Índice Portada Dedicatoria Introducción PARTE I Prólogo Una saga familiar centenaria Una infancia singular Lecároz y Lovaina Madrid y San Francisco Cuando España era diferente PARTE II 1982: una vendimia mítica La cocina y los vinos de la libertad Nuevos horizontes Los grandes vinos de pago PARTE III Una aventura milenaria En defensa de la excelencia Epílogo
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A Esther, musa y colaboradora indispensable de este libro
INTRODUCCIÓN
Cambiar el mundo, Sancho, no es locura ni utopía, sino justicia.
MIGUEL DE CERVANTES Quisiera resumir en breves palabras la aportación que ha realizado y sigue realizando Carlos Falcó al mundo del vino, el aceite de oliva y la gastronomía. Es decir, al mundo de la cultura. Si lo pensamos con detenimiento, todos hemos conocido alguna vez a hombres que podrían responder al perfil de quijotes y otros a quienes identificaríamos como sanchos. Los primeros, más proclives a defender causas nobles y enfrentarse a los nuevos retos; los otros, más amigos del buen vivir y del mundo de los sentidos. Cuando Cervantes hace salir al hidalgo manchego de su hogar durante una noche de julio, le envía a enfrentarse con el mundo que Don Quijote soñaba, el de las gestas y la caballería. Nuestro personaje real, Carlos Falcó, salió también de su casa familiar con su abuelo Joaquín y sus padres como principales cervantes para enfrentarse, como el hidalgo, a su propia pasión heredada desde generaciones: la tierra, el vino y el aceite. Porque hacer vino y aceite de oliva es tal vez la forma más noble de querer la tierra. Y si Alonso Quijano decidió rebelarse contra su destino de hidalgo rural y cambió para ello el confort de su aldea manchega por los polvorientos caminos que van desde Montiel a Puerto Lápice o de Aragón a Barcelona, el autor de este libro también eludiría la comodidad propia de su linaje para estudiar las vides y el campo en la Universidad belga de Lovaina y posteriormente en la prestigiosa Universidad de California/Davis, pionera en estudios de agricultura. Ese ánimo rebelde que encontramos en las hazañas y disputas que establece el caballero andante contra la realidad recuerda en parte al que mantuvo el joven Falcó cuando fundó el club La Lechuza, según él manifiesta «de claro contenido europeísta y liberal», o cuando corrigió de adolescente el vino que eligió su padre en un restaurante de Ámsterdam. Cuántas veces el caballero de La Mancha no sufrió burlas y desprecios por sus
acciones y osadías…, incluso no dudó en enfrentarse al poder de su época. Cuántas veces Carlos Falcó no recibiría críticas e incluso sanciones por su deseo de cultivar con técnicas innovadoras lo desconocido, como esas uvas extranjeras de nombres extraños. Cuando Don Quijote se enfrentaba a los gigantes con aspas del Campo de Criptana, simbolizaba la lucha contra lo establecido; como la lucha del marqués de Griñón, cuatro siglos más tarde, introduciendo esos sarmientos entonces prohibidos de Cabernet Sauvignon escondidos en un camión cargado de jóvenes manzanos. Toda una aventura quijotesca, toda una proeza. Edward C. Riley describe a Cervantes como un escritor innovador frente a la tradición literaria; como lo fue Carlos Falcó al convertirse en protagonista de la modernización vitícola y de la recuperación de los grandes vinos de pago en España. O más recientemente, preservando los antioxidantes que contienen las aceitunas y ampliando con ello los sabores, aromas y poder dietético de sus aceites virgen extra. Desde el punto de vista universitario, Carlos Falcó responde perfectamente a ese objetivo de Investigación, Desarrollo e Innovación que debe guiar nuestra actividad; ha sabido investigar, rodeándose de los más cualificados profesionales para desarrollar la ciencia del vino y del aceite, promoviendo una constante innovación en sus producciones (riego por goteo, espalderas avanzadas, empleo de sensores digitales, etc.). Pero si esa I de investigación le identifica como un empresario que no ha dejado de indagar, la D le vincula también con un cierto carácter docente y con esa inquietud constante por enseñar, como ilustra la continuidad familiar que representa su hija Xandra. Esas simbólicas iniciales, I+D+i, pueden también atribuirse a Carlos en el plano personal. Cualquiera que repase su biografía verá que la primera I es sinónimo de inquietud, porque estamos en presencia de un empresario, un hombre de campo en permanente estado de activación para alcanzar la excelencia. La D aludiría a su discreción, cualidad casi en extinción en el mundo actual, donde lo personal se valora tanto como lo profesional. Finalmente, la última i nos acerca a su capacidad de influencia. La ejerce ante sus colegas y ante el mundo de la gastronomía, que siempre valora sus opiniones y aportaciones. Así lo atestiguan tanto sus publicaciones en el mundo del vino y el aceite como su posición como
presidente de la Academia de Gastronomía de Castilla-La Mancha y vicepresidente de la Real Academia de Gastronomía. Falcó siempre estuvo con las universidades y sus docentes. Charlas, ponencias, visitas a su bodega, degustación de sus productos, etc. Siempre hubo un «sí» cuando fue requerido este hombre, fundamental para entender nuestra cultura gastronómica. Cervantes diseñó un personaje enjuto y alargado y le encargó el gran reto de luchar por sus ideales. Entre ellos figuraba, sin duda, en primer plano, mejorar nuestra calidad de vida. Este ha sido, con seguridad, un objetivo prioritario en la trayectoria profesional del autor como lo demuestra el contenido de este libro, empezando por su título. Queda para nuestra imaginación, cuando se cumple el Cuarto Centenario de la segunda parte del Quijote, preguntarnos si alguno de los vinos añejos que describe Cervantes en la boda de Camacho el Rico pudiera proceder del antiguo Señorío de Valdepusa… Pero sospechamos que si don Miguel viviera en nuestra época o Carlos lo hubiera hecho en el siglo XVI, el autor sería firme candidato a protagonizar esos valores complementarios que encarnan Alonso y Sancho, integrando irablemente la pasión por los ideales con la búsqueda de la buena vida. En eso consiste, precisamente, el doble perfil de Carlos Falcó: un Quijote que se hace Sancho y un Sancho que no renuncia a ser Quijote. ANTONIO MATEOS JIMÉNEZ Director del Seminario Permanente de Gastronomía, Educación y Salud Departamento de Pedagogía Universidad de Castilla-La Mancha
PARTE I Cada cual se fabrica su destino, no tiene aquí fortuna parte alguna. MIGUEL DE CERVANTES, Don Quijote, Segunda parte
PRÓLOGO
Caminante, son tus huellas el camino y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar.
ANTONIO MACHADO, Poemas del Alma Este libro es un compendio de historias familiares, circunstancias, esfuerzos e ilusiones cumplidos o pendientes de cumplir. Una buena vida es aspiración prioritaria para cualquier ser humano. Lograrla depende, como apunta Cervantes, del acierto y empeño que ponemos en fabricar nuestro destino, aunque su recompensa sea incierta. Para alcanzarlo resulta también preciso recorrer un camino. Pero aquí conviene recordar la advertencia de Machado:
Caminante, son tus huellas el camino y nada más…
Mi destino elegido fue lograr una buena vida, entendida como calidad de existencia —objetivo último de cualquier cultura que merezca tal nombre—, mejorando también en lo posible la de quienes me rodeaban y, en círculos concéntricos, la del mayor número de personas posible. Tuve muy en cuenta desde joven la afirmación de Tucídides que encabeza la Tercera parte de este libro, respecto del cultivo de la vid y del olivo como receta para salir de la barbarie entre los pueblos del Mediterráneo. Al hacerlo, y en otros temas importantes, seguí el consejo que Cervantes puso en boca de Don Quijote y que abre las páginas de este libro:
Cambiar el mundo, Sancho, no es locura ni utopía, sino justicia.
También lo hice respecto de su célebre defensa de la libertad que abre la Segunda parte. También practico, cuando corresponde, el carpe diem propuesto por el poeta Horacio, pero me parece al tiempo indispensable mantener ilusiones que tardarán años o incluso décadas en cumplirse. Don Miguel dedicó a mi antepasado, el duque de Béjar, cuyos ancestros construyeron y mejoraron nuestro Palacio de Mirabel en Plasencia, la Primera parte del Quijote. Sirva este ensayo de modesto homenaje en el Cuarto Centenario de su Segunda parte. CARLOS FALCÓ Dominio de Valdepusa, Castilla-La Mancha Octubre de 2016
Mi nombre es Carlos Falcó y Fernández de Córdoba. Soy el segundo de los cuatro hijos que trajeron al mundo mis padres, Manuel Falcó y Escandón, IX duque de Montellano, y Hilda Fernández de Córdoba y Mariátegui, XIII marquesa de Mirabel. Mis apellidos pertenecen a sagas centenarias, en las que no han faltado hombres y mujeres que en ocasiones contribuyeron con su esfuerzo, su creatividad o capacidad emprendedora a construir la Historia de mi país. Mi familia y su legado han sido fuente de inspiración y guía de mis pasos. El profundo amor a mi tierra ha sido otra motivación que, como a mis ancestros, ha guiado mis anhelos y que espero haber sabido transmitir a mis cinco hijos: Manuel, Xandra, Tamara, Duarte y Aldara. Estudiar nuestros árboles genealógicos implica remontarse varios siglos siguiendo la biografía de ilustres antecesores que han pasado por derecho propio a ocupar un lugar en la Historia de España. La familia de mi madre, por ejemplo, desciende directamente de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, que fuera soldado favorito de Isabel la Católica, el mismo que protagonizó la conquista de Granada, y, más tarde, venció a las tropas sas en Italia… Un hombre fiel a su reina incluso tras la muerte de Isabel, cuando su esposo Fernando de Aragón asumió la regencia de Castilla y consolidó el reino de España.
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Sin olvidar el cariño que siento por otros muchos lugares en los que he vivido, trabajado y disfrutado, debo afirmar que la tierra a la que me siento más unido es la que heredé de mi abuelo materno, Joaquín Fernández de Córdoba, duque de Arión y de Cánovas del Castillo. Me refiero a los Quintos Casa de Vacas y Coronillas,parte del antiguo Señorío de Valdepusa, en los Montes de Toledo, que mi abuelo heredó de sus antepasados los Ribera, Toledo y Fernández de Córdoba, junto con el bello castillo medieval de Malpica de Tajo. El origen del señorío data de 1292, según el árbol genealógico familiar que permanece en la entrada del citado castillo. Anteriormente, sus tierras pertenecieron a la Corona de Castilla, tras la conquista de Toledo a finales del siglo XI. Su titularidad no
solo permitía la istración y explotación del territorio, incluía también el derecho de impartir justicia entre sus habitantes. Por este motivo, la repoblación de aquellas tierras recién conquistadas a los musulmanes se consideraba una fuente de ingresos legítima. Sus más de treinta mil hectáreas resultaron ser un buen reclamo para los colonos procedentes de Castilla y León e incluso de Francia —como en el caso del Quinto Bernuy—que buscaban nuevos territorios donde establecerse como agricultores y ganaderos. Aunque el propio río Tajo y el río Pusa que da nombre a la finca atraviesan el lugar, hasta mediados del siglo XX, cuando se construyeron los sucesivos embalses del primero, eran relativamente escasos los regadíos, y fueron los cultivos de secano, con cereales, viñas y olivos, y los montes de abundante caza los que dieron forma a su paisaje a lo largo de los siglos. Estos últimos no eran solo una fuente de riqueza para las comunidades que se instalaron aquí, sino también un símbolo de permanencia y compromiso a largo plazo con la tierra. Con el paso de los siglos, los Montes de Toledo se convirtieron en la segunda región de olivar más extensa y de mejor calidad de España. La tradición cuenta que los aceites de la región eran los preferidos por doña Isabel de Castilla. Desde entonces hasta nuestros días, gracias a la última almazara construida en Casa de Vacas (2013), se prolonga una tradición siete veces centenaria que incluye, entre otros, el antiguo molino situado en la plaza de Malpica de Tajo, cuyo edificio data del siglo XVII.
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Otra de las raíces de mi familia materna nos conduce hasta Plasencia, en el norte de Extremadura. Allí, no muy lejos de tierras salmantinas, se encuentra el Palacio de Mirabel, un monumento que marca el inicio de la historia de Plasencia en el siglo XII y que hereda mi madre de su tío, el duque de Bailén, tras la Guerra Civil, junto con el Marquesado de Mirabel y otro monumento de extraordinaria importancia histórica, el Monasterio de Yuste, donde pasó sus últimos años el emperador Carlos V. El propietario de Mirabel a mediados del siglo XVI era otro de nuestros antepasados, Luis de Zúñiga, cronista real y acompañante personal del monarca hasta que le sobrevino la muerte. Es muy probable que fuera precisamente don Luis quien le sugiriera este destino para su
retiro definitivo. Solo alguien que conociera bien aquella zona podía conocer un lugar tan alejado de cualquier ciudad o bullicio, en la Vera de Cáceres, junto al pueblo de Cuacos. Un lugar a buen seguro desconocido para Carlos V, cuyo imperio se extendía a lo largo y ancho de Europa y del norte al sur de América. Cuando los treinta y ocho monjes jerónimos que integraban la comunidad de Yuste recibieron la visita de Su Majestad cesárea, se vieron desbordados, ya que, a pesar de haber reducido sustancialmente el número de sus , la corte que acompañaba a Carlos V superaba las cincuenta personas, por lo que hubo que aplazar unos cuantos meses el momento de la mudanza definitiva. Durante ese tiempo, el emperador se alojó en el cercano castillo de Jarandilla, propiedad del conde de Oropesa y hoy parador de turismo. Recuerdo visitar Yuste de niño con mis padres. Apenas lo habitaban entonces siete u ocho monjes. El monasterio había sido rescatado y restaurado por la Casa de Mirabel tras la desarmortización de Mendizábal, al conocer las intenciones del emperador Napoleón III de adquirirlo. Podíamos pasear con tranquilidad por su claustro, su jardín y las estancias que había ocupado tan ilustre huésped. En tiempos de Franco, mi madre cedió el monasterio al Ministerio de Educación con la condición de que se creara un patronato que velara por su conservación, y de que siempre participaran tres de nuestra familia en su istración. Franco incumplió esa condición y celebró la cesión del monasterio durante un acto repleto de altos mandos del Movimiento Nacional vestidos con sus uniformes de chaquetas blancas, al que no fueron invitados mis padres. Esa condición esencial para la cesión del monasterio no se cumpliría hasta bien entrada la década de los noventa, con la llegada de Esperanza Aguirre al Ministerio de Cultura. Más de una década después, en 2004, el monasterio pasó a formar parte de Patrimonio Nacional, la misma institución que istra el antiguo Patrimonio de la Corona y sus residencias reales, incluidos los Palacios Reales de Madrid, la Granja de San Ildefonso y Aranjuez, así como el Monasterio de El Escorial y tantos otros edificios históricos pertenecientes a todos los españoles. La iniciativa surgió de Su Majestad el rey don Juan Carlos, quien me comentó en una de sus visitas a Casa de Vacas que la Casa Real no tenía residencia oficial en Extremadura, por lo que Patrimonio Nacional propuso al Patronato del monasterio su disolución y cederle su titularidad para convertirlo en residencia real en esta tierra. Solo lamento que mi madre, fallecida en 1998, no pudiera conocer esta decisión que habría apoyado y celebrado con entusiasmo. Es también fascinante la historia que rodea al Palacio de Mirabel, construido en
el siglo XIII como fortaleza y reformado en palacio renacentista en el XVI, unido al Marquesado de Mirabel, título que lleva en la actualidad mi hija mayor, Xandra. En 1492, Antonio de Nebrija publicó el primer diccionario latinoespañol de la Historia gracias al mecenazgo de Juan de Zúñiga y Pimentel, propietario por entonces del palacio. Aunque Nebrija era profesor en la Universidad de Salamanca, no fue hasta que Zúñiga apostó por él y lo alojó en una casa de su propiedad situada en Zalamea de la Serena cuando empezó a producir su valioso legado. Además del diccionario antes mencionado, fue donde escribió su famosa Gramática —la primera en lengua castellana— que dedicó a Isabel La Católica «para que la conozcan los que la hablan de nacimiento y la aprendan otros como los vizcaínos o los ses y los pueblos de las naciones que vuestra majestad, reina de las Españas, pudiera conquistar». Dos generaciones más tarde, en tiempos de Felipe II, Miguel de Cervantes dedicó la primera edición de Don Quijote al duque de Béjar, entonces propietario de Mirabel. Respecto al Marquesado de Griñón, procede del señorío del mismo nombre. En 1862, con la abolición del régimen señorial iniciado en las Cortes de Cádiz, desaparecían con muchos otros los señoríos medievales de Griñón y Cubas, pueblos cercanos a la autovía que hoy une Madrid con Toledo, adquiridos por el marqués de Malpica y señor de Valdepusa en el siglo XIV. La reina Isabel II quiso crear sendos marquesados —lo que implicaba una elevación de categoría respecto a los antiguos señoríos, pero sin sus privilegios feudales— para otorgarlos a dos hermanas, María Cristina y María Blanca Fernández de Córdoba. La primera recibió el de Griñón, la segunda, el de Cubas, que hoy lleva mi hermano Fernando.
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Los orígenes de la familia Falcó están documentados, en un amplio estudio genealógico que poseo, desde el siglo XVI, y tienen sus raíces del Reino de Valencia. Más tarde, los Falcó se trasladaron a la corte y crearon una fortuna que incluía tierras en ambas Castillas, Andalucía y Extremadura. Ya en el siglo XIX, dos hermanas Falcó se casaron con el duque de Fernán Núñez —cuyo abuelo, embajador en París durante los difíciles tiempos de la Revolución sa, fue
retratado por el gran Francisco de Goya en un cuadro que hoy conserva mi primo Manuel Falcó, el actual titular del ducado— y con el duque de Alba, dos auténticos próceres de la aristocracia española. Con este doble enlace se inicia la línea de parentesco que une a nuestra familia con los Alba. Mi padre era primo hermano del padre de Cayetana de Alba, Jacobo (Jimmy) Fitz-James Stuart y Falcó, a la sazón embajador de España en Londres entre 1937 y 1945, amigo y pariente del célebre estadista británico Winston Churchill. La genealogía de los Falcó nos remite también al otro lado del Atlántico gracias a mi abuela, Carlota Escandón. A ella debo mi nombre, inspirado a su vez en el de su madrina, la emperatriz Carlota de México, cuyo esposo, Maximiliano de Austria, murió fusilado en Querétaro por los revolucionarios mexicanos. La abuela Carlota había conocido de joven en París a mi abuelo paterno, Felipe, duque de Montellano y senador por el Partido Liberal en el Congreso, con quien pronto contrajo matrimonio. El gran Giovanni Boldini le haría un elegante retrato que refleja irablemente su personalidad. En aquel tiempo eran frecuentes los enlaces entre de familias nobles europeas y herederas americanas. La familia Escandón había logrado una considerable fortuna en tiempos del presidente Porfirio Díaz con la construcción del estratégico ferrocarril México DF-Veracruz, el principal puerto del país. Mi padre, Manuel, nacería en 1892 en París, donde los Falcó tenían una magnífica mansión en la avenue Victor Hugo, pero, al poco tiempo, en 1900, mis abuelos decidieron trasladar su residencia al emergente Paseo de la Castellana de Madrid, una avenida que ya era un magnífico escaparate de la mejor arquitectura de la belle époque. Allí,en su esquina con el Paseo del Cisne (hoy calle de Eduardo Dato), pusieron en pie un bellísimo palacio rodeado de jardines del que mi padre puso de niño la primera piedra: el Palacio de Montellano. Allí fue también donde nació en 1898 su segunda hija, mi tía y madrina Paloma Falcó. Fue un hombre culto de formación europea. Se educó en España e Inglaterra, en el internado jesuita de Beaumont. Su vida de adulto se desarrolló en España, y, como ya he mencionado, una de sus mayores pasiones fue la restauración y conservación de nuestro patrimonio histórico y cultural. Mi abuelo materno, Joaquín, y él aportaron iniciativas muy relevantes a la creación de la incipiente red general de carreteras a principios del siglo XX, durante el Gobierno de Primo de Rivera. Mi madre, Hilda, me contó una anécdota de los tiempos en los que su padre estaba al frente de la Dirección
General de Firmes Especiales, responsable de adoquinar las principales carreteras del país, un proyecto que no solo mejoraría las comunicaciones entre capitales españolas, sino que también era condición necesaria para fomentar la incipiente industria del automóvil y el desarrollo turístico de España. Su nivel de exigencia era muy alto y solía comprobar personalmente la calidad de cada nuevo tramo construido. En cada inauguración, su procedimiento siempre era el mismo: recorrer el nuevo trayecto a bordo de su Rolls-Royce, comprobando la afirmación de su importador y amigo Carlos de Salamanca: el único sonido que debía escucharse dentro de un Rolls tenía que ser… el del llavero del coche. Como grande de España y gentilhombre al servicio del rey Alfonso XIII, mi padre acompañó frecuentemente en sus desplazamientos al bisabuelo de nuestro actual rey, Felipe VI. En cierta ocasión, al principio de la década de los años veinte, durante una cena en la que participaban otros de la nobleza, Alfonso XIII planteó la necesidad de que se implicaran en la financiación de una serie de proyectos necesarios para que el país creciera. Hablaba de la primera línea de Metro de Madrid y de la construcción del hotel Ritz, en cuya fundación participaron mis abuelos o los Alba, junto con el propio Alfonso XIII. Años más tarde, durante un viaje, mi padre propuso al rey la creación de la red de Paradores. La idea era crear una cadena de hoteles turísticos restaurando edificios históricos a lo largo y ancho de la geografía del país. De esta manera se lograría recuperar parte de nuestro riquísimo patrimonio monumental, incluyendo castillos y conventos que sobrevivían en estado de abandono, cuando no eran comprados y trasladados piedra a piedra por millonarios americanos. Al tiempo se trataba de una apuesta para convertir España en destino privilegiado para la prometedora industria del turismo. El mundo estaba cambiando, viajar ya no era privilegio exclusivo de las clases pudientes. Tras escucharle, don Alfonso le dijo: «Manolito, ¡has tenido una gran idea! Organiza una comida en casa de tus padres con Primo de Rivera y demos forma al proyecto». La cena fue un éxito: el nuevo jefe del Gobierno decidió apoyar el proyecto con un millón de pesetas (unos seis millones de euros actuales) procedentes de un nuevo impuesto ferroviario y nació la primera red de Paradores del Estado. A la lista inicial de mi padre, en la que se incluían, entre otros, el parador de Oropesa (Toledo) y el de Mérida (Cáceres), Alfonso XIII añadió su refugio de caza en la sierra de Gredos. Se iniciaba así una oferta de albergues singulares donde el entorno era tan importante como la residencia en sí misma, lugares de un alto valor histórico, patrimonial o paisajístico que, gracias a esta iniciativa, pudieron convertirse en atractivos destinos turísticos
internacionales. La red de Paradores de Turismo se convertiría en institución de referencia para el turismo de calidad a nivel mundial. Uno de aquellos millonarios norteamericanos empeñados en trasladar algunos monumentos europeos a Estados Unidos fue Randolf Hearst, el magnate de la prensa que inspiró a Orson Welles su obra maestra cinematográfica Ciudadano Kane. Mi padre conoció a Hearst por mediación de un tío suyo, Manuel de Villavieja, quien escribió un libro titulado Life has been good (La vida ha sido buena), en el que contaba cómo conoció a los magnates más importantes de principios del siglo XX en aquel país. Otro de ellos, que compartía amistad con Hearst, era Archer M. Huntington, un filántropo enamorado de España que fundó en Nueva York, en 1904, la Hispanic Society of America (HSA), una institución consagrada al estudio y la difusión de nuestra cultura, gracias a la que hoy disfrutamos de los míticos catorce lienzos que Sorolla pintó por encargo suyo para ensalzar las distintas regiones de nuestro país, así como su colección con varias obras de Goya, textiles medievales, piezas romanas… A Huntington dedicó el diario ABC en 1953 estas palabras: «Nunca contó España con un embajador de buena voluntad en Norteamérica —ni en ninguna parte— que hiciera tanto por fomentar el estudio y el amor hacia nuestra cultura». En cierta ocasión, Huntington fletó un tren privado para que sus amigos viajaran desde Nueva York a San Francisco y pudieran conocer la nueva mansión que Hearst acababa de inaugurar en la costa del Pacifico californiano, en San Simeon, a medio camino entre San Francisco y Los Ángeles, que incluía una «piscina» procedente de un templo romano y gran número de elementos románicos, góticos… Mi padre, que aún no había cumplido los treinta años, fue invitado a ese viaje y siempre lo recordaba como una de las más singulares experiencias de su vida. Otra se remontaba a 1919, al día previo a la entrada en vigor de la famosa ley seca en Estados Unidos, la última noche en que se podía consumir alcohol. Mi padre asistió a un baile en Nueva York que, como es fácil de suponer, terminó a altas horas de la madrugada y con muchos invitados en estado de embriaguez. Tanto mi abuelo Joaquín como mi padre fueron presidentes del Real Automóvil Club de España (RACE), que mi padre impulsaría con la construcción del circuito automovilista del Jarama y su campo de golf. Más tarde asumiría su presidencia mi hermano Fernando, que puso en marcha el primer servicio de asistencia en carretera con cobertura nacional y, posteriormente, llegaría a ser presidente de la Federación Internacional del Automóvil (FIA).
* * *
Mis padres iniciaron su relación en 1927 en La Venta de la Rubia, un club social situado a las afueras de Madrid al que solía acudir la alta sociedad de la época, incluida la esposa de Alfonso XIII, la reina Victoria Eugenia, y sus hijas, las infantas Beatriz y María Cristina, amigas de mi madre desde su infancia. La reina fue, precisamente, la primera en sospechar del romance cuando una tarde ninguno de los dos apareció a la hora prevista para tomar el té… En 1928, contrajeron matrimonio; mi madre tenía dieciséis años menos que mi padre. A pesar de las duras circunstancias iniciales —en 1930 se inició la Gran Depresión, seguida de la proclamación de la Segunda República Española y de la Guerra Civil— fueron muy felices durante el resto de su vida en común. No solo nos dieron la mejor educación que tuvieron a su alcance, haciendo especial hincapié en el estudio de los idiomas y las artes, sino que también se preocuparon de que nuestra vida familiar estuviera llena de escapadas y actividades en las que pudiéramos adquirir conocimiento sobre múltiples aspectos de la vida, la cultura, el amor al campo o la defensa del medio ambiente. Dos de sus viajes anuales favoritos eran los festivales de música de Granada y Salzburgo (Austria). Acudían todos los años desde su fundación en 1952; yo les acompañaba siempre para compartir con ellos nuestra común pasión por la música clásica y poder disfrutar de ambas hermosas ciudades. En una ocasión, al terminar el festival, visitamos un almacén a las afueras de Granada donde se conservaban los restos de la casa familiar de los Fernández de Córdoba, la familia del Gran Capitán, que sus descendientes ocuparon durante siglos pero que en la década de 1930 terminó siendo derruida. Lo más valioso que se conservaba en aquel lugar eran unos artesonados mudéjares realmente extraordinarios. Mi padre nos explicó que estaban dimensionados a la medida de cada una de las estancias del Palacio de los Córdova y tuvo una idea: ¿por qué no reconstruirlo a partir de esos artesonados? Un respetado académico granadino, Antonio Gallego Burín, facilitó a mi padre sus dibujos y anotaciones sobre la casa solariega de los Córdova, así que mi padre, entusiasmado, adquirió para su nuevo emplazamiento una parcela
privilegiada del célebre barrio del Albaicín, situada al final de la Carrera de Darro: la Huerta de la Verónica. Con la energía que le caracterizaba cuando iniciaba una restauración —él y mi madre habían sido nombrados Hijos Adoptivos de Plasencia por la restauración completa del Palacio de Mirabel—, consagró los últimos años de su vida al nuevo proyecto granadino hasta conseguir su propósito con ochenta y cuatro años cumplidos. Tras su fallecimiento, la Casa de los Córdova se convirtió en sede del Archivo Histórico de Granada, de propiedad municipal. Años después de su muerte, el entonces presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, y su esposa, Hillary, invitados por los reyes don Juan Carlos y doña Sofía, cenaron en aquella casa para poder disfrutar de sus vistas nocturnas sobre la Alhambra iluminada. Clinton, visiblemente impresionado, dijo que aquel «era el lugar más bello donde nunca antes había visto anochecer». El rey explicaría al presidente el origen del palacio ante mi hija Xandra y su futuro esposo Jaime Carvajal, quienes meses más tarde, tras su boda en el Palacio Mirabel, se instalarían cuatro años en Washington.
La fortuna quiso que viniera al mundo en circunstancias singulares. Más aún, dramáticas. Singulares, porque nací lejos de la casa familiar donde habían vivido mis padres y abuelos, en el corazón del madrileño Paseo de la Castellana. Dramáticas, porque coincidieron con uno de los tiempos más cruentos de la Historia de España y de Europa, aquella terrible Guerra Civil que serviría de preámbulo a otra hecatombe cincuenta veces más letal, la Segunda Guerra Mundial. Dos contiendas que marcarían de angustia e incertidumbre los primeros años de mi vida. El alzamiento militar de 1936 sorprendió a mis padres y hermanos veraneando en Zarauz (Guipúzcoa). Era habitual que cada año toda la familia se instalara allí entre junio y septiembre. Zarauz era un destino común entre las familias nobles y acomodadas de la época. Algunas solían alojarse en el Gran Hotel de la ciudad, pero mis padres alquilaban una casa privada en primera línea de playa. Este dato, junto con el encuentro casual con un matrimonio inglés al que llamó la atención la simpatía de mi hermana Rocío —que por aquel entonces apenas contaba con cuatro años de edad— jugando en la playa, resultó providencial la noche del 18 de julio. En cuanto llegaron a Zarauz las noticias del alzamiento de Franco, los nacionalistas vascos más radicales, de acuerdo con el Gobierno de la República, retuvieron y fusilaron a muchas de las familias nobles que se encontraban en aquel momento alojadas en el Gran Hotel. De haber estado allí nuestro destino habría sido bien distinto… Por suerte, aquel matrimonio inglés quiso acordarse de mi familia y propuso a mis padres embarcarse con ellos en un buque que estaba sacando del país a todos sus compatriotas. Mi madre estaba ya embarazada de mí desde hacía cuatro meses, por lo que no dudaron en aceptar su oferta. Así, de madrugada, embarcaron desde el puerto de pescadores de la vecina Zumaya a bordo de un precario bote de remos que los acercó hasta un barco con bandera británica que esperaba mar adentro. Su destino en Francia era Burdeos, ese lugar del mundo al que mi vida volvería a estar vinculada cuando, cuatro décadas más tarde, comencé mi carrera de viticultor y bodeguero. Algunos meses después del inicio de la guerra en España, cuando las tropas del general Franco ya habían entrado en Sevilla y ocupado Andalucía, mi padre ó con su primo hermano Jimmy Alba, quien le propuso instalarse en su palacio sevillano. En otro barco, rodeando la península desde Burdeos, mi familia alcanzó la capital andaluza unos meses antes de mi nacimiento. Tuve así la fortuna de ver la luz en Sevilla el 3 de febrero de 1937, nada menos
que en el Palacio de las Dueñas, el mismo lugar donde sesenta y dos años antes había nacido Antonio Machado y al que el poeta describiría, ya desde Soria, con aquellos inmortales versos: «Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero…». Una poesía que siempre he guardado en el corazón y que recito con frecuencia. El triste final de Machado en Colliure cuando iniciaba su doloroso exilio, dos años después de mi nacimiento, marcaría más tarde mi juicio sobre la Guerra Civil, sus antecedentes y sus consecuencias. Cuando ese mismo año (1939) pudimos regresar a Madrid, nos encontramos ante una ciudad herida pero dispuesta a ponerse en pie y afrontar una posguerra que resultaría no menos dura. Fueron años de dolor, escaseces y penurias. Conservo la imagen de mi madre apagando una a una las luces del piso en que vivíamos, en la calle Fortuny. Nada podía tirarse, la comida era exigua. Aun así teníamos techo y condiciones de vida mejores que las de muchos otros españoles. Aprendí, y nunca olvidaría, el esfuerzo que supone sacar adelante una familia en tiempos de adversidades. La calle Fortuny limitaba también con las antiguas cocheras y caballerizas del Palacio de Montellano, la residencia familiar de mis abuelos, Felipe Falcó y Carlota Escandón. A pesar de los estragos que las piquetas causaron durante el franquismo, especialmente en la década de 1960, periodo en el que se derribaron muchos de los palacios del Paseo de la Castellana, incluido el de nuestra familia, aún hoy podemos disfrutar de bastantes de aquellos hermosos edificios[1]. Por suerte para todos, durante la guerra mi padre había alquilado el palacete familiar al Gobierno de Estados Unidos, que instaló en él su embajada en España. Este hecho resultó providencial para que muchos cuadros y enseres de mis padres — junto con los de otros familiares y amigos que pidieron guardar en nuestra casa algunas de sus obras de arte— sobrevivieran en buen estado de conservación el asedio y los saqueos del Madrid republicano. Cuando en 1946 una Resolución de Naciones Unidas condenó al régimen de Franco recomendando a sus Estados la retirada de sus embajadores en Madrid, el propio embajador norteamericano devolvió a mi padre las llaves de la casa, con una recomendación: «Haga como nosotros, marche al exilio porque al régimen de Franco le quedan como mucho unos meses». Mi padre le agradeció el consejo, respondiéndole que se quedaría en España a pesar de todo. Así las cosas, durante el resto de mi infancia y primera juventud en Madrid hasta 1963, cuando me casé con mi primera esposa, Janine Girod, nuestro hogar sería el Palacio de Montellano y la hectárea larga —de once en total— de bellos jardines, que incluían entre otros hermosos elementos decorativos una bella
fuente, una pista de tenis con su pabellón y las mencionadas caballerizas. Recuerdo en especial el gran baile que mis padres organizaron en el año 1951, con motivo de la puesta de largo de mi hermana Rocío, que cumplía aquel día dieciocho años. Yo, que aún vestía pantalón corto, con catorce años y mi hermano Fernando con doce contemplamos el espectáculo desde una habitación superior de la casa. Fue tal vez el primer evento social de la posguerra. Se montó una pista de baile en los jardines, donde algunos invitados jóvenes, incluida mi hermana, bailaron un rigodón que nada tuvo que envidiar a los de los antiguos palacios vieneses. Todos acudieron vestidos de rigurosa etiqueta, ellos con frac, ellas luciendo preciosos diseños de alta costura; el Vogue de París desplazó hasta Madrid un corresponsal para dar cuenta del festejo… El evento contó, incluso, con su propia y muy sonada polémica. Cristóbal Martínez-Bordiú, marqués de Villaverde, acababa de contraer matrimonio hacía unos meses con Carmen Franco, hija del general Franco, el mismo que se negaba a restaurar la monarquía en España y que siquiera dirigía la palabra al legítimo heredero del trono, don Juan, exiliado en Portugal. Por este motivo, una parte de la aristocracia madrileña criticaría que la pareja fuera convocada a aquella fiesta. Mis padres, a pesar de ello, invitaron a los Villaverde. Nobleza obliga.
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Mi familia paterna había estado tradicionalmente vinculada a la corte y la de mi madre también —mi abuelo tenía su propio palacio en Castellana 7—, aunque los Arión mantenían una relación muy cercana con el mundo agrario, ya que la economía familiar se sustentaba en buena medida en la agricultura y la ganadería. Durante aquellos años, además de la estancia de verano de Zarauz, pasábamos largas temporadas en Valcavado, la finca de mi padre en Oliva de la Frontera, un pueblo de Badajoz fronterizo con Portugal y cercano a Jerez de los Caballeros. Recuerdo que los inviernos en aquella casa eran bastante duros. Aunque había muchas chimeneas distribuidas entre las distintas estancias, no había agua corriente ni electricidad. Llegar hasta allí era siempre una pequeña odisea que pasaba por varias horas de pésimas carreteras desde Madrid en el viejo Ford de mi padre y un último trayecto a caballo por caminos que jamás habían visto un vehículo a motor. No era extraño que los niños de Oliva nos
siguieran corriendo detrás del coche y nos acompañaran en el trayecto a caballo hasta la salida del pueblo; tampoco que sus mayores se buscaran la vida en aquellos tiempos tan complicados con el contrabando de productos como el café o el tabaco desde el vecino Portugal… También mis padres aprovechaban sus frecuentes visitas a Villa Giralda, la residencia de exilio de los condes de Barcelona en Estoril, cerca de Lisboa, para comprar objetos que en España eran difíciles o imposibles de encontrar, como simples cepillos de dientes, prendas de vestir o juguetes. Durante muchos años se comentó jocosamente en mi casa un telegrama que mis padres, ya avanzada la década de los cuarenta, enviaron a unos amigos del séquito de don Juan con un texto «en clave» que decía: «Niños agradecerán Niblics». No se trataba de ningún juguete para mí o mis hermanos, los Niblics eran palos de golf para ellos. A pesar de mi corta edad, yo tomaba gradualmente conciencia de la dura realidad que el país, especialmente sus zonas rurales, estaba padeciendo. Recuerdo una conversación entre mi padre, don Blas González, de la finca, y el guarda, un recio extremeño al que todos conocían como José el Soberbio. El último era un anciano quijotesco: siempre me animaba a que, cuando fuera mayor, me hiciera capitán y marchara con la espada al cinto para hacer las Américas, como en su día Hernán Cortés o Francisco Pizarro. Aquel día El Soberbio estaba informando a mi padre de que la gente del pueblo entraba en la finca para robar bellotas y pedía permiso para perseguirlos. Cuando mi padre le preguntó por los motivos que llevaban a los vecinos del pueblo a hacerlo, respondió una frase que se me quedó grabada: «Es que, señor duque, es mucha la necesidad». La respuesta de mi padre me complació: «No hagas nada, déjales que se lleven cuantas necesiten». Y es que aquellas bellotas eran, indirectamente, la principal fuente de ingresos de mi padre en esos años. Me lo recordaba mientras le ayudaba a pesar los cochinos que pastaban en nuestra dehesa entre octubre y enero, los meses de la «montanera», la época con más lluvias del año, cuando las bellotas maduras — puro carbohidrato— caen sobre el césped otoñal que suministra las proteínas complementarias para un engorde que genera el mejor jamón del planeta. Durante este tiempo de engorde, justo antes de ir al matadero, podían llegar a reunirse allí hasta cuatrocientas cabezas de cerdos ibéricos que doblaban su peso en esos cuatro meses. Un día comenté a un tratante para el que estábamos pesando un cerdo lo mucho que gritaba el animal. Su respuesta fue «¿A qué que gritan mucho? De hecho, cuando los matamos gritan mucho menos». Tal vez en
aquel momento comenzó el fin de mi edad de la inocencia. Algo que consideraba entonces normal y ahora, con la perspectiva que dan los años, valoro más que entonces, era que en las tierras de mi familia se construyeran escuelas para los hijos de los empleados que trabajaban en ellas. Me enorgullece entender hoy que mis padres —como mis tíos en la finca de El Rincón— eran conscientes del gran déficit de enseñanza que existía entonces en el medio rural y contribuían en lo posible a paliarlo. Algunos de aquellos alumnos son hoy hombres y mujeres que han desarrollado sus propias carreras profesionales y empresariales, y aún recuerdan con cariño aquellas escuelas.
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Cada verano acompañábamos a nuestros padres durante sus visitas a los condes de Barcelona en Estoril. Don Juan de Borbón y Battemberg y doña María de las Mercedes de Borbón y Orleans les conocían desde muy jóvenes, así que apreciaban mucho sus frecuentes visitas a Villa Giralda o la presencia de nuestra familia a bordo del Saltillo, el modesto yate de vela que amenizaba el duro exilio del conde de Barcelona. Para nosotros era la ocasión de reencontrarnos con nuestro buen amigo el príncipe Juan Carlos, don Juanito —como le llamábamos entonces—, hijo mayor de don Juan de Borbón y futuro rey. En ningún momento sentíamos que estuviéramos ante alguien diferente a nosotros por el hecho de ser el legítimo heredero del trono de España. De hecho, el modo de vida que llevaba la familia real en Villa Giralda era muy similar —incluso más modesto— al nuestro o al de cualquier otra familia de nuestro entorno en Madrid. Cada vez que alguien habla de la proverbial sencillez de la familia real me viene a la cabeza una anécdota de la época que José Luis de Vilallonga escribió en la biografía basada en conversaciones que mantuvo con don Juan Carlos. En cierta ocasión, don Juan recibió en Estoril la visita del padre de José Luis, Salvador de Vilallonga y de Cárcer, barón de Segur, un hombre de impecable elegancia ampliamente reconocida en la Barcelona de aquel entonces, que reforzaba usando monóculo y bastón. Al llegar, don Juan le preguntó: «¿Cuánto tiempo tardas en vestirte cada día?», a lo que el barón respondió: «Mínimo, señor, dos horas». Don Juan replicó que él apenas invertía en ese menester quince minutos.
«¡Y se nota!», replicó Segur, con fuerte acento catalán. La respuesta de don Juan fue una gran y sonora carcajada. Cuando llegábamos a Villa Giralda coincidíamos también con el hermano menor del Príncipe, don Alfonso, y con sus hermanas, las infantas Pilar y Margarita, pero era con don Juan Carlos con quien pasábamos más tiempo. Yo soy un año mayor y mi hermano Fernando un año menor que él, así que existía complicidad generacional. Aprendimos a jugar al tenis, a patinar (y a levantarnos después de las múltiples caídas sobre la pista de cemento) o a montar a caballo en el picadero de Rogelio Macedo, un portugués que además de ser un avezado caballista era un gran profesor de hípica, exigente pero encantador. A pesar de ser tiempos difíciles, tuvimos la suerte de vivir una infancia normal para nuestra época. Por su parte, mis padres disfrutaban de una sólida aunque respetuosa amistad con los condes de Barcelona, reforzada durante aquellos años por la causa de la restauración monárquica. De hecho, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, don Juan encomendó a mi padre, junto a Juan Claudio Güell, conde de Ruiseñada, y a Mariano de Urzáiz, duque de Luna, la tarea de entrevistarse con el general Franco para hacerle entender que el bando aliado estaba esperando de él la proclamación de una monarquía democrática en España. De todos era conocida la nula química existente entre el legítimo heredero del trono de España y el general, por lo que la tarea diplomática de los tres emisarios era altamente delicada. Cuando Franco los recibió en su residencia de El Pardo y, tras los saludos protocolarios y algún comentario cómplice alusivo a su pasado como combatientes en el bando nacional durante la Guerra Civil, fueron escuchados sin demasiado entusiasmo. En cuanto los enviados de don Juan expusieron el mensaje que les había llevado hasta allí, el general empezó a hablar y lo hizo sin permitir una sola interrupción durante hora y media. Aunque comenzó aceptando su propuesta, declarándose partidario de restaurar la monarquía, argumentó que España era un país destrozado y arruinado por la guerra. Por tanto, antes de acometer esa operación política, resultaba prioritario recuperar el tejido industrial, crear infraestructuras y —lo más importante— consolidar una clase media en el país. Hasta que ese nuevo escenario no fuera una realidad, no sería viable el retorno de los Borbones a España. Aquella afirmación no implicaba que don Juan tuviera que ser necesariamente el nuevo rey... Cuando quisieron replicar al dictador, este dio por terminado el encuentro despidiéndose
cordialmente. Mis padres contribuirían de forma especial a la educación del Príncipe. Para empezar, mi madre fue quien contrató a la nanny inglesa que cuidó de él durante su infancia; antes incluso de que los condes de Barcelona se lo pidieran, ella la había localizado y trasladado hasta Estoril, para que pudiera empezar su trabajo lo antes posible. Mi madre, que hablaba perfectamente francés e inglés, tenía meridianamente claro que cuanto antes aprendiera inglés don Juan Carlos, como ya hacíamos mis hermanos y yo desde pequeños, mejor sería para su futuro. Y así fue. Muchos años después, el ya rey Juan Carlos I ofrecería su primer discurso en inglés ante el Congreso y el Senado de los Estados Unidos, reunidos en pleno extraordinario en el Capitolio de Washington. Mi madre, que seguía el evento conmigo en televisión, se limitó a comentar con una media sonrisa y los ojos húmedos: «El Rey habla francamente bien inglés». Mi padre también desempeñó un papel activo en esa educación. Durante uno de aquellos veranos familiares en Estoril surgió la posibilidad de que don Juan Carlos pudiera estudiar el bachillerato en Madrid. La idea se había convertido en asunto de Estado no solo porque, de llevarse a cabo, sería la primera visita del joven Príncipe a España —recordemos que don Juan Carlos nació estando su familia ya en el exilio, en Roma—, sino porque don Juan había publicado un duro manifiesto al que habían seguido algunas declaraciones a la prensa internacional en las que exigía a Franco el regreso de la monarquía y la democracia a España, aduciendo el apoyo de las principales potencias occidentales. Si de todos era conocida la escasa simpatía existente entre el legítimo heredero del trono de España y el general Franco, estas declaraciones sirvieron para echar más leña al fuego. En El Pardo no podían consentir bajo ningún concepto el retorno de don Juan con esas condiciones, pero tampoco querían dejar pasar —ni lo deseaban quienes como mi padre confiaban en la vía monárquica para la modernización y democratización de España— la ocasión de que el Príncipe fuera educado en nuestro país. La reunión decisiva entre el conde de Barcelona y el general Franco se celebró a principios de 1948 en el Palacio de las Cabezas (Cáceres), propiedad de Juan Claudio Güell, conde de Ruiseñada. A pesar de que hubo momentos de tensión en los que el acuerdo estuvo a punto de romperse, don Juan y Franco lograron consensuar, entre otros detalles, el lugar donde estudiaría el Príncipe en Madrid, el nombre del profesor José Garrido como director de estudios y los de seis niños que estudiarían con él. Entre estos últimos se encontraban mi hermano
Fernando y el que hoy es mi consuegro, Jaime de Carvajal y Urquijo, marqués de Isasi y padre del marido de mi hija Xandra, y José Luis Leal, que luego sería ministro de Adolfo Suárez. Don Juan Carlos pisó por primera vez suelo español el 8 de noviembre de 1948, en la estación de Delicias de Madrid. En el andén le esperaba un puñado de monárquicos entre los que nos encontrábamos, junto a nuestros padres, mis hermanos y yo. La locomotora que había traído al Príncipe desde Lisboa iba guiada por el duque de Alcubierre, otro grande de España amigo de mi padre y apasionado de los trenes. No en vano era maquinista de honor de Renfe y tenía una magnífica colección de trenes eléctricos. El primer curso escolar transcurrió con normalidad en la finca Las Jarillas, cerca de Alcobendas (Madrid), propiedad de Alfonso de Urquijo. Sin embargo, un nuevo enfrentamiento entre don Juan de Borbón y Franco durante el verano de 1949 hizo que el primero se negara a enviar a su hijo a España para cursar el segundo año de bachillerato. En previsión de un posible cambio de opinión de las partes implicadas, mi padre decidió habilitar la planta baja de nuestra casa de Madrid donde las clases continuarían con el resto de los alumnos. A final de curso mi hermano Fernando se desplazaría con mis padres hasta Estoril y, posteriormente, a Roma para poner al día al Príncipe de todo lo estudiado durante aquel curso. Al terminar el bachillerato y su formación militar en la Academia de Zaragoza —donde asistimos a la ceremonia de entrega de diplomas —, don Juan Carlos pasaría un año completo en nuestro palacio de la Castellana para recibir la formación necesaria para acceder a la Universidad Complutense. Mi padre entregó las llaves al general Martínez Campos y el resto de preceptores, incluido el oficial Alfonso Armada, y aquel año residimos en un piso alquilado para dejar a su disposición la casa entera.
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Mi primer viaje fuera de Europa, a los ocho años, despertaría un interés por conocer el mundo que nunca perdería. A principios de 1946, recién finalizada la contienda mundial, mis padres decidieron viajar a México, la tierra que vio nacer a mi abuela paterna, Carlota Escandón. Salimos desde Madrid hacia Lisboa en el
viejo coche familiar. Uno de los motivos de aquel viaje era precisamente cambiarlo por otro nuevo adquirido en América; en España no había opción de comprarlo porque todo el parque móvil era anterior a la Guerra Civil. Recuerdo que viajé todo el trayecto sentado en una sillita delante de mis padres y acompañado del resto de mis hermanos excepto el mayor, Felipe, que ya estaba estudiando en la Escuela Naval de Marín (Pontevedra). Tras un par de días en Lisboa, un transbordador nos permitió llegar a la otra orilla del Tajo —aún no existían los famosos puentes colgantes actuales— y embarcamos en el Magallanes, un venerable buque de la Compañía Transatlántica Española. Tras desembarcar, permanecimos tres semanas en La Habana, por aquel entonces una ciudad muy próspera y alegre en la que pasear por el Malecón, donde a mi hermano y a mí nos divertía ver zarpar los barcos hacia el Atlántico. Al terminar nuestra estancia en Cuba tomamos un avión hasta Mérida, la capital del Yucatán, en México. En el aeropuerto de destino, a pie de pista, nos recibió una comitiva de bienvenida que hizo entrega a mi padre de un pergamino por el que se le reconocía el título de Adelantado Mayor del Yucatán, un cargo de los tiempos de la conquista que había conservado mi familia paterna. Con los años, las ironías del destino quisieron que las tornas cambiaran y fuera la entonces austera Península de Yucatán la que se convirtiera en un hervidero de turistas entregados al dolce far niente, gracias al espectacular desarrollo hostelero de Cancún y sus alrededores, mientras que la siempre hermosa Cuba pagaría caro su aislamiento del mundo, resultado de una injustificable dictadura que amordaza desde largas décadas a su pueblo. Nuestro periplo americano continuó hasta México DF, la capital del país, donde nos instalamos durante casi cinco meses. Allí cumplí nueve años al más puro estilo mexicano, con una piñata cuajada de colores que golpeé hasta conseguir que su dulce contenido cayera sobre nuestras cabezas. Aquella estancia en México nos hizo olvidar, aunque solo fuera durante unos meses, la sobriedad y la tristeza que se respiraban en la España de la posguerra. Durante el tiempo que pasamos en la capital azteca hicimos excursiones en familia a las pirámides, a un tentadero de vaquillas, escuchamos a mariachis… La única preocupación que nos asaltó fue una inesperada enfermedad que afectó a mi padre y que pudo solucionarse rápidamente gracias a una medicina prácticamente desconocida por entonces en España, la penicilina. El primer antibiótico de la Historia acababa de ser descubierto por el doctor Alexander Fleming, pero era aún imposible encontrarlo en la España de la posguerra. Por suerte, la cercanía de México con Estados Unidos facilitó que algunos amigos residentes al norte del río Grande
pudieran acercarle la medicación necesaria para que mi padre se recuperarse de su enfermedad pulmonar. Con nuestro progenitor aún convaleciente, tomamos un tren que nos llevó hasta Nueva York atravesando todo el sur y el este de los Estados Unidos. Recuerdo especialmente la larga escala en la estación de San Louis (Missouri). Un médico neoyorquino certificó que mi padre estaba completamente restablecido y pudimos tomar el avión de regreso a Europa en el tiempo previsto. La ruta que tomó se nos hizo eterna porque en aquel tiempo no era habitual cruzar en línea recta el Atlántico, así que fuimos bordeando el continente y haciendo escalas en las costas de Terranova e Irlanda hasta llegar a Londres y, finalmente, a Madrid. El Ford modelo 1946 que mis padres habían comprado en México llegaría a España semanas después y serviría de transporte familiar durante muchos años. El 12 de octubre de 1947 la familia al completo se desplazó hasta Sevilla para asistir a la boda de Cayetana de Alba con Luis Martínez de Irujo en su catedral. La celebración tuvo lugar en el Palacio de Las Dueñas. Para mí sería el primer retorno de muchos a mi casa natal. Mis pensamientos se centraban al tiempo en un drástico cambio: al día siguiente me incorporaba al Liceo Francés. Era mi primer colegio, ya que hasta entonces solo había recibido clases de profesores particulares en nuestra casa de Madrid.
Al año siguiente, no llegué a completar el curso: la falta de convalidación de estudios extranjeros en esa España aislada de Europa me impedía presentarme al «examen de ingreso» al bachillerato, así que, con cierta tristeza, hube de abandonar el Liceo y retornar a las clases privadas para superar esa prueba. Mi madre, siempre partidaria de un entorno de estudios disciplinado y exigente, decidió enviarme al mismo internado de enseñanza que a mi hermano mayor, Felipe: el colegio de Lecároz, regentado por frailes capuchinos, una congregación surgida de una escisión en la Orden Franciscana, situado en el valle de Baztán (Navarra). Lecároz tenía fama de colegio duro y exigente pero prestigioso. Poseía una gran biblioteca que el mismísimo Gregorio Marañón alabó ante mí en un breve encuentro que mantuvimos una década después en la playa de San Juan de Luz. Durante seis años, solo se me permitió salir de aquel colegio para visitar a mis padres en Madrid el tiempo que duraban las vacaciones de Navidad, Semana Santa y verano. Dos años después, los alumnos de Las Jarillas —incluido don Juan Carlos— se trasladaron al Palacio de Miramar en San Sebastián, propiedad de la familia real, pero mi madre decidió que aquel «colegio» era demasiado «blando», así que envió a mi hermano Fernando al de Lecároz. Dormíamos en enormes dormitorios comunes, donde cada cama estaba separada de la del compañero por una cortinilla, y el frío invernal era intenso; no había prácticamente calefacción y los chorros de agua bajo los que metíamos la cabeza por la mañana estaban helados… Para ganarse el respeto de los frailes y compañeros convenía ser buen futbolista o sacar buenas notas. Dado que mi hermano y yo éramos pésimos jugadores de fútbol, pero obteníamos buenas calificaciones, nos adaptamos al entorno e incluso llegamos a ser nombrados, sucesivamente, cronistas del colegio. No todo eran momentos duros en Lecároz. Aparte de la famosa tortilla de patatas, uno de los mejores recuerdos de mi paso por el internado está ligado al vino. Fue allí donde empecé a tomarlo con regularidad, a dialogar con él, a saborearlo. Los frailes tenían la costumbre de darnos un vasito con cada comida, algo que hoy sería juzgado ilegal, pero que en la época se aceptaba como normal. Aquel vino diario era normalmente un clarete de Las Campanas, una bodega cooperativa navarra. Cuando algún fraile fallecía, nos servían un vino
dulce que llamaban «vino rancio» para celebrar su llegada al cielo.
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Durante las vacaciones de verano, volvíamos al País Vasco español o francés — Zarauz, San Sebastián, San Juan de Luz—, pero más tarde fuimos a destinos mediterráneos como las islas Baleares o la Costa del Sol, primero Torremolinos y luego Marbella, que se convertiría en mi destino favorito de veraneo juvenil. Ocupan en mi recuerdo un lugar especial las Navidades en familia en el palacio de El Rincón, cerca de Madrid, ya mencionado, residencia de campo de quienes consideraba mis segundos padres, mis tíos José y Paloma, marqueses de Manzanedo, un matrimonio que no llegó a tener descendencia y que entregó todo su cariño a los hermanos, especialmente a mí. Eran días alegres de campo, cacerías, chimeneas siempre crepitantes en salones y habitaciones, fiestas de disfraces en las que competíamos con nuestros vecinos de El Alamín, propiedad del conde de Ruiseñada, patrocinador de la decisiva reunión sobre la educación del Príncipe. La uva Garnacha tinta de la finca resultaba en un vino algo dulzón. Hoy es un gran vino de pago claramente superior, El Rincón, elaborado con uvas Syrah y Garnacha tintorera. Hay cosas que mejoran con el tiempo. Finalizando unas vacaciones de Navidad en El Rincón, se produjo un conflicto que me enfrentó por primera vez a mis padres y que terminaría por generar una inflexión definitiva de mi biografía. Aún no había cumplido los quince años y mi madre me expuso sus planes. Su intención era que al año siguiente, continuando la tradición familiar que se remontaba a los tiempos de nuestro antepasado Gonzalo Fernández de Córdoba, ingresara en la Academia Militar de Zaragoza para iniciar una carrera militar, tal y como ya había hecho mi hermano Felipe en la de Marina. Aunque en ese momento no tuviera realmente claros mis futuros estudios universitarios, me quedé desconcertado porque no quería que me fueran impuestos. Pero la decisión de mis padres parecía inamovible. Yo era muy joven, pero, irando la carrera militar, sabía que mi futuro pasaba por hacer una carrera diferente, quería estudiar algo que sirviera para generar riqueza y empleo
en nuestras propiedades, contribuyendo a eliminar el estigma de las dos Españas. No compartía el veredicto —tan común en aquellos años— que achacaba su existencia exclusivamente a la mala gestión de los Gobiernos de la República. También era hora de que los terratenientes y las clases privilegiadas aceptaran que no habían sido capaces de ver el drama que existía más allá de sus propiedades y mansiones aceptando que también ellos habían pasivamente contribuído a generar un conflicto que acabaría en una terrible guerra en la que murieron un millón de españoles. A primeros de enero de 1952, antes de mi regreso a Lecároz, mis padres me pidieron que fuera a visitar a mi abuelo Joaquín Fernández de Cordoba, duque de Arión, en su castillo de Malpica, en Toledo. Era la primera vez que Fernando y yo veíamos solos a nuestro abuelo. Las visitas familiares anteriores a su palacio, situado en Castellana 7, junto al que ocupaba entonces la Presidencia del Gobierno en Castellana 5, eran muy formales. En aquellas «audiencias» solo hablaban los mayores, así que la visita a Malpica se convirtió en mi primera ocasión de dialogar con mi único abuelo accesible, ya que los paternos habían fallecido antes de mi nacimiento y mi abuela materna, Luz Mariátegui, decidió residir en Francia y Suiza tras la Guerra Civil. Fui a Malpica encantado. Visitar a mi abuelo Joaquín implicaba un feliz encuentro por partida doble: por un lado, con una persona que respetaba y iraba, y por otro, con una gran explotación agraría e industrial que me atría mucho. Mi abuelo nos recibió en su impresionante castillo de Malpica y propuso recorrer juntos sus dependencias y la Dehesa de Valdepusa,como entonces se llamaba. Además del castillo, los campos, las encinas y los cultivos de Valdepusa, me fascinaron especialmente su bodega de tinajas de barro cocido, muy manchega, y la almazara donde se elaboraba el aceite de oliva de la propiedad, siguiendo una tradición que se remontaba a los orígenes del señorío, a finales del siglo XIII. Su molino de aceite, con piedras de granito que parecería hoy propio de los tiempos de la Revolución Industrial, pero que me apasionó. Recuerdo perfectamente que tenía inscrito el nombre de su fabricante y la ciudad de procedencia: Ruperto Eaton, Málaga. Al probar por primera vez el chorro de aceite de la nueva cosecha (1951) surgió la idea que cambiaría mi vida. Metí el dedo bajo el hilillo de aceite virgen extra y lo llevé a mi boca. Me encantó y así se lo hice saber a mi abuelo: «Mmmm... ¡qué bueno!». Sonrió complacido, y le pregunté dónde se envasaba. «Nosotros no embotellamos ni el vino ni el aceite, Carlos, lo vendemos a granel, como la
mayoría de los viticultores y olivicultores de Castilla. Eso es cosa de “comerciantes”, yo soy “agricultor”», me aclaró. Me pareció que la palabra «comerciantes» conllevaba un cierto sentido despectivo, como si se tratase de una profesión impropia para un caballero agricultor, un gentleman farmer en su versión británica. Dudé un instante, pero recuperé la iniciativa con una respuesta audaz: «Quiero estudiar la carrera de Agrónomos, pero ocurre que mis padres han decidido enviarme a la Academia Militar de Zaragoza el próximo año. ¿Puede usted —mi madre y por supuesto nosotros nos dirigíamos al abuelo en tercera persona— ayudarme a hacerles cambiar de opinión? Me encantaría, tras terminar esa carrera, mejorar y embotellar los vinos y aceites de Valdepusa para venderlos en España y en el mundo…». Mi abuelo Joaquín guardó silencio durante unos segundos, serio, mirándome inquisitivamente a los ojos, tal vez queriendo comprobar si mis palabras eran sinceras y no una treta para esquivar la dura vida castrense. Finalmente respondió que le parecía que Agrónomos era una carrera muy hermosa, pero quería saber dónde había pensado estudiarla. Le respondí que tal vez en Francia, en París, en la Escuela de Agricultura de Grignon. Más tarde, cuando me legó el Marquesado de Griñón, supe que su segundo hijo, Gonzalo, anterior titular de ese marquesado, había fallecido trágicamente en un hospital suizo tras meses de sufrir una gangrena progresiva en su pierna derecha, provocada por un accidente de automóvil mientras estudiaba la carrera de agrónomo en Kent (Reino Unido). Hasta unos días después, cuando volví a casa de mis padres en Madrid, no supe si el intento de ganarme al abuelo Joaquín como aliado para mis planes había tenido éxito. Aunque nunca fue militar, tenía evidente simpatía hacia la institución, a pesar de que sus hijo mayor y heredero, Fernando, marqués de Povar, teniente de Navío, hubiera fallecido en el hundimiento del crucero Baleares durante los primeros meses de la Guerra Civil, y también era respetuoso con las decisiones de su hija, especialmente en un tema en el que existía una gran tradición familiar. En cuanto mi madre, Hilda, me tuvo frente a ella, me preguntó: «¿Qué le has dicho a tu abuelo?». Comprendí que ya conocía la conversación, pero quería mi confirmación directa y lo hice explicando que la idea de hacer carrera en el ejército no me motivaba mucho y que, sin embargo, me interesaba la de Agrónomos para, en su momento, hacerme cargo de la producción de vino y aceite en Valdepusa. Con la rectitud y sobriedad que la caracterizaba, la misma con que me había comunicado su decisión de enviarme a la Escuela Militar, respondió sonriendo levemente que tanto ella como mi padre estaban de acuerdo con la idea y me apoyarían en mi proyecto. Su única
objeción a mis planes era lo de estudiar en Grignon, aunque me dio su aprobación para que estudiara en Europa, pero en Bélgica. Mi padre era amigo del príncipe Eugène de Ligne, antiguo embajador de su país en Madrid. Ya se había puesto en o con él para que se encargara de hablar con la universidad y tramitar mi isión. ¡Había conseguido mi propósito! Mi destino estaba trazado, así que invertí los años siguientes en Lecároz en preparar con entusiasmo el examen de reválida y, más tarde y de nuevo en el Liceo Francés de Madrid, perfeccionando mis conocimientos sobre la lengua de Molière.
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Durante el verano de 1952, viajamos en familia a Bélgica y los Países Bajos. Mis padres, políglotas y amantes de las bellas artes, nos proponían con frecuencia recorrer, además de la España monumental y sus paisajes, Europa, especialmente sus ciudades, museos y campos. Era una auténtica delicia viajar con un hombre de arte como mi padre, y mi madre también era una excelente guía. Ambos nos advertían a mí y a mis hermanos de que no viajáramos «como maletas», que nos empapáramos de la cultura de los lugares que visitá- bamos. Fue en aquel periplo cuando viví otro de los episodios que profetizaron la vinculación con el mundo del vino que el destino me tenía reservada. Tras una jugosa disquisición de mi padre sobre la pintura de Rembrandt, sentados ante su célebre obra maestra La Ronde de Nuit (La Ronda Nocturna), en el Rijksmuseum de Ámsterdam —hoy espléndidamente ampliado e iluminado con luz natural al incorporar una calle peatonal, por dos arquitectos sevillanos, Antonio Cruz y Antonio Ortiz—, quisimos cenar algo en un restaurante cercano. Mi padre, que invariablemente llevaba consigo la Guía Michelin, había elegido un restaurante llamado De Boerderij (La Granja), especializado en gastronomía colonial. Tras examinar el menú, repleto de recetas especiadas, mi padre procedió a elegir en la carta de vinos un Borgoña. A mí aquella elección no me pareció la más adecuada para acompañar esos platos especiados y me atreví a decírselo. Sorprendido por mi osado comentario, se limitó a contestarme: «¿Ah, no? Pues toma la carta y elige tú». Dicho y hecho, estudié las opciones y escogí
un merlot aterciopelado de Saint Emilien, un Burdeos, a mi entender más adecuado para acompañar platos sazonados. «Está bien, vamos a comprobar si el chico tiene razón», dijo mi padre con cierto retintín. Al probarlo, tan sorprendido como satisfecho, me miró y dijo: «A partir de ahora eliges tú siempre los vinos». Así fue, y nunca olvidaría la sonrisa de mi madre.
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Situada a veintiséis kilómetros al noroeste de Bruselas (Bélgica), la Universidad de Lovaina es una de las más antiguas de Europa, fundada en tiempos medievales como las de Bolonia, la Sorbona, Oxford o Salamanca. Erasmo o Mercator son algunos de los ilustres nombres que impartieron clases en ella a lo largo de su prestigiosa historia. A pesar de que su sede se encontraba en el Brabante Flamenco, el francés compartía con el neerlandés la condición de idioma oficial de la institución. Las diferencias entre ambas comunidades en el país eran notables: los flamencos vivían una evidente marginación respecto de la poderosa burguesía industrial francófona que tachaba a los locales de «granjeros». Sin embargo, con el paso de los años, las tornas cambiaron y los flamencos llegaron a convertirse en el motor económico del país. Tanto fue así que, en 1970, tras las sucesivas crisis políticas entre las comunidades flamenca y francófona, la primera exigió a la segunda abandonar los edificios históricos de Leuven-Louvain y crear otra de nuevo cuño, Louvain la Neuve, en la región de Valonia. El nacionalismo, responsable directo de las terribles contiendas europeas del siglo XX, logró una nueva victoria pírrica, contraria al sentido común. De mi paso por Lovaina conservo en el recuerdo muchos e inolvidables momentos. Más allá de los conocimientos académicos que adquirí en sus aulas, no solo de agricultura, sino también de política, economía o tantas otras disciplinas, para mí aquel tiempo supuso mi despertar a la vida adulta. Después de tantos años encerrado en el internado del Baztán y en aquel país tan gris que era la España de Franco, Europa me parecía mi entorno natural y decidí disfrutarlo a fondo. Con diecisiete años y una maleta bajo el brazo, me encontraba, por fin, solo ante
mi nuevo destino. La residencia universitaria elegida por el príncipe de Ligne resultó ser el Home Congolais, donde se alojaban muchos hijos de los residentes en la colonia belga del Congo. La universidad estaba repleta de jóvenes ansiosos por aprender, vivir experiencias y compartirlas con sus compañeros de cualquier procedencia. Las comidas en los restaurantes para estudiantes eran siempre divertidas e interesantes. Nos sentábamos a lo largo de mesas muy largas buscando las afinidades personales, independientemente de que cada uno estudiara Economía, Filosofía o, como yo, agrónomos. A partir del tercer año, las clases de ingeniería se impartían extramuros de Lovaina en el antiguo palacio de Aremberg, el mismo en el que se formó durante un tiempo el emperador Carlos V… Como era de esperar, ante semejante avalancha de estímulos y a tantos kilómetros de distancia de la austera disciplina con la que los capuchinos de Lecároz —y mi propia madre— me habían educado, los primeros meses en Lovaina resultaron toda una celebración de la vida, pero no precisamente de la académica… A las pocas semanas formaba parte de un grupo de amigos españoles. Ninguno de nosotros tenía aún coche, pero no era impedimento para organizar escapadas en autostop. Pronto nos dimos cuenta de que el característico gorro de astracán propio de los estudiantes de Lovaina despertaba la confianza de los conductores, que nos acercaban hasta Bruselas, ciudad que — si bien no era el París que tanto preocupaba a mis progenitores— ofrecía la libertad y los encantos suficientes para engatusar a un jovencito llegado de la España del nacionalcatolicismo. Fueron tres meses de fiesta permanente, sobre todo en Le Boeuf sur le Toit, un cabaré estilo Moulin Rouge en el que pasábamos las horas con los ojos como platos. En una de estas excursiones, me emborraché por primera y última vez en mi vida. Ocurrió durante una fiesta privada en la que alguien organizó un concurso para ver quién aguantaba más bebiendo. Y me retó al grito de: «¡Eh, tú, español! ¡A ver si aguantas como un belga!». Entré al trapo y competí con otros dos locales dando cuenta de docenas de vasos con todo tipo de vinos y licores dispuestos en tres hileras, una para cada bebedor. Cuando terminé el recorrido, había ganado, pero en un estado lamentable. Prometí no volver a emborracharme en mi vida y lo he cumplido. El vino es una bebida culta para disfrutar, lo contrario de lo que ocurrió aquella noche.
Las primeras notas académicas que, de manera imprevista, llegaron a mis padres, resultaron previsiblemente catastróficas. Mi padre estuvo irable. Solo me dijo que nunca hubiera esperado algo así de un hijo que hasta entonces sacaba sobresalientes. «¿Te sigues fiando de mí?», le pregunté. Respondió afirmativamente. Había visto las orejas al lobo y no podía malgastar la oportunidad que me habían ofrecido mis mayores. A mi regreso a Bélgica empecé a estudiar como había hecho hasta entonces y en junio obtuve las mejores notas de mi promoción, no solo de Agrónomos, sino que también fui el primero de los doscientos ochenta estudiantes de ciencias de aquella promoción de la Universidad de Lovaina.
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Pronto se despertó en mí un interés creciente por la política. Lovaina era una universidad católica y, aunque más conservadora que su competidora más próxima, la Universidad Libre de Bruselas, dominaban una parte del panorama intelectual escritores como Jean-Paul Sartre y otros pensadores cercanos a la izquierda marxista, aunque también tenían protagonismo quienes acuñaban el nuevo pensamiento basado en un futuro definitivo de paz para Europa. No era extraño que algunos intelectuales hoy considerados como padres de la Unión Europea, como Jean Monnet o Robert Schumann, acudieran a Lovaina para impartir conferencias. El Tratado de París, que dio origen a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, y el Tratado de Roma, por el que nació formalmente la Comunidad Económica Europea con la participación de Alemania, Francia, Italia, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos, representaban claramente el futuro. Me convertí en un europeísta convencido. Quería para mi país una democracia auténtica que le permitiera unirse a ese gran club en el que el progreso era el motor y los conflictos entre sus dejarían de resolverse mediante la violencia. Apenas habían pasado unos años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y el fantasma de que aquella tragedia pudiera repetirse flotaba en el ambiente como una amenaza que nadie quería volver a vivir. Tuve ocasión de encontrarme frente a frente con sus estragos en lugares como Colonia, donde los
bombardeos ingleses y estadounidenses solo habían dejado en pie su catedral; todo su entorno era una explanada gigantesca y sin edificios. Aquella visión dantesca, similar a la de muchas poblaciones industriales alemanas de referencia, me impactó profundamente. Hasta entonces, la relación más directa que había tenido con la Segunda Guerra Mundial había tenido lugar durante unas vacaciones de verano en Zarauz. Desde allí, a pocos kilómetros de la frontera con Francia, se oía en la lejanía el sonido de los cañones posterior al desembarco aliado en Normandía. Mi padre seguía con entusiasmo el devenir de la contienda mediante un pequeño receptor de radio, y nos comentaba, con indisimulado entusiasmo a favor de los Aliados, su evolución. También me impactó presenciar la llegada de centenares de judíos refugiados en Lekumberri (Navarra). Junto con mi hermano Fernando, nacido en Sevilla dos años más tarde, y nuestra institutriz sa, nos acercamos para ver a los ocupantes de aquellos autobuses rodeados de policías españoles, sus caras reflejaban los sufrimientos y las vejaciones atravesados, pero sus ojos trasmitían esperanza en un futuro mejor. No hacía falta haber vivido en primera persona aquella tragedia para entender lo que Europa había padecido. También en España los estragos de la Guerra Civil estaban dramáticamente presentes en todo el país y la posguerra seguía resultando especialmente dura debido, entre otras razones, al bloqueo que las fuerzas aliadas habían impuesto al Gobierno de Franco. Empecé a darme cuenta de que mi país carecía de herramientas políticas y económicas para subirse al tren del futuro, como estaban haciendo nuestros vecinos europeos con el Plan Marshall. Cada día estaba más convencido de que España necesitaba recuperar una democracia auténtica, pero también de que era un país mucho más pobre de lo que afirmaba la propaganda franquista. Un día pregunte al padre Pfeiffer, jesuita, profesor de economía en Lovaina, si España era considerado un país desarrollado, como el resto de los países de Europa occidental. Su respuesta confirmó mis temores: «Me temo que no. Su renta media está en trescientos dólares per cápita y hay que alcanzar los quinientos para entrar en el club de los países desarrollados». Sufrí una gran decepción. España estaba fuera del mundo por razones políticas pero también económicas. En el colegio y en mi propia casa nos habían enseñado una cara de nuestra Historia, la de su grandeza, la de los Reyes Católicos, la de Carlos V, Felipe II. El régimen, tratando de aferrarse a aquellos tiempos gloriosos, repetía consignas absurdas como «Por el imperio hacia Dios».
Pero la realidad, fruto de más de tres siglos de decadencia, era demoledora: nos habíamos convertido en un país subdesarrollado. Decidí que a nuestra generación le correspondía una responsabilidad histórica: conseguir que España retornara al lugar que merecía por su aportación a la Historia y a la Cultura. Las palabras clave eran Democracia y Europa. Imbuido por ese espíritu europeísta, me animé a fundar un club en el que los pocos españoles que estudiábamos en Lovaina —no más de una docena, pero muy unidos— pudiéramos debatir y reflexionar sobre el futuro de nuestro país. Propuse llamarlo La Lechuza, símbolo de la sabiduría en la Grecia clásica, un guiño a los orígenes de la cultura europea. Solíamos reunirnos en un pisito en el que nunca faltaba algún vino español más bien peleón, dadas nuestras posibilidades económicas. Pasaron casi dos años hasta que pude llevar desde España botellas de mejor calidad en el pequeño Volkswagen «Escarabajo» que me regalaron mis padres cuando aprobé mi segundo y último curso de la carrera propiamente dicha. Cada trayecto entre Lovaina y Madrid implicaba mil seiscientos kilómetros de carreteras que recorría en dos etapas. Tanto el trayecto hasta España como el de regreso para continuar con mis estudios eran interesantes: San Sebastián, Burdeos, París.... Con el tiempo, invitamos a conferenciantes que ampliaran el espectro intelectual de nuestras reuniones. Hablábamos mucho de política, de Franco, de Europa… Las conclusiones de aquellos debates dieron forma a un manifiesto decididamente europeísta que empezaba afirmando la imposibilidad de que nuestros mayores, demasiado afectados por las experiencias sufridas, pudieran cambiar las cosas. Era cierto que mi familia había recuperado sus bienes y fincas expropiadas. Aunque estábamos agradecidos por ello, más tarde el régimen volvería a expropiar más del cincuenta por ciento de lo devuelto. Aceptábamos que la dictadura era tal vez un mal necesario para reconstruir nuestro país social y económicamente, tras la Guerra Civil, pero era hora de empezar una nueva página en nuestra Historia. En 1959, el año en que yo dejé Lovaina, otro joven español iniciaba allí sus estudios. Años más tarde, desempeñaría un papel decisivo en la ejecución de estas ideas renovadoras en España. Su nombre era Felipe González Márquez.
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Años más tarde, en 1974, tendría ocasión de conocerle personalmente en casa del presidente del Club Siglo XXI, Antonio Guerrero Burgos. Felipe ya era el líder del Partido Socialista Obrero Español y estaba, como yo, invitado a una cena que tardaba en servirse, por lo que comenzamos a charlar. La conversación se prolongó durante un buen rato en uno de los pasillos de la casa, hablábamos del campo, de la situación política, de Europa… Los dos nos sentíamos cómodos escuchando nuestros respectivos puntos de vista. Al terminar, cuando nos llamaron a la mesa, le dije que el problema ideológico que tenía su partido —a mi entender— era seguir definiéndose como marxista. «Voy a acabar con eso; en el congreso próximo, que se celebra en junio, plantearé esa cuestión y si no aceptan renunciar al marxismo, me iré», me dijo. Las hemerotecas y los libros de Historia demuestran que cumplió su palabra. Volví a coincidir con Felipe González una vez más, cuando ya era presidente del Gobierno, en una recepción con motivo del cumpleaños del rey Juan Carlos, en los Jardines del Moro del Palacio Real de Madrid. Yo esperé mi turno junto a mi entonces esposa, Isabel Preysler, para saludar a Su Majestad y a las autoridades del Estado, incluido Felipe González y su primer Gobierno. Cuando llegó a nuestra altura, le pregunté si se acordaba de mí y de nuestro encuentro en casa de Antonio Guerrero. «Lo recuerdo perfectamente. ¿Cumplí lo prometido?», me preguntó. «Por supuesto que sí, ¡bien hecho!», le respondí.
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Personalmente, el franquismo me causaba rechazo en muchos aspectos. Mi familia valoraba los indudables logros económicos y sociales del régimen, pero nunca nos consideramos franquistas. Aceptábamos que la dictadura era tal vez un mal necesario para reconstruir el país tras la Guerra Civil, pero nuestro credo político era la restauración de la monarquía como modelo de convivencia para España. Los años previos a la guerra tampoco habían sido tiempos cómodos para mi
familia. De hecho, tanto mis abuelos paternos como mi abuela materna, Luz, se exiliaron en París tras la proclamación de la República. Los primeros fallecerían antes de la Guerra Civil y mi abuela no volvería a residir en España. Durante mis primeros dos años en Lovaina, mantuve una breve pero intensa correspondencia con mi abuelo Joaquín, quien se interesaba mucho por la marcha de mis estudios. En una de aquellas cartas me anticipó que mi carrera de agrónomo «será útil para gestionar en el futuro las tierras de tu familia, incluso alguna de las que yo pudiera tener». Cuando la última de mis cartas no recibió respuesta, tuve un mal presentimiento. La llamada posterior de mi madre me confirmó su muerte. Su testamento aclaraba el mensaje críptico de aquella carta: me dejaba en herencia, en régimen de fideicomiso, dos fincas pertenecientes al histórico Señorío de Valdepusa, los Quintosde Casa de Vacas y Coronillas. Ambas incluían algunas de las parcelas más adecuadas para plantar viñedos y olivos de Valdepusa, así como la bella casa-capilla de Casa de Vacas,reformada por mi antepasada Petronila Pimentel, duquesa de Medinaceli y marquesa de Malpica, en 1754, cuya bella sepultura está en la parroquia de Mirabel, el pueblo próximo a Plasencia que dio origen al marquesado del mismo nombre. Mi sueño de hacerme cargo de la producción de vino y aceite de Valdepusa para embotellarla y distribuirla en el mundo estaba más cerca. Los planes y las ideas se agolpaban en mi cabeza, pero aún no era el momento de llevarlas a cabo, había que priorizar los cultivos de la finca más rentables a corto plazo, como los cereales. A mis veintidós años aún me quedaba mucho por aprender.
Al terminar mi etapa universitaria en Lovaina y obtener mi título de ingeniero agrónomo, recorrí con mi hermana Rocío el norte de Italia, empezando por la fiesta de puesta de largo en Rapallo (Riviera italiana) de Alessandra (Sandra) Torlonia, prima hermana de don Juan Carlos. Una de las regiones que visité fue Toscana y su capital, Florencia, donde más tarde regresaría con frecuencia para desarrollar mis proyectos en torno al aceite de oliva. Más tarde, me instalé en Madrid, donde comencé a trabajar con las fincas heredadas de mi abuelo, así como en una propiedad de regadío, La Barquilla, que nuestros padres nos habían donado a sus cuatro hijos. El país que me encontré al volver a casa era muy diferente del resto de Europa, pero se produjo ese mismo año, 1959, un cambio importante. Los nuevos tecnócratas que se incorporaron al Gobierno, especialmente el gran economista Alberto Ullastres, introdujeron por fin medidas propias de una economía liberal en aquella España hasta entonces encerrada en su autarquía intervencionista. Su resultado, a partir de los años sesenta y especialmente con la entrada de Laureano López Rodó y su Gabinete, formado por ministros del Opus Dei, derivó en un crecimiento económico espectacular, incluyendo el desarrollo exponencial del turismo internacional, hasta entonces muy limitado por el valor artificial de la peseta en un país que se había quedado sin reservas de divisas por la equivocada política económica de los primeros once años del Régimen. La apertura liberalizadora se limitó, desgraciadamente, a la economía. Había pasado mi etapa de adolescente entre el internado navarro de Lecároz y la Universidad de Lovaina, razón por la cual, estaba un tanto desconectado de la sociedad madrileña y, especialmente, de sus círculos más jóvenes, incluidos los universitarios. Sin llegar a convertirme en ave nocturna —nunca lo he sido— comencé a frecuentar clubs, boîtes (las antiguas discotecas) y fiestas sociales para relacionarme con mi generación. Una figura imprescindible del Madrid de aquellos años era Aline Griffith, condesa de Romanones. La conocí recién aterrizado de Lovaina en una comida en nuestra casa, donde había trabajado para la embajada americana. Una de las personalidades de la época que me presentó fue una célebre actriz, Ava Gardner, en el bar del hotel Emperatriz, próximo al Paseo de la Castellana. Empezaba a sonar un twist, el nuevo baile de moda, y Ava lanzó una pregunta desafiante,
mientras mantenía un cigarrillo humeante en su mano: «¿Sabes bailar esto?». El twist era un baile recién llegado a España, pero respondí que, aunque no sabía bailarlo, conocía la música. Ella se limitó a responderme: «Yo te enseño». Tiró al suelo el pitillo, lo apagó con la punta de su zapato de tacón mientras me miraba fijamente a los ojos y comenzó a bailar; seguí sus movimientos con las rodillas dobladas. Aún sigo bailando el twist cuando suena. Años más tarde, Aline Romanones hablaría de uno de mis vinos en su segunda novela, que publicó siguiendo el éxito de su bestseller, The spy wore red (La espía que vestía de rojo). A quien también llegué a conocer en Nueva York fue a su exmarido, el actor y cantante Frank Sinatra. Yo era un fan incondicional de su música, que no dejaba de escuchar en mi apartamento de Lovaina junto con los grandes intérpretes de música clásica. Un día en Marbella, mi amiga Mary Jo de Sicco, casada con un amigo de Sinatra, me propuso compartir con ellos y el cantante unos días en Nueva York. Dicho y hecho, tomé un avión que me llevó hasta la Gran Manzana y pasé tres días mano a mano con el matrimonio De Sicco y el mismísimo Frankie. Asistimos juntos a un musical en Broadway y compartimos mesa en varios restaurantes, incluyendo el afamado La Côte Basque. Aunque he de itir que la Voz resultó algo menos afable de lo que imaginaba, conocerle de cerca fue una experiencia memorable. Con el tiempo, asistiría a su único concierto en Madrid, en el Estadio Santiago Bernabéu. La relación familiar con el Real Automóvil Club, me animó a participar en eventos automovilísticos con mis hermanos. El primero de ellos fue un rally de coches de época. El RACE era entonces, y sigue siendo, propietario de un maravilloso Hispano-Suiza,construido en 1914, un automóvil de élite, diseñado para competir con las grandes marcas inglesas, sas, italianas o alemanas de la época. Es una verdadera lástima que aquella gran marca de lujo española no tuviera continuidad porque hoy España, actualmente una potencia mundial en la construcción de automóviles, participaría en su segmento de alta gama con la marca Hispano-Suiza, lo que, como explicaré más adelante, tendría un alto valor estratégico para el sector. El rally Bruselas-París-Madrid 1960, un recorrido de mil seiscientos kilómetros en veinte etapas, obtuvo un éxito de público y comunicación que superó todas las previsiones. El equipo español lo formábamos mi hermano Felipe y yo, y resultaría una experiencia inolvidable. Siempre recordaré la entrada en París y en Madrid (donde se celebró en los jardines de El Retiro), pero tal vez la etapa que
podríamos considerar como más espectacular fue la que finalizó en Burdeos, donde se agolpó una buena parte de su población y sus visitantes en las aceras y plazas. El presidente Charles de Gaulle, se quejaría, unos días más tarde, de que su entrada triunfal en la ciudad del vino, en coche descapotable, tuvo mucha menor afluencia de público. Nuestra carrera automovilística, a la que se sumó mi hermano Fernando, continuó durante varios años, en los que participaríamos, con amigos aficionados al volante, como Juan Peláez, marqués de Alella, en rallies deportivos organizados por el RACE u otras entidades en diferentes regiones españolas. Desgraciadamente, terminaría con un dramático accidente durante el Rallye de Alicante, en el que fallecería al volante mi hermano mayor Felipe, un drama que marcaría para siempre mi vida.
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Mi paso por Lovaina no me había permitido estudiar especialidades de agricultura mediterránea, como viticultura u olivicultura, así que decidí completar mis estudios con un máster sobre economía agraria y sus especialidades, en la Universidad de Davis, a unas veinticinco millas de San Francisco, en el Estado de California. Davis era, originalmente, el campo de experimentación para temas agrícolas de la prestigiosa y próxima Universidad de Stanford, cuya sede se encuentra en la bahía de San Francisco. California era, y sigue siendo, sinónimo de modernidad y, de algún modo, ha conseguido ser siempre, a partir de mediados del siglo XX, la proa tecnológica del mundo. Este era, sin duda, el lugar donde quería completar mis estudios. Aquel viaje a mi particular tierra prometida sirvió también como luna de miel, puesto que acababa de casarme con mi primera esposa, Janine Girod. Su padre, tercera generación de una respetada dinastía de relojeros suizos establecidos en España, fue muy generoso y nos envió al puerto de Miami, donde llegamos en avión desde Madrid, su regalo de boda: un bello Maserati, procedente de Suiza. Con él recorrimos el sur de Estados Unidos durante un mes, del Atlántico al Pacífico, atravesando Luisiana, Nuevo México, Nevada, Texas… Fue precisamente allí donde nuestro coche sufrió una avería, cuando los únicos
talleres con repuestos de aquella marca estaban en Nueva York y California. Un mecánico local, a pesar de no creer en ningún momento que Maserati fuera una marca real —insistía en que aquel coche era un Mercedes— solucionó el problema y pudimos continuar. Había llegado el momento de volver a estudiar, ahora en inglés, así que hube de presentarme a la prueba de nivel en este idioma. Lo que más sorprendió a mis examinadores fue que tuviera un acento tan marcadamente británico declarando ser español. Comprendí que definirte como spanish en Estados Unidos no se asociaba con mi condición de europeo, a pesar de que durante el viaje a California me habían llamado poderosamente la atención los vestigios de su pasado español. Hasta los nombres de las calles del Vieux Carre, el barrio antiguo de Nueva Orleáns, figuraban en azulejos de Talavera de la Reina. Tal vez lo que más me impactó del viaje fueron los paisajes que se perdían en el horizonte, sus atardeceres, sus montañas… Recuerdo muy especialmente el Gran Cañón del Colorado y sus extraordinarias tonalidades cromáticas al anochecer.
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La vida en Davis, una localidad donde la comunidad académica era mayoritaria, resultaba tranquila. Yo pasaba la jornada estudiando en el campus, a veces jugaba al fútbol con algunos compañeros latinoamericanos de la universidad, aunque una lesión me obligó a dejarlo definitivamente. Janine decidió aprender a cocinar con un libro de cocina sa… y lo consiguió. Durante los fines de semana, nos dedicamos a descubrir California: San Francisco, Sacramento, Palo Alto, Monterrey, Carmel, Los Ángeles, Beverly Hills, las bellas misiones fundadas en el siglo XVIII por el misionero mallorquín fray Junípero Serra, la costa del Pacífico y los parques naturales como Muir Woods o Yosemite y sus extraordinarios ejemplares milenarios de Secuoia sempervirens o Gigantea. El acontecimiento más importante que viví durante mis años en California fue el nacimiento de mi primer hijo varón, Manolo, en un pueblecito cercano llamado Woodland, ya que Davis no tenía entonces hospital. En un momento dado del trayecto nos topamos con un paso a nivel bloqueado. Parecía ser que un tren estaba a punto de cruzarse en nuestro camino... Poco antes de las siete de la
mañana, al tiempo que el nuevo día amanecía, nació Manolo, fuerte y sano. Con solo veintisiete años era ya padre y cualquiera que haya vivido esta experiencia sabe que algo cambia para siempre: responsabilidades, escala de valores, prioridades… Empezaba una nueva y fascinante etapa en mi vida.
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Durante la primera clase de economía agraria que nos impartió el profesor Mc Corkle, me impactó su afirmación inicial: «El clima mediterráneo tiene unas características muy singulares; solo existe en las regiones que rodean al mar que le da nombre, el Mediterráneo y en algunas zonas de California, Chile, Argentina, Australia y Sudáfrica. Conjuntamente, esas regiones representan únicamente el uno por ciento de la superficie cultivable del planeta, pero producen la inmensa mayoría de sus frutas —incluidas uvas y aceitunas— y hortalizas». En nuestras excursiones a lo largo y ancho de toda California aproveché para visitar las bodegas más importantes del momento. Me interesaba conocer de primera mano cómo California —que compartía con España una extensión parecida y una diversidad de climas muy similar— había logrado elaborar, con variedades de uva sas, vinos que competían con los mejores de Europa. En cambio, quedé defraudado por el escaso interés que entonces existía en ese Estado y en la universidad por la producción de aceite de oliva, tan importante para España, Italia o Grecia. Es cierto que había algunas plantaciones de olivos, cuyos ejemplares más antiguos se encontraban precisamente en las misiones fundadas por Junípero Serra. Sin embargo, los californianos de mediados del siglo XX se interesaban principalmente por el consumo de aceitunas aliñadas, ya que el aceite de oliva se consideraba erróneamente —al tratarse de una grasa—, perjudicial para la salud. Mis esfuerzos académicos se centraron, por tanto, en la viticultura y en la economía agraria, incluyendo aspectos técnicos como el empleo eficaz del agua en los regadíos, un tema que ya había sido objeto de mi tesis de fin de carrera en Lovaina. Los profesores de Davis eran muy accesibles para los estudiantes y también colaboraban activamente con los bodegueros de la región emergente del
momento, la del valle de Napa, situada a una hora de la universidad. Aprendí mucho de ellos pero, sobre todo, de un hombre con una personalidad y generosidad excepcionales, el decano de la Facultad de Agricultura y Enología, Maynard Amerine. Una noche nos invitó a Janine y a mí a cenar en su casa junto a otro compañero de estudios y gran amigo, Eladio Aranda. Se trataba de un joven brillante, hijo de un prestigioso catedrático en la Escuela de Agrónomos de Madrid, que tristemente fallecería más tarde al chocar su vehículo contra otro coche que circulaba en dirección prohibida en la autopista que une Davis y Sacramento. En aquella cena tuvieron lugar una degustación y una conversación que influirían decisivamente en mi futuro como viticultor y bodeguero. Amerine nos había ofrecido dos vinos californianos realmente interesantes, un blanco Chardonnay y un tinto Cabernet Sauvignon, dos variedades universalmente conocidas, originarias respectivamente de Borgoña y Médoc (Burdeos). Me sorprendieron ambos por su aroma, frescura, intensidad, complejidad y persistencia en boca…, así que me animé a preguntar a mi anfitrión cómo era posible elaborar en Napa, California, con niveles de insolación y temperaturas muy superiores a las del noroeste y suroeste de Francia, vinos de calidad comparable con los procedentes de esas zonas. «Eso es precisamente lo que viene a aprender aquí, mister Falcó», me respondió satisfecho Amerine. «Llevamos años estudiando minuciosamente los sistemas vitícolas y las condiciones climáticas de producción de esos varietales de uva en sus regiones de origen, así como las técnicas europeas de vinificación y crianza. Partiendo de esos datos, analizamos la posibilidad de corregir las evidentes diferencias medioambientales mediante la aplicación de tecnologías avanzadas, como el riego por aspersión de las vides, el control de la temperatura de fermentación de sus racimos mediante el uso de cubas de acero inoxidables procedente de nuestra industria láctea, o la climatización integral de la crianza en barrica o en botellas» Las recetas de Amerine plantearían seguramente problemas legales en España. Pero a medida que avanzaba la conversación, la idea que tomaba forma en mi mente era que cualquier legislación que cortara las alas a un emprendedor con nuevas ideas estaba lastrando el futuro de su país. Todo ello planteaba un reto evidente, pero estaba dispuesto a asumirlo. «Si quieres obtener un vino como el de Burdeos en una región con clima mediterráneo, hay que regar las vides; con cuidado de no caer en excesos pero hay que hacerlo», continuó Amerine. Mi cabeza estaba en plena ebullición. Si en California fabricaban vinos de calidad
empleando nuevas tecnologías, yo quería hacerlo también en mi finca de Toledo. En respuesta a mis preguntas, el decano prosiguió la conversación con detalles sobre el sistema de riego por aspersión que la Universidad de Davis había traído desde Israel. Yo conocía perfectamente esa tecnología porque era el tema principal de mi tesis doctoral, pero en Lovaina nunca me había planteado la posibilidad de aplicarla a un viñedo, algo inédito en Europa. Mi entusiasmo iba in crescendo al saber que en Davis habían desarrollado otras técnicas para que el calor ambiental del tiempo de vendimia en California no dañara las uvas. En Burdeos o en Borgoña, que eran sus modelos de referencia, la temperatura media en tiempo de recolección ronda los quince grados centígrados. En Napa, puede alcanzar el doble. Para evitar este problema, siguiendo la misma y aplastante lógica que les había animado a regar las vides ante la falta de lluvia, Amerine me explicó que optaron por climatizar todas las fases de manipulación de las uvas cosechadas. Así, recurrieron a la industria láctea para adquirir sus tanques de acero inoxidable para fermentar en su interior los racimos, mientras su exterior se enfriaba con agua. Manteniendo los tanques, las cavas y las bodegas a temperatura y humedad controladas, y empleando otras técnicas antioxidantes se podía evitar un problema hasta entonces insoluble en las regiones vitícolas cálidas: la oxidación de mostos y vinos durante su elaboración y conservación. La física nos enseña, añadió Amerine, que el riesgo de oxidación crece exponencialmente en función de la temperatura. Por consejo del decano, hice llegar al profesor de climatología, doctor Winkler, los datos climáticos de mi finca Casa de Vacas, en Toledo, que había recopilado durante los tres años anteriores, preguntándole si eran adecuados para la uva Cabernet Sauvignon Por suerte, el profesor Winkler concluyó que, aunque durante el día las temperaturas de verano eran puntualmente altas, la brusca caída que se producía por las noches compensaba sobradamente. «Usted puede cultivar esa variedad en Toledo sin problemas», me dijo. Era lo que quería oír. Plantar Cabernet, la gran uva de Burdeos, se convirtió en objetivo prioritario desde ese preciso momento. Durante los meses siguientes estudié intensamente para conseguir mi título de graduado y volver a Europa. Sobre muchas otras cosas, había aprendido que el mundo del vino, como el del aceite, tenía el derecho de conservar las técnicas de elaboración que durante siglos habían manejado nuestros ancestros, pero también la obligación de mejorarlas con los avances que la evolución de la ciencia pusiera a nuestro alcance.
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Volvimos a España con nuestro hijo Manuel a finales de 1964, en tren desde San Francisco a Nueva York, desde donde embarcamos hacia el puerto de Algeciras. Estaba decidido a plantar un viñedo de pago en Valdepusa, la tierra que me había dejado en herencia mi abuelo Joaquín. En cuanto nos instalamos en Madrid, acudí al Ministerio de Agricultura con la intención de iniciar los trámites pertinentes para poner en marcha mi proyecto. Lo tenía todo planificado: plantaría una viña delante de la capilla de la finca, la misma que había puesto en pie mi antepasada Petronila Pimentel, en el siglo XVIII. La casa y capilla de Casa de Vacas servirían de imagen para la etiqueta de mis botellas. Tenía pensado instalar riego por aspersión, traer de Francia cepas de Cabernet Sauvignon, producir una cantidad limitada de vino de calidad que destinaría principalmente a la exportación… La cara del funcionario que me atendió era todo un poema, me miraba como si estuviera loco. Una a una echó por tierra todas y cada una de mis ideas. Valdepusa no estaba dentro de ninguna denominación de origen reconocida, por lo que solo podía aspirar a elaborar un vino de mesa, sin mencionar la añada, el tipo de uva con el que hubiera sido elaborado o cualquier otro elemento — incluido el dibujo de la capilla en su etiqueta— que pudiera transmitir al consumidor la idea de que se trataba de un vino de calidad. Descontó de plano la posibilidad de implantar en mis vides ningún sistema de riego, ya que la legislación vigente lo prohibía en toda España, desde Galicia hasta Almería… La razón aducida se fundamentaba en que ya existían excedentes de vino y el riego, agravaría el problema. Por supuesto, se encargaron de subrayar el hecho de que la Cabernet era una uva extranjera y, como tal, ilegal en España. Yo repliqué que era la misma uva que trajeron de Burdeos los creadores de Vega Sicilia en la década de 1860, pero su respuesta fue rotunda: «Eso era en el siglo XIX, pero ahora estamos en el XX y las reglas son distintas». También me negaron el permiso de exportar. Para obtener una licencia de exportación necesitaba vender un mínimo de un millón de botellas. Era evidente
que las grandes bodegas de La Rioja y Jerez habían conseguido cubrirse las espaldas para que los pequeños viticultores de pago no les hicieran competencia en los mercados exteriores. Todo era inamovible, así que, profundamente frustrado, decidí aparcar el proyecto. Lo retomaría diez años después. Había perdido una batalla, pero no la guerra.
A finales de 1964, cinco años desde mi regreso de Lovaina, me encontraba de nuevo en España intentando diseñar mi futuro, ahora con esposa e hijo y el máster obtenido con esfuerzo en California. Había vivido una experiencia muy interesante, que reforzaría mi forma de pensar, incluida la defensa de las libertades aplicada a todos los aspectos de la organización de un país, y, por supuesto, a la economía. La norteamericana era, en este sentido, un ejemplo que hubiera irado al propio Adam Smith, el filósofo ilustrado y autor de La riqueza de las naciones, en el siglo XVIII. La realidad de mi país me obligaba a postergar provisionalmente mi sueño de convertirme en viticultor y bodeguero, y más adelante en olivicultor y productor de aceite de oliva. Me propuse diversificar y modernizar la agricultura y la ganadería familiares. Mis padres nos habían donado a mí y a mis hermanos una propiedad con tierras de regadío en el valle del Tiétar, en Cáceres, La Barquilla,así que decidimos plantar en esa finca árboles frutales (manzanos, perales, melocotoneros, ciruelos…) con la intención de exportar su producción, especialmente hacia Alemania y el Reino Unido. En sociedad con otros agricultores de la zona, pusimos en pie una planta de envasado con la que preparar y sistematizar los envíos. Pero por aquel entonces España no era aún parte de la Comunidad Económica Europea y los aranceles comunitarios acabaron con la viabilidad del proyecto. Concentré mi atención hacia otro cultivo tradicional que entonces parecía interesante y con futuro, el tabaco. En 1966 se trataba de un monopolio absoluto del Estado. Las hojas del tabaco cultivado en España estaban sometidas a la Ley de Tabaco y Defraudación; transportarlas en un vehículo propio o utilizarlas para consumo personal era ilegal. Solamente se autorizaban licencias de plantación por un número de hectáreas limitado y con semillas de la variedad que la istración proporcionaba. Se trataba de la variedad Burley, empleada para la elaboración del tabaco negro, el más consumido por aquel entonces en España. El cultivo de tabaco se concentraba entonces en la Vega de Granada y en el norte de la provincia de Cáceres, incluyendo la región de la Vera, en valle del Tiétar. Me puse de acuerdo con los principales agricultores tabaqueros y creamos un órgano de defensa de los concesionarios de tabaco. En 1966 fui elegido primer presidente de la nueva Federación de Cultivadores de Tabaco en España. Mi
vibrante discurso de aceptación —contaba veintinueve años—, pronunciado en el edificio de los sindicatos verticales del Régimen, frente al Museo del Prado — hoy, Ministerio de Sanidad— enardeció a los agricultores congregados pero disgustó sobremanera, no podía ser de otra forma, a uno de los prohombres del Régimen, Carlos Rein, exministro de Agricultura, y entonces director del Servicio Nacional del Tabaco, quien se levantó de la mesa presidencial y abandonó la sala. Al poco tiempo fui convocado a una audiencia con el general Franco en el Palacio de El Pardo. Aunque apenas intercambiamos unas breves palabras sobre el futuro del cultivo del tabaco en España, tuve la impresión de que mi discurso no había sido bien recibido. A los pocos días me llegaron sucesivos escritos oficiales que terminaban invariablemente con la frase de rigor: «Por Dios, España y su Revolución Nacional Sindicalista». Mis contestaciones incluían una despedida menos ortodoxa: «Le saluda atentamente…». A los pocos meses, la autoridad sindical convocaría por sorpresa nuevas elecciones en la recién creada Federación. Y apareció un candidato oficialista, registrado como cultivador de tabaco unos días antes. Yo sabía que contaba con el apoyo mayoritario de los auténticos cultivadores, pero sospechaba que la nueva elección se llevaría cabo sin garantías de ningún tipo, es decir, se trataría de una pantomima. Y así fue: resultó elegido por unos cuantos votos de ventaja el desconocido candidato oficialista, terminando con mi breve carrera política en el nacionalsindicalismo. Nunca la echaría en falta. Decidí, como más tarde hice con el vino y el aceite, operar fuera del sistema. El agregado agrónomo de la Embajada de Estados Unidos en Madrid, Mr. Miller, me organizó una visita a las zonas tabaqueras más importantes de Kentucky y Virginia, acompañado de un pequeño grupo de influyentes agricultores y de un ingeniero agrónomo del Servicio del Tabaco, mi amigo Manuel Bermejo. Me bastaron pocos días para confirmar la urgente necesidad de cambiar la política tabaquera vigente en España. El valle del Tiétar, de suelo arenoso y clima lluvioso y cálido, era evidentemente mucho más adecuado para el cultivo de la variedad Virginia (el conocido como tabaco rubio) que la entonces cultivada Burley (tabaco negro), único varietal que la istración española autorizaba. Aunque, como con el sector vitivinícola, el Ministerio de Agricultura no quería
ver más allá de las rutinas burocráticas establecidas, la demanda del mercado estaba cambiando y, como me informaba mi amigo cubano Leopoldo Cifuentes, director de Philip Morris en España, un número creciente de consumidores se interesaba por el tabaco rubio importado, así que la plantación de esta variedad podría suponer un revulsivo para la economía de la región cacereña. No obstante, la propia ley dejaba un resquicio que me permitía desarrollar mi proyecto. La única opción para que un agricultor pudiera eludir la obligación de entregar a Tabacalera su cosecha era dedicarla en su totalidad a la exportación. De esta manera, lo cultivado no se podría considerar contrabando ni defraudación a ojos del Estado. Cuando mi idea llegó a oídos del presidente de Tabacalera, José Moreno Torres, exalcalde de Madrid, me citó en su despacho. «Usted se cree muy listo…, ¿pero ha visto lo que dice la ley cinco artículos más abajo?». Por supuesto que lo había leído. El artículo en cuestión especificaba que, de no haberse vendido el total de la producción en un plazo de doce meses, esta se destruiría, según él, en la plaza pública, como cualquier otro artículo decomisado por Hacienda. Me reafirmé en la intención de plantar tabaco rubio con destino a la exportación y adquirí en Virginia un secadero industrial de diseño avanzado para tabaco flue cured, que ya se aplicaba con éxito en el citado Estado. En septiembre de aquel año, cuando empezaron a madurar las primeras hojas —su recolección se hacía entonces manualmente, comenzando por las hojas más próximas al suelo—, comprobamos que nuestra primera hornada de tabaco virginiano tenía una calidad prometedora: las hojas eran muy aromáticas y ofrecían bellos tonos dorados. Todo marchaba bien hasta que una noche ocurrió una catástrofe imprevista: tanto el secadero como el tabaco que contenía fueron pasto de las llamas. Para colmo de tanta desgracia, el secadero no había podido ser asegurado porque ninguna compañía española conocía aquella nueva tecnología. Parecía que el destino se empeñaba en ponerme a prueba; me volvía a encontrar ante una disyuntiva: comprar otro secadero nuevo o abandonar definitivamente el proyecto. Como siempre he hecho en mi vida, no tiré la toalla. Me puse manos a la obra para buscar financiación y, de acuerdo a la calidad de la primera hornada de la cosecha anterior, decidimos importar esta vez seis nuevos secaderos, así que, al año siguiente, nos convertimos en cultivadores de la única plantación comercial de tabaco «Virginia española». é de nuevo con mi amigo Miller, y esta vez me remitió a Andre Beuchat, director de Deltafina, la filial italiana de Universal Leaf, la mayor operadora de
tabaco en rama a nivel global. Afortunadamente, mi segunda cosecha resultó excelente, y fue adquirida por una tabaquera portuguesa un mes antes del plazo límite para exportarla gracias a una oportuna gestión de Beuchat. A partir de entonces, nuestra pequeña compañía familiar, Tabacos del Tiétar, se convertiría en socio de la multinacional tabaquera Universal Leaf, que pretendía instalar en nuestro municipio de Talayuela (Cáceres) una importante planta de procesado para el suministro de compañías tabaqueras norteamericanas, como Philip Morris, cuyo mercado en España crecía rápidamente. También logré entenderme bien con el nuevo presidente de Tabacalera, Alberto Monreal Luque, exministro de Hacienda, así como con Cándido Méndez, su sucesor, dos de los dirigentes empresariales más brillantes de aquella época. El cultivo del tabaco de Virginia en Extremadura fue aceptado por Tabacalera y se convirtió en fuente importante de riqueza para la región cacereña. Cuando Méndez dejó la presidencia de Tabacalera, las tornas cambiaron. El Ministerio de Agricultura decidió que no quería desprenderse de su monopolio de procesado del tabaco. Las privatizaciones de servicios o compañías públicas nunca son bien vistas por las dictaduras de cualquier signo, frecuentemente partidarias de lo contrario. Por otra parte, el tabaco comenzaba a ser considerado como enemigo de la salud pública. Nuevos estudios científicos relacionaban ambos alimentos líquidos como parte esencial de una antigua cultura alimentaria redescubierta en 1970 por el doctor Ancel Keys, un célebre nutricionista americano: la Dieta Mediterránea, hoy declarada Patrimonio de la Humanidad. Era el momento de volver, tan pronto como surgiera la primera oportunidad, a mi proyecto inicial de vino y aceite de oliva.
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Tanto mi abuelo Joaquín como mi madre, Hilda, fueron en vida activos conservacionistas y cazadores, oponiéndose, por ejemplo, a las repoblaciones de eucaliptos en paisajes naturales y, en general, a cualquier tala de árboles o arbustos de especies autóctonas, así como a la caza de especies en peligro de extinción aún no protegidas entonces, como los linces o las águilas imperiales.
Cuando otro gran conservacionista y amigo, Jesús Garzón, impulsó la creación del Parque Natural de Monfragüe —que se extiende a ambos lados del río Tajo en el norte de Extremadura—, su decreto fundacional incluía un reconocimiento hacia la especial importancia que había tenido para su preservación la gestión medioambiental realizada por mi abuelo —más tarde continuada por mi madre y mi hermano Fernando— en la finca Valero, una zona clave del hoy Parque Nacional de Monfragüe. Lo mismo ocurrió en Sierra de San Pedro (Cáceres), el Parque Natural de Cabañeros (Ciudad Real), en Sierra Morena y en muchas otras regiones españolas de alto valor ecológico, preservadas gracias a una actividad milenaria del hombre, la caza. En 1973 me embarqué en un proyecto relacionado precisamente con la naturaleza junto a mis amigos Miguel Oriol y José Serrano Suñer. Los tres habíamos compartido nuestra afición cinegética en España y África. Visitamos juntos un innovador modelo de parque zoológico, implantado con éxito en Inglaterra por dos propietarios de casas históricas visitadas por el público: el marqués de Bath y el duque de Bedford. Los animales, la mayoría africanos, vivían relativamente libres en safari parks, espacios abiertos que replicaban sus hábitats naturales, mientras los visitantes los recorrían encerrados en sus coches. La idea me fascinó y é con el propio duque de Bedford, quien nos invitó a almorzar en su fastuoso comedor de Woburn Abbey, en cuyas paredes cuelgan veintidós pinturas del reputado artista veneciano Canaletto. Bedford prometió participar en el proyecto español junto con sus socios de la empresa que había diseñado y gestionaba ambos parques ingleses. Así fue como nació en Aldea del Fresno, junto a la finca El Rincón, el Safari Madrid, un proyecto que sigue recibiendo miles de visitantes cada año y que me daría la oportunidad de trabajar durante unos años con el gran naturalista Félix Rodríguez de la Fuente, hasta su trágica muerte en accidente aéreo en 1980. Una de las primeras visitantes al nuevo safari El Rincón fue Cristina Onassis, heredera de la gran fortuna que había forjado su padre Aristóteles Onassis. Posteriormente, la invité a una cacería que se celebraba en los alrededores de Toledo. Le propuse que acudiera desde Madrid, mientras que yo lo haría desde Malpica. Partió del hotel Ritz, donde se alojaba, en un lujoso vehículo que sufrió una avería en una carretera local toledana. Impaciente por llegar a su cita, Cristina no dudó en hacer autostop con el primer vehículo que apareció, un pequeño camión, y le pidió al conductor que la acercara a su destino. Una vez a bordo, el camionero le preguntó a qué negocio se dedicaba su padre. La hija del
más poderoso naviero del planeta replicó que se ganaba la vida con barcos mercantes. La respuesta fue divertida: «Dile a tu padre que ese es un mal negocio y que se dedique mejor al transporte en carretera…». Meses más tarde fue ella quien me invitó a asistir a su veintiún cumpleaños en Londres. Su padre quiso conocerme y apareció en la cena. Tuvimos una conversación interesante en español e inglés, que terminó al preguntarme a qué me dedicaba. Cuando le contesté que era agricultor, dio por terminada la conversación. Mantuve una excelente amistad con Cristina hasta su prematura muerte en Argentina.
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España estaba cambiando, la expansión económica iniciada en 1959 por el ministro Ullastres abrió las puertas a un equipo de tecnócratas situados en el entorno de la organización Opus Dei que defendía la compatibilidad del catolicismo con la ética protestante del trabajo y las teorías económicas liberales. Cuando la segunda crisis petrolífera sacudió la economía europea y mundial en 1973, el milagro económico español era un hecho. Habíamos entrado en el grupo de países desarrollados y la nueva clase media empezó a interesarse, inevitablemente, por ampliar sus libertades políticas. Era el momento de preocuparse por el futuro de España tras el franquismo, que, justo es decirlo, había reconocido a nuestro país como reino en un referendo. De la mano de mi abogado y amigo granadino Antonio Guerrero Burgos, y junto a un puñado de amigos liberales y europeístas, creamos en 1969 el mítico Club Siglo XXI, hoy reconocido como un elemento clave de la Transición. Su nombre era, en sí mismo, una declaración de intenciones; apostábamos por que España se convirtiera en una nación avanzada y moderna, capaz de superar sus enfrentamientos civiles y de integrarse en Europa. Llegamos a un acuerdo con el Eurobuilding, un hotel que ya entonces tenía, y aún hoy mantiene, tras su reciente reforma, como emblema de la enseña NH Collection, una arquitectura vanguardista. Su actividad social que continúa hoy con Paloma Segrelles, se centraba entonces en reunir a políticos y militares del régimen con profesionales, empresarios, intelectuales y líderes políticos españoles en conferencias y eventos
donde les invitábamos a exponer sus ideas, junto con las de conferenciantes europeos y del resto del mundo. Antonio Guerrero gestionó su autorización con el entorno del general Franco; mi presencia y la de algún otro fundador garantizaban su pleno apoyo a la futura monarquía democrática, escenificado en un gran cuadro del príncipe Juan Carlos en la recepción del hotel. El éxito del Club Siglo XXI fue una pieza importante de la Transición española: hasta la muerte del general Franco en 1975, fue el único foro público de debate político abierto al público invitado y a los medios de comunicación. El Club mantuvo su protagonismo en los tres primeros años de la Transición, hasta la aprobación en referéndum de la Constitución de 1978. Uno de sus momentos álgidos tuvo lugar en noviembre de 1977, cuando el exministro del Régimen y futuro líder del Partido Popular, Manuel Fraga Iribarne presentó al ponente Santiago Carrillo, que simbolizaba por sí mismo todos los demonios del franquismo, a quien recibimos en la entrada principal del Eurobuilding ante una nube de fotógrafos. La imagen merecía efectivamente pasar a los libros de Historia como símbolo de la reconciliación entre ambos bandos de la Guerra Civil. Fueron tiempos intensos. Aquel mismo año acepté la invitación de Alianza Popular para formar parte de sus listas como candidato al Senado por Cáceres en las primeras elecciones generales de la democracia, con el lema «La Agricultura al Senado». Mis primeras actuaciones públicas al respecto consistieron en una gira en mi automóvil por Extremadura presentando a Manuel Fraga y, posteriormente, una conferencia en defensa de la nueva Constitución durante la campaña previa a su aprobación en referéndum. El nuevo partido Unión de Centro Democrático (UCD), creado por Adolfo Suárez, arrasó en las primeras elecciones democráticas. Tal vez por fortuna, no resulté elegido. En 1975, organicé, junto con mi hermano Fernando, dos cenas privadas en el Nuevo Club, fundado a finales del siglo XIX y entonces presidido por mi padre. Asistieron, entre otros invitados, Jesús de Polanco, Antonio Guerrero, Alfonso Osorio, Juan Abelló, Matías Cortés, mi primo Gonzalo Fernández de Córdoba… El estado de salud del general Franco se deterioraba rápidamente, como nos confirmó Antonio Guerrero, quien se levantó durante la comida en dos ocasiones para llamar al Palacio de El Pardo. El tema de la conversación no era otro que el inmediato futuro político, dado el extraordinario grado de incertidumbre
existente en la sociedad española. El consenso fue amplio. A pesar de las diferentes opiniones, todos apoyábamos la transición hacia una monarquía democrática. Alfonso Osorio sería, años más tarde, vicepresidente del primer Gobierno de Adolfo Suárez, que en solo tres años consiguió el harakiri de las Cortes franquistas con la aprobación de la Ley para la Reforma Política y la promulgación de la Constitución de 1978. Un encuentro muy anterior, en 1973, en el Siglo XXI, tuvo influencia indirecta sobre el inicio de mi proyecto vitivinícola. Fue un almuerzo durante el que se produjo un enfrentamiento entre el catedrático y abogado Antonio Garrigues Díaz-Cañabate —fundador del bufete cuya extraordinaria expansión lideró su hoy presidente y amigo, Antonio Garrigues Walker— y un general, a la sazón alto cargo en el Ministerio de Defensa y genuino representante del búnkerfranquista. Garrigues, entonces embajador de España en la Santa Sede, se refirió al encuentro que había mantenido el día anterior con el general Franco, en el que planteó la conveniencia de disolver el llamado Movimiento Nacional, aduciendo que en Europa se identificaba como un partido único, típico de los regímenes autoritarios, y, al tiempo, legalizar los partidos políticos. Franco le replicó: «Pero, Garrigues, el Movimiento no es eso, solo es una especie de claquepara dar altavoz a lo que yo diga o haga». El general asistente a nuestra comida se puso en pie y, blandiendo su dedo índice en tono amenazador hacia Garrigues, le dijo: «Lo que usted propuso era claramente contrario a la legalidad vigente, le pido que no siga por ese camino». Garrigues no se arredró y, visiblemente irritado, le respondió: «Mi general, las leyes deben hacerse para los hombres, no a la inversa».
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Decidí que aquella normativa irracional e injusta que me había hecho perder diez años desde mi vuelta de California no era, por tanto, moralmente aceptable. Al día siguiente, acudí al Ministerio de Agricultura y solicité permiso para plantar veinticinco hectáreas de uva Garnacha en la finca de Valdepusa, tal como permitía la ley. Apenas solicitado el permiso, llamé por teléfono a un viverista francés amigo que importaba desde Francia plantones de manzanos para la finca
de valle del Tiétar. Le expliqué que la siguiente primavera quería injertar catorce hectáreas de Cabernet Sauvignon en Toledo. Hablaría con mis os en Château Margaux, en Burdeos, para que le proporcionaran sarmientos de poda, cada uno de seis u ocho yemas, con los que injertaríamos las veinte mil cepas de Garnacha ya plantadas. Necesitaba de la complicidad del viverista para que trajera hasta España los sarmientos de Cabernet ocultos bajo el cargamento de manzanos, algo que podría suponerle un problema serio si en la aduana le obligaban a mostrar su contenido. Ante sus lógicos temores, le aseguré que yo asumiría cualquier riesgo. Estaba convencido de que la sangre no llegaría al río: en toda la Historia de España, jamás nadie fue a la cárcel por hacer buen vino. La anécdota se publicaría en la revista neoyorquina especializada Wine Spectator, líder a nivel mundial y actualmente leída por más de tres millones de aficionados al vino. Casi tres décadas más tarde, la contaría de nuevo en Madrid en un acto donde estaba presente mi amigo José Bono, entonces presidente de Castilla-La Mancha, ante medio centenar de periodistas. En tono jocoso, Bono me reprochó mi comportamiento, afirmando que no le gustaba demasiado esa historia, pero añadió sonriendo que en 1974 existían algunos partidos políticos «más bien ilegales» y que él era miembro fundador de uno de ellos (en alusión al Partido Socialista Popular de Enrique Tierno Galván)… «así que vaya lo uno por lo otro», concluyó.
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La importación clandestina de los injertos bordeleses pasó desapercibida, pero no así el innovador sistema de riego que traje desde Israel. Yo había visitado ese país unos meses atrás, recomendado por el director de la Banca Rotch-schild, François Pereyre, y acompañado de mi único primo hermano, Gonzalo Fernández de Córdoba, duque de Arión, que había heredado de nuestro abuelo Joaquín el castillo de Malpica y buena parte de sus tierras. Israel recibía entonces pocos visitantes españoles y menos aún tan bien recomendados, lo que originó una recepción con «alfombra roja» en el aeropuerto de Tel Aviv, protagonizada por altos funcionarios del Ministerio de Agricultura israelí. Mi primo estaba interesado en adquirir una variedad de ovejas, la awassi, capaz de sobrevivir en
el desierto, produciendo —bien alimentada en establos y praderas— hasta diez veces más leche al día que nuestras ovejas manchegas. Yo quería conocer sobre el terreno los nuevos avances que se habían realizado en materia de riego en Israel, un país con un clima mediterráneo similar al español, y considerar su posible aplicación en mis viñedos. Ese mismo año, 1973, había tenido lugar la guerra relámpago del Yom Kippur, con una victoria abrumadora de Israel gracias a su superioridad tecnológica, y, como consecuencia, militar. El Gobierno israelí anexionó a su territorio los desiertos del Neguev y la península del Sinaí, posteriormente devuelta a Egipto. Aunque en un primer momento los israelíes consideraron la idea de transvasar agua del río Jordán hasta esas regiones, la idea se desestimó por su elevado coste político y económico. Fue por este motivo, y por la presión de los nuevos kibutz que iban a implantarse en aquellos territorios, por lo que el Gobierno israelí pidió a la Universidad de Tel Aviv que propusiera una solución alternativa. Sus profesores ya trabajaban en un sistema de riego experimental revolucionario. Gracias a los sondeos realizados por las multinacionales petrolíferas, el Estado israelí tenía localizadas reservas subterráneas de agua con capacidad suficiente para dar riego a los cultivos proyectados en estos desiertos, aunque el problema era su elevada salinidad… El nuevo sistema de riego consistía en hileras de tubos de polietileno que incluían goteros, unas válvulas con roscas interiores capaces de eliminar la presión del agua, consiguiendo así su «goteo» localizado junto a cada planta, lo que permite, además de eliminar buena parte de su contenido en sal, las pérdidas por evaporación o la propagación de enfermedades criptogámicas (hongos) que provoca la lluvia artificial o riego por aspersión. Además, este método permitía distribuir el fertilizante con la dosis adecuada para cada cultivo. Fascinado por esta nueva tecnología que, según comprobé in situ, se estaba aplicando ya al riego de naranjos y otros cultivos arbóreos, pregunté a su equipo creador si podría utilizarse para viñas y olivos. Se encogieron de hombros: «No lo hemos hecho hasta la fecha pero, ¿por qué no?». Cuando regresé a Madrid escribí al catedrático de Davis con el que había estudiado sistemas de riego para preguntarle su opinión sobre este innovador método. La contestación llegó al cabo de tres semanas; efectivamente, conocía el sistema de riego por goteo, pero lo consideraba aún en fase de experimentación. Hasta cinco o seis años después no dispondría de conclusiones definitivas sobre su eficacia, así que desaconsejaba de momento su empleo para mi proyecto en Malpica.
Pero sus ventajas eran tan evidentes que decidí arriesgarme. Durante la primavera de 1974, cuando recibí los esquejes de Cabernet llegados de Francia, instalamos en Casa de Vacas el primer sistema de riego por goteo del mundo en un viñedo. Meses después, Daniel Pagés Raventós, director de Raimat-Codorniú, visitó mi finca para interesarse por el sistema. Aunque llegó a emplearlo en una plantación experimental de Cabernet similar a la mía, lo descartaría más tarde porque su encargado de riego afirmaba, no sin razón, que el riego por goteo no mojaba visiblemente la tierra como la lluvia o su versión artificial, el riego por aspersión. Una aplicación más del viejo principio de santo Tomás: «Ver y tocar para creer». Hoy, todos los viticultores u olivicultores del planeta, de Sudáfrica a California, de España (incluido Raimat) a Australia, emplean únicamente el riego por goteo.
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Otra de las innovaciones que incorporé en mi viñedo fue el sistema de conducción de las vides en espalderas, frente a la milenaria formación en vaso. El paisaje de un viñedo tradicional en nuestro país está formado por hileras de vides que crecen pegadas al suelo. Por el contrario, el sistema de espalderas facilita el crecimiento del tronco de las vides hacia arriba mediante postes y alambres de apoyo. Plinio ya recomendaba a los vinicultores romanos el empleo de postes para guiar, como tutores, las vides. Las espalderas son utilizadas tradicionalmente en Francia y en otras regiones húmedas de considerable pluviometría estival. Lo más similar que podía encontrarse en la España de 1974 eran los emparrados en regiones como Galicia o en otras mediterráneas para la producción de uva de mesa. En rigor, ningún modelo es más válido que otro, pero el sistema de espalderas resulta hoy indispensable en regiones donde la humedad del clima o el riego artificial pueden generar un exceso de crecimiento de las hojas e impedir la correcta iluminación de sus racimos. Un estudio realizado en los años setenta por el profesor Nelson Shaulis, de la prestigiosa Universidad de Cornell, demostró que cualquier fruto ofrece colores más atractivos —un dato relacionado con su mejor aroma y sabor— si está correctamente iluminado, un mecanismo vinculado a la incidencia en su piel de determinadas longitudes de ondas que conforman la luz solar. Su alumno
Richard Smart aplicó los principios de Shaulis a la viticultura empezando por la de grandes Château de Burdeos, como Margeaux. Su libro Sunlight into wine (La luz solar en el vino), prologado por la célebre Master of Wine británica Jancis Robinson, abrió un capítulo nuevo en la viticultura. Smart me escribió tras leer una entrevista mía en la revista británica Decanter y, al poco tiempo, apareció en Valdepusa con su libro bajo el brazo. Visitamos los viñedos, incluidos los recién plantados de Syrah y Petit Verdot y decidimos formar los nuevos viñedos con dos formaciones alternativas de conducción —Lira y SmartDyson— propuestos por Smart, que aseguraban máxima iluminación para las hojas y los racimos de las jóvenes vides. Tres años después, los resultados confirmaron su excelencia.
PARTE II La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida. MIGUEL DE CERVANTES, Don Quijote, Segunda parte
En 1979 la producción de uva de la finca de Valdepusa había alcanzado niveles de cantidad y calidad suficientes como para iniciar la elaboración de mi propio vino. Quería comprobar que el esfuerzo de tantos años de estudios y obstáculos superados podía convertirse en realidad. Antes de dar un paso en falso, quise exponer mis planes a quienes consideraba los más cualificados expertos en Cabernet Sauvignon de España: los enólogos de dos bodegas históricas, Marqués de Riscal en Rioja y Vega Sicilia en Ribera del Duero (aunque no existía aún esa denominación de origen), cuyas botellas ocupaban un lugar preferente en la bodega del castillo de Malpica. La esposa de mi tío Jaime Fernández de Córdoba, Pilar Aznar, le habló de mi proyecto a Francisco Hurtado de Amézaga, director general de la bodega, cuyo antepasado había creado Marqués de Riscal, a mediados del siglo XIX. El fundador de Vega Sicilia, Eloy de Lecanda, y el primer marqués de Riscal trajeron por primera vez a España, hacia 1860, la uva Cabernet Sauvignon y otras variedades como Malbec o Merlot, desde Médoc (Burdeos). Paco Amézaga me puso en o con un colega de Rueda, cuyo apoyo resultaría importante: el enólogo y bodeguero Antonio Sanz. Sanz se presentó en Valdepusa junto al director técnico de Vega Sicilia, Mariano García, para conocer mi viñedo de Cabernet, plantado en aquel lugar perdido de la región de los Montes de Toledo. Fueron los primeros que apostaron por aquella viña «asada» que había crecido en la más calurosa Castilla-La Mancha gracias a un sofisticado método de riego por goteo; tampoco cuestionaron mi idea de fermentar sus racimos en tanques de acero inoxidable refrescados con agua desde el exterior. Antonio propuso comprarme toda la cosecha de aquel año a un precio más alto que mis expectativas, transportarla a su bodega en Rueda y combinar mi Cabernet —a su entender, demasiado poderoso para el gusto del consumidor de aquel momento— con sus Tempranillos de Rueda. El resultado sería un buen tinto, comercializado por Sanz con la etiqueta Almirante de Castilla. Un pedrisco afectó mucho la calidad de la siguiente cosecha y decidí no recogerla, pero la vendimia del 81 se presentaría prometedora. No quise que la producción fuera de nuevo a Rueda y propuse a Antonio elaborar el vino
conjuntamente: yo aportaría la uva y la elaboración del vino y él su crianza en barricas de roble y su embotellado en la bodega de Rueda. Inicié una búsqueda en el entorno de Valdepusapara vinificar mis uvas Cabernet. Finalmente, encontramos, a unos veinticinco kilómetros, una antigua bodega situada en una finca de caza que había pertenecido a Enrique Mayer, un empresario alemán amigo del general Franco. Hubo que lavar a fondo sus cubas de cemento, que llevaban años sin utilizarse. Recuerdo a mi primer encargado, Antonio del Valle, conduciendo un tractor, que me seguía arrastrando lentamente el primer remolque de uvas Cabernet Sauvignon bajo el sol inmisericorde de los primeros días de septiembre. Al poco tiempo de cerrar nuestro acuerdo y de elaborar el vino, mi socio me llamó para decirme que tenía un posible comprador, Massimo Galimberti, un ingeniero industrial italiano que trabajaba en España con una importante consultoría. En paralelo, había creado el club de vinos Vinoselección y estaba interesado en adquirir nuestro vino. Concertamos una entrevista con él y su colaborador y agrónomo, José Luis López Cledera, en un sótano de la calle Miguel Ángel de Madrid. La conversación giró en torno a nuestro proyecto, a cómo había llegado a plantar Cabernet, a mi carrera como ingeniero agrónomo… Días más tarde, mi desde entonces gran amigo Massimo nos confirmó que compraría el cincuenta por ciento de nuestra cosecha, un número de botellas suficiente para viabilizar financieramente el proyecto. Por prudencia comercial, no utilicé aún la marca Marqués de Griñón. Primicia, el nombre que eligió Vinoseleccion para mi primer vino, mencionando mi autoría en la etiqueta, iniciaba su camino con éxito. Massimo y yo aún guardamos alguna botella en nuestras respectivas cavas.
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A principios de 1982, mi segunda esposa Isabel y yo organizamos una cena en nuestra casa de El Viso, en Madrid. Uno de los invitados me preguntó si podía acompañarle la actriz Margaux Hemingway, nieta del legendario escritor estadounidense Ernest Hemingway, que pasaba unos días en España. Le dije que era un honor recibir en mi casa a una nieta del célebre premio Nobel, con quien
tuve ocasión de compartir alguna de mis primeras experiencias taurinas en la madrileña plaza de toros de Las Ventas, toreando el maestro Antonio Ordóñez. Durante la velada serví el Primicia y Margaux se acercó para decirme que le parecía el mejor vino que había probado hasta entonces en nuestro país; le recordaba los que había degustado unos días antes en Margaux, una de las apelaciones míticas de Médoc (Burdeos), donde había sido nombrada madrina de la última cosecha. Le expliqué que mis vides Cabernet Sauvignon procedían precisamente de allí, pero que aún me quedaba mucho por aprender en mi nuevo oficio de bodeguero. Tras unos segundos, la actriz me preguntó: «¿Sabes quién es Alexis Lichine? ¿Te gustaría que le hablara de tu vino?». Por supuesto que conocía a Lichine, un bodeguero y escritor, autor de la entonces biblia de los vinos, The Encyclopaedia of wines and spirits. Alexis fue un gran visionario y promotor de los vinos de Burdeos. Una opinión suya favorable sobre mi vino me ayudaría mucho. Di por hecho que la promesa de la bella Margaux caería en el olvido en cuanto abandonase mi casa. Pero días más tarde me llamó por teléfono: «Estoy en Marbella y tengo junto a mí a Alexis Lichine. Toma el primer avión a Málaga y vente a la clínica Incosol con una botella de tu vino». Tras dudar unos minutos, salí de mi oficina con una botella de mi vino bajo el brazo, paré el primer taxi y me dirigí a Barajas. Incosol era entonces la más exclusiva clínica de salud de Marbella. Encontré a Lichine y a Margaux junto a la piscina, reposando en sendas tumbonas. Alexis leía un libro, mientras ella tomaba el sol luciendo un espléndido topless. Mi atuendo de traje gris y corbata resultaba un tanto cómico… Margaux sonrió y se incorporó para presentarme a Alexis como «mi amigo Carlos del que te había hablado. Viene especialmente desde Madrid para que pruebes su primer vino». Monsieur Lichine se limitó a exclamar: «Eso no va a ser posible. ¡Me han impuesto una dieta de quinientas calorías y tengo prohibido tomar alcohol. Lo siento mucho!». Le propuse catarlo más adelante. «De acuerdo. Me llevaré su botella y la probaré con mi enólogo, Émile Peynaud». La mención al maestro francés me emocionó y solo pude exclamar: «¡Tengo su manual práctico de enología en mi mesilla de noche!». Peynaud era entonces el profeta global de los profesionales del vino; no había perdido el viaje... Tras despedirme y agradecer su apoyo a Margaux, a la que tristemente no volví a ver
con vida, regresé ilusionado a Madrid. Al cabo de un mes, en vista de que Lichine no daba señales de vida, decidí llamarle a su bodega Château Prieuré-Lichine, situada en Margaux. Para mi sorpresa, el propio Alexis respondió a mi llamada. Su pregunta fue: «¿Anoche le habrán pitado los oídos, no? Estuve probando su vino con Peynaud y le ha gustado mucho. Tome el primer avión que pueda a Burdeos, le invito a una estancia en mi château y se lo presento».
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Al aterrizar en el aeropuerto de Burdeos me encontré con que el mismísimo Lichine me esperaba en su coche. Su gesto y talante estaban en las antípodas del hombre enfurruñado por una implacable dieta que había conocido en Marbella. Esa misma noche, en el restaurante Clavel, propiedad del chef español Francis García, iniciamos una larga y fructífera amistad. Entre plato y plato, todos ellos regados con excelentes crus de Burdeos, me contó la historia de su vida. Alexis Lichine había nacido en Moscú en 1916, un año antes de la revolución soviética. Su familia al completo se exilió en París; una vez allí, su padre, un constructor importante, decidió regresar solo a Rusia, con la intención de recuperar activos y objetos de arte de su casa moscovita. Pero todas las viviendas situadas en los barrios acomodados de la capital, incluyendo la suya, estaban requisadas por soviets (comités revolucionarios), como los que más tarde aparecerían en una de mis películas favoritas, Doctor Zhivago. Lichine comprendió que era tarde para recuperar nada y que arriesgaba su vida. Un amigo le advirtió de que volver a París atravesando Europa era también un suicidio: resultaría detenido y arrestado en cualquier control por su apariencia burguesa y sería acusado ante un tribunal popular de antirrevolucionario. Optó por regresar a París por la ruta ferroviaria más larga del planeta, el famoso «transiberiano», hasta Vladivostok, la ciudad situada en el extremo oriental de Rusia desde donde se embarcaría hacia América y más tarde a Europa. Aun así, monsieur Lichine no se libró del encuentro con los soviets. Durante el trayecto hacia la costa del Pacífico, se repetiría otra escena de Doctor Zhivago: el tren frenó chirriando en plena tundra y un destacamento de soldados
bolcheviques subió para pedir su documentación a los pasajeros. No era difícil saber el destino que esperaba a quienes no eran reconocidos como prosoviéticos: en el mejor de los casos, pasar el resto de sus días en un campo de concentración siberiano. Como era de esperar, le ordenaron bajar del vagón con el resto de los pasajeros. Ganó tiempo diciendo al soldado que le apuntaba con su arma que le esperase abajo, porque necesitaba recuperar su equipaje. El soldado bajó al andén y el tren arrancó al instante. El destino quiso librarle de una muerte segura, permitiéndole regresar a París, ciudad en la que vivió junto a su familia hasta 1919, año en el que esta decidió emigrar a Estados Unidos. Alexis creció por tanto en América, pero Francia era la cultura de referencia para las clases dirigentes rusas. En 1932 se trasladaría de nuevo a París como corresponsal del International Herald Tribune, recién fundado conjuntamente por dos grandes diarios norteamericanos: The New York Times y The Washinghton Post. Su primer reportaje describiría los vinos que los colonos ses elaboraban en Argelia. Su éxito permitió al joven Alexis continuar en esa línea de trabajo y convertirse en experto especializado en el mundo del vino. Más tarde, sus vínculos con la prensa estadounidense y su impecable dominio del inglés y del francés hicieron sonar su nombre a ambos lados del Atlántico. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, el que más tarde sería presidente de Estados Unidos, el general Dwight D. Eisenhower, entonces comandante supremo de las tropas aliadas, reclamó sus servicios como ayudante de campo. Lichine amenizaría las reuniones del Estado Mayor aliado, en las que también participaban Winston Churchill y Charles de Gaulle, con los mejores vinos de Champaña, Burdeos o Borgoña, contribuyendo así a que las decisivas conversaciones entre los tres principales aliados fluyeran en un ambiente más distendido. En 1945, con el fin de la guerra, crearía la compañía de vinos Alexis Lichine & Co, dedicada a la adquisición de propiedades vitícolas reputadas y al comercio de vinos de alta gama procedentes de Burdeos y Borgoña, y lograría comprar a buen precio el grand cru Le Prieuré, una bodega prácticamente abandonada como consecuencia de la guerra en el distrito vitícola de Margaux, cambiando su nombre al de Château Prieuré-Lichine. Allí me contó cómo fue su lucha para crear y mantener su compañía organizando la exportación de grandes vinos ses a Estados Unidos. Con los años, se convertiría en el gran embajador de los vinos bordeleses, como reconocería el alcalde de Burdeos, Jacques Chaban Delmas, cuando le dimos sepultura en 1979, en una atalaya plantada de viñas
que domina todos los restantes châteaux de Margaux. Su hijo Sacha mantiene viva la saga Lichine elaborando los mejores rosados de Provenza en Château d’Esclan, cuyo décimo aniversario celebramos en 2016. Alexis me presentaría años antes a los personajes más importantes del sector, incluyendo muchos críticos e importadores de Francia, Inglaterra o Estados Unidos… Uno de sus mejores amigos y frecuente invitado a su château era Marvin Shanken, creador de la revista Wine Spectator, una publicación que, con tres millones de lectores, es hoy la principal y más influyente revista del sector. Su director, mi amigo Tom Matthews, es un gran experto en vinos españoles. En el reducido mundo de los vinos de alta gama, como en otros similares, resulta de gran ayuda entrar en el club de los iniciados apoyado por uno de sus fundadores. Lichine no dudó en hacerlo conmigo en la fase crítica del proyecto Marqués de Griñón. Aquellos improvisados viajes a Málaga y a Burdeos en 1982 iniciarían también conversaciones y sesiones de trabajo extraordinariamente útiles con Lichine y Peynaud en su finca de Margaux. La primera e histórica visita de Emile Peynaud a Malpica se produjo a finales de agosto, el día 28. Fui a buscarle al aeropuerto de Barajas y me sorprendió su entusiasmo por mi proyecto. No paró de charlar animadamente conmigo durante el trayecto. Mi improvisada bodega, a cielo abierto junto al viñedo, consistía en cuatro tanques de acero inoxidable, una despalilladora (la máquina que separa las uvas del raspón) y una bomba para trasegar mostos o vinos. Un pozo recién perforado proveía el agua para regar los tanques y así controlar la temperatura de fermentación, una técnica que había aprendido en California. Peynaud sonrió, benévolo: «Es una bodega bastante básica, pero tenemos lo necesario para elaborar un buen vino». Respiré y le invité a degustar de nuevo mi vino Primicia. Tomó un sorbo, asintió con la cabeza y me dijo que, efectivamente, aquel era un buen vino, pero que su propósito era mejorarlo. El fallo consistía en emplear barricas usadas de roble americano de mediana calidad, que aportaban al vino algún sabor falto de limpieza. A la mañana siguiente, comencé la búsqueda de barricas de roble nuevo. También me animó a que, en cuanto me fuera económicamente posible, cambiara el roble americano por el francés, mucho más caro. Tardaría cuatro años en hacerlo y el salto de calidad sería inmediato. Las principales reservas de roble francés centenario que existen actualmente
fueron plantadas a iniciativa de Jean-Baptiste Colbert, el ministro de Luis XIV, en el siglo XVII, que hoy da nombre al Comité Colbert, la asociación que defiende la excelencia sa —como en 2011 comenzó a hacer Círculo Fortuny, su homóloga española—, pero no empezarían a emplearse para la producción de barricas hasta trescientos años después, terminada la Segunda Guerra Mundial. El roble Quercus alba crece en el Macizo Central de Francia y en el este de Europa, en tanto que el roble americano proviene de Estados Unidos, sobre todo del Estado de Misuri, que marca más el sabor del vino, pero, normalmente aporta menor finura. Tradicionalmente fue España —en concreto, Jerez— el principal importador de roble americano en Europa; también reexportador, ya que las botas empleadas en el proceso de crianza del jerez se reutilizaban en las destilerías escocesas para la crianza de sus mejores whiskies de reserva. Peynaud me pidió analizar cuanto antes la acidez y el contenido en azúcar de mis racimos. Cuando le envié los datos a Burdeos, me llamó inmediatamente: «Son ideales, empiece a vendimiar el próximo lunes». Llenamos tres de las cuatro cubas en un par de semanas de alegre vendimia; empezábamos al amanecer y me acostaba de madrugada, tras vigilar cada día la elaboración de la uva cosechada. Cuando los racimos empezaban a fermentar, ordenaba regar la superficie exterior de los tanques de acero inoxidable para reducir la temperatura y favorecer el trabajo de las levaduras. Se trata de microorganismos naturales que llegan con los racimos y convierten los azúcares del mosto en el alcohol del vino, un milagro natural que los hombres descubrieron en Oriente Medio hace ocho milenios, pero que el gran científico francés Pasteur consiguió explicar por primera vez científicamente a finales del siglo XIX. Peynaud me explicó que más tarde se produciría una segunda fermentación más sutil que redondearía la acidez del vino. Él mismo había descubierto este proceso, esencial para estabilizar los vinos, unos años antes, bautizándolo como fermentación maloláctica. Otro de los acertados consejos que me dio Peynaud fue que produjera un vino blanco para tener algún ingreso en los tres o cuatro años que requería la crianza en barricas y botellas del Cabernet que acabábamos de elaborar y comenzar así a rentabilizar la inversión. Él mismo había propuesto años antes a la bodega riojana Marqués de Riscal elaborar su primer vino blanco en Rueda, una tierra antigua de vinos blancos y generosos, pero por entonces en clara decadencia. Riscal dudaba entre Galicia y Rioja, hasta que Peynaud le propuso probar una vinificación con la uva local, la hoy célebre Verdejo. Así que vendimiamos y
elaboramos un vino blanco con esa variedad en la bodega de Antonio Sanz. Nuestro primer Marqués de Griñón Rueda Superior 1982 fue mi primer éxito en el mercado. La visita a Rueda sirvió también para que pudiéramos degustar la única barrica que mantenía una muestra del vino original de Cabernet Sauvignon elaborado en 1981 y que Antonio Sanz había mezclado más tarde con diversas proporciones de Tempranillo local. Peynaud cató sucesivamente las muestras y cuando llegó a la que provenía de esa barrica exclamó: «Esto es otra cosa. ¡Pagaría cinco veces más por una botella de este vino que por sus mezclas con Tempranillo de las restantes muestras!». Unas semanas más tarde viajé a Burdeos con las mezclas de la cosecha 1982: «¡Asombroso! ¡Le doy dieciocho puntos sobre veinte!... Este vino podría añadirse a algunos de los grandes Burdeos en añadas donde falta lo que usted tiene aquí: un clima de vendimia seco y soleado donde las uvas maduran plenamente». El propio Peynaud contaría esta anécdota en el capítulo de sus memorias, tituladas Le vin et les jours que me dedicaría más tarde. Cuando terminó de hablar, le planteé la gran pregunta: «¿Merece este vino embotellarse como primera añada de Marqués de Griñón, Cabernet Sauvignon?». Me miró a los ojos, sonriendo: «Sin lugar a dudas», contestó. Durante esa visita, tuve la suerte de presenciar, tras la vendimia en Valdepusa, las de Margaux y Petrus, dos châteaux míticos cuyos vinos son hoy los más cotizados del último medio siglo en las subastas de Christie’s y Sotheby’s. Sirva de ejemplo que el precio actual de una caja de doce botellas de Petrus 82 supera hoy los treinta y cinco mil euros. 1982 sería también una cosecha excelente en España, Italia y otros países de la Unión Europea. Los vinos Marqués de Griñón iniciaban su vida participando en una vendimia mítica para los grandes vinos europeos. También se trataba de un momento histórico en mi vida: habían transcurrido exactamente treinta años desde la conversación con mi abuelo. Mi decisión de dedicarme al mundo del vino no tenía retorno… Entre 1982 y 1990, año en que se retiró, Peynaud me asesoró con cada una de mis cosechas de vino. Me recibía en Burdeos con sus muestras tras cada vendimia. Guardo como un tesoro sus valiosísimos comentarios y puntuaciones, todas ellas sorprendentemente altas: entre diecisiete y diecinueve puntos sobre veinte. Sin su criterio, nuestra bodega nunca hubiera logrado el prestigio
internacional que hoy tiene.
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Tanto Émile Peynaud como Alexis Lichine accedieron a firmar en la contraetiqueta de aquel primer Marqués de Griñón indicando que ambos lo recomendaban, lo que significó un notable reconocimiento internacional para un vino que seguía sin poder ser asignado a ninguna Denominación de Origen de prestigio. Legalmente, su etiquetado solo podía indicar que era un «vino de mesa», no podía mencionar que era un vino de Toledo ni que la uva con la que había sido producido era de la variedad Cabernet Sauvignon… Naturalmente me salté esa norma e incluí ambos datos, que resultaban clave al tratarse de referencias reconocibles a nivel mundial. Seguía siendo el viticultor y bodeguero fuera de la ley al que Wine Spectator había dedicado su primera reseña sobre un vino de Toledo: «Peynaud s outlaw» («Peynaud se alía con un fuera de la ley»). El resto de la cosecha 1982 que no había adquirido Vinoselección se destinó a la exportación a Inglaterra. John Armit, un conocido experto, asesor de inversores privados en grandes vinos de guarda, me puso en o con uno de los mejores importadores de Londres. El viento empezaba a soplar a nuestro favor. En enero de 1986, la firma de incorporación de España y Portugal a la Comunidad Económica Europea eliminaba, entre otras, las limitaciones legales que nos impedían obtener una licencia para exportar nuestros vinos. Mi «puesta de largo» en Londres tuvo lugar en el hotel Dorchester, el lugar que había elegido el ICEX (Instituto de Comercio Exterior) para organizar la feria Wines of Spain. Nuestra presencia allí era modesta, pero sorprendentemente fuimos una de las estrellas de la feria. Entre la multitud que nos rodeaba me pareció reconocer una cara conocida. Se trataba de Hugh Johnson, autor del Pocket Wine Book, la guía de vinos más vendida del planeta. «¡Señor Johnson, encantado de conocerle!», exclamé. «¡No consigo llegar a su stand», me respondió, añadiendo: «¿Por qué no coge una botella y almorzamos juntos en algún otro lugar más tranquilo?». Se trataba de una nueva oportunidad que no debía dejar escapar. Tomé una de mis botellas y
me fui con él a un salón del hotel donde pudimos hablar con tranquilidad y presentarle mi Marqués de Griñón Cabernet Sauvignon 1982.En la siguiente edición del Hugh Johnson’s Pocket Wine Book mi vino apareció puntuado con tres estrellas. Treinta ediciones después, sigue manteniéndolas. Aquello ayudó a que otros gurús del sector se fijaran en mí. Un actor de éxito reconvertido en crítico de vinos, Oz Clarke, escribió en el Anuario 1985 de Christie’s, la célebre casa de subastas de arte, que también incluyen las de los grandes vinos del planeta: «Y entonces aspiré los aromas de un extraordinario vino tinto; los aromas de cassis, cedro, tabaco y pasas surgían del fondo de la copa como si se tratara de un premier grand cru de Burdeos… hasta que miré la etiqueta, firmada nada menos que por Peynaud y Lichine, y descubrí que el viñedo estaba en medio de ninguna parte del mapa vitícola europeo, un lugar de Toledo llamado Malpica de Tajo, y que ahorraría cientos de libras por cada caja adquirida». No fue el único crítico favorable: un joven abogado americano que terminaba de publicar su primera guía de vinos, The Wine Advocate 1982, y hoy considerado como el más influyente crítico internacional, Robert Parker, incluyó mi Cabernet Sauvignonen su guía de 1985.
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Opté por entregarme en cuerpo y alma a esta gran aventura que tantas alegrías estaba proporcionándome. Comencé a viajar para abrir mercados, consiguiendo poco a poco la atención del público y los medios. Conseguí credibilidad internacional como bodeguero antes que en mi propio país, aunque el gran crítico español José Peñín me visitaría y apoyaría aquel mismo año. Un año después, el prestigioso bodeguero catalán Miguel Torres me propuso participar conjuntamente en las Olimpiadas del Vino que organizaba entonces la revista gastronómica sa Gault & Millaud, en cuya edición original Torres había conseguido el liderazgo mundial con su célebre Cabernet Sauvignon Mas La Plana. En las cartas de los restaurantes españoles dominaban aún abrumadoramente los vinos de Rioja. Por su parte, Jerez era una centenaria potencia exportadora, pero comenzaba su declive. Otras denominaciones hoy importantes como Ribera del
Duero, Penedés, Rías Baixas o Rueda tenían entonces una presencia minoritaria en el mercado. En cuanto a Castilla-La Mancha, a pesar de liderar el mundo en producción de vino, carecía de presencia significativa en la restauración, especialmente en el segmento de alta gama. Decidí que era necesario rescatar una antigua expresión, los vinos de pago, para conseguir rentabilizar mi proyecto y prestigiar mi región. Otro amigo periodista, Feliciano Fidalgo, me ayudaría extraordinariamente en aquella etapa inicial. Feliciano escribía para el diario El País desde su fundación, como corresponsal en París. Su despedida de la capital sa estuvo, por cierto, a la altura de su prestigio: asistió hasta el presidente de la República, François Mitterrand. De vuelta a España, Feliciano se dedicó a su afición favorita, los vinos y la gastronomía. Un par de años después de su retorno, Feliciano convocaría en mi bodega toledana y publicaría en el suplemento dominical de El País lo que definió como la reunión de los «Siete Magníficos». Un grupo de bodegueros que, según su criterio, producían los mejores vinos tintos de guarda de España. El grupo incluía reservas míticas como Vega Sicilia, Imperial (CVNE), Mas La Plana (Torres), etc… Los vinos de Valdepusa empezaban por fin a abrirse camino en el mercado español.
El Marqués de Griñón Valdepusa Cabernet Sauvignon 1982 y las cosechas que siguieron abrieron una oportunidad para otras regiones y bodegueros emergentes españoles. Durante las décadas siguientes se confirmó que existían muchos grandes terroirs dispersos por toda la geografía española pendientes de que alguien los descubriera y que, por tanto, podían elaborarse grandes vinos en prácticamente todas las regiones, incluyendo algunas en las que la viticultura no existía históricamente o se había abandonado. Hoy nadie descarta la posibilidad de que en Toledo —como, por ejemplo, en Murcia o en Ronda (Málaga)— puedan elaborarse vinos tintos o blancos de élite, reconocidos con puntuaciones muy altas en rankings internacionales. Hace unas décadas parecía que ni siquiera eran capaces de alcanzar ese nivel las bodegas históricas de Rioja y Jerez, salvo la gran excepción de Vega Sicilia en el valle del Duero. El modelo bordelés moderno, con vinos tintos de guarda macerados que tardan tiempo en alcanzar su plenitud, no era entendido en España y existían demasiados prejuicios para que un aficionado se planteara la posibilidad de dar una oportunidad a un pago sin denominación de origen reconocida. El reconocimiento como viticultor y bodeguero innovador me daría la oportunidad de conocer y trabar amistad con un buen número de personas relevantes que han enriquecido mis conocimientos y, a veces, mi calidad de vida. Se trata de aficionados o profesionales amantes del vino y la gastronomía, con mentalidad abierta a nuevas experiencias. A finales de los años ochenta, Rafael Ansón, quien, a petición de Adolfo Suárez, tuvo una participación clave en la Transición española como director de TVE, la única emisora de televisión existente entonces, me ofreció ser vicepresidente de la Academia de Gastronomía. Esta institución, entonces privada, hoy reconocida por el Estado como Real Academia de Gastronomía (RAG), ha tenido un papel relevante en el extraordinario éxito internacional de nuestra cocina de vanguardia, que hoy lidera el mundo. El primer impulso renovador, que sentaría las bases de la nueva gastronomía española, tuvo lugar en 1976 y se produjo en una mesa redonda que reunió a cocineros de talla internacional para analizar las cocinas regionales o la relevancia de cuidar las materias primas. El encuentro fue organizado por los fundadores de la revista Club de Gourmets, Fernando Jover y Francisco López
Canis, quienes convocaron en Madrid a cocineros de talla, como Juan Mari Arzak, Pedro Subijana y Paul Bocuse, líder entonces de la nouvelle cuisine sa, última etapa del absoluto dominio culinario galo que se había prolongado durante más de tres siglos, desde los tiempos de Colbert. Jover y López Canis crearían en 1987 el Salón de Gourmets, un foro pionero en gastronomía y alimentación que en 2016 celebró su trigésimo aniversario. Juan Mari Arzak aprovechó su primera reunión con Paul Bocuse para visitarle una temporada en el restaurante del mismo nombre. Sus tres estrellas Michelin se sumaban al liderazgo de la nueva cocina sa. Arzac se convertiría durante los años ochenta en el primer restaurante español con idéntica calificación. En 1985, Alexis Lichine me pidió organizar una comida en San Sebastián con el entonces crítico de vinos de The New York Times (NYT), Frank Prial. Llamé enseguida a Arzak y reservé una mesa para comer con ellos en su restaurante dos días después. Yo viajaría en coche desde Madrid y Lichine con Prial desde Burdeos. El almuerzo sería un éxito histórico y Frank Prial lo reflejaría en dos artículos de página entera publicados en el suplemento dominical del poderoso NYT, el diario más importante del mundo, que por vez primera, situaba a la cocina vasca por delante de la sa. Tres años más tarde, en 1988, aproveché el retorno de una visita a Montpellier —donde Fátima, mi tercera esposa, había acudido como testigo a una boda—, para visitar por primera vez el restaurante El Bulli. El propio Ferrán Adrià nos recibió en la puerta, acompañado por su socio y jefe de sala, Julio (Juli) Soler. «Llevaba diez años esperando a que viniera a esta casa», me dijo Ferrán. Tras degustar durante tres horas la cocina más fascinante e innovadora que jamás había disfrutado, Ferrán y Juli nos acompañaron durante una apasionante sobremesa que se prolongaría hasta las siete de la tarde. Hablamos del revolucionario concepto de El Bulli, cuya creatividad le convertiría muy pronto en el restaurante más famoso e influyente del planeta. Su cava de vinos era también ejemplar, como la carta que reflejaba su contenido, diseñada por Soler. Le agradecí que mis vinos ocuparan un lugar relevante. La jornada culminó con otro encuentro de excepción con un gran escritor que ocupaba otra mesa contigua, Manuel Vázquez Montalbán; según me dijo, uno de sus personajes citaba mi Cabernet en su más reciente novela. A partir de esa visita volvería a El Bulli casi todos los años, lo que me permitió
adentrarme en una aventura sin precedentes que cambiaría la historia gastronómica del mundo, a través de su concepto abierto e innovador. La RAG ha bautizado recientemente la nueva gastronomía de vanguardia española como cocina de la libertad. Efectivamente, hasta su recreación por Ferrán Adrià, los menús se componían mayoritariamente de tres series de platos, un modelo establecido durante siglos por la cocina sa. Se trataba de un planteamiento academicista, un concepto que Francia también aplicó desde el siglo XVIII a diversas actividades artísticas o artesanas, como la pintura, el teatro o la moda. El Bulli abrió los horizontes, incluyendo los ingredientes, sus texturas y las técnicas de elaboración. A diferencia de la cocina sa y su rigidez académica, las propuestas gastronómicas, siempre innovadoras y diferentes a las de años anteriores, se servían sin orden establecido, recuperando, según Ferrán, un gran invento gastronómico originalmente andaluz y hoy español que lleva camino de dominar la cocina global del siglo XXI: las tapas. Los dos mil quinientos cocineros procedentes de los cinco continentes que pasaron por El Bulli durante su existencia se están encargando ya de difundir a nivel planetario esa cocina de la libertad basada en las nuevas tapas del siglo XXI. Juli Soler se rodeó siempre en El Bulli de un gran equipo de sumilleres, reuniendo muchos de los mejores vinos del mundo en su cava climatizada. Cuando los menús y los tiempos se alargaron, Ferrán y Juli decidieron reducir su calendario y horario de apertura a seis meses (entre abril y octubre) y una sola experiencia gastronómica vespertina al día. Durante una de mis visitas, me propusieron celebrar una cata de nuestros vinos MG Valdepusa en su nuevo taller gastronómico,situado en el Barrio Gótico de Barcelona. Se trataba de una nueva genialidad de Ferrán: destinar la mitad de los meses del año a pensar y, de paso, a crear los conceptos culinarios de la siguiente temporada. Asistí acompañado por nuestro enólogo, Julio Mourelle, quien iría descorchando pausadamente una docena larga de botellas. Por parte de El Bulli, se sentaron con nosotros sus dos propietarios, los tres sumilleres del restaurante y Kim Vila, el gran negociant de vinos barcelonés. Ferrán, sentado junto a mí, comenzó explicándome que conseguir la ansiada armonía de vinos y platos era problemática con su cocina: «Carlos, si te sientas a cenar en El Bulli con una mujer bella, te recomiendo disfrutar de los platos y, alternativamente, de su belleza y de la conversación. Lo mismo ocurrirá con los vinos que elijas». Añadió que el mundo del vino era tan complejo que no se
sentía preparado para valorarlo. «Algo sabrás tú, Ferrán, de aromas, texturas y sabores», le respondí sonriendo, «y de eso se trata cuando valoramos un vino». Su presencia en la degustación —advirtió a Vila que sería la única que se celebraría en la hermosa capilla gótica de su taller— y la visita posterior convirtió la experiencia en memorable. Nos mostró, por ejemplo, cómo estaba valorando la posibilidad de añadir aromas en diferentes salas de El Bulli para conseguir que, con cada plato, el aire que respiraban los comensales añadiera una dimensión adicional a la experiencia gastronómica, realizando una fascinante demostración práctica con un plato basado en sabores extraídos de diversos fruits de mer; el ambiente de la habitación estaba aromatizado con esencias marinas. Finalmente, la experiencia nunca llegaría a aplicarse. El Bulli anunció su cierre definitivo en junio de 2011. Yo estaba terminando mi libro Oleum, la cultura del aceite de oliva, que había iniciado seis años antes con la colaboración de una mujer extraordinaria, Carmen Balcells, la agente literaria que había asesorado a los entonces premios Nobel en lengua castellana Gabriel García Márquez y Camilo José Cela, siendo este último quien me la presentó en su casa. Carmen me propuso celebrar la finalización del libro en el restaurante de Ferrán Adrià, pero, finalmente, hubo que aplazarla, dejando la reserva en suspenso hasta reunir en mayo de 2011 al nuevo equipo directivo de nuestra bodega, por primera vez capitaneado por Xandra. Juli Soler nos pidió que llegáramos temprano, hacia las siete y media de la tarde. Tras una copa en la terraza, iniciamos una cena que acabaría seis horas después, tras degustar, con algunos de nuestros vinos, un total de… ¡¡¡cincuenta y dos tapas…!!! Fue mi última comida en el más famoso de los restaurantes, que cerraría ese mes de junio, dando paso a un nuevo proyecto de Ferrán, la Fundación El Bulli. Durante sus últimos seis meses de actividad, había recibido más de dos millones de solicitudes de reserva para solo ocho mil cubiertos disponibles.
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En ese progresivo ambiente de libertad gastronómica impulsada por Ferrán y la cocina española de vanguardia, el mundo del vino seguía moviéndose entre prohibiciones de todo tipo. Un comentario mío sobre las bondades del riego por goteo para mejorar los vinos procedentes de viñedos situados en zonas áridas —
el caso de la mayoría de los producidos en España—, pronunciado en un foro alimentario en Valladolid, llegó a oídos del ministro de Agricultura de turno, Carlos Romero, que intervenía al día siguiente en el mismo foro. Era un político singular; prefería viajar en tren a Bruselas para participar en las reuniones entre ministros de su ramo, al producirle los aviones un miedo insuperable. Dos días después, contemplé desde un balcón de Casa de Vacas cómo una comitiva de coches negros oficiales atravesaba mi viñedo hacia la casa. Uno de los funcionarios me entregó un escrito amenazador, proponiendo el arranque inmediato de mi viñedo y la destrucción de su novedoso sistema de riego por goteo por considerarlos ilegales. Finalmente, tras mi recurso —que incluía un informe favorable del profesor Peynaud—, recibiría meses después otro comunicado de Agricultura que sustituía la orden de arranque por una multa de diez mil pesetas (equivalente a sesenta euros actuales) a la que di amplia publicidad, logrando que se publicara en bastantes medios de comunicación. La opinión pública se había enterado de que el marqués de Griñón tenía un viñedo innovador en Toledo que producía un vino reconocido por el profesor de enología más influyente del planeta. El coste de semejante campaña publicitaria había resultado francamente modesto. Con la cocina de la libertad nacía la viticultura de la libertad. En 1988, me llamaron desde la editorial Martínez Roca (Grupo Planeta). Habían decidido publicar un libro titulado Entender de vino, dedicado al creciente número de consumidores y profesionales interesados. Como primer paso realizaron una encuesta a nivel nacional en la que salí elegido como personaje conocido entre los expertos en vino. Su primera edición se publicaría en 1989, ganaría el Premio Nacional de Gastronomía y otros premios internacionales, alcanzando la cifra de catorce ediciones en España, incluyendo una especial realizada por Círculo de Lectores. La cocina española de vanguardia daría un salto de gigante a partir del primer congreso Madrid Fusion,organizado por José Carlos Capel, crítico gastronómico de El País, y Manuel Quintanero (que más tarde abandonaría el proyecto para fundar otro evento gastronómico denominado Millesime), bajo la eficaz dirección de Lourdes Plana. Conseguí para ellos que asistieran a una cata de algunos de los mejores vinos de guarda españoles y del mundo algunas personalidades internacionales, como Michell Bettane o Tom Matthews, directores, respectivamente, de la Revue des Vins de y Wine Spectator. El
titular y portada que publicó esta última revista tras el recorrido por España de su director certificaba tanto el liderazgo mundial de la cocina española como el despegue espectacular de los grandes vinos españoles. Uno de los restaurantes que visitó Matthews en su periplo por España fue El Atrio, hoy situado en el barrio monumental de Cáceres, declarado Patrimonio de la Humanidad. Sus propietarios, el cocinero Toño Pérez y su socio y jefe de sala Jose Polo; figuran, desde entonces, dejando aparte sus dos estrellas Michelin y tres soles Repsol, como propietarios de una de las mejores bodegas de restaurante del mundo. El equipo de arquitectura Mansilla + Tuñón diseñaron el vanguardista Relais & Château y su espectacular bodega. A mediados de 1995, publiqué en las páginas de opinión del diario El País un artículo titulado «In vino libertas», donde criticaba el intervencionismo enológico imperante en España y en Europa a todos los niveles, comparando, entre otros argumentos, las propuestas de la Unión Europea consistentes de arrancar viñedos con la ley que promulgó el emperador romano Domiciano diecinueve siglos antes, ordenando la destrucción de buena parte de los viñedos de Hispania y Galia. Denunciaba también que la prohibición del riego por goteo, especialmente en las zonas áridas que conforman la mayor parte de sus viñedos, situaba a los viticultores y bodegueros españoles en clara inferioridad respecto a los de nuevos países vitícolas, como California, Australia, Chile o Sudáfrica, cuyas exportaciones a Europa y otras regiones del mundo crecían imparablemente. El artículo tuvo esta vez efecto en el Ministerio de Agricultura y especialmente en el Gobierno autonómico de Castilla-La Mancha. Su presidente, José Bono, un político de talla, y su eficaz consejero de Agricultura, Alejandro Alonso, apoyarían a partir de entonces mis propuestas, como la promulgación de la Ley de Vinos de la Tierra de Castilla y la posibilidad de que los mejores viñedos de pago recibieran una denominación de origen propia. Dominio de Valdepusa sería, de hecho, la primera de ellas reconocida por el Ministerio de Agricultura, dirigido entonces por Miguel Arias Cañete y por la Unión Europea. Por primera vez, el sector del vino, y en especial sus vinos de pago, se beneficiaría de la libertad creativa de la que ya gozaba la cocina española de vanguardia.
En 1989 daría otro paso decisivo: construir una verdadera bodega de crianza en Valdepusa. Realicé un primer boceto que me pidió mi hijo Manolo para su estudio de fin de carrera en el CEU, donde analizaba la viabilidad económica de realizar la crianza y el embotellado del vino procedente de nuestro propio viñedo en la finca, una condición esencial para llamarlo «vino de pago».Conseguí más tarde la financiación para poner en pie mi bodega mediante una alianza accionarial con la Sociedad para el Desarrollo Industrial de Castilla-La Mancha, que se convertiría durante unos años en socio minoritario del proyecto. El diseño de la nueva bodega, tanto desde el punto de vista arquitectónico como operativo, corrió de mi cuenta, aunque conté con la ayuda del ingeniero agrónomo Joaquín Asensio. El trabajo se inició ese mismo año y todo estuvo a punto para la vendimia de 1989. Básicamente, el proyecto consistió en una construcción tradicional toledana, que llevaría a cabo un excelente albañil local, Manuel López, técnicamente inspirada en la nueva cava subterránea de Château Margaux, cuyo diseño había supervisado el gran que Émile Peynaud. Siguiendo sus recomendaciones, el sistema de ventilación y refrigeración mantendría estables los niveles de humedad (en torno al ochenta y cinco por ciento) y temperatura (entre catorce y quince grados) para emular las condiciones de su bodega hermana bordelesa. La estructura del edificio se sustentó en sólidos arcos de ladrillo macizo toledano, cocidos en horno de leña. Para su decoración conté con alguna valiosa opinión de mi sobrino Fernando Fernández de Córdoba y, especialmente, de mi amigo y decorador portugués Duarte Pinto Coelho, que en 1983 había dirigido la reforma interior de la vivienda principal de Casa de Vacas, respetando íntegramente su trazado y personalidad originales. Otro bodeguero lusitano, Antonio Avilez, también fabricante de azulejos artesanales en Azeitão, cerca de Lisboa, se encargó de realizar una bella colección de es artesanales que describían diversas escenas de nuestro viñedo y de la bodega.
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La llegada de la década de los años noventa coincide con la consolidación de la marca Marqués de Griñón (MG). Mi Cabernet Sauvignon ya era reconocido
como un vino de cierto renombre por muchos críticos y sumilleres de España y otros países relevantes en el circuito internacional. Habíamos logrado una distribución aún embrionaria pero que ya alcanzaba Europa y algunos puntos de Estados Unidos… En 1990 también se produjo un relevo importante en las tareas de asesoramiento en la bodega, al retirarse Émile Peynaud de la profesión. Era el momento de iniciar una nueva etapa con renovados objetivos y aspiraciones. Emprendí la búsqueda de un nuevo consultor enológico. Sacha Lichine, hijo de mi amigo Alexis, me propuso contratar a un alumno aventajado de Peynaud en la Universidad de Burdeos, Michel Rolland. Su primera visita a Malpica, a finales de 1990, confirmó que sus conocimientos estaban a la altura de su maestro y que nuestra sintonía era completa. Rolland aceptó mi propuesta de iniciar la asesoría a partir del año siguiente. Rolland llegaría a Malpica por primera vez durante la segunda semana de septiembre de 1991, cuando preparábamos el inicio de la vendimia. Después de mostrarle la nueva bodega le comenté que había estado catando uvas y que tenía la sensación de que ya estaban a punto para ser cosechadas, por lo que habíamos iniciado la contratación de vendimiadores en los pueblos vecinos para iniciar la vendimia la semana siguiente. Antes de dar cualquier opinión, Rolland me dijo que le gustaría probar las uvas por la mañana. Y así lo hicimos. Tras paladear y masticar sus pieles u hollejos con delectación, me preguntó: «Sé que habéis contratado a los vendimiadores para el lunes, pero…, ¡ejem!, sería posible llamarles para retrasar otra semana el inicio de la vendimia?». Dudé unos instantes porque sabía que mi fiel colaboradora y brazo derecho, Mari Carmen González, había llamado individualmente los últimos días a más de cuarenta vendimiadores de cinco municipios cercanos. «Es un poco complicado, Michel, pero si crees que el vino mejoraría significativamente...». Miró la chimenea encendida y explicó: «Puedes esperar, porque las temperaturas están bajando y no hay previsión de lluvia: tenemos condiciones ideales de maduración para que estos taninos ganen en intensidad y en complejidad de sabores o aromas». Llamé a Mari Carmen González y, como de costumbre, no puso pega alguna: llamaría a cada uno de los vendimiadores contratados.
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El siguiente proyecto que discutí con Rolland fue una recomendación de Peynaud en su informe inicial sobre el viñedo de Valdepusa: plantar un viñedo adicional con la variedad Syrah. No existía en España y pensaba que podía tener grandes posibilidades. A pesar de la obsesión actual por las variedades «autóctonas», la mayoría de las uvas conocidas han viajado constantemente entre países y regiones vitícolas — como lo demuestran los estudios basados en el ADN de los varietales de vid iniciados hace décadas por la experta en genética y profesora en la Universidad de Davis Carol Meredith—. También se ha confirmado que la mayoría de los varietales hoy en cultivo proceden de vides silvestres (Vitis vinifera sylvestris) sucesivamente domesticadas por el hombre. La familia de uva bordelesa que en tiempos romanos se conocía como Biturica, posible antecesora de célebres varietales internacionales como Cabernet Sauvignon, Cabernet Franc, Merlot, Petit Verdot y Malbec, desciende al parecer de vides autóctonas cuyo origen se encuentra en las laderas prepirenaicas del País Vasco español. De hecho, los tratadistas agrarios romanos Plinio y Columela mencionan la Biturica como responsable de la potente viticultura desarrollada por los romanos en su provincia Tarraconensis,que ocupaba íntegramente el valle del Ebro y era la principal proveedora de vino del Imperio. Posteriormente, las legiones romanas llevarían esa familia de vides a la región de Aquitania, incluyendo Burdeos. También viajarían en tiempos posteriores muchas variedades actuales. Algunos ejemplos relevantes incluyen las variedades sas —hoy cultivadas en el valle del Ródano— Grenache, Mourvedre, Cinsault o Alicante. Todas ellas llegaron a esa región desde Aragón o la costa mediterránea española, donde las tres primeras se llaman, respectivamente, Garnacha, Monastrell y Samsó. La Alicante Bouschet fue creada mediante hibridación por el viverista francés Bouschet a finales del siglo XIX y viajaría al sudeste español en sentido inverso. Otro ejemplo importante son las regiones vitícolas del Nuevo Mundo —Estados Unidos, Chile, Argentina, Australia, Sudáfrica y otros países—, todas ellas plantadas con variedades de origen europeo entre los siglos XVII y XXI. En 1989, para comprobar la idoneidad de la Syrah para Valdepusa, visité bodegas en diferentes regiones del mundo donde se cultivaba con éxito. Mi primera visita fue a Australia, donde tuve ocasión de conocer a Max Schubert, el enólogo creador del legendario Grange Hermitage, que posteriormente cambiaría su nombre a Grange. Se trata del vino tinto de guarda más prestigioso de Australia y uno de los Syrah (en ese país llaman a esta variedad Shiraz) mejores del mundo. La historia de ese vino, que me contó el propio Schubert, basada en
la fe y la perseverancia en sus ideas se inicia en un viaje suyo por Burdeos y otras regiones vitícolas de Europa. Schubert comprendió que la forma en que elaboraban el vino en el sudeste australiano se basaba en las empleadas en esa región europea a finales del siglo XIX y, a su regreso, propuso elaborar un Syrah moderno. Pero su primera cosecha tuvo mala acogida por la crítica y el mercado, y la empresa propietaria, Penfolds, decidió retirarlo. Cinco años más tarde, el crítico más influyente del país describió el mismo vino como el más grande elaborado hasta entonces en Australia. Sin conocimiento del consejo de la compañía, Schubert había seguido elaborando Grange. El vino fue relanzado y obtuvo una fama extraordinaria en Australia y en el mundo. El mismo año visité en California a otro conocido enólogo, Randall Graham, que elabora sus vinos cerca de Silicon Valley. Su pasión por la Syrah era tan grande que, tras probar sus vinos, se ofreció a recorrer conmigo el valle del Ródano, donde visitamos bodegas punteras como Château Beaucastel, Château Rayas, o los deliciosos Hermitage de Jean-Louis Chave. Cuando supe que el emperador Carlos V tenía entre sus vinos favoritos un Syrah de esta región sentí que, de alguna manera, un círculo invisible se cerraba. En 1991 planté en Valdepusa, frente a mi casa, el viñedo pionero de Syrah en España. Cuatro años después saldría al mercado con gran éxito: Jancis Robinson le dedicó su media página en Financial Times (era también responsable de la crítica de vino en la BBC) con un titular atractivo: «A Spanish red which is a real steal» («Un tinto español que es un verdadero regalo»). Su precio en tienda era entonces de ocho libras por botella y se vendió en cuestión de semanas. El primer Syrah español tuvo también buena acogida en su tierra. Uno de sus primeros defensores fue Feliciano Fidalgo, quien llegó a definir esa variedad en El País como «la uva inteligente». Hoy es parte del paisaje vitícola en muchos lugares de España. Un par de años más tarde, introduje una nueva teoría en mis viñedos. Nelson Shaulis, un profesor de Cornell University (en el Estado de Nueva York), llevaba años investigando la relación entre el color y la calidad de las frutas —dos variables relacionadas entre sí—, con determinados componentes o fracciones de la luz solar, concluyendo que estas últimas tenían un efecto claramente positivo. Su alumno Richard Smart, ya mencionado, centraría su tesis doctoral sobre la calidad de las uvas y los vinos que originaba. Sus sistemas permitieron crear en Valdepusa nuevas espalderas con mejor iluminación de hojas y racimos. La
primera de ellas se aplicaría en el nuevo viñedo de Sirah. Su cosecha 1995 sirvió para brindar por el profesor Shaulis durante su funeral en Nueva York.
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En marzo de 1983, visité con Peynaud la nueva cava subterránea de Château Margaux con un triple objetivo: inspirarme en ella para mi futura bodega, catar en sus barricas nuevas de roble francés los extraordinarios vinos de la cosecha 82 y degustar por primera vez una uva casi desaparecida, que en Margaux ocupaba una superficie marginal (el tres por ciento de sus viñedos), aunque superior a la que mantenían el resto de los grandes viñedos de Médoc. Los antiguos vignerons de la región la llamaban Vidure, un nombre claramente relacionado con la antigua Biturica,a laque Plinio y Columela atribuían las virtudes de los grandes vinos procedentes de la provincia romana Tarraconensis. Peynaud se dirigió a un rincón de la bodega donde reposaba el contenido de las únicas veintisiete bordelesas de Petit Verdot, como ahora denominaban esa antigua casta en Burdeos. Su color profundo, aromas especiados y sabor intenso, diferente al de cualquier otro vino catado anteriormente, me impresionaron. Peynaud sonrió afirmando: «Es el mejor que he probado nunca, no viviré para conocer otro Petit Verdotsemejante, tardaremos otros veinticinco años en conseguirlo». Me desaconsejó plantarlo por su gran dificultad, debida a su exigencia climática para madurar, que precisaba de semanas enteras soleadas, con temperaturas diurnas frescas y noches muy frías aunque sin heladas. «Curioso —pensé—, las mismas condiciones que originan los grandes aceites extravergine de Toscana». Cuando Michel Rolland me visitó por primera vez en 1990, le pregunté su opinión sobre mi idea de plantar Petit Verdoten Valdepusa. «Interesante —me dijo—, asesoro un viñedo llamado Newton en California donde tienen una diminuta parcela experimental de PV —como se refería siempre Michel a esa variedad— y cada año la incluyo en la composición del gran vino de la propiedad. Sería interesante que lo probaras antes de tomar la decisión». No precisé a Michel para conseguir la cita. Conocía bien a Sue Hua, la bella y elegante esposa del señor Newton, propietario del viñedo, perteneciente, según
me manifestó, a la antigua dinastía reinante en Mongolia. Nuestro común importador en Alemania, Thomas Gerhardt, nos había presentado un año antes en una cata de nuestros vinos y los de otros bodegueros en Berlín. Al día siguiente, todos debíamos participar en otro evento similar en Múnich y tomamos un vuelo de madrugada. Cuando llegué al control de seguridad, Sue apareció corriendo, cubierta con un espléndido abrigo de visón que le llegaba hasta los pies. Me explicó al oído que se había quedado dormida al no escuchar el despertador en su habitación y que solo contaba con lo puesto; el hotel berlinés se había comprometido a hacer llegar su equipaje hasta Múnich. Su preocupación era evidente porque solo estaba cubierta por el vistoso abrigo. Me acerqué discretamente al agente de policía al mando del control y negocié que permitieran a la dama acceder a la zona de embarque sin desprenderse de su visón. El oficial sonrió comprensivo y asintió… Sue Hua, que me consideró tras el incidente un auténtico caballero español, me invitó a visitar su bodega cuando viajara a California. La bodega de los Newton se encontraba en el valle de Napa, por encima de Santa Elena. Sue me esperaba en su elegante mansión que dominaba los viñedos, plantados en bellas laderas. Por la mañana caté con su enólogo, míster Korngaard, los vinos de la propiedad. El que me interesaba era extraordinario y diferente. Reafirmado en mi decisión, acordé con mi viverista francés, Mercier, injertar cinco mil vides con yemas de Petit Verdot procedentes una vez más de Château Margaux. Cuando el nuevo viñedo, plantado en 1992, inició dos años más tarde su producción, hubo que esperar hasta mediados de octubre para que maduraran sus bayas. Pero yo sabía que en Valdepusa —a diferencia de muchas regiones vitícolas de España y del mundo— se trataba de una ventaja importante. En los Montes de Toledo, esos días que llamamos verano del membrillo tienen precisamente las condiciones ideales, días frescos soleados y noches frías, que requiere esa uva y también, por suerte, las aceitunas que originan los grandes aceites de oliva. En 1995, recibí la visita de una importante compradora de Tesco, la cadena británica líder de supermercados. Tras las presentaciones, me explicó que estaba diseñando una nueva línea de vinos de alta gama para vender en sus nuevas tiendas gourmet. Me dijo que estaba finalizando sus estudios y prácticas para obtener el codiciado Master of Wine y preguntó si podía ofrecerle algo que no conocieran ya sus clientes. Bajamos a la sala de crianzas, probeta en mano, y
extraje una muestra de Petit Verdot 94, del que solo habíamos cosechado una docena de barricas. Sus bellos ojos grises se clavaron, por encima de la copa Riedel Bordeaux,en los míos: «¿Qué piensa hacer con esta maravilla?». Me tomé unos segundos: «No estoy seguro, lo habitual en Burdeos es ensamblarlo como elemento minoritario con Cabernet Sauvignon u otras castas bordelesas. Espero decidir las proporciones con Michel Rolland durante su próxima visita». Cuando Rolland vino a Malpica y probó aquel vino ratificó la opinión de la compradora de Tesco y decidimos embotellar el primer varietal de Petit Verdot del mundo. Michel Bettane, editor de la Revue des vins de , y amigo personal de Rolland, definiría años más tarde nuestra cosecha 2000 de PV como un imaginario ensamblado de un gran Pinot Noir de Borgoña con uno de los mejores Syrah de Côte Rôtie. El crítico más influyente de Francia incluiría el Marqués de Griñón Petit Verdot entre los cien mejores pagos del mundo. En la fotografía de sus autores, realizada en la tienda de vinos Lavinia de París, los bodegueros españoles que nos acompañaban a Xandra y a mí eran Pablo Álvarez (Vega Sicilia), Álvaro Palacios (L’Ermita), Peter Sisseck (Pingus), Mariano García (Aalto) y Agustín Torelló (Torelló). Nos faltaba crear en Valdepusa un vino que partiera de una variedad española singular. Tras muchos recorridos por diferentes regiones españolas, con el objetivo de catar su variado elenco de castas de uva y sus mejores elaboraciones, opté por la variedad riojana Graciano.
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Marcos Eguren, copropietario de Bodegas Sierra Cantabria, uno de los grandes enólogos de Rioja, define esta casta de la Rioja Alavesa con un dicho que bien pudiera aplicarse al Petit Verdot en Burdeos: «¿Graciano?... ¡No gracias!». La razón es idéntica: la uva Graciano madura bien en su región de origen solo dos o tres años por década. Me costaría mucho encontrar tres mil yemas de su mejor clon, recomendado por Fernando Martínez de Toda, profesor de viticultura en la Universidad de La Rioja, tras una tesis de su alumna de enología María Jesús López de Heredia, propietaria de Viña Tondonia. Las plantamos en junio de 2000.
En 2004 me llamó durante la vendimia nuestro enólogo Julio Mourelle: «Pásate por la bodega en cuanto puedas, tenemos una cuba de extraordinaria finura, concentración y personalidad; procede del viñedo experimental de Graciano». Tenía razón, y un mes más tarde lo ratificaría Rolland. Así que decidí crear una nueva etiqueta, MG Dominio de Valdepusa AAA. Se trataba de un homenaje a mis tres hijas: Alexandra (Xandra), Tamara y Aldara, cuyos nombres incluyen tres veces la primera letra del alfabeto. En 2006 visité con mi familia y amigos el Domaine de la Romanee Conti (DRC), el vino más antiguo y mítico de Borgoña y tal vez de Europa. Su propietario, Aubert de Villaine, a quien ya había visitado años antes, convirtió la cata de sus vinos en barrica en una experiencia singular. Al día siguiente, su agrónomo, Claude Bourguignon, nos explicaría ese terroir único y las parcelas colindantes, que también generan vinos célebres, en función de la composición de sus suelos calizos. Los viñedos propiedad de DRC se asientan sobre unos cuarenta centímetros de arcilla que reposa sobre un estrato calizo, en la parte inferior de una ladera. Remontando la vertiente hasta su parte superior o descendiendo, la capa de arcilla variaba desde diez centímetros hasta dos metros. El precio de las botellas producidas por cada uno de esos suelos lo hacía en proporción mucho mayor: mientras los DRC superan en una tienda de vinos los mil euros, los del suelo con diez centímetros de arcilla, en lo alto de la ladera, valen cincuenta veces menos y los del suelo más profundo se consideran Borgoña genéricoy no superan los diez euros. Decidimos contratar a Bourguignon para la nueva plantación de Graciano y apareció en Valdepusa con su esposa, Lydia, conduciendo un todoterreno equipado de toda suerte de instrumentos y probetas de análisis. Tras dos días de trabajo nos informó de que nuestros suelos contenían mucha vida: un centímetro cúbico de su arcilla, cuyo espesor tenía los mágicos cuarenta centímetros de profundidad, alcanzaba una población superior a dos mil millones de microbios. El subsuelo calizo de Valdepusa era también idéntico al de DRC. El nuevo viñedo de Graciano se plantaría al año siguiente (2007). Claude insistió en hacerlo sin arar el suelo, troceando un campo de cebada para esponjar la superficie, una técnica llamada mulching, empleada en jardinería, que repetiríamos durante los siguientes años con paja de cereal procedente de la finca. En 2010, lanzaríamos un varietal de Graciano, aunque continuamos utilizando, en las mejores añadas las diez barricas mejores de la bodega, incluyendo algunas del Graciano más antiguo, para elaborar AAA. Lamento
decir que esa viña de una sola hectárea fue declarada ilegal por la Consejería de Agricultura de Castilla-La Mancha, lo que nos obliga a pagar anualmente una multa de doce mil euros por negarnos a su arranque. Tengo en proyecto de instalar una escultura, ya diseñada, con el celebrado texto del Quijote sobre la libertad que encabeza esta parte del libro. A mediados de los años noventa el prestigio internacional de la marca MG avanzaba decididamente. Era cada día más habitual recibir visitas de importadores interesados en nuestro producto, periodistas, críticos, sumilleres de todo el mundo… Llegados a este punto, un gran amigo y banquero de inversión, Pedro Gómez de Baeza, me aconsejó que, al ser nuestra producción limitada, debía crear una nueva línea más asequible pero de excelente calidad, que permitiera rentabilizar ese gran activo. Iniciamos conversaciones con un fondo de inversión, Cofir, liderado por el empresario italiano Carlo de Benedetti, que ya participaba en negocios tan diversos como la aseguradora Sanitas, NH Hoteles y las bodegas riojanas Berberana. El acuerdo consistió en producir un nuevo Rioja original y de calidad con la marca de Marqués de Griñón. Yo dirigiría personalmente el diseño, elaboración y selección de los nuevos vinos MG Rioja. En aquella época, la mayor parte de los vinos de Rioja, incluidos los de Berberana, partían de un ensamblado de Tempranillo y otros varietales, como Garnacha, Mazuelo, etc. La crianza en barrica se prolongaba años, siguiendo las normas del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Rioja, para su etiquetado como crianza, reserva o gran reserva. La mayoría de las barricas utilizadas tenían varios años de antigüedad. Así que me planteé cambiar por completo el proceso, elaborando mis vinos exclusivamente con uva Tempranillo, y empleando solo barricas nuevas, con lo que se acortaban significativamente los tiempos. Pronto comprobamos que el proyecto resultaba demasiado revolucionario para el Consejo Regulador. Nos recordaron que la normativa vigente exigía un periodo mínimo de doce meses para que un vino pudiera etiquetarse como crianza, así que nos prohibieron utilizar esa mención y la marca MG, argumentando que procedía de una región mucho menos prestigiosa. Decidimos embotellar el vino con una etiqueta claramente diferenciadora respecto al resto de vinos del Dominio de Valdepusa, que incluía, a título de embotellador, el nombre de una nueva sociedad, Marqués de Griñón, S. A. El lanzamiento tuvo un notable éxito. La primera añada se vendió mayoritariamente
a un único cliente, El Corte Inglés. Seis años más tarde, la nueva serie MG Rioja y una segunda línea, MG Durius, basada en vinos producidos y embotellados en la región del Duero, se exportaban a los principales mercados internacionales. Sus ventas conjuntas se aproximaban a los ocho millones de botellas. Tras la posterior disolución y venta de los activos del fondo Cofir, decidimos recuperar las acciones de MG vendidas en su momento, reduciendo considerablemente las nuevas líneas de producción. Actualmente, la producción de nuevos vinos MG en las Denominaciones de Origen Rioja y Rueda han entrado en una nueva fase, que incluye la recuperación de su gestión por la sociedad familiar.
La filosofía de Pagos de Familia MG se basa en un concepto europeo, originalmente romano, el pagus, responsable de la inmensa mayoría de sus grandes vinos, llámense grands crus en Burdeos, domaines en Borgoña, tenutas en Toscana, etc. El principio es simple: preservar los valores del terroir, basados en una sola finca o en un conjunto de parcelas con suelo y clima especialmente favorables. En la primavera de 2016, Abadía Retuerta, miembro de Grandes Pagos de España, reunió durante tres días, en el marco incomparable de su monasterio premostratense (siglo XII), a un grupo de unos treinta propietarios o gestores de grandes terroirs ses, italianos y españoles, aunque algunos de ellos también gestionaban propiedades similares en California, Chile o Sudáfrica. La conclusión principal de las jornadas coordinadas por su director, Enrique Valero, fue que un gran terroir o pago es el resultado del suelo y del subsuelo de sus parcelas, de su microclima —incluida la orientación de sus laderas—, de las variedades o castas de uva elegidas al plantar sus vides y —last but not least— del trabajo de los hombres y mujeres que eligen o preservan —con frecuencia— a lo largo de generaciones ese terruño, obteniendo, vendimia a vendimia, obras de arte singulares e irrepetibles. En este último sentido, la definición del Evangelio, repetida a diario durante la celebración de la misa, resulta cierta: el vino es «fruto de la vid y del trabajo del hombre».
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Con el tiempo, especialmente a partir del siglo XVIII, se impuso la tendencia de mezclar la producción de cada pago para embotellar grandes volúmenes de vinos aceptables, con características similares entre añadas. En España, este fenómeno, también basado en las economías de escala, tuvo mucho que ver con el movimiento cooperativista y, por desgracia, consiguió que desaparecieran muchos pagos, algunos de ellos históricos, como en Jerez. Por el contrario, en Francia, Italia, Alemania o Austria supieron mantener y engrandecer el concepto de pequeña propiedad con bodega familiar, que produce y embotella su propio vino, preservando sus valores artesanales, producción limitada, personalidad
diferenciada y la especificidad de cada añada. Hemos dicho que la interacción de cada vid con el suelo que la sustenta resulta esencial en el concepto de terroir. Dice Bourguignon que la virtud principal de las dos célebres y únicas castas de uva autorizadas en su región, Borgoña (Chardonnay para los blancos y Pinot Noir para los tintos), no es tanto su potencial cualitativo intrínseco como su capacidad de transmitir la mineralidad y las restantes características de los suelos y los subsuelos que exploran sus raíces, a los vinos elaborados con esas uvas. En otras palabras, sí, como hemos logrado en Valdepusa, las variedades plantadas a lo largo de cuarenta años son capaces de hacerlo, sus vinos siempre tendrán en común un cierto carácter familiar, aunque procedan de diferentes varietales y añadas. Los viticultores de Borgoña creen en sus terroirs, incluida la piedra caliza del subsuelo, como si se tratara de una religión. De hecho, las clasificaciones de sus climats, como también llaman a los pagos, realizadas desde el siglo XII por los monasterios benedictinos fundados por san Bernardo, siguen plenamente vigentes novecientos años más tarde.
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A partir del año 2000, empezamos a aplicar tecnología digital de última generación en viñedos y bodegas. Nuestra intención era medir científicamente el estrés hídrico de nuestras viñas y el grado de carencia o exceso de humedad que soportaban sus raíces, para ajustar el nivel de riego a las sucesivas condiciones climáticas de cada añada. Para ello recurrimos a una tecnología desarrollada originalmente por la compañía aeronáutica Boeing para testar las placas de acero que cubren las alas de sus aviones, algo aparentemente ajeno al mundo agrícola, pero perfectamente válido para medir bajo tierra, mediante sensores eléctricos, temperatura, humedad y otros muchos pequeños detalles que ayudan a que cada vid dé el fruto adecuado para obtener el vino deseado. Aunque la aplicación de tecnologías digitales pueda parecer rechazable para quienes prefieren vinos naturales, creo firmemente que la tecnología del siglo XXI puede, por el contrario, ayudarnos a lograr este último objetivo. De hecho, las vides silvestres que crecen desde hace milenios en Valdepusa, y cuyos
ancestros originaron la viticultura en el Neolítico inferior, eligen condiciones naturales de riego alterno que mantienen un estrés hídrico razonable: los sotos cercanos a los ríos o arroyos. Lo que intentamos es, precisamente, acercarnos a esas condiciones ideales elegidas por las vides silvestres mediante el uso de sensores digitales. Un aspecto esencial en la defensa de los vinos de pago descansa en una adecuada comunicación. A lo largo del año dedicamos mucho tiempo a viajes, visitas, conferencias y catas en España y en los más de cuarenta países de Europa, América y Asia donde exportamos el setenta y cinco por ciento de nuestros vinos. Dicho esto, tal vez la única comunicación que llega con seguridad al consumidor final es la botella y su etiqueta. Tanto su diseño original como unos textos necesariamente breves y medidos que faciliten información clara al consumidor resultan esenciales. En Dominio de Valdepusa nuestros vinos más especiales se envasan en botellas serigrafiadas y las cierran corchos de alta calidad certificados.
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A este respecto me viene a la cabeza una colección muy famosa de Château Mouton Rothschild, creada a mediados del siglo XX por su entonces propietario, el barón Philippe de Rothschild, que solicitaba a grandes artistas ilustrar las etiquetas de cada añada de sus botellas. Picasso, Miró y muchos otros pintores contribuyeron durante décadas en esa serie. En España, tuve el honor de iniciar un proyecto similar que promovió Alberto Anant, el periodista, amante del vino y editor de una revista temática anual de gran calidad, Matador. Su idea consistía en que, cada año, un gran artista diseñase la etiqueta de la edición especial de ese vino después de haber seguido su proceso de creación desde la viña, su vendimia y su crianza, tras de haberlo probado y dejándose llevar por las imágenes y sensaciones que este le hubiera provocado. Quien diseñó la etiqueta de aquel primer año, 1996, fue nada menos que Eduardo Chillida. En algunos restaurantes como El Atrio, en Cáceres, conservan aún toda la colección Matador, que incluye vinos, siempre singulares, de Álvaro Palacios, Peter Sisseck o Telmo Rodríguez, con trabajos pictóricos de Miquel Barceló o Manolo Valdés, entre otros. La mayoría de aquellas series limitadas se reservan para los abonados de
la revista, el resto se reparte entre coleccionistas internacionales de arte o de vino. Inicialmente, recurrí a un conocido creador bordelés para el diseño de nuestras etiquetas. En los años noventa, Enrique Valero, entonces director de marketing de MG, y yo recurrimos a Salvatore Adducci, un especialista italoargentino afincado en Barcelona para que también nos diseñara las botellas. Este encargó su ejecución a una vidriera en Trento (Italia). La etiqueta incorporaba elementos clásicos y modernos, incluyendo la imagen de la casa-capilla de Casa de Vacas, así como unos textos que me gusta redactar personalmente para cada vino. Cuando mi hija Xandra se incorporó a la bodega en el año 2003, sugirió elaborar y presentar adecuadamente un vino no- vedoso. Así surgió la idea del Svmma Varietalis, un vino que simboliza el encuentro de dos generaciones, y para el que Adducci creó una imagen icónica basada en el símbolo aritmético de la suma entre dos paréntesis. Svmma,elaborado hoy con las cuatro castas de Valdepusa, entre las que predomina la uva Syrah, resultó un éxito internacional y continúa siéndolo. En 2000, planté un nuevo viñedo en El Rincón, en la Denominación de Origen Vinos de Madrid, también basado en la uva Syrah, con una pequeña proporción de Garnacha tintorera. Nuestro diseñador sugirió incluir una poesía descriptiva del vino en su etiqueta y decidí escribirla yo mismo. Su texto dice así:
Palacio madrileño envuelto en tu secreto de cedros, ruiseñores y madroños. Por tus praderas de escarcha juegan en invierno las ardillas y en primavera sonríen las violetas entre fuentes y adornos berroqueños. Hoy, como antaño,
el verano te regala otro jardín: la simetría alegre de tus vides. Y en otoño, de sus uvas azabache nacen vinos elegantes de violetas con recuerdos de cuarzo y zarzamora.
Unos años antes, trabajé durante un par de vendimias (en 1995 y en 1996) en la elaboración de unos vinos MG en la bodega Norton, situada en la región de Mendoza (Argentina), junto a la cordillera de los Andes. Elaboré vinos con Tempranillo y con las uvas locales Malbec y Torrontes. Las etiquetas llevaban el nombre de mi hijo menor, Duarte, nieto del conde de los Andes y nacido un año antes, e incluían una breve poesía dedicada a él:
A mi hijo Duarte, duende alegre de mis viñas, estirpe de los Andes, dedico estos nuevos vinos, brisas del Mediterráneo, con aromas argentinos.
Ambas poesías serían más tarde publicadas en un suplemento dominical del diario El Mundo dedicado al Día Mundial de la Poesía 2013, que las incluyó entre otras de poetas aficionados. Para nuestros vinos más ambiciosos, hemos prescindido de la etiqueta en su parte frontal, sustituyéndola por un serigrafiado con el nombre y las referencias
de marca del vino e incluyendo la información en la etiqueta trasera. Este es el formato que escogimos para Emeritvs, el vino que creamos en la vendimia de 1997 para celebrar en 2000 la llegada del nuevo siglo y milenio. También lo hemos utilizado para el AAA, nacido con la vendimia 2004, y para Tempus Fugit, una serie limitada de cuarenta barricas nuevas bordelesas creada en 2014 para celebrar el cuadragésimo aniversario de la plantación de mi primer viñedo en 1974.
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A lo largo de los años noventa fueron surgiendo nuevos bodegueros en CastillaLa Mancha. Eran profesionales cultos, provenientes de variados sectores, como Francisco Uribes, creador en Cuenca de Finca Calzadilla; Víctor de la Serna, periodista y crítico de gastronomía, propietario de Finca Sandoval en la DO Manchuela (CLM); Manuel Manzaneque, director de teatro y viticultor en la Finca Elez, a mil metros de altitud en El Bonillo (Albacete), recientemente fallecido, o Alfonso Cortina, empresario, más tarde presidente de Repsol, a quien asesoré en el proyecto de su impecable viñedo y bodega de pago, Vallegarcía, próximos al Parque Nacional de Cabañeros en los Montes de Toledo (Ciudad Real). Dos grandes del vino en la región del Duero, el maestro Mariano García —enólogo de Vega Sicilia durante largos años y creador, en 1978, de las bodegas Mauro, en Tudela de Duero (Valladolid), y, más tarde, en Toro (Zamora) — y Javier Zacagnini, exdirector de la Denominación de Origen Ribera de Duero, creador, con Mariano García, de Bodegas Aalto en esa denominación se sumaron al grupo. Juntos decidimos crear en 2000 la asociación Grandes Pagos de Castilla,que tres años más tarde, ante la demanda de grandes proyectos de pago en las restantes regiones vitícolas españolas, se convertiría en Grandes Pagos de España (GPE)Hoy cuenta con veintinueve bodegas, con sus respectivos viñedos o parcelas de pago, repartidas por toda la geografía nacional, excepto —de momento— nuestros archipiélagos de Baleares y Canarias. He tenido el honor de presidir GPE desde su fundación, aunque recientemente he sido elegido presidente de honor, cediendo la presidencia ejecutiva al gran
viticultor y bodeguero de pago Antonio (Toni) Sarrión, creador de Bodega Mustiguillo en Utiel (Valencia). A partir de ahora, seguiré colaborando exclusivamente en la evolución e imagen internacional de GPE. Un desarrollo previsto —ahora en la primera fase de os— consistente en integrar las principales asociaciones de grandes pagos hoy existentes en la Unión Europea en una federación europea, cuya misión consistiría en defender los vinos de pago ante las instituciones o Gobiernos comunitarios, al ser uno de los principales sectores que contribuyen al dominio global de la excelencia europea.
Los Grandes Pagos de España El Rincón Aalto Abadía Retuerta Señorío de Arínzano Viñedos Alonso del Yerro Calzadilla Can Ráfols dels Caus Cérvoles Celler S. L. Dehesa del Carrizal Bodegas Enrique Mendoza Fillaboa Bodegas Gramona Manuel Manzaneque Pagos Marqués de Griñón
Mas Doix Bodegas Mauro Maurodos Mustiguillo Secastilla Pago de Vallegarcía Finca Valpiedra Finca Sandoval Bodega Valdespino J. Chivite Family Estates Numanthia Belondrade Cortijo Los Aguilares Finca Moncloa Palacio Quemado
PARTE III Los pueblos del Mediterráneo salieron de la barbarie cuando aprendieron a cultivar el olivo y la vid. TUCÍDIDES (siglo V a. C.)
En 1968, la arqueóloga norteamericana Mary Voigt encontró una cocina neolítica, equipada con cinco ánforas de barro, en las excavaciones de una antigua vivienda de Hajji Firuz Tepe, un pueblo del sudeste iraní situado a mil doscientos metros de altitud en las montañas Zagros Septentrionales, cercanas al límite oriental del valle de Mesopotamia, el territorio que conforman los ríos Éufrates y Tigris en el actual Irak. La técnica de análisis basada en el carbono 14 determinó su antigüedad: 5400-5000 a. C. En 1991, el gran bodeguero californiano Robert Mondavi convocó una conferencia de arqueólogos del vino en su bodega del valle de Napa. Una joven arqueóloga, convencida de que, por su forma y dimensión, aquellos recipientes podían haber sido empleados para guardar vino, propuso a su acompañante y superior, el director del Museo de Pennsylvania, Patrick E. McGovern —tal y como cuenta este, en su muy recomendable libro Ancient Wine[2]—, analizar los restos orgánicos amarillentos que contenían en su interior aquellos recipientes, aplicando una nueva tecnología denominada cromatografía líquida (HP-LC). El citado análisis confirmaría que los residuos de aquellas ánforas con más de siete milenios de antigüedad contenían ácido tartárico, un compuesto orgánico que solo puede encontrarse en el vino. Se trataba, por tanto, sin lugar a dudas, del primer resto de vino elaborado en el Neolítico Inferior científicamente comprobado. Pero no terminaban aquí los hallazgos. El residuo también contenía resina de un árbol, Pistacia atlántica, frecuente en la región. Diferentes tipos de resina se utilizaron durante milenios en Oriente Medio y más tarde en los países mediterráneos para preservar el vino de la oxidación. El único ejemplo contemporáneo de esta antigua técnica enológica es el vino denominado retsina que aún podemos beber en Grecia. McGovern identifica en su libro medio centenar de lugares arqueológicos de Oriente Medio donde se han identificado elaboraciones de vino datadas entre seis y ocho mil años, todas ellas ubicadas en el Cáucaso, Georgia, la meseta de Anatolia, Irán o Siria. Resulta interesante que la cita de Tucídides, fundador de la historiografía, que encabeza esta parte del libro, anteponga el olivo a la vid —como también lo hace la Biblia en el Génesis— en su versión de cómo salieron de la barbarie los pueblos del Mediterráneo.
Hoy sabemos que el aceite de oliva, como el vino, tiene una historia cultural que antecede en milenios a la civilización mediterránea y se desarrolla en Oriente Medio. El profesor Paolo Matthiae, arqueólogo de la Universidad La Sapienza de Roma, encontró al sur de Alepo (Siria), en los años sesenta, una ciudad que llevaba milenios desaparecida. Su nombre es Ebla, mencionado con frecuencia en las transacciones comerciales de los faraones egipcios. En sus excavaciones —en las que Matthiae y su equipo arqueológico llevan trabajando tres décadas— aparecieron, en el interior de su palacio real, miles de tabletas con incisiones en forma de caracteres cuneiformes en una lengua, el elbaíta, que Matthiae y su equipo lograron pacientemente descifrar. En una de ellas —que pude ver durante mi visita a Siria descrita a continuación— se daba cuenta de la transacción más antigua conocida de aceite de oliva, fechada a principios del milenio III a. C., hace unos cinco mil años. El trato incluía también una partida de vino; me interesó comprobar que la relación entre el precio del aceite y el del vino era muy similar, entonces, a la prevalente hoy para los graneles de Castilla-La Mancha: en torno a cinco veces más elevado para el aceite, convirtiéndolo en una mercancía mucho más interesante para su transporte en barcazas fluviales o en naves de vela por parte de los comerciantes de la época, precursores de los fenicios, que más tarde inventarían el alfabeto en Ugarit, una ciudad próxima a Ebla, convirtiéndose en los reyes del comercio mediterráneo durante más de dos milenios. En 2004 inicié en El Cairo un viaje a Egipto y Siria para la preparación de mi libro Oleum. El entonces ministro de Agricultura egipcio Amine Abaza, perteneciente a una familia con vinculaciones en España a la que me une gran amistad, me propuso dedicar una semana a visitar zonas desérticas susceptibles de ser plantadas con olivares de riego con agua procedente del Nilo o sus canales tributarios. Tras pronunciar una conferencia en el Ministerio de Agricultura sobre olivicultura y elaboración de aceite de oliva con nuevas tecnologías, viajé a Damasco, capital de Siria, donde me esperaba para cenar, con su marido, Wissam Habib, arqueóloga del Gobierno sirio y amiga de Matthiae, quien me había puesto en o con ella. Al día siguiente Wissam y yo viajaríamos en mi coche alquilado a Idlib, centro de la región oleícola más antigua del mundo, situada al norte del país. Su museo arqueológico atesoraba cientos de aceiteras milenarias de barro cocido. Cuando leía su antigüedad quedaba impresionado: la mayoría de las vasijas tenía más de cuatro mil años.
La posterior visita a Ebla, cercana a la carretera que une Damasco con Alepo — las únicas dos ciudades del mundo continuamente habitadas desde hace cuatro milenios— resultaría emocionante. La excavación ocupa un profundo desnivel elíptico circundado por las antiguas murallas de la ciudad, capital en el milenio III a. C. de un imperio comercial que exportaba aceite de oliva, vino y otros productos a Mesopotamia —a través del vecino río Éufrates— y al Egipto de los faraones, gracias a su proximidad al Mediterráneo. Al anochecer, entramos en las cocinas de su palacio real, donde aún se conservan los rodillos en los que se maceraban las aceitunas para extraer su aceite. El molino de piedras para la obtención de extra virgen que visitaríamos al día siguiente, cerca de la frontera con Turquía —que en los últimos años atraviesan, escapando del horror, millones de sirios—, databa del milenio III a. C. Aquel descubrimiento confirmaba que la técnica empleada por los antiguos sirios era muy parecida a la que había llegado hasta los tiempos de mi abuelo: cultivaban las vides y los olivos «en vaso»; también fermentaban y conservaban sus vinos en tinajas de barro o molturaban las aceitunas con molinos de piedra hasta obtener una pasta de la que, posteriormente, se separaba el aceite del agua por decantación.
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Los olivos forman parte del ADN de los Montes de Toledo y, por tanto, del Dominio de Valdepusa, donde el olivo silvestre o acebuche conforma muchos de sus paisajes. Como ya había hecho con mis primeros vinos, cuando abordé profesionalmente la aventura de producir aceite, me propuse hacerlo desde el respeto a los procedimientos milenarios anteriormente descritos. Cualquier aportación por mi parte, cualquier tecnología de finales del siglo XX o principios del XXI que pudiera aplicarse a los procesos empleados durante tantas generaciones, se justificaría si potenciaba su calidad natural, preservando los compuestos originales de las aceitunas y respetando, por supuesto, el ecosistema circundante. Con estos principios como punto de partida, en los años ochenta me planteé el proyecto que, entre los dos propuestos a mi abuelo, él hubiera considerado, sin
duda, como más importante. Las primeras pruebas las realicé con unos olivos plantados en una finca que forma parte de su legado y que alberga las ruinas del castillo de Villalba, en el municipio toledano de Cebolla. Aquel lugar había sido ya en tiempos de los romanos parada y fonda para los funcionarios que viajaban por la vía que comunicaba Toletum (Toledo) con Emerita Augusta (Mérida). Su emplazamiento privilegiado permitía el avistamiento de ambas márgenes del Tajo durante más de quince kilómetros. Más tarde sería castillo cristiano propiedad de los caballeros templarios hasta que Roma, preocupada por el exceso de poder e influencia que la Orden del Temple había logrado, confiscó todas sus propiedades y privilegios en el siglo XII. Hoy la finca Castillo de Villalba es propiedad de mi hija Xandra. Fue allí, junto al castillo de Villalba, donde empecé a experimentar con la variedad de aceituna Cornicabra, que conforma la inmensa mayoría de las seiscientas mil hectáreas de olivar existente de Castilla-La Mancha, la segunda región productora de aceite de oliva del mundo, tras Andalucía. Los primeros resultados obtenidos fueron muy decepcionantes; al cosechar temprano, en la época del envero, los expertos cordobeses que valoraron su calidad, tras analizarlo, definieron de «rabioso» su picor. Así que, como había hecho cuando me planteé iniciar la producción de vinos en Valdepusa, decidí viajar hasta el lugar del mundo donde se producían los aceites virgen extra más valorados por el mercado: Toscana, en Italia. En 1989 visité a la familia del conde Ferdinando Guicciardini, en su bello castillo medieval de Poppiano, en la región de Chianti Classico (Toscana). Los Guicciardini, contemporáneos en el siglo XV de los Médici, habían mantenido desde los tiempos de Lorenzo de Médici, junto con su palacio renacentista en el río Arno, que atraviesa Florencia, un modelo de pago para producción de aceite en su finca plantada de vides y olivos, el modelo prevalente en la región toscana de Chianti Clasico, que también consideraba, como para el vino, esencial para Valdepusa. Llegué a Poppiano junto a mi mujer, Fátima, amiga de Guicciardini desde sus tiempos de estudiante en Florencia, tras un largo viaje en mi nuevo Daimler a través de Francia, donde pernoctamos en el château de mi amigo Pierre d’Aremberg, en el valle superior del río Loira. Toscana lo reúne todo: historia, arquitectura, literatura, paisaje, arte… En las zonas bajas crecen los viñedos; a media ladera, los olivos, dos paisajes creados por la intervención humana; más arriba, los bosques trepan silenciosos por las laderas de las sierras hasta las cumbres nevadas donde solo la naturaleza impone su ley. El conjunto,
unido a la belleza de los pueblos toscanos —en pleno proceso de recolección de la aceituna—, los paisajes abiertos, los cipreses centenarios que abrían paso al castillo de los Guicciardini, me hizo exclamar, como cada vez que vuelvo: «¡Toscana es el triunfo de la estética!». Durante la visita a su propiedad, Ferdinando y su esposa nos explicaron que, cuatro años atrás, habían sido víctimas de una de las devastadoras heladas que se producen allí dos o tres veces por siglo. La temperatura había alcanzado catorce grados bajo cero, un umbral a partir del que se hielan los troncos de los olivos. Guicciardini —ingeniero agrónomo y consultor en una importante asesoría de tecnología alimentaria— se había planteado dos opciones: replantar los olivos afectados o aprovechar sus raíces y esperar a que crecieran los nuevos brotes que surgirían de sus troncos. Optó por la primera, instalando un invernadero en el que ya crecían los nuevos plantones de olivo que sustituirían a los antiguos. A pesar de lo ocurrido, me impresionó la calidad del extravergine que continuaba produciendo en la pequeña almazara, situada en el interiorde su castillo medieval, como si se tratara de un salón más. Era un aceite fresco y aromático de sabores ligeros y afrutados, obtenido a partir de cuatro o cinco variedades de aceituna: Frantoio, Moraiolo, Leccinio y otras. Me llamó la atención el toque picante que dejaba en la boca al probarlo; lo encontré similar al que los expertos cordobeses que probaron mi Cornicabra habían definido como «rabioso». Ferdinando me explicó que aquello era algo muy valorado en los aceites toscanos; lo provocaba un polifenol, extraordinario por sus efectos antiinflamatorios, el «oleocantal». Su ausencia indicaba oxidación y deterioro del oro líquido. Durante la mañana siguiente paseamos por el olivar, irando la recolección de las aceitunas: los operarios manejaban pequeñas escaleras, recogiendo a mano, con mucho esmero, las aceitunas verdes y moradas y depositándolas en pequeños cubos o bolsos que volcaban, con idéntico mimo, en cajas de madera. Me sorprendió saber que preferían cobrar su tarea en especie. Estaban tan concienciados del valor de su trabajo y de la calidad de ese aceite que preferían renunciar a su salario en metálico y percibirlo en forma de botellas de oro líquido. Saben que ese extravergine es imposible de encontrar en los comercios de la zona, en los que puede estar mezclado con otros de calidad inferior, y que se destina en estado puro a mercados de exportación muy exclusivos. De encontrarlo en Italia, pagarían un precio mucho más alto.
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La visita a Toscana me confirmó que el mismo modelo que ya había desarrollado con el vino era también adecuado para el aceite virgen extra: volver al concepto de pago oleícola, una finca donde sus aceitunas se elaboraran en una pequeña almazara por su propietario sin mezclarlas con las de otras propiedades, como hacían los Guicciardini y la mayoría de los pequeños olivares y viñedos familiares toscanos desde tiempo inmemorial. Como había ocurrido con el vino, ese modelo, responsable de la inmensa mayoría de los grandes aceites y vinos europeos, había prácticamente desaparecido en España durante el siglo XX, dando paso a las bodegas y almazaras industriales, muchas de ellas cooperativas, que mezclaban indiscriminadamente las aceitunas y las uvas de miles de pagos para elaborar aceites y vinos comerciales, mayoritariamente vendidos o exportados a granel. En Toscana también operan algunas pequeñas cooperativas oleícolas, pero en la que visité no se mezclaba el aceite de los diferentes pagos: cada agricultor entregaba en la almazara sus aceitunas y esperaba a que terminara su extracción, recibiendo minutos después el aceite de su pago, comercializándolo después a título individual.
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He mencionado cómo, cuando en 1989 empecé a dar los primeros pasos para que mi proyecto de aceite de oliva tomara forma, me encontré con que los criterios de calidad españoles estaban entonces alejados del concepto de aceite «verde», fruto de una cosecha más temprana, que prevalecía en Italia. Llegué a la conclusión de que precisaba encontrar un equivalente oleícola de Peynaud o Rolland, idealmente toscano. Tardaría casi una década en encontrarlo. La primera vez que oí su nombre fue gracias al presidente de Ruffino durante una comida en la Enoteca Pinchiori, el conocido restaurante florentino. Me dio a probar durante la comida el extravergine que producía en su propia finca; me
encantó y le pregunté quién lo había hecho: «Es obra de Marco Mugelli, un ingeniero agrónomo que ha dedicado su vida a la investigación del aceite de oliva». Había localizado por fin al hombre que llevaba años buscando. De regreso a España, Fátima llamó en perfecto italiano a Mugelli para presentarme y exponerle mi proyecto oleícola. Marco se mostró inicialmente un tanto escéptico ante la posibilidad de trabajar en España, y me explicó que la reputación de los aceites españoles en Toscana era más bien negativa. Me propuso regresar de nuevo a Florencia para visitarle, y lo hice a principios de 1999. Sería un viaje fascinante en el que Marco me iniciaría en los secretos del extravergine toscano. Visitamos su pago oleícola de Chianti Classico, Torrebianca, y el laboratorio especializado que dirigía para la Cámara de Comercio de Florencia. Más tarde asistiría a su conferencia magistral en Il Sole, la sección dedicada al aceite de oliva de la gran feria de vinos italiana Vinitaly. Aunque su interés seguía siendo relativo, acordamos una visita suya a Valdepusa. Pero, cuando llegó el día convenido, Marco no llegó a Barajas en el único vuelo semanal procedente de Florencia. Llamé a su móvil: «No te encuentro, ¿dónde estás?». «En Florencia», respondió; obviamente, había olvidado por completo el compromiso. «Mejor», pensé, «ahora está en deuda conmigo». Una semana más tarde nos reuníamos por fin en Valdepusa. Comencé por enseñarle la finca, los viñedos y la bodega. Le di a probar algún aceite local junto con nuestros vinos. Ocurrió lo previsto: solo le interesaron los vinos… Quedó impresionado por su calidad y el esfuerzo tecnológico realizado durante casi tres décadas. Por la noche, conseguí entusiasmarle con nuestro Syrah 2000, aún en barricas. «Quiero hacer lo mismo con el aceite de oliva», le dije. «Te propongo crear juntos un aceite de pago incorporando la tecnología disponible más avanzada». Esta vez Mugelli me creyó y decidimos trabajar juntos a partir de la cosecha de 2001. Aún no contaba con almazara propia, porque la de mi abuelo Joaquín había desaparecido. Pero sabía que una firma italiana de maquinaria para almazaras estaba a punto de inaugurar una línea completamente nueva de extracción en La Mata, un pueblo próximo a Malpica. Podríamos utilizarla pagando un alquiler, especialmente si cosechábamos la aceituna en su fase de envero. Así lo haríamos, pero al cabo de unos días de elaboración Mugelli me informó de que el extra virgen obtenido no cumplía nuestros objetivos de calidad. Me propuso entonces venderlo a granel, y que retomáramos el proyecto al año siguiente con un molino propio.
Lo que Mugelli tenía en la cabeza era un proyecto revolucionario: construir la primera almazara antioxidativa del mundo, que incorporaría las nuevas tecnologías de extracción que venía desarrollando desde hacía cinco años con la financiación de la Cámara de Comercio de Florencia y la colaboración de los mejores científicos alimentarios de las tres universidades de la región, Florencia, Pisa y Siena. Su objetivo esencial era limitar la pérdida masiva de polifenoles y vitaminas que se producía en la elaboración del aceite, mediante los métodos tradicionales o en los industriales utilizados en Toscana a partir de los años sesenta, basados en molinos de martillos de acero, batidoras y centrifugadoras. Con todos ellos, la aceituna perdía, incluso en los mejores aceites virgen extra de la región, más del noventa por ciento de su tesoro más preciado: los antioxidantes, esencialmente biofenoles y provitamina E, que contiene la denominada fracción insaponificable, una parte minoritaria (el dos por ciento) del extravergine. Aunque Mugelli había realizado pruebas experimentales en su pequeña propiedad y molino de Torre Bianca, ningún operador del sector oleícola toscano estaba dispuesto a convertir aquel proyecto de laboratorio en una operación comercial. Esa noche no pude dormir: la propuesta de Marco implicaba que el aceite de oliva llevaba elaborándose al menos cinco milenios con una tecnología que ocasionaba pérdidas inasumibles en su valor alimentario y dietético, una de las claves de los beneficios atribuidos a la dieta mediterránea. Si conseguía ponerlo en marcha, nuestro proyecto aportaría la modificación más sustancial al proceso de elaboración del aceite desde los tiempos de Ebla. Recuperar, al menos en parte, esos antioxidantes naturales supondría una auténtica revolución en la historia milenaria del aceite de oliva.
El concepto de dieta sana se remonta a los tiempos de Hipócrates (500 a. C.), el primer médico conocido de la Historia. Su célebre aforismo Que tu medicina sea tu alimento y el alimento tu medicina ha vuelto al primer plano de la actualidad médica en una época en que la medicina preventiva y sus presupuestos de investigación avanzan exponencialmente. Ya en tiempos modernos, en 1970, el nutricionista norteamericano Ancel Keys acuñó el concepto de dieta mediterránea.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Keys —creador, por encargo del entonces general Eisenhower, de la dieta K, diseñada para alimentar durante la contienda al mayor ejército que jamás había cruzado un océano— decidió instalarse en Europa para investigar por qué en países mediterráneos como Italia, España o Grecia la tasa por mortalidad coronaria era considerablemente inferior a la de Estados Unidos, donde suponía, con creces, la principal causa de muerte en términos absolutos. Su célebre trabajo «Estudio de los siete países», se inició en 1954 y sería publicado en 1970 en Circulation, la revista especializada de los cardiólogos americanos. Durante catorce años, Keys recopiló los datos médicos de grupos de población en cada país, analizando su dieta, las tasas de fallecimiento y sus causas. La isla de Creta (donde había nacido su esposa), que representaba a Grecia, aún practicaba una dieta mediterránea perfecta. Los resultados sorprendieron a la comunidad científica y al gran público de Estados Unidos y del mundo cuando la revista Time publicó la fotografía de Keys en portada, incluyendo los resultados del mencionado estudio: un ciudadano norteamericano tenía un noventa y ocho por ciento más de posibilidades de ser víctima de una enfermedad coronaria que un habitante de Creta, a pesar de que su consumo de alcohol y de grasas —los dos teóricosculpables del entonces principal problema de salud en Estados Unidos y hoy en el mundo— eran superiores a los de un estadounidense. Pero existía una diferencia cualitativa importante: el consumo de alcohol de un cretense era esencialmente en forma de vino tinto y el de grasa procedía sobre todo del aceite de oliva. En Estados Unidos, por el contrario, el consumo de alcohol se componía en su mayoría de destilados y el de las grasas era mayoritariamente de origen animal. En los años setenta, la Universidad de Harvard contrató a Keys para desarrollar un centro de estudios en el que identificar las claves de las bondades de la dieta mediterránea más allá de la ingesta de vino y aceite de oliva, pero no fue hasta los años 1994-1996, cuando se demostró el poder de los antioxidantes frente a los radicales libres que agreden el cuerpo y afectan a enfermedades clave y al envejecimiento. La dieta mediterránea —incluidos sus elementos líquidos— debía una parte decisiva de sus extraordinarios beneficios dietéticos al elevado contenido en antioxidantes de muchos de sus componentes sólidos o líquidos, como el vino y el aceite de oliva. En 2013, la UNESCO declaró la dieta mediterránea Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
«¿Cuánto costaría hacer realidad esa almazara?», pregunté a Mugelli. «Calculo que entre medio millón y un millón de euros», me contestó. Era una inversión considerable que entonces no podía asumir, aún menos para un proyecto repleto de incertidumbres. Íñigo Valdenebro, un importante promotor de viviendas, me había pedido consejo unos años antes para adquirir una finca próxima a Casa de Vacas. Su objetivo era plantar un olivar y más tarde un viñedo aplicando las últimas tecnologías desarrolladas en Valdepusa, incluido el riego por goteo. Finalmente adquirió Capilla del Fraile, un antiguo quinto del histórico Señorío de Valdepusa que en el siglo XIX perteneció a mi antepasada María Cristina Fernández de Córdoba, primera marquesa de Griñón. Propuse a Íñigo constituir una sociedad conjunta para elaborar, envasar y distribuir el aceite de oliva obtenido con la marca Marqués de Griñón. Aceptó, asumiendo la inversión en la nueva planta proyectada. Mugelli redactó en tres meses el proyecto y en la primavera de 2002 comenzó la construcción de la primera almazara antioxidativa del planeta y se trabajó febrilmente para cumplir los plazos previstos. El olivar de Capilla del Fraile había entrado en producción un año antes; tras sucesivos análisis de la aceituna, iniciamos la cosecha a primeros de noviembre. Los olivos, de las variedades Picual y Arbequina, plantados cuatro años antes, dieron una cosecha modesta pero de excelente calidad. Por su altitud y su clima más fresco, nuestro Picual, la principal variedad originaria de Jaén —la provincia andaluza que posee el mayor olivar del mundo—, combinaría sus características varietales con una complejidad y finura que sorprendió favorablemente a Mugelli. La Arbequina, originaria de la región Borjas Blancas (en Lérida), también ofrecía un excelente extra virgen, más suave en boca y de aromas florales. Los equipos diseñados e instalados por Marco Mugelli procedentes de Italia eran muy diferentes a los de las almazaras que había visitado hasta entonces en España o Italia. Se trataba de máquinas de alta precisión para cuya instalación y manejo tuvieron que venir los especialistas más cualificados de Alfa Laval y otras empresas especializadas. Los es de control, de diseño avanzado, y el conjunto de la nueva línea de extracción nos sorprendía a todos por su aspecto futurista. Cuando descargamos la primera carga de aceituna, la emoción fue indescriptible. Sorprendentemente, todo funcionó como estaba previsto y el aceite de oliva
producido en aquella primera campaña (2002) rompió muchos esquemas. ¡Había nacido el primer aceite virgen extra de Pago Marqués de Griñón!Lo bauticé con el nombre latino de Oleum Artis. Mugelli decidió que aquel extra virgen era de suficiente calidad como para presentarlo en la cena anual de sumilleres de Italia, que se celebraría aquel mismo mes de diciembre en Florencia, y juntos asistimos a ella. Cada plato era acompañado de un aceite extra virgen y un vino de calidad. Al examinar el menú comprobé que el prestigio de Mugelli había logrado posicionar nuestro aceite Oleum Artis 2002, junto con nuestro vino MG Valdepusa Syrah 2000, en penúltimo lugar, antes del Brunello di Montalcino, un vino de guarda toscano muy prestigioso, acompañado del mejor extravergine de aquel año producido en Toscana. Al día siguiente, el diario La Nazione titulaba a página entera, en grandes caracteres: «Il migliore olio extravergine di Spagna e Toscano».
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El evento de Florencia tuvo gran repercusión en Italia, donde la cultura del aceite de oliva está muy extendida a todos los niveles, pero no en España, donde entonces, contrariamente al vino, era considerado una simple materia prima sin nombre, mayoritariamente utilizada en cocina para la fritura, un proceso que destruye por completo sus antioxidantes naturales. De hecho, los italianos consumen el cien por ciento de su extravergine y el ochenta por ciento de su olio en fresco, mientras que España consumía entonces el ochenta por ciento de su aceite de oliva para freír. Tampoco existía la tradición de vincular el aceite de oliva con la alta cocina, como explica Ferrán Adrià en mi libro Oleum. Precisamente para fortalecer y renovar la cultura gastronómica en España nació, en enero de 2003, dos meses después de obtener nuestra primera añada, Madrid Fusión, un congreso internacional de cocina y gastronomía. Su presidente, el crítico de El País, José Carlos Capel, y su directora, Lourdes Plana, me pidieron organizar una cata con los mejores vinos de España y del mundo. A cambio les pedí un stand donde presentar nuestro aceite de oliva Oleum Artis 2002. Junto a los grandes jefes de cocina españoles participaron en el certamen muchos de los mejores chefs ses, italianos, ingleses y norteamericanos, a los que
cientos de jóvenes talentos españoles siguieron con una atención casi religiosa. Ferrán Adrià, implicado como gran protagonista del evento, presentó allí en primicia el próximo menú de su restaurante El Bulli. En una de aquellas jornadas, yo presidía la mencionada cata de grandes vinos para la que había logrado la asistencia de grandes expertos nacionales y de otros países, incluidos Michel Bettane (Revue des Vins de ), Tom Matthews (Wine Spectator) o el crítico gastronómico de Financial Times. Mi joven hija Tamara —que trabajaba como azafata en nuestro stand con un delantal en el que podía leerse Aceite Extra Virgen Marqués de Griñón— me llamó con urgencia: «¡Papá, ven corriendo al stand!», me dijo. «¡Están catando Ferrán Adriá, Paul Bocuse, Arzak y Charlie Trotter, el chef más importante Estados Unidos! Me escapé de la cata en cuanto pude y saludé a los cuatro gurús. Todos coincidieron en que aquel virgen extra era una revolución gastronómica y prometieron prestar más atención al aceite de oliva, dejando de considerarlo una materia prima más. Mi hija Xandra se incorporaría como directora de marketing unos meses después y me pidió trabajar con Marco durante la segunda campaña (2013). A partir de entonces colaboró activamente en el intenso programa de I+D+I que desarrollamos durante la siguiente década. Tras cada campaña, Mugelli incorporaba las innovaciones propuestas por las tres universidades toscanas que habían resultado exitosas en su almazara experimental Torre Bianca,y, posteriormente, en los análisis del Laboratorio Merceologico de Florencia, colaborador del programa de investigación. Entre 2002 y 2012, conseguimos multiplicar en nueve veces el contenido en polifenoles y vitamina E de nuestro aceite VE Picual,pasando de cien a novecientos miligramos de antioxidantes por litro. Además de sus ventajas organolépticas (sabor y aroma) o dietéticas, el alto contenido en antioxidantes de los nuevos extra vírgenes alargaba mucho su durabilidad en el circuito comercial, un factor que potenciamos al envasarlos en botellas de diseño fabricadas en vidrio negro altamente resistente a los rayos ultravioletas. En 2010, durante los cursos de verano de la Universidad Complutense en El Escorial, organicé una cata vertical con aceites de seis añadas diferentes, demostrando que, a lo largo de cinco o más años, nuestros aceites virgen extra conservaban propiedades que otros perdían en uno o dos años. Aunque los artículos favorables y los premios en concursos internacionales se
sucedieron continuamente a partir de 2002, el mayor reconocimiento gastronómico se produciría en 2012, tras el fallecimiento, ese mismo verano, de mi irado Marco Mugelli. Recibí la noticia en San Petersburgo, adonde había viajado con mi hija Tamara durante la última semana de agosto. Iniciábamos el retorno a Madrid ese día, así es que en el aeropuerto de Múnich me separé de Tamara y viajé a Torrebianca, la propiedad de Mugelli. Allí, en su bella capilla, pronuncié unas palabras improvisadas en mi modesto italiano,en las que comparaba a Marco con Leonardo da Vinci por su irable trabajo de mejora del olio a lo largo de una vida entera. En octubre de ese mismo año 2012, la guía Flos Olei («Flor de aceite», en alusión al nombre que en tiempos romanos se daba a los mejores aceites de oliva del Imperio), dirigida por el crítico especializado Marco Oreggia, nos hizo entrar en la élite del sector. Flos Olei 2013 publica cada mes de octubre en su página web su selección de los mejores quinientos aceites del mundo, elegidos entre más de tres mil catados cada año, procedentes de cuarenta y nueve países. La guía definitiva en papel se presenta anualmente en diciembre, en el hotel Excélsior de Roma; es un acto con gran afluencia y expectación internacional, en el que participan representantes diplomáticos de los países oleícolas más importantes. En octubre de 2012 Oleum Artis obtuvo la máxima puntuación otorgada por Flos Olei 2013: 98 sobre 100 puntos, y el título máximo de la guía, Frantoio del Anno (Almazara del Año). La nota de cata de Marco Oreggia sobre el aceite MG Oleum Artis empezaba con dos palabras inolvidables: «Praticamente insuperabile». Recibí la noticia pasadas las once de la noche en la habitación de un hotel de Hamburgo, cuando me llamo Xandra. Al día siguiente presentaba —siguiendo instrucciones de Carmen Balcells— el manuscrito de mi libro Oleum a Gunther Berg, director de la centenaria editorial Hoffman & Campe, que esperaba desde nuestra primera entrevista organizada en Barcelona por Carmen ocho años antes (!). Aquel premio suponía el punto de partida para la consolidación de un prestigio internacional del que posteriormente darían cuenta otras publicaciones, tanto españolas como extranjeras. ¡Se abría otro capítulo de mi vida y tuve también claro, esta vez con Xandra, que tampoco había vuelta atrás!
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El hijo de Marco, Matteo Mugelli, llevaba tiempo colaborando con su padre. En 2013, inició un nuevo proyecto con mi hija Xandra, a la que habíamos nombrado dos años antes directora general. Se trataba de construir en la finca Casa de Vacas (Valdepusa) una nueva almazara revolucionaria que incorporaría todos los avances tecnológicos desarrollados durante los últimos diez años y muchos otros de nueva generación, incluyendo la sustitución de sistemas milenarios —como la molienda de la aceituna por cortadoras de alta precisión— o más recientes — como el batido de la pasta por intercambiadores que permiten trabajar a temperaturas inferiores a las convencionales—, así como la incorporación de sensores y controles digitales o de gases inertes novedosos en el proceso y el almacenamiento del producto terminado. La nueva almazara de Valdepusa se inauguró en noviembre de 2013 y ha supuesto un completo éxito: además de la guía Flos Olei, otros prescriptores internacionales, como Olive Oil Japan, han continuado otorgando a los aceites MG sus máximas puntuaciones en cada una de las campañas transcurridas desde su apertura: 2013, 2014, 2015 y 2016. En marzo de 2016, fui invitado a la nueva Cantina Antinori, próxima a Florencia, una bodega espectacular inaugurada en 2013 por el grupo Antinori con un presupuesto de ciento veinte millones de euros. Se trataba de un premio a mi trayectoria: Il Magnifico Extravirgin Olive Oil Special Award, un prestigioso premio establecido in memoriam de Marco Mugelli y su colega científico Massimo Pasquini, que me entregó personalmente el marqués Piero Antinori en presencia de la flor y nata —productores, científicos, profesionales— del sector olivarero italiano. El reconocimiento destacaba nuestra trayectoria como empresa pionera en la investigación científica del aceite de oliva virgen extra, la mejora de su calidad gastronómica, dietética y cosmética, así como su difusión internacional realizada a través de conferencias, artículos y mi libro Oleum, publicado en Italia por Mondadori, la editorial líder de ese país. Días antes de cerrar el manuscrito de este libro, la edición 2017 de Flos Olei ha vuelto a otorgar, por quinta vez consecutiva, su máxima puntuación a nuestra última cosecha de extra virgen, confirmándonos como maillot amarillo entre los mejores olio extravergine del mundo.
En los próximos años nuestro trabajo en Valdepusa continuará centrándose en respetar e incrementar tanto la producción —especialmente con la nueva línea MG Duo, que ofrece calidades altas a precios asequibles— como su calidad gastronómica y dietética. Otro objetivo consistiría en un producto experimental, un nuevo virgen extra de contenido superior a cien miligramos de antioxidantes para su aplicación a la cosmética centrada en el cuidado de la piel con productos naturales, una tendencia creciente en dermatología. Se trataría de una nueva investigación que intentaría recuperar otra tradición de la época clásica: el aceite de oliva se utilizó como cosmético natural durante más de tres mil años por fenicios, griegos y romanos. La tecnología del siglo XXI nos brindaría de nuevo la posibilidad de recuperar esa práctica con unos contenidos en antioxidantes inimaginables hace apenas una década. Una vez más, el futuro incluye retos apasionantes.
Los europeos tan solo representamos un siete por ciento de la población del planeta, pero generamos casi la cuarta parte de su PIB y nuestro presupuesto en bienestar iguala al del resto del mundo.
ANGELA MERKEL (Intervención ante la Comisión Trilateral, Nueva York, 2014) Si identificamos, como es mi caso, buena vida con calidad de existencia, una mayoría de europeos, incluidos los españoles y millones de personas en el resto del mundo —muchos de los cuales sueñan con ser algún día ciudadanos europeos— estaríamos de acuerdo en que Europa disfruta de una calidad de vida incomparable. La frase pronunciada por la canciller alemana cuantifica esa percepción. Sus quinientos millones de ciudadanos deberían valorar que la Unión Europea destine a su bienestar —incluyendo sanidad, educación, conservación del patrimonio cultural o medioambiental e infraestructuras— el cincuenta por ciento de cuanto invierte el conjunto de los países del planeta para sus siete mil quinientos millones de habitantes. Europa lidera con una ventaja aún mayor —el setenta por ciento de su facturación global— la producción y la exportación de bienes y servicios de alta gama, incluyendo sus sectores claves y de lujo, como automóviles, moda, complementos, cosmética, vinos y gastronomía. Pienso que en los capítulos anteriores he dejado suficientemente claro que mi trayectoria vital se ha basado, precisamente, en la convicción de que el presente y el futuro de Europa, que obviamente afronta costes laborales o sociales muy superiores a los de sus competidores, descansa en gran parte en practicar la excelencia, fundamentada en nuestro patrimonio cultural y nuestras tradiciones artesanas, así como en la innovación y la creatividad. Según un estudio reciente de la Unión Europea, casi el cincuenta por ciento del empleo del continente tiene su origen en el concepto de propiedad intelectual (IP, por sus siglas en inglés), que protegen sus marcas y patentes. En 2000, con el cambio de siglo y milenio, comencé a impulsar la creación de Grandes Pagos de España, la asociación descrita en el capítulo anterior, que ha realizado hasta la fecha un serio trabajo en los principales mercados de América,
Europa y Asia, así como en acciones de promoción inversa, invitando a visitar las bodegas de nuestros asociados a los periodistas y prescriptores de relieve internacional. Animado por ese éxito en el mundo del vino, en 2004 propusimos la creación de otra asociación similar, Grandes Pagos de Olivar, basada en el sector de alta gama del aceite de oliva virgen extra de calidad. De tamaño mucho más reducido que su hermana vinícola —en 2016 cuenta exclusivamente con seis asociados—, la asociación preconiza también el valor de la excelencia y el concepto de pago como sinónimo de calidad, producción selectiva y respeto por el medio ambiente. El reconocimiento de España como productor de estos vinos y aceites de oliva virgen extra de pago tiene un valor estratégico. España cuenta con la mayor superficie dedicada a vides y olivos del planeta —tres millones y medio de hectáreas— y lidera ambos sectores en volumen de exportación. Lamentablemente, un litro de vino italiano o francés —nuestros principales competidores— se exporta entre dos y cinco veces más caro que el español. El caso del aceite de oliva es más conocido y tiene una larga historia. Desde la época romana, Andalucía, principal región productora del mundo, suministraba a Roma la mayor parte del aceite que los emperadores repartían gratuitamente a sus ciudadanos con el pan y los espectáculos circenses. Actualmente, Italia, que solo produce el cincuenta por ciento de su consumo, domina el mercado mundial gracias a las cuatrocientas mil toneladas que importa anualmente a granel desde España. Para cambiar las cosas, resulta imprescindible desarrollar una estrategia que prestigie cada una de nuestras principales regiones vitícolas y oleícolas con productos de excelencia. Es cierto que los pagos implican una parte mínima de la producción, pero desde el punto de vista mediático y de imagen son los estandartes que confieren visibilidad y reconocimiento a una región, lo que beneficia indirecta pero de forma crecientemente relevante al resto de sus productores.
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En 2009 recibí un correo de Xabier Ibarguengoitia, director de la división de vinos del grupo Moët Hennessy, filial del grupo LVMH, que lidera a nivel mundial el sector de espumosos y destilados de alta gama, y que fue nuestro distribuidor en Estados Unidos durante varios años. Xabier me proponía colaborar en la creación en España de una asociación de empresas de excelencia, siguiendo el modelo de la sa Comité Colbert y de las existentes en Reino Unido e Italia. Xandra contribuyó al proyecto, que culminó en mayo de 2011 con la creación de Círculo Fortuny. Comité Colbert, la asociación pionera de la excelencia europea, se creó en Francia en 1954. Fue una iniciativa del célebre perfumista Jean-Jacques Guerlain, amigo personal de mi familia. Su idea consistía en poner en valor sectores económicos que eran también símbolos incuestionables de la excelencia sa, como la moda, los complementos, los perfumes, la gastronomía, los vinos… La apuesta se completó con la aportación por parte del Gobierno francés de instituciones culturales como el Museo del Louvre o la Universidad de la Sorbona. Dando nombre al proyecto, como reconocimiento a su gestión como primer ministro de Luis XIV, la figura de Jean-Baptiste Colbert, el impulsor de la creación del Palacio de Versalles y de la excelencia sa, que Francia dominaría durante los siguientes tres siglos. Muchas de las firmas asociadas en aquella primera época al Comité Colbert, como Hermès, Louis Vuitton o Cartier, eran relativamente pequeñas; contaban con una única tienda en los mejores lugares de París. De hecho, una de sus mejores clientas iniciales fue una española, Eugenia de Montijo, esposa del emperador Napoleón III. Pero en las últimas décadas se convirtieron en marcas globales de lujo, aportando a las economías sa y europea cifras espectaculares de exportación y empleo. El éxito de Colbert inspiró la creación de asociaciones similares en otros países europeos. Las primeras en hacerlo simultáneamente, en 1990, fueron Walpole British Luxury, impulsada por el influyente diario Financial Times, y Fondazione Altagamma. En noviembre de 2011, meses después de la fundación de Círculo Fortuny, nacería en Alemania Meisterkreis (Deutsches Forum für Luxus). Círculo Fortuny (CiF) tomaría su nombre del polifacético Mariano Fortuny y Madrazo (Granada, 1871 - Venecia, 1949), pintor, grabador, fotógrafo, diseñador de moda o tejidos y escenógrafo, sin duda, una de las mentes más creativas de su época. A la muerte de su padre, el célebre pintor del mismo nombre, abandonó España junto a su madre, también perteneciente a una dinastía de pintores, para instalarse sucesivamente en París y Venecia. El palacio donde residió en esta última ciudad es hoy sede del Museo Fortuny, donde se exponen su irable
labor de aggiornamento de los antiguos telares venecianos y como diseñador de moda. Desde el punto de vista comercial, creó uno de los primeros ejemplos de distribución selectiva, abriendo sus propias tiendas de marca en Milán, París, Londres o Nueva York. Círculo Fortuny, asociación de la que me honro en ser presidente ejecutivo desde su nacimiento, ha crecido considerablemente desde sus ocho socios fundadores hasta los más de sesenta con los que cuenta hoy. Además de las principales empresas españolas propietarias de marcas de alta gama internacionalmente reconocidas en el sector de las industrias culturales y creativas, forman parte de su elenco grandes artesanos y socios corporativos. Sus socios de honor incluyen a instituciones culturales españolas de gran prestigio, como el Teatro Real de Madrid, el Teatro del Liceo de Barcelona y los Museos Nacionales del Prado, Thyssen-Bornemisza y Reina Sofía o la Fundación Sorolla. Simultáneamente a la creación de CiF, las cinco asociaciones europeas de excelencia constituyeron en 2011 la European Cultural and Creative Industries Alliance (ECCIA), que agrupa actualmente las cuatrocientas marcas líderes en Europa y coordina sus acciones ante las instituciones de la Unión, como la Comisión y el Parlamento europeos y otros organismos internacionales, como la Unesco. El sector de la excelencia es clave para el crecimiento soste- nible de los países integrantes de la Unión Europea, incluyendo la generación de empleo, competitividad, creatividad e innovación. En 2013, la facturación de las empresas de alta gama europeas supuso un setenta por ciento de la facturación del sector a nivel mundial, con un considerable incremento en la creación de puestos de trabajo (el doce por ciento entre 2010 y 2013). Los automóviles de alta gama (principalmente alemanes) lideran el sector, seguidos por la moda personal (vestidos, complementos, joyería y cosméticos) y los vinos de excelencia, liderados por Francia. España, de acuerdo a su extraordinaria tradición y capacidad cultural y creativa, tiene grandes posibilidades de crecer a lo largo de los próximos años en los dos últimos sectores mencionados. Si a ello añadimos su liderazgo turístico en Europa, una oportunidad indiscutible para desarrollar el turismo cultural y de compras que generan los nuevos flujos de visitantes procedentes del sudeste asiático y otras regiones del mundo, el futuro de la excelencia española es altamente prometedor.
EPÍLOGO
El consejo al caminante del poeta Antonio Machado, que pronto decidí seguir, propicia los virajes y encuentros imprevistos. En octubre de 2015 visitaba una feria de vinos organizada por nuestro distribuidor en Málaga. Al día siguiente iniciaba una prolongada gira por diversos países de Latinoamérica y por Estados Unidos. Caía la tarde y el evento se prolongaba, por lo que llamé a mi fiel ayudante Mari Carmen, responsable de mi agenda, para adelantar mi regreso a Madrid. Su respuesta fue que, además de no existir una opción de transporte adecuada, tenía comprometida una cena y degustación de mis vinos y aceites con un grupo de sumilleres de Málaga y la Costa del Sol, organizada por el propietario del local, Antonio Fernández, cliente importante de nuestros vinos. Me resigné a cumplir el programa trazado. Apenas cruzar el dintel de la vinoteca Dom Vinos, hoy Eboka, me encontré con ocho personas alineadas en la barra, frente a la entrada. Todos ellos me miraban, expectantes, pero solo me fijé en unos ojos verdiazules. «¿Es sumiller?», pregunté. «No, es mi prima hermana, Esther», fue la respuesta de Antonio. Once semanas y dos mil sms después, Esther y yo decidíamos caminar juntos y crear, para ambos, un camino mejor. Quisiera completar este epílogo con algunos breves apuntes sobre el largo camino recorrido desde mi infancia, compartiendo tiempos, venturas y desventuras con el resto de mi generación. Cuando, con diecisiete años, inicié en la Universidad de Lovaina mi carrera de ingeniero agrónomo, la población mundial era exactamente seis veces inferior a la de hoy: 1.400 versus 7.400 millones de habitantes. Aún se estudiaban y discutían en los colegios y universidades las teorías del economista y demógrafo Thomas Malthus (1766-1834), quien predijo en su Ensayo sobre el principio de la población una catástrofe alimentaria de proporciones bíblicas: según Malthus, la producción de alimentos de nuestro planeta crecía a un ritmo aritmético, mientras su población lo hacía de manera exponencial, lo que conducía inexorablemente al desastre. Dos siglos después, las tecnologías que aplican hoy mis compañeros agrónomos permitirían —pese a la desastrosa gestión económica de algunos Gobiernos, como los de Venezuela y Corea del Norte o la oposición, científicamente irracional, a los cultivos transgénicos en muchos países de la Unión Europea—
alimentar sobradamente a la población mundial existente o previsible. Como expliqué en la primera parte de este libro, la renta española por habitante cuando iniciaba esos mismos estudios universitarios rondaba los trescientos dólares; un dato que, para mi desolación, nos incluía entre los países subdesarrollados, como se llamaban entonces. Pues bien, las previsiones para 2016 indican que este año alcanzaremos los treinta y seis mil dólares, superando por primera vez a Italia. La conclusión es clara: los españoles hemos conseguido que nuestra renta per cápita media —en términos monetarios— sea hoy ciento veinte veces superior a la de hace seis décadas. Otra reflexión pertinente se refiere a la Transición política iniciada con la proclamación, en 1975, del rey Don Juan Carlos, cuando mis sueños juveniles en torno a una monarquía moderna y democrática que integrara a los españoles de diversas ideologías, culturas y tradiciones entre sí y con el resto de los europeos se cumplieron ampliamente, convirtiendo el modelo español en ejemplo para otras transiciones políticas similares. El Rey, a quien buena parte de la izquierda europea motejaba irónicamente como Juan Carlos el Breve, no solo resultó ser el motor del cambio, en palabras del entonces ministro de Asuntos Exteriores, José María de Areilza, sino que, seis años después, se convertiría en defensor último y necesario de la Constitución frente a los golpistas del 23-F, entre quienes se ocultaba Alfonso Armada, uno de sus preceptores durante la etapa de formación del entonces Príncipe en la residencia familiar de Castellana, cedida provisionalmente por mis padres. La última visita del Rey Emérito a Casa de Vacas se produjo en mayo de 2016. Probamos la barrica reservada para Sus Majestades don Juan Carlos y don Felipe de Dominio de Valdepusa Tempus Fugit. También comprobamos en el libro de firmas la fecha de su primera visita: noviembre de 1966. Había transcurrido medio siglo de esfuerzos e ilusiones cumplidas. Mientras los viñedos crecían, también lo hacían mis hijos, participando con el tiempo en sus vendimias, en la gestión de la empresa o en la difusión de sus vinos y aceites. Manolo cursó sus estudios empresariales en el CEU y en la Universidad Complutense de Madrid, iniciando una carrera en la banca de inversión; hoy es uno de los directivos de referencia en la City londinense.
Xandra, tras graduarse en dirección de Empresas y Marketing en Madrid, Oxford y La Sorbona (París), dirige desde 2011 la sociedad familiar. Ambos están casados y suman seis hijos. Tamara estudió en Chicago y elegió el mundo de la moda. Sus hermanos más jóvenes son aún adolescentes: Duarte combina sus estudios de educación con prácticas de trabajo en la compañía familiar y con la Fundación + Vida. Aldara inicia estos días en la Universidad de Viena sus estudios elegidos: química, matemáticas y filosofía. Pienso que el futuro que les espera a ellos y a sus hijos a lo largo del siglo XXI es prometedor, dando por supuesto que las actuales y futuras generaciones de españoles no perderán el rumbo y mantendrán el sentido común que sus padres y abuelos demostraron cumplidamente antes, durante y después de la Transición. Los comienzos del reinado de Su Majestad el rey Felipe VI auguran nuevos tiempos de estabilidad y progreso que deberían permitirles cumplir sus sueños, condición esencial para alcanzar una buena vida.
AGRADECIMIENTOS
A Carlos, Elisa y su delicioso restaurante La Buena Vida, cuyo nombre e historia inspiran el título de este libro. A Ana Rosa Semprún, Lola Cruz, Salvador Pulido y el resto del equipo de Espasa, por su apoyo y colaboración. A Nines Mínguez, Janine Girod, Jesús Cordero y Pepe Botella, por sus fotografías. A Mari Carmen, por su permanente apoyo.
Retrato de Carlota Escandón, duquesa de Montellano, por Giovanni Boldini (Paris, circa 1890).
Boda de mis padres, Manuel Falcó, entonces marqués de Pons, y Hilda Fernández de Córdoba, marquesa de Mirabel y condesa de Santa Isabel, en el Palacio de Montellano (Paseo de la Castellana, Madrid, 1928).
Carlos Falcó. Retrato con 2 años (1939).
De izquierda a derecha: Yo, mi padre, Manuel, y mis hermanos, Fernando y Felipe Falcó. Fotografía de Amer Ventosa (Palacio de Montellano, 1951).
En Oliva de la Frontera (Badajoz, 1948).
Con mi hermano Fernando y mi madre, Hilda, en nuestra plantación de manzanas (Talayuela, Cáceres, 1969).
Con el general Francisco Franco (Palacio del Pardo, 1968).
Con Félix Rodríguez de la Fuente, observando el vuelo de un águila imperial en el safari de El Rincón (Aldea del Fresno, 1978).
Con S. M. el Rey don Juan Carlos y mi primo hermano, Gonzalo Fernández de Córdoba, duque de Arión (Valdepusa, 1977).
Mostrando a su S. M. el Rey don Juan Carlos las primeras manzanas Granny Smith cosechadas en España (Casa de Vacas, Valdepusa, 1978).
Con don Juan Carlos en Casa de Vacas, Valdepusa (2008).
Con mi hija Xandra, en el olivar del Castillo de Villalba (2012).
Con mi hija Tamara, junto al olivo trimilenario de Anisaraki (Creta, 2012).
Investidura como Caballero de la Orden de Tastevins de Borgoña, Barcelona (1992).
Émile Peynaud examina el primer viñedo de Cabernet Sauvignon (Dominio de Valdepusa, 1982).
Alexis Lichine, mi padrino en el mundo del vino (1982).
Primera visita de Michel Rolland al Dominio de Valdepusa (1990).
La primera vendimia de Marqués de Griñón, Cabernet Sauvignon (Valdepusa, 1982).
Vinifi cando las primeras uvas y analizando su mosto para elaborar el MG Cabernet Sauvignon (1982).
Patio renacentista del Palacio de Mirabel (1545).
Castillo de Malpica de Tajo (siglo XIII).
Plantación de uva Graciano (no-laboreo y mulching de cereal, 2009).
La casa y la ermita de Casa de Vacas (Dominio de Valdepusa, 1794).
Mi hija Xandra y nuestro enólogo, Julio Mourelle (2009).
Izquierda: La primera cosecha de aceituna entrando en la nueva almazara de Valdepusa (2013). Derecha: de control digital en la almazara antioxidativa de Valdepusa (2013).
Disfrutando en un campo de cebada (Casa de Vacas, 2012).
Con Esther y el marqués Piero Antinori, tras recibir el Premio Especial Il Magnifi co en 2016.
Notas
[1] Un bello libro, Los Palacios de la Castellana, de Ignacio González-Varas (Editorial Turner), rememora el hermoso aspecto que tuvo en sus mejores momentos el Paseo de la Castellana.
[2]Patrick E. McGovern, Ancient wine. The search for the origins of viniculture, Pricenton Paperbacks. pup.pricenton.edu
La buena vida Carlos Falcó y Fernández de Córdoba No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (art. 270 y siguientes del Código Penal) Diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede ar con Cedro a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47 © de la imagen de la portada: Nines Mínguez. © Carlos Falcó y Fernández de Córdoba, 2016 © Antonio Mateos Jiménez, por la introducción, 2016 © Espasa Libros, S. L. U., 2016 Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona http://idoc-pub.sitiosdesbloqueados.org
Edición: Salvador Pulido Fotografías de interior: archivo personal del autor Diseño de interior: María Pitironte Primera edición en libro electrónico (epub): noviembre de 2016 ISBN: 978-84-670-4908-4 (epub) Conversión a libro electrónico: Safekat, S. L. www.safekat.com