Nunca les he hablado de la casa de mi abuela. Ahora comprenderán por qué no lo he hecho hasta ahora. Sencillamente nunca he podido. Voy a hacerlo camino de ella, para recoger unas cosas que me han encargado mis hermanos a los que nunca he confesado lo que me había sucedido en la casa. Mis hermanos no lo entenderían. Comenzaré describiéndoles la casa para que se vayan haciendo una idea de lo que les voy a contar. La casa de mi abuela tiene más de doscientos años, suelos de madera que crujen nada más pisar en ellos, ruidos y chirridos por doquier. Nada más entrar, se encuentra una amplia escalera de madera. Al ascender por ella, se llega a la sala principal, con sus paredes llenas de retratos de antepasados que inspiran más miedo que familiaridad. El resto de las dependencias se comunican de manera laberíntica y tienen unos techos tan altos que contribuyen a infundir mayor pavor aún. La casa tiene un patio central, que apenas deja pasar luz a través de sus encortinadas ventanas. Todo contribuye a configurar un escenario tenebroso que contrae tus vísceras y te hace sentir su presión. Siempre me había producido espanto ir a casa de mi abuela, pero después de aquella ocasión, nunca logré pasar del tercer escalón y del cuarto crujido. Salía por patas y con el corazón ya fuera de mi garganta, a punto de ser ingresado en urgencias y con la piel de gallina, tanto que parecía una dermatitis atópica de alto grado. Algunas personas que lograban verme al salir de la casa, se contagiaban de mi cara de susto existencial y, sin saber por qué, ponían igualmente pies en polvorosa. A mi anciano abuelo lo llamábamos “abuelo coco”. El apodo pretendía ser cariñoso, pero para un niño pequeño, en una casa de esas características y a media tarde, casi ya sin luz, precedía más a un susto que a ir a buscar chuches a casa de tu abuelo. Una de esas tardes, me topé de bruces con mi abuelo sin esperármelo. No sé de donde salió. Sus gafas de pasta, sus cejas pobladas, su presencia que imponía y la casa, me hicieron huir preso de pavor. Juré no regresar más. Al día siguiente fui fruto de burlas por parte de mis hermanos mayores y mis primos. Juré no regresar nunca más. Mi abuela, muy cariñosa ella, vino a buscarme para quitarme el miedo e invitarme a comer
a su casa, preparándome mi plato favorito por aquel entonces: arroz a la cubana. Apenas contaría con tres o cuatro años y no podía evitar que la presencia de mi abuelo en esa casa, a media tarde, me causara un miedo incontrolable. Al cabo de unos años, desgraciadamente, murió mi abuelo, quitándome la oportunidad de conocerlo mejor y saber de las aventuras y desventuras que había corrido en una vida llena de sobresaltos e historias. Recuerdo cómo unos días después de su entierro, mi madre me pidió que la acompañase a buscar algunas cosas para mi abuela, que se había venido a vivir con nosotros. Mi madre regresó un momento a mi casa para traer una llave de una habitación que había olvidado. Aún hoy, desconozco la razón por la que acepté quedarme solo esperándola en la casa. Me encontraba en la habitación de mis abuelos. Mi abuelo era bastante religioso y tenía la estancia repleta de figuras de santos a los que rezaba todos los días, quizás porque no se llevaba bien con los de negro y no pisaba una iglesia. Recuerdo que, una vez, mi hermano pequeño y yo, que confundíamos republicano con protestante, lo llamamos protestante y cogió un cabreo tal que a partir de ese momento creció en mí terror hacia su figura. Me encontraba mirando una de esas figuras de santos, cuando sentí en mi hombro la mano de alguien que se encontraba a mi espalda. Me quedé helado, aterrado, inmóvil, preso del mayor terror. A penas acerté a girar mi cabeza hacia el espejo y vi entonces la figura reflejada de mi abuelo. Cuando giré del todo la cabeza, ya no había nadie. No sé si todo fue producto de mi imaginación infantil o no, pero lo cierto es que no he podido regresar a la casa de mi abuelo desde aquel día hasta hoy cuando me dirijo hacia allí. Voy acercándome a la casa. Llego. Abro la puerta. Son las seis y media de la tarde y comienza a anochecer. En la casa hay menos luz de la habitual porque, al llevar años deshabitada, está dada de baja y no puedo encenderla. Me adentro, llego a la escalera. Para mi asombro, a pesar de sentir terror, paso del tercer y cuarto escalón. Sigo ascendiendo por la escalera hasta llegar al salón principal. Doy un brinco al toparme con los cuadros de mis antepasados. Continúo hasta su temida habitación. No ha cambiado desde entonces, salvo porque todo está lleno de polvo y algo deteriorado. Veo sus santos. Me percato de la presencia del espejo. Mi corazón cabalga ya fuera de control. Por un momento pienso en huir, también pienso en una nueva burla de mis hermanos y decido respirar profundo para relajarme un poco y aguantar la tensión. Escucho mi respiración como si estuviese en una sala de cine con dolby estéreo y surround, viendo una película de terror. Acierto entre temblores a recoger las cosas que me habían encargado mis hermanos. Las meto en una bolsa negra de deportes que había llevado. Giro para marcharme y comienzo a sentir que aquel miedo estaba superando mi pavor infantil. Al hacerlo me veo reflejado en el espejo de mi abuelo. Sus figuras de santos parecen mirarme. Mi corazón se acelera de nuevo. Decido marcharme, pero una mano en mi hombro vuelve a detenerme. Miro en dirección hacia el espejo y veo de nuevo a mi abuelo. Me desmayo.
No recuerdo nada más. Me despierto rodeado por mis hermanos. Ellos me dicen que no saben qué ha pasado, que habían ido a la casa a ayudarme y que mi hermano mayor había puesto la mano sobre mi hombro para saludarme y, que, entonces caí desmayado.