido transformaciones tan relevantes y espectaculares que parece imposible que alguien pueda cuestionarlo. Por ejemplo, los incrementos de la productividad de la agricultura, gracias al empleo de la mecanización y al uso de fertilizantes. Los aumentos de productividad en el sector servicios, fruto fundamentalmente de la
informatización. Lo que a veces causa confusión al debatir estos temas es encontrar zonas del planeta o, casi por doquier, estratos sociales que aún viven dentro de la pobreza o incluso de miseria muy extrema. Pero eso no desmiente el progreso que se ha producido en cien años, y ya no digamos en los últimos sesenta años. Sólo pone de manifiesto que, a pesar de su espectacularidad, esa evolución no ha llegado a todas las capas y sectores de la población mundial. Es más, es compatible con el hecho de que a ciertas zonas les haya afectado negativamente y las haya hecho retroceder. Lo que es evidente es evidente: el progreso ha sido inmenso, pero no instantáneo y total. Uno de los problemas que plantea la productividad es cuál de las muchas maneras posibles de definirla se puede utilizar. Así, los economistas suelen enredarse en discusiones sin fin sobre cómo afinar ese concepto. La mayoría de las argumentaciones caen en lo que los lógicos y escolásticos tradicionales llamaban «peticiones de principio», lo que es muy común en la «ciencia económica». Eso les ocurre porque no se atienen al criterio que en matemáticas es rey: «Lo demostrado no debe estar contenido en la demostración.» Es decir, una petición de principio es una manera de argumentar viciada porque utiliza en la demostración de cualquier proposición precisamente lo que se trataba de demostrar. O como dice Wikipedia: «La petición de principio (del latín petitio principii) es una falacia que ocurre cuando la proposición a ser probada se incluye implícita o explícitamente entre las premisas. Como concepto en la lógica la primera definición de esta falacia conocida en Occidente fue acuñada por el filósofo griego Aristóteles.» Por eso a la definición de productividad más inmediata, que es la que divide el Producto Interior Bruto entre el número de trabajadores, se la suele llamar «productividad aparente», porque no distingue lo que es la productividad del «factor trabajo» de la del capital. También se puede utilizar la producción obtenida por hora trabajada. Como esta última manera de calcular la productividad es la que menos falacias lleva implícitas, es la que se va a emplear, porque, aun albergando los problemas que suele tener toda definición un poco de brocha gorda, tampoco necesita de
hipótesis adicionales más o menos discutibles. La productividad por empleado o por hora trabajada es lo que define lo avanzado de una economía o una empresa. Está claro que ahí está contenido todo: cómo de productivos son los equipos y cómo de productivos son los trabajadores. Pero dado que la productividad de uno y otro están tan íntimamente ligadas, lo mejor es no separarlas. Sobre todo para comparaciones internacionales de tipo macroeconómico. Con todas las dificultades que ello conlleva, esa definición de productividad es la que encontramos en las páginas de la contabilidad nacional de muchos países, entre ellos Estados Unidos, que en sus páginas de la oficina de estadísticas del trabajo (o Bureau of Labor Statistics) para el tercer trimestre de 2011 la define como el resultado de dividir el Producto Interior Bruto por el número de horas trabajadas.¹¹ Cualquiera de las dos definiciones evita las complicaciones metodológicas que surgen a partir de criterios que tratan de ser más afinados. También es la definición que usa el Bureau of Economic Analysis de Estados Unidos.¹² Con independencia de ello, las variaciones en la productividad suelen marcar las fases de mayor o menor crecimiento económico, así como las expansiones y contracciones de la economía (véase gráfico 8.1).
La productividad es una de las grandes corrientes subterráneas que condicionan todo lo demás, incluido, o, mejor dicho principalmente, la marcha de los resultados empresariales que, a su vez, determinan el comportamiento de los mercados, en especial los de renta variable o acciones. Muchos de los grandes problemas por los que está pasando el euro en los últimos tiempos tienen que ver, precisamente, con que nadie se preocupó de establecer los mecanismos que habrían de llevar con el tiempo a una convergencia de productividades entre los países que entraron a formar la moneda común.
¿Qué sugiere la evolución de la productividad hoy?
En los gráficos 8.1 y 8.2 se puede apreciar cómo el estancamiento o la caída de la productividad suele preceder a las recesiones. Luego, cada vez que la productividad flaquea, hay que ponerse en alerta. Es razonable que las recesiones se produzcan después de las caídas de productividad, pues esto lleva a una disminución de la rentabilidad empresarial, que es el heraldo de una ralentización de las inversiones, del empleo, del consumo y del crecimiento. Lo que indican los últimos datos conocidos es que durante el primer semestre de 2011 se produjo una caída en la productividad de la economía norteamericana, aunque durante el tercer trimestre parte de esa productividad perdida se recuperó (véase gráfico 8.2).
Sin embargo, si se mira el gráfico 8.1 lo que se observa es que, tras una rápida recuperación de la productividad de la economía norteamericana, medida en términos interanuales, entre el último trimestre de 2008 y el primero de 2010, posteriormente, su tasa de crecimiento no ha hecho más que caer, aunque aún no haya entrado en el terreno negativo (es decir, el de las pérdidas de productividad) que suele preceder a las recesiones. Por tanto, de la observación de los gráficos se extrae una conclusión clara: la productividad se ha estancado en Estados Unidos durante el año 2011 y sus tasas de crecimiento no están muy lejos de convertirse en negativas. Todo ello es consistente con la recesión de la economía norteamericana que podría iniciarse en el verano de 2012. Aunque, recordémoslo, una caída de la productividad es condición necesaria pero no suficiente para que tenga lugar una recesión, por lo que hay que estar vigilantes pero también tener claro que no hay ningún tipo de automatismo en esto.
Qué ocurrirá en España
La evolución de la productividad en España ha sido muy favorable en los años de la crisis, aunque naturalmente por una caída en el número de personas ocupadas. Si se compara con Alemania, como en el gráfico 8.3, que muestra la evolución relativa, en base cien, de ambos países, se ve cómo los costes laborales unitarios se mantienen casi constantes en Alemania durante décadas mientras que en España no paran de crecer hasta que la crisis los obliga a iniciar un retroceso. La idea generalizada es que se pide a gritos que esos costes laborales tan elevados en la comparación se reduzcan para hacer que el diferencial de productividad se estreche, y eso es lo que está sucediendo efectivamente por la doble vía de incremento del desempleo y de la propia disminución de costes salariales, aunque, a corto plazo, esa reducción queda oculta detrás del incremento de costes que están suponiendo las indemnizaciones por despido. En España, el aumento de los costes laborales unitarios se mantiene imperturbable en una línea ascendente entre 1995 y 2007, lo que explica bastante
bien el porqué de que la crisis se haya cebado tanto en nuestro país y haya hecho todo el ajuste por la vía del desempleo. Pero, cuidado, con o sin costes laborales tan elevados, si todo lo demás se hubiera mantenido igual y el sector de la construcción hubiera tenido un crecimiento parecido, el ajuste vía desempleo habría sido el mismo; la construcción es un sector que antes o después llega a su tope de desarrollo, con independencia de cuáles sean sus costes laborales. Pero esto también es una petición de principio: cuanto mayor era el exceso de construcción de viviendas, mayor era la presión sobre la fuerza laboral existente, que resultaba insuficiente, y mayor la subida de los salarios y el atractivo para trabajadores de otros países. Luego, exceso de oferta, costes laborales al alza y desempleo masivo al finalizar ese proceso van inextricablemente unidos. O, dicho de manera algo diferente: la construcción, como toda industria, en ocasiones desborda sus límites y va mucho más lejos de lo que aconseja la demanda solvente. Por eso intenta forzar su propia máquina superando esos límites, como en Estados Unidos, promoviendo las hipotecas subprime o basura, y ese impulso insano la conduce a una superproducción que termina provocando una crisis profunda. La discusión sobre el problema de la productividad, de los costes laborales y del desempleo en España está siempre marcada por ese pecado original: la construcción es intensiva en mano de obra y hace descender la productividad; y cuando además fuerza la demanda de mano de obra hace que se disparen los costes laborales, dando lugar a un espejismo de prosperidad como el que podría provocar una fiebre del oro. Cuando la veta se agote por sobreexplotación, los que acudieron atraídos por la fiebre del oro se quedarán perplejos sin saber cómo reaccionar. Pero si ya no hay veta, ya no hay veta. Es preciso buscar una diferente y seguir explotando los restos de la antigua, aunque teniendo en cuenta que ésta dará para mucha menos gente. Quizás para iniciar la construcción de entre 20.000 y 25.000 viviendas mensuales una vez que la infraproducción, que ahora tiene ese ritmo por debajo de diez mil (por debajo de seis mil en algún mes), acabe con el exceso de existencias. Si la productividad se mide como el producto por hora trabajada, en el gráfico 8.4 se puede observar cómo en España esa recuperación de la productividad se había iniciado dos años antes de la crisis, mientras que en Alemania se percibe la caída de productividad medida de esta manera también desde ese año 2006. No obstante, las caídas de la productividad en Alemania se recuperan con la crisis y vuelven a caer en una trayectoria ligeramente descendente después.
Al final, y en lo que a España se refiere, la recuperación de la productividad del conjunto de la economía y, de forma simultánea, del empleo, es prácticamente la cuadratura del círculo: cualquier recuperación de la productividad sólo será posible a través de empresas avanzadas tecnológicamente que crearán poco empleo. Y, al revés, cualquier aumento del empleo se hará a través de la recuperación del sector de la construcción o de la expansión del sector de los servicios, lo que impedirá fuertes recuperaciones de la productividad. Pero centrando más la cuestión en que el sector servicios puede llegar a dar de sí en términos de generación de empleo, lo único realista por el momento es que la recuperación de éste se produzca en tres subsectores: sanidad, cuidados de niños y personas mayores y educación. Quizás, en un futuro, también en esa nueva forma de agricultura que es la protección del medio ambiente, algo que estará en estrecha relación con fomentar el turismo de calidad.
Éste es un dilema no sólo español, sino también universal. Por eso, más que obsesionarse con la productividad global de una economía, habrá que hacerlo con el desarrollo de sectores productivos, en los que una economía nacional puede aprovechar una ventaja frente a los demás. Al modo en que Irlanda desarrolló sus servicios financieros, aunque parte de ese proceso fuera puesto en cuestión después, o tecnológicos; o como Israel, que por una decisión afortunada tomada en el momento adecuado se ha convertido en una potencia mundial en el sector de las nuevas tecnologías. Nadie tiene todo a la vez. Ni siquiera las potencias más avanzadas. Por eso, en el caso español, no hay ni que deprimirse ni que exaltarse. Existen sectores donde España funciona muy bien, desde la industria del automóvil hasta el sector químico o turístico, y otros donde necesita aprender casi todo. Sin olvidar una cosa: que las empresas exportadoras españolas han demostrado durante la recuperación de 2010 y principios de 2011 que son muy competitivas, en contra de quienes de forma agorera insistían en que eso sería imposible sin abandonar el euro. Ellas, las empresas españolas, junto con las alemanas, son las que mejor han reaccionado de entre todas las europeas. Lo que falta es que ese sector exportador se amplíe, ya que, en el mejor momento de 2010, daba la sensación de que las empresas exportadoras estaban a tope de su capacidad productiva. Como puede que lo esté el turismo en los mejores años. Ahí aún hay mucho que investigar.
9
Qué están descontando actualmente las bolsas y cómo sobrevivir a sus altibajos
Las bolsas iniciaron en marzo del año 2000 lo que en la jerga tan metafórica del oficio de los agentes que actúan en esta institución suele llamarse un gran «movimiento lateral». Quienes no estén acostumbrados a este lenguaje no tienen por qué preocuparse: las cosas normalmente son lo que su nombre indica, y un desplazamiento lateral en un papel o en una pantalla donde está pintado el gráfico, sólo puede producirse hacia la izquierda o hacia la derecha, dado que en una superficie plana los posibles movimientos son muy escasos: hacia arriba o hacia abajo; en diagonal desde un ángulo a otro de ese cuadrilátero que es la pantalla o la hoja de papel, o describiendo movimientos que todo el mundo conoce más o menos por su descripción coloquial: en espiral; como una parábola, etc. Pues bien, un movimiento lateral no es más que el deslizamiento de una línea sobre el plano de la hoja o de la pantalla, alternativamente hacia arriba y hacia abajo, como haciendo ondas (véase gráfico 9.1). En este gráfico se puede apreciar que, tras una subida casi en vertical entre 1985 y 1987, hasta que se produjo el crac en octubre de ese año, la Bolsa de Madrid inició un movimiento lateral que la hizo oscilar entre los 180 y los 350 puntos de su índice general desde 1987 hasta 1996. Es decir, un movimiento lateral que duró diez años.
Por en medio, 1992-1993, hubo una recesión y la crisis del Sistema Monetario Europeo. Hay otros períodos, en cambio, en que las bolsas se desenvuelven en un movimiento alcista en el que, aunque sea con oscilaciones, parece que quieren trazar la diagonal que va desde el rincón, esquina o ángulo inferior izquierdo de la página o pantalla hasta el rincón superior derecho. Un ejemplo de este tipo de comportamiento de las bolsas es el que aparece en el gráfico 9.2, correspondiente al período 1982-2000, probablemente el más fructífero para las inversiones en bolsa, y en el que los índices de bolsa (el Dow Jones Industrial en el gráfico) parecen trazar una diagonal (lo que los matemáticos describirían como la recta y=x). También existen las fases de caída continuada de las bolsas, en que el fenómeno es justamente el contrario: los índices siguen la otra diagonal principal, la que va desde el ángulo superior izquierdo al inferior derecho. Algo así sucedió en la Bolsa americana entre 1930 y 1932. O al índice Nikkei 225 de la Bolsa japonesa desde hace 22 años (véase gráfico 9.3).
Los gráficos son algo muy manipulable, por lo que hay que ser siempre muy cuidadosos con el manejo que de ellos hace uno mismo y los demás. Sin embargo, tienen la gran virtud que proclama el proverbio chino «Una imagen vale más que mil palabras». Entre los aspectos que hay que tener siempre presentes al observar un gráfico se encuentra la escala en que está hecho el gráfico (de manera que un pequeño movimiento de la bolsa no parezca el fin del mundo, igual que un cuadro de Goya visto de cerca puede aparentar ser inmenso y visto de lejos una pequeñez) y el período seleccionado para dibujarlo. Por ejemplo, en el caso del gráfico 9.3 se ha excluido la subida previa rapidísima y casi vertical de la Bolsa japonesa en los últimos años ochenta, simplemente porque estropearía el efecto que se quería describir: la caída en diagonal. Con la incorporación de esa caída abrupta se entiende mejor en qué clase de período se hallaban las economías y bolsas en ese momento. Pues bien, tras la subida en diagonal, que para la mayor parte de las bolsas occidentales duró dos décadas, la de los años ochenta y noventa, las bolsas en general han iniciado desde el año 2000 un gran movimiento lateral que sucede al alcista de las dos décadas anteriores. ¿Qué querrá decir eso? Los movimientos laterales no son infrecuentes en la bolsa. A veces son pequeñas etapas y otras no. En el caso que nos ocupa, se trata de situaciones muy prolongadas que, desde que se dispone de índices bursátiles, sólo han tenido lugar en un par de ocasiones previas: ésta sería la tercera ocasión. Las dos primeras sucedieron durante el siglo XX y, si se toma el índice de bolsa más antiguo y conocido, el Dow Jones Industrial, esos movimientos laterales se produjeron entre 1900 y 1914 (el año en que comenzó la primera guerra mundial, la Bolsa norteamericana permaneció cerrada por unos meses y, por tanto, este hecho alteró la dinámica interna puramente económica) y entre 1965 y 1982. En el primer caso, superado el período de cierre de las bolsas de seis meses y los años de guerra y posguerra, se inició un fuerte movimiento de subida que llevaría hasta el crac de 1929. En el segundo, tras la superación de la doble recesión norteamericana entre 1980 y 1982, empezó la mencionada subida en diagonal.
Si la interpretación de lo que ocurrió en las primeras dos décadas del siglo XX puede resultar más complicada, lo que sucedió entre 1965 y 1982 tiene una interpretación sencilla: esos diecisiete años son los que necesitó la economía de Estados Unidos y también la mundial para absorber los desequilibrios que se produjeron en los años previos, desde la segunda guerra mundial, como consecuencia del fuerte impulso de crecimiento experimentado por Estados Unidos, Europa y Japón. Esa reconducción de los desequilibrios podría expresarse de otra manera: restablecimiento de la tasa de rentabilidad de las empresas en general y de las norteamericanas y británicas en particular. La caída del ritmo al que crecían los beneficios empresariales tuvo mucho que ver con la aparición en escena, a partir de comienzos de los años sesenta, de dos competidores formidables: Alemania y Japón, y de una elevación de los costes tanto salariales como de las materias primas desde 1968. Para complicar aún más la situación que se vivió en aquel momento, hubo dos fenómenos muy destacados: la inflación que apareció sobre todo a partir de 1972 como consecuencia de las políticas de estímulo aplicadas para salir de la recesión de 1971 y, en segundo lugar, el primer shock energético, resultado de la subida de los precios del petróleo posterior a la guerra del Yom Kippur y del embargo de petróleo por parte de los países árabes a las naciones que apoyaron a Israel. Pero, superpuesto a todo esto y a la vez en íntima combinación con ello, hubo otro factor determinante que cambió el mundo tal y como era conocido desde veinticinco años antes: la declaración que hizo el presidente Nixon el 15 de agosto de 1971 de la inconvertibilidad del dólar, fruto de la presión a que todos los factores mencionados, excepto el de la guerra del Yom Kippur, que sucedió después, sometían al sistema monetario que se había establecido en Breton Woods. Un sistema que había permitido la estabilidad monetaria internacional, que durante años había resistido severas sacudidas como las devaluaciones de la libra esterlina y el franco francés y que de repente dejaba de funcionar. De resultas de esa desaparición del dólar como ancla estable del sistema, a su vez anclado al oro, surgieron diferentes intentos de sustituirlo por algo que proporcionara la vuelta a esa estabilidad perdida. Pues bien, todos esos intentos resultaron fallidos, desde los acuerdos del Smithsonian Institute (en castellano, Instituto Smithsoniano, que es que hay que ver qué mal suenan algunas traducciones, y más cuando son evidentes…) y lo que entonces fue famosa
«serpiente en el túnel», que hacía referencia a que, si hasta aquel momento los tipos de cambio entre las divisas habían sido fijos y sólo se cambiaban de tarde en tarde, cuando había una devaluación o revaluación, en adelante, los tipos de cambio de una moneda contra otra podrían variar pero dentro de unos límites; de ahí que esos cambios de todas frente a todas, y con una limitación externa para el conjunto, dieran la impresión de una serpiente que se retorcía dentro de un túnel. Es decir, una vez más, una imagen transmitía mejor que mil palabras la nueva situación de las divisas, que ya no tenían paridades fijas entre sí, sino que éstas podían variar o flotar, como se decía entonces. La pretensión de estabilidad que supuso el acuerdo del Smithsonian Institute fracasó, pero se hizo otro intento parecido para las monedas de lo que entonces comenzaba ya a llamarse Comunidad Económica Europea (dejando atrás la de Mercado Común), al que se conoció también como serpiente monetaria. Pasado un tiempo, la serpiente monetaria tuvo, asimismo, su final al quedarse reducida a la moneda alemana y a las de su área de influencia. En definitiva, a una crisis económica de primera magnitud, la de los años setenta, se le sumó otra del sistema monetario mundial que, a partir de entonces, ya no tendría un anclaje fijo. El siguiente intento de anclaje se iniciaría en Europa a partir de 1979, con la formación del Sistema Monetario Europeo, que sufriría una gran crisis catorce años después que culminaría, tras superarla, en la constitución del euro, que pasaría por su primera prueba de fuego doce años más tarde. Es decir, ahora mismo. 2012. El efecto inmediato de la declaración de que el dólar no era convertible en oro fue un shock, para aquellos días, tan grande como lo están siendo las dudas sobre el euro en las postrimerías de 2011 y el comienzo de 2012. El gozne sobre el que había girado toda la confianza en el sistema de repente dejaba de ser algo estable. Dos años después, se permitió que el dólar flotara libremente frente a las demás divisas y entonces experimentó una fuerte depreciación que, si en aquel momento hubiera existido el euro, lo habría llevado a una cotización más baja que la que ha tenido en estos catorce años de existencia de la moneda única europea: 1,82 dólares por euro. ¿Qué hicieron las bolsas en todo ese período? Un gran movimiento lateral, que duró diecisiete años y que reflejaba las dificultades de las empresas cotizadas en bolsa para restaurar su tasa de beneficios. Si se mira todo esto expresado como beneficio unitario de las empresas no financieras de Estados Unidos, el gráfico
9.4 da una idea bastante buena de lo que estaba sucediendo:
Durante los años sesenta se produce una subida de los beneficios empresariales hasta mediados de la década y un decaimiento posterior que alcanza su punto más bajo en la recesión de la economía norteamericana del año 1970. Es justamente en la mitad de esa década cuando las bolsas, cuya evolución se mide con el índice Dow Jones Industrial, por ejemplo, alcanzan su nivel más elevado desde la posguerra y, naturalmente, desde el crac de 1929: desde el punto más bajo del crac, que corresponde a 1932, el Dow Jones Industrial se multiplicó por 25. La evolución de los beneficios empresariales casi siguió la misma pauta de comportamiento durante los años setenta, con una clara recuperación primero y una caída posterior, hasta alcanzar un nuevo mínimo en la recesión de 1980, el cual, por cierto, estaba por encima del de 1970. Hasta 1982 no se produjo un verdadero despegue del índice que mide la evolución de los beneficios unitarios de las empresas no financieras de Estados Unidos, que son, aproximadamente, la mitad de la economía norteamericana, pues se excluye del grupo tanto las financieras como el sector público. También está muy claro por la coincidencia en el tiempo que lo que precipita la primera recesión de una serie de cuatro que se producen en esos diecisiete años es el estancamiento de los beneficios unitarios en los años sesenta. Pues bien, igual de evidente parece lo que ocurre en la primera década del siglo XXI; así como en los años sesenta se sentaron las bases del retroceso posterior, en los años noventa parecen haberse puesto las bases de lo que ha sucedido después: los beneficios empresariales que crecieron con fuerza hasta 1998 decayeron rápidamente en los dos años siguientes y entraron en barrena coincidiendo con el estallido de la burbuja tecnológica. Qué curioso, ¿verdad?, que en la etapa que el entonces presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Alan Greenspan, definió como de exuberancia irracional estuviera sembrándose la simiente de las crisis posteriores… Visto desde ahora, el paralelismo con los años que van de 1965 a 1982 parece bastante claro. Primero, y antes que nada, existe la dificultad de hacer crecer los beneficios empresariales al ritmo de antes. Hay, además, un grupo de formidables nuevos competidores en la arena del comercio mundial: los
llamados BRIC y, entre ellos, y de manera muy destacada, China. Por no hablar de ese otro grupo de países emergentes, aunque no gigantes, que tan duramente compiten: Corea del Sur, Taiwán, etc. Las bolsas, por tanto, están mostrando un comportamiento tan parecido al de antaño que más similar no podría ser. Al menos si los gobiernos y los bancos centrales no permiten que esto se transforme en una gran depresión. Por eso es fácil adivinar qué es lo que las bolsas están pidiendo a gritos, más beneficios empresariales, y qué es lo que van a hacer entretanto ese objetivo se logra: un movimiento lateral con grandes oscilaciones.
Hasta ahora, esta hipótesis de trabajo elaborada hace casi tres años ha dado bastante buen resultado. Las bolsas, por lo tanto, con el comportamiento errático de los últimos meses y años hacen lo que todo el mundo: mostrar sus dudas sobre la evolución futura de los beneficios empresariales. Unas dudas que no es raro que existan, habida cuenta de la fragilidad del sistema financiero mundial y, dentro de él, de las dificultades de los bancos para mantener su viabilidad y solvencia. Por no hablar de los otros sectores que aún luchan por digerir los excesos de los años pasados, el de la construcción e inmobiliario, por un lado, y el de las nuevas tecnologías, por otro.
Cómo sobrevivir
Durante los veinte años que precedieron a la crisis de las empresas llamadas puntocom, el argumento más común para animar a alguien a invertir en bolsa era transmitirle la idea de que la inversión a largo plazo era lo que importaba y que había que conseguir una cartera de renta variable (acciones) y sentarse sobre ella a cobrar los dividendos y a esperar y ver cómo crecía el patrimonio. Ese argumento presentaba dos problemas: podría ser que alguna vez no se cobrara dividendo porque la empresa no hubiese obtenido beneficios suficientes como para pagarlo, o hubiese sufrido pérdidas, y que el largo plazo del que se hablaba podía ser muy largo, no había más que pensar en los que habían invertido en el grupo de empresas que forman el índice Dow Jones Industrial en 1929, que hasta 1954 no recuperaron el capital invertido. O quien invirtió en las del Nikkei 225 en 1989 todavía hoy estaría perdiendo más del ochenta por ciento de su inversión (dividendos aparte).
Eso no quiere decir que la inversión pensando en el largo plazo no sea algo acertado. Implica que los plazos pueden ser muy largos, de veinticinco años o más, y sin ninguna garantía de éxito. ¿Por qué? Por ese movimiento lateral que, a veces, describen las bolsas y que puede durar muchos años, dejándolas al final de un largo período en el mismo nivel en el que estaban al comenzar éste. Así, para quien no tenga habilidad para invertir o no encuentre un asesor con esa habilidad, algo que es, por cierto, extremadamente difícil, la idea de jugar en bolsa en estos momentos es sencillamente poco adecuada. Al menos si como parece probable las bolsas siguen efectuando un movimiento lateral con grandes oscilaciones. ¿Qué hacer entonces? La respuesta a esta pregunta es, en estos momentos, más difícil de contestar de lo que lo ha sido a lo largo de los últimos treinta años. La inversión es ahora un campo de minas, sin que ningún refugio en el que se quiera pensar resulte seguro. Por ejemplo, hasta 2008 e incluso 2009 la inversión en deuda pública, con una mayor o menor rentabilidad, parecía la opción adecuada para la gente conservadora. La teoría de gestión de carteras que se impuso durante los últimos cincuenta años la consideraba un «activo libre de riesgo». En la actualidad, tras dos años de crisis de la deuda pública de algunos países europeos y después de la amenaza que se produjo a comienzos de agosto de 2011 de que Estados Unidos no cumpliría sus compromisos de deuda, ya nadie cree que la deuda pública no tenga riesgos. Por eso, no hay refugios. Las economías y los sistemas bancarios están tan imbricados unos en otros que la única manera de combatir una eventual mala marcha de todo es la diversificación: en activos mobiliarios (acciones y bonos de las mejores empresas, aquellas cuyos servicios siempre se van a necesitar, como agua, luz, gas, teléfono, etc.) y en inmuebles, por no hablar del concepto de bienes raíces de tipo agrícola, que también. Hay consejos que están muy bien, pero que son difíciles de seguir si no se tiene un o inmediato con el mundo financiero y la capacidad de reaccionar a tiempo. El mejor de ellos lo da Warren Buffett: «Sé codicioso cuando los demás son miedosos y miedoso cuando los demás sean codiciosos.» Aunque no está
claro cuál es el momento en el que la codicia de los demás es ya suficiente como para que deba disparar el miedo de uno, y al revés.
10
La guerra del euro no tendrá lugar
Sobre la crisis del euro, al ser un asunto de nuestros días, se ha hablado tanto que casi resulta un poco aborrecible someter a los lectores a un análisis más. Pero, a despecho de provocar un ataque de somnolencia, resulta casi inevitable el dedicarle un capítulo de este libro. Más cuando se trata de un libro que procura escrutar en el futuro. Sin embargo, al hablar del euro, y junto con la fotografía y el análisis de la situación actual (entendiendo por actual los últimos días de 2011), se incluirá lo que podría ser un análisis prematuro hecho en febrero de 2009 y otro de situación y balance realizado en febrero de 2011. Esos dos análisis también se pueden encontrar en la página web del Real Instituto Elcano,¹³ aunque para facilitar su localización se incluye el enlace. La proyección más probable para el futuro es que la zona euro sobrevivirá y el euro también; no se convierte una moneda en la segunda divisa de reserva de los bancos centrales de todo el mundo así como así, ni se deshace esa moneda ni las posiciones en ella denominadas como si de cualquier cosa se tratara. Pero la crisis derivará de aguda en crónica; las dificultades para crecer de la eurozona se verán agudizadas por esa crisis monetaria que se entrelaza con la económica que afecta a todas las economías desarrolladas, y de la crisis del euro se saldrá como de todas las situaciones de este tipo, mediante lo que los anglosajones llaman el debasement of the currency o el deterioro del contenido en oro (figuradamente hablando) de la moneda. En este caso, como ya no se trata de contenido en oro, el deterioro se producirá por la inflación, que terminará llevando al euro a sus niveles mínimos frente al dólar, los que alcanzó en el año 2001 y que suponen para el euro cifras cercanas a los 0,80 dólares por euro. Precisamente, la devaluación del dólar frente al oro, entre otras razones, es lo que ayudó a Estados Unidos a salir de los tres años de recesión con la que se inauguró la década de la Gran Depresión, y eso es lo que terminará ayudando a Europa
también. Con permiso del Bundesbank, que tendrá que elegir entre inflación provocada por el BCE con su anuencia e inflación provocada por él para paliar los efectos bumerán que le vendrían de la ruptura del eurosistema de bancos centrales. O, dicho de manera más escueta aún, el antiguo banco central de Alemania, hoy integrado en el eurosistema de bancos centrales, tendrá que elegir entre inflación sin catástrofe e inflación con catástrofe.
Tercer año de la crisis del euro
En diciembre de 2011 se inició el tercer año de la llamada crisis del euro, la cual había comenzado como resultado de movimientos al principio sobre todo especulativos y de la desconfianza hacia deuda pública denominada en euros de un país que, como Grecia, confesó que había maquillado, hasta hacerla irreconocible, la situación de sus finanzas públicas. El movimiento de desconfianza que todo eso generó ha terminado por llevar paso a paso a la situación de finales de 2011, en que ya no sólo se cuestionaban las cuentas públicas de Grecia, sino la sostenibilidad de las finanzas de países como España o Italia, por no hablar de las de los que ya habían sido objeto de una operación de rescate o ayuda: Grecia, Irlanda y Portugal. A lo largo de los dos años de crisis, la eurozona ha estado realmente en cuestión, bien en su integridad porque existía la posibilidad de que algún país tuviera que abandonarla, bien en su totalidad porque se podía desintegrar totalmente; durante ese tiempo, los estados de la Unión Europea, y más en concreto los de la zona euro, han ido adoptando toda una serie de resoluciones que, si bien habrían sido impensables a finales de 2009, se han revelado por completo insuficientes. Entre esas medidas acordadas están el haber salvado a Grecia, Irlanda y Portugal de la suspensión de los pagos de su deuda; el haber creado dos mecanismos de estabilidad financiera (el EFSF, que ya está actuando, y el EMS, que nacerá a mediados de 2012); la decisión del BCE de comprar deuda pública de países en dificultades en el mercado secundario, etc. Pero sobre todo, sobre todo, hay que mencionar la enorme paciencia con que las negociaciones se han ido llevando durante un par de años en los que el cansancio, el hartazgo y la sensación de dar vueltas y más vueltas a los mismos temas como mulas de noria, sin avanzar
aparentemente en la solución del problema, seguro que llevó a la tentación de arrojar la toalla más de una vez. No lo han hecho, por suerte, los líderes europeos, y es de esperar que no lo vayan a hacer. Hay que agradecerles ese esfuerzo y los que vendrán y hay que ser en especial comprensivo con ellos: al fin y al cabo, a los que les ha pillado esta crisis de la zona euro en el gobierno, igual que a los que les pilló de lleno la crisis financiera posquiebra de Lehman Brothers, no sólo les ha deteriorado políticamente hasta conseguir su desaparición de la escena pública, sino que además se han encontrado navegando dos olas dificilísimas, con lo que sus vueltas y revueltas, giros bruscos o no tan bruscos de timón poco han podido hacer para dirigir la nave en la dirección que todo el mundo consideraría adecuada en abstracto: recuperar el crecimiento económico y poner un freno al incremento de la deuda pública. Esto no quiere decir que todas las medidas tomadas hayan sido inútiles, ni mucho menos: a veces hay medidas que, aunque no sirvan para conseguir lo mejor, sí pueden evitar lo peor. Entre ellas están parte de las adoptadas por el gobierno español que presidía José Luis Rodríguez Zapatero en mayo de 2010. No tanto porque fuesen acertadas en sí, sino porque de no haberlas tomado la situación habría quedado todavía más fuera de control: si hay algo que han de tener claro los gobiernos, y más ahora, con una economía mundial tan entrelazada, es que no pueden hacer cosas muy diferentes de las que hacen aquellos con los que establecen más tratos comerciales (en el caso de España, la zona euro) o con los que se mantienen estrechos vínculos financieros, por no hablar ya si además se cuenta con una moneda común. Pues bien, lo cierto es que, después de numerosas cumbres europeas en 2010 y 2011, casi a una por mes en el último año, la situación que queda tras su celebración es siempre la misma: da la sensación de que en ellas se va construyendo un castillo de naipes al que en cada cumbre se le añade una carta o dos más, pero sin preocuparse de que se vaya consolidando la base de la estructura que se está levantando. Así, se ha ido viendo como en una cumbre se crea el EFSF (European Financial Stability Facility o Fondo para la Estabilidad Financiera Europea) y apenas seis meses después, otro mecanismo diferente, el ESM (European Stability Facility o Mecanismo de Estabilidad Europea), que sustituirá al primero a partir de 2013. A continuación, en una prueba más de ese hacer y deshacer en el castillo de naipes,
se decide que el ESM entre en funcionamiento a mediados de 2012. También se ha implicado o, mejor dicho, tratado de implicar, a los inversores privados en las operaciones de rescate o de reestructuración de la deuda pública de diferentes países. Esta medida que surgió, al parecer, de una propuesta de la canciller alemana, Angela Merkel, ha provocado las más encendidas controversias, dejando tras de sí un reguero no muy afortunado de acontecimientos. Por ejemplo, si para octubre de 2010 los mercados permanecían en una relativa calma, la simple afirmación de que los inversores privados se harían cargo de parte de las pérdidas que se produjesen en cualquier proceso de reestructuración provocó un recrudecimiento de la inestabilidad que llevó al rescate de Irlanda de forma inmediata y al de Portugal unos meses más tarde. Ése fue el resultado del paseo que la señora Merkel y el señor Sarkozy se dieron juntos bordeando la playa de Deauville. Todo ello con la oposición del BCE y de su entonces presidente Jean Claude Trichet, que durante meses se resistió a esa participación de los inversores privados. Trichet se oponía a esa aportación, que en realidad no era más que asumir parte de las pérdidas, por miedo a que se produjera una reacción en cadena como la que hubo tras la quiebra de Lehman Brothers. Por eso insistió y consiguió que esa participación fuera «voluntaria» rizando el rizo de los eufemismos y de los oxímoron, pues es bien sabido que nadie desea tener pérdidas voluntariamente. Pero al fin y al cabo la posición de Jean Claude Trichet era comprensible: si no contribuían de forma «voluntaria», las cláusulas de protección de ese seguro contra las pérdidas por impago de una deuda que son los CDS (Credit Default Swaps) se dispararían y la reacción en cadena sería imparable. A cambio, al evitar que entraran en acción esas cláusulas de protección, se lograba dejar prácticamente sin efecto la virtud protectora de los CDS, algo que en lo que afecta a quienes los consideran un instrumento especulativo debería ser juzgado como la mayor contribución de Trichet a la gestión de la crisis y al futuro de las finanzas, el haber puesto fuera de juego ese «arma financiera de destrucción masiva» que, con palabras de Warren Buffett, son los CDS.
La cumbre del fin del mundo
Así tituló el periodista de El País Claudi Pérez la reunión del Consejo Europeo
que tuvo lugar en la noche y madrugada del 8 al 9 de diciembre de 2011 en Bruselas. De esa cumbre se esperaba que saliera un «paquete comprehensivo» de medidas para atajar la crisis de la eurozona. Lo que salió fue un acuerdo reforzado de lo que ya se había pactado en el Tratado de Maastricht, con el veto de Reino Unido en una situación de emergencia, esto último tanto más incomprensible cuanto que el veto fue planteado en contra de un asunto que no le afectaba directamente, pues el rigor fiscal que allí se aprobó no se les imponía a los diez de la Unión Europea que no pertenecen a la eurozona. Tras esa cumbre la situación sigue aparentemente como estaba. Sólo las intervenciones del BCE tienen credibilidad porque son las únicas que implican algo más que palabras: la actuación en el mercado secundario, en el que se compran y venden los títulos de deuda pública emitidos con anterioridad. El resto de los pactos de las cumbres recuerdan no ya a un castillo de naipes sino a castillos en el aire sin más, donde la mitad de lo que se acuerda queda pendiente de los detalles y, o bien no se materializa, o bien se rectifica o finalmente no se vuelve a hablar más de ello. Sin embargo, no hay que ser tan negativo respecto a todo el proceso. En realidad no deja de parecerse a todos los proyectos complicados, de los que la salida es siempre muy trabajosa. Y casos de máxima complicación, al menos hay uno cada treinta o cuarenta años. Así, si se repasaran las medidas que se fueron tomando a comienzos de los años treinta para impedir primero y atenuar después los efectos de la Gran Depresión, se encontrarían un montón de medidas incoherentes, repetidas y contradictorias que se fueron revisando poco a poco. Y eso afecta no sólo a la etapa de la istración Hoover sino también a la del presidente Roosevelt, que inició su mandato en la época más dura de la depresión y con los ajustes en producción y empleo ya casi terminados. Entre sus medidas, muchas de las cuales contribuyeron a la salida de esa depresión económica, hubo también otras poco afortunadas y que Kindleberger describe muy bien en su historia de la Gran Depresión.
El futuro del euro
La situación del euro sigue siendo muy complicada y la de la eurozona, si cabe, más. Sin embargo, parece que las profecías sobre la eliminación del euro han sido una enorme exageración. Por ejemplo, en los meses de noviembre y diciembre de 2011 algunas multinacionales se dedicaron a ventear que estaban haciendo planes de contingencia para el caso de que llegara la desaparición del euro. Esos planes más parecían un quitamiedos que otra cosa. Al fin y al cabo, es como hacer planes para la eventualidad de un terremoto de intensidad máxima, en medio del diluvio universal y vientos huracanados. Cualquier previsión sería ampliamente desbordada por las circunstancias. La creación del euro ha sido el tercer intento de poseer una moneda única en Europa a lo largo de los últimos cuarenta años. El primero se llamó «serpiente monetaria», tuvo lugar durante los años setenta y para 1978 ya se había dado por fracasado. En realidad, fue muy parecido al actual proceso (aunque esperemos que en esta ocasión el final sea más feliz): tras la crisis del petróleo de 19731974 y la recesión correspondiente, las economías de los diferentes países que formaban la serpiente monetaria mostraron un comportamiento tan divergente que no hubo manera de sostener lo que la serpiente monetaria perseguía, que la cotización de cada una de las divisas que la formaban contra las demás no se saliera de un determinado intervalo de oscilación. Como eso no fue posible debido a las distintas dinámicas de las economías implicadas, las divisas fueron saliendo una tras otra de la serpiente monetaria y al final sólo permanecieron el marco y las monedas de los países más ligados al ciclo económico de Alemania: los del Benelux y Dinamarca. En 1977 se había quedado reducida, pues, al área de influencia de la moneda alemana. Un segundo intento de aproximación a la moneda única constituyó el Sistema Monetario Europeo, también con unas bandas de oscilación. Volvió a pasar algo parecido y la historia fue muy dificultosa, con una crisis casi terminal en 1992 en la que Reino Unido e Italia se vieron obligados a abandonarlo. Esa crisis provocó numerosas convulsiones y devaluaciones de algunas de las monedas (entre ellas la peseta) y quedó prácticamente sin sustancia en 1993, cuando las bandas de oscilación para alguna de las monedas se ampliaron al quince por ciento. Sin embargo, cinco años y medio después nacería el euro. Lo que está sucediendo ahora en la zona euro no es, por tanto, nada extraordinario: es el tipo de fenómeno que destruyó la serpiente monetaria, que casi acabó con el Sistema Monetario Europeo y que está por ver si permitirá que el euro sobreviva.
A favor de que sí lo haga está el que aparentemente se ha ido de peor a mejor: al fin y al cabo el SME sobrevivió. En contra… que las dificultades son ahora si cabe mayores que entonces, no sólo por la crisis económica, sino también por la de solvencia de los bancos y de los Estados que se le han superpuesto. El éxito de conseguir la estabilidad de la zona euro y del euro mismo estriba en lograr armonizar a los diferentes Estados en un plan «total» de corto, medio y largo plazo. En el corto plazo, las medidas sólo pueden ser de emergencia: el BCE tendría que comprar toda la deuda pública que hiciera falta e incorporarla a su balance. Con eso se revalorizaría la deuda y los balances de los bancos que han invertido en ella mejorarían su situación. A medio plazo hay que conseguir que Europa recupere un ritmo mínimo de crecimiento económico. Y puesto que, hasta ahora, parece que las políticas van en la dirección del rigor presupuestario, sólo cabe aplicar una receta mientras eso no cambie: combinar una política monetaria muy expansiva con la fiscal restrictiva. Para eso los tipos del BCE tendrían que bajar, como en Japón, a 0,10 por ciento o 0,15 por ciento. Sin descartar que Alemania tuviera que proceder a un aplazamiento del rigor fiscal hasta una fecha posterior, algo francamente complicado después de haberlo inscrito en su Constitución. A veces hay a quien le parece poco útil una bajada de los tipos de interés del uno por ciento al 0,10 por ciento. Sin embargo, sí que lo es: en España sólo, donde los créditos hipotecarios que tienen concedidos los bancos suman un billón de euros, una rebaja de los tipos de interés como ésa haría que, en un año, familias y empresas se ahorraran 9.000 millones de euros, lo que por sí mismo constituye un plan de estímulo económico. En el largo plazo, el llamado (veremos por cuánto tiempo) «compacto fiscal» de la zona euro tiene que avanzar hacia algo más, la Agencia Europea de la Deuda (AED), que permita emitir deuda pública de manera conjunta, lo que se conoce con el término tan poco afortunado de eurobonos (poco afortunado por demasiado afortunado: ya hay otros dos títulos diferentes denominados eurobonos). Las pegas que se le ponen a la Agencia Europea de la Deuda consisten, esencialmente, en que los costes para Alemania serían más elevados. Por no
hablar, claro está, del riesgo para Alemania de tener que hacer frente a las obligaciones de otros Estados si éstos no son capaces de reembolsar la parte de la deuda que les correspondiese a su vencimiento. Son dificultades que no resultan insuperables: por una parte, y respecto a los costes, la AED podría cargar diferentes costes a los distintos Estados, calculándolos con una fórmula que tuviera en cuenta los costes históricos de la deuda de cada país. De esa manera, la financiación común se produciría al coste más bajo posible, aunque el impacto final no sería el mismo para cada Estado. Al menos durante un período transitorio más o menos largo en el que los Estados deberían haber puesto en línea sus finanzas. En cuanto a la solvencia de los Estados, habría que trabajar en una nueva dirección, la ya iniciada por el acuerdo del 9 de diciembre de 2011 respecto a la contención del déficit pero también en la creación de un mercado laboral europeo y de unos impuestos armonizados y, finalmente, de un tesoro único, que sería la consecuencia de la adopción de políticas económicas comunes y de una forma más o menos estrecha de federación europea. Entretanto, lo más probable es que el euro sobreviva. No hay que confundir, como hicieron tantos comentaristas en el inicio de la crisis, los altibajos en su cotización frente al dólar con la amenaza de su desaparición; al fin y al cabo, en el peor de los momentos de la primera fase de la crisis griega, en mayo de 2010, el euro cotizaba frente al dólar en 1,19 dólares por euro, justo en el centro de la banda en la que ha estado oscilando desde su creación, 0,82 a 1,60 dólares por euro (véase gráfico 10.1).
Durante muchos meses también, los comentarios más catastrofistas aludieron al enorme volumen de apuestas que había contra el euro en el mercado de futuros de Chicago, en el sector de los llamados contratos no comerciales, que indica que quienes los usan lo hacen por un propósito esencialmente financiero. Ni siquiera la prensa internacional financiera de máximo prestigio se libraba de la tentación de situar en portada esas informaciones, como si resultaron novedosas y condicionaran el futuro, cuando no eran más que una manera diferente de presentar datos pasados que ya habían surtido sus efectos (véase gráfico 10.2) Al decir información pasada se entiende lo siguiente: durante el período en el que las posiciones netas vendedoras de futuros sobre la cotización del euro-dólar aumentaban, el euro iba cayendo en su cotización frente al dólar. Justamente esto se debía, entre otras razones, a que se estaba vendiendo en el mercado de Chicago a futuro. Luego, ver el enorme volumen de esas posiciones como una amenaza significaba interpretar como amenaza futura lo que había sido amenaza pasada: esas ventas fueron las que llevaron la cotización del euro tan abajo (hasta 1,19) y sobre el futuro no decían absolutamente nada. Ya habían surtido su efecto. Si acaso, decían lo contrario: al ser tan abultadas, cuando se iniciara un movimiento de recuperación del euro, por la razón que fuese, se provocaría un fenómeno de «pánico comprador» que haría que el euro se recobrase a toda velocidad. Así ocurrió en el veranootoño de 2010.
Todos esos comentarios catastrofistas eran fruto de una confusión típica entre quien habla en términos económicos: se confunden dos formas diferentes de describir un fenómeno con que uno es la causa del otro. Así el euro cae porque hay muchas posiciones de futuros vendidas. Y no. «El euro cae» era la descripción de un fenómeno y «hay muchas posiciones de futuros vendidas» es otra manera distinta de decir «el euro cae». Quizá, por acercar algo las posiciones, se podría afirmar que el euro ha estado cayendo durante los meses pasados porque había más vendedores que compradores y, entre los vendedores, se encontraban los que hacían sus ventas mediante futuros sobre el eurodólar en el mercado de Chicago. Nada más. Ninguna pista en esas cifras ni en ese gráfico sobre lo que el euro-dólar hará a continuación. En caso de contener alguna pista, sería la inversa de la que se leía: cuando algo está sobrevendido, existe el riesgo de que se produzca una reacción contraria (compradora), además con pánico (en esta situación, comprador) en cualquier momento. Aunque, como es natural, nadie sabe cuándo llegará ese momento y, por tanto, nadie estará completamente seguro de si deberá comprar o vender. El euro, en consecuencia, con una probabilidad del 98 por ciento sobrevivirá a sus avatares pero, eso sí, soportando todos los vaivenes a que un estado de estancamiento económico como el actual someta al propio euro y a todo lo demás. En el gráfico 10.3 se puede ver la situación de quince de los países que forman la Unión Europea, con sus déficits y deudas comparados. Ni que decir tiene que de ese gráfico se concluye que la tormenta que ahora azota a la eurozona, un día se abatirá sobre Reino Unido (y también sobre Estados Unidos y Japón, cuya deuda, y en el caso del primero, déficit también, desbordan lo sostenible a largo plazo).
La guerra del euro no tendrá lugar¹⁴
Tema: La presión que los mercados están ejerciendo sobre la zona euro está impulsando el proceso de integración europea.
Resumen: La agitada vida que los mercados dieron a la zona euro durante el año 2010 podría reavivarse en algún momento de 2011, aunque es poco probable que eso ponga en peligro la existencia de la moneda única. No debe confundirse debilidad del euro o amenazas a su integridad con peligro de extinción. Tampoco hay que concluir que un año agitado haya impedido el avance en la construcción europea. Todo lo contrario: por ahora no ha hecho más que impulsarla.
Análisis: Hace justo un año que la estructura de la zona euro comenzó a temblar: se habría de pasar temblando casi todo 2010. Finalizando ya el año, e impresionados por un terremoto de semejante magnitud, hay quienes concluyeron que la construcción europea llevaba 10 años sin avanzar nada. ¡Lástima! Bajo su radar se había colado una gran transformación: en menos de 12 meses había nacido un embrión de agencia de deuda europea que, bajo el nombre de Fondo Europeo de Estabilidad Financiera o European Financial Stabilty Facility (EFSF), podía endeudarse por una cantidad de hasta 440.000 millones de euros. Por no hablar del primer gran ejercicio de ayuda intra-europea frente a la adversidad que fue el rescate de Grecia primero y de Irlanda más tarde. O el que el Banco Central Europeo se decidiera a comprar en el mercado secundario (donde cotizan las emisiones de deuda ya en circulación) bonos emitidos por el sector público de los países más débiles de la eurozona. Si a todo eso le añadimos que en mitad de la tormenta se mantuvieron abiertas las líneas de comunicación entre los gobiernos más directamente afectados y la Comisión Europea, se superaron los malentendidos y las declaraciones desafortunadas, se efectuaron reformas que –para bien o para mal– avanzaban en la coordinación de las políticas o se estableció claramente el principio de que
hablar del euro es hablar del proyecto europeo (y todo ello entre marzo y diciembre de 2010), la conclusión es bastante evidente: el saldo de la crisis, por lo que a las instituciones se refiere, resulta, por ahora, extremadamente positivo. Y más si se recuerda que durante buena parte del año 2010 la opinión que parecía prevalecer era la de que se acercaba otra recesión, lo que haría double dip en Estados Unidos, que existía un peligro agudo de deflación y que Alemania ya no estaba interesada en el proyecto europeo, lo que alentaba la sensación de sálvese quien pueda.
La guerra del euro «n’aura pas lieu» Una de las confusiones más comunes a lo largo del año 2010 fue la que identificaba la «debilidad del euro» con la «crisis del euro» (y la que, a su vez, confundía ésta con la amenaza a la «integridad del euro»). Sin embargo, sin más que mirar la evolución de la moneda común desde su creación en enero de 1999, podía identificarse un período que va desde ese momento hasta comienzos de 2004 (es decir, un período de cinco años completos, que representan el 41 por ciento de su existencia) en el que el euro había estado mucho más débil frente al dólar de lo que lo estuvo en ningún momento de 2010. Lo que se consideraban «ataques contra el euro» no eran más que oleadas de ventas de los bonos y obligaciones denominados en euros emitidos por los Estados de la eurozona que en ese momento estaban con un mayor nivel de deuda expresado como porcentaje de su PIB; o con déficits públicos imposibles de mantener por más tiempo; o con problemas de crecimiento económico que hacían surgir la duda sobre la generación de recursos para pagar la deuda. En una segunda fase, las dudas se centrarían en la solvencia de los sistemas bancarios de alguno de esos países. Entretanto, la cotización del euro frente al dólar se movió en el mismo intervalo en el que había cotizado de 2004 a 2009.
La comunicación en dos velocidades Durante el año 2010 se volvió a utilizar una expresión propia de la mitad de los años noventa: la de la eurozona de dos velocidades con la que tradicionalmente
se suele oponer el núcleo y la periferia. Coincidiendo con ello, lo que se estaba desplegando era un proceso de doble velocidad que oponía a políticos y medios de comunicación: los primeros con su ritmo consustancialmente lento en la toma de decisiones y los segundos con la velocidad vertiginosa a que les fuerza el intento de tener cosas interesantes que comunicar a sus lectores (algo que, si en el pasado y para los periódicos era una tensión diaria, y para las televisiones intradiaria, en la actualidad se ha transformado para todos en tensión on-line o permanente). Esto hace que ese ritmo pausado y lento que exigen la deliberación y la toma de decisiones parezca una falta de proyecto, cuando no incompetencia o desidia. Y es que ese ritmo acelerado que los medios de comunicación tan bien reflejan no es sólo emanación de su propia necesidad de mantener la atención de lectores, espectadores o internautas, sino que es reflejo de la velocidad con que los acontecimientos se suceden en los mercados de capitales, donde los últimos desarrollos tecnológicos han permitido reducir fuertemente la latencia de los sistemas y conseguir el trading o compraventa instantánea.
El abismo puede esperar Sin negar que en ocasiones pueda haber una dosis de cada uno de los defectos que imaginarse puedan, lo cierto es que las decisiones por parte de los gobiernos europeos se han ido tomando en los momentos adecuados; casi siempre, al borde del abismo, aunque con la conciencia de que si los acuerdos no se hubieran alcanzado en cada una de esas ocasiones, habría habido una cumbre posterior (también al borde del abismo) en la que sí se hubiera conseguido el objetivo. Es verdad que con cada nuevo aplazamiento de las decisiones adecuadas se complicaba más la solución del problema y se encarecía le deuda que habría de emitir cada uno de los países afectados, pero también es cierto que los cambios no suelen producirse hasta que las cosas están maduras y que las viejas estructuras no suelen desaparecer hasta que se hace evidente cuáles serán las nuevas. Sin olvidar que el retraso en la toma de alguna de las decisiones fue también una manera, buscada o no, de hacer ver a los gobiernos de los países con problemas cuáles eran las medidas que tenían que adoptar, por lo que ese retraso terminaba por convertirse en uno de los parámetros de la ecuación que había que resolver.
Aunque la crisis comenzó en los primeros días de febrero de 2010 (cuando se produce la primera caída significativa de las bolsas europeas), los momentos más agudos se dieron a finales de abril y principios de mayo (con el cuádruple efecto de que se rescatara a Grecia, se creara el EFSF, el BCE iniciara la compra de deuda pública y se forzara al gobierno español a realizar ajustes en el gasto público) y a finales de noviembre (rescate de Irlanda). Pasaron, pues, tres meses entre el planteamiento claro de los problemas y su primer desenlace y casi siete meses más hasta que Irlanda fue rescatada.
Es curioso constatar que ese ritmo con el que la crisis de 2010 alcanzó sus dos momentos de apogeo recuerda extraordinariamente el calendario de la crisis del Sistema Monetario Europeo (SME) en 1992-1993. Entonces, los temblores se iniciaron con motivo del rechazo en referéndum del Tratado de Maastricht por Dinamarca (junio de 1992) y alcanzaron su primer rapto de paroxismo en septiembre del mismo año (tres meses después) cuando Reino Unido e Italia abandonaron el SME y se produjo una devaluación de la peseta y otras monedas. Después, tras unos meses de relativa calma, vendría otro nuevo brote agudo de inestabilidad en abril-mayo de 1993 (siete meses después) que culminó, entre otras cosas, con dos devaluaciones sucesivas de la peseta y una intensa sensación de caos que la coincidencia con una campaña para las elecciones generales no hacía más que intensificar. Tres meses después (agosto de 1993) vino aún un momento menos espectacular pero en realidad más crítico: nuevas devaluaciones y la ampliación de las bandas de oscilación para la cotización cruzada de las monedas del SME (hasta alcanzar un margen del 15 por ciento en algunos casos). Ni que decir tiene que en ese momento se entonaron los cantos funerales del SME y se dio por liquidado el proyecto. Sin embargo, ¡ale hop!, poco más de cinco años después nacía el euro como culminación de ese proyecto. Ahora, y tras ver el paralelismo entre lo que ha sucedido recientemente y lo que pasó entre junio de 1992 y mayo de 1993, sólo queda preguntarse si el paralelismo va a ser completo y si a la crisis de la eurozona le queda aún por pasar una gran prueba en la que todo estará «al borde del abismo» de nuevo y tras la que el gran proyecto europeo quedará desalmado y afianzado a la vez. Y si los ritmos del calendario serán de nuevo los mismos, lo que situaría ese rebrote a tres meses del anterior, es decir alrededor de marzo de este año.
A un gran proyecto federal corresponde un Tesoro Único Sin recurrir al leguaje tremendo-colorista que tan bien ridiculizaron algunos de nuestros clásicos (ya fueran el objeto de sus invectivas culteranos o románticos) en lo que sí parece que hay acuerdo es en que estamos asistiendo a la gran prueba de fuego del proyecto de la moneda única y del propio proyecto de unión europea. Y, como en todas las pruebas de fuego, una alternativa fértil puede consistir en iniciar una huida hacia delante que acelere los procesos y culmine alcanzando unos objetivos que hasta poco parecían imposibles. Eso es lo que parece haber ocurrido con la eurozona hasta ahora y eso es lo que podría seguir sucediendo. Al menos las bases para una aceleración de los procesos están puestas, basadas en principios que la práctica ha convertido en guías: Dinero por soberanía. No es la primera vez en la historia, ni será la última, que en situaciones complicadas los países aceptan desde una interferencia hasta una cesión total de su soberanía a cambio de ayuda económica. Lo han hecho todos los países que han recibido ayuda del FMI (entre ellos Reino Unido en los años 1977-1978, en que recibió ayuda del FMI y del BIS) y lo hizo Terranova antes de su integración definitiva en Canadá. En una manera mucho menos llamativa lo han venido haciendo todos los países de la Unión Europea y, de entre ellos y en mayor grado, los que renunciaron a su moneda y a su banco central. Creación del embrión de una Agencia Europea de la Deuda. Pues no otra cosa parece que puede terminar siendo el EFSF o Fondo Europeo de Estabilidad Financiera. Aunque hoy por hoy parezca lejano (y aunque su función por ahora se limite a captar recursos con los que ayudar a los países en dificultades) ya se está discutiendo que tenga una función algo más versátil: que en vez de emitir solamente, avale las emisiones de esos países, que ayude a abaratar la deuda de Grecia por la vía de emitir por un volumen mayor de lo inicialmente previsto y haga nuevos préstamos a Grecia con los que ésta pueda comprar en el mercado su propia deuda que cotiza con enormes descuentos por debajo de la par (o sea, por debajo del ciento por ciento del principal). Actuación del BCE en los mercados de deuda. El no hacerlo colocaba al área euro en una situación de inferioridad frente a lo que es un recurso habitual del Banco de Inglaterra, la Reserva Federal de Estados Unidos o el Banco de Japón. Aunque esa intervención no haya llegado tan lejos, que se sepa, como para
vender protección sobre deuda pública europea utilizando el mercado de CDS (Credit Default Swaps). Este último recurso, además de permitirle utilizar el apalancamiento que permiten los derivados (apalancamiento usado sin complejos por otros del mercado), le proporcionaría los ingresos propios de una prima de seguros. En realidad este uso del CDS podría hacerlo también el Fondo Europeo de Estabilidad: vender el CDS de la deuda pública de un país es una de las maneras posibles de avalar esa deuda. «Solidaridad bien entendida.» No es otra cosa lo que están haciendo Alemania y Francia, prestando sus recursos y su rating a este EFSF y exigiendo en contraprestación la adopción de medidas de rigor fiscal, algo que no es bien recibido en los países afectados pero que a uno o dos años vista era inevitable: aunque sobra ahorro mundial para financiar los déficits de los gobiernos, nadie que no sea Estados Unidos puede esperar que le financien un déficit enorme de manera sostenida (en el caso español eso se traduce en decir que nadie puede mantenerse durante más de uno o dos años gastando el doble de lo que ingresa). Coordinación de las políticas económicas y fiscales. Los momentos de crisis económica son los que permiten avanzar en esta dirección, pues aunque sería mucho más cómodo hacerlo en los períodos de prosperidad, que dan mucho mayor margen de actuación, es muy difícil que ningún gobierno quiera asumir el coste político de «retirar el ponche en mitad de la fiesta». Quien tenga dudas sobre esto sólo tiene que recordar que tanto en España como en los demás países con una burbuja inmobiliaria, todo el mundo era consciente de lo insostenible de esa tendencia, pero nadie hizo nada por amortiguarla. La convergencia en la productividad, que parecía en los años noventa una base imprescindible para la construcción de la moneda única, vuelve ahora «con una venganza», como dicen los anglosajones. Cualquiera que sea la opinión que se tiene sobre la propuesta, no cabe duda de que como tal, o en alguna variante moderada, reforzaría las bases del sistema y haría al conjunto más competitivo frente al exterior (con una reserva aquí: hay países, como España, cuya competitividad exterior está siendo habitualmente infravalorada; la prueba del nueve de esta afirmación es la buena marcha de las exportaciones). Y, en fin, un Tesoro Único Europeo. Tras lo sucedido en el año 2010, incluso la posibilidad de crear un Tesoro Único Europeo ya no parece un objetivo lejano y falto totalmente de realismo. En realidad, la creación del EFSF también supone haber dado un paso importante en esa dirección ya que la Agencia Europea de la
Deuda y el Tesoro Único podrían crearse como instituciones separadas o unidas en la misma institución. Cuando se habla de crear un mecanismo de rescate que sustituya al EFSF a partir de 2013, con reglas mucho más claras y con una potencia financiera mucho mayor, en realidad se está hablando de un mecanismo federal que, adopte el nombre que adopte y sean cuales sean las funciones que se le atribuyan, estará ejerciendo funciones propias de un Tesoro Único. Cómo de lejos se llegue en la atribución de esas funciones dependerá del momento político y, sobre todo, de la presión que ejerzan sobre Europa los llamados «vigilantes de los bonos», esa figura difusa a la que un asesor de Bill Clinton atribuía la capacidad de intimidar a todo el mundo. La necesidad del Tesoro Único/Agencia Europea de la Deuda se hará mucho más evidente en uno de esos momentos de intimidación, cuando se comprenda que una de las barreras de defensa frente a los movimientos especulativos es que Europa no esté fraccionada en pequeños mercados nacionales de deuda en los que es mucho más fácil mover los precios por resultar menos líquidos. Un mercado unificado de deuda pública europea tendría el mismo orden de magnitud que el de Estados Unidos (alrededor de 9 billones de dólares) y competiría con éste en términos de profundidad y liquidez, lo que, además, consolidaría al euro como moneda de reserva global en un momento como éste de dudas sobre la sostenibilidad de los déficits norteamericanos. Y para que ningún país (Alemania o Francia) pudiera quejarse de que se encarece su financiación por esa vía, el Tesoro Único podría ceder los fondos captados a coste diferente para países diferentes, fijándose ese coste en función del que históricamente haya tenido la deuda de cada cual, del rating del momento o de ambas cosas a la vez.
Bancos, inmuebles y Europa del Este El período de inestabilidad que está viviendo la economía mundial tiene aún entre cinco y diez años por delante. Hay que pensar que los problemas irán viniendo por tandas: materias primas, inestabilidad en Oriente Medio, burbuja inmobiliaria en China, subidas de tipos de interés… Pero hay uno, además, que asombrosamente está aparcado desde hace dos años: el riesgo que tienen los bancos europeos y norteamericanos con Europa del Este. Para cuando los mercados fijen su vista en este tema, la Unión Europea debería tener previsto un mecanismo de intervención. Y aquí es donde el Fondo de Estabilidad puede
terminar convirtiéndose en organismo multitarea (aunque pueda dividirse en tres organismos con funciones diferentes: Tesoro Único, Agencia Europea de la Deuda y «Fondo de Reestructuración») ya que Europa carece de los organismos de apoyo de que gozan Estados Unidos o China, llámense empresas patrocinadas por el gobierno (Fannie Mae, Freddie Mac, etc.) o empresas de gestión de activos.
Conclusiones: Las dificultades del año 2010 han sido una pesadilla para los países de la eurozona. Si no hay un milagro de por medio, la mal llamada crisis del euro podría haber resultado ser una bendición que nos permitiera prepararnos para momentos más difíciles. En realidad, sólo habría sido el ensayo general de algo mucho más complicado, aún por venir.
Una herramienta para la crisis: Tesoro Único Europeo¹⁵
Tema: La crisis podría abrir el más apasionante e intenso debate que pudieran mantener los europeos: el de cómo modificar el entramado institucional y avanzar hacia la constitución de un Tesoro Único para los países de la zona euro.
Resumen: La crisis financiera actual abre una oportunidad para avanzar de forma decidida en el proceso de integración europeo a través de la creación de un Tesoro Único para los países de la zona euro. Esta notable mejora en el marco institucional de la gobernanza económica europea permitiría mejorar la coordinación entre las políticas de estímulo de los Estados , facilitaría la salida de la crisis y serviría como un instrumento útil para abordar problemas de financiación a nivel comunitario y enfrentar impagos de deuda.
Análisis: «...consideré cómo los hombres luchan y pierden la batalla; pero
aquello por lo que lucharon surge a pesar de su derrota y, cuando llega, resulta no ser lo que ellos deseaban y otros hombres tienen que luchar por lo que deseaban bajo otro nombre» (William Morris, citado por E. P. Thompson). Las grandes crisis, políticas, económicas o bélicas, suelen ser las parteras de nuevas instituciones o los catalizadores de grandes saltos históricos. Para ello es necesario que quienes tienen perspectiva, y programas políticos o económicos más o menos claros, sean capaces de aprovechar las oportunidades que la historia pone a su disposición para transformarlas en generadoras de lo nuevo. La recesión que vive la economía global en estos momentos es una de esas oportunidades únicas para hacer que avancen procesos congelados o para que se hagan realidad saltos que apenas eran imaginables poco tiempo atrás. De esta crisis es probable que salgan cambios que todo el mundo atisbaba en los últimos años o, todo lo contrario, que surjan otros nuevos y queden cortocircuitados los que parecían emerger. Así, entre los cambios más probables, mayoritariamente se apunta que la sede de las finanzas mundiales va a pasar de Londres o Nueva York a algún punto del sudeste asiático, que el centro de gravedad de la economía y la política mundial va a desplazarse hacia el Pacífico, que la hegemonía de Estados Unidos y del dólar está tocando a su fin, etc. Resulta, por tanto, curioso que no esté sobre la mesa el que debería ser el debate más apasionante e intenso que pudieran mantener los europeos en este momento: el de cómo modificar el entramado institucional y avanzar hacia la constitución de un Tesoro Único para los países de la zona euro.
1990-1994 Un buen ejemplo de cómo las crisis más profundas puedan dar paso a cambios rutilantes se encuentra en las dificultades económicas de los primeros años noventa, que se iniciaron con la invasión de Kuwait por Iraq, la guerra del Golfo y la coincidente recesión de la economía norteamericana. Aunque en Europa el proceso recesivo tuvo un claro retraso respecto a lo que ocurría en Estados Unidos, estalló con toda su virulencia en los mismos países que ahora se han encontrado con la mayor burbuja inmobiliaria (España y Reino Unido) y estuvo a punto de llevarse por delante el Sistema Monetario Europeo
(SME). Aquella crisis, hoy casi olvidada, alcanzó a España tras la Exposición Universal de Sevilla y la celebración de las Olimpiadas en Barcelona y provocó entre 1992 y 1993 tres devaluaciones de la peseta. En septiembre de 1992 la libra esterlina y la lira habían tenido que ser excluidas del SME y la supervivencia de este mecanismo cambiario quedó más que amenazada. En aquel momento los augurios para el conjunto de las economías europeas y norteamericana no podían ser peores. Como curiosidad, baste recordar que a la recuperación de los precios en el sector inmobiliario británico se le ponían 25 años de plazo (aunque sólo diez años después Reino Unido estuviera inmerso en una nueva burbuja inmobiliaria). A la economía norteamericana se la tenía también por estancada, si es que no en recesión (después se supo que había salido de ella ¡en… marzo de 1991!) y sólo un mes y medio después de la crisis del SME de septiembre de 1992 Bill Clinton ganaba las elecciones presidenciales con el lema «Es la economía, ¡estúpido!». La situación no era, pues, nada halagüeña. Incluso el optimismo que había provocado el derrumbe del bloque soviético se había desvanecido y la que parecía su consecuencia más evidente (lo que entonces se llamó «el dividendo de la paz») estaba virtualmente olvidada. ¿Quién se hubiera atrevido a profetizar entonces (digamos en septiembre de 1992, cuando los ses refrendaron el Tratado de Maastricht con lo que se llamó le petit oui) que sólo seis años y tres meses más tarde los países de la zona euro iban a adoptar una moneda única? A quien se hubiera atrevido con semejante pronóstico se le habría calificado de insensato. Eso a pesar de que durante los años previos a la crisis del SME no paró de discutirse sobre la posibilidad del nacimiento de esa moneda única que unos definían simplemente como el ECU, otros como el «ECU duro» y otros como el «ECU cesta dura», según en qué quisieran poner el énfasis. La crisis del SME parecía pues un castigo a la soberbia de haber querido avanzar en esa dirección tan complicada, y la posterior implementación del euro, un premio al tesón y la conducta visionaria de unos pocos líderes políticos. En suma: los altibajos que llevaron a la adopción del euro fueron los característicos de todo proceso histórico, llenos como están siempre de
momentos alternativamente depresivos o eufóricos.
Política común Es muy llamativo que en un momento de dificultades económicas y políticas como el actual no se haya planteado ya el debate público sobre la adopción de una política económica común en la zona euro, si es que no en el ámbito de toda la Unión Europea. Mejor dicho, la posibilidad de esa política común sí que se ha mencionado en los pasados meses, pero sólo para descartarla de un plumazo inmediatamente después, entre lamentos sobre las dificultades para coordinar las políticas de Estados tan diferentes. A la vez, y sin que a nadie sorprendiera, todos los gobiernos europeos han estado aprobando políticas muy parecidas, desde paquetes de medidas destinados a la reactivación económica hasta planes de emergencia para salvar a la banca de su «fracaso final». El clima de emergencia económica se ha impuesto por encima de cualquier otra consideración y quienes eran más renuentes a la hora de incrementar el gasto público para hacer que volviese el crecimiento económico (como es el caso de la canciller alemana Angela Merkel) han terminado por acometer planes ingentes de gasto, y quienes desafiaron a la opinión pública negándose a rescatar a sus bancos con dinero público (léase Banco de Inglaterra) han tenido que terminar por nacionalizar parcialmente su sistema financiero. Aquí, como hubiera dicho Saulo de Tarso, no ha habido ni judío ni gentil, ni conservador ni socialdemócrata. Tampoco ha habido ni españoles ni alemanes: mientras la poderosa Alemania tenía el privilegio dudoso de ser el domicilio de los primeros bancos quebrados en esta crisis (IKB) o la financiera Inglaterra el dudoso honor de haber vivido el único pánico desde la Gran Depresión, ni Benelux, ni Francia ni Italia se han salvado. Ni probablemente se salvará España, por la magnitud de su problema inmobiliario (el gobernador del Banco de España ya lo ha reconocido recientemente, aunque parece que en este caso la crisis que pudiera venir, si es que viene, lo hace a un ritmo más lento y condicionado por lo que es, finalmente, una crisis más ligada a la economía real, aunque tenga un aspecto tan irreal y quimérico como estar produciendo durante años tantas viviendas como Estados Unidos o el conjunto de la Unión Europea).
Pues bien, a pesar de todo lo anterior, la discusión sobre la necesidad de coordinar las políticas económicas de los países de la zona euro apenas ha pasado de las lamentaciones. Poco o nada se ha hablado de cómo podría superarse esa frustración. Y, sin embargo, nunca en los últimos tiempos la situación económica ha sido tan alarmante como para que la discusión de cómo avanzar en la coordinación tuviera tanto sentido.
Una comparación estimulante Sin embargo, ejemplos en los que inspirarse no faltan. De hecho, se utilizan una y otra vez aunque con una especie de orejeras para no extraer todas las consecuencias. Cada vez que se habla del Banco Central Europeo (BCE) y sus estatutos, se recalca que lo que lo distingue de la Reserva Federal es que mientras que ésta tiene por objetivo conseguir la estabilidad de los precios y el pleno empleo, aquél sólo tiene que preocuparse por mantener contenida la inflación. Cuando se limita la comparación de esta manera se olvida que la Reserva Federal (salvo matices que se pueden introducir sobre el Controller of the Currency) actúa, desde su independencia, con un partenaire que desde el gobierno marca los aspectos fundamentales de la normativa económica y financiera: el Tesoro. La relevancia de la coordinación entre ambas instituciones se ha puesto de relieve una y otra vez durante los últimos meses, pues no había comparecencia ante las dos cámaras del legislativo norteamericano a la que no fueran citados a la vez Ben Bernanke y Henry Paulson para dar explicaciones, juntos o por separado, sobre la crisis y sobre las medidas de las que uno u otro eran responsables. De modo que la mayoría de los líderes políticos y de los comentaristas europeos parecen sentirse cómodos con una comparación que abarca lo existente (los bancos centrales de ambos lados del Atlántico) y renuncian a ir más allá. Les parece razonable que JeanClaude Trichet comparezca ante el Parlamento Europeo pero rechazarían por inmanejable que lo hicieran los ministros de Hacienda de los 16 países que tienen el euro como moneda.
Otra comparación más Sin embargo, los acontecimientos no se detienen, y los bancos centrales de todo el mundo empiezan a acometer nuevas medidas para intentar contener primero y revertir después la rápida contracción económica. La más importante de esas medidas nuevas se llama quantitative easing, que en castellano se ha traducido de manera imprecisa, aunque certera, como «política cuantitativa» para evitar el más pesado e incómodo «política monetaria acomodaticia cuantitativa». Esta política consiste en una ampliación del tamaño del balance del banco central, tan grande como sea necesaria, sin más que anotar la cifra deseada en el pasivo del banco y poder financiar con ella la correspondiente cantidad de deuda pública o renta fija privada que ocupará una cantidad equivalente en el activo. Tras la Reserva Federal, que parece dispuesta a aplicar esa política monetaria como manera de superar el límite que supone tener el tipo de interés de intervención igual a cero, el Banco de Inglaterra acaba de anunciar su disposición para poner en marcha una política similar.
¿Qué hará el BCE cuando se vea abocado a semejante situación? Puede que su estatuto no le permita hacerlo y en ese caso habría que reformarlo. O puede que una interpretación laxa sí lo permita, en cuyo caso la deuda pública que terminaría comprando el BCE sería proporcional al tamaño de las respectivas economías o condicionada por las necesidades de financiación de los diferentes Estados (terreno éste en el que ya sería dudoso que se aventurara).
Tesoro Único Europeo La manera en que los tesoros de otros países coordinan sus políticas con sus respectivos bancos centrales lleva a la conclusión inevitable de que una buena coordinación para combatir la crisis económica pasa por la constitución de un Tesoro Único Europeo. Un paso que, por otra parte, todo el mundo sabe que es una de las tareas pendientes que tienen los países que han adoptado la moneda común y que ya existía como tal tarea pendiente para la Unión Europea incluso
antes del nacimiento del euro. Las dificultades que puedan tenerse en reconocer ese objetivo pendiente tienen que ver con el diferente lenguaje que en otra época se utilizaba y con los años que han transcurrido sin hablar de él: la armonización fiscal. ¿Puede alcanzarse el objetivo de tener una Hacienda común sin una armonización fiscal previa? Sin duda, la respuesta es afirmativa. De hecho, en España ya existe una política económica común marcada desde el gobierno y un Ministerio de Hacienda que convive con Haciendas autonómicas y forales y con diferencias en el tratamiento fiscal de diferentes hechos impositivos, desde el impuesto sobre el patrimonio hasta el céntimo sanitario.
Por tanto, sin negar la importancia de avanzar hacia la armonización fiscal, hay que descartar que sea un obstáculo para la constitución de un Ministerio de Hacienda común. Claro que esto pone sobre la mesa la necesidad de otro paso adicional futuro aún más complicado: el gobierno europeo.
¿Es fácil imaginarlo? La puesta en marcha de un Tesoro Único presenta numerosas dificultades secundarias y sólo tres de primer orden: ¿Qué porcentaje de los ingresos por impuestos irán a parar a esa Caja Única común?: en el momento inicial no debería ser inferior al siete por ciento de los ingresos conjuntos para financiar el programa contracíclico, acompañado de un calendario preciso de asunción de nuevas responsabilidades y un mayor porcentaje de la recaudación. ¿Cuál sería el proceso de aprobación de semejante cesión en los diferentes Estados de la zona euro? ¿Cuáles serían los mecanismos de control y de toma de decisiones? Aunque para las tareas de coordinación de las diferentes políticas nacionales de reactivación económica puestas ya en marcha (los 200.000 millones de euros del «Plan Barroso») quizá se llegaría un poco tarde, su labor más evidente sería la de
dirigir un programa transeuropeo de reactivación que integrara proyectos necesarios para los diferentes Estados y que fueran engarzables en un objetivo común: por ejemplo, los planes de nuevas infraestructuras comunes (o la interconexión entre las existentes), proyectos para aumentar la autosuficiencia energética de la zona euro o el desarrollo/implantación de nuevas tecnologías. La existencia de un Tesoro Único ayudaría a superar el miedo razonable que tienen los gobiernos a lanzar programas nacionales de reactivación demasiado ambiciosos que pueden terminar desequilibrando la balanza comercial propia en beneficio de los países de los que se importa. También hubiera facilitado el rescate de bancos en apuros, limitando las suspicacias de que lleven subvenciones encubiertas. Combatir la crisis económica no está resultando fácil para nadie. Aún menos lo será para Europa si en el momento en el que uno de sus Estados necesita ayuda no existe un organismo central que se la dé; que sea capaz de emitir deuda pública para financiarla; que pueda avalar la deuda del Estado en dificultades; que sea el centro de la compensación interterritorial; que permita, en suma, dar un salto de gigante en el desarrollo de la conciencia y la nacionalidad europea.
El ámbito de la política Naturalmente, la creación de un Tesoro Único es una decisión política cuya necesidad se impone con urgencia en mitad de una crisis económica como la actual. Contra esa decisión política no cabe esgrimir argumentos técnicos, que siempre son superables. Tampoco vale argumentar que es un tema poco debatido. Con el euro, aunque se debatió intensamente durante el período 19891991, ese debate estaba olvidado cuando llegó el momento de ponerlo en marcha (también el debate tuvo algo de superestructural y artificioso: una encuesta enviada en 1991 por el entonces director general del Tesoro Manuel Conthe a doscientas personas que ocupaban puestos relevantes en el mundo financiero y en las universidades españolas se saldó con… dos respuestas). El hueso duro de roer en esta discusión es la carencia de «voluntad política». O, para ser más precisos, la ausencia de voluntad política por parte de Alemania.
Pero si Alemania tuvo la visión política de impulsar el nacimiento del euro, a pesar de lo difíciles que le resultaron los años noventa, en pleno proceso de integración de las dos Alemania en un solo país y bajo una única istración, ¿qué es lo que puede impedir que en este momento se sume (o, incluso, encabece) la idea del Tesoro Único Europeo? Mientras nadie lo plantee todo serán conjeturas. Es raro que ni Nicolas Sarkozy ni José Luis Rodríguez Zapatero hayan hecho el amago de plantearlo. Más cuando ya está sobre la mesa otro debate que hace sólo tres meses hubiera parecido impensable: la integración de Reino Unido en la zona euro. ¿Quién ha sido el primero que planteó esto último? ¿Quién quiere ser el último que plantee lo primero?
11
La fase aguda de la crisis en los países emergentes está por llegar: señales que la preceden
El comportamiento de las bolsas suele señalar las claves de las etapas más próximas del desarrollo económico futuro de un país. Aunque hay que saber leerlas. Asimismo, en ocasiones hay bolsas que parecen indicar cuál va a ser la evolución de las economías en su conjunto, y la de Brasil puede haber tenido ese extraño privilegio de anticipar los siguientes movimientos de la economía mundial en general y de los países emergentes en particular. Así, si se observa el gráfico 11.1 se puede apreciar cómo el Bovespa, el índice de la Bolsa de São Paulo, que suele tomarse como el indicador más relevante para seguir la evolución de la Bolsa de Brasil, cae en los comienzos de la recesión provocada por la crisis financiera en Estados Unidos en la misma proporción que todos los demás índices, sean europeos o americanos; es decir, sufre una pérdida del sesenta por ciento. Lo curioso es que, después, recupera todo lo perdido y algo más a una velocidad bastante superior a la de los demás índices; para enero de 2010, sólo diez meses después de que las bolsas de Europa y Estados Unidos alcanzaran su punto más bajo en lo que se llevaba de crisis, el índice Bovespa ya había recobrado casi todo lo perdido. A partir de ahí inició un movimiento lateral (que después se convertiría en lateralbajista) que ya dura dos años y que con año o año y medio de antelación ha ido marcando lo que después sería la trayectoria de todos los demás. Es lo que tiene ir más deprisa que los demás, que quieras o no, y con un poco de suerte, ¡anticipas lo que otros harán!
Todos indican lo mismo
En el aspecto predictivo, el Bovespa sólo ha sido superado por el índice SSE de la Bolsa de Shanghái, que ya para el verano de 2009 había recuperado todo lo que iba a recuperar tras una caída previa que había sido, en su caso, de las más importantes: un 71 por ciento de caída al iniciarse la crisis y, a continuación, sólo una recuperación de un 38,2 por ciento de lo perdido. Este 38,2 por ciento es una de las recuperaciones típicas en las bolsas cuando se produce un descenso de la magnitud que sea; a esas recuperaciones más o menos pautadas o típicas se las conoce como retrocesos de Fibonacci y sirven lo mismo para las subidas que para las bajadas porque sugieren que, ante cualquier subida, cuando lleguen los retrocesos, lo más probable es que la Bolsa pierda el 23,6 por ciento, o el 38,2 por ciento, o el 50 por ciento o el 61,8 por ciento de lo ganado. Igual sucede con las caídas: lo más probable es que, tras éstas, se produzca una recuperación del 38,2 por ciento, o el 50 por ciento o el 61,8 por ciento de lo perdido. Todo esto debe decirse con las reservas propias de toda afirmación que se haga sobre China y sobre su bolsa, un país donde la seguridad jurídica no es algo que se pueda dar por sentado, por decirlo de la manera más suave posible, y una bolsa que en realidad son dos, una para nacionales y otra para extranjeros; una en moneda local y la otra con cotización internacional; con una liquidez escasa en muchas ocasiones y siempre sujeta a las sospechas de manipulación. Dadas todas estas circunstancias, las dudas añadidas a las que suscita cualquier bolsa son más una constante que una excepción. Si a todo eso se le suma que existe una bolsa próxima, la de Hong Kong, que muestra un comportamiento en parte autónomo y en parte no, así como las medidas que a veces adopta el gobierno chino de cargar un impuesto a las operaciones de venta pero no a las de compra para sostener las cotizaciones, o que los flujos del yuan renminbi (la moneda china) están sometidos a severas restricciones, no sería raro concluir, como hacen algunos, que la Bolsa china no puede tomarse como indicador ni como elemento útil en ningún tipo de análisis. En resumidas cuentas, que no serviría como indicador adelantado, para nada.
E pur si muove fue la afirmación que supuestamente hizo Galileo por lo bajo (lo más probable en voz tan baja que sólo la haría en su fuero interno, o simplemente se le ocurrió cuando adornaba la historia de una situación muy apurada contándosela a sus amigos) cuando se vio obligado a reconocer que la Tierra no giraba alrededor del Sol, sino al revés. Pues bien, algo así hay que constatar sobre la Bolsa china, aunque no de manera secreta como en el caso del máximo exponente del heliocentrismo: la Bolsa china, con todas las reservas y peros que se le quieran poner, que serán acertados en la mayoría de las ocasiones, ha venido anticipando los movimientos más importantes de la economía del país y seguramente va a seguir haciéndolo; hay que recordar que empezó la caída antes y mucho más deprisa que las bolsas occidentales, ante los primeros síntomas de crisis financiera en 2007.
Emergentes y «sui géneris»
Es preciso reconocer que los países emergentes están realizando un gran empeño en todos los órdenes de actividad y entre los resultados de ese esfuerzo se encuentra la mejora de su sistema educativo y de sus infraestructuras, y de éstas, también las tecnológicas. Pero hay un terreno en el que buena parte de ellos siguen siendo extremadamente poco de fiar, el de la seguridad jurídica. De modo que se puede sostener que en el futuro de los países emergentes quedan aún dos grandes pruebas por pasar: la del advenimiento de la seguridad jurídica y la de la digestión y afianzamiento de los grandes avances económicos que han logrado en la última década, lo que, como en todos los éxitos económicos mundiales, no está ni mucho menos garantizado. A partir de aquí se abre la alternativa de repasar los logros de los países emergentes, que en los últimos diez años han sido descomunales, con lo que abundaríamos en una literatura muy prolífica sobre el tema y que puede proporcionar una visita a las webs del Banco Mundial o del FMI, o simplemente a los resúmenes de Wikipedia sobre cada uno de los países o a los informes de los bancos de inversión, que aparecen en algunos casos sólo con escribir «mercados emergentes» en cualquiera de los buscadores de internet. También se puede consultar el libro El mapa del crecimiento, de Tim O’Neil, quien acuñó el término BRIC para referirse a Brasil, Rusia, la India y China. O proseguir la vía más general, quizás incluso algo abstracta, basada en el análisis histórico genérico y en la observación de los índices de bolsa, en particular, para intentar escrutar lo que a los países emergentes les depara el futuro. Entre estas opciones, parece más interesante la segunda. Para ello, nada como preguntarse: ¿En qué momento de su desarrollo están los países emergentes? ¿Cuál fue el equivalente/ antecedente para los países más avanzados? ¿Qué están diciendo sus principales índices de bolsa?
¿En qué momento de su desarrollo están los países emergentes?
A todas luces, el momento de los países emergentes es el de la digestión de los avances obtenidos en una carrera sin freno para alcanzar a los Estados más avanzados en una era en que la tendencia a una mayor globalización les ha sido particularmente favorable. Esa tendencia ha permitido que el comercio mundial se haya multiplicado por más de 8,5 veces en el curso de los 28 años que van de 1980 a 2008; si en 1980 el comercio mundial ascendía a 2,3 billones de dólares, para 2008, año en que la crisis financiera alcanza su mayor virulencia, era de 19,7 billones de dólares. Esa situación particularmente favorable es difícil que se vaya a repetir en el futuro próximo: la crisis económica que afecta a Estados Unidos y Europa, así como la necesidad de que se superen los desequilibrios que ahora presenta la economía mundial en términos de comercio y acumulación de reservas de divisas internacionales, hace pensar en que se ha iniciado un período de corrección de la tendencia de las últimas décadas. Entre las medidas de política económica que van a vehiculizar esos cambios, la corrección de los desequilibrios, se encuentra el aumento del proteccionismo económico y el progresivo desapalancamiento o desendeudamiento de las economías europeas y norteamericana. Por tanto, la base de partida para analizar el futuro de los países emergentes es la constatación de que buena parte de ellos han sabido aprovecharse de varias circunstancias:
a) Un auge del comercio mundial sólo comparable al de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. b) Una eclosión sin precedentes del ahorro mundial y de los instrumentos financieros apalancados que permitía que el volumen de capitales del exterior que afluyera a esos países se incrementara notablemente. c) Unos tipos de interés de corto plazo del dólar, pero también de otras monedas como el euro o el yen, que provocaron una enorme inflación en el precio de los activos.
d) Casi tres décadas ininterrumpidas de duración de la expansión económica en los países desarrollados. e) Una tendencia imparable en la deslocalización de las industrias tradicionales desde los países desarrollados hacia los países emergentes. f ) Una carrera alcista del precio de las materias primas sólo interrumpida por un período muy breve durante el segundo semestre de 2008. g) Un ambiente favorable al mantenimiento de todas esas otras circunstancias que se prolongaron hasta finales de 2011, lo que evitó las guerras comerciales y, también, las devaluaciones competitivas de las monedas (al menos las más descaradas).
De todos esos elementos sólo hay dos que parece que se van a mantener: el precio de las materias primas, que, aunque caerá, y puede que de manera muy abrupta, se verá sostenido por la inversión de recursos financieros destinados a la compra de futuros sobre materias primas como una manera de diversificar la inversión de los fondos de inversión y de los fondos de pensiones. Al menos mientras los gobiernos no legislen en contra de esa práctica, cosa que probablemente ocurrirá, e implanten restricciones más o menos duras. El otro elemento que lo más seguro es que se mantendrá, por ahora, son los tipos de interés bajos. Por lo que se refiere a los restantes aspectos mencionados, es poco probable que sigan actuando en la misma dirección que hasta ahora lo hacían. Es más, lo más previsible es que actúen en sentido contrario: el proteccionismo comercial está destinado a incrementarse en los próximos años conforme la presión de la opinión pública sobre los gobiernos, en un ambiente de economías estancadas, aumenta. Lo mismo ocurrirá con las devaluaciones competitivas de las divisas; a este respecto, recuérdese el histerismo del ministro brasileño de Hacienda, Guido Mantega, que lanzó algunas acusaciones, reales o imaginarias, sobre lo que él mismo denominó la «guerra de divisas», o la presión de las cámaras legislativas norteamericanas sobre el presidente Obama para que el Congreso de Estados Unidos declarase a China «país manipulador de la divisa». Tanto el desapalancamiento general de los bancos como las pausas en la
deslocalización, por no hablar del fenómeno ya iniciado de la relocalización o vuelta al país de origen de algunas industrias, apuntan a un entorno menos favorable para los países emergentes.
¿Cuál fue el momento equivalente para los países más avanzados?
En la historia, la tesitura en la que se encuentran ahora los países emergentes tiene numerosos momentos equivalentes; al fin y al cabo, los hoy países desarrollados fueron países emergentes en el pasado. Para no irnos demasiado atrás, de momento, no hay más que pensar en España, que, tras un desarrollo acelerado en los años sesenta y comienzos de los setenta, cayó en la típica crisis de digestión de ese desarrollo intenso y, afectada además por la falta de recursos energéticos, se pasó los once años que van de 1974 a 1985 en trance de convulsión permanente. Aquí, además, todo se complicó por los avatares de una transición política y una convergencia con Europa que eran a la vez fuente de desasosiego y brújula para un futuro mejor. Pero etapas así las han conocido Estados Unidos y Reino Unido a lo largo de su historia, en que además los primeros disputaban al segundo la hegemonía económica, financiera, militar y política. Y algunos de esos momentos en que la situación cambió radicalmente coincidieron justamente con crisis financieras: el último cuarto del siglo XIX; 1907-1914, y el período entre las dos guerras mundiales. En todos ellos, las economías sufrieron períodos de estancamiento más o menos prolongados, igual que los índices de bolsa, cuando existían. Otro punto de comparación podría establecerse con las economías emergentes por antonomasia de la segunda mitad del siglo XX: Alemania y Japón. El surgimiento de ambas como potencias económicas de primer nivel estuvo, entre otros motivos, en el origen de la crisis tan prolongada de los años setenta. Su aparición como grandes competidores de las economías norteamericana y británica tiene un paralelismo muy evidente con el de la irrupción mucho más reciente de Brasil o China, esta última como caso más extremo de desafío a la hegemonía norteamericana.
En todos esos casos, tanto Alemania como Japón salieron bastante indemnes de los problemas económicos que afectaron al mundo durante los años setenta, y eso que ninguno de los dos disponía de recursos energéticos. Es más, mientras los otros países más avanzados (Estados Unidos o Reino Unido) sufrían diferentes recesiones y todo tipo de problemas, Alemania y Japón no entraban en recesión, aunque sus índices de bolsa reflejaron un menor crecimiento económico y se desplazaron en un movimiento lateral durante seis u ocho años (véase gráfico 11.3 del índice Nikkei 225 entre 1970 y 1978).
En el caso de Alemania, la situación no podría ser más clara: ni una recesión en el período que va de 1970 a 1983 y, sin embargo, su bolsa inmersa en un movimiento lateral con grandes oscilaciones (véase gráfico 11.4). Como las de los demás países. La comparación, pues, con los países que han pasado por momentos de digestión de un crecimiento apresurado es muy clara: el ritmo de crecimiento de los países emergentes decrecerá y, aunque no lleguen a entrar en recesiones propiamente hablando, sus bolsas sí reflejarán un menor crecimiento. O, por decirlo con una contorsión del lenguaje: crecerán de manera estancada.
¿Qué están diciendo sus principales índices de bolsa?
Si se combina la evolución de los índices de bolsa de Brasil, de China y lo que dice el índice MSCI de emergentes, la conclusión es muy clara: todos apuntan a un estancamiento, bien de las economías o de los beneficios empresariales, o de ambas cosas a la vez. Lo más probable es que se estanque tanto lo uno como lo otro. Hay que tener en cuenta que, en China, por ejemplo, los aumentos salariales ya han empezado a erosionar el beneficio de las empresas y que el pavor que tienen los gobernantes chinos a las revueltas sociales va a hacer que esa tendencia continúe. A la vez, la aparición de nuevos competidores en la arena mundial, en este caso un ejemplo típico sería Vietnam, hará que la competitividad mengüe y los productos de países como China vayan perdiendo gancho. La Bolsa china se adelantó a todas las demás descontando la recesión que llegaba; también descontó más tarde la recuperación y, ahora, su índice de bolsa más utilizado parece estar anunciando un gran período de estancamiento: la escasa reacción alcista del índice de Shanghái, el SSE, sólo puede compararse de forma adecuada con la reacción del índice Nikkei de la Bolsa japonesa durante los cuatro años siguientes a que alcanzara su máximo histórico a finales de 1989: pérdida inicial del setenta por ciento; recuperación posterior hasta el 23,6 por ciento de Fibonacci (recuérdese, una recuperación pautada, que indica que, tras una caída, una de las recuperaciones estándar es la del 23,6 por ciento de lo perdido) y posterior caída y movimiento lateral. Lo que resulta asombroso en todo esto es que la economía china parece estar muy lejos del estancamiento y que su ritmo de crecimiento se encuentra aún en niveles del ocho por ciento al diez por ciento. ¿Cómo compatibilizar ambos hechos? Para ello hay que remontarse a los años treinta de Estados Unidos. Tras la caída de la recesión primera que inició la Gran Depresión, la economía norteamericana comenzó una recuperación económica tan fuerte que llevó en pocos años el PIB del país al nivel en que estaba antes de la depresión. Sin embargo, las bolsas siguieron reflejando tanto el decaimiento de los beneficios empresariales (sobre
todo la caída en la rentabilidad de las inversiones a principios de 1937 y el impacto del impuesto sobre los beneficios no distribuidos) como el que buena parte de esa recuperación se había hecho con dinero público. China, que fue pionera en 2008 en la inyección de dinero público y cuyo plan de estímulo le permitió salir antes que a los demás de la crisis, lo único que hizo, tal y como su bolsa está pronosticando, fue retrasar el comienzo de su período de estancamiento, que en este país podría materializarse en tasas de crecimiento aún muy fuertes comparadas con las de los países europeos, pero que, a escala china, representan… pues eso, un estancamiento. Este fenómeno se ha vuelto más o menos general; no hay sino más que mirar a la economía india y las dificultades por las que está pasando: depreciación de su moneda (la rupia) en más de un dieciocho por ciento durante 2011; incremento de su déficit por cuenta corriente hasta niveles del tres por ciento de su PIB y peligro de que se produzca una caída de su nivel de reservas de divisas. Por otra parte, esa depreciación de la rupia está provocándoles numerosas dificultades a las empresas indias cuyo endeudamiento exterior se hacía mayoritariamente en dólares y que tienen que hacer frente a vencimientos muy importantes en el primer semestre de 2012. Además, el índice ISM industrial de la India ha sufrido una fuerte desaceleración; esto junto la inversión de la curva de tipos de interés de la rupia, lo que quiere decir que los tipos de interés de corto plazo se sitúan por encima de los de largo plazo, contribuye a generar una expectativa de fuerte desaceleración o incluso recesión: cuando los tipos de interés de corto plazo son más altos que los de largo plazo, los bancos dejan de conceder préstamos porque o no son rentables o les producen pérdidas.
Si recurrimos una vez más a intentar leer en la Bolsa india el futuro económico de este país, la conclusión no puede ser más clara (véase gráfico 11.5). Insistimos en que cuando se piensa sobre estos países hay que recordar el caso de Alemania o de Japón, que no sufrieron ni una recesión en el período que va de 1970 a 1983 y, sin embargo, sus bolsas se mantuvieron inmersas en un movimiento lateral con grandes oscilaciones. Como las de los demás países.
Entre los países emergentes es difícil averiguar cuál presenta un futuro más brillante, pero todo apunta a que Corea del Sur está entre los más favorecidos. También este país tiene mucho que ver con la Alemania de los años setenta: con un vecino/hermano hostil; estuvo devastada tras una guerra y con todas las fuerzas tensionadas para recuperar el tiempo perdido; dispone de una elevada tasa de ahorro; está volcada hacia la exportación; tiene otro vecino, China, también muy cercano, gigante y, a veces, amenazador que, para colmo, es aliado de Corea del Norte (algo parecido a lo que era la Unión Soviética para la Alemania Federal, con su cercanía y su alianza con la Alemania Democrática).
12
Brasil: un accidente a la espera de producirse
Es bien sabido que uno de los grandes éxitos de la economía mundial cuando se la observa país por país es el de Brasil. Un éxito que, aunque había sentado alguna de sus bases años antes, se puede decir que arrancó imparable tras la elección de Lula como presidente. Da un poco de risa recordar ahora cómo los mercados se prepararon para la elección de Lula. A veces, su evaluación de las circunstancias suena completamente a disparate o como una excusa para alterarse vanamente. En aquellos días previos a la elección de Luiz Inázio «Lula» da Silva para presidir la tierra prometida que había sido Brasil durante bastantes años, muchos esperaban la llegada de un radical poco menos que antisistema. Y no servía de nada argumentar de manera muy gráfica que lo que estaba a punto de tener Brasil era su Felipe González. Han pasado ya nueve años de aquello y este país se ha convertido en la gran potencia de Latinoamérica, impulsado por una serie de circunstancias favorables, entre las que hay que incluir la subida fortísima del precio de las materias primas durante toda la década 2000-2010, sólo interrumpida por un breve período en pleno furor de la crisis financiera, a la par que por acontecimientos afortunados como haber descubierto yacimientos importantísimos de petróleo en sus aguas territoriales. También la demanda insaciable de materias primas por parte de China ha transformado a Brasil, un Estado siempre considerado Latinoamérica pura y, por tanto, en el área de influencia de Estados Unidos, en área de influencia china. Lo cierto es que durante esos pocos años de los dos mandatos presidenciales de Lula, Brasil pasó a ser una gran potencia económica, hasta el punto de que en el otoño de 2010 su ministro de Hacienda, Guido Mantega, pudo armar un enorme revuelo al hablar de «guerra de divisas» para referirse a la intensa presión que estaba sufriendo la moneda brasileña, el real. Esa presión, que hacía que el real
brasileño se apreciara fuertemente frente a otras monedas, era en cierto modo el resultado del éxito que estaba cosechando la economía de Brasil, éxito que ya estaba empezando a desvelar una de sus facetas negativas, de las que tan agriamente se quería defender el ministro. Varios meses después, y varias acusaciones de guerra de divisas también más tarde, el gobierno de Brasil hizo una llamada a que los denominados países BRIC acudieran en ayuda de la zona euro, que seguía aún sin resolver su crisis fiscal y de identidad. Con ello, Brasil quería mostrar su peso en la escena internacional, algo que también había intentado con motivo de la sustitución de Dominique Strauss Kahn al frente del FMI, flirteando con la idea de presentar un candidato propio para dirigir la institución. Sin embargo, un desarrollo tan rápido no está exento de peligros, aquellos por los que pasa toda economía que progresa y que cada cierto tiempo tiene que mirarse en el espejo y ajustarse a su nueva situación, lo que siempre se hace a través de las llamadas crisis de crecimiento, en el mejor de los casos (a veces, de esas crisis no salen saltos hacia adelante sino hacia atrás, y es que el éxito nunca está garantizado). De los años de Lula quedan aspectos que algún día se volverán contra el desarrollo del país. Por ejemplo, una expansión del sector público que alcanzó el cuarenta por ciento, algo que en un país emergente, con baja preparación para absorber lo que eso significa, se traducirá en ineficiencias de todo tipo, despilfarro y falta de productividad. En algún momento de esta década emergerán sus inconvenientes de una manera muy ruidosa.
Brasil vive en el Bovespa
Muchos quizá no hayan oído hablar del Bovespa, ese índice que resume las cotizaciones de las empresas más importantes de la Bolsa de São Paulo. Los peligros que vive Brasil aparecen anticipados en él y ya desde hace más de dos años; es decir, desde finales de 2009. La Bolsa brasileña sufrió previamente la misma caída brutal, del sesenta por ciento, que los demás índices de bolsa con el inicio de la crisis financiera
internacional. Sin embargo, junto con la Bolsa china, fue una de las primeras en recuperarse, pero, a diferencia de esta última, que apenas levantó un palmo del suelo en la recuperación, la brasileña se adelantó a todas y volvió a sus niveles máximos del año 2007 con relativa rapidez (véase gráfico 12.1). En la crisis de la llamada burbuja tecnológica, la Bolsa de Brasil también tuvo pérdidas del cincuenta por ciento, en línea con la generalidad de las bolsas internacionales. Pero mientras que la Bolsa de Nueva York, entre ambas crisis sólo subía un veinte por ciento entre el máximo de 2000 y el máximo de 2007, el índice Bovespa de la Bolsa brasileña multiplicaba por cuatro. Es decir, subía un trescientos por ciento. Lo siguiente que parecería natural decir es que esas ganancias de la Bolsa brasileña, al medirse en dólares, serían aún mayores, dada la apreciación que ha experimentado el real frente al dólar. Pero cuidado con eso, esta última afirmación es verdad pero sólo en los últimos nueve años (de 2002 a 2011). Los dos anteriores se había depreciado también con fuerza, de modo que la cotización del real frente al dólar cuando pinchó la burbuja tecnológica estaba más o menos en los mismos niveles que a finales de 2011: alrededor de 1,86.
Sin embargo, y para decepción de quienes apuestan por Brasil como en una profesión de fe, el índice Bovespa también mostró su espíritu pionero perdiendo el rumbo cuando apenas se había recuperado de todas sus pérdidas. En el lenguaje de los operadores y analistas de bolsa, perder el rumbo significa iniciar un movimiento lateral, lo que quiere decir muy gráficamente que la línea que representa el índice ni sube ni baja, sino que se desplaza en una dirección más o menos horizontal, como si fuera de lado o lateralmente. De esa manera, un índice como el de la Bolsa brasileña se convirtió en el indicador adelantado de lo que habría de sucederle a las demás bolsas del mundo entero casi un año y medio más tarde. ¿Qué sabía la Bolsa brasileña que las demás ignoraban? Lo más probable es que nada. Simplemente estaba haciendo lo que las bolsas de un país emergente hacen cuando, tras una recesión, la economía recupera su potencial de crecimiento, pero necesita esperar a que los acontecimientos en los países que más pesan confirmen que se abre un nuevo período de prosperidad.
El país de los desequilibrios
La economía brasileña parece una reproducción a escala de los desequilibrios con que cuenta la economía mundial. Así, en un país que exporta materias primas en abundancia debería esperarse que estuviera acumulando un superávit en su balanza comercial, dicho de otra manera, que las exportaciones superasen a las importaciones. Sin embargo, no está siendo así, y a mediados de 2011 acumulaba un déficit equivalente al 2,3 por ciento de su PIB. Eso hace que en parte Brasil recuerde a los países del sudeste asiático al final de los años noventa, cuando se convirtieron en dependientes de los flujos internacionales de capitales para financiar ese déficit de la balanza por cuenta corriente. La gran ventaja de que disfruta Brasil es que en estos años ha acumulado una enorme reserva de divisas en su banco central, el Banco do Brazil. De ahí que esté extraordinariamente bien preparado para afrontar una retirada de capitales súbita si es que, como les pasó a los países del sudeste asiático en 1997, ésta
llega a producirse.
¿Por qué un accidente a la espera de producirse?
El ritmo de crecimiento frenético de Brasil de los últimos años terminará por convocar la mala suerte. Ese crecimiento tan fuerte ha ido acompañado, claro, de una enorme expansión del crédito, quizás muy por encima de lo que una aún no tan desarrollada clase media brasileña pueda permitirse. Todo ello en el contexto de tasas de ahorro que son bastante bajas (diecisiete por ciento, inferior al veinte por ciento de países comparables), y más si se tiene en cuenta que estamos hablando de una economía emergente. El problema principal a corto plazo se centra en el endeudamiento de las familias brasileñas y en los tipos de interés elevadísimos que se están aplicando en Brasil al crédito-consumo, cercanos al cincuenta por ciento. Algo a todas luces insostenible por mucho tiempo (véase gráfico 12.2). Si bien, cuando se considera que Brasil ha tenido créditos al consumo a tipos del 250 por ciento en el año 1995, se comprende que un 50 por ciento parezca poco. Un tipo real del 44 por ciento (la inflación interanual estaba a finales de 2011 en el 6,17 por ciento) sigue siendo extremadamente alto, sobre todo si se piensa que Brasil viene de tipos reales negativos del 350 por ciento. Todo ello da una idea del cambio que ha experimentado este país en quince años. Estos datos contrastan dentro del grupo de los BRIC con el infraconsumo de China o la India: la porción de la renta familiar que se dedica en Brasil al pago de las deudas triplica, y más, la de esos otros dos países.
Se trata de un ritmo que se ha apoyado sobre todo en la subida de precios tan fuerte que experimentaron las materias primas durante la década pasada. Eso hizo que Brasil mejorara su posición en términos de comercio internacional al menos en un treinta por ciento. Desde comienzos de 2011 proliferan los titulares de prensa que señalan la burbuja inmobiliaria brasileña y las astronómicas subidas de precios de las viviendas en algunos barrios de Río de Janeiro. Es difícil pensar que esta burbuja vaya a estallar antes de que se celebren los juegos olímpicos, pero a la vez se hace complicado suponer también que esa burbuja esperará a que finalicen, en 2016, para concluir. Los excesos de Brasil se detectan por alguno de los retos que se plantean, los cuales, a veces, atraen a la mala suerte: le pasó a Dubái con su rascacielos más alto del mundo, cuya inauguración se produjo muy poco antes de su debacle financiera, o a Malasia con sus Torres Petronas. En el caso de Brasil, ese desafío consiste en la construcción del puerto marítimo más grande de Sudamérica, llamado el superpuerto de Açu.
Sobrevalorado
El real brasileño se ha apreciado fuertemente frente al dólar en los últimos años (véase gráfico 12.3). Eso, al abaratar las importaciones, está siendo muy destructivo para la industria nacional.
Conclusión
En suma, la Bolsa de Brasil está anticipando lo que parece un accidente a la espera de producirse. Ese accidente vendrá sobre todo condicionado por la caída en la rentabilidad de las empresas del país. Desequilibrios externos aparte. En el gráfico 12.4 puede apreciarse el ritmo vertiginoso con el que Brasil ha acumulado reservas de divisas hasta llegar, en septiembre de 2011, al equivalente a 350.000 millones de dólares. Se compara con la evolución del precio de las materias primas medido por el índice Thomson Reuters/Jefferies. Ambas líneas ceden en el segundo semestre de 2008, pero después recuperan la subida, aunque las divisas brasileñas con mayor intensidad a causa del magnetismo que este país ha tenido estos años para los capitales, especulativos y no especulativos. Algunas medidas del gobierno de Brasil han tratado de penalizar esa entrada de capitales, conscientes del sobrecalentamiento que estaban provocando en su economía. Una atracción que, a la vez, se incrementaba con las subidas de tipos de interés que el propio banco central de Brasil ponía en marcha para intentar frenar la inflación. En el gráfico 12.6 se puede ver cómo ha evolucionado la inversión directa norteamericana y cómo se ha detenido en el último año.
Con todo, el crecimiento de Brasil ya ha experimentado un fuerte frenazo, como muestra el gráfico 12.5. Las subidas de tipos de interés para enfriar la economía parece que han tenido éxito y, una vez conseguido el objetivo, el gobierno está teniendo la cintura de volver a reactivar de nuevo. Pero, entretanto, hace unos meses ya, la curva de tipos de interés del real brasileño empezó a invertirse, y eso las más de las veces anuncia una recesión. La desaceleración en la economía china será otro factor que empujará en la misma dirección, que, por otra parte, es la dirección en la que apunta la economía mundial: una nueva recesión. Los ajustes en Brasil pueden ser muy virulentos.
Este país se está embarcando en proyectos tan ambiciosos que, a poco que no le salgan bien, le crearán graves problemas. Parece ser presa del mismo síndrome que sufrieron las empresas puntocom en los años de la burbuja tecnológica: las ansias por superarse y quemar etapas en el desarrollo les hace ir tan deprisa que, sin quererlo, desbordan sus propios límites, y todo eso es bien conocido cómo suele acabar: con una misallocation de los recursos, o lo que es lo mismo, con una asignación de los recursos totalmente ineficiente. Así, su propósito de explotar los yacimientos de petróleo submarinos obligará a Petrobras, la compañía brasileña del ramo, a perforar a profundidades de más de dos kilómetros, algo impensable hasta hace no mucho, pero que resulta en extremo caro y muy complejo técnicamente. Petrobras tiene planeado dedicar a esa exploración submarina recursos por valor de casi un cuarto de billón de dólares a lo largo de cinco años en ese intento titánico. Eso es la mitad aproximadamente de sus reservas de divisas. Si el precio del petróleo se hundiera durante un tiempo, algo que ya ha ocurrido más de una vez, hacer rentables esas inversiones tan voluminosas resultaría una tarea muy ardua. Si a eso se le suman otro tipo de proyectos, la cantidad se va a un fabuloso billón de dólares. El intento desarrollista de Brasil pasa por crear industrias protegidas con aranceles, que venden a empresas del propio país los bienes y servicios que producen. Y todo esto mientras sigue siendo muy dependiente de la inversión extranjera directa y de la tecnología foránea, además de necesitar muchos técnicos e ingenieros provenientes del exterior ya que su sistema de enseñanza no los ha producido aún.
13
¿Cabe la economía mundial en el balance del banco central chino?
En la crisis que en 1997 se produjo en los países emergentes, generalmente, los problemas venían de un excesivo endeudamiento exterior, y a veces, como en Tailandia, muy concentrado en vencimientos a cortísimo plazo. Eso hizo que, al más mínimo de los problemas (que en realidad no fue tan mínimo: el banco central de Tailandia mintió sobre las reservas de divisas que acumulaba), se produjera una retirada rápida y masiva de capital extranjero. ¡Qué llamativo resulta el papel de la mentira como desencadenante de las crisis! Doce años después, en diciembre de 2009, la revelación de que el gobierno griego había mentido también sobre sus verdaderas cifras de déficit público desencadenaría la segunda fase de la contracción del crédito (o credit crunch) por vía de provocar la desconfianza generalizada en la deuda pública de varios países de la eurozona y las dudas sobre la supervivencia de la eurozona misma. Pues bien, si en 1997 las dudas sobre los países emergentes tenían que ver con el agotamiento de sus reservas de divisas y su deuda exterior, en la actualidad el problema es justamente el contrario, pues el hecho de que los países emergentes acumulen dos tercios de las reservas de divisas es un síntoma de la enormidad de los desequilibrios que se han ido acumulando en la economía mundial.
La mayor concentración de reservas de oro y divisas
La evolución que ha sufrido el comercio mundial durante los últimos 15 años ha dado lugar a muchas situaciones que habrían sido inimaginables en 1997, entre ellas la desproporción que han adquirido las reservas de oro y divisas generadas por la República China y acumuladas en su banco central, el llamado Banco de la China Popular o B. Esas reservas de oro y divisas ascendían a finales de 2011 al equivalente 3,2 billones de dólares; hay que hablar de «el equivalente a» y no directamente de billones de dólares porque parte de esas reservas están materializadas en divisas distintas del dólar (euros, libra esterlina, franco suizo, etc.) y, por tanto, es preciso efectuar su conversión a dólares para hacerse una idea del volumen conjunto sin utilizar más que una sola cifra. Esa cifra de 3,2 billones de dólares representa alrededor de un tercio de las reservas mundiales de divisas acumuladas por los bancos centrales de todo el mundo, mientras que la producción anual china sólo constituye cerca del ocho por ciento del PIB mundial. El fruto de diez años de exportaciones a otros países, fundamentalmente occidentales, y de un consumo bajísimo por parte de la población china es lo que explica semejante desequilibrio. Pero no es sólo China quien acapara reservas en cantidades astronómicas, sino que se trata de una característica propia de los países emergentes del momento actual: entre todos suman unas reservas de divisas que equivalen a 6,4 billones de dólares. O lo que es lo mismo, los países emergentes reúnen dos tercios de las reservas mundiales de oro y divisas acumuladas por la totalidad de los bancos centrales. Esa acumulación se entiende que es la materialización del enorme ahorro de esas economías, el cual es la materialización o la contrapartida de una posición comercial muy favorable respecto al resto del mundo (y, sobre todo, frente a Estados Unidos, que actúa como consumidor de última instancia) y refleja una situación extremadamente paradójica: los países del antes llamado Tercer Mundo se privan de su propio consumo interno y dedican los recursos que generan a prestárselos a los países más desarrollados. Esa evolución según la cual esos países pasaron a cobrar una importancia cada vez mayor llevó a que la denominación de Tercer Mundo fuera sustituida a comienzos de los años noventa por la más correcta políticamente de NIC (Newly Industrialized Countries) o países de industrialización reciente y, por último, por
la que en la actualidad más se usa, la de países emergentes. En el gráfico 13.1 se puede apreciar el ritmo aceleradísimo al que han crecido las reservas de divisas chinas durante los últimos quince años. Un crecimiento explosivo similar al experimentado por las reservas de Japón en sus mejores épocas, pero que ha dejado las reservas japonesas de oro y divisas en menos de la mitad de las chinas. Nos referimos a dos economías que en este momento no se diferencian mucho de tamaño.
¿Cuál es el significado de esas reservas de oro y divisas?
Una tal acumulación señala a las dos caras de una misma moneda: que China es una economía fundamentalmente exportadora, hecho bien conocido, y que el consumo interno de este país representa un porcentaje sobre el PIB chino que está entre un veinte por ciento y un treinta por ciento por debajo del porcentaje que constituye el consumo interno en las economías desarrolladas. Esto significa que la economía china, y con ella la mayor parte de las emergentes, se sustentan sobre una represión del consumo interno y vuelca los recursos que genera hacia la inversión y hacia las exportaciones. Esto ha generado el mayor de los desequilibrios actuales, que de manera muy concentrada podría expresarse así: Estados Unidos y China están enlazados en una relación de dependencia que hace que el segundo no pueda vivir sin exportar a Estados Unidos y éste no pueda vivir sin que China siga comprando deuda pública con las divisas que le proporciona una relación comercial tan favorable. Lo mismo podría decirse de las exportaciones chinas hacia otras partes del mundo, como, por ejemplo, la Unión Europea, pero en el caso de esta última el problema es menos llamativo al estar la balanza de pagos europea mucho más equilibrada que la norteamericana. En consecuencia, el destino que espera a las divisas que acumula la República Popular China es el de ser invertidas, sobre todo, en instrumentos denominados en dólares y euros, ya que son las dos monedas con mayor peso en el comercio mundial. Esos instrumentos son, fundamentalmente, a su vez, deuda pública emitida para diferentes plazos por los gobiernos norteamericano y europeos, algo que se basa en que los mercados de deuda pública de los grandes países se supone que son los más líquidos del planeta (es decir, aquellos en los que se puede comprar y vender cantidades importantes de deuda sin mover mucho los precios al alza o a la baja) y además, hasta hace bien poco, se consideraba que la deuda pública era el activo más seguro en el que se podía invertir, tanto es así que se la llamaba el «activo libre de riesgo», aunque esta creencia ha quedado ya un tanto desprestigiada por la evolución de los acontecimientos de 2010 y 2011, que aumentaron las dudas sobre la deuda pública de Grecia, Irlanda, Portugal, Italia, España, Bélgica… y, sobre todo, sobre la norteamericana, que en agosto
de 2011 estuvo cerca de no cumplir sus compromisos de pago al acercarse su volumen en circulación a la cifra tope de 14 billones establecida por el Congreso de Estados Unidos. Lo cierto es que la ausencia de un activo libre de riesgo alternativo ha hecho que se siga tomando a la deuda pública como tal, aunque nadie acabe ya de creerse semejante consenso. Pero esa verdad tan incómoda, como echa por tierra la «nueva teoría de cartera», y las tres cuartas partes del trabajo académico de los últimos cincuenta años, lo que incluye el de muchos premios Nobel de economía, seguirá siendo aceptada como algo útil en lo que ya nadie cree. Pues bien, el hecho de que la economía china acapare esa enorme cantidad de reservas de divisas la convierte en la proveedora de financiación para la deuda pública de otros países.
¿Puede el Banco de la China Popular financiar a toda la economía mundial?
Ésta es una interrogación que sólo tiene efectos retóricos, pero que señala un problema fundamental: si las economías de todo el planeta siguieran la evolución de los últimos quince años, en el límite, todas las reservas de oro y divisas mundiales acabarían acumuladas en las cámaras acorazadas del banco central chino, o en las cuentas de depositaría de títulos designadas a tal efecto por él, y el resto de los países no tendría más opción para mantener las importaciones necesarias para que sus respectivas economías siguieran funcionando que pedir prestado al banco central chino. Con ello podrían seguir adquiriendo productos y servicios chinos o de otras naciones. Aunque las reservas que acumularan los demás países exportadores quedarían por el mismo proceso atrapadas antes o después por el torbellino que las llevaría, inexorablemente, hacia el banco central chino de nuevo. En conclusión, el banco central chino poseería en el activo de su balance las enormes reservas de divisas en forma de inversiones materializadas en deuda pública emitida por Estados Unidos, Europa y los demás países, o de préstamoscomprador concedidos a esos mismos Estados. Tendría en su balance, pues, una parte significativa y, sobre todo, clave de la economía mundial. Esto, que parece la pesadilla de una novela de ciencia ficción, muy
probablemente no va a suceder por dos razones: la primera y más evidente de todas, porque atenta contra el sentido común más elemental, y es que nadie en la historia ha alcanzado tanto poder. Ni el Imperio romano consiguió dominar todo el orbe ni Estados Unidos, el imperio más poderoso que haya existido jamás, ha logrado tampoco una dominación económica total, por no hablar de la financiera, política o militar. Las concentraciones de poder terminan provocando una reacción pendular en sentido contrario cuyos mecanismos se conocen en parte sí y en parte no. Tampoco un país acreedor puede permitirse acaparar toda la riqueza so pena de erosionar el principio mismo sobre el que esa acumulación de riqueza se fundamentaba. La otra razón también es histórica y, en parte, se solapa con la primera: cada vez que un país ha reunido esas enormes riquezas materializadas en divisas, ha terminado por perder parte de esa riqueza en inversiones desafortunadas. Esas inversiones, naturalmente, han comportado que parte de las divisas acumuladas por el banco central correspondiente, y fuese éste del país que fuese, acabaran en bolsillos ajenos. Hay muy buenos ejemplos de cómo en los últimos cien años se han desarrollado esos fenómenos, desde la Gran Depresión hasta la actualidad. Una de las mayores acumulaciones de oro la protagonizó Francia a lo largo de los años veinte, hasta el extremo de que, entre 1926 y 1932, su porcentaje del oro monetario total que albergaban los bancos centrales pasó del siete por ciento al veintisiete por ciento. De ahí que algunos autores como Douglas Irwin en un informe titulado «¿Fue Francia el causante de la Gran Depresión?»,¹
16 se planteen que lo que causó la Gran Depresión no fue sólo, como se ha explicado repetidas veces, el endurecimiento de la política monetaria en Estados Unidos en 1928, sino el hecho de que Francia estaba aplicando también una política monetaria de las mismas características. Eso, junto con un franco francés depreciado, hacía que el oro fluyera hacia las arcas del Banco de Francia, así como hacia las de la Reserva Federal, como ambos bancos esterilizaban esas entradas de oro (es decir, retiraban de la circulación la cantidad de dólares o francos equivalentes), provocaron un efecto deflacionario mundial. Todo ello lleva a Douglas Irwin a la conclusión de que Francia fue la responsable de un treinta por ciento de la deflación experimentada entre 1930 y 1931. En esa
dirección también abunda Liaquat Ahamed en su libro Los señores de las finanzas, premiado con un Pulitzer y publicado por Deusto. Pero nada es eterno y esa posición tan privilegiada y dañina de Francia no habría de durar mucho. Sin embargo, ¡qué coincidencia!, Francia acumuló casi un tercio de las reservas de oro monetario del mundo como China ha hecho acopio de un tercio de las reservas mundiales de oro y divisas. También, como en el ejemplo francés, con una infravaloración de su moneda, en este caso el renminbi, una infravaloración que será la protagonista de no pocas refriegas comerciales en esta década. Por suerte, por sentido práctico y porque no tiene otro remedio, China está reciclando esas reservas con préstamos a medio mundo en forma de compras sobre todo de deuda pública. Pero su política de subida de los tipos de interés y de incremento de las reservas del último año y medio no deja de recordar, de manera siniestra, el efecto deflacionario para la economía mundial de políticas equivalentes del pasado (véase gráfico 13.2).
Otros ejemplos más próximos en el tiempo
La pérdida de esa posición privilegiada en la acumulación de reservas puede venir por diversas vías, entre ellas la incapacidad para conservar una posición comercial privilegiada. Les ocurrió a los países exportadores de petróleo agrupados en torno a la OPEP, en general, y a los árabes, en particular. En parte porque tras la subida casi repentina en dos escalones del precio del petróleo en 1973 y 1979 hasta alcanzar 32 dólares por barril, lo que les permitió acumular enormes reservas de divisas, llegó una caída de precio que para 1986 redujo el precio del barril de crudo hasta los 10 dólares. Pero también a eso se sumó una mala gestión de esas reservas de divisas, que fueron evaporándose entre el consumo improductivo, los descabellados proyectos productivos y las ruinosas inversiones en el exterior, fueran éstas inversiones directas en empresas occidentales que quebraron o inversiones financieras con poco futuro (recuérdese que los petrodólares se reciclaron en muchos casos como eurodólares, es decir, dólares en depósitos bancarios fuera de Estados Unidos, y que todo esto coincidió con la fiebre de los préstamos a países de Latinoamérica que acabó abruptamente con la suspensión de pagos de muchos de esos Estados en 1982).
Japón es otro ejemplo de cómo puede descarrilar esa acumulación de reservas en el banco central de un país o, en otras palabras, de cómo se puede morir de éxito. El gráfico 13.3, que no es más que zoom del gráfico 13.1, se centra en los años que van de 1985 a 1995, y permite apreciar el retroceso que experimentan las reservas japonesas de oro y divisas a la altura del año 1989, que es cuando empieza la llamada década perdida de Japón. Entre 1989 y 1992 se produce una caída del 33 por ciento en las reservas de oro y divisas. Las razones de dicha recesión fueron muy diversas, y entre ellas está la apreciación del yen entre 1988 y 1990, así como que muchas de las inversiones japonesas en el exterior, sobre todo en Estados Unidos, se demostraron desastrosas. Hay que recordar que en aquellos días de finales de los años ochenta todo el mundo atribuía a Japón la capacidad de medirse económica y financieramente con Estados Unidos, como lo reflejó Lester Thurow en su libro Head to head, y las finanzas japonesas, junto con el folclore asociado a su manera de gestionar la empresa, en apariencia superior a la de Occidente, tenían un aura de invencibilidad. En Madrid, en aquellos años llegó a haber más de una docena de sucursales u oficinas de representación de bancos japoneses. A mediados de los años noventa ya no quedaba ninguna.
¿Puede sucederle a China algo así?
La respuesta es que sí. Más complicado es contestar a otra pregunta: ¿Cuándo va a suceder eso? Pues bien, lo más probable es que a lo largo de los dos o tres próximos años, aunque hay indicios de que ese proceso podría haber comenzado ya. La Bolsa china, con su capacidad para anticiparse a los acontecimientos, estaría pronosticando ya algo así (véase gráfico 11.2 de la Bolsa china en el capítulo dedicado a los países emergentes). Por lo que se refiere a las inversiones desastrosas, se dan ya numerosos ejemplos: los fondos soberanos chinos, a través de los cuales se canaliza la inversión de parte de esa enorme riqueza acumulada en divisas, han realizado
alguna de las inversiones más desatinadas de los últimos tiempos. Por ejemplo, poco antes de que la crisis financiera comenzara, el fondo soberano chino decidió hacerse con una participación del nueve por ciento de Blackstone, la empresa de una de las variantes que existen de capital riesgo (la conocida en inglés como private equity), coincidiendo con su salida a bolsa. Era el momento de las operaciones de fusiones y adquisiciones descomunales en que Carlyle, Blackstone y otras competían por ver quién lanzaba la OPA más grande y en el que la prensa especializada daba ya por sentado que en poco tiempo habría una megaoperación que superaría los 100.000 millones de dólares. Pero, de pronto, la crisis financiera se hizo presente y la recién cotizada acción de Blackstone perdió el 90 por ciento, pasando de un precio de salida cercano a los cuarenta dólares a otro que apenas llegaba a cuatro. También justo al iniciarse la crisis, el mismo fondo soberano chino, la China Investment Corporation, cometía otro error de idénticas proporciones y compraba en diciembre de 2007 acciones convertibles de Morgan Stanley por valor de 5.600 millones de dólares. Para septiembre de 2008 acumulaban pérdidas cifradas en 4.000 millones.¹⁷ Todo esto son indicios de una desafortunada gestión de las reservas de divisas que llama la atención por la desproporción entre las cantidades invertidas y los resultados obtenidos en un plazo muy corto, pero no constituyen la parte fundamental de la cuestión. La parte más importante reside en si China va a ser capaz de mantener su economía en pie tal y como la conocemos hoy. Con los enormes desequilibrios que eso genera internacionalmente y sin proceder a una gran reforma que convierta la demanda interna, y no las exportaciones, en el principal motor de su desarrollo. O que, de conseguirse, provocará una reducción acelerada de las reservas de oro y divisas. Y, de no lograrse, generará tal desasosiego en la población que terminará por provocar movimientos de masas que pondrán en peligro la misma estabilidad del régimen chino. Algo que podría dispararse al calor del estallido de la burbuja inmobiliaria china.
Un país, dos sistemas
Ése es el conocido lema con el que la economía china ha pasado a colocarse por
su tamaño (su PIB anual) como segunda mayor economía del mundo. Es, para hacernos una idea, como si Alemania, tras la segunda guerra mundial, hubiera seguido siendo un solo país en vez de estar dividido en dos, la República Federal de Alemania y la República Democrática de Alemania. Como si ambas hubieran estado regidas por el mismo gobierno, pero una de ellas en régimen capitalista y la otra con el régimen colectivista o comunista. En una de ellas con libertades y en la otra con ausencia de ellas. ¿Alguien piensa que una situación así, en la que convivieran dos sistemas económicos pero también dos sistemas políticos, habría sido sostenible? Pues bien, en China sí que lo es, pero con un pequeño detalle: el régimen de falta de libertades afecta a ambas partes de la economía por igual, si bien en la parte «capitalista», naturalmente, al estar concentrada en las ciudades, se producen fenómenos de tolerancia que en las zonas rurales son impensables: 800 años después, aún se puede seguir diciendo en China como en todo el mundo que «el aire de las ciudades nos hace libres». El problema es que en China hay dos fenómenos en marcha que casi nadie es capaz de calibrar adecuadamente: en primer lugar, la burbuja inmobiliaria, y en segundo lugar, la situación del sistema bancario chino, que fue salvado de la quiebra hace doce años y al que la morosidad futura que provocará el estallido de la burbuja afectará de manera muy negativa. Sobre la burbuja inmobiliaria china hay poco que añadir que no se haya dicho ya. Probablemente presenta las mismas características de disparate que alcanzó hace unos años en otros lugares del mundo, desde los más remotos de Australia y Estados Unidos hasta el muy cercano y conocido de España. La comparación de esta situación con la de la burbuja inmobiliaria china no hace más que acentuar la impresión de que, como en los otros países, también lo que está ocurriendo en China con su sector inmobiliario va a acabar en lágrimas. Así, China va camino de que sus excesos sean comparables con los de Japón, donde a finales de los años ochenta el valor del parque de viviendas superó el 350 por ciento de su PIB. O de Irlanda, donde también la construcción llegó a representar el 25 por ciento del crecimiento. Resulta ya común hablar de los excesos del auge de la construcción y del sector inmobiliario en China, y hay vídeos en YouTube que se han convertido en muy populares por cómo muestran en imágenes esa acumulación de tópicos:
autopistas y puentes por los que no transita nadie y que tampoco van a ninguna parte; inmensos centros comerciales vacíos; verdaderas ciudades nuevas en las que no hay ni un edificio de oficinas ni de viviendas habitado; etc.¹⁸ En suma, excesos que han llevado los precios hasta niveles en los que haría falta la renta salarial de treinta años para poder pagar un apartamento no especialmente lujoso, cuando en el momento álgido de las hipotecas basura de Estados Unidos este plazo no pasó de seis años.¹ Con el agravante, como en España, de que buena parte de la financiación de sus ayuntamientos se basa en los ingresos obtenidos por la recalificación del suelo. Y de que esos ayuntamientos ya han procedido a endeudarse hasta niveles poco sostenibles y les será imposible reembolsar la deuda si la dinámica de las recalificaciones de suelo se detiene.
El sistema bancario chino
Podría decirse de él que es un enigma dentro de un acertijo y envuelto en un misterio. A finales de 1999 se hubiera podido decir que estaba virtualmente quebrado. Los problemas se barrieron bajo la alfombra. Desde entonces su situación ha mejorado mucho, pero no así el conjunto de dificultades que dio origen a la mala situación de hace doce años, con lo que se han vuelto a barrer los problemas debajo de la alfombra otra vez. Es una experiencia no muy conocida: en 1999, los cuatro grandes bancos chinos presentaban graves problemas de solvencia. Entonces el gobierno decidió traspasar los activos conflictivos de sus cuatro bancos principales a cuatro fondos de inversión que, a cambio, emitieron bonos a diez años (por el nominal de los préstamos), que entregaron a los bancos en dificultades. Con esos bonos, las entidades colocaron en el activo de su balance unos activos que, al estar avalados por el Estado, ofrecían la máxima garantía. Los fondos que se crearon para alojar esos activos desplazados desde el balance de los bancos tenían, pues, en el pasivo el bono que habían emitido y entregado al banco correspondiente y en el activo los, llamémosles así, activos tóxicos que los bancos les habían cedido.
Los fondos tenían estos nombres:
— China Cinda Asset Management — Huarong Asset Management Corp — Orient Asset Managemet Corp — Great Wall AM Corp
Esos son los «bancos malos» de China. Y los bancos «buenos» con los que se emparejaron a efectos de estas operaciones, respectivamente, se denominaban:
— China Construction Bank — Industrial and Commercial Bank of China — Bank of China Ltd — Agricultural Bank of China Ltd Sin embargo, cuando en el otoño de 2009 esos bonos vencieron, los activos seguían siendo problemáticos, tanto que su valoración estaba en el veinte por ciento de su valor nominal, por lo que se renovaron por otros 10 años. El total de los préstamos ascendía a casi 200.000 millones de dólares, un quince por ciento del PIB chino en 1999. Los temores del gobierno chino a que se produjera una desestabilización de su sector bancario a causa de un aumento de la morosidad en los préstamos al sector inmobiliario se pusieron de manifiesto el 11 de octubre de 2011, cuando Central Huijin, el brazo de actuación nacional de uno de los fondos soberanos chinos, que cuenta con un patrimonio del equivalente a 400.000 millones de dólares, decidió intervenir en la Bolsa de Shanghái comprando acciones de los cuatro bancos chinos más importantes: Agricultural Bank of China; Bank of
China; China Construction Bank e Industrial and Commercial Bank of China. Como se ve, vuelven a aparecer aquí los nombres de los sospechosos habituales. Éste es un tipo de operación que se había emprendido en 2008 con motivo de las caídas de precio de las acciones en los mercados en los días posteriores a la quiebra de Lehman Brothers y que no había vuelto a realizarse desde entonces.
Una curiosidad
Lo más probable es que, como consecuencia de la cultura popular que las películas fomentan, se tiende a ver a los chinos como especialmente proclives a las operaciones especulativas. Por eso sorprende la huida en masa de su bolsa en los últimos años. Aunque esas manías especulativas, probablemente no alcanzan un nivel patológico superior al del resto de la humanidad: recuérdese que estamos en un país en que la burbuja inmobiliaria llevó a muchos particulares a la fantasía de pagarse una vivienda por el procedimiento de comprarse tres y «dar el pase» de dos materializando pingües ganancias que la expectativa de una subida de precios continuada casi garantizaba; o en el que el Forum Filatélico desarrolló su actividad sin problemas durante veinticinco años. Pero, en fin, las manías especulativas en China alcanzan a veces proporciones que desde los países occidentales resultan difíciles de entender. Seguro que a ellos les ocurre lo mismo con muchas de las cosas que aquí nos parecen normales, como la tomatina de Buñol o las procesiones de la Semana Santa. Por eso, quizás no haya que tomarse a chacota uno de los últimos brotes propios de ludópata que prendió en China durante el otoño de 2009, la especulación con ajos. Parte de la explicación del porqué de esa rareza especulativa hay que buscarla en los primeros brotes de la gripe A durante la primavera anterior: en China se difundió la especie de que los ajos protegían contra esa variedad, entonces nueva, de la gripe. La demanda de ajos que esto generó se encontró con una oferta fuertemente reducida por una caída de precios de los ajos en los años
anteriores que había llevado a que el terreno destinado a cultivar ajos disminuyera a la mitad. La memoria y un poco de ironía hacen que surja de inmediato la comparación con la manía de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII y la fiebre especulativa que provocó. En otras cosas, los chinos se parecen mucho más a los europeos y norteamericanos de ahora; mientras los ajos subían de precio, a los inmuebles les estaba pasando algo similar, con ritmos de incremento en sus precios sólo comparables a los de la Costa del Sol española de mediados de la década pasada.
Pronóstico
Parece que el día del juicio se acerca poco a poco para China. El día en que todo lo conseguido en los últimos años se va a poner a prueba. No sólo por los desequilibrios internos y externos en los que China toma parte, sino porque la ralentización de la economía mundial conlleva que una economía volcada en la exportación entre en crisis. Una manera de defenderse de esa crisis es fomentando el consumo interno, lo que haría bajar el nivel de sus reservas de divisas y lograría que el resto de la economía mundial obtuviese por esa vía un apoyo, exportarle a China. Pero, además, en todo ese proceso se tendrá que poner freno a las inversiones estériles que, al menos por ahora, en el terreno inmobiliario se han venido desarrollando. Y ver cómo su sistema financiero se adapta a esa nueva situación de morosidad inmobiliaria en aumento y de quiebra de los ayuntamientos a los que irreflexivamente, o por mandato gubernamental, que así intentaba paliar el impacto de la crisis económica de 2008-2009, concedió numerosos créditos. Sea como sea, el nivel de reservas disminuirá. Para seguir con la comparación de cómo se comportó Alemania, una variante europea de «un país, dos sistemas» (véase el gráfico 13.4), puede observarse cómo esas reservas se estancan entre 1980 y 2005 (aunque en los altibajos haya que tener en cuenta la cotización del dólar frente al marco primero y frente al euro después). Y cómo decaen en un 35 por ciento en el proceso de absorber a Alemania del Este.
China tiene pendientes cuatro grandes desafíos: uno, el de integrar a esa Alemania del Este que representan sus zonas rurales; otro, el superar el estancamiento económico de los países que son sus clientes fomentando el consumo interno; y un tercero, en consonancia con el aumento del consumo de las familias, frenar el ritmo frenético de las inversiones: China dispone ahora de más kilómetros de líneas férreas de alta velocidad que todo el resto del mundo sumado y las inversiones ascienden anualmente al 47 por ciento del PIB chino; según Nomura, citada por el Financial Times, 2011 constituye el noveno año consecutivo en que las inversiones superan el cuarenta por ciento del PIB; cuatro, probablemente el mayor de todos los desafíos es el de iniciar la transición a la democracia. Es poco verosímil que la población china soporte el régimen político actual durante mucho más tiempo: no hay desarrollo económico que no pida a gritos las libertades. Y más, si ese progreso se estanca o retrocede. De modo que es un proceso altamente contradictorio: por una parte, el desarrollo económico pide libertades y, por otro, las aplaca con la evidencia presente y la expectativa futura de un mayor nivel de vida. Pero cuando esa evolución se frena, el virus de las ansias de libertad ya está inoculado y éstas se hacen más apremiantes. Parece difícil pensar que la población de China vaya a seguir tolerando un régimen que la somete, por ejemplo, con el poco conocido sistema de «rehenes familiares»: cuando padre e hijo trabajan en la misma empresa, si el hijo decide marcharse a trabajar a otra, despiden al padre. Como en este país no conocen el seguro de desempleo, el padre se convierte así en una carga para el hijo, lo que le desanima de cualquier intento de «fuga» laboral. Hay una dureza en la manera en que China trata a sus trabajadores propia del capitalismo «manchesteriano». Entre los muchos mecanismos para controlar a la población y sus diferentes movimientos dentro del país, ha optado por los más coercitivos y despiadados. Así, para que los emigrantes interiores vuelvan a su lugar de origen y no se queden merodeando por las ciudades en las que han tenido previamente trabajo, se les priva de derechos sociales. Sus hijos no tendrán derecho a la educación pública. Por tanto, todo lleva a la misma conclusión: basándose en la información
conocida, el balance del banco central de China no podrá contener a la economía mundial. Los mecanismos correctores, tanto económicos y financieros como políticos y sociales, provocarán que los acontecimientos discurran por otro cauce. Y todo señala que esa corrección está a punto de comenzar, si es que no lo ha hecho ya.²
20
14
Conflictos regionales entre países emergentes. ¿Pueden convivir dos grandes potencias asiáticas vecinas?
La respuesta es que sí, pero con dificultad. Que sí pueden convivir es obvio, ya lo están demostrando ahora mismo y desde hace al menos cincuenta años Rusia (que es una potencia europea y asiática a la vez) con China, y China con la India. Aunque no sin complicaciones: en esos cincuenta años de convivencia ha estallado una guerra y se han producido muchas escaramuzas fronterizas entre China y la Unión Soviética, por una parte, y entre China y la India, por otra. Pero esas guerras quedan ya muy alejadas en el recuerdo y hay que remontarse a los años sesenta y principios de los setenta para hablar de ellas. ¿Podrían volver a repetirse? No hay que remontarse tan atrás para recordar otros conflictos entre grandes potencias asiáticas y otras de menor entidad: entre China y Vietnam, por ejemplo, o entre la India y Pakistán. El primero resultó poco comprensible en la época en la que se produjo, dado que se sobrentendía que en la relación de China con Vietnam pesaba a su favor no sólo el factor ideológico y político por ser ambos regímenes comunistas, sino también el del enemigo común que era Norteamérica; es más, se suponía que China había estado dando apoyo a Vietnam del Norte en su lucha contra los estadounidenses hasta 1975. En cuanto al segundo conflicto, el que enfrentó, y enfrenta de manera casi constante, a la India con Pakistán, pesan dos factores difíciles de superar: las reivindicaciones territoriales que un país tiene sobre el otro, la región de Cachemira como símbolo de esa rivalidad, y el apoyo que la India proporcionó a Bangladesh en el momento de luchar por su independencia frente a Pakistán; recuérdese que Pakistán estaba formado inicialmente, tras la independencia de Gran Bretaña, por dos grandes bloques territoriales, separados por una gran distancia y situados
casi en los dos extremos superiores del subcontinente indio, con territorio indio y el Nepal de por medio. Resultado de esta situación estalló una guerra que en su día fue muy mediática y por la que la zona más oriental de ese Pakistán inicial se separó y se constituyó en otra nación independiente, Bangladesh. Y, claro, no hay que olvidar que, también entre las potencias medianas, sobrevive más o menos larvado y más o menos virulento en ocasiones el conflicto con el que se inauguró la guerra fría entre Occidente y la Unión Soviética y China: la división de la península de Corea en dos países: Corea del Norte y Corea del Sur. En todo esto habría que mencionar normalmente a Japón, enemistado siempre con Corea, por una parte, y con China, por otra. Si Japón no juega ya en la liga de las guerras asiáticas es porque la experiencia traumática de la segunda guerra mundial, que terminó con el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre la población civil, seguida de la ocupación americana y de la prohibición de tener ejército, lo sacó de la competición militar, por suerte para todos aquellos que desde entonces han nacido japoneses. Lo que no descarta que todo pueda cambiar en el futuro. Por tanto, en este recuento se constata que ha habido dos conflictos de cierta envergadura entre grandes potencias: RusiaChina; China-India. Otros dos entre potencia grande y mediana (o mediana alta): China-Vietnam e India-Pakistán. Otro entre potencias medianas (aunque el ejército de Corea del Norte no se pueda llamar mediano) pero con una gran significación histórica e ideológica: las dos Coreas. Y, siempre latente, la rivalidad de Japón con China y Corea. Aparte, dentro del continente asiático quedan los enfrentamientos de otro orden que no han dejado de estar presentes a lo largo de estos años, más también como guerras larvadas que abiertas. Entre ellos, claro está, y siempre candidatos a protagonizar un «accidente geopolítico», destaca la rivalidad entre Israel e Irán. O entre Irán e Iraq; de hecho, aunque la guerra entre ambos data de comienzos de los años ochenta y, por tanto, han pasado ya treinta años, parece que, debido a las rivalidades entre diferentes ramas del islam, la chispa podría volver a saltar en cualquier momento. Aunque la debilidad actual de Iraq permita casi descartarlo por completo; al menos a corto plazo. Y, por supuesto, el sempiterno conflicto en Afganistán o, más larvado, en Líbano.
¿Qué es lo que ha cambiado desde entonces?
Desde la última vez que alguno de esos conflictos degeneró en guerra abierta, dejando de lado las escaramuzas fronterizas, el mayor cambio se ha producido en el desarrollo económico de todos los países asiáticos en general, y de China, Corea del Sur y Vietnam en particular. Y el desarrollo económico, como es bien sabido, hace que, habitualmente, todo el mundo se vuelva menos proclive a la violencia física y a las guerras. Se sabe que éstas, aunque siempre recubiertas de un velo ideológico, de identidad nacional o de reivindicaciones históricas, sobre todo están destinadas a apoderarse del excedente que produce otra economía o a embridar a una población que de otra manera sería difícil controlar. También ha cambiado la división del mundo en bloques: los años de la guerra fría han quedado atrás y la Unión Soviética ha desaparecido. Y aunque ésta se haya perpetuado como potencia a través de Rusia, ya han pasado los tiempos en los que un país que se veía envuelto en un conflicto tenía garantizado el apoyo de uno de los dos grandes bloques, mientras que el otro, por reacción, ya sabía que sólo quedaba otro bloque donde buscar aliados. Y eso que también esto parece a veces no haber cambiado, sobre todo cuando se miran los posicionamientos en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y cómo actúan los permanentes.
China y la India
La última vez que China y la India mantuvieron una guerra abierta fue en los años sesenta; es decir, hace ya cincuenta años. Era en 1962 y, coincidiendo con la crisis de los misiles entre Estados Unidos, por una parte, y Cuba y la Unión Soviética, por otra, las tropas chinas lanzaron un ataque en la frontera entre China y la India a la altura de un territorio reclamado por ambas naciones. No sólo influyeron los problemas fronterizos, sino también algún incidente diplomático pendiente de «vengar», como el hecho de que la India hubiera dado refugio al dalái lama tras el fracaso de la insurrección en el Tíbet.²¹
La guerra terminó en menos de un mes y, aunque desde entonces se ha tenido conocimiento de algún choque aislado durante el resto de los años sesenta, lo cierto es que la diplomacia china e india han ido aproximando posturas con acuerdos de paz y con compromisos de resolver cualquier diferencia que surja por medios pacíficos. Incluso reanudarán sus ejercicios militares bilaterales a partir de 2012… Muy poco antes de todo esto, en 1961, la India se anexionó tres enclaves coloniales que Portugal mantenía en el subcontinente: Goa, Damau y Diu, mediante una guerra relámpago que acabó con los 451 años de dominio portugués. Además, poco después, en 1965, tuvo lugar la segunda guerra de Cachemira, también con la India implicada, aunque esta vez enfrentada con Pakistán. Por tanto, cincuenta o casi cincuenta años separan el momento actual de las últimas disputas armadas en las que ha intervenido la India. Todos parecen conflictos originados por asuntos que quedaron mal resueltos tras la etapa colonial, pero sorprende la propensión de la India de entonces a zanjar esas cuestiones de manera belicosa. Entregas posteriores como la de Macau por parte de Portugal a la India han seguido un proceso mucho más tranquilo. ¿Puede volver a suceder? Un conflicto larvado o una cuestión no resuelta satisfactoriamente siempre puede terminar transformándose en una erupción violenta. En contra de que algo así ocurra juega la disuasión nuclear que, si en otro tiempo frenaba a la Unión Soviética y Estados Unidos de agredirse mutuamente, en la actualidad desempeña el mismo papel para la India y China o la India y Pakistán. A la vez, eso mismo hace muy peligrosa una confrontación y pone sobre el tapete que si hubiese un tercer conflicto mundial, la probabilidad de que fuera asiático y no europeo es muy elevada. Al igual que Estados Unidos y la Unión Soviética participaban en el juego de agresiones mutuas mediante peones interpuestos y con armas convencionales, no hay que descartar que algo parecido pueda suceder aquí. Aunque los candidatos al papel de peones no sean fáciles de identificar. Quizá China, para desestabilizar a la India, tendría que apoyar a Pakistán. Pero esta última también tiene armas atómicas y el juego resultaría demasiado peligroso. Y la India podría buscar el respaldo de Vietnam o de Taiwán si de provocar histeria a China se tratara. Al fin y al cabo, en una época no tan alejada, 1987, sólo veinticinco años atrás,
volvió a producirse otro incidente fronterizo tras la realización de unos ejercicios militares indios que hicieron temer en los ambientes diplomáticos que el conflicto pudiera degenerar en guerra abierta. Lo cierto es que en 1987 los líderes chinos, aunque alarmados por la toma por el ejército indio, durante sus ejercicios, de una zona que China considera propia, mostraron una gran moderación. Quizá no se sentían muy seguros tras su aventura militar contra Vietnam, que había tenido resultados bastante poco vistosos para el ejército chino en 1979 y, si bien había durado sólo un mes, había sido muy costosa en vidas (se habló de 30.000), carísima para el ejército chino y además lo había dejado tan en evidencia que tuvo que reorganizarse completamente. Quizá también influyó el ya naciente malestar popular que culminaría en los incidentes de Tian’anmen dos años más tarde. Hoy, sin embargo, resulta muy difícil pensar en una guerra entre Vietnam y China, ya que la desproporción de fuerzas es muy superior a la de aquellos años. Por mucho que las islas Paracelso sigan siendo un factor de inestabilidad. Sin embargo, la cantidad de islas e islotes disputadas en el mar de la China del Sur entre diferentes países es tal que no hay que descartar nuevas escaramuzas. La última tuvo lugar entre pescadores japoneses y fuerzas navales chinas y dio origen al embargo de China a Japón del envío de tierras raras, una materia prima esencial para numerosos aparatos y técnicas utilizadas hoy en día (por ejemplo el lantano para las baterías de los coches eléctricos), y China se ha convertido prácticamente en el único proveedor mundial.
El comercio, como última frontera
Según una frase que se atribuye a William Pitt el Viejo, «El comercio es vuestra última frontera; debéis defenderla o morir». Como toda exageración propia de la retórica geopolítica, una afirmación como ésa resulta hoy en día de lo más extraña. Sin embargo, en un momento en que las dificultades económicas de los países europeos y de Estados Unidos pueden llevar a una nueva recesión de la economía mundial, quizá vuelva a tener cierta relevancia orientativa.
Sobre todo habida cuenta de que en este momento se abre un enorme interrogante sobre la evolución de la prosperidad en China. Algo que no está a salvo si finalmente estalla, como parece que ocurrirá, su burbuja inmobiliaria y si su sistema financiero entra en una crisis profunda, de la que se salvó en 1999 pero sin resolver los problemas planteados entonces (literalmente barriéndolos bajo la alfombra) y que podrían reemerger y sumarse a los de nuevo cuño. En una situación en la que el crecimiento a marchas forzadas que ha caracterizado a la economía china no está garantizado, tampoco lo estará el que la población vaya a poder mantener un mejor nivel de vida progresivo. Con ello vendrá el malestar social, las revueltas e incluso el cambio de sistema. Y es bien sabido que los sistemas que están llegando a su final pueden mostrar reacciones muy violentas. La situación que se perfila, en consecuencia, de aquí al final de la década presenta aspectos inquietantes que, sobre todo, parecen concentrarse en las relaciones entre China y la India. Dos colosos cercanos, con reivindicaciones territoriales recientes aunque prácticamente simbólicas, con poblaciones que les hace ser los mayores países del planeta, con necesidad de mercados exteriores que, por ahora, tienen bien conquistados pero cuyo será más difícil debido a las dificultades económicas globales. Por otra parte, el ambiente de proteccionismo comercial en aumento ha hecho que China ya haya tomado medidas arancelarias contra los coches norteamericanos, lo que probablemente terminará con una declaración de China como «nación manipuladora de la moneda» por parte del Congreso norteamericano. La mezcla de recesión económica internacional, proteccionismo comercial e inquietudes sociales puede provocar que China se desestabilice. Por su parte, la India ya ha iniciado un proceso de contracción económica que está por ver hasta dónde llega y al que se han sumado los ataques especulativos contra su moneda y un déficit comercial en aumento, todo ello en un ambiente de lucha popular contra la corrupción que está cuestionando los cimientos del sistema, sin olvidar los incontables conflictos interétnicos. Una tal combinación difícilmente podría dar lugar a un período de tranquilidad. ¿Tendrá la tentación alguno de los dos colosos asiáticos de trasladar esas tensiones internas hacia un conflicto exterior que venga a ser una huida hacia
adelante? Con los datos de hoy, parece improbable. Con la situación previsible para dentro de un año, no habría que estar tan seguro. Las recesiones generan de todo. Menos tranquilidad.
15
El Mediterráneo, ¿convertido en zona de libre comercio?
El inicio del año 2011 trajo consigo dos acontecimientos inesperados, uno de carácter social y el otro en forma de catástrofe natural. Aunque comenzó en enero, al primero se lo denominó Primavera árabe y al segundo, por la denominación usada en el país en el que ocurrió, Japón: tsunami. O, mejor dicho, un terremoto con tsunami. Entre ambos fenómenos, aparte de las víctimas y las tareas de reconstrucción, provocaron casi un choque energético de las características de los vividos en los años setenta. Sólo «casi» porque la subida del precio del petróleo en esta ocasión, cuando la Primavera árabe se extendió a Libia en febrero, fue de nada más un veinte por ciento, una cifra moderada para como se las gastan los choques energéticos, aunque llevó el precio del crudo Brent hasta los 127 dólares por barril, sólo 16 dólares por debajo de su máximo histórico, alcanzado en 2008. Por su parte, el terremoto con tsunami de Japón, tras las grietas y escapes que provocó en la central nuclear de Fukushima, volvió a poner en cuestión la seguridad de las centrales nucleares y comportó el que algún país como Alemania diesen marcha atrás en la prolongación de la vida de sus centrales, una medida que había sido aprobada con anterioridad al terremoto. El choque energético no pasó en su virulencia de hacer que el precio del barril aumentara a 127 dólares, pero sí contribuyó a la destrucción de demanda, lo que haría que durante todo 2011 las economías estuvieran flojeando, comenzando por la producción en la industria de Estados Unidos, que se vio afectada por la falta de piezas y componentes varios que deberían llegar de Japón. Es curioso que, a la vez que se produjeron daños en la estructura de varios
reactores nucleares en Japón, se estuviese produciendo una elevación de los precios del crudo, como si se tratara de una reedición de 1978 (véase gráficos 15.1 y 15.2). En el gráfico 15.1 se aprecia lo sucedido en el primer trimestre de 2011, con Fukushima y la subida del precio del petróleo provocada por la revuelta en Libia, y en el gráfico 15.2, lo que sucedía en 1979, con el petróleo en trayectoria fuertemente alcista por causa de la inestabilidad interna en Irán, que culminaría con la revolución y la implantación de un régimen islámico, todo ello al mismo tiempo que tenía lugar un accidente en la central nuclear de Three Mile Island, en Estados Unidos.
Por tanto, un elemento clave de la situación actual, aunque haya perdido la condición de trendy o de constituir tendencia en los noticiarios, es la sucesión de revueltas en los países árabes.
La Primavera árabe
Pasado ya un año de las primeras revueltas en Túnez y Egipto contra sus respectivos gobiernos y del inicio de la guerra civil en Libia, desde Occidente se empieza a contemplar esas revoluciones con un escepticismo cada vez mayor, tras la simpatía e, incluso, el entusiasmo que suscitaron en su inicio. Y es que, pasada la fase romántica del conflicto y las adhesiones que inspira si su apariencia es de revolución democrática, la realidad se impone, y en muchos de esos países ésta es aún de una gran pobreza (véase gráfico 15.3), lo que, en el caso de algunos de ellos, contrasta con las riquezas naturales de que disponen, muy desigualmente distribuidas, principalmente en forma de yacimientos petrolíferos o de atractivos para el turismo, a poco que la seguridad esté garantizada.
En el gráfico 15.4 se puede ver qué proporción del PIB se debe a los recursos naturales. Y en el 15.5 al turismo. El futuro de la Primavera árabe condicionará, en buena medida, el de Europa, y de muy diversas maneras. La más importante de todas ellas es que el norte de África, al ser la otra ribera del Mare Nostrum, del mar Mediterráneo, parece un área de expansión natural del comercio europeo, como lo fue durante muchos siglos, aunque ese comercio estuviera pespunteado de guerras, ataques piratas y bandas de corsarios de todo tipo que trabajaban para los gobernantes de entonces.
Una zona de libre comercio
Es verdad que Europa no está, a comienzos de 2012, para grandes experimentos dadas las dificultades de los dos últimos años, con la existencia misma de la eurozona cuestionada y el sistema bancario minado por los activos tóxicos de todo tipo, tanto los que proceden de las burbujas inmobiliarias propias (España, Irlanda y Reino Unido) como de las ajenas (Estados Unidos), y, para colmo, con una nueva recesión en ciernes que hace que cualquier pensamiento que no sea exclusivamente eurocéntrico brille por su ausencia. Incluso la propia existencia de la Unión Europea, tal y como la hemos venido conociendo, se debate después del veto de Reino Unido al acuerdo de rigor fiscal coordinado que alcanzó el resto de los países en diciembre de 2011. Pero ni en una situación tan complicada Europa debería perder de vista los peligros que acechan a más largo plazo, y tampoco las oportunidades que esperan más allá del futuro inmediato. La cuestión de la creación de una zona de libre comercio con el norte de África es algo que ha sido planteado por el Reino Unido en el Consejo Europeo de marzo de 2011. Y tiene una lógica implacable. La prosperidad es lo que libra a los pueblos del fanatismo religioso o político, y ésta viene siempre de la mano del comercio. Todos los países afectados por la Primavera árabe suman una población de casi 260 millones de personas (véase gráfico 15.6), a las que Europa debe ayudar a salir adelante por su propia seguridad, ya que nada sería tan negativo como encontrarse con un montón de países hostiles en la otra ribera del Mediterráneo dentro de un par de años, cuando las expectativas y la ilusión generada por la caída del antiguo régimen se hayan visto decepcionadas por la realidad de unas economías sempiternamente estancadas y sin perspectivas. Para evitar una situación así, Europa debe actuar con rapidez. No porque en dos años se vaya a poder resolver ninguno de los problemas de esos países, sino para darles un marco de esperanza para el futuro; en España todo el mundo sabía en los años sesenta que no entraríamos en el Mercado Común europeo en un plazo
corto. Pero todo el mundo alentaba la expectativa de que eso se produciría antes o después. No es lo mismo estar mal y con una expectativa de mejora, aunque sea a largo plazo, que estar mal y sin ningún tipo de horizonte.
El área de comercio libre incluiría en realidad lo que fue el antiguo Imperio romano en su momento de mayor expansión. Abarcaría, pues, el área de expansión natural del comercio europeo durante siglos.
Una ayuda al desarrollo del norte de África junto con un área de libre comercio puede constituir parte de la solución a una década de estancamiento económico. A la vez, formaría una barrera de contención de los radicalismos y de la inmigración ilegal, por no mencionar la seguridad en el aprovisionamiento energético o las ventajas que un proyecto de este tipo supondría para la solución del conflicto árabe-israelí. Por la misma vía en que siempre se han superado estas situaciones: por el comercio. Las ventajas de algo así son tan enormes que el solo hecho de enumerarlas hace que parezca una fantasía alocada. Pero, sweet dreams are made of this.²²
16
Sístole-diástole del proceso de estancamiento: la capitalización de los bancos
A lo largo de los años 2010 y 2011, sobre todo en Europa, los medios de comunicación mantuvieron casi como una constante el hablar de los tests de estrés o pruebas de esfuerzo de la banca. Eso llevó a que hasta los no expertos en el tema tuvieran en sus cabezas ese sonsonete que para muchos era casi imposible adivinar en qué consistía. Y es que, además de lo que tiene de especializado la jerga financiera, el castellano no es un idioma tan acostumbrado al uso de las metáforas en la vida cotidiana como lo es el inglés, lo que dificulta aún más la comprensión de lo que está pasando. En esos años también se habló sin descanso de la necesidad de recapitalizar los bancos, lo que se cuantificaba precisamente en esos tests de estrés. Incluso ha llegado a ser habitual el que en medios de comunicación generalistas se hable con frecuencia del core capital o capital principal de la banca. Por eso, quizá todo esto merezca detenerse en una explicación.
Capital principal o core capital
Esta expresión que parece que exige poseer las claves de un conocimiento arcano, en realidad significa algo bastante fácil de comprender: es el capital con el que los bancos pueden afrontar las pérdidas de una manera más inmediata y casi sin previo aviso. O, como se dice en el léxico del Financial Times, «el dinero que el banco tiene en sus cofres para hacer frente a todos los riesgos en los que incurre como prestar, hacer compraventa de valores, etc.». En él se incluye el capital relativamente más transparente y seguro, como el que han
desembolsado los accionistas o las reservas hechas públicas. Como es natural, cuanto más capital tenga un banco, incluido su capital principal, mayor será su solvencia frente a sus acreedores. El problema para los bancos es que cuanto más elevado sea el nivel de capital principal que le exigen las autoridades, menor será la rentabilidad del negocio bancario, lo que sucede tanto para los bancos como para cualquier otro negocio: cuanto mayores sean los requisitos de cualquier tipo que se le exijan, más difícil será que alcance la rentabilidad y si, cuando ya es rentable, y para el mismo volumen de negocio, se le incrementan las condiciones de capital y reservas, la rentabilidad decrecerá. De nuevo, con un negocio bancario que no crece, la exigencia de mayor capital hace que los bancos sean menos rentables. La manera de volverlos rentables (en términos porcentuales sobre los recursos comprometidos) será reducir el volumen de negocio, lo que en el caso de estas instituciones sólo puede hacerse de dos maneras: disminuyendo el volumen de préstamos que conceden, vendiendo parte de los activos de su balance, o haciendo ambas cosas a la vez.
Atrapados en el ciclo
Desde que comenzó la crisis actual estaba bastante claro que los bancos lo iban a pasar muy mal, algo que no era difícil de adivinar, ya que el primer estallido serio de una serie de explosiones que iban a conmocionar a todo el mundo fue la congelación del mercado interbancario. Esa congelación consistió en que, a partir de un cierto momento de julio de 2007, los bancos empezaron a desconfiar mutuamente de su solvencia y, como consecuencia de ello, dejaron de prestarse dinero en una paranoia creciente en la que se sospechaba que la situación de los demás no era muy solvente. O dicho con otras palabras y no con la jerga del mundo financiero: el mercado en el que los bancos se hacen préstamos unos a otros a plazos habitualmente muy cortos dejó de funcionar con normalidad por miedo a que el dinero no fuera recuperable si un banco se declaraba en suspensión de pagos (actualmente se debe decir «en concurso de acreedores») o sólo lo fuera después de muchos litigios o, en el mejor de los casos, con un retraso considerable cuando la situación del otro banco resultara no ser de
insolvencia sino sólo de dificultades transitorias para obtener liquidez con que pagar. Todo eso ocurría en agosto de 2007, un año y un mes antes de que se precipitara la quiebra de Lehman Brothers, que es el acontecimiento que muchos sitúan como el comienzo de la crisis. Pues no. No fue ése su comienzo. Ése fue el inicio de la fase más aguda, aunque es verdad que hasta entonces todavía se podía encontrar a muchos especialistas, por no decir a la inmensa mayoría, que no atisbaban la gravedad de lo que estaba ocurriendo. En definitiva, una crisis que empieza con una profunda desconfianza entre los bancos de prácticamente todos los países no podía dejar de tener uno de sus focos más virulentos justo en el sector bancario. Durante años, muchos de esos bancos habían estado esquivando la legislación mediante diferentes, llamémosles, «vericuetos organizativos». Era una manera de burlar de forma completa o parcial no la letra de la ley, sino el espíritu de las normas o reglas. Fue tan generalizado que tuvo un nombre y se le conoció como «arbitraje regulatorio». No hay que asustarse por la expresión. Sólo transmite mediante un eufemismo eso que en castellano se expresa diciendo: el que hace la ley hace la trampa. No porque la trampa consista en cometer un delito, sino porque una vez que la ley se ha promulgado, se busca el modo de cumplir su letra, pero no su espíritu, o bien de encontrar algún resquicio que la ley ha dejado por cubrir. Es algo tan viejo como el mundo, y en este caso los bancos de inversión y sus asesores legales descubrieron cómo burlar ese espíritu de diversas maneras. El eufemismo «arbitraje regulatorio» sólo tiene de sorprendente la elegante forma de decirlo. En este juego de establecer un arbitraje entre las normas que regulan el comportamiento de los bancos, ¡cómo no!, desempeñaron un papel de colaboración necesaria muy importante las agencias de calificación o de rating, Standard&Poor’s, Moody’s o Fitch, ya que al conceder la categoría de AAA a productos financieros más o menos novedosos los equipararon a los que tradicionalmente tenían esa categoría de AAA: la deuda pública de los países más desarrollados o de algunas de sus mejores empresas. Con eso, los bancos podían disponer en su balance de esos nuevos productos, normalmente mucho más rentables que la deuda pública, sin tener que preocuparse por su nivel de
riesgo, ya que las agencias de calificación les habían atribuido el mismo grado de seguridad para la inversión que el que tenía la propia deuda pública norteamericana, que se suponía la más segura del mundo. Entre las diferentes maneras de llevar a cabo ese arbitraje regulatorio, una de las más importantes fue la creación de una especie de fondos de inversión que eran conocidos como conduits o como vehículos especiales de inversión. Estos vehículos especiales iban adheridos a la gran banca internacional, pero sin mezclarse con ella. Es decir, tenían personalidad jurídica propia, o si no la tenían llevaban también adherida una compañía gestora que actuaba en nombre del vehículo y también por cuenta de éste. El objetivo principal que perseguían unos y otros (vehículos con finalidad especial; vehículos para inversiones especiales o conduits) era invertir en activos más o menos rentables y más o menos seguros sin tener que realizar ampliaciones de capital del propio banco.
¿Por qué la aversión a «levantar» capital?
En el lenguaje común es complicado explicar en qué consiste el capital de los bancos, ya que existe una tendencia muy arraigada en el lenguaje español a identificar capital con riqueza. Esto se remonta a la época en que el patrimonio agrícola constituía la parte fundamental de la riqueza de quienes tenían posesiones. De ellos se decía que tenían «mucho capital». Para quien no haya tenido que estudiar contabilidad o que acumular unos mínimos conocimientos financieros, esa propensión a confundir capital, en el sentido contable, con riqueza sigue estando muy extendida. Por eso, a muchos se les antoja una ironía cuando escuchan que los bancos están poco capitalizados. Al fin y al cabo, disponen de los depósitos de los clientes y de sus inversiones en deuda pública o en bolsa. Por eso es importante aclarar que cuando se menciona el capital de estas entidades se está hablando de algo mucho más preciso y limitado, de los recursos que han puesto en común los socios fundadores del banco y que pueden haberse ampliado con la participación de otros socios que se han sumado posteriormente al negocio.
En definitiva, los bancos se comportan como cualquier otra empresa: en el momento de su creación, unos cuantos socios aportan dinero, bienes inmuebles o muebles, a todo ello, de manera que el negocio pueda empezar a andar. A esa aportación se la llama capital social de ese tipo tan especial de empresa que es un banco, y en función de que los recursos aportados por los socios iniciales sean más o menos elevados, el banco que surja de esa asociación podrá prestar una cantidad total más o menos elevada. Hay que recordar que estas entidades podrán prestar ese dinero puesto en común por los socios o accionistas, pero también el que capten de sus clientes a través de cuentas y depósitos de diferente tipo o mediante emisiones de bonos o pagarés, que venderán también a clientes de sus distintas sucursales o a inversores cercanos o lejanos (por ejemplo, a compañías de seguros nacionales o extranjeras). La legislación bancaria establece unas normas que son las que determinan cuánta es la cantidad que podrán prestar los bancos en función del capital social que hayan acumulado.
Capital y reservas
Hay una terminología más general para el capital que es propiedad de los socios que lo han aportado al negocio, la de «recursos propios». Cuando se mencionan los recursos propios se está teniendo en cuenta no sólo el capital social aportado por los fundadores, y aumentado en sucesivas ampliaciones de capital que pueden o no dar entrada a socios nuevos, sino también las reservas. ¿Y qué son las reservas? Lo que su nombre indica, que es prácticamente lo mismo que se entendería por reservas en la vida normal: lo que se mantiene apartado o ahorrado para tiempos malos o para tiempos buenos en los que se quiere hacer un viaje o comprarse un automóvil. Sólo que en el caso de las empresas, en general, y de los bancos, en particular, esas reservas se dedicarán a compensar las pérdidas del negocio en los tiempos malos o, en algunos casos, a acometer ampliaciones de ese negocio en los tiempos buenos. Si en el caso de un particular o de una familia las reservas proceden del ahorro,
en las empresas o los bancos salen de los beneficios que obtiene el negocio y que no se reparten entre los socios; normalmente, en esa forma de repartir parte o todo el beneficio que se llama dividendo. En conclusión, también constituyen parte del ahorro de las empresas. Pues bien, el capital y las reservas de los bancos son, en definitiva, la base de un negocio. Son propiedad de los socios que los promueven, aunque las más de las veces, como en este momento, esos socios resultan casi invisibles ya que, por ejemplo, ese capital y esas reservas, en el caso de un banco que cotiza en bolsa como el Santander o el BBVA, pertenecen a los numerosísimos accionistas con que esos bancos cuentan. La inmensa mayoría de esos socios o accionistas poco o nada tienen ya que ver con quienes fundaron la entidad o con sus sucesores. La participación en el negocio de la inmensa mayoría de ellos es tan pequeña que su opinión individualizada no supone ninguna influencia y la gestión del banco queda en manos de quien conserva una parte significativa, bien por una herencia inicial que así lo permite (por ejemplo, la familia Botín), bien porque ha conseguido agrupar las participaciones de otros socios con un número considerable de acciones. Esos otros socios pueden ser personas físicas o jurídicas (como los fondos de inversión o de pensiones). Para entender lo que está pasando en la banca mundial, hay que tener claro que el capital (para simplificar hablaremos en adelante de capital para denotar capital y reservas) está formado por recursos de cualquier tipo: pueden ser inmuebles, también, o la propiedad de un software; aunque siempre tendrá que haber aportaciones en dinero, claro está, las llamadas aportaciones dinerarias, puesto que un banco es un negocio hecho fundamentalmente con dinero; se tratará de los recursos que los socios o accionistas de un banco habrán puesto en común y que, si el negocio va bien, les permitirá ganar más dinero e incrementar su patrimonio y que, si no funciona, puede llevarles a perder todo lo aportado al negocio e, incluso, a la ruina. Cuando se habla de que los bancos andan escasos de capital o, en lenguaje muy utilizado actualmente, cuando se afirma que necesitan recapitalizarse, lo que se quiere decir es que los socios de los bancos tienen que aportar más capital al negocio o, también, conseguir socios nuevos o, y esto se entenderá más adelante, eliminar activos que ‘consumen’ mucho capital.
Basilea II y clientes de activo/clientes de pasivo
Cuando se habla con personas del negocio bancario, casi de forma inmediata y apenas iniciada la conversación siempre hay alguien que incluye la expresión «Basilea 2» en su discurso. ¿Por qué? Pues porque en Basilea se encuentra la sede de una institución financiera internacional muy importante, el Bank for International Settlements o BIS; por cierto, presidida ahora, en 2012, por un español, Jaime Caruana, que en otra época fue gobernador del Banco de España; allí tiene su domicilio el Basel Committee on Banking Supervision o Comité de Basilea para la Supervisión Bancaria, que es el organismo que elabora las normas con las exigencias de capital mínimo que todos los bancos deben cumplir. Este comité se creó a finales de 1974 por los gobernadores de los bancos centrales de los diez países más importantes y se reúne cuatro veces al año. ¿En qué consisten esas normas? Entre otras cosas, en determinar cuánto dinero pueden prestar los bancos, dependiendo del capital de que dispongan. A nadie se le escapa que con mucho capital se podrá prestar más que con poco. Sin embargo, el tema es algo más complejo, puesto que los bancos no sólo prestan dinero salido de esos fondos con los que inició el negocio o que aportaron los que se convirtieron en socios con posterioridad. También prestan el dinero que dejan allí depositado los clientes, así como el que ellos mismos pueden captar mediante emisiones de bonos y obligaciones, pagarés o préstamos concedidos por otros bancos. Hay que tener clara esta distinción: los bancos trabajan con dos tipos de fondos, los propios y los ajenos (también se les llama recursos propios y recursos ajenos o recursos de clientes). Los primeros son los que forman el capital y las reservas; los ajenos están integrados por todos los demás, bien porque los clientes los han depositado en el banco (en cuentas corrientes, en depósitos a plazo, o en cualquier otra fórmula similar), bien porque se los han prestado inversores de cualquier tipo que compraron los pagarés emitidos por el banco o los bonos a tres años, por ejemplo, que el banco puso en circulación. Naturalmente no es lo mismo una persona que entra en una sucursal bancaria a pedir un préstamo hipotecario o uno destinado a la compra de un automóvil que
el que va a depositar dinero en él. Por eso en la jerga bancaria a los primeros (los consumidores) se les llama clientes de activo, porque los préstamos que se les concede figurarán posteriormente en el activo del banco, mientras que a los segundos (ahorradores) se les llama clientes de pasivo, porque el depósito que abren en la sucursal figurará en el pasivo dentro del balance del banco. De modo que, recapitulándolo todo en una sola frase, los bancos prestan a los clientes de activo los recursos de que disponen, propios y ajenos (provenientes éstos de inversores y clientes de pasivo), y lo hacen en una proporción tal que permita que el banco sea solvente; es decir, que no se extralimite en prestar más allá de lo que las autoridades del sector consideran razonable. Ese «ser razonable» viene determinado, según las autoridades, por la relación o cociente entre los recursos propios del banco y el conjunto de los préstamos que ha concedido y las inversiones que ha realizado. Todo esto, dicho de una manera muy simplificada, podría rematarse así: si todos los activos tuvieran un mismo nivel de riesgo cuando a los bancos europeos se les exigió en el otoño de 2011 que se recapitalizaran (es decir, que incrementaran su capital), lo que se les estaba obligando a hacer era algo como esto: por cada cien euros que tuvieran dedicados a prestar a clientes o a invertir en todo tipo de activos debían contar con un capital de nueve euros. A este nueve por ciento se lo llama en la jerga bancaria anglosajona Tier one core capital, lo que en español se ha traducido como capital principal o capital de máxima calidad. Se lo denomina así porque es el core o núcleo que sustenta al banco y como tal debe consistir en capital ya desembolsado por los socios, ya que en la formación de una sociedad anónima puede haber capital que aún no se ha desembolsado; captado mediante la emisión de acciones ordinarias, ya que hay otro tipo de acciones, entre ellas algunas mediante las que el capital se puede aportar en función de determinado tipo de contingencias; formado también por reservas reconocidas públicamente o por beneficios retenidos por el banco. Junto con este core capital o capital principal, hay otro tipo de capital, al que se llama suplementario (o, también, Tier II) y que consiste en las reservas no reveladas, diferentes tipos de provisiones para hacer frente a las pérdidas eventuales o algunos instrumentos financieros que están a medio camino (y por eso se los llama «híbridos») entre lo que se consideraría normalmente recursos propios (capital propiamente hablando) y recursos de clientes (deuda); y,
también, la deuda subordinada.
Por qué unas exigencias mínimas de capital
Las exigencias de un capital mínimo, calculado en función de los préstamos que el banco ha concedido y de las inversiones que ha realizado, tienen un único sentido: proteger a la entidad y a sus clientes de las posibles pérdidas que pudiera sufrir el banco fruto de circunstancias adversas, de decisiones desafortunadas o de ambas a la vez. Cuando en un banco o en una empresa se producen pérdidas, se tiene que responder por ellas con los recursos propios que el banco o la empresa acumulan. Por eso, parece razonable pensar que si el banco se ha excedido prestando más de la cuenta a quien no debería haber prestado, y si la situación se vuelve muy complicada y adversa, las pérdidas serán tanto mayores cuanto más alta sea la cantidad de dinero prestado. Un ejemplo muy claro es el de los bancos y cajas españoles: si suponemos dos de ellos con el mismo capital y reservas y uno ha prestado mucho más dinero que el otro, cuando lleguen los impagados de las hipotecas (y en el caso de que los clientes de uno y otro se comporten de manera parecida a la hora de dejar de pagar; es decir, que los dos tengan una tasa de morosidad parecida), el que haya concedido más préstamos tendrá más pérdidas. Como hemos supuesto que los dos disponen del mismo capital, el que tiene más pérdidas se quedará más debilitado porque éstas se habrán comido una porción mayor de ese capital. En los casos más extremos, las pérdidas podrían consumir la totalidad del capital y de las reservas del banco, con lo que éste tendría que pedir más capital a sus accionistas o buscarlo entre inversores nuevos haciendo una ampliación de capital. Y si no obtuviera una respuesta favorable…, declarar la quiebra, con el consiguiente perjuicio para los clientes que depositaron en él su dinero y para los inversores que compraron sus bonos, además de para sus empleados y proveedores, desde los que mantienen la informática del banco, si está contratada exteriormente, hasta los abogados que les llevan los pleitos en los tribunales.
El ejemplo anterior de capital de máxima calidad está simplificado al máximo porque el capital de máxima calidad se calcula mediante fórmulas más alambicadas. En ellas se da un tratamiento diferente a las inversiones según sea el riesgo que corren de no poder ser recuperadas. Así, no es lo mismo comprar deuda pública, que hasta hace poco se consideraba que era segura, que conceder un préstamo para consumo. Por eso, cuando se habla del capital de los bancos se suele mencionar el capital principal y el porcentaje que representa ese capital de máxima calidad sobre el total de los activos medios ponderados por riesgo del banco.
Prestar o no prestar
En el mes de octubre de 2011 las autoridades europeas reunidas en una cumbre en Bruselas decidieron pedir a los bancos europeos que elevaran su ratio de capital principal hasta un nueve por ciento. Para conseguirlo les dieron a los bancos unos meses de plazo, hasta mediados del año siguiente, 2012. Y mencionaron también una cifra concreta de necesidades de capital de la banca europea y española. Toda exigencia de incrementos de capital influye en que el negocio bancario sea menos rentable. ¿Por qué? Porque si, por ejemplo, el ratio de capital pasa del ocho por ciento al nueve por ciento, se requerirá un uno por ciento más de capital para mantener el mismo volumen de negocio. Ese uno por ciento de capital adicional hay que calcularlo sobre el total de activos ponderados por riesgo que hay en el balance del banco. Para entender esto basta con pensar que si el volumen de los activos ponderados por riesgo es el mismo ayer que hoy e igual a la cantidad de cien, y entre ayer y hoy se le exige al banco que cumpla con un mínimo de nueve por ciento de capital principal (es decir, con un nueve por ciento de lo que suponen los activos ponderados por riesgo, en vez de pedirles que lo hagan, como hasta ayer, con un ocho por ciento de capital principal) tendremos el resultado de que, por cada cien euros prestados la entidad deberá retener en forma de capital y reservas nueve euros en vez de ocho.
En definitiva, si un banco sólo puede prestar cien euros tanto si el coeficiente de capital de primera categoría es el ocho como si es el nueve por ciento, como el valor cien permanece inalterado, y a la vez imaginamos que todo lo demás se mantiene constante (entre otras cosas, el beneficio del banco, que supondremos que continúa inalterado en, digamos, 3), la rentabilidad de sus recursos propios habrá decrecido. Y es que a la hora de analizar la rentabilidad del banco se compararían dos situaciones muy diferentes: en una, la rentabilidad del negocio (una forma de medirla es dividir los beneficios por el capital) sería el resultado de dividir tres entre ocho (es decir, 3/8=37,5 por ciento). En la otra, la rentabilidad se calcularía dividiendo 3 entre 9 (3/9 =33,3 por ciento), que como se ve sería inferior. Por tanto, queda claro que la subida del coeficiente de solvencia, llamado ratio de capital principal, precipita una caída de la rentabilidad del banco. Una reacción propia de estos organismos, en consecuencia, como lo sería de cualquier otro negocio, para evitar el incremento de capital que las nuevas normas exigen, consiste en reducir el volumen de los activos ponderados por riesgo, o en otras palabras, disminuir el tamaño de su balance para que, manteniendo el numerador de ese cociente (el capital) sin cambios, el resultado del cociente sea el mismo porque se ha reducido el denominador de ese cociente con el que se calcula el coeficiente de capital principal. Y eso lo consiguen o bien reduciendo el volumen de préstamos que conceden o bien vendiendo parte de sus activos o con ambas acciones a la vez. En el anterior ejemplo, muy simplificado (y sin ponderar por riesgo los activos), un banco que tiene préstamos concedidos por valor de cien euros y cuenta con un capital principal de ocho euros dispondrá de un coeficiente de capital principal del ocho por ciento (o, si se prefiere expresarlo de otro modo, del 0,08). Si las autoridades de Basilea incrementan ese coeficiente del ocho por ciento al nueve por ciento y el banco no quiere (porque no le resulta rentable) o no puede (porque nadie acude a sus ampliaciones de capital) captar más capital, la única manera de cumplir con esa exigencia es rebajar de cien euros a 88,88 euros el volumen de préstamos concedidos. De esa manera, el coeficiente de capital principal que antes resultaba de dividir ocho entre cien (lo que como todo el mundo sabe es un ocho por cien) ahora resultará de dividir ocho entre 88,88, que es fácil comprobar que da 0,09 o, lo que es lo mismo, nueve por ciento, el nuevo coeficiente de capital principal exigido.
Naturalmente, en circunstancias normales, los bancos podrían contrarrestar esa caída de la rentabilidad participando en otras líneas de negocio que permitieran su recuperación o captando más capital en los mercados, pero ni éstos están en condiciones de resolver el problema (desde el inicio de la crisis, los mercados de capitales han pasado largas temporadas cerrados debido a la desconfianza generalizada) ni es fácil, en esta época de inestabilidad generalizada y de aumento de la morosidad, encontrar esas nuevas líneas de negocio rentables, como tampoco es viable incrementar el volumen de negocio en las líneas que previamente aportaban una elevada rentabilidad. El banco ha cumplido así con la nueva norma de que su ratio de capital principal sea del nueve por ciento por la vía de mantener el capital igual que antes, pero reducir el montante de préstamos que concede en 11,12 euros, de 100 euros a 88,88 euros. Por tanto, ése es el dilema al que la banca ha venido enfrentándose y al que se enfrenta aún desde que se inició la crisis: para poder cumplir con los requisitos de capital principal mínimo que le exigen las autoridades debe aumentar el capital o disminuir el volumen de sus activos, ya sea concediendo menos préstamos o vendiendo parte de los activos que ya tenía en su balance. O ambas cosas a la vez: ampliación de capital y reducción del volumen de sus activos ponderados por riesgo. Desde comienzos de la crisis financiera quedó bastante claro que los bancos iban a sufrir pérdidas enormes por el incremento de la morosidad de los préstamos y por la caída del precio de muchos de los activos que tenían en sus balances: desde las cotizaciones en bolsa de acciones de empresas en las que habían invertido hasta el precio de los activos tóxicos que acumulaban caídas del ochenta por ciento y, en algunos casos, del noventa y nueve por ciento. Esas pérdidas se comieron parte o todo el capital de los bancos y llevaron a la quiebra a algunos de los buques en apariencia más indestructibles del sistema bancario mundial, como Citigroup. El siguiente paso consistió en inyectar capital en los bancos que lo necesitaban y proceder a una reducción del tamaño de sus balances respectivos. Como es natural, una reducción del volumen del balance de un banco, tal y como se ha indicado en el ejemplo anterior, conduce a un parón en la concesión de préstamos, lo que, en circunstancias como las generadas por la crisis, llevó a un
agravamiento de ésta: muchas empresas que no pudieron renovar los préstamos que tenían concedidos se vieron abocadas a la quiebra. Lo que, a su vez, contribuyó a un incremento del desempleo y, por ende, de la morosidad bancaria. Esto, a su vez, aumentó las pérdidas de los bancos, que, así, se vieron forzados a una nueva reducción del crédito, con lo que se entró en una espiral negativa de la que aún no se ha salido. Ya en 2007 se podía hacer una estimación de lo que todo esto iba a representar, y Capital Economics la hizo: o bien el conjunto de los bancos de todo el mundo reducían sus balances en ocho billones de dólares, o bien incrementaban sus recursos propios o capital en 800.000 millones de dólares. O bien una combinación parcial de ambas medidas. Con eso quedaba clara la enorme dimensión del problema con el que se topaban la economía mundial, los gobiernos, los reguladores y los bancos. Y, por supuesto, los trabajadores y los pequeños y medianos empresarios. Y en ello estamos: el problema está aún por resolver y faltan varios años hasta que ese cambio enorme se haya completado. Y ése es el porqué de una crisis económica que todavía puede durar seis años más. En el caso de Europa, el FMI consideraba hace poco que las necesidades de recapitalización de sus bancos ascendían a 200.000 millones de euros, cifra que se puede discutir si es mayor o menor. Alguna de las estimaciones que pueden hacerse resulta aún más pavorosa. Por eso el papel de la recapitalización de los bancos es central en la resolución de la crisis, y por eso el ritmo de esa recapitalización va a marcar, como en el corazón, la sístole y la diástole del proceso de su resolución; sus idas y venidas; sus prometedoras recuperaciones y sus recaídas aparatosas. Y, finalmente, también el momento en el que, con la recuperación de la solidez de los bancos, volverá la concesión del crédito y el inicio de una etapa de crecimiento fuerte y sostenido.
17
¿Quién hundió a las cajas de ahorro?
Entre los muchos problemas que la crisis financiera generó entre 2007 y 2012, hay uno que ha pasado casi desapercibido: la pérdida de riqueza colectiva que ha supuesto la quiebra de algunas cajas de ahorro y la situación de debilidad en que han quedado otras, lo que ha forzado la entrada en su capital (si es que se puede hablar de capital social de las cajas de ahorros, que ahora sí que se puede, desde que todas se han vaciado en sus bancos filiales) de inversores públicos o privados en verdaderas operaciones de rescate. Esa pérdida de riqueza colectiva le ha pasado desapercibida a la mayoría de la población porque, aunque las cajas de ahorros eran una institución familiar y presente en la vida de casi todo el mundo, sobre todo de las clases más populares hasta hace bien poco, nadie entendía muy bien de qué se trataba cuando se hablaba de estas entidades, y había versiones para todos los gustos, compatibles y solapadas, sin que a nadie le extrañara: las cajas eran lo mismo un lugar para colocarse mediante unas oposiciones que un sitio al que ir a pedir un préstamo hipotecario; un chollo para quienes, sobre todo en las capitales de provincia, habían conseguido entrar en ellas como empleado, con un peso exorbitante en la vida económica y financiera de la ciudad; una institución que financiaba, a través de la obra social, las más diversas actividades, desde la exposición de pintura de una monjita inspirada y que hacía buenos paisajes o retratos hasta una exposición de soldaditos de plomo; desde una residencia de la tercera edad hasta los campamentos de verano para jóvenes; por no hablar de la edición de libros en rústica totalmente prescindibles, donde se vertían trabajos que no pasaban de ser tesis doctorales en el mejor de los casos, o la financiación de ediciones de lujo con las que la vanidad de cada presidente de caja o de comunidad autónoma veía realizado su sueño de ser un mecenas florentino. Entretanto, a la vez ruidosa y silenciosamente, llegó la burbuja inmobiliaria y ese patrimonio colectivo medio desapareció sin que nadie le atribuyera mucha más
importancia que la que tenía por su impacto en la economía del país, lo que no era poco. En resumidas cuentas, la quiebra de unas cajas y los problemas de otras se interpretaron como una variante más de la crisis financiera que también había creado dificultades a bancos de países tan diferentes como Estados Unidos y Alemania, Bélgica o Reino Unido, sin caer en la cuenta de que las cajas de ahorro tenían un matiz muy especial: eran organismos dedicados a actividades propias de los bancos, pero no eran como la inmensa mayoría de éstos, de propiedad privada. Tampoco eran un resto de banca pública. Eran una propiedad colectiva que, como tantas veces ocurre con lo colectivo, nadie se preocupó de defender.
Pero ¿qué eran y qué son las cajas de ahorro?
Lo que más sorprende cuando se explica qué son las cajas de ahorro es comprobar que son instituciones sin dueño. Es decir, no están constituidas como sociedades anónimas y, por tanto, no tienen accionistas. Eso las diferencia de la banca pública, que, cuando existía en España, antes de ser privatizada Argentaria, estaba incorporada en sociedades anónimas cuyo único accionista, o el accionista mayoritario en algún caso, como el del Banco Exterior de España, era el Estado. También las diferencia de los bancos privados, que, normalmente, son sociedades anónimas, tanto si cotizan en bolsa como si no, aunque en el caso de algunos bancos de inversión pueden adoptar otras fórmulas societarias. Las cajas de ahorro, no. No tienen un propietario o accionista identificable y se confunden con la figura de las fundaciones, que fueron en algún momento promotoras de su actividad, destinada, de forma fundamental, a combatir la exclusión social y la usura que se cebaba sobre las clases más humildes y, más tarde, a promover la actividad económica en su ciudad o región de origen mediante la concesión de préstamos. Por tanto, tienen órganos rectores que se ocupan de su gestión, pero no propiamente un dueño o accionista. Las cajas, en definitiva, son un bien colectivo, un bien comunal o común en el sentido que le da la Real Academia Española: «Dicho de una cosa que, no siendo privadamente de nadie, pertenece o se extiende a varios. Bienes, pastos
comunales.» Tras los pastos comunales, la Real Academia Española de la Lengua debería incluir en la definición las cajas de ahorros. Desde 1985 se rigen por la Ley de Órganos Rectores de las Cajas de Ahorro (LORCA), que modificó la manera de elegir a sus gestores o directivos al abandonar un sistema de «mandarinato» en el que se llegaba a directivo de la caja por una especie de cooptación desde puestos previamente ocupados como empleado o desde una buen posición social como miembro de las fuerzas vivas del lugar. Lo que la LORCA pretendía, poco después de la instauración de la democracia en España, era que en la gestión de las cajas estuviera representada la sociedad entera. ¡Qué mejor idea que la de que un bien común se viera gestionado por una representación de la colectividad! Pues bien, tras una idea tan bienintencionada, acechaba el demonio que siempre se oculta en los detalles. Ese reflejo de la colectividad se articuló de una manera que recordaba extrañamente la democracia orgánica del régimen anterior: familia, municipio y sindicato. En este caso, la familia serían los impositores que mantenían cartillas de ahorro o depósitos en las cajas. El municipio en esta versión revisada del régimen de Franco lo constituirían tanto los municipios mismos como los gobiernos autonómicos nacidos con la democracia y el sindicato, que ahora ya no sería el sindicato vertical sino la representación de los trabajadores de las cajas a través de elecciones internas que, por lo general, llevaban al consejo de istración a algún miembro de los sindicatos mayoritarios o de algún sindicato de cuadros. De modo que al final las cajas se podrían definir como un bien común para cuya gestión se necesitaba un equipo directivo (como en cualquier empresa), así como unas entidades «sin ánimo de lucro» (una definición poco afortunada puesto que todo negocio tiene ánimo de lucro: todo lo que busca un beneficio busca un lucro, aunque en este caso no fuese el lucro de unos accionistas), aunque ese lucro sin ánimo revirtiese después a la sociedad por vía de la obra social o de la fundación cultural de cada organismo. La filosofía que había detrás de todo esto es que, por analogía con las sociedades anónimas, las cajas de ahorro obtenían anualmente un beneficio, del que una parte se destinaba a recapitalizar la caja, es decir, a sus reservas, y la otra, que se podría estimar en el veinticinco por ciento del beneficio, a dotar de recursos a la
obra social. Esto último se podría asimilar, pues, al pago de un dividendo social.
Un país, dos sistemas
A lo largo de los años ochenta y noventa, las cajas de ahorros experimentaron una gran expansión fuera de lo que originariamente era su ámbito territorial y, para mediados de los años noventa, amparándose en la legislación, que les permitía desarrollar las mismas actividades que los bancos, ya competían de igual a igual con éstos y constituían casi la mitad del sistema financiero español. En algunos casos, la competencia que hacían a los bancos era motivo de amargas quejas por parte de éstos al ver que mientras que una caja podía comprar un banco como vía para expandirse más rápidamente (por ejemplo, Caja Madrid, para crecer en la zona de Levante, adquirió el Banco de Crédito y Ahorro al BBV en una operación digna de ser olvidada), un banco no tenía el derecho recíproco de poder comprar una caja de ahorros. Al comenzar el nuevo siglo, España tenía, pues, un sistema bancario en el que convivía un sector privado y uno colectivo, ambos regidos por las normas del derecho privado pero en el que la ausencia de propietarios en uno de ellos hacía que los equipos gestores recordaran extrañamente a la burocracia soviética: los gerentes no poseían la propiedad de las cajas, pero sí eran usufructuarios de las ventajas que esa posición proporcionaba; no tenían la posibilidad de transmitir las cajas por herencia, pero sí se evidenciaba un alto grado de transferencia familiar de los puestos gerenciales. Para comprobar esto no había más que mirar el listín telefónico de cualquier caja de ahorros y observar cómo se repetían verdaderas sagas familiares a lo largo y ancho de la estructura. En ellos, y en los organigramas, se podía encontrar de todo: un padre y un hijo que actuaba el uno como presidente de la caja y el otro como consejero delegado de la corporación donde se agrupaban las empresas filiales de aquélla; un padre presidiendo una caja y su hijo dirigiendo la asesoría jurídica; etc. Esos restos de burocracia soviética, en el sentido que la definía ya en los años treinta Leon Trotsky, coexistían con el hecho de que, a veces, los máximos
ejecutivos de los bancos y empresas importantes sólo tenían pequeños paquetes accionariales, por lo que en ambos casos se manifestaba un fenómeno bien estudiado desde hacía ochenta años: la separación entre la propiedad y la dirección o gerencia de las empresas; todo esto, que se conoció como la Managerial Revolution, fue estudiado en su día por Adolf A. Berle y Gardner C. Means para las sociedades capitalistas, y por James Burnham y Max Shachtman y Bruno Rizzi para la Unión Soviética.
La estructura del gobierno de las cajas
Aunque la falta de propietario hacía de las cajas algo fantasmal y difícil de entender, en el día a día estas entidades se regían, y se rigen, por un sistema análogo al de las sociedades anónimas:
— La junta general de accionistas de una sociedad anónima, entre ellas los bancos, tendría su equivalente en la asamblea general de las cajas. — El consejo de istración también emanaba, como en las sociedades anónimas, de esa asamblea general. — Además se añadía una comisión de control.
Todo ello estructurado, según se ha dicho, como en la representación orgánica en Cortes casi por tercios para municipios y comunidades autónomas; familias o impositores y sindicatos. La presencia de los sindicatos a través de las elecciones internas entre los trabajadores de cada entidad le añadía también un toque autogestionario que traía ecos de los intentos que en los años sesenta se habían hecho en algunos países (Alemania y Francia; el general De Gaulle era un gran partidario de esos ensayos) de co-gestión, por no mencionar la iración que causó en su época (¡qué cosas!) el modelo autogestionario del mariscal Tito en Yugoslavia.
Al llegar la crisis financiera de agosto de 2007, las cajas poseían una riqueza comunal, gestionada por equipos de profesionales y cuyo beneficio revertía a la sociedad de manera más o menos condicionada por las influencias políticas: mientras que éstas podían influir sobre dónde se ubicaría una residencia de la tercera edad, el hecho objetivo y el beneficio social era que esa residencia se construyera. Casi cinco años más tarde, buena parte de esa riqueza común se ha perdido y otra parte previsiblemente se va a malograr en años futuros.
¿Quiénes han sido los responsables?
Al contrario de lo que suele decirse, los principales responsables no han sido los políticos, con cuya presencia en las asambleas generales, consejos de istración y comisiones de control de las cajas se hacía material y tangible la participación de municipios y comunidades autónomas en los órganos de gobierno de las cajas. Y es que aunque los políticos hayan tenido algo que ver en ese reparto de responsabilidades por el desastre de las cajas de ahorros, y por mucho que parezca banal recordarlo, los principales causantes de ese desastre han sido los gestores, esto es, los directores generales y presidentes con poder ejecutivo de las cajas. Si bien hay una tendencia general a atribuir el fracaso al «mangoneo» de los políticos, eso forma parte de su mala prensa, pero que en este caso les enaltece puesto que les atribuye una capacidad que no tienen, la de saber cómo quebrar una institución financiera. Hasta para eso hay que saber cómo hacerlo. Y eso sólo lo sabe bien un profesional: una caja o un banco no se hunde debido a las influencias políticas para hacer un aeropuerto sin pasajeros aquí o un polideportivo sin deportistas allá. Quiebra por culpa de una política equivocada, consistente y a gran escala, en la concesión de préstamos. Es decir, una política fallida de captación de depósitos de clientes y equivocada en la concesión de préstamos. Hubo cajas de ahorros que, en los tiempos de la burbuja inmobiliaria, crecían
cada año un uno por ciento en recursos de clientes y un 35 por ciento en la concesión de créditos. ¿De dónde salía la diferencia? Pues o bien de dinero ocioso que previamente se colocaba en el mercado interbancario o bien, cuando esos recursos ya no estaban disponibles, con la medida de tomar prestado en el mercado interbancario; titulizaciones hipotecarias; pagarés de empresa... Los políticos, en general, fueron el coro de palmeros que acompañó a las decisiones equivocadas. O que impulsó alguno de los errores más llamativos: aeropuertos sin viajeros o parques temáticos sin visitantes.
¿Eran peores los gestores de las cajas?
Ésa es una pregunta que suelen plantear los inversores internacionales que se interesan por los activos que las cajas intentan vender. Pero eso es olvidarse del contexto en que todo esto se produjo. Los directivos que hicieron quebrar a estas entidades no eran peores ni mejores que los que contribuyeron a hundir Citigroup, Lehman Brothers o AIG. Sólo peor trajeados y sin conocimientos de idiomas. Ellos únicamente fueron presa de la moda del momento, igual que los directivos de la banca de inversión más sofisticada. Y, como éstos, no entendían bien algunas de las operaciones que efectuaban. Y si la banca de inversión tuvo es irresponsables que terminaron confesando que no estaban preparados para comprender las operaciones que aprobaban en los distintos comités (al final todo el mundo pensaba que, en la cadena de mando, alguien sabía lo que se hacía; y, si no, ya lo sabría el matemático que había preparado un modelo «infalible» para controlar bien los riesgos), también fueron irresponsables quienes tenían que ejercer la labor de control que el accionista, en este caso la colectividad, les había encomendado: velar por la buena marcha de ese bien común que eran, y aún en gran parte son, las cajas de ahorros. Y ésos sí, eran políticos, cuya docilidad con presidente y director general de cada caja recordaba los tiempos de la cooptación y no de la democracia. Con una actitud en la que los que tenían que ser controlados tenían el control sobre los controladores. Y es que hay que ver lo que les impresiona a los políticos el mundo de las finanzas, porque no las comprenden y porque el dinero deslumbra
a todo el mundo. Sin embargo, el no saber de finanzas no les llevó a ninguno de ellos a cuestionar un sistema que les ponía a controlar algo que no entendían. Con independencia de las buenas o malas intenciones. O de las decisiones ya francamente disparateras que llevaron a que un político de ámbito nacional hiciera nombrar consejero general de una caja de ahorros a su chófer.
¿Cuánta riqueza se ha perdido?
Hay diferentes enfoques sobre cómo evaluar la riqueza que se ha perdido con la quiebra o las dificultades de algunas cajas de ahorros. Seguramente, todos ellos válidos, y todos llegan a conclusiones muy parecidas. Aquí, el criterio utilizado es el más sencillo de todos: calcular cuánto dinero público ha tenido que inyectarse en las cajas para mantenerlas a flote. O, dicho de otra manera, cuántos millones de euros han aportado el FROB y el Fondo de Garantía de Depósitos. Con el supuesto, bastante probable, de que esos recursos no se van a devolver y de que el FROB terminará siendo accionista transitorio de todas ellas. A ello se le deberá sumar también la contribución o lo que tendrá que contribuir en el futuro el sector privado por vía de las colocaciones en bolsa o lo que representa la dilución del valor de la acción en los casos de las doce antiguas cajas que ya cotizan en bolsa a través de sus bancos filiales (Bankia y Banca Cívica), a los que trasladaron el negocio propio de un banco. Pues bien, sin ánimo de alcanzar un nivel de precisión que aquí no tendría mucho sentido, todo esto lleva a la conclusión de que las pérdidas de riqueza comunal rondarán hasta el momento los 30.000 millones de euros.
¿Cuánta más se va a perder?
Dado que la morosidad y las pérdidas por los préstamos impagados va en
aumento, es fácil concluir que, con otra recesión a la vista y con las dificultades por las que seguirá pasando durante años el sector inmobiliario, la pérdida de riqueza ascenderá a otro tanto, otros 30.000 millones de euros adicionales. Si se toman esos 60.000 millones de euros como referencia, para cuando termine el proceso se habrá malogrado el 50 por ciento del patrimonio neto que, según datos del Banco de España, tenían las cajas de ahorros cuando comenzó la crisis. Esta cifra representa también el equivalente a un seis por ciento del Producto Interior Bruto español. 0 el 3,5 por ciento de la riqueza financiera conjunta de las familias españolas.
¿Podrá recuperarse?
Muy probablemente, no. La necesidad de contar con recursos propios, cada vez más acuciante con la nueva normativa, hará que los bancos filiales de las cajas tengan que ser privatizados paulatinamente. Por lo que esa riqueza comunal pasará, en su mayor parte, a manos privadas. O al FROB, que lo venderá después. Habrá quien tenga dudas y objete que las cajas siguen existiendo, aunque bajo una nueva naturaleza jurídica; luego la riqueza no se ha perdido. La respuesta es que sí, sí se ha perdido. Antes de la crisis existía una doble riqueza: las cajas como propiedad colectiva y los recursos privados de los inversores que posteriormente entrarían a formar parte del «accionariado» de las cajas. En el momento de la privatización, estos recursos han salido de los activos donde estuvieran materializados para adquirir acciones de las cajas. Y ¿dónde queda la riqueza colectiva? En ningún lado. Ya no habrá propiedad colectiva. Con suerte, los recursos que generen las cajas en el futuro tendrán que aplicarse a devolver los préstamos del FROB. Ya no a la obra social.
Eso se ve muy bien con el ejemplo de la Caja de Ahorros del Mediterráneo (CAM). Al haberse producido una quiebra total, la propiedad colectiva se perdió por completo. Ya no hay de donde extraer recursos para dotar a la obra social de la CAM. Ya no hay dividendo social. Ya no hay nada. Si sobreviviera algún rescoldo denominado «obra social de la CAM», sería algo puramente simbólico; porque el Banco de Sabadell, que se ha quedado con ella, si decidiera por razones de marketing conservar en la zona de Levante alguna actividad benéfica o cultural, lo haría con el nombre de algo que ya no sería propiamente lo que su nombre indicaría. Otro tanto podría decirse de la Caja de Castilla La Mancha o de CajaSur. Para ilustrar «por poderes» y con una imagen cómo se ha producido esa pérdida de riqueza, sirva el gráfico 17.1 con la cotización de las cuotas participativas de la CAM. Un buen indicador, a falta de una cotización imposible de las antiguas cajas en bolsa.
18
¿Democracia real o democracia censitaria?
Durante las turbulencias financieras de los últimos cuatro años y, sobre todo, desde que los problemas se centraron en la deuda europea de los llamados países periféricos, uno de los aspectos de la crisis que más ha exasperado a los ciudadanos de medio mundo ha sido la preeminencia de los mercados sobre las decisiones de los políticos. O, dicho de otra manera, las imposiciones de los mercados a los gobiernos sobre su modo de gestionar las finanzas públicas, el mercado laboral o el futuro de las pensiones. En cualquier conversación, tertulia radiofónica o mitin se critica con fiereza la insensibilidad social de los mercados, su talante especulativo y su rapacidad. Por no hablar de su exitoso intento, las más de las veces, por no decir todas, de imponerse a los poderes democráticos. Cualquiera que escuche estas quejas por primera vez pensará que todo esto de los mercados y los gobiernos, su antagonismo y desenlace en favor de los primeros, es algo que acaba de nacer como perverso resultado del modelo de capitalismo desaforado que ha dominado durante los últimos veinte años. Habrá quien considere, incluso, que con la desaparición de la Unión Soviética se eliminó un contrapeso que hacía que ese capitalismo descarnado se desplegara en todo su esplendor. Nada más equivocado. Los mercados siempre han impuesto sus decisiones a los gobiernos de manera más o menos descarada y abierta. Eso no ha cambiado. Lo que es diferente son las palabras con las que se expresa ese fenómeno. En otras épocas se hablaba de los banqueros o, más recientemente, de los bancos. A veces se ha atribuido toda la culpa del condicionamiento de las políticas gubernamentales a las grandes corporaciones internacionales y en otras ocasiones a los grandes trusts. Pero el fondo de la cuestión siempre es el mismo: el poder del dinero influye en las decisiones de tipo económico o financiero que toman los gobiernos. Es algo tan viejo como el mundo y resulta asombroso que
se vea como un fenómeno propio de nuestros días. Es verdad que el espectacular desarrollo de las nuevas tecnologías y la rapidez que han imprimido a la manera en que la información se transmite puede hacer creer que los mercados actúan ahora de un modo más continuado que antes. Digamos que parece que actúan ahora «más» en tiempo real que en el pasado y que eso provoca el que las informaciones económicas y financieras resulten más omnipresentes. Ése es un espejismo disculpable porque ahora los nuevos datos en cada momento semejan una verdadera avalancha. Pero no tiene nada de cierto. En la actualidad, como en los siglos pasados, el mundo se mueve por la búsqueda de la rentabilidad en las inversiones. Todo se basa en la rentabilización de los recursos de que se dispone, desde la filantropía hasta el progreso; desde la acción humanitaria hasta la creación de polígonos industriales y desde la capacidad de elaborar un tratado místico hasta los desarrollos científicos. Y cada vez que esa rentabilización decae, decae todo lo demás. Otra cuestión diferente es la lucha incesante que se desarrolla en paralelo, y entremezclada, por la apropiación de esa rentabilización. Una lucha que, ya se manifieste en términos de competencia comercial entre países, entre empresas industriales o de servicios de un mismo país o como pelea sindical entre empresas y trabajadores, siempre condiciona la propia rentabilidad de las inversiones en un continuo esfuerzo que hace parecer pequeño el de Sísifo.
Los mercados agrícolas condicionan a los gobiernos
Normalmente, cuando los mercados se muestran nerviosos e hiperestésicos, suele atribuirse a la acción de los especuladores. La noción que tiene el imaginario colectivo sobre lo que es un especulador acostumbra a coincidir con el especulador de alimentos que, a su vez, identifica con el acaparador que hace subir los precios para después poner en circulación su producto más caro. A veces, lo que persigue ese tipo de especulación/acaparamiento es forzarle la mano a los gobiernos que han tomado medidas que los productores o comerciantes, o todos ellos, entienden que les perjudican. En esos momentos se pone de relieve que los gobiernos están siempre condicionados por los mercados y que en situaciones de emergencia estos últimos pueden ser intervenidos.
Esas intervenciones suelen generar grandes distorsiones y son más frecuentes en tiempos de guerra que en los de paz. Pero así y todo, marcan la acción gubernamental en todo tipo de regímenes. Por ejemplo, en el caso de uno que no se anduvo con contemplaciones con los mercados, como el bolchevique, el acaparamiento de alimentos por parte de los campesinos dio origen a numerosos choques e incidentes con las tropas enviadas por el nuevo régimen surgido de la revolución de octubre con objeto de forzar la entrega de trigo y otros productos agrícolas esenciales para el mantenimiento de las ciudades. Es decir, que incluso los sistemas que actúan de forma más autocrática o autoritaria viven sometidos a las leyes económicas que regulan los mercados o que impulsan el comportamiento de los agentes políticos. No es sólo que los campesinos propietarios de tierras fueran hostiles al régimen bolchevique, que en general lo eran, sino que, puestos a tener que convivir, exigían ser tratados como cualquier agente económico, no por la fuerza bruta sino por medio de incentivos de diferente tipo para que entregaran el fruto de sus cosechas y, de entre esos incentivos, cuál mejor que el de recibir un precio adecuado por la entrega, algo que los bolcheviques, en quiebra, tampoco podían permitirse. Es verdad que ese precio adecuado es las más de las veces difícil de precisar y es posible que se dé una especulación para aprovecharse de las circunstancias, pero si los gobiernos no actúan con la inteligencia necesaria o no tienen margen de maniobra suficiente se encuentran, como les pasó a los bolcheviques, con unos productores agrícolas que les hacen frente de modo inequívoco y en bloque y, o bien retroceden, como ocurre con la mayor parte de los gobiernos, e implantan esos incentivos (entonces se abre una nueva etapa que los bolcheviques llamaron NEP o de Nueva Política Económica) o bien, tal y como sucedió cinco años más tarde en la URSS, en una gran huida hacia adelante, realizan expropiaciones forzosas que hacen caer la producción, generalizan la hambruna, sobre todo en las ciudades, y terminan sentando las bases de un régimen totalitario que en sus fases más duras se cobrará, por unos o por otros mecanismos las vidas de millones de personas. ¿Quiénes eran peores, los mercados o los bolcheviques? Ambos estaban llamados a comportarse como lo hicieron. Los primeros porque siempre actúan
de la misma manera. Los segundos porque quisieron implantar un régimen socialista en el país más atrasado de Europa. Del choque entre el voluntarismo de la ingeniería social y las realidades prácticas de la producción agrícola y de los mercados surgió una de las más grandes tragedias de los últimos cien años. Los mercados, reprimidos, tuvieron vías de escape por el mercado negro y volvieron vengativos setenta años más tarde para desplegar de nuevo en la antigua URSS su determinismo. Francia y las malas cosechas del siglo XVIII podrían ser otro ejemplo de cómo los mercados agrícolas fuerzan a los gobiernos. Y no porque quieran hacer caer un régimen, aunque eso sea a veces la consecuencia inevitable del enfrentamiento, sino porque el choque entre los objetivos que los gobiernos tienen como prioritarios y la búsqueda por parte de productores y comerciantes de la rentabilidad más elevada posible para su negocio provoca que el choque termine a veces siendo sangriento. Esto último suele ocurrir cuando la pelea por la rentabilidad lleva ésta por debajo del cero por ciento. En esa lucha por lograr que los negocios sean rentables o incluso rentables al máximo, hay siempre un forcejeo más o menos explícito por la redistribución y el apoyo a determinadas capas sociales. Cuando lo que hay que distribuir o redistribuir se torna escaso, el antagonismo lleva las cosas a sus extremos y deriva o puede derivar en guerra civil. En todo caso, en circunstancias que no son exageradamente dramáticas, como ha ocurrido en el mundo occidental durante los últimos treinta o cuarenta años, los mercados constituyen el único baluarte que se interpone entre los gobiernos y los ciudadanos. Cuando los primeros necesitan dinero y no lo pueden obtener prestado en los mercados de capitales recurren, antes o después, a la subida de impuestos o a la reducción del gasto. Y así, los mercados, tan denostados por ciudadanos y líderes de opinión política, adquieren esa doble faceta cargada de ironía: cuando están convencidos de que el dinero que prestan podrá ser recuperado, lo dejarán con alegría e incluso de manera totalmente inconsciente y un poco irresponsable, como se ha visto en el caso de Grecia, al que le prestaban a un tipo de interés sólo un poco más elevado que a Alemania. En esos períodos en que no llueve y los mercados prestan encantados a los gobiernos un paraguas, éstos se ven tentados a reducir los impuestos, e incluso a decir que bajarlos es de izquierdas, mientras que cuando las cosas van mal y figuradamente se puede afirmar que diluvia, el paraguas será reclamado con total precipitación por los mercados, que se batirán en retirada, mientras que los gobiernos sólo tendrán la
opción de subir impuestos, reducir el gasto o ambas cosas a la vez.
Los mercados como actor único
Tiende a verse a los mercados como un grupo de gente que actúa en bloque contra un gobierno, las instituciones europeas o el euro como moneda. Sin embargo, eso no es así. Por cada inversor particular o institucional que decide vender una determinada clase de activo habrá, normalmente, otro que estará dispuesto a comprarlo, bien porque le parece que la rentabilidad que ese activo proporciona es adecuada por comparación con el riesgo en el que se incurre al adquirirlo, bien porque lo ve como una apuesta conveniente de largo plazo, cuando los demás están impresionados por la inestabilidad del momento, o bien porque cree que incluso con la amenaza de que una deuda concreta sufra una quita, la rentabilidad acumulada en el período anterior le compensará de las pérdidas que la quita le hará sufrir. En esto, las visiones contrarias entre compradores y vendedores cobran todo el sentido. A veces un vendedor sólo está deshaciéndose de la deuda pública de un Estado europeo porque presenta pérdidas en otra clase de activos y necesita obtener liquidez con los activos, que tienen como principal ventaja el que son muy líquidos como, por ejemplo, la deuda pública. El funcionamiento de los mercados está lleno de paradojas de este tipo que a veces son llevadas a sus extremos y permite la puesta en circulación de aforismos como éste, atribuido al barón de Rothschild: «Cuando la sangre corre en las calles es el momento de comprar.» En el otro extremo del arco comercial y político, pero revelando también un profundo conocimiento de la naturaleza de los mercados, estaría una conocida frase de Lenin, poco delicada, todo hay que decirlo, en la que el líder del partido bolchevique afirmaba que «el último capitalista nos venderá la soga con la que le ahorcaremos». Ahí también está reflejado el riesgo que continuamente asume quien compra y vende, y más si es en situaciones extremas. En resumidas cuentas, salvo en circunstancias muy excepcionales en que todo queda bloqueado y en que en las bolsas se da una situación generalizada de lo que antes se llamaba «papel sin operaciones» (es decir, un momento en el que
sólo hay vendedores y no se encuentran compradores a ningún precio), lo normal es que siempre haya visiones contrapuestas que hacen que compradores y vendedores se entiendan en algún nivel de precios. Y que, naturalmente, éstos suban o bajen según sea el lado por el que se incline la balanza entre compradores y vendedores. O sea que haya más compradores que vendedores o viceversa. O que la capacidad financiera de unos predomine sobre la de los otros.
Democracia censitaria
Hace ya tanto tiempo de ella que sólo mencionarla suena como una extravagancia. Por democracia censitaria se entendía algo que fue bastante común en el siglo XIX y que en algunos países, como España, constituyó la primera forma de democracia experimentada. Paralelamente, la democracia se basa en el voto de todos o sólo un conjunto de ciudadanos y excluyó las formas anteriores en que los estamentos estaban representados en las cortes y en los parlamentos que eran reunidos por los monarcas y a los que se llevaba normalmente la aprobación de las subidas de impuestos. Por democracia censitaria se entiende un sistema en el que el censo de los votantes se identifica con el censo de quienes poseen algún tipo de patrimonio o bien un patrimonio por encima de una determinada cantidad. Se basa en el principio de que para tener derecho al voto no sólo es preciso tener un «uso de razón» desarrollado sino también contar con responsabilidades de algún tipo que impidan, o al menos pongan un freno, que el voto pueda ser fácilmente influenciable por motivos ideológicos o, simplemente, que sea caprichoso. Para el filtro censitario de los «verdaderos votantes» podrían haberse adoptado diferentes criterios de lo que se considera ser responsable: ser padre de familia, titulado universitario o, más claramente, propietario. Se sobreentiende que quien posee propiedades tiene intereses que proteger y no votará alocadamente por quienes de forma atractiva puedan plantear desde utopías milenaristas terrenales (el Paraíso en la Tierra) hasta concepciones ultrarreaccionarias que impidan el avance del progreso.
Democracia formal
Frente a la democracia censitaria y como prolongación de ella se fue instaurando la democracia que a veces peyorativamente se ha llamado formal y que en las etapas de mayor auge de los totalitarismos de izquierda se denominó, identificándola con su carácter de clase, democracia burguesa. Su principal característica es la aceptación del sufragio universal, directo y secreto, si bien inicialmente sólo lo fue para los varones y, tiempo después, para hombres y mujeres mayores de una determinada edad. Pues bien, la expansión del modelo democrático en los últimos años, sobre todo tras la caída del Muro de Berlín, junto con la prosperidad que han vivido las sociedades occidentales y algunas orientales también, ha hecho que se haya olvidado un rasgo fundamental de todo tipo de sistemas: el poder del dinero. O, mejor dicho, no es que se haya ignorado en la experiencia cotidiana, pero la costumbre de asociar políticas sociales con los partidos de la izquierda y el hecho de que estos partidos ganaran las elecciones de forma más o menos regular parecía que sustentaba una democracia que podía permitir esos avances. El poder del voto se revelaba, por tanto, como irrefrenable y transformador, y lo ha sido, sobre todo mientras la prosperidad se mantenía, esto es, durante un largo período que, aunque no exento de convulsiones políticas y económicas, ahora, con el beneficio del hindsight, o de poder mirar hacia atrás y ver una trayectoria ya pasada y, en consecuencia, desarrollada, podría decirse que abarca treinta años de mejora casi ininterrumpida. Pero de repente llegó la crisis financiera de 2007 y, aún más, la crisis de la deuda pública de 2010-2011. Y todo el panorama cambió: un grupo de sujetos hasta entonces desconocidos, «los mercados», pasaron a ser visitantes asiduos de los telediarios y de los boletines informativos en la radio. A esos visitantes un poco desagradables apenas nadie los identificaba con los mismos que habían ayudado a ganar tanto dinero a tanta gente durante los años que van desde 1996 hasta el año 2000 y que, a los que no estuvieron suficientemente listos para recoger la cosecha de plusvalías a tiempo, les hicieron perder todo lo ganado, y más tras el estallido de la burbuja tecnológica. Los mercados, en ese caso las bolsas, fueron un acompañante y amigo que de
pronto se volvió enemigo. Hasta ahí todo parecía natural: las bolsas suben y bajan y ya se sabe que quien juega en bolsa asume un riesgo, igual que quien va al casino. Con lo que nadie esperaba encontrarse de repente era con un pariente cercano de las bolsas que se mueve en una órbita algo diferente: el mercado de renta fija, o mejor dicho, los mercados de renta fija, y dentro de éstos, como una variedad aparte, los mercados de deuda pública. Esos mercados que habitualmente se mantenían en un área de sombra, más apta para especialistas, de súbito, a comienzos de 2010, salieron a la luz, llenaron la escena y coparon todo el protagonismo. Mucha gente se enteró entonces de que los gobiernos pedían prestado dinero en «el mercado», como si de cualquier producto de abastos se tratara; de que si el gobierno no ofrecía garantías suficientes de que el préstamo iba a ser devuelto, no se lo concedían; de que, por tanto, los gobiernos acuden a los mercados y allí pueden sufrir los mismos desaires de los que un ciudadano normal es objeto en los bancos cuando pide un préstamo hipotecario o un préstamo para el consumo. En definitiva, los mercados han estado siempre y seguirán siempre ahí. El concepto que sobre ellos se tenga es irrelevante a efectos de su existencia. La mala prensa que tienen no es nueva: Marx ya describió la bolsa como «el lugar donde los capitalistas se roban unos a otros». Esta cita que parecería apócrifa y propia de una página web poco solvente (como la que llevó a la confusión a uno de los asesores de Cayo Lara, el líder de Izquierda Unida, y a este último, y les hizo creer que en los tiempos de Marx los bancos daban créditos hipotecarios a los trabajadores) se encuentra en el último libro de El capital. Para Engels, en cambio (si es que puede aplicarse el «en cambio» cuando se trata de hablar de esta pareja artística y literaria tan bien compenetrada), lo que ocurría en la bolsa no tenía mayor trascendencia desde el punto de vista de la economía política, puesto que en la bolsa lo único que había era una redistribución de la plusvalía que ya había sido extraída a los trabajadores… La mala prensa está en ocasiones justificada, por eso los gobiernos deben actuar en casos de emergencia como lo harían en otras situaciones también de emergencia. Aunque en esas situaciones lo mejor es que se actúe con inteligencia. Es decir, con incentivos para que aquellos a quienes van dirigidos se dejen llevar en la dirección adecuada. No porque se trate de un gobierno debe
acostumbrarse nadie a aplicar las ordenanzas militares. Aunque de los mercados se trate.
19
La situación y el futuro de la economía española
Para abordar cómo será el futuro de España, vamos a hablar mucho de su pasado, del más cercano, el que representan las cuatro últimas décadas. Hablar mucho del presente tiene poco sentido puesto que todo el mundo conoce la situación actual de la economía española, lo que se debe a dos razones diferentes: porque los medios de comunicación tratan continuamente de ella, al haberse vuelto la economía un asunto de interés diario, y porque la propia crisis ha sido tan espectacular en su desarrollo y ha afectado a tanta gente, que ha obligado a todo el mundo a convertirse en un especialista. Lo dramático de la situación actual queda muy bien reflejado por los gráficos 19.1, 19.2 y 19.3. El primero muestra la tasa de desempleo a lo largo de las últimas décadas. El segundo hace el seguimiento del número de viviendas iniciadas cada mes antes, durante y después del auge inmobiliario. En el tercero, y en base cien, están ambas evoluciones juntas con objeto de ver cómo se relacionan entre sí. Del gráfico 19.1 se extrae una conclusión bien conocida: el pleno empleo en España se traduce en una tasa de desempleo del nueve por ciento. Cuando arrecia una recesión económica, esa tasa se va al doble o más, es decir, por encima del dieciocho por ciento. Ha ocurrido en tres momentos diferentes de las últimas décadas a razón de una vez por década, y nadie ha sido capaz de explicar satisfactoriamente, por ahora, el porqué de un comportamiento tan patológico del mercado de trabajo español. Todas las discusiones giran siempre en torno al contrato de trabajo, como si eso pudiera hacer revivir de repente el negocio de la construcción y el millón y medio de puestos de trabajo que ésta perdió (aunque reconociendo que cualquier solución que fuera capaz de recuperar medio millón del restante millón y medio de puestos de trabajo perdidos debería ser bienvenida).
Está claro que parte de la explicación reside en el peso que tiene la construcción en la economía española. Un comportamiento patológico también que hace que se pase (véase gráfico 19.2) de construir diez mil viviendas por mes en noviembre del año 1979 a 64.000 en enero de 2007, casi treinta años más tarde. O, expresado de otra manera, desde diciembre de 2002 a noviembre de 2007 (cinco años) no hubo ni un solo mes en el que se iniciaran en España menos de 40.000 viviendas. Sólo eso representa un mínimo de viviendas comenzadas de dos millones y medio. Con picos, como el de octubre de 2006, de 80.000 viviendas. Eso, junto con la expansión de los servicios, permitió que durante años España fuera la máquina de creación de empleo de Europa: uno de cada tres. Incluso con la posterior destrucción de puestos de trabajo, España sigue ocupando ese primer lugar de campeón del empleo: 2,5 de cada diez empleos creados. Aunque ahora afirmar esto parezca un sarcasmo.
En el gráfico 19.3 se superponen las dos líneas, ambas en base cien, para seguir mejor la comparativa. ¿Cuál es la conclusión? La que todo el mundo conoce de manera intuitiva: que cuando se ralentiza el sector de la construcción de viviendas, la tasa de desempleo sube de modo implacable. Pero con matizaciones curiosas: en la crisis de 1980-1982, a pesar de que el sector de la construcción se comportó bastante bien, la tasa de desempleo siguió creciendo. Probablemente en algún aspecto ése fuera el momento de las últimas tres décadas más parecido al actual: el desempleo juvenil se acercó entonces, como ahora, al cincuenta por ciento. A continuación, la tasa de paro siguió subiendo hasta alcanzar el máximo del año 1985. En general, aunque la tasa de desempleo sube o baja inversamente al nivel de actividad en la construcción de viviendas, hay períodos en que ambas ascienden, como el ya mencionado de 1980-1982 o como entre el verano de 1989 y el de 1991, una etapa de dos años en que la tasa de desempleo cae a pesar de caer también la actividad en la construcción de viviendas.
Como es obvio, en el período 1980-1982 se destruía empleo en otros sectores, y comenzó la reconversión industrial, y entre 1989 y 1991 se creó empleo en otros ámbitos (obras públicas, servicios y todo lo asociado con la celebración de las Olimpiadas, el AVE a Sevilla y la Expo 92). Al mirar el gráfico, se observa que la tasa de desempleo ha pasado por dos momentos óptimos en los últimos treinta años: en 1991, que descendió al dieciséis por ciento, y en 2007, que bajó fugazmente hasta algo por encima del ocho por ciento. Teniendo en cuenta el excesivo ritmo de construcción de viviendas, que podríamos calcular en 30.000, más de lo que el ritmo histórico (su tendencia de largo plazo) venía marcando, se crearon 800.000 puestos de trabajo más o menos ligados a la construcción que no se podían mantener. Sin esa actividad extra, la tasa de desempleo más baja se habría quedado así cuatro o cinco puntos por encima del ocho por ciento de 2007, en el doce por ciento o trece por ciento, lo que hubiera sido más coherente con la de 1991. Aun así resulta demasiado elevada para que tenga una buena explicación. La conclusión, pues, es que con un sector de la construcción que siga a un ritmo histórico promedio, si todo lo demás continúa igual, lo más a lo que puede aspirarse es a reducir la tasa de desempleo al doce por ciento. Cualquier intento legislativo que introduzca cambios en el mercado laboral debería, para considerarse exitoso, poder hacer que disminuyera entre cuatro y seis puntos más.
La Bolsa española
Es un índice que se estanca durante largos períodos: entre 1975 y 1985 y entre 1986 y 1996. Después, su evolución va ligada a la de los grandes índices internacionales, con fortísimas subidas o bajadas que se prolongan cada una alrededor de cinco años. De su observación se concluye una cosa clara: la economía española y, sobre todo, sus empresas más importantes, se encuentra cada vez más internacionalizada. Una obviedad.
Las etapas de la Transición, la reconversión industrial y la adaptación al Sistema Monetario Europeo constituyeron períodos de estancamiento en las bolsas, bien que en escalones paulatinamente más elevados. A partir de la perspectiva de la integración en el euro, el ritmo ya es el mismo que el de cualquier bolsa importante.
¿Qué se concluye de todo esto? Que la economía española va a sufrir los avatares de la economía mundial sin ahorrarse ninguno de sus golpes, con lo cual la conclusión es igual que para el resto de los países desarrollados: lo que queda de esta década estará punteado por dos recesiones más, una de las cuales parece que acaba de comenzar. La Bolsa española mantendrá esa evolución lateral propia de las etapas de estancamiento, y en eso acompañará a las bolsas de los demás países. Sólo en los años 2009 a 2010 pasó por el espejismo de un mejor comportamiento que la mayor parte de los índices de bolsa del resto del mundo. Como si estuviera descontando una reacción más vigorosa de la economía española (crecimientos del dos por ciento) que después no se produjo. O, quizás, condicionada por la rapidez en que Latinoamérica y, sobre todo, Brasil se recuperaban.
La nueva legislatura
La legislatura comenzada en diciembre de 2011 se presenta, en definitiva, con malos augurios económicos y tiene todo el aspecto de que va a ser un calco de la anterior: se inicia con una recesión y, probablemente, se despedirá con otra. En eso tampoco se va a diferenciar mucho de los demás países, sólo que aquí el ciclo económico estará ligado de forma muy estrecha al ciclo político. En medio de las dos habrá un período expansivo de un par de años en el que, si la economía crece con fuerza, podrá descender la tasa de paro hasta los niveles de 1996, el 21 por ciento (todo ello después de haber pasado por el 24 por ciento o el 25 por ciento). Si en vez de durar dos años la expansión se alargara hasta cuatro, algo bastante improbable, la tasa podría bajar hasta el 18 por ciento. Eso es a lo máximo a lo que cabe aspirar por ahora. Todo ello con un ritmo de construcción de viviendas que se hubiera recuperado desde las menos de diez mil viviendas iniciadas por mes a finales de 2011 hasta cerca de las 30.000. Si no, la otra y peor hipótesis, una construcción mensual de 20.000 viviendas y un paro del 21 por ciento.
¿No hay otra solución?
Cualquier solución para crear empleo masivo pasa por generar puestos de trabajo de baja cualificación. La cualificación elevada, los incrementos de productividad y los trabajos con futuro pasan por industrias y servicios que no crean mucha ocupación. A no ser que en el futuro nos aguarde algo que somos incapaces de ver hoy en día y que estará ligado seguramente a la expansión de los servicios de bajo valor añadido, al cuidado del medio ambiente o a las industrias clásicas, que experimentarán una evolución inversa y se relocalizarán en sus países de origen: las turbulencias geopolíticas y la falta de seguridad jurídica en muchos países, junto con el incremento de los salarios conforme esos países se desarrollan, provocarán, sin duda, una evolución en esa dirección. ¿Cuál será la intensidad de esa recuperación de puestos de trabajo anteriormente deslocalizados? Es difícil saberlo. Tampoco convendría que fuese demasiado importante, no fuera a ser que las caídas del comercio mundial terminaran anulando cualquier recuperación del empleo que viniera por la relocalización.
A partir de 2018, ¿qué?
A partir de 2018 o 2020, se producirá un nuevo y largo período de prosperidad otra vez. Los bancos ya habrán recompuesto sus balances y podrán prestar. Los excesos de capacidad del sector inmobiliario se habrán reabsorbido y los de otros sectores (tecnológico, automóvil) también. Los desajustes de la balanza comercial de los grandes bloques comerciales se habrán equilibrado, al menos en parte, y desde China una oleada de consumo, probablemente ya bajo otro régimen político, estimulará la demanda en países tan alejados de ella como España. El euro habrá sobrevivido a sus vicisitudes y lo más probable es que haya una agencia de la deuda europea que emita de manera conjunta la deuda pública de la
eurozona y le pase después a cada Estado miembro lo que le corresponda a un coste fijado en función de lo que su historia y su grado de cumplimiento del rigor fiscal aconsejen. Quizás, a partir de 2017 haya un tesoro único europeo. Todo ello en una Europa mucho más integrada y que se parecerá, desde el punto de vista istrativo, bastante poco a la actual. Bruselas pesará mucho menos y habrá dos símbolos nuevos: la capital europea en París y el gobierno europeo con sede en Berlín. No sería nada extraño que la capital de la Unión Europea terminara teniendo una fórmula a la holandesa: la capital es Ámsterdam pero el gobierno reside en La Haya. En la historia se han visto negociaciones que llevan a esa conclusión. Por ejemplo, el que la capital de Estados Unidos esté en Washington es el resultado de un quid pro quo entre los padres de la nación americana, un Alexander Hamilton primer secretario de Tesoro y poco conocido en España porque murió en un duelo con el que antes había sido comandante general (Aaron Burr; hay que ver cómo se las gastaban entonces), y un Jefferson que aceptó que la federación se hiciera cargo por una vez de las deudas de los diferentes estados. A cambio, Hamilton y los suyos consintieron en que la capital pasara de estar en Filadelfia a lo que ahora es conocido como Washington. Como de costumbre se volverá a la expansión del crédito y las bases del nuevo crecimiento se sustentarán sobre los mismos y frágiles fundamentos sobre los que se han apoyado durante los últimos treinta años. Por lo que la etapa de prosperidad tendrá cuerda hasta 2038 sin graves problemas. Y después… vuelta a empezar hasta ajustar los desequilibrios alrededor de 2060. Hay mucho que discutir sobre cómo crear empleo de calidad en estos años. Una de las vías apunta a la estimulación de las empresas y fondos de capital riesgo. Algo así como lo que ha convertido a Israel en una potencia mundial en el sector tecnológico. Hay que experimentarlo todo. Aunque un golpe de suerte como el de Israel sólo sucede de tarde en tarde, pero para estar en el lugar adecuado en el momento conveniente hay que empezar por estar. Siempre con la esperanza y el impulso de convertirnos en la tierra de las mil danzas. Ya veremos.
Bibliografía
Ahamed, Liaquat, Los señores de las finanzas, los cuatro hombres que arruinaron el mundo, Deusto, Barcelona, 2010. Aldcroft, Derek H., Historia económica mundial de siglo XX, de Versalles a Wall Street, 1919-1929, Crítica, Londres, 1985. Blakey, George G., A History of the London Stock Market, 1945-2007, Harriman House, 2008. Brenner, Robert, The Economics of Global Turbulence, New Left Review, Londres, 1998. Friedman, Milton y Schwartz Jacobson, Anna, A Monetary History of the United States, 1867-1960, Princeton, 1993. Kindleberger, Charles P., Manias, Panics and Crashes, A History of Financial Crisis, Basic Books-HarperCollins, 1989. —, Historia económica mundial del siglo XX, la crisis económica, 19291939, 1985. Lepage, Henri, Mañana, el capitalismo, Alianza Editorial, Madrid, 1979. Malkiel, Burton, A Random Walk Down Wall Street, Norton, 1996. Marx, Karl, Prólogo de la contribución a la crítica de la economía política, Siglo XXI Editores, Madrid, 1980. —, El capital, libro tercero, Siglo XXI Editores, Madrid, 1981.
Agradecimientos
Todos somos un cóctel de influencias mejor o peor ordenadas. Todos somos, en ese sentido, sintéticos. Comenzando desde la infancia, en que a los niños se les influye, como decían los escolásticos, tanquam tabula rasa; es decir, igual que se escribe o se pinta en una tabla nueva. Ya sé, ya sé que también está actuando el código genético, esa manera de introducir el debate del libre albedrío y la predestinación en la vida moderna. Por eso, en este capítulo de agradecimientos quiero comenzar por el principio (que yo también fui tabula rasa) y dejar constancia del mío a doña Anita, mi maestra de párvulos (que, además de enseñarme las primeras letras, me explicó lo que quería decir que «el rey Saúl era un lunático») y a su marido don Juan Antonio (Alberto), al que debo la frase de que «No hay nada como un bachillerato bien hecho»; y también a doña Eloína, que nos enseñó a entender el sistema solar jugando con un flexo y unas naranjas; y a don Daniel (Jambrina) y a doña Asunción, también un matrimonio de maestros, a él le debo el poder recitar de memoria un trozo de casi cualquier autor francés relevante y a ella lo que queda de formulación química en mi acervo; ¡ah! y una expresión que ya nadie entendería, «ídem de lienzo». Y al padre Sainz, del colegio de bachillerato, que tan comprensivo era con toda una banda de alborotadores. Y al cura de mi pueblo, don Felipe, al que tantas veces acompañé a dar el viático a los enfermos. Y también a don Honorio, que enseñaba la analítica de la recta como nadie; y a don Felicísimo, «fosfito», que explicaba fantásticamente lo que era el spin de las partículas subatómicas; y al padre Constantino, que provocó en mí el interés por la filosofía y, en especial, por los presocráticos; y a Sor María Vara: gracias a ella sé quienes fueron Cimabue y Ghirlandaio; y a don Eulogio, que grabó en sus alumnos lo que era una sucesión de Cauchy (aunque algunos la tomaran por «sucesión de Conchi»). Y a Garmendia, por cuya fabulosa explicación sobre cómo actuaba un acelerador de partículas aún lamento no estar ahora en el CERN esperando al bosón de Higgs. Y a Montesinos y a Arregui, y a Fernández Prida, todos de matemáticas, tan amables y tan buenos en sus explicaciones. ¡Ah! Y, por supuesto, a todos los otros profesores de aquella facultad de Ciencias de la Complutense, tan pacientes con una generación tan levantisca. Y al padre
Dou y sus ecuaciones diferenciales en derivadas parciales, aunque nunca consiguiera entender qué quería decir con «desde un punto de vista intuitivo y heurístico»… Y, tras los profesores, los amigos, los míos, los de mis padres y los de mis hermanos, todos dejaron algo sabio que recordar. Y al amigo más sabio de todos, Ángel Luis, para quien la novela es la vida; y a Fernando, el más sionista de España, y su «no se puede conocer a las personas sin criticarlas». Y a todos los demás: José Luis Casado, sin cuyos consejos yo no sabría quién son Jesus&Mary Chain; y a Alberto Rueda q. e. p. d., que me regaló Rastros de Carmín y así descubrí al mejor glosador de Dylan. Y a Chema Gª A., que no supo soportar la presión «tercera»; y a Juan Carlos, Pilar y Rubén, siempre tan bondadosos; y a Marga, con sus arranques proletarios; y a Enrique y Luismi, que «articulan» propuestas; y a Benítez de Lugo, siempre tan generoso. Y a Alfonso Carbajo, que me hizo caer en la cuenta de que el ahorro japonés sustentaba el superávit por cuenta corriente (y la inversión). Y a mi primo José Ramón, que me descubrió los vértices geodésicos. Y a Ana, que me hace oír todos los años «La Cruz» interpretada por quince bandas valencianas. Y, para terminar, a mi padre, médico al que aún añoran sus pacientes de hace cuarenta años que, en la crisis de los misiles, acarició la idea de construir un refugio nuclear en el corral de casa y a punto estuvo de convertirnos a todos en personajes de El milagro de P. Tinto. Y a mi madre, tan elegante, que me dejó con la duda de si iraba más a Juan XXIII o a la reina Sirikit de Tailandia. A ellos y a muchos más que, por ahora, prefiero no incluir para que no parezca que quiero quedar bien gastando poco. Aunque, quién sabe si no debería incluirlos también, para que no se enfaden y por si acaso no hay otro libro en el que poder hacerlo. En todo caso, quede claro que no me olvido de ninguno y que, si no están aquí incluidos, es por no alargar esto mucho más. A todos, gracias. Amén. Gracias especiales también a —Thomson Reuters por la información. —A Scott Barber, que hizo muchos de los gráficos. —A Teresa Sáez que revisó pruebas y mejoró pasajes.
Notas
1. Thomson Reuters es la mayor compañía mundial de información financiera y noticias, así como de literatura legal y sobre contabilidad, auditoría e impuestos. Esta compañía ha cedido gentilmente los gráficos utilizados en este libro.
2. http://www.nber.org/cycles.html
3. Véase mi artículo en El País jugando con el simbolismo de esa referencia en mayo de 2007: El pánico de 1907. http://www.elpais.com/articulo/primer/plano/ panico/1907/elpepueconeg/20070520elpneglse_1/Tes
4. A esto en Estados Unidos lo llaman «two trillion dollars»; por tanto, hay que tener cuidado con la traducción y no caer en el error de llamarlo «dos trillones». Hoy por hoy, ninguna cifra ni en dólares ni en euros llega a los trillones; cuando se vea en algún artículo o documento, ya se sabe que alguien ha cometido un error al traducir.
5. Que nadie piense que «pasar la mopa» es una expresión doméstica y un poco ordinaria. Lo que hace el BCE es estrictamente to mop up, que es como se dice en inglés enjugar o secar; es decir, absorber o retirar liquidez.
6. Véase mi artículo «La Alternativa del Diablo» en el diario El País. http://www.elpais.com/articulo/economia/alternativa/diablo/elpepieco/20111202 elpepieco_2/Tes
7. En frase afortunada de Larry Summers, secretario del Tesoro con el presidente norteamericano Clinton y, después, asesor del también presidente Obama, quien calificó la recuperación sin empleo de Estados Unidos como «recuperación estadística y depresión humana».
8. En la web de El País, pueden encontrarse mis artículos críticos, publicados en las mismas fechas de las subidas de tipos de interés por parte del BCE. ¿Primer paso en falso del BCE? http://www.elpais.com/articulo/economia/Primer/ paso/falso/BCE/elpepueco/20080607elpepieco_6/Tes y La inflación engaña dos veces. http://www.elpais.com/articulo/economia/inflacion/ engana/veces/elpepieco/20110408elpepieco_2/ Tes
9. Si se mantienen persistentemente por debajo de ese nivel, la economía se sobrentiende que está a punto de entrar, o ya ha entrado, en recesión. Curiosamente, estos índices que se elaboran sobre la base de encuestas de opinión empresariales suelen ser bastante buenos para indicar de manera adelantada el momento del ciclo en el que se encuentra la economía.
10. M4 es el conjunto agregado de monedas y billetes en circulación; depósitos bancarios; pagarés de empresa y Floating Rate Notes (FRN) o bonos a tipo de interés variable y depósitos interbancarios. Los OFC (Other Financial Corporations o resto de entidades financieras, que es como se traduciría al español) y su inclusión o no dentro de la M4 son detalles técnicos propios de expertos, pero dan una idea de que la caída de la M4 no es tan grave si no se incluyen los OFC (que formarían buena parte de lo que se ha llamado también «banca en la sombra» no por sus connotaciones siniestras, que las tiene, por haber estado en el origen de buena parte de los problemas actuales, sino por caer fuera de la esfera en la que las entidades bancarias están estrictamente reguladas). Entre los OFC se encuentran los vehículos fuera de balance que tienen los bancos y cuya actividad parece razonable que haya decaído en los años de la crisis.
11. http://www.bls.gov/news.release/prod2.nr0.htm.
12. http://www.bea.gov/newsreleases/national/gdp/2011/gdp3q11_2nd. htm.
13. http://www.realinstitutoelcano.org/portal.
14. Artículo del autor aparecido originalmente en la web del Instituto Real Elcano: http://www.realinstitutoelcano.org/wps/portal/rielcano/contenido? WCM_GLOBAL_ CONTEXT=/elcano/elcano_es/zonas_es/ari29-2011.
15. Artículo del autor aparecido originalmente en la web del Instituto Real Elcano: http://www.realinstitutoelcano.org/wps/portal/rielcano/Imprimir? WCM_GLOBAL_ CONTEXT=/elcano/Elcano_es/zonas_es/ari29-2011.
16. http://www.voxeu.org/index.php?q=node/5536.
17. Véase más sobre esto en http://www.mapfre.com/documentacion/publico/i18n/consulta/registro.cmd? id=131301.
18. http://www.youtube.com/watch?v=ektMQGbW3wk.
19. Según información del Financial Times.
20. http://www.reuters.com/article/2011/10/10/us-china-debtidUSTRE79901L20111010.
21. http://en.wikipedia.org/wiki/Sino-Indian_War.
22. Más sobre esto en http://www.elpais.com/articulo/economia/futuro/ euro/juega/Africa/elpepieco/20110311elpepieco_4/Tes.
Las dos próximas recesiones Juan Ignacio Crespo
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)
© del diseño de la portada, El taller interactivo, 2012 © de la imagen de la portada, Janos Levente, shutterstock
© Juan Ignacio Crespo, 2012
© Centro Libros PAPF, S. L. U., 2012 Deusto es un sello editorial de Centro Libros PAPF, S. L. U. Grupo Planeta, Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) idoc-pub.sitiosdesbloqueados.org
Primera edición en libro electrónico (epub): marzo de 2012
ISBN: 978-84-234-1261-7 (epub)
Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L. www.newcomlab.com