Primera edición digital: julio 2021 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Irene Pin Maquetación: equipo de Libros.com Corrección: Míriam Villares Revisión: María Luisa Toribio
Versión digital realizada por Libros.com
© 2021 Pedro López Aurrekoetxea © 2021 Libros.com
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ISBN digital: 978-84-18769-18-4
Pedro López Aurrekoetxea Los olvidados de Fortuna
A Pedro López Baquero, que lo habría escrito mejor, pero no tuvo tiempo.
Índice
Portada Créditos Título y autor Dedicatoria
Prólogo
PRIMERA PARTE Entre ríos Tabernas, domus y pantanos La orilla del lago Pugna magna victi sumus El dictador El maestro del caballo Ocho legiones Un día de agosto Después de la batalla La espada de Roma
SEGUNDA PARTE. El fin del principio La ciudad de Dido El asedio Las envenenadas delicias de Capua Viejos amigos, nuevos enemigos A loba flaca, todo son pulgas La tormenta que precede a la tormenta El lobo, el león y el juramento
Nota del autor Mecenas Contraportada
Prólogo
Año 553 a. U. c. (200 a. C.). En el sureste de Iberia
Cojeó lentamente loma arriba, se detuvo y miró la ciudad situada entre dos aguas. Ya no era la aldea en lo alto de cuya colina más elevada había nacido. Ya no era la fortaleza de la que salió hacía casi veinte años cargado de sueños de gloria y rodeado de camaradas. Ahora era algo distinto. Aquellas murallas seguían allí, pero lo que crecía entre ellas era diferente, lo había visto más allá del mar y las montañas, algo imparable y que se iba extendiendo como una lenta y constante mancha de aceite. Roma. Se apoyó sobre su largo bastón, un bastón que se parecía sospechosamente al asta de una lanza. Se acomodó el morral sobre los hombros, un morral grande con una insinuante forma redonda dentro, como de rueda, o de escudo… Tras ello se frotó la pierna, justo encima de la gran cicatriz del muslo. Había otras, casi todas viejas, pero una grande y rosada destacaba sobre las demás y deformaba un poco el muslo delgado pero musculoso, propio de unas piernas de alguien acostumbrado a andar a todas partes. La herida tenía ya dos años, pero aún dolía. Sus tiempos de caminar habían terminado, o eso se había dicho en los últimos días, ignorando el dolor de cada paso por la esperanza del retorno, pero ahora que veía el punto de partida no sentía que hubiera vuelto a ninguna parte. Tras las montañas, los pantanos, los desiertos, el fuego y la sangre, volvía a un hogar que ya no era el suyo, y, por alguna razón, la estúpida crueldad de la situación resultó tremendamente divertida, y tras soltar una carcajada echó a andar hacia un lugar que ya no conocía.
PRIMERA PARTE
Lo único peor que una batalla ganada es una batalla perdida.
Arthur Wellesley
Entre ríos
Noviembre del año 535 a. U. c. (218 a. C.). Valle del Po, Italia
Desde lo alto de la colina donde se situaba el campamento púnico, Balkar observó las ruinas del oppidum de los taurinos aún humeantes y sonrió. Una sonrisa cruel al recordar lo arrogantes que esos celtas se habían mostrado cuando aquel ejército de desharrapados había descendido de los Alpes, esas montañas gigantes de roca y hielo que empequeñecían a los Pirineos. Su general les había ofrecido una alianza contra Roma y estos se habían reído de ellos en sus barbas. Balkar dudó de que ahora se rieran, si quedara alguno vivo, cosa que no creía. Se colocó mejor el sagum sobre los hombros. Los calzones de lana que llevaba le picaban horrorosamente, pero con ese frío eran necesarios y a su anterior dueño, un galo alóbroge de las montañas, ya no iban a hacerle falta. Recordó los combates durante el cruce, las piedras que caían rodando por un lado y el abismo al otro, sin espacio para maniobrar, sin espacio para retirarse, al menos ahora lucharían con terreno alrededor, y eso era un consuelo. —¿Cómo va la guardia? Se sobresaltó un momento, pero en seguida reconoció el fuerte acento de Hanno. —Sin novedad. El oficial púnico se paró a su lado. Iba envuelto en un sagum ibero, aunque no parecía aliviarle mucho del húmedo frío. Se veían gotitas de relente sobre su ensortijado cabello negro, y llevaba la cabeza encogida entre los hombros, envuelto en lana hasta su gran nariz aguileña, auténticamente semita, asomando como el pico de un pájaro fuera del nido. Sus huesos criados bajo el sol de África no estaban hechos para ese clima, «Bueno, los míos tampoco», pensó Balkar, aunque se guardó dicho pensamiento. Hanno había nacido en la vieja Cartago, de una familia ligada a los Barca desde
generaciones atrás y que prefería la milicia al comercio. Llegó a Iberia casi adolescente y su rápido dominio de las lenguas locales, pese a su atroz acento, lo habían colocado al mando de ese contingente de iberos. Aunque eso del mando era un término relativo. Los iberos del sureste, vinculados a los Barca por tratados de lealtad personal, solo aceptaban órdenes de sus propios caudillos, como el propio Balkar, pero Hanno, que al fin y al cabo algo tenía de negociante, había sabido ganarse su aprecio mucho mejor que otros. Actuaba de enlace con los mandos, pero además marchaba con ellos, comía con ellos y los respetaba, y ese respeto era mutuo. No le consideraban uno de los suyos, pero era un compañero más que aceptable y sus órdenes, formuladas como educadas sugerencias, siempre eran cumplidas. —Los exploradores númidas han vuelto —dijo Hanno dejando en el aire el resto, le encantaba hacerse el interesante. Balkar no se encontraba de humor, así que se limitó a encogerse de hombros y a seguir mirando las humeantes ruinas a lo lejos. Llevaba un rato supervisando los puestos de guardia, el sol ya se ocultaba y apenas podía esperar a calentarse en una hoguera, comer algo e irse a dormir. —Parece ser que los romanos andan cerca… El ibero giró levemente la cabeza y miró de reojo al oficial púnico. No podía verle la boca, pero los ojos le brillaban con una sonrisa. Ese púnico parlanchín se moría por contarle lo que sabía así que suspiró y le hizo la pregunta. —¿Cómo de cerca? —A un par de jornadas, ese cónsul suyo, el tal Escipión, al que dimos esquinazo tras cruzar el Ródano, ha conseguido llegar de alguna manera y se encuentra con dos legiones, más sus alas, frente a nosotros. Balkar trató de recordar lo que le habían enseñado sobre los ejércitos romanos, y lo que recordó le hizo fruncir el ceño. Dos legiones romanas, más otras dos de aliados, un ejército consular completo. —Lucharán —dijo el ibero. —Claro que lucharán. Si algo se puede decir de esos romanos es que no rehuyen la pelea, además, son más que nosotros y les hemos engañado llegando por su
puerta de atrás, deben de estar echando humo. La cosa será encontrar un lugar donde lo hagamos en nuestros términos. Balkar volvió a encogerse de hombros, el sol acababa de ocultarse y vio llegar a Korbis, que iba a darle el relevo a uno de los guardias. Dejó a su camarada que se encaminase hacia su puesto y se volvió hacia el campamento. Miró a Hanno a los ojos antes de echar a andar. —Mejor, no hemos caminado tanto ni padecido tanto para luchar contra esos celtas melenudos, y hasta ahora es lo único que hemos hecho. Y, sin más, echó a andar hacia su tienda tras saludar a Korbis con la cabeza. Pensó en lo que le había dicho a Hanno, había sonado indiferente, arrogante incluso, al fin y al cabo, él era un guerrero ibero y esa indiferencia ante el peligro era lo que se esperaba de él, pero lo cierto es que aquellas noticias le habían inquietado. Era cierto que todo aquel camino lo habían recorrido para luchar contra Roma, pero ahora que la hipótesis se iba convirtiendo en certeza la semilla de la inquietud comenzó a crecer en su interior. Aníbal era un buen general, valiente y eficiente, sin embargo, nunca había luchado contra los romanos, nadie en ese ejército lo había hecho, salvo alguna escaramuza antes de los Alpes y ahora estaban en su territorio. Se preguntó cómo terminaría todo, pero una vez más se encogió de hombros. Solo el destino lo sabía, pensó mientras se adentraba en el bullicio del campamento y vio al fondo a sus camaradas en torno a una hoguera, ya se enteraría cuando tocase, se dijo con la humilde simplicidad del soldado y se sentó junto al fuego.
Finales de noviembre del año 535 a. U. c. (218 a. C.). Valle del Po, Italia
Ayin palmeó el cuello de su caballo para calmarlo mientras observaba a los romanos. Procuró mantenerse entre los árboles, donde sabía que, a lomos de su pequeño caballo, resultaba invisible. Nada de su aspecto denotaba al temible guerrero que podía resultar. Como todos los númidas, montaba a un caballo pequeño, poco mayor que un poni, sin silla ni bridas, con solo una cuerda alrededor del cuello del animal. Su aspecto tampoco era en nada impresionante, un pequeño escudo redondo a la espalda, una espada corta colgando del cinto que ceñía su túnica y un manojo de cortas jabalinas en las manos le daban más
aspecto de salteador que de guerrero. Recordó la asamblea del ejército unos días antes, cerrada con el discurso de Aníbal. «Había sido un buen espectáculo», pensó Ayin. Primero había hecho combatir a los prisioneros galos por parejas, los perdedores habían muerto, los ganadores habían sido recompensados y puestos en libertad. «Esta es nuestra situación ahora —había dicho Aníbal—, tendremos que luchar y podemos vencer y ser ricos y libres o podemos perder y morir». El mensaje había sido simple y directo, había calado. Y aquí estaba ahora. Se rascó la barba mientras observaba la formación romana moviéndose a lo largo del río. El general era fácilmente reconocible con su capa roja cayendo sobre la grupa de su alto caballo italiano. Con ojo experto Ayin examinó las monturas y tuvo que itir que eran bellas, aunque no las cambiaría por la suya. Dejando a un lado las disgresiones observó la formación enemiga. La infantería ligera al frente, seguidos por jinetes celtas y, tras ellos, la caballería romana con su arrogante general de capa roja al frente. Comprobó que las legiones no siguieran tras ellos, cuando se hubo asegurado, obligó a su caballo a dar la vuelta con una ligera presión de las rodillas, se internó entre los árboles y puso su caballo al trote mientras dejaba a los romanos marchando con el río a su izquierda. Había olvidado el nombre, aunque eso tampoco le preocupaba. El río se llamaba Tesino.
Cneo Manlio miró a su alrededor, pero tampoco podía ver mucho, se encontraba justo en el centro de la formación y a retaguardia. Varias cabezas delante de él veía las plumas blancas del casco del general y el brillante rojo escarlata de su paludamentum, la capa roja del general. Ser uno de los extraordinarii de caballería no dejaba de ser un gran honor, pero podía ser también mortalmente aburrido, la guerra era eso al fin y al cabo, días o meses de aburrimiento hasta llegar el momento del horror y, después, si se salía vivo, de vuelta al aburrimiento, en este caso al aburrimiento se unía la humillación. Su turma de treinta hombres había sido puesta bajo el mando directo del hijo del general, lo que era una manera discreta de decirles que hicieran de niñeras del noble romano, y él no apreciaba demasiado a los romanos. Tanto él como el resto de hombres de su turma eran samnitas. Sus abuelos habían sido los peores
enemigos de Roma y ese rencor seguía latente bajo la etiqueta de «amigos y aliados». «Siervos y obedientes» cuadraba más en la mente de Cneo Manlio, pero el suyo era un pueblo guerrero y los guerreros obedecen, incluso cuando les ordenan hacer de niñeras. El joven Escipión se mantenía erguido en su caballo, no era mal jinete y a Manlio le sorprendió que vistiera una humilde coraza de hierro y casco ático de bronce. No parecía la indumentaria esperable del cachorro de una de las familias patricias más ricas de Roma, nacido y criado en pleno foro, o eso había oído. La verdad es que resultaba poco impresionante, bajito y de piernas cortas, aun así fuertes, de rostro serio y con esos ojos ligeramente saltones tan típicos en su familia, era raro que no cayera simpático, quizá porque era consciente de que no resultaba imponente y no trataba de serlo. Perdido en esos pensamientos casi se le pasa la orden de alto, trató de ver algo sobre las cabezas de los demás mientras la nube de polvo se asentaba, pero resultó inútil. Daba igual, pronto se extendió el rumor entre las filas, los cartagineses habían aparecido.
Al otro lado del río Tesino, el mismo cuyo nombre Ayin no podía recordar, la caballería de Aníbal había aguardado oculta el irresponsable avance de la caballería e infantería ligera romanas. La idea de Escipión era buena, buscar a su enemigo para localizarlo y decidir cómo actuar, pero la ejecución había sido pésima. Avanzando en bloque, los tres mil jinetes romanos y los siete mil infantes ligeros no podían ver más allá de la siguiente línea de árboles o el próximo recodo del camino, mientras que Aníbal, usando a los ágiles e invisibles númidas los había estado observando desde la distancia y dejándoles que se alejasen del bloque de su ejército. Ahora los tenía donde quería y les iba a hacer arrepentirse de su imprudencia. Ayin ocupó su lugar en el extremo derecho de la formación cartaginesa, a su lado corría el río y frente a ellos los romanos. No perdió el tiempo en observarlos, al fin y al cabo era él uno de los que había traído la información y, tras su rápido informe a Maharbal, el general de caballería, había ocupado su puesto. Dedicó los momentos anteriores al choque a observar el terreno frente a sí. El suelo, pese a la cercanía del río, parecía lo suficientemente firme. No quería verse empantanado en el fango si las cosas se complicaban y el río era demasiado
profundo para vadearlo, su caballo sabía nadar, pero él no y no tenía prisa por aprender. Un cornetazo a su izquierda llamó su atención, Aníbal, sin más ceremonia, había hecho cargar a su centro formado por la caballería pesada cartaginesa, ibera y celta. La infantería ligera romana, los velites, al ver la que se les venía encima, se retiró casi sin tiempo de lanzar sus venablos entre los huecos dejados por su propia caballería que salía al encuentro de los púnicos. El choque fue brutal, pues a los auxiliares celtas siguió la caballería romana e itálica y pronto casi cinco mil jinetes se mataban en medio de una sangrienta melé. La superioridad numérica romana comenzaba a imponerse poco a poco cuando los velites comenzaron a reorganizarse en los flancos de la formación, dispuestos a flanquear a los agobiados cartagineses. Maharbal, al mando de los númidas y esperando ese movimiento, ordenó a sus hombres pasar al ataque. De inmediato dos mil jinetes númidas cargaron a una. Ayin sabía, o esperaba, que otros tantos estuvieran haciendo lo propio al otro lado del campo de batalla, pero ahora tenía otros problemas de que preocuparse. La infantería ligera romana se preparó para lanzar sus venablos, pero la velocidad e impulso de los caballos daban a los númidas ventaja, que lanzaron antes y sin necesidad de órdenes. A treinta pasos una nube de jabalinas salió despedida hacia los romanos, de inmediato los jinetes giraron en redondo y la segunda línea repitió el movimiento. Los jóvenes infantes romanos acababan de descubrir, muy a su pesar, por qué los númidas eran la mejor caballería ligera del mundo. Diezmados por una lluvia de proyectiles que no se encontraban en condiciones de devolver, perdieron la moral y trataron de huir, pero los jinetes africanos les cayeron encima como lobos sobre ovejas.
Aquello no iba bien, pensó Cneo Manlio desde su puesto en la retaguardia. El choque inicial les había resultado propicio por pura fuerza de números, pero los cartagineses habían aguantado el envite, no así los velites, que habían sido destrozados por los jinetes ligeros africanos que ahora caían sobre ambos flancos de la empantanada caballería romana. Era el momento de tocar retirada antes de que el revés se convirtiera en una derrota completa. Fue entonces cuando ocurrió el desastre. Un grupo de la caballería pesada cartaginesa cayó sobre el grupo donde combatía el general y vieron el rojo
paludamentum caer entre el tumulto. Sin vacilar apenas un segundo el joven Escipión sacó su espada y clavó los talones en los ijares de su caballo, que se encabritó con un relincho de sorpresa antes de lanzarse al galope en pos de su padre. —¿Pero qué hace ese loco? —exclamó alguien a su espalda. —Mierda-mierda-mierda —murmuró Cneo Manlio mientras agarraba firme su lanza y clavaba los talones en su caballo—. ¡Seguidme! —gritó. Y sin mirar atrás se lanzó tras el joven patricio.
Ayin hizo caracolear a su caballo mientras sopesaba su jabalina, no era cuestión de desperdiciar su último proyectil o de herir a un aliado. Un grupo de romanos desmontados trataban de formar un círculo, reconoció entre ellos la capa roja de su general que gritaba órdenes de pie entre ellos. Los romanos aguantaban bien dadas las circunstancias, pero era cuestión de tiempo que fueran sobrepasados. El númida espoleó a su caballo aprovechando el respiro que la caballería púnica les había dado mientras se reorganizaba para lanzar una nueva carga y, sin vacilar, se dirigió al galope hacia el grupo del general y a menos de diez pasos lanzó su jabalina apuntando a la roja y arrogante capa, sin pararse a mirar el efecto hizo girar a su caballo y se retiró, solo entonces miró por encima del hombro, la capa había desaparecido. Le había dado.
El jinete samnita soltó la lanza en el momento en que esta atravesó al jinete púnico al que había atacado. Sin pararse a pensar desenfundó su espada, un kopis, largo, curvado en la punta y perfecto para dar tajos desde un caballo, y a ello se dispuso. La carga de la turma de extraordinarii había ganado un precioso tiempo, y pillado por sorpresa a los victoriosos cartagineses, pero esa sorpresa no iba a durar mucho. Miró a su alrededor intentando hacerse cargo de la situación. Por todas partes los romanos se retiraban en mayor o menor orden, pero nadie actuaba ya de conjunto salvo algún pequeño grupo. Tocaba salir de allí antes de que la conmoción causada por sus hombres pasara. El joven Escipión, cubierto de la sangre de los que había matado para abrirse paso, atendía a su padre que yacía en el suelo sangrando profusamente por una herida en el muslo.
—Tú —dijo a su hombre más próximo—, dile a esos dos romanos que monten de inmediato, hay que salir de aquí ya. Vosotros —señaló a varios de sus hombres—, rodead al general y sacadlo de aquí en cuanto haya montado y si no lo hace sacadlo a rastras si hace falta. El resto, conmigo. Sin esperar más tiró de las riendas que sujetaba con la misma mano que su gran escudo oval, encaró a los cartagineses que ya se habían rehecho y se lanzó contra ellos, sabía que sus hombres lo seguirían; si no le habían dejado antes, no le iban a dejar ahora. Se metió entre los púnicos con un grito de guerra y golpeó al primero que alcanzó. Un golpe brutal, de abajo arriba, que el cartaginés bloqueó con su escudo, pero mientras se enfrentaba a Cneo Manlio otro extraordinarius[1] le clavó la lanza en el pecho y lo derribó de su caballo. A pesar de su inferioridad numérica, la brutalidad de la carga dispersó a los cartagineses, Manlio se vio solo de nuevo, seis de sus hombres seguían con él, habían perdido todos sus lanzas, pero empuñaban sus espadas y escudos y refrenaban a sus monturas mientras volvían a agruparse. Tocaba salvar lo salvable. A su espalda el general, agarrado como podía a las crines del caballo al que lo habían subido, se alejaba sujetado por su hijo y otro oficial que cabalgaban a su lado, todos ellos rodeados por los extraordinarii de Manlio. Con un silbido llamó a sus hombres y, sin necesidad de órdenes, tiró de las riendas, obligó a girar a su caballo y se lanzaron en pos de su general. El primer encuentro había terminado y el ganador estaba claro, ahora tocaba vivir para luchar otro día.
17 de diciembre del año 535 a. U. c. (218 a. C.). Valle del Po, Italia
Los iberos observaron al último grupo de celtas que se presentaba ante el general. En las últimas dos semanas, tras derrotar a la caballería romana, se habían unido a su ejército por miles. —Son grandes esos cabrones —gruñó Korbis entre los pliegues de lana del sagum que le envolvían la cara. La temperatura había caído en picado y el aguanieve caía de forma persistente desde hacía varios días—. Y no parece molestarles el frío, mira a ese.
Balkar siguió la mirada de su compañero y observó al celta más cercano, parecía uno de sus jefes, o al menos de cierto rango, y su aspecto era ciertamente imponente. Llevaba el pelo de punta y hacia atrás, muy decolorado, casi blanco, y unos enormes bigotes rubios le llegaban casi a las clavículas. Al cuello llevaba un grueso torques de oro e iba cubierto con una cota de malla hasta las rodillas decorada con tachones de oro. Sus brazos musculosos, pálidos y cubiertos de pecas estaban adornados con brazaletes también de oro y plata y de su cadera derecha colgaba una espada casi tan larga como su pierna, igualmente cubierta de adornos. Si bien es cierto que la mayoría no iban igual de bien equipados, su equipo también los marcaba como guerreros distinguidos. Como si hubiera notado las miradas de los dos iberos, el celta se volvió hacia ellos y les devolvió el escrutinio. Tras unos segundos, una sonrisa despectiva asomó bajo sus bigotes. Aquellas dos siluetas envueltas en lana parda no parecían impresionarle mucho. —¿De qué se ríe ese chulo? —dijo Korbis irguiéndose dentro de su sagum. —De nosotros, creo —remachó Balkar, lacónico como siempre y sin inmutarse. Con una sacudida Korbis descubrió su hombro derecho dejando la mano ostensiblemente sobre la empuñadura de su falcata. —¿Quieres que te afeite los bigotes, celta? —espetó Korbis escupiendo al suelo en señal de desafío. —No creo que hable nuestra lengua —murmuró Balkar con tono divertido aún desde debajo de su sagum, aunque deslizó su mano derecha hacia la empuñadura en forma de águila de su espada. El celta no hablaba ibero, pero el tono dejaba el mensaje bastante claro, a él y a dos de sus compañeros, que vestían simples túnicas y calzones, pero sus espadas eran igualmente largas. Se colocaron uno a cada lado del que parecía su líder. —El grande para mí, tú puedes encargarte de los otros dos —dijo Korbis ya con media hoja fuera de la vaina. —Qué bien, dos contra uno… —Pues mierda para cada uno.
—Claro. Balkar comenzó a soltar la fíbula de su sagum y miró a su alrededor, varios númidas y libios habían comenzado a dejar espacio alrededor dispuestos a disfrutar del espectáculo. Al otro lado cuatro celtíberos miraban interesados mientras se pasaban un odre de vino, uno de ellos, el que parecía su jefe, le guiñó un ojo como deseándole suerte, pero sin ninguna intención de unirse al baile. La solidaridad entre hispanos de siempre. Resignado a lo inevitable se enrolló la capa de lana en el brazo izquierdo y sacó la falcata. Los celtas ya tenían sus largas espadas en las manos y se rieron al ver las cortas y extrañamente curvas espadas de los dos iberos. —Te vas a reír menos cuando te trocee con ella, rubio. Los tres celtas comenzaron a abrirse alrededor de los dos iberos confiando en su número y talla mientras estos sostenían el terreno y observaban a sus rivales. Al lado, comenzaban a escucharse murmullos excitados mientras unos y otros comenzaban a elegir bando. —¿Es que no podéis estaros unos días sin matar a nadie? El inconfundible acento de Hanno sonó por encima de los murmullos mientras entraba en el círculo improvisado acompañado de otros dos oficiales cartagineses. Se plantó delante de los dos iberos a la vez que sus compañeros se dirigían a los celtas que, sin mucha reticencia, envainaron sus espadas y ahuecaron el ala. La habitual sonrisa del púnico no se encontraba por ninguna parte. Iba vestido con su linotórax, espada y grebas. —Esos rubios se nos estaban choteando en la cara —dijo Korbis a la defensiva. —Y seguro que vosotros no les habéis dicho nada. Ya está bien, vamos a tomarnos un vino caliente y tengamos la fiesta en paz. Arrogantes o no esos celtas son nuestros aliados, aquí todos somos amigos —dijo el cartaginés cambiando el tono a uno más amigable y pasándole a Korbis una mano por el hombro. A su alrededor todo el mundo volvía a sus asuntos y Balkar se cubría con su capa de nuevo, mientras se disponía a seguir a sus camaradas. A una cierta distancia pudo ver al noble celta que lo miraba fijamente. «Esto no termina aquí» decía esa mirada. El ibero se encogió de hombros y le dio la espalda. «Pues vale»,
pensó, y echó a andar visualizando el vino caliente.
Sentado en un banco de madera, bajo una lona improvisada, Korbis eructó feliz tras vaciar su cuarta jarra de vino. Balkar rio a carcajadas ante la potencia de su camarada, mientras Hanno, algo menos borracho, negaba con la cabeza ante las maneras de los dos iberos. Desde que bajaran de los Alpes, no solo guerreros celtas se habían unido a ellos. Un ejército de vivanderos, mercaderes, prostitutas, tahúres y buscavidas se había ido sumando a los púnicos como la cola de un cometa. No era nada extraordinario, desde siempre los ejércitos atraían a los buscavidas como el estiércol a las moscas y un ejército con un componente tan alto de mercenarios implicaba que la plata corría con más fluidez de la habitual. En aquella torre de Babel de lenguas e idiomas el vino, la cerveza de los celtas y todo tipo de mercaderías útiles o inútiles cambiaban de manos constantemente, a lo que los oficiales y generales hacían la vista gorda, conscientes de que los soldados eran criaturas del momento y necesitaban relajarse. —¿Se sabe algo de los romanos? —preguntó Balkar a Hanno. El cartaginés dio un trago a su jarra y se secó con el dorso de la mano. —Se sabe. Escipión se retiró al otro lado del Tesino con nuestra caballería pisándole los talones, está herido seriamente aunque sanará, según hemos sabido. Si no hubiera sido por su propio hijo y un escuadrón de caballería lo habríamos cazado a orillas del Tesino, pero bueno, otras ocasiones habrá. Ahora se ha instalado en un campamento fortificado cerca de la ciudad de Plasentia mientras espera al otro cónsul. Parece ser que su plan era desembarcar en África y atacar Cartago, pero al cruzar esos malditos Alpes les hemos alterado la estrategia. —Vienen a por nosotros con todo —dijo Balkar. —Claro, era de esperar, y más después del revolcón que le dimos a su caballería. Roma apenas controla el norte de la península itálica y a la amenaza de nuestro ejército le hemos sumado la de todos estos celtas que nos pueden ver y, de hecho nos están viendo, como su oportunidad de librarse de los romanos para siempre. La mera mención de los celtas hizo a Korbis escupir en el suelo.
—No me gustan esos rubios, mucha espada larga, mucho adorno de oro y mucha altura, pero los romanos los tienen bien metidos en cintura. —Pues eso debería hacerte pensar, querido Korbis. Los celtas saquearon Roma hace doscientos años, pero desde entonces los romanos los han vencido una y otra vez, esas legiones van a ser huesos duros de roer. —Solo son granjeros armados —contestó despectivo antes de llevarse la jarra a la boca para descubrir con desilusión que estaba vacía. —Puede que lo sean, pero son disciplinados y tenaces, en la última guerra los derrotamos una y otra vez, pero siempre volvieron a por más. —Hasta que os derrotaron a vosotros —apuntó Balkar. —Sí, y bien derrotados además —reconoció el púnico amargamente. Su padre había muerto en la batalla de las islas Égadas contra la flota romana y su cadáver había sido pasto de los peces—. Pero ahora es tiempo para la revancha —afirmó con un brillo en los ojos. Korbis hacía señales a la cantinera, una celta de trenzas rubias y aspecto rubicundo, con unas formas rotundas poco habituales entre las iberas. El ibero le guiñó un ojo y señaló su jarra vacía, a continuación, se señaló el estómago. La cantinera asintió con una sonrisa, poco después, les rellenó las jarras y puso delante de cada uno un cuenco de madera con un humeante estofado que olía a gloria. Korbis no dejó pasar la oportunidad y le palmeó el culo cuando se inclinó a servirles, la celta se volvió al instante y le dio una sonora bofetada que le dejó los dedos marcados en la cara, tras lo cual se alejó dignamente contoneando sus estupendas caderas. —Te está bien empleado, por manos largas —rio Balkar. Korbis se frotaba la mejilla sonriente mientras apreciaba la retaguardia de la celta, demasiado borracho para enfadarse. —Qué mujer… —Entonces, ¿las celtas no son un problema, solo sus maridos? —dijo Hanno con la boca llena de estofado.
—Para Korbis nada femenino es nunca un problema —rio Balkar—. Hay una historia de cuando éramos jóvenes y una cabra que… —Sabes que esa cochina historia es un infundio —lo interrumpió repentinamente serio el habitualmente risueño ibero mientras le apuntaba a la cara con el dedo. Balkar comenzó a reírse a carcajadas y su camarada lo siguió en un instante. Hanno observó a los dos iberos con la cuchara a medio camino de la boca. «Extraña gente esos iberos», pensó no por primera vez y siguió disfrutando de su estofado.
Cneo Manlio bajó de su caballo y, de la brida, lo dirigió hacia el establo, cerca de la puerta decumana del campamento. Sus hombres estaban empapados y ateridos de frío, pero exultantes. Desde el combate a orillas del río Tesino, casi un mes antes, sus encuentros con los cartagineses, en especial esos malditos númidas, se habían contado por derrotas, las bajas eran continuas y al final siempre quedaban ellos dueños del terreno. Pero esta vez no, esta vez los habían perseguido hasta su propio campamento. Es cierto que habían sufrido bajas, pero les habían puesto finalmente en fuga y habían matado a no pocos. El cónsul Tiberio Sempronio, que había asumido el mando mientras Escipión se recuperaba, se encontraba exultante y la moral de sus hombres había vuelto. Dejó el caballo en la cuadra al cuidado de uno de los no combatientes que los acompañaban y se dirigió a su tienda. Se quitó las relucientes phalerae de plata, regalo personal del viejo Escipión tras su acción en Tesino, y se cambió las empapadas ropas por otras secas. —¿Cneo Manlio? Se dio la vuelta sobresaltado y su sorpresa fue aún mayor al reconocer al joven Escipión. —Sí, pase, Publio Cornelio. —Preferiría dar un paseo, si no le importa, me gustaría hablar con usted. Lo que ese patricio quisiera hablar con un simple auxiliar samnita se le escapaba,
pero uno no le decía que no a un Cornelio, aunque fuera un simple contubernalis de dieciocho años, así que cogió su manto, se abrigó en él y siguió al romano fuera de la tienda. Caminaron en silencio a lo largo de la más de media milla de la vía praetoria. El joven noble caminaba erguido con gesto serio y Manlio aprovechó para observarlo. Era bajo, incluso para ser romano, aunque de constitución robusta y con las piernas fuertes y de pantorrillas anchas típicas de esos romanos andarines. Tenía el pelo oscuro y la piel morena, presidía su rostro serio una nariz grande y recta, una de esas narices de las que los romanos presumían cuando se burlaban de las respingonas narices de los celtas y su boca era recta y de labios finos, ligeramente fruncidos y que parecían no sonreír a menudo. Pero si algo llamaba la atención de ese rostro eran sus ojos, grandes, ligeramente saltones y de un extraño color gris, como del hierro de una espada y que miraban como si nada se les escapara, almacenando todo lo que pasaba por delante de ellos. «Es la mirada de alguien mucho más viejo». Ese súbito pensamiento le asaltó de repente, Manlio no era demasiado supersticioso, pero le recorrió un escalofrío, como si una musa de la guerra se lo hubiera susurrado al oído. —¿Cneo Manlio? Salió de su ensimismamiento con un sobresalto y miró a Escipión, que lo observaba divertido. —Publio Cornelio… —Parecía distraído. —Solo divagaba, ¿va a decirme qué era eso de lo que quería hablar? Había comenzado a lloviznar otra vez, unas gotas pequeñas y heladas que caían oblicuamente como alfilerazos y empapaban a ambos lentamente. «Allá va mi muda de ropa seca», pensó con amargura. Publio Cornelio miraba sobre la empalizada del campamento hacia el río Trebia, que bajaba tumultuoso por las lluvias; al otro lado, pese a la pésima visibilidad, se intuía a varias millas el campamento cartaginés, la misma empalizada que había frenado su impulso tan solo unas horas antes, se dijo el extraordinarius. —¿Qué piensa sobre la acción de hoy, Cneo Manlio?
El aludido miró al joven patricio y guardó silencio por un momento antes de contestar. —¿Puedo saber de qué interés resulta la opinión de un auxiliar de caballería? El joven patricio le devolvió el escrutinio. Cneo Manlio, el samnita, le sacaba más de una cabeza. Digno ejemplar de un pueblo guerrero que había derrotado no pocas veces a los romanos. Tenía el cabello castaño muy corto y el rostro afeitado estaba enmarcado por una mandíbula cuadrada hendida por un hoyuelo. Los ojos castaños lo miraban desde encima de una nariz recta y más corta que la del romano, y lo hacían arrogante. —Soy un contubernalis —contestó lentamente el romano—, lo más bajo de la cadena de mando, pero también soy el hijo del cónsul, lo que quiere decir que la gente se divide entre los que se consideran por encima de mí para dirigirme la palabra o los que me dirán lo que sea que crean que quiero oír como puente para conseguir algo de mi padre… —Y yo soy un simple itálico que huele a caballo —le interrumpió el samnita. —Exacto. Pero un itálico con experiencia y valor, aunque huela a caballo. —Y su último recurso para aventar sus ideas. —Y mi último recurso para aventar mis ideas, correcto. No pudo reprimir unas carcajadas el samnita. —Nunca me habían insultado en mi propia cara de una manera tan educada, romano. La carga de desprecio en la última palabra era sutil, pero no pasó desapercibida. Los exquisitos modales de Publio Cornelio Escipión no estaban habituados a que se dirigieran a él de una manera que no fuera con el praenomen y el nomen fuera del más estricto círculo de confianza, pero encajó el contragolpe con deportividad y lo dejó pasar. —Solo merece la pena mentir si la mentira puede ser creída, y no estoy buscando su voto…
—No podría votar, recuerde, soy un itálico que huele a caballo —le interrumpió Manlio insolente, una vez más. La interrupción le resbaló al romano como las gotas de lluvia, pero esta vez cuando le miró a los ojos sus párpados se habían entrecerrado y esos extraños ojos grises lo miraron como si fueran dos puntas de lanza. —Y no estoy buscando su voto —repitió—, aunque gozara del derecho a emitirlo, por lo tanto, no veo el sentido de adularlo. —Su mirada se suavizó, pero el mensaje había quedado claro: «No vuelvas a interrumpirme»—. Y, ahora, por segunda vez. ¿Qué piensa sobre la acción de hoy, Cneo Manlio? Como soldado, como veterano. Se concedió unos segundos para meditar su respuesta. Estaba claro que la pregunta era sincera, por más que obligada por las circunstancias y, salvando el inmenso abismo social que los separaba, el romano respetaba su experiencia y su valor, por otra parte, a nadie le venía mal tener un amigo entre la alta nobleza romana. —Creo que ya era hora de que les devolviéramos el golpe. Desde Tesino nos han partido la cara una y otra vez, esta ocasión ha sido diferente, al fin. —¿De verdad lo ha sido? —¿Qué quiere decir?, les hemos devuelto a su campamento con el rabo entre las piernas. —Lo primero es innegable, se han retirado y los hemos perseguido, pero ellos han decidido cuándo luchar y cuándo dejar de hacerlo y, aunque han huido, nos han hecho más bajas de las que les hemos hecho nosotros a ellos. Se quedó callado el samnita, no se había parado a mirarlo bajo ese prisma y, tras verlo a través de los grises ojos del joven Escipión, la anterior euforia se esfumó instantáneamente. —¿Cree que nos han dejado ganar, que se han retirado para darnos una falsa sensación de fuerza? —Sí, eso creo.
—Con todos los respetos, Publio Cornelio, pero, ¿por qué me dice esto a mí y no a su padre?, es el cónsul… —Mi padre está herido y no ha visto con sus ojos lo que ha pasado. Confía en mí, pero sigo siendo un contubernalis, ¿recuerda?, uno que ha leído demasiado a Jenofonte y que está en su primera campaña. Mi opinión es escuchada, pero no cuenta. —¿Y el otro cónsul? —Tiberio Sempronio es un asno arrogante ebrio de optimismo, que cree que se va a comer a Aníbal sin pelar y que no tiene nada que escuchar de un contubernalis, aunque sea el hijo de su colega en el cargo, de hecho, especialmente si es del hijo de su colega en el cargo. Cneo Manlio tuvo que contenerse para no quedarse con la boca abierta. Un noble romano no hablaba así de otro delante de un itálico. Cuestión de corporativismo social, podría decirse. —Aun así, Publio Cornelio, si hay batalla somos más que ellos y la caballería ligera no gana una batalla campal, es la infantería, y en eso somos muy superiores —afirmó el samnita con convencimiento. —Espero que tengas razón, Cneo Manlio. Espero que tengas razón… —Tras darle una palmada en el brazo, se dirigió hacia el praetorium con su habitual paso decidido y se perdió entre el disciplinado caos del campamento.
Terminó de limpiar su cuenco y lo metió en su zurrón. Sus hombres seguían charlando alrededor de la hoguera mientras se pasaban un pellejo de vino, pero el tiempo era desapacible, entonces Balkar se dijo a sí mismo ese viejo aforismo militar de que una retirada a tiempo era una victoria, por lo que se levantó para irse a dormir. Se estaba reclinando para entrar en la tienda cuando oyó la inconfundible voz de Hanno llamándolo, al volverse se sorprendió al ver al cartaginés completamente equipado, coraza, grebas, escudo en una mano y el yelmo en la otra. —¿Vas a algún sitio?
—Vamos, los dos. Ven conmigo. El ibero echó su zurrón sin mirar dentro de la tienda y siguió al oficial púnico sin hacer más preguntas, pero temiéndose que le iba a tocar hacer alguna guardia o una descubierta o algo así. «Y yo que quería acostarme pronto hoy…». Para su sorpresa se adentraron más y más en el campamento y pronto llegaron a su centro, donde se encontraban las tiendas de los oficiales de más alto rango. Pasaron un primer círculo de guardias. Nada de mercenarios o aliados, estos eran cartagineses pesadamente armados, al estilo griego, que les dejaron pasar al reconocer a Hanno, aunque miraron al ibero con ojos recelosos. La sorpresa fue creciendo cuando se dirigieron a un pabellón en el centro de la zona acordonada. La tienda del general. En el espacio libre frente a ella se había concentrado un grupo creciente de gente, casi dos centenares de hombres, la mayoría jinetes cartagineses e infantes iberos y celtíberos, reconoció Balkar por sus ropas, y todos permanecían a la expectativa. —Quédate aquí y espera. Asintió con la cabeza mientras el púnico se dirigía hacia la tienda, los guardias lo reconocieron y le dejaron pasar sin más trámite. —Se está cociendo algo importante. Balkar se giró hacia el celtíbero que se había dirigido a él. Un poco más bajo, de cabello gris. Se cubría los anchos hombros con una piel de oveja sobre un viejo sagum cuyo olor probablemente había matado a la pobre oveja. Hablaban dialectos distintos, pero se entendían. —Buntalos —dijo tendiéndole la mano. Balkar le estrechó la mano y al verlo más de cerca reconoció al guerrero que le había guiñado un ojo unos días antes cuando el accidente con los celtas. —Balkar. Ya podrías haber echado esta misma mano el otro día. Rio el celtíbero, dejando ver unos grandes dientes amarillentos. —No creo que esos tres gallitos os hubieran causado mucho problema. El jefe quizás, pero bueno, siempre he sido partidario de dejar que cada cual resuelva los problemas en los que se mete por sí mismo.
—Sabia política. ¿Tienes alguna idea de por qué estamos aquí? —Ni la más remota, pero creo que nos vamos a enterar pronto —dijo señalando hacia la tienda con el mentón. Un grupo de oficiales cartagineses y libios fueron saliendo, Hanno entre ellos, y se situaron frente al grupo de hombres entre los que se hizo el silencio. Las dos últimas figuras eran Magón y Aníbal Barca. Sin ceremonia ninguna el general comenzó a hablar a los reunidos, lo hizo alternando el púnico y el ibero, lengua que hablaba como un nativo pues, al fin y al cabo, se había criado en Iberia. Balkar lo había visto otras veces, pero nunca tan de cerca y lo observó atentamente. A sus treinta años Aníbal estaba en la plenitud de la vida, de estatura media, pelo muy negro y rizado, como la barba, tenía la piel morena y curtida de una vida al aire libre. A la luz de las antorchas apenas se le podían distinguir los ojos, solo por el brillo, pero tenía esa cualidad de los buenos oradores que hacía creer que te miraba a ti y solo a ti. No iba armado, pero se cubría con la capa púrpura de general que se cerraba con un broche de oro con la forma del rayo de los Barca. —Os he convocado aquí porque vuestros oficiales me han dicho que sois los mejores, los más duros y los más listos —hizo una pausa mientras una serie de murmullos halagados se extendía entre los congregados—. Cuando termine esta reunión, cada uno de vosotros volverá entre los suyos y elegirá a diez hombres, los diez mejores, comeréis y os reuniréis detrás del campamento con mi hermano —señaló a Magón, un modelo compacto y musculoso de su hermano mayor, que esbozó una sonrisa de lobo entre su cerrada barba—. Con él os dirigiréis hacia una cañada entre el campamento y el río y allí aguardaréis en el más completo silencio —hizo una pequeña pausa para que el mensaje calase—. Es muy importante que todo esto lo hagáis en la oscuridad y en el más absoluto silencio. Como habréis supuesto, mañana daremos batalla a los romanos, cruzarán el río y vendrán a por nosotros, son más y están confiados, por eso mientras nosotros los contenemos aquí arriba vosotros les daréis una sorpresa por detrás —hizo otra pausa y recorrió el grupo con la mirada, Balkar estuvo seguro de que, por un instante, lo miró a él y solo a él, sin trucos retóricos, a los ojos, antes de retomar el discurso con un tono más serio—. Tiberio Sempronio, su general, está impaciente por terminar con nosotros. Cuando acabe el año tiene que volver a Roma y entregar el mando y quiere hacerlo con mi cabeza en una lanza y vuestros despojos pudriéndose aquí mismo, le hemos convencido de que puede,
de que es más fuerte, pero yo no he cruzado ríos y montañas para caer del primer golpe, ¿y vosotros? Doscientas gargantas rugieron su negación a una y Aníbal, sonriendo, dio la reunión por concluida y entró en la tienda seguido de su hermano. Balkar se despidió de Buntalos, que se fue a buscar a los suyos con una sonrisa de oreja a oreja. Hanno se acercó a él con su habitual sonrisa de vuelta en el rostro. —¿No te habías cansado de galos melenudos? Pues mañana vamos a tener un montón de romanos con su pelo bien corto. —Casi a dos por cabeza tocamos —asintió Balkar con una sonrisa. —Sí, ¿pero sabes qué? —preguntó el púnico repentinamente serio pasándole un brazo por el hombro—. Ninguno se llama Balkar.
18 de diciembre del año 535 a. U. c. (218 a. C.). A orillas del río Trebia, Italia
Comenzaba a clarear por el horizonte y Balkar se atrevió a echar un vistazo entre las cañas, más por hacer algo que por curiosidad, pues conocía perfectamente el paisaje. El río Trebia a su derecha bajaba crecido por las lluvias de los últimos días y desembocaba unas tres millas más abajo en el poderoso Po, la frontera entre Italia y la Galia para los romanos, según le habían dicho. A unas tres millas a su derecha se distinguía la forma rectangular del campamento romano, apenas una silueta oscura y lúgubre en la pálida luz del amanecer. Unos ruidos apagados por la distancia le hicieron volver la atención a su izquierda, bajando de la loma cercana un nutrido contingente de númidas avanzaba al trote desde el campamento cartaginés. Korbis y Garokan, atraídos por el ruido, se arrastraron junto a él y observaron a los jinetes africanos mientras se desplegaban en la llanura frente a la loma y se dirigían trotando hacia el río. —Ya empieza la fiesta —murmuró Garokan. Era este un ibero bajito y fornido al que Korbis y Balkar conocían desde hacía años. Veterano de muchos combates llevaba su historial escrito en la cara. Bajo su única y espesa ceja dos ojos oscuros miraban desde ambos lados de una nariz
rota demasiadas veces. Una larga e irregular cicatriz se le extendía a lo largo de la sien izquierda hasta la oreja que tenía medio rebanada, recuerdo del asedio de Sagunto. Quizá para compensar, tenía la otra atravesada por cuatro o cinco aros de oro. Mientras observaban a los númidas, estos llegaron hasta el río y se detuvieron, dando un respiro a los caballos, arriba en la loma la multitud del ejército cartaginés comenzó a salir de su campamento.
«Otra vez a cruzar un maldito río», pensó Ayin desalentado. Acarició el cuello de su caballo y disfrutó del calor que emanaba de la noble bestia. Hacía un frío terrible, lo que le quitaba aún más las ganas de meterse en el agua y, sobre ellos, la pálida luz del alba anunciaba un día gris y nublado. «Por lo menos hemos desayunado bien». En efecto, en previsión de un día largo y difícil Aníbal había ordenado a todos sus hombres que desayunaran antes del alba y se preparasen, la idea era sacar a los romanos de sus camas y hacerles pelear en ayunas. Frente a ellos y sin necesidad de órdenes, Maharbal, el único de los casi cuatro mil jinetes que montaba con silla y coraza, apuntó con su espada hacia el campamento romano y se adentró en el río entre salpicaduras, seguido por la larga línea de númidas, todos a una. El agua pronto llegó hasta el pecho de los pequeños caballos africanos que continuaron, no obstante, hasta el otro lado sin mayores problemas. Ayin encogió las piernas en un infructuoso intento de mantenerse lo más seco posible. Una vez al otro lado, rehicieron la línea y emprendieron la marcha hacia el campamento romano a un trote largo que permitiese a los caballos ahorrar fuerzas. Iban a necesitarlas en el viaje de vuelta.
Los toques de trompeta y los gritos de alarma despertaron a Cneo Manlio, que se incorporó entre sus mantas. Saltó fuera de la tienda descalzo y en túnica, apenas empezaba a clarear un día gris, pero el campamento parecía un hormiguero que alguien acabara de patear. Mientras se frotaba los ojos para quitarse el sueño y las legañas, vio al prefecto de caballería que llegaba desde la tienda abrochándose la coraza y con un esclavo detrás sujetándole como podía escudo, casco y lanza. —¡A caballo todo el mundo! Rápido, moved el culo.
—Mierda… Manlio corrió dentro de nuevo, sus camaradas revolvían entre sus cosas, se embutió las grebas sin preocuparse de ponerse las sandalias, se ciñó el cinturón con espada y puñal y se colocó la coraza de tres discos. Por suerte la había dejado a medio montar, por lo que rápidamente pudo cerrarla y, agarrando su yelmo y escudo, salió de la tienda hacia las cuadras. Sus preciadas phalerae se quedaron tiradas junto al resto de sus cosas. Los siervos del campamento tenían ya los caballos ensillados y de un salto montó en el suyo. El esclavo le pasó la lanza y trotó hacia donde sus camaradas se iban congregando. —Los númidas están atacando el frente del campamento —gritó el prefecto cuando se hubieron reunido—. Vamos a salir por las puertas principalis dextra y sinistra, caeremos sobre esos piojosos desde ambos lados y los devolveremos a su campamento como hicimos ayer, luego aguantaremos y cubriremos a las legiones mientras estas cruzan el río para ir a por el resto de esos sucios púnicos. ¿Está claro?, ¡pues vamos! Breve y conciso, como de costumbre. El prefecto picó espuelas y la caballería de los extraordinarii salió del campamento por ambos laterales seguida del resto de caballería itálica y romana. Los númidas, como era de esperar, tras lanzar unas cuantas jabalinas sobre la empalizada, bajaban hacia el río al galope. En similar número, unos cuatro mil, la caballería romana se lanzó tras ellos, más pesadamente armados; pero montando caballos más frescos y de mayor alzada pronto comenzaron a cerrar distancia. Cneo Manlio, escudo al frente y agarrando firmemente su lanza, se inclinó sobre el cuello de su caballo lanzado a todo galope, la revancha era suya. Un poco por delante el prefecto alzaba ya su lanza para golpear, apenas unos veinte pasos por detrás de los últimos númidas. Fue entonces cuando estos, moviéndose como una de esas bandadas de pájaros que giran en el aire todos a una, giraron y lanzaron sus jabalinas. No bien habían soltado sus proyectiles, ya habían girado de nuevo y se internaron en el río. Dos jabalinas impactaron en el pecho del caballo del prefecto que rodó por el suelo lanzando a su jinete a tierra, aunque no debió de dolerle mucho el revolcón pues ya estaba muerto con una jabalina clavada en el cuello. Manlio se encogió tras su escudo y tiró brutalmente de las riendas, su caballo frenó como pudo arrastrando los cuartos traseros y recuperó el control casi al borde del agua. Dejando de lado al prefecto y unos cuantos hombres y caballos la andanada había causado pocas bajas, pero había roto el ímpetu de la carga. Ya al otro lado
del río, los númidas lanzaron una vez más y emprendieron de nuevo la huida. Más hombres y caballos rodaron por el suelo. Tras unos instantes de vacilación, la línea romana se recompuso y comenzó a cruzar el río entre salpicaduras.
—Son buenos esos cabrones —murmuró Korbis entre dientes, irado de la habilidad de los númidas. Por un momento había parecido que los romanos ya los tenían, pero ahora se alejaban de ellos rivera arriba en pos de la línea de infantería ligera y honderos, que habían formado en frente de la larga falange cartaginesa. Mientras los númidas hacían de cebo, el ejército púnico se iba desplegando para esperar a los romanos. Una larga línea de celtas, algunos de ellos desnudos, observaron Balkar y Korbis, ocupaban el centro, flanqueados por la infantería pesada hispana y con los lanceros libios, con sus grandes escudos ovalados cubriendo los extremos de la línea. A los flancos y divididos en dos grupos, las moles grises de los elefantes agitaban sus grandes orejas y trompas, impacientes y, tras ellos, se dividía la caballería pesada. A un lado cartagineses e hispanos y al otro los celtas recién alistados. —Y ahí viene el plato fuerte —dijo Garokan, que miraba en dirección contraria. Al otro lado del río, acuciados por sus centuriones y oficiales, los romanos formaron los perfectos rectángulos de los manípulos, dos líneas más profundas de manípulos delante y una más delgada detrás. «Los triarii», recordó Balkar. Al formar antes de partir del campamento, Magón, Hanno y el resto de los oficiales les habían dado los últimos detalles. Una vez que ambos ejércitos se encontraran trabados en combate y su caballería en fuga, o eso esperaban, ellos cargarían sobre la retaguardia romana. Esta última línea estaba formada por los triarii, hombres de más de cuarenta años que se encontraban ya en sus últimos años de servicio. Su edad suscitó algunas risas entre los hombres, pero Hanno fue claro, no había que infravalorarlos. Los romanos llamaban a filas a sus hombres todos los años, y si los habían vuelto a alistar era porque eran capaces y, con toda seguridad, veteranos. Iban pesadamente armados, equipados con lanzas y todos acorazados con cota de malla, casco y escudo, puede que fueran viejos, pero no eran blandos. Repasando la teoría, Balkar volvió la atención a la llanura frente a él, donde la
caballería romana había ya cruzado el río.
A Cneo Manlio se lo llevaban las furias, había sobrevivido a dos descargas más de esos mil veces malditos númidas, pero no podía decirse lo mismo de muchos de sus compañeros y ahora se les escabullían entre un grupo de infantes ligeros vestidos con túnicas a rayas. Manlio no sabía quiénes eran, pero estaba más allá del punto del raciocinio, alguien iba a tener que pagar por la rabia acumulada durante la galopada, y aquellos túnicas rayadas estaban en su camino. Peor para ellos. Sin inmutarse ante la avalancha de caballos y jinetes que se lanzaban sobre ellos, los hombrecillos a rayas desplegaron una especie de cuerdas y comenzaron a hacerlas girar. Con un escalofrío Manlio entendió y se dijo «honderos». Alzó un poco más su escudo y apretó los dientes. A unos cien pasos de distancia los honderos soltaron sus proyectiles, las hondas restallaron como mil pequeños truenos y un instante después hombres y caballos rodaron por el suelo. Aún no había impactado la primera andanada cuando ya salía una segunda y una tercera… Los claros se fueron abriendo en la formación romana, caballos sin jinete se adelantaban enloquecidos. A menos de veinte pasos Cneo Manlio eligió un objetivo y alzó el brazo de la lanza por encima del hombro. El balear, desesperado, metió la mano en su zurrón buscando un nuevo proyectil, pero no había tiempo, Manlio le cayó encima y golpeó con la lanza. Gritó eufórico mientras desclavaba dejándose llevar a lomos de su caballo que cabalgaba enloquecido. Los honderos se habían dispersado aún más y disparaban o combatían con sus espadas cortas y puñales, normalmente no hubieran sido rivales, pero Manlio observó consternado que los suyos eran pocos, muy pocos. Rota la moral por la lluvia de proyectiles, la mayoría de los jinetes romanos habían vuelto grupas y se retiraban hacia las líneas romanas que ya habían empezado a cruzar el río. Volvió la vista al combate justo a tiempo de ver un hondero a unos diez metros, tras dos rápidas vueltas al brazo, el balear disparó. Manlio escuchó el estallido de la honda casi al mismo tiempo que alzaba su escudo, el proyectil de plomo lo atravesó limpiamente y pasó rozándole la nariz, la violencia del golpe estuvo a punto de tirarlo del caballo, pero se rehizo y, guiando a su montura con las rodillas, se lanzó sobre su atacante. El hondero se dio la vuelta y trató de huir, aunque no había a dónde. La lanza de Manlio le acertó en el centro de la espalda y le asomó por el pecho cubierta de sangre, el samnita no intentó desclavarla, dejándola caer tiró de las riendas y picó espuelas
confiando en que a su caballo aún le quedaran fuerzas para huir. Otra vez.
Tras ver retirarse a la maltrecha caballería romana, los tres iberos se arrastraron de vuelta a la cañada. Los hombres a su alrededor se mantenían silenciosos, miraban al vacío sumidos en sus pensamientos, algunos dormitaban, o lo fingían, y otros afilaban sus armas o incluso les susurraban con intimidad de amantes. Balkar vio a unos metros a Buntalos, el celtíbero que, sentado en un tronco caído, pasaba mecánicamente una piedra de afilar por la hoja de su espada, una espada de hoja recta, de un antebrazo de largo y con una bella filigrana de plata en la empuñadura rematada por dos antenas. Vestía únicamente la túnica ceñida por un cinturón con una gran y muy ornamentada hebilla de plata. No era ningún pobretón ese celtíbero. El resto de su armamento también era de primera. A su lado descansaban una pesada lanza de acometida con una moharra de dos palmos oscurecida con hollín, todos lo habían hecho así para evitar brillos delatores, y un escudo ovalado, similar al suyo, con un gran tachón de bronce en el centro sobre el que destacaba un yelmo, igualmente de bronce, decorado con crines de caballo. Volviendo su atención a sí mismo, Balkar sacó su falcata y comprobó ambos filos y la punta, «era un arma bella», pensó con orgullo, hecha a su medida, la hoja medía exactamente lo mismo que la distancia desde su codo al extremo de su dedo corazón. Las acanaladuras de la hoja, además de conferirle aún más belleza, la aligeraban de peso sin debilitarla, la empuñadura, rematada en una preciosa cabeza de águila le rodeaba los dedos y el conjunto convertía el arma en una prolongación de su brazo. Más allá de la cabeza de águila su empuñadura era simple, de hueso, pero en cuanto pudiera se la haría decorar con plata, pensó. Metió la espada en su vaina y comprobó la moharra de la lanza, no bailaba en su asta y el filo era el correcto, la dejó en el suelo y empuñó su soliferrum, la larga jabalina enteramente metálica de los hispanos. Comprobó que no estuviera torcida, lo que afectaría al vuelo, y que la punta tuviera el filo correcto. Satisfecho con el examen miró a su alrededor y vio que Hanno le hacía señas de que se acercase. Caminó agachado hasta donde se encontraba el cartaginés. Unos metros más allá Magón caminaba hacia sus jinetes que comenzaban a quitar los trapos con que habían cubierto los cascos de sus caballos, aunque permanecían desmontados, calmando a los animales. —¿Estáis preparados? —susurró Hanno.
—Hace años. Hanno dio un bufido a modo de sonrisa. —Bueno, dentro de unos momentos vais a tener oportunidad de probarlo. Ve y pasa la voz de que todo el mundo se prepare, pero todos agachados, mataré con mis propias manos al que se le ocurra asomarse. Los romanos están casi a nuestra altura, les dejaremos pasar y, cuando estén bien trabados con los nuestros, Magón cargará sobre su flanco más alejado con la caballería y nosotros contra los más cercanos. ¿Está claro? —Como el agua. El cartaginés le tendió la mano y se la estrechó con fuerza. —Nos vemos esta noche, celebrando la victoria. —Claro, tú pagas el vino. —No —rio Hanno—, esta noche pagan los romanos. —Y volvió al centro de la formación.
Cneo Manlio palmeó a su caballo en el cuello, era un buen animal, pero se encontraba agotado. Avanzaba al paso con la cabeza gacha, casi tan gacha como los supervivientes de su turma, seis, contándolo a él, de los treinta originales. Avanzaban al paso de la infantería, en el flanco izquierdo. A su lado la primera línea de hastati itálicos marcaban el paso con disciplina avanzando lentos pero seguros. La escaramuza de las fuerzas ligeras había terminado y los velites supervivientes habían formado en los flancos delante de ellos. Cuando los elefantes cargasen sería labor de la infantería ligera el tratar de ahuyentarlos con sus jabalinas. Le habían asegurado que esa táctica funcionaba, que aunque temibles por su tamaño, eran unas bestias asustadizas y cobardes. Cobardes o no, Manlio no las tenía todas consigo, esos bichos eran enormes y conforme se fueron acercando los caballos empezaron a inquietarse al oler a los monstruos. A no más de doscientos pasos ambos ejércitos se detuvieron y, por unos instantes, reinó el silencio sobre el valle del Trebia. Fue solo un momento, pues súbitamente un gran clamor se alzó desde el centro de la línea cartaginesa y se
fue extendiendo hacia las alas. Los celtas saltaban arriba y abajo blandiendo sus largas espadas, muchos de ellos desnudos «los muy idiotas», se dijo Manlio, mientras que hispanos y africanos golpeaban sus escudos con sus lanzas. —Salvajes —dijo uno de sus hombres mientras escupía al suelo. Un toque de trompeta reanudó la orden de avance en lado romano. Inmediatamente, la segunda centuria de cada manípulo de hastati avanzó por la izquierda de su primera centuria y cerraron la línea, lo que ofrecía al enemigo un solo frente unido. En seguida, y como la máquina perfecta que era, la primera línea del ejército, que ahora formaba una sólida falange, comenzó a avanzar hacia los cartagineses al paso, golpeando rítmicamente los escudos con sus pila produciendo un estruendo que pronto superó y, después, acalló los gritos de los bárbaros que cerraron filas y aguardaron. Mientras tanto la caballería tenía sus propios problemas como para observar la maniobra de las legiones. En el caso de Cneo Manlio estos problemas eran unos quince paquidermos que bajaban al trote hacia ellos. Trató de calmar a su caballo, que amenazaba con encabritarse, y confió en los velites que ya avanzaban contra los monstruos. Los chavales de dieciséis y diecisiete años que integraban la infantería ligera lanzaron una nube de proyectiles contra los paquidermos, que avanzaron entre la lluvia de jabalinas como si se tratara de gotas de agua, aun así, uno de ellos se derrumbó con un estremecedor alarido y varios más, heridos, enloquecieron y se desmandaron volviendo hacia sus propias filas. Aun así, la carga resultaba imparable. Los velites se replegaron a todo correr entre los huecos que les dejaron los hastati, que no tenían otra que aguantar a pie firme la carga de los elefantes, que giraron hacia su izquierda para perseguir a sus atacantes. Fueron recibidos con una lluvia de pila ligeros y pesados que terminó por derribar a otros dos elefantes, aun así, siete u ocho de ellos chocaron contra la cerrada formación romana. Manlio vio a hombres y armas volando por los aires ante la ira de las bestias, toda la formación se estremeció y algunos legionarios soltaron sus escudos y huyeron presas del pánico. Los itálicos perdieron la formación pero no el temple, guiados por los centuriones que habían sido instruidos a tal efecto atacaron a los paquidermos por detrás y por los flancos tratando de desjarretarlos. —¡Atención, caballería! Cneo Manlio volvió la vista al frente, tras los elefantes una ululante línea de
jinetes celtas se disponía a cargar sobre ellos. Esperar a pie firme hubiera sido suicida, así que los jinetes itálicos picaron espuelas y cargaron contra ellos. Manlio empuñó su kopis deseando aún tener su lanza y aulló su grito de guerra junto a sus compañeros, mientras se lanzaba de nuevo al galope.
Ayin observó el campo de batalla desde la altura que le daba su caballo. Su papel había terminado por ahora, y lo habían hecho bien, replegados tras las propias líneas daban descanso a los caballos al haber recibido cada uno un haz nuevo de jabalinas. Esperaban a que el enemigo se diera a la fuga o que tuvieran que reforzar algún punto del campo de batalla. «Preferiblemente lo primero», pensó el númida, que no era ningún cobarde, pero tampoco tenía madera de héroe. Justo frente a ellos los jinetes celtas habían caído sobre sus viejos conocidos, los itálicos aliados de los romanos, y estos parecían estar llevando la peor parte. Diezmados por las escaramuzas de la mañana y con sus caballos agotados debían de estar pasando muy mal rato peleando contra los celtas. Un poco más a su izquierda la infantería aliada de los romanos había encajado bien la carga de los elefantes, hasta el punto de que había matado o puesto en fuga a la mayoría de ellos, pero se habían visto desorganizados justo cuando los lanceros pesados libios y la infantería hispana cayeron sobre ellos y estaban perdiendo terreno cada vez más rápido, terreno que iban alfombrando con sus muertos. En el centro, por su parte, los celtas no parecían tan arrogantes ahora que se las veían con la infantería pesada romana y, aunque aguantaban, habían perdido terreno y su línea amenazaba con hundirse. «Si se rompía el frente por ese punto, era poco lo que los númidas podrían hacer contra los legionarios», pensó con preocupación. Un súbito clamor se elevó entre los jinetes galos, que comenzaron a avanzar más y más rápido hasta lanzarse al galope hacia el río, eso solo quería decir que la caballería itálica finalmente se había roto y huía.
Manlio desclavó el kopis del cuello del galo al que acababa de matar mientras este se deslizaba hacia el suelo desde lo alto de su caballo. Tenía el brazo cubierto de sangre hasta el hombro, casi toda ajena, por suerte, y su arma le pesaba como si fuera de plomo, aunque no tanto como el brazo del escudo, que
ya casi no podía mover entumecido por los golpes y por el agotamiento. Aguijoneó a su montura para hacerlo girar y mantenerlo en movimiento, pero el pobre animal apenas respondía. A su alrededor los samnitas restantes trataban de destrabarse para huir, si es que no lo habían hecho ya, o morían. Dos pasos más adelante Tucio, el último miembro visible de su turma, paraba como podía los golpes que le daba un galo que había dejado caer su escudo y empuñaba su espada con ambas manos como si se tratara de una porra. Tucio se refugiaba tras su escudo mientras su otro brazo colgaba inerte a un costado, chorreando sangre. Manlio se lanzó contra el galo por detrás y le abrió el cráneo, como si se tratara de un huevo, con un brutal golpe de su kopis. Tucio quiso decirle algo para agradecerle la acción, pero en vez de la voz le salió tan solo un borbotón de sangre y se derrumbó hacia delante con una lanza clavada en la espalda. Cneo tiró de las riendas y espoleó de nuevo a su caballo, había que salir de allí como fuera. La pobre bestia sacó fuerzas de flaqueza y galopó de nuevo, aunque ni mucho menos a toda la velocidad que había desplegado esa mañana, que parecía hacía años. Miró por encima del hombro y vio a algunos celtas pie a tierra recolectando las cabezas de sus víctimas, pero la mayoría ya comenzaban a lanzarse a por los fugitivos. Golpeó con furia la grupa de su caballo con el plano de la espada a la vez que le susurraba palabras de ánimo. El río estaba demasiado lejos, no llegaría nunca antes de que lo alcanzaran, por lo que se dirigió a su derecha, hacia un cañaveral a un lado del campo de batalla. Otros supervivientes habían pensado lo mismo, las cañas y el bosque de detrás y, una vez allí, quizá dar esquinazo a los galos. Fue entonces cuando los vio. La garganta se le cerró con un nudo de pánico pues de las cañas y zarzas donde había visto la salvación salía una línea de jinetes al trote. Llevaban escudos redondos con la luna de Tanit pintada en ellos. Algunos de sus camaradas, que ya casi habían alcanzado lo que creían era su salvación, fueron arrollados sin más. Consciente de que si hacía parar a su caballo seguramente ya no arrancase otra vez, lo forzó a dar un amplio semicírculo. Más allá de los jinetes una larga línea de infantes con lanzas también emergía de entre las cañas, por lo que su única salvación era la infantería propia y hacia ella se dirigió. —Vamos, bonito, corre… Tú puedes… Los triarii de la retaguardia habían visto la amenaza que se acercaba por detrás y se habían vuelto para plantarle cara. Manlio podía oír a su espalda el tronar de los cascos de la caballería cartaginesa. Estaba a cincuenta pasos de la línea de triarii cuando su caballo hincó la cabeza y cayó. El samnita rodó por el suelo y
quedó tendido sobre su escudo a unos pasos de su caballo. El noble bruto echaba sangre por los ollares y trataba de levantarse, pero las patas no le respondían, estaba reventado por el esfuerzo. Manlio cogió su espada caída a su lado y se puso de pie. La línea de caballería cartaginesa se dirigía hacia él y se la quedó mirando como un ratón hipnotizado por una serpiente, con los pies clavados al suelo e incapaz de moverse. —¡Mueve el culo, imbécil! El grito en latín a su espalda lo sacó de su ensimismamiento. Dos pasos por delante de la línea de triarii un centurión de barba cana le hacía señas para que corriera hacia ellos. Sacando fuerzas de donde no las tenía, el samnita echó a correr, notó entonces que había olvidado sus sandalias esa mañana con las prisas. La estupidez del pensamiento casi le hizo reír. El centurión retrocedía mientras miraba por encima de su hombro, Cneo Manlio hizo un último esfuerzo sintiendo a los cartagineses a sus espaldas, sus pies descalzos volaban sobre la hierba pisoteada. Saltó deslizándose por el hueco que el centurión le había dejado y que este cerró de inmediato. Los encanecidos veteranos lo empujaron hacia atrás. Las primeras, o últimas, líneas pusieron rodilla en tierra, se agacharon tras sus escudos, clavaron las conteras de sus lanzas en el suelo y dirigieron las puntas contra el pecho de los caballos enemigos, preparados para el brutal golpe.
Balkar trotaba hacia el enemigo en línea con sus camaradas. Unos cientos de pasos a su derecha la caballería de Magón se había estrellado contra la retaguardia romana haciendo estremecer su línea y, unos pasos hacia su izquierda, los jinetes galos que habían puesto en fuga a sus contrapartes itálicos se disponían a hacer lo propio. Sujetaba en su mano izquierda el escudo y la lanza y empuñaba en la derecha el soliferrum con la punta dirigida hacia el suelo. A unos cincuenta pasos del enemigo, comenzaron a acelerar y a la mitad de esa distancia lanzaron todos a una sus pesadas jabalinas de hierro con trayectoria casi horizontal. La temible arma concentraba todo el peso y la fuerza del lanzamiento en un pequeño punto y su poder de penetración era terrible. Algunas fallaron, pero las que hicieron blanco atravesaron los pesados escudos como si fueran de papel, hiriendo en muchos casos a sus portadores y desbaratando la primera línea enemiga.
Cambiando la lanza a la mano derecha y con el escudo por delante, los mil hispanos se lanzaron contra los maltrechos triarii. Balkar saltó por encima de un romano caído, el siguiente en la línea trataba de ocupar su puesto pero, atento a dónde pisaba, no vio venir la punta de la lanza ibera que le entró por la boca matándolo instantáneamente. Usando a su camarada como cuña, Korbis a su derecha y Garokan a su izquierda, mataron también a los dos veteranos a los lados de la víctima de Balkar y pronto, presionando desde ese punto, comenzaron a deshacer la línea. La presión y la cercanía convirtió las lanzas en inútiles, por lo que el ibero dejó caer la suya y sacó su falcata. Empujó con su escudo al enemigo que tenía en frente, quien se tambaleó y dio medio paso atrás, Balkar lanzó un golpe de punta con la falcata que dio en carne, aunque no supo el daño causado. Cargó de nuevo su peso en el escudo y volvió a presionar hacia delante, esta vez, el romano perdió pie del todo y cayó de espaldas. Garokan, a su izquierda, aprovechó la oportunidad y clavó brutalmente su espada corta y de hoja recta hacia abajo atravesando la cota de malla del caído que quedó inmovil. Balkar pasó por encima de él y acometió al siguiente romano, pero ya no había ninguno, habían cortado aquella centuria en dos.
Los hastati romanos se retiraron entre los huecos que les habían dejado los princeps, que inmediatamente cerraron filas y cargaron sobre los celtas que se encontraban ya muy debilitados. Los hastati comenzaron a rehacer sus filas azuzados por los oficiales supervivientes. Uno de ellos, malherido, se tambaleó hasta donde estaba Cneo Manlio, que había sido expulsado sin mucho miramiento de la fila por los trairii. Cayó al suelo el legionario, más muerto que vivo, y Manlio cogió su escudo y se incorporó a la centuria que se reorganizaba frente a él, que estaba más que diezmada. Sabía que la única manera de sobrevivir a aquel desastre era la disciplina. El optio que cerraba las filas y organizaba la formación observó al recién llegado, pero no estaba la situación para poner pegas, así que de un empujón lo colocó en línea con los restos de la centuria. «Bienvenido a la infantería», pensó con amarga ironía, mientras echaba de menos sus sandalias. A su espalda los triarii estaban siendo diezmados por cartagineses, hispanos y celtas, pero aguantaban a duras penas. —¡Atención, centuria!
Manlio no oyó la orden hasta que la repitió el optio a retaguardia. Los princeps casi habían roto a los celtas, pero habían perdido el impulso y se retiraron de nuevo entre los huecos de los hastati que, una vez más, cerraron la línea y cargaron. El recién estrenado infante cargó con ellos, se encontraba en la última fila, pero empujó como todos. La diezmada centuria, en línea con las demás, presionó hasta que los galos no pudieron más, rompieron la línea y huyeron. Por suerte para los romanos, quizá la única suerte de aquel fatídico día es que se encontraban todos demasiado cansados para perseguir al enemigo y la formación romana no se rompió para ir tras los fugitivos. Entre tanto, algunos centuriones cayeron en la cuenta del desastre que se había producido en ambos flancos y ordenaron a los manípulos formar en cuadros y alejarse en orden del campo de batalla.
El romano se arrastró con los codos hacia su espada, tenía la espina dorsal cortada de un lanzazo y no podía mover las piernas. Balkar lo empujó con el pie hasta ponerlo boca arriba, el romano se dio por vencido al fin y le miró a los ojos. Tenía aún el yelmo puesto y le cubría hasta las cejas. Le dijo algo, pero el ibero no hablaba latín, no sonó a insulto ni a amenaza, una petición quizá. Se sostuvieron la mirada por unos instantes, Balkar limpió la sangre de la hoja de su falcata, la envainó y se acuclilló junto al caído. Su rostro sin afeitar se veía gris, canoso y tenía arrugas junto a unos ojos oscuros que brillaban con miedo, sin duda, pero manteniendo la compostura. Quizá esta era su última campaña, mala suerte. Sacó lentamente el puñal que llevaba al cinto, de hoja ancha y triangular, y el romano entendió, apretó los labios y asintió ligeramente y sin dejar de mirarle a los ojos, mientras el guerrero hispano le cortaba el cuello. Tras cerrarle los ojos, que habían perdido todo su brillo, le desabrochó el casco y lo sopesó. Era un bonito casco de bronce con dos amplias carrilleras, un pequeño cubrenuca sobresalía por detrás y lo adornaban dos altas plumas rojas a los lados de una cimera de crin negra, se lo probó y sonrió satisfecho, era justo de su talla. —Bonito sombrero te has buscado. A su espalda su compañero Garokan limpiaba con un trapo unos anillos, seguramente sus antiguos propietarios ya no tenían dedos para llevarlos, y conforme terminaba de limpiarlos se los iba echando a la bolsa que llevaba colgada del cinto y que abultaba bastante más que esa misma mañana.
—¡Eh, vosotros! Eche una mano. Sujetadle los pies. Korbis le había soltado el cinto a un cadáver y tironeaba de los hombros de su cota de malla, pero cuerpo y armadura pesaban demasiado y solo conseguía arrastrar el cuerpo del romano por el barro sanguinolento. —¿Se puede saber qué pretendes? —Esta cota de malla va a quedarme perfecta una vez que consiga que un herrero le parchee los agujeros. Además, hoy hemos pillado a estos con hambre y sin dormir, pero la próxima vez que me enfrente a ellos no quiero hacerlo en túnica, por lo que pueda pasar. Tanto Balkar como Garokan tuvieron que itir la lógica del razonamiento y ayudaron a su camarada a despojar el cadáver del romano y luego, entre los tres, despojaron otros dos, y así, con sus cotas de mallas, algún yelmo y sus armas recién recuperadas, se encaminaron hacia el campamento mientras la horda de buscavidas que seguía al ejército comenzaba a desnudar los cadáveres de unos y otros como aves carroñeras, aun antes de que cuervos y buitres reales hicieran su aparición.
Tabernas, domus y pantanos
10 de marzo del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Cremona, Italia
Que te vacíen un cubo de agua helada encima no es una manera agradable de despertarse, menos si además despiertas a una espantosa resaca. Todo esto cruzó fugazmente la mente de Cneo Manlio mientras se incorporaba boqueando y bufando. Al contraluz de la puerta del granero distinguió dos siluetas, la más alta sujetaba un cubo, ahora vacío, y la otra, más bajita, lo observaba con los brazos cruzados. Echó mano a su alrededor buscando entre la paja mojada, pero no encontró nada. —Si buscas esto —dijo la silueta más baja alzando su cinto con espada y daga —, no te preocupes, está a buen recaudo. Si buscas a la moza de la taberna que estaba a tu lado, ella no necesitaba un baño tanto como tú, así que le hemos dicho que se fuera. —¿Publio Cornelio? —preguntó con voz pastosa tras reconocer la voz. —El mismo. —Le hizo una seña al legionario del cubo que se retiró y le tendió sus armas a Cneo Manlio—. Acompáñame, por favor. —No estoy para paseos. —No es para un paseo, tengo un trato que proponerte. Aunque mejor que te vistas antes, si no te importa. Se vistió y agarró el saco donde llevaba las armas que aún conservaba. Su túnica apestaba a cuadra y estaba cubierta de manchas pardas de sangre seca. Manlio, libre de servicio tras la virtual aniquilación de su unidad, se había pasado el invierno malviviendo en Cremona, gastándose el dinero que le iba quedando en vino y mujeres, y la cuadra donde le había encontrado Publio Cornelio Escipión era el único alojamiento que a estas alturas podía permitirse. Su única esperanza, descartada la opción de volver al Samnio con su familia, era aguantar allí hasta
que la guerra demandase nuevas tropas y volver a alistarse, muerto su caballo, y sin dinero para comprar uno nuevo, tendría que ser como infante. Siguió al joven patricio calle arriba, atento a no resbalar entre la nieve que se estaba derritiendo, mientras se acercaban a la zona rica de la ciudad. Se detuvieron ante el portón de doble hoja de una de las mansiones y Escipión golpeó la aldaba varias veces. Un esclavo abrió la puerta y les cedió el paso inmediatamente. Accedieron a un jardín peristilo con una bonita fuente en el centro, decorada con unas esculturas de unas ninfas, que se iba llenando lentamente con el agua que goteaba de los carámbanos que iban poco a poco descongelándose, dando paso a una primavera que remoloneaba sin terminar de llegar. Escipión se giró al esclavo. —Atended a mi acompañante, bañadlo, dadle ropas limpias y que coma. —¿Y que beba? —dijo Manlio levantando la ceja sana. —¿No tuviste bastante anoche? —Un clavo saca a otro clavo… —afirmó filosófico. —Dadle vino caliente —ordenó Escipión al esclavo—. ¡Aguado! Y cuando esté presentable avise. Cneo Manlio rumiaba dónde estaría el gato encerrado si tanto cuidaban de él, aunque eso no le impedía disfrutar de que una joven esclava le frotara la espalda mientras daba sorbos de la copa de vino, aguada, que le habían dado bajo advertencia de que la disfrutase, porque iba a ser la única por un rato. Una vez seco, limpio y afeitado otro esclavo examinó sus heridas, las limpió y le reemplazó los vendajes. Una vez vestido con ropas limpias, se presentó ante Publio Cornelio. Que asintió apreciativamente al verlo. —Mucho mejor. Sígueme. —Un momento. ¿Qué es todo esto? —Lo sabrás en un segundo.
—Me gustaría saberlo ahora. Escipión se dio la vuelta molesto y le miró a los ojos, otra vez esos ojos acerados que parecían dos puntas de lanza. —Escuche —decidió recoger un poco de cable el samnita—. No es que no me sienta agradecido, es el mejor baño y almuerzo que he tenido desde que me uní a filas la primavera pasada. Pero mi unidad fue aniquilada hasta donde yo sé, la campaña ha terminado y con ella mi tiempo de servicio, así que me gustaría que se me tratase como a un hombre libre y no como a un recluta o a un esclavo. El tono había sido firme pero educado y el joven patricio, altanero o no, era un hombre razonable. —Tienes razón, aun así, acompáñame… por favor. —Era obvio que no acostumbraba a usar estas dos últimas palabras—. Hay alguien que desea hablar contigo. Lo acompañó hacia una puerta, llamó y la abrió sin esperar respuesta. Se trataba de un amplio tablinum al fondo del cual, sentado a una mesa llena de papeles y tablillas, un hombre de mediana edad echaba arena para secar la tinta del documento que acababa de terminar de redactar. Llevaba aún vendado el muslo y estiraba la pierna herida bajo la mesa. Alzó la cabeza ante los recién llegados y Cneo Manlio reconoció a Publio Cornelio Escipión padre. Olvidando su anterior alegato sobre su servicio terminado, se cuadró por reflejo militar, al fin y al cabo, seguía siendo el cónsul sénior. Por unos días. El general lo escudriñó unos instantes y luego miró a su hijo, el parecido entre ambos era más que evidente. El cónsul se conservaba bien y a sus más de cuarenta años, salvo unas cuantas arrugas en la sien y la frente y una pronunciada calvicie, se le apreciaba aún sano y vigoroso, algo que Cneo Manlio había ya observado anteriormente, aunque no tan de cerca. —¿Es este? —preguntó a su hijo. —Este es —respondió el joven. No se le escapó a Manlio que el hijo se mantenía igual de firme que él. Gente seria y formalista, estos Escipiones. Tras un examen que a Manlio se le antojó interminable, el general asintió para sí y, con un gesto de la mano, les indicó las sillas que se encontraban frente a la
mesa. Dudó el samnita un momento y dejó que Publio Cornelio hijo se sentara antes, tras lo cual tomó asiento él mismo, procurando mantenerse lo más erguido posible y sin relajarse lo más mínimo. «Reunión de oficiales, soldado muerto», se dijo a sí mismo, y él era el único soldado que había a mano. —Samnita, ¿no? —soltó de repente el cónsul. —Sí, decurión de los extraordinarii, o eso era… —Un jinete, eso resulta conveniente —dijo el cónsul mientras lo miraba fijamente. —Jinete sin caballo, me temo, así que creo que cuando vuelva a filas será como infante. —Eso del caballo puede resolverse, por ahora. ¿Es de fiar? —preguntó volviéndose a su hijo. —Sí, padre, es buen jinete y es valiente, fueron él y sus hombres los que acudieron conmigo a Tesino. El recuerdo de la fatídica escaramuza ensombreció el gesto del cónsul, que se llevó la mano mecánicamente al muslo herido. —Ya me acuerdo, creo que te di un juego de phalerae de plata como recompensa, ¿no es así? —Así es, cónsul, pero se quedaron en el campamento cuando salimos a toda prisa para la batalla, así que imagino que ahora estarán en el saco de algún púnico. —Qué pena… —dijo Escipión sénior, en un tono que dejaba bastante claro que no le importaba demasiado el destino de las pertenencias de un auxiliar—. Bien, al grano. Necesito a un hombre para una misión delicada, un hombre discreto y de confianza. ¿Aceptas? ¿Aceptas, así, sin más? Estaba claro que aquí había gato encerrado, por ello, intentó ganar tiempo. —Para aceptar o no primero me gustaría saber en qué consiste el encargo…
—No, si aceptas se te informará de tu tarea, si no, esta entrevista ha terminado, no tengo tiempo para perder explicando asuntos de Estado a un itálico. Ahí estaba, lo de siempre. Esos cabrones arrogantes de los romanos para los cuales los itálicos solo eran buenos como carne para la batalla. Cneo Manlio sonrió, se incorporó y saludó con la cabeza a los dos Escipiones. —En ese caso no me gustaría hacerle perder su precioso tiempo. Muchas gracias por el baño y por la muda, la magnanimidad de Roma no conoce límites, una vez más. —Ya se iba a dar la vuelta cuando notó la mano de Publio Cornelio hijo agarrándole por la muñeca y mirándolo fijamente. «¡Espera!», dijo con la mirada. —Padre, ese comentario no ha sido justo, Cneo Manlio es un soldado valiente y leal. Los ojos del padre, rodeados de marcas de fatiga, brillaban febriles e iracundos, pero suavizó el gesto ante la súplica de su hijo, aunque no sin esfuerzo. —Los soldados valientes y leales cumplen órdenes sin hacer preguntas —afirmó el cónsul, altivo. —Entonces, buena suerte encontrando a uno, le recomiendo que mire en las riberas del Trebia, hay varios miles allí tirados. —Y, sacudiéndose la mano del joven patricio, se dirigió hacia la puerta. —¡Espera, samnita! —¿A qué, romano? —respondió iracundo y aún dándole la espalda. Estaba cansado de romanos que le daban órdenes y lo miraban como algo que se les hubiese pegado a la suela de las caligae, quizá no vendría mal que ese tal Aníbal les restregara un poco la cara por el barro, aún más, claro. —Espera —repitió el cónsul más suavemente. Cneo Manlio se volvió y vio cómo le tendía la mano señalando su silla vacía. En la silla de al lado Publio Cornelio hijo le dirigió un sonrisa suplicante y señalaba igualmente la silla con la cabeza. Cneo Manlio suspiró y soltó el pomo de la puerta.
—Perdona a mi padre, la herida de la pierna lo ha tenido todo el invierno convaleciente y eso le frustra, su mandato termina y debería estar camino de Hispania donde mi tío espera refuerzos. Ha tenido unos últimos meses muy duros. —Publio Cornelio lo precedía por las húmedas calles de Cremona. —No como los míos, que han sido fantásticos… —bufó Cneo Manlio. Puede que hubiera aceptado colaborar con los Escipiones, pero eso no quería decir que hubiera olvidado el accidentado comienzo de la entrevista del día anterior. Había accedido a volver a la mesa y el cónsul había suavizado el tono. El caso es que necesitaban mandar un mensaje a Roma, un mensaje confidencial, había remarcado y, literalmente, se había quedado sin hombres de confianza para la tarea. Además, le habían nombrado procónsul para Hispania y debía marchar cuando pudiera. Su hermano, Lucio Cornelio, ya se encontraba allí con dos legiones, pero no podría sostenerse mucho tiempo sin apoyo. Según le contaron, el Senado se había dividido en dos facciones. Una de ellas, encabezada por los Escipiones, abogaba por sacar la guerra de Italia, atacar a los cartagineses en Hispania o incluso África, y forzar a Aníbal, bien por quedarse sin los suministros hispanos, bien porque lo llamaran a defender su patria, a detener su invasión de Italia. La otra facción, encabezada por los Fabios, otra poderosa familia patricia, se inclinaba por concentrar todos sus recursos en Italia y vencer allí a Aníbal lo antes posible. —Es obvio que no se puede dejar Italia desguarnecida —aseguró el cónsul—, pero con los casi infinitos recursos que los cartagineses sacan de Hispania Aníbal puede sostenerse aquí durante años debilitándonos. Y si por alguna razón los púnicos nos arrebatan el control del mar, entonces nos veremos luchando en más frentes de los que podemos defender y caeremos. Por otra parte, y según he sabido, Aníbal ha liberado a todos los prisioneros no romanos que hizo. Está claro que sabe que el control romano sobre Italia no es firme… Cneo Manlio no pudo contener un carraspeo. —Sí, lo sé, Cneo Manlio, y sé que hasta no hace demasiado samnitas y romanos éramos enemigos encarnizados, pero piénsalo. Nosotros compartimos una cultura, mismos dioses, misma tierra… Roma ha unificado Italia. —Sí, bajo su bota —apostilló el samnita.
—Puede —itió el cónsul—. ¿Pero crees que la bota cartaginesa será más liviana? —Tengo entendido que no piensan quedarse. Libertad para los pueblos de Italia… —Eso es una tontería. Nadie conquista nada para dejarlo ir y, suponiendo que lo hiciera, eso solo dejaría una Italia madura para que cualquier otro la conquistase, galos, macedonios, los propios cartagineses una vez que se cansaran de pelear con los hispanos o años de guerras entre itálicos como en el pasado. Cneo Manlio no estaba muy convencido, llevaba la desconfianza hacia Roma impresa en los genes. Sesenta años antes su pueblo había luchado junto al último de esos invasores, Pirro de Épiro, y lo único que habían sacado de ello había sido la enésima venganza de Roma una vez que el epirota se había vuelto a su tierra con el rabo entre las piernas. Por otra parte, ya había experimentado a los púnicos y tenía que itir que había sido una vivencia amarga. Le costaba sentir simpatía por alguien que no tenía reparos en servirse de galos y cualquier otro mercenario, a fin de cuentas, más valía malo conocido que bueno por conocer. Así que, tras un rato más de discusión, había accedido. En cualquier caso, Roma pillaba de camino a casa. Llegaron a unas caballerizas cerca de una de las puertas de la ciudad que daban al sur. Tras la batalla de Trebia, Escipión había reasumido el mando a pesar de las heridas y movido las tropas, no sin dificultad, hasta Cremona donde habían pasado el invierno. Aníbal había levantado el campamento y se había esfumado tras despojar a los muertos y había pasado el invierno en algún lugar de la Galia itálica, donde se creía que aún seguía. De todas maneras, no convenía arriesgar, la caballería cartaginesa merodeaba por la región e interceptaban correos y suministros. Tras pasar la noche en una de las habitaciones de la domus que el cónsul ocupaba, su hijo lo acompañó la madrugada siguiente. Nadie más sabía de su misión, solo padre e hijo. El servicio de la casa asumía que era tan solo otro oficial al servicio de la familia y nadie lo echaría de menos. Publio Cornelio habló brevemente con el caballerizo que volvió con dos buenos caballos. Cneo Manlio los estudió con ojo experto y asintió satisfecho tras examinarles los cascos y los arreos. Cargó sobre uno de ellos las alforjas que llevaba al hombro, cogió al otro de la brida y salieron en dirección a la puerta de la ciudad, que los soldados de guardia abrieron tras una orden del joven Escipión.
—Recuerda, Cneo Manlio —le dijo una vez hubieron cruzado—, evita las calzadas principales y no te entretengas, llevas dos buenos caballos, así que si no los fuerzas mucho podrás hacer el trayecto en unos cuatro días. ¿Llevas la carta a buen recaudo? Manlio se palpó el pecho donde llevaba una cartera de cuero con la carta manuscrita por Publio Cornelio Escipión sénior. —Sí, Publio Cornelio, descuida. —Guárdala bien y recuerda que se la debes entregar en mano a Lucio Emilio Paulo. ¡En mano!, solo para él, nadie más puede verla. —Descuidad, Lucio Emilio tendrá la carta. —Y toma esto. —Le alargó una pesada y tintineante bolsa—. Para los posibles gastos del viaje. Manlio cogió la bolsa que pesaba de una manera más que interesante. —Considéralo un extra, por las molestias. —Muchas gracias, Publio Cornelio. —De nada, Cneo Manlio, buena suerte. El joven Escipión se quedó observando alejarse al itálico. Cuando se hubo perdido de vista, dio la vuelta y volvió a la ciudad, había mucho que hacer, esa guerra iba a ser larga y se iba a luchar en demasiados frentes, se temía.
15 de marzo del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Roma
Roma no era ciudad por la que moverse a caballo, por lo que, poco antes de cruzar la puerta Collina, Cneo Manlio dejó los caballos en una cuadra extramuros y cruzó las murallas servianas adentrándose en la ciudad. Aunque la había visto de cerca, incluso había acampado en el Campo de Marte
la primavera anterior cuando se unió al ejército del cónsul Cornelio Escipión, nunca había cruzado sus muros. Siguiendo las indicaciones pormenorizadas que le había dado el hijo del cónsul, nada más cruzar la puerta en la primera intersección torció a su izquierda por el vicus Longus que subía y rodeaba en parte la colina llamada Quirinal. Tras media milla, más o menos, a través de la asombrosamente recta calle torció a su izquierda una vez más. Preguntó a un arriero que descansaba apoyado en su carro si aquella era la calle Clivus Salutis. —Sí —respondió el arriero sin mirarlo siquiera. Y, sin más, se adentró en el Subura. Cneo Manlio no era ningún palurdo. Provenía de una familia acomodada y había visto algo de mundo, si por ver mundo entendemos haber recorrido Italia con las legiones, pero la escala y el bullicio de Roma fueron poco a poco abrumándole, y si había un barrio bullicioso en Roma, ese era el Subura. Las amplias casas unifamiliares que había visto hasta ahora por el Quirinal fueron sustituidas por altos edificios, insulae, recordó que se llamaban, de cuatro y hasta seis plantas donde la gente se hacinaba como abejas en un panal. Las plantas bajas estaban ocupadas por locales comerciales donde se compraba y vendía todo lo comprable y vendible. Desde comida a personas, pasando por todo tipo de mercaderías. Oyó a la gente gritarse en una docena de lenguas de las que apenas reconoció dos o tres y así, tratando de disimular su asombro para no parecer un pardillo, torció a la derecha por las fauces suburae hasta el Argiletum y desembocó en el foro. Para ser el centro político de la ciudad que regía con mano de hierro el destino de Italia y que comenzaba a proyectar su poder fuera de ella, el foro romano resultaba del todo nada impresionante. Una hondonada con edificios sin orden ni concierto, como si un dios aburrido los hubiera dejado caer al azar y allí se hubiera quedado. Un lugar frío y húmedo a la permanente sombra de las colinas Capitolina y Palatina. Hacia esta última debía dirigirse, pero la multitud que atestaba el foro se lo impedía. Los nuevos cónsules se dirigían hacia el Capitolio para asumir el cargo y la solemne procesión se abría paso entre la multitud contemplativa. Un rugido de su estómago le sacó de su observación y decidió escapar por un rato del bullicio del foro y buscar dónde comer para hacer tiempo antes de ir a casa de Emilio Paulo. No le costó demasiado encontrar una taberna en un callejón lateral del Argiletum y se adentró en ella. Pidió vino y se sentó con las alforjas a los pies. El lugar era oscuro y mal ventilado, olía a vino rancio, al serrín húmedo que cubría el suelo y a humanidad sudorosa. El tabernero le puso delante una jarra de vino y un plato con unas aceitunas. El vino no era tan malo y las aceitunas estaban buenas, así
que se dispuso a dejar pasar el rato tranquilamente. Estiró las piernas y se miró las botas, embarradas pero aún nuevas, que le habían proporcionado los Escipiones antes de abandonar Cremona. —Voto a los dioses que nunca más volveré a ir descalzo a ningún sitio — murmuró recordando el gélido y húmedo campo de batalla junto al Trebia y la retirada desde allí a Plasentia. —Ave, amigo —dijo un parroquiano de mala catadura que se acababa de levantar de una mesa cercana y se le había acercado. —Ave —contestó Cneo Manlio, tras mirarlo un momento, y devolvió la atención a sus botas, mucho más interesantes que aquel tipo. —Me preguntaba por qué no nos invitabas a mí y a mis camaradas a una jarra de vino. —Porque no —respondió seco. Pero esta vez mantuvo la mirada en su interlocutor. Se trataba de un tipo de piernas torcidas, no muy alto pero ancho de espaldas y mal encarado, de rostro cuadrado y feo, presidido por una enorme y única ceja negra bajo la que brillaban dos ojillos oscuros. —No hay por qué ser tan mal educado, forastero, vamos, solo se trata de un poco de vino. —Te he dicho que no. A pedir a los templos. En ese momento, al parroquiano se le unieron sus dos camaradas, como él mismo los había definido, y estos tenían el mismo aspecto de no haber visto una bañera en su vida, ni de haber ganado una moneda honradamente en mucho tiempo, si es que alguna vez lo habían hecho. Miró al tabernero en busca de ayuda, pero no lo vio tras la barra, ni tras ninguna otra parte. «Magnífico, no llevo ni una hora en esta ciudad y ya estoy en la mierda». Observó a los dos amigos de Unicejo; uno era bastante alto, de pelo pajizo y con un labio leporino, el otro era de estatura media y barrigón. No parecía ninguno de ellos un Hércules, pero eran tres. —Vaya, pues si no quieres darnos una jarrita de vino por las buenas, a lo mejor, tienes que darnos todo lo que llevas por las malas… —Unicejo había hablado
mientras se llevaba sin ningún disimulo la mano a la espalda. Manlio, fiel al viejo principio militar de que la mejor defensa es un ataque, sin mediar más palabra le lanzó la jarra de vino a la cara. Crujió esta al partirse contra su frente y, sin esperar a que se repusiera, se levantó empujándolo sobre Barrigón, dando con ambos en tierra. Se revolvió contra Bocapartida, que había sacado del cinto una porra y trataba de golpearlo con ella. Bloqueó el golpe con la mano izquierda y le agarró de la muñeca retorciéndosela, abrió la boca para gritar, pero no llegó a emitir sonido porque el puño de Manlio le dio de pleno en las dos paletas que asomaban por el hueco de su labio deforme. Una, dos, tres veces en rápida sucesión. Golpes rápidos y secos sonaron: croc, croc, croc. Consciente de los otros dos que se revolvían a su espalda, dejó caer a Bocapartida, ahora más partida que nunca, y se echó hacia su derecha dándose media vuelta. Unicejo sangraba de un corte en la frente, pero no se fijó demasiado en ello, el puñal de más de un palmo que empuñaba en su peluda zarpa ocupó toda su atención. Retrocedió un par de pasos para ganar espacio hasta que topó con la barra a su espalda. Unicejo y Barrigón se abrieron tratando de rodearlo. Maldijo el haber dejado todas sus armas perfectamente guardadas en las alforjas y buscó algo que sirviera como arma de oportunidad. No encontraba nada, cuando ambos se abalanzaron sobre él. Juzgando al gordo como el peligro menor se agachó bajo el puñetazo que le había lanzado y que, aunque fuerte, se había visto venir desde millas de distancia, le agarró de la túnica y lo empujó sobre su compañero. Ganó espacio una vez más y agarró un taburete, a falta de algo mejor, eso serviría. Empujándose mutuamente volvieron a la carga los dos rufianes bufando como toros. Sin tratar de esquivar ni ganar espacio, atacó Manlio con su taburete, descargándolo sobre el hombro de Barrigón e impactándole desde arriba junto a la base del cuello. Se oyó un chasquido de hueso roto cuando el asiento de madera le partió la clavícula a su obeso oponente, que rodó por el suelo chillando como un cerdo recién degollado. Unicejo y él se miraron mientras apreciaban sus posibilidades. La suerte de sus dos compañeros habría hecho desistir a un rival más inteligente, que habría puesto tierra de por medio, pero Unicejo no era el más brillante del lugar y quería venganza por sus compinches. —¿Por qué no lo dejas ahora que aún estás a tiempo? —le dijo Manlio, jadeante. Por toda respuesta el otro le lanzó un escupitajo, que falló, y acometió con el puñal. Desvió el arma con su taburete, se coló dentro de su guardia y, en el
movimiento de vuelta del brazo, le golpeó con el codo en la cara. Sin más ceremonia dejó caer el taburete, le agarró por el pelo y le golpeó el rostro contra el borde de la barra, gruesa y de buena madera. Cneo Manlio no era un hombre cruel, pero lo cierto es que llevaba una temporada bastante mala y ese pobre idiota iba a pagar por ello. Golpeó otra vez la cara de Unicejo con la barra, y otra, y otra, y otra…, hasta que al final el único rasgo reconocible del rufián era su frondosa y única ceja, visible entre la sangre y los fragmentos de cráneo astillado. Lo dejó caer al suelo y miró alrededor. Barrigón lloriqueaba desde el suelo agarrándose el hombro herido, y Bocapartida se había arrastrado hasta el otro lado de la taberna desde donde lo miraba con ojos desorbitados y llorosos, mientras se cubría el desastre que era la mitad inferior de su cara. Manlio cogió sus cosas, se echó la capa por encima y las alforjas al hombro. Al pasar junto a Barrigón le dio una patada en las tripas, de recuerdo, pasó por encima del cadáver de Unicejo y salió a la calle. —Espero que Lucio Emilio tenga un concepto distinto de la hospitalidad —se dijo, y echó a andar de nuevo hacia el foro.
Se concedió un momento para mirar el paisaje desde lo alto del Palatino. A los pies de los escarpes de la colina se extendía el Circo Máximo y a su derecha discurría perezosamente el Tíber. Observó la actividad en los muelles, a los tratantes de ganado comprando y vendiendo sus animales en el foro boario y recordó el ambiente ocupado del foro. Para haber perdido una batalla, tener a un cónsul convaleciente por heridas en combate y a un ejército enemigo ganando apoyos y fortaleciéndose a unos días de marcha, la verdad es que los romanos se lo estaban tomando con extraordinaria calma. Se encogió de hombros, lanzó una última mirada a los altos pinos en forma de sombrilla y retrocedió unos pasos hasta la puerta de la casa, golpeó la aldaba y esperó. —Ave, ¿en qué puedo ayudarlo? —El esclavo que había abierto la puerta no hizo ademán alguno de dejarlo pasar, aunque se mostró correcto en el tono, profesional. —Me llamo Cneo Manlio y traigo un mensaje para Lucio Emilio Paulo. —Muy bien. —El esclavo sonrió educadamente y extendió la mano. —Tengo órdenes de dárselo a Lucio Emilio en mano, a él y solo a él.
—¿Y de quién son esas órdenes tan tajantes, si puede saberse? —preguntó el esclavo sin moverse un ápice. —De Publio Cornelio Escipión, cónsul —respondió Manlio con tono solemne disfrutando de la reacción del esclavo. Qué maravillosa llave era el nombre de los poderosos. Titubeó el esclavo por un segundo, finalmente abrió la puerta del todo y señaló hacia el interior con la mano. —Acompáñeme, por favor. Pasaron a un vestíbulo bastante amplio donde le indicaron que esperase un momento, el portero desapareció en el atrio de la casa para volver al cabo de unos minutos con otro esclavo de mayor edad, el portero le señaló a Cneo Manlio y desapareció discretamente. —Ave, Cneo Manlio, me informan de que trae un mensaje para Lucio Emilio Paulo. —El esclavo, griego, dedujo Manlio por el acento, seguramente el mayordomo o jefe del servicio, era extraordinariamente educado—. De Publio Cornelio Escipión, para ser exactos. —Así es. —Bien, por desgracia Lucio Emilio no se encuentra en estos momentos en la casa, pero si no le importa esperar podemos ofrecerle un refrigerio y un lugar donde aguardar cómodamente. Cneo Manlio aceptó solemnemente ante la amable invitación. El mayordomo lo condujo a través del atrio de la casa, en el centro del impluvium se encontraba la tradicional fuente, presidida por una escultura con un musculoso Plutón en el momento de raptar a una sensual Proserpina que no parecía muy asustada, pese a estar a punto de ser arrastrada al inframundo y violada, todo ello policromado con un espectacular realismo. Rodearon el impluvium y torcieron a la derecha. El mayordomo le indicó una pequeña estancia abierta, caldeada con un brasero de bronce y amueblada con una mesa baja de cítrico con bellas incrustaciones de marfil y ébano, y dos sillas a juego. —Tome asiento si no le importa. ¿Ha comido algo? —Nada decente, la verdad —dijo con una súbita punzada de hambre.
—Nos encargaremos de remediar eso —dijo el zalamero mayordomo, y, tras una inclinación de cabeza, se dio la vuelta y desapareció tras una esquina. Pasados unos minutos una esclava dejó una bandeja de plata con una jarra, copa y plato del mismo material. La jarra estaba llena de vino y en el plato había medio pollo asado con tomillo y romero que olía deliciosamente. Antes de retirarse, la esclava llenó la copa y se fue con discrección. Observó la copa antes de beber y apreció su bella factura, el vino también era delicioso y de primera calidad. Estaba claro que esos Emilios no eran unos pobretones. Y sin más dilación atacó el pollo que le esperaba en el plato. Cuando hubo terminado, se limpió los dedos con la toalla de lino que le habían dejado a un lado de la bandeja y se sirvió un poco más del fragante vino. Si le iban a atender así, Lucio Emilio podía tomarse todo el tiempo del mundo, se dijo mientras paladeaba la bebida. Le sacaron de su disfrute enológico unos pasos apresurados y unos gritos infantiles. —¡Devuélvemela, Tértula! ¡Te he dicho que me la devuelvas! —chilló una voz infantil. Un segundo después una chica pasó corriendo como un rayo hacia el atrio, seguida a los pocos pasos por un niño algo menor, rodearon la fuente y la joven se refugió tras las marmóreas posaderas de Plutón, indiferente a la chiquillería y mucho más interesado en los glúteos de Proserpina. Se estiró Cneo Manlio para observar. La joven debería de tener unos trece o catorce años y era ya una mujercita, aunque eso no la privaba del infantil placer de todo hermano mayor de torturar a sus hermanos pequeños. Sujetaba en la mano una espada de madera que su hermano trataba de alcanzar. Saltó el hermano hacia ella, que lo esquivó y, con un rápido movimiento, le golpeó en los nudillos sin piedad ninguna. Rompió en llanto el infante y quedó de rodillas sujetándose la mano magullada, mientras, la victoriosa espadachina volvía sobre sus pasos con el arma apoyada sobre un hombro. Reparó entonces en Manlio, que la observaba copa en mano con gesto divertido. Se giró hacia él, súbitamente seria. —¿Quién eres tú y qué haces aquí? —preguntó descarada. Cneo Manlio la observó ahora más de cerca. Llevaba el pelo, de color castaño claro, recogido en una trenza de la que escapaban algunos mechones. Tenía los ojos grandes, de color verde claro y las facciones armoniosas, ovaladas y rematadas por un mentón redondeado y firme. La nariz recta, romana, la boca
pequeña pero de labios carnosos. «Va a ser una mujer hermosa», se dijo el samnita. —Te he preguntado que quién eres —repitió autoritaria. «Y con carácter», añadió para su coleto. Reprimió una risa, se irguió y contestó muy serio. —Me llamo Cneo Manlio, y traigo un mensaje para Lucio Emilio Paulo. —Tienes un acento peculiar, ¿eres itálico? «E inteligente…». —Soy samnita —respondió con un punto orgulloso que le resbaló a la pequeña patricia. —Yo soy Emilia Paula, aunque me llaman Tértula. Ese de ahí es mi hermano, Lucio Emilio —dijo señalando con el pulgar sobre su hombro. El niño, algo más joven y de evidente parecido a su hermana había reducido el llanto a esporádicos sollozos y miraba de reojo a los conversantes—. Mi padre no debería tardar mucho en llegar, se encuentra en el banquete de toma de posesión de los nuevos cónsules. No le gustan esos banquetes, pero es un consular y no puede irse. Que sea consular quiere decir que ya ha sido cónsul —añadió orgullosa a un Manlio que sabía de sobra lo que era un consular y sonrió divertido a la pequeña sabelotodo—, así que tiene poco tiempo libre, aunque ya no ocupe ninguna magistratura. —Se te ve muy bien informada —dijo Cneo Manlio irado de la verborrea de la joven. —Es mi deber, soy la mujer de la casa y la hija de un cónsul —contestó muy dignamente. La mujer de la casa se giró súbitamente al oír que se abría la puerta de la calle. Sus ojos se agrandaron y corrió hacia la puerta seguida de su hermano. —¡Tata, tata! —gritaron los jóvenes mientras se internaban en el vestíbulo. Se escucharon besos y palabras cariñosas mientras Manlio esperaba silencioso en la esquina opuesta del atrio. Lucio Emilio Paulo entró en el atrio de su casa, alto y
elegante, imponente en su toga praetexta que señalaba la condición de consular, con la mano derecha sobre el hombro de su hijo, que empuñaba de nuevo su espada de madera, y con la joven Emilia a su izquierda. Tenía Lucio Emilio un rostro afable, atractivo, de cabello castaño con canas en las sienes. Sus ojos, grandes como los de su hija, aunque más oscuros, tenían un poso de tristeza, de melancolía. —Pater —dijo Tértula cambiando a un término más formal que el coloquial «tata»—. Este de aquí es Cneo Manlio, samnita, y trae un mensaje para ti. — Manlio reparó en que el mayordomo se encontraba a su lado cuando Lucio Emilio se dirigió hacia él. —Veo que la joven domina te ha usurpado las funciones, Diákonos. —El mayordomo se encogió de hombros, bonachón. Lucio Emilio apartó delicadamente a sus hijos—. Id al peristilo y no molestéis, chicos. Los dos jóvenes patricios obedecieron. Tértula le miró fijamente a los ojos al pasar y el mayordomo se fue con ellos. El paterfamilias si dirigió hacia Cneo Manlio con el brazo izquierdo flexionado sujetando los pliegues de la aparatosa toga, pero le tendió la derecha con franqueza, fue un apretón corto y firme, durante el cual el patricio lo observó detenidamente. —Espero que no haya sido muy penosa la espera, Cneo Manlio. —En absoluto, Lucio Emilio, me han tratado estupendamente. —Lo celebro. Por favor, pase hacia el tablinum y hablaremos tranquilamente. Cneo Manlio se dirigió hacia donde estaban sus alforjas, pero fue interrumpido. —No se preocupe por su equipaje, nadie tocará nada —dijo mientras abría una puerta en el extremo del atrium opuesto a la entrada—. Pase. El tablinum de Lucio Emilio Paulo era una espaciosa y bien iluminada estancia presidida por un gran escritorio, a cuya espalda un ventanal de lapis specularis, que daba al atrio, permitía la entrada de la luz. Ahora que atardecía los esclavos habían colocado unas cuantas lucernas de bronce que iluminaban sobradamente la bien caldeada estancia. El consular se sentó tras el escritorio y ofreció asiento a Cneo Manlio en una de las dos lujosas sillas de madera que había frente a la mesa y este tomó asiento.
—Perdone por la larga espera, pero ha sido un día de toma de posesión extraño. Uno de los cónsules, Cayo Flaminio, no ha aparecido, según hemos sabido se ha marchado directamente sin recoger las insignias de su cargo, realizar los sacrificios y los votos y sin establecer el calendario del año, un desastre. Parece ser que su único deseo es asumir el mando de las legiones de Tiberio Sempronio… —De lo que queda de ellas… —interrumpió Cneo Manlio. —¿Perdón? —Señor, le traigo un mensaje de Publio Cornelio Escipión. Creo que ahí encontrará las respuestas que necesita —dijo alargándole la cartera de cuero, este la tomó, pero no la abrió. —¿Cómo se encuentra Publio Cornelio? —Mejora de su herida, señor, y ansioso por partir hacia Hispania. Asintió complacido Emilio Paulo y abrió la cartera de cuero extrayendo el papiro sellado con lacre. —Entiendo que estáis familiarizado con el contenido de esta carta, ¿verdad? — afirmó más que preguntó sin abandonar su cortés sonrisa. —Así es —contestó Cneo Manlio muy serio. «Qué poco va a durarte esa sonrisa», pensó. Paulo rompió el lacre y comenzó a leer, era una carta extensa y su rostro se fue ensombreciendo paulatinamente conforme avanzaba en la lectura. Cuando terminó de leer la dejó caer sobre la mesa. Su rostro había pasado de educada cordialidad a ser una mezcla de estupor, ira y preocupación. —¿Estuvo allí en la batalla? —preguntó casi en un murmullo. —Sí, señor. —Cuéntemelo todo. Sin omitir detalle —ordenó.
Y Cneo Manlio comenzó con su versión de la historia.
—… Y casi al amanecer del día siguiente, a pesar del hostigamiento constante de su caballería númida, conseguimos refugiarnos en Plasentia. —Dos legiones… —murmuró Lucio Emilio. —Los restos de dos legiones, sí. Sin caballería ni pertrechos, pero unos diez mil hombres de la infantería pesada lograron abrirse paso y sobrevivieron. Yo sigo vivo porque me uní a ellos. Pero las alas de aliados itálicos y toda la caballería fueron aniquilados. —¿Y los púnicos?, ¿se sabe cuántas bajas sufrieron? —El atractivo rostro del patricio se había vuelto sombrío y ceniciento. —No sabría decirle, sé que a los galos del centro les dimos duro, pero casi todos ellos se acababan de unir a su ejército, por lo que me temo que el núcleo del mismo, el que Aníbal se trajo de Hispania, sigue intacto. Asintió en silencio el romano y se levantó de la silla. Sin preguntar cogió la copa de Manlio y, dirigiéndose a una mesita en la esquina opuesta del tablinum, donde descansaba una jarra con copas, rellenó la del itálico y se sirvió una él mismo, sin rebajarlas con agua. Sostuvo su copa con la mano derecha, con perfecto dominio de sí mismo, pero Manlio no pudo dejar de notar que el brazo izquierdo, plegado en ángulo recto para sostener los pliegues de la toga, tenía el puño cerrado y los nudillos blancos por la fuerza con que lo cerraba. Miró su copa y, tras unos segundos de observación, la vació de un trago. —Hace unas semanas —comenzó—, Tiberio Sempronio llegó a Roma a la cabeza de su Estado Mayor. Estando Publio Cornelio convaleciente, era su deber presidir las elecciones consulares, pero no fue esa su primera acción. Sin pasar ni por su casa para cambiarse, se dirigió al foro, subió a la tribuna de los rostra y desde ahí habló al pueblo, anunciándoles la victoria contra los cartagineses y sus aliados celtas. Cneo Manlio dejó su copa sobre la mesa e hizo ademán de levantarse, iracundo. Paulo lo detuvo con un gesto de la mano.
—Político al fin y al cabo, Tiberio Sempronio sabe muy bien que, a menudo, el primer mensaje que llega es el que cala. No pidió un triunfo y dijo que la lucha seguía, pero que habíamos vencido. Ahora entiendo lo comedido de su euforia y su llamada a continuar la lucha. —Pero esa mentira es una traición —dijo Manlio poco dispuesto a dejar pasar la masacre de sus hombres y camaradas—. ¿Qué le va a decir Sempronio a los campanos, lucanos, marsos, samnitas… cuando miles de los hombres que mandaron a servir a Roma no vuelvan? —Lo sé, Cneo Manlio, lo sé. Pero él ha dado su versión y se ha colocado en una posición de ventaja. Hay que actuar con prudencia y con sabiduría. Le prometo que haré todo lo que esté en mis manos para que ese miserable pague por su incompetencia y por sus mentiras. Me pondré a ello de inmediato, así que ruego que me disculpe, tengo que convocar al Senado y mandar unas cuantas cartas. ¿Tiene dónde hospedarse en Roma? —La verdad es que no… —Entonces acepte mi hospitalidad, es lo menos que puedo hacer tras los esfuerzos de los últimos días, no son horas de salir a buscar dónde dormir —dijo señalando hacia el exterior, ya había oscurecido—. Roma no es una ciudad para pasearse de noche, me temo. —Yo me temo que a veces ni de día… —rio Manlio ante el comentario. —Vaya, veo que habéis tenido alguna experiencia en la ciudad, tendréis que contármelo en algún momento. —Sin más, cogió una campanita de la mesa de las bebidas y la hizo sonar. Casi al instante se abrió la puerta y entró una esclava. Manlio reconoció a la muchacha que le había atendido anteriormente. —¿Domine? —dijo servicial parada en el umbral de la puerta con las manos cruzadas frente a ella. Cneo Manlio la observó más detenidamente esta vez. Tenía el cabello muy negro y recogido en un moño, ojos muy grandes y oscuros y piel aceitunada. Vestía una túnica sencilla pero limpia y sin remiendos, bajo la que se adivinaba una bella silueta. Estaba claro que Lucio Emilio no limitaba su buen gusto a la decoración y el arte. —Ismene, querida, acomoda a nuestro invitado en una de las habitaciones del atrio, asegúrate de que no le falta comida ni bebida y que le preparen un baño.
Que no se diga que Roma no cuida de sus aliados. —Sois muy amable, Lucio Emilio… Este desestimó el agradecimiento con un gesto de la mano mientras volvía detrás de su escritorio. —Buenas noches, Cneo Manlio, nos veremos mañana —dijo con la atención ya puesta en su siguiente tarea, buscando sobre la mesa papel, pluma y tinta. El samnita siguió a la bella esclava que le indicó su cuarto, un cubículo pequeño pero aseado, con una cama, una mesa con silla y palanganas con agua limpia, toallas y orinal. Dejó allí sus cosas y se dejó conducir al baño, súbitamente consciente de lo cansado que se encontraba. Limpio y cenado se dejó caer en la cama donde los blandos brazos de Morfeo lo abrazaron piadosamente.
Se secó el sudor de la frente, sentado sobre la cama trató de calmarse y de devolver su respiración y corazón a un ritmo normal. Había despertado justo unos segundos antes de que la caballería pesada cartaginesa lo aplastara sobre sus cascos. Miró a su alrededor desorientado y le costó unos segundos recordar dónde se encontraba. —Espero no haber gritado… —murmuró con la boca pastosa. La puerta se abrió ligeramente y el rostro moreno de Ismene asomó por la rendija. —¿Estáis bien, domine? «Bueno, eso responde a la duda». —Sí, un mal sueño, supongo… ¿Es muy tarde? —El sol ya está alto, domine. Lucio Emilio se fue a despachar unos asuntos, pero dejó instrucciones de que lo atendiéramos en lo que requiriese. Asintió Cneo Manlio y la esclava salió y cerró la puerta tras ella. Después de asearse un poco se vistió y salió al atrium de la casa. El día era frío pero
luminoso, paseó por la zona porticada, saludó a Plutón y Proserpina y su curiosidad le llevó a asomarse al peristilo, el jardín interior de la casa. El jardincito era simple, con setos cuidadosamente recortados y cuadrados de césped, privado ahora de flores al ser invierno, ofrecía un aspecto un tanto melancólico. El espacio abierto se dividía por dos caminos de grava que salían del centro de cada uno de los lados del rectángulo y con unos bancos de piedra que no se encontraban vacíos. Los jóvenes Lucio Emilio y Tértula, sentados y envueltos en capas de lana, sujetaban punzones y tablillas de cera y escuchaban a un hombre de avanzada edad, sin duda su pedagogo, mientras este les impartía la lección, en griego, como comprobó al acercarse un poco, sin que los dos jóvenes patricios parecieran perder una palabra. —Lucio Emilio es un patriota romano, pero aprecia y respeta a Grecia como la cuna de la cultura y la filosofía. Cneo Manlio se volvió con el corazón en la boca, sobresaltado. Por los dioses que en esa casa todo el mundo caminaba como los gatos. A su lado y un poco por detrás, Diákonos, el mayordomo, sonreía divertido con su sobresalto. —¿Ha descansado usted bien, Cneo Manlio? —Divinamente, gracias. —Domine dejó instrucciones de que le rogara que esperase aquí a su vuelta. Esta mañana tenía asuntos importantes que despachar en el foro, pero a su regreso deseaba hablar con usted —informó el mayordomo. —No habrá ningún problema. Volvió a su cubículo dejando a los niños con su lección y se sentó en la cama a limpiar y engrasar sus armas y su armadura. Como de costumbre, dejó la espada para el final. Repasó el filo con una piedra de amolar y, cuando estuvo satisfecho con él, observó la hoja. Había algunas melladuras nuevas, recuerdos de las cotas de mallas de los galos de la caballería de Aníbal, pero el arma seguía siendo una eficaz y poderosa herramienta para cortar. Limpió unas manchitas de óxido de la empuñadura con forma de cabeza de pájaro y, por último, la aceitó con un trapo para prevenir más óxido. Estaba terminando cuando llamaron a la puerta. —Adelante.
—¿Puedo pasar, Cneo Manlio? —Vaya, la señora de la casa. Por supuesto, tome asiento —dijo indicándole la silla libre. La joven entró dejando la puerta abierta en cuyo umbral quedó Ismene, silenciosa. No hubiera sido de recibo que una chica de su edad y condición hablara con un huésped sin una carabina cerca. La joven patricia tomó asiento, tras lo cual observó la panoplia del samnita, esparcida por la cama. —¿Qué son esos dos pequeños tubos que asoman del casco? Manlió cogió el casco de bronce y lo sujetó ante la joven patricia. Era un casco de bronce de tipo ático, le cubría toda la frente con un pequeño pico sobre el entrecejo, un semióvalo cubría la cabeza y un cubrenuca recto protegía el cuello. Sobre la frente estaba grabado imitando una visera. Manlio señaló los dos pequeños tubos que había mencionado la joven. —Estos tubos son para colocar dos plumas, para decorar, pero las dos últimas estaban ya muy viejas, así que tendré que buscarme unas nuevas. El casco estaba rematado por dos carrilleras que protegían la cara, sujetas por bisagras al cuerpo del yelmo y formadas por tres discos, dos arriba y uno abajo, al igual que la coraza que descansaba al lado de la cama, junto a las grebas. Tres grandes discos de bronce para proteger los pectorales y otro más abajo que protegía el abdomen, y la misma disposición en la espalda, todo ello unido por cuatro bandas de bronce, dos sobre los hombros y dos a los costados, de unos tres dedos de ancho y decoradas con una filigrana en zigzag. Al lado, las grebas reproducían exquisitamente la musculatura de los gemelos y la rodilla. —¿Y eso de ahí? —dijo señalando una banda de bronce de unos cuatro dedos de grosor que se cerraba en círculo, rematado por unos ganchos para cerrarla y decorada con unos grabados de unas serpientes. —El cinturón. Asintió pensativamente la joven. Todo se encontraba perfectamente bruñido y lustrado, pese a algunos arañazos y abolladuras. —¿Y el escudo? —preguntó finalmente.
—En algún lugar a orillas del río Trebia, me temo. Sonrió irónica la joven ante esto. —¿Dónde quedó eso de «Vuelve con él o sobre él», Cneo Manlio? —dijo citando la leyenda sobre las madres espartanas, muy popular en Roma. Se le borró la sonrisa de la cara al samnita. No le gustaba que insinuaran que era un cobarde, y menos aún una niña, por muy patricia que fuera. —Quedó en «Quien corre hoy, lucha mañana» y en que yo no soy espartano. De todas maneras terminé la batalla empuñando el de uno de vuestros legionarios que ya no tenía manos para sujetarlo, ya que tanto queréis saber —contestó amostazado. —Perdone, Cneo Manlio, ha sido un comentario fuera de lugar. En realidad, si he venido a molestaros es porque quería haceros unas preguntas. Guardó silencio como buscando las palabras, parecía avergonzada ante lo que iba a preguntar, lo que no dejó de sorprender al samnita, dado el habitual carácter descarado de la muchacha. —Según dijo ayer, la carta que traíais para mi padre es de Publio Cornelio Escipión, ¿verdad? —Así es, pero si pretende que os revele su contenido me temo que… Le cortó la joven con un gesto de la mano. —No no, no es esa mi intención, aunque supongo que de algo me enteraré cuando vuelva mi padre. Los secretos tienen vida corta en Roma, lo que me preguntaba era si… Si vio a… —¿A quién? —interrumpió Cneo Manlio, que había terminado de guardar sus armas y comenzaba a impacientarse. —Al joven Publio Cornelio —respondió casi tímidamente. —Sí, sí, lo vi, claro. Incluso combatí a su lado en Tesino. Un muchacho valiente.
Se llevó la mano a la boca la muchacha. —¿Combatió a su lado? —Sí, un muchacho valiente como os dije. Cuando su padre resultó herido se lanzó al galope hacia donde estaba el general y mató a varios enemigos hasta que conseguimos sacarlos de allí. Su padre le ofreció la corona cívica, pero la rechazó, dijo que era solamente su deber como hijo. —Es un héroe… —dijo casi en un suspiro y con ojos brillantes—. No me había contado nada de eso. —¿De qué conocéis a Publio Cornelio? —Es mi prometido —dijo con su habitual orgullo de vuelta. —¿Prometido?, pero si tenéis… ¿cuánto?, ¿doce, trece años? —Trece, casi catorce —contestó con ese tono ofendido de todo adolescente al que menosprecian su edad—. Y soy una patricia romana, mi matrimonio está concertado desde hace años, aunque no se hará efectivo hasta que cumpla dieciocho años. Cneo Manlio se ahorró cualquier comentario. A los romanos les gustaba remarcar que no tenían reyes, pero lo cierto es que su nobleza se comportaba como la de cualquier otra realeza del mundo utilizando a sus hijos e hijas como recursos políticos, donde el deseo personal de los afectados contaba más bien poco. Aunque en este caso la muchacha parecía entusiasmada con su destino. Mejor para ella, porque no le quedaba otra alternativa. —Bueno —retomó la conversación Cneo Manlio—, puede quedar tranquila. Su prometido es un muchacho valiente y que cumple con su deber notablemente. La muchacha se levantó, los ojos le brillaban aún más de lo normal. —Muchísimas gracias, Cneo Manlio, no le entretengo más. —Y salió casi flotando sobre los pies. El samnita negó despacio con la cabeza, sonriente. Ismene le sonrió cuando su ama hubo salido y cerró la puerta tras salir ella misma.
Anochecía ya cuando Lucio Emilio Paulo volvió a su casa. Manlio lo supo pues Diákonos, el mayordomo, fue a buscarlo a su cubículo. —Cneo Manlio, si no le importa, a Lucio Emilio le gustaría hablar con usted. —¿En su tablinum? —Sí, domine. Cneo Manlio llamó a la puerta y entró cuando se lo indicaron. Lucio Emilio se encontraba sentado tras su escritorio y le señaló que tomara asiento frente a él. Vestía esta vez más cómodamente, tan solo con su túnica blanca con la ancha franja púrpura de senador sobre el hombro derecho. Miró hacia un montón informe de tela en el suelo a un lado de la mesa. —Disculpe la informalidad, pero llevo todo el día en el foro y estoy harto de la toga. Sonrió Cneo Manlio pensando en sus ropas, todas prestadas, y tomó asiento. —No creo que sea un problema, ¿qué desea? —Anoche, cuando terminamos de hablar, despaché cartas para convocar al Senado a una reunión extraordinaria. No es lo habitual, pero las circunstancias lo requieren así. Además del problema del cónsul fugado, del que nada podemos hacer por ahora, queda el de las flagrantes mentiras de Tiberio Sempronio. Me he visto obligado a leer ante el Senado algunos fragmentos de la carta de Publio Cornelio y el revuelo ha sido monumental. Sempronio se ha visto obligado a itir que quizá la victoria fueran tablas, aun así, ha perdido la confianza de la cámara y algunos senadores han jurado que le llevarán a juicio por traición, aunque personalmente no creo que llegue a nada —hizo una pequeña pausa—. En el apartado de buenas noticias, esto parece que ha hecho despertar al Senado de su indolencia y se ha comenzado a tomar medidas. Se considera que la situación aún es manejable por los cónsules, así que aunque algunos senadores lo han solicitado, no se nombrará a un dictador, pero se ha ordenado una movilización casi general. Se aumentarán las legiones en Italia a un total de ocho, más las que ya están en Hispania y Sicilia, y se exigirá a los aliados itálicos un esfuerzo similar, así que creo que vais a tener trabajo sobrado, Cneo
Manlio. De hecho, esto me lleva a pediros un favor. —¿Cuál sería este? —preguntó receloso. El último favor de un noble romano le había sacado de los brazos de una moza para lanzarlo sobre los caminos helados. —Como os he dicho, los itálicos tendrán que reclutar también tropas, me gustaría que llevase el mensaje a Capua para que se inicien los preparativos, de hecho, me gustaría que llevase dos, el segundo sería una carta personal, sobre usted. —¿Perdón? —Bien, como casi siempre, estamos cortos de veteranos. En especial los aliados que, por desgracia, sufrieron el mayor número de bajas y la carencia de oficiales es crítica. Así que antes de redactar la carta me gustaría preguntarle algo. Ya sé que combatió en caballería, pero ¿se ve capaz de dirigir una centuria, quizá un manípulo completo? Sonrió Cneo Manlio. —Sí, señor, creo que podría hacerlo. Lucio Emilio se levantó y le tendió la mano. —En ese caso vamos a cenar para celebrarlo, centurión Manlio. —Y este le estrechó la mano. Tras la cena que compartieron el itálico y el consular romano, aquel volvió a su cubículo, al día siguiente partiría a Capua para ayudar a reclutar y entrenar a las legiones auxiliares de aquel año y a estrenar su nuevo mando. Iba a echar de menos la hospitalidad de la casa de Emilio Paulo, pensaba cuando llamaron a la puerta. —Adelante… La puerta se abrió un palmo e Ismene asomó por el hueco. —¿Se puede? —preguntó. —Sí, claro… —La joven esclava entró y cerró tras ella, sujetaba en las manos
algo envuelto en un fino lienzo de lino que le entregó. Al abrirlo encontró en su interior cuatro largas plumas de más de un palmo de largo, teñidas de un brillante color rojo. —La domina Emilia me mandó a comprarlas tras hablar con usted esta tarde. Me dijo que era una pena que ese casco suyo no tuviera una cimera apropiada. Las plumas eran magníficas, mucho mejores que las que había tenido anteriormente. —Muchas gracias, Ismene. Dígale a Emilia Paula que me gustan mucho y que será un honor lucirlas en mi casco. La esclava le miraba a los ojos, no parecía dispuesta a irse inmediatamente. —Me preguntaba… —Pero guardó silencio. —¿Sí? Ismene no respondió, apartó los tirantes de la túnica de lana que llevaba y esta cayó al suelo. No llevaba nada debajo. Se acercó a él y, de puntillas, le besó en los labios. Manlio, sorprendido al principio, tardó en reaccionar, pero en seguida abrazó a la joven por la cintura y devolvió el beso. «Sí que voy a echar de menos la hospitalidad de esta casa», pensó mientras se dejaba caer en la cama con Ismene entre sus brazos.
Mediados de marzo del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Valle del Po
Los tres iberos observaron las llamas entre las que se consumía el penúltimo de los elefantes. Pocos habían sobrevivido a la batalla a orillas del Trebia y el resto, muy debilitados tras el cruce de los Alpes, había sucumbido a los rigores del invierno en el norte de Italia. El último, al que llamaban Sirio, pastaba indiferente a unos pasos de allí en su cercado. Al comenzar a enfermar y morir los primeros ejemplares, la moral del ejército,
que los tenía por una especie de tótem o talismanes, se había resentido. Intentar ocultar la muerte de un animal de esa talla habría resultado inútil, por lo que Aníbal había optado por celebrar funerales por ellos, con combates de prisioneros incluidos. Los pobres paquidermos habían recibido funerales de héroes homéricos y si eso no había recuperado la moral de los hombres, al menos los había entretenido. Y en verdad ese entretenimiento era necesario. El estancamiento invernal había vuelto suspicaces a los galos, que formaban ya más de la mitad del ejército púnico, pero lo cierto es que ellos pensaban invadir Roma y no sostener una guerra y ejércitos en su propia tierra, y la tensión había llegado a tal punto que incluso había habido varios complots para asesinar a Aníbal, hasta se rumoreaba que había recurrido a disfraces cuando tenía que moverse por el campamento, por miedo a ser asesinado por sus propios hombres, esto sumado a la muerte de los elefantes, con o sin juegos, el ambiente en el campamento era bastante lúgubre. —Vamos a tomar un trago, por el pobre bicho —propuso Korbis. —Tú lo que quieres es seguir probando suerte con la tabernera —repuso Balkar. —Sí, eso también. —Desde luego, si hubiéramos asediado Sagunto con el mismo empeño que tú la asedias a ella, habría caído mucho antes —rio Garokan mientras se rascaba la enorme cicatriz que se había llevado de recuerdo del citado asedio. —No veo el momento de sacar el ariete… Riendo se encaminaron hacia la zona del campamento donde los seguidores del ejército tenían sus tiendas y puestos. La taberna en cuestión era la zona delimitada por los tres carros de su dueño, sobre los cuales había tendido una lona, creando una suerte de pabellón, caldeado con varios braseros y con una barra al fondo tras la cual guisaba y guardaba el poco vino que iba quedando, y vendía a precio de oro, y la cerveza a la que tan aficionados eran los celtas. —Vaya vaya… —murmuró Balkar nada más entrar en el sombrío recinto—. Parece que vas a seguir con el ariete guardado. —Tenía que ser ese, qué pena que los romanos no le afeitaran los bigotes en Trebia. —Korbis apretaba los dientes mientras observaba al noble celta con el que casi habían llegado a las manos unos meses antes y que, acodado en la barra,
charlaba muy de cerca con la voluptuosa tabernera. Garokan le puso la mano en el hombro. —Tengamos la fiesta en paz, anda. Ahí hay una mesa, vamos a sentarnos y a beber algo. Los tres iberos tomaron asiento y fueron en seguida despachados por la otra tabernera, una chica pelirroja que tampoco estaba nada mal, y procedieron a la vieja tradición ibera de emborracharse por el placer de hacerlo. Ventajas de los campamentos de invierno. Balkar y Garokan charlaban animadamente mientras Korbis se dedicaba a lanzar miradas torvas a su némesis, que cerraba distancias con la muchacha, que se dejaba querer. —¿Es que no tiene que trabajar hoy o qué? —murmuraba el medio ebrio ibero, herido en su orgullo—. Lleva un rato largo charlando con el rubio ese y sin dar palo al agua. —¿Y a qué viene ese súbito interés por la marcha del negocio? —preguntó Balkar. No contestó el otro, picado, y volvió a meter la nariz en su jarra. —Mirad quién viene por ahí —anunció Garokan. La silueta de Hanno se perfiló en la puerta, saludó con la mano cuando los vio y se dirigió hacia su mesa tomando asiento sin más trámites junto a Korbis y frente a Garokan y Balkar. —Buenas tardes, muchachos. Garokan le llenó una jarra con vino y se la pasó sin más tramite. La alzó el africano y brindó con los dos iberos frente a él, bebiendo luego un largo trago. Korbis siguió rumiando su odio mientras le daba tientos al vino. —¿Qué le pasa a este? —preguntó Hanno a Garokan y a Balkar. Por toda respuesta, este señaló con el pulgar sobre su hombro. Tardó unos segundos en sumar dos y dos el púnico, pero al final le dio cuatro. —Ese galo es el mismo que…
—El mismo —asintieron los dos iberos a la vez. —Y esa gala es la misma que… —La misma —asintieron de nuevo. —Ya veo. —Dio otro trago a su jarra de vino y miró al amante frustrado—. Pues más os vale no tener querellas con ese. Dirige a un grupo de jinetes celtas y en las orillas del Trebia se desempeñaron bastante bien despachando a la caballería auxiliar romana. —Después de que los númidas se la dejasen bien blandita desde primera hora de la mañana —dijo agriamente Korbis, vuelto su interés a su mesa. —Puede, pero ellos recogieron la gloria. Y ese en concreto volvió al campamento con cuatro cabezas colgando de los arneses de su caballo. Puede que la infantería gala fuera un fiasco, pero sus jinetes estuvieron sobradamente a la altura, y ese es de los más respetados, así que tengamos la fiesta en paz. —Díselo a este —dijo Garokan señalando a Korbis. —Os lo digo a los tres. —¿Y cómo se llama el héroe galo? —preguntó Balkar, siempre práctico. —Ducario, de los galos ínsubros. Volvió a mirar Korbis al galo con el ceño fruncido mientras se grababa en la mente su nombre. Hanno, mientras tanto, dando al ibero por un caso perdido, se dirigió a sus camaradas. —Hay novedades… —dijo, dejando las palabras en el aire mientras daba otro sorbo a su vino y lo paladeaba—. No está mal este vino. —Es vinagre —soltó Balkar, tras lo cual apuró su copa de vinagre de un trago—. ¿Por qué no dejas de hacerte el interesante y nos cuentas de una vez?, lo estás deseando. —Sí, ¿cuándo nos movemos? —preguntó Garokan.
—¿Cómo sabes que es eso? —Me lo acabas de decir —dijo el ibero—, pero ¿qué iba a ser si no? Llevamos dos meses acampados, se termina el invierno y hemos dejado esta región pelada. Toca moverse… —Eres todo un estratega, querido Garokan. Pues sí, toca moverse. Los romanos tienen nuevos cónsules, un tal Cneo Servilio Gémino y Cayo Flaminio Nepote, viejo amigo de los ínsubros, este último. —¿Cómo de amigo? —inquirió Balkar. —Íntimo. Les dio una soberana paliza hace unos años, durante su anterior mandato. Rio Korbis ante el infortunio de la tribu del objeto de sus rencores que, por cierto, se había ido, dejando a la tabernera libre al fin y animando notablemente al ibero que aguardó a su oportunidad. —¿Es buen general entonces? —quiso saber Garokan. —Según sabemos, tiene experiencia, y eso es malo. Pero es bastante impulsivo, y eso es bueno. Ha hecho su carrera a base de oponerse al Senado. En su anterior mandato el mismo Senado llegó a deponerlo del mando, pero los ignoró y siguió adelante y en esta parece ser que podría pasar lo mismo, por lo que tiene prisa en venir a las manos con nosotros. Sonrieron los tres iberos, tres sonrisas lobunas. —Que venga —dijo Balkar—. Y, si no, pues ya vamos nosotros. —Pues precisamente, así que disfrutad del vino, porque dentro de poco nos movemos.
Finales de marzo del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Marismas del Arno
Tanteó el suelo bajo el agua con la contera de la lanza y lo consideró lo suficientemente sólido para poner el pie. Comenzó entonces el laborioso trabajo de desclavar el pie del fango sin perder el equilibrio, adelantarlo con el agua por la rodilla y posarlo en el punto que había juzgado adecuado para ello, lo cual no quería decir que lo fuera, pero no quedaba otra. Amanecía el cuarto día que pasaban en esos pantanos y Balkar estaba empezando a echar de menos el frío y la miseria de los Alpes. Los tres días y las tres noches últimos los habían pasado chapoteando en esa agua cenagosa, sin un solo lugar seco donde sentarse, dormir o cocinar algo que comer. Todos estaban empapados hasta los huesos, cansados más allá de lo expresable con palabras y muchos habían comenzado a enfermar por culpa de esas aguas putrefactas, pero había que seguir. Los romanos habían guarnecido todos los pasos hacia el sur que había en los Apeninos, menos ese, y Balkar podía entenderlo perfectamente. Los pantanos del Arno, aumentados por el deshielo y las lluvias invernales, eran la única zona medianamente transitable y no vigilada y Aníbal, forzado por las circunstancias, se había visto obligado a tomar esa opción, pero su ejército lo estaba pagando muy caro. Los hispanos y libios habían tomado la vanguardia con la impedimenta, o lo que quedaba de ella, miles de mulas habían sido literalmente tragadas por el fango, cargadas como iban, se hundían hasta el pecho y resultaba imposible sacarlas. Sus relinchos de agonía habían sido la música que había acompañado al ejército esos días, al menos hasta que alguien ponía fin a su miseria de un lanzazo, y los carros habían tenido que ser abandonados en su mayoría dada la imposibilidad de hacerlos rodar por la marisma. Cerrando la marcha iba la caballería, pastoreando a los celtas que iban en medio y en los que Aníbal confiaba cada vez menos. Numerosos grupos habían tratado de desertar, y seguramente muchos lo habían conseguido, aunque en general y pese a las penurias el avance seguía más o menos cohesionado. Balkar consiguió desclavar el otro pie y se detuvo unos instantes a tomar aliento. Sus compañeros a su alrededor presentaban un aspecto lamentable y dedujo que el suyo sería similar. Calados hasta los huesos y avanzando pesadamente con su impedimenta cargada en bultos a la espalda. Usando las lanzas como bastones. Entre la bruma frente a él vio aparecer a Hanno. El púnico chapoteó con el agua hasta las rodillas maldiciendo entre dientes. —¿Cómo estáis? —preguntó jadeante. —Estupendamente, estoy pensando que si sobrevivo a esta guerra me vendré a retirarme a este bello paraje.
—Muy gracioso. Y ahora en serio —insistió. Balkar se encogió de hombros. —Juzga por ti mismo, no sé si abrirse paso luchando por uno de esos pasos hubiera sido peor opción que esto, pero me cuesta imaginármelo. Si no salimos pronto de aquí este pantano se va a tragar al ejército al completo. —En cuanto a lo primero, estoy contigo. Aníbal tenía claro que no quería más batallas fuera de territorio puramente romano, pero esto… En fin. En cuanto a lo segundo, los exploradores informan de que a unas pocas millas de aquí hay al fin terreno firme y seco, así que un pequeño esfuerzo más y podremos descansar. ¡Habéis oído! —dijo alzando la voz—. Ya casi hemos salido de esta sopa y podremos descansar. Unas cuantas miradas hoscas y gruñidos fue toda la respuesta que hubo, la mayoría siguieron a lo suyo, demasiado ocupados en no caerse al barro de nuevo. —Joder, cómo está la moral, mejor que lleguemos pronto —murmuró el púnico. —Y que lo digas —contestó Balkar, antes de bajar la voz—. ¿Es verdad el rumor que corre sobre Aníbal, está enfermo? Hanno comprobó que nadie podía oírles antes de asentir gravemente. —Sí, no se teme por su vida, pero tiene un mal en los ojos que no le deja ver. Los físicos dicen que uno de los ojos está perdido casi seguro, y el otro ya veremos. Lo han subido a lomos de Sirio, que es el único lugar seco que hay en millas a la redonda. Pero si pierde la visión en los dos ojos o muere de la infección… —Dejó la conclusión en el aire porque estaba bastante clara. —En ese caso, de verdad espero que esta noche podamos acampar en terreno seco y que podamos abastecernos pronto —repuso Balkar. —Esa es la parte buena, cuando salgamos de aquí daremos sobre Etruria, una de las zonas más fértiles de Italia y podremos comer hasta saciarnos. —Primero habrá que quitarle esa comida a sus dueños.
—¿Y cuándo ha sido eso un problema? Balkar sonrió por primera vez en tres días antes de tantear el suelo con la lanza y comenzó, entonces, el laborioso trabajo de desclavar el pie del fango.
Era ya noche cerrada cuando Ayin pudo al fin descansar. Acababa de dejar a su caballo en el cercado para las caballerías, el pobre animal estaba terriblemente delgado, pero había tenido suerte. Muchos otros se habían roto las patas en las traicioneras ciénagas, habían perdido los cascos por la constante humedad o habían enfermado por beber agua corrompida. Se encontró no por primera vez echando de menos la cálida y seca, sobre todo seca, arena del desierto de Numidia. Sus camaradas habían encendido un fuego y se tendió junto a él, agotado. Casi había cerrado los ojos cuando Múnar, uno de sus compañeros, le tendió un cuenco con unas gachas aguadas, hechas con el poco grano que quedaba. Dividido entre el sueño y el hambre, ganó el hambre por estrecho margen. Mientras ingería mecánicamente su cena, la primera en cuatro días, miró el campamento a su alrededor, campamento por llamarlo de alguna manera. Una extensión de hogueras y de bultos casi inmóviles hasta donde alcanzaba la vista. Solo se oían algunos grillos, el crepitar de las hogueras y los ronquidos de los durmientes. —Si ahora mismo nos atacase un ejército de niños con palos, nos aniquilarían — murmuró Múnar. —Si alguien me diera un buen estacazo en la cabeza justo ahora, sería un acto de piedad —le respondió Ayin. Por toda respuesta Múnar sujetó en alto uno de los palos para alimentar la hoguera y levantó una ceja, inquisitivo. —Bueno, quizá no. Rieron ambos y se envolvieron en sus húmedas mantas lo más cerca posible del fuego antes de sumergirse en un muy necesitado sueño.
En los días posteriores el ejército cartaginés recuperó poco a poco la disciplina.
Levantaron un campamento algo más alejado del borde de las marismas. Aníbal se había recuperado lo suficiente como para retomar el control, aunque los médicos habían tenido que extirparle el ojo izquierdo, pero era un consuelo saber que su general seguía con ellos. Se hizo inventario de lo que quedaba y la infantería comenzó a reparar sus armas y a quitarles el óxido acumulado durante la dura marcha. La caballería, por su parte, recibió dos misiones muy concretas. Tan pronto como los caballos tuvieron fuerzas para cabalgar, se ordenó buscar al ejército romano y mantenerlo vigilado, el resto tenía una misión muy sencilla, devastar la región. La caballería púnica se dedicó a ello con entusiasmo, todo lo comestible que no pudo ser llevado al campamento púnico fue destruido. Se quemaron las granjas, se pisotearon los campos y se talaron los árboles frutales. Todos los habitantes que no consiguieron refugiarse a tiempo en un lugar debidamente fortificado fueron pasados a cuchillo, sin distinción de edad o sexo. Los reconocimientos pronto dieron sus frutos. Aníbal supo que los cónsules habían, en efecto, previsto que trataría de forzar los pasos montañosos y hacia allí se habían dirigido con sus tropas. Cneo Servilio Gémino se había adentrado en el valle del Po con el objetivo de encontrarlo si se hallaba allí y, si no, de meter a los galos en cintura y cortar así el constante suministro de hombres y víveres que proporcionaban a los púnicos. Cayo Flaminio Nepote, el cónsul junior, por su parte, se encontraba acampado con sus tropas, dos legiones completas más el contingente aliado, no muy lejos de allí, a las afueras de Arretium y así, entre escaramuzas de caballería y tanteos, fue poco a poco transcurriendo la primavera.
Finales de mayo del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Etruria, Italia
Ayin se inclinó sobre su caballo para desclavar la jabalina de la espalda del cadáver del granjero. Limpió la punta en forma de hoja maquinalmente sobre la grupa del caballo y miró alrededor. El destacamento de infantería ligera hispana que los seguía no perdió el tiempo y comenzó a saquear el granero de la granja, un par de ellos reunió el ganado y otros echaron un ojo al interior de la casa donde la esposa del granjero había dejado al fin de gritar, ¿o era la hija? Ayin no lo sabía ni le importaba. Se habían acercado mucho al campamento romano y recelaba un mal encuentro, pero esas eran las órdenes, saquearlo todo y provocar
lo más posible a los romanos. Múnar se acercó trotando y se situó a su lado. —¿Ves algo? —dijo. —No, todo tranquilo. —En cuanto esos terminen de reunir a esas ovejas pondrán tierra de por medio y nosotros podremos hacer nuestra pequeña exhibición. —Cierto, casi se me olvida. —Pasó la pierna por encima del cuello de su montura y se dejó caer al suelo. Desenvainó la espada y con un par de tajos decapitó el cadáver del granjero. Le metió dos dedos en la boca para cogerlo, tenía el pelo demasiado corto para agarrarlo de ahí, y miró a su compañero—. ¿Tienes los sacos? —Sí, pásamela. Múnar cogió la cabeza en vuelo como si fuese una pelota y la metió en el saco donde estaban las otras. —Voy a preguntarle a esos hispanos si han terminado con la mujer ya. —Y, si no, diles que te den la cabeza, de todas formas ellos no la necesitan para lo suyo —le gritó Ayin por encima del hombro. Un rato después, con los hispanos camino de vuelta hacia el campamento cartaginés, una veintena de númidas cabalgaba entre las encinas en dirección al campamento romano. El horizonte estaba jalonado por las columnas de humo que atestiguaban la devastación que estaban causando en la zona. Los púnicos llevaban casi dos meses arrasando aquella región, si eso no había aún sacado de sus casillas al volátil cónsul Flaminio, ellos se disponían a darle un empujoncito. Llegaron a un bosquecillo que distaba unas dos millas del campamento romano y acamparon en su interior sin hacer fuego. Por suerte, las noches de finales de mayo eran frescas pero llevaderas, y más si se las comparaba con las que habían pasado recientemente en los pantanos. Poco antes del amanecer los númidas se prepararon para partir. Tanto Ayin como Múnar se aseguraron de que la pila de cabezas, unas treinta, fuera fácilmente encontrable, tras lo cual montaron y se dispusieron a esperar. Habían observado el campamento romano regularmente en las últimas semanas, por eso les habían
elegido a ellos para esta misión en concreto. Todos los días, al amanecer, un destacamento de caballería sacaba a los caballos a pacer y abrevar en el riachuelo cercano, a unas decenas de pasos del bosquecillo que los númidas usaban como observatorio y ese día no iba a ser diferente. Puntuales como siempre, poco después de que el sol asomara comenzaron a oírse las cornetas en el campamento romano tocando diana, al poco, por la puerta más cercana, salió la caballería. Ayin y los suyos les dejaron hacer. Los jinetes romanos clavaron estacas en el suelo y tendieron largas cuerdas entre ellas a las que aseguraron los caballos y los dejaron pacer. Mientras tanto, la mayoría de ellos se tendió en el césped a disfrutar del sol, comer algo o charlar entre sí, mientras unos pocos, a caballo, montaban guardia alrededor. Múnar miró a Ayin y señaló a los romanos. Este negó con la cabeza. —Déjalos que se relajen un poco más —susurró. Al cabo de un rato, incluso el guarda más próximo estaba más atento a charlar con sus compañeros que al bosquecillo de encinas. Era el momento. Desplegados en una larga línea, los númidas avanzaron despacio, como sombras entre la hojarasca hasta la linde del bosque y una vez allí, sin mediar palabra, clavaron los talones en los ijares de sus pequeños caballos y se lanzaron prado abajo. El guardia más cercano se volvió sobresaltado al escuchar cascos de monturas, justo a tiempo de evitar que una jabalina se le clavase en la espalda, clavándose en su costado. Cayó como un saco de su montura sin decir palabra mientras los veinte númidas rebasaban su posición. Los soldados de caballería corrieron hacia sus lanzas que habían dejado apiladas todas juntas, pero los africanos no pensaban acercarse lo suficiente como para que les fueran útiles. Desde una distancia segura y con letal puntería, los jinetes cazaron a una docena de romanos, pero por ambos flancos otros soldados habían montado y cargaban ya contra ellos. Tocaba retirarse. Todos a una volvieron grupas y se internaron en el bosque. La acción había durado menos de lo que se tarda en contarla y trece romanos habían quedado muertos o malheridos en el suelo. Sus compañeros, recelando de una nueva emboscada, no se adentraron mucho entre los árboles y, cuando se dirigían de vuelta, encontraron la macabra pila de cabezas. «Objetivo cumplido», pensaron los númidas, que no se habían alejado demasiado, antes de volver, ahora sí, hacia su propio campamento.
Cneo Manlio estaba disfrutando de un tranquilo desayuno en su tienda. Lo habían vuelto a destinar a los extraordinarii, aunque en este caso como centurión al mando de un manípulo de infantes, disfrutaba pues de dos centurias de ochenta hombres escogidos. Echaba de menos marchar a caballo, pero no podía negar que le gustaba el mando. Uno de los no combatientes al servicio de su centuria pidió permiso para entrar en la tienda, otra de las ventajas del mando, se acabó compartir tienda, y le indicó que pasara. —Centurión, esto llegó ayer por la noche para usted con los correos, nos lo acaban de entregar. Cogió Manlio el pesado paquete que le ofreció el criado y se disponía a abrirlo cuando escuchó revuelo en la puerta. No estaba de guardia, pero su tienda era la más cercana a la puerta principalis sinistra, así que dejó el paquete sobre su cama de campaña y se acercó a mirar. Algunos jinetes entraron apresuradamente, tres de ellos venían con camaradas heridos que se sostenían a duras penas sobre los caballos, los demás entraron con diez cuerpos atravesados sobre las espaldas de los caballos. —¿Qué ha ocurrido? —preguntó a uno de los jinetes. —Númidas, salieron de la nada y nos pillaron por sorpresa mientras dejábamos pacer a los caballos. Otra vez los númidas. Iba a preguntar si los habían cogido, pero ya imaginaba la respuesta. Vio que los jinetes traían varios sacos con manchas parduzcas, todos tenían las caras lívidas. —¿Qué es eso? —Si nos acompaña, vamos a mostrárselo al cónsul, centurión —respondió el decurión que dirigía la turma. Se llevaron a los heridos para que los atendieran, aunque dos de ellos no parecía que fueran a durar mucho. Cneo Manlio siguió a la turma que descabalgó y llevó a los caballos de la brida por la vía principalis hasta el praetorium, la tienda del general. Cayo Flaminio se encontraba bajo la sombra de un toldo en compañía de varios de sus tribunos, examinando un mapa de la región pintado sobre una piel de oveja. No parecía muy feliz y no tenía razones para estarlo. El Senado se
la tenía jurada, y con razón, y su legitimidad para ostentar el cargo se cuestionaba, tema que no escapaba a las tropas. Los legionarios, supersticiosos como casi todos los romanos, no veían con buenos ojos que su general no hubiera seguido los rituales necesarios para revestir a su cargo de las connotaciones sagradas que se le suponían. Un hombre más diplomático o dotado de un mayor carisma habría sabido templar los ánimos de sus hombres, pero Cayo Flaminio adolecía de una falta absoluta de ambas virtudes. Se había proclamado campeón del pueblo frente al Senado, pero no era más que un trepador social, además, su fácil victoria contra los galos ínsubros unos años antes le había convencido de sus dotes como general, pero lo cierto es que Aníbal estaba saqueando una de las regiones más ricas de Italia delante de sus narices y no había conseguido hacer nada para evitarlo, más que nada, porque no tenía ni idea de cómo hacerlo. Así estaban los ánimos cuando unos cuantos jinetes se presentaron ante él y un azorado decurión dio el informe de lo ocurrido con los númidas. Un nutrido grupo de curiosos se había ido reuniendo y pronto la noticia corrió por el campamento como el fuego sobre hierba seca. Como era de esperar, el general montó en cólera cuando supo que sus hombres habían sido sorprendidos, pero aún fue peor cuando vio el contenido de los sacos, cabezas de hombres, mujeres e incluso niños. Flaminio, que al parecer era de estómago delicado, vomitó al ver una de las cabezas particularmente desfigurada y a la pérdida de la compostura se unió el ridículo. Si Aníbal pretendía incendiar los ánimos en el campamento romano, no podría haberle salido mejor, pensó Manlio mientras se dirigía de vuelta a su tienda. Lo había observado todo desde la distancia y comenzaba a tener una cierta idea de cómo funcionaba la cabeza de ese púnico. —¿Qué ha ocurrido exactamente, centurión? —preguntó Tito Aelio, su optio. —¿Sabes pescar, Tito? —respondió Cneo Manlio. —Sí… —contestó el aludido sin saber muy bien a qué venía esto. —Pues lo que ha ocurrido es que le han agitado a nuestro general un enorme cebo delante de la cara. —¿Y ha picado? —Me temo que se lo ha tragado entero. Dile a los hombres que redoblen la instrucción, y esta tarde inspección de equipo y armamento. Esto último no se lo
digas. Quiero que estén todo lo listos que pueda estarse, me parece que nos va a hacer falta muy pronto. Se alejó el optio a transmitir sus instrucciones y Manlio entró en la tienda. Vio el paquete que había dejado olvidado sobre la cama y lo abrió. Al desplegar las capas de tela encontró un arnés del que colgaban nueve discos de plata finamente grabados y bajo este una reluciente cota de malla. Se fijó en los discos del arnés; el central superior, algo más grande, tenía esculpido un Júpiter Stator, protector de los ejércitos que se retiraban, «muy apropiado para un extraordinarius». A su derecha, una fiera Belona blandía antorcha y lanza y se cubría con una coraza anatómica. A su izquierda, Marte Ultor, el dios de la venganza, sostenía espada y escudo en sus musculosos brazos. En la franja media, una alegoría de la suovetaurilia, el cerdo, la oveja y el toro que se ofrecían a Marte como sacrificio. La línea inferior contenía un escudo, flanqueado en el medallón a su izquierda por dos gladios cruzados y a su derecha por dos lanzas. Observó embelesado el bello conjunto, lo tendía sobre el catre para apreciarlo mejor cuando vio un rectángulo de papiro que había quedado entre el envoltorio.
«Espero que estas no las perdáis. P. C. S. Iunior».
Sonrió para sí Cneo Manlio. —No las perderé, Publio Cornelio, lo juro por Belona, Júpiter Stator y Marte Ultor.
La orilla del lago
Finales de mayo del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Etruria, Italia
Garokan y Balkar se sentaron frente a la apagada hoguera. Amanecía lo que prometía ser otro bello día primaveral. Había que itir que, pese a lo crudo del invierno pasado, la primavera en el norte de Italia era algo digno de ser disfrutado y en efecto lo estaban disfrutando. Con la caballería encargada de hacer todo el trabajo duro y, a pesar de que Aníbal insistía en que sus infantes se ejercitasen de manera constante, los ratos de ocio eran abundantes, y desde que el ejército había recobrado la cola del cometa cuando la horda de vivanderos y buscavidas los había alcanzado, y ahora reforzado con elementos locales que no conocían bando, los iberos estaban disfrutando de su estancia en Italia. Balkar despabilaba los rescoldos del fuego de la noche anterior mientras Garokan, ayudado por Bedule, sacaba vino y pan, el guerrero, otro de los veteranos de antes del sitio de Sagunto, traía unos cuantos maderos para añadir al fuego. —Dile a Korbis que espabile —le dijo Balkar a Turibas, era este un joven de unos dieciocho años que se les había unido poco antes de partir de Quart Hadast, hacía lo que parecía ya una vida, aunque apenas había pasado un año. Sacudió el muchacho la tienda de Korbis tirando de uno de los vientos. —Korbis, espabila si quieres comer algo antes de ir al campo de prácticas. Se oyeron unos gruñidos dentro de la pequeña tienda de tela. Balkar tenía preparada una piedrecita para tirársela al durmiente cuando asomara la cabeza, pero en lugar de las greñas morenas de Korbis apareció una cabeza rubia con una larguísima trenza a medio hacer. —Pero qué… —murmuró Balkar mientras veía a la tabernera gala salir de la tienda, estirarse la túnica para cubrirse sus dos estupendas y pálidas piernas e irse con paso airoso y un contoneo de caderas, ignorando a los iberos que miraban atónitos.
Asomaron, ahora sí, las greñas de Korbis, que salió vestido únicamente con su túnica blanca con franja roja. Ocupado quitándose unas legañas tardó unos instantes en reparar en las miradas de sus compañeros. Se encogió de hombros y sonrió de oreja a oreja. —Pásame algo de pan —dijo, y se sentó junto a la hoguera.
Caía la tarde cuando terminaron los ejercicios. Los iberos se dirigieron al río a quitarse el polvo y el sudor de la jornada. Aníbal había insistido especialmente en que formaran en escuadrones alternos iberos y celtas y trataran de adaptarse unos a otros y no estaba resultando fácil. Las fricciones eran constantes y ya había habido algunos conatos de peleas, pero poco a poco la instrucción y la disciplina impuesta por los oficiales púnicos, con una mezcla de mano dura y mano izquierda, iba calando. —El caso es que después de que los romanos destrozaran nuestro centro en Trebia, Aníbal no confía en dejar a los celtas a su aire —confesó Hanno a Balkar mientras caminaban hacia el río—. Son muy impulsivos y su carga es temible, pero si el enemigo aguanta pierden fuelle en seguida, y los romanos les tienen bien tomada la medida. Desde que los celtas saquearon Roma hace dos siglos, estos han diseñado sus legiones como una máquina para matar celtas. —¿Y les funciona? —preguntó Balkar. —No siempre, pero sí. Tienen la ventaja de que sus legionarios saben lo que tienen que hacer, plantean la batalla como una coreografía, ahora este paso, ahora este… Y si no les cambias la música, te pasan por encima. —Ya. Será cuestión de no dejarles a ellos tocar la música. —Balkar clavó su lanza en el suelo y apoyó el escudo contra ella. —Exacto —respondió el púnico mientras hacía lo propio y comenzaba a despojarse del linotórax—. La última vez Aníbal tocó su música y los romanos perdieron el paso en todo el campo, salvo en el centro, donde les tocó en frente su pareja de baile habitual. A su alrededor el resto de la partida de iberos a su cargo se habían despojado de armas y ropas y se habían metido en el agua, donde se restregaban para quitarse
el sudor y el polvo del día. Balkar terminó de desnudarse y corrió al agua con sus camaradas. El equipo de Hanno era algo más engorroso y le llevó más tiempo, tras lo cual se dirigió al agua y se sentó en la orilla disfrutando del frescor, mientras observaba a los temibles guerreros iberos. «Fascinante gente esos iberos», pensó Hanno una vez más. Llevaba años observándolos, desde que llegara a Iberia en tiempos de Amílcar, pero todavía le sorprendían. Impasibles, crueles, orgullosos, valientes hasta puntos casi suicidas, capaces de abrazar a su espada o su lanza como el que abraza a una amante y de matar a continuación sin un parpadeo o un remordimiento. Les gustaba cultivar esa imagen de príncipes guerreros, incluso a los más pobres, que solo poseían sus armas, pero miraban a cualquier oficial o guerrero de otro pueblo de igual a igual, sin disminuirse un ápice. Pero luego, cuando nadie miraba o el vino corría libre se convertían en algo distinto, casi infantil. Viéndolos tirarse agua o empujarse bajo ella uno podría pensar que se trataba de un grupo de niños jugando, solo los fibrosos, aunque delgados, y las terribles cicatrices que la mayoría lucían desmentían esa imagen. Un día tendría que compartir esos pensamientos con Sosilo, se dijo, ese viejo espartano que seguía a Aníbal a todas partes anotándolo todo. Acabadas sus reflexiones, dejó a los hispanos con su momento de relajación acuática, terminó de enjuagarse el sudor y el polvo y salió del agua. Había terminado de secarse y ponerse la túnica cuando vio a Gisgo que se acercaba. Se trataba de otro oficial de origen cartaginés, un tipo mal encarado y arrogante pero eficaz, al que le había caído, como a él, la tarea de hacer a hispanos y celtas trabajar juntos. Pero mientras Hanno aprovechaba para saciar su natural curiosidad por los seres humanos, para Gisgo era una tarea molesta y tediosa, que encaraba con crueldad y eficacia. —Buenas tardes, Gisgo, ¿en qué puedo ayudarte? —Hanno sabía perfectamente que el otro púnico no venía por el placer de la conversación, así que decidió ir al grano. —Buenas. Hay un problema con tus iberos, o podría haberlo. —Mis iberos son solo de ellos mismos, me temo —dijo mientras comenzaba a ponerse una greba—. Pero dime. —Los celtas a los que intento enseñar a luchar civilizadamente me han estado
contando algunas cosas. Anoche llegó una de las partidas de caballería que anda forrajeando por la zona, una dirigida por un noble celta. Hanno empezó a ver venir el problema. —Déjame adivinar, ese tal Ducario, el alto que carga con un tesoro en los brazos, en brazaletes y demás adornos. —El mismo. Al parecer nuestro amigo llegó con ganas de relajarse, se dirigió a donde los bagajes, donde se ha juntado toda esa escoria de vivanderas y taberneros. Parece ser que anda rondando a una de esas putas celtas —dijo Gisgo con su habitual tono despectivo que se guardaba para todo aquel que no era él mismo, o alguien muy superior en rango—. El caso es que no pudo encontrarla, indagó un poco y le dijeron que se había ido a pasar la noche, o a lo que fuera, con uno de esos iberos a los que acompañas a menudo… —El tonillo de censura en las palabras de Gisgo empezaba a rebasar lo tolerable para Hanno. —¿Algún problema con mis compañías? —Hanno había terminado con las grebas y miraba a los ojos a su interlocutor. —Allá tú si prefieres beber con esos antes que con tus iguales, yo en eso no me meto —aunque se estaba metiendo— el caso es que te aviso. Ese galo no es de los que les gusta compartir y ha jurado que la cabeza de ese ibero colgará con las de los romanos que adornan el poste frente a su tienda. Así que ya lo sabes. Y sin esperar una respuesta se dio la vuelta y se fue. «Amable como siempre ese estirado hijo de puta», pensó Hanno. Luego miró a los iberos que empezaban a salir del agua y vestirse. Tendría que tener una charla con ellos más tarde, pero mejor dejarles que terminaran de relajarse. Había sido un día duro y vendrían peores.
Hanno se masajeó las sienes donde un terrible dolor de cabeza estaba empezando a crecerle. —¡Si ese rubio enjoyado quiere mi cabeza, primero tendrá que quitármela de los hombros! —bramó Korbis. Había conseguido manejarlo todo con bastante diplomacia. Bajo la excusa de
invitar a sus queridos amigos iberos, había hecho traer unos cuantos pellejos de vino y un cordero que unos esclavos habían asado sobre las brasas. Cuando creyó a todo el mundo satisfecho con la comida y el vino comenzó a rodar más libremente sacó el tema con mucho tiento. Primero elogió las dotes seductoras de Korbis, el cual disfrutó de los halagos en orgulloso silencio mientras brindaba a su propia salud. Se bromeó un rato sobre el tema, hasta que Hanno creyó el ambiente lo bastante distendido como para pasar a mayores. Se equivocó. En el momento en que los iberos supieron de la amenaza del celta, a duras penas pudo contenerlos de que cogieran sus armas y se fueran a buscarlo. Media docena de iberos descuartizando a un noble celta, y a cualquiera que se pusiera en su camino, en medio de su campamento, podía causar una reacción en cadena demasiado grande como para considerarla siquiera. —Korbis, por los dioses, ¡cálmate! —suplicó Hanno. —Ni dioses ni diosas, a mí no me amenaza nadie, y menos por persona interpuesta. Si tiene algún problema conmigo que tenga lo que hay que tener y me lo diga a la cara. Hanno miró alrededor suplicando ayuda con los ojos, pero no la encontró. Ni el normalmente razonable Balkar parecía estar con él en este caso. —Vamos a ver —propuso el púnico intentando una aproximación más indirecta —, ¿qué me dices si voy yo a hablar con él y trato de arreglar esto? —¿Pretendes que haga como él, arreglar esto a través de terceros? Hanno palideció al ver que el ibero ya se había ceñido su pesado cinturón de grandes hebillas de bronce con la falcata y el puñal ya al costado. —Por Melkart que sois más tercos que mulas. No hemos recorrido todo este camino para matarnos entre nosotros y menos aún por una mujer. —Pero qué mujer… —metió baza Garokan, guasón. —No estás ayudando —le espetó Hanno mientras le señalaba con el dedo, a lo que el ibero respondió alzando las manos en son de paz mientras contenía a duras penas la risa. La concurrencia se había dividido entre los que compartían la ira de Korbis, que eran Balkar y Turibas, poco dispuestos a dejar pasar la amenaza. Bedule, que se limitaba a observarlo todo mientras trasegaba vino y al
que le daba igual si acababan bebiendo o escabechando al celta, y Garokan, que estaba con Bedule en lo de trasegar vino, pero además azuzaba a unos y a otros encantado con la gresca. —Korbis, siéntate, hazme el favor. El aludido no se sentó, pero paró de endosarse sus arreos un momento. —Déjame que hable con el celta y arregle esto. ¿Estarías dispuesto a compensarle de alguna manera? —¿Compensarle por qué, por ser más hombre que él? No es mi culpa si una de los suyos prefiere encamarse conmigo. Una serie de murmullos y bromas alrededor de las brasas mostraron la aprobación del grupo ante el argumento. —Digamos… algo que lo aplaque —intentó de nuevo el cartaginés. —Si quiere aplacarse, que use la mano. Ahora los murmullos fueron carcajadas. El propio Hanno tuvo que reprimir una risilla. Suspiró al fin, exasperado. —Voy a hablar con él, no le prometeré nada en tu nombre, no te preocupes, pero tenéis que jurarme que os quedaréis aquí esta noche. Bebeos el vino, cantad vuestras canciones, no sé, haced cosas de iberos… —Matar a quien nos insulta es muy de iberos —metió baza Garokan por lo bajo antes de echarse otro trago al cuerpo. —Como vuelvas a abrir la boca, Garokan, hago que te crucifiquen sin romperte las piernas. Se echó a reír el interpelado ante la terrible amenaza. Se lo estaba pasando genial. —¿Me lo juráis? —volvió a preguntar Hanno. Asintieron los demás a regañadientes. Korbis se sentó de nuevo, aunque sin
desceñirse las armas y cogió un vaso de vino. Hanno se volvió y se encaminó en busca del celta. A los pocos pasos descansaban los siervos que habían preparado la cena y que estaban dando cuenta de la parte que les habían dejado. El púnico le dio una patada al más cercano. —Tú, vigila a estos animales —dijo señalando a los iberos con el pulgar—. Si ves que se excitan y que cogen armas y demás, sales corriendo hacia donde acampan los celtas y me avisas, ¿está claro? —Sí, señor —asintió el siervo. —Más te vale que lo esté. —Y echó a andar hacia el otro extremo del campamento. De camino a la zona que ocupaban los celtas encontró a Gisgo. Este tampoco estaba especialmente interesado en que estallase una revuelta en el campamento, así que le acompañó hasta donde acampaba Ducario. La tienda del galo destacaba sobre las demás por su tamaño y de un poste frente a ella colgaban las cuatro cabezas de romano que había recolectado en Trebia, ya poco más que calaveras, y otras tres más frescas que hedían medio descompuestas. Las tiendas de sus hombres y la suya formaban un círculo en cuyo centro había habido una gran hoguera, alrededor de los rescoldos la partida de guerra, todos jinetes de la casta superior de su pueblo, bebían cerveza mientras escuchaban a un bardo que cantaba en su lengua. Hanno no entendía una palabra, pero tuvo que itir que el canto tenía un algo hipnótico, que captaba la atención. Gisgo, mejor conocedor de sus costumbres, le indicó que parase. —Déjalo que termine de cantar. Aguardaron ambos púnicos al borde del círculo de luz rojiza de las brasas mientras el bardo desgranaba su canto-historia. Asentían los guerreros mientras escuchaban embelesados. Otros acompañaban el ritmo del canto palmeando sobre los muslos enfundados en esos calzones a los que eran tan aficionados y, mientras, los siervos iban rellenando de manera constante las jarras de cerveza. Una vez el canto hubo terminado, los guerreros, algo más de veinte, se palmearon los muslos de nuevo aprobadoramente y el bardo se sentó en un banco al lado de Ducario. —Vamos —indicó Gisgo y se dirigieron hacia el jefe celta.
Este los vio venir, pero no hizo ademán de levantarse, aunque no dejó de observarlos. —Buenas noches, Corax —dijo Gisgo, en griego, al bardo. Luego miró a Hanno y le dijo en la misma lengua—: Corax, el bardo, habla griego, nos hará de intérprete. Dile a él lo que tengas que decirle. Hanno carraspeó para aclararse la garganta dándose unos instantes para ordenarse las ideas mientras observaba a Corax. Tenía este unos enormes ojos azules y era tan rubio que parecía no tener cejas. Llevaba el pelo largo y peinado en muchas trenzas que se recogía tras la cabeza en un extraño moño. Bajo la nariz corta y respingona, le crecía uno de esos bigotes de los que estaban tan orgullosos y que le llegaba casi a las clavículas. Tenía un cierto parecido con Ducario y se preguntó si serían parientes. Este los ignoraba ostensiblemente mirando a los rescoldos y bebiendo de una copa de plata finamente decorada. —Buenas noches, Corax, he de decir que ha sido una sorpresa y un placer oírle cantar, aunque no pudiera entender los versos. A nadie le amargaba un dulce, y Hanno prefirió ganarse al intérprete un poco, al fin y al cabo, no había ningún artista que no fuera vanidoso. —Buenas noches, púnico. Gracias, era un canto sobre el origen de nuestro pueblo, a nuestros guerreros les gusta escucharlo, les recuerda quiénes son. ¿A qué viene esta visita? Me alegra que le guste mi música, pero imagino que no viene por eso. El griego del bardo era impecable, mejor que el suyo, pensó Hanno. Una vez pasada la diplomacia decidió entrar en harina. —He sabido que vuestro jefe, el noble Ducario aquí presente. —El aludido levantó una ceja al oír su nombre, y Hanno no pudo más que preguntarse sobre si el intérprete era realmente necesario—. Tiene cierta querella sobre una mujer con un guerrero ibero, ¿es eso cierto? Tradujo el bardo a su lengua. El jefe guardó silencio por un momento. Luego dio un trago a la cerveza, eructó sonoramente y empezó a hablar mirando a Corax. —Dile a tu jefe que me gusta que me miren a la cara cuando hablo con un hombre —le interrumpió Hanno.
El jefe celta se volvió y le miró con el ceño fruncido, sorprendido de que le interrumpieran, el bardo palideció y a su lado Gisgo le lanzó una mirada de advertencia antes de retroceder un paso y apoyar disimuladamente la mano en el pomo de la espada. Con visible reticencia el bardo tradujo la frase del púnico. Esta vez Ducario no dejó de mirar a este mientras escuchaba hablar al bardo. Cuando este hubo terminado dio otro trago a la cerveza, se secó los bigotes y se puso de pie encarando a Hanno. Era casi una cabeza más alto que este y lo miró desde arriba con sus grandes e inexpresivos ojos azules. «Como me eructe en la cara lo apuñalo aquí mismo, y a la mierda con todo», pensó el púnico mientras le sostenía la mirada. Se guardó sus gases el celta para más tarde y dijo una frase rápida, esta vez sin dejar de mirar a Hanno. —Dice que vuestro ibero le ha robado a una mujer que era suya —tradujo el bardo. —Hasta donde yo sé, se trata de una mujer libre, ¿me equivoco? —Así es, pero es una mujer celta —insistió el jefe por boca del bardo. —Pero una mujer celta, libre. Puede irse con quien quiera. Tenía entendido que vosotros los celtas os enorgullecíais de esa independencia de criterio — argumentó Hanno. Frunció el ceño el jefe cuando le tradujeron la última parte. No había previsto que usaran sus costumbres contra él. Siguió un rápido intercambio en el que, básicamente, Ducario se negaba a bajarse del caballo, insistía en que el ibero se fuese con mujeres iberas, y que si no había a mano, mala suerte. Hanno empezó a desear haber dejado que Korbis y los demás hubieran despedazado a ese arrogante pedazo de carne con ojos, incluso su proverbial paciencia comenzó a agotarse. Gisgo debió de verlo venir, por lo que intervino. —¿No hay entonces manera de arreglar esto sin que ninguna cabeza cuelgue de ese poste o de ningún otro? Porque de ser así tendremos que recurrir al general y que tercie él. No creo que le guste verse molestado por un rifirrafe por una mujer entre guerreros de distintas nacionalidades. La interpelación a Aníbal pareció aplacar en cierto modo al guerrero. Durante el
último invierno sus hombres habían sido leales e incluso habían revelado alguno de los complots que se habían hecho para asesinar al general por parte de algunos galos descontentos, lo que Gisgo sabía. Esto les había ganado el favor del mando y no era cuestión de perderlo por una riña por una mujer. —¿Podemos entonces dejarlo estar? —preguntó un exhausto Hanno—. Os haré mandar unos cuantos pellejos de vino para sellar la paz. Asintió Ducario, sonriente ante la mención del vino, así como algunos de sus hombres que corearon entusiasmados. «Mucho presumir de ese meado de cerveza, pero en cuanto os ofrecen vino…», pensó Hanno aunque se guardó mucho de decirlo. Cerraron el pacto con un apretón de manos y los dos púnicos se retiraron. —Cuando le has dicho lo de los ojos creía que las siguientes cabezas que iban a colgar de ese poste iban a ser las nuestras —dijo Gisgo en cuanto se hubieron alejado un poco. —A todos los tiranos les gusta que los desafíen un poco, se cansan de oír solo adulaciones —repuso Hanno. Gisgo lo miró no muy convencido. —En cualquier caso, bien jugado lo del vino. —Hanno tuvo que reprimir la sorpresa ante el tono casi amable de las palabras—. De todas maneras, dile a tus iberos que mejor se anden con un ojo en la espalda, por si acaso, yo no me fiaría mucho de esos —dijo señalando hacia atrás con la cabeza. —Te he dicho que esos iberos son solo de ellos mismos. —Sí, vale, lo que digas, pero tú díselo —contestó Gisgo con su habitual tono antipático antes de dirigirse hacia el centro del campamento, donde estaban las tiendas de los oficiales.
Principios de junio del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Etruria, Italia
Cneo Manlio suspiró cuando terminó de quitarse los arreos y los dejó sobre su cama. Tenía la túnica pegada al cuerpo del sudor. Estiró los brazos y escuchó el
crujido de sus vértebras al estirarse de nuevo. Desde que había cambiado su coraza de discos por la cota de malla que le había regalado Escipión había tenido que hacer un notable esfuerzo para habituarse a la cómoda pero pesada armadura. Salió de la tienda, cogió el balde con agua y se lo echó por la cabeza. Resopló y se quitó el agua de la cara con un lienzo. Casi instantáneamente se sintió mejor. Había sido un largo día de entrenamiento. Desde la emboscada de los númidas había redoblado los entrenamientos de sus hombres y había convencido a los centuriones del resto de manípulos de extraordinarii para que hicieran lo mismo. Los hombres se quejaban del esfuerzo extra, en especial porque el calor comenzaba a apretar, pero no le importaba, todo lo que sudasen ahora se lo ahorrarían en sangre más adelante. —¿Señor? —Uno de los criados de la centuria se le acercó caminando por la vía principalis. —Dime. —Hay correo para usted —dijo tendiéndole un rollo de pergamino lacrado. Manlio lo cogió y miró el sello, era el de Publio Cornelio Escipión, iunior. —¿Algo más, Lucio? —No, señor, solo recordarle que mañana su centuria tiene guardia en el praetorium. —Me acordaba, Lucio —dijo Manlio sonriente, que no se acordaba en absoluto, pero para eso tenía a sus asistentes—. Puedes retirarte. Entró en la tienda, se sentó en su silla plegable y abrió la carta de Publio Cornelio.
A la atención de Cneo Manlio, centurión de la primera centuria de extraordinarii bajo el mando del cónsul Cayo Flaminio.
Querido Cneo Manlio:
Espero que la presente le encuentre sano y en buena forma y que se haya habituado a su nuevo mando, sé por experiencia que no siempre es fácil acostumbrarse a las nuevas responsabilidades, aunque estoy seguro de que está más que capacitado para ellas. No sé si ha oído noticias sobre su antiguo mando, mi padre, el ahora procónsul Publio Cornelio Escipión. Tan pronto como se hubo recuperado de su herida marchó a Hispania, donde mi tío, Lucio Cornelio, había establecido ya una cabeza de puente y había consolidado la posición. Junto con las dos legiones que llevó mi tío y los ocho mil hombres que ha llevado mi padre consigo han asegurado el dominio de Roma entre los Pirineos y el río Iberus. Se han ganado además la lealtad de los pueblos locales que, cansados de las rapacidades de los cartagineses, se han unido en masa a nuestro bando. Además, uno de los generales que Aníbal dejó allí, un tal Asdrúbal Giscón, cruzó el Iberus para tratar de recuperar la zona, pero le han devuelto al sur con el rabo entre las piernas y varios miles de hombres menos. Parece ser que la estrategia de los Escipiones empieza poco a poco a dar sus frutos. Por otro lado, aquí, en Roma, la efervescencia de principios de años está dando paso a un engañoso sopor veraniego. Reclutados los hombres y mandados al frente, poco queda aquí que hacer. Tras mi primera campaña mi padre, desoyendo mis súplicas, me ordenó que permaneciera en Roma donde tengo que ir dando mis primeros pasos en el foro. Aún soy demasiado joven para presentarme a ningún cargo público. Así que me dedico a aprender y a representar ante los tribunales a algún cliente de la familia envuelto en algún pleito. ¿Suena aburrido? Es peor. Pero no todos los pasos del cursus honorum implican blandir una espada, por desgracia, creo que eso se me da mucho mejor que convencer a un jurado de que mi cliente no ha desplazado las lindes. En cuanto a Italia. Las devastaciones de Aníbal están empezando a hacer mella. Miles de refugiados fluyen sobre Roma y Campania y las historias que traen aterrorizan a todo el mundo. Esa maniobra de Aníbal de aparecer a través de los pantanos nos cogió a todos por sorpresa. Es la segunda vez que cruza un lugar que creíamos impasable, creo que es una lección que deberíamos tener muy en cuenta para el futuro. Por desgracia, temo que ninguno de los dos cónsules están
a la altura de nuestro rival. Cayo Flaminio es un arrogante al que se le va la fuerza por la boca. Aníbal se está paseando impune por la región sin que él encuentre la manera de pararlo, aunque qué le voy a contar que no sepa sobre eso en particular. En cuanto a Cneo Servilio Gémino, es un buen hombre, pero temo que carece de la energía necesaria para este tipo de guerra. Una vez que se plantó en el valle del Po y lo encontró vacío de púnicos se limitó a acampar y a dejar terminar el invierno sin hacer nada más allá de un par de escaramuzas con los galos. Ahora que se le reclama a este lado de los Apeninos, debe de estar cruzando a lomos de caracoles. Espero que Marte lo inspire, o que le dé una buena patada en su patricio culo, porque si seguimos dejando que Aníbal nos marque el ritmo de la guerra, me temo que vamos a pasarlo mal, muy mal. En fin, Cneo Manlio, imagino que sois un hombre ocupado, ojalá pudiera compartir vuestra carga, aunque algo me dice que pronto volveremos a vernos en el frente. Seguid fuerte y sano, y no perdáis las phalerae, estoy seguro de que pronto ganaréis más para añadir a vuestros arneses. Haré sacrificios a Mercurio para que esta carta no acabe en el zurrón de un númida ni su portador pudriéndose en un prado. Y, en fin, aquí estoy una vez más, aventando mis pensamientos con un itálico, aunque desde que está en la infantería ya no debe de oler a caballo ni espero que se sienta insultado, centurión.
Fdo: Publio Cornelio Escipión, iunior.
P. D.: Ayer estuve visitando a Lucio Emilio Paulo en su residencia. Tanto él como sus hijos os mandan recuerdos y os desean la mejor de las fortunas. Ismene, la esclava de Emilia Paula, también os manda recuerdos y hace votos por vuestra salud, qué curioso, ¿verdad?
A la mañana siguiente su centuria se encontraba desplegada alrededor del praetorium, el terreno circundante a la tienda del general, con órdenes estrictas
de no dejar entrar a nadie de tribuno para abajo, bajo ningún concepto. Manlio se encontraba a la puerta de la tienda con su optio y el signifer de su centuria como última línea de guardia así que, al menos, podría escuchar lo que se decía. Era un día caluroso y no envidiaba a sus hombres que hacían guardia con el equipo completo bajo el sol, pero dentro de la tienda el ambiente no tenía que ser mucho mejor, con los doce tribunos y los seis prefectos apretados y firmes escuchando al cónsul. —Tito —llamó a su optio—, acércate a las tiendas de la centuria y dile a los no combatientes que carguen un par de mulas con ánforas de agua y se dediquen a refrescar a los hombres. No los tenemos a doble turno de entrenamiento para que ahora los mate un golpe de calor mientras hacen guardia. Asintió el optio y partió al trote. Entre tanto los murmullos en el interior de la tienda se fueron apagando, señal de que la reunión iba a comenzar. Con un carraspeo el cónsul comenzó la explicación. —Bien, como ya saben, hace unos días, ese perezoso indolente de Cneo Servilio se ha puesto al fin en camino por la Vía Flaminia y cruza los Apeninos en dirección a Roma. Hemos sabido además que Aníbal se ha puesto también en marcha. El plan era esperar a Cneo Servilio y enfrentarnos juntos al púnico, pero al moverse este han cambiado las circunstancias. Mañana, pues, levantaremos el campamento y le iremos a la zaga. Si el cónsul sénior consigue mover a sus tropas lo bastante rápido, cortará a Aníbal el paso hacia Roma, nosotros le caeremos por detrás y lo aniquilaremos. Ahora vayan y preparen a sus hombres. Mañana que desayunen bien y marchen relajados, a mí nadie va a cogerme por sorpresa por ir con prisas como a Tiberio Sempronio —dijo con aire de suficiencia. «¿Ya está, ese era el magistral plan?». A Manlio le recorrió un escalofrío nervioso mientras observó a los oficiales salir uno a uno de su tienda. Por sus gestos dedujo que no era el único con sombríos pensamientos y, sumido en ese gris estado de ánimo, pasó el resto de su turno de guardia.
Una vez que hubo terminado la guardia y sus hombres hubieron vuelto a sus tiendas, decidió tomar medidas, al menos todas las que estuvieran en su mano. Como hombres escogidos que eran, a los extraordinarii correspondía abrir la
marcha del ejército lo cual quería decir que, en caso de que Aníbal les preparase una sorpresa, ellos iban a ser los primeros en meter la cabeza en ella y Manlio ya había vivido en primerísima persona una de esas sorpresas. Aún tenía pesadillas con los jinetes púnicos saliendo de aquella cañada, y no estaba dispuesto a que le volvieran a coger de improviso, así que recorrió la zona alrededor del praetorium donde acampaban el resto de manípulos de extraordinarii y fue llamando uno por uno a sus centuriones. Aquello era inusual, pero todos obedecieron. Se dirigió seguido por el resto de oficiales hacia una pequeña explanada cerca de la puerta decumana. Varios legionarios estaban allí formando un corrillo, probablemente jugando a los dados o entreteniéndose de alguna manera, seguramente alguna no autorizada, porque en cuanto vieron venir a casi treinta centuriones se evaporaron. Una vez que se consideró lejos de orejas indiscretas se dirigió a su público. Se trataba de una colección de marsos, campanos, lucanos, samnitas, sabinos y un etrusco. Los centuriones de las legiones romanas y auxiliares se elegían de entre los reclutas por su experiencia, dotes de mando, inteligencia, valor o fuerza física. Eran pues una colección variopinta de tipos astutos, fuertes y crueles, por lo que no se permitió menospreciarlos. —Bien, ¿habéis recibido ya las órdenes de marcha? —preguntó para romper el hielo. —Sí —afirmó secamente un marso, un tal Sura—. Ya lo sabes, ¿a qué viene esta reunión medio a escondidas? «Nada de rodeos con esta gente…». —Esta mañana estaba de guardia con mi centuria en el praetorium y pude escuchar el plan de marcha de nuestro general. Seguiremos a Aníbal hasta que este se tope con Cneo Servilio y… —Eso ya lo sabemos —interrumpió Sura, que a todas luces prefería estar descansando de cara a la marcha del día siguiente. —Pues entonces no me interrumpas y déjame terminar —le espetó Manlio encarándose con él. Cuando creyó que el marso guardaría silencio prosiguió—. Y en teoría cuando Aníbal se tope con las legiones del cónsul sénior nosotros le caeremos por detrás y lo aniquilaremos —asintieron todos ante la simplicidad del plan, pero aún sin saber para qué los había reunido el primero de ellos—. Bien, no sé vosotros, pero yo estuve en Trebia —en realidad sí lo sabía, no
habían estado— y Aníbal no se me antoja de los que marchan como un cordero al matadero. Me juego los dientes a que tiene perfectamente ubicado a Cneo Servilio y a sus hombres. Y se ha puesto en movimiento antes que nosotros, así que si hay batalla elegirá él dónde será esta batalla y cuándo, y no creo que sea cuando nuestro querido cónsul decida. El púnico sabe que Flaminio no va a entrar en batalla con prisas como hizo Sempronio, así que estoy seguro de que algo planeará para evitarlo. —¿Estás diciendo que nos tenderá algún tipo de emboscada? —preguntó el marso Sura. —Estoy diciendo que no lo sé, pero no me extrañaría, así que a partir de mañana voy a ordenar a mis hombres que marchen en orden de batalla, con toda la impedimenta en los carros y los escudos fuera de sus fundas y en las manos, y os pediría que hicierais lo mismo. —Eso no va a gustar mucho a los hombres, especialmente con este calor —dijo el etrusco. Tito Persio, recordó Manlio que se llamaba. —Prefiero hombres cabreados a hombres muertos. Si me equivoco, yo mismo les pediré perdón uno a uno cuando termine la campaña, pero no me fío de ese púnico y nuestro general estaba tan tranquilo esta mañana que me daba escalofríos. Lo observaban, pensativos. Algunos se susurraban entre ellos, pero Manlio creyó que los tenía. —Puede que estés en lo cierto, Cneo Manlio, un poco de prudencia no ha matado a nadie nunca y un poco de sudor extra tampoco lo hará —dijo Sura, el marso. —Gracias, Publio Sura. ¿Y los demás? Poco a poco todos fueron asintiendo, lo harían. Se disolvió pues la reunión y Manlio volvió a su tienda algo más relajado, aunque un negro presentimiento en el fondo de su conciencia le decía que no era suficiente, pero la solución estaba más allá de su alcance.
Parecía una larguísima serpiente ondulando por el camino, con el brillo metálico de armas y armaduras aquí y allá como si fueran las escamas de un peligroso reptil, pensó Ayin mientras observaba la marcha de las legiones desde lo alto de una colina. No ocultaban su posición, tenían órdenes de mantener al ejército de Cayo Flaminio vigilado, pero dejándose ver, con un poco de suerte su caballería los atacaría y podrían tenderles una celada. Pero los jinetes romanos parecían haber escarmentado. Se mantenían a prudencial distancia formando una pantalla alrededor de los carros de bagaje y sin alejarse mucho en vanguardia, lo cual era también parte del plan. Que vieran a los cartagineses, que supieran que estaban allí, cerca, pero no demasiado cerca. Un juego del gato y del ratón en el que el ratón quería que el gato le viera siempre la punta de la cola, hasta el momento en que llegase el momento de alternar los papeles de cazador y presa, pero cada cosa a su tiempo.
—Ahí están otra vez —dijo Lucio Rufo, el signifer. Manlio sabía a quiénes se refería antes de mirar. Los númidas llevaban apareciendo y desapareciendo desde que habían abandonado el campamento esa mañana al salir el sol. —¿Por qué no va a por ellos nuestra caballería? —preguntó el signifer con un punto de ira en la voz. —Porque desaparecerían en un instante, o lo fingirían, matarían a unos cuantos de los nuestros y, entonces sí, desaparecerían solo para encontrarlos de nuevo en la siguiente ondulación del camino. Solo quieren que sepamos que están ahí. Se los veía a media milla al frente, más o menos, en lo alto de una loma tras la cual desaparecieron a los pocos minutos, aunque Manlio sabía que los volverían a ver pronto. El centurión se salió de la fila y observó la columna. El ejército avanzaba de ocho en fondo por la amplia calzada. Cada centuria de ochenta hombres formaba diez líneas, primero las treinta y dos centurias de extraordinarii, unos dos mil quinientos hombres. El prefecto, un joven noble romano sin experiencia, un tal Marco Emilio, le había preguntado que por qué los hombres marchaban con las armas en la mano y no en cómodo orden de marcha. Manlio había tratado de explicarle que todo el ejército debería marchar en tres columnas con la impedimenta entre ellas, dada la cercanía del enemigo,
pero el general prefería la velocidad a la precaución así que al menos la vanguardia era recomendable que marchase lista para el combate. El joven había asentido dejando hacer al veterano, al fin y al cabo, él iba a caballo, que se cansaran lo que quisieran esos itálicos. Una vez que pasó su centuria el centurión de la segunda de su manípulo, el etrusco Tito Persio salió de la fila al verlo. —¿Todo en orden? —preguntó Manlio. —Todo en orden, algún gruñido por el calor y tener que llevar el casco puesto, pero son casi todos veteranos y han visto a esos númidas —dijo señalando con el mentón a la ahora vacía loma—, así que protestarán por lo bajo, pero acatarán sin ningún problema. Ambos centuriones disfrutaron del espectáculo de los hombres marchando al mismo paso, ningún ejército del mundo tenía ese nivel de disciplina. Si bien era una masa un tanto heterogénea, pues cada soldado se pagaba su propio armamento y a menudo lo heredaba de sus padres, resultaba lo suficientemente homogéneo como para funcionar como una unidad. Trotó Manlio de vuelta a la cabeza de la formación y se colocó en su puesto en primera línea. Rufo, el signifer, se secó el sudor de la frente. Pese a llevar un escudo más pequeño que el resto, y por tanto más ligero, debía de estar cociéndose bajo la cota de malla y con una piel de lobo sobre el casco. Un tipo impresionante ese Lucio Rufo. Un picentino, probablemente de origen celta, una cabeza más alto que el propio Manlio, que no era bajo, de espaldas anchas, piel pálida y pecosa y pelo rojizo, aunque no se le viera bajo el casco, de ahí el nombre familiar, Rufo, rojo. Tendría unos veinticuatro o veinticinco años, como casi todos los legionarios de su centuria y probablemente desearía estar empujando su arado en lugar de estar ahí jugando a los soldados, pensó el centurión, pero es lo que había. Se acercaron a lo alto de la loma donde habían visto a los númidas por última vez. La avanzadilla de caballería estaba detenida en lo alto, esperando a la infantería antes de alejarse de nuevo, aunque manteniendo una prudencial cercanía. Un destacamento de caballería bajo el mando de un tribuno se adelantó, seguramente para fijar el sitio para acampar, pues caía la tarde. Manlio dejó de mirarlos tras coronar la loma, pues a lo lejos se veía una nube de polvo demasiado lejos para distinguir los detalles, pero era la inconfundible polvareda levantada por un ejército en marcha y en aquella zona solo había otro ejército.
El grupo de númidas galopó de vuelta hacia su ejército una vez que observó a los romanos acampando. Ayin no pudo más que maravillarse, una vez más, de cómo los romanos, de manera automática, se desplegaron en un perfecto cuadrado y se pusieron a cavar. Solo cuando hubieron cavado un foso tan profundo como alto era un hombre, y apilado la tierra en su lado interior formando un terraplén, comenzaron a plantar las tiendas en perfectas líneas, dejando todos el mismo espacio entre unas y otras y amplias avenidas en el centro para transitar por ellas. Y todo para abandonarlo a la mañana siguiente y repetir la operación una noche después. La primera vez que había observado semejante despliegue de eficacia pensó que los romanos se quedarían allí un tiempo. Cuando comprobó que se iban a la mañana siguiente y repetían al anochecer, sencillamente pensó que eran idiotas, hasta que cayó en la cuenta de que a un ejército acampado así era imposible sorprenderlo de noche y no pudo más que irarse por ello. En comparación, el ejército cartaginés parecía una masa no demasiado cohesionada que incluía desde agrupaciones de carretas hasta rebaños de ganado, si bien Aníbal procuraba siempre mantener a su caballería agrupada y guardando el flanco más cercano al enemigo, dispuesta a ganar tiempo en caso de ataque, si es que la caballería ligera no advertía antes del mismo. Ayin debía itir que, pese a que no temía a su caballería, cada día que pasaba ganaba más respeto por los romanos y se preguntaba si de verdad podrían con ellos, pero bueno, mientras él tuviera un caballo bajo las piernas y campo delante, sabía que estaría relativamente seguro, así que dejó los pensamientos profundos para los oficiales. —Voy a dar el informe a Maharbal —dijo Múnar, que espoleó a su montura y se adelantó entre el caos del campamento. Ayin y el resto se dirigieron hacia los cercados donde mantenían a las monturas de noche. Tras cepillar a su caballo se aseguró de que tuviera a agua y pasto y, solo entonces, se ocupó de sí mismo. Buscó a sus compañeros y se unió a ellos para cenar algo antes de irse a descansar. Mañana sería otro día de jugar al gato y al ratón, y quizá pudiera clavar sus garras en alguno de esos ratones romanos, pensó mirando su manojo de jabalinas.
De pie sobre el terraplén del campamento Manlio observó el paisaje. Era un
saludable ejercicio militar al que se había acostumbrado hacía tiempo durante sus primeras campañas. Hacia el sur, a un día de marcha más o menos, los últimos rayos del sol se filtraban entre las cada vez más espesas nubes y se reflejaban sobre las mansas aguas del lago, hasta allí el terreno era llano, con algunos bosquecillos, pero terreno abierto en su mayoría. Ideal para una batalla campal tan perfecta que Manlio automáticamente pensó que esta no se produciría. Si algo había demostrado Aníbal era que nunca hacía lo que se esperaba de él. A la izquierda del lago se alzaban unas colinas boscosas y a sus pies se distinguía el campamento púnico. Una hormigueante masa amorfa en la que comenzaban a encenderse las hogueras. El camino seguía bordeando la orilla del lago y se perdía tras las colinas que llegaban hasta el mismo. Se preguntó dónde estaría el ejército de Cneo Servilio Gémino y si esa pinza que decía Flaminio funcionaría. Manlio sabía que el plan original era que ambos cónsules marcharan juntos contra Aníbal, y eso ya había fallado por la precipitación de Flaminio y la excesiva flema de Servilio, también sabía que la batalla en cuestión se produciría cuando Aníbal decidiera, y así era como se perdían las guerras, dejando decidir al adversario. Oyó pasos a su espalda y se volvió, las corpulentas figuras de Tito Persio y Lucio Sura se acercaban. En un par de ágiles saltos, pese a ir ambos centuriones cargados con cotas de mallas y grebas, subieron al terraplén. —¿Observando el paisaje? —preguntó Sura, el marso. —Estudiándolo, más bien —respondió Manlio y se volvió hacia el etrusco—. Persio, tú eres de esta región, ¿verdad? —De un poco más hacia la costa —contestó el etrusco—, pero sí, conozco la zona. —¿Sabes cómo es la orilla del lago detrás de esas colinas? Reflexionó el etrusco unos segundos, haciendo memoria. —Si no recuerdo mal, el camino las bordea y, tras esas estribaciones que se ven llegar casi hasta el agua, este se ensancha un poco, luego se vuelve a cerrar tras unas pocas millas y luego el paisaje se abre. Después son todo colinas bajas y valles a lo largo del curso del Tíber hasta Roma. Más bajas hacia la costa, más agrestes hacia los Apeninos, ya depende de a dónde se dirija el púnico o de lo rápido que se mueva Servilio y lo intercepte.
Permanecieron los tres centuriones mirando hacia el campamento cartaginés en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos, ninguno de ellos felices, a juzgar por sus ceños fruncidos. Empezó a lloviznar y, cuando la lluvia arreció, los tres volvieron a sus tiendas a descansar, guardándose para ellos sus preocupaciones.
Mirando exactamente en la dirección opuesta, impasibles ante la llovizna, cuatro ojos azules miraban hacia el campamento romano. Oscurecía ya, pero incluso por la disposición de las hogueras era posible adivinar sus perfectas formas, ordenadas en ángulos rectos. —No puedo esperar para caerles encima —dijo Ducario con los dientes apretados. —Paciencia, hermano —le calmó Corax—, ya sabes que contra los romanos las prisas siempre son malas. —Para ti es fácil decirlo, tú no eres un guerrero, pero yo llevo cinco años aguardando para vengarme de ellos y ahora, además, los manda ese mismo general. Ese Flaminio. Corax dejó pasar el insulto, estaba acostumbrado a la falta de tacto de su hermano. «Medio hermano», se corrigió. Pero él albergaba el mismo odio por los romanos. También eran familiares suyos los que habían muerto o sido esclavizados cinco años antes cuando Cayo Flamino dirigió las legiones contra ellos. Aun así el bardo, de carácter más reflexivo, sabía templar los ánimos y no solo cantando. —¿Sabías que nuestro general hizo un voto sagrado contra los romanos? — preguntó desviando el tema. —¿Un voto sagrado? —Sí, cuando era niño su padre le obligó a jurar ante el altar de uno de sus dioses que odiaría siempre a los romanos y que siempre sería su enemigo. —Entonces, ¿por qué seguimos evitándolos en lugar de darnos la vuelta y caer sobre ellos?
Estaba claro que Ducario era un guerrero formidable, pero a veces Corax se exasperaba por lo obtuso que podía llegar a ser cuando había una perspectiva de violencia por delante. Suspiró y comenzó, una vez más, a refrenar el ardor guerrero de su hermano. —Aníbal los odia tanto como tú o como yo, pero sabe controlar su odio, sabe que las guerras no son solo cargar espada en mano contra el enemigo y bañarse en su sangre. Sí, no me mires así —hizo una pausa—. Nuestro general lucha con la cabeza tanto como tú lo haces con la espada. Ha estudiado a nuestros enemigos y sabe cómo piensan. —¿Otro lector como tú? —preguntó Ducario, despectivo. —Sí, o más. Y a ti tampoco te habría venido mal aprender. —No tengo nada que aprender de esos griegos afeminados. Nuestro padre debería haberse limitado a comerciar con ellos y luego echarlos de una patada en el culo. —Por suerte no lo hizo y, gracias a eso, y a que yo aprendiera su lengua hemos podido maniobrar este invierno mejor que otros, no deberías olvidar eso. Ducario omitió toda respuesta. No le gustaba itir que su pequeño medio hermano tenía razón, pero la tenía. Corax, que había aprendido la lengua de los griegos y de los romanos desde niño a fuerza de hablar con sus comerciantes, había sabido negociar con los oficiales púnicos el invierno anterior e incluso deslizarles informaciones sobre otros grupos de galos cuando el descontento entre estos había animado a alguno a intentar matar a Aníbal y así congraciarse con los romanos. Si en algo estaban de acuerdo sin fisuras ambos medio hermanos era que no había alianza posible con Roma, se estaría sobre ellos o bajo ellos, pero no con ellos, y ese púnico parecía una herramienta perfecta para esa venganza. —¿Qué más has aprendido de nuestro muy leído general? —preguntó el guerrero. El tono seguía siendo despectivo, pero suavizado por la curiosidad. Sonrió Corax para sí mismo, su hermano no era ningún idiota, a pesar de todo, solo había que saber manejarse con él. —No le he tratado en persona, pero he hablado mucho con Sosilo.
—¿Ese griego viejo que va a todas partes envuelto en su capa roja? —Ese mismo. Un espartano, un pueblo interesante, un día te hablaré de ellos. El caso es que Sosilo ha sido el preceptor de Aníbal desde que este era un niño y lo conoce mejor que nadie. —¿Y qué has sabido por ese espartano, o griego, o lo que sea? —dijo Ducario, impaciente. —Los espartanos son griegos, hermano, como los ínsubros somos galos… —Al grano —le interrumpió el guerrero. —Aníbal lleva desde que era niño preparándose para esta campaña. Primero bajo las órdenes de su padre, un gran general, muerto en combate en Hispania. —Se cuidó de no omitir este detalle pues sabía que Ducario lo apreciaría—. Tras ello, su tío por matrimonio tomó el mando, pero dejó a Aníbal dirigiendo el ejército. Lleva mandando a hombres en combate, y luchando con ellos, desde que tiene edad de sostener una espada. Pero también ha estudiado, ha leído esos papeles que tanto te repelen. Conoce la historia de los romanos y de otros pueblos, ha estudiado cómo funcionan sus legiones y, sobre todo, ha aprendido la virtud más importante del guerrero, y que tú no tienes, hermano. La paciencia. Bufó Ducario, despectivo una vez más, pero Corax conocía ese bufido, había pinchado en un punto flaco. Si Ducario era tan buen guerrero era porque conocía sus debilidades y para compensar esa en concreto lo tenía a él, su hermano el bardo era la voz de la conciencia que lo refrenaba y le hacía recapacitar. —¿Y cuánto más tendremos que ejercitar esa maravillosa virtud de la paciencia? —preguntó el guerrero al fin calmado. —Me parece que no mucho más, hermano.
Korbis bostezó ruidosamente. —Estos madrugones no pueden ser buenos… Desde que se habían puesto en marcha Aníbal exigía que el ejército estuviera en
movimiento siempre antes del alba, de modo que los romanos siempre los vieran saliendo y contrarrestar así en cierto modo su mayor velocidad de marcha. —¿Demasiada actividad nocturna? —preguntó Garokan, guasón. —Esa mujer es insaciable… —sonrió Korbis, evocador. De un tiempo a esta parte la gala, Orla, habían sabido que se llamaba, compartía la tienda con Korbis e incluso viajaba ahora con el bagaje de los iberos. —Sí, eso podemos oír todos cada noche —dijo Bedule dispuesto a seguir la broma—. Ya podíais acampar un poquito más lejos, no está bien comer delante de los hambrientos. —No se lo tengáis en cuenta —terció Balkar—, no hablan ninguna lengua en común así que tienen que ocupar el tiempo de otra manera. —En realidad está aprendiendo nuestra lengua, es muy inteligente —dijo el soñoliento enamorado. —No será tan inteligente si está contigo —apuntó Garokan. —Viniendo de alguien con tu cara, es un comentario interesante, Garokan —se defendió Korbis. —No me lo tengas en cuenta, con tu historial me sorprende que no sea una cabra como aquella vez, cerca de Mastia… —Ya estamos con lo de la cabra. Os he dicho mil veces que… —¡Silencio de una vez! —ordenó Hanno, que marchaba con ellos—. Guardaos el resuello para caminar, o para contarme de una vez eso de la cabra. Rieron todos los iberos, pero ninguno soltó prenda. Y siguieron caminando en dirección al lago bajo la fina llovizna.
Cuando el ejército romano se puso en marcha al poco de romper el alba pudieron ver la retaguardia del ejército cartaginés doblando tras las colinas, que llegaban
hasta la orilla del lago. Luego, tras bajar de la elevación en la que habían acampado y al arreciar la lluvia, los perdieron de vista. Manlio observó a Rufo, que marchaba a su lado. La lluvia iba calando poco a poco en la piel de lobo que le cubría el yelmo y le hacía parecer un gigantesco perro triste. —O nos asamos de calor, o nos empapamos con la lluvia, aquí no hay término medio —protestó el picentino. —Maravillas de la milicia —dijo Manlio pragmático. —Al menos no se ve por ninguna parte a esos malditos númidas. —Ya, pero eso no quiere decir que ellos no nos vean a nosotros.
Cubierto con un capote con capucha, Ayin y su grupo de númidas observaban a los romanos. Puntuales como siempre, al romper el alba tenían la empalizada desmantelada, las tiendas recogidas y se ponían en marcha. Tenían órdenes de informar si marchaban o no en orden de batalla, formando líneas que protegieran el bagaje. No era así, sino la habitual larga columna de siempre, si bien con el brillo habitual algo apagado por la lluvia. Los romanos marchaban confiados y sin prevenir un ataque, algo que, aunque Ayin no lo sabía, contradecía con su doctrina militar, pero él se limitaba a observar lo que veía. El día transcurrió sin incidentes, un par de veces tentaron a un grupo de jinetes romanos, pero estos se habían vuelto recelosos y no picaron. Al caer la tarde, cuando los romanos ya se acercaban a la orilla del lago, donde el ejército cartaginés había acampado el día anterior, los númidas dieron su misión por cumplida y galoparon de vuelta al ejército que ya acampaba al otro lado de la llanura, que se abría nada más pasar la línea de colinas. Ayin no veía el momento de comer y pasar una noche descansando. En ese aspecto, se iba a llevar una desilusión.
Cneo Manlio dio su acostumbrado paseo por el terraplén del campamento. Los hombres comían y se preparaban para descansar. A lo lejos, en la ladera de una
colina que cerraba el estrecho valle junto al lago, en el lado opuesto al que se encontraba el campamento romano, se distinguía el resplandor de las fogatas del campamento púnico, un fantasmagórico halo anaranjado entre la niebla que se iba levantando del lago e iba cubriendo el valle con una manta lechosa. Habían acortado considerablemente las distancias con el ejército púnico, la batalla, fuera cuando fuera, no podría tardar mucho más y la perspectiva no le gustaba. Su miedo no venía de falta de confianza en sí mismo o en sus hombres, eran buenos y el entrenamiento intensivo los había hecho mejores. Casi todos tenían experiencia y eran de valor probado, pero desde que los cartagineses se habían plantado en Italia, siempre habían ido reaccionando a sus movimientos. Todos los planes que los romanos habían hecho, tanto el año anterior como este, se habían visto alterados por los movimientos de los púnicos y reaccionando a los mismos y esto les había costado ya miles de vidas, no solo las perdidas en Trebia, sino toda la destrucción que los cartagineses habían causado. Se forzó a desechar esos pensamientos, lo que tuviera que ser, sería. Lanzó un último vistazo al resplandor anaranjado de las hogueras donde los púnicos estarían cocinando sus cenas, charlando, tal vez bebiendo, tratando de relajarse como hacían sus hombres justo ahora. —Y como debería de hacer yo —murmuró. Y marchó a su tienda a comer algo y a tratar de descansar.
21 de junio del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Lago Trasimeno, Italia
Si Korbis pretendía descansar, o lo que fuera, entre los brazos de Orla, se quedó con las ganas. No bien hubieron descansado y comido un poco, en cuanto se hizo noche cerrada corrió la orden por el campamento. Todo el mundo preparado para el combate. —Mañana por la mañana atacaremos a los romanos conforme terminen de entrar en el valle. —Hanno iba completamente equipado. Había dejado el escudo en el suelo y el yelmo apoyado en él, pero vestía ya su linotórax reforzado con escamas de bronce, el mismo material que las grebas anatómicas que le cubrían hasta por encima de las rodillas, y del costado le colgaba su larga espada griega.
Otros oficiales como él se encontraban por todo el campamento explicando la situación a las tropas—. Aníbal quiere que todos conozcáis el plan y lo entendáis, pues una vez nos despleguemos se guardará silencio absoluto y cuando se dé la voz de ataque ya no habrá lugar para impartir nuevas órdenes, así que atended. Su audiencia la componían unos doscientos cincuenta iberos y celtíberos. Aproximadamente unos cien eran los iberos contestanos de la partida de guerra de Balkar. Los otros cien eran los celtíberos carpetanos agrupados bajo el liderazgo de Buntalos. Eran todos soldados veteranos de las campañas anteriores a Sagunto y que conocían su oficio, por lo que Hanno fue directo al grano. —Esta noche, y en silencio absoluto, nos desplegaremos en las colinas que rodean el pequeño valle que cruzamos hoy. Formaremos en las estribaciones boscosas y aguardaremos. La idea es dejar entrar a los romanos en el valle a lo largo de la calzada que bordea la orilla del lago. Más abajo de donde nos encontramos, a nuestra izquierda, se desplegará la infantería pesada libia, con una cortina de infantes ligeros y honderos por delante. A continuación iremos nosotros. Justo delante del campamento, así que al menos ahora nos cansaremos poco —algunos rieron y les dejó que bromearan antes de proseguir—. En lo alto del valle a nuestro lado formará la caballería pesada hispana y la cartaginesa. A lo largo de la otra vertiente se desplegarán los celtas. ¿Está claro hasta aquí? Asentimientos generales en los rostros ceñudos que lo observaban. —Bien. Antes de partir apagaréis el brillo de las puntas de las lanzas, armaduras, jabalinas, todo lo que reluzca, con hollín de las hogueras y, una vez que nos pongamos en marcha, queda prohibido hablar o emitir ningún sonido. Absolutamente ninguno. Al que oiga tirarse, aunque sea un pedo demasiado alto, lo cuelgo del árbol más cercano —hubo algunas risas que se apagaron cuando se dieron cuenta de que aquello no era ninguna broma—. Bien, durante la noche los siervos del campamento mantendrán las hogueras encendidas, unos cuantos hombres patrullarán con antorchas alrededor del perímetro del mismo, la idea es que todo parezca normal, pero nosotros estaremos en posición y esperando. Sabemos que con las primeras luces los romanos se pondrán en marcha y entrarán en el valle, ese será el momento más delicado. Con un poco de suerte lo harán en columna, como han ido haciendo los últimos días. Tardarán bastante en llegar hasta la infantería ligera que cierra el valle, cuando se topen con ella será la señal de atacar. Va a ser una buena carrera, pero es importante que todo el
ejército lo haga a la vez y será cuesta abajo, si conseguimos que topen con la infantería libia sin habernos detectado la trampa se habrá cerrado, de lo rápido que consigamos caer sobre ellos dependerá que se puedan preparar o no, y cuanto más se preparen más bajas tendremos, así que sed rápidos. Os diría que fuerais crueles, pero ya sé que eso no hace falta. —Los dejó, ahora sí, que rieran un poco antes de ordenar que se pusieran en marcha. Se pasaron carbones por las moharras de las lanzas para oscurecerlas y fueron a tomar posiciones, figuras fantasmales comenzaron a pasar por detrás de ellos una vez que se hubieron desplegado y ocultado entre los arbustos. Balkar se envolvió en su sagum y trató de dormir, no era la primera noche que pasaba al raso en su vida y de nada le serviría estar despierto y nervioso. A su lado Garokan y Korbis ya roncaban a pierna suelta, Bedule estaba de guardia unos pasos más hacia delante y a Turibas no se le veía por ninguna parte. Una figura silenciosa vino a sentarse al lado de Balkar. Era Hanno. —Hazme un hueco, anda —susurró el púnico, que se dejó caer envuelto en su sagum ibero—. A esos no hay que decirles que se relajen —añadió señalando con el mentón a los durmientes Garokan y Korbis. Balkar se llevó el índice a los labios indicando silencio. Luego señaló a un árbol e hizo un gesto como si alguien tirase de su cuello con una cuerda, sacando la lengua y cerrando los ojos. Hanno tuvo que contener la risa y se echó a dormir tranquilizado por el sosiego de esos iberos impasibles.
Ducario caminaba una y otra vez el mismo recorrido. Había dejado ya una hilera de hierba aplastada por el camino que seguía para ir y volver entre dos árboles. Imponente en su atuendo guerrero, con su pelo casi blanco y de punta, lavado con agua y cal, algo en él y su ir y venir recordaba a un león encerrado en una jaula demasiado pequeña. Sus hombres trataban de descansar entre los árboles alrededor, donde tenían amarrados a los caballos, pero él no podía dormir. El camino que rodeaba el valle hasta su posición había transcurrido con calma. Llevando a los caballos de las bridas, tanto los guerreros a pie como los jinetes habían seguido a sus guías, casi todos oficiales o soldados púnicos que los habían distribuido a lo largo de la línea de colinas, unos metros por detrás de la linde del bosque.
De pie, mirando la luna menguante que asomó por un hueco entre las nubes, pensó en cuánta razón tenía su hermano. No contaba con el don de la paciencia, pero había esperado ya demasiado. Cinco años antes, siendo aún un joven guerrero había sobrevivido a la matanza que ese mismo Flaminio había causado en su pueblo. Cinco largos años de humillación y tributos a los romanos podían terminar hoy. Miró de nuevo hacia el este, pero aún no clareaba, parecía como si esa noche no fuera a terminar nunca.
Alguien le sacudió el hombro y despertó sobresaltado. Al abrir los ojos le costó ver algo en la penumbra, pero reconoció el rostro de Balkar, que le indicó que guardara silencio. Hanno se incorporó entre los arbustos, tenía el sagum cubierto de gotas de rocío, se sacudió un poco y miró hacia el este, de donde tímidamente comenzaban a salir los primeros rayos del sol. A su alrededor, iberos y celtíberos se sacudían la humedad y trataban de desentumecer los músculos. Algunos mordisqueaban trozos de pan o tocino que se habían traído con ellos, pero la mayoría esperaban pacientemente. Turibas, que se encontraba semioculto entre los últimos árboles, los llamó con unos gestos. Balkar y él se acercaron hasta donde estaba el vigía, desde su izquierda, Buntalos, cubierto con su piel de oveja, se acercó también. El valle estaba cubierto de una espesísima niebla casi hasta los primeros árboles, por eso les costó ver lo que señalaba el vigía, pero pronto lo distinguieron, una sombra alargada se movía entre la niebla, una sombra de la que ocasionalmente emanaba un brillo metálico, pronto también oyeron el acompasado ritmo de las caligae de los legionarios. Los romanos estaban entrando en el valle y los cuatro sonrieron con sonrisas de depredadores. Si desde su posición era difícil verlos, desde allí abajo sería imposible ver nada.
«Es imposible ver nada más allá de algunos pasos», pensó Cneo Manlio nervioso, pero se abstuvo de decir nada, a su alrededor podía apreciar el nerviosismo de sus hombres. Sabían que el enemigo estaba cerca y avanzar a ciegas entre esa masa lechosa los estaba poniendo de los nervios. —Esperemos que el sol levante pronto y despeje esta maldita niebla —murmuró
Rufo. —Así podremos quejarnos del calor —añadió Manlio. Rio el signifier, que no esperaba una broma del ceñudo centurión. —Sí, mejor quejarnos del calor, se supone que estamos en verano. Justo cuando terminó de decirlo apareció a su lado Marco Emilio, el prefecto, montando a caballo. —Centurión, ¿todo bien por aquí? —preguntó el estirado niñato. ¿A qué venía esa pregunta? ¿No tenía ojos? —Pues hasta donde puedo ver, que no es mucho, sí. ¿Sabe si la caballería está reconociendo el terreno frente a nosotros? —preguntó Cneo Manlio. —No, ya reconocieron el terreno ayer al atardecer, ahora cabalgan alrededor del convoy de pertrechos. De todas maneras, iré a preguntarle al cónsul si piensa mandar algún escuadrón a reconocer el terreno. Y sin esperar respuesta tiró de las riendas y se perdió entre la niebla hacia la retaguardia. Cneo Manlio se acordó de su anterior prefecto, muerto en Trebia. Uno que se ponía demasiado delante y otro que no había manera de verlo en vanguardia, desde luego, no tenía suerte con sus oficiales al mando, quizá el joven Publio Cornelio, aunque ese también los había metido en un buen lío. —Allá va a lamerle el culo al cónsul ese niño rico —dijo alguien más atrás. —¡Silencio en las filas! —rugió Manlio dando un paso a un lado y mirando pasar a sus hombres. Todas las caras estaban fijas en el cogote del legionario que les precedía, inexpresivas—. Como vuelva a oír un comentario así vais a cavar las letrinas de los campamentos hasta que el velite más joven llegue a triarii, ¿está claro? Dejó pasar a sus hombres y esperó hasta que llegó su segunda centuria con Tito Persio al frente y se puso a caminar a su lado, ligeramente apartados de los hombres.
—¿Problemas en las filas? —preguntó este. —Un par de bocazas, nada serio. —Ya he visto a nuestro valiente prefecto… —Sí, a salvo con nuestro querido cónsul frente a la primera legión. —No te preocupes —dijo Persio muy serio—, si hay problemas vendrá a ponerse al frente de nosotros, valientes extraordinarii, cabalgando en su brioso corcel y nos llevará a la victoria. Rieron ambos veteranos ante el poco probable escenario, y Manlio aceleró el paso para volver a su puesto al frente de la formación. Ojalá esa maldita niebla se fuera pronto.
«Ojalá esa maldita niebla se fuera pronto», pensaba Ducario, de pie y sujetando a su caballo por la brida. La larga sombra que formaba el ejército romano internándose en el valle era visible desde donde él se encontraba, pero no se apreciaban detalles. El sol ya se levantaba lentamente por el este. Más abajo, a varias millas de distancia, donde deberían estar los lanceros libios de infantería pesada, creyó distinguir algunos brillos entre los árboles. Miró hacia la masa oscura que se movía entre la niebla, estaban ya cerca, muy cerca. —A caballo —dijo a sus hombres, que montaron sin una palabra. Unos cincuenta jinetes pesadamente armados. Casi todos vestían cotas de mallas y todos, sin excepción, llevaban pesados escudos redondos decorados con motivos geométricos y ajedrezados de cuadros negros y verdes. Se abrocharon los yelmos y sujetaron firmemente las lanzas. Ya casi había llegado el momento.
Ya casi había llegado el momento. Balkar acababa de terminar su acostumbrado repaso del material, se quitó el sagum y lo dejó colgado de unas ramas. Esa noche, si seguía vivo, podría volver a recogerlo, si estaba muerto, bueno, en ese caso no tenía que preocuparse por él. A su alrededor todos hacían lo mismo. Era cuestión de momentos que los romanos toparan con las tropas ligeras que
cerraban el paso y que los lanceros africanos les cayeran encima. A su lado, Hanno embrazaba su escudo redondo, un escudo griego, de madera recubierta por una fina lámina de bronce que iba sujeto al brazo en lugar de agarrarse por un asa central como los de iberos, celtas o romanos, no desenvainó la espada pues les esperaba aún una larga carrera y un tropezón podría significar herirse con su propia arma. Ya quedaba menos, empezaron a sudarle las manos, clavó el soliferrum en el suelo y se secó la palma de la mano en la túnica. Iba a agarrar de nuevo la jabalina cuando le pareció oír algo. ¿Qué había sido eso?
¿Qué había sido eso? Manlio escuchó lo que le parecieron pasos apresurados al frente, unas siluetas se perfilaron en la lechosa atmósfera, unas siluetas que blandían en sus manos unas cuerdas que le eran familiares. —¡Escudos al frente! —gritó conteniendo un punto de pánico y alzando su pesado escudo frente a él. Sus hombres, entrenados hasta el automatismo, alzaron al punto los escudos formando un frente unido. El centurión se habría sentido orgulloso si hubiera tenido tiempo, pero inmediatamente oyó los restallidos de las hondas. Los proyectiles cayeron sobre ellos como letal granizo y la mitad de su primera fila cayó al suelo así como varios hombres de los flancos. No pensaba quedarse quieto y ser acribillado. Desenfundó su kopis y lo blandió en el aire. —¡¡¡Cargad!!!
—¡¡¡Cargad!!! —bramó Hanno cuando los primeros gritos y ruidos de combate emergieron de la niebla. Un rugido inundó el valle de punta a punta cuando una ola de casi cincuenta mil hombres y caballos surgió a lo largo de los bosques cargando sobre la casi invisible columna romana. Seguido por los hispanos Hanno corrió colina abajo, comenzaba a internarse en la niebla cuando distinguió siluetas entre ellas, sacó entonces su espada y cargó contra la más próxima.
Marco Emilio palideció como todos cuando el bramido del ejército cartaginés llenó el valle. A su alrededor todo el mundo se detuvo mirando alrededor. Un caballo se encabritó lanzando al suelo a uno de los tribunos que acompañaban al cónsul, el cual miraba a su alrededor tan desconcertado como los demás. —¿Qué ocurre, qué es ese ruido? —gritó Flaminio. Los sonidos llegaban distorsionados por la niebla, pero a ambos lados se escuchó el inconfundible sonido de dos masas de hombres chocando, o mejor dicho, de una masa de hombres arrollando a otra. A los gritos de guerra se añadieron relinchos, alaridos de dolor, entrechocar de armas y gritos de pánico. En pleno desastre Cayo Flaminio pareció recuperar el sentido militar y la templanza que le habían faltado en las semanas y meses anteriores. Ordenó a los hombres que tocaban los cornibus que transmitieran la orden de formar en cuadro. Era la orden correcta, o lo hubiera sido cinco minutos antes. A lo largo de la línea los músicos que seguían vivos repitieron la orden y los centuriones y tribunos que no habían sucumbido al pánico comenzaron a formar a sus hombres para organizar la defensa. Flaminio comenzó a despachar a sus tribunos con órdenes de restablecer la línea, aunque era una misión imposible, estos partieron y se adentraron entre la niebla. Ninguno de ellos llegó a su destino. —¡Marco Emilio! ¡¡¡Marco Emilio!!! —gritó el general. El aludido salió de su ensimismamiento y miró al cónsul. —¿Qué hace ahí quieto como un pasmarote? ¡Vaya con sus hombres ahora mismo! Emilio recordó dónde debería estar su puesto, tiró de las riendas y clavó los talones en las ijadas de su caballo lanzándose entre la niebla en dirección hacia donde creía que estaría la vanguardia. Comenzó a cruzarse con legionarios que huían presas del pánico, algunos reducidos grupos habían formado en círculo, casi espalda con espalda y blandían sus armas hacia la niebla. Marco Emilio los ignoró a todos, tenía que reunirse con sus hombres y siguió galopando, pronto vio otro grupo difuso entre la bruma, retuvo a su caballo y escudriñó tratando de identificar si eran amigos o enemigos. Alguien del otro grupo tuvo la vista más aguda y lo último que Marco Emilio vio fue una extraña jabalina de hierro que volaba recta hacia su pecho y lo derribaba de su caballo. Ya estaba muerto cuando impactó contra el suelo.
Después de que Garokan derribase al jinete con su soliferrum, el grupo de iberos apuntó en esa dirección con sus lanzas, pero el jinete venía solo. Hasta ahora la poderosa carga de los hispanos había golpeado el vacío. El grupo de jinetes que habían vislumbrado había picado espuelas y no habían encontrado a nadie. Se reagruparon a tomar aliento y escucharon. A ambos lados atronaba el combate, pero ante ellos no había nadie; un tanto desconcertados, todos miraron a Hanno, este miró alrededor entre la niebla, a su izquierda clareaba la luz del sol, por lo que el sur y el lago seguían frente a ellos, llegarían hasta el enemigo o hasta el agua y una vez allí decidirían.
Manlio desvió una punta de lanza con el escudo y golpeó el asta con su espada, quebrándola, pero tuvo que retroceder en cuanto la punta de otra buscó su cara. La carga de sus hombres, precedida de una lluvia de pila había dispersado a los honderos. Estos les habían causado muchas bajas, pero al menos se habían librado de ellos justo a tiempo de prepararse para encarar la carga de los lanceros libios. El manípulo de Manlio, dos centurias en total, habían formado una línea tratando de contener a los púnicos, ganando tiempo para que el resto del ejército siguiera avanzando y saliera de aquella ratonera, pero la masa de lanceros los iba empujando irremisiblemente hacia el agua a sus espaldas. Tito Aelio, su optio, se abrió paso hasta donde se encontraba Manlio. —Centurión, el resto de los extraordinarii y más o menos la mitad de la primera legión de aliados han conseguido pasar, pero el hueco se ha cerrado y los últimos hombres ya están metidos en el agua. El resto del ejército se debe de… Lo que debiera de haber pasado al resto del ejército en opinión de Tito Aelio nunca se sabría. Un proyectil de honda impactó en el lateral de su casco y lo atravesó, así como el cráneo del joven samnita, que cayó muerto sobre Cneo Manlio. Trastabilló este y estuvo a punto de caer. Retrocedió otro paso y otro hacia su izquierda. Los lanceros los habían rebasado y ahora toda retirada era imposible. Parando golpes de lanza, Manlio se vio forzado a retroceder más y más hasta que notó las frías aguas del lago a sus pies. La trampa se había cerrado del todo y él había quedado junto a sus hombres del lado malo de la misma.
Ducario clavó su lanza en la espalda del romano que trataba de huir, sintió el chasquido de los huesos que se rompían atravesados por la punta de hierro y desclavó la lanza. El grupo del legionario había aguantado dos de sus cargas, pero se había roto a la tercera y sus hombres mataban a los fugitivos. Levantó la lanza de nuevo y la sangre que chorreaba por el asta le llegó a la mano. Llevaban toda la mañana masacrando grupos de romanos que trataban en vano de resistir aquí y alla. El sol comenzaba a despejar la niebla y la visibilidad fue aumentando. El desastre para los romanos era completo, aunque en varios lugares habían conseguido organizarse y resistían, era solo cuestión de tiempo que los aplastaran. El galo miró a su alrededor buscando un objetivo y entonces lo vio, entre los jirones de niebla un grupo de romanos había formado una muralla de escudos y resistía las acometidas de los guerreros celtas que los atacaban, alentándolos a caballo un hombre con una capa roja los dirigía desde el interior. Comenzó a agrupar a los hombres a su alrededor y señaló a Flaminio con la lanza, todos entendieron. Su venganza estaba a tan solo unos cientos de pasos de distancia.
«Eran buenos hombres», pensó el cónsul. Había conseguido agrupar a unas cuantas centurias a su alrededor y resistían. Sabía que era un esfuerzo fútil pero seguían aguantando. Sus doce lictores, la escolta del cónsul, habían dejado las fasces y ayudaban a un par de centuriones a reforzar la línea y mantenerla. Formaban una media luna con los hombres de los extremos metidos hasta las rodillas en el lago. El propio Flaminio, en el centro y a caballo, sostenía en su mano izquierda el águila de la primera legión, cuyo portador había muerto hacía rato y en la derecha sostenía el gladio mientras impartía órdenes y animaba a sus hombres que peleaban como lobos acorralados, que es lo que realmente eran. Un grupo más allá de la línea llamó su atención, se trataba de un contingente de caballería celta y se estaba preparando para cargarles, avisó a sus hombres en esa dirección, pero poco podían hacer. Hacía tiempo que todas las lanzas de los triarii que estaban con ellos estaban rotas, aun así un centurión que parecía que se había bañado en sangre reorganizó a sus hombres y los encaró ante la nueva amenaza. El jefe que dirigía a los celtas alzó su lanza y espoleó a su caballo, que se alzó de manos y se lanzó al galope seguido por sus hombres. Flaminio estuvo casi
seguro de que la lanza del galo lo apuntaba a él, pero permaneció impasible mientras sus hombres cerraban escudos y aguardaban el impacto.
Ducario se abalanzó seguido por sus hombres hacia la línea de romanos con la vista fija en el jinete de la capa roja, el cien veces maldito Cayo Flaminio que aguardaba arrogante. A un paso de la línea de escudos su caballo saltó sobre ellos. Un centurión trató de golpearle, pero fue empalado por el jinete que cabalgaba a su lado. La línea de agotados infantes romanos saltó hecha pedazos por la brutalidad de la carga, pero Ducario solo tenía ojos para el general. Uno de sus escoltas trató de atacarlo, pero su caballo lo arrolló al pasar, ya casi estaba sobre él cuando este espoleó a su caballo y cargó, mejor, no quería cazarlo como a un cobarde. Flaminio desvió la punta de lanza con su gladio y cuando el celta le hubo pasado le golpeó con el movimiento de vuelta en el hombro. La cota de malla del galo paró el filo, pero el golpe casi lo desarzona. Se separaron unos metros, giraron y se acometieron de nuevo. El galo gritó de furia, pero se obligó a calmarse, tenía la ventaja y no debía desaprovecharla. Previendo el movimiento del romano, Ducario apuntó más abajo alzando la lanza en el último momento. Funcionó. La punta impactó en el centro de la ornamentada coraza del general y la atravesó empalando al cónsul. El golpe fue tan brutal que Flaminio salió despedido del caballo con la mitad de la lanza clavada en el pecho, pues se había partido por el impacto, y quedó agonizante tendido en el suelo. Alrededor la carga de los jinetes celtas había roto del todo la formación romana y los guerreros a pie les cayeron encima con renovado brío. Algunos intentaron huir hacia el lago y los mataron en la orilla o se ahogaron bajo el peso de sus armas, la mayoría cayeron luchando donde se encontraban. A Ducario no le importaban, descabalgó, sacó su larga espada y se dirigió hacia donde estaba tendido Flaminio. Tres palmos de madera de la lanza le asomaban del pecho, estaba tendido de espaldas, rodeado de cadáveres y con un charco de su propia sangre extendiéndose a su alrededor. Miraba hacia su derecha y con dedos torpes trataba de alcanzar el pomo de su espada. Ya casi lo tenía cuando el galo le pisó los dedos. Apretó hasta sentir los huesos crujir y el cónsul romano emitió un gorgoteante gemido, con la boca y la nariz chorreando sangre. Ducario descargó un golpe con su espada y le cortó el brazo derecho a la altura del codo. Flaminio trató de gritar, pero solo le salió una tos húmeda, se miró el muñón con ojos desorbitados y luego miró al galo a los ojos, dejando caer la cabeza finalmente. El celta quería ver el miedo en sus ojos, pero no lo había, Cayo Flaminio era un
general incompetente, pero no un cobarde y la última mirada antes de que el galo lo decapitase fue una mirada de desafío. Aunque contrariado por la actitud de Flaminio, Ducario agarró la cabeza del cónsul y la alzó para que sus hombres la vieran, no había sido como él se esperaba, pero daba igual, la venganza era suya.
El romano apuñaló a Korbis con la espada, que se clavó profundamente en su muslo, trató de retroceder pero cayó al suelo, el legionario alzó su espada para rematarlo, pero Garokan le clavó la lanza en la axila y lo mató al instante. Korbis retrocedió arrastrándose como pudo y vio al agonizante Turibas, quien agarraba con ambas manos el pilum que le atravesaba el abdomen y miraba al vacío con ojos vidriosos. El grupo de Hanno había, por fin, encontrado enemigos y estos estaban siendo duros de pelar. Se trataba de dos centurias muy menguadas, pero que mantenían la formación y resistían, acometidos por un lado por los lanceros libios y por el otro por la formación de hispanos, sus números menguaban, pero se negaban a ceder y había que matarlos uno a uno, y entre tanto ellos hacían sus bajas. Balkar agradeció una vez más haber despojado a aquel muerto de Trebia de su cota de malla cuando sintió la hoja del gladio de su rival deslizarse sobre los eslabones metálicos. Las distancias se habían vuelto demasiado cortas, así que dejó caer la lanza, empujó con el escudo y aprovechó el hueco para sacar la falcata. A su lado, Hanno empujó con su gran escudo redondo y Balkar aprovechó el hueco para golpear, impactó en el hombro del legionario que había detrás, destrozando músculo y articulación, gritó el romano dejando caer su espada y Balkar golpeó de nuevo, esta vez de punta, le clavó su arma en el pecho y cayó muerto. Asomó por encima de su escudo buscando un nuevo rival y a punto estuvo de que lo mataran. El golpe vino desde arriba y se hundió profundamente en el filo de su escudo. Retrocedió el ibero y su rival, un centurión, pudo apreciar por la cimera de su caso, desclavó la espada y alzó el escudo, se miraron el uno al otro, midiéndose. El romano tenía el escudo destrozado, cubierto de golpes y hecho astillas en varios puntos por los impactos de los honderos, pero se mantenía firme y alzaba su espada alzada y apuntándolo. Se parecía a su falcata, pero más larga. La sangre le llegaba casi a los codos y le salpicaba la cara. Se tantearon el uno al otro, entonces, lanzó
Balkar un golpe bajo con la falcata y lo bloqueó el romano que contratacó por arriba, siendo su golpe también bloqueado. Apartó la espada del romano con su escudo y pateó el del centurión que no esperaba ese golpe, lo siguió con un tajo brutal de arriba a abajo que desestabilizó al centurión y lo hizo retroceder, pero no tenía a dónde, bloqueando el brazo del arma con su escudo, Balkar presionó aún más, descargando un golpe tras otro hasta que el romano no pudo levantar el escudo una última vez y, en lugar del escudo, le golpeó en el casco, que se quebró ante el inclemente filo de la falcata, así como la cabeza del centurión que se partió en dos casi hasta los dientes.
Tras casi tres horas combatiendo apenas quedaban unos cincuenta hombres en el manípulo de los ciento sesenta originales. Con el agua del lago ya por medio muslo peleaban por el puro instinto de seguir vivos un segundo más, cerrando los huecos que dejaban los caídos y tratando de mantener los escudos alzados. Pero acosados por los libios por un lado y los hispanos por otro, sin retirada posible, era una lucha sin esperanza y que no iba a durar mucho más. Cneo Manlio miró a su alrededor en un momento de respiro y vio como un guerrero ibero le partía en dos la cabeza a Tito Persio, que cayó en el barro de la orilla. Los hombres de su centuria comenzaron a ser arrollados por los hispanos que, una vez muerto su centurión, comenzaron a deshacer sus filas, algunos tiraron los escudos y trataron de adentrarse en el lago. Los más de ellos, sin embargo, retrocedieron sin dejar de dar la cara al enemigo y se unieron al cuadro de Manlio. Los lanceros libios, los primeros que habían entrado en combate del ejército cartaginés, también estaban agotados y Cneo Manlio decidió que si les quedaba alguna oportunidad de sobrevivir, sería por allí. Sacando fuerzas de flaqueza, chapoteando con el agua por las rodillas y pisoteando las cañas apartó una punta de lanza con el escudo, otra con la espada y cargó por el hueco. Tras él, el fiel Rufo avanzó con el signum en alto y allá fueron los restos del manípulo. Con un grito mezcla de ira y desesperación Manlio se lanzó sobre uno de los desesperados lanceros, que había dejado caer su arma y trataba con nerviosismo de desenfundar su espada. El centurión no estaba dispuesto a darle la oportunidad y golpeó brutalmente con su kopis alcanzándole en la base del cuello y casi decapitándolo. A su lado, Rufo pateó el escudo de otro lancero que fue apuñalado por un legionario que venía detrás. Habían logrado abrir hueco entre el muro de lanzas y, si bien los lanceros eran temibles en la media
distancia, en el cuerpo a cuerpo no eran rivales para los legionarios que comenzaron a abrirse paso entre ellos dejando un reguero de cuerpos a su paso. Avanzó Manlio como el Marte Vengador de sus phalerae sin notar que, a su espalda, los últimos de sus hombres, trabados aún con los hispanos, no podían seguirlo y que la retaguardia de los libios se había desplegado frente a él y formado un nuevo muro de lanzas. Desclavó su arma de otro de los libios que quedó en el suelo vomitando sangre. Por instinto de soldado había mantenido el escudo en alto frente a él y eso le salvó la vida cuando dos lanzas de la rehecha formación enemiga impactaron contra él. No tuvo tanta suerte Rufo, que recibió un lanzazo en el costado que hizo saltar sangre y eslabones de la cota de malla, retrocedió el signifer con una mueca de dolor pero sin bajar el estandarte, y también lo tuvo que hacer Manlio ante la nueva acometida de los lanceros que los empujaban inmisericordes hacia el lago. A su alrededor quedaban unos diez extraordinarii aún en pie. Cercados por un muro de lanzas y que retrocedían lentamente en el agua, acosados como animales. Había un cañaveral a su derecha, ya no tenía sentido seguir luchando, todo estaba perdido así que tocaba salvar la vida. —Legionarios, a las cañas y tratad de perderlos allí, vamos, ¡ahora! Titubearon un instante, reacios a romper la formación, uno de los lanceros avanzó un paso y empaló al último legionario de la fila que cayó bajo el agua sin tiempo ni de gritar. —¡Ahora, vamos, moveos! —les aulló Manlio desesperado. Destrabándose como pudieron los legionarios comenzaron a correr hacia las cañas con el agua por las rodillas. Pasaban por detrás de Cneo Manlio, que apartaba lanzas con espada y escudo como podía. Una vez en el cañizal soltaron los escudos y fueron desapareciendo entre las altas plantas acuáticas. Quedaron solos Rufo y Manlio. —Vamos, chaval, corre… Pero Rufo estaba mortalmente pálido, el agua a su alrededor tenía una tonalidad rosada y apretaba las mandíbulas con una mueca crispada. El signifer no estaba para correr a ningún sitio. Sin pensarlo dos veces, Manlio alzó su escudo fuera
del agua y se lo lanzó a los dos lanceros más cercanos, el óvalo de más de un metro de largo y casi diez kilos de peso hizo trastabillar a los púnicos que retrocedieron intentando destrabar sus lanzas, mientras tanto, el centurión agarró a Rufo por las axilas antes de que se derrumbara y lo arrastró entre las cañas, este sujetaba testarudamente el signum por el agua. —¿Quieres soltar eso de una puta vez? —gruñó Manlio. —No… —murmuró el joven con un hilo de voz. Y así, tirando del signifer que arrastraba su signum se alejó chapoteando entre las cañas en pos de sus hombres.
Publio Sura, el centurión marso, miró atrás. Habían conseguido abrirse paso casi todos los extraordinarii, menos el manípulo de Manlio, y parte de la primera legión de auxiliares. Era mediodía y ahora que la niebla se había disipado pudo contemplar la magnitud del desastre. Aún quedaban algunos núcleos de resistencia, pero estaban siendo aplastados sin piedad. Toda la orilla del lago era una enorme matanza. Un ejército consular completo masacrado casi impunemente. Al marso un escalofrío le recorrió la espalda, jamás había visto algo así, y todo por la testaruda incompetencia de ese cónsul romano. Habían coronado una colina cercana y formado un cuadro donde resistir y acoger a los fugitivos, pero Sura se dio cuenta rápidamente de que no iba a haberlos, así que se fue a buscar al tribuno al mando de los auxiliares, había que irse de allí antes de que los púnicos repararan en ellos.
Garokan enfundó su espada tras limpiarla en la túnica de un muerto. Abrió y cerró los dedos, entumecidos tras horas empuñando un arma. Tenía la mano cubierta de sangre, casi toda ajena, pero también propia de una docena de cortes y arañazos, aunque no le preocupaban. Poco a poco se dejó invadir por el cansancio. Era una sensación conocida y desagradable, el frío de después de la batalla, cuando tras el miedo, la ira y la furia, la energía te abandonaba por completo, pero también quería decir que aún seguías vivo para contarlo. Se dirigió hacia donde se congregaban sus camaradas. A su lado caminaba Hanno, con la mirada perdida dirigida al frente, sin rastro de su habitual sonrisa, llevaba
el escudo colgado a la espalda y el yelmo en la mano, un vendaje sanguinolento alrededor de la frente. —¿Todo bien, cartaginés? —le preguntó. —¿Eh?… Sí, sí, solo un corte… —dijo palpándose el vendaje con la mano libre. Llegaron hasta el círculo que formaban sus camaradas, todos más o menos intactos, cubiertos de mugre y de sangre, pero casi toda ajena, menos Korbis, que se mantenía en pie sujetado por Bedule con el rostro pálido y el muslo vendado. De rodillas en el suelo, junto al cuerpo muerto de Turibas, Balkar trataba de extraerle el pilum del abdomen. Salió este finalmente con un desagradable sonido de succión y el guerrero lo tiró a un lado antes de ponerse de pie. Le habían cerrado los ojos y su rostro muerto parecía aún más joven, terriblemente pálido, ¿qué edad tenía?, ¿dieciocho, diecinueve años? Garokan no lo sabía, pero se encogió de hombros. Era triste, pero siempre había bajas. «Mejor él que yo», pensó, a sabiendas de que todos estaban pensando algo similar, aunque ninguno lo diría, al fin y al cabo, la única victoria para hombres como ellos era seguir vivos. —¿Ha habido muchas más bajas? —preguntó al fin Hanno. Tardaron en contestarle. Había una docena larga de heridos y, aparte de Turibas, tres o cuatro muertos más, así que la cosa había ido bastante bien, especialmente si uno lo comparaba con los miles de cadáveres desparramados por los alrededores. Se fue el cartaginés a comprobar cómo estaban los celtíberos de Buntalos y Garokan dejó a sus compañeros que reunieran las armas del muerto. Buscó un árbol sin muchos muertos alrededor, se sentó con la espalda apoyada en el tronco y miró a su alrededor. Era inquietante lo desoladora que podía resultar una victoria, cómo sería una derrota…
La cabeza rodó por el suelo hasta que Corax la detuvo con el pie y la giró hasta dejarla con la cara mirando hacia el cielo. —¿Es él? —preguntó. —Es —dijo su hermano mientras se limpiaba las manos tras lanzar al suelo el macabro trofeo—. Yo mismo lo maté. Luego te contaré los detalles, creo que
podrás sacar para una canción con ellos. —Se llamará Venganza —dijo sonriente el bardo. Ambos sabían que Aníbal había mandado buscar el cuerpo de Flaminio para darle los honores que un general merecía. Que tuviera suerte, pensaron los galos, el único honor que pensaban darle era dejar que se pudriera su cabeza en lo alto del poste frente a su tienda. En cuanto al resto del cuerpo lo habían lanzado al lago, que alimentara a los peces.
Pugna magna victi sumus
22 de junio del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Inmediaciones del lago Trasimeno, Italia
Bebió el último y lanzó la copa de cerámica en el interior de la tumba, que se partió al impactar con las armas de Turibas. Una vez doblada su falcata y su soliferrum los habían colocado junto a la urna donde habían depositado sus cenizas. Habían construido las tumbas en lo alto de la colina más alta de las que rodeaban el campo de batalla. Eran algo toscas, ninguno de ellos era constructor, pero servirían. Unos humildes cuadrángulos construidos con piedras donde las cenizas de sus cinco camaradas caídos, uno de los heridos había muerto a las pocas horas de la batalla, descansarían para siempre. Balkar se agachó y colocó encima el escudo del caído, permanecieron en silencio un tiempo y luego, sin más ceremonia, lo cubrieron todo con tierra. Los muertos descansaban y ahora correspondía a los vivos la complicada tarea de seguir estándolo.
Se detuvo un segundo para desclavar el venablo de su escudo y lo volvió a alzar. Tal como se había temido, en el momento en que los cartagineses repararon en los hombres que se habían abierto paso lanzaron sobre ellos a la caballería númida que los había estado hostigando todo el día. El tribuno que los mandaba había insistido en subir a una elevación cercana, fácilmente defendible y resistir allí esa noche y descansar. Publio Sura sabía que eso era un error. Sin agua ni víveres ningún sitio era defendible, su única esperanza era seguir moviéndose y, tal vez, enlazar con las tropas del cónsul Servilio Gémino, pero era cierto que los hombres estaban extenuados, cargaban con los heridos que podían caminar y esos malditos númidas les iban causando un pequeño pero constante goteo de bajas, así que el marso se resignó a subir a la colina sin saber si bajaría de ella.
Ayin observó al centurión desclavando el venablo del escudo, casi le había dado,
pero ese viejo zorro no dejaba huecos y se protegía bien. Sopesó otro venablo en las manos e hizo trotar a su caballo a una distancia prudencial de la formación romana buscando su oportunidad. Otros, sencillamente se acercaban y lanzaban parabólicamente, esperando alcanzar a alguno de los que se encontraban dentro de la formación, pero Ayin era un cazador cuidadoso, y le gustaba seleccionar a sus presas. Siguió acechando al centurión cuando oyó que lo llamaban, se dio la vuelta y vio que Maharbal, el general de caballería, le hacía señas. Trotó hasta el cartaginés, que observaba a los romanos tomando posiciones en lo alto del cerro. —¿Señor? —dijo el númida al llegar a su altura. Maharbal se volvió hacia él, el cartaginés era un jinete nato que había hecho carrera en Iberia sirviendo junto a Aníbal. De facciones duras, muy marcadas y rostro atezado por la intemperie, cuando estaba en el suelo, con sus piernas ligeramente arqueadas, producto de una vida a caballo, se le veía algo torpe, fuera de lugar, pero a caballo era tan bueno como el mejor y los númidas lo respetaban y lo seguían ciegamente. —Esos romanos van a estar ahí esta noche, puedo mantenerlos vigilados, pero si deciden salir en fuerza no podré pararlos. Busca a Aníbal o a Magón, diles que si me mandan suficiente infantería puedo rendirlos o matarlos aquí y ahora. Vamos, si sales ya puedes llegar antes de que termine de anochecer. Sin esperar más explicaciones Ayin hizo girar a su caballo y partió al galope. Maharbal no hizo más caso del jinete y continuó distribuyendo a sus hombres alrededor de la colina, si un solo romano escapaba de esa colina estaba dispuesto a comerse sus bridas.
Lucio Rufo había sido un hombre alto, así que habían tenido que cavar mucho. El día metidos con el agua hasta la cintura entre los cañaverales y la huida al amparo de la oscuridad habían sido demasiado para el malherido optio, quien había muerto abrazando el signum que se había negado a soltar y en brazos de los compañeros que cargaban con él. Lo enterraron bajo un roble del bosquecillo donde se habían ocultado para pasar la noche. Cavar usando los pugios había sido agotador, pero les ayudó a mantenerse despiertos. Lo preceptivo habría sido quemar su cuerpo, pero encender un fuego en esa zona infestada de caballería
cartaginesa habría sido suicida, así que lo tendieron en el fondo de la estrecha fosa, con su armadura y el signum entre los brazos. No tenían moneda para Caronte, así que Manlio arrancó uno de los discos de plata de sus phalerae, el que llevaba el escudo le pareció el más apropiado, y se lo colocó en el puño cerrado, esperaba que eso fuera suficiente pago para el hijo de Érebo y Nix. —¿Qué hacemos ahora, centurión? —susurró Marco Fonteyo, uno de los seis legionarios que seguían con él. «Esa sí que es una buena pregunta, ¿ahora qué?». Se dijo. —Descansaremos aquí un rato. No hace mucho que ha anochecido, cuando la luna se oculte un poco entre las nubes nos moveremos otra vez y antes de que amanezca buscaremos un lugar oculto donde pasar el día. Y cuando anochezca nos moveremos de nuevo. —¿Y qué vamos a comer? —preguntó Cayo Septimio, otro de los supervivientes. —Algo encontraremos. Esta parte de la región aún no ha sufrido los rigores de la guerra y, conforme nos acerquemos a Roma, estaremos más seguros. «O eso espero…». —¿Vamos a Roma entonces? —preguntó Fonteyo. —No se me ocurre otro sitio… —Y era cierto, no se le ocurría—. Ahora descansad, yo montaré guardia.
23 de junio del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Inmediaciones del lago Trasimeno, Italia
Amanecía y la luz del sol confirmó los temores de Publio Sura. Aprovechando la oscuridad los púnicos habían traído infantería y habían rodeado la colina. Miró a sus hombres, que llevaban dos días sin comer ni beber y que apenas tenían fuerzas para sostener los escudos. Trató de parecer tranquilo, les animó con unas
palabras y palmeó unos cuantos hombros antes de ir a ver al tribuno, que observaba a los cartagineses con cara de estar viendo ante sí las puertas abiertas del inframundo. Y bien podía ser cierto. Un jinete se adelantó de entre las filas cartaginesas y se paró a mitad de la pendiente, en tierra de nadie. Montaba un caballo similar al de los númidas, de pelaje grisáceo y corta alzada, poco impresionante, aunque Sura había aprendido a temer a esos caballos y a sus jinetes. Este en concreto era distinto, sin duda un oficial. Tenía un rostro pétreo, de facciones muy marcadas, montaba sin silla ni bridas como los númidas, pero, a diferencia de estos, vestía una costosa coraza musculada y su túnica blanca iba orlada con ribetes púrpura. Era obvio que quería parlamentar, el tribuno captó el mensaje y tragó saliva ostensiblemente antes de caminar colina abajo lo más dignamente que pudo. Cuando llegó a la altura del jinete se detuvo, este no descabalgó, no pensaba mostrarse en igualdad con el romano, había ganado y lo sabía. —¿De qué hablan, centurión? —preguntó un joven legionario. Sura lo miró antes de contestar, era el rostro de alguien que había pasado por demasiado en muy poco tiempo, pálido, con profundas y oscuras ojeras y mirada perdida. Más o menos como todos en lo alto de esa colina. —No lo sé, muchacho —mintió—, pero pronto lo sabremos. Lo sabía de sobra. Ese cartaginés estaba explicándole al tribuno que o tiraban las armas y se rendían o los matarían a todos, así de simple. En otras circunstancias habrían optado por resistir, luchar mientras quedasen fuerzas, pero ese era el problema, no quedaban. Manlio y sus hombres se habían sacrificado para nada, pensó amargamente antes de dirigirse a su optio, quizá aún pudiera robarles una satisfacción a los cartagineses. —¡Optio! Coge a unos cuantos soldados y haced una hoguera en lo alto del cerro, rápido. —Se volvió hacia su signifer—. Sube a lo alto y congrega allí contigo a todos los portaestandartes. Se alejaba ya el portaestandarte cuando vio a su tribuno darse la vuelta y caminar hacia ellos. El oficial púnico esperó un poco en la misma posición y luego volvió a sus filas. El tribuno se detuvo frente a Sura. —Es Maharbal, el general de la caballería númida de Aníbal. Nos ofrece perdonarnos la vida si tiramos las armas y nos rendimos —dijo de sopetón y sin
guardarse de ser oído, y eso fue un error. Los soldados, agotados y hambrientos, que oyeron eso sencillamente empezaron a dejar caer los escudos y a quitarse los cascos. El rumor se extendió a lo largo de las tropas que se hacinaban en la colina y pronto los cinco mil hombres que se habían abierto paso combatiendo y por los que se había sacrificado el manípulo de los centuriones Manlio y Persio tiraron las armas, pero Sura no encontró ánimos para reprochárselo. Asintió lentamente y dejó solo al aterrorizado tribuno. En lo alto de la colina los portaestandartes sostenían sus insignias sin saber muy bien qué hacer. —Quebradlos y echadlos al fuego —dijo señalando la hoguera que ya crepitaba —. A nosotros nos podrán humillar, pero al menos que no paseen nuestros estandartes como trofeos. Partió su vitis contra la rodilla y la echó también a la hoguera.
—¿Cómo está el lisiado? —preguntó Balkar. —Bien, no fiebre —respondió Orla y se fue para dejar a los dos iberos a solas. Korbis yacía tendido junto a un árbol en el campamento. Llevaba el muslo vendado y otros cortes en la cara y los brazos con puntos y hematomas, pero se le veía bien, dadas las circunstancias. —Eres un tipo con suerte, si en los próximos días no aparece la fiebre saldrás de esta. —Sí, muchísima suerte —dijo el convaleciente mirándose la pierna—. Es toda una suerte que te atraviesen un muslo con una espada. —Podrían haberte atravesado las tripas, como al pobre Turibas, o Garokan podría no haber matado al romano que iba a despacharte… —Ya ya… No hace falta que me lo analices todo, como siempre. Dime, ¿hay novedades? Se acomodó Balkar en el suelo y le dio un tiento al pellejo de vino que había
junto al enfermo. —¿Para el dolor? —dijo poniéndole el tapón. —Claro… Pero, vamos, dime, ¿algo nuevo? —Sí. Como sabrás por el hecho de que seguimos vivos, ganamos. Matamos en total a unos quince mil romanos y a casi diez mil los tenemos prisioneros y metidos en un cercado no lejos de aquí. Bueno, creo que ahora los tienen cavando zanjas para echar a los muertos. —¿Y para qué queremos a tanta boca que alimentar? —preguntó el convaleciente. —Pues no lo sé. Hanno está reunido con el resto de oficiales púnicos y con el jefe, discutiendo sobre qué vendrá ahora. Entre tanto hemos despojado a los muertos, no te preocupes, hemos guardado tu parte, y a las provisiones que ya teníamos les hemos sumado las de los romanos, con sus carros para llevarlas y todo. No nos va a faltar qué comer en los próximos meses. —Dio otro trago al vino—. Aníbal mandó buscar el cuerpo de Cayo Flaminio, el general romano, para darle sepultura digna o algo así, pero no apareció, los galos que lo despacharon dicen que no lo encuentran, aunque yo he oído otra cosa… Balkar lo dejó en el aire y se echó al cuerpo otro largo trago de vino. —Tanto juntarte con Hanno te ha pegado todas las malas costumbres. Dime de una vez qué has oído. Es horrible ser un inválido… —dijo con un mezcla de enfado y autocompasión. —Tampoco hay mucha diferencia con un día normal. Korbis trató de darle un puñetazo, pero Balkar lo esquivó y cayó sobre el costado. Lanzó un gemido al rodar sobre el muslo herido y trató de acomodarse de nuevo entre sus mantas. Cuando Balkar hubo terminado de reírse le pasó el vino. —Toma, anda. Lo que he oído es que nuestro viejo amigo Ducario fue el que mató personalmente a Flaminio, y que tiene su cabeza decorando ese famoso poste sobre su tienda, el salvaje. Menuda peste tiene que echar ese vecindario.
—El puto galo. Él matando a generales cincuentones y nosotros viéndonoslas con legionarios correosos. —Estaba claro que, pese a la tregua, Korbis ni perdonaba ni olvidaba. —No te creas que se estuvieron paseando, parece ser que aunque los pillamos por sorpresa, los romanos pelearon en todas partes, pero no tenían nada que hacer. En fin, por ahí viene tu cuidadora —dijo Balkar al ver a Orla llegar sujetando unos cuencos con algo humeando dentro—, te dejo comer tranquilo. —Sigue informando, anda. Balkar se levantó y se dispuso a irse. —Sí, no te preocupes. Y tú cuida de este idiota —le dijo a Orla. La celta lanzó una carcajada, asintió con la cabeza y le sonrió. Una sonrisa deslumbrante. «¡Qué mujer!», pensó Balkar, y se alejó de la pareja.
24 de junio del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Inmediaciones del lago Trasimeno, Italia
No bien habían rendido a los supervivientes de la batalla junto al lago, habían llegado informes de que el otro cónsul, desconocedor del destino de Cayo Flaminio y sus legiones, había mandado a su caballería de avanzadilla bajo el mando del pretor Cayo Centenio para enlazar con su colega. Maharbal fue enviado con un cuerpo de lanceros libios y caballería y sorprendió al romano. Más de la mitad de sus hombres cayeron en el combate y al resto los persiguieron y aniquilaron cuando trataban de huir. Parecía increíble que se hubieran dejado sorprender otra vez, pero así había sido. Ayin, que iba inclinado sobre el cuello de su caballo lanzado a todo galope se enderezó ligeramente, armó el brazo y lanzó con un fluido movimiento. La jabalina voló unos pocos pasos recta hacia su objetivo y se clavó entre los omóplatos del jinete que rodó muerto por tierra. Era el último, así que el númida
refrenó su montura. La jabalina se había partido al rodar por tierra el romano, así que no merecía la pena recuperarla. Trotó hasta el caballo y lo agarró por la brida, seguramente algún celta o hispano le daría por él un buen precio, era un bello caballo italiano. Los libios, que vestían ahora casi todos las cotas de mallas que les habían quitado a los romanos muertos junto al lago, despojaban a los muertos y agrupaban el botín, tenían órdenes de volver lo antes posible, así que Ayin se imaginó que estos cuerpos quedarían para los buitres. —Espero que después de esto podamos descansar un tiempo —le dijo a Múnar, que marchaba a su lado con otros dos caballos amarrados a una larga cuerda. —Y yo, además, no deben de quedarles muchos hombres más a esos romanos. Rieron los dos númidas, pero se equivocaban.
24 de junio del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Roma
El jinete recorrió los últimos metros de la Via Flaminia a través del Campo de Marte, su caballo iba cubierto de sudor y salpicaduras de barro y estaba agotado pero ya casi había llegado. Gritándole a la gente para que se apartara cruzó la puerta Fontinalis y entró directamente al foro. Tiró de las riendas y frenó a su caballo que se encabritó antes de detenerse. Miró a su alrededor y vio el toldo que cubría el tribunal del pretor urbano. Picó espuelas de nuevo y cabalgó los últimos metros. Los habituales del foro, comerciantes, hombres de negocios o desocupados que se acercaban a curiosear lo que se cocía se olieron algo y siguieron al jinete, que paró bruscamente ante el tribunal, saltó del caballo y apartó de malas maneras a los solicitantes. Los lictores del pretor le cerraron el paso. —¡Traigo noticias del ejército de Cayo Flaminio! —gritó por encima de los hombros de los guardaespaldas del pretor. Este les indicó que le dejaran pasar. Si la inquietud del jinete al galope ya había despertado interés, sus palabras iniciaron toda serie de murmullos y, por esa extraña magia que propaga casi al
instante las noticias, especialmente si son malas, el rumor se propagó como un incendio por Roma y todo tipo de desocupados comenzaron a confluir en el foro. Mientras tanto el jinete, un soldado cubierto del polvo del camino y con manchas parduzcas en la túnica, «Sangre», murmuró un caballero dándoselas de entendido, se agachó hacia el oído del pretor urbano, Marco Pomponio, y comenzó a susurrarle. El pretor, que palidecía por momentos, le interrumpió varias veces con preguntas a las que el jinete fue respondiendo. Asintió al fin el magistrado y se puso en pie. —Este tribunal queda cerrado hasta nuevo aviso —anunció. Pero no hubo el habitual coro de quejas o abucheos cuando se daban estas circunstancias, ni la gente se fue con su enfado, sabían que algo había pasado y querían saber el qué. Entre tanto, el pretor ordenó a uno de sus lictores que llevase a ese hombre a su casa y se le atendiera debidamente. No sabía qué hacer, era tarde para convocar al Senado y la inquietud era tan intensa que casi podía palparse. Tito Pomponio había basado su carrera en la honestidad, una virtud aún presente en la política romana, aunque empezase a escasear, así que decidió ser honesto una vez más y se dirigió hacia la tribuna de los oradores, en frente de la Curia Hostilia. La tribuna de los rostra recibía su nombre por los espolones de navíos cartagineses que, traídos como trofeo después de la primera guerra contra Cartago, decoraban el pequeño escenario que se alzaba sobre el foro y desde donde los oradores solían hablar al pueblo. Sus lictores formaron a los pies de la misma y él subió y observó a su alrededor. Un mar de gente se había concentrado y llenaban la explanada, dos o tres mil personas; dijera lo que dijera, antes de que se pusiera el sol lo sabría toda Roma. «Honestidad, Tito Pomponio», se dijo. Abrió los brazos, miró a la masa de gente y con su mejor tono oratorio anunció al pueblo de Roma: —Hemos sido derrotados en una gran batalla.
—Hiciste lo correcto, hermano —dijo Pomponia. —Yo también lo creo, tío —respondió Publio Cornelio.
Tito Pomponio, agotado emocionalmente, se dirigió hacia el Palatino donde vivía su hermana, esposa de Publio Cornelio Escipión, y que estaba mucho más cerca que su propia casa. Allí le dio otro trago a la copa de vino que le habían ofrecido y la vació. Les contó que después de explicar ante el pueblo lo que había sucedido la noticia había corrido por la ciudad, la gente había empezado a mesarse los cabellos y se escucharon llantos entre el público que, probablemente, tenían a algún familiar en el ejército del cónsul. El pretor, tras contar todo lo que sabía al pueblo, mandó a sus lictores a que convocaran a los senadores para el día siguiente. —Un ejército consular completo, aniquilado. Varios miles de hombres lograron abrirse paso, pero fueron cercados al día siguiente y rendidos, el mensajero apenas pudo escapar entre los enjambres de caballería númida y no sabemos nada de Cneo Servilio. —¿Se saben las bajas de los púnicos? —preguntó el militar que poco a poco se abría paso en el interior de Publio Cornelio. —Pocas. Cayo Flaminio marchaba en orden normal, sin ordenar formar en tres columnas con el bagaje entre ellas —dijo el deprimido pretor—. De haberlo hecho, igualmente habría caído en la emboscada, pero seguro que podría haberla repelido o retirado en orden. —Ese maldito idiota… —dijo Publio conteniendo la ira. —¡Publio! Esa lengua, inepto o no, hablas de un cónsul caído en combate —le reprendió su madre, siempre formalista y atenta a la educación de sus hijos. —Era lo menos que podía hacer, madre, solo faltaba que encima hubiera huido —respondió el hijo. —No habría podido. La trampa era perfecta, tan solo los extraordinarii y unos cuantos auxiliares itálicos consiguieron abrirse paso antes de que se cerrara. —Bueno, vale ya de tanta tragedia, al menos por ahora —terció Pomponia—. ¿Te quedarás a cenar, hermano? Así al menos podrás estar con alguien aparte del servicio de esa casona solitaria que tienes. Aceptó Tito Pomponio agradecido mientras su sobrino le rellenaba la copa de vino.
Si los romanos pensaban que las malas noticias habían terminado, estaban muy equivocados. Poco antes de que Tito Pomponio hablara ante el Senado para hacerles saber los detalles de la noticia que ya conocía toda Roma, llegó un superviviente de la emboscada a la caballería de Servilio Gémino anunciando el nuevo desastre. Un ejército consular aniquilado y el otro privado de su caballería y con un ejército enemigo situado entre ellos y Roma. —… y esa es la situación, padres conscriptos —dijo Pomponio terminando su intervención—. Un cónsul muerto con su ejército, y el otro, privado de su caballería, se encuentra aún al otro lado de los Apeninos. Propongo, pues, que utilicemos las dos legiones que se mantuvieron en el Lacio para guardar los puentes sobre el Tíber, y que los que no se puedan defender sean demolidos. —¿Se sabe qué ha hecho Aníbal con los prisioneros? —preguntó Lucio Emilio Paulo. —No, Lucio Emilio, aún no sabemos nada. —Solicito la palabra, pretor urbano —dijo una voz desde el primer banco de la curia. —La tienes, Lucio Cornelio Léntulo —concedió Pomponio, que, como pretor urbano, presidía la reunión en ausencia de los cónsules. Lucio Cornelio Léntulo se puso de pie, era ya un anciano de más de sesenta años, pero seguía manteniendo su prestancia y contaba con el respeto de sus iguales más allá del que recibía por ser pontífice máximo, el jefe de la religión romana. —Padres conscriptos, llevo muchos años entre vosotros, no en vano soy uno de los senadores más viejos, pero en toda mi vida no recuerdo un momento tan delicado como este. Ni en tiempos de Pirro de Épiro nos vimos tan apurados, me atrevería a decir, y temo que este Aníbal sea aún más peligroso que Pirro —se levantaron todo tipo de murmullos, Pirro era unánimemente reconocido como uno de los mejores generales desde Alejandro el Grande, pero todos callaron cuando el viejo consular continuó hablando—: Hemos perdido casi dos ejércitos completos, otro se halla muy limitado en su capacidad táctica y apenas hemos causado bajas a nuestro enemigo, que se pasea impunemente por Italia arrasando
todo a su paso. La situación es pésima e incluso podríamos decir que es desesperada… —Dejó que el eco de estas palabras se perdiera entre las vigas del venerable edificio, construido quinientos años atrás en tiempos del rey Tulo Hostilio, y calara en el ánimo de los senadores. Desde los excónsules y expretores, que ocupaban las primeras filas, hasta los pedarii, los senadores sin voz pero con voto, que ocupaban las filas más altas—. Pero, por suerte, la mos maiorum, la costumbre de nuestros mayores por la que nos regimos los romanos, prevé incluso estas situaciones, como todos sabéis, en momentos de desesperación los romanos podemos tomar, de manera legal, una medida desesperada. Todos sabían ya a dónde quería ir a parar, pero dejaron que hablara, al fin y al cabo, nadie apreciaba mejor un buen discurso que los romanos, y el viejo Cornelio Léntulo era buen orador cuando no se perdía en seniles disgresiones. —Renunciando temporalmente a nuestra repulsa por el poder en manos de un solo individuo, los romanos podemos otorgárselo a un hombre sin tacha para que lo ejerza durante seis meses, un poder absoluto y sin reproche legal, para que haga lo que sea necesario para salvar a la República. Propongo, así, que elijamos a un dictador —continuó hablando el pontífice. Con un carraspeo, Tito Pomponio se atrevió a interrumpir al orador. —Discúlpeme, Lucio Cornelio, pero como sabe el dictador tiene que ser propuesto por un cónsul, y ahora mismo no tenemos a ninguno, y luego debe ser ratificado por el pueblo en asamblea. —Lo sé, Tito Pomponio, lo sé —dijo gravemente el pontífice máximo—, pero como dije, estamos en tiempos desesperados. Es por eso que sugiero que sea el Senado el que proponga a este hombre y que el pueblo, si lo ve correcto, lo ratifique. —Está bien —dijo el pretor urbano—, decidnos en quién habéis pensado. Lucio Cornelio Léntulo se giró y miró a los senadores que permanecían en espectral silencio y extendió el brazo apuntando a uno de los ocupantes de la primera fila. —Propongo a un hombre que ha sido dos veces cónsul, censor, dictador y ha celebrado un triunfo. Propongo que el Senado y el pueblo de Roma invistan con
la magistratura extraordinaria de la dictadura a Quinto Fabio Máximo.
24 de junio del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Lago Trasimeno
Publio Sura observó al grupo de jinetes. Dos de ellos se adelantaron y se pararon junto a los lanceros que los vigilaban. Una vez que los hubieron despojado de sus armas los habían separado entre romanos e itálicos, el centurión imaginó por qué, tendrían precios diferentes en el mercado. Uno de los jinetes, joven y de barba cerrada, vestía una coraza musculada, pero por sus brazos se imaginaba que el torso que había debajo del bronce no debía de desmerecer la anatomía fundida en el metal. El jinete de al lado, algo más esbelto, tenía facciones similares, no llevaba coraza, pero iba cubierto con una capa púrpura y un parche le tapaba el ojo izquierdo. El centurión se puso en pie y avanzó un par de pasos, hasta que uno de los lanceros libios le apuntó con su lanza y le gritó algo. El jinete de la capa púrpura dijo algo en púnico, supuso Sura, que no entendió una palabra, y el lancero se relajó dejando acercarse al centurión aunque sin quitarle los ojos de encima. —¿Hablas griego? —preguntó el jinete de la capa púrpura. —Sí, lo hablo —dijo el centurión. —¿Cuál es tu nombre? —El tono era autoritario y firme, acostumbrado a dar órdenes y a que fueran obedecidas. —Publio Sura, centurión extraordinarii. Y supongo que tú eres Aníbal. Asintió el púnico examinando a su interlocutor. Sura se mantenía erguido y firme, aunque era consciente de que vestido solamente con su túnica y cubierto de barro y sangre seca no debía de tener un aspecto muy bueno. —Supones bien —dijo el cartaginés—. ¿A qué pueblo perteneces? —Soy marso. Asintió Aníbal, una vez más. El jinete de al lado le dijo algo en púnico y el
general negó lentamente con la cabeza sin dejar de mirar al itálico. —Mi hermano, Magón —dijo señalando al jinete corpulento—, es de la opinión de que deberíamos venderos como esclavos, como vamos a hacer con los romanos que hemos capturado. ¿Tú que piensas? Se encogió de hombros el marso. —Lo que yo piense no es relevante, me temo. Si queréis que os suplique, no voy a hacerlo, así que no sé muy bien a dónde va esta conversación. Sonrió Aníbal y le dijo algo a su hermano, que no debió de gustar mucho a este antes de volverse de nuevo al centurión. —Voy a liberarte, Publio Sura de los marsos, a ti, a tus hombres y a todos los itálicos que hemos capturado. He recorrido una gran distancia para luchar contra Roma y lo haré mientras me quede un aliento de vida, pero mi guerra es solo contra ellos, no contra el resto de los pueblos de Italia. Id y decídselo a los vuestros. —¿Crees que eso pondrá a Italia de tu lado? —preguntó el centurión. —Lo que yo creo es que deberías mostrar un poco de agradecimiento —rugió Magón, que parecía no compartir el calmado temperamento de su hermano. —Lo espero, sí —itió Aníbal ignorando a su hermano—. Habrás visto que oponerse a mí no es una muy sabia política. —Entonces espera a conocer mejor a los romanos, Aníbal Barca, a los itálicos nos ha llevado siglos hacerlo. —Los romanos están contra las cuerdas, marso, caerán. Se encogió de hombros el centurión, allá él con sus percepciones. —Gracias por tu magnanimidad, púnico, ¿cuándo podemos partir? —Un destacamento de caballería os escoltará durante un par de días y luego podréis tomar vuestro propio camino, pero tened en cuenta una cosa. Mi oferta es única y no se repetirá, si elegís la lealtad a Roma la próxima vez que caigáis
en mis manos os esperan las cadenas o la cruz. Sin esperar una respuesta tiró de las riendas y se alejó seguido de su hermano y sus jinetes.
Dos días después de que los itálicos fueran liberados y los prisioneros romanos vendidos, Aníbal abandonó las inmediaciones del lago Trasimeno y se dirigió con su ejército a la ciudad de Spoletium, a unos cuatro días de marcha. La caballería avanzó arrasando los campos y los lugareños huyeron tras los muros de la ciudad que cerró sus puertas y se aprestó a resistir. Sabedor de que el ejército de Servilio, aunque privado de caballería, estaba a su espalda, y de que los romanos mantenían un par de legiones en su capital, el púnico decidió asaltar la testaruda ciudad y terminar rápidamente con ella.
Balkar y Garokan dejaron al pobre Bedule tendido cerca de Korbis y bajo los cuidados de Orla, que se había convertido en la curandera del grupo y que comenzó a coserle la herida del hombro. —¿Tan mal ha ido? —preguntó el convaleciente Korbis con gesto preocupado. Balkar permaneció serio, desclavando puntas de flecha y venablo de su escudo. Garokan dejó caer el suyo y miró a Bedule, que trataba de mantener la compostura mientras la celta le zurcía el desgarro que una jabalina le había dejado en el hombro y que no tenía buena pinta. —Peor. La ciudad está bien fortificada y construida contra unas colinas, así que solo se puede asaltar por un sitio. Nos han hecho muchas bajas y no hemos podido ni plantar las escalas. Algunos celtas lo han conseguido y han llegado a lo alto de los muros, pero los han hecho pedazos una vez arriba. —Habrá que probar mañana otra vez —supuso Balkar mirando al fuego. Pero no probaron. Al día siguiente los púnicos levantaron el campo y se dirigieron al este, hacia el Adriático. Roma estaba hacia el oeste. —Hemos cosechado una gran victoria, pero el ejército necesita descanso —
confesó Hanno a los iberos mientras marchaban—. Tenemos muchos heridos, y dos ejércitos romanos merodeando cerca, no es la mejor situación táctica para asediar una ciudad. Así que nos dirigiremos hacia el mar Adriático, los Apeninos aquí son fáciles de cruzar, saquearemos un poco, descansaremos y prepararemos el siguiente golpe. El eternamente optimista Hanno cerró su explicación alegremente y a los iberos les pareció correcto, pero en la mente de todos comenzó lentamente a calar la idea de que esa guerra iba a ser más larga de lo que esperaban.
Coronaron la colina, al fin, los siete exhaustos y harapientos soldados vieron la ciudad de Roma a lo lejos. Durante siete noches habían marchado por caminos secundarios y faldas de colinas, moviéndose penosamente entre bosques y rocas y esquivando patrullas de caballería númida. En dos ocasiones habían estado a punto de descubrirlos y habían echado mano de las espadas, pero al final la diosa Fortuna siempre les había sonreído. Una sonrisa esquiva y no muy convencida, pensó Cneo Manlio, pero la suficiente para sobrevivir. Unos cuantos lugareños les habían ofrecido cobijo y comida, gente valiente y testaruda que se negaba a abandonar sus tierras. Los dos últimos días, cerca de Roma ya, se habían atrevido a marchar bajo la luz del día al saberse en terreno amigo. Mientras se acercaban a los muros de la ciudad, los legionarios vieron en el Campo de Marte dos legiones completas acampadas y lo que parecían colas de alistamientos, además de grandes cercados con miles de caballos y mulas. Parecía que los romanos habían por fin despertado, algo era algo. —Centurión, ¿no vamos a los campamentos? —preguntó Fonteyo al ver que Manlio los guiaba por la vía Nomentana, bien lejos del Campo de Marte y se dirigía a la puerta Collina. —No, volveremos a luchar, Marco, pero antes creo que nos hemos ganado una buena comida y descansar en algo mejor que una tienda de cuero —respondió el centurión en tono enigmático mientras se adentraban en la ciudad.
—¡Por todos los dioses, Cneo Manlio, tiene un aspecto terrible!
—Ya lo sé, Diákonos, ya lo sé —respondió el centurión—. Me preguntaba si podía hacer uso y abuso de la hospitalidad de la casa de Emilio Paulo, para mí y para unos cuantos de mis hombres, si no es demasiado pedir. Miró el griego por encima del hombro del centurión y contuvo una exclamación al ver al grupo de desharrapados que aguardaban en la calle. —¡Por Zeus, Cneo Manlio! Eso ni se pregunta, pasad al atrio, por favor. El domine no está en casa, pero volverá pronto pasad, pasad… Los legionarios fueron entrando tímidamente mirando alrededor con ojos desorbitados. No esperaban ni en sus más salvajes sueños que algún día serían atendidos en casa de un consular romano en pleno Palatino, pero allí estaban. El eficaz Diákonos los guio hacia el interior de la casa donde los seis legionarios fueron bañados y se les dio de comer por el servicio de la casa y se les alojó en un par de dependencias para invitados. Cneo Manlio, por su parte, recibió un trato más personal y pormenorizado de la dulce Ismene, que se mostró encantada de saber que el samnita seguía sano y salvo. Esa noche, Cneo Manlio fue invitado a cenar con la familia. Emilio Paulo insistió en que el centurión samnita ocupase el lugar principal a su derecha, dejando a su izquierda al otro invitado de la cena, Publio Cornelio Escipión, que aceptó la rebaja en el lugar jerárquico dado lo excepcional de la situación y respeto que sentía por el samnita. Reclinados en los tres triclinios dispuestos en U alrededor de una baja mesa, y con los hijos de Emilio Paulo sentados en sillas frente a ellos, la cena transcurrió tranquilamente. Antes, al llegar Lucio Emilio a casa, había agasajado a los legionarios, les había agradecido su valor y que volvieran a Roma para luchar otro día y que era un honor para él ejercitar con ellos el sagrado deber de la hospitalidad, esa vez, y tantas como fueran necesarias. Una vez hubo terminado la cena, los jóvenes se retiraron, Paulo ordenó al servicio que dejase el vino a mano y les dio orden de retirarse a descansar, dejando a los tres charlar en confianza y sin orejas indiscretas. Manlio ofreció su relato de los días anteriores a la batalla y de la batalla en sí, al menos de la pequeña parte que él había vivido, así como su odisea de camino a Roma junto a los seis supervivientes de su manípulo que, esperaba, roncaban a pierna suelta sanos y salvos por primera vez en mucho tiempo. Los dos patricios escucharon con gesto grave.
—Es la segunda vez que viene a mi casa cargado de malas nuevas, Cneo Manlio, y en esta ocasión son peores que las anteriores —dijo Paulo una vez que el centurión hubo terminado su relato. —Siento que sea así, señor, pero solo traigo la verdad. Al menos esta vez he visto que Roma se lo toma en serio y que a esas dos legiones se les están sumando nuevos hombres. —Así es, Cneo Manlio —intervino Escipión—. Nos ha puesto al día de lo ocurrido en Trasimeno, pero desde entonces muchas cosas han cambiado en Roma, no sé si está al corriente. Negó con la cabeza el samnita. Desde que había llegado a casa de Paulo, el tiempo con Ismene no lo había dedicado a hablar, y en la cena el peso de la conversación había recaído sobre él, así que desconocía por completo cómo habían reaccionado los romanos ante la tremenda derrota. Carraspeó Emilio Paulo y comenzó a hablar. —Pues bien, querido amigo, nos encontramos en tiempos extraordinarios, me temo. La noticia de la batalla llegó a la ciudad tres días después y al día siguiente el Senado decidió, en ausencia de los cónsules y contra la costumbre —dijo ligeramente contrariado— que era necesario elegir a un dictador. —Creí que era común elegir a un dictador en tiempos de crisis —comentó Manlio. —Lo es —accedió Lucio Emilio—, pero siempre a propuesta de los cónsules, no del Senado, aunque he de itir que Lucio Cornelio Léntulo, el pontífice máximo, tenía razón al forzar a los padres conscriptos a tomar el toro por los cuernos. Y he de decir que el hombre propuesto, y ratificado por la asamblea del pueblo al día siguiente, aunque en lo personal no resulta muy de mi agrado, es un hombre muy capaz —llegados a este punto Publio Cornelio no pudo contener un bufido de disgusto—. A nuestro joven Escipión no le gusta Quinto Fabio. No sé si está muy familiarizado con la política romana, pero tanto los Cornelios Escipiones como los Emilios Paulos pertenecemos a facciones enfrentadas a los Fabios, de corte mucho más conservador. No ven con buenos ojos nuestra visión algo más progresista ni nuestro aprecio por la cultura griega, pero en este caso creo que un hombre de su visión militar y su firmeza es lo que Roma necesita para combatir a Aníbal.
—Es un viejo —interrumpió el testarudo Escipión—. Un hombre que ya ha pasado su momento y debería tener la humildad de saber retirarse. —La humildad no es algo de lo que anden muy sobrados los Fabios, me temo — dijo Paulo con aire filosófico—. Y creo que tampoco os sobra a los Cornelios Escipiones —añadió con tono guasón. Rio Publio Cornelio deportivamente, mientras Manlio observaba silencioso a los dos patricios antes de que el mayor de ellos continuara. —Quinto Fabio es mayor, es cierto, tiene más de sesenta años, pero creo que tanto física como, y esto es lo que cuenta, mentalmente es tan despierto como el que más. A Publio Cornelio le gustaría emular a Alejandro el Grande, y comandar ejércitos, pero la república romana no es la Macedonia de hace más de un siglo, aquí hay unas normas y no se rompen así como así. El aludido dio un trago de vino y pareció encontrar un tremendo interés en las figuras grabadas en la plata de su vaso. —Entre tanto —prosiguió Lucio Emilio—, el dictador Fabio está tomando las medidas adecuadas y no está dejando ningún cabo suelto. Encomendó al colegio de pontífices que consultaran los libros de la sibila y que se realicen sacrificios de todas las primicias de ganado y de los cultivos de los campos para aplacar a los dioses que parecen habernos abandonado. En un terreno más práctico, ha ordenado reclutar dos nuevas legiones y toda la caballería perdida, y asumirá el mando de estas, más las dos que habían protegido a Roma, además del ejército de Cneo Servilio antes de partir a buscar a Aníbal. —¿Y creéis que en el plazo de seis meses que prescribe la ley para la dictadura podrá acabar con Aníbal? —preguntó el centurión que, pese a estar impresionado por los números, había aprendido, duramente, el respeto por el cartaginés. —No, no lo hará —terció tajante Publio Cornelio, que había dejado su copa sobre la mesa. —¿Y a qué se debe tan radical falta de fe, Publio Cornelio? —preguntó Paulo. —No es falta de fe, Lucio Emilio, es un hecho. —Se incorporó ligeramente sobre el triclinio—. La mayoría de esas tropas están recién reclutadas y
necesitarán tiempo para ser soldados efectivos —asintió a esto el veterano centurión—. Más tiempo del que le queda a esta temporada de campañas. Junio termina, y en los dos meses, tres, si septiembre es benévolo, que quedan hasta que el otoño se nos eche encima no serán una fuerza de combate equiparable al ejército cartaginés. Si Fabio se enfrenta ahora con ellos, perderá, y si espera y los entrena, como debe hacer, el invierno llegará, las operaciones se estancarán y terminará su periodo de mando, y entonces quedaremos en las manos de los cónsules del año que viene. Y eso siempre que Quinto Fabio no cometa una locura y nos deje peor de lo que ya estamos. —Brindemos pues por la sabiduría de Quinto Fabio —dijo Paulo—, ya que es complicado estar peor de lo que estamos ahora mismo. Obviamente, entre los dones de Lucio Emilio Paulo no se encontraba el de la profecía, pues de haberlo tenido se habría echado a temblar.
A la mañana siguiente, Cneo y sus hombres marcharon al Campo de Marte acompañados por Lucio Emilio Paulo. Pese a que la relación entre este y el dictador estaba lejos de ser amistosa, su nivel de antipatía no llegaba al que se tenían los Escipiones y los Fabios, por lo que se ofreció a llevarlos en persona a conocer al dictador y reintegrarse así en el ejército. Mientras caminaban por el campamento del Campo de Marte no pudieron dejar de maravillarse del ritmo al que todo avanzaba, los reclutas eran seleccionados e integrados en centurias y estas en manípulos y, en el momento en que estos se formaban, ocupaban su posición en el campamento y comenzaban su instrucción. Todo ciudadano romano poseedor de una mínima renta era, por definición, un soldado, por lo que todos tenían entrenamiento militar. Era, por tanto, relativamente fácil levantar nuevas legiones, lo complicado era cohesionarlas y colocar a los hombres adecuados en los puestos adecuados. Aun así parecía que todo iba marchando y que las dos nuevas legiones estarían pronto listas para partir e iniciar la campaña. Fabio había engrasado la máquina de guerra romana y estaba empezando a rodar. Llegaron al praetorium y, casi sin espera, fueron recibidos por el dictador. La toga praetexta de Paulo obraba maravillas a la hora de agilizar todo tipo de trámites. Una vez dentro de la tienda, si Manlio esperaba encontrarse al anciano
del que hablara Publio Cornelio, se llevó una sorpresa. Quinto Fabio Máximo a sus sesenta y tres años aparentaba muchos menos. El pelo aún abundante, cortado muy corto y de color gris acerado coronaba una cabeza más cuadrada que redonda, las mandíbulas perfectamente afeitadas parecían esculpidas en granito, con un mentón firme, ligeramente adelantado en un gesto de continua seriedad. Los ojos negros bajo un ceño fruncido brillaban inteligentes enmarcados por profundas arrugas. La boca era de labios finos, recta y poco acostumbrada a la sonrisa, con una gran verruga sobre el labio superior. Manlio recordó que le apodaban Verrucosus y entendió por qué, aunque dudó que nadie se atreviese a decírselo a la cara. Sentado tras una mesa cubierta de papeles, Fabio se puso de pie al ver entrar a Paulo. Vestía una sencilla túnica cubierta por un subarmalis de cuero con faldetas. No era muy alto pero tenía espaldas anchas y fuertes que la edad no había encorvado. Salió de detrás de la mesa y estrechó la mano de Emilio Paulo. —Buenos días, Lucio Emilio. ¿A qué se debe la visita? —preguntó formal, aunque sin poder ocultar un cierto tono molesto. Tenía una voz algo ronca y que parecía venir de un lugar muy profundo. —Buenos días, Quinto Fabio, perdonad la molestia. Nada más lejos de mi intención el interrumpiros —saludó el patricio, siempre formalista—. Sé que estáis ocupado, pero me gustaría presentaros a un hombre. Paulo se giró hacia Manlio, que permanecía firme detrás de él. Llevaba una túnica limpia y había adecentado en lo posible su cota de malla. Le había quitado el óxido, aunque necesitaba que un herrero le hiciera un par de reparaciones. Sus phalerae, a falta del medallón que descansaba junto al pobre Lucio Rufo, relucían en su arnés y sujetaba su yelmo samnita con sus plumas rojas en el brazo izquierdo doblado en ángulo recto. —Os presento al centurión Cneo Manlio, de los samnitas. Dirigía el primer manípulo de extraordinarii del ejército del finado Cayo Flaminio. El dictador levantó una ceja al oír esto, sorprendido. —¿Y cómo es que seguís vivo? —preguntó este directamente a Manlio. —Quiero pensar que gracias a mi valor y al de mis hombres. Pero he de itir que es en gran parte gracias a Fortuna.
—Cneo Manlio es un hombre modesto, Quinto Fabio, creedme —terció Paulo —. Os lo he traído en persona porque creo que encontraréis sus servicios muy útiles. Posee una muy duramente adquirida experiencia luchando contra Aníbal que sería una pena que no fuese tenida en cuenta. Manlio miró de reojo a Paulo, preguntándose dónde lo estaba metiendo este. «Quién me mandaba a mí mezclarme con la nobleza romana…». Tras una breve y, en opinión del samnita, demasiado laudatoria introducción de Paulo sobre su carrera militar en el último año y medio, Quinto Fabio Máximo pareció mostrarse interesado, pero no era hombre dado a perder el tiempo. Los contingentes aliados aún no habían llegado así que, en ausencia de tropas itálicas en las que integrarlo, el dictador le encomendó, tanto a él como a sus hombres, el entrenamiento de los soldados más inexpertos. —No tenga piedad con ellos, Cneo Manlio —ordenó tras una breve charla—. Ni usted ni sus hombres. Sepáreme el grano de la paja y hágales sudar hasta que vomiten de agotamiento. Y Manlio partió hacia su nuevo cometido seguido de sus seis legionarios: el campo donde entrenaban los hombres. Cuando llegaron allí y observaron a los reclutas sonrieron, y lo hicieron como una manada de lobos sonreiría ante un cervatillo cojeando.
Mediados de julio del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Piceno, Italia
Bedule sujetaba con dificultad el asta de la lanza con el brazo izquierdo herido. Sentado sobre una roca, pasaba una piedra de afilar sobre la larga punta de su lanza, con su equipo esparcido a su alrededor. El hombro le dolía, pero nada comparado a las dos semanas anteriores, cuando temieron que la infección se lo llevara por delante. Ahora, pese al dolor, la herida mostraba un saludable color rosado y apenas estaba inflamada, pero dolía, vaya si dolía. Recordó otras heridas sufridas con anterioridad, la primera seria había sido tres años antes, cuando Aníbal había dirigido su ejército hacia las tierras de los vacceos. El joven Bedule creyó entonces que había visto mundo durante aquella
campaña, alejándose por primera vez de su poblado junto al pequeño mar que había cerca de Qart Hadast. Recordó el combate junto al Tagus, cuando, ya de regreso, se habían enfrentado a los carpetanos y los olcades, esos salvajes celtíberos, combatiendo en retirada hasta que justo en el cruce del río Aníbal había ordenado atacar y los sorprendieron en desorden y los aniquilaron, aunque uno de ellos consiguió darle una buena puñalada en el costado que le había rascado las costillas. Si entonces le hubieran dicho que acabaría adentrándose en la Galia, cruzaría los Alpes y terminaría luchando contra los romanos en su propia tierra, se habría caído de culo al suelo muerto de la risa. Eso si entonces hubiera sabido quiénes eran los romanos. Comprobó el filo de la lanza y sonrió satisfecho antes de dejarla en el suelo. El sol brillaba en lo alto y dejó que le calentara mientras seguía sumido en sus recuerdos. El larguísimo y terrible asedio de Sagunto, el cruce del Ebro y los combates contra las tribus de la zona, el Ródano, los Alpes… Se juró a sí mismo que si tenía que volver a cruzar esas montañas se arrojaría sobre su espada. Y luego los combates contra los romanos que hasta ahora le habían parecido valientes pero no tan temibles, si exceptuaba al cabrón que le había acertado en el hombro. Oyó unos pasos a su espalda y vio a Korbis que se acercaba cojeando. —¿Cómo va esa pierna? —le preguntó. —¿Cuál de las tres? —respondió el aludido antes de echarse a reír con su propia broma. Korbis era un caso perdido—. Bien, va bien —itió, pese a la mueca de dolor cuando se sentó junto a él en la roca—. ¿Y tu hombro? —Duele, pero ya mejora. —Me alegro. Nos tuviste preocupados las últimas semanas cuando delirabas con fiebre. «Sí debí de estar mal para que se ponga tan serio». —Bueno, el caso es que ya estoy bien. ¿Sabes algo de los demás? —cambió de tema, nunca le había gustado hablar de sí mismo. —Nada desde hace un par de días cuando salieron a forrajear, imagino que deben de estar al llegar, pero pronto lo sabremos.
«Forrajear es un término muy caritativo para describir lo que estaban haciendo», pensó Balkar mientras limpiaba la punta de su lanza en la túnica del muerto que yacía en el suelo. Al otro lado de la estrecha calle Garokan abrió una puerta de una patada y entró escudo por delante y empuñando su espada corta. Se oyeron unos gritos y unos golpes. El ibero entró tras su compañero dejando fuera la lanza, era inútil en esas estrecheces, y sacó su falcata. Empujó con el escudo a la mujer que trataba de atacar a Garokan con un cuchillo mientras este arrinconaba al hombre contra la pared. Balkar golpeó a la joven en el mentón con el tachón del escudo y esta cayó inconsciente en el suelo. A su espalda un par de chasquidos húmedos y un gemido ahogado le confirmaron que el hombre no era ya un problema. Había dos puertas en la pared opuesta a la entrada. Garokan, que se había vuelto tras desclavar su espada del muerto, le indicó la de la izquierda y se dirigió él mismo a la derecha. La derribó de una patada y miró dentro con prudencia. Negó con la cabeza. Vacía. Pateó la puerta junto al picaporte y esta saltó hacia atrás, la habitación era humilde pero estaba limpia. Una estera de esparto y al fondo un jergón sobre el que una niña de unos seis o siete años sujetaba junto a ella a su hermanito, algo más pequeño. Balkar guardó la falcata y sacó el rollo de cuerda que llevaba colgado del cinto a la espalda. —Me temo que hoy no es vuestro día de suerte, chavales. Garokan conducía a la mujer, que andaba aún aturdida y con las manos atadas a la espalda, seguido por Balkar que había maniatado a los dos niños y seguían, sollozando, a su madre. Los agruparon junto al resto de prisioneros de la aldea, casi todo mujeres y niños y algún adolescente. Los hombres y los viejos habían sido pasados a cuchillo. Los dos iberos los dejaron bajo vigilancia de unos jinetes y se fueron a ver qué encontraban. Era la tercera aldea que saqueaban en los dos últimos días y la única en la que había habido algo de resistencia seria. La mayoría de los habitantes de la comarca habían huido, pero siempre había testarudos que decidían quedarse en sus casas. Tanto peor para ellos. Entraron en la casa de donde habían sacado a la mujer y los niños y comenzaron a curiosear. Garokan se hizo con la espada que el hombre había tratado de usar para defenderse, el registro les dio unas pocas monedas, algunos utensilios de cocina que podrían venderse y un par de buenas mantas. El grano y la comida
que almacenaban lo unieron a la carga común en una carreta y luego le prendieron fuego a la casa, como ya habían hecho con el resto del poblado después de meter dentro los cadáveres de los que habían opuesto resistencia. —Parece que ya vamos llenos —dijo Garokan viendo los carros cargados de botín y provisiones. —Sí —asintió Balkar—. Han sido dos días provechosos. Hanno se les acercó a caballo, un bello corcel italiano que le había comprado a un númida y ahora usaba durante las marchas. —No han estado mal estos dos días. Llevaba el yelmo colgado del cinturón, Balkar sabía que el corte sufrido junto al lago, ahora larga y rosada cicatriz que le cruzaba la frente desde la ceja derecha hasta el nacimiento del cabello, aún le molestaba y resultaba doloroso cuando llevaba puesto el pesado yelmo de bronce. —Ahora nos reuniremos con el ejército y mañana reanudaremos la marcha. Hemos dejado esta región monda, así que toca llegar hasta el mar y luego al sur hacia Apulia. Los iberos se miraron y sonrieron, tenían ganas de remojarse los pies en agua salada.
Mediados de julio del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Tívoli, cerca de Roma
Septimio empujó al hombre con su escudo y este trastabilló abriendo los brazos, craso error, el veterano itálico le dio una brutal patada en el pecho que lanzó a su rival rodando por el suelo. A su lado, Marco Fonteyo paró tres fuertes golpes con su escudo que le obligaron a agacharse, eran brutales pero mal dirigidos, pensó, y habían abierto la guardia de su rival al que Fonteyo golpeó desde abajo en una corva haciéndole caer al suelo. Manlio, por su parte, cansado de desviar las torpes acometidas de su contendiente dejó pasar por su lado una torpe estocada de este y le golpeó en el antebrazo con un rápido mandoble que, de no haber sido
dado con una espada de madera, le habría amputado el brazo. Cayó de rodillas el legionario agarrándose el antebrazo. El centurión retrocedió unos pasos y escupió al suelo con desprecio. —Sois una centuria de despojos y no valéis ni para venderos a un lupanar de sodomitas atenienses —les gritó el centurión. Habían dividido la centuria en diez grupos de ocho legionarios y los había hecho combatir por turnos contra él y sus seis veteranos usando las rudis, las espadas de madera de entrenamiento que pesaban el doble que las normales. —Estáis gordos y sois lentos, así que hoy no hay rancho, y a correr. Diez vueltas al campamento con el equipo completo y a paso ligero, ahora. Formaron los hombres bajo las órdenes de su avergonzado centurión, que había combatido en otras campañas, pero había pasado demasiado tiempo cómodamente en casa, al igual que el resto, y se dirigieron al trote hacia la puerta decumana. —Estos no eran tan malos —dijo Fonteyo mientras se secaba el sudor. —No —itió Manlio—, lo han hecho bien, pero si los aguantabas un poco en seguida se ahogaban en su propio esfuerzo, les falta fondo y al final las batallas las pierde el ejército que antes se queda sin fuerzas. En fin, vamos a tomar algo antes de comer y empezar con estos esta tarde otra vez. ¿A quién le toca pagar el vino hoy? —A usted, centurión —contestó Septimio. —La culpa es mía por preguntar —gruñó Manlio y echó a andar.
El dictador
Mediados de agosto del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Samnio, sur de Italia
Tan pronto como finalizó el reclutamiento de la caballería, Fabio Máximo se puso en marcha y cruzó los Apeninos. Cneo Manlio había vuelto a ponerse al mando de una centuria de extraordinarii una vez que el dictador asumió el mando del ejército del cónsul Servilio Gémino. Este había sido puesto al frente de una flota que perseguía a las embarcaciones cartaginesas que habían saqueado Cosa. Los hombres del cónsul estaban notablemente frustrados, habían pasado la primavera y lo que llevaban del verano arrastrándose a paso de caracol a través de media Italia, librando solo pequeñas escaramuzas y ardían en deseos de entrar en combate. Quinto Fabio estaba haciendo un uso intensivo de la caballería que había reclutado, observó Manlio desde su puesto a la vanguardia del ejército. Patrullando en escuadrones numerosos, el terreno era reconocido de manera intensiva y se remitían informes al dictador de manera constante. Las partidas de forrajeo iban fuertemente escoltadas e incluso habían repelido con éxito un par de ataques de los númidas, así, las seis legiones con un poderoso contingente itálico fueron siguiendo el rastro de destrucción que habían dejado los cartagineses a través de Piceno, Umbría y ahora adentrándose en el Samnio. Fue cerca de Benevento cuando finalmente avistaron al grueso del ejército púnico. Por lo que el dictador ordenó levantar un campamento especialmente fortificado.
Los cuatro iberos observaron a los industriosos romanos cavando sus fosos y levantando empalizadas. Korbis aún cojeaba un poco y Bedule se resentía del hombro, pero estaban ansiosos por volver a la acción. —Son muchos —dijo Garokan señalando lo evidente. —Seis legiones más los aliados, según Hanno —apuntó Balkar.
—Seis u ocho, mañana acabaremos con ellos —fanfarroneó el impaciente Korbis. Los cuatro guerreros, tras un rato observando, volvieron a su campamento, afilaron sus armas y descansaron; el día siguiente sería duro.
—Qué ganas tengo de luchar contra algo mejor que granjeros con hoces —dijo un sonriente Ducario a su medio hermano. Corax asintió, los romanos, como siempre, habían vuelto a por más. Había que itirles la persistencia. Hacía menos de un mes y medio que les habían aniquilado un ejército y ya habían levantado otro. Se preguntó cuándo se les secaría el pozo, y deseó que pronto, aunque no compartió ese pensamiento con su belicoso hermano. —He oído que han puesto al frente a un viejo general, un tal Fabio Máximo — dijo Córax siempre atento a los detalles concretos. —¿Más viejo que Flaminio? —preguntó incrédulo Ducario. A lo que Corax asintió en silencio. El guerrero galo se echó a reír un buen rato. —Esos romanos… Ahora nos atacan con viejos, esta guerra no va a durar mucho, es cosa de jóvenes. —El general no tiene por qué luchar, hermano, solo tiene que pensar —trató de convencerlo el bardo, aunque sabía que era difícil—. Y lo que tú llamas vejez, hay quien lo llama experiencia. —Un viejo es un viejo. Vamos a descansar, mañana caeremos sobre ellos.
Cneo Manlio y su centuria tenían la última guardia de esa noche. No le gustaba hacer guardias, pero puestos a hacerlas esa era la menos mala en su opinión. Pronto a la cama y dormir de un tirón, nada de aguantar el sueño después de un día de marcha o dormir, despertarse y tener que dormir otra vez. Un madrugón le parecía algo llevadero, y siempre le había gustado ver amanecer, hubiera preferido no verlo entre las columnas de humo que señalaban la devastación de
su tierra natal, aunque se consoló pensando en que quizá pronto pondrían fin a todo esto. Se acodó en la empalizada y observó el campamento púnico a lo lejos. Ya comenzaba a clarear y vio cómo los cartagineses despabilaban las hogueras, seguramente para prepararse el desayuno. «Son madrugadores esos hijos de puta». Siguió así un rato, observando tranquilamente cuando, poco antes de que el sol terminara de salir los cornetas romanos comenzaron a tocar diana. Los hombres salieron de sus tiendas y empezaron su rutina frente a ellas. Se preguntaba dónde estaría su relevo de guardia cuando le pareció ver movimiento en el campamento púnico. Aguzó la vista y, en efecto, dos grandes masas de caballería se estaban desplegando a ambos lados de la llanura y una delgada línea de lo que parecía infantería ligera se iba desplegando. —¡Fonteyo! —gritó. El recién nombrado optio apareció a la carrera, Manlio no dijo nada y señaló hacia la llanura. Los ojos del optio se abrieron como platos. —Mierda… —Sí, mierda. Corre a la tienda del dictador y transmite la alarma, ¡vamos! En cuestión de segundos el campamento romano era un hervidero de soldados endosándose sus arreos, caballos siendo ensillados y centuriones y oficiales tratando de poner orden en el caos. Cneo Manlio siguió observando la masa enemiga. Una gran falange de infantería pesada se había formado en el centro tras los hostigadores ligeramente adelantados, aunque aún demasiado lejos y con demasiada poca luz para distinguir los detalles. Oyó pasos a su espalda y se volvió. Quinto Fabio Máximo acompañado por Marco Minucio Rufo, el magister equitum, además de varios tribunos militares, se dirigían hacia él y subieron al parapeto donde se encontraba Manlio. Vestía el dictador una sobria coraza musculada de hierro y se cubría con el paludamentum, la capa roja del general contrastaba vivamente con la de Minucio Rufo de bronce y ricamente decorada en plata. —Informe, centurión —ordenó el dictador.
Por toda respuesta Manlio se giró y con un teatral gesto de la mano señaló al ejército cartaginés.
Hombro con hombro, los cuatro iberos dejaron sus escudos en el suelo y se apoyaron en sus lanzas una vez que se hubieron desplegado. Despuntaba un día que prometía ser caluroso. Permanecían en silencio, aguardando a que el sol se levantara y los romanos vinieran a por ellos. «Es lo bueno de los romanos, siempre vienen». Pensó Balkar, que se mostraba calmado o lo fingía, era la primera vez que aguardaba a los ejércitos romanos a pie quieto, sin trampas, una batalla campal tradicional, las favoritas de los romanos según le habían dicho. Nada de emboscadas como la del lago o de trucos por la retaguardia como en el río el invierno pasado. —A ver si salen ya, que no quiero tirarme aquí todo el día —murmuró Korbis, que quería ejercitar la pierna y ese plantón debía de estar sentándole fatal.
El caballo piafó inquieto una vez que lo hizo detenerse en su puesto. Ducario miró al sol que justo entonces terminaba de salir y sonrió. Un precioso día para una batalla. Sus jinetes se alinearon en primera línea, un sitio de honor que se habían ganado durante esa campaña, al frente de unos seis mil jinetes celtas e hispanos que aguardaban su momento para cargar sobre la caballería romana y luego atacar los flancos y la retaguardia de la infantería, siempre y cuando esos númidas flacuchos solventaran sus problemas en su flanco por sí mismos. Asdrúbal, el oficial púnico que comandaba la caballería pesada, llegó al trote y se situó en el centro de la formación, aguardando. Ya estaban listos.
Quinto Fabio Máximo observó el despliegue púnico atentamente, una vez que hubieron terminado asintió para sí y se volvió a sus ansiosos oficiales. Minucio Rufo preguntó: —¿Qué ordenes de despliegue, dictador? —Ningunas. Queda terminantemente prohibido salir del campamento. Que los
hombres sigan con su rutina diaria, hagan instrucción y se ejerciten, pero dentro del campamento. Eso es todo. Iba a bajar, pero todos lo miraban con mayor o menor grado de perplejidad. —¿Es que no me habéis oído? ¡¡¡Vamos!!! Se apresuraron los tribunos a volver a sus unidades y sus quehaceres rutinarios. Marco Minucio, notablemente molesto, iba a decir algo, pero Fabio le cortó en seco con un gesto, le señaló a él y a Manlio con el dedo: —Vosotros dos, conmigo. —Y echó a andar hacia su tienda.
Algunos esclavos del campamento trajeron agua y los iberos saciaron su sed, el día estaba siendo en efecto caluroso y los romanos se lo estaban tomando con calma. La mañana avanzaba y el sol ya estaba alto. Algunos hombres se habían sentado en el suelo, otros charlaban y Balkar estaba casi seguro de que había oído roncar a Garokan que estaba sentado con la frente apoyada en el asta de su lanza. Miró a Hanno, que se secaba el sudor de la frente e hizo un gesto interrogativo con los hombros. —No lo sé, Balkar, no lo sé —confesó el oficial púnico—. Se lo están tomando con mucha calma, quizá quieran estar seguros de que no hay truco, no sé… Pero los romanos son agresivos y les hemos hecho mucho daño, tienen que venir. Balkar miró al campamento romano, donde el único movimiento que se veía era el de algunos centinelas caminado a lo largo de la empalizada y empezó a pensar que no iba a haber batalla ese día.
Manlio caminaba detrás de Minucio Rufo, el cual parecía que iba a empezar a echar humo por las orejas. El dictador, por su parte, caminaba tranquilo, con sus habituales pasos largos y serenos. Entraron en su tienda, Fabio se dirigió a su mesa, se sentó y le indicó una silla a su magister equitum, que permaneció en pie ignorando el gesto y cambiando el peso alternativamente de una pierna a la otra. —¿Se puede saber a qué esperamos para salir a por ellos? ¿Y qué hace aquí este
itálico? —explotó al fin el segundo al mando. «Sí, ¿qué hago yo aquí escuchando la rabieta del imbécil arrogante este?», se dijo Manlio. —No vamos a salir, Marco Minucio —respondió muy sosegado el dictador. Luego volvió su pétreo rostro hacia Cneo Manlio—. En cuanto al centurión, posee una experiencia casi única en los ejércitos romanos. Dinos, centurión, ¿se parece esto a alguno de los anteriores combates con Aníbal? —¿Y qué importa la opinión de un cent…? —empezó a interrumpir el jefe de caballería. —¡¡¡Silencio!!! —ordenó Fabio—. ¿Centurión? Manlio maldijo en su interior a los Escipiones, los Paulos, los Fabios, los Minucios y a ese cabrón de Aníbal que ya podría haberse ido a invadir el país de las Amazonas o haberse quedado en su casa bebiendo vino y montando en elefante. ¿Qué pintaba él en semejante jaleo? —Ejem… Bueno… La verdad es que no, señor. En Trebia se puede decir que cargamos directamente hacia ellos, sin mirar, sin prepararnos. En Trasimeno no supimos ni que estaban allí hasta que fue demasiado tarde. Aquí solo hay una llanura sin lugar donde esconderse, sin trucos. —¿Desde cuándo los romanos rehuimos una batalla campal? —preguntó Municio algo más calmado pero visiblemente irritado. —Desde que yo soy dictador —contestó Fabio Máximo secamente. Dejó pasar unos segundos de silencio—. Se ha terminado el hacer lo que él quiere cuando él quiere —dijo refiriéndose a Aníbal—. Si quiere batalla nosotros nos quedamos en el campamento, si quiere que vayamos por abajo, vamos por arriba, si nos espera a su derecha, nos pondremos a su izquierda y nunca, bajo ningún concepto, le plantearemos batalla a no ser que yo lo diga y nunca antes de que lo tengamos contra las cuerdas. A partir de ahora lo seguiremos a la distancia justa para no perderlo de vista, pero sin que se nos revuelva y nos pille desprevenidos. Vas a mantener a la caballería en constante alerta, Marco Minucio, te daré el mando también de la infantería ligera y los usarás siempre en grupos grandes, no quiero que le dejes respirar, si uno de sus mercenarios se aparta a cagar entre los arbustos quiero que un velite le meta una jabalina por el culo. Quiero que paguen
con sangre por cada pellejo de agua que llenen en un río, por cada grano de trigo que pisen de un campo, por cada oveja que le roben a un pastor. No vamos a matarlos con la espada, no aún al menos, pero los mataremos de hambre. ¿Está claro? Asintieron ambos oficiales. Resentido y no muy convencido el magister equitum, sorprendido el centurión. Se volvió Quinto Fabio hacia este último. —Puede retirarse, centurión. Como extraordinarius irá usted a la vanguardia cuando marchemos. Mantenga los ojos abiertos y cuando vea cualquier cosa sospechosa o que le dé mala espina, aunque la haya reconocido la caballería, infórmeme de inmediato, a mí personalmente, ¿está claro? Manlio se cuadró con el yelmo en el brazo izquierdo flexionado. —Como el agua. —Perfecto, ahora lárguese. Cneo Manlio se dio la vuelta y salió de la tienda, no se le escapó el gesto de Marco Minucio Rufo, a ese no le había gustado un pelo la nueva estrategia del dictador. Cuando salió de la tienda del general comprobó que en el campamento reinaba una calma tensa, pero calma al fin y al cabo. Cerca de su tienda estaba Marco Fonteyo, su optio, que se unió a él. —¿Qué es ese griterío que se oye, Marco? —preguntó. —Venga conmigo y lo verá —respondió el optio que le guio de nuevo al terraplén. Los cartagineses seguían desplegados, debían de llevar sus buenas tres horas esperando. Un jinete recorría la línea al galope, con una capa púrpura tras él. A su paso los soldados vitoreaban, debía de ser Aníbal. Los que no vitoreaban chillaban cosas hacia el campamento romano y abucheaban, algunos incluso se alzaban las túnicas y les enseñaban el culo. —Nos están poniendo a bajar de un burro, centurión —dijo Fonteyo apesadumbrado.
—Déjalos que se rían, es lo único que van a sacar en limpio hoy y en los próximos días. —¿Y eso? —dijo el optio intrigado. Manlio le explicó en pocas palabras la nueva estrategia, incluyendo el detalle del culo del mercenario, y Fonteyo, que no era idiota, rio de lo lindo y apreció la sabiduría tras la estrategia, aunque no todos tenían su experiencia de primera mano. —En cualquier caso, las reglas de la guerra siguen siendo las mismas, así que ve y prepara a los hombres para hacer instrucción. Todo el tiempo que no estén marchando o de guardia, se van a estar ejercitando. —Sí, centurión. —Pues venga. —Y se dio la vuelta y bajó del terraplén en un par de saltos.
El viejo lacedemonio observó a los hombres volviendo al campamento. Venían sonrientes, bromeando unos con otros. Era mediodía y, cuando resultó obvio que los romanos no iban a presentar batalla, Aníbal recorrió el frente a caballo arengando a los soldados, se burló de la cobardía de los romanos, de su nuevo general, un viejo sin valor para luchar contra ellos y de cómo la guerra estaba ya prácticamente ganada. Pero Sosilo conocía a Aníbal mejor que nadie, le había enseñado desde que era un niño y su padre le encomendase su educación, y sabía que había algo que no cuadraba, así que se dirigió a la tienda del general. Los guardias le abrieron paso, todos reconocían la alta figura del lacedemonio. Incluso envuelto en su capa escarlata era un hombre impresionante. Llevaba su largo cabello trenzado y la barba aceitada, aunque hacía tiempo que ambos se habían vuelto grises. El viejo filósofo-guerrero espartano entró en la tienda sin llamar, nunca lo hacía, ese era su privilegio y además desde que este era pequeño había enseñado a Aníbal que un general debe guiar por el ejemplo, y eso pasa por estar siempre listo. Dentro estaba el general a solas con su hermano. Magón era un caso particular, un guerrero nato, aunque había sido imposible hacer de él un filósofo. No era estúpido en absoluto, pero tenía una inteligencia práctica e inmediata, poco reflexiva. No así Aníbal. Sentado al fondo de la tienda, se rascaba con el índice bajo el parche y tenía la mirada de su único ojo perdida en
el vacío. Sosilo no cometía el error de creerse Aristóteles, pero sí veía a Aníbal como un posible Alejandro, tenía todas las virtudes de este pero ninguno de sus vicios. —¿Qué problema hay, Aníbal? —preguntó en griego, lengua en la que siempre hablaban entre sí. Fiel hijo de su pueblo Sosilo no era amigo de cincunloquios e iba siempre al grano. —Nada se te escapa, maestro. —Ha ido contra la norma —dijo el espartano. —Así es. Los romanos no son así y por eso me preocupa. Le he ofrecido una batalla limpia, a campo abierto y no ha aceptado. —Nos tienen miedo —terció Magón, en un tono que sugería que no estaba muy convencido de su propio argumento. —¿Afirmas o preguntas? —dijo Sosilos. —No estoy seguro, la verdad —respondió el guerrero. —Si no estás seguro de lo que vas a decir, no digas nada —le reprochó el espartano antes de volverse al general—. No nos tienen miedo, no se lo pueden permitir, pero hay mil y una razones para no plantar batalla en un día determinado. Solo un día no marca un patrón, Aníbal, pero si esto se convierte en un patrón entonces habrá que romperlo. Asintió el púnico pensativo. —Hemos llevado la iniciativa toda esta guerra y es la primera vez que tenemos que reaccionar nosotros a su movimiento y su movimiento ha sido quedarse quietos. —Saber esperar es la mayor virtud del guerrero —dijo el griego. —Entonces tendremos que ver cuánta paciencia tiene este Quinto Fabio Máximo. Aníbal se levantó y dio la reunión por terminada.
Al día siguiente Aníbal volvió a desplegar en orden de batalla, solo para comprobar que la paciencia de Fabio Máximo aún duraba. Los romanos no respondieron ni cuando los númidas amagaron un ataque contra la empalizada. Así que tras unas cuantas horas de abucheos y de rechiflas los púnicos volvieron a su campamento, el cual levantaron a la mañana siguiente y se pusieron en marcha. Ahora sí, los romanos levantaron el campamento y le fueron a la zaga. Por dos veces intentó Aníbal emboscar a Fabio y ambas el prudente e intensivo reconocimiento romano descubrió la celada y se rehuyó el combate. Los romanos, aprovechando su mejor conocimiento del terreno, procuraban mantenerse siempre en el terreno elevado donde la ventaja táctica era tan evidente que ni Aníbal se hubiera atrevido a atacarlos. Los púnicos seguían saqueando las poblaciones que se encontraban en su camino y se fue volviendo más y más despiadado para provocar a los romanos, pero sus depredaciones, si bien brutales, se habían reducido. Su caballería se vio por primera vez cabalgando con la nariz en el hombro en previsión de ser ellos los emboscados, menudearon las escaramuzas y estas empezaron a favorecer a los romanos.
Finales de agosto del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Campania, sur de Italia
Se habían adentrado en Campania con el ejército romano a unas pocas millas detrás de ellos. Al menos el terreno allí era llano y abierto, aunque rodeado de montañas y en ellas aguardaban los romanos. Aníbal había ordenado que arrasaran la zona, Fabio Máximo tendría que elegir entre actuar o ver cómo sus aliados eran pasados a cuchillo sin hacer nada y estos tendrían que elegir, pasarse al bando de Aníbal o seguir con una Roma que no movía un dedo por ayudarlos. Ayin patrullaba tenso sobre su caballo, estaban escoltando a un contingente de guerreros celtas mientras saqueaban un poblado, demasiado cerca de un bosque, para su gusto. Los celtas también llevaban sus propios jinetes, dirigidos por un arrogante noble que había decidido usar a los númidas como guardia exterior, o cebo, para una posible emboscada de la caballería romana. Muy a su pesar el númida tuvo que itir que la idea era buena, otra cosa es que le gustara ser el gusano que colgaba del anzuelo. Aun así procuraba no quedarse quieto en el mismo sitio, si tenía que hacer de blanco para alguien al menos trataría de ser
uno en movimiento. Un grito de mujer le hizo volver la vista hacia la aldea. Esos celtas se lo estaban pasando bien, por lo visto. El silbido de Munar llamó su atención en la dirección opuesta. Miró a su compañero que cabalgaba a unos veinte pasos de él y que apuntaba hacia el bosque. Ayin miró y percibió movimiento entre los árboles. El movimiento pronto se transformó en siluetas a caballo que sin perder tiempo y en gran número cargaron contra ellos.
Lucio Lupo clavó los talones en su montura que saltó hacia delante de entre los arbustos y cargó contra el más cercano de los númidas que se encontraban a treinta pasos. El jinete africano, dividido el ánimo entre atacar o huir, optó por lo primero y lanzó unos de sus venablos directo hacia Lupo. Habría sido una buena elección si hubiese hecho impacto, pero falló. Lupo alzó su escudo y la jabalina resbaló sobre este con un chirrido. Espoleó, ahora sí, el africano a su caballo, pero incluso sus magníficas monturas necesitaban unos metros para ganar velocidad, y el romano iba ya lanzado a galope tendido. Apuntó con su lanza cuidadosamente mientras se echaba encima del númida y se la clavó en el centro de la espalda pasándole de parte a parte. Manoteó el jinete africano con la ensangrentada punta de hierro que le asomaba por el pecho antes de que Lupo refrenase a su caballo lo justo para desclavar la lanza y su víctima cayera al suelo.
Ayin había conseguido herir al caballo de su perseguidor y ahora huía hacia las casas sin mirar atrás. Unos metros por delante de él, Munar hacía lo propio, pero los gritos y el sonido que llegaba a sus espaldas le indicaban que no todos sus compañeros lo habían conseguido. Se atrevió a mirar sobre su hombro y, en efecto, media docena de númidas yacían muertos o heridos y se veían ya caballos sin jinete. Los romanos no habían perdido el tiempo y seguían pegados a ellos. Miró de nuevo al frente, el poblado se encontraba a unos cincuenta pasos, esperaba que el galo hiciera su parte o esos infantes celtas iban a estar en serios problemas y quizá él también, y eso era lo que de verdad le preocupaba.
Ducario, a caballo y oculto tras un pajar, dejó pasar unos instantes más, quería que esos romanos estuvieran un poco más cerca. Eran unos sesenta, calculó, no
demasiados para sus cincuenta jinetes con el apoyo de los númidas y de los guerreros a pie. Tras un rápido cálculo de distancias alzó su lanza y aullando su grito de guerra cargó contra los romanos seguido por sus hombres.
Lucio Lupo vio surgir a la caballería pesada gala de entre las casas del poblado a apenas cincuenta pasos de donde estaba. Olvidándose del númida al que perseguía tiró ligeramente de las riendas de su caballo y apuntó al jinete que había aparecido ante él, un guerrero con un gran escudo redondo y que llevaba su cabello encrespado al aire, sin casco. —Te voy a enseñar a no llevar yelmo, bárbaro —gruñó Lupo para sí mientras cerraba distancias con el celta. Lupo pertenecía a una antigua familia romana de la clase de los caballeros. Comerciantes acomodados que ostentaban el caballo público desde hacía generaciones. Esto quería decir que pertenecían a una de las dieciocho centurias originales de la caballería. Su caballo era costeado por el Estado desde tiempos de la monarquía. En realidad, el título había pertenecido a su hermano, pero este había muerto en Trasimeno, por lo que había pasado a Lucio, y este estaba dispuesto a recuperar el honor de la familia y vengar a su hermano Marco. Los dos jinetes se echaron uno encima del otro a la máxima velocidad de sus monturas. Lucio miraba a los ojos de su rival manteniendo su lanza apuntándole al pecho. Tuvo tiempo de notar lo azules que eran los ojos del bárbaro y le lanzó una sonrisa cruel antes de bajar la lanza y clavarla en el pecho de su caballo. El impacto fue brutal. La lanza de Lupo se partió por el impacto y este la soltó. El guerrero celta estuvo a punto de acertarle, pero, al rodar su caballo por el suelo, falló el golpe.
Ducario rodó en el suelo junto a su montura y quedó aturdido por el golpe, con una pierna atrapada bajo su agonizante caballo que relinchaba débilmente. El brazo del escudo le dolía terriblemente y creía que se lo había roto, apenas podía ver nada, se pasó la mano derecha por la cara y la retiró llena de sangre. El jinete que le había derribado sacó su espada, pero no pudo ir a por él, pues se trabó con otro jinete. Mientras forcejeaba para tratar de liberar la pierna miró a su alrededor, todos sus hombres combatían contra los romanos, era cuestión de
tiempo que los guerreros a pie llegasen en su apoyo y los aniquilaran, pero entre tanto él tenía que seguir vivo. Apoyó el pie contra su caballo que seguía agitándose e hizo fuerza tratando de liberarse. El brazo izquierdo le dolía terriblemente.
Lupo sacó su espada, una espada larga, recta y algo más ancha en la punta, de diseño griego. Iba a rematar a su anterior objetivo, pero otro galo se le vino encima. Desvió la punta de la lanza con la espada y golpeó al jinete con el escudo, este se tambaleó, pero no cayó del caballo. Picó espuelas para ganar espacio y atacarle con la lanza, pero Lucio Lupo no estaba dispuesto a darle esa ventaja, tiró de las riendas y se le echó encima. El galo levantó su escudo y paró el brutal golpe del romano, comprendió su juego y dejó caer su lanza para luchar a espada, pero Lucio no iba a permitir darle espacio para sacarla y golpeó una y otra vez al celta echándose sobre él. Comprendió demasiado tarde su error cuando el galo, en vez de seguir agachándose bajo el escudo, empujó con él y el tachón le dio en la cara, entonces, notó el sabor de la sangre antes de caer del caballo y darse un tremendo costalazo. Por suerte, cayó sobre el brazo de la espada, lo que le permitió mantener en alto el escudo, su caballo estuvo a punto de pisarle al huir y el celta aprovechó para sacar la espada y venirle encima. Lucio mantenía su espada aferrada, pero, apoyado como estaba sobre esa mano, no podía alzarse, mantenía el escudo en alto y era ahora el celta el que descargaba una serie brutal de golpes sobre él sin darle margen a ponerse de pie.
Ayin y los númidas supervivientes se reagruparon a un lado de la aldea dispuestos a volver a la refriega. Dentro del pueblo los guerreros celtas a pie había dejando de pasar el rato con las campesinas itálicas y formaban una línea de batalla en el límite del casar, dispuestos a socorrer a sus camaradas a caballo que combatían ferozmente contra la caballería romana. Espolearon a sus caballos africanos y habían rodeado el combate para caer sobre los romanos por detrás cuando percibieron movimiento en el bosque. Eran infantes ligeros romanos que, con sus pequeños escudos redondos y sus pieles de lobo, cargaron sobre los númidas. Estos se encontraban en desorden, se estaban preparando para un combate en la dirección opuesta y habían descuidado su retaguardia. Los velites romanos lanzaron sus jabalinas sobre los númidas
abatiendo a no pocos jinetes y matando e hiriendo aún a más caballos. Cogidos entre dos fuegos, antes de verse rodeados, los africanos decidieron que la discreción era la parte más importante del valor y huyeron al galope antes de verse rodeados. Esos galos tendrían que valerse por sí mismos. Ayin, huyendo de allí a galope tendido, miró a su alrededor. Casi la mitad de sus compañeros faltaban. Habían descubierto muy a su pesar que el dictador había impuesto una nueva doctrina de combate a sus hombres. Ahora su caballería y su infantería ligera actuarían siempre juntas y en grandes grupos que se apoyarían mutuamente, tendrían que ser los cartagineses los que reaccionasen esta vez.
Reprimiendo un gemido de dolor Ducario consiguió liberar la pierna atrapada y se puso en pie. El brazo izquierdo le dolía horrores y no podía moverlo, pero no era tiempo ni lugar para la autocompasión. Con el brazo derecho sacó la espada y miró a su alrededor. Desde el pueblo los guerreros a pie venían al fin en ayuda de la caballería, pero se habían dividido en dos grupos para enfrentar a una nueva amenaza. Al volverse vio cómo, desde el bosque, dos nutridos grupos de infantes romanos hostigaban con sus venablos a los guerreros a pie impidiéndoles apoyar a los jinetes galos, que estaban poco a poco siendo aniquilados por la caballería romana. A pie entre los caballos era hombre muerto, así que Ducario, sin dejar de vigilar alrededor, corrió hacia los infantes celtas. Quizá aún pudieran ganar ese combate.
Lupo estaba a punto de desfallecer, el escudo pesaba como si fuera de piedra y los golpes del celta le retumbaban hasta el hombro y la mandíbula. Decidió tratar de lanzar una estocada final, eso suponía echar a un lado el escudo y seguramente era lo que su rival esperaba, una maniobra suicida, pero puestos a morir, mejor así, se dijo. Casi se había lanzado cuando oyó cascos de caballo que se acercaban. El celta a caballo también lo oyó y se volvió ante la nueva amenaza dejando solo a Lupo, que desfalleció por un segundo. Su enemigo se alejó combatiendo con otro jinete romano y Lucio Lupo respiró por un segundo. El golpe del escudo en la cara le había roto la nariz y le había dejado un corte profundo en el pómulo. Escupió al suelo la sangre que le llenaba la boca, se puso de pie y miró alrededor. A unos pocos pasos su caballo pastaba tranquilamente como si el caos que se desataba a su lado no fuera con él. Se acercó y subió de
un salto. Respiraba por la boca y tenía que escupir constantemente la sangre que se le acumulaba en la garganta, pero estaba de vuelta. Agarró las riendas y buscó un rival. El combate pintaba bien, pero estaba lejos de estar ganado.
Ducario se unió a una de las formaciones de guerreros celtas y les ordenó que cargaran contra los velites que, casi a quemarropa, los estaban masacrando con sus jabalinas. Apretando los dientes por el dolor del brazo izquierdo corrió junto a los guerreros a pie. Los infantes ligeros romanos trataron de mantener la distancia, pero alcanzaron a algunos de ellos. Descargó su espada desde arriba contra el más cercano; el soldado, apenas un muchacho, alzó su escudo, pero el golpe era demasiado brutal y el chico retrocedió trastabillando, en el golpe de vuelta, alzando el brazo desde su izquierda y hacia arriba y la derecha, el jefe de guerra galo impactó junto a la cadera derecha del romano y lo abrió en canal casi hasta el hombro opuesto. A su alrededor sus guerreros despedazaron a varios infantes ligeros más, pero la mayoría se había retirado unos pasos y dispararon una nueva salva de jabalinas que dieron en tierra con varios de los celtas. Iba a ordenar que cerrasen la formación de nuevo cuando sintió un impacto en la cadera derecha que casi lo derriba, se mantuvo a duras penas en pie con una jabalina asomándole bajo la cintura, la cota de malla había parado casi toda la fuerza del impacto, aun así, notó la hoja de hierro chirriar sobre el hueso de su cadera, justo por debajo del cinturón. Le falló la pierna y cayó sobre la rodilla derecha. Apoyado sobre su espada y conteniendo el dolor, forzó a su brazo izquierdo a moverse, agarró el asta del proyectil y se lo arrancó con un aullido y un borbotón de sangre. Sus hombres se iban retirando lentamente acosados por los velites, que los diezmaban con sus proyectiles. Varios de ellos comenzaron a rodearlo lentamente. Ducario intentó ponerse de pie, pero no le respondía la pierna. Empuñó de nuevo su espada y la blandió en un arco desafiando a sus rivales a que vinieran a por él.
Lucio Lupo reunió a varios de los hombres de la turma a su alrededor. Los jinetes galos habían muerto o habían huido, pero la infantería aún aguantaba. En el otro flanco los velites diezmaban sin piedad a los que habían encontrado, pero en este lado resistían mejor, así que al frente de unos veinte de sus hombres cargó sobre el flanco de los celtas a pie. Estos, al verse venir a la caballería, perdieron el valor y trataron de huir. Mantener la formación era lo único que
podría haberlos salvado, eran hombres muertos si huían a pie de hombres a caballo. Los velites acosaban a los galos desde campo abierto, así que estos huyeron hacia el pueblo. Lupo y sus hombres comenzaron a caer sobre ellos y a hacerlos pedazos. Decapitó a un celta que corría desesperado y sin refrenar el caballo lo lanzó sobre un grupo que había alcanzado la aldea, internándose por su única calle. Eran diez o doce, Lucio Lupo alcanzó a otro por la espalda y le abrió la cabeza en dos hasta la mandíbula, matándolo en el acto. Mientras sus hombres cazaban a los demás, uno de los celtas derribó la puerta de una casa y se metió dentro. Cuando el combate se había iniciado los celtas ya casi habían saqueado todo el pueblo, la calle estaba sembrada de cadáveres y varias casas ardían, pero a otras aún no les había dado tiempo a entrar y en una de esas había entrado el fugitivo. El romano descabalgó y le fue detrás espada en mano, con el escudo por delante.
Bórix seguía trabado con el romano que le había privado de matar al decurión que tenía acorralado en el suelo. Golpeó de nuevo a su correoso enemigo y al fin consiguió desarzonarlo. La situación a su alrededor era mala, muy mala, así que no trató de rematarlo y buscó un lugar por donde retirarse. Fue entonces cuando vio a Ducario con una rodilla en tierra y rodeado de infantes enemigos. Sin pensarlo dos veces clavó los talones en su montura y cargó contra los velites, tiró el escudo y, al llegar al círculo de soldados, mató al primero de un mandoble al pasar, su jefe lo vio venir y comprendió, reuniendo sus últimas fuerzas el guerrero se impulsó sobre su pierna izquierda, Bórix lo agarró al pasar y lo colocó atravesado frente a él en la montura como el que carga con un saco. Los infantes ligeros, que no esperaban eso, se apartaron de su paso como pudieron y no consiguieron reaccionar a tiempo, lanzaron algunas jabalinas, pero fallaron. Sobrecargado con los dos guerreros pesadamente armados el caballo galopó como pudo alejándose del combate. Bórix volvió la vista atrás esperando ver a la caballería romana dándole caza, pero estaban ocupados masacrando a los infantes celtas. Ducario había perdido el conocimiento así que, con su jefe cargado como un fardo, continuó camino al campamento a un trote largo que no agotase las últimas fuerzas de la montura.
Lupo empujó la puerta astillada con la punta de la espada y entrecerró los ojos para acostumbrarlos a la penumbra. La boca se le estaba llenando de sangre otra vez, pero reprimió el asco, tragó y miró alrededor. Había un estrecho corredor que daba a un atrio en el que se distinguía un pequeño huerto. Avanzó lentamente hacia la luz escuchando y con todos los músculos del cuerpo en tensión. A un paso de la esquina se paró de nuevo y escuchó atentamente. Silencio. Avanzó otro paso con el escudo alto a su izquierda y miró a su diestra. La espada del celta bajó como un relámpago desde su derecha y apenas tuvo tiempo de alzar la suya, bloqueó a medias el golpe, pero aun así la hoja de la espada enemiga le impactó en el hombro. Si no hubiera interpuesto su arma probablemente el impacto le habría amputado el brazo, pero la cota de malla aguantó, no obstante, el golpe fue muy doloroso y a punto estuvo de abrir la mano y soltar la espada. Cayó sobre su rodilla derecha y contratacó con el escudo, impactando con el borde del mismo en el costado del celta, que retrocedió jadeante. Se irguió de nuevo y se observaron. El celta iba desnudo de cintura para arriba salvo un pesado torques de oro alrededor del cuello, era muy musculoso y más alto que él, con el pelo peinado hacia arriba con cal, como acostumbraban, y con un gran mostacho rojizo. Lupo, que tenía veinte años, calculó que era mayor que él, tendría unos treinta años y tenía cicatrices en brazos y torso, un veterano. El galo retrocedió por el atrio de la casa, intercambiaron un par de tímidos golpes, tanteándose. Su rival bajó ligeramente el escudo dejando un hueco en su defensa, pero era demasiado obvio que le estaba provocando, así que Lupo no picó y aprovechó para escupir la sangre que le inundaba la boca. El galo sonrió y le enseñó unos grandes dientes amarillentos. «Sabe que no va a salir vivo de aquí, pero le da igual, si no ando con ojo antes de que mis camaradas lo maten me puede hacer filetes», pensó Lupo. No había terminado de pensarlo cuando el galo se le echó encima. Golpeó lateralmente obligándole a bajar el escudo e, inmediatamente, el celta golpeó con el suyo. Lupo retrocedió dos pasos para ganar espacio y se topó con el murete que delimitaba el jardincillo del atrio. Aprovechó el guerrero galo y embistió de nuevo, Lupo saltó como pudo y bloqueó de nuevo con su maltrecho escudo el golpe que le lanzó con la espada, tan brutal que le hizo girarse hacia su derecha, el celta pasó por su lado y entró en el jardincillo pisoteando las plantas que allí crecían. Lupo retrocedió sin dejar de mirar a su rival y itiendo, con una nota
de pánico, que quizá hubiera topado con la horma de sus caligae. Tanteó con la espada tras de sí mientras retrocedía para ubicar el murete tras él y lo cruzó de nuevo, esta vez sin tropezar; se encontraba, ahora, justo en la posición de su rival un momento antes. Atacó este con la punta de su espada mientras saltaba el murete y retrocedió Lupo una vez más. Había una puerta a su izquierda y a su espalda el vano del corredor que llevaba a la zona interior de la casa, retrocedió por él, esperando que la estrechez del pasillo dificultase a su enemigo el uso de su espada larga. El galo entendió, pero aceptó el desafío, con una nueva sonrisa llena de dientes amarillos comenzó a lanzar estocadas, arriba y abajo, luego dos abajo, luego arriba otra vez. Lupo las iba bloqueando, pero le forzaban a retroceder y no podía contratacar, tenía el brazo de la espada agotado y entumecido por el golpe. Apenas podía sostener el escudo. Se encontraban ya en el patio interior y el galo volvía a tener todo el espacio que necesitaba para blandir su espada. Lanzó otra estocada, pero era un amago, golpeó en su lugar con el escudo y el borde de este le dio a Lupo en el brazo derecho, lo derribó y se vio de nuevo defendiéndose de un rival que lo atacaba desde arriba, pero desde mucho más cerca y estando mucho más agotado. El celta comenzó a golpear de manera sistemática mientras Lupo se arrastraba por el suelo de losas y se iba quedando sin fuerzas, el último golpe finalmente le arrancó el escudo de las manos, el romano, casi indefenso, alzó la espada, pero sabía que se había acabado. El galo sonrió una vez más y preparó el golpe final. Entonces una puerta del lateral se abrió de golpe, la muchacha saltó fuera con un grito y, empuñando un martillo de herrero con ambas manos, golpeó al celta, que se había vuelto a medias, impactándole entre los ojos. Lupo vio cómo la cabeza de su rival se deformaba bajo el brutal impacto y la sangre salpicaba alrededor. Ya estaba muerto cuando llegó al suelo donde quedó totalmente desmadejado, la joven se volvió sobre Lupo con un gesto de furia y, empuñando el ensangrentado martillo en las manos, el jinete temió por su vida, se desprendió de la espada y con la mano abierta frente a él gritó: —¡Soy romano, soy romano! Lupo se incorporó lentamente, cogió su espada, pero se cuidó de mantenerla con la punta hacia abajo y con la otra mano abierta en son de paz habló a la chica. —Tranquila… Tranquila… Me llamo Lucio Lupo. —Notó lo nasal y ridícula que sonaba su propia voz y lo mucho que le dolía la cara—. Soy decurión de la caballería del dictador Quinto Fabio Máximo.
La muchacha bajó ligeramente el martillo, que estaba cubierto de sangre y de trozos de materia gris. Era un pesado martillo de herrero y Lupo dedujo por las espaldas de la chica y sus brazos bien torneados que no era la primera vez que lo empuñaba. —¿Cómo te llamas? —preguntó Lupo, trataba de calmarla, tenía la cara salpicada de sangre de su víctima y le miraba con una mezcla de miedo y amenaza, respiraba profundamente por la nariz, la boca cerrada en un gesto firme. Si no entraba en razón y lo atacaba Lupo no estaba seguro de poder reducirla sin matarla, o de que no lo matara ella a él—. Por favor… Se había erguido del todo y procuraba mantener la espada baja, sujeta por el pomo. La chica bajó lentamente el martillo, aunque lo siguió agarrando con ambas manos. —Me llamo Helvia —susurró. —Muy bien, Helvia, no voy a hacerte daño, nadie va a hacerte daño… De hecho, gracias por salvarme la vida. Ese bárbaro casi me tenía. Helvia miró el cuerpo del galo, que tenía la cara totalmente aplastada y un ojo colgando fuera de la órbita. No podía estar más muerto. Lupo se acercó a él, lo agarró del pelo para levantarle la cabeza y, forcejeando un poco, consiguió quitarle el torques. Tenía un dedo de grosor, hecha con hilos de oro trenzados y rematado por dos cabezas de algún tipo de monstruo mitológico. Pesaba bastante y Lucio se la tendió a Helvia. —Toma, tú lo has matado, es tuyo. La joven asintió y cogió el torques. A pesar del rostro ensangrentado y la mirada perdida, Lupo tuvo que itir que era muy bonita.
Lupo salió a la calle y parpadeó ante la luz solar. Sus hombres y los velites amontonaban los cadáveres de los galos, y los aldeanos supervivientes lloraban a los suyos. Su caballo, al que decidió que iba a llamar Impasible, ramoneaba en un arbusto cercano ajeno al ir y venir de hombres armados y aldeanos gimientes. Uno de sus hombres se le acercó a caballo. Fingió un gesto de dolor al verle la cara.
—Le han dado un buen golpe, decurión. —Gracias, Mucio, no me había dado cuenta —respondió antes de soltar un gargajo sanguinolento. Se quitó el casco y se sentó en un poyete. Dejó caer su escudo, que estaba hecho astillas, y dejó el casco sobre este. Se tocó el corte del pómulo y comprobó que casi le cabía dentro la yema del dedo. «Ese cabrón me ha dejado guapísimo», se dijo con un lamento. Mientras se recreaba en su miseria una sombra se proyectó sobre él. —No se levante, decurión, es obvio que necesita un descanso —dijo el centurión, un tal Tito Ventidio que comandaba a la infantería ligera y al grupo en general—. Han matado al otro decurión, así que está usted al mando de la caballería. ¿De acuerdo? Asintió Lucio Lupo con la cabeza. —¿Cuántas bajas hemos tenido? —dijo con ese horrible tono nasal. La nariz se le estaba inflamando y podía verla distorsionando su visión. —Dieciséis de nuestros jinetes han caído y otro diez están heridos de diversa consideración. Dos de ellos no creo que duren mucho. Los velites han salido algo mejor parados, diez o doce bajas a lo sumo. —¿Y ellos? —preguntó el decurión. —A ellos les hemos dado una buena —sonrió el centurión enseñando los colmillos—. Los guerreros celtas eran unos doscientos y han caído todos, ni uno solo ha podido escapar. Númidas, hemos matado a unos treinta, y lo mismo con sus jinetes galos. Suba ese ánimo, decurión. Hoy hemos ganado y ha sido en gran parte gracias a sus hombres. No me olvidaré de mencionarlo cuando volvamos al campamento. El centurión le palmeó el hombro y se adentró en el pueblo dando órdenes. Enterrarían a los muertos y se llevarían a los civiles, no podían garantizar su seguridad, pero podían escoltarlos lejos de allí; si decidían quedarse, que lo hicieran por su cuenta y riesgo. Después de un rato para tomar aliento se forzó a ponerse de pie. La caída del
caballo y los golpes recibidos le estaban pasando factura y necesitaba que alguien le cosiera la cara y le pusiera en su sitio la nariz, mientras pensaba eso reconoció la ancha espalda de Helvia, de rodillas en el suelo sujetaba la cabeza de un hombre, muerto. Lucio se acercó y observó el cuerpo caído. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, muy ancho de espaldas, tenía los brazos musculosos y cubiertos de cortes, había tratado de defenderse y, a juzgar por el galo con el cuello roto que yacía a su lado, no había caído solo. La espada del galo muerto le había atravesado el mandil de cuero que llevaba y Lupo supuso que era el padre de la muchacha que le acunaba la cabeza en su regazo mientras le acariciaba la cara. —Es tu padre, ¿verdad? —murmuró el decurión. La chica lo miró, tenía los ojos vidriosos pero no lloraba, seguía con el mismo gesto firme, aunque le temblaba ligeramente la comisura de los labios. Asintió con la cabeza. —Publio Helvio, era el herrero del pueblo y de los pueblos de alrededor… — murmuró. La dejó unos instantes con su dolor antes de carraspear. —Perdona mi insensibilidad, si quieres que lo enterremos puedo ayudarte, pero hay que darse prisa. Después tendrás que recoger algunas cosas y tendremos que irnos. Asintió Helvia una vez más, se puso de pie y cogió a su padre por las axilas incorporándolo en parte. Lucio Lupo no pudo más que notar una vez más la fuerza de la chica, Publio Helvio había sido un hombre corpulento. —¿Me ayudas, Lucio Lupo? —dijo con un hilo de voz. —Sí, claro… —respondió este torpemente, y agarrando por los tobillos el cuerpo del herrero lo llevaron hacia las afueras del pueblo.
Habían amontonado los cadáveres enemigos a las afueras del pueblo tras despojarlos de cuanto llevaban y amontonaron leña sobre ellos antes de quemarlos. Enterrar a los lugareños llevó más tiempo y la noche se les echó
encima. El centurión Ventidio ordenó a los velites que levantaran barricadas y cavaran fosos en todas las entradas del pueblo, y dispuso guardias en las mismas. Lupo patrulló los alrededores con sus hombres y, tras comprobar que estaba despejado, se metieron en el recién fortificado pueblo. Una vez dentro buscó un lugar donde descansar, vio a Helvia sentada en el umbral de su casa y la saludó con la mano, llevaba a su caballo de la brida. Esta le miró la cara ensangrentada, se había limpiado la cara con agua, pero la herida del pómulo no paraba de abrirse. —¿Aún no te han curado eso? —preguntó. —No, hemos estado demasiado ocupados. —Ven —le dijo. Y entró en la casa. Lo sentó en el atrio en una silla y arrimó una lámpara de aceite. Trajo un poco de agua, vino y unos lienzos limpios, además de aguja e hilo. —¿Sabes coser heridas? —preguntó. —Solía coserle los mandiles y los guantes de cuero a mi padre cuando se le rompían, es más o menos lo mismo. Lucio tragó saliva. —¿Seguro? —Sí, ahora estate quieto —ordenó—. Esto va a dolerte. Sin darle tiempo a reaccionar le agarró la nariz entre el canto de ambas manos y la torció hacia la derecha. El crujido dolió tanto que no pudo ni gritar. Se le llenaron los ojos de lágrimas y jadeó tratando de dominarse. La despiadada Helvia no le dejó relajarse, le agarró por el mentón y examinó su trabajo. —Mucho mejor, si no te la tocas mucho se quedará casi igual que antes. —Gracias… —murmuró Lucio mientras dos lagrimones de dolor se le deslizaban por las mugrientas mejillas. —Ahora vamos con ese corte.
Con un lienzo limpio mojado en agua la aprendiz de herrero le limpió la cara. Cuando hubo terminado cambió de lienzo y mojó el nuevo en el vino, con el que empezó a limpiarle el corte. Aquello escoció de veras, pero no era nada comparado con lo de antes, así que lo aguantó mejor. La muchacha llevaba una túnica hasta por debajo de las rodillas, con un cuello que terminaba en pico y Lucio apreció que, cuando se inclinaba sobre él, el cuello de la túnica colgaba dejando ver hasta muy abajo y que la visión resultaba de lo más analgésica. Ajena al espectáculo involuntario que estaba dando, Helvia enhebró el hilo en la aguja y comenzó a coserle el pómulo al excitado decurión. Los cuatro puntos que fueron necesarios para cerrar la herida no fueron suficientes para cerrar del todo la libido del joven romano. Al fin y al cabo, peores dolores había vivido ese mismo día. Helvia se sentó frente a él y le sonrió. Tenía un rostro precioso, se dijo Lucio, el pelo recogido atrás en un moño de color castaño claro y dos ojos verdes muy grandes que lo miraban fíjamente, además de unos labios carnosos y esa espalda ancha para una mujer y los brazos fuertes le daban un aspecto salvaje, como de amazona, que excitó aún más al joven romano. Al sentarse la túnica se había subido ligeramente dejando la rodilla de la muchacha al descubierto, rozando la suya. Lucio deslizó su mano derecha sobre la rodilla de la chica, acercó su rostro con los labios entreabiertos y cerró los ojos antes de besarla. Cerrar los ojos fue un error, pues le impidió ver venir el puñetazo que la chica le lanzó. Un poderoso gancho de izquierdas que impactó en el mentón de Lucio Lupo haciéndole rodar por tierra y comprobando, una vez más, que la chica era fuerte de verdad. Cuando dejó de ver lucecitas brillando ante sí pudo distinguir a Helvia de pie ante él y con gesto de furia. —¿Pero qué te has creído?, ¿que por ofrecerme a zurcirte la cara te iba a abrir las piernas para que se te pasara el mal rato? ¡Fuera de mi casa! Lucio Lupo se incorporó frotándose el mentón y, recogiendo los pedazos de orgullo que le quedaban, se fue hacia la calle. —Vaya día llevo… —se dijo. Y buscó un sitio resguardado donde echarse a dormir.
Anochecía cuando Bórix y el resto de jinetes supervivientes, unos veinte, llegaron al campamento púnico. Ducario entraba y salía de la consciencia cuando le bajaron del caballo para meterlo en su tienda. El verde de sus calzones se había vuelto negro de toda la sangre que había perdido. Corax hizo venir a un curandero, le quitaron la armadura y lo desnudaron. El brazo roto estaba muy inflamado, pero no revestía mucho problema. Lo limpió todo cuidadosamente y le entablilló el antebrazo. Era una fractura limpia, según dijo, y los huesos no se habían desplazado. La herida de la cadera era un desgarrón a lo largo del hueso pélvico, la cota de malla había evitado que lo destripara, pero el curandero poco podía hacer, cosió la herida después de limpiarla y se apartó del herido que seguía inconsciente. —¿Vivirá? —preguntó Corax. —Depende —dijo el sanador—. Cuando he limpiado la herida solo he visto músculos dañados, si no se infectan, vivirá, pero si la punta de la jabalina ha dañado los intestinos, entonces la herida se pudrirá y morirá en unos pocos días. Asintió Corax silencioso ante la honestidad del sanador. —Que no se mueva, dadle de beber, pero solo agua. Y que no coma nada hoy ni mañana. Si pasado sigue vivo, que beba leche con miel y, si al cabo de unos días no ha empeorado, que coma normalmente, pero que no se mueva hasta que la herida no haya curado completamente o se le volverá a abrir y es uno de los peores sitios para tener una herida mal curada. Ahora voy a ver al resto de los heridos. Corax le dio las gracias. El curandero era un hombre triste, pero Corax había visto esa misma mirada muchas veces en gente de su oficio, la mirada de los que tienen que ver la cara que a nadie le gusta itir de la guerra. Salió de la tienda y buscó a Bórix, que estaba sentado frente al fuego, aún con sus arreos puestos y bebiendo de una jarra de cerveza. —Gracias por traerlo, Bórix —dijo Corax sinceramente. —No ha sido nada —murmuró el guerrero con los bigotes metidos en su jarra. —Cuéntame, ¿qué ha pasado? —Que creímos que les estábamos emboscando, pero nos emboscaban ellos a
nosotros. Atrajimos a sus jinetes al llano, cargamos y cuando les ibamos a rodear con la infantería y los númidas sacaron ellos a su infantería del bosque y nos rodearon. Esos cobardes númidas huyeron en cuanto la cosa se torció y nuestra infantería no pudo hacer nada. Ducario, los demás y yo seguimos vivos porque se entretuvieron matando a los infantes, si nos hubieran perseguido habríamos caído. A Corax le dolió ver a un guerrero tan orgulloso y tan abatido, pero la guerra tenía esas cosas, supuso. —Habrá otro día para la venganza, Bórix. No te preocupes. —Puedes jurarlo —gruñó el guerrero y Corax se alegró de no ser el objetivo de la ira que vio brillar en sus ojos.
—Quiero saber todos los detalles —dijo Maharbal. Ayin y Munar se lo explicaron una vez más. Munar incluso se acuclilló y con un ramita dibujó un diagrama de la escaramuza en el suelo. Cuando llegó a la parte en que los velites surgieron del bosque alzó la mirada y miró al general. —No pudimos hacer nada, estábamos en un espacio demasiado estrecho, ir a caballo no nos suponía ninguna ventaja pues nos cogieron desprevenidos entre el bosque y la refriega. Eran muchos, más de cien. Lo único que pudimos hacer fue espolear los caballos y salir de allí. Maharbal asintió muy serio, procesándolo todo. —Está bien. Idos a descansar y tomad nota de lo que ha pasado. No debe repetirse. Unos minutos después Maharbal terminaba de relatar la misma historia en la tienda de Aníbal. Además del general le acompañaban Magón, Asdrúbal, el que era general de la caballería pesada, y Sosilo, el griego. —Han usado nuestro truco contra nosotros —resumió Magón. Asintieron los demás. Había habido en los últimos días más informes como
aquel. Unas veces la victoria les había sonreído a pesar de todo, pero las más de las veces el encuentro había terminado en tablas o en derrota, como aquí. —Me temo que el tiempo en que los romanos cargaban ciegos como toros cada vez que nos veían ha pasado —dijo al fin Aníbal. —Era cuestión de tiempo que aprendieran —añadió Asdrúbal. Reinó el silencio durante un momento hasta que Maharbal tomó la palabra de nuevo. —Seguimos teniendo ventaja numérica y cualitativa en caballería, y los romanos no pueden estar en todas partes. Si mantenemos esta táctica con grupos más numerosos no podrán atacarlos a todos y cuando lo hagan estos podrán defenderse mejor. Aníbal asintió silencioso. Era cierto, pero era reaccionar a lo que los romanos hacían en lugar de al revés, ¿estaba perdiendo la iniciativa? —Magón, ¿cómo estamos de suministros? —preguntó. —Por ahora bien, pero hemos dejado pelada esta región y no queda nada de comer que no esté metido tras una muralla bien alta o lo tengamos nosotros — respondió el otro Barca, eficaz como siempre. —Ni hablar de empantanarnos en un asedio con ese romano a la espalda y el verano a punto de terminar. Es hora de moverse. Mañana levantamos el campamento. —¿A dónde vamos, general? —preguntó el silencioso Asdrúbal. —Me han dicho que Apulia es preciosa en invierno —dijo Aníbal en tono desenfadado. Rieron todos y fueron saliendo. Quedó solamente Sosilo al final, que asentía con la cabeza y con una media sonrisa bajo su barba cana. —A veces no sé si eduqué a un general o a un farsante. Rio Aníbal, sinceramente, esta vez.
—Bueno, un general debe ser ambas cosas. —Sí, pero a mí no me engañas, ese Fabio se te ha metido bajo la coraza. —Sí, lo ha hecho —dijo serio de nuevo—. Pero para preocuparme aquí ya estoy yo, ellos solo tienen que creer que todo está bajo control y obedecer. —Sácatelo de ahí pronto, Aníbal, antes de que muerda. —Se dio la vuelta y se alejó envuelto en su manto escarlata.
El centurión Ventidio no estaba dispuesto a que le empañasen su victoria del día anterior y, antes del amanecer, ya tenía a sus hombres y a los civiles supervivientes, unos treinta, casi todos mujeres y niños con algún anciano, en marcha. Había ordenado a Lucio Lupo que patrullase al frente y a los flancos, a este le quedaban treinta y cuatro jinetes en condiciones de cabalgar así que colocó diez al frente y diez a cada flanco y dejó a otros cuatro de mensajeros. Él mismo con los diez del frente iba explorando de camino al campamento de las legiones en previsión de un mal encuentro. Los velites formaron en dos columnas y dejaron a los civiles en medio, aunque los obligaron a marchar al paso de los soldados. Con los heridos y un par de ancianos subidos a un par de carromatos, otros dos llevaban la impedimenta de los recién devenidos refugiados, que caminaban penosamente entre los jóvenes soldados. A la colección de marcas que llevaba Lucio en la cara se había unido el moratón que le había dejado el izquierdazo arreado por Helvia. Por suerte, relativa, pasaba desapercibido entre las demás heridas y magulladuras y su reputación no se había resentido entre sus hombres o el centurión. De hecho, encontronazo femenino aparte, estaba orgulloso de su actuación el día anterior, salvo por haberse dejado arrastrar a un combate con alguien más experimentado y en su terreno, se había comportado bien. Pero debería arreglarlo un poco con Helvia, no era justo que tras salvarle ella la vida quedase con esa impresión de que había intentado pasarse de listo. Y sumido en esas reflexiones pasó el día a caballo, tratando de tomar las lecciones útiles para el futuro, militares y de las otras. A pesar del ritmo despiadado que les había impuesto Ventidio no consiguieron llegar antes de que anocheciera al campamento de Quinto Fabio Máximo,
aunque podrían hacerlo al día siguiente por la mañana. Lucio Lupo mandó por delante a cuatro de sus hombres para que informaran y para que, a la mañana siguiente, vinieran a buscarlos con una escolta extra de caballería. Acamparon entre unos árboles bajo estricta prohibición de encender fuego o cualquier luz. Un tercio de los jinetes de Lupo permaneció de guardia avanzada toda la noche y un tercio de los velites hicieron lo propio alrededor del perímetro del campamento. Tito Ventidio no estaba dispuesto a que lo pillaran por sorpresa. Cuando terminó su turno de guardia, el segundo, Lucio Lupo volvió al campamento cabalgando lentamente para dar tiempo a los centinelas a que lo vieran. Un velite se adelantó entre los arbustos. A la luz de la luna imponía bastante, con la jabalina alzada y la piel de lobo con las orejas enhiestas sobre el casco. De cerca se notaba que era un muchacho de diecisiete años muerto de miedo. —¡Contraseña! —dijo el casi adolescente mientras le apuntaba con la jabalina. Lucio tiró de las riendas y detuvo al caballo. —Verrucosus —respondió Lucio. Era típico del retorcido humor de Ventidio el usar el mote del dictador como contraseña. El chico bajó su arma y retrocedió entre los arbustos. —Pase, decurión. Lupo entró en la espesura con sus hombres, se dirigió a donde tenían a los caballos y amarró el suyo a un árbol. Pronto amanecería, así que dejó a Impasible, le gustaba ese nuevo nombre, mordisqueando unas hojas y buscó un lugar donde descansar las últimas horas antes de amanecer. Caminó esquivando figuras durmientes y se sentó con la espalda contra un árbol en la linde de un claro. Las nubes se apartaron y dejaron ver una pequeña luna menguante, en un día o dos sería luna nueva, se dijo, y sería casi imposible ver nada de noche, pero aún iluminaba un poco y se recreó mirando los contornos plateados de los árboles. —¿Qué tal esos puntos, pican? Lupo tuvo que reprimir una exclamación. Sentada al pie de un árbol a un par de pasos estaba Helvia, casi invisible envuelta en una capa parda, contemplándolo. El romano solo podía distinguir el óvalo pálido de la cara y el brillo de los ojos, muy verdes, recordó que eran.
—Sí, pican, pero se está curando bien, creo. Perdona, no quería molestarte, me buscaré otro sitio… —Iba a levantarse cuando Helvia lo interrumpió. —No tienes por qué irte. Pero mantén las manos donde pueda verlas. Rio para sí el decurión. —Perdona por lo de anoche, fue un día… complicado para todos, en especial para ti, no debería haber hecho lo que hice, lo siento. Asintió la aprendiz de herrera. —Quizá yo no debería haberte dado tan fuerte. Lucio se llevó la mano al hematoma que tenía en el mentón sin afeitar y que aún le dolía. —Sí, igual un poco más flojo habría captado igualmente el mensaje. Rio ahora la chica a carcajadas hasta que alguien en la cercanía les chistó para que se callaran. —¿Qué harás ahora? No creo que Fabio Máximo os deje quedaros mucho tiempo con el ejército. —Tengo un tío en Capua, hermano de mi padre. Cuando sea seguro viajar iré con él y le diré que me acoja, al menos puedo trabajar para pagar mi sustento. ¿Y tú? Lupo se encogió de hombros. —Creo que no tengo mucha elección, además, tengo cuentas que saldar con esos cartagineses, así que mientras haya guerra seguiré en el ejército. Es mi deber al fin y al cabo. —Es un deber suficientemente pesado, Lucio Lupo, no le añadas una venganza personal, no sea que no puedas cargar con todo. Lupo no pudo más que sorprenderse ante el comentario de alguien que había perdido a su padre el día anterior a manos de esos mismos cartagineses.
—Lo tendré en cuenta —murmuró. Oyó que la chica se movía y miró, estaba de rodillas un poco más cerca, aún envuelta en su manta, pero tenía la mano derecha extendida hacia él. Lucio se la estrechó, tenía la palma callosa y el apretón firme. —Me alegro de haberte conocido, Lucio Lupo, y gracias por haber salvado a mi pueblo. —Yo también me alegro, Helvia. Siento que no llegáramos antes. Terminado el apretón la chica retrocedió y se volvió a recostar en el árbol envuelta en su manta. —Las cosas pasan cuando tienen que pasar —dijo. Y ambos permanecieron en silencio esperando al amanecer.
Manlio observó la columna que entraba en el campamento escoltada por varias turmae de caballería que había salido a buscarlos. Pronto se extendió por el ejército acampado la noticia de que había emboscado y hecho pedazos a una partida de forrajeo cartaginesa, númidas incluidos. Vendría bien para la moral y hacía buena falta. El ejército se estaba dividiendo en dos corrientes enfrentadas y la tensión estaba creciendo, especialmente entre los oficiales, hecho que los hombres percibían. Marco Minucio Rufo no compartía la estrategia del dictador, lo cual era legítimo, lo que no era tan normal es que no perdiera oportunidad de difamar al flemático dictador, al que tildaba de pusilánime y senil delante de cualquiera que quisiera oírle, y al segundo hombre más poderoso del Estado en ese momento, todo el mundo le prestaba un momento de atención. Manlio incluso había sabido que mandaba airados mensajes a Roma y las aguas del Senado se estaban removiendo también en contra del dictador. Pero este era una roca inamovible. Sus más cercanos seguían leales, pero algunos tribunos y bastantes centuriones, en especial aquellos que no se habían enfrentado en persona a Aníbal, se estaban pasando al bando de Minucio Rufo y la temida palabra «motín» ya había sido pronunciada. Estaba sumido en tan negros pensamientos cuando vio a Fonteyo llegar al trote. —Señor, le llaman de la tienda del general.
—¿A mí solo? —preguntó. —No, reunión de todos los tribunos y centuriones primus pilus. Cneo Manlio bajó del terraplén, algo gordo se estaba cociendo si los convocaban a todos. Así que despidió al optio y se dirigió a paso rápido hacia el praetorium.
No cabían todos en la tienda del general, por lo que la centuria de guardia acordonó una zona lejos de oídos molestos. Casi cuarenta oficiales, los seis tribunos de cada una de las seis legiones, más los primeros centuriones de cada una de ellas, más los de los contingentes de aliados itálicos y el de los extraordinarii, Cneo Manlio, aguardaban sus instrucciones de pie y firmes. Quinto Fabio Máximo salió de su tienda seguido de Marco Minucio Rufo. El dictador con su paludamentum escarlata y su modesta coraza musculada de hierro y el magister equitum con su ricamente decorada coraza de bronce. Cneo Manlio no era ningún experto en lenguaje corporal, pero no había que serlo para leer la hostilidad y el enfado en el jefe de la caballería, ni lo mucho que esta le resbalaba al dictador. —Quirites —dijo Fabio refiriéndose al viejo apelativo hacia los ciudadanos romanos, ignorando que muchos, como Manlio, no lo eran—. Nos han informado de que Aníbal se pone en marcha, así que levantaremos de inmediato el campamento. Sabemos que se dirige al norte, hacia Capua y el Lacio —hizo una pausa para que todos captaran las implicaciones, Roma estaba en el centro del Lacio—. Así que vamos a impedírselo. Marcharemos por terreno elevado y ocuparemos los pasos de Ager Falernum y le bloquearemos el paso. El camino entre las montañas es demasiado estrecho para acampar con todo el ejército en él. Equitio, Manlio. —Los dos aludidos dieron un paso al frente. Equitio era un tribuno militar de unos veintiún años, alto y bien parecido. Retoño de familia noble plebeya[2]—. Con media legión y los extraordinarii os adelantaréis y acamparéis en el paso. Es primordial que os hagáis fuertes allí. El grueso del ejército seguirá a Aníbal y cuando este intente forzar el paso le cortaremos la retirada. ¿Entendido? Asintieron todos. Cneo Equitio sonreía feliz con la misión. Manlio maldijo su negra suerte en su interior, pero de nada valía quejarse.
—Tribuno —dijo volviéndose al noble romano una vez que terminó la reunión —. Con su permiso voy a preparar a mis hombres para que podamos partir antes de mediodía. ¿Le parece bien? —Sí, vaya, centurión. Le diré a los míos también que recojan y se preparen para una marcha rápida. Saludó y se alejó a paso ligero. Puede que Cneo Manlio no fuera bueno leyendo lenguajes corporales, pero era muy bueno evaluando a las personas, y Cneo Equitio le parecía un perfecto idiota.
Pasado el mediodía, con un buen rato de retraso la columna comandada por Equitio y Manlio se puso en marcha. A pie, el centurión con sus hombres y en cabeza. A caballo y en mitad de la columna, Equitio con los otros dos tribunos que le correspondían a media legión. Cneo Manlio no sabía cómo se llamaban ni maldito lo que le importaban, otros pomposos jóvenes nobles ansiosos de ganar algún laurel del que presumir más tarde en el foro. Dejaron atrás el campamento que era un hervidero de preparativos, habían dejado la mayor parte de su impedimenta con el convoy de bagaje del ejército. Acamparían al raso, sin tiendas, y llevaban comida para un par de días, en teoría el ejército los alcanzaría a tiempo para reabastecerles una vez que ellos hubieran ocupado el paso del monte Calícula, en el Ager Falernus. Les habían asignado un par de turmae de caballería, también de los extraordinarii, para reconocimiento, y Manlio agradecía que fueran estos, así al menos le informaban a él también y no directamente al tribuno Equitio. El centurión impuso un ritmo infernal, marchando a un paso que casi era un trote y apenas parando para descansar. Sus hombres lo sobrellevaron más o menos bien, al fin y al cabo los había machacado a entrenar en los últimos tiempos, aunque a algunas centurias de reclutas de la retaguardia hubo que amenazarlas con castigos ejemplares cuando empezaron a descolgarse. Además marchaban por laderas de colinas y zonas altas, terreno difícil, pero era primordial evitar el campo llano, Manlio sabía, y así se lo hizo saber a Equitio, que si una patrulla cartaginesa los localizaba Aníbal no desperdiciaría la ocasión de caerles encima con todo, era un bocado demasiado sabroso si los cogían en campo abierto como para dejarlo pasar.
Al caer la noche habían cubierto las veinte millas que les separaban del paso, veinte millas en línea recta, pero sobre aquel terreno quebrado habían recorrido bastantes más. Si los legionarios creían que había llegado el momento de descansar, se equivocaron. Un despiadado Manlio, secundado por todos los demás centuriones, puso a sus hombres a cavar y a talar árboles. Era ya pasada la medianoche cuando al fin se dio por satisfecho y dejó descansar a la tropa, que cayó exhausta. El paso, de unos doscientos metros de ancho en ese lugar, quedó cerrado con un foso no tan profundo como al centurión le hubiera gustado, pero en algunos sitios apenas se había podido cavar por lo pedregoso del terreno. A la espalda del foso habían levantado un terraplén con una empalizada de troncos tras la que se guarnecían los hombres de Manlio y Equitio. Detrás quedaban las llanuras que llevaban al Lacio, y a sus lados las colinas se suavizaban notablemente, destacando una elevación pedregosa en la que colocaron su campamento. La posición era defendible, pero distaba de ser ideal, si Fabio los dejaba solos no podrían parar a los cartagineses, al menos no indefinidamente.
—Mierda… —murmuró Munar. Asintió Ayin y escupió a un lado desde su montura. Los dos númidas estaban de avanzadilla para reconocer el paso cuando se toparon con la fortificación romana que lo cerraba. Sabían por otros informes que el ejército romano venía siguiéndolos. Echaron un vistazo más y dieron media vuelta antes de que los vieran, volviendo con el ejército a todo galope. Maharbal transmitió el informe de los exploradores a Aníbal en cuanto lo tuvo. Y este ordenó dar el alto al ejército en ese mismo momento. El avance de los púnicos había sido exasperantemente lento, cargados de botín y rebaños de ganado habían dejado que un contingente romano les cerrase el paso y el ejército de Fabio Máximo se les había echado encima por detrás cerrando el valle. Aníbal miró hacia abajo, con el ceño fruncido sobre su único ojo. Tras él y también a caballo aguardaban en silencio Magón, Asdrúbal y Maharbal. También ellos miraban a los romanos a lo lejos. Estos habían parado y comenzaban a cavar y levantar sus habituales fortificaciones como industriosas hormiguitas sabedores de que los púnicos no podían salir del paso por el otro lado. A sus pies, en un llano que ascendía hacia el paso, el ejército aguardaba. —Decid a los hombres que acampen —ordenó el general.
—Aquí estamos a plena vista de los romanos —objetó Magón. Aníbal se giró sobre su caballo y miró a su hermano, su único ojo brillaba y tenía una sonrisa depredadora que todos conocían bien. —Por eso.
—Los cartagineses han acampado a un par de millas de aquí, abajo en el valle tiene su campamento el dictador, los tenemos encerrados —informó el soldado de caballería. Había subido a todo galope de su reconocimiento con las jabalinas de los númidas silbándole junto a las orejas. Un chico valiente y con suerte, pensó Manlio. —Excelente, ya son nuestros —dijo Equitio con una sonrisa de suficiencia. Manlio no lo tenía tan claro y siguió con el ceño fruncido, el tribuno lo notó. —¿No comparte mi juicio, centurión? Antes de partir Quinto Fabio Máximo había sido taxativamente claro, el mando correspondía por rango a Cneo Equitio, pero ninguna decisión se tomaría sin la aprobación expresa del experimentado Manlio, y eso le escocía al noble romano, que siempre que se dirigía a su subordinado lo hacía por el rango y jamás por su nombre. —Lo compartiré cuando vea la cabeza de ese púnico clavada en una lanza. —Lo tenemos cercado entre nuestras fortificaciones y las legiones del dictador, centurión —dijo como si este no hubiera notado lo obvio. —Dígame, tribuno. Puestos en la piel de Aníbal, ¿a quién preferiría enfrentarse?, ¿a las seis legiones de Fabio en campo abierto o nuestros cuatro mil hombres tras una empalizada? Tragó saliva el tribuno. —Estamos en un lugar estrecho y fortificado, podemos hacerles mucho daño, como Leónidas en las Termópilas —dijo intentando dar un toque digno a su
argumento. —Leónidas y sus hombres murieron, como los tespios y los tebanos que se quedaron con ellos, y luego los persas quemaron Atenas. —Cneo Manlio también había leído algo de historia. Y sin darle opción a réplica se dio la vuelta y se fue a examinar las fortificaciones una vez más.
Asdrúbal observaba al inmenso rebaño de bueyes, unos dos mil, agitando nerviosos las cabezas, extrañados de las ramas que les habían atado a los cuernos. En general su especialidad era la caballería, pero, hombre práctico y con iniciativa como era, Aníbal le había encargado esta delicada misión. —Están nerviosos —dijo uno de los hoplitas libios, aunque ahora parecía un triarii romano, vestido con una cota de malla, recuerdo de Trasimeno. —Y más que van a estarlo de aquí a un rato —rio el oficial púnico, antes de mirar al cielo que comenzaba a oscurecer—. ¿Has cenado? —No, señor. —Pues come, y asegúrate de que todos los hombres lo hacen. Va a ser una noche muy larga. Se alejó el lancero y Asdrúbal miró valle arriba, a poco más de una milla torcía a la izquierda y otra milla más allá estaba la fortificación romana y, tras esta, se abrían las llanuras que daban a Capua y más allá al Lacio. La idea era revolucionaria y podía funcionar, pero si no lo hacía iban a estar en problemas.
—Esta vez nos toca retaguardia —dijo Hanno—. Dejad las hogueras encendidas y todos listos antes de medianoche. Marcha en absoluto silencio y a paso ligero. Aseguraos de que toda la impedimenta va en los carros porque no se descarta que tengamos que abrirnos paso combatiendo, y los que tengáis cotas de mallas también dejadlas en los carros, hoy hay que moverse ligeros. ¿Todo entendido? Asintió el grupo de iberos y celtíberos. Algunos menos, tras Trasimeno y Spoletium, pero aún bastante por encima de cien.
—No me importaría algo de acción, pero me alegro de que esta vez sean otros los que tengan el papel principal —dijo Garokan. —Pienso lo mismo —añadió Balkar—. Lo bien repartido bien sabe. Korbis, que ya se había recuperado, aunque cojeaba ligeramente, se estaba despidiendo de Orla. La celta, que ya gozaba del respeto unánime de la partida de guerreros llevaba las riendas de uno de los carros donde llevaban la impedimenta y marchó algo por delante. Una vez partieron los carromatos los hispanos revisaron sus armas y esperaron.
—Esta debe de ser la primera vez en la historia que se usa una falange para dirigir ganado —murmuró para sí Asdrúbal mientras observó a sus hombres que, en formación, iban empujando con sus lanzas a la masa de bueyes paso arriba. Se acercaban ya a donde el camino torcía, era el momento, buscó entre la oscuridad al enlace, un balear que hablaba púnico. —Vamos, es el momento, encended y procurad quitaros rápido de en medio. Asintió el balear y se dirigió a sus hombres. Los honderos, pastores de origen, se colaron entre las reses iluminados por sus antorchas y, empezando por los más alejados y moviéndose rápidamente, fueron encendiendo las antorchas que los bueyes llevaban amarradas a los cuernos. Habían untado las ramas y los cuernos de los animales con brea, por lo que empezaron a prender con velocidad. No hizo falta encenderlas todas, los animales apretujados comenzaron a prenderse unos a otros. Los honderos, con la agilidad propia de los infantes ligeros, se retiraron tras los hoplitas y estos pincharon a los últimos bueyes, la mezcla de fuego y dolor enloqueció a los animales que comenzaron a huir mugiendo como condenados monte arriba.
Los legionarios de guardia en la empalizada no daban crédito a lo que estaban viendo. Un resplandor anaranjado subía por el valle y se iba comprimiendo conforme este se estrechaba. El sonido era una atronadora combinación entre las pezuñas de los miles de bueyes corriendo, los mugidos de pánico y dolor y todo ello amplificado por el eco de las montañas. Parecía como si las puertas del
inframundo se acabaran de abrir y hubieran vomitado sus horrores sobre ellos. Conforme se fueron acercando, el pánico cundió aún más y los legionarios huyeron despavoridos hacia el campamento colina arriba.
Cneo Manlio trataba de descansar tendido en el suelo rocoso y con la armadura puesta. Llevaba toda la noche escuchando extraños sonidos valle abajo, pero no podía revisar más, así que intentaba relajarse. Casi había encontrado una postura que empezaba a acercarse a una aceptable incomodidad cuando escuchó un extraño retumbo que creció rápidamente. Se incorporó y miró valle abajo donde crecía un resplandor anaranjado, no tenía ni idea de qué podía ser, pero era algo malo, de eso estaba seguro. Se puso el casco, agarró su escudo y comenzó a patear a todos los durmientes a su alrededor. —¡Arriba!, ¡arriba, gandules!, ¡a las armas, rápido! Y gritando para avisar a todos corrió colina abajo para ver qué ocurría, tratando de no romperse la crisma entre las rocas.
Le habían despertado en mitad del sueño y, pese a su general buena salud, era en esos momentos cuando notaba su edad. Disimulando con su habitual entereza, Quinto Fabio Máximo se colocó el subarmalis y se ciñó el cinto con la espada antes de salir al puesto de guardia de donde lo reclamaban. Minucio Rufo ya se encontraba allí totalmente equipado. El dictador se preguntó si dormiría con la dichosa coraza. —¿Qué ocurre? —preguntó. —Aníbal se ha puesto en marcha —dijo el pomposo Minucio Rufo. —¿En mitad de la noche? —preguntó Quinto Fabio aún incrédulo. Pero entonces vio el extraño resplandor que se iba extendiendo monte arriba. Frunció aún más el pétreo ceño y le desaparecieron los dolores de recién levantado—. Da la alarma —dijo quedamente a un ordenanza. —¿Cuál es el orden de batalla? —inquirió el magister equitum exultante.
—Ninguno. Todo el mundo preparado, y que coman, pero nadie sale del campamento hasta que no sepamos qué ocurre. El segundo al mando montó en cólera y le dio un puñetazo a uno de los maderos de la empalizada. —¿Cómo que nos quedamos? Aníbal está preparando algo, ¿no vamos a impedírselo?, ¿vamos a quedarnos escondidos tras una empalizada como unos cobardes? —gritó sin repararse de ser oído. —Nos quedamos quedándonos —respondió sereno el dictador—. ¿Qué vamos a impedirle si no sabemos qué está haciendo? No voy a mandar a mis hombres monte arriba en la oscuridad contra el mejor emboscador de la historia hasta que no sepa con absoluta certeza qué es lo que está pasando. —¿Y qué pasa con los hombres que cierran el paso? —Tendrán que apañarse hasta que amanezca. —Se volvió y miró fijamente a los ojos a su segundo al mando—. Y esa es mi última palabra. ¿Está claro? Pero no lo estaba y Marco Minucio Rufo se alejó hecho una hidra.
Manlio se topó con los centinelas que huían despavoridos. El primero lo ignoró y siguió corriendo colina arriba, al segundo tuvo que agarrarlo de la túnica y tirarlo al suelo. —¿A dónde crees que vas, sabes cual es la pena por abandonar tu puesto durante una guardia? El legionario tenía los ojos desorbitados, Cneo Manlio lo levantó por las correas de la placa pectoral y se lo acercó a la cara hasta que sus narices casi se tocaron. —¿No me has oído, legionario?, ¿recuerdas la pena? —le dijo entre los dientes apretados de furia. El legionario tragó saliva y relajó un poco la respiración mientras valoraba qué le daba más miedo: los demonios que subían por el valle, ser apaleado hasta la muerte por sus compañeros de tienda, que era la pena por dormirse durante una
guardia o abandonar el puesto, o ese centurión. Decidió que el centurión era, de lejos, la peor opción. Tragó saliva y apuntó valle abajo con el dedo, unos árboles cubrían parcialmente la visión, pero el estruendo seguía subiendo de volumen así como el resplandor. Manlio lanzó a un lado al aterrorizado soldado, que echó a correr colina arriba en cuanto se hubo levantado, y avanzó unos metros hasta el arranque de la empalizada y el foso, entonces entendió el pánico del legionario. Cientos de bestias cubiertas de fuego, o eso le pareció, subían al galope monte arriba. Las primeras cayeron al foso o tropezaron con él en el extremo opuesto al que se encontraba Manlio; el resto, pisando a los que habían caído o saltando sobre ellos, chocaron contra la empalizada que aguantó en algunos puntos pero en otros no. La ola de mugiente fuego y carne fue acercándose a Manlio mientras la empalizada comenzaba a saltar hecha pedazos en varios puntos, pero muchos de los bueyes que venían atrás, viendo el obstáculo, comenzaron a torcer para correr colina arriba, incendiando en su pánico los árboles y arbustos cercanos y entonces fue el centurión el que tuvo que correr colina arriba para salvar su vida.
Asdrúbal puso a sus hombres a paso ligero. La estampida había cogido distancia y rebasado en muchos puntos la fortificación romana, ahora les correspondía a ellos limpiar el paso y asegurarlo para que pasara el ejército que les venía a la zaga. El paisaje, conforme subía con sus hombres valle arriba, era una escena de horror absoluto, mucho mayor del que había esperado al prepararlo todo. Algunos de los bueyes que venían de vuelta presas del pánico tuvieron que ser alanceados para que no les arrollaran. Otros yacían agonizantes con la cabeza medio quemada y pisoteados por las otras bestias y muchos más corrían monte arriba incendiando el bosque y los matorrales mientras intentaban librarse de la fuente de su terror. Al llegar a la empalizada la encontraron desguarnecida y parcialmente derribada. Asdrúbal no perdió el tiempo y puso a la mitad de sus hombres a cegar el foso en las partes que no estaba ya lleno por los cadáveres de los bueyes y a tirar la empalizada abajo. A la otra mitad la desplegó en el flanco, que los romanos no estuvieran en la barrera no quería decir que hubieran desaparecido, volverían, estaba seguro. Cogió a uno de sus soldados más jóvenes por el hombro y se lo llevó aparte. Era
un libio de unos veinte años, de rostro cetrino y barba escasa. —Tú, ¿cómo te llamas? —le preguntó. —Nisso, señor. —Muy bien, Nisso. Deja aquí escudo y lanza y corre valle abajo. Informa de que el paso está despejado, pero no sabemos por cuanto tiempo, así que tienen que ponerse en marcha. ¿Entendido? —Sí, señor. —Repíteme el mensaje. —El paso está despejado, por ahora, y hay que darse prisa en pasar —repitió el hoplita de carrerilla. —Muy bien, chico, vamos. —Y le empujó en dirección al valle. No se había alejado el correo aún unos metros cuando vio a uno de los oficiales libios que le hacía señas desde la ladera de la montaña. Asdrúbal miró en la dirección que le indicaba y, a la mortecina luz de los incendios, vio una línea de escudos que se iba formando. Cogió la lanza que había dejado Nisso y embrazando su escudo se puso al frente de sus hombres. Hasta ahora había resultado todo muy fácil, tocaba hacer la parte difícil.
Le había costado dominar el pánico creado por los centinelas que huían, ya se las vería con ellos cuando todo eso terminase, y poner cierto orden. Los tres tribunos habían intentado subirse a sus caballos para tomar el mando desde ahí, o eso decían, pero el ruido de los bueyes y el olor a humo había hecho que uno de ellos se encabritase y derribara a Equitio. Manlio se hubiera reído a carcajadas si no fuera porque sabía que, para los supersticiosos soldados, que ya tenían los nervios a flor de piel con ese panorama, que un oficial al mando cayera del caballo era un nefasto augurio. Por suerte el resto de centuriones eran soldados templados y habían metido a sus soldados en cintura. Manlio había dispuesto a las centurias de los flancos desplegadas cubriendo estos más por miedo a los bueyes que al enemigo. Un par de animales habían irrumpido en la formación corneando a varios soldados y sembrando el caos hasta que habían podido
matarlos. Pero estos preparativos les habían robado un tiempo precioso y los lanceros cartagineses avanzaban ya colina arriba en falange. Cneo Manlio recordaba bien a esos mismos lanceros. Llamó al centurión más cercano, que vino corriendo. —Dile a tus hombres que no busquen el combate de primeras contra esos o nos empalarán con las lanzas. Mantened la distancia, usad los pila y cargad entre los huecos que queden, pero no les dejéis que impongan ellos el ritmo de la batalla. Pasa la voz. El veterano entendió, se alejó y, tras una breve conferencia con el centurión del siguiente manípulo, instruyó brevemente a sus hombres. Manlio miró al cielo, aún quedaba mucho para el amanecer, pero los incendios proporcionaban luz suficiente para ver al menos dónde se pisaba. Entre la tiniebla, a unos cien pasos, la falange enemiga subía lentamente en orden cerrado. A una orden de Manlio, repetida por las cornetas, los romanos les fueron al encuentro.
Desde su puesto en la primera línea y a la derecha de la formación Asdrúbal animaba a sus hombres que avanzaban al paso. La línea se mantenía casi completamente recta aunque ligeramente oblicua, todo hoplita buscaba por instinto la protección del escudo de su compañero de la derecha, era algo inevitable, pero estos eran veteranos entrenados y mantenían bien la formación. Los romanos bajaban en formación cerrada, unos metros más atrás, la segunda centuria de cada manípulo cerró los huecos y formaron una falange similar a la suya, aunque sin lanzas. Al avanzar entre las rocas se abrieron huecos en la formación romana y Asdrúbal supuso con preocupación que lo mismo estaría ocurriendo con la suya, pero no era cuestión de perder el temple. No ahora. A unos treinta pasos los romanos lanzaron sus pila y cargaron. La oscuridad jugó a favor de los púnicos y contra la puntería de los romanos, que no causaron muchas bajas. Un romano acometió directamente contra él, pero Asdrúbal golpeó con su lanza brutalmente en el borde superior de su escudo. El hoplita que había tras el oficial púnico golpeó desde arriba y le impactó en la cabeza al romano, la punta de la lanza resbaló sobre el casco, pero le obligó a agacharse y frenar. Asdrúbal golpeó de nuevo y esta vez el romano retrocedió un paso. Ambas formaciones estaban integradas por veteranos que ahorraban fuerzas y, aparte de la cacofonía de los bueyes enloquecidos, que ya sonaba más lejana,
solo se oían los gemidos de los heridos y los gruñidos de los hombres esforzándose por romper la formación rival y que combatían en silencio, economizando energías. La carga romana, a pesar de contar con la ventaja de la pendiente, y aunque había hecho ceder unos metros a la falange púnica, no pudo romper su formación, y en el terreno relativamente llano y libre los púnicos, más numerosos, comenzaron a empujar a los romanos colina arriba.
Manlio se vio obligado a retroceder otro paso. Enfrentado a los hoplitas, cada vez que intentaba avanzar se veía acosado por la lanza de su rival y la de los dos o tres que le seguían y que proyectaba sus lanzas por delante del primer soldado, además su línea era más larga que la romana y comenzaban a rebasarle por su derecha, por lo que tenía que cubrirse en dos direcciones. Era justo el escenario que había tratado de evitar. Sus hombres aguantaban, no dejaban huecos y los heridos eran pocos, nunca había muchos en esta fase de la batalla, pero si no aguantaban la presión y cedían serían masacrados, así que muy a su pesar dio otro paso atrás mientras las puntas de las lanzas de sus enemigos repiqueteaban en su escudo. Por dos veces la punta de uno de ellos le había rascado la cota de malla. Dentro de poco sería el momento de tocar retirada y que combatiese la segunda línea, pero ¿hasta cuándo? Por su derecha vio desplegarse a uno de los manípulos de príncipes que debían estar en reserva. Equitio les habría ordenado que se desplegasen para evitar que les rebasaran por ese flanco, pero eso reducía la reserva a la hora de renovar las filas. Era una solución de compromiso, pero todo lo era. Dio una estocada por un hueco, que se perdió en el vacío y retrocedió otros dos pasos ante la presión del contrataque.
Desclavó la lanza del romano que acababa de atravesar y avanzó otro paso, levantó la vista y vio que ya casi habían llegado a la línea de terreno rocoso. El sudor le caía sobre los ojos, pero resistió la tentación de secárselo. Cargado con el escudo, la lanza, el linotórax cubierto de escamas de bronce y el yelmo del mismo material, más el esfuerzo del combate y la carrera de más de dos millas tras los bueyes, Asdrúbal empezaba a estar realmente cansado, pero la cosa
marchaba bien. Pasó sobre el cadáver del romano que acababa de matar y volvió a golpear con la lanza. Falló. No importaba, su rival tuvo que retroceder de todas maneras, pero tropezó con una de las rocas y cayó de espaldas. El lanzazo del púnico lo habría atravesado, pero el soldado consiguió pararlo con el escudo y sus compañeros lo levantaron. Daba igual, ya casi los tenían.
No vio venir la lanza que se acercaba por arriba hasta el último momento, apartó la cara y casi consiguió esquivarla del todo. La moharra de la lanza le resbaló por la ceja y la sien derecha haciéndole un profundo corte y, si no hubiera sido por el casco, le habría rebanado la oreja. Lanzó un golpe hacia arriba con la espada apartando la lanza, pero tuvo que retroceder. Tropezó con una roca y solo la presión de los de atrás lo mantuvo en pie. Tuvo un momento de pánico al que siguió otro de lucidez. ¡Las rocas! —Retroceded, retroceded, sin perder la cara, atrás, atrás —ordenó a sus hombres. Los legionarios a su alrededor se fueron replegando despacio sin dejar de enfrentar a sus enemigos. Los lanceros libios, al verlos retroceder, avanzaron creyendo que ya los tenían y se toparon con el terreno rocoso. Forzados a pasar sobre o alrededor de las piedras aparecieron algunos huecos en la cerrada formación de los hoplitas. Manlio, ignorando la sangre que le chorreaba por la cara, no dejó pasar su oportunidad. Al separarse los dos lanceros, que le habían acosado para rodear la roca, que casi le hace caer, saltó hacia el hueco con el escudo por delante bloqueando las lanzas de las filas posteriores, el hoplita de la primera fila, armado con una lanza de tres pasos de largo, estaba indefenso contra el centurión que se había colado junto a él. De pie sobre la piedra Manlio descargó un golpe lateral con su kopis, que comenzó su recorrido de arco en su hombro izquierdo y lo terminó en la oreja del hoplita, arrancándole la parte superior de la cabeza. El extraordinarius que le seguía acometió tras su centurión y clavó su espada de hoja recta en el costado del otro lancero matándolo en el acto. Más legionarios se colaron por esta brecha y otras muchas y se vengaron del castigo al que los púnicos les habían estado sometiendo. Estos retrocedieron tratando a duras penas de no perder la formación y consiguieron rehacerla pese a las bajas una vez en el terreno llano, donde la ventaja volvía a ser suya. Pese a la carnicería causada en el cuerpo a cuerpo por los romanos, los cartagineses cerraron de nuevo sus filas y los rechazaron. Los legionarios retrocedieron a la
línea de rocas y los hoplitas se mantuvieron a una lanza de distancia, en el llano. Estaban en tablas.
Asdrúbal dejó a un oficial libio al mando de la falange donde el combate se había estancado y retrocedió. En el paso, la vanguardia ya había allanado las fortificaciones romanas y el ejército cruzaba a paso ligero, pero eran muchos y llevaría tiempo. Asdrúbal miró a sus hombres y observó el lento pero constante goteo de heridos que se iban retirando como podían. Sabía que los romanos estarían sufriendo un castigo similar, aunque eso no le consolaba demasiado. Un grupo de jinetes llegó al trote hacia él. Reconoció la capa púrpura de Aníbal al frente y este detuvo su caballo a su lado. —Estupendo trabajo, Asdrúbal, estupendo trabajo. ¿Cuál es la situación? — preguntó el general. —La estratagema de los bueyes funcionó mejor incluso de lo esperado, tomamos la posición sin lucha, pero los romanos se rehicieron pronto y contratacaron. Ahora estamos estancados. La zona llana da paso a una ladera rocosa, ahí nuestra falange se rompe y su formación, más flexible, nos hace pedazos, así que ahora mismo estamos en un punto muerto, ninguno podemos avanzar sin perder nuestra ventaja. Asintió Aníbal mientras miraba el combate entre la fantasmagórica luz de los incendios. —¿Podréis aguantar hasta el amanecer? —preguntó el general. Asdrúbal tragó saliva, quedaba un buen rato para que amaneciera. Él tenía más hombres, pero los romanos podían renovar sus líneas con mayor facilidad y dar descanso a los suyos, calculó mentalmente las infinitas variables más lo que sabía de sus hombres y asintió con la cabeza. —Sí, aguantaremos. Pero en cuanto tratemos de romper el o y de retirarnos nos caerán encima y nos harán pedazos. —No te preocupes por eso, una vez que el grueso del ejército haya pasado te mandaré ayuda.
Aceptó el oficial púnico, se secó el sudor y volvió al frente con sus hombres. Aníbal se volvió hacia Maharbal. —Busca a Hanno. Dile que tengo trabajo para sus hispanos. Antes de darse la vuelta el oficial de caballería notó que Aníbal sonreía de nuevo y era la sonrisa de lobo.
La primera línea de legionarios se retiró entre los huecos que dejaron los príncipes y se reorganizaron tras ellos mientras estos cerraban filas y cargaban contra los lanceros libios. Manlio los dejó hacer. Envainó el kopis y se llevó la mano a la cara, estaba sangrando como un cerdo. Mientras los hombres rehacían la formación, Fonteyo le ayudó a vendarse la sien con un trozo de tela que arrancó de la manga de su túnica. Miró hacia el combate, los príncipes mantenían la presión sobre los cartagineses, con un poco de suerte los agotarían y podrían romper su formación y acabar con ellos. La sonrisa se le borró cuando, gracias a la pendiente, pudo ver más allá. El ejército cartaginés al completo le estaba pasando por delante de las narices a unas decenas de pasos más abajo, pero no podía hacer nada para evitarlo. Miró a su alrededor y encontró a uno de los tribunos jóvenes. —Tribuno, ¿dónde está Equitio? El joven de unos dieciocho años palideció y tragó saliva… —Er… —Parecía que la lengua no le cabía dentro de la boca. —Le he preguntado que dónde está el tribuno al mando —repitió Cneo Manlio. —Ha… Ha montado a caballo y ha ido a informar al general. El centurión saltó hacia delante y agarró al muchacho de la coraza. —Repita eso —dijo entre dientes. —Se ha ido —repitió el tribuno—. Montó y partió al galope valle abajo. Manlio soltó al tribuno que cayó de culo al suelo. Y lanzó algo que estaba a
medio camino entre un rugido animal y un grito de frustración. Tras él, Marco Fonteyo no daba crédito. —¿Se ha ido, sin más? —El optio no podía creer lo que había oído. Manlio bajaba hacia sus hombres abrochándose el yelmo. —Eres testigo, Marco, si salimos de esta te juro que ese pedazo de mierda va a arrepentirse de haber nacido.
Maharbal se alejó a caballo y Hanno se giró hacia sus hombres. Además de Balkar y Buntalos había otra docena de jefes de guerra hispanos a su alrededor. —Preparad a vuestros hombres —dijo—. Vamos a irnos de excursión. Hanno sonreía mientras hablaba y con el rostro iluminado a medias por las llamas, en concreto la barba, la nariz aguileña y los dientes brillando, parecía algún tipo de demonio surgido de lo más profundo del infierno.
Después de casi cuatro horas de combate ambos bandos estaban agotados. La falange púnica se había retirado unos metros sin romper la formación y los romanos habían hecho lo propio. Unos y otros se observaban como dos púgiles que ya no pueden más, pero se resisten a bajar los brazos. La mayoría de los fuegos se habían apagado, pero la luz del alba comenzaba a asomar ya en el horizonte, Manlio aprovechó para mirar hacia el paso, las últimas filas del ejército púnico bajaban ya al valle, su misión había fracasado completamente, pero también es cierto que no los habían socorrido. —Pero vosotros no vais a salir de aquí —se dijo entre dientes mirando a los libios. Los lanceros no podían reunirse con su ejército y bajar la pendiente sin romper en algún momento la formación, y en ese momento les caerían encima y los harían pedazos.
Asdrúbal estaba preocupado, el alba se les echaba encima, sus hombres estaban al límite y el ejército romano podría aparecer en cualquier momento por el desfiladero. Un mensajero a caballo había llegado hacía rato y le había dicho que ahorrasen fuerzas y que, cuando viera una señal, atacara de nuevo, un último empujón, pero no veía ninguna señal y comenzó a preguntarse si no convendría tocar retirada y correr por sus vidas. «No, es el cansancio el que habla, mantén la cabeza fría». Agitó la cabeza tratando de sacudirse el sueño, fue entonces cuando vio a unos trescientos pasos por detrás de los romanos una columna de humo blanquecino que se alzó súbitamente, se interrumpió y luego se volvió a levantar. —Han llegado… —murmuró. Se adelantó un par de pasos a su formación, miró a sus hombres y golpeó su escudo con la lanza. Los hombres repitieron el golpe, gritaron y comenzaron a avanzar pendiente arriba, paso a paso, escudo con escudo, lentos, inexorables.
—Ahí vienen otra vez —dijo Fonteyo. Manlio asintió y se ajustó el casco que le molestaba al rozarle el corte de la sien. Estaban en la segunda línea esta vez. Tras el último asalto se habían retirado a recomponerse y habían dejado a los príncipes en la primera línea. Estos no aguardaron a pie quieto la carga de los lanceros púnicos, una vez que estuvieron a unos veinte pasos cargaron contra ellos, arrojaron los pocos pila que quedaban y desenfundaron sus espadas. En algunos puntos lograron meterse entre los lanceros y matar a no pocos, pero en casi todas partes aguantaron y comenzó el duelo de fuerza y habilidad entre dos masas de hombres empujándose. Manlio trató de mirar hacia el valle, pero no había ni rastro de Quinto Fabio Máximo. —No nos vendría mal un poco de ayuda… —murmuró y sacó su espada, listo para relevar a los príncipes.
Bedule apagó de un par de patadas la hoguera sobre la que habían lanzado unas brazadas de hierba verde para hacer la señal a los lanceros. Habían marchado
toda la noche saltando entre piedras a oscuras. Había habido algún tobillo roto, pero en general los casi mil infantes hispanos habían conseguido colarse hasta la retaguardia romana. Desplegarse tras ellos en silencio y en la oscuridad había llevado más tiempo del esperado, ahora solo quedaba esperar que se trabaran de nuevo con los libios y aprovechar la confusión para caerles por detrás. Hanno miró hacia el este y vio la luz del alba lentamente inundando las laderas, dentro de unos minutos sería absurdo seguir quietos, los verían de todas maneras. Miró a su alrededor, todos estaban atentos a él. Alzó la mano derecha y la bajó de golpe. En absoluto silencio el millar de hispanos comenzó a trotar entre las rocas hacia la desprevenida retaguardia romana.
Lucio Licinio se sentía terriblemente solo. Era el más joven de los tres tribunos que quedaban. Cneo Equitio, que se suponía que estaba al mando, se había quitado de en medio a la primera oportunidad y a Tito Valerio Flaco, el segundo en antigüedad, lo habían matado hacía tiempo en uno de los primeros encontronazos de la noche por hacerse el valiente más de la cuenta, cargando solo como si estuviera en la guerra de Troya. Y encima ese centurión de los extraordinarii la había tomado con él, que era el único que no estaba haciendo ni el cobarde ni el imbécil. Miró a su alrededor y trató de mantenerse serio. Era un oficial, y un noble romano, un Licinio nada menos, había cónsules en su familia desde hacía generaciones, se dijo, y trató de dar ejemplo. Alguien gritó algo y comenzó a señalar hacia las peñas a su espalda, Lucio Licinio se volvió y se quedó blanco. Por la retaguardia del flanco derecho, el que ellos cubrían, les iban a caer encima varios cientos de guerreros que venían corriendo entre la penumbra, salidos de los dioses sabían donde. —¿Qué hacemos, tribuno? —preguntó un centurión mirándole a los ojos. Lucio Licinio se quedó sin habla, miró al centurión y luego a los hombres que cargaban contra ellos ya a plena carrera. Estuvo a punto de tener un ataque de pánico, pero reaccionó al fin. Como si algo se hubiera encendido dentro de él se dijo que tenía que hacer algo, ¡él era un Licinio, maldita sea! Así que sacó la espada y avanzó un par de pasos. —Centurión, media vuelta todo el mundo, formad una línea, rápido. Primeras centurias, retroceded y cubrid huecos a la espalda. ¡Vamos, vamos, vamos!
El adiestramiento se impuso y los soldados, al recibir órdenes claras, reaccionaron como autómatas. La línea se formó casi al instante y la orden se transmitió a lo largo de toda la línea romana; casi sin órdenes, las centurias que encaraban al enemigo dieron media vuelta y cerraron los huecos en retaguardia formando un sólido frente. Cneo Manlio, en el extremo opuesto de la línea romana al que ocupaban Licinio y sus hombres, estaba concentrado en el combate frente a él, donde los príncipes empezaban a perder empuje. No oyó nada hasta que sus propios hombres comenzaban a moverse a su alrededor. —¿Qué hacéis? ¿A dónde va… —Entonces vio la formación asaltante impactar contra su flanco izquierdo y luego caer como una ola sobre el resto de la retaguardia romana—. Mierda… Tras un segundo de estupefacción corrió entre la formación para colocarse en su puesto en primera fila, que durante toda la noche había sido la última, y formar en línea con sus hombres. No había tiempo de cargar, tendrían que aguantar a pie quieto.
Asdrúbal oyó el choque de los iberos contra la retaguardia romana, y sus rivales romanos titubearon al no saber lo que ocurría, los lanceros aprovecharon el titubeo para redoblar esfuerzos y embestir de nuevo. Presionados también por detrás los legionarios se fueron quedando sin espacio para maniobrar y comenzaron a ser alanceados, sus grandes escudos eran una excelente protección, pero, sin espacio para moverse, era cuestión de tiempo que los libios encontrasen un hueco en la defensa y clavaran sus armas sin piedad.
En el extremo izquierdo de la formación de los hispanos, Balkar y los suyos fueron los últimos en impactar contra la formación romana. A unos quince pasos de ellos, en plena carrera lanzó su soliferrum y embistió con la lanza por delante. La jabalina metálica había atravesado el escudo de un legionario, aunque sin alcanzarle a él, entorpecido por esta, el romano no pudo alzar su protección a tiempo y Balkar le clavó la lanza en el cuello, casi decapitándolo. Empujó con el escudo y desclavó la lanza retrocediendo un paso. Aquellos romanos habían tenido más tiempo para prepararse y su línea era más sólida, aun así llevaban
toda la noche combatiendo y ellos estaban frescos. A su lado Garokan forcejeaba con un legionario, cedió el ibero un paso y el romano cayó en la trampa, avanzando tras él, momento que aprovechó Bedule para clavarle la lanza en las tripas, justo bajo la placa pectoral que llevaba. Balkar se centró en su rival más próximo, llevaba un bonito yelmo decorado con plumas y una coraza de tres discos, se cubría bien con su escudo y trataba de apartarle la lanza para buscar un hueco desde el que tirar su estocada. El ibero esperó a que adelantara el brazo de la espada y, en vez de bloquear con el escudo, golpeó con este y, a continuación, con la lanza que se deslizó sobre el borde de su escudo y se le clavó profundamente en el hombro, el legionario soltó un alarido, Balkar tiró de la lanza para sacarla y arrastró al legionario hacia delante, cuando cayera lo remataría, pensó, pero un fuerte brazo agarró al legionario por la túnica aún sin soltar su espada y, de un tirón, lo arrojó dentro de la formación romana lejos del alcance de Balkar y se encaró con este. Llevaba el mismo tipo de yelmo, con dos altas plumas rojas y bajo este un vendaje sanguinolento le cubría la sien derecha. Iba equipado con una cota de malla cubierta de medallones de plata y la espada que sujetaba se parecía a su falcata, pero más alargada, como las que usaban los griegos. Ambos se miraron a los ojos y se midieron, el ibero mantuvo su escudo en alto y niveló la lanza, buscando su momento, y supo que el centurión romano estaba haciendo lo mismo.
Tras lanzar al malherido Fonteyo en el interior de la formación, Manlio afirmó el agarre de su espada y encaró al ibero. Con el rabillo del ojo se aseguró de seguir en la formación y de que sus flancos estuvieran seguros. El hispano, pese a su gran escudo, iba equipado a la ligera, llevaba una de esas túnicas blancas con ribetes rojos que acostumbraban, la cabeza descubierta y el pelo largo y muy oscuro por los hombros. Tenía el rostro afilado, con pómulos altos y marcados, rematado por una barbilla cuadrada y bien afeitada. Le recordó a un zorro, solo le faltaban las orejas y la cola. El hispano lanzó un par de suaves golpes con la lanza, tocándole en el escudo, midiendo distancias, calculando. Manlio alargó ligeramente el brazo del escudo y se colocó de perfil, tomando distancia y espacio para maniobrar. El ibero entonces cambió lo que parecía otro toque de tanteo por una fuerte presión en el tachón del escudo del romano que casi se lo arrancó de las manos y abrió su
defensa por un momento, golpeó con el canto de su escudo, Manlio tenía que retroceder, pero no había a donde, paró el canto del escudo con el brazo y casi se lo rompe, a duras penas no soltó la espada. Casi abrazado al guerrero hispano le dio un brutal cabezazo, el centurión llevaba casco, el hispano no, le abrió una brecha en la frente y le hizo retroceder. Contratacó entonces el centurión, apartó el escudo de su enemigo con el primer golpe, avanzó y descargó un segundo y brutal tajo, pero el hispano interpuso su lanza, el asta de la misma se astilló, pero paró el golpe y su dueño pudo retroceder dos pasos y sacar su falcata. —Ahora vamos a bailar pegaditos, hispano —dijo Manlio, y sonrió. El hispano le devolvió la sonrisa como si entendiera y ambos veteranos reanudaron el combate.
En el flanco opuesto al que ocupaba Manlio con sus extraordinarii Lucio Licinio había conseguido formar una línea con sus hombres, pero se habían llevado lo peor de la carga de los hispanos. Habían encajado bien la acometida, pero les habían hecho muchas bajas, y presionados por los lanceros a su espalda y los guerreros de Iberia por el frente estaban perdiendo hombres y terreno. El joven noble romano, pese a su inexperiencia en combate real, había pasado, al igual que todos los de su clase, incontables horas ejercitándose en el Campo de Marte. Estaba en una excelente forma física, conocía los movimientos de esgrima, cuándo atacar y cuándo protegerse, mantenía el escudo debidamente alzado y no le faltaba valor, aunque le hubiera costado encontrarlo. Entonces, paró el golpe brutal del primer hispano que cayó sobre él, flexionó las rodillas, bajó el escudo sobre su hombro absorbiendo la energía del golpe y contratacó de abajo arriba con su espada, para su sorpresa hizo impacto. La punta del arma de diseño griego se clavó en el vientre desprotegido de su rival y se hundió hasta la empuñadura. Empujó con piernas y hombro, lanzando el cadáver de su víctima hacia delante y tirando hacia atrás del brazo de la espada. Notó un líquido caliente y pegajoso que le caía por la mano. Retrocedió un paso para volver a la formación, pero esta se estaba rompiendo y tuvo que retroceder otro. A su lado un legionario paraba como podía los golpes que le propinaba un hispano. Licinio golpeó hacia el lado y, con una facilidad que le sorprendió a sí mismo, impactó en la articulación del brazo del guerrero y se lo amputó limpiamente. El legionario remató al rival malherido. Lucio gritó algo, no supo qué, pero sus hombres, porque él los dirigía, se dijo, se agruparon en torno a su tribuno y
rehicieron la línea.
Hanno retrocedió un par de pasos, se limpió la sangre, ajena, de la cara y miró a su alrededor intentando hacerse cargo de la situación. Habían presionado a los romanos y fragmentado su línea, pero esta había retrocedido sin romperse. Ahora los legionarios romanos formaban una enorme masa compacta carente de toda capacidad de maniobra, pero eran muchos y llevaría tiempo acabar con ellos, ni lo tenían ni era su misión hacerlo. Retrocedió unos metros y miró sobre la masa de combatientes aprovechando la pendiente. —¿A qué espera Asdrúbal para retirarse? —gruñó para sí. Cada minuto que esperasen era un minuto que daban al ejército romano para que remontara el valle y llegase hasta ellos.
Asdrúbal golpeó el escudo del romano con la espada, su lanza se había partido hacía ya un rato, pero este paró con el escudo y contratacó débilmente, para mantenerle a distancia y el púnico aceptó el trato. La hora de seguir matando había terminado. Los rayos del sol ya brillaban sobre ellos y el tiempo empezaba a correr en su contra. Así que empezó a retroceder lentamente. No hicieron falta órdenes, sus hombres, tan cansados como él, comenzaron despacio a destrabarse y a dar pasos atrás sin deshacer la falange, era una maniobra lenta y peligrosa, pero el cansancio ayudaba a no precipitarse. Había que pegar algún lanzazo para mantener alejado a algún romano entusiasta, pero estos estaban tan agotados como ellos y se quedaron donde estaban. Los hoplitas poco a poco alcanzaron el camino, cuando se encontraban a unos cincuenta pasos de los romanos el oficial púnico salió de la fila y rodeó la formación por detrás, comenzando a organizar la retirada escalonada de sus hombres que empezaron a trotar valle abajo hacia el grueso del ejército. Bastantes de ellos iban a quedarse para siempre en ese maldito paso, pero habían cumplido a las mil maravillas una misión difícil.
Lucio Licinio empezaba a estar muy cansado, pero aguantaba junto a sus hombres, habían retomado el terreno perdido y, a pesar de las terribles bajas que habían sufrido al principio, resistían. Un nuevo guerrero se plantó frente a él, un tipo impresionante, no era muy alto, ninguno de esos hispanos lo era. Se cubría con un yelmo de bronce muy decorado, era ancho de hombros y parecía aún más ancho por la piel de oveja con la que se los cubría, un tipo fuerte y compacto. Sujetaba un escudo ovalado con unos lobos pintados en él y le miró a los ojos, unos ojos castaños que lo midieron por un instante. Sin perder tiempo el hispano lanzó una rápida combinación de golpes con su espada corta y recta, alternando la punta y el filo. Licinio se cubrió lo mejor que pudo con el escudo y devolvió algunos con la espada evitando que el guerrero se le echara muy encima, a su alrededor el combate bajaba en intensidad y notó que los hispanos retrocedían lentamente. Con ánimo redoblado el joven romano contratacó, el celtíbero bloqueó su estocada y lo empujó hacia atrás con el pie apoyado en su escudo, tratando de ganar distancia para retirarse. Lucio Licinio, ebrio de adrenalina, empujó con su escudo al hispano. —No vas a huir tan fácilmente, bárbaro —le gritó. Le apartó el pie con violencia y atacó furiosamente, una serie de largas estocadas y mandobles que hicieron retroceder al guerrero rival. —¡Tribuno, espere!, ¡atrás! —gritó alguien a su espalda. Licinio vio con alegría salvaje cómo su rival retrocedía más y más, ya lo tenía, se dijo. Entonces el guerrero celtíbero, con sorprendente facilidad, se echó hacia un lado al golpear el romano, lo empujó casi con delicadeza con su escudo, se situó a su lado y, desde arriba, le clavó su espada corta y recta limpiamente en el cuello de arriba a abajo penetrando en su caja torácica y matándolo casi en el acto.
Buntalos el celtíbero desclavó su espada del joven oficial romano que cayó de cara al suelo, muerto. Si se hubiera quedado en la fila habría vivido para ver un día más, pero así era la guerra. El guerrero retrocedió despacio con el escudo en alto y la espada lista, por si algún otro romano se animaba a imitar a su tribuno. Aquellos hombres llevaban toda la noche combatiendo sin descanso y no estaban para heroicidades.
Una vez hubo retrocedido unos metros, vio cómo valle abajo los hoplitas se retiraban en orden. A su alrededor, sus hombres y el resto de hispanos comenzaban a darse la vuelta y correr también rodeando la formación romana, estos estaban expectantes, satisfechos con seguir vivos, pero recelando un nuevo ataque. —Otro día será —dijo Buntalos sonriendo, y echó a correr tras sus hombres.
A su alrededor casi todos sus compañeros habían retrocedido ya, pero Balkar seguía intercambiando golpes con el centurión. Se hallaban en el extremo de la formación y los hombres dejaron de luchar y comenzaron a animar a sus respectivos campeones. Aquel romano había pasado muy mala noche y no estaba dispuesto a dejarle ir así como así. «Tanto peor para él», se dijo el ibero. Lanzó aquel un golpe lateral imprimiendo toda su fuerza que Balkar bloqueó con su escudo, pero que le hizo trastabillar. Recuperó el equilibrio y atacó por abajo, de punta. Su falcata era un arma más polivalente que el kopis de Cneo Manlio, así que trató de pegarse a él lo más posible y apuñalarlo, pero el romano era hábil y, pese al cansancio, mantenía la distancia y se defendía y atacaba con espada y escudo, sin dejar de moverse, pero llevaba toda la noche combatiendo, iba pesadamente equipado y le habían herido, era cuestión de tiempo que se agotara, así que el ibero se dedicó a entrar y salir de su guardia, bloqueando sus ataques y acosándolo con puñaladas arriba y abajo forzaban al romano a mover constantemente su pesado escudo.
Cneo Manlio se estaba quedando sin fuerzas, contra un rival así había dos alternativas, una era moverse constantemente, bailar con él y buscar el momento, pero ya no podía más y era cuestión de tiempo que las fuerzas le fallasen, reaccionase demasiado tarde y el otro lo matara. La otra alternativa era la fuerza bruta. Un golpe definitivo que terminara con el otro, pero si fallaba se quedaría expuesto a un golpe y aquel ibero con cara de zorro no parecía de los que dejaban pasar las oportunidades. Amagó el ibero con un golpe bajo las piernas, bajó Manlio el escudo pero su
rival giró la muñeca y dirigió la espada hacia arriba, buscándole la cara, consiguió desviarla y se vio pegado a este, casi podía besarle. Pero el hispano no estaba pensando en besos y le escupió en los ojos. El centurión reaccionó dándole un codazo en la cara que desestabilizó a su rival y comenzó a caer hacia atrás, este le agarró de la cota de malla y ambos rodaron por el suelo dejando caer los escudos. Manlio quedó encima y con la mano izquierda le dio un puñetazo en la cara a su rival, le iba a dar otro, pero este hizo lo propio y le dio un golpe en la cara con la mano de la espada, abriéndole la ceja con la empuñadura y apartando al centurión. Antes de que lograra hacerse hueco para apuñalarlo Manlio le agarró la muñeca. Más pequeño y ágil que él, el ibero se retorció, le colocó un pie en el estómago y empujó, lanzándole a un lado. El romano rodó por el suelo, se le torció el casco y se lo quitó de un tirón mientras se incorporaba, el hispano se había puesto de pie y había cogido su escudo. Durante el forcejeo se habían alejado de la línea romana y Manlio se vio en un semicírculo de guerreros hispanos, con su rival frente a él. Miró al suelo buscando su escudo, pero estaba demasiado lejos. Uno de los hispanos dio un paso adelante, pero su rival le indicó que parase con un gesto, tenía sangre en la cara, seguramente del cabezazo que le había dado Cneo Manlio, se la secó con el dorso de la mano, saludó con la cabeza y retrocedió dos pasos. Los hispanos se fueron replegando, ya nadie combatía. El centurión devolvió el saludo y los iberos se dieron la vuelta y echaron a correr valle abajo. Bajó la espada y los vio irse, cuando los latidos de su corazón dejaron de retumbar en sus oídos oyó que sus hombres le estaban vitoreando. Los vítores no duraron mucho. Todos estaban demasiado cansados. Manlio se internó entre sus hombres, que habían comenzado a sentarse o sencillamente derrumbarse aquí o allá, unos se vendaban las heridas y otros trataban de ayudar a compañeros heridos y moribundos. Fonteyo estaba echado en el suelo atendido por Septimio y otro de los veteranos de Trasimeno, Publio Ilio, arrodillados junto a él. Fonteyo estaba muy pálido, le habían quitado el pectoral samnita de tres discos y habían desgarrado la túnica para usar la tela para comprimirle la herida. —¿Cómo está? —preguntó el centurión. —Mal. La lanza le ha pasado el hombro de lado a lado —dijo Ilio—, pero no le salen burbujas en la sangre así que creo que el pulmón no está tocado. Si conseguimos que no se desangre quizá viva.
Comprendió el centurión con gesto preocupado. —Cuidad de él. Y los demás —dijo alzando la voz—, los que estén muertos pueden descansar, el resto tenéis trabajo. Llevad a los heridos al campamento. Recoged las armas tiradas y apilad los cadáveres de los enemigos. Centuriones, contad a vuestros hombres, quiero saber cuántos quedan en condiciones de combatir. —Bajó un poco la voz—: Septimio, encárgate de nuestra centuria mientras reviso al resto de tropas, hasta que Fonteyo se recupere eres el nuevo optio. Tras la orden, Manlio revisó el resto de los manípulos a lo largo de la línea y el paisaje era desolador, empeorando conforme se acercaba al extremo derecho de la formación, el que había recibido el peso de la carga de los hispanos. Calculó más de un millar de bajas, más los heridos. Algunas centurias no tenían más de una docena de hombres en pie. Cuando llegó al final de la línea miró al suelo, los muertos seguían en su puesto, habían caído sin ceder un paso. Manlio habría tragado saliva, pero tenía la boca seca. El centurión que comandaba la última centuria de la formación, o lo que quedaba de ella, estaba sentado en una roca mientras un legionario le vendaba el antebrazo. Había dejado su casco en el suelo y tenía el pelo húmedo de sudor y revuelto. —Lo habéis hecho muy bien —le dijo Manlio. Asintió el otro sin decir nada. —¿Dónde está Licinio, el tribuno? Sin abrir la boca el abatido centurión señaló con el brazo izquierdo. Un romano muerto yacía unos metros por delante de la línea de batalla, boca abajo sobre un charco de su propia sangre que la tierra ya empezaba a absorber. —No quiso dejar escapar a su último rival —dijo el abatido centurión—, pero este resultó ser un cabrón muy listo. Manlio se acercó al cuerpo del tribuno. Yacía sobre su escudo, como los héroes de los poemas griegos, y sujetaba aún la espada en su mano derecha roja con la sangre de los que había matado. Parecía aún más joven de lo que era y estaba muy pálido, pero el rostro, vuelto hacia el lado, tenía una expresión serena, tranquila, como si mirase a algo a lo lejos.
— «Aquel a quien aman los dioses muere joven» —murmuró Cneo Manlio.
Manlio, poco antes de mediodía, dio finalmente descanso a sus hombres. Habían atendido a los heridos en la medida de sus posibilidades y los muertos habían sido puestos aparte. Los muertos enemigos, casi todos lanceros libios, unos doscientos en total, habían sido despojados, apilados y los quemarían tan pronto como reunieran la leña necesaria. Al menos había carne de buey de sobra en los alrededores y los soldados comieron bien. Un contingente de caballería llegó a lo alto del paso poco antes de que el sol llegara a su cénit. El tribuno que los mandaba preguntó dónde estaba el tribuno al mando. —Eso me gustaría a mí saber —dijo Manlio mientras se palpaba los puntos que acababan de darle en la sien. —¿Y el segundo? —preguntó el jinete sin descabalgar. —Muerto, igual que el tercero. Quizá seguirían vivos si hubierais llegado antes, pero ya ves. —Modere ese tono, centurión —dijo altivamente el tribuno. —Y si no, ¿qué? —le preguntó Cneo Manlio, que tenía ya su dosis de nobles arrogantes cubierta para las próximas tres guerras. El tribuno iba a decir algo, pero observó al centurión: profundas ojeras, el corte en una ceja y los puntos en la sien; la cota de malla con un par de desgarros y cubierta de sangre seca. Sangre suya y de los hombres a los que había matado, la misma que aún le manchaba el brazo derecho hasta el codo. Decidió que sería mejor dejar pasar la insolencia por esta vez. —Somos el grupo de reconocimiento —dijo al fin—, el ejército avanza tras nosotros, a un par de millas. —Perfecto —dijo Manlio recuperando un cierto tono respetuoso—. Si quiere saber dónde están los cartagineses solo tiene que asomarse al otro lado del paso.
El jinete siguió el consejo y trotó alejándose seguido de sus hombres. Abajo en la llanura, en efecto, se distinguía la masa del ejército púnico alejándose hacia el norte.
Al cabo de un rato las columnas de legionarios comenzaron a pasar frente a ellos, al pasar la primera legión de aliados un grupo de jinetes que caminaba entre esta y la primera legión romana se separó de la columna y avanzó hacia el destacamento que ahora dirigía Manlio. De los cuatro mil que habían ocupado la posición, mil habían muerto y otros tantos estaban heridos de diversa consideración, muchos de ellos seguramente no verían el próximo día. El mayor número de bajas lo habían sufrido los romanos que habían soportado lo peor de la carga final de los iberos. Algunos centuriones habían sugerido integrar a los supervivientes en grupos de ochenta y formar nuevas centurias, pero Manlio se había negado y ordenó formar por centurias y manípulos con los que quedasen en pie de cada unidad, quería que todos vieran los huecos que habían dejado los muertos. Cuando Quinto Fabio Máximo se acercó seguido de Marco Minucio Rufo los hombres de Cneo Manlio estaban formados igual que habían formado para el combate. En el flanco los extraordinarii, a pesar de las bajas sufridas, aún eran una fuerza tácticamente utilizable, pese a las centurias reducidas a cincuenta o sesenta hombres, pero la formación romana, los hombres de la primera legión que habían sido destacados con ellos, tendría que ser completamente reformada. A algunas centurias les quedaban una docena de hombres, la mayoría de ellos con algún tipo de herida. El dictador observó a la orgullosa pero maltrecha formación con su rostro impertérrito, miró entonces a Manlio de pie al frente de los itálicos, firme y con el casco en el hueco del brazo izquierdo. El dictador asintió con la cabeza, tiró de las riendas y se alejó. El ejército acampó unas millas más abajo en una gran explanada en la ladera de la montaña, a medio día de marcha, aún se veía a los cartagineses que también habían acampado. Manlio fue llamado al praetorium y se dirigió hacia allí a presentar su informe, supuso. Una vez dentro lo esperaban el dictador, vestido con su subarmalis de cuero y sentado en su silla curul de marfil, y el magister equitum rígido en su coraza y también en una silla curul. —Siéntese, centurión —dijo el dictador indicándole una silla.
—Prefiero permanecer de pie —respondió este en posición firme. —Como guste —concedió Fabio—. Bien, contadnos lo que ocurrió anoche. Cneo Manlio empezaba a estar muy cansado de narrar batallas perdidas pagadas con su sangre y la de sus hombres, pero comenzó de nuevo con su historia. Cuando llegó al momento en que trabaron combate con los lanceros púnicos se interrumpió. Carraspeó un momento y continuó. —Si en ese momento o en alguno inmediatamente posterior hubiéramos recibido ayuda podríamos haber vuelto a cerrar el paso, o los cartagineses habrían tenido que volverse a luchar. Quizá habrían pasado igualmente, pero habrían tenido más bajas y nosotros muchas menos. —Te lo dije, Quinto Fabio, te lo dije —interrumpió Marco Minucio en tono desabrido—. Especialmente cuando el tribuno Equitio se presentó a dar su informe y pedir refuerzos. Al oír mencionar a Equitio, Manlio tuvo que contenerse y apretó los puños. El gesto no pasó desapercibido al dictador, que preguntó. —¿Tiene algo que añadir, centurión? Manlio dudó un momento, buscando las palabras, pero al final decidió que no merecía la pena adornar nada. —El tribuno Equitio no partió a entregar ningún mensaje, desertó de su posición y abandonó a sus hombres en el momento de mayor peligro —dijo conteniendo la ira. —Esa es una acusación muy grave, centurión —dijo el dictador. El magister equitum bufó despectivamente. —El tribuno Equitio actuó con gran valor al burlar a todo el ejército púnico para venir a informarnos de la situación, a pesar de que su información no fuera tenida en cuenta —dijo mirando al dictador, sobre el que resbaló el reproche como si fuera agua de lluvia. —Con gran valor actuaron los tribunos Valerio y Licinio, que murieron al frente
de sus hombres. En especial este último, que con su liderazgo personal en un momento de gran peligro nos salvó a todos —dijo Manlio mirando al dictador y luego se volvió al segundo al mando con las mandíbulas apretadas—. El tribuno Equitio huyó como una rata cobarde. Marco Minucio hizo ademán de levantarse, pero el dictador le sujetó por el brazo. —No se avanzó hasta el amanecer porque, dados los antecedentes de Aníbal, yo —dijo remarcando el pronombre— juzgué que no era prudente adentrarse en terreno quebrado en la oscuridad sin tener un cuadro claro de la situación. ¿Lo entiende, centurión? Lo entendía mejor de lo que nadie podría entenderlo, pero eso no cambiaba el hecho de que los que se habían quedado solos allí arriba habían sido él y sus hombres. Aun así, más tarde esa noche, mientras reflexionaba, itió para sí lo difícil que debía de haber sido para un patricio Fabio, dos veces cónsul y dos veces dictador de Roma, darle explicaciones a un humilde centurión que ni siquiera era romano, pero, por el momento, y en esa tienda, el samnita decidió estarse callado. Era clara, como la diferencia entre el día y la noche, la tensión que rompía la relación entre los dos hombres que tenían en sus manos la salvación o la condenación de la República de Roma y de sus aliados. El arrogante y sediento de sangre Marco Minucio Rufo, como lo habían estado Sempronio y Flaminio, y el templado y veterano Quinto Fabio Máximo, el cual, como observó horrorizado Cneo Manlio, comenzaba de golpe a aparentar todos sus sesenta y tres años, y algunos más.
El maestro del caballo
Septiembre del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Apulia, sur de Italia
Tras romper el bloqueo romano y escapar del paso, Aníbal se dirigió hacia el oeste y entró en Apulia, más atento a buscar un lugar donde pasar el invierno con sus hombres, especialmente tras los rigores del anterior, que a seguir acosando a los romanos. Conoció por sus espías las tensiones en el mando romano y cómo el dictador perdía poco a poco el apoyo del Senado. Para acabar de complicarle la vida a Fabio Máximo, unos itálicos que pretendían congraciarse con los púnicos les informaron de qué tierras pertenecían al dictador y a su familia y estos tuvieron mucho cuidado de que sus hombres no las tocaran, pero que devastaran todas las colindantes, llegando a extenderse por Roma el rumor de que el dictador tenía algún tipo de trato con los cartagineses. Aun así, las cosas no estaban fáciles en el campo cartaginés. La caballería romana, con el apoyo de su infantería ligera, se habían vuelto un dolor de cabeza constante, tan constante como el goteo de bajas que les producían. Los romanos también las tenían, pero podían reponerlas, los cartagineses no. Y, aunque de vez en cuando se le unían nuevos contingentes de celtas y no perdía la esperanza de seducir a los pueblos del sur de Italia, los veteranos que se había traído de Hispania, los númidas y los libios resultaban insustituibles cuando caían. Unas semanas antes, tras la victoria de Trasimeno, había mandado noticias a Cartago informando de sus éxitos y solicitando apoyo y refuerzos, pero el Consejo de Cartago había mandado los refuerzos a Hispania, donde los hermanos Publio y Cneo Cornelio Escipión estaban poniendo a su hermano Asdrúbal en serios apuros. Así las cosas y entrando en Apulia, justo después de la siega, Aníbal llegó a Gerontio, ciudad fortificada a la que ofreció la paz, pero sus habitantes rehusaron y decidieron resistir, por lo que se ordenó el asalto a la ciudad.
—A la de tres… —dijo Bedule gruñendo por el esfuerzo. Sujetaba el cadáver por las manos y Garokan hacía lo propio por los pies. Se trataba de un comerciante
gordo. Llevaban un rato ignorándolo a ver si había suerte y otro de los grupos se lo llevaba, pero no la había habido. Gerontio se había negado a rendirse por las buenas así que atacaron. Las murallas de la ciudad se encontraban medio derruidas en algunos puntos y el ataque fue fácil. Como toda ciudad tomada por asalto, esta había sido saqueada y Aníbal, que andaba por esos días bastante corto de paciencia, había decretado que pasaran a cuchillo a la población. El problema es que luego tocaba limpiar. —… ¡Tres! —jadeó el ibero y soltaron el cuerpo, que cayó con un ruido como una bofetada húmeda en la carreta cargada de muertos, estuvo a punto de caerse fuera, pero lo empujaron dentro y el arriero chasqueó el látigo y los bueyes — dos de los afortunados que no habían tenido que correr con fuego en los cuernos — tiraron del carro y se llevaron su macabra carga fuera de la ciudad. Los dos guerreros se secaron el sudor, era una calurosa tarde de septiembre, el otoño no terminaba de llegar y el verano no empezaba a irse por lo que se podía alargar la temporada de campañas, pero todo el mundo sabía que el invierno acechaba a la vuelta de la esquina. Ahora tenían una ciudad, pequeña, pero ciudad, con sus murallas donde guardar las provisiones y el botín y donde refugiar a gran parte del ejército. El resto acamparía en una explanada extramuros que ya habían comenzado a fortificar. Balkar y Korbis estaban unos metros más allá, con las manos metidas en un abrevadero y frotándose con ganas con la esperanza de quitarse el olor a muerto. Bedule y Garokan se les unieron y comenzaron a asearse también. Estaban en ello cuando escucharon los cascos del caballo de Hanno que se acercaba sonriente como siempre. La cicatriz de la frente le hacía parecer que tenía el ceño permanentemente fruncido, lo que contrastaba con su radiante y habitual sonrisa bajo aquella nariz aguileña y su aspecto de cuervo astuto. —Buenas tardes, mis queridos iberos. Veo que ya habéis elegido vivienda. El caballo acercó la cabeza al abrevadero donde se habían estado limpiando los guerreros, olisqueó el agua y decidió que no tenía tanta sed. Hanno observó los macutos de los guerreros tirados ante una domus que tenía la puerta reventada, como todas las de la ciudad. Orla, que entraba y salía metiendo bártulos, le saludó con su habitual sonrisa y siguió a lo suyo. —Hemos decidido que nos gusta esta —dijo Balkar—, creo que va a ser la
primera vez que tengamos una habitación para cada uno. —Y con un poco de suerte nos ahorraremos tener que escuchar la actividad nocturna de Korbis —terció Bedule. —Envidioso —murmuró el aludido. —Pues sí, la verdad… ¿Había que matar a todo el mundo? —preguntó Bedule a Hanno—. No me malinterpretes, un muerto más que menos me da igual, pero no habría estado mal un poco de servicio. —Podría ser —itió Hanno—, pero a los prisioneros hay que guardarlos y alimentarlos y son una posible fuente de problemas. Muertos los perros se acabó la rabia. En fin, asentaos, pero no os perdáis mucho. Hay mucho trabajo por hacer y una guerra que ganar, ya sabéis, los romanos y todo eso… Iba a alejarse ya el púnico cuando lo interrumpió Balkar: —¿Cómo va a distribuirse la tropa exactamente? Hanno refrenó al caballo. —Bien, dado que el asalto lo han encabezado las tropas hispanas y libias, Aníbal ha decidido que vosotros os quedéis intramuros. El grupo de nuestro amigo Buntalos ha ocupado unas casas en una calle más abajo. Parte del contingente celta está en la zona del sur de la ciudad, donde la muralla caída, y acampan mitad dentro y mitad fuera, defendiendo la brecha —apuntó con el dedo a los guerreros hispanos, en especial a Korbis—. Huelga decir que no quiero veros por allí, tengamos el invierno en paz, al menos entre nosotros. La mitad del contingente celta, como ya os he dicho, y toda la caballería acamparán en la explanada junto a la ciudad que ya está siendo fortificada. Miradlo por el lado bueno, habéis tenido que mover unos cuantos cadáveres, pero os habéis librado de cavar. Y ahora os dejo, voy a supervisar cómo se ha asentado el resto. Saludaron los iberos con mayor o menor entusiasmo y se metieron en su nueva residencia.
Dejó caer la carta sobre la mesa con disgusto. No se esperaba esto, pero no podía
decir que le sorprendiera tampoco, le habían segado la hierba bajo los pies y en parte era culpa suya, por confiar en la honestidad y la constancia del Senado y la Asamblea de la Plebe. —¡Tribuno! El tribuno de guardia entró de inmediato en la tienda y se puso firme. —¿Dictador? —Haga venir al magister equitum, si es tan amable. El tribuno salió de inmediato y mientras tanto Quinto Fabio Máximo leyó de nuevo la carta en la que el Senado le «solicitaba» que volviese de inmediato a Roma «por asuntos religiosos». —Se ve que no tienen suficiente con el colegio de pontífices y el de augures — se dijo con una sonrisa torcida. —¿Se puede? —preguntó desde la entrada el segundo al mando. Iba vestido con una túnica granate y un subarmalis de cuero. Fabio imaginó que estarían abrillantándole la coraza y por eso no la llevaba. Señaló con la mano la silla frente a su mesa y, cuando este se hubo sentado, levantó la carta del Senado aunque sin dársela a leer. El magister equitum sonreía como el gato que se acaba de zampar al más gordo de los ratones. —Deduzco por tu sonrisa de suficiencia que conoces el contenido de esta carta —afirmó más que preguntó el dictador. —Mi correo personal llegó con el mismo mensajero que el correo oficial —dijo — y yo también tengo amigos en el Senado. —Unos cuantos, por lo que veo. Bien, debo ausentarme y, contrariamente a lo que se dice de mí en Roma, y no tan lejos —añadió con una mirada torcida a Rufo—, no me gusta demorar las cosas, así que partiré de inmediato. —Se reclinó sobre la mesa y clavó sus ojos oscuros en los de su segundo—. Escúchame bien, Marco Minucio, no voy a pedirte que evites el combate, porque te conozco y no quiero obligar a un magistrado romano a mentir, pero por todos los dioses, no pierdas este ejército. Si hay algo de prudencia en esa cabeza testaruda tuya, úsala, y recuerda que no debes, bajo ningún concepto, aceptar lo
que Aníbal proponga en sus términos, por fácil que parezca y por fuerte que te sientas. Especialmente —dijo remarcando esa palabra— si parece fácil y te sientes muy fuerte. ¿Puedes jurarme eso? —No perderé el ejército, Quinto Fabio, puedo jurarte eso. Y no hubo manera de que lo sacaran de ahí. Menos de una hora más tarde, el dictador con sus lictores y una turma de caballería como escolta partió al galope hacia Roma, cuanto antes partiera, antes estaría de vuelta. O eso esperaba.
Marco Minucio Rufo no perdió el tiempo. No bien había salido Quinto Fabio camino de Roma, subió a uno de los terraplenes del campamento y comenzó a observar la campiña alrededor de Gerontio, a unas millas de distancia. El campamento romano se encontraba en una altiplanicie desde la que había una buena vista sobre el llano de Apulia, con un par de pequeñas colinas entre su posición y la de los cartagineses. Puede que el magister equitum tuviera la sangre caliente, pero no era estúpido ni mal militar, siempre que mantuviera la paciencia el tiempo suficiente, y itía que muchas de las medidas tomadas por el dictador eran acertadas. —Equitio —llamó. El tribuno militar avanzó un par de pasos y se puso al lado del general interino. —Quiero que se reanude el acoso a las partidas de forrajeo púnicas, pero manteniendo especial cuidado en la coordinación de la infantería ligera y la caballería. Si algo funciona, hay que mantenerlo. Y que el resto de los hombres estén en permanente estado de alerta. —Así se hará, señor —dijo el tribuno, solícito, y se retiró a impartir las órdenes. Marco Minucio se quedó apoyado en la empalizada mirando fijamente el campamento cartaginés adosado a la ciudad. —Se os ha acabado la tranquilidad, púnicos —dijo mirando a lo lejos, y siguió allí por un buen rato.
Al día siguiente la mayor parte del ejército cartaginés salió a saquear la comarca. Aníbal quedó en la ciudad-campamento con la infantería libia, que se había ganado un descanso, mientras el ejército se dispersaba por la zona y se dedicaba a vaciar los graneros que los campesinos itálicos acababan de llenar con tanto esfuerzo, pero ellos no iban a necesitarlos, los muertos no comen y la consigna era no dejar a nadie con vida, habían elegido ser leales a Roma, por tanto, eran el enemigo. Entre tanto, desde el campamento romano los astutos ojos de Marco Minucio Rufo observaban cómo las tropas cartaginesas se iban desparramando por la llanura, ávidas de botín, y comprendió que se le acababa de presentar la oportunidad que había estado esperando. Por el lado opuesto del campamento, fuera de la vista de los cartagineses, la caballería y las tropas ligeras romanas comenzaron a salir y a desplegarse en los grupos mixtos de velites y jinetes que tan buenos resultados habían dado. Entre tanto, dentro del campamento romano la infantería pesada se equipó y, una vez preparados para el combate, aguardaron.
Tito Ventidio reagrupó a sus hombres y los desplegó alrededor del casar donde se habían metido los galos. Eran una veintena de celtas más o menos. Lucio Lupo, con sus jinetes, había matado o puesto en fuga a los que iban a caballo y los que no habían caído bajo los proyectiles de los velites se habían refugiado en las casas y se habían hecho fuertes allí. —¿Cómo vamos a sacarlos de ahí, centurión? —El tono del joven soldado sonaba preocupado y era normal, ninguno de ellos tenía ganas de enfrentarse a un grupo de guerreros celtas acorralados en una casa. —No te preocupes, muchacho, van a salir ellos solitos —dijo Ventidio. Ventidio llamó a Lupo, este sonrió al escuchar el plan. Se le habían curado bastante las heridas de la cara y le daban un aspecto de veterano que, si bien no era del todo cierto, tampoco era del todo falso. Los habían vuelto a colocar junto al centurión Ventidio al ser un equipo que funcionaba bien juntos. Se alejó el jinete con sus hombres y los infantes ligeros estrecharon el cerco sobre la casa. No mucho tiempo después varios de los soldados a caballo se acercaron al galope a la casa, habían cambiado sus lanzas por antorchas y, a ritmo constante,
las fueron lanzando por las ventanas y sobre el tejado de la casa. Los guerreros encerrados apagaron y arrojaron fuera muchas, pero no pudieron con todas y pronto la casa comenzó a arder. Ante la elección del fuego o las jabalinas, eligieron estas últimas, pero ninguno llegó hasta sus rivales y los jóvenes velites cosecharon una fácil victoria. Escenas como esta comenzaron a reproducirse por todo el valle, los grupos de soldados cartagineses que no consiguieron agruparse a tiempo o buscar refugio seguro fueron sorprendidos en campo abierto y masacrados. Para colmo de males, Marco Minucio hizo salir a su infantería pesada y avanzaron sobre el campamento púnico y se prepararon para asaltarlo. Aníbal había cometido una imprudencia al reducir las tropas en el interior de la ciudad y ahora no disponía de hombres suficientes para defender todo el perímetro. Desplegó a los lanceros libios para tratar de ganar tiempo antes de recibir refuerzos, pero no los había y los romanos comenzaron el asalto.
Cneo Manlio cargó contra la empalizada al frente de sus hombres, una vez más contra sus viejos conocidos los hoplitas africanos, pero por eso mismo los extraordinarii sabían cómo medirse con ellos. Aguantando hasta estar muy cerca, los itálicos usaron sus pila casi a quemarropa y con letal puntería, cargando luego contra los huecos creados en la línea en lugar de hacerlo en todo el frente. Los lanceros aún contaban con el terraplén y la empalizada a su favor, pero estaban a medio terminar y pronto fue superada en muchos puntos. El centurión, seguido por Septimio, que sustituía al gravemente herido Fonteyo como optio de la centuria, saltaron la valla los primeros. Manlio se encaró hacia su izquierda y el optio hacia la derecha, tratando de no tropezar con el cadáver del libio que tenía la jabalina de Septimio clavada en el pecho, y se pusieron a trabajar. El rival de Manlio tenía su escudo encarado hacia él, así que el centurión optó por la fuerza bruta y empujó con su escudo tirando al libio del estrecho terraplén. Septimio, por su parte, dio con el lado indefenso de su lancero, este había tirado la lanza con la que trataba de mantener a los romanos lejos de la empalizada y tenía su espada a medio sacar cuando el itálico le vino encima. La espada de Septimio, un xyphos griego de más de dos palmos de largo, estaba convenientemente fuera y este se la clavó en el pecho al libio atravesando su linotórax y matándolo en el acto. El lancero que había detrás tuvo tiempo de prepararse y atacó al optio, que se protegió tras su escudo y esperó su momento, mientras tanto, por la brecha que habían creado empezaron a entrar más
legionarios.
Aníbal comprendió que la defensa del perímetro del campamento era inviable y entre él y Magón, ayudados por otros oficiales púnicos, comenzaron a coordinar la retirada hacia las murallas con vistas a ofrecer una línea más corta y compacta. El más joven de los Barca estaba en su elemento en la pelea. Al frente de varios oficiales detuvo a los fugitivos de la empalizada y los formó. Puso a varios hombres a derribar las tiendas para crear espacio para hacer una falange a la que se fueron uniendo los soldados que se retiraban de la empalizada. Los romanos comenzaron a cruzarla en masa, pero no cometieron la estupidez de atacar en desorden y se dedicaron a quemar los bastimentos del ejército púnico y a formar para el nuevo ataque. Por suerte, pensó Magón, la mayoría del botín y los víveres se habían almacenado en el interior de la ciudad.
Ajenos al drama que se desarrollaba en el campamento, los iberos de Balkar se enfrentaban a sus propios problemas. Por suerte para ellos, cuando la caballería romana los atacó se encontraban en una zona relativamente abierta y los vieron venir, lo que les permitió agruparse. Un fugitivo contra un jinete no tenía nada que hacer, pero cien veteranos en línea tras sus escudos y lanzas eran otro cantar. Los jinetes se limitaron a acosarlos y a fijarlos sobre el terreno mientras esperaban a la infantería ligera. Tanto Balkar como Hanno sabían que, actuando de conjunto, la caballería con los velites podían ponerles en serios problemas. Si rompían la formación para cargar contra los infantes ligeros, la caballería les haría pedazos, si mantenían la formación estática serían diezmados poco a poco por los proyectiles. Hicieron un cuadro con escudos y lanzas hacia afuera y comenzaron a retirarse lentamente, pero era cuestión de tiempo que los infantes ligeros romanos llegaran y empezara el desastre.
Tiró de las riendas y detuvo a su caballo, no merecía la pena perseguir a los fugitivos, lo prioritario era reagrupar a las tropas. El grupo de celtíberos había sufrido bastantes bajas, pero se puede decir que habían llegado a tiempo. Cuando la caballería romana hizo su aparición, Asdrúbal, que pese a su distinguida actuación con la infantería en el paso era un oficial de caballería, reagrupó a sus
hombres en torno a sí y los mantuvo unidos. Habían puesto en fuga a varios grupos de romanos, no interesados en un choque a gran escala, y comenzaba a dirigir un grupo nutrido de hombres, casi mil jinetes entre sus cartagineses y unos cuantos celtas e hispanos. A su alrededor se iban agrupando más hombres que huían y buscaban la seguridad del grupo, con unos pocos más podría montar un contrataque en condiciones. Estaba en esos pensamientos cuando un jinete llegó a galope tendido, Asdrúbal lo reconoció, era Gisgo, ese estirado y arrogante oficial tan encantado de haberse conocido, aunque no vio nada de su arrogancia cuando tiró de las riendas y frenó a su agotada montura, lo que había en su rostro era un miedo que se acercaba al pánico. —La infantería romana está atacando el campamento y han rebasado la empalizada. Aníbal y Magón dirigen la resistencia, pero no podrán aguantar mucho más —soltó de golpe sin saludos ni más trámites. —Mierda… —El oficial de caballería miró a su alrededor, contaba con unos dos mil hombres entre jinetes e infantes, tendría que valer—. Bien, busca grupos dispersos y ordénales que vuelvan de inmediato, y ten cuidado, esto está lleno de romanos de caza. —¿Qué vas a hacer tú? —preguntó Gisgo. —Me llevo a los que tengo aquí, intentaré aliviar la presión sobre Aníbal, ahora corre a buscar más hombres. Sin esperar más instrucciones, el arrogante pero eficiente Gisgo partió al galope. Asdrúbal formó en dos grupos separando a jinetes e infantes e hizo a estos marchar a paso ligero protegidos por la caballería. Esperaba que pudieran llegar a tiempo.
A Cneo Manlio se lo llevaban los demonios, el éxito inicial del asalto se había desperdiciado en quemar equipos y víveres que nada importaban y, en lugar de cargar contra los fugitivos y matarlos en el calor del asalto, les habían dado un respiro y los púnicos se habían rehecho; los romanos aún tenían una abrumadora superioridad numérica y táctica, pero sabía por experiencia que acabar con esos hombres sería difícil y sangriento. «Por suerte, la formación romana era mucho
más larga que la cartaginesa y serían otros los que llevasen el peso del combate», pensó, aunque no se hizo muchas ilusiones, pues sabía que no había nada que durase menos en su carrera militar que la confianza en un día fácil.
Había pintado muy mal por algunos momentos para el grupo de iberos, acosados por las jabalinas de la infantería ligera. Les habían causado algunos heridos no muy graves, pero iban acudiendo más mientras sus jinetes aguardaban a una distancia prudencial a que llegara su momento. Entonces, como por ensalmo, se habían reagrupado y batido en retirada. Unos momentos después vieron la razón. Una compacta masa de jinetes e infantes avanzaba hacia ellos a paso ligero. Hanno se adelantó a hablar con el oficial que los dirigía, al que Balkar y los suyos reconocieron como Asdrúbal, el oficial de caballería. Asintió Hanno tras la corta conferencia y volvió con ellos al trote. —El día acaba de torcerse aún un poco más… Mientras Hanno les ponía al día, Asdrúbal agrupó a sus jinetes, que ya eran unos dos mil, formando con los cartagineses en el centro, los celtas a un flanco y los hispanos a otro y se adelantaron a la formación de infantería integrada también por unos dos mil hombres. —… así que a paso ligero hasta el campamento, Asdrúbal va a intentar ganar tiempo mientras llegamos. La idea es que aliviemos la presión sobre Aníbal y Magón mientras el resto del ejército se reagrupa. La infantería apretó el paso, pero si querían llegar en condiciones de combatir tenían que economizar fuerzas, era por eso que Asdrúbal había partido ya en formación con la idea de, conforme llegasen, cargar sobre la retaguardia romana sin más trámite y, con suerte, hacer vacilar o frenar su ataque.
Como era de esperar, los libios aguantaron el asalto de los hastati, que se retiraron en orden para dar paso a los príncipes. Mientras tanto, los aliados itálicos aguardaban en las alas; el combate se libraba en una zona demasiado estrecha para que pudieran apoyarlo y Manlio y sus hombres disfrutaban del raro privilegio de observar una batalla de cerca sin verse obligados a participar en ella. Aníbal había situado a sus hombres encajonados entre los semiderruidos
muros de Gerontio. Con los flancos cubiertos, penetrar una falange hoplita era una tarea sumamente difícil y sangrienta, pero Minucio Rufo tenía hombres y tiempo, así que los puso a ello. Cneo Manlio observó cómo la disciplinada formación de príncipes cerraba la línea después de que los hastati pasaran por los huecos dejados por estos y, entre los escombros del campamento cartaginés los romanos cargaron de nuevo. —Allá vamos otra vez… —dijo Manlio, pero el grito de guerra de los romanos impidió que nadie le oyera.
Asdrúbal detuvo a sus hombres a unos cientos de pasos del flanco derecho romano. La empalizada del campamento estaba totalmente arrasada y la segunda línea romana retomaba el asalto en ese momento. Sin pérdida de tiempo se aseguró de que sus hombres formaban una línea compacta, levantó su lanza y ordenó que cargaran. Con la caballería diseminada por el valle cazando a los dispersos cartagineses nadie cubría el flanco de la formación romana. Al frente de la caballería nativa de Cartago y los hispanos, Asdrúbal cayó sobre la desprevenida línea de triarii romanos, dejando que los celtas cargasen contra los hastati que se reagrupaban en ese momento tras su fallido primer ataque. Cansados y con las filas deshechas los celtas arrasaron con los primeros manípulos haciendo una masacre entre ellos. Los triarii aguantaron algo mejor, aun así, los hispanos y los cartagineses les hicieron un buen destrozo. Hábil oficial, antes de que sus hombres se empantanasen en un combate desigual con la infantería, Asdrúbal tocó retirada y se reagruparon a unos sesenta pasos de los romanos que, a duras penas, trataban de recuperarse y rehacer su formación de cara a esa nueva amenaza. Apenas habían montado una desordenada línea, Asdrúbal cargó de nuevo. Su caballo apenas tuvo tiempo de coger la velocidad de carga antes del impacto, pero fue la suficiente. Por suerte para él y para sus hombres los triarii no habían tenido tiempo de cerrar debidamente su formación, en cualquier otra circunstancia cargar contra su muro de lanzas y escudos habría sido una muy mala idea, pero ahora esas circunstancias no se daban. Clavó su lanza en el pecho del primer enemigo que encontró y esta atravesó limpiamente su cota de malla, tiró de la lanza para desclavarla mientras su caballo arrollaba a otro
infante y se internaba en la formación romana. Un romano dirigió su lanza contra él, pero uno de sus hombres le atacó desde su derecha y le clavó la lanza en el costado, Asdrúbal atacó a otro, pero interpuso su escudo a tiempo y el jinete pasó de largo. Miró a su alrededor y vio cómo los manípulos del resto de la línea comenzaban a formar para encarar el nuevo eje del ataque, así que tiró de las riendas y dio media vuelta, reuniendo a sus hombres a su alrededor para retirarse una vez más.
A pesar de la conmoción causada por la caballería, Marco Minucio reaccionó rápidamente y ordenó a sus triarii que formaran una línea enfrentada a los jinetes enemigos. Suspendió por un momento el ataque a los hoplitas y dio tiempo a los agotados y sorprendidos hastati para que se reagruparan y recuperaran aliento. Combatir en dos ejes de ataque distintos era difícil y arriesgado, pero aún contaba con suficiente superioridad como para salir victorioso, se dijo, y continuó desplegando a sus hombres decidido a continuar la batalla a pesar de las bajas.
Mientras la caballería púnica se reagrupaba tras su segunda carga, la infantería que había podido reunirse llegó y se desplegó para el combate. No eran suficientes para atacar a lo largo de toda la línea, por lo que Asdrúbal ordenó a Hanno que concentrase a sus hombres en su flanco derecho y cargase sobre un solo punto de la línea romana, el más cercano a las murallas, y tratase de enlazar con los hombres de Aníbal. Asdrúbal, con la caballería, protegería su flanco evitando que la línea romana se plegase y los envolviera. Entre tanto, Maharbal le había hecho llegar un mensaje con un númida, había reagrupado a la mayoría de los hombres dispersos y se dirigía hacia allá. Aún era posible convertir ese desastre en victoria. Una vez que hubo recibido sus instrucciones de Asdrúbal, Hanno se unió a sus hombres. Con los hispanos en cabeza y el flanco cubierto por los celtas, formaron en mayor profundidad que anchura con el fin de concentrar toda la fuerza en un estrecho frente. El oficial cartaginés se abrochó el casco y con el escudo por delante cargó a la cabeza de sus hombres. Los dos mil soldados concentrados en un frente de poco más de cien pasos golpearon brutalmente la línea romana que se tambaleó y cedió terreno, aunque no se rompió. Hostigando
de manera constante al resto de infantes romanos, Asdrúbal los fijó sobre el terreno evitando que abortaran el ataque de los hispanos y celtas que presionaban en un duelo de fuerza que estaban ganando por pura cuestión de masa y espacio.
Marco Minucio Rufo se disponía a reforzar el punto donde había cargado la infantería recién llegada con tropas sacadas de su inactivo flanco izquierdo cuando fue informado de que una fuerza cartaginesa se había reagrupado en la llanura y se dirigía a marchas forzadas hacia allí. Incluso el belicoso magister equitum tuvo que itir que combatir en tres frentes era demasiado. Mandó mensajeros para que reagrupasen a la caballería y a la infantería ligera y comenzó poco a poco a retirarse del devastado campamento cartaginés. Habían sufrido muchas bajas, pero los púnicos habían sufrido más, estrictamente hablando habían quedado en tablas, pero a Rufo le sabían a victoria, pensó mientras se retiraban en orden de batalla hacia su campamento disfrutando por anticipado de la carta que iba a mandar al Senado.
El ánimo en el campamento romano resultaba extraño. Era lo más parecido a una victoria que habían experimentado en toda la guerra, la caballería y la infantería ligera celebraban el día, mientras la infantería pesada se lamía las heridas. El asalto a la empalizada y, en especial, las cargas de la caballería cartaginesa se habían llevado por delante a casi cinco mil hombres. No sonaba mucho a victoria, en opinión de Cneo Manlio, pero tampoco es que él pudiera quejarse. Tras el asalto a la empalizada, que había sido brutal pero breve, apenas habían intervenido en la batalla, así que no podía quejarse, sus hombres habían salido indemnes si exceptuaban algún herido leve que no revestía mayor importancia. Entró en uno de los pabellones donde atendían a los heridos, había una nueva y numerosa remesa y los médicos y cirujanos del ejército andaban atareados dando puntos, conteniendo hemorragias y amputando . «Un maravilloso panorama», se dijo el centurión con un escalofrío. Se dirigió al fondo, tratando de no estorbar al atareado personal, hacia una zona más tranquila, concretamente a uno de los camastros que había en una esquina. —¿Cómo estás, Marco? —Algo mejor, centurión. Gracias.
Marco Fonteyo estaba pálido y delgado, con profundas ojeras, era obvio que la herida aún le causaba mucho dolor, pero había sobrevivido a los primeros días así que había posibilidades razonables de que se recuperase. —¿Cómo ha ido hoy? Por el ruido que viene de allí —dijo señalando con el brazo sano— parece que ha sido duro. —Bueno… —Manlio se rascó el mentón sin afeitar—. Depende de a quién le preguntes. Los velites y la caballería te dirán que ha sido un día magnífico. Pero hay ahí al lado unos cuantos hastati, triarii y príncipes que igual disienten. —¿Y para los extraordinarii? —Para nosotros agridulce —dijo el centurión—. Por falta de empuje y de una mejor planificación creo que hemos perdido una estupenda oportunidad, pero no hemos tenido bajas, así que diremos que ha sido un buen día. —¿Cree que Minucio Rufo puede darle la vuelta a la situación? —No lo sé, Marco. Pero no lo creo. —A Cneo Manlio su experiencia no le invitaba al optimismo—. Yo estuve en Trebia, ¿sabes?, y recuerdo cómo Sempronio se envalentonó tras una falsa victoria en una escaramuza y eso nos llevó al desastre. Minucio venía ya envalentonado de sobra. Todo depende del daño real que le hayamos hecho a Aníbal.
—¿Cuánto daño nos han hecho? —preguntó Aníbal, que acababa de venir de visitar a los heridos y tenía el gesto sombrío. —Todo lo que había en el campamento exterior se ha perdido —dijo Magón—. Por suerte teníamos casi todos los víveres almacenados dentro de la ciudad, así que no pasaremos hambre por ahora. Aunque gran parte de la tropa ha perdido su impedimenta. —¿Y las bajas? —Unas seis mil —dijo Magón taciturno—, casi todos infantería ligera y númidas. Los grupos de infantería pesada tuvieron casi todos tiempo de agruparse antes de que los aniquilaran. Los libios también han tenido bajas
durante el asalto, pero por suerte Asdrúbal llegó antes de que nos sobrepasaran. Aníbal se volvió a su general de caballería pesada. —Sin ti puede que nuestra expedición italiana hubiera acabado hoy aquí —dijo el general y sonrió—. Gracias. Asdrúbal no dijo nada, no estaba el día para vanagloriarse. —Esto ha sido culpa mía —Aníbal retomó la palabra—, a partir de ahora nunca habrá más de la mitad del ejército fuera del campamento si los romanos merodean cerca. Ahora que se reparen las fortificaciones, y esta vez con doble foso, más profundo y empalizadas más altas, me da igual si tenéis que talar toda la región. Desmantelad los edificios dañados de la ciudad si hace falta y reutilizad los materiales. Y hay que reparar esa muralla lo antes posible y en todo el perímetro. No quiero que nos pasemos el invierno sobre las armas.
Finales de septiembre del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Roma
—¡Silencio! —rogó Tito Pomponio—. ¡Silencio! —gritó Tito Pomponio—. ¡¡¡Silencio!!! —rugió Tito Pomponio. Atendieron al fin los senadores y poco a poco comenzaron a volver al orden. Pomponio se preguntó si alguna vez había habido un pretor urbano con tanta mala suerte como él. Con un cónsul muerto y el otro ausente, pues Servilio Gémino, según decían los informes, se encontraba saqueando las costas de África cerca de Cartago con la flota. «Al menos es eficiente con algo», se dijo antes de volver sobre su desgracia. «Mala suerte, sí», se repitió. Con Roma en medio de la peor crisis de su historia desde que la saquearon los galos de Breno y él tenía que presidir las reuniones del Senado con los senadores comportándose como un grupo de niños peléandose por un dulce. —Tenía la palabra el dictador, Quinto Fabio Máximo —dijo en tono cansado. —Muchas gracias, pretor urbano. —Fabio Máximo se puso en pie y caminó hacia el centro de la Curia Hostilia. Se sentía incómodo en su toga praetexta
después de tantos días enfundado en sus atavíos militares—. Padres conscriptos. Estoy de acuerdo en que Marco Minucio Rufo ha logrado una gran victoria contra Aníbal. —No lo estaba en absoluto, pero en algo tenía que ceder—. Pero ha sido a un alto costo y no ha sido definitiva… —Ya ha sido más de lo que hizo nuestro dictador —le interrumpió la voz de Cayo Terencio Varrón, ese advenedizo que se postulaba para cónsul. Fabio lo silenció con una mirada. —Decía que no ha sido definitiva. La temporada de campañas llega a su fin, sabemos que la situación de suministros de Aníbal no es buena, podemos hacérselo pasar mal este invierno y estrangularlo lentamente y lo que la experiencia nos dice es que no debemos enfrentarnos a él en campo abierto, debemos mantener nuestros ejércitos intactos en espera del momento adecuado… —¿Y cuándo será ese momento, Quinto Fabio? —interrumpió Marco Metilio, uno de los diez tribunos de la plebe—. ¿Hasta cuándo tendremos que soportar sus depredaciones?, que queme nuestros campos, bueno… no los de todos… — dijo dejando en el aire la duda de por qué las propiedades del dictador habían sido respetadas—. ¿Y que siga dañando el prestigio de Roma? Tenemos a un anciano que titubea, que contemporiza, que ralentiza, Cunctator, digo que deberíamos llamarte el que pierde el tiempo. Y, sin embargo, tenemos a otro hombre que tras dos días al mando ya ha derrotado una vez a Aníbal. Yo digo que le quitemos el mando a Quinto Fabio y se lo demos a Marco Minucio. —Eso que pides es ilegal —intervino Lucio Cornelio Léntulo, el pontífice máximo y amigo personal de Fabio—. Quinto Fabio Máximo es el dictador legal de Roma, ratificado por la asamblea —dijo con su anciana pero poderosa voz—. Y solo el dictador puede dirigir los ejércitos de Roma mientras está en el cargo. —Gracias, Lucio Cornelio, esa es una estupenda idea —exclamó Metilio—. Propongo una votación, ya que solo el dictador puede comandar, remitamos un senatus consultum a la Asamblea de la Plebe para despojar a Quinto Fabio Máximo de sus poderes dictatoriales. —Eso no puede hacerse —terció Tito Pomponio—, el dictador permanece en el cargo durante seis meses y no puede dejar el cargo antes a menos que muera o renuncie.
—Tienes razón, pretor urbano. Perdonad mi entusiasmo, en ese caso propongo algo nuevo, una medida extraordinaria en tiempos extraordinarios —dijo poniéndose en pie desde el banco tribunicio donde se sentaba con sus nueve colegas y mirando a los demás senadores sentados en las gradas a ambos lados de la curia—. En ese caso propongo que votemos dar a Marco Minucio Rufo un mando igual al de Quinto Fabio Máximo, que Cunctator contemporice y pierda el tiempo mientras Rufo nos gana la guerra. Hubo algunas carcajadas entre los bancos de arriba. Tito Pomponio, cansado de la interminable sesión, llevó a cabo la votación, los partidarios de dar igual mando a Marco Minucio Rufo que se pusieran a su derecha, los partidarios de mantener las cosas como estaban a su izquierda. Tan solo Quinto Fabio Máximo, Lucio Cornelio Léntulo, Lucio Emilio Paulo —para sorpresa de muchos, pues era enemigo político de la facción de Fabio— y unos pocos senadores se colocaron a la izquierda. Al día siguiente la Asamblea de la Plebe convocada por Marco Metilio ratificó la ley. Fabio Máximo y Minucio Rufo compartirían el mando en pie de igualdad. Tras observar la votación en la que no podían participar dada su condición de patricios, Lucio Cornelio Léntulo y Quinto Fabio Máximo se alejaron dando un paseo. —Me pregunto cuánto le habrá costado a Minucio Rufo sobornar a ese zurullo de Metilio —se dijo Quinto Fabio mientras observaba al ufano tribuno de la plebe marcharse con su proyecto de ley aprobado. —No poco, intervino el anciano pontífice. Tengo entendido que las deudas de Marco Metilio son astronómicas, pero Rufo no es tonto y es útil tener a un tribuno de la plebe en el bolsillo. Una lección para el futuro, supongo —se interrumpió por un momento—. Ven a comer a casa, Quinto Fabio —propuso Lucio Cornelio. La Domus Pública en la que vivía el pontífice máximo se encontraba apenas a unos pasos de allí—. Sacaremos mi mejor vino para quitarnos el mal sabor de boca. —No creo que ningún trago me quite este sabor a bilis de la garganta —dijo Fabio—. No, Lucio Cornelio, me voy a casa a cambiarme de ropa y parto de inmediato con mis tropas, con las que me quedan, al menos, alguien tiene que cuidar del ejército antes de que ese impetuoso lo meta en las fauces de Aníbal.
Lucio Cornelio estrechó la mano de su viejo amigo que, a pesar de tener la misma edad, parecía veinte años más joven y le vio alejarse a paso vivo. —Que Marte y Júpiter Óptimo Máximo te guíen —deseó— por el bien de todos nosotros.
Finales de septiembre del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Apulia, sur de Italia
Por suerte para el ejército, Quinto Fabio Máximo llegó de vuelta al campamento antes que el correo oficial con el nombramiento de Minucio, por lo que aquel pudo preparar su estrategia. Odiaba tener que invertir energías en intrigas políticas con la situación que había, pero así eran las cosas, por desgracia. Una vez en el campamento comprendió de verdad el significado de la victoria de Minucio Rufo. Cinco mil muertos, el equivalente a una legión al completo y varios cientos de heridos de los cuales muchos no se recuperarían o quedarían inútiles para el servicio. Según le habían dicho, para los cartagineses había sido mucho peor, pero lo que Fabio pudo ver fue su campamento reconstruido y mucho mejor fortificado y centenares de hombres reparando las murallas de Gerontio. Estaba claro que Aníbal estaba decidido a pasar allí el invierno y no sabía como iba a poder hacerle salir de allí. Recorrió el campamento y se entrevistó con los soldados, especialmente con los centuriones y oficiales. Los mandos de caballería tenían la moral alta tras su brillante actuación, pero reconocían que, aunque la orden la dio Minucio, la táctica había sido la de Fabio. Los mandos de la infantería pesada se dividían entre los que querían revancha, y que Fabio consideró casos perdidos, y los que itían que era mejor ser pacientes y desgastar a los púnicos. Una vez que se hubo hecho un cuadro claro de la situación, volvió a su tienda y esperó a que el ufano Minucio Rufo fuera a restregarle su triunfo político. No tuvo que esperar mucho. Más tarde ese mismo día Minucio entró en su tienda agitando un rollo de pergamino. —Hay correo del Senado —dijo sonriendo.
—Vaya, ¿qué podrá ser? —preguntó con tono sereno el dictador. —Sabes perfectamente lo que es, puesto que estabas allí. A partir de ahora somos iguales en rango, Quinto Fabio. —Lo sé, Marco Minucio —dejó el punzón con el que estaba tomando unas notas en una tablilla de cera sobre la mesa—. Dado que debemos compartir el mando —dijo con tono sosegado—, propongo que hagamos como los cónsules cuando sus ejércitos se unen y ostentemos el mando en días alternos. La propuesta era tan razonable que, por supuesto, pareció mal a Minucio. —Y así podrás deshacer un día lo que yo decida el anterior, ¿verdad? —dijo apuntándole con el dedo—. De eso nada. Nos queda el equivalente a cuatro legiones con sus aliados —enumeró obviando que, si no había más, era por las bajas que él había sufrido—, propongo que tú dirijas dos con sus alas y yo otras dos. Dos ejércitos consulares completos, uno para ti y otro para mí. Fabio frunció el ceño y, con su habitual gesto pétreo, trató de reconvenir a su antiguo subordinado. —Con el enemigo que tenemos en frente no me parece prudente dividir al ejército, Marco Minucio. —Es por tu exceso de prudencia por lo que ese ejército enemigo sigue en pie y profanando nuestra tierra —dijo elevando el tono, ni rastro de la sonrisa que traía al llegar—, así que te sugiero que cojas dos legiones, elige las que quieras, y acampes donde más te plazca. La colina de al lado —dijo refiriéndose a una elevación algo más lejana y que dejaba a Minucio entre Fabio y Aníbal—es perfecta para acampar. Se levantó y salió sin despedirse. Fabio se recostó ligeramente en su silla curul y sonrió satisfecho. —Espero por el bien de esas dos legiones que a Aníbal le cueste más llevarte a donde quiera de lo que me ha costado a mí, Marco Minucio Rufo.
Hanno se preguntó qué dirían los antiguos habitantes de la domus si vieran la
enorme hoguera que los iberos habían hecho en el centro del jardín del peristilo. La verdad es que se habían adaptado perfectamente a vivir bajo techo tras tanto tiempo errantes. El cubículo del anterior dueño de la casa era ocupado por la feliz pareja y los demás se habían repartido por los demás dormitorios, casi hubieran parecido romanos si no fuera por las ropas y porque seguían disfrutando de una hoguera al aire libre en las templadas noches de finales de septiembre mientras vaciaban unas cuantas ánforas de vino. —… y así están las cosas al otro lado del valle —terminó de resumir la historia el oficial púnico. A nadie del ejército cartaginés se le escapaba que, donde antes había un gran campamento romano, ahora había dos un poco más pequeños, lo que no sabían hasta ahora era las circunstancias de la división. Los púnicos contaban con un excelente servicio de información y supieron de las diferencias entre Fabio y Minucio y del carácter volátil de este, y Aníbal estaba decidido a sacarle partido antes de que las primeras lluvias otoñales embarrasen los campos y dificultasen las maniobras. —No deja de sorprender la capacidad de esos romanos para poner al mando de sus ejércitos a sus nobles más inestables —dijo Balkar en tono reflexivo. —Tanto mejor para nosotros —respondió Garokan con la lengua floja antes de vaciar otra copa de vino. —Sí, por supuesto, pero me sorprende. Y cuando encuentran a uno que no embiste cada vez que ve movimiento delante le quitan del puesto. —Técnicamente no le han quitado —matizó Hanno—, pero sí, es de imaginar que están nerviosos de vernos pasearnos por su país impunemente. Balkar guardó silencio. Se preguntaba si Turibas, desde el reino de los muertos, o algún otro de los cientos que ya habían caído considerarían que el paseo había sido tan impune, pero no dijo nada. Hanno bostezó y vació su copa de un trago antes de ponerse de pie. —Ya va siendo hora de irme. Recordad lo que os he dicho, se avecina acción, así que estad preparados y mantened las armas afiladas. —Siempre dispuestos para la… ¡Hic!… Guerra —dijo Garokan entre hipidos
mientras se rellenaba la copa y le derramaba parte del vino por encima a Bedule, que roncaba en el suelo borracho como una cuba. —E intentad no bebed demasiado… —dijo Hanno sin mucha confianza.
Al día siguiente, sin vestir su capa púrpura de general, Aníbal partió con unos pocos jinetes escogidos, entre ellos su hermano Magón, Asdrúbal y Maharbal. Pasado el mediodía estaban de vuelta y convocaron a los oficiales para darles instrucciones. Al anochecer se dio orden al ejército al completo de permanecer en alerta y prepararse para el combate.
Terminaron de acomodar a Fonteyo en una tienda con las del resto de la centuria en cuanto el nuevo campamento estuvo instalado. Manlio estaba contento de haber podido sacar a su camarada de aquel pabellón lleno de muerte, pero estaba aún más contento de que sus hombres hubieran ido a parar al ejército de Quinto Fabio Máximo. Este se había llevado a la II y IV legiones, así como a la mitad de los aliados y sus contingentes de extraordinarii. No es que pensara que iban a estar más inactivos, Fabio Máximo exigía a sus hombres un estricto programa de instrucción constante y no permitía la molicie ni el ocio excesivo entre sus tropas, pero Manlio había desarrollado un sano y duramente adquirido respeto por los cartagineses y le aliviaba saber que su general lo compartía, lo sentía por sus camaradas en el ejército de Minucio, pero había un viejo proverbio militar que rezaba «mejor tú que yo», y el pragmatismo egoísta del soldado se impuso en la mente del centurión. Él se preocupaba por sus hombres y por sí mismo, más allá de eso, era problema de otros y estaba agradecido de que así fuera. Nada más tocar diana, pasar revista a su turma y desayunar, Lucio Lupo fue a revisar su caballo. Inconscientemente se llevó la mano a la cara y en el último momento recordó que no debía rascarse la herida. Un compañero le había quitado los puntos la noche anterior, el corte se había cerrado ya y quedaba la costra, había estado examinando su reflejo sobre la hoja de la espada y debió de itir que para ser el trabajo de una aprendiz de herrera, no estaba mal. Lupo no era una persona vanidosa, pero tampoco quería parecerse a uno de esos centuriones veteranos que tenían la cara como si algo se la hubiera masticado. Estuvo pensando en Helvia un rato y en la combinación de su rostro tan bello y,
sin embargo, unas espaldas y brazos tan fuertes o más que los suyos. Una mujer extraña, se habían despedido cuando el ejército fue a adentrarse en Apulia y ella, con otros civiles, se dirigió a Capua donde, según le había dicho, vivía un tío suyo. Se preguntó si volvería a verla, pero se dijo que era altamente improbable. Sumido en esos pensamientos llegó al cercado de los caballos entre las dos filas de tiendas. Impasible estaba, fiel a su nombre, tranquilamente pastando la última hierba del rectángulo que ocupaban los caballos. Pronto habría que darles heno y avena o sacarlos a pastar, con los riesgos que eso conllevaba. El caballo le reconoció y se acercó. Lupo le rascó entre los ojos justo sobre el lucero blanco que tenía entre ellos. Era un caballo de buena alzada, joven aún y de color castaño claro con las patas blancas, además de la mancha de la frente. Escuchó agitación en el terraplén y se volvió a mirar. Impasible le dio con el hocico, reclamándole que continuase con el rascado, pero entonces escuchó el toque llamando a las armas. Le dio un par de palmadas en el cuello y echó a correr a por su equipo a su tienda. El caballo le miró irse y volvió a su mata de hierbas.
A una milla del campamento romano, entre este y la ciudad de Gerontio, había una elevación a la que se llegaba tras ascender una suave pendiente; en un principio, tanto Minucio como Fabio la habían considerado para establecer el campamento, pero su proximidad a la ciudad habría complicado enormemente el abastecimiento al agua. Demasiado expuesto, dictaminaron, y se establecieron en la colina que ahora ocupaba el campamento de Minucio. La luz del amanecer revelaba que los cartagineses habían decidido ocuparlo cuando se observó a un contingente de caballería númida y de infantes ligeros, honderos al parecer, en lo alto de la altiplanicie. Esto les daba observación directa sobre el campamento romano y resultaba una demasiado incómoda proximidad. Resuelto a no concederle nada a Aníbal, al que Minucio pretendía dejar lo más recluido posible en su ciudad-campamento, ordenó a la caballería y a la infantería ligera que desalojasen a los cartagineses de la colina y, por si acaso, colocó a la infantería pesada en situación de alerta.
El ejército de Minucio, contando los contingentes aliados, sumaba unos dos mil cuatrocientos jinetes, la mitad de ellos, entre los que se encontraba Lucio Lupo, se desplegaron al pie de la colina mientras los velites avanzaban, dispuestos a
apoyarlos una vez que hicieran o. Al acercarse a unos cien pasos, casi el triple del alcance efectivo de las jabalinas, los infantes ligeros púnicos, honderos en su mayoría, comenzaron a disparar y a abrir tremendos claros en la formación de infantes ligeros. Hasta el pie de la amplia y suave colina, donde se encontraba Lupo con sus hombres, llegó el inquietante sonido del chasquido de las hondas. Los velites que sabían que estaban indefensos si se quedaban donde estaban echaron a correr colina arriba y cargaron contra los honderos a pesar de las bajas, eran muy superiores en número y llegaron en suficiente cantidad, lanzaron sus jabalinas y mataron a bastantes de los baleares que se retiraron cubiertos por los númidas. Estos eran enemigos temibles, pero al menos ante ellos los pequeños escudos de los velites ofrecían alguna protección, mientras que contra los proyectiles de los honderos resultaban totalmente inútiles. Comenzó un intercambio de proyectiles entre ambas formaciones, pero los cartagineses comenzaron a mandar refuerzos y los infantes ligeros romanos corrían el riesgo de ser sobrepasados. Un toque de corneta indicó a Lucio Lupo que llegaba el momento de entrar en danza. Se aseguró de que llevaba el casco bien atado y espoleó a Impasible, que echó a trotar monte arriba juntos a otros mil doscientos jinetes con sus monturas. Los númidas, al verse venir la formación romana, recularon dando un respiro a los velites y permitiendo que los jinetes romanos alcanzaran la cumbre sin combatir y al trote. Una vez arriba, esta se extendía durante casi una milla descendiendo suavemente hacia Gerontio, una extensión de hierba con manchas de arbustos aquí y allá. Al llegar a lo alto Lupo comprendió por qué les habían dejado llegar con tanta facilidad, varias formaciones de caballería, hispana por su aspecto, se estaban desplegando en el otro lado de la meseta y el decurión pudo ver cómo más y muy nutridas formaciones de caballería salían de Gerontio y se encaminaba hacia la loma. Lucio vio cómo el tribuno al mando de la caballería hablaba con uno de los jinetes a su lado, este tiraba de las riendas haciendo girar a su caballo y salía al galope colina abajo. —Espero que vaya a pedir refuerzos, porque nos van a hacer falta —dijo otro de los jinetes de la turma, Cayo Clamio, un tipo bajito y muy moreno, muy buen jinete. Lupo no pudo menos que asentir. Miró a su alrededor observando el terreno, su turma ocupaba el extremo izquierdo de la formación. El terreno frente a él era razonablemente llano, tan solo unos arbustos desperdigados, terreno perfecto
para la caballería. A su izquierda era distinto, los arbustos se espesaban y se veían algunas rocas, se fijó un poco más y lo que vio no le gustó, si las cosas venían mal dadas no podrían retirarse por allí, pero al menos tampoco podían rodearlos. Por un momento creyó percibir un movimiento, pero el toque de atención le hizo olvidarlo. —Sería un conejo —murmuró, y pronto se concentró en la batalla. La caballería romana salía al encuentro de los hispanos.
Balkar se quedó totalmente inmóvil, por un momento pensó que ese jinete romano le había visto a pesar de estar tumbado bien metido entre los arbustos. Retrocedió lentamente y volvió a meterse en la quebrada que los dichosos matojos ocultaban. El día anterior, Aníbal, cuando inspeccionaba el terreno entre los arbustos, casi se despeña por ella con caballo y todo. Pasado el susto inicial examinó la zona cuidadosamente, la colina entera estaba rodeada por ese lado por una serie de quebradas, surcos y cuevas, producto de la erosión, algunos de ellos muy profundas pero estrechas y los arbustos y arbolillos las hacían casi invisibles desde el llano, especialmente si algo distraía la atención del observador, algo como, por ejemplo, unos cuantos cientos de jinetes númidas y honderos baleares. Así que durante la noche, mientras los jinetes africanos y los baleares ocupaban el altiplano, Magón con quinientos jinetes escogidos y cinco mil hispanos se internó en las quebradas. Balkar y los suyos se habían pasado la noche arrastrándose entre las piedras hasta colocarse en posición. Comparado con eso, el camino hacia la cañada de Trebia había sido un paseo por el campo pese al barro semicongelado y la nieve, pero allí estaban, aguardando a la señal de ataque.
Lupo dio un ávido trago a la calabaza de agua que le pasó Clamio. Habían cargado ya dos veces contra los hispanos, dos choques breves y violentos y ambas veces los hispanos se habían retirado tras unos pocos golpes. A Lucio Lupo le habían advertido de la agresividad de los jinetes celtas e iberos, pero estos estaban siendo más bien cautos. Ambos grupos se habían causado bajas, pero nada serio por ahora. Dio otro trago y le devolvió la calabaza a Clamio que se la colgó del cinto. La
totalidad de la caballería de Minucio estaba ya en lo alto de la loma reagrupándose ahora tras los velites para rehacer las filas antes de cargar de nuevo. Los infantes ligeros huyeron otra vez tras la caballería cuando una formación de jinetes se unió a los hispanos. Lupo observó con preocupación que ya les superaban en número y tragó saliva. El tribuno destacó otro jinete hacia el campamento. Estaba claro que la caballería y la infantería ligera por sí solos no iban a mantener esa colina.
El terraplén del campamento de Fabio estaba lleno de oficiales y soldados, Manlio entre ellos, observando la escaramuza de las caballerías e infantes ligeros. Algunos legionarios vitoreaban cuando veían cargar a sus camaradas o retirarse a los cartagineses. El centurión observó al propio Fabio que miraba muy serio sin decir nada. Cuando vio subir un tercer destacamento de caballería de refuerzo y a un cuarto prepararse se giró hacia uno de los tribunos que le acompañaban y le ordenó algo. El tribunó bajó corriendo el terraplén y a los pocos instantes se oyó el toque de corneta que llamaba a la caballería a las armas. Cneo Manlio se giró hacia Septimio que vitoreaba como el que más. Le dio un golpe en el brazo para llamar su atención. —Deja de chillar, que no estás en las carreras del caballo de octubre. —Señor… —murmuró el optio avergonzado, pero aún con una sonrisilla. —Busca a los hombres y diles que estén preparados para salir a la primera orden. —¿A todo el manípulo? —A todos los extraordinarii. Al optio se le borró la sonrisa de golpe y partió a cumplir la orden. Manlio volvió a mirar a Quinto Fabio Máximo, que tenía un ceño que habría parado el golpe de un martillo, y si el dictador se preocupaba, el centurión se preocupaba.
Asdrúbal observaba el combate de las caballerías desde el extremo púnico del cerro. Era una escaramuza que podría ganar fácilmente lanzando a su caballería
en bloque y barriendo a los romanos, muy inferiores en número, de lo alto de la colina, pero recordó las palabras de Aníbal la noche anterior. —Se trata de ir atrayéndolos poco a poco —había dicho el general— como si estuviéramos pescando. Despacio, si no tenemos suficientes hombres arriba nos desalojarán y luego será difícil y sangriento retomar la altura. Si los echamos demasiado pronto puede que renuncien a volver. Se trata de ir alimentando el combate, suministrando reservas poco a poco hasta que Minucio muerda el anzuelo del todo y podamos tirar de él colina arriba. Una vez que saque la infantería del campamento mandaremos a los libios y, si va a por ellos, y me juego el ojo que me queda a que irá, es que ha mordido el anzuelo. Una vez que esté arriba trabado con los hoplitas sacaremos a los celtas e hispanos para atacar su flanco derecho y Magón caerá sobre ellos desde su flanco izquierdo donde estará emboscado. Pero todo depende de ti, Asdrúbal, ¿eres buen pescador? —Ni siquiera me gusta el pescado —respondió el púnico, sonriente—, le cogí asco de oler las factorías de garum de Qart Hadast. Se habían reído todos a carcajadas, pues a casi todos les encantaba esa salsa de pescado, y habían brindado por el éxito del combate. Rio también ahora al acordarse. En la zona media de la colina la caballería romana apoyada de cerca por los velites aguantaban aunque a duras penas. Había que tirar un poco del sedal. Se giró a un ordenanza. —Manda al resto de los celtas, que les hagan retroceder un poco más. El ordenanza salió al galope y un minuto después la formación de jinetes galos partió colina arriba. Quizá debería buscarse una caña de pescar. Se dijo.
Lupo maldijo cuando falló el golpe. El jinete ibero desvió la punta de su lanza con el escudo y se le echó encima, trató de girarse para interponer su escudo, pero sabía que no llegaría a tiempo, el hispano ya tenía el brazo levantado para golpearle cuando una jabalina le impactó en la axila y cayó del caballo gritando de dolor. Lupo se giró e iba a decir algo para agradecerle al velite que le había salvado la vida, pero un hispano a caballo llegó por detrás y lo decapitó con una de esas temibles espadas curvas que usaban. El decurión, enfurecido, tiró de las
riendas, Impasible giró sobre sus patas de atrás alzándose ligeramente de manos, Lupo sostenía su lanza en alto y golpeó desde arriba, al posarse de nuevo su caballo el golpe le cayó algo bajo pero con más fuerza, atravesando el muslo del hispano y clavándose profundamente en el costado del caballo. Cayeron montura y jinete cosidos el uno al otro y arrancándole la lanza de las manos. Espoleó para alejarse de la zona y ganar espacio, sabedor de que quedarse quieto equivalía a ser un blanco fácil y sacó la espada. Los cartagineses seguían trayendo refuerzos a la refriega y los iban empujando poco a poco. Unos pasos más atrás los jinetes romanos e itálicos trataban de reagruparse para cargar de nuevo, al llegar a ellos miró colina abajo y vio las legiones formadas y viniendo colina arriba. Agarró su espada con fuerza y se ajustó mejor el casco. Un esfuerzo más y podrían dejar que la infantería se encargase de esa maldita colina.
Los peores temores de Cneo Manlio se confirmaron cuando comenzó a ver a las tropas cartaginesas salir de Gerontio por una de sus puertas, concretamente una que quedaba justo detrás de la colina donde se libraba el combate y era invisible desde el campamento de Minucio, aunque sí podía verse desde el de Fabio. Las legiones del magister equitum ya estaban formadas y ascendiendo hacia la colina, por lo que un mensaje de aviso sería inútil. Quinto Fabio Máximo debía de estar pensando lo mismo porque inmediatamente sonó el toque de formar en orden de batalla. El centurión se unió a sus hombres, que ya estaban listos, y salieron a paso ligero del campamento para formar en el ala del ejército de Fabio. Ojalá llegaran a tiempo, se dijo Manlio, pero iba a ser difícil.
Con las legiones I y III más sus contingentes itálicos subiendo en formación y a paso ligero hacia la colina, la caballería de Minucio cargó una vez más para ganar el espacio necesario para que la infantería se desplegara. Quizá porque vieran la que se les venía encima al ver a las legiones coronar la colina, la caballería cartaginesa volvió grupas y huyó. La caballería romana, viendo la oportunidad de la revancha cargó tras ellos. Lupo espoleó a Impasible sin piedad decidido a cobrarse con alguno de esos púnicos el mal rato que le habían hecho pasar, ya casi había llegado al otro extremo del altiplano cuando los soldados a los que perseguía se desviaron hacia su izquierda, un instante después, a través del claro que se abrió entre la polvareda levantada por los jinetes, Lupo vio cómo avanzaba una densa falange que había estado oculta a su vista y a la de
cualquiera del ejército de Minucio. Nada más ver la compacta e infranqueable línea de escudos y lanzas, Lupo tiró de las riendas con todas sus fuerzas. Impasible clavó las patas y estuvo a punto de caer, frenando a apenas unos pasos de las puntas de las lanzas. Algunos jinetes no pudieron frenar a tiempo, sus caballos fueron alanceados y ellos rematados cuando rodaron por el suelo. El decurión hizo girar a su caballo y reanudó el galope en dirección diametralmente opuesta. A unos pasos por delante pudo ver a Clamio, volando sobre su corcel y con su calabaza de agua rebotándole en la espalda. Habría sido cómico en cualquier otra circunstancia, pero no estaba la situación para risas. Los velites supervivientes, al ver a su caballería volver grupas y caer sobre ellos, fueron presa del pánico y echaron a correr hacia la línea de las legiones que avanzaban ya por la meseta sobre la colina aún en formación abierta. Hacer pasar una línea de combatientes entre los huecos de la línea posterior, para así reagruparse mientras la nueva fuerza combatía, era algo que los legionarios romanos entrenaban hasta que eran capaces de hacerlo en sueños, no hubiera debido suponer mayor complicación que la infantería ligera se replegara entre los huecos de los hastati que componían el frente de batalla romano, pero estos venían algo desordenados por el paso ligero al que habían subido, y la infantería ligera venía mezclada con la caballería de todo el ejército, todos en un estado muy cercano al pánico, y fue el caos. Todo el frente de la formación romana se deshizo en una caótica mezcla de infantería ligera, pesada y jinetes. Para cuando los velites y la caballería se hubieron quitado de en medio y los hastati intentaban rehacer la formación bajo los gritos enfurecidos de los centuriones, los lanceros libios les cayeron encima y comenzaron a masacrarlos sin piedad. El flanco derecho romano, que se había librado parcialmente del caos, se topó, al coronar la colina, con el resto de la infantería púnica, unos veinte mil hombres, celtas en su mayoría, que cargaron contra ellos.
La segunda línea de las legiones, los príncipes, mantenía el orden, Minucio, iracundo por el desastre de los hastati, ordenó que tocasen retirada de la primera línea y que los príncipes tomasen el relevo. Iba a ser más duro de lo que esperaban, pero aún no se había perdido nada, para algo desplegaban en tres
líneas. En el momento que los desordenados hastati comenzaron a retirarse tratando de romper el o con los hoplitas y de refugiarse tras sus camaradas para rehacer las filas, los arbustos que bordeaban la colina a lo largo del flanco izquierdo romano parecieron cobrar vida cuando los cinco mil hispanos comandados por Magón se levantaron con un grito de guerra y cargaron por el flanco. Y, ahora sí, reinó el caos.
El príncipe trataba de defenderse de los golpes de Balkar cuando Bedule le clavó la lanza en los riñones, justo por debajo de la placa de bronce que le cubría la espalda, cayó de rodillas con un grito de agonía que terminó abruptamente cuando Balkar le clavó la lanza en la boca. Dejaron al muerto en el suelo y cada uno se volvió a por otro enemigo. No bien había desclavado la lanza de la espalda del caído cuando otro romano se le vino encima. Bedule lanzó un golpe lateral y raso con la lanza, que impactó en la rodilla del romano y lo tiró sobre esta. Dejó caer el escudo al tropezar y quedó a merced del ibero, que le atravesó el estómago de un lanzazo. Les habían cogido por sorpresa en un momento ya complicado de por sí. La brutalidad de la carga mató en cuestión de segundos a decenas de legionarios cogidos completamente desprevenidos, y la presión de los hispanos por un flanco y de los hoplitas por el frente fue demasiado. La formación romana se derrumbó como un castillo de naipes y cundió el pánico. Korbis, con el pie apoyado en el pecho del centurión al que acababa de matar, tironeaba de la lanza para desengancharla de los eslabones de la cota de malla del caído, miró a su alrededor una vez la hubo liberado y se encontró casi solo. Sus camaradas corrían colina abajo tras la estampida de la formación romana, cazándolos como a conejos y dejando a sus espaldas un reguero de muertos y mutilados. El ibero maldijo su suerte, pues el muslo herido en Trasimeno aún se le resentía y la noche agazapado entre las rocas le había dejado dolorido. —Excelente, otra carrera…
Buntalos desclavó la espada del triarii al que acababa de apuñalar, levantó la vista y entonces lo vio. —Mierda… Mierda-mierda-mierda… ¡¡¡Alto!!! ¡¡¡Parad, parad, idiotas!!! — gritaba a sus hombres que, ebrios de sangre, masacraban a los fugitivos. El jefe celtíbero al levantar la vista, gracias a que la suave pendiente descendente le daba una cierta perspectiva, pudo ver al segundo ejército romano que avanza hacia ellos en formación de batalla. Comenzó a frenar a sus hombres y a agruparlos. En el flanco, los hombres a caballo de Magón también habían visto el avance del ejército del dictador y este los hacía retroceder colina arriba, dispuestos a no perder la ventaja que daba la posición elevada. Buntalos ordenó a sus hombres que se replegaran colina arriba y él mismo, con algunos de su confianza, comenzó a detener a los grupos dispersos de hispanos lanzados a la caza de fugitivos y a mandarlos de vuelta a la cresta. Vio que los lanceros se habían detenido y formado en lo alto, y que la persecución de los galos también cesaba apenas cuando iba a empezar. Mandó a otro grupo de guerreros colina arriba y miró hacia atrás al ejército que avanzaba hacia ellos, algunos jinetes, sin duda oficiales, se habían adelantado y detenían a los fugitivos y los agrupaban una vez más, incorporándolos a los flancos de la formación romana. «La victoria total no estaba allí todavía», se dijo el celtíbero. La batalla comenzaba de nuevo. Marco Minucio refrenó su caballo, a su alrededor, guiados por tribunos y centuriones del ejército de Fabio, sus hombres recuperaban la compostura e iban formando los flancos del ejército del dictador y poco a poco se iba reiniciando el avance. Minucio se giró hacia Equitio. —Tribuno, vaya al flanco y reorganice a la caballería —ordenó—, yo tengo que ir a saldar una deuda. Equitio partió hacia el flanco de la formación sin soltar palabra, aún seguía pálido después del pánico causado por el ataque por el flanco y la huida que siguió. Marco Minucio se irguió sobre su caballo y cruzó al paso entre la formación que avanzaba; en el centro de la línea a retaguardia cabalgaba Quinto Fabio Máximo, rodeado de un grupo de oficiales y de sus lictores de escolta. Cuando llegó hasta el grupo del dictador se detuvo. Minucio se quitó el yelmo y, haciendo un visible esfuerzo por mantener la cabeza alta y que no le temblase la voz, comenzó:
—Dictador, creo que os deb… —Magister equitum —interrumpió Fabio Máximo con su habitual tono serio y formal—. Por favor, tenga usted la bondad de ocupar su puesto al frente de la caballería. El día de hoy no ha terminado aún. Minucio miró al dictador y buscó algún rastro de burla o satisfacción, pero solo encontró el habitual rostro pétreo del viejo patricio, así que sin decir palabra se caló el yelmo y se dirigió al trote hacia el flanco del ejército. Cuando llegó allí el solícito Equitio se le acercó. —¿Puedo saber qué le ha dicho ese anciano senil, señor? —preguntó el tribuno. —Cállese la boca, Equitio, y póngase de una puta vez al frente de sus hombres —le escupió el jefe de la caballería. El tribuno tragó saliva y picó espuelas.
Korbis estaba de un humor de perros, justo después de alcanzar a sus compañeros colina abajo habían visto a los romanos y le había tocado volver a subir. La pierna le dolía, pero la verdad es que se alegraba de poder esperar a los romanos en lo alto y dejarlos que se cansaran un poco más. Los hispanos que habían cargado con Magón estaban formando en el flanco de los lanceros que quedaron en el centro del ejército. Los romanos se iban acercando sin prisa pero sin pausa, a pesar de las numerosas bajas que les habían causado, al tener que interrumpir la persecución casi todas las tropas de Minucio Rufo habían conseguido escapar y se habían reagrupado en torno al ejército del dictador, así que podía decirse que todo comenzaba de nuevo. Aníbal se abrió paso a caballo entre sus hombres y se colocó en el centro de la primera línea. El terreno descendente estaba alfombrado con miles de muertos romanos, como lo estaba la colina a su espalda con los de la caballería de Minucio Rufo a la que habían diezmado. Su infantería apenas había combatido y estaban frescos, pero la caballería llevaba todo el día en movimiento. Observó el cielo y calculó que quedaría poco más de una hora para que oscureciera y el horizonte amenazaba lluvia. No, ya había sido bastante por hoy, se dijo. Les había vuelto a meter el miedo en el cuerpo a los romanos y con eso valdría por ahora.
El ejército púnico se retiró disciplinadamente a su bien fortificado campamento de invierno y dejó a los romanos que lamieran sus heridas y recogieran a sus muertos.
Los romanos se detuvieron al ver al ejército cartaginés retirarse y aceptaron dar el día por concluido. Cuando Fabio iba a dar la orden de replegarse vio que Marco Minucio se acercaba en solitario montado a caballo. Al llegar a su altura desmontó y se quitó el casco. Se acercó a pie a donde se encontraba el dictador, el ejército entero estaba expectante y no se oía el vuelo de una mosca. El magister equitum se acercó al dictador y clavó una rodilla en tierra. Todos los que lo vieron contuvieron una exclamación por ser un gesto totalmente desusado entre romanos, que presumían de no doblar la rodilla ante nadie. —Quinto Fabio Máximo, dictador nombrado por el Senado y el Pueblo de Roma, si no fuera por ti y por tus hombres hoy mi estupidez y mis ansias de gloria habrían costado la vida a aún más soldados insustituibles para la República. —Los más cercanos repetían en murmullos las palabras a los que estaban más alejados y todos se inclinaban para tratar de ver—. Aquí y ahora renuncio a la autoridad que se me dio, el poder es tuyo como no debió dejar de serlo en ningún momento y, como un hijo a su padre, te pido perdón, pero aceptaré cualquier castigo que decidas imponerme. El dictador le observó por unos momentos desde lo alto de su caballo. Después desmontó y, sin decir nada, ayudó a su segundo al mando a levantarse, tras lo cual lo abrazó. El ejército entero comenzó a vitorear y así terminó con una reconciliación un día que empezó con un desastre.
Al día siguiente las tropas de Minucio Rufo abandonaron el campamento original y se reunieron en el campamento de Fabio Máximo. El ejército romano, reunido de nuevo, aumentó algo la distancia con Gerontio tras este traslado, pero de inmediato se reanudaron las patrullas reforzadas de caballería e infantería ligera y el acoso constante a los grupos de forrajeo y patrulla cartaginesas, lo que ya algunos habían comenzado a llamar táctica fabiana. Los cartagineses, por su parte, ocuparon la colina del combate, colocaron una guarnición en lo alto y la unieron a su campamento mediante un foso con empalizada. El dictador observó
cómo iniciaban los trabajos y decidió que se la quedaran. Dejó atrás el ajetreo del campamento que se reorganizaba, entró en su tienda y se sentó tras su escritorio, tomó pluma y tintero y un pergamino y empezó a escribir…
Al Senado y al pueblo de Roma:
Escribo esto desde el campamento fortificado frente a Gerontio en el tercer día de las nonas de octubre del año del consulado de Cneo Servilio Gémino, Cayo Flaminio Nepote STTL y Marco Atilio Régulo (sufecto). Ayer Aníbal volvió a derrotarnos. Por suerte el desastre pudo ser contenido y al final del día, si tenemos en cuenta los anteriores éxitos del magister equitum Marco Minucio Rufo, se puede decir que la situación ha quedado en tablas. Como consecuencia de los recientes hechos, se ha decidido reunificar las tropas en un solo campamento con el mando supremo en manos del dictador. Se han tomado las medidas necesarias para pasar el invierno aquí, pues es evidente que los púnicos no van a moverse, por lo tanto, se ha ordenado reanudar la guerra que podríamos llamar de baja intensidad, con patrullaje constante en fuerza y acoso sin descanso a las fuerzas invasoras, pero evitando enfrentamientos a gran escala. Los hechos pasados y recientes, así como los resultados obtenidos, prueban que esta es la estrategia más eficiente contra este rival, algo en lo que tanto yo, el dictador, como mi magister equitum Marco Minucio Rufo estamos finalmente de acuerdo. Previsiblemente, salvo cambios inesperados, transcurrirá así el otoño y lo que queda de invierno. He decidido dedicar este periodo para continuar con el intensivo programa de entrenamiento de mis hombres y reforzar nuestras líneas de abastecimiento, además del acoso a los púnicos antes mencionados. Al terminar el invierno mi mandato llegará a su fin y espero que las elecciones consulares se celebren en tiempo y forma. Nada más lejos de mis deseos el alterar la voluntad del pueblo de Roma, pero me gustaría solicitar al Senado que tenga en cuenta, de cara a presentar candidatos, que llegar al presente status quo que nos beneficia ha costado mucha sangre. Hemos retomado la iniciativa y contamos con un ejército entrenado y veterano, sería un desastre el desperdiciar este capital militar. Ténganlo en cuenta los padres conscriptos en sus
deliberaciones. Firmado:
Llegado a este punto alzó la pluma, recordó su amarga derrota en el Senado la última vez que compareció ante él y las palabras del tribuno de la plebe Metilio, entonces sonrió ladinamente antes de escribir: «Quinto Fabio Máximo CUNCTATOR. Dictador».
Noviembre del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Apulia, sur de Italia
Lucio Lupo se cerró un poco más la paenula, la capa con capucha, con la que intentaba infructuosamente cubrirse de la gélida lluvia que llevaba todo el día calándoles. Se consoló pensando que al menos él no tenía los pies metidos en el barro hasta los tobillos como los infantes ligeros que les acompañaban. Cayo Clamio volvía con su caballo por el margen del camino donde el terreno era un poco más firme. Había hecho una pequeña descubierta, la zona era ligeramente boscosa, y eso, junto a la persistente lluvia, reducía la visibilidad notablemente. Su montura cabalgaba con la cabeza y las orejas gachas, el animal tampoco estaba disfrutando del clima. —¿Novedades? —preguntó Lupo, deseando fervientemente una negativa. El pequeño Clamio detuvo su caballo negro con grandes manchas blancas, que piafó y agitó la cabeza intentando librarse de algo del agua que le empapaba las crines. —Hay huellas frescas un poco más delante. Hombres y caballos, yo diría que unos cincuenta de cada. Asintió Lucio Lupo, su patrulla era la única en esa zona, así que había que asumir que eran enemigos. Retrocedió hacia donde marchaba la infantería, el centurión Ventidio se había quedado con su manípulo y los velites eran dirigidos
por uno de los suyos, algo más veterano, un tal Cayo Papio. —El explorador ha vuelto. Ha encontrado un rastro que se cruza con el nuestro un poco más adelante en el camino. Unos cien, mitad jinetes mitad infantes — informó Lucio—, sugiero que nos despleguemos en orden abierto y los sigamos manteniendo la distancia, a ver a dónde van y si podemos cazarlos. Cayo Papio asintió. Era mayor para ser un infante ligero, algo más de veinte años, pero probablemente no podía costearse el equipo de la infantería pesada y le tocaba seguir correteando con los velites, pero esa misma experiencia le hacía ser prudente, así que aceptó el consejo del jinete. Los infantes romanos, unos cien, se desplegaron en orden abierto y Lupo desplegó las dos turmae de caballería en los flancos, mandando a Clamio y a otro par de jinetes de avanzada.
Utices se encogió un poco dentro de su sagum y continuó esperando. Los habían visto por pura casualidad, pero uno de los jinetes que se había quedado rezagado había divisado a los romanos que avanzaban hacia ellos antes de que estos los vieran. Buntalos, ese celtíbero sonriente que los dirigía, había decidido emboscarlos, eran más que ellos, pero con la sorpresa de su lado podían vencerles, dijo. El contingente compuesto por jinetes e infantes celtíberos y unos veinte honderos baleares siguió camino hacia un casar cercano que era su objetivo inicial, pero los habitantes habían huido. «Tanto mejor», pensó Buntalos. Ordenó esconderse a los honderos en una espesura cercana y él se quedó con sus treinta guerreros entre las casas, con los treinta de los caballos bien visibles en los alrededores, desmontados y reparando, o fingiéndolo, los cobertizos de la pequeña granja como si se dispusieran a pasar allí la noche. Los otros veinte jinetes estaban convenientemente ocultos junto al lecho de un río que corría cerca. La idea era que, una vez que los romanos se decidieran a atacar, fueran sorprendidos por los honderos y los jinetes, especialmente por los primeros, que eran devastadores en la media y corta distancia, y con su ataque frenado, Buntalos caería sobre ellos con sus hombres. Era arriesgado, pero podía funcionar, además, era más que probable que los romanos ya estuvieran sobre su rastro, así que mejor dar el primer golpe.
Mientras repasaba el plan, Utices, el hondero, creyó ver movimiento cerca y se quedó totalmente inmóvil. Sopesó con la mano izquierda uno de los proyectiles de plomo con forma de dátil que llevaba en el zurrón y empezó a desenrollar lentamente la honda de esparto. El movimiento se fue concretando poco a poco, era un jinete. Iba envuelto en una capa con capucha, pero la lanza y el escudo que llevaba colgado a la espalda lo delataban como un romano. Utices miró entre los árboles tratando de no moverse y confirmó que venía solo. Un explorador. Se giró y miró a sus compañeros, dispersos entre los arbustos, y por signos les indicó que lo dejaran estar. Guardó el proyectil y la honda y sacó su espada corta y recta, por si se acercaba demasiado, pero dejándole hacer. El jinete ató su caballo negro y blanco a un árbol y dejó junto al mismo escudo y lanza, avanzando cauteloso entre los arbustos. Era bueno y a Utices le costaba observarlo, de no haber sido por el caballo seguramente no lo habría visto. El romano se acercó al borde de la espesura, miró hacia el casar y observó durante un rato, tras un par de minutos volvió sobre sus pasos, montó a caballo y se alejó en silencio. Utices y el resto de los honderos siguieron esperando sintiéndose completamente miserables bajo la lluvia, y deseó que los romanos no tardasen mucho más.
Cayo Clamio desató a su caballo, lo llevó de la brida una corta distancia y volvió con su destacamento donde se reunió con Lupo y Papio. —Algo no cuadra —dijo una vez desmontado y quitándose unas gotas de lluvia de la nariz. —¿Qué es lo que no cuadra? —preguntó el decurión. —Se están disponiendo a acampar en una granja cercana, son unos treinta jinetes y otros tantos infantes, hispanos todos. —¿Y cuál es el problema? —preguntó el veterano velite. —Que estoy seguro de que el grupo era más numeroso, al menos cien hombres, quizá más —dijo Clamio testarudo. —Puede que te equivocaras… —insistió Papio.
—Si Clamio dice que eran cien, es que eran cien, así que nos faltan cuarenta, y cuarenta pueden ser muchos —dijo Lupo seriamente mientras jugueteaba con una rama. Los tres estaban pensando en lo mismo, ¿por qué no nos damos la vuelta y aquí no ha pasado nada? Pero ninguno lo dijo y se impuso la profesionalidad. —Esto es lo que vamos a hacer… —El decurión se agachó sobre el barro y empezó a dibujar un croquis con la rama mientras los otros atendían seriamente.
Cayo Papio y sus casi cien velites se acercaron al casar agachados entre los arbustos a unos sesenta pasos. Los caballos estaban en un cercado de la granja vigilados por un par de hombres, Papio notó que seguían con las bridas y las mantas sobre las que se montaba aún puestas. En otras circunstancias quizá no se habría fijado, pero la insistencia de Clamio en que había gato encerrado le había puesto la mosca detrás de la oreja y empezó a pensar que el pequeño jinete podía tener razón. Los hispanos estaban dispersos, varios habían hecho una hoguera al refugio de lo que parecía un establo, otros estaban tranquilamente en el pórtico de la casa y en el interior de la cual se veía también algo de movimiento. Estaba todo tan tranquilo que ponía los pelos de punta. Pero tenía que hacer su parte. Agarró firmemente el escudo y las jabalinas con la mano izquierda, sopesó una en la derecha y, sin decir nada, echó a correr entre la lluvia hacia los celtíberos. Lupo, desplegado con la mitad de los jinetes un poco por detrás de los velites y a su derecha esperó su momento. La idea era que la infantería ligera disparase la trampa, fuera cual fuera esta y, antes de que cayera sobre ellos abortarla con la caballería. Para ello Lupo se había desplegado a la derecha con treinta de los soldados a caballo. Clamio con los otros treinta había hecho lo propio por el otro flanco. Se había quitado la paenula y notaba cómo el agua helada de la lluvia empezaba a colarse por el cogote, helándolo de frío. Apretó los dientes y esperó, los velites ya corrían hacia la granja.
Papio corría con pasos rápidos y no muy largos, tratando de no hundirse demasiado ni resbalarse en el fango al correr. Los hispanos, para haber sido pillados por sorpresa, reaccionaron con extraordinaria rapidez, cogieron sus escudos y les salieron al encuentro. Aun así, a unos treinta pasos lanzaron sus
jabalinas e hirieron a varios, comenzaron a retroceder tras un segundo lanzamiento y esperaron a que los celtíberos se les echaran encima para lanzar a quemarropa y correr otra vez. Tras los infantes hispanos se veía ya a los jinetes montando y de esos no podrían escapar si no lo hacían ya. A unos diez metros lanzaron contra los hispanos derribando a varios más, deberían quedar unos veinte, no demasiados, aun así, las órdenes eran claras, se dividieron en dos grupos y echaron a correr a izquierda y derecha.
El grupo de velites que se replegó hacia la derecha fue el perseguido por los jinetes. Si Lupo no intervenía, la carga los haría pedazos, así que sin necesidad de dar órdenes clavó los talones en las ijadas de Impasible, que saltó hacia delante, y sus hombres le siguieron al encuentro de los hispanos.
Cayo Clamio maldijo su suerte, ya se escuchaba el ruido del combate amortiguado por la lluvia, pero en su aproximación por el flanco se habían topado con una pequeña rambla imposible de cruzar a caballo y habían tenido que dar un rodeo, ya se acercaban desde un poco más hacia la izquierda de lo previsto, entre la espesura. Se detuvo para dejar que el resto se reagruparan y entonces, a unos cincuenta pasos más adelante, vio unas figuras que se alzaban, se despojaban de las capas con que se cubrían y echaban a correr en silencio hacia la refriega. —Cómo me jode tener razón… —gruñó. Miró a su alrededor y vio que veinte de sus hombres ya se habían alineado con él, tendrían que ser suficientes. Con una señal les indicó que le siguieran y puso su caballo al trote en pos de los recién aparecidos, temeroso de que se tropezase y se rompiera las patas o de que una rama baja lo derribara a él.
Cayo Papio corría por su vida, si la caballería no aparecía a tiempo, confiaba en llegar a la espesura y que, una vez allí, la mayor movilidad de los velites y su número equilibrase el enfrentamiento con los guerreros celtíberos. Le quedaban dos jabalinas, agarró una y se volvió hacia su derecha, justo en ese momento escuchó algo zumbar junto a su oreja y agachó la cabeza. Un soldado a su lado
fue derribado y quedó sentado en el barro, intentó tocarse la mandíbula, pero ya no tenía. La lengua le colgaba entre jirones de carne y sangre, intentó chillar, pero solo le salió un gorgoteo mientras miraba a Papio con los ojos desorbitados y se tocaba torpemente el amasijo de carne donde había estado su boca. Algo impactó en su escudo, lo agujereó y casi lo derriba. Se volvió de nuevo hacia el bosque y los vio, dos docenas de hombres con túnicas rayadas que acribillaban a sus hombres con sus hondas. Puesto en la tesitura decidió que los guerreros celtíberos eran una amenaza menor, lanzó la jabalina contra el más cercano, que la paró con el escudo. Iba a lanzar la segunda cuando notó que algo le agarraba del pie, el desgraciado al que le habían arrancado media cara le sujetaba con una mano, suplicándole ayuda. No podía hacer nada por él así que se desasió, lanzó su última jabalina al bulto hacia los guerreros que ya casi estaban encima de él, sacó su espada y fue contra ellos.
Utices preparó otro proyectil, pero si lanzaba ahora podía herir a los suyos, tampoco es que esos celtíberos le cayeran muy simpáticos, pero eran de su bando. Sujetó el proyectil de plomo en el seno de su honda buscando un objetivo. Habían derribado a una buena docena de esos romanos antes de que se dieran la vuelta y decidieran enfrentarse a Buntalos y sus hombres. Se preparó para disparar a un romano que remoloneaba sin entrar en el combate y sopesaba una jabalina, sin decidirse a lanzar o no. —Te voy a quitar yo a ti las dudas —dijo el balear sin dirigirse a nadie en concreto cuando escuchó ruido de cascos y ramas rotas a su espalda y se volvió. El jinete salió de detrás de un árbol cobrando velocidad a unos pocos pasos de donde estaba él. El hondero hizo girar su arma, pero al volverse se había desplazado más de la cuenta y se le enganchó en una rama. Maldijo, y levantó la vista justo a tiempo de ver la lanza que se dirigía hacia su costado, sintió un golpe y escuchó un chasquido. Ya estaba muerto antes de saber que lo que había oído era el sonido de sus costillas al romperse bajo la punta de la lanza.
Buntalos apoyó el escudo en el suelo y golpeó el asta de la jabalina con la espada, partiéndola. No tenía tiempo de pararse a desclavarla. Sus hombres y él se batían contra casi el doble, esos romanos llevaban solo equipo ligero y eran
poco más que unos chavales, pero eran muchos, así que se aplicó a su trabajo con la máxima concentración. Dos de ellos vinieron a por él, uno por cada lado, sin darles oportunidad de hacer nada, saltó sobre uno de ellos lanzando un tajo, falló, pero le hizo retroceder e inmediatamente se volvió contra su compañero, apartó su escudo con un golpe brutal del suyo, que hizo girar al romano, y le clavó la espada en la espalda. Tiró para desclavar y se volvió hacia el otro que no se desmoralizó con la muerte de su compañero y le acometió con el escudo por delante, ambos escudos chocaron y entonces el velite, rápido como una comadreja, se deslizó hacia abajo y le tiró una cuchillada a los tobillos. Buntalos tuvo que saltar hacia atrás para esquivarlo, había sido un buen golpe, pero le había dejado muy expuesto, se dispuso a acabar con él cuando sintió un golpe en la espalda. Concentrado en la pequeña comadreja otro de los infantes le golpeó en la espalda de filos. El disco de bronce que llevaba paró lo peor del impacto, pero, al deslizarse, le hizo un corte profundo en el costado, sobre las costillas. Con un rugido de furia y de dolor se dio la vuelta, golpeó y le dio en el cuello a su atacante, el filo de su espada se hundió hasta topar con una vértebra. Arrancó el arma y dejó a su rival caer al suelo sangrando a borbotones. Se volvió rápidamente justo a tiempo de parar con el escudo un par de estocadas rápidas que le lanzaba Comadreja, al que venían a auxiliar dos de sus compañeros. Buntalos alzó su escudo para cubrirse y retrocedió con sus hombres. Formaron un círculo, quedaban unos quince, pudo ver que habían hecho una carnicería entre los infantes romanos, pero quedaban bastantes y del bosque a sus espaldas salían más caballería romana. «Adiós a los honderos», pensó.
Clamio casi tuvo que desmontar para desclavar la lanza. Le había entrado al hondero por una axila y salido por el costado opuesto, se sorprendió de que no se hubiera partido. Cuando por fin consiguió liberarla se pasó la mano por la cara para intentar quitarse el agua de lluvia y miró a su alrededor para hacerse un cuadro de la situación. Sus hombres terminaban de despejar el bosque de honderos e iban saliendo. Estos habían hecho un buen destrozo entre la infantería ligera, pero ya no eran un problema. Los hispanos restantes habían formado un círculo y eran acosados por los velites, pero estos lo iban a tener difícil para romper su formación.
Lucio Lupo casi cae del caballo cuando el hispano alzó su escudo y paró el golpe de su lanza. Esta se deslizó con un chirrido sobre la madera del mismo. Trató de golpearle con el asta cuando pasó de largo, pero falló. Galopó para alejarse del combate, girar y cargar de nuevo. Su primera carga no había sido todo lo efectiva que podría haber sido al tener que rodear a sus propios hombres, pero consiguieron que los hispanos se desviaran, estos se trabaron con los romanos para evitar los proyectiles de la infantería ligera que derribaba sin piedad a cualquiera que se aislara un poco. «Sería cuestión de ir agotándolos hasta cazarlos a todos», pensó Lupo. Fue entonces cuando vio a un nuevo grupo de jinetes que salía de la rivera del río y cargaba contra los velites que no tenían espacio para correr o disparar, ni posible auxilio de los hombres de Lupo, que bastante tenían ya. Resignado, este bajó su lanza y cargó contra el hispano más cercano que vio y que intercambiaba golpes con uno de sus hombres, le clavó la lanza en la espalda, la perdió al caer su enemigo y sacó su espada. Ya no había táctica, todo había degenerado en una sangrienta melé y cada hombre debía pelear por su vida mientras la lluvia arreciaba y los iba calando a todos por igual.
Cayo Papio se mantuvo a una distancia prudencial del círculo de guerreros celtíberos, los seguían superando en número, pero ya no era tanta la ventaja y sus posibilidades de romper su formación eran escasas. Estaban en un punto muerto. Los jinetes que habían acabado con los honderos acosaban a los hispanos por el lado opuesto, pero estos se defendían como lobos. Si les hubieran quedado jabalinas podrían haberles hecho más daño, pero las habían agotado. Sin romper su formación, los hispanos comenzaron a moverse lentamente hacia el bosque donde tratarían de deshacerse de la caballería que no podía galopar entre la espesura y tratarían de huir. Que estuviera tan claro hizo que el romano se sintiera más frustrado aún, porque no sabía cómo evitarlo. Miró a los ojos al que parecía su jefe, había estado a punto de cogerlo, pero el otro había sido demasiado rápido y demasiado brutal. Mala suerte…
«Lo iban a conseguir», se dijo Buntalos; los árboles estaban a tan solo unos pasos, y una vez dentro estarían más o menos a salvo de la caballería y entonces que esos romanitos a pie viniesen a por ellos si querían. Miró a Comadreja, que
no le quitaba los ojos de encima, ese había estado a punto de cazarle, un tipo listo. El jefe celtíbero le guiñó un ojo y le saludó con la cabeza. Más suerte la próxima vez, quería decirle, aunque el romano le siguió mirando con el ceño fruncido y el agua resbalándole por la cara y empapándole la piel de lobo que llevaba sobre el yelmo.
En el otro lado del descampado la batalla había concluido. La turma de caballería, al coste de algo más de un tercio de sus hombres, había derrotado a los jinetes celtíberos. Los que habían surgido de la rivera del río tras masacrar a la mayoría de los velites, de los que apenas quedaban una docena indemnes, se habían dado a la fuga. Miró al otro lado justo a tiempo de ver a Clamio picar espuelas y adentrarse en el bosque seguido de algunos de sus hombres. —¿Pero qué hace? Lupo aguijoneó una vez más al agotado Impasible y cruzó el barrizal hacia el otro extremo seguido de los hombres que le quedaban.
Unos segundos antes el grupo de celtíberos había llegado por fin a la linde del bosque. Los agotados velites daban por bueno el resultado y les dejaban alejarse mientras los jinetes les tiraban algún lanzazo con la esperanza de que rompieran la formación y caer sobre ellos, pero eran perros viejos y mantuvieron la sangre fría. Justo en la linde del bosque, donde yacían los cadáveres de algunos de los caídos por los proyectiles de los honderos, su líder se agachó tras su escudo. Clamio había notado que iba herido, así que quizá hubiera caído. Se acercó un poco más, casi a la distancia de una lanza dispuesto a rematarle o atacar a cualquiera de sus camaradas que intentase socorrerlo. Descubrió demasiado tarde que el celtíbero tenía fuerzas de sobra y que se había agachado a recoger una jabalina del velite caído. Este se incorporó y lanzó con saña, entonces Clamio, rápido de reflejos como siempre, se dejó caer sobre la grupa de su caballo y la lanza pasó rozándole impactando en el jinete que le seguía, que atravesó casi sin esfuerzo la cota de malla y penetró profundamente en su pecho. Aprovechando la confusión, los celtíberos saltaron entre la espesura y se perdieron entre los arbustos. El romano herido intentó hablar, pero comenzó a salirle sangre por la nariz y la
boca, agarró el asta de la jabalina con manos torpes y cayó en el barro con una salpicadura. Con un rugido de ira y olvidando toda consideración táctica, Clamio y sus hombres clavaron espuelas y se internaron en la espesura tras los celtíberos supervivientes.
Buntalos trataba de correr lo más rápido que podía entre las zarzas, pero el agotamiento y la sangre perdida le habían debilitado más de lo que pensaba. Se habían internado unos cincuenta pasos en el bosque cuando oyó ruido a su espalda, parece ser que los jinetes romanos habían decidido seguirlos. Peor para ellos. Dio un silbido y sus hombres se detuvieron y entendieron, cubriéndose tras los troncos de los árboles o grupos de arbustos aguardaron. El que parecía el líder, al que casi había matado hacía unos momentos con la jabalina, venía el primero. Buntalos dejó pasar la lanza, se agachó bajo su escudo y golpeó con su espada las patas del caballo, casi cercenando una de ellas. La bestia hincó la cabeza en el suelo con un relincho, su jinete salió volando por el aire y cayó en un zarzal. Justo detrás venía otro soldado a caballo. Buntalos saltó al otro lado del tronco del árbol, el jinete refrenó a su montura y trató de golpearle con la lanza, pero en la espesura de ramas bajas no era un lugar para mover un arma tan larga, el celtíbero dejó caer su escudo y con esa mano agarró la lanza y tiró. El romano no esperaba eso y cayó de costado a los pies de su rival que, sin titubear, le clavó la espada en la cara justo sobre el puente de la nariz, matándolo en el acto. El otro romano se agitaba entre las zarzas, pero la espada se habría quedado trabada. Buntalos le puso un pie en la frente al muerto y tiró de nuevo, salió la hoja con un sonido de succión mezclado con un chirrido al rascar el cráneo. Cogió de nuevo su escudo y miró alrededor. Sus hombres habían abatido a un par más de los jinetes adelantados y el resto se habían frenado tratando de mantenerse agrupados, a lo lejos se oían más jinetes, así que el jefe celtíbero llamó a sus hombres con un nuevo silbido, el costado le dolía muchísimo y notaba que iba perdiendo fuerzas, por lo que tocaba salir de ahí. Entre las zarzas se oían los gemidos del primer romano que había derribado. —Espero que te hayas roto el cuello, por idiota —le dijo al pasar y se perdió entre la lluvia y la espesura.
A pie, y espada en mano, Lucio Lupo guio a sus hombres entre los árboles. Encontró el cuerpo de uno de los jinetes con la cara destrozada y, tendido en el suelo a un par de metros, el caballo de Clamio con los huesos de una pata asomando por la herida. El pobre animal trataba de levantarse. Lucio envainó la espada y con la lanza del muerto puso fin a la miseria del animal. —Descansa en paz… —dijo con tono triste. La muerte de esas nobles bestias siempre le apenaba más que las de los hombres. Al menos ellos iban a la guerra porque querían, bueno, más o menos… —Lucio, ¿eres tú? —salió un susurro de las zarzas cercanas. Miró entre el macizo de aulagas y vio a Clamio dentro, cubierto de cortes pero en razonable estado de salud. Suspiró y ayudó a su camarada a salir de ahí.
Metieron a los heridos en los edificios de la granja, doce velites y ocho jinetes. De los velites heridos dudaba que la mitad siguieran vivos al día siguiente. Los celtíberos eran gente eficiente. Otros cuarenta y ocho de los infantes ligeros habían muerto, cuarenta y siete, se corrigió. Cuando fueron a apilar con el resto de cuerpos al que le habían arrancado media cara con la honda comprobaron que parpadeada y, al verse observado, alzó las manos pidiendo ayuda. Papio lo había atravesado con su espada, no debía de tener ni dieciocho años. De sus jinetes, aparte de los ocho heridos, doce habían muerto, cuatro de ellos en la estúpida carga en el bosque, así que no habían salido tan mal parados. Lupo observó la lluvia que diluía los charcos de sangre, los hilos de agua rosada que corrían con la ligera pendiente. Habían desvalijado los cadáveres de los enemigos, él se había hecho con un bello puñal damasquinado con hilos de plata que ahora llevaba al cinto, pero había dejado el saqueo a sus hombres, que habían dejado los casi ochenta cadáveres semidesnudos y pudriéndose en el barro. Repasó por un momento su corta carrera militar. Dos escaramuzas victoriosas, si a perder en ambas la mitad de los efectivos se le podía considerar una victoria, y dos batallas que decían que terminaban en tablas, pero que sabían a derrota. Sabía que para ellos esos pequeños resultados llevarían a la República a la victoria, que podían asumir las bajas y los cartagineses no, pero se preguntó cuánto tardaría él en ser una de ellas, y con ese pensamiento se quedó mirando la
sangre diluirse en el barro hasta que anocheció.
Ocho legiones
Diciembre del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Apulia, sur de Italia
Aníbal se quitó la capa púrpura tras sacudirse el agua helada de los hombros. Fuera caía una espesa aguanieve que lo empapaba todo. Había terminado su revista diaria a las defensas y había conferenciado con su hermano sobre el estado de las reservas, que eran buenas. El campamento apenas era visible con ese tiempo, pero ni el más belicoso de los jinetes romanos estaría a gusto afuera en el campo con ese clima y, si lo estaba, allá ellos, sus hombres estaban todos a resguardo disfrutando del calor de las hogueras. Los que no se habían alojado en casas de la ciudad habían tenido tiempo de hacerse cabañas adecuadas para resistir el invierno y, antes de que las tácticas de Fabio les dificultaran el aprovisionamiento y el clima lo impidiera del todo, habían acumulado suficiente. —Quizá yo también me haya ganado unos días de descanso —murmuró el púnico. Le dio la capa a uno de los sirvientes y se dirigió al tablinum de la casa del rico comerciante que había ocupado como residencia personal. —Ha llegado un mensajero con correo de Hispania, señor —anunció uno de los sirvientes—, lo hizo vía Cartago y viene con el correo de la capital también. Está todo sobre su mesa. Asintió Aníbal sin más y entró en el tablinum. La pila de cartas era mayor de lo esperado y había también una serie de ánforas apiladas contra la pared. Tras abrir unas cuantas del consejo de Cartago las fue echando a un brasero, algunas sin abrir. Desde que su padre desembarcara en Hispania siendo él un niño, la capital estaba siempre dispuesta a marcar objetivos, exigir compromisos y beneficios, pero no a soltar una sola moneda o un solo soldado. Que se pudrieran. Los Barca habían recuperado el poder de la ciudad a su manera y así seguirían, como así continuaban por lo que vio en las cartas que hojeó por encima, exigiendo sin aportar. Llegó al fin a un rollo de pergamino que venía lacrado con un sello de
un caballo y una palmera. Venía de Qart Hadast y sería seguramente de su hermano Asdrúbal. Se puso más cómodo en su silla, apoyó los pies en alto cerca del brasero y empezó a leer. «A Aníbal Barca, sito en algún lugar de la confortable Italia dándoles las suyas a los romanos».
El aludido tuvo que aguantar la risa en este punto, pensando en el tiempo de perros que había fuera. Dio un trago de vino y siguió leyendo.
Querido hermano:
Espero que Baal y Melkart te mantengan sano y victorioso. A mí me gustaría decir lo mismo, pero no puedo. Por la salud no te preocupes demasiado, no son más que unas estúpidas fiebres estacionales que me tienen con la nariz colorada y tiritando como un gatito, pero pasarán. He ordenado reformar esta casona llena de humedades que el viejo Asdrúbal mandó construir. Menudo antro, los guardias veteranos lo llaman el Palacio de Asdrúbal irónicamente, pero imagino que lo es comparado con las casas donde viven los hispanos. Me pregunto qué pensarían si se dieran un paseo por la colina de Byrsa en la vieja Cartago. Pero estoy yéndome por las ramas.
Decía que no puedo hablar de victorias y me temo que es cierto. Aquí las cosas van mal, no son catastróficas, aún, pero no pintan nada bien. Al poco de que llegaras a Italia hizo su aparición por aquí ese tal Cneo Cornelio Escipión y nos dio no pocos quebraderos de cabeza, pero se mantenía casi siempre al norte del Iberus y era controlable. Los problemas de verdad llegaron cuando se reunió con su hermano Publio, una vez que este se recuperó de las heridas sufridas en aquella escaramuza que tuvisteis. Qué lástima que quien le hiriera no apuntase un poco mejor, nos habríamos ahorrado muchos problemas. En fin. Una vez que pude reunir las tropas necesarias decidí atajar el problema de los
romanos antes de que Publio llegase. A los treinta buques que me dejaste añadí diez más, los astilleros que montamos en Qart Hadast funcionan a pleno rendimiento, o funcionaban, ya te contaré en unas líneas, y con esos cuarenta buques al mando de Himilcón, ese fatuo idiota, y conmigo al frente del ejército por tierra marchamos al norte. Llegados al delta en el que desemboca el río Iberus, el ejército acampó y los barcos echaron el ancla en una ensenada protegida por las dunas, algunos vararon en la playa y nos dispusimos a pasar la noche. Sabes que siempre soy precavido, sabía que los romanos no estaban lejos así que dispuse guardias, patrullas avanzadas e incluso ocupé una torre cercana, son abundantes por la costa, para usarla de atalaya. ¿Qué hizo Himilcón? Acampó en la playa, bebió vino y supongo que se revolcaría por la arena con alguna de esas esclavas que siempre embarca. El caso es que los romanos supieron de nuestra expedición, como era de esperar, y Cneo Escipión tomó sus treinta barcos, sé que nunca fuiste bueno en aritmética, por eso te recuerdo que son diez menos que los que teníamos nosotros… Teníamos. Embarcó a sus tropas y navegó hacia el sur. Cuando rompía el alba y mis hombres se iban poniendo en marcha, no así los de ese putero perezoso, la flota romana dobló el cabo tras el que se refugiaba nuestra flota. Mis hombres en la atalaya los avistaron y dieron la alarma. Si hubiera habido una guardia medio decente en la flota se habría podido prevenir el desastre, pero no la había. Te ahorraré los detalles escabrosos porque con mi úlcera es suficiente, no quiero provocarte otra. El caso es que al final del día, veinticinco de nuestros flamantes buques navegaban al norte con tripulación romana y solo pudimos salvar los que mis propios hombres arrastraron tierra adentro entre las dunas o remaron lo suficientemente rápido como para poner agua de por medio, con Himilcón en uno de esos, por cierto. El caso es que hemos perdido el dominio del mar. Así de simple y así de duro, por eso te mando esta misiva vía Cartago y no directamente. Cneo Escipión no perdió el tiempo y navegó al sur con su flota de ahora más de cincuenta barcos y asoló nuestras posiciones en la costa. Prendió fuego a Akra Leuke y arrasó los campos en torno a Qart Hadast llegando hasta los pies de sus murallas, por suerte la ciudad es inexpugnable y no intentó asaltarla, pero le prendió fuego a los astilleros que construimos y a las naves que en ellos se construían y reparaban en ese momento además de capturarnos una ingente cantidad de bastimentos. Qué desastre, imagino que estarás pensando. Pues acabo de empezar. De Qart Hadast se dirigió a Ebussum, tras dos días de asaltos a la ciudadela, por suerte fracasados, se limitó a saquear las islas y a llevarse todo lo que no estuviera enterrado bien hondo, de ahí volvió al continente y
tomó Sagunto. Sí, has leído bien. Tras los esfuerzos que invertimos en tomarla y luego volver a fortificarla tomaron la ciudad en un día con una estratagema. Un ibero engañó como a una idiota a Bostar, el oficial al mando de la guarnición y los romanos entraron en la fortaleza sin lucha. Bostar huyó a tiempo, pero más le valdría haberse quedado. Tras medirle la espalda durante un rato con látigo lo hice crucificar. Ya va siendo hora de que cunda un poco de ejemplo. El caso es que los rehenes que guardábamos en Sagunto han sido liberados por los romanos y muchas de las tribus al norte del Iberus se han pasado a su bando. Los ilergetes se han mantenido leales y hostigan a los romanos, pero tengo entendido que los dos hermanos Escipiones, ahora reunidos, les han zurrado de lo lindo. Me disponía a ayudarlos, pero estalló una sublevación de algunos pueblos celtíberos que se mantenían leales por los rehenes que teníamos en Sagunto y asolaron el campo en los alrededores de Qart Hadast, quiero decir, lo poco que había dejado Cneo Cornelio Escipión. Tras varios sangrientos combates que me han costado varios miles de hombres, Baal maldiga a esos malditos salvajes, he conseguido meterlos más o menos en cintura. Y así estaban las cosas cuando el otoño obligó a parar las operaciones. Como puedes ver, las cosas están mal, pero no todo está perdido. Tengo a las tropas en los cuarteles recuperándose y he conseguido que esos roñosos del Consejo me manden unos cuantos miles de libios y númidas, creo que voy a tener más que suficiente trabajo para ellos en cuanto llegue la primavera. Entre tanto he mandado agentes por toda Hispania para sondear a los diferentes pueblos y asegurarme las lealtades de los que aún están con nosotros. A los que elijan a Roma será cuestión de hacérselo pagar, y lo pagarán, créeme. Himilce sigue bien y bellísima, como siempre, el pequeño Aspar ya corretea por ahí con una lanza de juguete martirizando a los guardias de la casa, pero le adoran y lo malcrían como si fuera su mascota. Te dejo ya, hermano. Me duele la mano de escribir y voy a ver si me curo estas fiebres. Dales duro a los romanos, dales duro y pronto, porque no sé si podremos soportar otra guerra de desgaste como la anterior.
Que Baal, Melkart y Tanit te guíen y dale un abrazo a Magón. Fdo:
Asdrúbal Barca.
P. D.: Con el mensajero te hago llegar unas cuantas ánforas de aceite de la Bética, vino y garum, que no se diga que no me acuerdo de mis hermanos.
Diciembre del año 536 a. U. c. (217 a. C.). Roma
Era ya mediodía cuando Emilio Paulo terminó de recibir a sus clientes. El poder y la influencia personales de todo noble romano, la auctoritas como ellos la llamaban, se medía en gran parte por lo numeroso e influyente de su clientela. Los clientes eran individuos vinculados al noble por deudas de gratitud y que unían de por vida, pasando en ocasiones de padres a hijos. El cliente se comprometía a votar siempre a su patrón o a quien este le designase en las elecciones, así como brindarle los servicios que este requiriera, dentro de los límites de la ley y del honor, por supuesto. A cambio el patrón proporcionaba ayuda a sus clientes, consejos legales, préstamos económicos y cobertura jurídica en caso de verse envueltos en algún pleito. Cada mañana, si no había reunión del Senado o se encontraba fuera de Roma, Lucio Emilio recibía a sus clientes que acudían a solicitar algo o a ofrecer sus servicios. Había sido una mañana larga, pero Paulo se tomaba sus deberes como patrón muy seriamente. La cabeza de Diákonos apareció tras la puerta y Paulo le hizo pasar. —Domine, hay una visita más. —Pensé que ya habíamos terminado por hoy —dijo Paulo con tono cansado—. En fin, hazle pasar. Carraspeó el elegante mayordomo griego. —¿Y bien, cuál es el problema? —preguntó Paulo impaciente. —Se trata de Quinto Fabio Máximo, domine.
Le costó reprimir una expresión de sorpresa. Tras terminar su periodo como dictador, Fabio había resignado el mando en los dos nuevos procónsules, Cneo Servilio Gémino, cónsul el año anterior, y el sustituto para el finado Flaminio, Marco Atilio Régulo. No era extraño que el exdictador estuviera en Roma, pero sí que estuviera en su casa. Emilio y Fabio no eran amigos, de hecho eran rivales políticos. —Hazle pasar, Diákonos. Paulo no cometió el error de quedarse tras su escritorio, se puso en pie y adecentó los pliegues de su toga praetexta, igual a la que llevaba el visitante, al que estrechó la mano formalmente e indicó que se sentara en una de las sillas frente a su escritorio, sentándose él en la otra. No cometió la descortesía de sentarse tras la mesa, nadie trataba a un Fabio Máximo como si fuera uno de sus clientes, por muy rivales que fueran. —Diákonos, trae vino y unos aperitivos, por favor —se volvió hacia su visitante y cambió al latín, había hablado en griego con su mayordomo—. Y bien, Quinto Fabio, ¿a qué debo esta visita? Máximo fruncía el ceño visiblemente molesto. —¿Habla griego con el servicio, no pueden aprender latín? «Empezamos bien», pensó Paulo. —Me gusta mantener mi griego en funcionamiento, así no se me oxida — respondió Paulo con la mejor de sus sonrisas. El viejo senador miró a su atractivo interlocutor y no le costó imaginárselo disfrutando de las perversiones de Atenas. Esos Emilios y Cornelios que adoraban todo lo que olía a griego, en fin, a qué indignidades le obligaban las necesidades políticas. El mayordomo entró, dejó unas copas de vino y un plato con unas aceitunas en la mesa de cítrico entre las dos sillas y se marchó silenciosamente. —Ya veo… —dijo Fabio—. Bien, Lucio Emilio, la verdad es que esta visita está motivada por razones de la mayor seriedad. Ya sé que está perfectamente al tanto de la situación política, pero permítame que haga un pequeño resumen como introducción al porqué de mi visita. Como ya sabe se avecinan las elecciones
consulares y hay un claro favorito a ganarlas, ese cagarro de Cayo Terencio Varrón. «Este hombre, directo como siempre, y luego dicen que titubea», pensó Emilio, pero siguió callado y sonriente. —El caso es que lleva agitando al pueblo desde hace meses, criticando la estrategia tomada por mí y clamando por un pronto final para la guerra, por aniquilar a Aníbal en una batalla de una vez por todas. Sabe casi tan bien como yo que eso es, en el mejor de los casos, improbable, en el peor es un potencial desastre de incalculables dimensiones para la República, pero el pueblo está cansado de guerra, y le escucha. Así que me temo que saldrá elegido. —Entiendo lo que dice, Quinto Fabio, pero no sé a dónde quiere llegar… Alzó las manos el viejo senador pidiendo paciencia y prosiguió. —Hay otros candidatos, Publio Cornelio Merenda, Lucio Manlio Vulso y Marco Emilio Lépido. A Paulo no se le escapó que el viejo patricio omitía a otros dos candidatos, Cayo Atilio Serrano y Quinto Elio, ambos plebeyos. —Cualquiera de los tres serían buenos candidatos para tiempos de paz, en especial mi pariente, Lépido. Tienen el linaje y la experiencia, pero no son hombres de guerra, y ese mierda de Terencio es un hombre despreciable, aunque enérgico, y los doblegaría a su voluntad sin problemas. —Entiendo lo que dice, Quinto Fabio, pero sigo sin ver a dónde quiere llegar — dijo mientras cogía una copa de vino de la mesita de cítrico y se disponía a darle un trago. —Muy sencillo, Lucio Emilio —dijo el viejo ladino—. Quiero que se presente a las elecciones y sea el colega de Marco Terencio. Lucio Emilio Paulo haciendo gala de todo su autocontrol continuó llevándose la copa a los labios, bebió un sorbo y la dejó en la mesa. —No —respondió tajante.
—Vamos, Lucio Emilio, es un hombre inteligente, respetado, con experiencia militar… —Iba a continuar, pero Paulo le interrumpió. —He dicho que no. —Se reclinó ligeramente hacia su interlocutor—. Aún me estoy recuperando del proceso que se abrió tras mi anterior consulado contra mi colega y contra mí, cuando tras derrotar a los ilirios y desempeñar nuestra labor sin tacha, incluso celebrando un triunfo, una serie de embustes e injurias se llevaron por delante la carrera de mi colega Marco Livio, que se pudre en el exilio y casi me cuesta la mía. Una campaña a la que no estuvo ajeno ni los de se facción. ¿Y ahora me pide que le saque las castañas del fuego? A Fabio, acostumbrado en los últimos meses a las pataletas de Minucio Rufo, la iracunda pero educada invectiva de Lucio Emilio le resbaló sin que moviera una ceja. Imperturbable, como siempre. —Sí, se lo pido, pero no se trata de que me saque a mí ninguna castaña de ningún fuego, que para eso me apaño solito perfectamente. —Llegados a este punto se habían acabado los paños calientes—. Se trata de que se las saquéis a la República. —Oh, Quinto Fabio, por favor, ahórreme la retórica patriotera. Si tanto le preocupa la República, presentaos vos, además le tenéis más que tomado el punto a Aníbal, tengo entendido —itió Paulo a regañadientes. —No crea que no lo he pensado. Y lo haría si pudiera ganar, pero no puedo. Ese miserable de Terencio Varrón ha arrastrado mi nombre por el fango entre las clases medias y no saldría elegido. Su nombre, pese al lamentable asunto tras la guerra contra los ilirios, goza de suficiente popularidad entre las primeras clases y goza de suficientes posibilidades de ser elegido y no creo que se deje mangonear por ese advenedizo. —O eso espero, pensó. Paulo fue a beber otra vez, pero dejó la copa. Se le había quitado la sed. Trató por un momento de imaginarse lo que le habría costado a Fabio tragarse su orgullo y pedirle ayuda a él, un depravado y progresista filogriego, como sus archienemigos los Escipiones, y tuvo que itir que no le habría costado poco. Se siguieron mirando a los ojos por unos instantes tras los cuales Paulo se puso de pie, dando por terminada la entrevista. Fabio entendió y se levantó. —Diákonos, por favor, acompaña a nuestro invitado a la puerta —dijo a su mayordomo. En griego, por supuesto.
Fabio no se iba a dar por vencido tan fácilmente, nunca lo hacía. —Entonces, ¿va a darme una respuesta? —No, no se la voy a dar —negó muy estirado—, pero me lo pensaré. Quinto Fabio Máximo Cunctator se dejó guiar hacia la puerta y se fue a su casa sonriendo. «Lo hará».
Al día siguiente un mensajero llamó a la puerta de la casa de Quinto Fabio Máximo, también ubicada en el Palatino, y entregó una carta lacrada para él. El sello de lacre era el de Lucio Emilio Paulo, constaba de dos palabras: «Lo haré». Fabio Máximo arrugó el papiro y lo echó a un brasero. No le hacía especial ilusión poner la República en manos de ese filogriego, pero en la guerra a menudo se trataba de elegir el mal menor.
Emilia se sentó junto a su padre en el banco del peristilo. Era un día muy frío, pero se estaba bien al sol. Envuelta en varias capas de lana permaneció en silenciosa contemplación durante un rato. —¿Vas a ser cónsul otra vez, pater? —preguntó la joven al fin. —¿Pater? Vaya, es un asunto serio —dijo el senador sonriendo. Cuando su hija lo llamaba pater y no el más coloquial tata es que iba en serio. —Claro que es serio, pero dime, ¿vas a serlo? —No lo sé, hija, depende de los electores. —Pero vas a presentarte —preguntó testaruda. —Sí, voy a presentarme —itió al fin. —Son tiempos difíciles para ser cónsul…
—Si fueran fáciles no me presentaría. Pero ese viejo de piedra de Quinto Fabio me acorraló con sus argumentos y tiene razón. Alguien tiene que controlar a Varrón. —¿Y podrás vencer a Aníbal, pater? —Emilia preguntó mirando a los ojos a su padre y este pudo leer la preocupación en la expresión de la muchacha. —No lo sé, hija, la verdad es que no lo sé —itió con una sinceridad que reservaba casi exclusivamente para su hija—. Pero en esta guerra no perder es ganar, así que intentaremos al menos no perder y aguantar. La chica asintió muy seriamente y apoyó la cabeza en el costado de su padre, que pasó el brazo sobre sus hombros y la atrajo hacia sí. Y así, padre e hija se quedaron en silencio disfrutando del sol invernal. Pasaron unos minutos hasta que Emilia se separó de su padre y le miró a los ojos. —Pater, este verano cumpliré dieciséis años. —Así es. Eres toda una mujer —respondió su padre con una mezcla de orgullo y pesadumbre. Paulo era uno de esos padres que adoraban a sus hijos y que les gustaría mantenerlos pequeños inocentes para siempre. —Pues precisamente por eso, pater —Emilia hizo una pausa y su padre se temió lo que venía a continuación—. Como tú mismo ites, ya soy una mujer, llevo prometida desde que era una niña, no es extraño que las mujeres de nuestra clase se casen a mi edad y Publio Cornelio tiene ya veintiún años. Entiendo que son tiempos agitados para la República y, precisamente por eso, creo que es el momento de que todos cumplamos con nuestros deberes, en mi caso, asegurarme de que nuestro linajes se perpetúan. Llegada a este punto pareció dudar y prefirió callarse. Había argumentado fríamente, como una pequeña abogada, muy al estilo romano, apreció su padre que la miró a los ojos buscando una duda, un titubeo, pero solo encontró un fría determinación. Su hija, digna hija de Roma, imponía la razón a los sentimientos o al menos lo habría hecho ante cualquiera que no la conociera tan bien como su padre. —Lo amas, ¿verdad? Tras la fría y racional argumentación, la pequeña abogada no esperaba esa
respuesta de su padre y un ligero rubor subió a sus pálidas mejillas. Los ojos verdes de la mujercita se apartaron un instante, pero inmediatamente volvieron a clavarse en los de su padre, tan parecidos a los suyos, aunque un poco más oscuros, brillando de nuevo con determinación. —Sí, pater, lo amo, y sé que él me ama a mí también. Se produjo un largo silencio en el que ambos se miraron fijamente. —¿Está él de acuerdo? —preguntó el padre finalmente. —Lo está. —Veo que lo habéis hablado todo en detalle. —Nos escribimos a menudo, y siempre me visita cuando está en Roma. Tras oír esto Paulo frunció el ceño. —¿No habréis sido indiscretos? Al escuchar esto su hija contuvo una exclamación. —¡Por supuesto que no, pater!, ¿por quién me tomas? —replicó la joven, ofendida. Su padre aflojó el ceño conciliador. —Lo sé, hija, pero es mi obligación preguntarlo. La fiera patricia desarrugó el ceño y volvió a sonreír. Una sonrisa dulce que sabía que desarmaba a su padre. —Entonces, tata, ¿aceptas? —¡Ah!, ¿vuelvo a ser tata? La niña rio y amplió aún más la sonrisa. —Siempre. —Está bien, Emilia, mañana escribiré a Publio Cornelio diciéndole que os concedo mi permiso para casaros, pero no antes de que cumplas dieciséis años,
tendréis que esperar hasta después del verano. La joven no supo qué decir y abrazó a su padre enterrando la cara entre los pliegues de lana de la toga, temerosa de que este viera sus lágrimas de felicidad. El futuro cónsul la abrazó disfrutando de esos últimos momentos entre padre e hija.
Al día siguiente Lucio Emilio Paulo apareció en el foro vestido con la toga cándida, una toga de lana de extraordinaria blancura que solo se vestía cuando el que la portaba se iba a presentar a un cargo público, de ahí el nombre de candidato. Alguien de su altura y fama normalmente no pasaba desapercibido, pero el hecho patente de que hiciera anuncio oficial de su candidatura al consulado causó un auténtico revuelo. Los otros candidatos habían retirado su candidatura el día anterior y solo la de Cayo Terencio Varrón seguía en pie, ahora el misterio estaba resuelto. Paulo caminó por el foro saludando a todos los que quisieron hablar con él, siempre sonriendo y guardando una educación intachable, seguido por una multitud de clientes que mostraban así su apoyo a su patrón. Quinto Fabio Máximo acudió a saludarle, mostrando así a sus propios clientes y a los de su facción de qué lado estaban sus apoyos. Al otro lado del foro el propio Varrón estaba con los suyos, saludando, prometiendo y haciéndose propaganda, aunque su condición de favorito del pueblo hiciera que no necesitase mucho, pero le gustaba el baño de multitudes y tenía don de gentes. Al final, el encuentro se hizo inevitable y los curiosos se aglomeraron cuando ambos candidatos quedaron frente a frente. Paulo se adelantó y tendió la mano, Varrón la miró con un gesto mitad sonrisa y mitad mueca de desagrado, pero se la estrechó. Varrón era un hombre fuerte y apretó tratando de arrancar un gemido de su rival, pero Paulo, además de ser fuerte era educado, y mantuvo su elegante sonrisa como si nada. —Así que ahora los aristócratas progresistas filogriegos —comenzó Varrón sin soltar su tenaza— se alían con los aristócratas tradicionalistas. —Soltó al fin la mano de Paulo—. ¿Tanto miedo le tenéis a un hombre del pueblo? —Aquí todos pertenecemos al pueblo de Roma, Cayo Terencio. Y los buenos romanos no tememos a nada, salvo a fallarle a la República —dijo afablemente
el patricio. —Oh… La lengua de plata y la voz de oro. Demóstenes estaría orgulloso. En fin, solo espero que no entorpezcáis mi camino hacia el Barca. El pueblo de Roma desea aplastar a ese púnico y su banda de bandidos, y ya ha tenido bastantes patricios indolentes titubeando frente al enemigo. Si pretendía provocar una reacción en Fabio Máximo, que se encontraba tras Paulo, pinchó en hueso con el viejo impasible. —No se preocupe, Cayo Terencio, no pretendo entorpecer nada, más bien me propongo guiaros dada vuestra inexperiencia en asuntos militares, una mano amable, ya sabéis. Se escucharon algunas risas de fondo. Paulo era un general veterano y que ya había celebrado un triunfo, la experiencia de Varrón en asuntos militares era nula más allá de lo más básico y la gente lo sabía. Encajó bien el golpe, pero Paulo vio que había encontrado una fibra sensible, sería bueno saberlo. —En fin, Lucio Emilio, no pretendo entretenerle mucho, que si queréis convencer a los electores va a tener que trabajar duro. Será un placer en cualquier caso teneros como cónsul junior. Se despidieron y siguió cada uno su camino seguido de su comitiva, pero, pese a las apariencias, quedó claro para unos y otros que ese año no habría una pareja de cónsules bien avenidos. Al cabo de unos días quedaron corroboradas las predicciones de Varrón cuando fue elegido primer cónsul con Lucio Emilio Paulo como cónsul júnior. Durante las primeras sesiones del Senado, ya con los nuevos cónsules en el cargo, se aprobó una movilización sin precedentes. Se decretó reclutar cuatro nuevas legiones, más las cuatro que ya había movilizadas en las inmediaciones de Gerontio, además deberían ser legiones reforzadas, ascendiendo sus efectivos a unos cinco mil hombres por legión en lugar de los cuatro mil doscientos habituales, lo que totalizaría más de cuarenta mil efectivos romanos de infantería. Se exigió a los itálicos un esfuerzo similar y doble de la caballería habitual, pues habían aprendido a temer la superioridad en caballería de Aníbal, por lo que se pusieron en pie de guerra algo más de ochenta mil hombres, hecho que no se había visto nunca. Emilio Paulo y algunos senadores con experiencia
militar argumentaron que un ejército tan numeroso, además de ser poco práctico y difícil de maniobrar en casi cualquier campo de batalla, constituiría una pesadilla logística, pero no fueron escuchados. Como casi todos los generales de salón, para Terencio Varrón más era igual a mejor. Una ola de fervor patriótico recorrió la república y los alistamientos marcharon rápido, más de noventa senadores en edad de acudir a filas se alistaron, algunos como simples legionarios. Pero semejante fuerza llevaba tiempo de organizar y así transcurrió el final del invierno y llegó la primavera.
Finales de marzo del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Apulia
La llegada del mes de marzo había cambiado poco la situación, pues el tiempo siguió siendo gris y lluvioso, pero poco a poco los ejércitos comenzaron a desperezarse. El ejército romano había recibido refuerzos para incrementar el número de sus soldados hasta los cinco mil hombres por legión y los procónsules Servilio Gémino y Atilio Régulo, que estaban al mando hasta que llegasen los cónsules con el resto de las legiones, comenzaron paulatinamente a aumentar las patrullas y la presión sobre los exploradores cartagineses, pero con órdenes expresas de no entablar combate a gran escala. En Gerontio, tras un invierno confortable, los víveres comenzaron a escasear, por lo que Aníbal empezó a preparar las operaciones para ponerse en marcha en cuanto el tiempo lo permitiera. Por supuesto, habían sabido del colosal ejército que los romanos estaban reclutando y a nadie escapaba que ese sería el año definitivo. No se reclutaba esa masa humana para continuar con las tácticas fabianas. Fiel a su estilo, Aníbal quiso saber sobre los nuevos cónsules y lo que averiguó sobre Varrón le tranquilizó bastante, pero no así lo que supo sobre Paulo, temiendo que sería otro Fabio. El año anterior había arrasado casi todas las tierras al norte de su posición, por lo que había decidido seguir hacia el sur, donde además sabía que las antiguas colonias griegas sometidas por Roma aún guardaban rencor hacia esta y albergaba la esperanza de atraérselas, pero para eso necesitaba una victoria lo suficiente grande y cerca de ellas como para que resultase incontestable.
Después de la cena Paulo se retiró a su tablinum y se sentó tras su escritorio. Había sido una cena un tanto triste, apagada y algo atípica. Partiría al día siguiente con las legiones recién reclutadas y la incógnita del futuro pesaba sobre todos como un pesado velo. Había invitado a cenar a Publio Cornelio Escipión, recién elegido tribuno de los soldados, y que se uniría con ellos al ejército. La amistad entre los dos clanes y la próxima boda con Emilia Paula lo convertía ya casi en un miembro más de la familia. Tras la cena, y casi al mismo tiempo que se retiraron los jóvenes de la mesa, Publio Cornelio se excusó y también se fue, al día siguiente comenzaba una importante campaña y deseaba estar fresco, dijo, así que Paulo se quedó a solas con sus pensamientos. Desde hacía un par de días su equipaje estaba terminado, solo sus armas y su armadura quedaban por preparar, pero eso era algo que nunca dejaba a ningún sirviente, era el deber de un soldado cuidar de su armamento. Fue a un baúl al fondo de la habitación y, tras abrirlo, sacó varios bultos de él. Lo primero que sacó y que más espacio ocupaba era su coraza, apartó los paños que la cubrían y buscó alguna mancha de verdín en el bronce, pero observó complacido que no las había. Era una coraza musculada de bronce, de preciosa factura, pero sin decoración superflua. Al ser elegido había bromeado sobre si aún cabría dentro, no se la ponía desde la campaña contra los ilirios, casi cinco años antes. Pero el peso que hubiera podido ganar se lo había hecho perder el duro trabajo de alistamiento, y en especial las ingentes cantidades de energía que consumía lidiar con su colega, el terco y temperamental Cayo Terencio Varrón. Con un trapo limpio quitó el aceite que se había impregnado en el bronce de los trapos que lo envolvían y la dejó reluciente sobre la mesa. Hizo lo mismo con las grebas y el casco. Cuando todo estuvo reluciente lo dejó sobre la mesa y lo observó satisfecho. Sacó del baúl por último un fardo alargado, de unos tres palmos. Agarró la cómoda empuñadura de hueso y deslió los trapos que cubrían la hoja de la espada, comprobó los filos y se sintió satisfecho con ellos. Un xyphos de hoja larga y algo más ancha cerca de la punta, adecuada para herir tanto de tajo como de punta, regalo de su padre cuando partió hacía ya tantos años a su primera campaña. Tenía algunas melladuras y arañazos, recordatorio de su función y de su historia, la blandió en alto observando los reflejos de las llamas de las lucernas en ella y se alegró de sentir su peso y de tener aún la fuerza necesaria para blandirla. Introdujo la espada en la vaina, lo dejó todo en la mesa preparado para el día siguiente, y salió cerrando tras de sí. La luz de la luna entraba por el impluvium y caminó por el atrio parándose ante las grandes cajas de madera con forma de templetes que contenían las imagines, las máscaras mortuorias de sus antepasados. Varias generaciones de Emilios, desde su padre
hasta los albores de la República y más allá, en los tiempos de los reyes. Uno por uno, Paulo fue presentando sus respetos y terminó ante el altar de los dioses lares, los dioses del hogar y la familia donde se arrodilló para rezar una plegaria. Lucio Emilio Paulo no era especialmente supersticioso para ser un romano, aunque era piadoso, todas las noches repetía el mismo ritual, pero esta vez rezó con auténtico fervor pues, a pesar de que no lo itiría ante nadie más, tenía miedo. Desde que asumiera el consulado un negro presagio se había apoderado de él, no temía por su vida; había ennoblecido a su familia alcanzando el consulado, no una sino dos veces, tenía dos hijos sanos que habían pasado ya la peligrosa época de la infancia y darían continuidad a la familia, su propia imagine estaba ya hecha hacía tiempo, desde que fue pretor, y su testamento, como buen romano, hacía tiempo que estaba depositado en el atrium Vestae, ante testigos y con las vírgenes como guardianas del mismo. No, su vida no le preocupaba, pero temía por la República. Paulo rezó y cuando se sintió en paz con los espíritus de la casa y de la familia se acostó, durmiendo profundamente y sin sueños. A la mañana siguiente se levantó antes de que saliera el sol. Se aseó y afeitó cuidadosamente y se puso una túnica limpia, las caligae militares y Memio, su ayuda de cámara y único miembro del servicio de la casa que le acompañaría, le fue colocando las diversas piezas de armadura; primero un subarmalis de cuero, la única pieza nueva del equipo y que aún estaba algo rígida, después grebas, coraza y cinto con espada y puñal. Sobre los hombros la amplia capa roja de su cargo. —¿Está todo lo demás preparado, Memio? —dijo mientras cogía su casco. En realidad no solía llevar el equipo completo siempre que estaba en campaña, pero el pueblo y las tropas esperaban ver a un cónsul listo para la guerra ese día, y no confiaba en su colega para que diera la necesaria muestra de dignitas. —Sí, Lucio Emilio. —No le llamó domine, hacía años que Memio era un hombre libre, aunque seguía al servicio de la familia—. Todo se mandó al Campo de Marte y está ya en el tren de bagajes del ejército. Asintió en silencio y salió de la habitación. En el atrio de la casa le esperaba el servicio y sus hijos al frente. Emilia, seria y con la barbilla levantada, «toda una joven patricia», pensó orgulloso su padre. Su hermano tenía los ojos húmedos, pero aguantaba la compostura. Ambos le miraron, la joven sonrió orgullosa de
ver a su padre ataviado como todo un general romano, el niño trataba de disimular que le temblaban los labios. Paulo se giró un momento para intercambiar unas palabras con Diákonos, el mayordomo. El joven Lucio no pudo reprimir un puchero y su hermana le pellizcó inmisericorde mientras le lanzaba una mirada cargada de intención. El joven patricio recordó lo que le había dicho unos minutos antes, mientras esperaban a que su padre saliera. —Tata se va a la guerra —había dicho la joven con el corazón de piedra—, el futuro de la República está en sus manos y no necesita irse viendo lágrimas como último recuerdo de su familia. Así que ya puedes aguantar la compostura o te pienso zurrar de lo lindo en cuanto se haya ido. Lucio Emilio Iunior se sorbió las lágrimas y apretó los labios, sin saber si le tenía más miedo a su hermana o a defraudar a su padre. Cuando hubo terminado de conferenciar con el mayordomo se acercó a sus hijos, los besó en la frente a los dos y los acarició ligeramente en las mejillas. —Portaos bien durante mi ausencia. Y recordad que sois dos Emilios de los Paulos, y dos romanos, y que siempre debéis hacer lo correcto aunque sea lo más difícil. Especialmente, si es lo más difícil. —Sí, pater —respondieron a coro los dos jóvenes patricios. Su padre sonrió un momento y le dio el casco a Memio que esperaba detrás de él, también equipado para la guerra. Paulo dobló una rodilla y la apoyó en el suelo. —Venid aquí, anda… Los dos jóvenes se abalanzaron sobre él y su padre los abrazó mientras les dejaba que le cubrieran la cara de besos. Cuando consideró que había sido suficiente les besó de nuevo en la frente, cogió su casco de manos de Memio y salió a la calle donde le esperaban sus doce lictores. Se puso el casco y partió a la guerra sin mirar atrás. Nunca más volverían a verse.
Junio del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Apulia, Italia
Marco Fonteyo se quitó el casco, se secó el sudor y, tras sentarse en un taburete, aceptó el vaso de vino que le ofrecía Cneo Manlio. A las afueras del campamento de invierno romano había crecido la habitual población de vivanderos, putas, comerciantes y tahúres. Pese al peligro cierto del ejército cartaginés, el negocio era el negocio y los romanos e itálicos disfrutaban de los placeres que este proporcionaba. Tras pasar casi todo el invierno convaleciente, Fonteyo se había recuperado completamente y, por recomendación de Manlio, le habían colocado al frente de un manípulo de hastati de los aliados itálicos, aunque no sabía si agradecérselo o no. El ejército, demasiado grande para caber en un solo campamento se había dividido en dos, en el más pequeño bajo el mando del procónsul Servilio Gémino se habían situado dos legiones con sus alas y la mayoría de la caballería, las otras seis legiones más los aliados estaban en el, ahora ampliado, antiguo campamento de Fabio Máximo. —¿Cómo ha ido? —preguntó Manlio. Fonteyo venía de hacer instrucción con sus hombres, fiel discípulo de su antiguo centurión, no les dejaba respirar y les sometía al más duro de los entrenamientos. Lo que sudasen ahora se lo ahorrarían luego en sangre, como decía Manlio. —No lo sé, Cneo —dijo Fonteyo tras dar un ávido trago al vino—. Están muy verdes. Conocen las órdenes y la formación, pero son muy jóvenes o casi demasiado viejos, y los más jóvenes no han combatido nunca. Asintió Manlio entendiendo a su compañero. La medida de un ejército no se conocía hasta que no probaba la sangre, la propia y la ajena, y en ese inmenso ejército casi dos terceras partes no la habían probado. Los reclutas de Fonteyo, a pesar de todo, eran buenos, Manlio había visto centurias que no valían ni para venderlos al peso en una carnicería. —Lo que me preocupa —prosiguió Fonteyo tras vaciar su vaso de un segundo trago— es que nuestro querido cónsul sénior está loco por lanzarse sobre Aníbal a la primera oportunidad, pero la mayoría de los hombres necesitan foguearse, alguna escaramuza, algo que les vaya acostumbrando y que nos permita separar el grano de la paja, no hay por qué terminar la campaña al día siguiente de empezarla. Tiemblo de pensar en algunos de estos chavales cara a cara con unos de esos iberos o de esos lanceros libios que nos cayeron encima en Trasimeno o en aquel maldito paso.
Manlio tuvo que asentir, entendía perfectamente las preocupaciones de su compañero, pero de nada servía volver una y otra vez sobre ellas. —¿Tienes guardia mañana? —preguntó. —No… Había pensado seguir con la instrucción. —Pues te propongo que los pongas a correr, que suden un poco, y tú y yo vamos a emborracharnos. Fonteyo se echó a reír y sin necesidad de que le convencieran llamó al tabernero para que les trajera otra jarra y algo de comer.
Cuando encontró a los dos centuriones, anocheciendo ya, estaban borrachos como cubas, cantando canciones cuarteleras a voz en grito. Fonteyo tenía a una muchacha de larga melena rubia con la falda bastante subida sobre las piernas sentada en las rodillas y Manlio, entre estrofa y estrofa, buceaba en las profundidades del enorme escote de la chica morena sentada sobre las suyas. —¿Son estos? —preguntó incrédulo uno de los dos hombres que acababan de entrar bajo la lona que daba sombra durante el día a la improvisada taberna. Vestía caligae y túnica militar y sobre ella un muy rozado subarmalis, con gladio y puñal al cinto. Era alto y ancho de espaldas, de brazos y piernas fuertes y llevaba el pelo pajizo muy corto. —Sí, son estos. —Su interlocutor apenas le llegaba por los hombros, pero era también de constitución robusta e iba vestido prácticamente igual. Se acercó a la mesa donde los dos centuriones siguieron a lo suyo sin hacerles el menor caso. —Ejem… ¿Centurión Manlio? —preguntó el más bajo. —Seas quien seas, piérdete. —La voz de Manlio sonó apagada al provenir de las profundidades del canalillo de la morena, que reía a carcajadas, encantada o disimulándolo. —¿Es así como saludáis a los viejos conocidos? —preguntó insistente el más bajo de los recién llegados. Manlio sacó la cabeza de entre los pechos de la moza y con la mirada turbia se dirigió a su interlocutor.
—Escúchame pedazo de… —En ese momento Manlio le reconoció y se puso en pie de un salto tirando a la chica al suelo—. ¡Oh, mierda! —Se agachó a ayudarla a levantarse—. Luego seguimos, cariño. —Y se volvió al militar más bajo—. ¿Publio Cornelio? —Os vuelvo a encontrar borracho y con moza, al menos esta vez estáis despierto. —Este se volvió hacia el acompañante alto y señaló al centurión—. Cayo Lelio, te presento a Cneo Manlio, centurión de los extraorinarii y eficiente militar… cuando está sobrio. Los recién llegados se sentaron y unos a otros se pusieron al día. Publio Cornelio y Cayo Lelio habían sido elegidos tribunos de los soldados, habían llegado ese mismo día y aún no tenían unidad asignada. Manlio, por su parte, les presentó a Fonteyo y les informó de los últimos meses en el campamento así como de sus preocupaciones sobre la calidad de los nuevos reclutamientos. —Y así están las cosas —fue terminando Manlio—, mi manípulo es casi todo de veteranos y no ha sido difícil adaptar a los nuevos refuerzos, pero Marco está sudando sangre para sacar punta a los suyos. —¿Tan malos son? —preguntó preocupado Publio Cornelio. Lelio permanecía silencioso dándole tranquilos tientos al vino. —No lo son, pero no están para lanzarlos a una batalla —defendió Fonteyo a sus hombres—, necesitan foguearse. Si nos enfrentamos a los cartagineses en batalla en campo abierto, como parecen las intenciones de los cónsules… —Solo de uno —interrumpió Escipión. —Con uno vale, señor, si me disculpa, con esa estúpida regla de ostentar el mando en días alternos. Con que uno de los dos plante batalla un día, aunque ganemos, me temo que será una carnicería. —Me temo que eso a nuestro cónsul sénior le vale —aportó Lelio a la conversación y los demás asintieron. —Especialmente si la mayoría de esos muertos son itálicos —añadió Manlio. Fonteyo también lo pensaba, pero no tenía la confianza ni el descaro para decirlo tan abiertamente.
Las dos muchachas se acercaron a tantear el terreno, pero el ambiente se había enfriado considerablemente, así que se fueron a echar el gancho a otra parte. Los cuatro romanos vaciaron sus jarras en silencio y se fueron a dormir poco después.
Julio del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Apulia, Italia
El mes de junio transcurrió en calma, los contendientes se observaban, y Paulo consiguió sujetar a su ansioso rival al menos el tiempo necesario para completar el adiestramiento de los hombres y reestructurar todas las unidades, así como terminar de recibir a los últimos reclutas itálicos. Como sorpresa extra, el rey Hieron de Siracusa envió quinientos arqueros cretenses y quinientos honderos rodios pagados de su bolsillo para ayudar a Roma. Siracusa era vieja enemiga de Cartago y al viejo Hieron no se le escapaba quién sería el siguiente si Roma caía. En el campo cartaginés la cuestión de los suministros empezó a volverse crítica, era demasiado pronto para las nuevas cosechas, la zona estaba asolada y los romanos habían reanudado la presión constante sobre las partidas de forrajeo cartaginesas, Aníbal buscaba la manera de tentar a sus enemigos a una batalla campal, pero el cauto Paulo no caía en la trampa y por ahora conseguía dominar los impulsos de su colega, pero el ánimo en el campamento romano se iba caldeando. El ejército, sabiéndose numeroso, se había convencido de la idea de su propia superioridad y quería combatir. Las discusiones en el Estado Mayor eran tormentosas y trascendían casi siempre a la tropa. Por un lado Emilio Paulo con el apoyo de Servilio Gémino, cónsul el año anterior, abogaban por la calma, por seguir desgastando a Aníbal y dejar que el hambre y la inactividad empujara a las deserciones en su ejército. Por otra parte, Terencio Varrón quería una batalla y Atilio Régulo, el otro procónsul además de Minucio Rufo, que seguía con el ejército como legado, le apoyaban, si bien es cierto que los acontecimientos del año anterior habían atemperado bastante la fogosidad de Rufo. En dialéctica Paulo podía defenderse, era buen político y experimentado militar, pero Varrón tenía al ejército de su lado y el ejército quería pelea.
Entre tanto y mientras los generales discutían sobre el proceder a gran escala, a
pequeña escala las escaramuzas continuaban. Un juego del gato y el ratón en el que a menudo nadie sabía hasta el último momento qué rol le había tocado. Cayo Papio acababa de descubrir que ese día le tocaba ratón mientras corría por su vida. Llevaba desde la madrugada con sus velites y una turma de caballería itálica acechando a un grupo de infantes ligeros hispanos que andaban a la búsqueda de suministros, solo para descubrir justo antes de caer sobre ellos que casi doscientos jinetes númidas les estaban esperando para darles una sorpresa. Habían intentado defenderse, pero había sido imposible. Cuando los númidas les aparecieron a la espalda acabaron con muchos de ellos en cuestión de segundos, mientras, los iberos perseguidos se tornaron en perseguidores. Papio había conseguido derribar a un númida que casi le tenía y herir a un ibero, pero conforme lo vio en el suelo echó a correr como hacían el resto de infantes ligeros supervivientes. Los jinetes itálicos habían intentado cargar contra los númidas, pero estos los habían abatido a distancia con despiadada eficiencia. Papio agarró por el brazo a un compañero que cojeaba hacia los árboles cercanos. El chico, que apenas tendría los diecisiete años requeridos, tenía un profundo corte en la pierna. Medio a rastras medio en volandas, con la fuerza que da el miedo, Papio siguió corriendo con él a cuestas, escuchando los alaridos de dolor del resto, pero no miraba y corría ya entre los primeros árboles alcanzando la relativa protección de la espesura.
Ayin tiró de las riendas y buscó un nuevo objetivo. Le quedaban dos jabalinas y no pensaba desperdiciarlas. A unos cuarenta pasos dos infantes romanos trataban de huir, uno de ellos ayudaba al otro que sangraba por la pierna. El númida sonrió y sin usar las manos, solo con la presión de sus rodillas, hizo girar a su caballo y se lanzó tras los fugitivos. A unos veinte pasos arrojó la primera jabalina que se clavó profundamente en la espalda del herido. Este cayó al suelo de los brazos de su compañero con un gemido ahogado, el otro, al ver al númida casi encima de él, comenzó a desenvainar la espada, pero era demasiado tarde, el pequeño caballo africano cubrió en unos instantes la distancia que los separaba. Ayin iba a empalarlo con su último proyectil cuando recordó las órdenes. Reprimió el natural impulso de disparar y al llegar a su altura, cuando el romano ya casi tenía la hoja completamente fuera de la vaina, le dio una patada en la cabeza al pasar. La fuerza del golpe, más la velocidad del caballo, lanzaron al romano hacia atrás impactando de cabeza contra el tronco de un árbol cercano y cayendo al suelo como un fardo. El númida reprimió a su montura y se acercó al
paso. —Espero no haberle roto la cabeza… —se dijo. Bajó del caballo y se acercó con cautela. Al caer el romano al suelo, la espada había terminado de salir de la vaina, aterrizando así en el suelo. Era una bonita espada, de hoja recta y empuñadura de madera y hueso, parecida a la que usaban algunos hispanos, y Ayin pensó que era mejor que la suya mientras la sopesaba. Sacó su propia arma y, tras una breve comparación, la tiró al suelo, se quedaría con la del romano. Oyó algo a su espalda y vio que el herido trataba de arrastrarse. Yacía sobre el costado sano y se impulsaba débilmente con el codo hacia los árboles, la jabalina que Ayin le había clavado en la espalda le asomaba por el pecho. «Era increíble que aún pudiera moverse», pensó el númida irado mientras se le acercaba y lo remataba con la espada de su compañero. Limpió la hoja en la túnica del muerto y luego se acercó de nuevo al anterior dueño de su nueva arma. Le pinchó un poco con la punta y no se movió, se acuclilló a su lado y, aunque Papio tenía la cara cubierta de sangre por una brecha que se había hecho en la ceja al impactar contra el árbol, seguía vivo. Ayin sonrió satisfecho y sacó el rollo de cuerda que llevaba en el zurrón.
La bofetada le obligó a girar la cabeza brutalmente hacia un lado. El impacto le había despertado, pero, por el dolor, cerró aún más fuerte los ojos. La bofetada de vuelta le giró la cara hacia el otro lado y le llenó la boca del sabor a sangre de su labio al partírselo. Abrió los ojos y gimió. Frente a él un ibero alzaba la mano para darle otra vez. Sonrió al verle despertar, se incorporó y tiró del extremo de la cuerda que ataba fuertemente las manos por las muñecas. Papio, aún aturdido por el golpe contra el árbol y los bofetones no acertó a levantarse, el ibero se acercó, le dio una patada en la barriga y tiró de nuevo de la cuerda mientras le gritaba algo que no pudo entender. Gateó a duras penas tras él y entre tirones y tropezones le siguió. Ataron su cuerda a la cintura de otro desgraciado, uno de los jinetes, por lo que vio, que a su vez iba atado a otro hombre. Eran cuatro velites, el jinete y él mismo. El grupo de hispanos, unos cincuenta, conducían entre risas y bromas un rebaño de unas veinte ovejas y cargaban varios sacos con el botín de una de las últimas granjas que quedaban en la zona. Aproximadamente unos cien de los númidas cabalgaban a su alrededor y al resto no se los veía por ninguna parte. Reconoció
su espada con su vaina en el cinto de uno de ellos, el que le había abatido, dedujo, y se preparó para el día y pico de marcha que les esperaba, o eso esperaba, para su sorpresa no se detuvieron a pasar la noche y siguieron la marcha en la oscuridad con dramáticas consecuencia. El velite que abría la marcha tropezó con una piedra y al caer se rompió el tobillo. Cuando comprobaron que no podía andar y, aunque sus compañeros se ofrecieron a cargar con él, lo sacaron de la fila, lo apartaron unos metros, lo degollaron y siguieron. Clareaba la mañana cuando llegaron a Gerontio, y apenas había terminado de amanecer cuando encerraron a los cinco supervivientes en un sótano. Papio se preguntó si volvería a ver la luz del sol. Se acurrucó en la oscuridad y, al menos, el agotamiento le permitió quedarse profundamente dormido, un sueño inquieto lleno de pesadillas, pero el despertar fue peor.
Le despertó uno de sus compañeros, no sabía cuál en la oscuridad igual que no sabía si era de día o de noche. Se escuchaba ruido de llaves tras la puerta y una pequeña rendija de luz bajo ella. Se abrió y dos siluetas corpulentas entraron seguidas por una algo más delgada que sujetaba una antorcha que colocó en un soporte de la pared. Al principio apenas pudo distinguir nada, cegado por la luz, pero pronto distinguió mejor a los recién llegados. El delgado parecía un oficial, iba vestido únicamente con una túnica y una capa de color oscuro, marrón o gris, pensó Papio, y llevaba una espada y un puñal al cinco. Los dos tipos corpulentos sí iban completamente armados. Cota de malla y cintos con espadas y puñales. Papio reconoció la factura de las cotas de malla, eran romanas, y estos deberían de ser dos de los lanceros libios de Aníbal. El oficial les examinó a la luz de la antorcha y se paró con los brazos en jarras frente a ellos. —Buenas tardes —dijo en un latín bastante aceptable, y la incógnita del tiempo quedó despejada para Cayo Papio—, me llamo Gisgo y tengo una buena y una mala noticia para vosotros. La mala es que antes de que anochezca estaréis todos muertos. La buena es que, si colaboráis, será una muerte limpia y rápida. Si no… Dejó la frase en el aire, pero el significado estaba claro. Mientras les daba las noticias uno de los libios encendió otras dos antorchas y un brasero que había en un rincón. El segundo desplegó un hatillo de cuero que llevaba bajo el brazo y metió varios de los instrumentos de hierro que sacó de este entre las brasas que se iban formando. La función de cada uno de ellos se le escapaba, pero la idea general estaba clara como el agua. Papio escuchó un siseo líquido y un olor
desagradable. Uno de sus compañeros, no sabía cual, acababa de orinarse encima. —Bueno —dijo el tal Gisgo de nuevo—, ¿algún voluntario para empezar? Alguien a su izquierda, Papio no se atrevió a mirar, escupió al púnico dándole en la falda de la túnica. —Vete a la mierda —dijo una voz. Gisgo se miró el gargajo, lo ignoró y dijo algo en púnico a los dos esbirros, estos dos se dirigieron al escupidor y lo arrastraron cerca del brasero. —Ya tenemos al primer voluntario. El aludido hizo ademán de ir a escupir de nuevo, pero uno de los esbirros lo vio venir y le dio un puñetazo en la boca del estómago, ni muy flojo ni muy fuerte, lo justo para dejarle sin aliento. No cabía duda de que sabían lo que hacían. Papio reconoció al pobre desgraciado, no se acordaba de su nombre, pero era otro de los velites relativamente veteranos, nunca se imaginó que tuviera madera de héroe ni le pegaba hacerse el valiente, pero ahí estaba, desafiante ante lo que tenía pinta que iba a ser un muy mal rato. Los esbirros cortaron las cuerdas y le retorcieron los brazos a la espalda, inmovilizándolo. —Bueno, ahora que estás más calmadito —dijo Gisgo— vamos a tener una pequeña conversación. —No te pienso decir nada, púnico hijo de puta —dijo en tono desafiante pese a faltarle el aire. —¿No? —preguntó Gisgo, entonces dijo algo en púnico. Con el brazo que le quedaba libre uno de los lanceros le agarró de la nariz y apretó brutalmente al tiempo que le echaba la cabeza para atrás. Al quedarse sin aire y tratar de respirar abrió inevitablemente la boca, momento que aprovechó el segundo esbirro para meterle el pomo de la empuñadura del puñal en la boca y bloquearle las mandíbulas, Gisgo le metió entonces el pulgar y el índice de la mano izquierda en la boca, a pesar de los forcejeos le mantuvieron inmóvil, el oficial cartaginés hizo pinza con los dedos y le sacó la lengua fuera, con la derecha sacó el puñal y se la cortó con un movimiento limpio, y echó el trozo de carne sanguinolenta frente a sus cuatro aterrorizados compañeros. Hubo un
instante que pareció larguísimo de silencio, luego llegó el aullido. Era un sonido inhumano y gorgoteante de dolor que pareció durar una eternidad. Todo había transcurrido tan rápido y con tanta fluidez que Papio estuvo seguro de que no era la primera vez que repetían la misma coreografía, y eso le aterrorizó aún más. Cuando terminó de aullar, el pobre desgraciado quedó colgando de las manos de sus torturadores, gimiendo débilmente y chorreando sangre por la boca. Los gemidos resultaban extrañamente animales, como si al perder la capacidad de hablar hubiera perdido con ella parte de su humanidad. Los dos libios lo lanzaron a una esquina de la mazmorra y quedó allí tendido gimiendo en el suelo a la derecha de Papio. —Si no queréis hablar no me servís —dijo el oficial—. Ahora repetiré la pregunta, ¿alguno tiene ganas de charlar un rato? Alguien empezó a sollozar a la izquierda de Papio, este se atrevió a mirar, a su lado estaba el jinete itálico y un puesto más allá un velite joven, aún imberbe que lloraba a moco tendido, arrodillado sobre un charco de su propia orina. Balbució algo ininteligible. —Perdona, hijo —dijo el oficial cartaginés—, pero no te he entendido. El chico se sorbió los mocos y repitió. —Le diré lo que quiera —murmuró entre sollozos—, pero sean rápidos, por favor. —Claro que sí, muchacho —sonó casi tierno. Hizo una seña a los dos mastuerzos que lo cogieron por las axilas y lo levantaron delicadamente, cuidando de no pisar el charco de orina.
Cayo Papio hacía un rato que había dejado de escuchar. Las preguntas parecían irrelevantes, horas de instrucción, comidas, turnos de guardias y para todo parecía el cartaginés conocer ya la respuesta, aun así, continuaba preguntando y de vez en cuando anotaba algo en una tablilla de cera. Pasado un rato, que se antojaba larguísimo, alguien llamó a la puerta. Gisgo salió y Papio creyó entrever a otro oficial en el umbral. La conversación subió de tono y los dos lanceros que les vigilaban se miraron entre ellos e intercambiaron algunas palabras. Aunque no pudo entender ni una palabra el tono era de incertidumbre.
Algo estaba ocurriendo o iba a ocurrir. Al cabo de varios minutos Gisgo volvió a entrar y le dijo algo a los esbirros, uno salió de inmediato y entonces se giró hacia los prisioneros. —En fin, temo que ha habido un cambio de planes. Siento las molestias —y parecía molesto de veras—, me temo que esta nuestra agradable velada termina aquí. Recogió su tablilla de cera y dijo algo al lancero que quedaba con los prisioneros, este asintió, y Gisgo salió de la sala cerrando tras él. Antes de que ninguno pudiera reaccionar, el guardia había sacado su puñal y degollado al jovencito hablador, que cayó al suelo con un gorgoteo. Sin apenas inmutarse, aquel pedazo de animal se dirigió a la pared contra la que estaban el resto de prisioneros y sin un segundo de duda le clavó el puñal en el pecho al más alejado de Papio. Desclavó y cayó muerto al suelo. El itálico se revolvió, pero no tenía a dónde ir, el esbirro le agarró del pelo, le golpeó la cabeza contra la pared aturdiéndole y le clavó el puñal en el cuello. Papio se arrastró por el suelo de la habitación, pero no había donde ir y chocó contra la pared a su derecha, notó algo viscoso en las manos, era la sangre del velite al que habían cortado la lengua, miró a su alrededor, pero no lo vio, no tuvo tiempo de extrañarse pues el libio estaba ya encima de él, se revolvió y le dio una patada que el otro esquivó sin problemas, le agarró de la túnica y tiró de él hacia arriba. Tenía el rostro inexpresivo del profesional que hace una tarea que le desagrada ligeramente. Cayo Papio miró con ojos desorbitados cómo alzaba el puñal, trató de revolverse, pero lo comprimió contra la pared y giró el cuerpo para evitar las patadas que le estaba lanzando. Papio, temiendo el golpe final, cerró los ojos y apretó los dientes. En lugar de la puñalada lo que sintió fue que le soltaban y el sonido de un cuerpo al caer. Se atrevió a abrir los ojos y vio ante él al velite al que le habían cortado la lengua, tenía la barbilla y el pecho de la túnica cubiertos de su propia sangre y las manos apoyadas en las rodillas, estaba mortalmente pálido y respiraba con un jadeo húmedo. El guardia yacía en el suelo con uno de los hierros al rojo clavado en la sien, de la herida no salía sangre sino un hilillo de humo y un leve siseo. Papio también olió algo agrio, el mismo olor que ya había en la habitación pero más intenso y la humedad cálida que le corría por las piernas le reveló que se había meado encima. Una vez ejecutada su venganza, el velite sin lengua se dejó caer y se quedó
sentado en el suelo con la mirada perdida. Tras unos instantes, sin saber qué hacer, Cayo se tumbó sobre la espalda, forcejeó con sus ligaduras y pasó las manos por debajo de las piernas. Con las manos al fin al frente cogió el puñal de su captor y con cuidado de no herirse a sí mismo cortó sus ligaduras. Tenían que salir de allí como fuera, pero no sabía cómo. Tiró del pomo de la puerta y dio un suspiro de alivio al comprobar que no la habían cerrado con llave, se asomó fuera y vio un corto pasillo y al fondo unas escaleras, al final de las cuales se distinguía la tenue luz de la luna. Volvió dentro y se obligó a calmarse. Por un momento pensó en vestirse con las ropas del hoplita muerto, pero era más grande que él y no estaba acostumbrado a llevar la pesada cota, así que desechó la idea, se limitó a coger el capote que había dejado en el suelo a la entrada y a echárselo sobre los hombros y a quitarle el cinto con la espada y la vaina del puñal. Se lo puso y se dispuso a irse, su salvador seguía sentado y con la mirada perdida en la lejanía, pese a estar a un paso de la pared. Se agachó junto a él y le tiró del brazo. —Vamos… El otro no reaccionó. —Vamos, te digo, venga… —Le obligó a ponerse de pie y, tirando de él, lo sacó al estrecho corredor y subieron los escalones, se asomó fuera, la calle estaba totalmente desierta, el silencio le asustó aún más que si la hubiera encontrado atestada de gente. Tragó saliva y, agarrando a su compañero mudo por el brazo, echó a andar sin saber muy bien hacia dónde iba.
—Tengo unas ganas locas de que a nuestro general se le ocurra una emboscada perfecta a mediodía… —rezongó Korbis tras tropezar de nuevo en la oscuridad. —Y eso de perfecta… —dejó caer Garokan. Entre las informaciones de espías y prisioneros que habían llegado a oídos de Aníbal un dato aparecía de manera constante, las dificultades para instaurar la adecuada disciplina entre los nuevos reclutas, propiciada por la diametralmente opuesta mentalidad de los cónsules a la hora de enfocar la guerra. Esto había llevado a uno de ellos, el tal Varrón, a soliviantar a la soldadesca, alentando su belicosidad, lo que contrastaba con el prudente Paulo. Aníbal había decidido ponerles un jugoso cebo delante y dejar que picaran. Había ordenado abandonar
el campamento y la ciudad en mitad de la noche dejando atrás los bagajes y el botín bien a la vista. Ordenó que hispanos y celtas, más toda la infantería ligera, se emboscaran en las espesuras cercanas a la ciudad, la infantería pesada, con la caballería detrás para aumentar la polvareda fingirían que eran todo el ejército en retirada. Cuando los romanos perdieran el orden para saquear la ciudad caerían sobre ellos. En el mejor de los casos los masacrarían, en el peor de los casos sería una manera poco costosa de hacerles mucho daño. Garokan, como otros muchos, no terminaba de verlo claro. Por un lado, no le hacía ninguna gracia apostar así su duramente adquirido botín y, por otro lado, estaba el hecho de que hasta ahora los romanos le habían parecido muchas cosas, pero ninguna de ellas era indisciplinados. Le costaba imaginar a una turba de ocho legiones desmandadas para saquear un campamento vacío. El caso es que habían obedecido y, a pesar de los ánimos taciturnos de unos y perezosos de otros, los iberos marcharon junto al resto del contingente de hispanos hacia sus posiciones.
A duras penas y a la tenue luz de la luna, Papio consiguió orientarse entre las desiertas calles y marchó arrastrando a su compañero buscando una puerta en las murallas que lo llevase de vuelta al campamento romano. Las puertas de las casas estaban abiertas y había carros con impedimenta y bagajes tirados por todas partes. Parecía como si los cartagineses lo hubieran abandonado todo con prisa y huido, pero eso no tenía ningún sentido. Al doblar una esquina se toparon con un oficial, que iba inspeccionando cuidadosamente casa por casa, probablemente buscando rezagados. No había escondite posible y este los vio. Comenzó a gritarles algo, pero Papio no podía entender nada, por los gestos dedujo que le decía que se detuviera, se planteaba qué hacer cuando escuchó pasos y voces que acudían apresurados por la calle detrás del oficial, si era una patrulla y los cogían estaban perdidos. Papio hizo como que saludaba y asentía y disimuladamente empujó a su compañero de vuelta tras la esquina por donde comenzó a retroceder él mismo, el oficial aceleró el paso gritándoles algo. Nada más salir de la vista de este empujó a su compañero contra la pared, le iba a indicar que permaneciera en silencio, pero habría sido absurdo, apoyó la espalda contra la pared, respiró hondo y sacó el puñal con el que habían estado a punto de matarle, una cuchilla de un palmo de largo con forma de hoja. Los pasos se acercaron rápidamente, Papio tensó los
músculos, respiró de nuevo y saltó sobre el púnico en cuanto este dobló la esquina, este no se lo esperaba y menos aún la cuchillada que el romano le lanzó a la ingle, iba a chillar de dolor, pero le tapó la boca con la mano izquierda, le empujó contra la pared y lo apuñaló varias veces más en el bajo vientre justo debajo del borde de la coraza. Dobló las rodillas y cayó al suelo gimiendo levemente, llevándose las manos al vientre por donde la vida se le escapaba junto a los intestinos. Papio se volvió a su compañero y lo empujó sin miramientos. —Corre, por lo que más quieras, corre… El mudo entendió y echaron a correr calle arriba hasta la primera bocacalle que encontraron, torcieron sin pararse a pensar y siguieron corriendo.
Hanno miró perplejo hacia abajo, se miró las manos ensangrentadas que se veían negras a la luz de la luna, trató de sujetarse los intestinos dentro del vientre, pero sabía que era inútil. Casi no le dolía y comenzó a sentir un frío terrible subiéndole por las piernas, dejó caer la cabeza y miró al cielo, nadie quería morir y él tampoco, no así, no en una oscura calle de un pueblo de mierda que a nadie importaba, no mientras inspeccionaba buscando a rezagados. Se sintió impotente y estúpido y tuvo miedo. Unas sombras le rodearon, los soldados que le acompañaban se agruparon junto a él, uno se agachó, pero no se atrevió a tocarlo cuando vio el estropicio, gritaban entre ellos, pero sus voces parecían llegar de muy lejos y la vista se le comenzó a nublar, sintió el cosquilleo de una lágrima que le rodaba por la sien hacia el suelo, abrió la boca para decir algo, pero por ella solo salió su último aliento.
Cayo Papio tuvo que pararse a sujetar a su compañero, que empezó a toser y a ahogarse en su propia sangre. La tremenda herida que tenía en la boca lo estaba debilitando muy rápido y era increíble que hubiera sacado fuerzas para correr en los últimos minutos. No por primera vez se planteó abandonarlo, pero no pudo. Cuando pasó el ataque le pasó un brazo por la espalda, se echó el suyo por los hombros y empezó a andar de nuevo llevándolo casi a cuestas. —Si al menos supiera cómo te llamas…
Medio arrastrando a su camarada vieron al final de la calle la muralla de la ciudad, la siguieron unos cien metros y llegaron a una puerta. Papio dejó a su compañero recostado en las sombras, sacó la espada del libio y avanzó cautelosamente, la luz de la luna penetraba por la puerta, luego estaba abierta. No pudo oír nada así que se asomó. Nadie, ni guardias ni nada. A lo lejos se apreciaba la silueta de uno de los dos campamentos romanos y el resplandor de sus hogueras. La colina por la que habían tenido que combatir el otoño pasado se veía también desocupada. No había guardias en las fortificaciones ni en el muro que los cartagineses habían levantado para unirla con la ciudad. Papio estaba cada vez más desconcertado cuando creyó ver movimiento a lo lejos. Las nubes habían cubierto la luna y la oscuridad era casi total, así que aguardó a que clareara otra vez tratando de escuchar. No se oía nada más que la brisa, pero esta le ayudó al apartar de nuevo las nubes dejando que pasara algo de luz, a unos doscientos metros, un grupo de hombres corría hacia los árboles. Acababan de abandonar el campamento de la colina y no iban hacia la ciudad, miró hacia los árboles y se confirmaron sus temores, alguien asomó de entre la maleza y les hizo una seña, las siluetas variaron ligeramente su dirección y se internaron entre los árboles. La luz se fue haciendo poco a poco en la mente de Cayo Papio, los cartagineses no habían abandonado su campamento, solo lo habían dejado como cebo para caer sobre los romanos. Corrió a buscar a su compañero, cargó de nuevo con él y salieron de Gerontio deslizándose entre las sombras. Tenía que llegar al campamento antes de que amaneciera.
—¡Allí, mirad! —Bedule señaló a lo lejos hacia la puerta de la ciudad. El resto se giraron hacia donde señalaba y escudriñaron las sombras. —Yo no veo nada —susurró Garokan. —Sí, yo sí lo veo allí a lo largo del muro —señaló Balkar a su vez—, dos desertores o prisioneros. El resto se fijaron mejor y poco a poco consiguieron ver dos siluetas que se movían furtivamente a lo largo de las murallas de la ciudad, cuando se hubieron alejado un poco de la puerta echaron a andar campo a través, al cabo de unos metros uno pareció caer al suelo y el otro se lo echó a la espalda y siguió camino.
—Deberíamos mandar unos jinetes a por ellos, van a desvelar la jugada —dijo Korbis, al que si pasarse la noche sin dormir le molestaba, hacerlo para nada le molestaba aún más. —Los verían los romanos y estaríamos en las mismas —dijo Balkar, y los demás asintieron—. En fin, poneos cómodos, que me parece que esto va para largo. Balkar quedó de guardia. Garokan se tendió detrás de él y se envolvió en su sagum. —Pensé que Hanno estaba con las patrullas de limpieza asegurándose de que no se quedaban rezagados o se escapaba alguien —dijo con voz soñolienta. —Pues está claro que estos dos se les han escapado —Balkar se cerró el sagum sobre los hombros, el cielo se había terminado de cubrir y apenas se veía la ciudad al otro lado del prado. Se preguntó dónde estaría su amigo el púnico.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó uno de los soldados libios, acuclillado junto al cadáver de Hanno. Los demás miraban sin saber qué decir, habían tratado de encontrar al asesino, pero había sido imposible. En esas estaban, pensando qué hacer con el cuerpo del oficial, cuando escucharon una voz a sus espaldas. —¿Se puede saber qué hacéis ahí parados como pasmarotes? —Oh, mierda… —murmuró uno al reconocer al dueño de la voz—. Es ese cabrón de Gisgo. El oficial llegó y apartó de malas maneras a los soldados y miró al suelo. No pudo contener una expresión de sorpresa al reconocer el cuerpo. —¿Qué ha pasado? —preguntó con tono glacial. Uno de los soldados, el que estaba acuclillado se puso en pie. —Estábamos revisando en busca de rezagados, el oficial se adelantó, le dio el alto a alguien, no lo vimos, solo lo oímos, acudimos a donde estaba, pero cuando
doblamos la esquina lo encontramos así, murió a los pocos segundos de que lo encontráramos, no pudimos hacer nada para ayudarlo. Gisgo asintió mirando los intestinos de Hanno desparramados por el suelo. Quien lo hubiera hecho lo había hecho a conciencia. —¿Y el asesino? —Lo buscamos, pero se perdió entre las calles, señor. Asintió el púnico de nuevo. No era amigo de Hanno, pero lo conocía bien y lo respetaba, qué manera tan estúpida de morir, pero todas lo eran al final. —Envolvedlo en su capa y metedlo en alguna de las casas cercanas fuera de la vista y, cuando hayáis terminado, continuad con la inspección y salid de aquí antes de que amanezca, pero estad atentos, no vayáis a toparos con el asesino o asesinos. —Sí, señor, ¿quiere que le demos escolta? —Puedo apañarme solo, gracias. Sin decir nada más Gisgo se alejó de allí procurando caminar por el centro de la calle y con una mano en el pomo de la espada, más valía que avisara de que el plan podía estar comprometido.
Cayo Papio estaba exhausto, pero ya casi había llegado. Su compañero se había desplomado al poco de salir de la ciudad y se lo había echado a la espalda. El horizonte comenzaba a clarear por el este, pero podría dar la alarma, se dijo, o al menos informar de que algo raro ocurría. Cuando estaba a unos veinte pasos de la puerta del campamento le dieron el alto. —Me llamo Cayo Papio, velite de la primera legión y traigo información importante y un herido grave. —Por mí como si traes a las vírgenes vestales. Santo y seña o no pasas. Perfecto, se dijo Papio, uno de estos.
—Llama al centurión de guardia si hace falta, pero déjame dar la información que traigo —suplicó el desesperado velite. El legionario titubeó y se acercó un par de pasos. Sostenía el escudo frente a él y un pilum en alto y preparado para lanzar. Volvió la cabeza a medias. —Lucio —llamó—, ve a buscar al centurión. Y tú no te muevas o te empalo. Papio asintió. —¿Puedo dejar a mi compañero en el suelo? El legionario asintió en silencio y permaneció expectante. El sol ya empezaba a ser visible en el horizonte y Papio dejó en el suelo a su compañero que entraba y salía de la consciencia, él mismo empezó a estar terriblemente agotado. Hizo memoria y cayó en la cuenta de que hacía dos días con sus noches que no comía y casi ni bebía, y se arrepintió siquiera de pensarlo. Por suerte, una voz le sacó de seguir rumiando sus miserias cuando se le acercó el centurión de guardia. —Por todos los dioses, ¿Papio? Este alzó los ojos y vio el rostro curtido del centurión Ventidio y suspiró aliviado. Al fin un poco de buena suerte.
Ventidio caminaba a paso vivo por la vía principalis del campamento y el pobre Cayo Papio le seguía como podía. Habían llevado al velite herido a que fuese atendido. Uno de los legionarios de Ventidio lo conocía, se llamaba Marco Bebio y tenía dieciocho años. Los cirujanos que lo examinaron no se mostraron muy optimistas, pero Papio no podía hacer nada más, ahora un centurión le llevaba a ver a un cónsul, estaba agotado y sentía que todo le venía demasiado grande, solo quería comer y dormir, pero se temía que iba a pasar bastante tiempo antes de que pudiera hacer ninguna de las dos cosas. Al llegar al praetorium Ventidio le indicó a Papio que esperase. Este se examinó a sí mismo. Apestaba. Una mezcla de sudor, barro, orina y sangre. Tenía un terrible hematoma en el ojo derecho y la cara cubierta por una costra de sangre, de la herida producida por el impacto contra el árbol cuando había sido capturado, las muñecas en carne viva por las ligaduras y, aunque no se lo veía
bajo la mugrienta túnica, el costado le dolía de los múltiples golpes recibidos y supuso que estaría amoratado. La túnica, además de grandes cercos de sudor, estaba cubierta por su sangre, por la del cartaginés al que había matado, esa última, pensó con alivio, al menos cubría en parte la mancha de orina. La espalda tampoco se libraba y la tenía cubierta con la sangre del desventurado Marco Bebio tras haber cargado con él. —¡Papio!, ven —ordenó Ventidio desde la puerta de la tienda. El aludido agachó la cabeza y entró en la tienda de uno de los cónsules. El cónsul al mando ese día era Lucio Emilio Paulo que, vestido con túnica, caligae y un subarmalis de cuero estaba sentado a la mesa comiendo algo de pan con aceite. No pudo reprimir una expresión de cierta sorpresa al ver al despojo humano que acababa de entrar en su tienda. —Está claro que no viene usted de las termas, legionario —dijo el cónsul dejando el pan sobre el plato—. El centurión Ventidio insiste en que tiene información que no puede esperar, así que dígame, ¿qué ocurre? Papio contuvo la saliva que le inundó la boca al ver el magro desayuno del cónsul. —Creo que Aníbal nos ha preparado una trampa, señor su… En este momento un tribuno entró corriendo en la tienda sin llamar apartando a un lado al maltrecho velite. —¡Señor, Aníbal ha abandonado Gerontio y los campamentos adyacentes, ha dejado atrás toda su impedimenta y su ejército se aleja, aún son visibles en el horizonte! Paulo saltó de su silla. —¿Está seguro de eso, Equitio? —preguntó el cónsul. —Sí, señor —dijo el tribuno en tono satisfecho, sabedor de que se acababa de apuntar un tanto. —Hay que comprobar eso —dijo el cónsul—. Equitio, coja una turma de
caballería y examine lo más cerca que se pueda el campamento y la ciudad, no vuelva hasta que no esté seguro de lo que ha dicho. ¿A qué espera? ¡Mueva el culo! Equitio había palidecido, una cosa era ir con las buenas nuevas al general y otra que te mandaran con treinta jinetes a meterte en terreno que hasta hacía un momento estaba ocupado por el enemigo, pero no tenía alternativa, así que se dio la vuelta y salió a cumplir las órdenes. —¡Ordenanza! —gritó Paulo. Al instante uno de los legionarios de guardia en la puerta entró en la tienda y se cuadró—. Tenga la bondad de ir a avisar al cónsul Cayo Terencio y, si aún está dormido, que lo saquen de la cama y que venga inmediatamente. —El ordenanza no se lo hizo repetir dos veces y desapareció. Paulo se volvió hacia Papio—. Muchacho, lo siento mucho, pero como ha oído tengo cosas importantes entre manos, vaya a asearse un poco, descanse si puede y coma algo. Ahora… —¡Pero, señor, se trata de eso! —le interrumpió Papio. Paulo era un jefe tolerante, pero ser interrumpido por un velite mugriento estaba más allá de lo aceptable. —Escúcheme, muchacho, salga de aquí ahora mismo antes de que se me acabe la paciencia tengo… El muchacho le interrumpió de nuevo. —¡Señor, se trata de eso, es una trampa! Ventidio, que había presenciado la escena en disciplinado silencio y, antes de que el cónsul hiciera azotar a Papio por insolencia, dio un paso al frente y se colocó a su lado. —Señor, con permiso, pero antes de que haga algo precipitado escuche al muchacho lo que tiene que decir. Una vez dijo esto lanzó una mirada muy expresiva al infante ligero: «Como no le convenza tu historia y me degraden por esto vas a desear haberte quedado con los cartagineses».
Estaba a mitad de su historia cuando llegó Varrón y tuvo que empezar de nuevo. Paulo escuchaba pensativo, el recién llegado, exaltado. Cuando hubo terminado su relato, Paulo se dirigió a Ventidio. —Centurión, llévese a este muchacho, que se lave, coma y le atiendan las heridas. Muchas gracias por el informe, Cayo Papio, ha prestado usted un gran servicio. Una vez fuera, el centurión le dio un par de palmadas en la espalda al pobre velite. —Lo has hecho muy bien, chaval, ahora vamos a ver si te adecentamos un poco. A su alrededor, en el campamento que despertaba, la habitual agitación se vio alimentada por las noticias de la fuga de los cartagineses y del campamento vacío, que ya comenzaba a extenderse por todas partes y, mientras caminaba entre las tiendas, Cayo Papio temió que no iba a tener mucho tiempo para descansar.
Lupo maldijo su suerte mientras galopaba tras ese estirado de Equitio. No lo conocía apenas personalmente, pero tenía fama de andar siempre arrimado al sol que más calentaba y de tener un particular talento para escaquearse del trabajo duro o del peligro, por eso le extrañaba que le hubiera tocado esa descubierta a él y con su turma, con todas las que había en el ejército. A unos doscientos pasos de las empalizadas del campamento anexo a las murallas refrenaron los caballos. No se veía ni a un alma en las empalizadas, ni en las torres de guardia, ni en los muros de la ciudad y era extraño que no les hubieran lanzado ya a la caballería a por ellos. —Decurión, coja a diez hombres y vaya a explorar la ciudad. Usted —dijo señalando a Clamio—, coja otros diez y explore el campamento, yo me quedaré aquí con los diez restantes y acudiré en su ayuda si ocurre algo. Lupo no daba crédito, pero una orden era una orden. Lanzó una mirada a Clamio que negaba para sí, incrédulo, y con su decuria partió al trote hacia la ciudad mientras su camarada hacía lo propio hacia el campamento.
Al frente de sus diez hombres cabalgó a lo largo de las murallas hacia la puerta más cercana, manteniendo una distancia prudencial. La puerta estaba abierta y parecía desguarnecida. Agarró mejor su lanza, notaba que le sudaban las manos, pero una orden era una orden. Con un suave toque de los talones hizo avanzar a su caballo y se dirigió hacia la entrada de la ciudad. Lentamente cruzó el umbral y comprobó que de verdad no había nadie. Miró alrededor y en las murallas. Vacío. Los diez jinetes avanzaron hacia el centro de la ciudad al paso y bien agrupados, el sol se había levantado y no corría briza de aire, todos sudaban bajo sus yelmos y cotas de malla y solo se escuchaba el sonido de los cascos de los caballos. Sonó un ruido a un lado y se volvieron sobresaltados. Un gato se escabulló por un callejón y se permitieron sonreír de alivio. Poco antes de llegar al foro de la ciudad empezaron a ver carros cargados y abandonados. Uno de ellos tenía uncidos a dos aburridos bueyes que los miraron al pasar mientras parpadeaban impertérritos y se apartaban las moscas con la cola. Lupo levantó la lona que cubría la carga del carro con la punta de la lanza, había una serie de sacos dentro, pinchó uno y se escaparon algunos granos de trigo por el roto. —Esto no tiene sentido… —murmuró. —¿Por qué se habrían ido dejando todo atrás? —dijo un legionario verbalizando lo que todos pensaban. A ninguno se le habían escapado las puertas abiertas de las casas y los enseres que se veían en ellas, y aquellos carros de suministros… —¡Decurión!, mire esto —llamó otro de los soldados. Lupo se acercó y vio lo que señalaba el muchacho, en otro carro al apartar la lona se descubrieron varias cajas con platos y jarras de plata, incluso algunas pequeñas esculturas de bronce bellamente policromadas. —¿Han saqueado media Italia para irse dejando atrás el botín? —preguntó el legionario, demasiado perplejo para siquiera pensar en echarle mano a algo de aquello. —Esto no tiene sentido… —repitió Lupo—. No tiene sentido y huele muy mal. Ya hemos visto suficiente, salgamos de aquí y reunámonos con nuestro heroico tribuno, ¡vamos! Los más que aliviados jinetes picaron espuelas y se dirigieron al trote hacia la
puerta de la ciudad. —Mierda —dijo entre dientes el jinete que había descubierto el botín, acababa de caer en la cuenta de que podría haberse echado algo al zurrón.
Equitio salió de la tienda de Paulo orgulloso de su labor informando. Había omitido, por supuesto, que el auténtico reconocimiento lo habían hecho Lupo y Clamio, y estaba algo molesto porque Paulo le hubiera ordenado salir nada más terminar el informe, pero bueno, había cumplido y le habían visto todos los grandes oficiales, dos cónsules, dos procónsules y un legado de categoría consular, nada menos. Sonrió con suficiencia y se quedó por los alrededores. Dentro de la tienda los cinco altos oficiales discutían acaloradamente. Por un lado Lucio Emilio Paulo, apoyado por Servilio Gémino aconsejaba prudencia, era demasiado obvio, demasiado fácil. Terencio Varrón, secundado por Atilio Régulo apostaba por sacar las legiones, saquear todo lo aprovechable en Gerontio y partir detrás de Aníbal inmediatamente. Minucio Rufo, el antiguo magister equitum de Fabio Máximo, curado en gran parte de su impetuosidad, permanecía en silencio. —No puede ser, Cayo Terencio, no puede ser, Aníbal no puede haberse ido dejando atrás impedimenta y botín, es absurdo —porfiaba Paulo. —Nos tiene miedo —insistía este—, le doblamos en número y ha decidido poner tierra de por medio dejando atrás todo estorbo, yo no lo veo tan raro. —Ese es el problema, que no lo ves raro. Cada vez que algo ha parecido obvio con Aníbal nos ha costado varios miles de hombres. —Entonces, ¿qué sugieres? ¿Que le dejemos irse e ignoremos el tesoro abandonado en Gerontio? Y así seguían. —El caso es que Aníbal se va, y la ciudad está desocupada, la mañana avanza y nosotros seguimos aquí sentados discutiendo —aportó finalmente Minucio Rufo, pragmático—. Algo hay que hacer.
La discusión se fue acalorando, Varrón sugirió perseguir a Aníbal y dejar atrás un par de legiones que se ocupasen de Gerontio, a lo que Servilio y Paulo adujeron que dividir a la fuerza, aun siendo tan superiores al enemigo, no era buena estrategia, y que además la noticia del botín ya se había extendido por el campamento y los que tuvieran que seguir a los púnicos no lo harían de grado sabiendo que el botín quedaba en manos de los seleccionados para quedar atrás. —Los soldados harán lo que se les ordene —sentenció Varrón. —¡Los soldados están al borde del motín desde que te dedicas a calentarles las orejas cada día que pasa para que me presionen a saltar sobre Aníbal! —le gritó Paulo a punto de perder los papeles. Servilio y Rufo trataban de calmar los ánimos y, en un momento dado, tanto ellos como Régulo tuvieron que interponerse entre los cónsules por miedo a que llegaran a las manos. Al final, Emilio Paulo, rojo de ira, usó la última carta que le quedaba, según la costumbre los cónsules comandaban en días alternos si estaban juntos y ese día le tocaba a él, no se iría a ninguna parte y esa era su última palabra. Terencio Varrón estaba a punto de ponerlo de cobarde para arriba cuando el tribuno Equitio entró de nuevo en la tienda e interrumpió a todos con un carraspeo. —Señores, creo que deberían salir y ver esto. Sin siquiera mirarse, los dos cónsules salieron de la tienda seguidos de los dos procónsules y de Minucio Rufo. Una multitud de legionarios se agolpaban en el terraplén del campamento contra la empalizada, pero rápidamente hicieron hueco para los generales que pudieron observar lo que ocurría. Finalmente, convencido de que su ardid había fracasado, Aníbal ordenó al ejército que volviera a ocupar el campamento y la ciudad. Paulo dirigió a Varrón una mirada homicida, él había tenido razón todo el tiempo y el otro les pretendía llevar a una trampa, pero Varrón, terco como pocos, se limitó a darse la vuelta y retirarse. Todo se tendría que decidir en una batalla campal, pero no allí, a los dos días el campamento cartaginés amaneció vacío de nuevo, pero esta vez de verdad. Los romanos levantaron sus campamentos y les fueron a la zaga.
Habían marchado más de ochenta millas hacia el sureste, con los romanos a un día de marcha más o menos detrás de ellos y con su caballería acosándolos
constantemente en ese sangriento juego del gato y el ratón al que ya se habían habituado ambos bandos. Nada más llegar a aquel valle Aníbal había ordenado asaltar la ciudadela en lo alto de una de las colinas en el lado sur del mismo. El asalto había sido rápido y brutal, la pequeña guarnición romana no había tenido nada que hacer y habían sido pasados a cuchillo. La pequeña fortaleza era un depósito de armas y suministros romano y el famélico ejército cartaginés los necesitaba como agua de mayo. Una vez reaprovisionados, Aníbal ordenó acampar al otro lado del valle y aguardaron a los romanos en un altozano fácilmente defendible. —¿Crees que será aquí? —preguntó Córax. —Sí —respondió su hermano sin ninguna duda. El bardo lo observó. Había cambiado durante ese invierno. Durante semanas había estado al borde de la muerte y luego la recuperación había sido lenta, muy lenta. Una durísima lección de humildad que Ducario parecía haber aprendido y el bardo se alegraba, sentía el sufrimiento de su hermano, pues le quería sinceramente, pero a veces uno tenía que tocar fondo para escarmentar. No había recuperado todo el peso perdido, tenía los pómulos más marcados, el rostro más afilado y unas pequeñas arrugas de preocupación le habían aparecido en el ceño y alrededor de los ojos, pero seguía siendo el mismo formidable guerrero, ahora quizás más que antes. Córax no dijo nada, sabía que estaba estudiando el terreno, midiendo distancias, calculando zonas donde el río se podía vadear y dónde era una barrera, cuánto podría recorrer un caballo al galope antes de agotarse… Y sabía que lo que veía le gustaba, aquella planicie era perfecta para maniobrar a caballo y, si en algo eran ellos superiores, era en caballería. —Sí —repitió Ducario—, será aquí, cuando sea que lleguen los romanos, en el llano al otro lado del río, junto a esa ciudadela que asaltó la infantería, ¿cómo dijiste que se llamaba? —preguntó a su hermano. —Cannas.
Un día de agosto
Finales de julio del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Apulia, sur de Italia
Una vez que se aseguraron que no había caballería enemiga a la vista Lupo se permitió observar el paisaje con más calma. Al sureste, sobre una colina delimitada por el río, se divisaba el campamento cartaginés. Incluso para la limitada experiencia del jinete, un asalto quedaba descartado. Protegido por un lado por el río Aufido y por el otro por unas elevaciones, sería un ataque en un frente estrecho cuesta arriba contra un enemigo atrincherado. Un suicidio. La llanura sin embargo era otra cosa. Parecía estar pidiendo a gritos que se desplegaran ejércitos en ella, totalmente plana, sin bosques ni accidentes, sin espacio para esos trucos a los que Aníbal era tan aficionado, como el propio Lucio había experimentado. Pero también perfecta para que su muy superior caballería maniobrase, pensó preocupado. —Lucio, ¿volvemos? El aludido se volvió, era Clamio el que le preguntaba. —Sí, todo parece despejado en la bajada al valle, vayamos a informar. Se acercaron a un medio galope al ejército que avanzaba. La larguísima serpiente del mayor ejército jamás reunido por la República de Roma se extendía hasta varias millas más atrás, dieciséis legiones reforzadas, ocho romanas y ocho de itálicos en total con sus complementos de caballería e impedimenta. Lupo lo veía todos los días desde la perspectiva que le daba la distancia del jinete, aun así, no dejaba de sorprenderle y le costaba imaginar qué podría ser capaz de parar una fuerza semejante.
El decurión se retiró tras dar su informe, un chico joven con una cicatriz reciente en el pómulo, otra en la ceja y la nariz rota.
«Es increíble cómo esta guerra transforma a muchachos en veteranos así de rápido». Paulo estaba perdido en esas disgresiones cuando un chasquear de dedos delante de su cara le devolvió a la realidad. Cayo Terencio Varrón tenía esa maldita costumbre. —¿Está aquí, Lucio Emilio? —preguntó guasón el cónsul sénior. —Sí, Cayo Terencio, solo me distraje pensando en unas cosas —repuso el siempre educado Paulo disimulando su malestar. Terencio ostentaba el mando ese día. La mañana avanzaba y era ya casi mediodía, con el enemigo a la vista había que empezar a pensar dónde y cómo acampar. El grupo de los dos cónsules con sus lictores se apartó de la columna, que siguió avanzando y Terencio señaló el valle. —Quiero que avancemos por la orilla norte del río, nos acerquemos lo más posible hasta el campamento púnico y le acampemos bajo las narices —anunció muy serio—. Ese perro cartaginés ha acampado en una colina fácilmente defendible, pero se ha alejado del agua, si nos ponemos en su camino le entorpeceremos ese suministro y tendrá que plantar batalla o tratar de huir. Paulo tuvo que itir que el plan era inteligente. Hacía varios días que itía que la batalla era un mal necesario, mantener ese gigante unido estaba resultando un tremendo problema, pues no era nada fácil alimentar a más de ochenta mil bocas. Así que habría que luchar o dividir al ejército. —Avanzar por la rivera norte del río resultará dificultoso, yo desplegaría a la caballería y a los extraordinarii en orden de batalla al frente. No creo que Aníbal nos deje plantarnos así como así en sus propias narices. —¿Entonces no le parece mal la idea? —Varrón no pudo reprimir un cierto tono de sorpresa. —De hecho, me parece bastante acertada —itió Paulo, ecuánime—, pero habrá que ejecutarla con cuidado. —Sí, eso es verdad. ¡Tribuno! —gritó Varrón chasqueando una vez más los dedos. El tribuno se acercó al momento. Paulo observó con disgusto que era ese
tal Equitio. Era un joven eficiente, pero al cónsul júnior le resultaba algo repelente su absoluta solicitud casi abyecta con los cónsules, especialmente con Terencio Varrón que disfrutaba con la adulación. —¿Señor? —dijo este adelantando su caballo al lugar que ocupaban los cónsules. —Que los extraordinarii se desplieguen en orden de batalla para cubrir el avance del ejército al pie de la colina que ocupan los cartagineses, hasta el llano que hay a una milla más o menos de su empalizada. Que la infantería ligera y los velites los cubran y que los agrimensores se preparen para fijar el emplazamiento del campamento. El tribuno se alejó y Paulo le miró irse y observó a Varrón. Jamás le gustaría ese hombre, pero debió itir que lo que decía tenía sentido.
Balkar y Korbis observaron la inmensa columna romana adentrarse en el valle. —Y yo creía que el año pasado eran muchos… —dijo este casi en un murmullo, claramente impresionado por la que se les venía encima. —Esta vez son más del doble —aclaró Balkar— y nosotros somos bastantes menos. Sumidos en estos lúgubres pensamientos los iberos dejaron pasar el día mientras observaban plácidamente sentados a la sombra de un árbol cómo la columna romana avanzaba. La placidez de la observación se fue disipando conforme quedó claro que los romanos avanzaban directamente hacia ellos, la columna reducía ligeramente el paso y comenzaba a desplegar su infantería ligera y jinetes en el frente de avance y, tras ellos, una línea de infantería pesada. Pronto quedó claro para los púnicos que los romanos no iban a limitarse a llegar al valle y acampar, y Aníbal movilizó a la caballería y a la infantería ligera hispana y balear. Los dos iberos se reunieron con el resto de sus camaradas, quizá la gran batalla que llevaban tiempo esperando fuera a ser ese día.
Cneo Manlio se adelantó un paso a la línea y la recorrió con la mirada. Asintió
aprobador para sí mismo y volvió a ella, acompasando su paso al de sus hombres y con el escudo preparado para ser alzado. Sus viejos conocidos, los númidas, comenzaban a cabalgar colina abajo al encuentro de la infantería ligera y los arqueros y honderos que habían enviado el viejo Hierón de Siracusa. Miró a su derecha y vio a la caballería avanzar por su flanco dispuesta a no dejar que los númidas pisotearan impunemente a los velites. Los extraordinarii alcanzaron la línea marcada y se detuvieron, ahora tocaba aguantar lo que Aníbal les lanzase. La vieja historia.
Lucio Lupo se colocó junto al resto de la caballería romana y aliada en línea para cargar. No le llenaba de entusiasmo la idea de atacar cuesta arriba a los númidas, pero no fue necesario. Pese al continuo intercambio de proyectiles entre tropas ligeras, Aníbal no estaba dispuesto a aceptar una batalla precipitada, a no ser que la precipitase él. Una vez que las legiones comenzaron a cavar sus terraplenes les dejó hacer y Lupo, así como el resto de jinetes, se sintieron tremendamente aliviados, aunque supieran que esa calma no iba a durar.
Balkar y Korbis, acompañados ahora por Bedule y Garokan, obervaban el gigantesco ejército romano mientras acampaba protegido por la línea formada por su infantería ligera y caballería. Permanecían en silencio, pero todos pensaban lo mismo, o algo similar, aquellos romanos eran muchos romanos. —¡Balkar! —gritó alguien a su espalda, y tanto el aludido como sus acompañantes se volvieron. —Ahí viene ese cretino… —murmuró Korbis. Gisgo no hablaba ibero tan bien como el finado Hanno, pero sí lo suficiente, así que el guerrero ibero se aseguró de que no le oyera. El día de la fallida emboscada al volver a Gerontio habían encontrado el cuerpo de Hanno, según les contó el propio Gisgo, que ahora era su enlace con el mando, habían encontrado también el cuerpo de un guardia. Probablemente unos prisioneros habían asesinado a ambos al fugarse, mala suerte. El grupo de iberos habían recogido el cuerpo y le habían enterrado como a uno de los suyos, con sus armas y sobre una colina. Le echarían de menos, especialmente si tenían en cuenta al que les había tocado en suerte ahora.
Balkar se adelantó unos pasos a hablar con el cartaginés y sus compañeros siguieron observando a los romanos cómo cavaban sus fosos y plantaban sus ordenadas líneas de tiendas. Fuera lo que fuese que hablasen ya se enterarían. —Gisgo… —saludó Balkar sin entusiasmo. Asintió el aludido como respuesta. —Que todos tus hombres se preparen, mañana daremos batalla a los romanos, así que esta noche nada de vino y comed bien, ¿está claro? —preguntó el oficial. —¿Instrucciones para la batalla? —inquirió Balkar molesto. —Mañana por la mañana, antes de desplegar, se os informará de lo que necesitéis saber. —Y sin esperar respuesta se dio la vuelta y se fue. Balkar se guardó para sí las palabras que le bailaban en la punta de la lengua. Sus compañeros se agruparon a su alrededor. —¿Y bien? —preguntó Garokan. —Mañana batalla —respondió Balkar secamente. —Y… —insistió Garokan. —Y eso. No me ha dicho nada más, así que comprobad las armas y procurad descansar, mañana nos dirán lo que necesitemos saber, dice. —Cretino… —volvió a decir Korbis. —Sí, y tanto —le itió Balkar.
Una vez que la situación del campamento principal romano se hubo asentado, un tercio del ejército cruzó el río y acampó a más o menos una milla al este. —De esta manera podemos mantener un pie en cada lado del río. Negando a los cartagineses el a este y y dificultando enormemente sus posibilidades de forrajeo, la situación de Aníbal se volverá insostenible y tendrá que mover ficha —explicó el joven Escipión. —¿Crees que luchará, Publio Cornelio? —preguntó Manlio. El centurión, junto
al tribuno y su corpulento amigo, Lelio, observaba el campamento cartaginés en lo alto de la colina cercana. Muy cercana, de hecho. —Con ese hombre nunca se sabe, pero yo creo que sí —respondió el patricio. —Si intenta huir se arriesga a que su ejército se desintegre —terció Lelio—, su situación de suministros es crítica y estamos encima de él. —Intentar una retirada estando los ejércitos tan cerca sería suicida, incluso para alguien tan escurridizo —dijo Escipión mostrándose de acuerdo con su amigo. —Lo que me preocupa es eso —dijo Manlio taciturno—. Si algo sabemos de ese púnico es que no es tonto, y lleva varios días en este valle, conoce sus entradas y sus salidas, sabía por donde veníamos, sabe que en este terreno no puede emboscarnos, sabe que le doblamos en número y, aun así, se ha quedado a esperarnos… Escipión lo miró sorprendido, Lelio, molesto. —¿Crees que no podemos vencerlo, samnita? —preguntó este. —No —respondió Escipión adelantándose a Manlio y su lengua viperina—, pero lo que yo creo es que nuestro amigo Manlio ha aprendido mucho desde Trebia. Manlio se rascó la sien, justo sobre la cicatriz del lanzazo que se había llevado el otoño pasado defendiendo inútilmente aquel paso en las montañas, y en su nervudo antebrazo se veía la larga línea del corte de espada que se había llevado en la batalla de Trebia. Le iban quedando pocos sitios en el cuerpo sin un recuerdo de esa guerra. —A palos se aprende, Publio Cornelio, al menos los que estamos en el sitio donde se reciben. Y lo que yo sé es que si ese sigue ahí —dijo señalando con el mentón al campamento púnico— es porque él también cree que puede ganar. Los dos romanos miraron apreciativamente al curtido centurión samnita y luego volvieron la vista a los cartagineses. —Entonces esperemos que Belona inspire a nuestros cónsules —dijo Publio Cornelio Escipión.
1 de agosto del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Valle del Aufido, sur de Italia
Fiel a su costumbre, Aníbal esa mañana, a la salida del sol, ya tenía a sus tropas desplegándose. Esta vez a plena vista de los romanos y tras una cortina de infantería ligera. Bastante antes de que amaneciera el campamento cartaginés hervía ya de agitación y, en cuanto hubo luz suficiente para ver dónde poner los pies, comenzaron a salir. La línea cartaginesa se desplegó con su flanco derecho apoyado en el río y formado por la falange africana, desplegó a continuación una larga línea de escuadrones de hispanos y celtas alternados, con la caballería en el extremo más alejado. La línea formaba una media luna alrededor del campamento principal romano y contaba con la pendiente a su favor. Fiel a su rutina Korbis ya estaba protestando sobre las costumbres madrugadoras de su general. Aunque sus compañeros, habituados, tampoco le hacían mucho caso. Balkar observaba a sus hombres. No por primera vez se fijó en lo mucho que habían cambiado en los últimos dos años. Muchos llevaban armaduras y yelmos romanos, se veían las cicatrices nuevas que marcaban rostros y brazos mezcladas con las antiguas así como las ausencias, a las cuales Balkar podía en casi todos los casos poner un nombre y una cara. Se colocó en el centro de la línea, ligeramente adelantado a sus compañeros más cercanos. El taciturno Bedule, el guasón Garokan y el protestón Korbis estaban en el centro tras él y le cubrirían las espaldas cuando todo comenzara, los miró muy serio, Garokan le guiñó un ojo y Balkar tuvo que contener la risa, se caló el yelmo que le había quitado a aquel romano en lo que parecía ya casi otra vida y se volvió a mirar al campamento romano, cuya empalizada estaba ya cubierta de cabezas, tan cerca, que podía distinguir los rostros.
—Ya está, esta es la batalla que estábamos esperando —dijo Cayo Terencio Varrón conteniendo a duras penas el entusiasmo. —No, Cayo Terencio, esta es la que Aníbal estaba esperando —le contuvo Lucio Emilio Paulo.
—No me venga con esas, Lucio Emilio, queríamos forzarle a una batalla y aquí la tenemos. —No —repitió tercamente Paulo—, fíjese en su despliegue —Paulo señaló hacia los hoplitas—, ha anclado su flanco entre el río y su campamento con su infantería más pesada —continuó señalando a lo largo del despliegue púnico—, luego ha colocado a sus hispanos y celtas, más móviles, y rematando el despliegue en el extremo más alejado —dijo apuntando hacia el norte—, ha concentrado a la masa de su caballería, ligera y pesada. Nos ha dejado el espacio justo para desplegar, para que sepamos que no quiere asaltar el campamento sino librar una batalla, pero si salimos tendremos que organizarnos bajo el acoso constante de su infantería ligera y dudo que nos deje desplegar completamente antes de caer sobre nosotros como una ola de sur a norte. Nos hará pedazos mientras estamos organizándonos y su caballería podrá contener en el vado al resto del ejército antes de que venga a apoyarnos. Salir ahora sería un suicidio. El belicoso Cayo Terencio quería buscar una razón para salir, pero la lógica de Paulo le había desarmado e, incluso para alguien de su terquedad, era obvio que salir sería una estupidez, además, Paulo ostentaba el mando ese día, así que discutir sería inútil. Paulo entendió por el silencio de su colega que había itido su lógica y se volvió hacia los tribunos que los acompañaban. —Que manden un mensaje al otro campamento, que redoblen la guardia, pero que no salgan bajo ningún concepto. Y una vez dicho esto se dispusieron a dejar pasar el día.
—Me temo que no van a salir —dijo Magón apesadumbrado. —Tampoco esperaba que lo hicieran —le respondió su hermano mayor, sonriente. —Ya lo sé, pero guardaba la esperanza —insistió el más joven de los Barca. Aníbal, desde lo alto de su caballo, tras el centro de la línea, observaba el campamento romano, se distinguía perfectamente a los dos cónsules, envueltos
en sus llamativas capas rojas y debatiendo. Uno de ellos señalaba el despliegue cartaginés y el púnico estaba seguro de que lo estaba interpretando todo correctamente, era más alto que el otro y Aníbal dedujo que se trataba de Paulo, eso quería decir que sus informes eran correctos y que era este el que ostentaba el mando ese día. —Mañana mandará Varrón, y a ese le ofreceremos un menú diferente. —Y picará —afirmó Magón, rotundo. —Sí, picará —dijo Aníbal extendiendo su sonrisa lobuna. Hacerlo le requirió de todas sus dotes de embaucador. Sabía que no solo su hermano, sino el resto de oficiales del ejército, le estaban mirando y necesitaban que su general confiase en la victoria para hacerlo ellos. Pero Aníbal no las tenía todas consigo, tenía la duda razonable y fe en sí mismo y en sus hombres, pero ¿bastaría con eso? —Que el ejército siga desplegado un rato más, que se note que tenemos ganas, pero a mediodía más o menos retiradlos en orden y que descansen. Mañana será el día —ordenó. Las órdenes fueron transmitidas y Aníbal siguió observando con su único ojo a los generales romanos, en un momento dado le pareció que le miraban directamente a él, a esa distancia y con su capa púrpura supuso que era perfectamente distinguible así que, educado como era, alzó la mano y saludó a sus enemigos levantando la mano derecha y luciendo la mejor de sus sonrisas.
—Ese cabrón se lo está pasando genial —dijo Manlio tras ver al púnico saludar. —Al menos nuestro general no ha caído en la provocación —le respondió Fonteyo muy serio. —Ya… —Manlio analizaba lo que veía. No era habitual poder ver al ejército enemigo tan de cerca y al completo. A los lanceros libios los conocía bien, casi íntimamente, al igual que a los hispanos. Observó a los celtas, viejos enemigos de Roma, aunque él personalmente no había combatido mucho con ellos. Resultaban guerreros impresionantes de ver, altos, fuertes, muchos de ellos
desnudos para demostrar que no temían al enemigo, llevando solo sus torques al cuello, sus escudos y sus larguísimas espadas. Si pensaban intimidar a Manlio se habían equivocado, como casi todo veterano había aprendido a respetar al peligro y a la muerte, y despreciar ambas cosas era una receta rápida para acabar siendo un pedazo de carne fría tirada en el suelo. Allá ellos con sus desnudeces, pensó palpándose su cota de malla. Estudió a su caballería, algo más lejos pero bien visible. Tanto con númidas como con celtas ya había tenido más de un encuentro. Los númidas resultaban engañosos, con su pinta de pordioseros y sus pequeños ponis, puro contraste con los fieros celtas, tan orgullosos con sus coloridos escudos. Los hispanos le resultaban extraños, con esas túnicas blancas con ribetes rojos, sus pequeños escudos redondos y esas temibles espadas curvas que algunos llevaban. —Me pregunto quiénes nos tocaran mañana —dijo a su amigo Fonteyo. —¿Cómo? —preguntó este pillado por sorpresa. —Contra quiénes combatiremos, nosotros en particular, quiero decir. —Bueno, mañana lo veremos —respondió este con su práctico fatalismo de soldado veterano—, de nada sirve preocuparse antes de tiempo. —Sí, tienes razón. —Aquí el espectáculo se ha terminado, vamos a tomar una copa de vino antes de que sea más tarde, ¿qué te parece? —propuso Fonteyo. —Me parece que desde que te han ascendido te has vuelto mucho más listo, Marco. Ambos centuriones dejaron el terraplén para los curiosos y se retiraron a la tienda de Fonteyo, más cercana, a echar un trago. Quién sabe, quizá fuera el último.
La reunión de Estado Mayor había dejado a Paulo exhausto, al día siguiente habría batalla. Tan convincentes como habían sido hoy sus argumentos contra ella habían sido los de Varrón a favor para hacerlo al día siguiente, y tenía que itir que el plan era bueno. La situación de Aníbal era crítica, pero la suya
también. Mantener abastecida a semejante masa humana estaba resultando muy complicado y si tenían que separar los ejércitos darían a Aníbal la oportunidad de batirlos por separado, perdiendo la ventaja del número. Varrón había argumentado, secundado por Minucio Rufo, que si bien el llano entre la ciudadela y el río era óptimo para las maniobras de caballería, su ejército podía desplegarse apoyando las alas en ambos accidentes geográficos y contener a los jinetes cartagineses. —Nuestra caballería solo tiene que aguantar el tiempo suficiente para que la infantería aplaste a los púnicos —había dicho Varrón—. Será el puesto de más peligro, por lo que propongo que Cneo Servilio y Marco Atilio dirijan a la infantería y nosotros nos encarguemos de la caballería. Tal muestra de valor sorprendió a Paulo, pero fue Minucio Rufo, su experto en caballería, el que intervino. —Estoy de acuerdo en lo propuesto, Cayo Terencio, y le honra el asumir el lugar de mayor peligro, pero dado lo mucho que nos jugamos y la experiencia relativa de ambos cónsules, propongo que sea Lucio Emilio el que dirija la caballería romana. —Ese puesto corresponde al cónsul al mando, como bien sabe, Marco Minucio —Varrón estaba visiblemente ofendido y Paulo se temió el estallido de una nueva discusión, pero Minucio le cortó de nuevo. —Lo sé, Cayo Terencio, pero dadas las circunstancias debo insistir, comandad la mucho más numerosa caballería aliada y dejad a Lucio Emilio que dirija la romana, más escasa en número, él tiene la experiencia que a vosotros os falta y nos jugamos demasiado. Varrón iba a protestar, pero las caras a su alrededor le indicaron que la discusión estaba perdida de antemano. Puede que él fuera a ostentar el mando al día siguiente, pero todos los demás tenían más experiencia así que tuvo que ceder. La discusión pasó a centrarse en torno a los detalles del despliegue. Dada la extensión del terreno sería imposible un despliegue normal, lo que acordaron fue que la infantería pesada desplegara en dos líneas, los triarii quedarían de guarnición de los campamentos, y que hastati y príncipes desplegaran con el doble de la habitual profundidad, eso también aumentaría la presión ejercida sobre el centro enemigo y lo rompería. Todo dependía, pensó de nuevo Paulo, de
que la caballería consiguiera aguantar el tiempo suficiente para que la infantería destruyera el centro cartaginés, si lo hacía podían vencer y poner fin de una vez a esa guerra. Llegó a su tienda deseando comer algo y descansar, se sentó en su silla y se frotó las sienes deseando que todo pasara cuanto antes. Memio, su ayuda de cámara, entró y le trajo la cena. —Señor, mientras estaba reunido llegó esto para usted —dijo tendiéndole un rollo de pergamino lacrado. Paulo examinó el sello y sonrió. —Muchas gracias, Memio, puedes retirarte a descansar, mañana va a ser un día duro. —Sí, señor —el ayudante se dio la vuelta y salió, discreto como siempre. Paulo se recostó en la silla, rompió el sello de lacre y empezó a leer.
A la atención del cónsul Lucio Emilio Paulo, al frente del ejército del SPQR en algún lugar de Apulia.
Escrito en Roma a seis días de las calendas de agosto.
Querido Pater:
Quizá cuando leas esto ya estés de camino a casa tras la victoria. Ayer llegó a la ciudad la noticia de que el ejército va tras Aníbal y de que este se encuentra acampado en el valle del Aufido esperando, y cundió la agitación. Nadie duda de la victoria, por algo hemos reunido el ejército más grande de la historia de la República, pero he de decir que tengo miedo. Sé que eres un esclavo del deber como siempre nos has enseñado a ser y que la obligación está siempre por encima de nosotros mismos, pero, por favor, tata, no te hagas el héroe. Sé que
nunca iré a la guerra, pero escucho atenta cuando hablas con Lucio y siempre le dices que un general debe mantenerse frío y confiar en sus hombres, además, no me fio de ese Cayo Terencio, así que el ejército te necesita sano y en forma.
Hablando del primer cónsul, ayer recibí carta de Publio Cornelio, me escribe casi todos los días, aunque solo me cuenta anécdotas divertidas de su vida en el ejército, a veces se le escapan detalles o alguna confesión y sé por él que la vida en la tienda de mando no está siendo fácil, espero de verdad que consigas dominar a ese hombre nuevo. Por lo demás todo va bien aquí. Diákonos cuida de nosotros como era de esperar, pero tampoco le dejo que nos mangonee. No te preocupes, puedo llevar esta casa perfectamente en tu ausencia. Lucio Emilio se pasa el tiempo que no estamos con el pedagogo en el Campo de Marte, entrenando. Esta guerra acabará mucho antes de que él pueda luchar en ella, pero está dispuesto a saltar sobre su oportunidad cuando esta se presente. La verdad es que he oído que no lo hace mal y está creciendo cada día que pasa, así que por nosotros no te preocupes, pater, derrota a los cartagineses y ven a Roma a celebrar tu segundo triunfo con Aníbal atado al final de una larga y pesada cadena.
Te quiere, tu hija. Emilia Paula, (Tértula)
Paulo sonrió tras terminar de leer las palabras de su hija. Ojalá él tuviera tanta seguridad en la victoria como ella, pero la incertidumbre era la única certeza en el combate. Los planes estaban hechos, eran sólidos y ahora solo quedaba descansar y confiar en que al día siguiente todos cumplirían con su deber, así que terminó su cena y se fue a dormir.
Al otro lado del río, una reunión similar a la acontecida en el lado romano se estaba produciendo, si bien en este caso nadie cuestionaba la autoridad del
oficiante. Sosilo observó a los oficiales reunidos en torno a la mesa y alrededor de una piel de cordero bien curtida sobre la que habían dibujado un detallado mapa del valle. La tinta que delimitaba los campamentos romanos aún estaba fresca. El espartano permanecía atento pero aparte, pensaba escribir la historia de Aníbal, pero no ser parte de ella, así que veía, oía y callaba, reservándose sus lacónicas opiniones, y nunca mejor dicho, para los momentos de soledad con su antiguo pupilo. —Mañana cruzaremos el río y aceptaremos la batalla en los términos que los romanos quieren —comenzó Aníbal—, o eso creen —dijo dejando asomar un colmillo por su sonrisa de lobo. Todos sonrieron, pese a que la tensión se palpaba en el aire. El resto de asistentes eran Asdrúbal, Maharbal y Magón, y todos conocían perfectamente el balance de fuerzas y la situación en que ellos se encontraban. —Como de costumbre, primero desplegaremos la infantería ligera, tendremos que cruzar el río justo en frente de los romanos y su labor será cubrirnos. — Aníbal trazó una línea con el dedo entre el campamento cartaginés y el vado señalando la posición que ocuparían los infantes ligeros—. Maharbal, al mando de los númidas, ocuparás nuestro flanco derecho, eso te dejará enfrentado a su caballería itálica —Maharbal alzó la mano un momento interrumpiendo—. ¿Sí? —¿Estás seguro de que serán los itálicos? —preguntó. —Casi totalmente, ya sabes que en la guerra nada es seguro, pero Varrón no tiene experiencia y Paulo, aunque la tiene, es un tradicionalista, se aferrarán al manual. Caballería aliada a su izquierda, infantería al centro y la caballería romana a su derecha —todos asintieron y Aníbal prosiguió—, como decía, te tocarán los aliados, serán más que tú, así que quiero que te limites a fijarlos al terreno, clávalos en el sitio, no podrás derrotarlos, pero sí evitar que nos flanqueen y, mientras tanto, desgástalos. Asdrúbal. —Se volvió hacia el sereno y fiable cartaginés que permaneció impasible como acostumbraba—. Tú comandarás la caballería pesada, no creo que podamos desplegarla toda en línea, así que lo haremos en dos o tres cuerpos. En cuanto los ejércitos estén desplegados carga contra su caballería, sin piedad ni contemplaciones. Serán muchos menos que tú si los romanos despliegan como creemos, por ello quiero
que los aplastes al primer empujón, pero no pierdas el tiempo una vez que los pongas en fuga. Reagrupa a tus hombres tan rápido como puedas y cruza el campo de batalla para atacar a su caballería aliada, una vez que huyan deja a Maharbal que se encargue de la persecución. A partir de ahí dejo a tu juicio a dónde acudir. Asdrúbal asintió en silencio, mantener bajo control a unos dos mil jinetes hispanos y casi cuatro mil celtas no iba a ser tarea fácil. La primera parte sí, una carga de frente contra una fuerza inferior, pero iba a tener que emplearse a fondo para ejecutar el resto del plan. —Esta era la parte fácil —continuó Aníbal—. Somos muy superiores a ellos en caballería, pero su infantería nos supera ampliamente y en este valle no hay donde esconderse, si los esperamos a pie firme o cargamos contra ellos nos aplastarán por simple fuerza de números, es imposible que ganemos un combate convencional, pero aquí no se puede librar de otro tipo. Los generales se miraron cuando Aníbal hizo una pausa, ¿estaba insinuando que no se podía ganar? —Por eso —prosiguió—, vamos a intercambiar espacio por tiempo. —Aníbal se inclinó sobre el mapa y dibujó una media luna saliente hacia los romanos con el dedo—. Desplegaremos en forma de creciente lunar. En el centro la mitad de los celtas, y en los lados que se alejan hacia atrás escuadrones de celtas e hispanos alternados. Cuando los romanos choquen contra nuestro centro este deberá retroceder sin romperse, esto es primordial, la línea debe aguantar o todo estará perdido. Iremos poco a poco retrocediendo hasta que nuestra media luna saliente sea una media luna entrante —levantó la vista y miró a sus oficiales y estos asintieron—, entonces los libios, que habrán desplegado en dos columnas en ambos extremos de la formación les caerán sobre ambos flancos. Asdrúbal. —El aludido levantó la vista del mapa y miró a su general—. Para este momento sería muy interesante que te hubieras librado de su caballería, pues tus hombres son nuestra única reserva y deberás golpear al enemigo por detrás allá donde más peligro nos cause. Esto último lo dijo en tono ligero, casi cómico, pero a nadie se le escapaba la seriedad de la situación. La infantería se iba a batir dos contra uno y lo tendría que hacer cediendo terreno sin desbandarse, eso iba a ser increíblemente difícil de hacer y sin reservas a las que recurrir.
—Magón, tú y yo comandaremos el centro —su hermano pequeño asintió seriamente, los hermanos iban a dirigir el punto crítico y de mayor peligro—, mañana será nuestra labor asegurarnos de que el centro no se rompa, ya sé lo que te gusta bañarte en sangre y dejarte llevar, pero mañana te quiero con la cabeza fría y concentrado. —El único ojo de Aníbal se clavó en los de su hermano, que estaba serio como no lo había visto nunca nadie. —Te juro por Melkart y por el espíritu de nuestro padre que no te fallaré, hermano —dijo este con su voz profunda. —Ya lo sé, por eso eres tú el que me acompañará mañana. —Miró al resto de los oficiales—. ¿Alguna duda? Tenían todos muchas, pero ninguna sobre el plan, así que todos asintieron en silencio. —Quiero que sepáis que si creo que mañana tenemos posibilidades de éxito es gracias a que cuento con oficiales como vosotros. No os cambiaría por ninguno de los compañeros de Alejandro ni a ninguno de nuestros hombres tampoco. Hacédselo saber y decidles que del campo de batalla de mañana los únicos que saldrán vivos serán los vencedores. Y ahora id a descansar y que Tanit y Melkart nos guíen mañana. Fueron saliendo todos en silencio y se quedó Aníbal a solas con Sosilo, miró al lacedemonio y este le sostuvo la mirada por unos instantes en completo silencio, tras observarse mutuamente, el espartano asintió aprobador y salió sin decir nada.
—Échame un trago, anda —dijo Korbis alargando el brazo hacia Garokan con su vaso vacío. No podía inclinarse mucho, pues tenía a Orla sentada sobre las rodillas, la celta, sonriente como siempre, mostraba ya los signos de su avanzado embarazo, cosa que no había sorprendido mucho a casi ninguno, «tanto va el cántaro a la fuente…» había dicho Bedule en su momento. El caso de la celta y del ibero no era ni mucho menos el primero, al fin y al cabo, todos eran seres humanos y la naturaleza seguía su curso. Era ya bastante común ver a mujeres celtas o itálicas por el campamento cargando con pequeños mestizos libios, hispanos o celtas mientras hacían sus cosas. Garokan sirvió a su camarada y todos bebieron tranquilamente. Habían estado hasta el mediodía en su posición,
pero los romanos habían rehusado el enfrentamiento, así que tras varias horas de plantón el ejército cartaginés había vuelto ordenadamente a su campamento. —¿Creéis que saldremos mañana otra vez? —preguntó Bedule, que había dejado su vaso en el suelo y se dedicaba a pulir cuidadosamente su disco pectoral. Al contrario que sus compañeros, que se habían equipado con pesadas cotas de malla capturadas, él prefería su viejo pectoral de bronce, menos protección pero más ligereza. Además estaba muy orgulloso de esa bella pieza de artesanía con un fiero lobo gruñendo tallado en ella. —A saber —respondió Garokan—, pero nosotros no nos podemos permitir estar aquí parados mucho tiempo más. —Se agachó a remover el puchero donde preparaban la cena y que contaba con una cantidad muy deprimente de sustancia apetecible. Les habían vuelto a reducir los suministros de comida y a nadie escapa que no quedaba mucho más que repartir antes de que se quedaran sin nada, y hasta el agua escaseaba por la dificultad de llegar al río. Sacó el cucharon y le dio un sorbo—. Ya casi está. Balkar llegó cuando los demás casi habían terminado de comer, pero le guardaron su parte. —¿Cómo ha ido? —le preguntó Bedule. Balkar se sentó y probó el guiso, se enjuagó la boca con un trago de vino y respondió. —Ese púnico arrogante tiene un palo tan metido por el culo que si se agachase lo oiríamos partirse. —Ahora cuéntanos algo que no sepamos —dijo Korbis entre carcajadas, pero se le cortaron cuando vio el gesto de su viejo amigo. —Mañana va a ser el día —dijo Balkar— y, según me ha dicho Gisgo, nos toca bailar con la más fea. —Los demás dejaron sus vasos a un lado, Bedule dejó de pulir su pectoral lobuno y todos se inclinaron a escuchar—. Mañana ocuparemos el extremo de la línea, lucharemos alternados con los galos, como hemos entrenado tantas veces. Tendremos que contener a la masa de la infantería romana mientras nuestra caballería derrota a la suya y los rodea. Si lo hace… —¿Y si no lo hace? —preguntó Korbis, pese a que imaginaba la respuesta.
—Si no lo hace me temo que esa criatura —y señaló al vientre de Orla con la cuchara de madera— nunca conocerá a su padre.
Terminó de pasar la piedra de amolar una vez más por el filo y lo comprobó pasando el pulgar, probó luego la punta y se dio por satisfecho. Frente a él, sentado en su camastro, Lelio comprobaba las correas de su coraza y cuando terminó lo dejó todo a los pies del catre y se tendió en él. La mísera cama de campaña crujió bajo el corpachón del tribuno, cuyos pies asomaban más de un palmo por el extremo del mismo. Publio Cornelio, contento al fin con el filo de su arma la metió en su funda de cuero rojo, la empuñadura de hueso estaba rematada por una cabeza de águila del mismo material y con dos pequeños rubíes por ojos, un regalo de su padre el día que había abandonado la infancia, cuando depositó la moneda en la capilla de Juventas y vistió la toga viril que le marcaba como ciudadano romano, ya había tenido ocasión de probarla y al día siguiente lo haría de nuevo. Dejó la espada a los pies de su catre y se tendió, a diferencia de su corpulento compañero, él cabía de sobra. —¿Nervioso? —preguntó a Lelio. —No —respondió el otro casi molesto, estaba cogiendo el sueño. —Con la caballería te va a tocar aguantar lo peor del combate. Publio estaba sinceramente preocupado por su amigo, pues le tenía un bien merecido respeto a la caballería cartaginesa. —Bueno, al menos yo iré a caballo, no como tú apretujado entre infantes, tragando polvo y cargando con ese mamotreto —dijo señalando el pesado escudo de infante en el lado de Escipión, de la tienda que ambos compartían—, y ahora déjame que tengo que dormir, mañana va a ser un día muy largo y quiero descansar. Apenas unos instantes después de que lo dijera su respiración ya sonaba acompasada y poco después se empezaron a escuchar los primeros ronquidos. Cayo Lelio era uno de esos hombres impasibles capaces de dormir con solo desearlo en la misma puerta del Hades. Escipión le envidiaba en ese sentido, él
se temía que pasaría una larga noche contemplando el techo de cuero de su tienda. Al día siguiente sería uno de los tribunos que comandaría la primera legión, una de las veteranas que habían sido reclutadas por Fabio Máximo, y ocuparían el centro del campo de batalla, ellos serían los encargados de romper el centro cartaginés y aplastarlos. Su amigo estaría con la caballería itálica, cerca del Estado Mayor de Varrón. Lelio era un veterano pese a su edad, había combatido, como él, en Tesino y Trebia. Ambos se conocían desde que jugaban juntos en el Campo de Marte, pese a la diferencia social. Lelio procedía de una familia que apenas podía permitirse aguantar en la clase de los caballeros con sus ingresos, pero ambos habían reconocido en el otro a un espíritu afín. El grandullón, impasible y fuerte caballero, y el menudo, inteligente y tenaz patricio habían forjado una amistad sólida a lo largo de los años basada en el respeto y el aprecio mutuo, de ahí que Publio Cornelio se preocupase por el difícil puesto de su compañero y amigo. Las horas transcurrían y dejó vagar su pensamiento, pensó en Emilia Paula. Era una chica inteligente y una bella mujer, pero lo cierto es que aún se le hacía raro pensar en ella como en su esposa. A sus veinte años y como todo romano de su condición tenía experiencia con las mujeres y le costaba ver a la joven patricia como a las otras féminas que se habían cruzado en su camino. Se terminó preguntando a sí mismo por qué pensaba en eso precisamente ahora, mañana podría morir y nada de eso importaría, ni las mujeres que había habido en su pasado y presente ni la que le esperaba en el futuro y, finalmente, entre estas divagaciones, se fue quedando dormido.
2 de agosto del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Valle del Aufido, sur de Italia
Cneo Manlio dio dos pequeños saltos sobre la punta de los pies y comprobó que todo se mantenía en su sitio, espada, puñal y phalerae todo bien asegurado. Respiró hondo, se puso el yelmo con sus orgullosas plumas rojas, lo amarró y, cogiendo el escudo, salió de su tienda. La tímida luz del amanecer ya despuntaba en el horizonte. El cielo, sin una nube, prometía un día caluroso. Sus hombres ya estaban formados en el espacio entre las dos líneas de tiendas. Septimio le salió al encuentro y se cuadró frente a él.
—El manípulo está formado y listo, centurión. —Muy bien, Septimio. Se dirigió a Tito Junio, el centurión que dirigía la segunda centuria de su manípulo de extraordinarii. Un picentino con cara de galo y hechuras de gladiador. Manlio le estrechó la mano. —Buenos días, Tito, ¿todo en orden? —preguntó Manlio. —Todo en orden, Cneo, vamos a por ellos —dijo el picentino sonriendo bajo su nariz rota de púgil. —En cuanto nos den la orden. Que los hombres sigan en formación pero relajados, hay que ahorrar energías. Dejó a su optio y al segundo centurión al mando y se alejó unos pasos. Por el otro extremo del campamento, por las puertas praetoria y principalis dextra, el ejército había comenzado a salir cubierto por los velites y parte de la caballería. Cruzarían el río y se reunirían con el resto de las legiones al otro lado del mismo para enfrentarse a los cartagineses. Los extraordinarii saldrían los últimos al ser este el lado más cercano al enemigo, para prevenir cualquier ataque por sorpresa. A su derecha, donde acampaba el primer contingente de tropas aliadas, vio una figura que se separaba del grupo y se dirigía hacia él. No le costó identificar a su amigo Fonteyo. Cuando este llegó junto a él se estrecharon las manos. —No quería irme sin despedirme y desearte suerte, amigo —dijo Fonteyo. —Lo mismo te digo, Marco, que Fortuna te acompañe hoy. —Que nos acompañe a todos. A ver si con un poco de suerte puedo ganarme unas como esas —dijo señalando las relucientes phalerae de Manlio. —Eres demasiado feo y demasiado tonto. Tú procura acordarte de por qué lado se agarra el gladio. —Por el más afilado, ¿no? —dijo Fonteyo rascándose la barbilla. Rieron ambos centuriones y Manlio le dio una palmada en la espalda a su compañero mientras se alejaba antes de volver él mismo con sus hombres.
Ambos ignoraban que no volverían a verse.
Ayin vadeó al trote el río Aufido agradecido por el agua fresca que le salpicaba, prometía ser un día caluroso. Él y los otros cuatro mil jinetes númidas siguieron a Maharbal mientras cruzaban a un trote ligero hasta el extremo opuesto del que sería el campo de batalla. El sol naciente le daba en los ojos y le obligaba a entornarlos, pero sonrió, conforme el día avanzara el sol se situaría a su espalda y daría a los romanos en los ojos, facilitándole a él la puntería y perjudicándolos a ellos. Munar cabalgaba a su lado y adivinó por su gesto que pensaba más o menos lo mismo. Miró hacia atrás, la larga columna de jinetes ya había dejado atrás el río y la mitad de los lanceros libios comenzaban a cruzarlo. A lo lejos los romanos ya habían salido de su campamento principal y cruzaban también el río a varias millas de distancia.
Lupo ocupó su posición junto a su turma a la orilla del río, al frente los velites se fueron desplegando en una larga y delgada línea, listos para enfrentarse a la infantería ligera cartaginesa y proteger el despliegue de las legiones. El decurión observó su propio despliegue. Los jinetes romanos, unos mil ochocientos, habían formado con diez líneas de profundidad, más de lo acostumbrado, pero necesario para aguantar lo que se les venía encima. Él ocupaba el extremo del despliegue en la antepenúltima fila junto al río, y no pudo decir que le molestara, con el invierno que había pasado de barro y sangre si tenían que ser otros los que soportaran el primer impacto de la carga cartaginesa no lo sentía en absoluto. No era un pensamiento muy heroico, se dijo, pero llevaba varios meses enterrando héroes y no tenía especial prisa por ser uno de ellos. Observó a la larga columna cartaginesa, que cruzaba el río y se internaba en el llano, pero pronto no pudo ver mucho más, una suave brisa del sur comenzó a desplazar la polvareda levantada por el ejército cartaginés hacia sus posiciones. Si bien no era aún suficiente para ocultarlos, sí que resultaba una molestia añadida. —Al menos el polvo que levantemos nosotros se irá para atrás —dijo Clamio como si le estuviera leyendo el pensamiento. —Sí, algo es algo —dijo Lupo no muy convencido.
Se volvió y miró al vado controlado por los romanos. Los últimos elementos de la infantería itálica terminaban de cruzarlo en ese momento e iban girando para colocarse junto a ellos, resultaba una inmensa masa humana que parecía imparable, pero necesitaba que ellos les cubrieran los flancos y se preguntó si podrían hacerlo.
Manlio bajó el escudo al salir del río, ya pesaba bastante seco como para dejar que se empapara de agua. Salió de las aguas fangosas no muy airosamente, pero no se podía esperar otra cosa después de que varios miles de hombres cruzasen por el mismo sitio, y él había sido el último. Tras avanzar los quinientos pasos que ocupaba el despliegue de la caballería, torcieron un cuarto de vuelta a la derecha y ocuparon sus posiciones. Era el último hombre de una línea que se extendía casi dos millas desde el río hasta la colina donde se levantaba la destruida ciudadela de Cannas. Se volvió hacia Septimio. —Optio, ocupa tu puesto. —Sí, señor, suerte. —También a ti, Septimio, asegúrate de que los hombres mantienen el orden. —Sí, Cneo, no te preocupes. Su amigo le estrechó la mano y corrió a retaguardia de la centuria. A Manlio le preocupaba el orden. Para poder meter a todo el ejército en esa llanura habían formado con una extraordinaria profundidad con solo cinco hombres al frente por centuria. Temía que eso dificultase el relevo entre las líneas de hastati y príncipes. Los cónsules habían renunciado a la movilidad de las legiones a cambio de la potencia de la masa y eso estaba bien si su peso conseguía romper la formación cartaginesa, pero ¿qué ocurriría si no lo conseguían? Apoyó el escudo contra el suelo y se escurrió la falda de la túnica, aún empapada por el vadeo del río. El legionario a su lado le miró divertido antes de hacer él lo mismo. —Al menos vamos a estar frescos un rato —y le guiñó un ojo. Los que escucharon la broma rieron y bromearon entre ellos hasta que ordenó silencio y se volvió de nuevo hacia los cartagineses.
Buntalos se paró al fin y se aseguró de que sus hombres estaban bien alineados. Tras la escaramuza en que su partida había sido casi completamente aniquilada, se habían unido a otra más numerosa, pero que había perdido a sus líderes. Su nombre y su fama eran suficientemente respetados entre los celtíberos y le aceptaron como jefe sin mayores problemas. Ahora dirigía a casi doscientos hombres, todos veteranos de las campañas en Hispania y los habían desplegado muy cerca del centro que ocupaban la mitad de los celtas, casi diez mil, su función sería apoyarlos en los flancos y aguantar. Miró a los romanos frente a ellos y frunció el ceño, aquel iba a ser un día duro, muy duro. —Nunca había visto a tanta gente junta —dijo Likinos a su lado. Se trataba de uno de los supervivientes de su partida de guerra original. Un tipo alto y nervudo, de cara afilada y pómulos muy marcados. Una vieja cicatriz le cruzaba la cara diagonalmente pasándole justo entre las cejas. Había dejado el escudo en el suelo, su única protección. Sobre la túnica descolorida solo llevaba su ancho cinturón decorado con placas de plata y bronce y la correa de la que pendía su espada, recta como la de Buntalos, pero algo más alargada y sencilla, apropiada para tajar y apuñalar, algo en lo que Likinos era todo un experto, casi tanto como en el manejo de la lanza que llevaba apoyada al hombro. —Yo tampoco. Parece que no importa a cuántos romanos matemos, siempre les quedan más. Su visión del ejército romano quedó cubierta por una larga línea de honderos y de infantes ligeros hispanos con jabalinas, que avanzaron para hostigar a los romanos. Casi al mismo tiempo, el gran grupo de guerreros celtas que ocupaba el centro de la formación cartaginesa comenzó a avanzar. Buntalos les dejó que se adelantaran unos cuantos pasos y luego él y los suyos se pusieron en marcha siempre manteniéndose por detrás, de forma que la línea se convirtiera en la media luna saliente que les habían ordenado mantener.
—Tito Ventidio —dijo el centurión estrechándole la mano. —Publio Cornelio Escipión —dijo el joven—. Hoy lucharé junto a vosotros, espero que no le importe, centurión.
El centurión asintió con la cabeza. A ningún centurión le hacía gracia hacer de niñera de un tribuno militar, pero según había oído, este era valiente, desde luego era cachorro de una familia con una enorme tradición militar, esperaba que no le diera muchos quebraderos de cabeza. La primera legión ocupaba una posición cercana al centro, con su flanco izquierdo protegido por el ala de legiones itálicas. Ventidio observó como el joven aristócrata ocupaba un lugar en la primera fila de su manípulo justo a su izquierda, dejándole a él el puesto en el extremo derecho de la formación. Era una sutil manera de decirle que, pese a que era superior en rango, no iba a usurparle al veterano el mando sobre su manípulo. Esto le hizo sonreír, ya empezaba a caerle algo mejor ese patricio.
Korbis le dio un codazo a Balkar. —¡Mira! —dijo con un gruñido. —¿Que mire qué? —dijo este molesto. Su compañero señalaba hacia la caballería que se iba alineando a unos pasos a su izquierda, concretamente a uno de los jinetes que iban al frente—. Vaya vaya… ¿No es ese tu viejo amigo? Korbis escupió al suelo. —Ese cabrón. Pensé que lo habían despachado en una de esas escaramuzas el pasado invierno. —Pues yo lo veo sano como una rosa —apuntó Garokan, siempre dispuesto a la guasa, incluso en esas circunstancias. Ducario avanzaba al frente de sus hombres en toda su gloria guerrera. El oro y la plata de sus brazaletes reluciendo en contraste con el gris de su cota de malla. A regañadientes los iberos itieron que imponía bastante, así como los jinetes que le seguían. —Dejad de mirar a esos y preocupaos de los que tenemos al frente —les gruñó Balkar. La línea cartaginesa había comenzado a avanzar, aunque ellos, como extremo izquierdo de la misma, deberían mantener su posición y dejar que fuera el combate el que los alcanzara. Balkar echó de menos a Hanno y su capacidad
para hacer una broma o un comentario que distendiera el ambiente justo en momentos como ese. Hoy le echaría de menos, pero mientras agarraba con fuerza su lanza juró por sus antepasados que vengaría su muerte personalmente.
Después de intercambiar las últimas instrucciones y de desear suerte a Varrón, Paulo espoleó su montura y cabalgó acompañado del fiel Memio a lo largo de la formación romana. Los hombres le vitoreaban al pasar y tuvo que itir que era una sensación embriagadora. Al llegar al final del despliegue de infantería refrenó a su caballo hasta ponerlo al paso, reconoció al último hombre de la línea. El centurión Cneo Manlio se llevó el puño al pecho a modo de saludo y Paulo le contestó de la misma manera antes de avanzar al paso hasta el centro de la línea de caballería. En el centro del campo de batalla los velites avanzaban ya al encuentro de los honderos e infantes ligeros hispanos. Comenzó el intercambio de proyectiles casi a quemarropa, al principio los honderos llevaron la ventaja, pero los romanos habían sido instruidos en cerrar distancias y combatir de cerca donde la ventaja la llevaban ellos. Paulo observó a los muchachos que cargaban valientemente entre los proyectiles mientras trataba de dar a su rostro el gesto más impasible que pudiera, la refriega se había convertido en una sangrienta melé de jóvenes que lanzaban jabalinas contra los desprotegidos honderos y de estos que hacían girar sus armas y disparaban con fuerza y precisión letales. Un grupo de los baleares comenzó a sobrepasar a los velites por su flanco a unos cincuenta pasos de la caballería romana. Paulo se volvió para ordenar al decurión de la turma más cercana que apoyase con sus hombres a la infantería ligera, pero justo cuando se giró a dar la orden un proyectil de honda le impactó en la cara derribándole del caballo.
Asdrúbal, desde el flanco de su masiva formación de caballería, vio como el cónsul, con su llamativa capa roja, caía derribado de su montura. Sin dudar un segundo y viendo la oportunidad, ordenó el ataque de la primera de sus cuatro líneas de caballería. Casi dos mil jinetes celtas no se hicieron de rogar y cargaron lanzando sus salvajes gritos de guerra sobre la caballería romana.
Lelio alzó su escudo una vez más y esta vez sintió el impacto brutal de la jabalina. La punta de la misma atravesó la madera y estuvo a punto de clavarse en su cara. Los númidas habían caído sobre ellos ya dos veces tratando de hacerles retroceder, pero la caballería itálica aguantaba tenaz su posición. Tras esa última oleada el cónsul tuvo suficiente y ordenó que cargaran. Al toque de la corneta Lelio, junto a los demás, clavó los talones en las ijadas de su montura, pero apenas habían arrancado cuando los númidas se dieron la vuelta y arrojaron de nuevo sus jabalinas. A su alrededor varios jinetes y caballos rodaron por el suelo y la carga fue abortada aún antes de merecer tal nombre, Lelio se vio solo, tiró de las riendas y volvió a la formación seguido por nuevos proyectiles que no le dieron de milagro, entonces empezó a pensar que quizás mereciera la pena desmontar y aguantar a pie las acometidas de esos malditos africanos.
Memio saltó del caballo sin pensarlo dos veces, Paulo se retorcía en el suelo con las manos en la cara y sangre chorreándole entre los dedos. Con la ayuda de otro jinete lo sujetaron y Memio le apartó las manos del rostro. Lo tenía destrozado. El proyectil de honda había impactado bajo el ojo izquierdo desgarrando el globo ocular y la mejilla. Si no se hubiera girado para dar una orden seguramente le habría atravesado la cabeza y matado en el acto. El ojo estaba perdido y la cara le sangraba muchísimo, pero la herida no era fatal. El propio Paulo, recuperada un poco la compostura, empujó al jinete que ayudaba a Memio y trató de levantarse. —No, señor, no se levante —rogó el ayudante. —¡Cállate!, soy el cónsul —dijo este apretando los dientes—, no puedo quedarme en el suelo cuando la batalla acaba de empezar. Un estruendo reclamó la atención de todos. Justo frente a ellos los celtas cargaban. El tribuno que secundaba a Paulo tomó la iniciativa y gritó a Memio. —Sáquelo de aquí, métanse entre la infantería. Memio no lo dudó y arrastró a Paulo con la ayuda del jinete desmontado que le auxiliaba. El tribuno, seguro de que el cónsul estaba a salvo, tomó el mando de la caballería romana, pero no iba a tener tiempo de dar ninguna orden.
Manlio vio caer al cónsul y como, unos instantes después, lo arrastraban en su dirección. Destacó a varios hombres que lo recogieron y lo metieron dentro de la formación de infantería, le hubiera gustado saber la gravedad de sus heridas, pero la caballería cartaginesa se les venía encima. Ordenó cerrar filas y escudos listos, pero los celtas no iban a por ellos, la tromba de jinetes cayó sobre la caballería romana que a duras penas resistió el golpe. El tribuno que trataba de poner orden fue empalado por una lanza y su cuerpo pisoteado por la horda de celtas que, por pura fuerza de números, hizo retroceder varios metros a la caballería romana. Manlio los observaba impotente, la tentación de atacarlos y echar una mano a los jinetes era grande, pero no se le escapaba el gran número de jinetes cartagineses que aún quedaban, y romper la formación habría sido suicida para ellos y potencialmente desastroso para el ejército romano al completo. La caballería tendría que arreglárselas por sí misma.
Lupo, que se creía relativamente seguro en las últimas filas de la caballería romana, se vio con su caballo reculando y un guerrero celta golpeando salvajemente su escudo. Estaba a punto de soltar la lanza para sacar la espada y tratar de defenderse con ella cuando, en un momento de lucidez, se agachó más bajo su escudo, el jinete se avalanzó sobre él y, entre golpe y golpe de espada, proyectó el brazo del escudo hacia adelante golpeando al galo con el tachón en la cara. —No es tan divertido cuando te lo hacen a ti, ¿eh? —gritó Lupo, que levantando el brazo de la lanza golpeó de arriba a abajo y atravesó el pecho del celta. El combate se había convertido en un sangriento cuerpo a cuerpo, por lo que los celtas volvieron grupas ganando distancia para cargar de nuevo. A pesar de aguantar el golpe, las bajas en la formación romana habían sido terribles. Un decurión a unos metros, un veterano cuyo nombre no recordaba, comenzó a gritar algo y sus hombres desmontaron, rápidamente el resto de jinetes comprendieron. Un jinete sin el impulso de la velocidad del caballo perdía toda su ventaja, pero un infante a pie con una lanza era un enemigo temible para la caballería. —¡A pie y agrupados, rápido, rápido!
Los hombres echaron pie a tierra y empujaron a los caballos hacia retaguardia, Lupo palmeó la grupa de Impasible que echó a galopar sin saber si volvería a verlo y formó una torpe línea con el resto de jinetes romanos. Devenidos en intento de falange, los mil y pico supervivientes se agruparon pie a tierra y, agachados tras sus escudos con las lanzas por delante, aguantaron a pie quedo la carga de los galos. Estos habían tenido mucho menos espacio para coger impulso y, aunque la formación romana retrocedió unos metros y se rompió en un par de puntos, aguantó.
Ducario consiguió esquivar las puntas de las lanzas y clavar la suya en el cuello de uno de los infantes desmontados. Su caballo coceó y se encabritó y con un tirón de las riendas lo obligó a salir del muro de lanzas, caracoleó con su montura buscando un hueco por el que atacar y vio a Bórix rodar por el suelo cuando alancearon a su caballo. Un romano se adelantó para atacarlo, pero el jefe celta le arrojó su lanza, que impactó en la cadera del romano y lo derribó, el propio Bórix, desde el suelo, remató al herido y salió dando traspiés del alcance de las lanzas de los jinetes romanos. La segunda carga había sido un fracaso al desmontar los jinetes y formar una improvisada falange, los celtas aceptaron el duelo y comenzaron a desmontar, los caballos eran inútiles ahora. Ducario pasó la pierna por encima del cuello de su montura y se dejó caer al suelo. Sacó su larguísima espada y agrupó a sus hombres alrededor. Si los romanos querían luchar a pie, a pie sería. Y cargaron contra ellos.
Lupo dejó su lanza clavada en el vientre de un galo y se cubrió con el escudo, mientras trataba de sacar la espada, otro galo enorme se le echó encima, pero Clamio lo echó a un lado con un golpe de su escudo dando a Lupo el espacio suficiente para desenvainar. Aguantaban bien, pero la fuerza inexorable del enemigo los iba empujando paso a paso hacia el río y los separaba de las legiones cuyo flanco tenían que cubrir. El galo que tenía en frente alzó su espada y descargó un golpe brutal sobre él, Lupo se agachó tras su escudo levantando el brazo, el golpe le dolió hasta el hombro y la hoja de la espada del bárbaro se hundió profundamente en el borde
de su escudo, pero casi con una rodilla en el suelo el romano pudo atacar el flanco descubierto del celta, lanzó una estocada que se clavó profundamente en el vientre del galo. Giró la muñeca retorciendo la hoja y tiró. Su enemigo cayó hacia atrás aullando y tratando de contener los intestinos que se le escapaban por el destrozo. Pero a su lado otro de los bárbaros había conseguido apartar el escudo de Clamio a un lado y le dio un mandoble en el cuello que casi lo decapitó, el pequeño y valiente jinete se desplomó y Lupo tuvo que retroceder una vez más cuando el asesino de Clamio y otro galo, que reemplazaba al que él acababa de matar, se le echaron encima, entonces retrocedió otro paso, resbaló ligeramente y notó agua en los pies, ya está, ya no hay a dónde retroceder, pensó mientras paraba como podía la lluvia de golpes.
El procónsul Cneo Servilio Gémino apenas podía ver nada entre la polvareda que levantaba el combate de los infantes ligeros, el sol ya estaba alto en el horizonte y comenzaba a darles en los ojos. Se adelantó unos pasos tratando de ver algo cuando oyó que le llamaban. —¡Por Marte, Lucio Emilio!, ¿qué ha ocurrido? —exclamó al ver quién le reclamaba. Paulo venía acompañado de su ayudante y de quien, por el armamento, parecía un jinete, llevaba media cara cubierta con un improvisado vendaje. Pese a la pérdida del ojo y del terrible dolor, se había recuperado lo suficiente. Le habían vendado la cara para que no se desangrase y había tratado de transmitir un mensaje al otro cónsul, pero este se encontraba empantanado contra los númidas, por lo que si se iba a ganar esa batalla tendrían que ganarla las legiones. —Olvídese de mí, Cneo Servilio, la caballería ha sido derrotada, pero aún nada está perdido. Ordene carga general de la infantería —dijo el cónsul jadeante. Servilio obedeció y transmitió la orden a sus cornetas que repitieron la orden a lo largo de todo el frente. Los exhaustos velites supervivientes retrocedieron entre los huecos dejados por los manípulos y se reagruparon a retaguardia. Cada segunda centuria de hastati cerró los huecos del frente y cargaron sobre el enemigo.
Buntalos vio a los romanos lanzarse a la carga y, al igual que el resto de sus hombres, se preparó para el impacto. El centro romano chocó brutalmente contra los celtas que aguantaron unos instantes el envite, pero, amenazados de ser rebasados por los flancos al estar adelantados al resto del frente, comenzaron a retroceder. Aún así el ímpetu de la carga romana se había reducido cuando llegó hasta los celtíberos amortiguada por la resistencia de los galos. Los romanos les lanzaron sus pila. Buntalos, agachado tras su escudo, tuvo suerte y no recibió ningún impacto. A su lado Likinos no tuvo tanta suerte y comenzó a sacudir su escudo tratando de desclavar los tres que tenía clavados. Buntalos se desentendió de él, sopesó su soliferrum y lo lanzó brutalmente contra un hastati entusiasta que venía derecho hacia él sin cubrirse adecuadamente. El romano quedó detenido en seco por el arma de hierro que lo atravesó por el pecho y lo dejó clavado al escudo del que le seguía. El celtíbero no perdió el tiempo regocijándose en su éxito, empuñó la lanza con la mano derecha y en un instante ya se había cubierto tras su escudo y flexionado las piernas. A su lado Likinos se había librado de dos de los proyectiles, pero no había tiempo para más, solapó su escudo con el de su jefe y aguantaron el impacto. La carga de los romanos no por amortiguada resultó menos brutal. El estruendo del choque de los escudos era ensordecedor. El jefe celtíbero sintió como sus pies se deslizaban hacia atrás por la mera presión de la masa romana. Golpeó sobre su escudo con la lanza repetidas veces, unas veces en vacío, otras contra madera o metal y un par de veces en carne. Trató de afianzar los pies, pero cada vez que los movía perdía terreno y así, de manera lenta pero constante, el saliente en forma de media luna de los cartagineses se fue convirtiendo en una línea recta, mientras celtas e hispanos trataban a duras penas de contener la imparable masa de aquellas dieciséis legiones.
Adrúbal observó el retroceso de la caballería romana y el avance de su infantería, esto creó un enorme hueco entre ambas, viendo su oportunidad, ordenó a sus hombres que lo siguieran y picó espuelas cargando por el flanco del ejército romano. Hizo pasar a los más de cuatro mil jinetes que le acompañaban entre los restos de la caballería romana, que seguía combatiendo aunque a pie, y el flanco de las legiones. Hubiera sido tentador limitarse a cargar contra ese flanco y deshacerlo, pero Asdrúbal era un profesional frío y, reprimiendo el
natural impulso de combatir, rebasó la línea romana y colocó a sus jinetes tras el inmenso ejército romano. A unos cientos de pasos tras la línea romana recompuso a sus hombres. Mandó a varios cientos de los celtas a que ayudasen a sus compañeros a aplastar la resistencia de los jinetes romanos y se quedó con el resto de los galos y los dos mil hispanos. Se sentía como un epicúreo ante una mesa cargada de manjares, una vez más la tentación de cargar contra la espalda de la infantería romana fue grande, pero a la larga habría sido como golpear el agua con un palo. Alzó su lanza y, bajándola de golpe, reanudó el galope cruzando el campo de batalla de lado a lado, directos a donde la caballería itálica luchaba por deshacerse del martirio de los númidas.
Lelio desclavó su lanza de la grupa del caballo que caía, su jinete rodó por tierra y, antes de que pudiera levantar su escudo, el romano lo empaló con saña. Los númidas llevaban desde que empezara el combate martirizándolos y este grupo, en particular, se había acercado más de la cuenta y no habían podido huir lo bastante rápido. A pesar del goteo de bajas y la frustración, la caballería itálica bajo el mando directo de Varrón cumplía su misión de no desguarnecer el flanco romano y, de seguir así, pronto podrían rebasar el flanco cartaginés y atacarlos por la retaguardia, pensó Lelio. Mientras los itálicos exterminaban a los imprudentes, el grueso de la caballería númida se había retirado unos cientos de pasos. Lelio reagrupó a sus hombres y se dispuso a reunirse con el resto de los jinetes. Aún no había llegado de vuelta a la formación cuando vio justo detrás la enorme polvareda. —¿Qué es…? —empezó a murmurar, pero ni él mismo pudo oír sus propias palabras. El impacto de la caballería de Asdrúbal había cogido a los itálicos totalmente concentrados en su frente y la brutalidad de su carga hizo saltar su formación en pedazos. Lelio no era cobarde pero tampoco idiota. Agrupó a sus hombres y se retiró unos metros, a su derecha el grupo del cónsul estaba a punto de ser alcanzado por los jinetes cartagineses. Como hiciera su amigo en Tesino, esta vez fue Lelio el que cargó para salvar al general. Varrón seguía a caballo y defendiéndose sin
titubear. Había desmontado a un enemigo y paraba los golpes de otro cuando Cayo Lelio llegó hasta él y le clavó la lanza en el costado. Cayo Terencio Varrón lo agradeció con un gesto y gritó ordenando que se tocase a reagrupar, pero el cornicem estaba desangrándose bajo las patas de los caballos con el pecho abierto de un espadazo. Lelio miró a su alrededor, los itálicos huían por todas partes o eran masacrados, ya no quedaba nada que reagrupar. Levantó su lanza y golpeó brutalmente con el asta la grupa del caballo del cónsul, que echó a correr a todo galope alejándose hacia el norte con su jinete. La escolta del cónsul y el propio Lelio con sus hombres partieron tras él. Ahora sí, la totalidad de la caballería del ejército romano había sido derrotada.
Los refuerzos enviados por Asdrúbal habían cogido por la retaguardia a la improvisada falange formada por los jinetes a pie romanos y la había deshecho; los últimos supervivientes, formando un semicírculo contra el río, vendían caras sus vidas en una situación que, aunque Lupo no lo sabía, era muy similar a la que habían sufrido miles de romanos acorralados contra el lago Trasimeno, pero el joven decurión no estaba para clases de historia. Los celtas retrocedieron unos pasos y los contendientes se miraron unos a otros, Lupo tenía el agua por las rodillas y ya no podía retroceder más sin arriesgarse a hundirse. En algún momento del combate, no sabía cual, había perdido el casco y un líquido viscoso y caliente le empapaba la cara, sí recordaba, en cambio, el golpe que le había desgarrado el hombro izquierdo de la cota de malla y le había dejado un corte profundo que le entumecía el brazo del escudo que ya casi no podía levantar. Miró a su alrededor, de los mil ochocientos jinetes quedaban menos de un centenar. Algunos se habían lanzado al río y otros habían conseguido recuperar los caballos y salir huyendo, pero la mayoría estaba muertos o agonizantes. El decurión veterano que les había ordenado en su momento que desmontaran, alargando así un poco más sus vidas, seguía con ellos. Se adelantó un paso y miró a ambos lados. Los galos se habían retirado un poco y dejaban paso para sus jinetes, estaba claro que iban a cargar contra ellos. —Hasta aquí hemos llegado, compañeros —dijo el decurión veterano—, si alguno sabe nadar, que lo intente. Dijo esto sin dejar de mirar a los galos y sin moverse, quizá no sepa nadar, pensó
Lucio Lupo, quizá sea demasiado orgulloso para huir. Pero él sí sabía. A su alrededor muchos de sus compañeros comenzaron a retroceder, Lupo movió el pie lentamente hacia atrás y notó un desnivel, estuvo a punto de caer y se repuso. Algunos de sus compañeros, la mayoría, lanzaron los escudos y saltaron al agua tras ellos, otros se acercaron lentamente al decurión que alzó su escudo frente a él. Algo cegó la visión de Lucio, se pasó el dorso de la mano de la espada por la cara y se enjuagó la sangre de los ojos, parpadeó un par de veces para recuperar la vista. Los jinetes galos ya avanzaban hacia ellos al trote y casi llegaban a la orilla del agua. El brazo del escudo le dolía demasiado como para lanzarlo, pensó, así que dio un paso a un lado donde una docena escasa de hombres se habían agrupado junto al decurión veterano. Ya tenían a los galos encima, Lupo se agachó y trató de alzar el escudo cuanto pudo, el jinete que venía hacía él apuntó su lanza que impactó contra su escudo y este se torció, Lupo trastabilló hacia su derecha y el pecho del caballo le golpeó de lleno lanzándolo al agua, donde el peso de su cota de malla lo arrastró hasta el fondo.
Ducario agrupó a sus hombres a su alrededor, los desmontados recuperaron sus caballos o cogieron los de los romanos y se reunieron, partiendo al galope a unirse a los hombres de Asdrúbal al otro lado del campo de batalla. Bórix cabalgaba a su lado en el caballo de un romano. —Gracias, jefe, ese romano casi me tenía —gritó sobre el estruendo de los caballos al galope. —Te la debía —replicó Ducario—, y aún te debo varias más. —Y se inclinó sobre el cuello de su caballo haciéndolo acelerar.
Los hombres de Manlio habían sido de los últimos en hacer o, pero esto no lo había hecho menos brutal. La profundísima formación romana hizo retroceder a los iberos frente a ellos como los estaban haciendo retroceder a lo largo de todo el frente. Ignorantes del drama sufrido por la caballería, los legionarios acometían con fuerza imparable. En este momento la batalla era un duelo de voluntades, los hombres se empujaban escudo contra escudo y trataban de acuchillar al enemigo por encima o debajo de estos, por lo que las bajas eran relativamente pocas y pocas de ellas eran mortales. La intención era romper la
formación enemiga y, entonces sí, masacrarlos. Por supuesto, era físicamente imposible sostener ese esfuerzo durante un tiempo prolongado y por todas partes se producían pequeños momentos de calma, en los que los contendientes se separaban unos pasos, hacían acopio de valor y fuerzas, reemplazaban a los heridos o requerían proyectiles antes de lanzarse de nuevo unos contra otros. Fue en una de estas pausas cuando Manlio, que se disponía a animar a sus hombres para una nueva carga, los vio. A unos cuarenta o cincuenta pasos, una larga columna de lanceros libios, esos cabrones otra vez, se perdía tras la línea cartaginesa, pero estaban ahí, aguardando. Desde su izquierda la línea romana ya cargaba de nuevo. Golpeó con el codo de su brazo derecho al hombre de detrás de él y señaló a los libios con su espada, que aún seguía limpia de sangre. —¡Ojo a la derecha! —le gritó. El legionario abrió mucho los ojos al darse cuenta del peligro y pasó la voz, pero Manlio tuvo que desentenderse de ellos, no podía romper la formación, así que apretó los dientes y avanzó corriendo los cinco o seis pasos que le separaban de los iberos.
Aníbal contempló como la línea retrocedía, pero el ritmo al que se retiraban los heridos comenzaba a aumentar demasiado rápido. Desde lo alto de su caballo podía ver los penachos de los primeros romanos y estaban peligrosamente cerca, los celtas habían sufrido un durísimo castigo, pero no había reservas. Miró alrededor buscando soluciones y no las vio, así que tendría que inventárselas. —Gisgo, busca a los heridos leves que se hayan recuperado y reagrúpalos. El despiadado y eficiente oficial cartaginés galopó hasta unos metros más atrás donde los heridos eran atendidos, desde los que agonizaban hasta los contusos o con cortes de no excesiva gravedad. A estos últimos los fue señalando uno a uno y sacándolos de allí sin contemplaciones. Mientras Gisgo formaba el batallón de lisiados, Aníbal se volvió hacia su hermano. —Magón, parece que en el flanco derecho aguantan mejor. Saca a todos los hombres que puedas de las últimas filas, tráelos aquí y rellena los huecos que vayan apareciendo.
El joven Barca no necesitó más instrucciones y partió recorriendo el frente sacando a algunos soldados de cada una de las últimas filas y agrupándolos. Aníbal se desentendió de ellos y miró a lo lejos hacia su derecha, no había ni rastro de Asdrúbal y de sus hombres, pero tendría que confiar en él. Llamó a dos ordenanzas. —Que los libios se preparen para pasar de columna a falange. Los dos jóvenes nativos de Cartago partieron a caballo en direcciones opuestas. «No quedaba otra que seguir con el plan», pensó mientras observaba las espaldas de los celtas cada vez más cerca empujados por la inmensa masa de romanos.
Minucio Rufo se abrió paso a empujones hacia la retaguardia. «Empiezo a estar mayor para estar en primera línea», pensó. Intentó seguir retrocediendo para hacerse una idea global de la situación y de por qué los príncipes no habían sustituido a los hastati, que se agotaban en primera línea, pero la propia imposibilidad de apartarse del frente respondió a su pregunta. La masa de las legiones había doblado hacia atrás la línea cartaginesa hasta que esta formó una bolsa en la que se habían metido en bloque, comprimiéndose y perdiendo toda capacidad de maniobra. Marco Minucio Rufo comprendió con una punzada de miedo que las orgullosamente flexibles legiones romanas se habían convertido en una horda brutal y amorfa y que, si no vencían por su propia fuerza arrolladora, iban a tener problemas muy serios. Pero él ya no podía hacer nada al respecto, así que a empujones y gritando a los hombres a su alrededor trató de volver al frente, que era el lugar de un oficial romano.
A apenas unas decenas de pasos de allí, aunque bien podrían ser millas dada la imposibilidad de comunicarse, Paulo y Servilio habían llegado a la misma conclusión que Rufo. No sabían nada de Atilio Régulo, que estaba en algún lugar al frente y en el centro. Paulo estaba mortalmente pálido, hilillos de sangre goteaban bajo el vendaje que cubría su cara destrozada, pero se mantenía en pie. Parados en el centro de lo que debería haber sido la divisoria entre hastati y príncipes, habían tratado de mantener algún tipo de ilusión de control sobre la situación, pero hacía tiempo
que este se había escapado de las manos de cualquier oficial romano. Guiados por su propia y brutal inercia, los manípulos, mezclados los unos con los otros en una única y amorfa masa, continuaban presionando las líneas cartaginesas. Los legionarios, envalentonados por su constante avance e ignorantes del drama que se había vivido en sus flancos, presionaban y presionaban convencidos de la victoria. Tanto el cónsul como el procónsul comprendieron que, llegados a este punto, o destrozaban a la infantería cartaginesa o todo estaba perdido. Cneo Servilio Gémino comprobó que tenía el yelmo bien amarrado, dio una palmada en el hombro a Paulo y, casi gritándole al oído para sobreponerse al estruendo de la batalla le dijo: —Será mejor que me asegure de que hacemos correr de una vez a esos bárbaros. Y sin esperar respuesta comenzó a abrirse paso entre los legionarios empujando con su escudo. Paulo pudo distinguir el vistoso penacho de crines rojas avanzar entre los legionarios directo a la primera línea y sonrió a pesar del dolor. —Memio. —¿Señor? —Consígueme un escudo.
El centurión Ventidio empujó su escudo una vez más con todas sus fuerzas y Publio Cornelio, a su lado, clavó la espada por el hueco metiéndosela al celta por la axila casi hasta la empuñadura. Desclavó y dio un paso atrás para mantener la formación. Sin saber cómo, se produjo uno de esos momentos de calma. Miró a su alrededor y se alineó con el resto de soldados. Levantó la vista, pero tuvo que bajarla inmediatamente, pues el sol le caía directo sobre los ojos y le cegó, fue el grito de Ventidio lo que le salvó, los celtas se lanzaron de nuevo sobre ellos y se repitió el choque. Les hicieron titubear por un momento, pero pronto el superior número de los romanos se impuso, si bien es cierto que cada vez les costaba más hacerles retroceder. A Publio Cornelio le gustaría saber como iba la batalla; si ganaban o perdían, si su amigo Lelio seguía vivo o había muerto, si su futuro suegro había conseguido contener a la caballería enemiga o no, pero no tenía tiempo ni de pensarlo. Todo
su universo se reducía al centurión Ventidio a su derecha, el legionario a su espalda, el legionario a su izquierda, los celtas que tenía en frente y al escudo y la espada que los mantenían a raya. Y al ruido. En ninguno de los anteriores combates que había vivido había experimentado semejante asalto a sus sentidos. Al estruendo de las armas se unían los pasos de los hombres, sus gritos de ira, dolor y miedo, el olor a sangre, a orina, a sudor y a entrañas. El polvo que se le iba pegando en la garganta y casi lo ahogaba… Vio otro hueco frente a él y proyectó por él la hoja de su espada. No sabía hasta qué punto era una acción consciente o una reacción instintiva de sus músculos para los que parecía que ya llevaban luchando una vida. El caso es que dio en blando, quien fuera que estuviera frente a él retrocedió, le empujó con el escudo y lanzó una nueva estocada. Falló, pero el paso ganado fue suficiente para que sus compañeros avanzaran también. Y siguió a ello, no había nada más.
Asdrúbal terminó de amarrarse el vendaje improvisado sobre el antebrazo derecho tirando con la izquierda y los dientes del jirón de túnica que se había amarrado de cualquier manera. Abrió y cerró los dedos, le dolía, pero podía moverlos sin problemas. A su alrededor los jinetes se reagrupaban. Había costado contenerlos de que se perdieran persiguiendo a los itálicos fugitivos. Había encargado a Maharbal y sus númidas la persecución y estos se habían perdido tras ellos mientras los cazaban como a conejos. A su alrededor se fueron congregando varios miles de hombres y los que habían quedado en la otra orilla rematando a la caballería romana acaban de llegar. Terminado el vendaje, Asdrúbal sujetó de nuevo su escudo y desclavó la lanza del suelo. Cabalgó hacia el centro de la inmensa línea de jinetes, tiró de las riendas del caballo que se alzó de manos y levantó la lanza al cielo. Sus hombres lanzaron un rugido levantando sus armas y casi seis mil jinetes comenzaron a trotar hacia el clamor y la polvareda de la batalla, camino de su tercera carga del día. La última. La definitiva.
Manlio observó desesperado como el impulso del combate les iba arrastrando hacia el interior de la bolsa que los cartagineses les habían ido dejando hacer. Al menos pudo verlo venir y sus hombres opusieron un frente sólido, pero los romanos, a base de presionar, habían dejado atrás la columna de hoplitas que,
llegados a este punto, ordenaron dar un cuarto de vuelta a la derecha y pasaron a ser una falange de unos cuatro mil hombres que cargó por el flanco descubierto de las legiones. Los extraordinarii atacados por dos flancos se detuvieron y pasaron a defender el terreno que ocupaban, pero ahora eran ellos los que soportaban la presión de los hoplitas que habían permanecido inactivos toda la batalla, la diferencia es que no había a dónde ir y los eficientes y despiadados lanceros libios comenzaron a presionar a los agotados legionarios.
Magón había conseguido sacar a unos cien hombres a base de debilitar la línea de su flanco derecho y, al frente de ellos, corrió a tapar los huecos que se abrían ya en la agotada línea de celtas que llevaban casi tres horas aguantando el acoso constante de los romanos. La carga de Magón y sus hombres parcheó el centro y devolvió la moral a los que lo vieron, pero no era suficiente. Todas las batallas tenían un momento clave y Aníbal entendió que era este. Sus falanges de libios ya habían cargado sobre los flancos romanos, pero estos eran aún más de cincuenta mil y si conseguían romper su centro la batalla acabaría, en el mejor de los casos, en tablas, y eso para ellos era perder. Sin pensarlo dos veces desmontó y se puso al frente de los hombres reunidos por Gisgo. —¿Está seguro de esto, general? —preguntó el oficial púnico—. Yo puedo dirigirlos allá donde me ordene. —Ya lo sé, Gisgo, pero ya están todas las órdenes dadas, no hay nada más que decir. Ahora solo se puede hacer. —Sacó la falcata ibérica que le había regalado su padre y la alzó en el aire, donde todos pudieran verla—. ¡Seguidme! Y corrió al centro del combate allá donde los romanos eran más fuertes.
—¡Vamos!, ya casi los tenemos. ¡¡¡Vamos!!! El procónsul Marco Atilio Régulo animaba a sus hombres mientras acometía con su escudo una y otra vez. Probablemente nadie en el ejército romano odiaba más a los cartagineses que él. Su padre, cónsul durante la primera guerra contra Cartago, había sido hecho prisionero tras la derrota de Bagradas. Los púnicos lo
liberaron bajo juramento de que conseguiría la paz en Roma o volviera para ser ejecutado. Al llegar este a la capital de la república exhortó al pueblo a resistir a toda costa hasta la victoria, tras lo cual, fiel a su palabra, había vuelto a Cartago donde los cartagineses lo torturaron hasta matarlo. Su hijo había vivido su vida bajo la sombra de una leyenda y había incubado su odio a Cartago, cuidándolo y alimentándolo todos los días de su vida y ahora se lo estaba cobrando. La formación encabezada por el procónsul no había dejado de avanzar hasta hundir profundamente la línea enemiga, Régulo estaba seguro de que ya no aguantarían mucho, así que exigió un último esfuerzo a sus hombres. Frente a él los galos comenzaban a abandonar las filas, ya los tenían. Lanzó una estocada que pasó la guardia de un galo desnudo y se clavó en el vientre, se detuvo, desclavó y volvió a cubrirse. La formación gala era ya muy delgada, tanto que Régulo pudo ver una formación de refuerzo que acudía a cubrir el frente, pero no le importaba, la victoria estaba al alcance de la mano, lo presentía.
Magón llegó justo cuando el centro de los celtas iba a desmoronarse, alzó su espada y cargó al frente de su recién formada unidad. Abriéndose paso entre los extenuados galos, que le dejaron pasar sin quejarse, atacó al primer romano que encontró. Golpeó con todas sus fuerzas con su escudo de hoplita contra el pesado escudo romano y lo hizo retroceder un par de pasos. Magón pudo ver que se trataba de un oficial por el penacho de plumas de su casco y la coraza musculada de bronce, además de que vestía con un fajín purpura anudado extrañamente sobre ella. El romano se recuperó del impacto y contratacó obligando al púnico a parar sus golpes, era más alto que él, aunque Magón era más fuerte, pero su superior estatura y su espada de filo recto le daba más alcance. El púnico, al igual que sus hermanos, a pesar de su equipamiento puramente griego llevaba una falcata hispana regalo de su padre, así que trató de pegarse al romano lo más posible para acortar la distancia y aprovechar su fuerza, pero este no se dejaba, hábil guerrero a su vez, contenía a Magón con el escudo y le atacaba por cualquier hueco, así que el púnico se cubrió y siguió presionando buscando su oportunidad.
Régulo no estaba dispuesto a que ese púnico musculoso y barbudo al frente de un puñado de bárbaros le robase su momento. Era bueno, pero él también lo era,
entendió su juego y trató de mantenerlo a distancia. El púnico empujó con fuerza brutal con su escudo y lanzó una estocada. Régulo la desvió sin problemas y en el contrataque pasó sobre su escudo y le hizo un corte en el musculoso hombro derecho, retrocedió el cartaginés un paso gruñendo de dolor y el romano presionó una vez más, notó que su rival movía el escudo con más lentitud, golpeó con la espada y lo echó a un lado, el cartaginés no pudo recuperar la guardia a tiempo y Régulo atacó por el hueco.
El tajo en el hombro dolía, pero solo era un rasguño. Magón bajó el hombro y fingió debilidad, su truco funcionó, su rival trataba por todos los medios de apartarle el escudo y, cuando golpeó lateralmente, abrió la guardia ligeramente, lanzándose a fondo, pero el púnico con una velocidad inesperada en alguien de su corpulencia se puso de perfil, dejó pasar la estocada y bajó su falcata de un corto pero brutal tajo. La curvada hoja ibérica impactó en el hueco del codo del procónsul y le amputó el brazo limpiamente. Con el movimiento de revés Magón le clavó la espada en la ingle y la sacó junto a un surtidor de sangre al seccionarle la femoral. El romano cayó hacia adelante aullando como un animal y el púnico lo ignoró, los legionarios a su alrededor titubearon al ver caer a su comandante de una manera tan brutal, pero Magón no titubeaba nunca y continuó abriéndose paso entre la formación romana, que dejó de avanzar, seguido por sus hombres que cerraron la brecha que había estado a punto de producirse en la formación celta y pisoteando al agonizante Marco Atilio Régulo.
Buntalos notó el titubeo en la línea romana, se habían separado una vez más, pero no cargaban de nuevo. Se atrevió a alzar la cabeza y miró alrededor, parecía que los romanos dudaban o retrocedían. No sabía qué ocurría, pero no iba a dejar pasar la oportunidad. Escupió hacia el suelo, miró a sus hombres y, sin decir nada, cargó. Los celtíberos le siguieron, la breve carga de apenas unos pasos produjo un nuevo choque, otro de tantos ese día, pero esta vez el empuje de los romanos se había disipado, aguantaban, pero no contratacaban. Buntalos no sabía qué ocurría, pero no le importaba. Likinos se agachó bajo su escudo e hirió a un
romano en la espinilla, este se tambaleó abriendo su guardia y Buntalos le cortó el cuello. Tanto Likinos como otro celtíbero aprovecharon el hueco para tratar de romper la formación enemiga, el romano, frente a Buntalos, lo advirtió y trató de retroceder, pero este se le vino encima y consiguió echarle el escudo a un lado y, desde muy cerca, lo apuñaló en el vientre. Habían conseguido romper la línea y comenzaron a causar una masacre entre los romanos que trataban de rehacer su frente, pero no tenían espacio para maniobrar. Por primera vez ese día, comenzaron a avanzar y lo hicieron dejando una estela sangrienta tras ellos.
Marco Minucio Rufo estaba agotado, la guerra era algo para jóvenes, sin duda, pero tenía que dar ejemplo. Aprovechó una pausa en el combate para tratar de hacerse cargo de la situación, no podía ver mucho alrededor, pero era obvio que habían perdido ímpetu. Según le habían dicho, el procónsul Atilio Régulo había muerto combatiendo en primera línea y no sabía nada de Servilio, Paulo o Varrón, por lo que asumió que el mando en esa zona le correspondía. Estaba tratando de rehacer las líneas para dar un último empujón, presentía que la línea de galos frente a él estaba a punto de romperse, pero entonces escuchó una conmoción a su izquierda. Minucio era un hombre alto, se alzó ligeramente de puntillas y sobre las cabezas de los legionarios vio como algunos se volvían para enfrentar una amenaza por el flanco o retrocedían y una fuerza enemiga comenzaba a deshacer su línea. Apartando a los legionarios a codazos y con el escudo se dirigió hacia la brecha, la mayoría de los hombres trataban de retroceder, pero algunos directamente soltaban los escudos y buscaban refugio entre sus compañeros. —¡Adelante! ¡Malditos seáis! —gritó desgañitándose—. ¡Formad una línea! Los hombres, inspirados por su ejemplo o avergonzados de dejarle ir, solo formaron a su alrededor. Ya estaba casi en primera línea otra vez, si conseguía rechazar a esa nueva amenaza y restablecer el frente podrían reanudar el avance, pensó. Un soldado soltó el escudo y trató de retroceder, el hispano que le seguía no dudó un instante y lo atravesó por la espalda. El chico cayó de bruces sobre Minucio vomitando sangre y este lo apartó a un lado encarándose con el hispano. Llevaba este un casco de bronce decorado con altas plumas y un pectoral redondo del mismo material. El hispano le miró a los ojos y alzó su escudo de
color rojo con dos animales, «dos lobos», pensó Rufo, pintados. El consular aceptó el reto y alzó su escudo, un simple escudo de legionario que contrastaba con su coraza de bronce decorada en plata, sus grebas anatómicas y su casco con cimera de crines. A su alrededor los hispanos habían sido contenidos pero no repelidos y Rufo había venido a eso, así que cargó contra el hispano.
Buntalos nunca había visto a un romano tan ricamente armado, por su rostro debería andar bien por encima de los cuarenta años, pero cuando le atacó lo hizo con toda la fuerza de un hombre joven, le empujó con el escudo y le lanzó varios golpes con una de esas espadas griegas más largas que la suya que tanto les gustaban a los romanos. Pero el hispano no perdió la calma, bloqueó todos los ataques sin retroceder y cuando vio un hueco contratacó a su vez, una cuchillada rápida por el lateral, a media altura, que le hizo un corte al romano en el muslo. Este retrocedió un paso y golpeó con el escudo, Buntalos estuvo a punto de caer, pero mantuvo el equilibrio, atacó de nuevo el romano con la punta y esta vez fue él el que hizo carne clavándole la espada en el hombro, sobre el homóplato, aunque la correa de cuero del pectoral desvió en parte la hoja. El romano gritó eufórico y avanzó un paso dispuesto a rematar al hispano, pero este se dejó caer sobre su rodilla derecha y lanzó un tajo contra la pierna del romano, la espada resbaló por la greba y el filo se clavó en la corva, Buntalos tiró de la hoja y le cortó los tendones hasta el hueso. El oficial dio un alarido y cayó sobre esa pierna dejando caer el escudo, el celtíbero se levantó como un resorte, alzó la espada y pudo ver como el oficial le miraba a los ojos, bajó la espada con todas sus fuerzas y le impactó justo bajo la mandíbula decapitándolo limpiamente. Al ver a Minucio caer, la moral de los que estaban alrededor se desplomó y los celtíberos redoblaron su esfuerzo rompiendo más y más la formación romana que, ahora sí, se había detenido por completo. Buntalos se agachó, sujetó la espada con la mano que sostenía el escudo y agarró la cabeza de Marco Minucio Rufo, cuyo rostro había quedado petrificado con su testarudo gesto de desafío. Buntalos le sonrió y la lanzó hacia los romanos, volvió a empuñar su espada con la diestra y se lanzó de nuevo al combate.
Escipión comprendió que algo malo había pasado. Ya no solo no avanzaban sino que la presión se había vuelto en su contra. Durante una pequeña pausa del
combate, mientras los hombres recobraban el aliento, se adentró entre la formación y ordenó a dos legionarios que sujetaran un escudo entre los dos horizontalmente, Escipión, subido a la improvisada plataforma observó el campo de batalla y lo que vio le llenó de horror. Toda muestra de orden había desaparecido. Los romanos formaban una multitud desordenada que se defendía en tres direcciones, o lo intentaban, pues la presión los iba comprimiendo más y más. Aquello ya no era una batalla, era una matanza y estaba claro quién era el matarife y quién el ganado para el sacrificio. Bajó de un salto de la improvisada plataforma y fue a buscar a Ventidio. Le agarró del brazo y lo hizo retroceder a la segunda fila, por suerte los celtas frente a ellos estaban igual de agotados y se estaban dando un respiro. Agarrándole por el cuello de la cota de malla se acercó la oreja del centurión a la boca. —Tito, todo está perdido, ve inmediatamente a retaguardia, habla con los centuriones de los príncipes y diles que se preparen para dar media vuelta y retirarse en formación. Tan pronto como haya espacio para ello formaremos un cuadro y trataremos de llegar al campamento. Ventidio lo miró incrédulo. —No puede ser… —murmuró. El joven patricio tenía la cara llena de polvo y sangre ajena, largos churretes de sudor caían por la frente y las mejillas, pero cuando miró a Ventidio con esos dos ojos ligeramente saltones y grises, como dos puntas de lanza, el centurión supo que no mentía y esa mañana había demostrado de sobra que no era un cobarde, así que asintió. —¿Qué haréis mientras, Publio Cornelio? —Me quedaré aquí y mantendré la línea mientras nos vamos retirando. El centurión negó con la cabeza, ese tribuno quería hacer por sí mismo una de las maniobras más complejas posibles, retirarse de un combate en formación y acosado desde tres direcciones. —Demasiado difícil y demasiado peligroso, deje que me encargue yo. —Escúcheme, centurión —dijo llamándole por primera vez por el rango,
dejándole claro que aquello era una orden—. ¿A quién cree que van a hacer más caso esos centuriones correosos de ahí atrás? A mí no me conocen, a ti sí, así que mueve el culo y no discutas o ninguno saldremos de aquí. Ventidio asintió, iba a ser cierto que esos Escipiones mamaban el ejército desde la cuna, pensó mientras se internaba entre la formación a empujones. Una vez que el centurión hubo partido a cumplir sus órdenes, Escipión se desentendió de él. Desenvainó de nuevo su espada y la levantó en el aire mirando a sus hombres, a ninguno de los cuales se les escapaba que algo estaba yendo terriblemente mal. —Escuche bien, soy Publio Cornelio Escipión y juro por Marte y Belona que si mantenéis la calma os sacaré de aquí. No tuvo tiempo de decir más porque los celtas cayeron de nuevo sobre ellos, que cerraron escudos y aguantaron alrededor del joven patricio.
Tiró para tratar de desincrustar la falcata del cráneo del caído, retorció la muñeca, pero no salía, apoyó el pie en el pecho del cadáver y tiró de nuevo liberando al fin el arma. Mientras recuperaba su espada la línea avanzó a su alrededor y se permitió mirar un segundo. Los romanos aguantaban bien pese a verse atacados por ellos y por los libios, pero ahora perdían terreno. La marea había cambiado. Después de resistir casi toda la mañana a duras penas y con un goteo constante de heridos, ahora se lo estaba devolviendo, pese a que no conseguían romper su tenaz línea de escudos. Korbis retrocedió dando traspiés y se llevó la mano a la cara, otro de los guerreros ocupó su puesto y Balkar acudió a auxiliar a su camarada, se había llevado un tajo en la cara justo sobre el labio y hacia la mejilla. —Déjame ver —le dijo. —No es nada —dijo empujándolo. —Déjame ver te digo —Balkar le agarró por la barbilla y le examinó el corte, no era profundo, pero como todos los cortes en la cara sangraba mucho—. Tienes razón, no es nada. Tan solo te quedarás un poco más feo.
—Así me pareceré más a ti —dijo zafándose. Ambos guerreros se olvidaron de sus heridas y volvieron al frente, al fin y al cabo su trabajo consistía en herir, no en ser heridos.
Ordenó el alto a unos quinientos pasos de la retaguardia romana. Asdrúbal observó el campo de batalla, la retaguardia romana era una masa confusa y desordenada, pero que mantenía, o lo intentaba, el empuje. Se volvió a sus casi seis mil jinetes y los dividió en tres grupos, él, con los hispanos, cargaría sobre el centro, dejando que los celtas atacasen hacia ambos flancos divididos en dos grupos. Era imposible encerrar a todo el ejército romano, pero cubrirían gran parte del frente y pocos podrían escapar. Tomó unos pocos minutos organizarse, aun así, en cuanto las tres divisiones estuvieron listas Asdrúbal se situó en el centro de la formación de jinetes hispanos. Por tercera vez aquel día blandió su lanza en el aire. Por tercera vez aquel día sus hombres le siguieron. Por tercera vez aquel día la caballería cartaginesa ejecutó un golpe decisivo.
Paró con el escudo en alto y atacó de punta por abajo impactando encima de la rodilla del legionario, este cayó hacia delante y Aníbal lo remató con un mandoble en la espalda mientras caía. Volvió a cerrar el hueco y avanzó junto a la fila de hombres reunidos por Gisgo. Los romanos no retrocedían y si avanzaban era ocupando los huecos de los que iban matando. La batalla había degenerado en una matanza sin cuartel. Acorralados contra la masa de su propio ejército se defendía como lobos, pero, sin espacio para moverse, terminaban por caer casi sin opciones. Aún así su formación no se deshacía, el bloque del ejército romano mantenía su cohesión y se negaba a huir. Si no se rompían, Aníbal dudaba que pudieran con todos y su apuesta habría degenerado en una matanza sin un ganador claro. Pero ya no podía hacer nada, solo podían seguir. Apretó los dedos en torno a la empuñadura de su falcata y la sintió viscosa de sudor y sangre enemiga. Paró con el escudo. Atacó de punta. Falló. Paró de nuevo. Atacó de filos… Y así siguió la mecánica horrible del combate. Ojalá Asdrúbal llegase pronto.
Ducario mantuvo alto su escudo y se preparó para el impacto. Envueltos en la polvareda y obcecados en seguir presionando, los romanos no los habían visto hasta que era demasiado tarde para ordenar una media vuelta efectiva, y el jefe galo al frente de sus hombres entró en tromba entre sus líneas. Golpeó a diestro y siniestro con su espada, sintió que golpeaba madera, metal y carne. También sintió un par de impactos en su escudo y su cota de malla, pero se mantuvo sobre su caballo hasta que este perdió ímpetu y, antes de que la masa de infantería se lo tragara, tiró de las riendas y retrocedió. La carga de los jinetes galos sobre el flanco romano fue devastadora. Arrasaron con las últimas líneas que murieron prácticamente sin poder defenderse y entre las demás cundió el pánico. Muchos romanos intentaron huir, pero no había a dónde y fueron presa de los jinetes o de los lanceros libios que los atacaban por los flancos. Los celtas se agruparon de nuevo y volvieron a cargar penetrando aún más profundamente en la formación romana que perdió toda cohesión. Por todas partes, comenzaron a surgir pequeños islotes de resistencia allá donde un centurión o un grupo de hombres con sangre fría lograban unirse y formar un círculo, pero toda ilusión de unidad o capacidad de maniobra había desaparecido y el ciego impulso que había empujado a las legiones contra la falange de celtas e hispanos se diluyó por completo. Ducario golpeó a otro romano que trataba de huir, este paró torpemente con su escudo, pero trastabilló hacia un lado y Bórix pasó por su lado decapitándolo con un golpe lateral. El cuerpo cayó bajo el caballo de Ducario, este, al mirar hacia abajo, notó que tenía el pantalón desgarrado y sangraba por un corte en el muslo, pero no sentía nada ni le importaba. Tiró de las riendas para obligar a girar a su montura y convocó a sus hombres alrededor de él buscando un objetivo.
Marco Fonteyo reunió junto a sí los restos de su centuria. El signifer, pese a encontrarse malherido con un tajo profundo en un muslo, se mantenía en pie y unos cuarenta legionarios se agruparon alrededor. Fonteyo y su optio formaron un cuadro y se prepararon para resistir. —Menudo primer mando me ha tocado —se dijo con un toque de humor negro.
Y se colocó en primera línea tratando de alentar a sus hombres, si había que morir allí, mejor así que cazados como conejos.
El ibero se precipitó al avanzar y lo pagó con la vida. Manlio se echó a un lado, le golpeó con el escudo en el brazo del arma, lo desestabilizó y luego le asestó un mandoble con el kopis en la espalda que le abrió en dos la caja torácica. Lanzó un golpe en arco para alejar a otros dos hispanos que se le echaban encima y retrocedió junto a sus hombres. Ya no había formación. Cneo Manlio no sabía con certeza cómo había pasado, pero el avance imparable de los romanos había sido ralentizado, frenado, obligado a retroceder y, finalmente, roto. Los restos de la centuria de Tito Junio trataban de contener a los libios mientras la de Manlio hacía lo propio con los iberos. Ellos no lo sabían, pero eran una de las pocas unidades del ejército que aún actuaban como tales. El pánico causado por la carga de Asdrúbal, atacando por la retaguardia, había, literalmente, desintegrado al ejército romano como tal. El centurión paró otro golpe con el escudo, contratacó y su enemigo se retiró un paso, Manlio avanzó tras él y, justo al adelantar la pierna, entendió su error cuando el compañero del hispano le atacó desde detrás de este por abajo con la lanza. Hurtó el cuerpo, pero sintió un golpe en el costado, el arma rompió la cota de malla y se le deslizó haciéndole un doloroso corte, pero le habría empalado si no se hubiera girado, retrocedió desclavándose y golpeó el asta con el kopis astillándola. El hispano la dejó caer y sacó una espada recta con una punta que le dio a Manlio un escalofrío.
Bedule soltó la lanza con el mango astillado y sacó su espada recta con más de dos palmos de hoja. Aquel centurión era bueno, y rápido. Garokan se echó hacia su izquierda mientras él le atacaba por la derecha. Embistieron ambos a la vez, tratando de avasallar al romano, pero este no cometió el error de tratar de protegerse de los dos. Interponiendo su gran escudo entre él y Garokan se desplazó hacia su derecha y atacó a Bedule, este vio su ataque abortado por la violencia del contrataque, alzó su escudo, que se astilló con el brutal impacto de la espada curva del centurión. Tuvo que retroceder para ganar espacio, tropezó con un cuerpo y estuvo a punto de caer. Por suerte, el
romano había retrocedido tras atacarlo para no exponerse demasiado, y era ahora Garokan el que lo atacaba.
Tito Junio se vio obligado a seguir retrocediendo. El muro de lanzas y escudos de los libios era absolutamente impenetrable y los iban poco a poco empujando contra la centuria de Manlio. Hacía rato que el centurión había entendido que ya no había escapatoria, máxime ahora que la falange avanzaba en ángulo oblicuo cerrándoles la retirada. Ayudado por otro legionario volvió a tratar de abrirse paso entre el muro de lanzas, empujando con el escudo, al igual que el legionario a su lado, para apartar las puntas y tratar de llegar a distancia de espada, casi lo habían conseguido cuando los lanceros de la segunda fila atacaron por arriba, proyectando sus lanzas sobre los hombros de sus compañeros. Junio los vio a tiempo y agachó la cabeza, la punta de una lanza se deslizó chirriando por su casco. El legionario advirtió tarde el ataque y una lanza le atravesó la cara por las mejillas. Por acto reflejo el legionario agarró el asta de la lanza, pero al soltar escudo y espada quedó desprotegido y dos lanzas lo atravesaron. Tito Junio trató de retroceder, al caer el soldado su flanco había quedado descubierto y no fue lo suficientemente rápido. Una lanza le impactó en la espalda, pero la cota aguantó, aunque el impacto le vació de aire los pulmones. La segunda sí atravesó la armadura, aunque no penetró profundamente, pero no le hacía falta llegar muy hondo para clavarse en el pulmón de Junio. El centurión retrocedió a trompicones tratando de reunirse con sus hombres y lo consiguió sin saber como. —Un poco más, muchachos, seguimos en pie, un poco… Llegado a este punto le sobrevino un de tos. Sintió como si el pecho se le desgarrara desde dentro y la boca se le llenó de sangre. Se apoyó en el escudo, escupió sangre y se volvió a incorporar haciendo uso de toda su fuerza de voluntad. —Solo un poco más —susurró—, solo un poco más…
La intención de Paulo de lanzar un último impulso para tratar de romper el centro cartaginés fue abortada, antes siquiera de que empezara a ejecutarla, por la carga de la caballería cartaginesa y ahora acababa de comprobar que incluso una retirada organizada era imposible. Los hombres se agruparon a su alrededor
en busca de liderazgo, pero una inmensa sensación de fracaso le invadió. Pensó en la carta de su hija, olvidada en una mesa del campamento. En su hijo, que entrenaba cada día en el Campo de Marte para poder meterse un día en un horror como ese. En su difunta esposa a la que vería dentro de poco, y miró a su alrededor. Aquello no era ni mucho menos su primera batalla, pero nunca había visto tanta muerte. Sintió unas ganas tremendas de sentarse, estaba agotado y la cabeza parecía que le iba a explotar, estaba a punto de doblar las rodillas cuando el empujón de Memio le sacó de su ensimismamiento. El ayuda de cámara le apartó brutalmente de la trayectoria de un jinete ibero que cargaba sobre ellos. Paulo dio dos pasos hacia un lado y estuvo a punto de caer, pero quedó a salvo de la carga, no así el fiel Memio que al empujarle quedó en la trayectoria del jinete que lo pasó de lado a lado de un lanzazo. Reaccionando, al fin, el cónsul arremetió contra el ibero que intentaba sacar su lanza del cuerpo de su ayudante, cuando pensó en dejarla ir era demasiado tarde. Paulo golpeó la grupa del caballo con la espada abriéndole un profundo tajo, la bestia se encabritó y el jinete cayó de espaldas, el cónsul le clavó la espada en el pecho clavándolo, literalmente, al suelo, pero otro jinete atacó a Paulo por el lado ciego. La falcata le impactó en la espalda, se deslizó sobre la coraza sin perforarla del todo, pero se clavó en el brazo desgarrándole el tríceps casi hasta el hueso. Varios legionarios acudieron en su auxilio y el jinete se retiró. El cónsul se mantenía a duras penas en pie, desangrándose por el tremendo tajo del brazo izquierdo que le colgaba inerte, pero arrancó la espada del cuerpo del hispano y se mantuvo en pie al lado del cadáver del fiel Memio, rodeado por los últimos legionarios.
Asdrúbal reagrupó a varios de sus hombres junto a él. Los jinetes hispanos, al igual que los celtas, se habían ido dividiendo en grupos que iban reduciendo a los grupos de resistentes, perseguían a los fugitivos o los empujaban contra las líneas de la infantería que avanzaba como si estuvieran segando en un campo. El oficial púnico vio, a unas decenas de pasos, a un grupo de romanos que trataban de resistir alrededor de un estandarte y un malherido oficial de alto rango que a duras penas se sostenía en pie. Los hispanos se alinearon a su alrededor, serían unos sesenta, más que suficientes. Asdrúbal se acomodó mejor sobre su caballo, movió la mano que empuñaba la lanza y comprobó que la herida no le molestaba demasiado. Apuntó con el arma hacia el grupo de romanos y clavó los talones en su montura, el fiel animal, pese al agotamiento, respondió una vez más y saltó
hacia delante. La formación ganó velocidad, a pesar de que los agotados caballos debían galopar entre muertos y despojos, e impactó contra el pequeño círculo de legionarios. Asdrúbal vio caer al oficial por el rabillo del ojo, pero él iba a por el estandarte. Clavó su lanza en uno de los legionarios que trataba a duras penas de defenderse de los ataques de otro jinete y la soltó, a apenas unos pasos, el aquilifer, aún se defendía ayudado por los dos últimos legionarios del grupo. Uno de ellos cayó atravesado por la lanza de un hispano, el otro consiguió derribar a un ibero y matarlo cuando este estaba en el suelo, pero antes de que se incorporara, otro de los iberos le clavó su arma en los riñones y cayó él también de bruces. Quedaba solo el portaestandarte, con su insignia clavada en el suelo la sujetaba con la mano izquierda mientras se defendía con la derecha. Sangraba por media docena de heridas, pero se resistía a caer, luchando como el león cuya piel le cubría la cabeza y los hombros. Asdrúbal no lo dudó y cabalgó hacia él. El romano se defendía del acoso de varios enemigos y no lo vio venir, trataba de desclavar su gladio del pecho del hispano que acababa de matar cuando el oficial púnico agarró la insignia y se la arrebató de las manos con un grito de triunfo, como si con el estandarte le hubieran quitado las razones para seguir resistiendo, el aquilifer cayó de rodillas sin soltar su arma y allí fue rematado por una turba de iberos enfurecidos con su tenaz resistencia.
Observó el asta de madera rota que le asomaba del pecho. No podía moverse, pero tampoco sentía dolor. Poco a poco le fue faltando el aire y la boca se le llenaba de sangre, ahogándole, con sus últimas fuerzas apretó la empuñadura de su espada. Lucio Emilio Paulo miró al cielo, un precioso y azul cielo de verano. Pensó en sus hijos y sintió que les había fallado, pero por alguna razón no perdió la esperanza, con su último pensamiento rogó a Júpiter Óptimo Máximo, a Vesta y a Quirino que cuidaran de ellos y de la República. La sangre terminó de subirle por la garganta y el silencio se fue apoderando de él lentamente hasta que ya ni oyó ni vio nada más, pese a tener abierto el ojo que le quedaba, mirando a ese precioso y azul cielo de verano.
Marco Fonteyo oyó más que sintió el impacto de la lanza que lo atravesaba, chirrió la punta de hierro contra los eslabones de su cota de malla que no
pudieron resistir el impacto y el arma le atravesó de parte a parte. El celta que la empuñaba había empujado con tanta fuerza que se detuvo a menos de un palmo del centurión. Este había perdido su espada al quedarse clavada en el cuerpo de su anterior enemigo. Su centuria había sido aniquilada ante sus ojos, luchando hasta el último hombre. Con un último esfuerzo agarró al galo del pelo y tiró de él hacia atrás, sacó su puñal y se lo clavó en el pecho, lo desclavó y se lo clavó otra vez en el cuello. El celta cayó hacia su espalda y Fonteyo hacia la suya quedando sentado en el suelo, empalado por el arma del galo. Miró a su alrededor con ojos vidriosos, sujetando aún el puñal cubierto con la sangre de su asesino. —Menudo primer mando me ha tocado —murmuró.
Ya no había a dónde retirarse. El último puñado de hombres del manípulo de Cneo Manlio se agruparon espalda contra espalda. Dos de los hombres de Tito Junio arrastraron a su centurión que agonizaba por un lanzazo en el pecho y lo dejaron dentro del círculo. Cayo Septimio, el optio, estaba a su izquierda, había perdido el casco y sangraba por un corte en el cuero cabelludo, pero estaba razonablemente sano. Manlio no podía decir lo mismo, notaba la sangre correrle por el costado. Además de ese lanzazo, uno de los iberos había conseguido apuñalarle en el muslo antes de que se zafara de ellos y se reuniera con sus hombres. Septimio vio el corte en la pierna. —Esa herida tiene mala pinta… —Tampoco vamos a correr mucho más lejos, Cayo —dijo Manlio fiel a su humor negro. El optio rio atravesado. —No, eso es verdad. En ese momento los hispanos se les echaron encima. Uno de ellos, alto y con un corte sangrante en la cara, se lanzó sobre Septimio, pero Manlio tenía de qué preocuparse él mismo. Desvió el primer golpe con su espada y empujó con el escudo tratando de no perder el equilibrio, pues sabía que no lo recuperaría, fue entonces cuando lo reconoció, el ibero con cara de zorro del paso, este se paró un segundo al reconocerlo, pero no perdió el tiempo en protocolos, empujó con su escudo y se le echó encima intentando derribarlo. Manlio se mantuvo sobre la pierna herida, echó hacia atrás la pierna derecha y aguantó gracias a su peso
superior, logró evitar la estocada y quedaron casi abrazados con tan solo el escudo del centurión entre ellos, tan cerca que no podía clavarle la espada, así que le golpeó con el pomo de esta en el casco varias veces, abollándolo. Empujó con el escudo y el ibero, aturdido, retrocedió dando trompicones. De haber tenido la pierna sana Manlio habría avanzado y lo habría matado, pero no podía, así que mantuvo su posición. A su alrededor sus hombres iban cayendo uno tras otro. Septimio perdió pie tras intentar atravesar a su rival de la cara herida, y este aprovechó y lo mató de un golpe en el cuello con su espada curva. El centurión miró a su alrededor, era el último.
Desclavó la falcata del cuello del romano que se derrumbó sangrando a borbotones y avanzó hacia el centurión, que permanecía en pie y desafiante pese a sus heridas. —¡Korbis, no! —gritó Balkar—. Este es mío, tenemos una cuenta pendiente. Korbis no podía imaginar qué tipo de cuenta tenía su camarada con un romano, pero le dejó hacer. Balkar se quitaba el casco en ese momento, le sangraba la cabeza en el lugar donde le había golpeado el romano y avanzó un par de pasos. El ibero y el centurión se miraron durante un instante. Balkar se tocó el pecho con el índice de la mano derecha, cuidando de mantener el escudo en alto. —Balkar —dijo mientras se señalaba el pecho.
Manlio miró sorprendido al ibero, ¿se acababa de presentar?, no pudo evitar reír ante la tremenda ironía de aquello, aquel salvaje debía de pensarse que estaba en la guerra de Troya. En fin, sin bajar la guardia un segundo le dijo su nombre. —Cneo Manlio. El hispano asintió, sonrió y sin más ceremonia saltó hacia delante. El centurión lo esperaba, desvió el golpe con la espada y le golpeó el brazo con el borde del escudo, lanzó un tajo lateral, pero su rival se echó de nuevo hacia atrás. Manlio trató de moverse sin perder el equilibrio y lanzó otro ataque antes de que saliera
de su alcance, un golpe de revés que el hispano bloqueó con su escudo. Imposibilitado de avanzar más volvieron a mirarse.
Balkar entendió que ese tal Cneo Manlio, pese a las heridas, era muy fuerte, más fuerte que él, de hecho, como atestiguaba su dolor de cabeza, así que decidió aprovechar su mayor movilidad. Ambos estaban agotados, pero al menos a él le funcionaban ambas piernas así que decidió usarlas. Giró hacia su izquierda, buscando el lado desprotegido del romano que, con dificultad, trató de girar a su vez pivotando sobre su pierna herida, hizo un gesto de dolor y Balkar se le echó encima en ese momento, interpuso su escudo en la trayectoria del arma del romano y lanzó una estocada contra la pierna de este, pero el centurión había previsto el movimiento y bajó el escudo de golpe atrapando la falcata de Balkar contra el suelo y obligándole a soltarla, el ibero, desesperado, cargó hacia delante y empujó con su escudo y con la mano libre consiguiendo derribar al centurión. Cogió su arma y se incorporó, había estado muy cerca.
Manlio cayó de espaldas rugiendo de dolor, una vez más ese hispano se había librado gracias a su herida. Se apoyó en el brazo izquierdo y alzó su arma para tratar de parar el golpe de gracia que le daría su oponente, pero este le miraba desde un par de pasos de distancia y le indicó que se levantara. —Vaya con el honorable Héctor… —gruñó Manlio. Se incorporó con la agilidad de un octogenario y recogió su escudo. El círculo de hispanos a su alrededor miraban en silencio, cubiertos de sangre propia y ajena, respetaban la decisión de su compañero de luchar a solas contra el último romano que quedaba cerca. Los sonidos de la batalla continuaban, pero ahora los gemidos de los heridos y moribundos se sobreponían al clamor de las armas, dedujo que todo estaba terminado o pronto a terminar, de allí no había salida, así que mejor no demorarlo. —Ven aquí, Héctor, Balkar o como te llames, no tengo todo el día. Golpeó el borde del escudo con la empuñadura del kopis y flexionó ligeramente las piernas.
Balkar respondió a las palabras y el desafío golpeando, a su vez, su escudo con su falcata y avanzó más cautelosamente esta vez. Cuando estaban a menos de un paso, el romano empezó a avanzar, a pesar de la pierna herida le sorprendió y golpeó brutalmente, apenas pudo parar el primer golpe con el escudo cuando vino un segundo que bloqueó también, el romano le golpeó en el pecho con el escudo y tuvo que saltar de espaldas, contratacó a su vez obligando al romano a bajar su escudo, pero paró el golpe sin esfuerzo y le lanzó un tajo a la cara. Entonces, Balkar echó la cabeza hacia atrás, pero la punta de la espada del enemigo le alcanzó la barbilla de izquierda a derecha hasta la comisura del labio. Dio otro paso atrás y el centurión trató de seguirlo, pero finalmente le falló la pierna herida. Cayó de rodillas rugiendo de dolor y se apoyó en el escudo, Balkar se giró hacia su derecha y lanzó un poderoso golpe en arco, el romano trató de alzar el escudo, pero apenas consiguió desviarlo ligeramente hacia arriba, el arma ibérica le impactó en el lateral de la cabeza, quebró el casco y prosiguió su trayectoria seguida de un chorro de sangre. El hispano, jadeante, soltó su arma y a punto estuvo de caer de rodillas. Se llevó la mano a la barbilla y, ahora sí, notó el dolor de la herida. Observó el cuerpo caído del centurión, de bruces en el suelo, aún sujetando su ensangrentada espada y su escudo que le cubría parcialmente. —Descansa en paz, Cneo Manlio —dijo el ibero. Recogió su arma y se alejó con sus compañeros.
Miró la hoja de la falcata. Estaba cubierta de grumos sanguinolentos y fragmentos de piel y cabello, la frotó contra la túnica de un caído quitándole lo peor y la envainó. Luego tendría que limpiarla con más cuidado, pero por ahora era suficiente. Abrió y cerró los dedos de la mano derecha que tenía entumecidos. Tenía varios cortes y arañazos, pero casi toda la sangre era ajena. Tironeó torpemente de las correas que le sujetaban las carrilleras del yelmo, finalmente, se lo quitó y se quedó de pie. Con el escudo en una mano y el casco colgando de la otra Aníbal Barca contempló su obra maestra. A su alrededor un ejército romano completo, el más grande que habían reunido nunca, yacía muerto o moribundo. A lo lejos un
grupo que había conseguido mantener cierta unidad trataba de retirarse acosado por los númidas, pero no llegarían muy lejos, y si lo hacían, ¿qué importaba? —Me he ganado un lugar en la historia… —dijo ácidamente, sin dirigirse a nadie. Estaba solo, al fin y al cabo. Miró hacia atrás y vio a sus hombres que atendían a sus heridos, muchísimos, temió. A unos pocos pasos un celta vestido solamente con esos vistosos calzones que acostumbraban sostenía su espada lánguidamente. La hoja estaba llena de sangre, como todo allí, pero Aníbal reparó en su cara, tenía la boca entreabierta y miraba al vacío con ojos carentes de expresión, si hubiera estado tumbado le habría dado por muerto. Comenzó a andar tratando de no pisar los cuerpos, lo que no era fácil, miró a un romano caído de espaldas, respiraba dificultosamente, pero cuando Aníbal se detuvo ante él no pareció verle, sus ojos tenían la misma expresión del galo. Le dejó agonizar tranquilo y siguió andando. A unos pasos de distancia un grupo de jinetes hispanos merodeaba a pie entre los muertos, alanceando a los moribundos y buscando algo de valor. Reconoció a uno de los jinetes que sostenía algo en la mano, era Asdrúbal, y llevaba lo que parecía un estandarte capturado. Cuando se le acercó, este señaló un cuerpo en el suelo. Tenía media lanza clavada en el pecho y el rostro cubierto a medias por un vendaje mugriento. La parte visible era atractiva y parecía en paz, descansando. —Uno de los prisioneros ha confirmado que se trata de Lucio Emilio Paulo — dijo Asdrúbal sin más ceremonia. Aníbal no dijo nada, se agachó junto al cuerpo y lo observó unos instantes. Estaba claro que había luchado hasta el final. Dejó su casco en el suelo y le cerró el único ojo a su enemigo. Le quitó la espada de los dedos inertes y la empuñó, parecía raro estar en ese lugar sin un arma en la mano. —Que nadie profane su cuerpo. Guardad aparte todo lo que lleva encima, se lo haremos llegar a la familia junto a sus cenizas —dijo en tono quedo mientras se ponía en pie. Asdrúbal alzó una ceja al mirar a su general, pero no dijo nada y se limitó a asentir. —¡Victoria! —gritó alguien a su espalda. Aníbal no necesitaba girarse para saber que era su hermano.
Magón se acercó caminando entre los muertos sonriente tras su máscara de sangre y mugre. El más joven de los Barca se le echó encima y le dio un abrazo de oso. Aníbal, sujetando aún su escudo, se lo devolvió con el brazo con el que aguantaba la espada de Paulo. Cuando se separaron Magón señaló con su musculoso brazo hacia los campamentos romanos. —¿Quieres que me encargue de ellos? El general observó las empalizadas a lo lejos y se recordó que la guerra aún seguía. —Sí, llévate a los libios. —Aníbal reparó en el corte en el hombro izquierdo de Magón—. Y haz que te curen eso. —¿Esto?, no es nada. —Me da igual, que te lo limpien. Su belicoso hermano no se lo hizo decir más veces y se alejó. —Asdrúbal, que Maharbal continúe la persecución con los númidas y reúna a los prisioneros, préstale tus jinetes para eso. —Sí, Aníbal. ¿Y yo? —Tú encárgate de reagrupar al ejército y que vuelvan al campamento y se atienda a los heridos. Se han ganado un descanso. Tan pronto como se sepa quiero conocer el recuento de bajas. —¿Las romanas también? —preguntó el eficiente oficial. —Si es posible, sí. Al menos el número de cautivos. El oficial de caballería se alejó llevando aún el capturado estandarte con él, y Aníbal quedó a solas contemplando su obra. Victoria, se dijo, e intentó tragar saliva, pero tenía seca la garganta.
Después de la batalla
2 de agosto del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Valle del Aufido, sur de Italia
El grupo de hombres dirigido por Tito Ventidio y Publio Cornelio Escipión llevaba toda la tarde retirándose despacio, sin perder la formación y constantemente acosados por la caballería númida. Los heridos que podían caminar se mantenían en el interior del cuadro, a los que no podían los dejaban atrás, no podían hacer otra cosa. Grupos de fugitivos se les habían ido uniendo y los centuriones y tribunos supervivientes los integraban en las filas y vigilaban que se mantuviera el orden, por suerte, todos estaban tan agotados que nadie podía precipitarse. La idea original de Escipión había sido replegarse hacia el campamento a ese lado del río, pero los númidas les habían cortado el paso, además, los cartagineses reagruparon a sus hoplitas y los mandaron a atacar los campamentos y no habían escapado de una ratonera para meterse en otra, así que se dirigieron al río, una vez al otro lado, si llegaban, decidirían.
Cayo Papio y Marco Bebio corrían por sus vidas. Por dos ocasiones habían conseguido burlar a los númidas. La primera vez se habían fingido muertos, la segunda habían podido meterse entre unos arbustos, pero ahora la llanura no ofrecía refugio y los jinetes africanos se les echaban encima, justo ahora que tan cerca estaban del cuadro de legionarios que se retiraban. Bebio adelantó a Papio, estaba claro que el velite podía haber perdido la lengua, pero las piernas le funcionaban perfectamente. Cayo no se atrevía a mirar atrás, pero los presentía cerca, muy cerca. Los legionarios que retrocedían en formación los animaban a gritos, pero no rompían su formación. Un poco más, solo un poco más.
Publio Cornelio observaba a los dos velites que corrían hacia ellos. No lo iban a conseguir. No se veían más supervivientes por ninguna parte y esos dos iban a caer con la salvación relativa que ofrecía el cuadro de infantería a tan solo un paso. Miró a su alrededor. —Tú, tú, tú y tú —dijo señalando a cuatro legionarios—. Seguidme. Le quitó un pilum ligero a uno de los pocos legionarios que aún quedaban armados con ellos, los otros cuatro que había señalado también llevaban alguna de sus jabalinas. Y echó a correr hacia los dos fugitivos. Los cuatro soldados le siguieron sin titubear, a esas alturas le habrían seguido a robar las manzanas del jardín de las Hespérides si se lo hubiera pedido. Una vez que decidió que había que salvar lo salvable, con la ayuda de Ventidio y de los centuriones de los príncipes de la segunda línea, se habían abierto paso hacia la retaguardia. La carga de la caballería cartaginesa había estado a punto de desbaratar la maniobra, pero, en mitad del caos de las líneas romanas, la mayoría prefirieron atacar a los legionarios que huían que enfrentarse a los ordenados manípulos que mantenían la formación. Del mismo modo, la infantería contra la que habían combatido toda la mañana, pese a lo encarnizado del combate, cuando comprendió que los romanos buscaban retirarse y, exhaustos como estaban, los dejaron ir. Una vez en terreno abierto con espacio para ordenar las filas se volvió a imponer la legendaria disciplina romana. El cuadro de infantería pesada, algo más de media legión, unos tres mil hombres, se retiró lentamente repeliendo los ataques de la caballería númida, que era incapaz de romper una formación así, y la caballería pesada celta e hispana, tras el esfuerzo titánico del día, no se atrevió con ellos. Escipión sopesó la jabalina mientras corría y fijó la vista en el primero de los númidas. Ya casi lo tenía al alcance.
Ayin y Munar competían por ver quién llegaría antes a cazar a esos dos fugitivos. Hacía rato que habían agotado sus jabalinas, pero esos dos infantes ligeros eran presa fácil de sus espadas. Ayin habría reído a carcajadas si hubiera sabido que uno de ellos era el antiguo dueño del arma que empuñaba justo ahora. Detrás, otros diez de sus camaradas los seguían de cerca. Podrían perfectamente haber dejado que esos dos pobres desgraciados se
escaparan, pero era una cuestión de amor propio. Tan obcecados estaban en sus presas que no vieron a los cinco romanos que se separaron de la formación y cargaban contra ellos.
A apenas veinte pasos, Escipión lanzó con todas sus fuerzas, casi al mismo tiempo los dos infantes ligeros pasaron por su lado, pero no les prestó atención. Su proyectil voló recto e impactó en el pecho del caballo del primer númida, la fuerza del arma más la velocidad del animal hicieron que el arma se clavara profundamente matándolo casi en el acto, el jinete salió despedido y rodó por el suelo quedando tendido casi a los pies del patricio, que ni se molestó en sacar la espada, antes de que el maltrecho africano se pusiera de pie Publio Cornelio le golpeó de arriba a abajo con el borde del escudo y le rompió el cuello, que produjo un sonoro chasquido, cuando los casi diez kilos de madera más el impulso del romano lo quebraron. Los otros cuatro legionarios derribaron a otros tantos númidas que quedaron tendidos en el polvo, uno de ellos llegó casi a tocarlos mientras refrenaba a su caballo, si escapó fue porque a los romanos no les dio tiempo a sacar las espadas ni les quedaban venablos, y pudo volver grupas y huir como si le persiguieran las furias. Los cinco romanos volvieron a paso ligero a la formación que ya comenzaba a vadear el río. Escipión se acercó a los dos jadeantes velites. —Ya estáis a salvo —les dijo—. Bueno, relativamente… ¿Cómo os llamáis? Tratando de coger aliento uno de ellos, el que parecía mayor por fin pudo responder. —Mi nombre es Cayo Papio, señor, y este es Marco Bebio —el aludido andaba tambaleante mientras trataba de respirar. —¿Estás bien, Marco Bebio? —preguntó el tribuno. —Es mudo, señor —respondió Papio. Escipión lo miró extrañado, pero no dijo nada. El sol comenzaba a ponerse, si lograban seguir vivos cuando oscureciera, quizá conseguirían escapar.
Había anochecido ya cuando Asdrúbal entró en la tienda de Aníbal. Este estaba a solas con Sosilo. El oficial púnico se sorprendió cuando vio que Aníbal, por lo general extremadamente pulcro, se había quitado la coraza, pero seguía llevando la misma túnica y en su cara y brazos aún podían verse las marcas de la batalla. El polvo pegado al sudor y los salpicones de sangre. Al fondo de la tienda el viejo espartano lo miró al entrar con ese rostro que parecía estar fundido en bronce. Asdrúbal cayó en la cuenta de que nunca lo había visto sentado, se preguntó si también dormiría de pie. Aníbal pulía mecánicamente su falcata. El arma relucía en contraste con la mugre que cubría al Barca, que entrecerraba su único ojo mientras pasaba una piedra de amolar por el curvado filo del arma. —¿Y bien? —preguntó sin dejar de mirar la hoja de metal. —Tengo la información que me pediste —contestó el oficial. —Dime. —Aníbal dejó la piedra de afilar a un lado, pero mantuvo la espada sobre sus rodillas. Tenía un aspecto extrañamente apático. —Sobre los romanos es difícil calcularlo, sabemos que unos tres mil se abrieron paso combatiendo, fueron los únicos. Maharbal los está acosando, pero tendrá que interrumpir la persecución por la noche. Mis hombres prepararon el ataque, pero las monturas estaban agotadas y no daban más de sí. Lo siento, Aníbal — este asintió comprensivo y Asdrúbal prosiguió—. Magón ha puesto sitio con los libios y parte de los celtas a los campamentos romanos. Ninguno puede escapar, si mañana no se han rendido los asaltará. Ha habido fugitivos, pero calculamos que los muertos son más de cincuenta mil. Una vez que terminemos con los de los campamentos y limpiemos el campo de batalla lo sabremos con certeza, pero el bloque del ejército romano ha sido aniquilado. Aníbal volvió a asentir en silencio. —¿Y los nuestros? —preguntó. —La peor parte la han llevado los celtas. En total calculamos que unos cuatro mil han muerto, los hispanos y libios han tenido casi dos mil muertos. La caballería muy pocos, por suerte. Pero estos números son provisionales. Hay
muchos heridos que no sobrevivirán o quedarán inútiles, me temo… —¿Cuántos? Asdrúbal tragó saliva. —Algo más de diez mil, de diversa consideración. Se produjo un extraño silencio. Aníbal seguía ensimismado mirando la hoja de su falcata, que relucía entre sus mugrientas manos. —Aníbal… —dijo Asdrúbal titubeante. —¿Sí? —Hoy ha sido un día duro, no recuerdo uno más difícil en mi vida y espero no pasar por otro así. Pero lo que has hecho hoy… —el oficial dudó buscando las palabras—. A muchos menos que los que nos hemos enfrentado hoy aquí no pudo vencerlos Pirro, y el propio Alejandro jamás tuvo un ejército así en frente… El oficial dejó las palabras en el aire. Él mismo no se sentía especialmente eufórico, pero Aníbal parecía a punto del suicidio. —De esta victoria se hablará durante siglos. Acabe como acabe esta guerra, Aníbal, lo que hoy has hecho aquí no lo había hecho nunca nadie. Quiso seguir, pero ya estaba todo dicho. Se dio la vuelta para salir de la tienda. —¿Asdrúbal? —El aludido se detuvo y se dio la vuelta—. Hemos. —Perdón… Aníbal sonrió por primera vez y el oficial púnico creyó ver asomar la mueca depredadora, por fin, entre la mugre y las manchas de sangre. —Lo que hemos hecho hoy. Todos. Asdrúbal asintió y sonrió finalmente. —Nadie habría dirigido a la caballería mejor, gran parte de esta victoria es tuya,
así que ve a celebrarla, pero antes que te miren eso —señaló el vendaje del brazo de Asdrúbal. —Sí, Aníbal, lo haré. Cuando hubo salido el oficial, Aníbal metió la espada en su vaina, que aún llevaba colgada, se puso de pie y miró a su viejo maestro. —A veces solamente necesitamos tratar de vernos a través de los ojos de otro, ¿no crees? —dijo el viejo espartano rompiendo su silencio. Así era, pensó Aníbal sonriendo, cogió su capa púrpura, se la echó sobre los hombros y salió de la tienda.
Cruzó el último el umbral de la puerta que daba a Canusium y suspiró aliviado cuando se cerró y la pesada tranca que lo bloqueaba estuvo en su sitio. Publio Cornelio observó a los soldados que se iban derrumbando allá donde encontraban un rincón donde apoyarse. Los ciudadanos salían de sus casas y les ofrecían comida y bebida. Escipión sintió un tirón de la túnica y miró a su lado. Una niña de unos diez años le ofrecía una jarra con agua, el tribuno la cogió con ambas manos y sonrió a la niña. —Gracias… Bebió con avidez y se echó el resto del contenido por la cara antes de devolverle la jarra vacía a la niña, que corrió a una fuente cercana a llenarla de nuevo. Comenzaba a oscurecer, una vez que la tensión de la acción y la retirada hubieron terminado, las impresiones del día fueron poco a poco calando en el joven patricio. A unos pocos pasos de donde se encontraba, un legionario se había sentado en el suelo, tenía el casco entre las piernas y la cara apoyada en las manos. El tribuno podía escuchar sus sollozos apagados. Un poco más lejos otro legionario, con las manos apoyadas en las rodillas, vomitaba ruidosamente. Algunos se habían quedado piadosamente dormidos allá donde se habían dejado caer. —¿Publio Cornelio? —El aludido se volvió y vio a Ventidio junto a él.
—Dime, Tito. —Alguien os busca. Una delegación de notables de la ciudad. —¿A mí? —dijo extrañado. —Han preguntado por quien esté al mando —el centurión se encogió de hombros. —Supongo que ese soy yo —dijo con resignación—. En fin, ¿dónde están? El centurión guio al tribuno hacia el centro de la ciudad, cerca del foro de la misma un grupo de gente, los notables de la ciudad dedujo Escipión por sus ricos ropajes, discutían acalorados, pero guardaron silencio cuando vieron acercarse al centurión acompañado del tribuno. Escipión fue repentinamente consciente de su aspecto, el fajín púrpura que marcaba su rango seguía por milagro en su sitio, sobre la coraza de hierro, que presentaba unas cuantas marcas y abolladuras nuevas. Los brazos y piernas los llevaba cubiertos de barro y salpicaduras de sangre, aunque ninguna era suya, por extraordinario que fuera. Se acercó al grupo y para su sorpresa fue una mujer la que tomó la palabra. Publio Cornelio no pudo dejar de irarla. Debía de tener algo más de treinta años, no era ninguna jovencita. Algo más alta que él, llevaba el abundante pelo moreno recogido en un moño en la nuca y la túnica que llevaba, pese al manto que la cubría púdicamente, dejaba ver una figura de curvas marcadas y bien proporcionadas. —Sed bienvenido a Canusium, Publio Cornelio Escipión —dijo la mujer—. Hemos sabido del desastre ocurrido y aunque no tenemos palabras para expresar el dolor que nos causa, queremos que sepáis que el pueblo de Canusium se mantendrá leal a la República de Roma y que todos nuestros recursos, públicos y privados están a vuestro servicio y al de vuestros hombres. Escipión notó en las miradas de algunos de los notables que no todo el mundo compartía esa opinión, tendría que averiguar algunas cosas más tarde, pero ahora había asuntos más urgentes de que ocuparse que de la política local. —Muchas gracias por vuestra lealtad y generosidad. Prometo que esto se sabrá en Roma. Ahora, como podéis ver, mis hombres —se sintió muy extraño al llamarlos así— necesitan descanso, comida y muchos de ellos que se atienda a sus heridas.
—¿Puedo preguntar cuántos son, aproximadamente? —dijo aquella enigmática y fascinante mujer. —Algo más de tres mil, pero no descartaría que vayan llegando más supervivientes en los próximos días. La mujer asintió, estaba claro que era ella la que llevaba las riendas en aquella ciudad y de que no lo hacía sin oposición, juzgó el patricio por las miradas que algunos de los otros notables les dirigían. Un par de ellos incluso se dieron la vuelta y se alejaron sin decir nada. —Ahora, si no os importa, imagino que necesitáis descanso y comida al igual que sus hombres —la mujer lo miró de arriba a abajo— y permitidme recomendaros un buen baño. Algunos de los otros oficiales se van a hospedar en mi casa y os invito a hacer lo mismo si tenéis la bondad de venir conmigo. —Será un placer, pero primero quiero estar seguro de que los legionarios son atendidos debidamente… —No os preocupéis por eso, ya se han tomado las medidas necesarias —le interrumpió la mujer. —Está bien, gracias de nuevo. ¿Puedo saber vuestro nombre? —preguntó Escipión. —Mi nombre es Busa, Publio Cornelio —dijo la mujer con una enigmática sonrisa y echó a andar seguida por el joven patricio y un par de guardaespaldas con pinta de exgladiadores que los siguieron a un par de pasos de distancia. No se alejaron mucho del foro. Publio Cornelio observó que, como de costumbre, las mejores casas de la ciudad estaban en su zona más alta. Busa le dio paso al interior de una lujosa domus, con un bello mosaico en la entrada, al fondo del pasillo se veía luz de antorchas, ya había anochecido, y lo que parecía una acalorada discusión. Escipión reconoció algunas de las voces e indicó a Busa que permaneciese en silencio y avanzó lentamente por el pasillo acercándose al atrio de la casa, pero permaneciendo en las sombras. Había cinco figuras en el pequeño patio porticado, todos iban armados y discutían a gritos. Reconoció a todos ellos con rapidez, tribunos como él, los únicos, que supiera, que habían sobrevivido.
—¡Os digo que no merece la pena! —chilló Lucio Cecilio Metelo, un tipo alto y flaco de una de las más famosas familias nobles plebeyas—. Después de esto todo está perdido, nada se impone entre Aníbal y Roma. Mi familia tiene intereses en Neápolis, propongo que cabalguemos hasta allí, fletemos un barco y busquemos refugio en algún sitio. Toda resistencia es inútil. Frente a él, Quinto Fabio Máximo, el hijo del dictador y una copia rejuvenecida del viejo se mantenía firme. Estaba lejos de ser tan brillante como su padre, pero era igualmente testarudo. —Eso que proponéis es traición —dijo Fabio, con los brazos en jarras y alzando su mandíbula cuadrada hacia Cecilio, desafiante como un pequeño perro de presa. Tras él, Apio Claudio Pulcro respaldaba a Fabio Máximo, los otros dos formaban grupo con Cecilio Metelo y eran Lucio Publicio Bíbulo y esa rata arrogante de Cneo Equitio. Escipión tuvo que reprimir una mueca de asco. Tantos hombres valientes habían caído ese día y esos tres despojos ahí estaban, vivos y coleando. Dio unos pasos al frente y salió de las sombras. Todos se volvieron hacia él. —¿Se puede saber qué estáis insinuando, Lucio Cecilio? —preguntó con voz gélida. —¡Oh, vaya! Aquí está el héroe —dijo Equitio—. ¿Que pretendéis?, ¿que paremos a Aníbal con los tres mil desgraciados que traemos con nosotros? Equitio se paró con los brazos en jarras, inclinándose ligeramente sobre él, dominándolo con su estatura, y sonriendo cínico con sus grandes y brillantes dientes. Escipión estaba harto de aquel arrogante lameculos y sin aviso previo le lanzó un puñetazo directo a esa boca llena de dientes brillantes, retrocedió dos pasos Equitio, los mismos que avanzó el enfurecido Cornelio, que le pegó otro puñetazo aún mas fuerte en la mandíbula, que crujió con un horrible sonido de huesos rotos y lo lanzó de cabeza sobre el estanque del impluvium donde cayó y salpicó alrededor. Cecilio Metelo se quedó de piedra, Bíbulo rescató al caído del agua y lo ayudó a salir, quedando tendido junto a la fuente mientras escupía sangre y pedazos de dientes. Escipión se volvió hacia el petrificado Metelo, sacó su espada cuya hoja seguía cubierta de sangre enemiga y le puso la punta en la garganta. —Escúchame bien, Lucio Cecilio Metelo, escúchame muy atentamente y
escuche los demás, pues sois mis testigos —dijo con voz gélida y esos dos ojos grises que parecían dos puntas de lanza clavados en el aterrorizado Cecilio Metelo—. Juro solemnemente que no abandonaré a la República ni consentiré que otros lo hagan. Si rompo este juramento que Júpiter Óptimo Máximo me destruya a mí y a mi familia. Y ahora, Lucio Cecilio Metelo, tú vas a jurar lo mismo o te mato aquí mismo, a ti y a esos dos pedazos de mierda que tienes detrás. —Presionó un poco con la punta de la espada obligando a Cecilio a retroceder un paso—. Ahora jura o muere. —Lo… Lo juro, Publio Cornelio… —murmuró Cecilio vacilante. —Que te oigan todos, y el juramento completo —dijo el despiadado Cornelio. Cecilio Metelo tragó saliva ruidosamente y comenzó de nuevo con voz temblorosa pero audible. —Juro solemnemente que no abandonaré a la República —tragó saliva de nuevo — ni consentiré que otros lo hagan y si rompo mi juramento que Júpiter Óptimo Máximo me condene a mí y a mi familia. —Bien… —Escipión retrocedió un paso y apuntó con su espada a Bíbulo, que trataba de sostener al balbuciente Equitio—. Ahora tú, Lucio Publicio, jura. —Lo juro, Publio Cornelio, permaneceré fiel a la República y si no lo hago que Júpiter Óptimo Máximo me condene. Escipión retrocedió un paso y bajó la espada. —Ahora desapareced de mi vista y llevaos a ese despojo con vosotros —dijo apuntando a Equitio. Los aludidos se retiraron llevándose a rastras a Equitio y Escipión quedó a solas con Fabio y Claudio. Escuchó pasos a su espalda y Busa entró en el atrio, se acercó al impluvium, se agachó y recogió algo del suelo. Era uno de los dientes de Equitio. Lo observó a la luz de las antorchas y no pudo reprimir una sonrisa. —Sois un hombre de lo más interesante, Publio Cornelio Escipión.
Vació de un trago lo que quedaba en el vaso de cerámica y lo volvió a llenar de vino. Bedule y Garokan habían decidido que esa noche iban a beber hasta perder el conocimiento y se dedicaban a ello con silenciosa y profesional meticulosidad. Ambos habían salido intactos del combate salvando algunos arañazos y contusiones. Garokan se había quitado la cota de malla, incrustada de polvo, suciedad y sangre y la había dejado al lado en el suelo, miraba la hoguera sumido en sus pensamientos mientras trasegaba un vaso tras otro. Bedule, a su lado, seguía con su disco-coraza puesto, se había enjuagado un poco la suciedad al cruzar el río de vuelta al campamento, pero tenía la mirada igualmente perdida en las llamas y ya algo vidriosa por efecto del vino. Balkar, frente a ellos, con la herida del mentón recién cosida por la grávida Orla había terminado de limpiar su falcata y la afilaba. Repasaba la hoja que estaba totalmente embotada y con nuevas melladuras tras su eficiente día de trabajo. Cuando la hubo dejado como para afeitarse con ella la contempló orgulloso y besó la hoja. —Lista para volver a empezar —le dijo en un amoroso tono bajo y la guardó en su vaina. Korbis vino a sentarse junto a él con un vaso de vino en la mano. —Bebe algo antes de que esos dos se terminen las existencias —dijo señalando con la barbilla a los absortos Garokan y Bedule. Balkar tomó el vaso y vertió un poco del contenido en el suelo. —Por los muertos —dijo. Korbis repitió la libación vertiendo él también un poco de vino en el suelo. —Por los muertos. —Y ambos bebieron. Permanecieron un rato en silencio mirando las llamas. —Vaya día —dijo Balkar. —Y tanto… Creí que ese centurión te tenía. —Yo también. Creo que si no hubiera estado herido en la pierna me habría matado —confesó Balkar. —¿Se puede saber que te dio para luchar a solas con él? —preguntó su amigo
casi enfadado. —¿No lo reconociste? —¿Qué coño voy a conocer? A mí lo único que me interesa de los romanos es que mueran lo más rápido posible, a ser posible antes de que me maten ellos a mí —dijo tocándose el corte de la cara. —Era el centurión que defendía el paso el otoño pasado. —¿Con el que luchaste al final? —preguntó incrédulo. —Ese mismo. Cneo Manlio dijo que se llamaba. Korbis alzó su vaso antes de darle un trago. —Pues por Cneo Manlio, un cabrón valiente, aunque fuera romano. —Y ambos bebieron otra vez. Una figura se paró al borde del límite de la luz de la hoguera, Balkar se fijó en ella, un tipo alto envuelto en una capa. —¿Puedo ayudarte en algo, amigo? —preguntó. —Me preguntaba si podía sentarme un rato junto a vuestra hoguera —dijo el visitante en lengua ibera. Por toda respuesta Balkar señaló un hueco alrededor del fuego. El hombre avanzó y la luz del fuego iluminó desde abajo su rostro. Tenía un solo ojo. Balkar y Korbis se pusieron de pie casi de un salto. —¿Aníbal? —preguntó Korbis incrédulo. El general se acercó a los sorprendidos iberos. Incluso los borrachos Bedule y Garokan se pusieron en pie en silencio. —¿Un trago? —dijo este alargando la jarra. Orla apareció junto a Korbis y le ofreció al general un vaso vacío. Aníbal lo sopesó y asintió dejando que Garokan se lo llenara.
—No se lo digáis a los demás, a los de ahí al lado les he dicho que no —dijo el general. Garokan lanzó una ruidosa y ebria carcajada y todos bebieron un trago. El general miró a Orla, que se encontraba en un avanzado estado de gestación. —¿Para cuándo será? —preguntó. —Principio otoño —dijo esta mientras se sujetaba amorosamente el vientre. Anibal miró a Korbis. —¿Es tuyo? —Eso creo —dijo el aludido, guasón. Orla le dio un codazo, ofendida, y todos rieron. Aníbal dio otro trago de vino y vertió el resto del vino en el suelo. —Por los muertos, pero en especial por ese niño y su madre —los iberos a su alrededor asintieron aprobadores. El general devolvió el vaso y se volvió a cubrir con la capa—. Sigo mi ronda. Descansad y celebrad, os lo habéis ganado. Y sin decir nada más el general se adentró en el campamento. Garokan lanzó otra carcajada de borracho, pasó el hombro por encima del tambaleante Bedule y bebió de la jarra directamente derramándose parte del contenido por las comisuras de los labios, aunque tampoco es que le importase.
Los poco más de setenta jinetes llegaron a Venusium caída ya la noche. Lelio tuvo que amenazar a los guardias de la puerta con matarlos con sus propias manos, pues no se creían que ese hombre silencioso y en estado catatónico fuera un cónsul de Roma, ni esos desharrapados los restos del ejército que había pasado hacía unos días en pos de Aníbal. Lelio consiguió convencer a uno de los duunviros de la ciudad para que hospedara a Varrón y para que dieran comida y descanso para hombres y animales. El incansable tribuno además inspeccionó las defensas de la ciudad y ordenó a la milicia local que doblara las guardias y durmiera sobre las armas. Llegados a este punto ya no supo qué más hacer, era pasada la media noche y estaba agotado. Uno de los duunviros le ofreció alojamiento en su residencia, pero se contentó con una manta y se echó a dormir junto a sus hombres. Apenas
reposó la cabeza en el montón de heno que había preparado como almohada se quedó dormido, y hasta la mañana siguiente no se dio cuenta de que se había olvidado de quitarse las caligae.
Tiró a un lado el dedo, frotó la sangre del anillo y lo observó a la luz de la luna. Oro. Pulex sonrió satisfecho y se lo echó al zurrón. La cosecha estaba siendo buena. El campo de batalla era un lugar tenebroso a la luz de la luna. Varias decenas de merodeadores como él escarbaban entre los muertos en busca de botín, al día siguiente seguramente los vencedores comenzasen a hacer lo mismo, así que era mejor darse prisa y trabajar esa noche hasta que saliera el sol. Iba a comprobar si el siguiente cuerpo estaba muerto de verdad, ya se había llevado dos sorpresas con un par de legionarios que habían resultado estar solamente malheridos y había tenido que rematarlos. A Pulex el asesinato no le daba especial escrúpulo, llevaba toda la vida sobreviviendo a salto de mata, trapicheando con objetos robados o robándolos él mismo, pero prefería que sus víctimas estuvieran lejos o ya muertas. En cualquier caso ese romano no podía estar más muerto. Tenía un tremendo tajo que casi le había separado la cabeza del cuerpo. Examinó sus armas y vio que eran de lo más normales. El puñal del cinto tenía una bonita vaina y unos hilos de plata decoraban la empuñadura, así que cortó las correas que lo unían al cinto y se lo echó al zurrón. Observó el cuerpo a la luz de la luna y no vio nada más que mereciera la pena, le palmó las manos buscando anillos, pero no tenía, así que pasó al siguiente cuerpo. Estaba parcialmente cubierto por su escudo, lo levantó con esfuerzo, no podía imaginar cómo lo hacían para sostener esos armatostes durante horas y combatir con ellos a cuestas más todo lo demás. Pulex era un tipo pequeño, ratonil, de ahí su nombre, que significaba «pulga». En realidad imaginaba que ese no era su auténtico nombre, pero todo el mundo le había llamado así desde que era niño. Imaginó que a ese nunca le habían llamado así, era un tipo alto y corpulento con brazos fuertes. Estaba tendido boca abajo, se fijó en el yelmo, que era muy bonito, con esas carrilleras de tres discos y unas largas plumas rojas, qué lástima la brecha que tenía. El rostro del caído, un oficial quizás, no lo sabía, no tenía ni idea de asuntos militares, estaba ensangrentado. El ratero empujó el cuerpo como pudo hasta darle la vuelta y sonrió. Sobre el pecho llevaba un arnés con unos medallones que relucían con un brillo plateado pese a la suciedad. Se dio cuenta de que faltaba el de en medio de más abajo, miró por el suelo, pero no lo encontró, daba igual, ocho eran más que suficientes. Estaban fijadas a un arnés
de cuero grueso, así que Pulex decidió que sería demasiado trabajo cortarlas, buscó las hebillas que lo cerraban y las encontró, aunque estaba llenas de suciedad. A horcajadas sobre el pecho del oficial muerto comenzó a tironear del correaje mientras maldecía por lo bajo. Tan concentrado estaba tirando de las correas intentando soltarlas que tardó en darse cuenta de que el cadáver estaba parpadeando. Los ojos del muerto, que no estaba tan muerto después de todo, miraron aturdidos alrededor, brillaban intensamente entre la máscara de sangre seca y barro que le cubría el rostro y se fijaron en los de Pulex. —Mierda… El ratero comenzó a buscar a su alrededor el cuchillo, el recién despertado pareció entender y le agarró con ambas manos del cuello. Pulex abrió la boca tratando de coger aire, pero aquellas dos tenazas de hierro se lo impedían, le golpeó los brazos y pensó que era como golpear el tronco de un árbol. Bajó las manos y empezó a tantear buscando su cuchillo, sentía que los ojos le iban a saltar de las órbitas. Por fin dio con el mango del arma lo agarró y comenzó a clavarlo en el pecho del caído, pero las fuerzas le fallaban y no consiguió penetrar la cota de malla, se le abrieron las manos y dejó caer el cuchillo, comenzó a ver puntitos luminosos frente a sus ojos y lo último que oyó fue el chasquido de su cuello al romperse. Cneo Manlio dejó caer el cuerpo del saqueador a un lado y jadeó mirando a la luna. La vuelta a la conciencia estuvo acompañada de oleadas de dolor de todo su cuerpo, en especial de la cabeza que parecía que le iba a estallar. A tientas se intentó soltar las correas del casco, le llevó un buen rato conseguirlo, cuando tiró de él para quitárselo casi se desmaya del dolor y tuvo que reprimir un grito. Seguramente habría otros merodeadores y no confiaba en sus posibilidades de supervivencia contra otro de ellos. Respiró hondo y tiró de nuevo, la parte hundida por el impacto se le clavaba en la herida y dolía a rabiar. Respiró hondo tratando de contener el dolor, seguía tumbado boca arriba así que tanteó a su alrededor, cogió algo y se lo puso delante de los ojos, le costaba enfocar la mirada, pero parecía un pequeño cuchillo, se puso el mango entre los dientes y volvió a intentar sacarse el casco. Tiró de nuevo notando como el metal quebrado le rascaba la carne lacerada del cuero cabelludo, apretó los dientes hasta hacer crujir la empuñadura del cuchillo y finalmente se sacó el casco que rodó alejándose de él y se desmayó de nuevo.
Recuperó la conciencia al cabo de unos instantes. Se tocó la cabeza, por encima de su oreja izquierda notó que tenía un jirón de piel colgando, palpó la herida y tuvo que retirar la mano por el dolor. «Ese bastardo me ha roto la cabeza…». Si se quedaba allí era cuestión de tiempo que muriera. Trató de incorporarse, pero el mareo le venció y volvió a caer de espaldas, lo intentó más despacio, al pretender mover la pierna izquierda esta no le respondió. Recordó entonces la herida del muslo, no dolía tanto como la cabeza, pero tenía la pierna rígida y no le respondía. Se forzó a darse la vuelta y lo consiguió, quedó tendido sobre el cadáver del ratero aunque apenas podía ver nada. Sintió unas terribles náuseas y vomitó con fuertes y dolorosas arcadas, del estómago vacío solo le salió amarga bilis, aun así, no pudo parar en un buen rato. Cuando pasó el ataque se forzó a moverse, pero primero tenía que saber hacia dónde. Escuchó atentamente la multitud de leves sonidos de la noche, pasos furtivos, el gemido de algún desgraciado que aún agonizaba y entonces, frente a él, a lo lejos, pudo distinguir el rumor del agua del río y se dirigió hacia allí arrastrándose sobre los codos y ayudándose con la pierna sana. A esa velocidad no estaba seguro de que pudiese llegar antes del amanecer y eso suponiendo que no lo encontrase otro de esos carroñeros, pero no le quedaba otra alternativa, así que se obligó a seguir, arrastrándose entre cadáveres poco a poco, pulgada a pulgada. Después de una hora de suplicio, Manlio dejó atrás la línea de cadáveres. La luna comenzaba a ocultarse, eso facilitaría su labor al ser más difícil verle, pero también indicaba que el alba se acercaba y se quedaba sin tiempo. Además, se estaba quedando sin energías. Se concedió un segundo de tregua y se siguió arrastrando trabajosamente. A veces las náuseas le vencían y tenía que detenerse, otras, la visión se le nublaba, pero seguía impulsándose con codos y pierna hacia el murmullo del agua. Pasó junto a un caballo muerto y al poco vio el cadáver de un jinete romano, otros bultos se veían tendidos a lo lejos, pero los ignoró, después de un día como aquel no creía que volviera a llamarle la atención la visión de un cuerpo muerto. El murmullo del agua se oía ya cercano. Tuvo que abrirse paso dolorosamente entre las cañas, aun así, lo consiguió, empezó a chapotear entre el barro y llegó hasta una roca plana, había un cuerpo tendido al lado, sin embargo, no le hizo caso. Tumbado sobre la roca se inclinó sobre el agua corriente del río y bebió. Estaba más sediento de lo que recordaba haber estado en su vida, así que metió la cara en el agua y empezó a tragar, cuando se hubo saciado levantó la cabeza, pero el estómago empezó a dolerle de nuevo, le
sobrevinieron nuevas náuseas y una violenta arcada le hizo vomitar todo lo que había bebido. Cuando el ataque hubo pasado se enjuagó la boca con un sorbo de agua y bebió otra vez, en esta ocasión con moderación. Hacia el este el cielo comenzaba a clarear, había llegado hasta el río antes de que amaneciera, pero ya no sabía qué más hacer. —¿Y ahora qué, Cneo? Se arrancó el pañuelo del cuello, lo empapó en agua y se tocó ligeramente la herida de la cabeza. Fue un error, el dolor casi le hizo gritar, pero se contuvo. Se forzó a serenarse y a pensar en algo cuando escuchó un ruido. Guardó absoluto silencio y escuchó hasta que lo oyó de nuevo. El cuerpo del jinete tendido entre las cañas descansaba sobre el pecho con los pies metidos en el río hasta las rodillas. Manlio se arrastró con cuidado y se fijó atentamente. No estaba muerto, estaba roncando. —Despierta… Despierta malnacido. Manlio tironeaba del brazo del durmiente que se removió inquieto. Cada movimiento le hacía sentir que el cerebro se le iba a salir por las orejas, pero insistió. —Vamos, despiértate, maldito cabrón —gruñía Manlio tratando de no hacer demasiado ruido. El cuerpo se agitó ligeramente, murmuró algo y, lento, se incorporó sobre los codos. —Aquí, imbécil —gruñó el centurión. El jinete se sobresaltó y giró sobre su costado tratando de alejarse y se llevó la mano a la vaina de la espada, pero esta estaba vacía. —Shhhh… No hagas ruido, joder. —Manlio sufrió otro de náuseas y agachó la cabeza, jadeante. El jinete pareció entender y se acercó. Manlio volvió a levantar la cabeza y le miró, apenas se le distinguía la cara entre las sombras, tan solo el brillo de los ojos—. ¿Cómo te llamas? —Lucio Lupo… Decurión de la caballería —susurró este.
—Cneo Manlio, centurión de los extraordinarii, ¿estás herido? El aludido se llevó la mano derecha al hombro izquierdo, pero luego miró detenidamente al centurión. —Menos que usted, centurión… —¿Puedes andar, entonces? —Sí, claro… —Pues entonces tendrás que ayudarme, tenemos que intentar alejarnos de aquí antes de que termine de clarear. El decurión asintió con la cabeza y miró alrededor. Al otro lado se veían sombras moviéndose, parecían los caballos supervivientes de la batalla que merodeaban por los alrededores. —Si conseguimos uno de esos caballos, o un par —dijo el decurión—, podríamos poner tierra de por medio, supongo. —Está bien, Lupo, entonces ayúdame a cruzar el río y consigamos unos caballos. —¿No sería mejor que cruce yo y vuelva con los caballos? —preguntó Lupo. —No creo que pudieses encontrarme, además, no estoy seguro de que alguno de esos merodeadores no nos haya oído —dijo Manlio—, el río no es profundo, ayúdame a andar y podremos cruzar. Lupo asintió, se incorporó a media altura y arrastró al centurión hacia el agua, estaba fría pero era soportable, de hecho, resultó vivificador. Las heridas del muslo y el costado de Manlio comenzaron a escocer al entrar en el agua, aunque pasó pronto. Lupo se pasó el brazo izquierdo del centurión sobre los hombros y, lastrados como iban con sus armaduras, no tuvieron problemas para mantenerse en el fondo y así cruzaron el río con el agua por el pecho. El decurión dejó a Manlio entre los juncos de la orilla, el veterano estaba hecho una pena, un muslo desgarrado, un lanzazo en un costado y aquella horrible herida en la cabeza de la que le colgaba un trozo de piel. El centurión le instó a que se diera prisa, pero Lupo lo ignoró. Le puso como pudo el trozo de carne colgante en su sitio, se
arrancó un pedazo de la túnica y le improvisó un vendaje bien prieto en torno a las sienes, el centurión gruñó de dolor, pero se dejó hacer. —¿Mejor? —preguntó Lupo cuando hubo terminado. Manlio estaba tumbado y había cerrado los ojos, jadeaba falto de aire. —Algo —murmuró. —Bien, voy a intentar coger a uno de esos caballos, espere aquí. —No te preocupes que no me muevo —murmuró el centurión con los ojos cerrados. Lupo salió agachado de entre los matorrales y miró a su alrededor. La luz del amanecer comenzaba a iluminar los contornos y las formas del paisaje, así que convenía darse prisa. Había media docena de caballos en las inmediaciones. Trató de acercarse al más próximo, pero el animal se alejó al trote en cuanto le pudo ver. Lupo comprobó que tenía el viento de cara y se acercó a otro de los animales, este pastaba entre unos arbustos ignorante e ignorado, feliz con la calma del amanecer. Lupo se acercó conteniendo la respiración, pero el animal le oyó y levantó la cabeza, alarmado. —Shhhh… Calma, bonito, calma… El animal lo miró y Lupo se dio cuenta de que tenía un lucero blanco en la frente. No podía creerlo. —Parece que la Fortuna no me ha abandonado aún —suspiró. Se acercó despacio a Impasible, lo cogió de la brida y se abrazó al cuello del animal casi al borde de las lágrimas. —Ahora vamos a buscar a ese centurión cabezota y salgamos de este infierno — le susurró al caballo, y llevándolo de la brida entre la pálida luz del amanecer se fue a recoger al malherido Cneo Manlio.
3 de agosto del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Apulia, sur de Italia
El rayo de sol le dio justo en la cara y le hizo despertarse. Al principio le costó hacerse cargo de dónde se encontraba. Apartó a un lado las suaves sábanas de lino y se incorporó en el mullidísimo colchón en el que había dormido como un bebé. Tenía agujetas en todos los músculos del cuerpo, pero, a pesar de eso, se encontraba bien y descansado. Mucho mejor que todos esos desgraciados que habían muerto el día anterior, se dijo mientras iba recordando. Se levantó y encontró una túnica limpia junto a la cama, se vistió con ella, se ciñó el cinturón y salió al precioso peristilo de la casa de Busa. Era aún temprano por la mañana, una mañana de agosto soleada y aún fresca, pero que anunciaba los calores que seguirían. Sentados en el centro del jardín bajo un toldo que daba sombra encontró a Quinto Fabio y a Apio Claudio. Claudio era miembro del clan patricio del mismo nombre, la última familia en incoporarse a las filas del patriciado en tiempos de la monarquía. Los Claudios, como los Julios, eran una familia tendente a la extravagancia pero, a menudo, brillantes, aunque solían tener demasiados hijos y siempre andaban empobrecidos o a punto de estarlo. —Ven, Publio Cornelio, estaban a punto de servirnos el desayuno —dijo el jovial Apio Claudio señalando una de las dos sillas vacías en torno a la mesa. Quinto Fabio no parecía tan alegre de sentarse a la mesa con un Escipión, pero no estaba el momento para ponerse a discutir por rencillas familiares y permaneció callado. —Llevo toda la mañana riéndome yo solo de recordar tu actuación de anoche. No veo el momento de llegar a Roma y contárselo a todo el mundo —rio Apio Claudio. —Igual me excedí un poco, pero no soporto la sonrisa de ese lameculos —le respondió Escipión. —No te culpes, Publio Cornelio —apuntó Quinto Fabio—, hacía tiempo que ese idiota pedía a gritos que alguien se la borrase de la cara. —Creo que «borrado» es el término definitivo —dijo Apio Claudio antes de echarse a reír de nuevo. Paró cuando vio las dos miradas inquisitivas que le lanzaron Fabio y Publio—. ¿Cómo, no lo sabéis? —¿El qué? —preguntó Máximo.
—Eso es porque sois unos perezosos que dormís hasta tarde. Me desperté antes de salir el sol y decidí hacer algo de ejercicio. —Saltaba a la vista por la atlética constitución de Claudio que esa era una costumbre consolidada—. Justo cuando amanecía Quinto Cecilio y Lucio Publicio se llevaron a Cneo Equitio a otra casa. Tenía un aparatoso vendaje en torno a la cabeza. Según me ha dicho Quinto Cecilio, tiene la mandíbula rota y le faltan cuatro o cinco dientes. Así que sí, le disteis el puñetazo del millón de denarios, Publio Cornelio. Dudo que ese imbécil vuelva a sonreír nunca como antes. Escipión iba a decir algo, pero un sonido como un gruñido ahogado se le adelantó, se volvió y era la risa de Fabio, que se estaba, literalmente, ahogando entre carcajadas. Rieron los tres jóvenes un rato antes de que el propio Claudio llamara un poco al orden. —Ha sido una buena manera de empezar la mañana, pero, señores, estamos en una situación dramática, así que creo que es buen momento para empezar a tomar decisiones. Tenemos que ver qué pasos tomar. Y el primero es la cuestión del mando. —Ese paso es fácil —dijo Escipión—, tú eres el mayor, Apio Claudio, además, has sido edil, estás por delante en el cursus honorum. —Tu humildad te honra, Publio Cornelio —le contestó el aludido, encantador como siempre—, pero aquí todos sabemos que el auténtico líder eres tú. Tú nos sacaste de esa ratonera, tú nos trajiste aquí y a ti reconocen los hombres como líder, así que vamos a dejarnos los formalismos y seamos prácticos. Estaba claro que la vena heterodoxa de los Claudios seguía viva en este. —Hagamos esto a la manera romana. Quinto Fabio, que sabía que no iba a ser el elegido, ni lo quería, tampoco podría tragarse tan fácilmente que le dieran el mando a un Cornelio Escipión. Los otros dos jóvenes lo miraron. —Comandad los dos colegiadamente, al menos, hasta que tengamos instrucciones del Senado. Asintieron todos una vez acordado este punto. Escipión porque consideraba que era una buena idea, Claudio porque pensaba dejar al Cornelio que dirigiera, pero
no iba a ponerse a discutir con el testarudo Fabio. —Veo que mis tres huéspedes son pájaros mañaneros. Los tres nobles romanos, fieles a su educación, se pusieron de pie cuando Busa se acercó a ellos. La señora de la casa iba vestida con una vaporosa túnica blanca de lino egipcio que dejaba ver, por cortedad y transparencia, más de lo que ninguna noble romana se habría atrevido a enseñar ante invitados. Pero ahora no estaban en la mojigata Roma. La impresionante Busa era una mujer libre que llevaba con mano de hierro los negocios de su familia y los de la ciudad y a la que le importaba poco o nada lo que los demás pensaran de ella. Quinto Fabio y Publio Cornelio la miraron intentando disimular sus pensamientos; Fabio, escandalizado, Cornelio, turbado. Apio Claudio no disimulaba en absoluto y disfrutaba contemplando la anatomía de la señora de la casa que les indicó con una sonrisa que se sentaran, lo que hicieron tras dejar que se sentara ella misma. —Según he oído, mientras me acercaba, ya han resuelto el tema del mando — dijo. —Así es, bella señora —dijo Claudio exhibiendo la mejor de sus sonrisas—, por sugerencia de Quinto Fabio, Publio Cornelio y yo mismo asumiremos el mando, al menos hasta que tengamos noticias de Roma. Busa respondió cortés a la sonrisa de Claudio, pero habló mirando a Escipión, uno podría ser el guapo del grupo, pero estaba claro quién llevaba las riendas. —En cuanto a las noticias, yo tengo algunas para ustedes —anunció mientras se cerraba un poco el escote de la túnica, en un gesto que resultó más sugerente que si no se hubiera cubierto nada—. Parece ser que el cónsul Cayo Terencio Varrón consiguió refugiarse con unos cuantos jinetes en Venusium, no muy lejos de aquí. En cuanto a los refugiados que tenemos aquí en Canusium, todos han sido atendidos, y los heridos presentaban heridas leves… Nada tan grave como cierta fractura de mandíbula —dijo con un brillo irónico en los ojos al que Escipión respondió agachando un poco la cabeza y Claudio con una carcajada—, pero imagino que a los heridos graves no pudieron traerlos. El caso es que por la manutención y el cuidado de los hombres podéis descansar tranquilos, me he encargado de ello personalmente. Por cierto, a lo largo de la noche han ido llegando más fugitivos e imagino que aún durará un tiempo. Muchos de los habitantes de la ciudad se han ofrecido para hospedarlos, pero, aunque yo no sé
nada de asuntos militares, quizá para evitar incidentes y retomar la disciplina sería conveniente acuartelarlos juntos en algún sitio. Piensen en ello y cuando hayan decidido algo háganmelo saber y buscaremos la manera de solucionarlo. —Creo que ya lo dije anoche, pero —intervino Escipión— puedo asegurarle que esto se sabrá en Roma, y su generosidad y la de Canusium no será olvidada. —Eso espero —dijo Busa cambiando el gesto a uno un poco más serio—porque no sé si esta generosidad durará para siempre —levantó la mano interrumpiendo los comentarios que pugnaban por salir de los romanos—. De mí y de mi apoyo, así como de otros muchos notables de la ciudad, no tienen por qué dudar. Hemos medrado bajo dominio romano y así lo ha hecho el resto de la ciudad y la comarca alrededor. Pero aquí, como en todas partes, la risa va por barrios, si me permiten la expresión. Hay gente a la que no le ha ido tan bien y vería con buenos ojos un cambio de régimen, uno en el que los cartagineses tuvieran el mando… —Traidores —murmuró Quinto Fabio. —No —dijo Busa con una deslumbrante sonrisa—, no es una cuestión de traición y lealtad, para algunas personas la patria es el dinero y creen que con Cartago podrán hacer más. —Escipión no pudo evitar pensar si ella era una de esas personas o había algo más tras su lealtad—. En mi caso —dijo mirándolo como si le hubiera leído el pensamiento—, es cierto que mi dinero está con Roma, algo público y notorio, y por eso mi cabeza sería la primera en decorar las murallas si cierta facción tomase el control en Canusium, así que no estoy muy interesada en… ¿Cómo decirlo? Cambiar de túnica. —Por todos los dioses, no lo hagáis… —dijo Apio Claudio irativo, tomando el comentario quizás en un sentido demasiado literal. La mujer se rio ante la mal disimulada broma, más divertida aún por la censura en la mirada de Quinto Fabio hacia su compañero que por el comentario de este. —En cualquier caso, no os preocupéis por Canusium, pero deje que os diga algo, y aseguraos de que llega a los oídos adecuados en Roma. —Ahora se puso más seria de lo que la habían visto hasta el momento—. Hay muchas ciudades en el sur de Italia donde la balanza de poder no está tan claramente inclinada hacia el lado romano como esta.
—Quiere decir que se van a pasar al bando cartaginés —concretó Escipión. —Sí, y a no mucho tardar, me temo, así que si aún queréis ganar esta guerra, más os vale empezar a hacerlo rápido, porque ni aún Roma puede permitirse otra derrota como la de ayer.
Lelio entró en la domus que le habían indicado y uno de los esclavos de la casa le llevó al tablinum que habían cedido para uso del cónsul. Este estaba sentado tras la mesa vestido con un túnica limpia, pero, aparte de eso, era la viva imagen de la derrota: los fuertes hombros caídos y grandes ojeras bajo unos ojos que miraban una tablilla de cera en la que garabateaba algo. El tribuno se detuvo y se cuadró esperando a que el cónsul le dirigiera la palabra. Se había adecentado en lo posible, que no había sido mucho, al menos, se podía haber quitado el polvo y el sudor en una fuente pública cercana a donde habían dormido. —Tome asiento, Cayo Lelio, por favor —dijo Varrón indicándole la silla frente a la mesa. Lelio obedeció y se sentó algo envarado por efecto de la coraza. —Lo primero es agradecerle que mantuviera usted la sangre fría y se encargase de los hombres y de las defensas del pueblo. Debería haberlo hecho yo, pero no supe estar a la altura —dijo con pesar. Lelio no sabía qué decir a esto, así que no dijo nada—. En cuanto a cómo nos sacó de la batalla, no sé si agradecérselo, más me valdría haberme quedado allí con los demás… En cierto modo, Cayo Lelio pensaba lo mismo, pero las cosas eran las que eran. —Creo que es deber de todo soldado, si todo está perdido, retirarse para luchar otro día —dijo al fin. Varrón se le quedó mirando un rato. —Leónidas de Esparta habría disentido. —Leónidas era griego, y yo soy romano. Las teorías épicas y nobles están muy bien para filosofar, pero las guerras las ganan hombres prácticos. —¿Aún cree que podemos ganar esta guerra? —preguntó el cónsul, y por su tono quedaba claro que él no lo creía. Lelio se encogió de hombros.
—Sigo vivo y tengo una espada al cinto, a mí aún no me han derrotado. —Un auténtico soldado… —dijo el cónsul de veras irado de la falta de petulancia en la respuesta de Lelio—. Bien. Cosas de soldados pues. Quizá pueda ayudarme con esto —señaló la tablilla de cera—, estoy intentando escribir al Senado para informar de este… desastre. Pero no encuentro las palabras. —Yo no soy hombre de letras, señor, pero la verdad al final siempre sale. Escriba lo que ha ocurrido, sin disimular, y diga lo que hay, no se puede hacer más. —Quizá tenga razón —dijo Varrón tras pensarlo un rato—. En fin, tengo una tarea práctica para usted. Seguramente lo habrá notado, pero nos está llegando un goteo constante de supervivientes, son hombres perdidos y desmoralizados y creo que es usted el hombre perfecto para devolverlos a la disciplina, le encargo que los reciba y busque alojamiento. Haga que la ciudad ponga todos sus recursos a ello. Ya le mandarán la factura al Senado. En cuanto sea posible forme unidades con ellos y, si no tienen oficiales, siéntase libre de nombrar a los que crea más capacitados. ¿Entendido? Lelio sonrió encantado con la tarea. —Sí, señor. —Bien, venga a buscarme si necesita cualquier cosa o si a los notables de la ciudad les da un ataque de tacañería. Lelio se levantó y se fue mucho más animado, tenía una tarea que podía cumplir y era necesaria, y eso era todo lo que precisaba. Varrón no tenía menos aspecto de derrotado, pero ese no era su problema, si hubieran ganado se habría llevado la gloria, ahora que viviese con la culpa.
Era ya casi mediodía y el calor comenzaba a apretar de verdad. Lupo caminaba con el caballo de la brida y Manlio se sostenía semiinconsciente sobre este. Las murallas de Canusium se distinguían a lo lejos y, por suerte, a su alrededor viajaban otros cinco fugitivos, lanzando recelosas miradas alrededor, temiendo que la caballería númida apareciera en cualquier momento.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Manlio con voz pastosa. —¿Cómo hice el qué, centurión? —Llámame Cneo. —Ejem… ¿Cómo hice qué, Cneo? —preguntó Lupo de nuevo. —Sobrevivir. —Ahh… Eso… Lupo le comenzó a contar su historia. Como tras la caída de Paulo los celtas cargaron contra ellos y casi los arrollan. Manlio le dijo que lo había visto, que estaba cerca. Lo que no vio fue como luego los arrinconaron contra el río y la carga que dieron contra los últimos supervivientes. —Yo tuve suerte, supongo. El golpe del caballo me tiró al agua en una zona más profunda del río. La cota me arrastró al fondo. Era imposible quitársela y literalmente gateé por el fondo luchando por aguantar la respiración. Al final me conseguí poner de puntillas y sacar la cabeza lo justo para respirar. Por suerte, no me vieron. Esos salvajes remataron a los que quedaban y les cortaron las cabezas. Medio andando medio nadando conseguí llegar hasta las cañas, mi primer impulso era reunirme con el ejército, pero entonces vi como esos libios os rodeaban, no sabía qué hacer, así que me oculté en el cañaveral a esperar a la noche, pero en algún momento el cansancio me venció y ahí me quedé hasta que me encontraste. —Ya veo… ¿Cómo va ese hombro? Lupo había usado la otra manga de su túnica para improvisarse un cabestrillo. La verdad era que le dolía mucho, el corte había dejado de sangrar y Lupo esperaba que no se le infectase, aunque no veía razones para quejarse de sus heridas, máxime viendo el estado en que se encontraba Manlio. —Podría ser peor… Le tocó la frente al centurión, lo había intentado antes, pero no le había dejado, ahora no tuvo fuerzas para apartar la cabeza y era normal, estaba ardiendo.
«Más vale que haya un buen médico en Canusium o mejor le habría venido morir en Cannas». Y con ese alegre pensamiento en mente se siguió acercando a la ciudad.
Había dejado a Apio Claudio que discutiera los detalles sobre acuartelamiento y abastecimiento de las tropas con Busa, tarea con la que estaba encantado, y él se había ido con Fabio y Ventidio. Ambos tribunos habían aparcado sus diferencias familiares y Escipión comprobó que podía llevarse bien con el joven Fabio siempre que no llegasen a un choque frontal, en esos casos era digno hijo de su padre y resultaba inamovible. El caso es que gozaba de buen sentido militar y entre él y Ventidio recorrieron las murallas, tomaron notas de los puntos a reforzar y de cualquier posible emplazamiento de un campamento en caso de que no pudieran seguir en la ciudad. Le harían llegar la lista de requerimientos esa misma noche a Busa y esperaban que se hiciera cargo. Aquello iba a costarle una fortuna, a ella o a quien quiera que pagase. Los soldados conservaban solo sus armas, y algunos ni eso. Ni tiendas, ni carros ni ningún tipo de bastimento y todo eso costaba una montaña de dinero. Escipión expresó eso mismo en voz alta. —Si nos da la mitad de lo que ha prometido, Roma tendrá una gran deuda con esta mujer y esta ciudad —dijo Escipión en tono reflexivo. —Y tanto, Publio Cornelio, ya solo lo que han hecho es un mundo, en especial esa dama —dijo Ventidio mostrándose de acuerdo. Fabio, por su parte, murmuró algo entre dientes. —¿Perdona, Quinto Fabio? —Que igual eso de dama es mucho decir… —gruñó a regañadientes. —Vamos, Quinto Fabio —dijo Escipión entre risas—, no seáis estirado. Esto no es Roma, esa mujer gobierna una ciudad de provincias y lo hace bien y como quiere, ¿dónde está el problema? —No tengo nada en contra de lo que hace —aunque el tono desmentía en parte la afirmación—, pero podría hacerlo de una forma más… Decente.
Escipión decidió no hacerle más caso para evitar uno de esos encontronazos. Allá los Fabios con sus puritanismos. Se apoyó en la muralla y miró hacia el camino que él y el resto habían recorrido el día anterior y la sonrisa de hacía un momento se le borró, de hecho, casi se sintió avergonzado de haberse estado riendo tan alegremente. Por el camino se acercaba otro grupo de fugitivos, ya no esperaba que llegasen muchos más, pero se alegraba de que algunos lo hicieran. Se asomó hacia el interior y gritó a los guardias. —¡Abrid las puertas! Tras dar la orden bajó él mismo a observar a los recién llegados. Cinco legionarios desharrapados y con cara de hambre entraron primero. Ninguno llevaba escudo, uno de ellos, de hecho, llevaba el muñón de la mano derecha envuelto en un vendaje mugriento y todos, menos uno, que aún llevaba la espada en la vaina, estaban desarmados. —Ventidio, búscales alojamiento, que les den de comer de inmediato y que atiendan al herido. No dijeron nada, tan solo el de la espada, que parecía mantener aún algo de su entereza, dio las gracias asintiendo con la cabeza. Escipión se volvió a los dos últimos, un jinete con el brazo en cabestrillo llevaba su caballo de la brida y sobre ella un hombre muy malherido. Llevaba el muslo vendado con jirones de ropa, aunque la sangre le goteaba pierna abajo, además llevaba la cabeza envuelta en vendas sanguinolentas. —¡Por Marte!, ¿Manlio? —dijo incrédulo. El jinete se volvió. —Sí —dijo el jinete—, o lo que queda de él, hace un rato que perdió la conciencia. Escipión se volvió a los guardias. —¡Cerrad las puertas! —Luego miró a Lupo—. Tú, ven conmigo.
—¿Cuántos se han rendido? —preguntó Aníbal. —Todos —dijo Magón—, casi diez mil. Hemos sabido que algunos cientos se
fugaron durante la noche y pudieron burlar a los guardias, pero, en general, todos seguían ahí esta mañana. Parece ser que pensaban luchar, pero se lo han pensado mejor. —Bien, ya sabes lo que hay que hacer. Separa a romanos de itálicos y suelta a estos últimos. Asegúrate de que se los trata bien, pero las armas se quedan aquí. Y que se manden heraldos a todas las ciudades del sur de Italia contando lo que ha ocurrido. Roma está vencida y todos son bienvenidos a nuestro bando, pero esta oferta solo se hará una vez. Ese es el mensaje. —Así se hará, hermano. —Bien, ¿y el botín? —Lo están contando, pero ha sido mucho. —Bien, de los caballos y la comida que se encargue la intendencia. El resto que se reparta a partes iguales en el ejército. —Es mucho, Aníbal…—dijo Magón dubitativo. —Mejor, así tocarán a más. Magón asintió de nuevo, él no era tan generoso como su hermano, pero tampoco era el general. —¿Y qué hacemos con los prisioneros romanos? —preguntó. —Ponedlos a limpiar el campo de batalla, pero asegúrate de que están encadenados y bien vigilados. Que incineren a los suyos si quieren y que identifiquen a los oficiales de alto rango si puede ser. El resto de nuestras tropas pueden enterrar a sus caídos según prefieran, pero que se haga rápido, no quiero estar aquí mucho tiempo con tanto muerto alrededor, lo único que nos faltaba era que se extendiera una epidemia. —Así se hará. —Bien, y no te olvides de los heraldos, hay que empezar a recoger los frutos de esto antes de que se pase la impresión o habremos luchado para nada.
—¿Cómo estás? —preguntó Publio Cornelio. Lupo, que tendría más o menos su edad, aunque parecía mayor por la cicatriz de la cara, la nariz rota y el rostro demacrado, estaba sentado y vestido únicamente con el taparrabos en un taburete mientras le terminaban de vendar el hombro. El ayudante del médico que estaba atendiendo a Manlio le había limpiado la herida y terminaba de vendársela. Aquello había dolido de veras, le habían sacado todo tipo de inmundicias del corte, incluidos un par de eslabones rotos de la cota de malla, pero el enfermero se mostraba satisfecho. —Bastante mejor ahora que ha terminado de torturarme… El enfermero levantó la vista y miró a su paciente. —Si no te hubiera torturado, en dos días se te habría podrido la carne del hombro y en unos pocos más morirías delirando sin saber ni cómo te llamas. — Terminó de fijarle el vendaje—. Ahora descansa e intenta no mover mucho el brazo. Voy a ver si mi maestro necesita ayuda. El enfermero salió de la habitación y dejó a Escipión a solas con Lupo. —Solo intentaba bromear un poco… —dijo este, dolorido, mientras se palpaba el vendaje. Escipión le dio lo que llevaba. —Es una túnica limpia, no es cuestión de que andes por ahí en paños menores. Por cierto, ¿cómo te llamas, jinete? —Lucio Lupo y soy decurión —dijo este mientras trataba de meter el brazo herido por la túnica. —Decurión, lo siento. Yo soy Publio Cornelio Escipión. Gracias por traer a Cneo Manlio. —No ha sido nada, si no fuera por él a saber si yo no me habría despertado con cadenas, o degollado. ¿Cómo está? —preguntó Lupo ya en pie y con la túnica puesta.
—Lo está atendiendo el médico, el maestro de tu torturador. Según Busa, la dueña de la casa, es buen médico, con experiencia parcheando soldados y no uno de esos envenenadores que recetan cataplasmas de mierda de paloma con escarabajos picados para el dolor de muelas y cosas así. Iba a ir a ver cómo va después de darte la túnica, ven si quieres. Publio Cornelio salió al atrio seguido de Lupo, este no pudo evitar un escalofrío al recordar su última visita a una casa así y su baile con el galo, aunque al menos en aquella estaba también Helvia, pensó, y se preguntó no por primera vez qué sería de ella. El peristilo de esta casa era mucho más amplio y el jardín era bellísimo, los muros estaban decorados con frescos con escenas mitológicas. Esa tal Busa debía de tener una fortuna, una fortuna y muy buen gusto. Una dama elegantemente vestida estaba sentada bajo un toldo en una esquina del jardín, ya atardecía y hablaba con otro joven tribuno. A Lupo le sonaba su cara, pero no sabía su nombre. —Busa, Apio Claudio, os presento a Lucio Lupo, decurión de caballería —le presentó Escipión. La dama le sonrió desde su silla, una sonrisa impresionante que le hizo tragar saliva, y Claudio se puso en pie y le dio la mano. —Bienvenido, decurión, me alegro de que estés razonablemente entero, ¿qué tal ese hombro? —dijo el jovial patricio palmeándole en el otro lado. —Mejorando, Apio Claudio, o eso espero —dijo Lupo, un tanto incómodo de encontrarse rodeado de patricios—. ¿Puedo preguntar cómo está el centurión? El rostro de Busa se ensombreció un poco. Lupo la observó con calma, era un óvalo perfecto con piel tersa y sin imperfecciones de color crema, unas pequeñas arrugas en la comisura de unos labios carnosos y enigmáticos, más que afearla, le acentuaban el encanto, y sus ojos negros, ligeramente perfilados con stibium, miraban la escena con frialdad, midiéndolo todo y almacenándolo todo y, tras ellos, se adivinaba el gesto de alguien que sabe algo que su interlocutor ignora. Una nariz larga y recta dividía en dos ese rostro perfecto. Lupo no supo decir si era el de Minerva o el de Venus, pero no le cupo duda de que tenía algo de divino, «Juno, ¿tal vez?». —El centurión está grave, Lucio Lupo. La herida del muslo podría costarle la pierna si se infecta, se la han limpiado lo mejor que han podido y la han cerrado.
Tiene otra herida en el costado que es aparatosa de sangre pero no muy grave, lo que preocupa al médico es la herida de la cabeza, pero aún le está atendiendo. Así que todavía no sabemos nada. Propongo que cenemos y esperemos aquí. Tanto Escipión como Claudio miraron a Busa y luego a Lupo. Una cosa era la vida en el campamento y otra la vida social. En Roma un simple decurión por mucho que fuera de la ordo equester no se mezclaba con Claudios y Cornelios y los tres afectados pensaban lo mismo. El propio Lupo estaba a punto de poner una excusa para retirarse, pero Busa lo zanjó todo rápidamente. Extendió su argénteo brazo y señaló una de las dos sillas que quedaban libres. —Por favor, Lucio Lupo, siéntese, hay sitio para cuatro al fin y al cabo. La cena transcurrió con normalidad, pese a sus originales reticencias, producto de la costumbre, ni Escipión ni Claudio eran unos elitistas, así que cenaron con calma. Lupo les contó su parte de la batalla y ellos le reconstruyeron más o menos lo que sabían del resto de la jornada. Cuando terminaron, un lúgubre ánimo se instaló en la mesa y ni el excelente vino de Busa ni el habitual buen humor de Apio Claudio pudieron remontarlo. Lupo iba a murmurar una excusa antes de retirarse, aunque no sabía muy bien a dónde, cuando el médico salió de la habitación en que había atendido a Manlio. Todos se pusieron de pie y el sanador caminó hacia ellos. Lupo no sabía muy bien qué se esperaba, pero desde luego no eso. El médico le sacaba una cabeza, era ancho de hombros y tenía la nariz grande y aguileña, ojos fieros bajo dos espesas cejas y una inusual barba negra con algunas canas. —¿Y bien, Aligoi? —preguntó Busa muy seria. El médico, griego por el nombre, imaginó Lupo, venía secándose las manos con una toalla y llevaba la túnica llena de manchas frescas de sangre bajo la que se adivinaba una incipiente barriga. Con esa talla y esa cara más parecía que viniera de despedazar a Manlio que de recomponerlo. Frunció boca y nariz en un gesto negativo. —No lo sé —tenía un fortísimo acento griego—, la herida de la pierna es grave, pero puede evolucionar bien si no se infecta. Si se infecta y empeora habría que amputarla, el problema es que está tan débil que no creo que sobreviviera. La del costado no es seria, ha habido que dar muchos puntos aunque no es grave, pero la cabeza…
Dejó el comentario en el aire y se puso la toalla al hombro cuando terminó de secarse las manos, entre eso, la postura y la toalla al hombro ahora sí que parecía un carnicero que viniera de descuartizar a una res. —El arma que le impactó en la cabeza estaba embotada y por eso el casco que llevaba aguantó parte del golpe, aun así, lo atravesó y desgarró la carne, eso ya de por sí es malo, pero, además, el cráneo está fracturado, levemente y sin que los huesos se desplazaran, pero fracturado. —El médico miró a Lupo—. ¿Y dices que salió del campo de batalla arrastrándose él solo? —Sí, eso hizo —dijo Lupo mientras se rascaba el vendaje. De camino a la casa había puesto en antecedentes a Publio Cornelio y este debía de haber hecho lo propio con el sanador mientras le atendían a él. El médico le dio un manotazo con una de sus grandes manazas. —No te toques el vendaje —le dijo con una fiera mirada—. Volviendo al centurión, si con esas heridas fue capaz de hacer eso, debe de ser descendiente de uno de los bastardos de Heracles, si no, no me lo explico. —¿Vivirá? —preguntó Escipión. —No lo sé, Publio Cornelio, la cabeza es un misterio, gente con heridas gravísimas se recupera y muere de vieja y otros se dan un golpe tonto un día y al día siguiente están muertos. Ahora está en manos de los dioses. Que no se mueva de la cama, bajo ningún concepto. Que no le falte agua y, si tiene hambre, que coma, cosas suaves sin muchas especias, no queremos que se le descomponga el estómago, lo que le faltaba… Y nada de vino. Mañana vendré a revisar las heridas y los vendajes, y los tuyos, de paso —dijo mirando a Lupo y señalándolo amenazadoramente—, y espero no volver a verte rascarte las vendas. Y ahora si me disculpan, tengo otros heridos a los que atender. Busa le dio las gracias y el médico se retiró seguido de su ayudante. —Un tipo peculiar —dijo Apio Claudio. —Sí, lo es —itió Busa con una sonrisa—, pero conoce el cuerpo humano, ha sido médico militar casi toda su vida. «Pues esperemos que sea tan bueno como dices», pensó Lupo, y bajó la mano justo cuando iba a rascarse el vendaje.
4 de agosto del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Roma
La noticia llegó sin saberse muy bien por qué canal, un comerciante, un fugitivo, un viajero… El caso es que se extendió como un incendio por la ciudad. El ejército había sido aniquilado, los cónsules y los procónsules habían muerto y nada se interponía entre Roma y Aníbal. El pánico cundió como no se había visto antes desde tiempos de los galos de Breno, y estallaron algunos disturbios. Pocos mantuvieron la calma, pero uno de ellos fue Quinto Fabio Máximo, el viejo exdictador, que tenía un hijo en el ejército y, hasta donde él sabía, estaba muerto, convocó al Senado en cuanto pudo para tomar las medidas necesarias para la defensa de la ciudad. La primera reunión fue breve en un Senado angustiosamente mermado, casi cien de sus estaban en el ejército y se los presumía muertos. Entonces, Máximo, haciendo uso de toda su auctoritas, es decir, su poder personal basado en el respeto que se le tenía, pues no ostentaba cargo alguno, y de común acuerdo con todos los presentes, decidió mandar mensajeros que buscasen los restos del ejército y noticias fehacientes de lo ocurrido. —Es imposible que no haya ningún superviviente —dijo Fabio— por grande que sea la derrota. Así que debemos encontrarlos, reagruparlos y traerlos de vuelta, además, debemos saber la situación exacta, solo tenemos rumores. Hay que saber dónde está Aníbal, a dónde se dirige y cuál es el estado de sus fuerzas. Los senadores, casi todos viejos que no estaban en edad de empuñar las armas, asintieron ante las razonables propuestas del también sexagenario Fabio. —¿Oís eso, senadores? —dijo señalando hacia las puertas de la Curia Hostilia, que se encontraban cerradas pese a lo cual se escuchaba perfectamente el rumor de la multitud que esperaba fuera—. Hay que frenar ese clamor. No podemos permitir que la ciudad sucumba al pánico. Propongo que situemos guardias en todas las puertas y estas se cierren. Que nadie entre ni salga de la ciudad y por ahora demos esta reunión por terminada, poco más podemos hacer hasta que sepamos algo nuevo. Ahora, padres conscriptos, salid a la calle y calmad al pueblo, que sepa la verdad, que se vayan a sus casas y se calmen. Somos romanos al fin y al cabo.
Esto último lo dijo con voz tonante, y con esa última afirmación se disolvió la reunión y los ancianos senadores se mezclaron con la multitud, respondieron preguntas y calmaron los ánimos. La moral no subió, pero al menos se previno la histeria.
4 de agosto del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Apulia, sur de Italia
La reunión de Estado Mayor estaba resultando tormentosa. Maharbal estaba siendo el más exaltado, como siempre. Asdrúbal el más prudente, como siempre. Magón más inclinado a la táctica que a la estrategia permanecía silencioso, aunque se le notaba de parte de Maharbal. Gisgo había sido ascendido tras su comportamiento en batalla y, aunque también optó por guardar silencio la mayor parte del tiempo, sus pocas aportaciones se inclinaban a la prudencia. Cartalo, otro de los oficiales y a cargo de la inteligencia del ejército, se mantenía mudo sin mostrar sus inclinaciones. Maharbal lanzó una bolsa sobre la mesa despectivamente, esta se abrió y un montón de anillos de hierro rodaron por la mesa. —¿Qué es esto? —dijo Magón sujetando uno de los anillos entre sus dedos. —Anillos de hierro —dijo Maharbal. —Vaya, Maharbal, gracias —dijo Magón—, jamás lo habría imaginado. —El anillo de hierro es el símbolo del senador romano —dijo Asdrúbal. Magón levantó la ceja entendiendo el argumento y agarró un puñado de los dichosos anillos. —Ahí hay ochenta, es decir, hemos matado al menos a ochenta de sus senadores. ¿Cuántos forman el Senado al completo? —informó y preguntó Aníbal. —Unos trescientos —respondió Asdrúbal taciturno. —Hemos matado con certeza a ochenta, quizá más —dijo Maharbal—, también
han muerto dos de sus procónsules, un cónsul y otro está en paradero desconocido, quizás muerto… Cartalo alzó una mano para hablar por primera vez. Era un nativo de Cartago, muy moreno de piel y pelo, de cara apacible e imperturbable, tan imperturbable que, quien no lo conocía fácilmente lo tomaba por tonto, pero no lo era para nada. —Hoy hemos sabido que el cónsul Cayo Terencio Varrón se ha refugiado con algunos hombres en Venusium. —Mis jinetes no me han dicho nada de eso —dijo Maharbal airado. Cartalo se encogió de hombros. —A mí los míos sí. —Bueno, da igual. Aníbal —dijo volviéndose al general—, hemos matado a más de cincuenta mil de sus hombres, tenemos a unos siete mil prisioneros y hemos decapitado su Estado, Roma nunca estará más débil, es el momento de marchar sobre ella —dijo dando un puñetazo en la mesa. Todos los presentes miraron a Aníbal que permanecía impasible en su asiento. —Hoy hemos recibido noticias de casi todas las ciudades importantes del sur de Italia. Si avanzamos ahora se pasarán a nuestro bando —anunció el general. —¿Y qué más da el sur de Italia, Aníbal? —dijo Maharbal vehemente—. ¡Nosotros hemos venido a acabar con Roma! —No me digas a qué he venido a Italia. —El tono calmado de Aníbal sonó más terrorífico que si hubiera gritado—. ¿Recuerdas Sagunto o Spoletium el año pasado? Maharbal lo miró confuso. —¿Qué tiene eso que ver…? —Todo, Maharbal, tiene todo… Necesitamos seis meses de sangre y penurias para tomar Sagunto, que era poco más que un poblado hispano al lado de nuestra base y sin ningún tipo de ayuda exterior. Cuando caímos sobre Spoletium con toda nuestra fuerza nos rechazaron dos veces. ¿De verdad te lo tengo que seguir
explicando? —dijo en tono cansado y engañosamente calmo. —Pues sí, Aníbal —respondió Maharbal en tono ofensivo y casi gritando—, explícame para qué hemos derrotado al ejército más grande que nunca reclutaron los romanos para luego irnos de paseo por Italia. Aníbal se puso en pie. Magón se puso automáticamente en guardia al reconocer la mirada de su hermano. Asdrúbal no lo conocía tan bien, pero se dio cuenta de que Sosilo, al fondo de la sala, abandonaba su estatuaria impasibilidad para acercarse también a la mesa, y entonces sí que se preocupó. —Escúchame bien, Maharbal, porque solo te lo voy a decir una vez. Cuando yo digo que se va a hacer una cosa, se hace, ¿está claro? Pero por deferencia a todo lo pasado juntos te lo voy a explicar. Asdrúbal habría jurado que la temperatura de la tienda había bajado y, de manera casi inconsciente, se echó un poco hacia atrás. —Más de seis mil de nuestros hombres han muerto y más de diez mil están heridos, esto es un tercio del ejército, Maharbal. Roma tiene legiones en la Galia, en Sicilia y en Hispania y casi un millón de habitantes tras sus murallas. Dices que hemos derrotado al ejército más grande de su historia… —Aníbal respiró hondo por la nariz y apretó los puños, su único ojo brillaba con furia contenida hasta que la desató—. ¡¡¡¿¿¿Crees que hemos hecho todo esto para lanzar al ejército sobre las murallas de Roma como el que lanza un huevo contra una pared???!!! —Golpeó la mesa con los puños—. Que sea la última vez que tú, o cualquiera de vosotros —y señaló a todos los presentes alrededor de la mesa— cuestiona mis órdenes. Y ahora fuera todos de mi vista. Mañana, al amanecer, nos vamos.
5 de agosto del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Roma
Quinto Fabio Máximo se puso de pie y caminó lentamente hacia el centro de la curia. El silencio era impresionante. —Padres conscriptos, hemos recibido un mensaje del primer cónsul —alzó las
manos para pedir silencio ante el murmullo que esto levantó—. Sí, el primer cónsul sigue vivo, pero me temo que aquí terminan las buenas noticias. El gran ejército que reclutamos a principios de año ya no existe. Más de cincuenta mil de nuestros hombres han caído en el campo de batalla, entre ellos nuestro cónsul iunior, Lucio Emilio Paulo, los procónsules Cneo Servilio Gémino y Marco Atilio Régulo y el consular Marco Minucio Rufo, así como más de ochenta de esta augusta institución. Fabio hizo una pausa para dejar que las terribles cifras calasen. Algunos senadores se cubrieron la cabeza con las togas y se escucharon sollozos, probablemente de aquellos que tenían hermanos o hijos en el ejército. —Puedo poner algo de bálsamo en la herida a pesar de todo. Los tribunos Apio Claudio Pulcro y Publio Cornelio Escipión consiguieron retirarse con algo más de tres mil hombres hasta Canusium. —Aquí Fabio omitió a su propio hijo por modestia y por no restregar sal en la herida de aquellos que habían perdido a los suyos—. Desde que ocurrió el desastre se les han unido más hombres, al igual que al cónsul, que está refugiado en Venusium, ha conseguido agrupar a otros cuatro mil hombres que vagaban por las montañas. Tenemos, pues, el equivalente a dos legiones, pero hay que reorganizarlos, equiparlos y devolverles la moral. Hizo una pausa y, ante el asentimiento general, prosiguió. —Hay una serie de medidas que deben tomarse a la mayor urgencia y en mi opinión son las siguientes. Hay que limitar el luto. Esto puede sonar cruel o baladí, pero no hay familia de Roma que no haya perdido a alguien, no podemos entrar en una espiral de llanto. Decretemos un día de luto nacional —alzó el dedo índice de la mano derecha—, ¡uno solo! Y después de eso hay que continuar. Debemos movilizar a todo hombre mayor de diecisiete años capaz de sujetar una espada, y propongo que dejemos de lado los requisitos habituales sobre la propiedad de tierra. Necesitamos a cualquier hombre válido y, si es preciso, que sea el Estado el que los equipe. Y propongo una última medida, una medida simbólica, pero que diga al pueblo y le diga al enemigo que esto acaba de empezar —hizo una pausa y miró a las dolorosamente vacías gradas del Senado y todos los que le vieron les pareció que crecía, que dominaba la estancia —. Padres conscriptos, en los dos años que Aníbal lleva en Italia hemos perdido el equivalente a ocho ejércitos consulares, dos cónsules, dos procónsules, un tercio de los de este Senado y a uno de cada cinco hombres capaces de
sostener una espada del total de la población romana. —Las cifras eran terribles y más dichas con semejante frialdad—. Pues yo digo que si no nos rendimos ahora no lo haremos nunca. Propongo, hermanos del Senado, que la palabra «paz» quede proscrita, no se negociará con Cartago hasta que se le venza o nos aniquile, y que todo aquel que se atreva a sugerirlo sea ejecutado por traidor. ¡No hay paz, padres conscriptos!, solo hay victoria o muerte. —Quinto Fabio Máximo levantó el puño en el aire y su voz hizo temblar las vigas de la Curia Hostilia—. Hasta ahora nos hemos preparado para ir a la batalla, pero ahora marcharemos hacia la guerra. La ovación atronó en la centenaria cámara y todas las medidas fueron aprobadas por unanimidad. Unos minutos después Fabio Máximo repitió su discurso en el foro, ante la asamblea del pueblo, y con el mismo efecto. Los ciudadanos romanos se prepararon para la guerra total.
La espada de Roma
Mediados de agosto del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Canusium, Apulia
Una vez Lelio le hubo reorganizado a los cuatro mil supervivientes que acudieron a Venusium, Varrón condujo a sus tropas a Canusium para unirlas a las de Publio Cornelio Escipión y Apio Claudio Pulcro, con ambos contingentes reunidos pudieron formar dos legiones completas y los jóvenes tribunos se entregaron a su reentrenamiento y organización. Eran hombres que habían sido derrotados, ahora quedaba comprobar si también estaban vencidos. Publio Cornelio, Cayo Lelio y Apio Claudio volvieron a casa de Busa al anochecer. La ciudad entera parecía un campamento, máxime tras la unión con las tropas de Varrón, que se había encerrado en la casa en la que se hospedaba y lo dejaba todo en manos de sus legados. Tanto Lelio como Claudio, tras saludar a la anfitriona de la casa, se fueron a asearse para quitarse el sudor de un día de trabajo. Escipión supuso que Claudio en especial trataría de adecentarse lo más posible para continuar con su labor de zapa a las defensas de Busa, pero estas parecían ser absolutamente inexpugnables. Una vez que Publio Cornelio se hubo quedado a solas con ella le preguntó por el centurión. —Le ha bajado un poco la fiebre y está más o menos consciente, Aligoi lo ha examinado esta tarde y dice que quizá salga de esta. Va recuperando poco a poco la visión normal y parece ser que la cabeza le duele algo menos, pero sigue grave. Escipión asintió. Deseaba de corazón que el samnita se recuperase, pero a estas alturas una muerte más o menos impresionaba poco y él tenía muchos asuntos de los que preocuparse. Pensó en ir a asearse y entonces reparó en un cubo con rollos de papiro y en uno sujeto entre dos pesas sobre la mesa. —¿Sois aficionada a la lectura? —preguntó. —De vez en cuando, cuando mis deberes me dejan tiempo. ¿Conocéis a Safo de
Lesbos? —dijo señalando el rollo de papiro. —Solo de nombre, me temo —respondió el patricio. —Si algún día os animáis… —Dejó la frase en el aire y señaló con la mano el cubo de cuero con rollos de papiro—. Yo la encuentro muy… Inspiradora, Platón la llamaba la décima musa, quizás sea por eso —dijo con una de sus enigmáticas sonrisas. Escipión asintió y fue a asearse y ponerse cómodo mientras trataba de clasificar a esa inclasificable mujer. Una vez hubo terminado salió al peristilo dispuesto a descansar un rato antes de que llegara la hora de dormir, pero Apio Claudio lo interceptó. —Publio Cornelio, ha llegado recado del cónsul para que vayamos a verlo — dijo inusualmente serio. —¿Pasa algo? —preguntó Escipión siguiéndolo. —No lo sé, pero dado que no recuerdo la última vez que tuve buenas noticias, cada vez que me convocan para algo me pongo en lo peor. Escipión, Claudio, Lelio y Fabio, los cuatro tribunos que se alojaban en casa de Busa, se dirigieron a la casa que ocupaba el cónsul, no muy lejos de la suya. Al llegar allí se encontraron en el atrio con Lucio Cecilio Metelo y Lucio Publicio Bíbulo, que estaban mansos como corderitos desde que Escipión los obligara a jurar. De Equitio no había rastro por ninguna parte. «Estará acostumbrándose a comer purés», pensó. —¿Alguien sabe qué ocurre? —preguntó Apio Claudio. —Solo que nos han llamado. El cónsul está en el tablinum, supongo que nos hará pasar cuando desee informarnos —le respondió Lucio Cecilio. No tuvieron que esperar mucho, casi inmediatamente la puerta del tablinum se abrió y el cónsul, vestido con una simpe túnica, salió seguido de una figura vestida con coraza y grebas. Todos se pusieron firmes casi por reflejo al reconocer al recién llegado. Era Marco Claudio Marcelo. Si en aquel momento había una leyenda militar en Roma era Marcelo. Veterano de la primera guerra contra Cartago, donde había ganado la corona cívica, había sido cónsul seis años atrás junto a Cneo Cornelio Escipión, el tío de Publio.
Junto al que había dirigido una guerra contra los galos ínsubros. La guerra había terminado cuando Marcelo mató en combate personal a Viridomaro, el rey de los galos, esto precipitó el fin del conflicto y permitió a Claudio Marcelo celebrar un spolia opima, un honor reservado al general que se enfrentaba en combate de campeón a campeón contra el general enemigo. Tan sumamente infrecuente que apenas había ejemplos en los anales. Publio había oído a su tío hablar de él a menudo; gran guerrero, militar nato, pero severísimo en la disciplina y cruel en extremo si la situación lo requería. Todos lo habían visto alguna vez por el foro, pero nunca de tan cerca ni en atavío guerrero. A sus más de cincuenta años seguía pareciendo la encarnación del dios Marte y el corpulento pero apagado Varrón a su lado parecía un fauno con una mala resaca. Pese a ser de la misma estatura, Marco Claudio caminaba más erguido, con los anchos hombros hacia atrás, los fuertes brazos rectos a los costados, cubiertos de marcas y cicatrices. A pesar de las entradas, aún tenía cabello abundante y cano, el rostro cuadrado y severo también mostraba algunas marcas, pero estas no lo desfiguraban y su mirada, seria y fija en todos ellos, recordaba a un león tumbado y tranquilo, pero que podría saltar en cualquier momento. —Señores —comenzó Varrón—, el pretor Marco Claudio Marcelo ha sido enviado por el Senado para tomar el mando de las tropas aquí acantonadas, a partir de mañana él estará al mando aquí y yo podré ir a Roma a encargarme de los asuntos del gobierno… —El cónsul una vez en Roma nombrará a un dictador que se encargue de la defensa de la ciudad y de reclutar otro ejército —interrumpió Marcelo con su cavernosa voz e indicando indirectamente que el mando de Varrón en aquella guerra se había terminado por ahora—. Entre tanto, yo me encargaré de las dos legiones aquí acuarteladas. Y de proseguir la guerra contra Aníbal hasta que el nuevo dictador decida lo contrario. ¿Está claro? —todos asintieron a una—. Pues ya pueden retirarse, mañana todos aquí al amanecer. Se retiraron inmediatamente, Marcelo no parecía alguien a quien fuera conveniente hacerle repetir una orden. —A partir de ahora sí que vamos a sudar de lo lindo… —dijo Apio Claudio consternado. —Se diría que te da más miedo que Aníbal —rio Fabio.
—Porque me da, querido Quinto Fabio, porque me da…
Mediados de agosto del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Compsa, Campania
—Repítelo otra vez —pidió Aníbal incrédulo. —Que no los quieren —dijo Cartalo impotente. Varios días antes Aníbal le había mandado a Roma con una delegación de diez prisioneros escogidos con la misión de negociar el rescate de los casi siete mil romanos que Aníbal mantenía cautivos. Poco antes de llegar, un lictor enviado por el Senado los había interceptado con el recado de que se dieran la vuelta. «Roma no negociaría con un enemigo mientras este pisara suelo italiano», le había dicho el lictor. —¿Y qué pretendes que hagamos con ellos? —preguntó Cartalo sobre los prisioneros. El lictor se encogió de hombros. —Haced lo que queráis. En el momento en que se rindieron dejaron de ser romanos, su destino ya no concierne al Senado y al Pueblo de Roma —dijo desabrido y señaló al cartaginés—. En cuanto a ti, tienes hasta la puesta del sol, entonces expirará esta tregua, si para entonces sigues en las inmediaciones de Roma serás ejecutado. Aníbal se rascaba la barba pensativo. —¿Eso te dijeron? —Sí, tal cual —asintió Cartalo—. Incluso me entregaron encadenado a uno que se me había escapado y que sacaron de su casa a rastras; han prohibido a las familias que paguen ellas el rescate por su cuenta, las que se lo puedan permitir. —Joder… —murmuró el habitualmente silencioso Asdrúbal.
—Y hay más —anunció Cartalo. Aníbal se dejó de rascar la barba y suspiró. —Adelante. —Según he sabido por mis agentes, el Senado ha prohibido el luto en lugares públicos, van a nombrar un dictador y han declarado que todo aquel que se atreva a proponer la paz sea ejecutado por traidor —dijo el jefe de inteligencia en su habitual tono sosegado, como si hablara del tiempo. El resto de los presentes, Asdrúbal, Gisgo, el ahora silencioso Maharbal y el habitualmente silencioso Sosilo comprendieron las implicaciones de esa decisión de los romanos. Tras tres golpes demoledores, no habían conseguido derribar a Roma y esta no solo no se rendía sino que estaba dispuesta a seguir hasta el final. —Entonces tendrá que ser una guerra de desgaste… —dijo Aníbal, que estaba pensando lo mismo que todos, pero sin dirigirse a ninguno de ellos en particular —. Cartalo, si no podemos canjearlos por un rescate los prisioneros son bocas inútiles. Véndelos como esclavos, así al menos sacaremos algo, y reparte el dinero entre la tropa. Maharbal, escoge a tus dos mejores jinetes, necesito mandar un mensaje urgente. Ahora podéis retiraros. Y cogió pluma, tinta y papiro y empezó a escribir a su hermano Magón.
Mediados de agosto del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Roma
A la atención del tribuno de los soldados Publio Corneilio Escipión. Canusium.
Querido Publio:
La alegría de saber que sigues vivo ha sido el único consuelo entre tantísimas desgracias. Las terribles noticias sobre la batalla de Cannas han sacudido Roma de una manera que ni los más ancianos recuerdan y a esta familia en especial. He tenido que empezar esta carta tres veces porque las lágrimas emborronaban la tinta y, si ahora puedo escribir sin llorar, es porque creo que ya no me quedan, no porque sea capaz de contenerlas. Ayer recogimos de las vestales el testamento de pater. Siempre encontré un poco truculenta esa costumbre romana de hacer testamento antes de partir a cualquier viaje o encargo, pero entiendo que la mentalidad práctica que nos caracteriza así lo manda y en este caso me alegro, tata ha sido muy generoso con todo el mundo. Ha hecho a Diákonos un hombre libre y istrará nuestras propiedades y velará por nosotros hasta que Lucio, que es ahora el pater familias, sea mayor de edad. Mi dote está apartada y a salvo para cuando nos casemos, así que imagino que todo está listo, aun así, es todo tan raro, tan triste… Por eso voy a contarte algunas noticias, así me distraigo e imagino que te gustará saber de ellas por mí. En cuanto a las noticias de la ciudad, el Senado se está empleando a fondo para intentar imponer algún sentido de normalidad, pero resulta una misión de lo más difícil. Se han producido todo tipo de incidentes atípicos fruto de la desesperación de la gente y del sentimiento de que todo va a terminar pronto y lo hará mal. El más escandaloso de ellos es el caso de dos vestales que han sido halladas culpables de impureza, ya sabes lo que quiero decir, Opimia y Floronia. Imagina el escándalo, al saberse, Floronia se suicidó para evitar el castigo, pero no así Opimia, que confesó su culpabilidad y fue enterrada viva. Sobre los culpables solo se supo de uno, Lucio Centilio, que para terminar de agravar la situación es miembro del colegio de pontífices. El pontífice máximo, Lucio Cornelio Léntulo, a pesar de su edad, ejecutó la pena él mismo y lo flageló hasta que murió. Por seguir con los temas religiosos, se ha enviado a Quinto Fabio Píctor a Delfos a consultar el oráculo en busca de guía y aquí los colegios de augures y pontífices han consultado los Libros Sibilinos y han dictaminado que una pareja de galos y otra de griegos sean enterradas vivas en el foro. Nadie recuerda cuando fue la última vez que se hicieron sacrificios humanos, a estos extremos de barbarie nos ha empujado esta guerra, Publio Cornelio. Si seguimos así acabaremos colgando calaveras de los robles y danzando bajo la luna como si fuéramos galos melenudos o quemando a niños como hacen esos púnicos.
Pero en fin, vamos a las cosas prácticas dado que aún somos romanos, aunque incluso las medidas prácticas son de carácter extraordinario en estos tiempos extraordinarios. El Senado dio la bienvenida el otro día a Cayo Terencio Varrón que ha vuelto a la ciudad y le ha agradecido que no abandonara a la República en esta hora de necesidad. Yo no puedo dejar de pensar en por qué ese sapo sigue vivo y mi padre tuvo que morir combatiendo, sé que es un pensamiento indigno, pero no puedo evitarlo, en fin. El cónsul ha nombrado a Marco Junio Pera como dictador y este ha elegido a Tiberio Sempronio Graco como su magister equitum. Sin pérdida de tiempo ha tomado medidas de emergencia; ha decretado el reclutamiento de prácticamente todo hombre disponible así que las habituales restricciones sobre renta y posesión de tierras han sido eliminadas. Todo hombre mayor de diecisiete años ha sido declarado apto para el servicio militar, y me consta que incluso se está reclutando a menores de esa edad si presentan la talla necesaria, cómo me alegro de que Lucio Emilio sea aún un poco bajo para su edad, porque si no estoy segura de que intentaría alistarse. La desesperación es tal que incluso se ha manumitido a casi diez mil esclavos que se mostraban dispuestos a luchar y se han formado dos legiones con ellos. Incluso se ha liberado a seis mil criminales para alistarlos igualmente. Todo esto ha ocasionado un tremendo problema económico. Como bien sabes hasta ahora cada ciudadano aportaba su propio equipo, al reclutar a pobres, esclavos y criminales es el Estado el que tiene que equiparlos, pero bajo el templo de Saturno donde se guarda el tesoro ya solo quedan telarañas. Se han aprobado impuestos especiales y se ha recurrido incluso a los trofeos de los templos para armar a los nuevos reclutas, con lo que su aspecto resulta de lo más dispar, de hecho, si no fuera por lo trágico de la situación, resultaría casi cómico. En fin, Publio Cornelio, ¡qué carta más seria!, pero imagino que en estos tiempos oscuros todos tenemos que madurar. Por favor, cuídate, sé que eres un hombre valiente y devoto del deber, pero, por favor, no mueras tú también, esta guerra ya se ha llevado a demasiados seres queridos y temo que aún se llevará más, pero no tú, por favor, no tú. Entre tanto yo seguiré aquí en casa como buena romana, o como Penélope, delante de mi telar, pero no me hagas esperar veinte años, por favor.
Escribo estas líneas un día después de las anteriores. Iba a cerrar la carta para enviarla cuando se produjo otro fenómeno extraordinario y triste. Ayer por la tarde llegó un hombre a casa, un itálico que dijo haber sido liberado por Aníbal
con un encargo. Vino aquí y nos trajo una urna con las cenizas de mi padre, su espada y una nota de condolencia escrita en griego. El cartaginés decía que Lucio Emilio Paulo cayó rodeado de enemigos y cubierto de honor y de heridas. Parece ser que Aníbal, además de despiadado, es un hombre de honor. Al menos podremos poner algo en la tumba y mi hermano mantener la espada de la familia.
Ahora sí, Publio Cornelio, ten mi más sentido afecto y cuídate, por favor. Escrito en Roma a dieciocho días para las calendas de septiembre[3]. Emilia Paula – Tértula.
Mediados de agosto del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Sur de Italia
Avanzado el mes de agosto y, tras dejar su botín en la fortaleza de Compsa, Aníbal se adentró en Campania. Necesitaba un puerto seguro desde el que recibir suministros de Cartago y decidió tomar el de Neápolis, pero esta fue defendida exitosamente por el enviado del Senado a tal fin, el pretor Marco Junio Silano. Por ello, Aníbal hubo de retirarse antes de verse empantanado en un asedio de una ciudad que podía ser abastecida por mar. El revés fue compensado por la entrega de Capua. La segunda ciudad de Italia, tras la propia Roma, tomó partido por Aníbal y le abrió las puertas, entrando en ella como un libertador. No fue la única, prácticamente todo el sur de Italia se pasó al bando cartaginés. Las colonias griegas que habían sido sometidas por Roma vieron así su oportunidad de librarse de ella. Esto añadió sal a las heridas de los romanos que vieron gran parte de su capacidad de reclutamiento perdida, quedando esta reducida a sus propios ciudadanos y a los de los pueblos itálicos del norte que se mantenían leales. Mientras Aníbal se adueñaba de Capua, su hermano Magón, al mando de la mitad del ejército, se había dirigido al sur de Italia para asegurarse la lealtad de sus nuevos aliados. Mientras, en Roma, reclutaban como podían nuevas legiones, Marcelo culminó la reorganización y reentrenamiento de los
supervivientes de Cannas formando con ellos dos legiones completas. Soldado entre soldados, impuso una disciplina y un régimen de entrenamientos draconianos, aun así, se ganó el afecto de los hombres. Además del peso de su leyenda personal, que todo el mundo en Roma conocía, comía lo que ellos, hacía lo que ellos y estaba sobre el campo con ellos y, por supuesto, si él hacía eso, sus tribunos también. Tanto Escipión como Fabio lo llevaban bien, pues eran de natural marcial, Apio Claudio, aunque lo sufría con disciplina, echaba de menos las comodidades de casa de Busa, en especial a la anfitriona, pese a que había resistido su asedio sin una mella en sus murallas, y envidiaba al convaleciente Manlio que allí seguía recuperándose de sus heridas. Durante el periodo de reorganización y entrenamiento les llegaron las noticias de la pérdida del sur de la península y de la traición de Capua, así como un mensaje de auxilio del Senado de la ciudad de Nola, en Campania. La ciudad aún se mantenía leal a Roma, pero entre la población crecía la agitación y la facción procartaginesa ganaba apoyos cada día que pasaba. Marcelo no se hizo de rogar y al amanecer del día siguiente ya tenía a sus casi diez mil hombres en marcha hacia Nola, donde llegaron mucho antes que los cartagineses. La ciudad se encontraba en un llano, sin ningún accidente geográfico significativo a su alrededor, por lo que su seguridad se fiaba solo a sus murallas y a los hombres que las defendieran. Marcelo ordenó a su ejército acampar junto a la ciudad.
El grupo de iberos estaba disfrutando de la campaña. Tras el horror de Cannas todo había sido una serie de marchas tranquilas y un par de saqueos. Había sido una pena no poder tomar Neápolis, pero el saqueo de Acerrae y Nocera había sido poco más que un paseo y Aníbal había entregado todo el botín a la tropa. —Este collar le va a quedar genial a Orla —comentó Korbis mientras marchaban. Llevaba el escudo colgado a la espalda y la lanza y el soliferrum en la izquierda, con la derecha iraba el collar que había rescatado de una de las casas ricas de Nocera. Una bonita cadena de oro con una perla de buen tamaño colgando. —¿Cuándo tendrá al niño? —preguntó Balkar. —Para finales del mes próximo, dice. Principios de otoño. Luego tendremos el
invierno para ponernos a hacer el siguiente. —Grandes planes —dijo Bedule. —¿Por qué no?, ¿tienes mejores? —preguntó Korbis. Garokan se rio a carcajadas. —Mucho mejores, ¿es que no viste las mujeres de Capua? Y tienen más tabernas que tiendas. No puedo esperar a que llegue la invernada. Entre tanto llegaron a una pequeña elevación del terreno, a lo lejos se veía Nola y, junto a las murallas, un campamento romano. —Pues me temo que antes vamos a tener que ganarnos esa invernada —dijo Balkar.
Comenzaba a atardecer cuando terminaron el traslado. Ventidio miró desde lo alto de las murallas de Nola al ejército cartaginés que acampaba a no mucha distancia. Marcelo había decidido acantonar sus dos legiones en el interior de la ciudad al confirmarse los peores pronósticos sobre la lealtad de la misma. El partido procartaginés se había envalentonado al saber de la proximidad de Aníbal, y de ahí el movimiento ante el temor a verse cogido entre dos fuegos. Pese a que los púnicos habían dividido su ejército en dos, el que tenían en frente seguía doblando en número a los romanos. Demasiado para correr ningún riesgo. Las suelas claveteadas de los legionarios resonaban por el empedrado de la ciudad. Habían decretado el toque de queda y dispuesto patrullas por las calles con orden de arrestar a cualquiera que se sorprendiera por ellas, al menos hasta que la situación se aclarase.
—Entonces, ¿crees que puedes hacer que nos abran las puertas? —preguntó Aníbal. —Es una posibilidad —respondió Cartalo, que nunca se pillaba los dedos—, el malestar en la ciudad es muy grande. Han perdido muchos hombres por estar aliados con los romanos en nuestra contra y saben que Roma pedirá más, así que
prefieren apostar a caballo ganador, o sea, a nosotros. —Aún no hemos ganado —le respondió Aníbal. —Ya lo sé, pero ellos no —dijo el oficial cartaginés encogiéndose de hombros —. En cualquier caso, no perdemos nada intentándolo. —De acuerdo, entre tanto que el ejército se prepare para el asedio, por si acaso. Si ese romano no quiere salir, tanto me vale acabar con él a campo abierto que dejándolo que se muera de hambre tras las murallas, mantenme informado de los avances con los nolanos. —Así se hará. Cartalo salió de la tienda y se dirigió a la suya donde lo esperaba Lucio Bancio. Se trataba de un jinete itálico al que habían hecho prisionero en Cannas, el sagaz Cartalo lo había seducido para que se pasara a su bando. Bancio había visto huir al cónsul Varrón mientras sus hombres eran aniquilados por la caballería de Asdrúbal, y había sido la gota que había colmado el pequeño vaso de su paciencia. —Bien, Lucio —dijo Cartalo—, Aníbal aprueba tu idea y alaba tu valor, ¿tienes ya formulado un plan? Cartalo se había dirigido a él en latín, lengua que hablaba con fluidez, además de otras varias. El joven aristócrata era el típico chico de buena familia, todo músculo y arrogancia, pero nada que funcionase entre las orejas. Arcilla en las manos del astuto Cartalo, que no confiaba mucho en él, pero nada se perdía intentándolo. —Sí. Puedo volver a la ciudad y, en un par de días, tener a los hombres necesarios listos para abriros una de las puertas de la ciudad en medio de la noche. —«Un par de días», «puedo tener», «una de las puertas»… Esos son términos un tanto vagos, mi querido Lucio, necesito algo más exacto. —Déjame volver y en dos días al anochecer saldré y nos veremos en el bosquecillo al norte de la ciudad, una vez allí te daré los detalles.
—Ahora estamos hablando. En dos días en el bosque, en cuanto se ponga el sol. El joven salió con paso seguro y se dirigió de vuelta a la ciudad. Cartalo no tenía mucha fe en su plan, pero nada se perdía por probarlo.
Marco Bebio había terminado su guardia y buscó una taberna donde echarse un trago. Papio había preferido irse a descansar. Desde que Marcelo había reestructurado a los supervivientes de Cannas en dos legiones los habían promovido a hastati. Bebio sabía que eso significaba no más patrullas con los númidas acechando tras cada piedra o vuelta del camino y no más correr para ponerse a salvo. Pero sí significaba más guardias, más entrenamiento y cargar con ese maldito escudo que pesaba como una condena. En fin, para bien o para mal, su jornada había terminado y uno de los nolanos del cuerpo de guardia le había recomendado una taberna donde variar la monotonía del rancho. Encontró el local sin muchas dificultades. Estaba sorprendentemente limpio y bien iluminado. Una guapa muchacha atendía tras la barra mientras un tipo serio, el padre, quizás, cortaba los ingredientes para un guiso al fondo de la sala, que tenía buen cuidado de dejar bien a la vista el enorme cuchillo que usaba para ello, por si algún cliente tenía las manos demasiado largas. —Buenos días, legionario, ¿en qué puedo servirte? —preguntó la chica. No contestó, obviamente. Hizo un gesto señalándose la boca y negó con la cabeza, poniendo cara inocente y encogiéndose de hombros. La chica lo miró extrañada. —¿Eres mudo? Asintió vigorosamente y, para su consuelo, no obtuvo la habitual mirada de pena. —Bueno, a ver si nos apañamos —dijo la chica—. ¿Vino? Bebio asintió con una sonrisa y se frotó el estómago en círculos justo bajo la placa pectoral de su exigua armadura. —Marchando un vino, pero si quieres comer tendrás que esperar a que esté listo
el guiso —dijo la chica con una sonrisa, Bebio asintió de nuevo con estusiasmo y la chica rio—. Ha sido más fácil de lo esperado. ¿No alimentan bien en el ejército? Bebio movió afirmativamente la cabeza, pero luego frunció la cara en un gesto de asco. La chica volvió a reír, a carcajadas esta vez, y le sirvió el vino. —Ya entiendo, bueno, aquí podrás encontrar buen vino y mejor comida siempre que quieras, aunque por un precio, claro. Levantó su vaso en señal de asentimiento y brindis y dio un sorbo, asintió a la chica y esta se alejó a hacer sus cosas mientras el legionario esperaba a que la comida estuviera lista. Sin duda podría acostumbrarse a estar acantonado dentro de una ciudad fácilmente. Dos hombres entraron y se dirigieron hacia una de las mesas al fondo, uno de ellos era el guardia que le había indicado el lugar, le saludó con un gesto de la cabeza y se sentó a la mesa. El segundo era un tipo corpulento y bien vestido. Los recién llegados ocuparon su mesa y llamaron a la camarera. —Iria, preciosa, tráenos algo de vino —dijo el grandullón. A Bebio no se le escapó el gesto de desagrado de la chica y registró su nombre, no es que pudiera usarlo mucho, pero nunca estaba de más. Iba a concentrarse en su vino cuando se dio cuenta de que hablaban de él. —¿Es seguro hablar aquí con ese romano ahí sentado? —dijo el más grande. —No te preocupes —respondió en un susurro el guardia al que conocía— es medio tonto y además es mudo, no es que vaya a contarle nada a nadie. Rieron ambos. Habrían reído menos si hubieran sabido que Bebio de tonto no tenía un pelo y que podía ser mudo, por herida de guerra, pero oía como un gato. Así que fijó la vista en su vino y tendió el oído. —Bueno, Marco —dijo el grandullón—, el caso es que, como te decía, he estado con ese tal Cartalo, uno de los lugartenientes de Aníbal. Ese zopenco no podía evitar darse aires, pero eso a Bebio no le importaba, ¿qué hacía un nolano hablando con los lugartenientes de Aníbal?
—El plan es abrir una de las puertas, había pensado en la del norte. Los cartagineses pueden esconder a un grupo escogido en el bosquecillo cercano y asegurar la puerta a nuestra señal, resistiendo en ella el tiempo necesario para que entre el ejército, ¿qué te parece? Bebio escuchó el crujido repetitivo que hacía Marco al rascarse la cara mal afeitada, un gesto que repetía mucho cuando se esforzaba en pensar, cosa que no hacía muy a menudo, por falta de práctica. —Puede hacerse, sí… Por un precio, claro. —No será por dinero el problema —dijo Pancio—. ¿Cuántos hombres puedes reunir? —Cuarenta, quizás cincuenta. —Serán suficientes —dijo Pancio—, esta noche me reuniré con Cartalo, le informaré y mañana daremos el golpe. Bebio escuchó el entrechocar de los vasos. El romano terminó el guiso que le habían servido y sonrió a Iria, pero no le supo muy bien, se fraguaba una traición y él sabía quién, cómo y cuándo, pero a ver como daba la alarma siendo mudo.
Tito Ventidio se estiró en su cama y movió los dedos de los pies con placer, libres al fin de las caligae. Se hospedaba en una pequeña domus cercana al almacén donde habían alojado a su manípulo y disfrutaba del extraño lujo de tener una cama de verdad, con su colchón y sus sábanas. Se disponía a echar una siesta antes de bajar a cenar con el matrimonio dueño de la casa cuando llamaron a la puerta. —Ya decía yo… —gruñó—. ¡Adelante! Licinia, la dueña de la casa, una señora de unos cuarenta años y con el gesto cansado de la gente que se levanta, trabaja y luego se va a dormir para levantarse y hacer lo mismo al día siguiente y así toda su vida, asomó la cabeza por la puerta. —Perdone que lo moleste, centurión, pero dos de sus legionarios lo buscan,
parece urgente. Ventidio suspiró resignado. —Gracias, Licinia, dígales que pasen, si no le importa. El centurión se incorporó en la cama y los esperó sentado en ella. Eran Papio y Bebio, los dos antiguos velites. Ventidio estaba contento con ellos, dos tipos cumplidores, y que no protestaban, uno por verse libre al fin de la infantería ligera y el otro, bueno, es lo que tenía ser mudo. El centurión lo sentía sinceramente por él, ese muchacho parecía listo, pero sin poder hablar no llegaría muy lejos. —Bueno, decidme, o dime tú, Papio —dijo resignado a quedarse sin siesta. —Es Bebio, señor, no entiendo muy bien qué quiere decirme, pero está muy nervioso e insistió en verlo a usted. —Ya veo… Bueno, Bebio, trata de explicarte. El joven tenía el gesto visiblemente preocupado y luchaba por encontrar una manera de expresarse, intentó modular las palabras con los labios, pero ni Ventidio ni Papio lograron entender qué quería decir. —A ver, calma —dijo el centurión—. ¿Sabes escribir? Bebio se encogió de hombros y balanceó la mano con la palma hacia el suelo. —¿Y eso qué cojones quiere decir? —preguntó el centurión al que se le estaban pasando las ganas de jugar a las adivinanzas—. ¿Sí o no? —Eso quiere decir que más o menos… —apuntó Papio intentando ayudar. —Bueno, más o menos es mejor que nada. —El centurión se levantó y cogió de la mesa una tablilla de cera y un punzón y se la tendió al mudo—. Trata de escribir o dibujar o lo que sea que quieres decirnos. Bebio tomó la tablilla y se sentó a la mesa. Sostuvo el punzón en alto y se concentró. De pequeño había aprendido a escribir su nombre y alguna que otra cosa, pero prácticamente nunca lo había utilizado. Tratando de recordar las letras empezó lentamente a dibujarlas en la cera de abeja.
—¿Es eso una «R»? —preguntó Ventidio a lo que Bebio asintió—. Vale… T… R… Imagino que eso es una A… I… C… Otra I… —Bebio estaba a medias de terminar una «O» cuando el centurión casi gritó—: ¿Traición? Bebio asintió vigorosamente. —¿Quién, cuándo? —Ventidio se obligó a calmarse y a no avasallar al joven—. Perdona, ¿sabes el nombre del traidor, puedes escribirlo? —Bebio negó con la cabeza—. Maldita sea… ¿Sabes cuándo es? —Bebio asintió y señaló al suelo—. ¿Qué quiere decir eso?, ¿ahora? —asintió vigorosamente otra vez—. Maldita sea, ¿son muchos? —Bebio negó y levantó un dedo—. ¿Solo uno? —asintió de nuevo y luego hizo una serie de gestos que Ventidio no pudo entender. Papio, más habituado a gesticular con su camarada, intervino. —Creo que quiere decir que hoy uno, pero más tarde serán más —tradujo, a lo que Bebio volvió a asentir muy serio esta vez. Ventidio frunció el ceño, se sentó y empezó a calzarse, una vez que hubo terminado, cogió el cinto con espada y puñal y se puso en pie. —Está bien, enséñame donde está ese traidor. Los legionarios lo precedieron fuera de la casa, el centurión olió la cena, que prometía ser deliciosa, pero siguió a sus hombres temiéndose que hoy se quedaba sin cenar.
Refrenó al caballo y miró a su alrededor, pero no vio a nadie. —¿Dónde estará ese maldito cartaginés? —murmuró. —Aquí, querido Lucio Bancio. El aludido casi se cae del caballo de la sorpresa cuando Cartalo surgió de una sombra tras él. —Por los dioses, casi se me sale el corazón por la boca. —Suerte que no lo ha hecho —dijo el púnico—, ¿y bien?
—Dentro de dos días, poco antes del amanecer, tomaré la puerta norte con unos cuantos hombres leales. —Eso está muy bien, Lucio Bancio, muy bien. ¿Cuántos, para ser exactos? —Unos cincuenta, pero sea quien sea que mandéis que no se retrasen mucho por si hay problemas. —No te preocupes por eso, nosotros somos siempre puntuales —dijo Cartalo, y sus dientes brillaron en la oscuridad cuando sonrió. Al nolano aquella sonrisa le dio un escalofrío. —Hay una condición —dijo el itálico. —Y esa es… —Cartalo siempre estaba dispuesto a escuchar condiciones. Cumplirlas era ya otra cosa, pero escuchar era gratis y él estaba dotado de una casi infinita paciencia. —La ciudad no será saqueada, pase lo que pase —dijo muy seguro de sí mismo. —Transmitiré el encargo —itió Cartalo, que no se mojaba ni cayéndose a un río—, tú asegúrate de que esa puerta está abierta mañana a media noche, ¿de acuerdo? —Lo estará, cuando veáis ondear una bandera blanca desde lo alto será el momento de entrar. —Perfecto, así se hará, Lucio Bancio. Este volvió a montar a su caballo y lo hizo avanzar unos pasos, se detuvo para asegurarse de que lo de no saquear la ciudad había quedado claro, pero el cartaginés había desaparecido.
Cartalo se alejó silencioso entre las sombras. Si ese itálico se pensaba que la fuerza de asalto y el ejército iban a reducir a dos legiones romanas, más los nolanos leales, sin problemas y luego se iban a quedar sin un buen saqueo por las molestias, es que era más idiota de lo que parecía, y parecía mucho, pero allá él…
Cabalgó de vuelta a la ciudad bajo la luz de la luna satisfecho con su complot. Mañana abrirían las puertas a los cartagineses, añadirían su parte a la liberación de Campania del yugo romano y, ya de paso, su familia ostentaría la preeminencia de la ciudad, que tampoco estaba mal. Llegó a la puerta y uno de los hombres de Marco Pufio, su lugarteniente en el complot, le abrió la puerta discretamente. Mientras la cruzaba, a unos metros de distancia tres silenciosas figuras bajaron de la muralla donde habían estado observando los paseos nocturnos de Lucio Pancio. Este avanzó por el empedrado de la calle paralelo a las murallas entre las sombras pensando ya en su cama, al día siguiente tendría mucho trabajo y quería descansar, pero alguien se interponía en su camino. Una figura solitaria en medio de la calle con la cabeza cubierta bajo la capucha de una paenula. —Bonita noche para dar un paseo —dijo el embozado. —Apártate de mi camino —dijo Bancio de malas maneras. —¿Y si no quiero? —dijo el otro. Aquel idiota debería de estar loco para intentar robar a Lucio Bancio en su propia ciudad, pero de todas maneras no iba a dejar que eso ocurriera, se llevó la mano a la empuñadura de la espada e iba a desenvainar cuando cuatro manos lo agarraron por detrás y lo descabalgaron, se intentó revolver, pero un puñetazo bien colocado en la nuca le produjo un estallido en la cabeza y perdió el sentido. —Cargadlo en el caballo y seguidme —ordenó Ventidio, que había agarrado al caballo de la brida y lo calmaba mientras Papio y Bebio cargaban al inconsciente sobre el animal después de haberlo maniatado.
Bancio despertó súbitamente cuando le golpeó el agua en la cara. Trató de moverse, pero estaba firmemente atado a una silla, con los pies a las patas y las manos a la espalda. El agua le chorreó por el cuerpo desnudo, la cabeza le iba a estallar de dolor por el golpe e iba a gritar una protesta que se le quedó atravesada en la garganta. Frente a él, sujetando un cubo vacío, estaba el tipo que lo había detenido, pero la figura más atemorizante era quien estaba a su lado. Un
hombre alto, de pelo cano y brazos musculosos lo miraba con desprecio entre las cicatrices de su cara, y Bancio tuvo miedo, mucho miedo. —¿Cómo decías que se llamaba? —dijo el hombre alto de pelo cano dirigiéndose al del cubo, pero sin dejar de mirarle a los ojos. —No lo sé, señor —respondió el del cubo. —Pues habrá que preguntárselo. —Se volvió hacia el prisionero—. ¿Cómo te llamas? Bancio guardó silencio. El hombre alto se permitió por un momento una mueca de disgusto. —Mira, muchacho, soy una persona mayor, ¿sabes?, y me molesta que me saquen de la cama para interrogar a gente que se da paseos por donde no debe, así que vamos a hacer esto fácil. —Levantó la pierna, una pierna hercúlea que desmentía lo de hombre mayor y apoyó uno de sus pies calzados con las caligae de suelas claveteadas de los legionarios en la silla, justo entre las piernas de Bancio. La puntera de la caliga se apoyó ligeramente en uno de los testículo del prisionero—. Te he preguntado que cómo te llamas. —Y apretó ligeramente. Dio un respingo. —Lucio Bancio, me llamo Lucio Bancio —dijo atropelladamente. —¿Lucio Bancio?, ¿el hijo de uno de los senadores de la ciudad? —el aludido asintió y la presión descendió ligeramente, pero el pie siguió ahí—. Muy bien, Lucio, hijo, cuéntame a qué se deben esos paseos nocturnos. —So…Solamente iba a ver a una amiga en el bosque, ya sabes… —dijo intentando sonreír. —Ahhh… El amor, ¡qué bonito!, ¿no es verdad, centurión? —preguntó volviéndose al otro hombre. —Precioso, y más en una noche de verano —dijo este. —Sí… —Sin decir palabra el hombre alto retiró el pie y golpeó con el talón brutalmente a Bancio en la boca del estómago, este cayó hacia atrás golpeándose
la cabeza contra el suelo y boqueó intentando respirar. El centurión lo enderezó y el nolano trató de recuperar el aliento. —Vamos a ver, muchacho —comenzó de nuevo el hombre alto, que sacó el puñal que llevaba al cinto, se inclinó sobre él y le acarició los testículos con la punta del arma—, ¿te crees que nací ayer? Empieza a decirme qué hacías dándote paseos por territorio cartaginés o a partir de mañana vas a tener que solicitar trabajo con el faraón de Egipto para guardarle el harén. No sé si me sigues… Bancio tragó saliva ruidosamente. —Pero, señor, de verdad que… —El hombre presionó hacia abajo y le clavó el escroto a la silla. Bancio lanzó un aullido y miró al arma clavada entre sus piernas. El romano retorció el arma ligeramente y el prisionero lanzó otro aullido de dolor y de pánico. —¿Es que no te está quedando claro? —dijo mientras giraba el puño despacio en ambas direcciones. Bancio ya no podía ni gritar, pero en cuanto se rehizo lo contó todo.
Marco Claudio Marcelo salió de la sala seguido de Ventidio. Fuera esperaban Papio y Bebio junto a varios legionarios. —Muy buen trabajo, muchachos, no me olvidaré de esto. Ahora podéis retiraros. Los demás también. —Cuando se hubieron quedado a solas Marcelo se volvió a Ventidio—. Ha hecho usted muy buen trabajo esta noche junto a esos dos muchachos, Ventidio, ¿y dice que ese tal Bebio es mudo? —Sí, señor, tanto a él como al otro los cogieron prisioneros cerca de Gerontio y los torturaron, sobre a todo a Bebio, pero se escaparon. —¿Se escapó con la lengua cortada de territorio enemigo? —preguntó Marcelo incrédulo. —Sí, señor, y nos avisaron de la trampa de Aníbal, si no hubiera sido por ellos… —Si no hubiera sido por ellos habríamos tenido Cannas un poco antes —dijo
Marcelo un tanto cínicamente—, pero en fin, chicos valientes, y con suerte… Que dejen bajo vigilancia a ese imbécil —dijo señalando con el pulgar hacia la habitación donde tenían encerrado a Bancio—, creo que lo que le hemos sacado nos va a resultar muy útil, pero hay que moverse, coge a unos cuantos hombres discretos y ve a casa de los Bancio y detenlos. Que no salga nadie de la casa, si alguno intenta escapar, aunque sea un criado, me mandas su cabeza en un saco, ¿está claro? —Cristalino. —Bien. Ventidio se fue a cumplir sus órdenes, resignado a añadir una noche sin dormir y sin cenar. —Maldito Bebio y su buen oído —masculló…
Al día siguiente al atardecer Aníbal reunió a su Estado Mayor y Cartalo les explicó lo que había acordado con Lucio Bancio. —… así que esta noche tomarán una puerta, la norte, y nos la abrirán —terminó su relato. —¿Es de fiar ese Lucio Bancio? —preguntó Aníbal. —Honestamente, me sorprende que pueda andar sin cagarse como los caballos, así que yo no pondría todos los huevos en ese cesto. —Bueno, solo tiene que abrir una puerta, tampoco tiene que ser Sócrates para poder hacerlo —terció Asdrúbal. —Sí, eso es cierto —itió Cartalo—, pero yo prepararía una segunda opción, por si acaso. —Bien —intervino Aníbal—. Gisgo, dile a esos iberos de Balkar que se preparen para tomar esa puerta una vez se la abran, parecen tipos eficientes. Pero que no bajen a la ciudad, que corran por las murallas y nos abran todas las puertas. Ya habrá tiempo para saqueos después. ¿Correcto?
—Correcto —dijo el aludido. —Los demás —dijo mirando alrededor—, que la infantería se despliegue en orden de batalla y, por si acaso, que la maquinaria de asedio y las escalas estén preparadas, si la estratagema no funciona lanzaremos el asalto mañana de todas maneras. —¿Y la caballería? —preguntó Asdrúbal. —No creo que vaya a ser muy útil contra esas murallas, pero mantenla alerta y en reserva. Nunca se sabe. Quiero a todo el mundo preparado antes del amanecer, así que todo el mundo a descansar y a prepararse. Eso es todo. Los oficiales cartagineses se retiraron a cumplir sus órdenes. Pese al reparo que le daba a todos los asaltos a ciudades, y más una bien defendida como esta, confiaban en la estratagema y si no en la baja moral de los defensores, al fin y al cabo, unas pocas semanas antes les habían dado una paliza histórica, ¿no?
Tito Ventidio entró en la casa cuando estaba ya bastante oscuro. Dentro estaban prácticamente todas las luces apagadas, unos veinte legionarios permanecían en el atrio sentados en silencio. Esperando. —¿Dónde está? —preguntó a Cayo Papio. —Lo tenemos aparte. Sígame. El legionario guio al centurión a una habitación donde tenían a Lucio Bancio, ya vestido y en razonable estado de salud. Dos soldados lo mantenían sentado en un rincón a punta de pilum, pero no parecía que hiciera falta mucha intimidación después de que Marcelo le hubiera explicado lo que esperaba de él. —Muy bien, amiguito, explícame otra vez el plan, que yo te oiga —le dijo el centurión. El nolano suspiró. —Cuando llegue la media noche —dijo con voz apagada— me uniré a Marco Pufio y a sus hombres en la puerta, asegurándoles que todo está en orden y el
plan sigue sin novedad, pero me colocaré en lo alto de la muralla y me cercioraré de que nadie da la señal de ataque a los púnicos. —Muy bien, Lucio Pancio, buen chico. Hazlo así y tu familia no sufrirá ningún daño. —¿Y si salen mal las cosas? —preguntó este angustiado. —Bueno, en ese caso vendrá el enojoso asunto de sobrevivir al asedio cartaginés y todo eso, pero no te preocupes, ni tú ni tu familia tendréis que preocuparos para ese momento —dijo el centurión, cruel— porque si ganamos, tú no habrás cumplido tu parte y serás ejecutado junto a los tuyos. Si perdemos, bueno, en ese caso, buena suerte explicándole a Aníbal por qué no has cumplido tu parte del trato, que te va a hacer falta. Así que procura que todo salga bien. Y ahora andando. Soltaron al prisionero y lo dejaron ir. Una vez que hubo salido, Ventidio se volvió a Papio. —¿Están los demás en posición? —Sí, señor, la otra mitad de la centuria está repartida en las casas adyacentes con el optio Didio al mando. —Bien, pues ahora a esperar.
A unos cientos de metros, justo al otro lado de la muralla y entre los árboles, Balkar, junto a otros doscientos hispanos, esperaban agazapados entre los árboles. Se habían puesto en marcha justo al anochecer y esperarían allí a ver la bandera blanca en lo alto de la fortificación de la puerta. Luego tocaría una carrera, ocupar la puerta y, corriendo a lo largo de las murallas, tomar las otras puertas y defenderlas el tiempo suficiente para que llegara el resto del ejército. —¿Cómo dices que se llama el que nos va a abrir la puerta? —preguntó Korbis. —Lucio… Algo, no lo sé —le contestó Balkar—. Con que cumpla me vale. Luego nos va a tocar ser bien rápidos si no queremos que nos acorralen como a ratas en lo alto de esas murallas.
—Bueno, eso es problema vuestro, yo me quedo en esta puerta —dijo Korbis, que desde su herida en la pierna no era igual de rápido que antes, así que se encargaría con cincuenta hombres de defender la primera de las puertas, por la que entrarían ellos. Bedule con otros cincuenta rodearía la ciudad para ocupar la puerta sur y Balkar con otros cien a por la puerta principal al este. —Ya —itió Balkar—, pero tampoco vas a llegar muy lejos si las cosas vienen mal dadas. —Pues entonces esperemos que no vengan —dijo el eterno optimista antes de envolverse en su sagum y tratar de dormir un poco.
Bebio siguió con la mirada a Bancio mientras este caminaba hacia la puerta. El mudo estaba agazapado en el tejado de la casa, silencioso como, en fin, como un mudo. Unas sombras se destacaron de la puerta y el nolano conferenció brevemente con ellas y se adentró por una poterna al lado de la muralla. Bebio siguió acechando y un momento después lo vio aparecer en lo alto de la muralla. Estaba en posición. Se dio la vuelta, miró a Papio y a Ventidio, que esperaban abajo en el atrio de la casa, y asintió con la cabeza. El centurión se puso el casco y sus hombres los imitaron. Todos empuñaban porras, Marcelo había sido tajante en que los quería vivos, a tantos como se pudiera, al menos. A una señal del centurión fueron saliendo de la casa y se agruparon en la estrecha calle lateral, Bebio se deslizó como un gato desde lo alto del tejado y Papio le tendió su escudo. Ventidio se volvió y los miró asintiendo. —Vamos —susurró.
Lucio Bancio aguardó en lo alto de la muralla mientras calibraba sus posibilidades de sobrevivir si saltaba y echaba a correr, pero sabía que, con suerte, se rompería las piernas como mínimo. Escuchó un ruido de muchos pasos con el característico sonido de los clavos de las caligae de los legionarios sobre el empedrado. —¿Qué es ese ruid…? —El hombre de Pufio que estaba junto a él no llegó a terminar su frase, pues Pancio lo empujó por el adarve y corrió a cerrar la puerta. Echó la tranca y se dejó caer tras ella sollozando.
Aquello fue coser y cantar. Los hombres de ese tal Pufio que había mencionado Bancio en el interrogatorio no eran más que una panda de rufianes y, para cuando llegó la otra mitad de la centuria dirigida por el optio Didio, ya los habían reducido. Varios habían tirado las armas sin luchar y el resto se encontraban contusos, aunque en razonable estado de salud, algún brazo roto, pero eso era todo. Todos menos el tal Marco Pufio, que se había enfrentado a Ventidio y este le había aplastado el cráneo con la cachiporra. Mejor para él, pensó el centurión, no creía que Marcelo tuviera reservado un futuro placentero para ese puñado de traidores. —¿A cuántos tenemos? —preguntó. —A todos, señor —respondió Didio, que era un optio eficiente pero no especialmente brillante. Ventidio suspiró. —¿Cuántos son «todos», Didio? —preguntó en tono impaciente. —Cuarenta y nueve, señor, serían cincuenta, pero me temo que ese está un poco muerto —dijo señalando a Pufio que estaba tirado en el suelo con los sesos caídos encima del hombro. —Bien, bajad a esa rata de ahí arriba —dijo señalando a la muralla y refiriéndose a Bancio—. Tú quedate con ocho hombres y monta guardia normal junto a la puerta y en el muro, que todo parezca en orden. ¡Papio! —el aludido dio un paso al frente. —¿Centurión? —Corre a informar al pretor de que todo va según lo esperado. Y, los demás, atad a estos idiotas y llevadlos al foro.
Ya amanecía y el ejército cartaginés desplegaba frente a los muros de Nola en orden de batalla. Aníbal esperaba que, si todo fallaba, y antes que tener que dar un asalto, ese pretor se animase a combatir en campo abierto. Era una vana esperanza, pero había que tenerla en cuenta. Había investigado a su enemigo, como de costumbre, y el historial de Marco Claudio Marcelo era impresionante,
aun así, estaba encerrado en una ciudad con un ejército mucho menor en número. Dos míseras y desmoralizadas legiones, diez mil hombres a lo sumo, contra sus más de treinta mil más la caballería. De una manera u otra caería. —¿Sabemos algo de los hispanos? —preguntó Aníbal. —Nada aún —dijo Cartalo. —Bueno, merecía la pena intentarlo. Que continúe el despliegue y que se preparen las escalas y el material de asedio, por si acaso.
—¿Ves algo? —preguntó Korbis a Balkar mientras se quitaba una legaña. —Nada de nada —respondió este—, creo que a nuestro amiguito Lucio Loquesea le han dado la mañana. —La mañana me la han dado a mí —gruñó Korbis—. En fin, ¿cuáles son las órdenes si esto falla? —Reunirnos con el resto del ejército y formar en el flanco, pero aún no ha terminado de amanecer, así que esperaremos un poco más. —Lo que tú digas —dijo Korbis reprimiendo un bostezo y enrollando su sagum.
Marco Claudio Marcelo cogió su casco y un escudo de infante y se dispuso a marchar. —Bien, ya sabéis el plan —dijo mirando a los tribunos—. Publio Cornelio, Apio Claudio, vosotros esperad cada uno con vuestras tropas a que nos hayamos trabado en el centro, entonces salid y flanqueadlos. Quinto Fabio vendrá conmigo. Tú, Lucio Cecilio, te quedarás con un manípulo aquí, en el foro, custodiando a los prisioneros y la impedimenta y atento a que ningún civil salga de su casa, no me fío de ellos. Si alguno rompe la orden de no salir, mátalo. Lucio Publicio, tú con otro manípulo custodiarás las puertas, asegúrate de que se cierran cuando salimos, pero en especial de que se abren cuando nos tengamos que retirar. Lucio Publicio y Lucio Cecilio, estad particularmente atentos a que
no haya resistencia organizada desde dentro y sed despiadados si la hay, no podemos permitirnos un cuchillo en la espalda. ¿Alguna pregunta? —Cecilio Metelo alzó la mano—. ¿Sí? —Señor, ¿es prudente que encabece usted la carga de la infantería? Quiero decir… Nunca supieron lo que quería decir porque la mirada de Marcelo lo dejó petrificado y deseando no haber dicho nada. El pretor se puso el casco y echó a andar sin dignarse a responderle. —Venga, todos a sus puestos —gritó por encima del hombro. Publio Cornelio Escipión miró a Apio Claudio reprimiendo una sonrisa y se alejaron juntos antes de ir a ocupar sus posiciones. Escipión, al mando de la caballería aliada, saldría por una de las puertas laterales y atacaría de flanco. Claudio con la infantería ligera y los reclutas nuevos haría lo propio desde la otra puerta. —Buena suerte, Apio Claudio —dijo el Cornelio sonriente. —Buena suerte, Publio Cornelio —respondió Claudio con tono fúnebre. —¿Pasa algo? —Creo que deberíamos quedarnos tras las murallas, casi nos triplican en número… —Escipión sabía que Claudio no era un cobarde, pero le entendía. —Marcelo sabe lo que se hace, ojalá lo hubiéramos tenido al mando antes, además, los cartagineses piensan como tú, creerán que salir es una locura. —Es que lo es, Publio Cornelio —dijo Claudio angustiado. —Y precisamente por eso puede funcionar —Escipión le dio una palmada a su compañero en el hombro y se alejó a ocupar su puesto.
El sol terminó de asomar por el horizonte y empezó a alzarse en su diario camino al oeste. Estaba claro que el truco de la puerta había fallado, así que
Aníbal ordenó a sus hombres que avanzaran en orden de batalla y se detuvieran. Quizás ese tal Marcelo aceptara el desafío. Pero el viejo pretor observaba el despliegue cartaginés desde lo alto de la muralla junto a la puerta que daba al este. —Cuando usted diga, pretor —dijo el tribuno Quinto Fabio con los ojos entrecerrados con la luz del sol naciente dándole entre los ojos. —Esperaremos a que el sol esté alto, no voy a cargar con el sol en la cara. Que los hombres se relajen y aguarden en sus puestos. El tribuno se alejó a transmitir la orden mientras Marco Claudio Marcelo seguía como una estatua en lo alto de la muralla observando a los cartagineses.
Ya casi era mediodía cuando a Aníbal le quedó claro que los romanos se quedarían tras sus muros. —Si eso es lo que quieren… —se dijo—. Que los hoplitas dejen las lanzas y que todos vayan a por las escalas y se adelante el ariete. Vamos a lanzar el asalto. La orden se retransmitió y el ejército cartaginés pareció estremecerse. A nadie le hacía gracia trepar a una muralla llena de legionarios, pero era lo que tocaba. Se cogieron las escalas y se empezaron a empujar las catapultas y el ariete hacia la puerta de la ciudad.
Desde lo alto de la muralla Marcelo sonrió al ver a los púnicos alterar su orden de batalla para prepararse para el asalto. Había llegado el momento. El pretor, abrochándose el casco, bajó de la muralla seguido de Fabio y Ventidio. —¡Abrid las puertas! —rugió a los guardias y se colocó al frente de la formación flanqueado por el tribuno y el centurión. Se volvió hacia la larga columna de legionarios formada en la amplia calle principal—. ¡Legionarios!, a por ellos y sin piedad. Los soldados respondieron con un rugido y golpearon sus escudos con los pila mientras las puertas se abrían.
—¡Seguidme! —gritó Marcelo alzando su espada. Y todos lo hicieron.
Ocupado como estaba supervisando el despliegue previo al asalto, Aníbal tardó unos instantes en darse cuenta de lo que ocurría. Una columna romana salía en tromba por la puerta que ellos se disponían a asaltar. Por primera vez en su vida el gran emboscador se vio sorprendido y dudó. Esa duda fue solo de unos instantes, pero fue suficiente para que los romanos alcanzaran el ariete, mataran a quienes lo llevaban y le prendieran fuego. La carga romana no perdió ímpetu y se adentró en la formación cartaginesa cortándola en dos y comenzó a cundir el pánico. Asdrúbal, sin esperar órdenes, corrió a asumir el mando de la inactiva caballería, pero esta se encontraba muy a retaguardia y tardaría un tiempo en poder acudir al combate, por lo que Aníbal avanzó con los oficiales que tenía bajo su mando a tratar de detener la desbandada antes de que degenerase en desastre.
Ventidio trataba de seguir a Marcelo y cubrirle la espalda y el flanco, pero era casi imposible mantenerle el ritmo. El pretor avanzaba segando vidas sin detenerse, sin fallar un golpe, sin dejar a nadie vivo a su paso. Tras una corta carrera habían alcanzado el ariete que avanzaba hacia la puerta. Los guerreros celtas que cargaban con él apenas habían tenido tiempo de sacar sus espadas antes de que cayeran sobre ellos y habían sido masacrados. La fuerza de asalto que los seguía había aguantado el envite unos instantes antes de que la brutalidad de Marcelo, seguido por Fabio, Ventidio y sus hombres destrozase su formación e iniciara la matanza de los fugitivos. Una vez disuelto el peligro inmediato sobre la puerta el pretor no se dejó llevar y detuvo a sus hombres. Cubierto por una máscara de sangre enemiga, Marco Claudio Marcelo se volvió y ordenó a Fabio y Ventidio que comenzaran a formar en línea de batalla antes de reanudar la carga. Los hombres, dirigidos por los centuriones, transmitieron las órdenes y, conforme salían de la puerta de la ciudad, acudían a su puesto en la línea a la carrera. Mientras tanto, la caballería romana dirigida por Lelio rodeó a la formación romana, cargó contra aquellos que huían y cubrió a las dos legiones mientras se desplegaban, sembrando el caos e incendiando la maquinaria de asedio.
Los hispanos, que habían estado esperando inútilmente a ocupar la puerta de la ciudad, trataban de reintegrarse a la formación cartaginesa cuando los romanos iniciaron su ataque. Sorprendido, como todos en el ejército cartaginés, Balkar tardó unos segundos en decidir qué hacer, pero, al ver cómo los romanos se desplegaban en línea, lo tuvo claro y comenzó a desplegar a sus hombres entre los árboles para caer sobre el flanco romano una vez que este se pusiera en marcha.
—Señor, los hombres están desplegados —informó Ventidio. —Pues a la carga —dijo Marcelo. El centurión habría jurado que lo decía con una sonrisa, como si fuera a una fiesta. Los casi diez mil infantes pesados romanos se movieron a una y cargaron contra la aún desordenada formación cartaginesa, que les triplicaba en número. Estos apenas habían formado una línea cuando la lluvia de pila de los legionarios los desorganizó aún más antes de que Marcelo y sus hombres cayeran sobre ellos. Los supervivientes de Cannas, lejos de estar derrotados, demostraron que todavía sabían luchar y que querían venganza, el centro cartaginés se deshizo y comenzó a huir a pesar de los esfuerzos de los oficiales que trataban de contener el pánico, pero los flancos púnicos, que se habían librado del impacto, comenzaron a organizarse y se prepararon para rodear a la formación romana.
—Buntalos, coge a tus hombres y seguidme —ordenó Gisgo nada más saltar de su caballo. El grupo de celtíberos que habían quedado en reserva siguió al oficial púnico sin dudar. Aníbal les había ordenado que cerraran la brecha del centro y ganaran tiempo mientras los flancos cargaban y se reunía a la caballería, y allá fueron abriéndose paso entre los fugitivos y tratando de unirlos a sus filas una vez vencían el pánico. Una nueva línea de batalla se fue formando en el tiempo que los romanos frenaban para reorganizarse y volver al ataque.
Apio Claudio iba a bajar del muro para iniciar su ataque cuando creyó ver algo
entre los árboles, se fijó de nuevo y estuvo seguro, había hombres formando en el flanco romano. Obviamente era la fuerza que debería haber tomado la puerta después de que los traidores la abrieran, pero ahora iba a atacar a Marcelo y sus hombres por el flanco. Bueno, pues a lo mejor iban a llevarse una sorpresa. —¡Abrid las puertas! —ordenó el alto aristócrata, y bajó a reunirse con sus hombres.
Al otro lado de la ciudad, Escipión observaba a las tropas cartaginesas maniobrar para cargar contra su flanco izquierdo, así que había llegado el momento de moverse. Las calles adyacentes a la puerta norte de la ciudad estaban atestadas con casi dos mil jinetes itálicos aún fieles a Roma. El tribuno ocupó su puesto al frente de los mismos y, agarrando firmemente su lanza y escudo, espoleó a su caballo fuera de la ciudad seguido por sus hombres.
Se disponía a dar la orden de carga cuando Bedule, que dirigía a los hombres en su flanco izquierdo, vino corriendo y haciendo señas hacia la ciudad. Balkar maldijo por lo bajo al ver una fuerza de infantería ligera romana avanzar a la carrera hacia ellos. Los hispanos habían aprendido a tener un sano respeto por las jabalinas de los velites romanos y no podían sencillamente ignorarlos. —Parece que hoy nada va a salir como estaba previsto —protestó entre dientes antes de ponerse a encarar su formación a la nueva amenaza.
Mientras la infantería ligera hostigaba a los hispanos, Apio Claudio formó a sus hombres, un par de manípulos de reclutas, unos doscientos cincuenta hombres que les habían llegado antes de abandonar Canusium y que estaban parcialmente instruidos. «Me temo que vais a aprender de la manera más dura». Una vez que sus centuriones, algunos tan novatos como ellos, los hubieron formado, Claudio ordenó avanzar sobre la fuerza enemiga que habían identificado como hispanos.
—Vamos, muchachos —gritó el patricio—, es hora de demostrar lo que habéis aprendido. Los reclutas golpearon sus escudos con sus pila y avanzaron valientemente y con entusiasmo. Era obvio que no sabían lo que les esperaba.
Escipión reagrupó a sus hombres tras la primera carga. Esta no había tenido un efecto muy espectacular, pues habían sido vistos y el enemigo había podido formar, pero habían frenado el ataque de flanco. Las bajas habían sido pocas, así que, tras volver a formar a un centenar de pasos, Publio Cornelio espoleó su caballo y cargaron de nuevo. El grupo que cubría ese flanco era una partida de guerra de celtas que retrocedieron unos pasos y cerraron filas al venirse encima de ellos la carga de caballería. Por suerte para los romanos, se habían preparado para asaltar una muralla y no llevaban consigo sus lanzas, inútiles cuando se trepa por una escala, y la caballería tenía alguna esperanza de romper su formación. A apenas una decena de pasos, Escipión escogió un blanco y se olvidó de todo a su alrededor. Era un guerrero alto que luchaba a pecho descubierto y con el pelo casi blanco y encrespado hacia atrás. El romano atacó desde arriba, empuñando la lanza por encima de su cabeza y golpeando con fuerza cuando su caballo entró con un salto entre los celtas. La punta de la lanza pasó rozando el borde del escudo que el guerrero no pudo levantar a tiempo y se clavó en la base del cuello saliéndole por la espalda y matándolo en el acto. Escipión no trató de recuperar la lanza, sacó su espada y empezó a golpear a diestro y siniestro con ella, tratando de que su montura no se detuviera por ninguna razón. Una mano intentó agarrar las bridas cerca del bocado y la cercenó de un golpe. A su alrededor, la carga de sus hombres se iba diluyendo entre la masa de infantería que había aguantado. Había que retirarse de nuevo, así que hizo girar a su montura y trató de salir de la melé mientras gritaba órdenes intentando sobreponerse al fragor del combate.
Los celtíberos apenas pudieron conseguir una endeble línea cuando la masa de la infantería pesada romana les cayó encima. Buntalos desenvainó su espada y apretó los dientes junto a Likinos que había sacado su espada recta. Tuvieron
suerte y la lluvia de jabalinas romanas les pasó por encima. En el centro de la formación enemiga, tres oficiales romanos cargaban directamente contra ellos y el guerrero celtíbero sonrió. Le encantaban esos orgullosos nobles romanos que se creían inmortales. Levantó su escudo y corrió a su encuentro. Likinos empujó contra el centurión que tenía en frente, pero fue como empujar una pared. El romano contratacó con una serie de furiosos golpes y el celtíbero los fue parando con el escudo mientras retrocedía unos pasos, de hecho, toda su línea lo estaba haciendo aunque aguantaban. Trató de colarle una estocada por abajo, pero el centurión la bloqueó con el escudo y aprovechó para golpear brutalmente desde arriba. Likinos, cubierto por su escudo, lo levantó al mismo tiempo y la hoja de hierro de la larga espada griega del centurión impactó en el tachón reforzado partiéndose con un sonoro chasquido metálico. El celtíbero sonrió cruelmente. —Ya eres mío… Ventidio dejó caer la empuñadura de la espada rota y trató de retroceder mientras soltaba todas las maldiciones que conocía, que no eran pocas. El guerrero hispano le lanzaba una lluvia de golpes con la punta de su temible espada que apenas lograba desviar con el escudo. Un par de ellos ya habían resbalado sobre la cota de malla y era cuestión de tiempo que lo atravesara. Situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas, se dijo. Afirmó los pies tras dar un último paso atrás y, soltando su escudo, saltó con las manos vacías hacia delante. El hispano no esperaba eso y ese momento de duda fue suficiente para el centurión. Le agarró la muñeca de la mano derecha y con la izquierda le apartó el escudo mientras se le echaba encima, dándole un cabezazo en la cara con el frontal de su yelmo. Ventidio escuchó el crujido de los huesos del hispano al romperse y golpeó de nuevo. Entonces, soltó el escudo del hispano, echó la mano al cinto mientras seguía sujetándole la mano de la espada, sacó el puñal y se lo clavó en el estómago a su aturdido rival, desclavó y clavó un par de veces más hasta que el guerrero cayó de rodillas. Tras la última puñalada dejó el pugio clavado en el torso de su víctima y le arrebató la espada de la mano antes de que esta, ya muerta, se abriera y la dejara caer.
Los hombres de Apio Claudio lanzaron sus pila con aceptable puntería y cargaron contra los iberos que trataban de atacar por el flanco a las fuerzas de
Marcelo. Pese a estar igualados en número y a la mayor veteranía y pericia de los iberos, el acoso constante al que los sometieron los velites, que se replegaron y los atacaron por ambos flancos, obligó a los hispanos a retroceder. A pesar de todo, los hispanos no dejaban huecos y sus hombres estaban pagando un alto precio, su exceso de ímpetu les hacía exponerse temerariamente y aquel no era un enemigo que perdonase un fallo, pero Claudio no podía hacer nada al respecto aparte de mantenerse vivo él mismo. Trató de apuñalar al ibero que tenía en frente por un hueco que dejó en su defensa, la espada de Claudio le rozó el costado y el hispano trató de retroceder un paso más, pero no pudo. El patricio presionó un poco más, aun así, tuvo que frenar ante el fiero contrataque del ibero que aprovechó la duda del romano para retroceder un par de pasos y dejar espacio. Claudio casi cae en la trampa, pero se frenó. Avanzar le habría dejado solo y se mantuvo en la línea esperando a que su enemigo se animase a volver a atacarlo.
Bedule maldijo cuando su treta falló, aquel alto tribuno no perdía la cabeza y además le había herido, no le dolía mucho, pero notaba la sangre gotearle por el costado. Miró a ambos lados y vio como sus hombres se iban retirando presionados por todas partes pero en orden. La distracción casi le cuesta la vida. El oficial romano aprovechó el momento para lanzar una puñalada con su espada, apenas pudo bloquearla con su escudo, entonces, trató de contratacar, pero el tribuno se cubría bien y no había por donde. Empujó con todas sus fuerzas, pero lo hizo en el vacío, el romano había saltado hacia atrás y dejado el hueco. Bedule perdió pie y cayó hacia delante con un mudo grito de pánico que fue cortado por la espada del romano que cayó desde arriba abriéndole la cabeza en dos.
Buntalos tuvo que itir que aquel oficial romano era bueno, mejor que el que había matado en Cannas, aunque no perdió la calma y dejó que actuaran sus instintos. Paraba y atacaba sin pensar, mecánicamente, al igual que lo hacía su enemigo, y descubrió con un punto de miedo que este era bastante más fuerte de lo que él esperaba. Cada uno de los golpes que bloqueaba resultaba como un martillazo cuya vibración le llegaba hasta los dientes. Todos sus golpes, sin embargo, se perdían en el vacío o eran parados sin aparente esfuerzo.
El jefe celtíbero sabía lo que era el miedo. Todos los guerreros lo conocían y se sobreponían a él, aprendían a hacerlo un aliado y a no dejar que los controlase, por eso le sorprendió tanto sentir que estaba perdiendo también esa batalla. Buntalos tuvo miedo, un miedo frío y paralizante que le iba subiendo por la espalda como una mano helada. No era miedo a morir, estaba demasiado acostumbrado a la muerte. Era miedo a morir sin una posibilidad de ganar, por primera vez en muchos años se estaba viendo dominado por un rival al que no podía vencer, aquel romano entrado en años y cubierto de cicatrices lo estaba acorralando, le obligaba a retroceder sin dejarle huecos y, si no lo había matado aún, era más por suerte que por su pericia para defenderse. Finalmente dejó que el miedo tomase el control, si no podía vencerlo era mejor usarlo. Lanzó un golpe en arco que obligó a su rival a frenar un momento y, sin pensarlo dos veces, le tiró el escudo, se dio la vuelta y echó a correr a toda la velocidad que pudo.
Gisgo trataba por todos los medios de que la formación se mantuviera, de ganar tiempo hasta que los flancos cargasen sobre los romanos, pero era tarea imposible, incluso los curtidos celtíberos estaban volviendo espaldas y echando a correr. Los agarraba y a empujones los devolvía a la formación, algunos volvían, otros lo esquivaban y seguían huyendo, uno incluso le lanzó una estocada antes de seguir corriendo. Se volvía hacia el frente para meterse en la refriega cuando vio a Buntalos pasar a su lado corriendo como si le persiguieran las furias. —Pero qué… —empezó a decir, pero el resto de guerreros al ver huir a su jefe echaron a correr tras él. Trató de pararlos, pero le arrollaron, perdió el equilibrio y cayó de espaldas siendo pisoteado por los guerreros en fuga. Apoyó la mano derecha para levantarse, pero un pisotón le fracturó el brazo, no tuvo tiempo de gritar, pues otro pie le pisó la cara y el siguiente le aplastó el cuello que se rompió con un sonoro chasquido. El oficial cartaginés quedó tendido entre despojos, no sentía nada de cuello para abajo y le costaba respirar, y ahí se quedó, parpadeando, cegado por el sol, pero sin poder apartar la vista.
Marcelo se detuvo tras matar a uno de los hispanos que trataba de huir, el centro
cartaginés se había desmoronado, pero no sabía nada de los flancos enemigos. Decidió apostar por la prudencia y reagrupar a sus hombres. Localizó a Ventidio, que sujetaba un escudo y una espada hispanos. —Tira ese escudo y coge uno de los nuestros antes de que alguien te confunda —ordenó secamente— y que los hombres se reagrupen. Necesito saber qué ocurre en los flancos. Reorganiza la línea con Fabio, yo voy a ver cómo va todo. Marcelo retrocedió unos pasos y cruzó sus líneas, los hombres se apartaban a su paso y lo miraban con una mezcla de iración y temor reverente. El escudo que sujetaba estaba hecho astillas y la sangre enemiga le cubría casi todo el lado derecho del cuerpo. Tenía un aspecto terrorífico, pero no le importaba. Cruzó la línea y vio a Lelio, este lo reconoció y se acercó al trote. —¿Cuál es la situación en los flancos? —preguntó. —Publio Cornelio contiene a duras penas a su infantería celta en la izquierda y en la derecha Apio Claudio repele a unos hispanos que nos iban a atacar por el flanco —informó el eficiente tribuno. —¿Y los cartagineses? —Se reagrupan en su retaguardia y su caballería sale del campamento. Marcelo notó el toque de preocupación en el tribuno y estaba justificado. —Bien, ya es suficiente por hoy. Manda un jinete a Plublio Cornelio y otro a Apio Claudio y que se retiren. Si Claudio tiene problemas dale apoyo. Marcelo estaba especialmente preocupado por los reclutas, pero no podía hacer más. Volvió al frente de la rehecha formación y ordenó retirada. Mientras observaba el inicio del repliegue vio que el cadáver a sus pies parpadeaba, se inclinó sobre él y le miró a los ojos. Era un oficial cartaginés, boqueaba como un pez fuera del agua tratando de respirar. El pretor le miró a los ojos un momento y luego, sin prestar mucha atención, le atravesó el cuello con la espada poniendo fin a su miseria. La formación romana se retiró unos pasos sin perder el orden y, luego, comenzando por los manípulos de los flancos, se fue plegando sobre sí misma, retirándose ordenadamente dentro de la ciudad. Marcelo llegó el último a la
puerta, se detuvo bajo el umbral y miró a los cartagineses que trataban de organizar el caos que sus hombres habían sembrado, sonrió y entró de nuevo en Nola aún con la espada en la mano.
Apio Claudio supervisó a sus hombres, habían tenido unos veinte muertos y casi el doble de heridos, sin embargo, habían sobrevivido en su mayoría a su bautismo de sangre. Charló con algunos de ellos, una palmada en la espalda aquí, una palabra de ánimo allá y los dejó que descansaran antes de ir al foro a informar. Mientras atravesaba las calles atestadas de soldados se fijó en el estado de ánimo general. Se veían las habituales miradas perdidas, los legionarios sentados en el suelo recuperando el aliento o vendándole una herida a un camarada. Otros metían la cabeza bajo alguna fuente pública para quitarse la sangre y el polvo. Todo eso lo había visto alguna vez, pero había algo ligeramente distinto y le costó darse cuenta de lo que era. Sonrisas. Algunos hombres sonreían, otros bromeaban quedamente o fanfarroneaban un poco sobre este o aquel hecho. —Así que esto es la victoria… —se dijo Apio Claudio en un susurro. No le pareció muy diferente de la derrota, pero algo era algo. Llegó al foro y vio a Lelio y a Escipión. Habían dejado sus caballos atados a unos metros y charlaban animadamente. Escipión sangraba por un corte en la pierna, bajo la rodilla, pero no parecía molestarle mucho, por lo demás, ambos parecían ilesos. Iba a saludarlos cuando los legionarios que descansaban por todas partes empezaron a levantarse en silencio. Marco Claudio Marcelo avanzaba entre ellos sin decir nada, seguía llevando la espada ensangrentada en la mano, aunque había dejado el escudo, resultaba curioso el contraste entre el lado derecho ensangrentado y el izquierdo relativamente limpio. Entonces una palabra empezó a repetirse entre los hombres y pronto comenzaron a repetirla a gritos, marcando el ritmo con sus armas en los escudos. «¡Im-pe-ra-tor, im-pe-ra-tor, im-pe-ra-tor…!». Claudio se dio cuenta de que él también lo gritaba y también lo hacían Lelio y Escipión. Marcelo se detuvo y giró en redondo mirando a sus tropas mientras mantenía alzado su hercúleo brazo derecho con la espada apuntando al cielo. La bajó súbitamente y el clamor cesó. Avanzó hacia sus tribunos y, sin pararse, les
dijo. —Vamos, el trabajo no ha terminado. Los tres agacharon la cabeza y siguieron al incansable Marco Claudio Marcelo.
Aníbal observó el campo de batalla. Una batalla que no había buscado, no así. Casi toda su maquinaria de asedio estaba destrozada o en llamas y los romanos se habían retirado en orden tras los muros de la ciudad antes de que pudiera contratacar y aplastarlos. Asdrúbal se acercó a caballo y se colocó a su lado. —¿Cuál es la cuenta? —preguntó Aníbal. —Algo menos de tres mil, casi todos hispanos y celtas y prácticamente toda la maquinaria de asedio perdida. —Ya… —También hemos perdido a Gisgo, intentó detener la desbandada, pero sus hombres lo pisotearon, parece ser. Aníbal se encogió de hombros, era un oficial prometedor, pero esas cosas pasaban. —Que se retire todo el mundo al campamento y descanse lo que queda del día. Para cuando hubiésemos organizado algo se nos habría echado la noche encima, y mañana todos listos para combatir otra vez. —Así se hará. Asdrúbal se alejó a dar las órdenes y dejó a Aníbal a solas rumiando su derrota.
Aún quedaba bastante para que anocheciera y Marcelo no era persona que desperdiciase el tiempo. Según informó Lucio Cecilio Metelo, apenas se habían producido movimientos en la ciudad durante el combate, salvo un grupo que había intentado quemar los almacenes de suministros, pero el ataque había sido
abortado y veinte de los traidores habían sido capturados, otros tantos habían muerto, así que la cifra de prisioneros ascendía a unos setenta. Tras conferenciar con el resto de tribunos, se comprobó que las bajas propias ascendían a unos quinientos hombres entre muertos y heridos, era doloroso pero aceptable. —Quiero que forméis a los legionarios en el perímetro del foro, pero dejad las entradas abiertas, no hace falta que estén todos, pero sí los suficientes para que quede claro quien manda y luego convocad al pueblo de Nola, sacadlos a rastras de sus casas si hace falta. Las dudas y las traiciones se van a acabar aquí y ahora. Antes de una hora todo estaba dispuesto. Unos dos mil legionarios rodeaban el perímetro y casi toda la población de Nola se apelotonaba en el foro. Marcelo había ordenado que nadie se lavara, que los ciudadanos vieran a los legionarios tras la batalla, con la sangre y el polvo de la misma, que vieran que eran veteranos. Él mismo, cubierto aún por la sangre de sus víctimas, en lo alto de la escalinata del templo capitolino parecía Marte sustituyendo a Júpiter en su propio lugar sagrado. En las escalinatas, atados y de rodillas, aguardaban los setenta prisioneros, Lucio Bancio entre ellos. —Pueblo de Nola, ya sabéis todos lo que ha pasado pues lo habéis oído claramente. Aníbal ha sido rechazado hoy y lo será mañana si lo vuelve a intentar. Y ha sido rechazado a pesar de la traición de algunos de los vuestros. — Marcelo no era el mejor de los oradores romanos, pero tenía una voz potente y sabía usarla. Señaló a los prisioneros—. Estos hombres han traicionado a la República y al propio pueblo de Nola tratando de abrir sus puertas a los bárbaros cartagineses. Estos, vuestros paisanos, iban a abrir vuestra ciudad al saqueo de esos salvajes bajo la promesa de algún tipo de recompensa personal. Sé perfectamente que no son los únicos, que hay más entre vosotros que sueñan con abrir esas puertas… —hizo una ligera pausa y miró a los nolanos con gesto ceñudo—. Sirva esto como ejemplo de lo que puede esperar cualquier traidor. — Se giró a Ventidio, que estaba atrás y a su derecha—. Centurión, proceded. A una señal del centurión cuatro legionarios cogieron a dos prisioneros, dos cada uno, y los amarraron a un poste donde comenzaron a flagelarlos. Los alaridos mientras les laceraban la espalda eran terribles, inhumanos. Algunos civiles trataron de salir del foro, pero los soldados en el perímetro habían cerrado los s. Que cerrasen los ojos si querían, pero que escuchasen los gritos y supieran lo que les esperaba si caían en la tentación.
Una vez que ya casi no quedaba carne en la espalda de los dos primeros desgraciados los soltaron de los postes y, con un par de tajos de espada, los decapitaron. El procedimiento duró lo que quedaba de día. La pila de cabezas fue creciendo en las escalinatas y, cuando llegó el turno de Lucio Bancio y dos legionarios lo arrastraron hacia el ensangrentado poste, este comenzó a patalear y a resistirse. —¡Yo hice lo que me pedisteis!, ¡me prometisteis clemencia! —chilló desesperado y resbalando sobre la sangre de los que le habían precedido. —Se te prometió clemencia para tu familia y les ha sido concedida, tú eres un traidor —repuso Marcelo sin conmoverse—, pero que no se diga que no hay piedad. A este no lo flageléis, decapitadlo directamente. La cabeza de Bancio se unió al sangriento montón y, con la noche ya cayendo, se ejecutó al último de los culpables. —Pueblo de Nola, recordad esto —dijo Marcelo señalando la pila de cabezas—. Esto es lo que espera a quien traicione a Roma y, ahora, marchaos a vuestras casas. Los soldados dejaron irse a la gente y en un suspiro el foro estuvo vacío de civiles. —Que coloquen las cabezas en lanzas y las dejen bien a la vista en las murallas. Que Aníbal sepa que la ayuda desde dentro se le ha terminado.
A la mañana siguiente los cartagineses formaron en orden de batalla, pero los romanos no aceptaron el desafío. Habían ganado y lo sabían, así que el general púnico, poco antes del mediodía ordenó a sus hombres que se retirasen y levantaran el campamento. —Volvemos a Capua —ordenó. El ejército cartaginés ahora tenía un sitio al que replegarse y allí volvió rumiando su primera derrota seria en Italia.
Marcelo observó el ejército cartaginés retirarse con una sonrisa de satisfacción. Le dio una palmadita a la cabeza de Bancio, que miraba con las cuencas vacías de sus ojos en la misma dirección desde lo alto de su pica. Había ordenado que las dejasen ahí unos días, hasta que el mensaje estuviera bien claro, para consternación de los nolanos y felicidad de los cuervos de la zona, que se estaban dando un festín. El pretor bajó del muro y se internó en la ciudad. Esa guerra aún iba a ser muy larga, se temía, pero los cartagineses ya no eran invencibles y ahora todos lo sabían, incluidos ellos mismos.
SEGUNDA PARTE. El fin del principio
Que Dios me dé cien años de guerra y no un día de batalla.
Fernando de Ávalos
La ciudad de Dido
Finales de septiembre del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Cartago, África
Magón se sentó a popa, cerca del timonel. Le gustaba el mar, el viento limpio y salino, el sonido de las olas y el crujir de la jarcia. La gran vela cuadrada iba llena y los remeros descansaban en ese momento, por lo que el silencio era casi absoluto más allá del sonido del oleaje, y abrió de nuevo la carta que le había enviado su hermano. Poco después de Cannas, Aníbal había ordenado dividir el ejército y Magón había partido hacia el sur de Italia para asegurar la alianza de las ciudades griegas que habían estado sometidas a Roma, ocupado en ello había recibido correo de su hermano.
Querido Magón: Como me temía los romanos no van a rendirse, aunque he de itir que no esperaba semejante determinación. Empiezo a pensar que nos hemos equivocado al valorar su capacidad de resistencia. Esta guerra no va a terminar rápidamente ni determinada por un solo golpe brutal, les hemos dado tres y siguen aguantando. Es por tanto imperativo que cambiemos la estrategia. Deberemos ir privando a Roma uno por uno de todos sus recursos, aún les quedan hombres, pero podemos conseguir que los itálicos se pasen a nuestro lado. Tú mismo lo estás comprobando y estoy muy satisfecho con tu trabajo, pero con eso solo no va a bastar. Necesitamos refuerzos y apoyo económico, no podemos decir a los itálicos que venimos a liberarlos de las rapacidades de los romanos y luego sangrarlos nosotros mismos. Tu misión será sacarles esos recursos al Consejo. No es una misión fácil. Se los negaron a nuestro padre y nos los han negado a nosotros casi constantemente, pero confío en ti. Debes hacer comprender a esos testarudos generales de salón que, si no podemos mantener la guerra aquí, en suelo romano, la guerra irá a llamarlos a su puerta. Deja a tus hombres bajo el mando de Maharbal y ordénales que se reúnan
conmigo en Capua, tú deberás coger un barco rápido y marchar a Cartago, te mando los trofeos de Cannas, enséñaselos al pueblo y a esos gordos comodones del Consejo, como buenos comerciantes valoran una cuenta de resultados, enséñales la nuestra todavía llena de sangre romana.
Un abrazo hermano y que Tanit te guíe e inspire. Aníbal
La había leído decenas de veces desde que le llegó, pero ahora que la costa de África ya se perfilaba en el horizonte lo hizo de nuevo. Habría preferido que su hermano le encargase asaltar una fortificación romana, era ese un tipo de combate en el que se sentía cómodo. Las intrigas políticas no eran su terreno, quizá lo eran para Aníbal o, en especial, Asdrúbal, pero le había tocado a él y tendría que apechugar con ello. Guardó la carta y se dirigió a la proa del barco. Una manada de delfines jugueteaba con la ola de avance de la nave y Magón disfrutó del relajante espectáculo que interpretó como un buen augurio. Uno de los inteligentes animales nadaba de costado y pareció que le miraba a los ojos, el cartaginés saludó al animal, que saltó fuera del agua y luego se alejó bajo las olas. Caía la tarde cuando el barco se fue adentrando en el puerto y lo observó con orgullo. Los puertos de Cartago eran maravillas de la ingeniería de su tiempo y de ellos había salido el poder que la ciudad había ostentado en los pasados siglos. Solo la derrota en la anterior guerra les había privado de esa preeminencia, pero los viejos puertos seguían ahí, la vieja forja desde la que recomponer el poder de Cartago seguía intacta, se dijo mientras el barco, ya con la vela arriada y remando lentamente, se adentraba en el puerto comercial. Este puerto, completamente artificial, tenía forma de hexágono alargado, al que se entraba por uno de los lados cortos un estrecho canal lo unía al puerto militar, un círculo con una isla central con hangares en todo su perímetro que podían guardar hasta doscientas galeras de guerra a salvo de los elementos mientras no eran necesarias. La nave atracó en el puerto comercial donde la actividad diaria comenzaba a decaer. La incansable labor de hacer dinero, en la que los cartagineses eran los amos indiscutibles. Los últimos comerciantes y armadores
apuraban las últimas horas de luz. Allí se almacenaba, vendía y compraba el estaño de las Casitérides[4] y el ambar procedente de un mar brumoso muy al norte de Europa, en tierras de salvajes donde solo los cartagineses se aventuraban. Pero también polvo de oro y piedras preciosas de Nubia, colmillos de elefantes, plumas de avestruz, tejidos de Oriente, grano de los inmensamente fértiles campos del valle del río Bagradas… Cualquier sitio alcanzable en barco o en caravana era un objetivo posible para los incansables comerciantes cartagineses. Magón envió a un criado a dar aviso de su llegada y esperó en tierra a que descargasen los bultos. Aspiró los olores a especias, mercancías, sudor de marineros y esclavos, salitre, basura, salazones… Una mezcla hedionda y entrañable que había echado de menos más de lo que le gustaría itir. Cuando todo se hubo descargado echó a andar seguido por media docena de esclavos cargados y diez soldados libios de caballería que habían viajado con él. Cruzó los muros que separaban el puerto de la ciudad misma y caminó hacia el norte a través de las rectas calles de trazado ortogonal. Pese a encontrarse en el centro del Mediterráneo y de su aire eminentemente helenístico, Cartago mantenía también el aire oriental de sus antepasados fenicios. La ciudad de Dido seguía siendo un enclave de Oriente en Occidente donde se mezclaba lo mejor de ambos mundos, pero también muchos de sus vicios. Rodeó el puerto militar y cruzó el ágora, que se iba quedando vacía conforme avanzaban las sombras, llegó al anillo interior de las murallas y tras cruzarlas comenzó a ascender por las laderas de la colina de Byrsa entre las lujosas mansiones que allí había. La casa de los Barca se encontraba entre las últimas, cerca de la acrópolis y, al llegar, encontró las puertas abiertas y al servicio de la casa esperando. Cruzó sin detenerse ni mirar a los lados, con la vista puesta en la figura solitaria que esperaba al fondo y con la que se fundió en un abrazo. —Hermana… —susurró con la barba hundida en el cuello de la mujer. Salambó, la segunda de los Barca tras Aníbal, la leona de la «camada del león» como los llamaba su padre, el gran Amílcar, era un mujer alta. No podía decirse que fuera guapa en un modo convencional, pero no carecía de atractivo, de facciones severas y estructura ósea muy marcada, tenía la misma nariz larga y recta que sus hermanos, tan alta como el propio Magón, llevaba el pelo, que era muy oscuro, recogido en un moño en la nuca. Vestía una vaporosa túnica de púrpura de Tiro que debía de costar el rescate de un rey, así como el cinturón de oro que la ceñía.
—Has crecido, hermanito —dijo con su voz extrañamente ronca pero suave. Y le guio, cogiéndole del brazo, al interior de la fresca casa dejando que el servicio se encargase del equipaje. Conforme la guerra en Hispania y luego en Italia había ido reclamando uno a uno a todos sus hermanos, la leona se había hecho cargo del emporio de los Barca y no podía decirse que lo hiciera mal. Usando a sus agentes para maniobrar en un terreno tradicionalmente reservado a los hombres, Salambó se dedicaba a hacer dinero y a reinvertirlo, a menudo, en las empresas militares de la familia, algo que no le agradaba demasiado, ya que la guerra era un negocio peligroso y lleno de incertidumbres, pero su familia estaba ligada a las armas y ella aceptaba ese destino y se encargaba de posibilitarlo de la mejor manera que sus recursos y capacidades alcanzaran. Los dos hermanos subieron a la terraza, la temperatura era aún agradable. Se sentaron bajo la parra que daba sombra durante el día. Hacia el este la luna acababa de levantarse sobre el mar y allí cenaron mientras Magón le iba contando sus aventuras italianas. Salambó ya las conocía, tanto Aníbal como Magón le escribían a menudo, pero era agradable escuchar el entusiasmo de su hermano pequeño, al que la púnica seguía viendo como ese pequeño y regordete llorón al que ella y Aníbal martirizaban, no como al imponente y musculoso guerrero que tenía frente a ella y que le contaba cómo había matado a un procónsul romano en Cannas, poco antes de que estos casi rompieran su centro. La mujer, criada en casa de guerreros, estaba acostumbrada a esas historias y las escuchaba con interés, pero sabía qué había traído a su hermano de vuelta a casa y cuando pudo se adentró en ese tema. —Y, a pesar de todo —dijo—, la guerra dista de estar ganada. —Sí, eso nos tememos —itió Magón—, por eso estoy aquí. —Te va a costar convencer al Consejo. Hannón el Viejo lo tiene metido en un puño, pero las noticias de vuestras victorias han llegado y el pueblo está de nuestra parte, los vientos soplan a favor de conseguirlo, pero no des tiempo a que contrataque o no les sacarás nada. —Lo sé, hermana —respondió Magón súbitamente serio—, esta va a ser una guerra larga, quizá más larga que la anterior. —¡No se te ocurra mencionar eso fuera de aquí! Si tan solo lo sugieres son capaces de suplicar la paz a Roma y crucificar a todos los Barca.
—No soy idiota, hermana. De todas maneras, no te preocupes, no habrá paz con los romanos, me temo. —¿Qué quieres decir? —preguntó Salambó enarcando una de sus delgadas cejas. Magón le contó lo que sabían sobre la reacción de los romanos. —Ese tal Quinto Fabio Máximo —dijo ella— fue el que vino aquí mientras atacabais Sagunto y declaró la guerra. —Ese mismo —asintió Magón—. Pues bien, justo cuando creíamos que accederían a pactar en nuestros términos, convenció al Senado y a todo su pueblo de que solo cabía resistir. Ha convertido la idea de paz en traición. Por eso estoy aquí, va a ser una guerra dura y amarga y no la podemos sostener solo con nuestros recursos. Si Cartago va a beneficiarse de la victoria, debe contribuir a los costes de la guerra. Salambó sonrió disimuladamente ante la cándida ingenuidad de su hermano. El Consejo de Cartago estaba compuesto por comerciantes y sus bolsas siempre estaban cerradas para dar, en cambio, se abrían rápidamente para recibir. Si una guerra fracasaba se ejecutaba al general responsable y a otra cosa. Recordarles que el nervio de la guerra era el dinero y que si no estaban dispuestos a soltarlo no habría victoria era poco menos que inútil. —Asegúrate de que se lo planteas como una inversión, no como un gasto. Y no trates de asustarlos porque no te creerán. Los romanos ya desembarcaron una vez en África y se los derrotó y están convencidos de su invulnerabilidad. Pronto cambiaron a temas más ligeros, Salambó le informó de cómo marchaban los negocios familiares y algunos chismorreos, y ambos hermanos disfrutaron de una tranquila velada mientras veían el reflejo plateado de la luna sobre un mar homérico que parecía de vino tinto.
Dos días después, Magón compareció ante el Consejo de los Cien, el senado de Cartago, compuesto por cien de los ciudadanos más ricos de la ciudad, entre los que se elegían cada año dos sufetes. En teoría todos respondían ante el pueblo, pero a las asambleas, cuando se las convocaba, por lo general solo se les
presentaban hechos consumados. Había estado meditando detenidamente su presentación ante el Consejo. Como miembro de los Barca podía presentarse como representante de su familia ante sus iguales, pero dado el tema que iban a tratar, y sabedor de que no era un político, se presentó vestido con su mejor armadura y en toda su gloria marcial. Que un guerrero les hablase de la guerra. Parado en el centro del hemiciclo, vestía una túnica roja impoluta y, sobre ella, faldeta de cuero y una coraza anatómica de plata, el mismo material que las grebas. No llevaba yelmo y solo su espada, una falcata ibera, era parte de su equipo real. Al fin y al cabo no se trataba de matar a nadie, o eso esperaba, sino de impresionarlos. Así vestido y con los poderosos brazos cruzados sobre la coraza, Magón Barca esperó a que los padres de la patria se fueran sentando. Tras él, tres soldados cartagineses de caballería, también impecablemente vestidos, aguardaban. Dos de ellos sujetaban un fardo alargado y el otro un saco de tamaño mediano. Cuando todos estuvieron sentados Magón comenzó su relato y, tras un largo rato hablando, sin omitir detalles ni penurias propias, terminó con Cannas. —… jamás los romanos han sufrido un derrota tal —hizo una seña a los soldados que desenrollaron el fardo, del que cayeron una decena de estandartes rotos y ensangrentados—. Estos son solo algunos de los estandartes capturados en Cannas, hay más, y si alguno desea verlos serán remitidos, pero no es eso lo más importante. —Magón apartó de una patada las enseñas, haciendo espacio, y el soldado del saco avanzó y derramó su contenido por el suelo. Cientos de anillos de oro cayeron y se desparramaron sobre las baldosas de mármol—. Es costumbre de las clases altas romanas llevar un anillo de oro como símbolo de estatus. Un anillo sin adornos, aquí hay varios miles de ellos. —Se llevó una mano a la espalda y descolgó un saquito que colgaba del cinto y lo abrió—. Los de su Senado, como muestra de humildad, llevan otro anillo, pero de hierro. —Magón sacó uno y lo enseñó sujetándolo entre el índice y el pulgar y luego volcó la bolsa sobre la alfombra de anillos de oro frente a él—. Estos son ochenta de esos anillos. En el curso de dos años hemos aniquilado al equivalente a ocho de sus ejércitos normales, cuatro de ellos en un solo día, en Cannas. Miles de de su clase más alta han muerto, así como ochenta de sus senadores, casi un tercio del total. Hemos matado a dos cónsules y dos procónsules, su república está malherida, pero necesita un empujón más, y para eso necesitamos refuerzos. Humanos y materiales. —Magón abrió los brazos mostrando la pila de despojos—. Esto es solo una muestra de lo que puede ser la
victoria, con un poco de ayuda, esta puede ser nuestra. La mayoría de la sala se levantó ovacionando. La facción favorable a los Barca y muchos de los independientes aplaudían a rabiar, pero una parte, aproximadamente un tercio de los presentes, permanecían silenciosos y ceñudos, eran la facción de los terratenientes, su riqueza provenía del comercio de grano de sus tierras y otros productos agrícolas y la guerra no les beneficiaba especialmente. Uno de ellos, sentado en primera fila, alzó la mano solicitando la palabra. Se trataba de Hannón. Cuando se hizo el silencio el viejo enemigo de su padre se puso en pie y miró a Magón a los ojos. El viejo aparentaba más años de los que tenía, y tenía muchos. Aún de pie su porte seguía encorvado, grandes pliegues de piel le colgaban del cuello y su cráneo calvo estaba rodeado por un triste aro de pelos blancos, todo esto junto a su nariz picuda le daba un aspecto de buitre famélico. Pero a pesar de su lastimoso aspecto, Hannón era un hombre brillante y su mente seguía funcionando a la perfección como delataba el brillo de sus astutos ojos negros. —¡Hermanos! —llamó con una voz clara propia de un hombre más joven—, quiero ser yo el primero en tomar la palabra para felicitar al joven Magón, el más pequeño de los Barca que viene aquí a anunciarnos las victorias de su hermano Aníbal, el mayor de los Barca, en su guerra contra los romanos —dijo poniendo especial énfasis en el «su»—. Aníbal, él solo, haciendo uso del legado de su padre, ha emprendido una guerra contra Roma, la que otrora fuera nuestra aliada y con la que manteníamos una dolorosamente adquirida paz, está otra vez en guerra con todo Cartago, por las acciones de una —dijo levantando su descarnado dedo—, solo una de las familias cartaginesas. Los Barca, que no pudieron ganar la anterior guerra, han empezado otra por su cuenta y riesgo y han lanzado a ella a toda la nación. Aquello era una infamia, su padre, Amílcar, jamás había sido vencido por los romanos y si la guerra se perdió fue por la tacañería de aquellos mismos senadores y aquel miserable Hannón. Magón apretó los puños, pero se refrenó. —Al menos es una guerra victoriosa, o eso dice —prosiguió—, decenas de miles de enemigos muertos anuncia el joven Magón, y aquí nos trae sus sucios despojos como si esto fuera un bazar de la más miserable esquina del puerto de Gades. Han decapitado a su Estado, dice, y a pesar de todo nos pide más dinero. Han derrotado a sus ejércitos, dice, y a pesar de todo nos pide más hombres y más bestias. Han saqueado sus tierras, dice, y a pesar de todo nos pide grano y
provisiones. Hannón se volvió y miró a los ojos a Magón, que tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para sostener esa mirada. —¿Qué nos pedirías, Magón Barca, en caso de haber sido derrotado? —se produjo un momento de silencio—. ¿Conoces, Magón, el número de hombres que le quedan a los romanos? —No —respondió este con los dientes apretados. —¿Conoces al menos si todos los pueblos de Italia se unirán a tu hermano? —No —respondió este de nuevo. —¿Conoces si los romanos han enviado emisarios pidiendo la paz? Esto sí lo sabía, pero prefirió callar, la determinación de los romanos solo contribuiría a reforzar el argumento del viejo. Ante el silencio del Barca, Hannón se volvió de nuevo al hemiciclo. —Los Barca nos arrastran a una guerra que no deseamos —obviando el hecho de que ese mismo Consejo la avaló cuando Fabio Máximo acudió a ellos pidiendo explicaciones por el asedio de Sagunto— y, tras anunciarnos victorias, nos suplican recursos. Yo digo que no les demos nada, que solventen ellos mismos este desastre que han comenzado y que no arrastren a la patria en sus locuras. Hannón hizo una pausa y Magón pensó con el corazón en un puño qué decir, ese viejo los tenía en el bolsillo. Si se producía una votación ahora mismo probablemente muchos de los que antes habían aplaudido decidieran que no querían rascarse la bolsa, pero entonces el viejo, llevado por su propio impulso, cometió un error. —Y es más, os digo, si los romanos así lo piden, entreguémosles a Aníbal como muestra de que Cartago no tiene nada que ver con esta agresión que los Barca han perpetrado, a Aníbal y a sus dos criminales hermanos. Para Hannón esta afirmación era fácil de decir, sus intereses, como los del resto de su facción, radicaban en las tierras que había en el norte de África y de cuya
explotación surgía su fortuna, exportando trigo incluso a los romanos. Pero muchos de los allí reunidos, tras el desastre de la primera guerra contra Roma, habían rehecho sus riquezas gracias a los recursos de Hispania y las rutas comerciales abiertas por Amílcar y sus descendientes. Una cosa era no apoyar a Aníbal, y la otra entregar a los garantes de la protección de sus intereses. Casi toda la sala se levantó en contra del viejo Hannón cuando este ya casi los había convencido. Al final del día se acordó el envío de cuatro mil jinetes númidas, cuarenta elefantes y quinientos talentos[5] de plata de inmediato que, casualidad, irían comandados por un oficial llamado Hannón, y se encomendó a Magón que reclutase un ejército para enviar como refuerzo a Aníbal en Italia en cuanto estuviese disponible.
Al día siguiente nada más amanecer, Magón, acompañado por los diez soldados libios, se dirigió hacia las imponentes murallas, que cerraban la península en la que se asentaba la ciudad, a inspeccionar a los hombres que irían a Italia en cuanto se solucionase el transporte. Según la leyenda, Dido había engañado a su hermano Pigmalión para que matase a su marido, al que odiaba. Tras el asesinato y mientras Pigmalión buscaba el tesoro de su cuñado, Dido había huido de Tiro con este, llegando al norte de África, donde había pedido al rey de los gétulos que le vendiera un trozo de tierra para asentarse. El arrogante libio respondió que por esa cantidad de oro solo les daría la tierra que cupiese en la piel de un buey. Para su sorpresa, Dido aceptó, ordenó cortar la piel del buey en finísimas tiras y con ellas abarcó la península en la que se asentó la ciudad original. Magón sonrió recordando la historia que había aprendido de niño, como todos los nacidos en Cartago. Mostraba la astucia típica de su pueblo y su capacidad de obtener ventaja incluso de la situación más difícil. Sumido en sus leyendas llegó hasta los imponentes muros. Si los puertos de Cartago eran maravillas de la ingeniería de su tiempo, sus murallas no se quedaban cortas. Defendiendo la parte que conectaba la ciudad con tierra firme había una triple línea de murallas, la última y más formidable, de quince pasos de alto, contaba con torres defensivas cada sesenta pasos y tenía diez pasos de grosor. Pero la auténtica maravilla estaba en su interior. Conscientes de que el espacio en la ciudad era escaso, los cartagineses habían construido cuarteles en el interior de sus murallas, capaces de albergar sin estrecheces a veinticuatro mil soldados, cuatro mil jinetes y unos trescientos elefantes. Eran los jinetes los que interesaban especialmente a Magón. No tardó
en encontrar a Hannón, el oficial al mando. Era un joven y alto noble cartaginés. Un chico apuesto, con las piernas ligeramente arqueadas típicas de un jinete. Comandaba a los cuatro mil númidas que estaban acuartelados en la ciudad en ese momento. Magón le estrechó la mano. —Hannón, si no me equivoco —preguntó el más joven de los Barca. El aludido asintió. De cerca parecía aún más joven, debía de tener la misma edad de Magón, que tenía veintisiete años, pero estaba claro que le faltaba la experiencia que este había tenido en los últimos años. Vestía un impoluto linotórax reforzado en hombros y bajo vientre con escamas de bronce y una larga espada de tipo griego, todo con aspecto de no haber sido estrenado aún—. ¿Sabes a qué vengo? —Sí, lo sé. Según me han dicho vamos a Italia —dijo sonriendo, encantado con su destino. «Veremos a ver si sigues sonriendo así después de una temporada». —Vas, tú con tus hombres, yo me reuniré con vosotros una vez que haya reclutado un ejército. El Consejo no cree prudente que me lleve a la guarnición de la ciudad así que habrá que reclutar más hombres, pero la caballería y los elefantes pueden marchar ya, así que partís en cuanto esté arreglado el transporte. —Entiendo. Prudente política… ¿Quieres inspeccionar a los hombres? —Claro. El joven oficial guio a Magón por los cuarteles y este evaluó a los reclutas. Resultaban poco impresionantes al primer vistazo, tipos delgados y morenos vestidos con sus túnicas cortas, sin mangas. Algunos con una espada al cinto, pero casi todos desarmados, sujetando a sus pequeños caballos grises de la cuerda que llevaban al cuello como único arreo. Pero Magón no se dejaba engañar, con ojo experto los examinó. Los animales estaban bien cuidados y sanos, todos los hombres eran jóvenes, con esos andares zambos del que está acostumbrado a vivir a lomos de un caballo, de brazos delgados pero fuertes y ojos astutos. —¿Tienen experiencia? —preguntó. —Si te refieres a si han entrado en combate, no. Al menos no en gran escala o
más allá de alguna escaramuza con bandidos. Era honesto ese Hannón. —¿Y tú? —preguntó tras detenerse y mirarle a los ojos. El joven cartaginés le sostuvo la mirada, ni arrogante ni acobardado. —Yo tampoco. —Vas a tener de sobra de aquí a poco si no haces ninguna estupidez y te matan pronto —dijo Magón crudamente, evaluando la reacción de su interlocutor. —Supongo que solo el tiempo lo dirá —dijo encogiéndose de hombros. —Bien —dijo Magón volviéndose a los hombres—, ¿con qué frecuencia se ejercitan? —Todos los días —Magón enarcó una ceja, incrédulo. —¿Todos? —Sin excepción. Cada mañana al amanecer cabalgamos fuera de la ciudad y se ejercitan en tiro al galope, salto, emboscada y resistencia. A mediodía, durante las horas de más calor, se para a descansar y luego se continúa hasta el atardecer cuando vuelven aquí a descansar y atender a sus monturas. Magón asintió complacido. Creía firmemente que ningún soldado lo era de verdad hasta que había derramado sangre o vertido la suya, pero hasta que ese momento llegaba, el entrenamiento lo era todo. Terminó de revisar a los hombres. Y se dispuso a dejar a Hannón. —Has hecho un buen trabajo de preparación. Asegúrate de que lleven ropas de abrigo, el invierno en Italia, incluso en el sur, no es como el de aquí, te lo aseguro, y les costará acostumbrarse. —Ya nos hemos encargado —dijo Hannón con suficiencia. —Bien. En ese caso que empaquen lo que vayan a llevar, pero que viajen ligeros de equipaje, voy al puerto a discutir sobre el transporte, pero el espacio es un bien escaso y tenemos que embarcar también cuarenta elefantes y eso es siempre
un problema. —Así se hará —respondió, luego pareció dudar por un momento. —¿Sí? —Si no te importa, Magón, me gustaría ir contigo al puerto, querría saber con antelación en qué condiciones van a viajar mis hombres. A Magón le gustaba cada vez más ese muchacho. Si no acaba muerto en una zanja prometía ser un buen oficial. —Claro, puedes venir. Hannón impartió algunas órdenes y siguió al Barca camino del puerto.
Los doce hombres cruzaron la ciudad y se dirigieron al puerto militar de Cartago. El puerto circular tenía unos mil pasos de diámetro y en sus hangares se podían albergar unas doscientas quinquerremes, aunque en la actualidad su número era bastante menor, al menos, según observó Magón mientras avanzaba por el puente que unía tierra firme con la isla central, se trabajaba intensamente para construir más. En el centro de la isla se alzaba la torre-vivienda del almirante y hacia ella se dirigieron. Los diez libios esperaron fuera mientras Hannón y Magón eran recibidos por el almirante Bomilcar. Bomilcar era un tipo alto y moreno. Llevaba la cabeza completamente afeitada y la compensaba con una frondosa barba entrecana. Tenía los ojos claros casi permanentemente entrecerrados y enmarcados por arrugas en su piel curtida por el mar. Veterano de la primera guerra contra Roma, Bomilcar era un marino eficaz y orgulloso. Pero también un hombre afable, había sido amigo de Amílcar y apreciaba a sus hijos. Recibió a Magón y Hannón y los hizo sentarse en una terraza abierta al mar donde no les dejó decir una palabra hasta que estuvieron cómodamente instalados y con una copa de vino en las manos. —Imagino que venís para el tema del transporte a Italia, ¿verdad? —dijo sin andarse con rodeos tras darle un trago a su copa de vino. Magón también lo probó y alzó las cejas sorprendido al reconocer el sabor.
—¿Es vino italiano? —preguntó incrédulo. —¡Claro! —rio el almirante—, si crees que una guerra con Roma puede impedir que nuestros intrépidos y patrióticos comerciantes —dijo cargando el segundo adjetivo de ironía— dejen de hacer negocios en Italia, o incluso en la propia Roma, es que te has vuelto un poco ingenuo en tus tiempos en Hispania, hijo. Magón decidió no decir nada, en realidad no estaba sorprendido. Para algunas personas su única patria era el dinero, y muchas de esas personas estaban en esa misma ciudad. —Como bien imaginas, venimos por el tema del transporte a Italia —dijo Magón. —Claro, hijo, no soy tan arrogante de creer que vienes solo para verme brillar la calva. Ya he impartido las órdenes para que se preparen los transportes y la escolta. Cuatro mil jinetes y cuarenta elefantes, ¿correcto? —Correcto —asintió Magón. —Bien, los elefantes son siempre el mayor problema, hay que engañarlos para subir a los barcos y son bichos listos, pero una vez dentro no dan problemas. A dos por barco necesitaremos veinte naves solo para los paquidermos. Los cuatro mil jinetes van a ser otro problema. —Bomilcar se volvió a Hannón—. Lo siento por tus hombres, muchacho, pero vamos a tener que apretarlos. Metiendo a unos cincuenta por barco, con sus caballos, podemos hacerlo en ochenta barcos más y con eso os estamos dando casi todos los que tenemos disponibles. —Cien transportes… —dijo Magón haciendo la cuenta— y necesitarán escolta. —¡Claro!, pero no te preocupes por eso, es un viaje corto de ida y vuelta y puedo darte cincuenta quinquerremes, deberían ser suficientes. Los romanos andan calmaditos en el mar ahora mismo. A finales del año pasado un tal Cneo Servilio atacó nuestras costas e hizo un buen destrozo saqueando todo lo que pudo, pero en el viaje de vuelta una tormenta mandó casi toda su flota al fondo. Así que no deberíais tener problemas. Ni con los barcos romanos ni con ese tal Servilio, según tengo entendido… Magón sonrió cruelmente, Servilio Gémino había sido uno de los procónsules muertos en Cannas.
—Cuéntamelo todo, hijo —pidió el viejo marino acomodándose en su asiento, y Magón comenzó de nuevo el relato de las campañas de Italia, para los curiosos oídos de Bomilcar y para los ávidos oídos de Hannón.
Dos días después, supervisados por el propio Bomilcar, el embarco de las tropas estaba ya casi terminado. La operación había llevado las dos últimas jornadas de sol a sol y había colapsado por completo el puerto comercial, con el consiguiente enfado de los mercaderes que habían visto así interrumpida su actividad y eso costaba dinero. Aun así ninguno había tenido el valor de quejarse a Magón, que había dispersado a los protestones con una ceñuda mirada. Los últimos númidas iban guiando a sus monturas por las estrechas pasarelas que llevaban al interior de las panzudas naves de transporte. Los primeros que habían embarcado asomaban la cabeza por las bordas para vomitar, eso los que podían, los que habían caído en zonas más centradas lo tenían que hacer en un cubo, si es que tenían uno, y aún no habían salido de puerto. Magón miró al cielo con preocupación, se veían unas cuantas nubes, algo que no le habría importado en cualquier otra circunstancia, pero que, de cara a un viaje por mar, lo llenaba todo de peligrosas incertidumbres. Bomilcar interpretó su mirada y trató de tranquilizarlo. —Tranquilo, hijo. Llevan buenas tripulaciones y la estación no está aún muy avanzada. En unos pocos días estarán en Italia aprendiendo a matar romanos. —Eso espero —dijo Magón, que odiaba dejar todo en otras manos—. ¿Se ha embarcado la plata? —Sí, está todo en las quinquerremes, diez talentos por barco. No pongamos todos los huevos en el mismo cesto —dijo el marino. —Creí que no había peligro en el viaje —dijo Magón en tono de zumba. —Hijo, yo no te digo como sujetar esa espada, no me digas tú como organizar a mi flota —respondió el almirante sin dejar que el joven Barca se le subiera a las barbas—. Este no es un viaje más peligroso de lo normal, pero el mar siempre incluye peligro y nunca se sabe, así que nunca se es demasiado prudente. Magón levantó las manos en gesto de paz antes de volverse a Hannón que asistía
a todo en respetuoso silencio. —¿Y tú? —preguntó—, ¿tienes claras tus instrucciones? —Sí, Magón. En cuanto desembarquemos en Italia ar lo más rápido posible con Aníbal y establecer un punto de encuentro. Mientras, evitar el o y asegurarnos de que todos los hombres y animales llegan intactos a donde Aníbal disponga. —Eso último es lo más importante, y el dinero, no pierdas ni una moneda. Os van a sobrar oportunidades de entrar en acción, te lo aseguro, mi hermano os hará trabajar, así que no tengas prisa. —No la tendremos, no te preocupes, Magón. —Claro que me preocupo… —gruñó.
Al día siguiente al amanecer la flota se hizo a la mar. Les llevó casi toda la mañana salir una a una por la estrecha bocana del puerto y luego reunirse y formar un convoy con las naves de guerra alrededor. Al atardecer aún eran visibles en el horizonte, con las velas hinchadas por un suave viento de poniente. Magón había permanecido casi todo el día sin moverse, observando cómo abandonaban el puerto y se dirigían a Europa. Se moría de ganas de volver a la acción, aunque sabía que la proximidad del invierno ralentizaría las operaciones. —Ya no puedes hacer nada más por ellos, hermano —le dijo la suave y ronca voz de su hermana, que venía con dos copas de vino y le tendió una—, déjalos ir y prepárate tú para el siguiente paso. ¿Sabes ya cuántos hombres vas a reclutar? Magón hizo caso de su hermana y le volvió la espalda al mar por primera vez ese día. Sujetó la bella copa de cristal de roca y bebió un poco. —Ayer ya mandé agentes por toda la provincia y mañana saldré yo mismo. Me gustaría llevarme unos quince mil hombres y al menos dos mil jinetes de caballería pesada, más todos los elefantes que pueda encontrar ya adiestrados. Pero todo depende de cuántos se puedan reclutar y de si cambian o no las circunstancias.
Salambó asintió y tomó asiento en uno de los divanes que había bajo el emparrado. La noche había refrescado el ambiente y se cubría con un amplio y bello manto bordado. Magón no pudo evitar pensar que, atractiva e inteligente como era, su hermana probablemente disfrutaba de la ausencia de los hombres de la familia para hacer y deshacer a su voluntad. Se sentó él mismo sonriendo ante esos pensamientos en los que prefirió no profundizar. —¿A qué te refieres con eso de un cambio de las circunstancias? —preguntó su hermana. —La guerra es fluida —dijo tras una pausa, mientras meditaba la respuesta—. No sabemos qué puede ocurrir en Italia durante el invierno, o en Hispania, donde las últimas noticias que tuvimos de Asdrúbal no eran buenas. Los romanos están presionándolo mucho. Además, en Sicilia el viejo Hierón de Siracusa agoniza, por suerte, qué lástima que no muriera hace años ese viejo cabrón. Su hijo y probable sucesor es de los nuestros, pero eso supondrá abrir otro frente. Eso en principio nos beneficia, siempre y cuando encontremos tropas para mandar a Sicilia, a los romanos les aumentará las complicaciones, pero eso no quiere decir que podamos dormirnos. Sicilia está muy cerca y no podemos dejarles que la controlen impunemente, si no la han usado como plataforma desde la que invadirnos es porque los sorprendimos desde el norte, si no, ya lo hubieran hecho. —Ya entiendo —dijo la mujer—, aun así ahora mismo la situación, dejando de lado los apuros de Asdrubal, es ventajosa. —Sí, así es, pero, como te dije, la guerra es fluida. Todo puede cambiar en un día. Una plaga, una emboscada, una deserción, una nueva parte que entre en la guerra… Permanecieron los dos en silencio un tiempo. —Hermano… —dijo al fin Salambó rompiendo la quietud. —¿Sí? —¿Crees que habríais debido marchar sobre Roma? —¿Tras Cannas, quieres decir?
—Sí, claro. Magón permaneció callado un tiempo y Salambó apreció cuánto había madurado, cómo había aprendido a medirse, a pensar antes de hablar. La guerra le había cambiado y la inteligente mujer no pudo más que apenarse de pensar que hubiera hecho falta algo tan terrible para convertir al niño en hombre. —Lo creí. En su momento, tras ver lo que habíamos conseguido, lo creí. Hermana, aquello era horrible pero fascinante… No dije nada en el consejo de oficiales cuando Maharbal le reprochó a Aníbal que desperdiciaba la victoria por lealtad, pero en los días siguientes entendí que tenía razón. Habíamos ganado, pero a un precio. Con todos esos heridos y contra esos muros y esa población. Habría sido un desastre. —¿Hemos fracasado entonces? —La estrategia de rendir a Roma en una guerra rápida sí, esa ha fracasado — itió Magón—. Creímos que venciéndolos en el campo de batalla se rendirían o aceptarían pactar, pero nos equivocamos. Los romanos son de una pasta mucho más dura de la que nos imaginábamos. —Entonces, ¿qué toca ahora? —preguntó Salambó en tono sereno. —Ahora toca una guerra de desgaste. Un duelo de voluntades entre los romanos y nosotros. —¿Y podemos ganar ese tipo de guerra? Magón pensó en lo que habían oído de Quinto Fabio Máximo pidiendo que se declarase traidor a quien pidiera la paz, o negando que los prisioneros fueran romanos y no queriendo aceptarlos. Pensó en los legionarios acorralados en Trasimeno o en Cannas, que luchaban espalda con espalda hasta que había que matarlos uno a uno. Recordó el cadáver de Emilio Paulo, atravesado con una lanza y sus dedos muertos sujetando la espada, y pensó en Hannón el Viejo y en el resto de del Consejo, que no sabían cuál era el tacto de un arma. Pero también se acordó de la nieve de los Alpes y a todos esos hombres, que no compartían lengua ni dioses, siguiendo a Aníbal y su capa púrpura cubierta de nieve. Pensó en los pantanos del Arno, aquellos cuatro días de infierno húmedo y a su hermano mordiendo un palo mientras el médico le sacaba el ojo infectado. Recordó a los heridos de Cannas, que se tragaron su miedo y su dolor para
volver al infierno y cerrar la brecha que habría acabado con todos, solo porque ellos se lo habían pedido. —No, no lo sé, hermana. Eso está en manos de los dioses, pero podemos, claro que podemos.
Principios de octubre del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Roma
Tras una larga cabalgada por la vía Appia, Lupo había entrado en Roma por la puerta Capena, había bordeado el Circo Máximo y había subido al Palatino donde se encontraba la residencia de Quinto Fabio Máximo. Tras entregar los correos de Marcelo había sido liberado del servicio y disponía de unos días para visitar a su familia antes de volver a este. Cabalgó lentamente mientras cruzaba el foro, ir a caballo entre un mar de caminantes le dio una perspectiva particular de la que nunca había gozado en el interior de la ciudad. Al principio le sorprendió la calma. La gente iba y venía atenta a sus negocios, las tiendas y tabernas estaban abiertas, pero no se le escapó que había una sensación extraña en el ambiente. Bajo el barniz de la aparente normalidad aquí y allá asomaba la dura realidad, una mezcla de miedo y tensión, una mezcla que su propia presencia, a caballo y con la maltratada cota de malla que llevaba puesta, era un cruel recordatorio de lo que había más allá de los muros. Un recordatorio de una guerra que nublaba todo horizonte y que las buenas noticias que él mismo había traído no iban a despejar demasiado. Mezclas de pena e incluso de ira en las miradas que la gente le dirigía, probablemente de quienes habían perdido familiares mientras que él seguía vivo. Sumido en estos alegres pensamientos trepó al Quirinal, dejó a Impasible en una de las cuadras próximas a la puerta Salutaris y caminó cargando con su exiguo macuto hacia la casa familiar. Los Lupo eran una familia próspera que residían en la discreta pero acomodada cumbre del Quirinal. Se paró ante la puerta de casa de sus padres y, a pesar del deseo de ver a la familia que le había impulsado durante el camino, estuvo tentado de darse la vuelta e irse, al fin y al cabo había escrito una corta carta tras Cannas para informar de que seguía vivo, aun así, cerró el puño y llamó a la puerta. Diodoro, el viejo mayordomo de la familia, abrió la puerta y tuvo que contener una exclamación y las ganas de abrazarlo
cuando lo reconoció, cosa que le llevó un momento. —¡Por todos los dioses, Lucio! —dijo llevándose la mano a la boca. —Hola, Diodoro —dijo Lupo con una sonrisa cansada—, ¿puedo pasar? —Claro, domine, perdonad, perdonad… Avisaré a vuestra madre. —No, déjame que yo la busque, ¿está en su sala de estar? —preguntó Lupo. —Sí, y vuestro padre en el foro ocupado con sus negocios, ¿debo mandarle recado para que venga? —preguntó el mayordomo. Ya atardecía, así que su padre volvería pronto de todas maneras. —No, Diodoro, no te preocupes. —Como usted diga, ¿quiere que me encargue de su…erm… equipaje? —dijo mirando su pobre macuto. —Si no te importa… Lupo le entregó la bolsa y entró en el pequeño atrio de la casa, el impluvium, donde tantas veces había chapoteado de niño junto a su hermano, se encontraba lleno de agua con las primeras lluvias otoñales y observó el mosaico del fondo, con unos peces negros sobre teselas blancas. Dejó las reflexiones a un lado y entró en la parte interna de la vivienda. La puerta de la salita de estar de su madre estaba abierta y Lupo la miró desde el umbral. De espaldas a él su madre tejía tranquilamente en su telar. Siempre había tenido un increíble talento para ello, el propio Lupo llevaba la última de las túnicas que ella misma le había hecho, remendada y descolorida, pero que aún conservaba el amoroso toque de su madre. Al final de la habitación había un gran espejo de bronce pulido. Lupo se reflejó en él al moverse y su madre lo vio, aunque a esa distancia este solo reflejaba la imagen borrosa del soldado. Su madre se interrumpió al ver el reflejo y se volvió sobresaltada, le llevó un segundo reconocer a su propio hijo y, cuando lo hizo, se le escaparon la lanzadera y el ovillo de lana de entre las manos y quedó petrificada en el asiento. Lucio avanzó sin pensarlo, se arrodilló frente a su asiento y la abrazó. Tras el largo abrazo su madre se separó de él y le sujetó la cara entre las manos,
observándolo largamente con los ojos llenos de lágrimas. El rostro enjuto y mal afeitado, con los ojos ligeramente hundidos y sin brillo, la gruesa cicatriz del pómulo y las de las cejas, la nariz rota ligeramente torcida… Opimia lloró aún más al ver lo que la guerra le había hecho a su hijo en el año y medio que había estado fuera. Aquel conflicto le había robado a un hijo y le había marcado a otro, pero Opimia era una romana orgullosa y sabía que entregar a sus hijos al ejército era su deber para con la República e hizo acopio de toda su entereza. —Te has hecho un hombre, Lucio, hijo —dijo conteniendo la emoción. Lucio sabía lo que se esperaba de él, aquella era una sociedad que no itía la debilidad masculina y llorar era de débiles, un hombre no lloraba ni aun en presencia de su madre y, aun así, solo quería apoyar la cabeza en su regazo, olvidar aquella estúpida convención social y dejarse llevar por el llanto durante horas, dejando que su madre le consolara, pero la fuerza de la costumbre se impuso y tragándose la emoción y las lágrimas se puso en pie y alzó a su madre, que lo abrazó de nuevo. —¡Por Juno, Lucio, qué delgado estás! —dijo la madre, preocupada pero empezando a sonar como ella misma una vez más—, voy a ordenar a Diodoro que asen un cordero y esta noche daremos un banquete, ¡mi hijo ha vuelto de la guerra! —Pero tengo que volver en unos días, madre… —Bueno, pero mientras tanto déjame que cuide de ti, es mi derecho, así que ahora quítate esas ropas mugrientas y ve a asearte. Lupo sonrió y salió de la salita de su madre, que se perdió en la zona de servicio dando órdenes a gritos. Alguien llamó a la puerta y Lupo salió al atrio, Servio Lupo entró en su casa y vio a su hijo esperarle. El pater familias tuvo que hacer un esfuerzo para contener la emoción y avanzó hacia su hijo tan rápido como se lo permitió la toga. Padre e hijo se abrazaron y luego el padre se separó de él y lo examinó con ojo experto. Como todos los varones de la familia, él también había servido en la caballería, en su caso contra galos e ilirios. La cota de malla que había regalado a su hijo estaba recién forjada hacía un año, ahora presentaba marcas de desgaste y óxido en algunos puntos y los brillantes eslabones nuevos del hombro izquierdo mostraban una reciente reparación, eso y las cicatrices del rostro de su
hijo mostraron al veterano Servio Lupo más de lo que su hijo podría haber dicho con palabras, pero se fijó en los adornos de oro que colgaban de los hombros de la cota de malla, como pequeños torques. —¿Armillae? —dijo el padre con orgullo —. Mi hijo ha ganado sus primeras condecoraciones, no me habías dicho nada en tus cartas. ¿Y ese puñal? —dijo señalando el puñal celtíbero que llevaba al cinto. Lupo casi las había olvidado, recibidas por recomendación de Ventidio tras aquella lejana escaramuza en la que había conocido a Helvia. —Casi las había olvidado. Fue hace tiempo, durante la dictadura de Fabio Máximo, tras una escaramuza con unos galos en Campania. El puñal era de un hispano, me pareció bonito. Parece que ha pasado una vida… —dijo incómodo, tendiéndole la bella arma para que la observase. —Me lo tienes que contar todo, hijo —dijo el padre con orgullo mientras apreciaba la filigrana de plata de la empuñadura—. Pero corre a lavarte y ponerte cómodo y ya hablaremos con calma en la cena. Su padre lo abrazó una vez más y le dejó ir a cambiarse. La cena transcurrió con normalidad, su padre le cedió el locus consularis, el lugar de honor que presidía la sala, pero la ausencia de su hermano resultaba demasiado evidente. Servio Lupo insistió en que su hijo le contara todo lo que había vivido y este obedeció muy a su pesar y, una vez que hubieron terminado de comer, y pese a ir más que achispado por el vino, cuando se tumbó en su cama no pudo cerrar los ojos. La brutal carga de los galos, la cabeza de Clamio abierta en dos, el destrozado cuerpo de Manlio luchando por seguir vivo, hasta el hombro empezó a dolerle… Lucio Lupo pensaba quedarse unos días con su familia y hacer uso del tiempo que le habían concedido, pero aquella ficción de normalidad le oprimía, las pesadillas lo acosaban si conseguía conciliar el sueño y sentía que estaba traicionando a quienes seguían en el frente, así que dos días después, con un juego nuevo de túnicas, calzas y calcetines de invierno tejidos por su madre, Lucio Lupo montó en Impasible y volvió a la guerra y, por primera vez, temió si alguna vez podría volver a la normalidad, en el improbable caso de que sobreviviera.
Principios de octubre del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Canusium, Apulia
Entró jadeando en la casa, el servicio ya lo conocía lo suficiente como para no hacer preguntas e iba y venía a su antojo. La pierna aún le dolía, pero respondía y aguantaba. El corte del costado era ya únicamente otra marca rosada que unir a la colección, pero la cabeza era otra cosa. Dejando de lado la enorme cicatriz en forma de Y que arrancaba en la sien y luego se dividía en dos sobre la oreja, haciendo que, por comparación, la marca que tenía al otro lado pareciera pequeña, el mayor problema, aparte del estético, eran los dolores de cabeza. Cneo Manlio temió que debería aprender a vivir con ellos, una casi constante punzada le molestaba, salvo cuando se convertía en una auténtica puñalada que casi le nublaba la vista y le hacía caer doblado de dolor. Entre tanto, hacía un par de semanas que había comenzado a ejercitarse. Al principio, un par de vueltas al peristilo de la casa le hacían jadear de agotamiento y el dolor de la pierna era casi insufrible, pero ya podía darle dos vueltas corriendo a las murallas de la ciudad sin demasiados problemas, así que consideró que ya estaba listo para volver al servicio. Estiró los músculos cansados en el jardín de la casa y se dirigió hacia la sala de baños de la misma. Busa tenía una enorme bañera de mármol que era un auténtico placer, especialmente cuando, como era el caso, la dueña de la casa lo esperaba dentro de ella. Manlio no se hizo de rogar, se despojó de la túnica y las caligae y sumergió su cuerpo lleno de cicatrices en las cálidas aguas de la bañera y en el aún más cálido abrazo de su anfitriona.
Principios de octubre del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Brutio, sur de Italia
Isalcas dejó a su caballo galopar feliz por la playa, el animal necesitaba estirar sus patas tanto como él respirar aire fresco. Mientras disfrutaba del viento en la cara y de las cabriolas de su montura sobre la arena se juró por todos sus antepasados que jamás volvería a montar en un barco si no era para volver a África y no salir de ella nunca más. Los dos o tres días de travesía se habían convertido en casi dos semanas de zarandeo constante, vientos contrarios, vómitos, quejidos de hombres y caballos y agua y comida racionadas, pero, al
fin, estaban en Italia, en su extremo sur, según le habían dicho, pero eso a Isalcas no le preocupaba, númida de la tribu de los gétulos, no le daba miedo viajar a donde fuera, siempre que pudiera hacerlo a lomos de su caballo. Una vez que su montura hubo estirado las patas volvió a donde Hannón supervisaba el desembarco de los elefantes, era esta una labor delicada, no ya por los animales, que, pese a su tamaño y aspecto, podían nadar bastante bien, sino por el daño que pudieran causar a los barcos. A unos cuantos pasos y bajo fuerte escolta más de doscientas mulas cargaban con los quinientos talentos de plata para Aníbal. El oficial púnico lo llevó aparte. —Quiero que cojas a cien hombres y te adelantes. Marcharemos directos a Capua, parando solo cuando anochezca y partiendo antes de que salga el sol. Aunque Magón me aseguró que esta zona es leal, hasta que lleguemos a donde esté Aníbal asumiremos que marchamos por territorio enemigo —dijo el joven oficial muy serio—. Irás a un día de marcha por delante de nosotros y mantendrás o constante con la columna. Quiero que me informes de todos los movimientos que veas, y si te topas con algún grupo de reconocimiento romano no quiero supervivientes. Cuanto más tarden en saber que Aníbal tiene refuerzos, mejor. —Sí, señor —dijo Isalcas muy serio. —Ahora estamos en la guerra, esto ya no es el campo de ejercicios, mantened los ojos abiertos y no deis cuartel. —No lo daremos, señor. ¿Cuándo quiere que partamos? —Ya vas tarde —dijo tajante Hannón. Isalcas no se hizo de rogar, reunió a sus hombres y el centenar de jinetes se alejó de la playa al galope mientras Hannón supervisaba el resto del desembarco, dispuesto a realizar a la perfección esta primera misión que se le encomendaba.
Mediados de octubre del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Acerrae, Campania
Balkar empujó lentamente la puerta con la punta de la falcata y escuchó atento, no oyó nada, pero eso no quería decir que no hubiera nadie, así que avanzó con cuidado y con el escudo en alto. Miró a su alrededor y vio lo que en las otras dos casas que ya había inspeccionado. Bártulos tirados, enseres dejados atrás con prisas e incluso algunos rescoldos aún encendidos en el hogar. Examinó la otra habitación de la estancia y solamente vio unas cuantas mantas tiradas por el suelo. Se permitió relajarse y salió a la calle. —¿Todo igual? —preguntó a Garokan que salía de una casa con un saco ya bastante lleno a la espalda. Este no perdía el tiempo. —Todo igual, han abandonado la ciudad ante la perspectiva del asalto. Balkar asintió y vio cómo por todas partes la fuerza de asalto iba abandonando las precauciones mínimas y se entregaba al saqueo. Curioseó por un par de casas y encontró a Korbis, que examinaba un pequeño patio tras una casa algo más grande, la habían dejado pelada unos celtas que se les habían adelantado. Ya tenía amarrados a un par de cerdos que habían quedado en el cercado de detrás y miraba con ojo crítico por las esquinas del cercado que cerraba el pequeño huerto. —¿No tienes bastante con los cerdos? —preguntó Balkar que ya empezaba a salivar solo de imaginárselos sobre las brasas. —Shhh —dijo su camarada mientras seguía mirando atentamente el suelo—. ¡Aquí! Se arrodilló en una esquina y sacó el puñal de hoja alargada y triangular que llevaba al cinto. —¿Se puede saber qué te ha dado? —le dijo Balkar. —Mira el suelo, ¿no ves nada diferente? —le dijo su compañero con una media sonrisa. —No, ¿hay menos mierda de cerdo en esa esquina? —preguntó cínicamente el jefe. —Pues precisamente, querido Balkar, precisamente, aquí el suelo está revuelto —y sin aclarar nada se puso a cavar con el puñal.
Comenzó a sacar la tierra a grandes puñados con ayuda del arma, y Balkar creyó entender al ver lo fácil que resultaba la excavación. Korbis volvió a clavar el puñal en el suelo y se oyó un apagado chasquido de cerámica al romperse. El ibero levantó la vista y miró a su camarada con una enorme sonrisa y una expresión de «te lo dije» pintada en el rostro. Empezó a agrandar el círculo con las manos y desveló una tapadera de cerámica quebrada por la hoja del puñal, una vez que la hubo limpiado y haciendo palanca con la punta del arma levantó los fragmentos y desveló lo que había estado buscando. En sus prisas por abandonar el pueblo los habitantes de Acerrae habían enterrado en sus hogares lo que no habían podido llevarse en la esperanza de volver algún día y recuperarlo, por desgracia, no contaban con el olfato de Korbis. La olla de arcilla estaba llena de denarios de plata y algunas alhajas. Balkar ayudó a su camarada a excavar y la sacaron entera riendo como niños. Cuando lo hubieron contado tenían doscientos cincuenta denarios de plata y una docena de áureos. Una pequeña fortuna además de algunos collares, brazaletes y otras joyas. Lo pusieron todo en un saco de cuero y salieron. —Vamos, Balkar, estoy seguro de que hay más como este en alguna de estas casonas, solo es cuestión de saber buscarlos. Y Balkar decidió que sería más que productivo seguir al olfato de su amigo.
Después del fracaso del asalto a Nola, Aníbal sabía que necesitaba una victoria para acallar las dudas en sus nuevos aliados y devolver la moral a sus tropas. La pequeña Acerrae, al noroeste del monte Vesubio, se mantenía testarudamente leal a Roma y constituía, pues, la presa perfecta. Pese a instigarles a la rendición, los habitantes de la ciudad decidieron resistir, pero conforme las tropas cartaginesas comenzaron a levantar terraplenes y cercar la ciudad se lo pensaron mejor y, al amparo de la noche, abandonaron la ciudad. Ante las evidentes muestras de que la ciudad estaba desierta, se habían enviado a las tropas de asalto y estas habían encontrado un saqueo fácil en lugar de un sangriento combate y los muertos de Nola, si no fueron olvidados, al menos dejaron de atormentarlos. Acampado bajo los muros de Acerrae, Isalcas encontró al ejército de Aníbal y mandó recado a Hannón, que llegó al día siguiente con sus cuatro mil jinetes, veinte elefantes y los quinientos talentos de plata para pagar al ejército.
Hannón entró en la tienda de Aníbal un tanto intimidado, nunca había visto al general en persona, pero su nombre empezaba a alcanzar ya proporciones de leyenda, quizá por ello el aspecto de los hombres en la tienda le resultó un tanto decepcionante. Aníbal vestía una simple túnica ceñida por un sencillo cinturón de cuero, ningún adorno, ningún arma, tan solo su posición en el centro de la estancia denotaba su preeminencia. Levantó la vista al entrar y lo examinó con su único ojo, el otro lo llevaba cubierto con un parche de cuero. A pesar de la poco impresionante imagen que proyectaba, Hannón tuvo que contener la respiración cuando aquel ojo se clavó en él. —¿Quién eres tú? —preguntó gélidamente. Hannón tragó saliva, se puso lo más firme posible y respondió con voz clara. —Soy Hannón, traigo los refuerzos de Cartago, señor. Cuatro mil jinetes númidas, cuarenta elefantes y quinientos talentos de plata —dijo de corrido. —¿Eso es lo que nos envía Cartago? —dijo Aníbal incrédulo—. ¿Ya está? Hannón tragó saliva de nuevo. —Su hermano Magón se quedó reclutando infantería y caballería pesada, en cuanto los tenga listos embarcarán para Italia. —Eso ya es algo —dijo Aníbal en tono bajo—. ¿Se han instalado los hombres y se han preparado cercados para los elefantes? —Sí, señor, me encargué personalmente antes de venir a informar. —¿Y está el dinero ya guardado y a salvo? —Sí, señor. —Perfecto. En ese caso ya puedes retirarte —le dijo antes de volver la mirada al mapa que estudiaba. Dos de los otros tres oficiales disimularon una sonrisilla divertida y otro, más bajo, lo miró y le hizo un gesto tranquilizador. Al fondo de la tienda, una figura de pelo y barba largas de color gris, envuelta en una capa roja, lo miraba inexpresivamente. Hannón se dio la vuelta y salió de la tienda como se le había ordenado. —Pues vaya bienvenida —se dijo apesadumbrado, y se marchó a donde se
encontraban sus hombres.
Al día siguiente, poco antes de amanecer, un oficial de caballería entró sin llamar en su tienda y se paró mirándolo seriamente, tenía una cara de facciones huesudas y piel atezada y curtida por la intemperie. Vestía un linotórax lleno de marcas y arañazos y un par de grebas de bronce, que también habían visto mucho combate, le cubrían las espinillas hasta las rodillas de unas piernas ligeramente arqueadas. —¿Hannón? —preguntó como todo saludo. El aludido saltó del camastro y se puso en pie contento de haber conservado la túnica para dormir. —Sí… —Soy Maharbal, ahora estoy al mando de los númidas que has traído. Tú vístete y ve a la tienda de mando donde se te asignará algún cometido. Y date prisa, a Aníbal le gusta tener todos estos asuntos resueltos antes de amanecer. —Y dándose la vuelta salió de la tienda. Hannón, recién despojado de su mando, y decidido a que no le despojaran también de la cabeza, se apresuró todo lo que pudo en colocarse el linotórax, se ciñó el cinto con la espada y se echó el manto por encima, en ese condenado sitio hacía una humedad terrible, y aún no había empezado el invierno. Echó a correr hacia la tienda de mando a donde llegó casi jadeando, se recompuso como pudo y entró. Dentro estaban los mismos de la noche anterior a excepción de Maharbal, que estaría conociendo a sus antiguos subordinados, pensó Hannón amargamente. —¿Has dormido bien? —preguntó Aníbal amablemente. —Sí general, bastante bien… —dijo en tono dubitativo. —Me alegro —Aníbal alzó la vista y le clavó su único ojo—. Ahora, que sea la última vez que lo haces hasta más allá del amanecer mientras estamos en campaña. Y no hace falta que me llames general, ya sé mi rango, llámame Aníbal. Hannón no supo qué decir, así que no dijo nada y se acercó a la mesa. Un oficial
alto y de rostro atractivo miraba atentamente el mismo mapa que Aníbal estudiaba y no le hizo caso. La figuraba envuelta en la capa roja seguía igual de quieta y silenciosa en el fondo de la tienda y Hannón habría jurado que no se había movido desde la noche anterior. El otro oficial, algo más bajo que él y de rostro redondo y afable, le tendió la mano y susurró con una sonrisa. —Cartalo. —Hannón —dijo este mientras se la estrechaba y por miedo a otra reprimenda no dijo nada y miró al mapa. Este estaba pintado con mucho detalle sobre una piel de cordero, se veía el enorme cono del monte que presidía el paisaje de aquella región, Vesubio, le habían dicho que se llamaba. —Aquí ya poco tenemos que hacer, el invierno se nos está echando encima y las lluvias comienzan a embarrar los caminos y a dificultar las maniobras, así que queda poco tiempo para intentar hacer algo antes de que nos retiremos a invernar a Capua. Quiero que nos saquemos la espina de Casilino —dijo señalando un punto en el mapa—. Según he sabido, el nuevo dictador romano intentará recuperar Capua, por lo que no podemos permitirnos que mantengan una guarnición tan cercana desde la que abastecerse u hostigarnos. ¿Qué sabemos de las defensas de la ciudad, Cartalo? El afable oficial de inteligencia carraspeó y comenzó su exposición. —Se trata de un punto interesante, controla el único puente que hay en la zona sobre el río Volturno, que en invierno es casi imposible de vadear al ir crecido. Además, es la intersección de las vías Apia y Latina, así que es un nudo de comunicaciones importante. Está bien fortificado y uno de los lados está protegido por el río propiamente dicho, aunque no cuenta con otros accidentes geográficos significativos alrededor. —¿La has reconocido tú mismo? —preguntó el otro oficial. —Me ofendes, Asdrúbal, pues claro. Al menos ahora Hannón sabía como se llamaba el otro oficial, que sonrió ante el comentario de Cartalo. —Según hemos sabido —prosiguió Cartalo—, Fabio Máximo colocó dos cohortes de auxiliares, una de latinos y otra de etruscos como guarnición y ahí
siguen, unos mil hombres en total. —¿Y la población local? —preguntó Aníbal. —Ellos son los que me informaron, son partidarios nuestros en su mayoría — hizo una pequeña pausa—. Claro que también lo eran en Nola, y acabó como acabó… Aníbal asintió y se rascó bajo el parche, pensativo. —Bien, que terminen de limpiar lo que quede en Acerrae y los hombres descansen hoy. Tú no, Asdrúbal —dijo señalando al aludido—, tú cogerás dos mil hombres de la caballería pesada, los hispanos, y te llevarás inmediatamente la plata a Compsa y la dejarás allí a buen recaudo. No quiero sustos con las pagas del ejército. Los demás salimos mañana al amanecer. Y, tú —dijo señalando a Hannón—, te presentarás todos los días aquí al amanecer a recibir instrucciones o a escuchar y aprender hasta que decida qué hacer contigo. Ya sabéis, dijo clavando su dedo en un punto del mapa. Mañana a Casilino.
El asedio
Mediados de octubre del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Casilino, Campania
Mediaba la tarde y las murallas de Casilino se veían ya a unas pocas millas de distancia. Isalcas avanzaba con sus hombres explorando el terreno. Pese a que se entregaba a su trabajo con dedicación y profesionalidad, al númida no se le escapaba que, aunque necesitaban foguearse y ganar experiencia, estaba claro que los habían colocado en vanguardia con vistas a que, en caso de un mal encuentro, las bajas las sufrieran los nuevos y no los veteranos que habían llegado desde Hispania. Se acercó al río mientras esperaba a que les alcanzaran algunos rezagados y entró en el agua con su caballo para dejarle beber. El agua bajaba turbia e impetuosa por las últimas lluvias, y había desbordado algunas áreas limítrofes a las riveras convirtiéndolas en zonas pantanosas. Miraba a su alrededor atento a cualquier posible movimiento cuando vio algo flotando en el agua entre los juncos. Indicó a su caballo que se acercase y se sorprendió al ver un cuerpo enredado entre la vegetación acuática. Su sorpresa fue aún mayor cuando lo empujó ligeramente con la punta de una jabalina y vio que se trataba de una mujer a la que le habían cortado el cuello. Salió del río y avanzó unos metros por la rivera y pronto vio otro cuerpo, este era un hombre adulto, también degollado. Isalcas no era ningún experto, pero no parecía que aquellos cuerpos llevaran muertos más de un par de días. Un ruido de cascos a su espalda le indicó que alguien se acercaba, era Alvar, uno de sus hombres, juntos avanzaron por la rivera y en un recodo vieron media docena de cuerpos más, todos degollados. —¿Una batalla? —preguntó Alvar susurrando, como si los muertos pudieran oírle. —¿Te parece un soldado? —le respondió Isalcas empujando con la jabalina el cuerpo de un niño de unos nueve años, casi decapitado por el tajo que le había cortado el cuello.
—Entonces, ¿qué ha pasado aquí? —No tengo ni idea —le contestó Isalcas, pero río arriba, los silenciosos muros de Casilino le parecieron súbitamente mucho más altos y siniestros.
A unas millas de distancia los centuriones Marco Anicio y Casio Porsena observaban agazapados tras las almenas de las murallas la evolución de los númidas. Llevaban varios meses acantonados en la ciudad con sus dos cohortes, una de latinos y otra de etruscos, respectivamente. Quinto Fabio Máximo les había encargado que guarnecieran aquel punto estratégico. En un principio la vida transcurrió con normalidad, pero después de que llegaran las noticias de Cannas todo había cambiado. La indiferencia e incluso hospitalidad de la población local había pasado de una mal disimulada antipatía a abierta hostilidad, hasta el punto de que varios legionarios habían sido asesinados. La gota que había desbordado el vaso había sido la defección de Capua. La cercana ciudad y capital oficiosa de aquella comarca había provocado un efecto cascada en casi todas las poblaciones de la zona, con excepción de Neápolis, Casilino y Acerrae, las dos primeras contaban con guarnición romana, pero hacía dos días que los cartagineses habían tomado Acerrae y estaba claro que Casilino sería la siguiente. Los habitantes de la ciudad decidieron pasarse a los cartagineses y atacaron a la guarnición, pero tanto Anicio como Porsena lo esperaban hacía tiempo y el resultado fue una masacre. Los legionarios, cansados de la hostilidad local, no tuvieron piedad y los tres mil habitantes de Casilino murieron. Aquellos que no lo hicieron combatiendo, fueron pasados a cuchillo. El río Volturno, que bajaba crecido, facilitó la limpieza y los cuerpos fueron lanzados a la corriente. Se mandaron dos mensajes, uno a Marco Claudio Marcelo, otro al dictador Marco Junio Pera, que reunía a toda prisa hombres y pertrechos en Roma, y los casi mil latinos y etruscos que quedaban en Casilino se prepararon para resistir a cualquier precio.
Isalcas había mandado a un jinete a dar la información a la vanguardia del ejército y él, con el resto de sus hombres, avanzó cautelosamente hacia la pequeña ciudad. La tarde avanzaba y prefería dejar todo reconocido antes de que se les echara la noche encima. En los alrededores de la ciudad y a lo largo de las calzadas había varias granjas y aldeas, todas desiertas. Ni hombres ni animales.
Los númidas las examinaron todas, pero no encontraron indicio de presencia humana. Otro escuadrón de caballería llegó mientras iniciaban la exploración y avanzó directamente hacia las puertas de la ciudad, que estaban abiertas de par en par. Seguramente habrían huido, como los habitantes de Acerrae, pensó el númida que dirigía a este grupo, otro de los reemplazos llegados de Cartago, mientras se acercaba al umbral en las murallas. —Esto es muy raro —le dijo Alvar a Isalcas mientras miraban a sus compañeros acercarse a la ciudad—. Si la población ha huido, quiénes son esos cadáveres que flotaban en el río. Isalcas no supo qué responder, pero él también tenía un mal presentimiento. Les habían contado que Italia sería una experiencia dura, pero hasta entonces todo había sido poco más que un paseo, presentía que la suerte no podía durarles durante tanto tiempo. Y tenía razón.
Porsena permanecía con la espalda apoyada en la pared tras la puerta abierta de la ciudad. Sujetaba su escudo en la mano izquierda y un pilum en la derecha. A lo largo del pie de las murallas y en las casas adyacentes se agazapaban los etruscos de su cohorte. En lo alto de las murallas, casi tumbados tras las almenas para que no se los viera, los latinos de Anicio hacían lo propio. Ya escuchaba el sonido de los cascos de los caballos en el empedrado de la calzada que se acercaban cautelosamente. Comprobó la correa del casco, se secó el sudor de la palma de la mano en la manga izquierda de la túnica y aferró el pilum con fuerza. Casio Porsena presumía de su puntería lanzando proyectiles y, cuando el primer númida cruzó el umbral, demostró que su presunción estaba justificada. Con un fluido movimiento y sin hacer ruido lanzó la jabalina contra el primero de los jinetes, a unos seis pasos de distancia, y esta pasó de parte el torso del africano que cayó al suelo con un gemido ahogado. Sin esperar más, sacó su gladio y cargó. A su alrededor sus hombres dispararon y cargaron a la vez. Un númida herido se revolvía en el suelo y Porsena lo mató sin titubear. En lo alto de la muralla los hombres de Marco Anicio se habían levantado y lanzaron una lluvia de proyectiles sobre la columna de númidas, hiriendo a hombres y a caballos, no se habían recuperado estos de la conmoción del ataque de proyectiles, cuando los hombres de Porsena cargaron a través de la puerta y los masacraron.
Isalcas y Alvar asistieron horrorizados al ataque por sorpresa. Trataron de acudir a auxiliar a sus camaradas, pero sus hombres estaban dispersos y apenas pudieron hostigar a los auxiliares itálicos, que formaron una línea y remataron a los heridos. En esas estaban cuando llegó Maharbal con refuerzos, pero ni siquiera el experimentado oficial pudo romper la formación romana que aguantó sin problemas y contratacó un par de veces obligando a los númidas a retirarse. Tras ellos las dos cohortes se retiraron tras los muros, cerraron las puertas y, así, con esta pequeña victoria moral, comenzó el asedio de Casilino.
Los siguientes días transcurrieron en relativa calma. Los cartagineses levantaron una empalizada con foso y terraplén, que cercaba la ciudad contra el río Volturno, y se prepararon para el asalto. Entre tanto, Marco Anicio y Casio Porsena distribuyeron a sus hombres por sectores en la muralla, encargando a cada centuria un sector para defender. Cada cohorte estaba integrada por tres manípulos de dos centurias cada uno. Disponían, por tanto, de doce centurias de ochenta hombres. Diez de ellas eran suficientes para cubrir los puntos clave de la muralla y podían dejar dos en reserva en caso de emergencia o para reemplazar las pérdidas, así que, una vez que todos tuvieron claro su puesto lo ocuparon, afilaron sus armas y esperaron.
En el lado cartaginés las cosas no iban tan suavemente, los celtas e hispanos, pese a ser formidables guerreros, resultaban, en el mejor de los casos, unos mediocres zapadores y las obras de circunvalación avanzaban lentas. Aníbal se vio obligado a traer obreros de Capua, pero finalmente un campamento bien fortificado y un cerco más que decente pudo ser establecido. Cansado de la espera el general cartaginés no estaba para sutilezas tácticas, el tiempo empeoraba y la estación iba ya muy avanzada. El clima resultaba más lluvioso de lo habitual y eso beneficiaba a los sitiados, secos y cómodos tras sus muros de piedra, así que ordenó un asalto general. El primer día que la lluvia dio una pausa toda la infantería cartaginesa equipada con escalas formó delante del foso que habían excavado y se prepararon para avanzar. Balkar y sus hombres cubrían el extremo izquierdo del despliegue cartaginés, junto al río. Tenían la nada envidiable tarea de cegar el foso, cruzarlo, plantar las escalas y, todo ello, bajo
las atenciones de la guarnición a la que suponían bien abastecida de jabalinas, piedras y demás objetos contundentes y afilados. Los iberos miraban pues con más que justificado recelo su objetivo, para colmo, el campo entre ambas fortificaciones era un cenagal engañosamente verde, pues la hierba crecida disimulaba el hecho de que estaba todo anegado de agua, más conforme más te acercabas al río, exactamente por su ruta de aproximación.
El libio se enrolló la cuerda en la muñeca derecha y, a una con sus hombres, levantó el pesado tronco de roble que usarían como ariete. Ailymas era lo que los griegos llamaban un speirarca, lo que entre los romanos sería el equivalente a un centurión que comandase un manípulo, más o menos. Cuando formaban la falange ocupaba la primera línea y desde ahí dirigía a sus hombres. Se trataba de un veterano de unos cuarenta años y sienes encanecidas. Había combatido junto a Amílcar, Asdrúbal el Bello y Aníbal en Hispania y, luego, en toda la campaña italiana. No era este su primer asalto y esperaba que no fuese el último, pero no por ello se sentía especialmente feliz de tener que cargar con aquel muerto hasta las puertas de la ciudad. Al menos, ellos marcharían por la calzada que llevaba a la puerta y se ahorrarían chapotear en el barro. Sonó una corneta y tanto él como los once hombres que lo acompañaban, seis a cada lado del tronco-ariete, echaron a andar pausadamente, no era cuestión de desperdiciar energías, y al mismo tiempo que ellos arrancaron lo hizo todo el ejército cartaginés.
Desde lo alto de las almenas que protegían la puerta, el centurión Marco Anicio observó como los púnicos se ponían en marcha a lo largo de todo el frente. —Muy sutiles… —murmuró al ver cómo les venían encima con todo a lo largo del frente—. Poned la olla sobre el fuego —les ordenó a un par de soldados. Dos legionarios colocaron una gran olla de hierro llena de aceite sobre el brasero que tenían dispuesto a unos pasos de la almena. —Lástima de fritura que no vamos a hacer… —gruñó uno de los legionarios mientras levantaba desde un lado el pesado recipiente. —En cierto modo sí vamos a hacerla —le contestó su camarada mientras colgaban la olla sobre las brasas.
—Puaj… Cómete tú si quieres a esos púnicos piojosos, por muy fritos que estén. Su compañero olfateó sobre la olla y asintió con pena. —Pues igual hasta están buenos, el aceite es de primera… Anicio se alegraba de que sus hombres se lo tomasen con humor, aunque solo fuera para disimular los nervios, pero no era momento para bromas, así que ordenó silencio. De las demás torres defensivas se veía salir el humo de otros fuegos como aquel, a lo largo de las murallas, y cada pocos pasos, había pilas de piedras y haces de jabalinas dispuestos. A los legionarios que sabían manejar arcos se les había equipado con los arcos de caza que habían encontrado en la ciudad y, a lo largo de los pasados días, todos habían entrenado especialmente el lanzamiento de jabalinas. Ahora solo quedaba esperar.
Buntalos avanzó con sus hombres, caminaba justo detrás de la escala, preparado para ser el primero en trepar por ella. Tras el fracaso del ataque a Nola y la retirada que siguió, su liderazgo había sido puesto en cuestión. Los ánimos se habían calmado tras el productivo saqueo de Acerrae, aun así, notaba que la moral estaba resentida. El líder celtíbero siempre había dirigido a sus hombres desde el frente, habían participado en otros asaltos y siempre había sido el primero, pero esta vez lo hacía sabiendo que se le sometía a examen. Su autoridad aún no era cuestionada, pero Buntalos sabía que era cuestión de tiempo. Cuando hubieron recorrido la mitad de la distancia a las murallas, iban ya calados hasta las rodillas. El celtíbero había ordenado a sus hombres que tenían cotas de mallas que las dejaran en el campamento y fiaran la protección a sus escudos. Cuando había que trepar murallas, y quizás caer de ellas, cuanto más ligero se fuese, mejor. Unos pasos más adelante entraron en la zona en la que los defensores podían empezar a disparar sobre ellos y alzaron sus escudos. Primero algunas flechas sueltas y luego tiros más directos comenzaron a repicar sobre los escudos conforme los arqueros ajustaron el tiro. Escuchó el golpe de algunos proyectiles en la madera y un alarido lejano, pero no era de uno de sus hombres, así que no se preocupó mucho. Siguieron chapoteando en el terreno anegado y se acercaron a unos treinta pasos de las murallas, entonces, empezaron los problemas. A treinta pasos, y con la ventaja que les daba la altura, los legionarios
podían efectuar tiro directo sobre ellos y ahora los alaridos de los heridos comenzaron a oírse entre sus propios hombres.
Casio Porsena cogió otra jabalina y la sopesó un momento antes de buscar un objetivo. Aquellos hispanos eran tipos veteranos y no dejaban huecos, así que se limitó a apuntar hacia los que cargaban con la escala y lanzó con todas sus fuerzas. El proyectil bajó en línea casi recta y se clavó en un escudo haciendo tambalear a su portador, este cometió el error de bajar la protección para intentar desclavar el proyectil y fue entonces alcanzado en el pecho por otra jabalina lanzada por uno de sus hombres, ya fuera por pericia o por pura suerte. El centurión dejó a sus hombres que siguieran disparando y observó complacido que lo hacían con calma, sin desperdiciar proyectiles, apuntando con cuidado, seleccionando sus objetivos y centrándose en los que sujetaban las escalas. Se agachó sobre una de las pilas de piedras y agarró una de buen tamaño, que llenaba su mano, y aguardó a que estuvieran casi al pie de las murallas, sus hombres hicieron lo propio, ya casi estaban.
Le dolía el brazo de mantener el escudo arriba, pero sabía que bajarlo significaba la muerte. Ailymas y sus hombres habían llegado hasta la puerta sin bajas pese a la lluvia de proyectiles, pero allí se les acabó la suerte. Antes de que pudieran lanzar el primer golpe los romanos les tiraron un caldero de aceite hirviendo sobre las cabezas, la mayor parte le había tocado a él, paradójicamente, eso le había salvado. Al caer sobre su escudo redondo el aceite había salpicado a su alrededor y, aunque él se había llevado unas cuantas quemaduras bastante dolorosas en la cara y el brazo derecho, lo peor se lo llevaron los que estaban a su lado y detrás. Lanzando alaridos de dolor habían soltado el ariete y, al bajar los escudos, habían sido masacrados por una lluvia de piedras y proyectiles. Los hombres que venían detrás avanzaron y levantaron de nuevo el pesado tronco, pero el impulso ya lo habían perdido. Les costó volver a coger ritmo y cuando lo consiguieron y golpearon la puerta fue como golpear una montaña, pero había que seguir, y siguieron.
Marco Anicio dejó a los púnicos que golpeasen un par de veces, la puerta no se
movería, habían cubierto su lado interior con sillares de piedra, tanto valdría que usaran su ariete contra la muralla. Mientras sus hombres seguían disparando sin cuartel piedras, flechas y jabalinas, los dos legionarios que habían vertido el aceite cogieron ahora el brasero con cuidado de sujetarlo con unos gruesos guantes de cuero y lanzaron las brasas sobre el ariete y su dotación, que estaban cubiertos de aceite caliente. Tanto unos como otros comenzaron a arder y tuvieron que abandonarlo. —Esto marcha —dijo para sí. Y miró a lo largo del perímetro de las murallas. Los asaltantes habían conseguido apoyar las escalas aquí y allá, pero, donde estas no eran empujadas de vuelta al suelo, los que trepaban por ellas eran masacrados conforme llegaban a las almenas.
Ailymas tuvo que soltar el ariete cuando este empezó a arder, aquella opción había fallado y sus hombres, los que quedaban, trataron de retirarse en orden. Le llevó unos segundos darse cuenta de que él también estaba ardiendo, su escudo, al menos. La parte interior, de madera, le aislaba bastante bien del calor, pero cuando esta empezó a arder también se vio en la tesitura de desembrazarlo, dejarlo caer, y morir acribillado, o quemarse. Apretó los dientes y optó por quemarse, un tiempo, al menos, mientras apremiaba a sus hombres a alejarse lo más rápido posible del muro, arrastrando a algunos heridos y cubriéndose mientras los romanos les lanzaban de todo. No sabía si su raciocinio le avisó de que ya estaba a una distancia prudencial o su desesperación le hizo no soportar más el dolor, pero el caso es que se deshizo del escudo o, mejor dicho, del ascua que llevaba sujeta al brazo. Tenía desde los nudillos hasta el codo en carne viva y le dolía increíblemente, pero aguantó como pudo, ayudó a uno de sus hombres a sujetar a otro y, tirando cada uno de un brazo del herido, se retiraron.
Mientras el asalto arreciaba en todo el perímetro amurallado, Balkar y los suyos seguían batallando contra el terreno. A pesar de esperar terreno blando y pantanoso, la realidad había superado a la expectativa y al poco de comenzar el avance se habían metido en el fango hasta las rodillas. Lo peor había sido cuando, avanzando a duras penas cargados con armas y escalas, habían llegado
bajo el alcance de los proyectiles romanos. Habían evitado hasta ese momento las bajas, salvo un par de heridos leves, pero avanzar y cubrirse en esas circunstancias era totalmente imposible, así que, para alivio de sus hombres, se retiraron hasta salir del alcance enemigo con intención de ver dónde podían apoyar al asalto desde un terreno más firme que permitiese la aproximación.
Les costó afianzar las escalas más de lo que pensaban, pero al final lo consiguieron y Buntalos se lanzó escala arriba sujetando el escudo en alto y con el largo puñal entre los dientes. Una vez arriba, si llegaba, el combate sería muy de cerca y no necesitaría la espada, así que podía llevarlo ahí y no tendría que perder un tiempo precioso en desenvainar. A mitad de escalera una piedra enorme le impactó en el centro del escudo y casi le hizo caer, tuvo que pararse con el brazo dolorido, los romanos lo notaron y varias jabalinas se clavaron en este. El celtíbero veía las puntas asomar a través de la madera, pero tenía que seguir, si se quedaba quieto les daría tiempo a esos cabrones a que le disparasen desde los laterales, así que reanudó la escalada apremiado por el hombre que lo seguía. Casi estaba arriba del todo cuando sintió una sacudida, se atrevió a mirar apartando ligeramente el escudo y sus peores temores se confirmaron. Los legionarios habían conseguido apoyar una pértiga terminada en una horquilla contra el último de los peldaños de la escala y empujaban con todas sus fuerzas. La escala se separó lentamente de lo alto del muro cuando Buntalos ya casi había llegado arriba. Ganó velocidad conforme se acercaba a la vertical y, tras rebasar, esta la gravedad se encargó del resto. Reuniendo sus últimos restos de sangre fría, lanzó el escudo al aire y saltó poco antes de impactar contra el suelo. El puñal se le había caído, pero no le importaba, manoteó en el aire para intentar mantener la estabilidad y consiguió caer con los pies por delante. Intentó rodar, pero sus botas se hundieron en el terreno blando y pudo escuchar como la tibia y el peroné de su pierna izquierda se partían con un sonoro chasquido. No pudo gritar, pues el impacto contra el suelo le sacó el aire de los pulmones, cuando se atrevió, miró hacia abajo y se vio la pierna doblada en un ángulo antinatural, aunque la piel no estaba atravesada, y entonces sí que gritó. Recuperó el aliento como pudo y trató de alejarse conteniendo lágrimas de dolor puro, sus hombres habían conseguido fijar otras dos escalas, pero ese ya no era su problema, si no conseguía salir de ahí, era hombre muerto.
Casio vio caer la escala con los cuatro o cinco guerreros hispanos que trepaban por ella y se desentendió, a su lado otra escala firmemente apoyada había sido imposible de repeler y los guerreros comenzaban a saltar al adarve. Uno de ellos pateó el escudo del legionario que se interponía entre el centurión y él, le dio un mandoble que hirió al soldado en la cara y lo habría rematado de no haber interpuesto Porsena su escudo, este aprisionó al ibero contra la almena y lo apuñaló en las tripas con su espada corta. Clavó y desclavó varias veces para asegurarse y dejó que el cuerpo se deslizara al suelo. Un reducido grupo de hispanos había dispuesto un semicírculo en lo alto de la muralla creando el hueco necesario para que sus compañeros los reforzaran, así que Casio avanzó directo hacia la escala sin dudar, empujó brutalmente a uno de los celtíberos y, por el hueco creado, apuñaló en el costado al que estaba a su lado, al caer este sus hombres irrumpieron en el semicírculo de hispanos y los eliminaron sin contemplaciones. Porsena se volvió hacia la escala justo cuando una mano se agarraba a la almena, le dio un tajo tan brutal que partió su espada al impactar contra la piedra tras amputar la mano del hispano y este cayó hacia atrás chillando. Ayudado por dos de sus hombres empujaron la escala, la otra ya había caído y, abajo, los hispanos restantes se retiraban arrastrando a sus heridos y perseguidos por los proyectiles de los romanos. El asalto había fracasado.
Los dos iberos miraron desde la empalizada la silueta oscura de los muros de la ciudad que brillaban a la luz de la luna. El paisaje entre ambas posiciones ya no era el prado verde que había sido al amanecer, ahora era un barrizal salpicado aquí y allá con las notas de color de los cadáveres abandonados a su suerte. —Vaya mierda de día… —dijo Korbis. —Y nosotros no podemos quejarnos mucho, lo único que nos han dañado ha sido el orgullo. —Ya, aun así… Korbis estaba especialmente huraño últimamente y Balkar lo entendía. La campaña estaba empezando a degenerar en una serie de golpes de mano sucios y
sin progreso aparente en lugar de dejar las cosas estar y descansar durante el invierno. Además, Orla debería de estar a punto de dar a luz, si no lo había hecho ya, y aunque el guerrero ibero no era un tipo especialmente hogareño era de esperar que quisiera conocer a su hijo. —¿Qué es eso? —dijo Korbis señalando hacia las murallas. Balkar entrecerró los ojos y escudriñó la oscuridad, unas siluetas habían bajado de la muralla y se movían entre los muertos, pero no avanzaban. —Los romanos deben de estar recuperando armas y proyectiles de entre los cadáveres, y supongo que rematando a los que aún coleen. —Cabrones… —protestó Korbis, consciente de que en semejante barrizal sería imposible organizar un contrataque para cazarlos contra las murallas.
Casio Porsena observaba la empalizada cartaginesa mientras sus hombres hacían limpieza. Sujetaba en la mano derecha la espada de uno de los celtíberos que había matado en la muralla y le gustaba, no había reparado en ellas con mucho detalle más allá de intentar no ser atravesado por ellas, pero eran unas espadas soberbias. De casi tres palmos de longitud, ligeramente más estrechas en la parte media de la hoja, pero con una punta agudísima y buen equilibrio. —Ejem… ¿Centurión? —carraspeó tras él uno de sus hombres. Porsena dejó de observar su arma y miró al legionario. —¿Sí? —Ya hemos recuperado casi todo lo utilizable de entre los muertos y lo han subido con cuerdas por las murallas. —¿Habéis apartado ese tronco de la puerta? —preguntó el centurión. —Sí, estaba medio calcinado, aun así, hemos alejado los muertos del pie de la muralla tanto como nos hemos atrevido —hizo una pequeña pausa y miró con recelo hacia las posiciones cartaginesas—. No quisiera que nos cogieran aquí en medio con su caballería.
—Bien hecho, de todas maneras, no creo que su caballería pueda maniobrar en este barrizal. Aunque no conviene eternizarse, así que empieza a reagrupar a los hombres y vamos dentro a descansar. Nos lo hemos ganado. Los legionarios amarraron los haces de jabalinas y armas recuperadas a cuerdas y fueron izados por sus compañeros en las almenas. Rescatado el equipo, treparon por las escalas que habían descolgado. Una vez que se hubo asegurado de que todos habían subido envainó su nueva espada hispana y trepó él mismo.
Estaba mediada ya la noche cuando Aylimas pudo retirarse a descansar, pero el alivio fue salir de la zona donde atendían a los heridos, varios cientos que habían sido arrastrados hasta allí por sus compañeros o renqueando por su propio pie. Se dijo, no por primera vez, que si tenía que morir un día prefería hacerlo en el campo de batalla que agonizar en uno de esos sitios. Cuando llegó a la zona donde acampaban sus hombres se sentó junto al fuego, casi nadie dormía pese a lo avanzado de la noche, demasiadas emociones, demasiado miedo que sacudirse. El cirujano que le había atendido le había limpiado los brazos y la cara con vinagre y le había aplicado un ungüento sobre las quemaduras, todo aquello mientras Ailymas hacía acopio de toda su fuerza para no gritar, bastantes gritos se oían ya en la zona. Cuando terminó le preguntó al cirujano de ojos tristes y cansados cuánto tardaría en curar, en su amplio historial de heridas, las quemaduras eran algo nuevo. —La de la cara curará bien, aunque dejará la marca. Los brazos… —hizo una pausa—. No lo sé. Trate de cambiar el vendaje todos los días y si no tiene nada que hacer, deje que le dé el aire entre cambio y cambio. Si no se infectan en los primeros días puede que se curen bien, en especial el izquierdo, es una quemadura más leve, pero el derecho, aunque es menor la extensión dañada, el aceite hirviendo ha causado una herida más profunda. —¿Y si se infectan? —preguntó Ailymas mientras trataba de recuperar el aliento tras las dolorosas curas. —Entonces habrá que amputar o morirá —le contestó el médico con cruda franqueza. Sentado mirando al fuego trató de olvidar el intenso dolor de las quemaduras, al menos el dolor de los brazos era tan intenso que le hacía olvidarse de su mejilla
derecha también abrasada. Un lancero sentado a su lado, uno de los otros tres supervivientes de los que habían cargado con el tronco hasta la puerta, le tendió un jarro. Iba a decir que no cuando pensó que, al menos, aquello nublaría el dolor y le dio un largo trago al vino. Estaba fuerte y rascaba en la garganta, mejor, y trago a trago fue vaciando el jarro en silencio.
—¿Listo? —preguntó el cirujano. Buntalos murmuró su asentimiento mientras apretaba el palo que le habían puesto entre los dientes y respiró hondo por la nariz. Dos de sus guerreros le sujetaban por los hombros, otro de la cintura y otro de la pierna sana. —Bien —dijo el médico —contaré hasta tres. Las ocho manos que lo aferraban apretaron fuerte al celtíbero contra la mesa de madera y el médico comenzó a contar. —Uno… Buntalos respiró hondo por la nariz… —Dos… Cerró los ojos esperando al tres, pero este no llegó. Al llegar a dos, el cirujano tiró brutalmente del pie con una mano y apretó con la otra justo sobre el punto donde los huesos se habían roto. El chirrido de la tibia y el peroné al volver lentamente a su posición resultó casi audible por encima de los gemidos y el forcejeo del paciente. Una presión que pareció durar horas, pero que en realidad solo fue un instante. El médico sujetó la pierna para que no se moviera y observó su obra mientras palpaba sobre la fractura. Murmuró algo mientras asentía y comenzó a entablillar. —Ya está, jefe —le dijo uno de sus hombres mientras le quitaba el pedazo de madera de entre los dientes—, ya casi ha terminado. El cirujano fijó el entablillado con unas correas y le miró con su sonrisa cansada y triste.
—Bueno, ya está listo. Intente no andar durante una luna, al menos. Los huesos deberían curar bien si no hace ninguna tontería. Buntalos asintió con la cabeza, tratando de recuperar la compostura, antes de que dos de sus hombres lo levantaran, pasara un brazo sobre los hombros de cada uno de ellos y marcharan hacia su campamento a descansar. El médico los miró irse por un segundo, ese viviría, pensó, y buscó al siguiente desgraciado que necesitara de sus atenciones.
Los días pasaron sin mayor novedad. Los asediantes lamieron sus heridas y los asediados aguardaron y vigilaron. Las lluvias continuaban, así que otro asalto a través del fangal quedó descartado. La única ruta de aproximación segura resultaba la calzada que llevaba a la puerta y esta era, obviamente, el punto más fortificado. Aníbal ordenó levantar una torre de asedio y construir manteletes que protegieran a los honderos de cara a la aproximación. La construcción llevó hasta el final de mes, pero el resultado fue más que satisfactorio y en los últimos días de octubre los cartagineses comenzaron la lenta aproximación de la máquina de guerra a las murallas. Porsena y Anicio observaban como, día a día, la torre se iba aproximando. —Si consiguen llegar hasta la puerta estamos perdidos —dijo el primero resumiendo lo que pensaban los dos. —Sí, aunque solo sea por fuerza de números, nos aplastarán —itió Anicio. —Solo hay una alternativa. Ambos centuriones sabían cuál era y a ninguno le gustaba, pero era la única posibilidad, así que dejaron a los guardias en la torre y bajaron a impartir las órdenes necesarias.
—Si todo sigue así, pasado mañana entraremos dentro del alcance de sus armas, así que será necesario desplegar los manteletes para proteger a los soldados — dijo Cartalo mirando de la torre de asalto a la puerta y de la puerta a la torre.
—Sí —itió Aníbal—, y probablemente ellos también lo han pensado. —¿Crees que atacarán mañana? —preguntó el oficial de inteligencia. —No son idiotas, Cartalo —le dijo el general—, saben que si llegamos con la torre hasta su puerta están perdidos. —Se volvió a Asdrúbal—. ¿Está lista la reserva en caso de ataque? —Sí, Aníbal. Fuera de la vista y preparados para reaccionar si es necesario — respondió Asdrúbal, que no aprobaba el plan, pero obedecía como buen soldado. —En ese caso solo queda esperar hasta mañana —dijo Aníbal.
Dentro de Casilino, la cohorte de Anicio había pasado toda la noche desmontando la barricada que cubría la puerta. Habían echado a suertes quién saldría a destruir la torre y le había tocado a los etruscos de Porsena, los latinos se quedarían en los muros y se encargarían de cubrir la retirada de sus compañeros o, en el caso de que todo fallara, de continuar con la resistencia tanto tiempo como fuera posible. Los dos centuriones miraban trabajar a los hombres que quitaban los sillares de las casas que habían desmantelado para acopiar material. —¿Se sabe algo de Marcelo o de Roma? —preguntó Porsena. —Nada aún —le contestó el latino—. Hasta donde yo sé puede que ni les hayan llegado nuestros mensajes. —Pues será cuestión de escribir otro, yo me encargo de buscar a quien lo lleve, tú tenías buena letra según vi la otra vez, encárgate de escribirlo. —Gracias por lo de la letra —dijo el latino con una sonrisa torcida—, al fin y al cabo es mi oficio. —¿Qué quieres decir con que es tu oficio? —Pues eso mismo —le respondió el otro muy serio—, cuando no estoy cumpliendo con mis deberes militares soy escriba.
El etrusco, guerrero de un pueblo de guerreros, lo miró incrédulo, pero no dijo nada, al fin y al cabo Anicio había demostrado su buen hacer militar más que de sobra. —Bueno, tú escribe eso, voy a buscar a un mensajero. El etrusco se alejó a buscar entre sus hombres a quien encargarle la peligrosa misión. —Un escriba… Hay que joderse… —y se echó a reír.
A mediodía los hombres de Balkar relevaron al escuadrón de celtas que empujaban la torre y se pusieron a ello. Mientras la mitad de ellos empujaban aquel monstruo de madera, la otra mitad, cubiertos con pesados manteletes de madera, avanzaban paralelamente. Si todo seguía así en poco tiempo se meterían dentro del alcance de los arqueros romanos. Alguno ya había lanzado un par de flechas para medir la distancia y como recordatorio; para contrarrestarlo, a ambos lados de la calzada doscientos honderos, también protegidos por manteletes, se habían desplegado con la misión de mantener a los arqueros romanos con la cabeza agachada y de hostigar a cualquiera que intentase hacer una salida, algo que se consideraba como una posibilidad más real conforme más se acercaban a la muralla. Balkar se asomó desde detrás del mantelete, ya atardecía y el hostigamiento con las flechas era constante aunque poco preciso, aun así, no era cuestión de ofrecer un blanco claro. Vio cómo la flecha incendiaria se elevó de las murallas y se clavó en la torre. Llevaban un rato intentándolo, pero todas se apagaban al poco de clavarse. La torre estaba forrada con pieles de cabra a medio curtir que no ardían con facilidad, sin embargo, un tráfico casi constante de siervos del campamento iban y venían con cubos de agua, trepaban a la torre y se encargaban de mantener los cueros húmedos, un trabajo que se iba haciendo más y más peligroso y dos de ellos ya habían sido alcanzados. Uno había muerto al caer de la torre y al otro se lo habían llevado sangrando por la boca con un pulmón perforado. —Empezad a encender las antorchas —le ordenó a Garokan después de volver a esconderse tras el mantelete.
El crepúsculo se acercaba, y la idea era dejar un círculo de antorchas encendido alrededor de la torre para facilitar la visión a los guardias en caso de una salida nocturna. Balkar vio a Korbis entre los hombres que empujaban la torre. Resoplaba cubierto de sudor a pesar de que ya hacía bastante frío y empezaba a haber escarcha por las mañanas, pero empujar aquel condenado trasto era, literalmente, como mover un edificio. Balkar recordó una historia que le contó Hanno, sobre un griego, un tal Sísifo, que tenía que empujar una roca montaña arriba. —Pero no te engañes —le decía siempre Hanno—, no era por ofender a los dioses, es porque Sísifo era un auténtico capullo —y se echaba a reír. Balkar echaba de menos a su amigo, su camaradería o los comentarios ingeniosos entre largos silencios de Bedule, y se preguntó a cuántos amigos más enterraría antes de que terminase esa guerra, o qué amigos lo enterrarían a él. —Menos mal que ya queda poco —dijo Garokan a su lado—, están agotados. Balkar miró a los hombres tras la torre, las piernas tensas y los brazos con los músculos abultados y cubiertos de sudor por el esfuerzo. —Sí, lo están, pero ya casi termina nuestro turno, después será problema de los libios.
—Creo que esos no van a estar más cansados de lo que ya están —dijo Anicio. —No, eso parece, y ya se acerca la hora de que los releven —le contestó Porsena, que acariciaba pensativo las plumas de la cimera que cruzaba transversalmente su casco, a lo largo de los últimos días habían observado los turnos de trabajo y guardias cartagineses. La idea era atacar al final de uno de esos turnos, cuando la guardia estuviera cansada, pero antes de que su relevo estuviera listo. —¿Mandaste el mensaje? Porsena se puso el casco y se lo amarró antes de contestar. —Sí, uno de mis chicos cruzó el río a nado hace un rato y se lo hará llegar a
Marcelo en Nola. Si no lo cazan los númidas, claro… —Eso espero… —dijo Anicio, que había estado repasando las reservas de comida y dudaba que durasen mucho más de una semana, y eso volviendo a reducir las raciones. Porsena terminó de revisar su equipo, comprobó que su nueva espada hispana entraba y salía de la vaina sin problemas y comenzó a bajar las escaleras. —¡Casio! —el aludido se volvió con un pie ya en el primer peldaño. —¿Sí? —Que Fortuna te acompañe —dijo Marco Anicio muy serio. El etrusco rio fuerte bajo la barba y se dio dos palmaditas sobre el hombro derecho. —No te preocupes, escriba, la tengo sentada aquí conmigo. —Y bajó la escaleras acompañado del tintineo de su armamento. Porsena borró la sonrisa de su cara conforme le dio la espalda a su camarada y bajó a reunirse con sus hombres. Las seis centurias estaban formadas en columna tras la puerta, de ocho en fondo. Las cuatro primeras centurias cargarían contra la escolta y tratarían de hacerla retroceder y de poner en fuga a los honderos. Porsena confiaba en que la luz del crepúsculo afectase a su puntería y en la velocidad de sus hombres para alcanzar el cuerpo a cuerpo. Las últimas dos centurias, equipadas con haces de paja untados en brea y antorchas, se encargarían de prender fuego a la torre una vez que hubieran hecho retroceder a la escolta de la misma. Se paró antes de bajar los últimos escalones y miró a sus hombres, el silencio era atronador. —¡Legionarios!, todos tenéis claro lo que hay que hacer. La torre está a unos setenta pasos de distancia, así que saldremos a la carga, la clave de todo está en la rapidez y en la brutalidad; si huyen, dejadlos, la prioridad es ganar la torre y quemarla, porque si llegan con ella hasta nosotros, estamos perdidos. Bajó de un salto los últimos tres escalones y cogió su escudo de manos de uno de sus hombres. Se colocó el primero en la columna, sacó su espada hispana y se dirigió a los seis legionarios latinos que habían retirado ya la tranca.
—¡Abrid la puerta!
Balkar había retrocedido unos pasos por la calzada y miraba hacia sus líneas impaciente. —¿Es que no van a venir nunca esos libios? —gruñó. Se oyó un fuerte chirrido de maderas y el jefe ibero temió que algo ocurriera con la torre, pero esta seguía como siempre. Entonces vio que Garokan le señalaba algo frenéticamente y se temió lo peor. Corrió de vuelta al mantelete, pero, antes de llegar, una vez que salió de detrás de la torre, lo vio. Los romanos abrían las puertas y salían en tromba por ellas. Agarró al último de los hombres que empujaban la torre y lo arrastró hacia él. —¡Corre al campamento y da la alarma! —gritó, pero el agotado guerrero pareció no entender—. La alarma, idiota, ¡corre! —dijo empujándolo sin miramientos. El guerrero avanzó a trompicones, pareció entender al fin y ordenó a sus cansadas piernas que se movieran. Garokan por iniciativa propia había sacado a los hombre de detrás de los manteletes y les ordenó formar una línea frente a la torre, pero no iban a llegar a tiempo. El jefe ibero luchó por llegar a primera línea mientras los hombres de Korbis, a pesar del agotamiento, corrían a coger sus escudos para enfrentarse a la salida enemiga.
Los legionarios corrieron a toda velocidad los setenta pasos que les separaban de la torre, la velocidad les salvó de lo peor de las andanadas de los honderos, que apenas tuvieron tiempo de buscar blancos y disparar. La primera centuria rompió la delgada línea de guerreros que habían tenido tiempo de formar a unos pasos de la torre y giró hacia su derecha dispuesta a despejar ese flanco de la torre. La segunda centuria embistió hacia la izquierda, pero ambas se encontraron con una resistencia más fuerte. Para poder quemar la torre con éxito necesitaban hacer retroceder a los iberos hasta que la quinta y sexta centurias, armadas con el material incendiario, pudieran acceder por detrás al interior del ingenio de
asedio. A pesar del impulso inicial, el cenagal a ambos lados de la torre trabajó en favor de los defensores, absorbiendo gran parte del impulso de los etruscos que trabaron los escudos con los iberos y comenzaron a empujar tratando de romper su formación.
Balkar aguantó el impacto a duras penas hundiéndose en el barro hasta la mitad de la espinilla. Comenzó a intercambiar tajos y puñaladas con el rival que tenía en frente, pero ninguno de los dos conseguía superar la defensa del otro y todo terminó por limitarse a un duelo de fuerza entre gruñidos. Los hombres de Korbis se habían desplegado en los extremos de su formación, pero, agotados como estaban, apenas podían resistir la presión de la tercera y cuarta centurias que los estaban haciendo retroceder sin contemplaciones. Balkar sabía que si les rebasaban por los flancos serían hombres muertos, así que poco a poco fueron cediendo terreno, pese a que sabía que eso era todo lo que los romanos querían, pero no podía hacer otra cosa a no ser que les llegaran refuerzos pronto.
Los iberos comenzaron a retroceder lentamente, por lo que Porsena redobló el esfuerzo; afianzándose lo mejor que pudo en el resbaladizo terreno, lanzó una estocada bajo su escudo y el de su rival, que dio en carne. El ibero cayó y el legionario que marchaba a su lado lo remató de un golpe rápido, el centurión aprovechó el hueco para atacar al que estaba al lado y este intentó retroceder, pero resbaló en el barro y cayó de espaldas. Trató de mantener su escudo sobre él, pero Porsena le clavó la espada sobre la rodilla, el hispano gritó de dolor, entonces le empujó el escudo a un lado con el suyo y lo atravesó en el vientre. La formación de hispanos comenzaba a deshacerse y trataban de destrabarse a duras penas antes de verse rebasados por completo. Los romanos presionaron aún más, no conseguían causarles muchas bajas, pero se retiraban y ya casi habían pasado la torre. Fue entonces cuando Porsena y el resto de sus hombres escucharon un sonido que no habían oído nunca antes y que les heló la sangre. ¿Qué era eso?
Veinte de los cuarenta elefantes recién llegados de Cartago vieron su bautismo de sangre frente a las murallas de Casilino entre las últimas luces del atardecer. El terreno embarrado de la tierra de nadie dificultaba enormemente la movilidad de la infantería y hacía imposibles las evoluciones de la caballería, pero no suponían gran problema para las anchas y fuertes patas de los paquidermos. Los veinte animales salieron al campo y se desplegaron en dos amplias líneas, entre barritos y agitar de trompas. Los iberos, avisados por un jinete que cabalgó por la calzada de que se retirasen si no querían ser pisoteados, comenzaron a replegarse todo lo rápido que podían, pero eso era más fácil de decir que de hacer. Los romanos reanudaron la presión conscientes de que todo era ahora una carrera contra el tiempo. En el flanco izquierdo los de la sexta centuria, casi al borde del pánico, apilaron sus haces de paja contra el lateral de la torre y le prendieron fuego antes de iniciar su retirada, protegidos por la segunda y cuarta centurias, que comenzaron a retroceder con los escudos en alto acosados por los honderos y mirando por las rendijas cómo los elefantes se les venían encima. En el flanco donde estaba Porsena los iberos aguantaron un poco más, pero cuando se retiraron lo hicieron a todo correr. En cualquier otra circunstancia habría sido el momento ideal para masacrarlos, pero no era la prioridad. Publio Turulio, el centurión de la quinta centuria, ignorando el peligro como si se encontrase en un campo de maniobras, se plantó en la calzada y, ayudado por un par de legionarios empezó a lanzar haces de paja empapados en brea al interior de la torre. Ya estaban casi todos dentro cuando los elefantes los alcanzaron. Los hombres de la primera y tercera centurias lanzaron los pila que les quedaban e hirieron a varias de las bestias que titubearon. Uno de ellos, pese a tener un par de proyectiles clavados en el lomo, entró en tromba en medio de la tercera centuria haciendo una matanza, pisoteando a los legionarios y lanzándolos por los aire con la trompa o por la pura fuerza del impulso y la masa. Los hombres de la tercera centuria no lo resistieron, rompieron filas y huyeron. La centuria de Porsena aguantó y mantuvo a distancia a los paquidermos usando sus restantes pila como lanzas, pero tuvieron que replegarse al terreno firme de la calzada y retroceder. «Hemos fracasado».
Y con este negro pensamiento la primera centuria comenzó a retroceder convertida en un erizo que trataba de mantener a distancia a los elefantes que los acosaban.
Armado con su escudo y una antorcha el centurión Publio Turulio, de la quinta centuria de auxiliares etruscos, se mantuvo firme ante el elefante que se le echaba encima. Manteniendo las llamas frente a él atacó contra la trompa del paquidermo y este retrocedió asustado del fuego. A pesar de su valor, a su alrededor sus hombres trataban de huir o eran masacrados en el intento. Decidido a cumplir su misión, aunque fuera lo último que hiciera, lanzó la antorcha sobre los haces de paja que habían apilado dentro de la torre y estos comenzaron a humear, pero sabía que ese fuego aún podía ser apagado, así que tendría que defenderlo. Tres de sus hombres que seguían en pie se pusieron a su lado y hombro con hombro plantaron cara a los iberos que los rodeaban mientras el fuego crecía a sus espaldas. Los hispanos titubearon, habían tenido más que suficiente y era obvio que la torre ardía y que ya poco podían hacer. El que parecía su líder gritó algo a Turulio y este pareció entender que le pedía que se rindiera. Ante lo cual el centurión escupió al suelo y se afirmó tras su escudo junto a sus hombres. Los iberos retrocedieron unos pasos, el centurión miró en busca de un hueco para huir, pero lo que habían hecho fue dejar espacio a unos cuantos honderos que, sin perder un instante, les lanzaron una andanada. Dos de los legionarios cayeron muertos a pesar de sus escudos con varios orificios en torso y cráneo. El cuarto dejó caer su escudo cuando un proyectil lo atravesó y le destrozó el bíceps y cayó hacia el lado con la espinilla rota. El propio Turulio retrocedió un paso tras sentir un impacto brutal en el abdomen, apenas notó el dolor, pero soltó su escudo, se llevó la mano bajo la placa pectoral y la retiró ensangrentada. Se mantuvo a duras penas en pie y trató de socorrer al legionario que trataba de alzarse sobre su pierna herida. Los iberos avanzaron un par de pasos. Publio miró al soldado que, con lágrimas en los ojos pero apretando los labios asintió con la cabeza y, con un rápido movimiento le cortó el cuello. Dejó caer el cuerpo del legionario, a su espalda la torre ardía con llamas imparables. —Misión cumplida —murmuró el etrusco poniéndose en pie. Y sin dejar de mirar a los iberos a los ojos, le dio la vuelta a la espada, se apoyó la punta en el pecho y se arrojó sobre ella.
Casio Porsena envainó la espada cuando la tranca cayó tras la puerta. Su compañero el centurión Marco Anicio salió a recibirlo. —¿Cuántos han vuelto? —preguntó el etrusco jadeante. —Algo menos de la mitad —dijo el latino—, pero la torre está en llamas. Lo habéis conseguido. —Creo que ha sido Turulio… Nadie lo vio retirarse y la última vez que lo vi estaba tras la torre, supongo que lo cogieron allí. —Turulio nunca me pareció de los que se dejan coger vivos, la verdad. En fin. Ya está hecho, idos a descansar, por hoy habéis cumplido. —De acuerdo —itió el etrusco, más cansado de lo que creía—, volved a sellar la puerta… —Sí, no te preocupes por eso —le interrumpió el latino. Porsena se alejó tratando de no arrastrar su escudo, más por dignidad y orgullo que porque le quedaran fuerzas. —Buenas noches, escriba —dijo antes de perderse entre las sombras de la ciudad.
Finales de noviembre del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Casilino, Campania
El gato avanzó pegado a la pared atento a cualquier sonido, cuando comprobó que no se oía ningún ruido extraño olfateó el suelo y recuperó el rastro. Era una zona de paso común de los ratones que vivían en el pajar cercano y el apostadero favorito de ese felino, así que aguardó ahí agazapado a que pasara una de sus presas. Por desgracia alguien más había notado que a ese gato le gustaba cazar ahí. El legionario sopesó su pilum ligero y trató de no precipitarse, no sabía si ese era el último gato de la ciudad, pero debía de ser uno de los últimos, mejor no asustarlo. Algo se movió en la esquina, un ratón asomó su naricilla tras la
esquina y olfateó, pero la brisa venía de la dirección contraria y no pudo oler al gato, este tensó los músculos y avanzó dos pasos sigilosos, acechantes, tenso como un resorte dispuesto a saltar sobre el ratón. Avanzó otro paso y se colocó justo en la línea de tiro del hambriento legionario, que con un rápido movimiento lanzó su jabalina. El ratón desapareció de vuelta en su agujero al oír el ruido del impacto y los alaridos del gato, que quedó clavado en la pared. El legionario avanzó rápidamente y puso fin a su miseria con un tajo en el cuello, más porque no lo oyeran otros soldados que por pena por el felino. Desclavó la jabalina, la limpió y echó el gato en el zurrón. Al menos esa noche su contubernio tendría algo que echar a su magra ración de pan.
El legionario empapado tiritaba envuelto en una manta. Acababa de cruzar el crecido Volturno a nado tras esquivar a las patrullas de númidas y la larga marcha entre el aguanieve. Era un mensajero de Tiberio Sempronio Graco, el magister equitum del dictador Marco Junio Pera. El ejército se encontraba cerca, pero una misión de socorro era imposible. Aníbal les superaba en número y el ejército de Graco estaba formado por tropas bisoñas, aun así, este se resistía a dejar a los defensores de Casilino a su suerte y les había hecho llegar instrucciones con un mensajero. Mientras este se recuperaba antes de llevar la respuesta, Marco Anicio le leyó la carta a Casio Porsena.
A los bravos defensores de Casilino:
Antes de nada me gustaría agradeceros en nombre del Senado y del pueblo de Roma el despliegue de valor y entereza que estáis realizando. Habéis de saber que, mientras resistís, ganáis un tiempo precioso para todos.
En estos momentos me encuentro con un ejército acampado a un par de días de marcha de vuestra posición, por desgracia, los hombres están a medio entrenar y no son suficientes en número para intentar romper el cerco y las dos legiones de
Marco Claudio Marcelo siguen ocupadas defendiendo Nola y Acerrae, que han recuperado. De todas maneras, el río se ha desbordado en numerosos puntos y no es vadeable. Socorreros o romper el cerco es pues imposible, al menos hasta que llegue la primavera. Sé por vuestro anterior mensaje que la situación de vuestros suministros es casi desesperada, pero, por suerte, uno de mis centuriones que visitó la ciudad en varias ocasiones, Publio Sura, un marso, ha ideado una estratagema que podría funcionar. Según me han informado, el Volturno gira justo en el puerto fluvial de la ciudad, lo que facilita el desembarco de barcazas y demás embarcaciones en la misma. Aprovechando este capricho de la corriente, cada noche nublada, o sin luna, y en ánforas selladas herméticamente os haremos llegar flotando grano y otros bastimentos. Dudo que sea suficiente, pero algo será mejor que nada. Tendréis que estar atentos a que los cartagineses no coloquen guardias en el río o a que las ánforas se os escapen y les alerten o encontrarán la manera de interrumpir el suministro. Si hay algún problema que no conozca e impida la estratagema hacédmelo saber con un mensaje. Que Belona, Marte y Fortuna cuiden de vosotros. Tiberio Sempronio Graco, magister equitum.
—Conozco a Sura —dijo Porsena—, es un tipo listo. No sabía que había vuelto al servicio. —¿Lo dejó? —preguntó Anicio, curioso. —Nos dirigió en Trasimeno después de que el centurión al mando, un tal Manlio, un tipo duro, quedara atrás cubriéndonos. Aunque no sirvió de mucho, tras abrirnos paso combatiendo nos cercaron al día siguiente y tuvimos que bajar las armas, aunque Aníbal ordenó liberar a todos los itálicos. —Si lo llega a saber, dudo que te hubiera soltado. —Puede —sonrió Porsena—. En fin, encárgate de la carta, que es lo tuyo, yo voy a revisar las murallas.
Casio subió lentamente la escala de la puerta, había perdido mucho peso en las últimas semanas, como todos, y cuando se acercaba a lo alto del adarve un delicioso olor le asaltó las fosas nasales y la boca se le llenó de saliva. Terminó de subir y vio a cuatro legionarios sentados alrededor de un brasero en el que asaban algo y a los otros cuatro, que deberían estar vigilando, mirando de reojo a sus compañeros. Los cuatro cocineros se pusieron de pie y firmes, y los cuatro centinelas se volvieron hacia el exterior con fracasado disimulo envueltos en sus capotes. —Buenos días, muchachos. ¿Alguna novedad? —preguntó el centurión, deseando que los demás no pudieran oír los gruñidos de su estómago. —Sin novedad, centurión —dijo uno de los guardias—, no se ha visto movimiento en todo el día. —Bien, descansen. Porsena se acercó a una almena, se arrebujó en el capote de lana y miró hacia la tierra de nadie. Los restos calcinados de la torre seguían allí y el terreno junto a las murallas estaba cubierto de cuerpos y aves carroñeras que se habían quedado ya a vivir en las inmediaciones. Tras los primeros combates ambos bandos habían negociado treguas para recoger a sus muertos, pero, conforme la fiereza de los mismos habían ido endureciendo los ánimos, estas habían dejado de darse, para alegría de cuervos, buitres y diversas alimañas. Tras el ataque a la torre de asedio los púnicos habían intentado otros dos asaltos, ambos rechazados con graves pérdidas por ambos bandos. A unos veinte pasos de la muralla una hondonada del terreno, casi un cráter, marcaba el punto donde se había hundido la mina que habían intentado cavar bajo las murallas. A Casio Porsena se le helaba la sangre de imaginarse los combates que allí se habían librado. Casi por casualidad habían descubierto su excavación por parte de los cartagineses. Varios hombres de la cohorte de Anicio, que tenían experiencia como mineros y albañiles, habían sugerido cavar una contramina. El estrecho túnel que excavaron desembocó en la mina de los cartagineses y los fieros latinos, armados con cuchillos, picos y palas habían caído sobre los zapadores cartagineses y, en la oscuridad, entre el barro, a palazos, les habían dado muerte y habían derribado y quemado las vigas que sostenían el túnel. Diez de ellos no habían conseguido retirarse a tiempo antes de que se derrumbara, pero habían conjurado esa amenaza.
Todo parecía tranquilo, así que se volvió hacia el adarve. Uno de los legionarios sacaba del espetón en el que lo habían asado algo que habría pasado por una liebre en otro contexto, pero que estaba claro que era un gato, y comenzaba a dividirlo equitativamente. Los soldados lo miraron y le indicaron que se sentara si quería, dispuestos a compartir con él su gato. Porsena los miró, las mejillas hundidas, las ojeras, los rostros sin afeitar, un par de vendajes mugrientos cubriendo heridas más o menos recientes. Y luego miró al pobre y delgado gato a la brasa, a repartir entre ocho y unos mohosos pedazos de pan rancio. Se le hizo la boca agua y el estómago se le retorció con un gruñido hambriento.. —No os preocupéis, chicos, ya nos comeremos algún gato cuando termine todo esto. —Mejor un cochinillo, si no le importa —dijo uno de los centinelas. Porsena rio a carcajadas. —Prometido, yo invito, con un ánfora de buen vino —les dijo el centurión antes de bajar las escaleras—, y que aproveche.
Finales de noviembre del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Campania
Tiberio Sempronio Graco recibió al mensajero que venía de Casilino. Aquel muchacho ya había burlado las patrullas de númidas en dos viajes de ida y vuelta y cruzado el crecido Volturno a nado otras tantas yendo y viniendo con mensajes. Antes de abrir la carta, Graco se volvió al tribuno de guardia. —¡Equitio!, mándele un ánfora de vino de mi equipaje a ese muchacho y permiso para bebérsela con sus compañeros de tienda, y que se prepare un juego de phalerae de plata, se las ha ganado. —Sí, señor —dijo el tribuno Cneo Equitio, se puso firme y mantuvo su cara de palo. —Y haga el favor de afeitarse, ya entiendo que esté usted de luto, todos lo estamos, pero ese criadero de piojos que lleva usted en la cara hace que me den ganas de rascarme cada vez que le veo.
—Perdone, señor, pero hice un voto. —Y se retiró antes de que Graco dijese nada. —Un voto, un voto… —gruñó el magister equitum mientras tomaba asiento y abría la cartera que contenía el mensaje. Tiberio Sempronio Graco era un hombre tremendamente delgado, de estatura media y aire de intelectual, algo que, en efecto, era. De una inmensa cultura y famosa templanza, su frágil cuerpo escondía una tremenda determinación y una férrea disciplina. Pero esa misma disciplina era la que le mantenía encerrado en su campamento. Antes de marchar a Roma para solventar algunos asuntos, el dictador le había ordenado terminantemente que no entablase combate con Aníbal y estaba atrapado por su palabra. Pero eso no quería decir que no pudiese hacer todo lo posible por auxiliar a aquellos pobres desgraciados. Tras un profundo suspiro abrió la carta y comenzó a leer.
Al magister equitum Tiberio Sempronio Graco: Espero que el mensajero que porta la presente carta consiga llegar sano y salvo con ella. Por desgracia, no hemos podido animarle con una buena cena porque la situación de los alimentos dentro de la ciudad es crítica. Nos hemos comido todo el ganado, y en ganado incluyo mulas y caballos. Los hombres han dado caza a todo perro callejero que han encontrado y los gatos se han convertido en manjares dignos de un epicúreo para aquel que consigue cazarlos, supongo que una vez que no queden tendremos que pasar a las ratas. A pesar de todo, seguimos resistiendo, y si se nos puede abastecer podremos hacerlo aún más, pero los hombres tienen que comer. Algo. Lo que sea. En total las bajas alcanzan ya casi la mitad de la guarnición, al menos en ese aspecto, ha venido bien para estirar las raciones un poco más. En el apartado de buenas noticias, las defensas siguen intactas y los cartagineses no parecen muy entusiastas en lo que a nuevos asaltos se refiere. Nosotros estamos calientes en buenas casas y ellos están acampados mientras el invierno comienza a arreciar, así que insisto, si consigue mandarnos comida en esas ánforas, resistiremos.
Atentamente, Marco Anicio y Casio Porsena, centuriones
Dos noches después los ansiosos vigías que esperaban en la rivera del río Volturno a su paso por Casilino vieron al fin las siluetas flotantes, casi completamente sumergidas, de las ánforas que le enviaba Sempronio Graco. Usando pértigas o saltando al agua helada cuando fue necesario los hambrientos auxiliares latinos y etruscos pescaron los tan necesitados suministros, casi todos de grano y algo de tocino, que el eficiente Anicio inventarió y almacenó asegurándose de que se repartían equitativamente. Y así, pese al estricto racionamiento, la guarnición de Casilino pudo continuar su resistencia.
Principios de diciembre del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Casilino. Campania
El oficial libio estiró el brazo y lo movió en círculos, la piel recién cicatrizada y sensible se rozaba fácilmente y picaba. Había estado a punto de perder el brazo derecho por las quemaduras sufridas durante el asalto, pero al final ambos se habían recuperado bien. Paradójicamente era la quemadura de la cara, más pequeña, la que se había infectado y más cerca estuvo de matarlo, ahora todo el lado derecho de su rostro, desde la comisura de los labios a la oreja, eran una masa tensa y rosada de tejido cicatrizal. «En fin, nunca fui muy guapo», se consolaba Ailymas cínicamente. El asedio de aquel miserable recinto amurallado se iba alargando en el tiempo y el ejército, que se las prometía muy felices invernando en la rica Capua, empezaba a barruntar la posibilidad de pasar el invierno en el fango semicongelado frente a Casilino, y aquello estaba resintiendo la moral de las tropas. El libio era plenamente consciente de ello y trataba de mantener a sus hombres ocupados y distraídos, pero el número de veces que uno podía limpiar sus armas o hacer el mismo ejercicio era limitado y, al final, siempre quedaba tiempo para el tedio, y el tedio llevaba a pensar en lo que no se tenía y se echaba de menos y surgían las suspicacias, los celos, las peleas.
Suspiró y observó el vaho condensarse en el frío aire de la mañana, se envolvió mejor en su capa y se alejó de la empalizada tras echarle una última mirada al muro de la ciudad. Mejor que él mismo ocupase un poco su propia mente.
La temperatura bajó aún más tras ocultarse el sol, y Lupo se arrebujó en su capa y se pegó a Impasible para compartir un poco de su calor mientras escudriñaba las sombras en busca de enemigos. Al reintegrase en el ejército le habían destinado a la caballería del dictador Junio Pera, ahora bajo el mando de su segundo Tiberio Sempronio Graco, y esa noche le tocaba escoltar a un grupo de legionarios que lanzarían al río las ánforas a las que habían amarrado odres llenos de aire como flotadores. Las ánforas contenían los suministros para los asediados en Casilino. A Lupo le fascinaba que una estratagema tan simple funcionara, pero quizá por eso lo hacía, era tan absurda que a nadie se le ocurriría prevenirla. Uno de estos legionarios, un jinete, era un chico de unos diecisiete años, dos o tres años más joven que él, pero que le miraba casi con reverencia. Ese par de años de diferencia Lupo los había pasado en el frente y tenía en la cara marcadas las pruebas de ello. Era un veterano para lo bueno y para lo malo. —Decurión… —llamó el chico. Lupo no recordaba su nombre, no quería aprenderlo, eso significaba añadir más fantasmas a su memoria cuando el chico muriera como todos lo harían tarde o temprano. —Dime —le dijo sin volverse. —Los infantes ya han terminado de descargar los barriles y los empujan al agua, todo estará listo en un momento —informó el chico entre el vaho de su propia respiración. —Bien, coge una decuria y reconoce el camino de vuelta, comprueba que siga libre. Silencio absoluto, ya sabes. El joven asintió en silencio y se marchó a cumplir sus órdenes, Lupo tiró de las riendas y se acercó al optio que mandaba la media centuria que había guiado los carromatos, un tipo malencarado y corpulento y con pinta de delincuente.
—He mandado a diez de mis hombres a reconocer el camino de vuelta, cuando estéis listos coged los carros y volved. Con el resto de la turma cubriré la retaguardia y me aseguraré de que no nos siguen. —Claro, decurión, sin problemas —dijo el optio con su habitual sonrisa torcida —. Al venir hemos visto una bonita villa no muy lejos del camino, me preguntaba si podíamos, quizá, pasar a hacerles una visita, seguramente son campanos traidores, ya sabe… —guiñó el ojo con malicia, dejando la idea en el aire. —No, no sé —le respondió Lupo secamente—. Las instrucciones son enviar los suministros y volver. No voy a arriesgarme a una emboscada porque usted quiera hacer una visita social, así que andando. El optio torció el gesto, consideró protestar y lo miró desafiante. Lupo desplazó el caballo lateralmente con la presión de las rodillas, ganando espacio, y bajó ligeramente la punta de la lanza. No fue un gesto abiertamente hostil, pero tampoco discreto. Si tenía que usar la violencia para hacerse obedecer, lo haría. Al final el infante volvió a esgrimir su torcida sonrisa y asintió con la cabeza. —Lo que usted diga, decurión… —dijo con su habitual tonillo cínico, y la media centuria formó y echó a andar por donde habían venido. Lupo los siguió a una cierta distancia con parte de sus hombres. El ejército recién levantado y a medio entrenar resultaba una extraña mezcla. Desde chicos demasiado jóvenes, como los que había en su decuria, a proletarii que anteriormente no resultaban reclutables por su pobreza, pero que la necesidad había hecho que fueran itidos. Lupo había observado que resultaban tan buenos soldados como cualquier otro, incluso mejores, dado el estímulo de ser los primeros de su clase que eran itidos en filas. Según había oído, también se habían formado dos legiones de esclavos, aunque no los había visto en acción, pero los que le preocupaban eran los casi seis mil criminales alistados. Lupo no era tan elitista como para creer que no podían ser buenos soldados y seguramente muchos tratarían de redimirse en combate, pero se temía que muchos, como ese optio mal encarado que le había tocado en suerte, solo veían una posibilidad de volver a las andadas desertando o, lo que era peor, aprovechando el ejército y la guerra como cobertura legal a sus chanchullos. El objeto de su preocupación marchaba a un lado de la columna y se volvió varias veces a mirarlo directamente. El decurión no hizo nada por disimular, que
supiera que lo estaba vigilando y cuando llegasen al campamento se informaría sobre quién era ese tipo.
Con el paso de los días la constante lluvia y aguanieve se convirtió en nieve, a secas. Las condiciones en el campamento púnico, pese a estar bien abastecidos, comenzaron a resultar insalubres y Aníbal se enfrentó a la tesitura de abandonar el asedio o arriesgarse a que una epidemia diezmase a sus tropas. —No puedo retirarme sin más —le dijo a Sosilo, Asdrúbal y Cartalo en la calma de su tienda—, hemos invertido demasiado tiempo, demasiada sangre y demasiado esfuerzo para retirarnos. Si fracasamos aquí como fracasamos en Nola perderemos todo lo conseguido en Cannas. —Quizá podríamos intentar un nuevo asalto. Al menos con el frío el terreno es mucho más firme —propuso el oficial púnico. —Ya hemos lanzado tres y han fracasado todos —respondió Aníbal—, no creo que la moral del ejército resista otro fracaso, de darse. —Deja una guarnición —dijo Sosilo rompiendo su habitual silencio. —Eso es retirarse —le respondió Aníbal. —No, eso es mantener el asedio con medios reducidos —insistió el espartano—. Deja una guarnición que mantenga el cerco y que el grueso del ejército se retire a Capua, descanse y se recupere. Si los romanos tratan de auxiliar la ciudad estaremos a un día escaso de marcha y caeremos sobre ellos. Si no, en primavera volveremos, ellos estarán más débiles, nosotros más fuertes. Pocos aparte de Aníbal y sus hermanos habían oído al viejo lacedemonio decir tantas palabras seguidas y casi los asombró más que lo inteligente y simple de la solución. —Deja al nuevo, al joven Hannón —propuso Cartalo—, con infantería que defienda el campamento y sus númidas que se mantengan patrullando el terreno. Así se foguearán todos y podrán avisarnos a tiempo si se aproximan los romanos.
Dos días después el grueso del ejército púnico marchaba a Capua. Dos mil libios, dos mil hispanos y los cuatro mil númidas que habían llegado con Hannón de Cartago quedaron, con este al mando, manteniendo el cerco de Casilino en un campamento reducido y fuertemente fortificado. Korbis miraba con rabia al grueso del ejército en retirada. Les había caído en suerte quedarse en ese pozo insalubre vigilando los muros de Casilino. Balkar pensó en tratar de calmar a su compañero recordándole que en unas semanas los relevarían y podría ir a Capua y conocer a su hija. Habían sabido por un hispano, que iba y venía con suministros, que Orla había tenido una niña un mes y medio antes, al comienzo del asedio, y ambas estaban bien, pero sabía que no funcionaría. Su compañero estaba cansado, como lo estaban todos. Cansado de la guerra y cansado de la primera línea, pero alguien tenía que seguir en ella y les había tocado a ellos. Garokan lo tomaba con cínico humor, Balkar con su fatalismo habitual, en cambio, Korbis lo llevaba con ira y frustración. Se prometió que mantendría a su camarada vigilado, pero más no podía hacer y así, con resignación, ira o humor negro, cada cual a su modo, los iberos se fueron haciendo a la idea de que aún les quedaba barro, frío y miseria por una temporada.
Hannón reunió en su tienda a su nuevo Estado Mayor: Isalcas, el gétulo al que había colocado al mando de los númidas, un oficial libio de cara quemada cuyo nombre no recordaba y un ibero no muy alto con cara de zorro que, según le habían dicho, era eficiente en extremo. El ibero no hablaba púnico, pero lo entendía, o eso decía, así que Hannón impartió sus órdenes en esa lengua. —Bien, nos ha tocado quedarnos a nosotros aquí —comenzó el joven oficial cartaginés—, así que vamos a intentar hacerlo lo mejor posible hasta que todo pase —hizo una pausa y consultó una tablilla de cera como si contuviera información de la máxima importancia, en realidad eran los nombres del libio y el hispano—. Ailymas, Balkar, vosotros con vuestros hombres os ocuparéis de las guardias y las fortificaciones. Quiero que se refuercen todas las empalizadas, cualquier material que se necesite me lo decís y se pedirá. Entre tanto intentaremos mejorar las condiciones de la tropa, no será como estar en Capua, pero no hay necesidad de sufrir más de la cuenta. Isalcas, de tus hombres depende que no nos sorprendan. Quiero que la mitad de ellos estén patrullando constantemente. En especial el campamento romano. Si se ponen en marcha hay
que saberlo inmediatamente y quiero patrullas constantes por los alrededores de la ciudad y el otro lado del río. Que nadie entre o salga de Casilino.
Buntalos se alegró doblemente de cruzar el umbral de las puertas de Capua, primero por disfrutar de las delicias de la ciudad y segundo porque la pierna le estaba matando. Se había forzado a marchar con sus hombres, en vez de marchar a caballo o, peor aún, ser llevado en un carro, pues sabía que su autoridad pendía de un hilo. Marchó por las calles empedradas hacia la zona que les habían asignado para acuartelarse. Tendría que tener los ojos bien abiertos con algunos de sus propios hombres, aun así, pensaba disfrutar de ese invierno lo más que pudiera, pensó mientras observaba a las bellas mujeres de negros cabellos. Vaya si pensaba disfrutar.
Ducario se detuvo y miró otra vez. No estaba seguro, así que esperó cubierto tras una esquina, sabía de sobra que destacaba entre aquella gente, por ello, hizo lo posible por pasar desapercibido y no perder de vista su objetivo. Cuando creyó que la distancia era segura echó a andar envuelto en su capa de lana, esquivó a un par de prostitutas que le hicieron alguna sugerencia, pero las ignoró y estas pasaron a buscar a otros clientes, había de sobra. Se detuvo en otro recodo y retrocedió para no ser descubierto. Su objetivo se había detenido junto a una fuente y charlaba con unas mujeres que lavaban la ropa. Tras una corta conversación reanudó la marcha y Ducario continuó la silenciosa persecución. La había visto dos días atrás, cuando llegó a Capua, pese al pacto alcanzado con Hanno, aquel oficial púnico, a Ducario no se le olvidaba la humillación de que unos hispanos le hubieran robado algo que consideraba suyo por derecho, y aquel oficial estaba muerto, por lo que a él respectaba, su promesa también. Orla llegó a una casa, llamó y otra mujer abrió la puerta y le tendió a un bebé. Por las carantoñas Ducario dedujo que era el hijo de la mujer, entró y cerró la puerta. Así que allí era donde vivía. El jefe celta siguió en su apostadero por un rato hasta confirmar sus sospechas. Los iberos que le interesaban eran los que se habían quedado en Casilino, así que Orla estaba sola. Sería cuestión de encontrar el momento de volver y recuperar lo que era suyo, pensó con una sonrisa cruel y
brillante.
Las envenenadas delicias de Capua
Finales de diciembre del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Capua, Campania
Lo bueno del vino es que calma el dolor. Lo malo del vino es que envalentona a los idiotas. Algo así debió de pensar Buntalos mientras esquivaba la puñalada que le acababa de lanzar Ambón, un idiota arrogante que había encabezado las murmuraciones en su contra desde Nola. Por suerte para Buntalos, que estaba bastante borracho, Ambón estaba muy borracho. El golpe era fuerte pero lento y el líder celtíbero pudo echarse a un lado y golpearle en un lado de la cara con una jarra de vino, casi vacía, por suerte; la jarra se rompió por el impacto y el hispano cayó derribado. Buntalos se sentó a horcajadas sobre su espalda, agarró a Ambón por el pelo con ambas manos y le golpeó la cara contra el suelo de la taberna, al primer golpe sonó el chasquido de la nariz al romperse, al segundo sonó el crujido de los dientes y, cuando iba a golpear el tercero, algunos de sus hombres lo agarraron por las axilas y los separaron. Buntalos forcejeó pidiendo que le dejaran matarlo porque era lo que se esperaba de él, pero uno de sus hombres le dio un vaso lleno y ahí quedó todo. Mientras se llevaban a rastras al inconsciente Ambón, el aún jefe se agachó a recoger el puñal que aquel había utilizado para intentar matarlo. Una bonita pieza, no tan ricamente decorada como la que había perdido en Casilino, aun así, muy buena, apuntó con ella al inconsciente y le dijo a sus camaradas: —Decidle a ese pedazo de mierda que si me vuelve a levantar la mano, él o cualquier otro, le cortaré las pelotas con su propio puñal y se las haré tragar. Los otros asintieron serios y abandonaron la taberna mientras algunos de los hombres de Buntalos vitoreaban, este sonrió y dio un largo trago al vino mientras se guardaba el puñal en el cinto, pero estaba lejos de estar tan calmado y feliz como aparentaba. Habría más intentos, así que tendría que mantener los ojos abiertos y quizá beber menos, un poco menos.
Llevaban un par de semanas acantonados en Capua y los problemas ya empezaban a surgir, sobre todo con la población civil, pero en especial entre los propios soldados. El producto de dos años de saqueos había depositado a casi cincuenta mil hombres con los bolsillos llenos y comerciantes de todo tipo, taberneros y prostitutas estaban haciendo negocio como no habían imaginado ni en sus más salvajes sueños. Así que todo el mundo miraba hacia otro lado ante algún apuñalado que amanecía en una esquina, una taberna destrozada en una pelea o un mercenario orinando o vomitando en esta o aquella fuente pública. Todo esto eran detalles salvables con dinero o una fosa, los problemas de verdad empezaban cuando los ojos, las manos y otros apéndices se iban tras la población local. Las fricciones comenzaron a surgir entre los capuanos y los recién llegados, y aquí Aníbal y sus oficiales tuvieron que emplearse a fondo, el uno usando de todas sus dotes diplomáticas con las autoridades de la ciudad, y los otros tratando de mantener bajo control a sus hombres, muchos de los cuales jamás se habían visto en una situación semejante, con la bolsa llena y tantas opciones para vaciarla. Contrariamente a lo esperado, no habían surgido demasiados problemas entre las distintas naciones del ejército cartaginés que se habían ignorado más o menos, dedicándose cada cual a lo suyo y no frecuentando las tabernas o burdeles que visitaban los otros. Los problemas habían surgido sobre todo entre los hispanos, con rencillas internas que a menudo terminaban en sangre o incluso en muertes, y entre celtas y capuanos, a menudo a causa de las antiguas rivalidades entre los galos del norte y los itálicos del sur de Italia.
—¡Sácatelo de la cabeza de una vez!, es una estupidez y una locura —insistió Corax apretando los dientes para contenerse de gritar. Ducario ignoró a su hermano, llevaba toda la noche haciéndolo, y dio otro largo trago de vino en su copa de plata. El jefe de guerra celta y sus hombres habían tomado posesión de una gran posada en uno de los barrios de la ciudad. Comida de todo tipo, vino del sur de Italia, cerveza celta, prostitutas y multitud de gorrones habían acudido como moscas a la posada donde el grupo de celtas derramaban plata y algo de oro a manos llenas. Si no fuera por la arquitectura típicamente itálica con frescos en la paredes y suelo de baldosas de cerámica, la sala común de la posada habría parecido un salón comunal en la Galia. Un fuego ardía fieramente en la gran chimenea donde se asaban de manera continua cerdos o corderos. Ducario estaba sentado a la cabecera de la mesa en una gran silla que
habían cubierto con pieles y sus guerreros se desparramaban por el resto de la sala, con bailarinas y prostitutas medio desnudas sentadas en el regazo o yendo y viniendo con bebida y comida. —La quiero a ella —dijo hoscamente Ducario cuando su hermano ya había perdido la esperanza en cualquier respuesta—. Es una cuestión de honor. Corax apretó los dientes de nuevo. —Le hiciste una promesa a Hanno, eso también es una cuestión de honor. —Era. Hanno está muerto, mi promesa murió con él. —Y cogió una tajada de cordero. —Eso díselo a los iberos, a ver qué piensan ellos, ¡por Dagda! Si hasta ha tenido un hijo con uno de ellos —dijo frustrado el bardo. —Una hija —dijo masticando la carne que tenía la boca—, ni hacer hijos saben esos enanos meridionales. —Lo que sea, una hija, déjala estar… —Corax tomó aire y trató de calmarse, intentando una táctica diferente y señaló a la chica que tenía sentada al lado, una belleza morena de cintura estrecha y enormes ojos marrones a la que Ducario había bajado de sus rodillas hacía unos minutos—. Mira a tu lado, puedes tener a docenas como esta, sin problemas y solo para ti. Ducario la miró y la atrajo hacia sí. La chica dio un respingo, pero, en seguida, profesional, se acurrucó contra el poderoso brazo del jefe guerrero y le llenó la copa de vino, este se volvió hacia su hermano, que albergó la esperanza de haberle convencido. —Esta está bien para un tiempo, pero en unos días iré a por Orla. Es mía. Corax desesperó y, enfadado, cogió su capa y se dirigió a la puerta. Uno de los guerreros, borracho como una cuba le gritó. —¡Eh, bardo!, cántanos algo. Por toda respuesta, Corax le arrojó la copa que le golpeó en la frente y lo tiró del banco en el que estaba sentado. Sus compañeros rieron a carcajadas.
—Que te cante tu madre —le gruñó, y el bardo, envuelto en su capa, salió al frío aire de la noche.
Finales de diciembre del año 537 a. U. c. (216 a. C.). Casilino, Campania
Lupo se sujetó la capa para que el viento no se la arrancara. El tiempo no paraba de empeorar conforme avanzaba el invierno. Le dio la espalda a la ventisca y miró al río con los ojos entrecerrados. Los legionarios se apresuraban en lanzar las ánforas amarradas a sus odres-flotadores a las aguas agitadas. Al menos dudaba de que su decurión le viniera esta noche con sus sugerencias de saqueo. Miró como la última caía a las turbulentas y agitadas aguas y apresuró a sus hombres de vuelta al campamento. Envueltos en sus capotes los infantes se pegaron tras la relativa cobertura que ofrecían los carros y los impasibles bueyes comenzaron a avanzar contra la ventisca.
Unas millas río abajo Garokan esperaba junto al río envuelto en su sagum, a su lado, uno de los númidas tiritaba casi incontrolablemente, tenía los labios amoratados de frío pese a estar envuelto en capa tras capa de lana. El ibero trató de no reírse, aunque él mismo estaba pelado de frío. Una semana antes, ese mismo númida, Alvar, había informado de ver una serie de objetos flotando por el río. Un par de días después del primer avistamiento, este se repitió y Hannón temió que estuvieran abasteciendo a la ciudad de esta manera. Garokan y cincuenta iberos, junto a Alvar y una docena de númidas, llevaban desde entonces apostados en uno de los recodos del río donde este daba su última curva antes de llegar a la ciudad. Habían tendido varias cuerdas a lo largo de la corriente y esperaban a ver si pescaban algo. Habían elegido a Garokan porque hablaba algo de púnico y, aunque hubiera preferido estar caliente en su cabaña del campamento, le gustaba estar al aire libre. Respiró hondo el frío aire y miró hacia el río. —¿Seguro que los viste acercarse aquí a la orilla? —le preguntó en su torpe púnico al númida.
—Ss-ss-Sí… Justo a-ahí de-delante —tiritó el númida señalando al agua a unos metros frente a ellos. Asintió el ibero y siguió mirando las aguas. Al cabo de un rato, uno de sus hombres que estaba acuclillado sobre una roca envuelto en su sagum le llamó con la mano. —Mire ahí, jefe —le dijo mientras señalaba una silueta que bajaba por el río. Ambos guerreros se lo quedaron mirando y no tardó en chocar contra las cuerdas que habían tendido. El extremo más alejado estaba amarrado a un tronco en la otra orilla unos metros río arriba por lo que, unido a la fuerza centrífuga de las aguas, fue empujando una a una las ánforas contra la orilla que ocupaba Garokan con sus hombres. A los iberos les tocó mojarse en las aguas heladas, pero la pesca mereció la pena. Veinte ánforas llenas de trigo y cinco con tocino. No estaba mal para compensar el frío. —Manda a uno de tus hombres al campamento —le dijo al númida—, que nos manden unos carros.
Anicio esperó hasta el amanecer junto a unos cuantos legionarios a la orilla del río dentro de la ciudad de Casilino, pero ninguna de las ánforas llegó hasta ellos. —Quizá han chocado contra las rocas y se han hundido, centurión —dijo uno de los legionarios. —¿Todas? —le respondió uno de sus camaradas. —Puede ser —dijo Anicio, que no lo creía posible en absoluto—, pronto mandarán más, no os preocupéis. Pero él sí estaba preocupado, quizás no hubieran podido realizar el envío esa noche, o que, en efecto, se hubieran hundido, el tiempo había sido horrible toda la noche y eso siempre complicaba las cosas, además de que el río iba tan crecido que podrían incluso haber pasado ante sus narices y no haberlas visto. Pero algo en las tripas, y no era el hambre, le decía que no era así. Un legionario etrusco lo alcanzó.
—¡Centurión! —le llamó el legionario que estaba tremendamente delgado, como todos—, el centurión Porsena lo reclama, está en la torre junto al río. Marco Anicio caminó hacia la torre y subió lentamente hasta lo alto. Notó que su compañero había mandado a descansar a los guardias y estaba solo en las almenas. —No podías citarme a nivel del suelo —dijo el jadeante Anicio, al que las fuerzas le iban abandonando como a todos. —Allí no podrías ver esto, mira allí —dijo el etrusco señalando hacia un punto más allá de la empalizada del cerco cartaginés. Anicio escrutó entre los jirones de niebla mañanera y pronto vio a unos diez o doce jinetes seguidos por unos cuarenta guerreros. —Una patrulla, ¿y qué? Van y vienen todos los días. El etrusco le miró, los ojos lo miraban febriles sobre sus pómulos marcados por la delgadez y las mejillas hundidas bajo la barba. —Fíjate mejor —dijo muy serio, y el latino le hizo caso. —Parece que llevan dos o tres carros… —¿Y qué hay en los carros? —preguntó Porsena. Por los dioses, aquel condenado etrusco debía de tener ojos de águila, Anicio no veía nada en particular, hasta que se abrió un claro en las nubes y un rayo de sol cayó sobre los carros y reveló unas formas cilíndricas. —Mierda… —susurró el latino. —Sí —le confirmó el etrusco—. Más vale que Tiberio Sempronio idee algo nuevo o nos vamos a tener que comer las sandalias.
Principios de enero del año 538 a. U. c. (215 a. C.). Capua, Campania
Las tres sombras se deslizaron a lo largo del muro, ocultos de la pálida luz de la luna por la sombra que proyectaba el edificio. Iban embozados en capas de color verde oscuro con capuchas que les ocultaban el rostro. Habían estado observando el edificio en cuestión y habían planeado el golpe con cuidado, las casas no solían tener ventanas al exterior, lo que dificultaba el , pero desde una calle lateral la tapia del huerto resultaba relativamente fácil de saltar. El primero de ellos se paró en el punto convenido, juntó las manos y flexionó las rodillas. El segundo plantó el pie entre las manos de su compañero y se impulsó ágilmente sobre el muro, cayendo al otro lado sin apenas hacer ruido. El tercero repitió el movimiento, se quedó a horcajadas sobre el muro y ayudó al primero a subir. Una vez estuvieron todos dentro, el primero en saltar se retiró la capucha de la cabeza, sus cabellos rubios, casi blancos, resultaban muy visibles a la luz de la luna. Ducario señaló hacia la puerta que daba a la vivienda y sus hombres, Bórix y Artai, asintieron. Todo se había discutido antes de salir, así que no fueron necesarias las palabras. Había cuatro mujeres y media docena de niños en la casa. Solo querían a Orla, que debería ser cogida ilesa y era la única rubia, las demás, todas morenas, si se despertaban, al igual que los niños, serían eliminadas. Los tres guerreros iban armados con cuchillos y vestidos con ropas cómodas, sin armas largas ni armaduras que entorpecieran o hicieran ruidos. Ducario se apoyó junto al marco de la puerta de la vivienda que daba al huerto y escuchó, dentro el silencio era absoluto, empujó la puerta y esta se abrió con un ligero chirrido. Esperó un segundo y empujó de nuevo, más despacio, cuando dejó el hueco suficiente para pasar se coló dentro seguido de sus hombres. Accedieron a una estancia ligeramente iluminada por los rescoldos del hogar usado para calentarse y cocinar, olía ligeramente a humo, a comida y a hierbas aromáticas. Al fondo se veía la puerta de doble hoja que daba a la calle principal y había cuatro puertas a los lados, una, entreabierta, dejaba ver una despensa, las otras tres debían de ser las de los dormitorios. Ducario señaló una a cada uno de sus hombres y se dirigió silenciosamente hacia la más alejada.
La pequeña tenía el sueño ligero y se despertó al oír el chirrido de la puerta del huerto. Amia era una niña despierta y toda una veterana. Hija de un guerrero celtíbero, su madre y ella habían acompañado a su padre con el convoy de pertrechos desde Quart Hadast, a sus siete años había visto más mundo del que la mayoría veían en toda una vida y eso le había agudizado el ingenio. Le pareció escuchar suaves ruidos en la cocina y salió de la cama, era un humilde
jergón relleno de paja en el suelo y, aun así, la mejor cama que nunca había tenido. El frío del suelo la terminó de despertar y caminó hacia la puerta en silencio, casi había llegado a la puerta cuando esta comenzó a abrirse hacia ella. Conteniendo la respiración se echó a un lado y se ocultó tras la puerta que se abría. Una silueta cubierta con una capa se deslizó en la habitación, su sombra oscura se recortaba ligeramente contra el fondo de las paredes blancas. La sombra se inclinó sobre el jergón que compartía con su hermano, el pequeño Liteno tenía el sueño pesado y seguramente eso le salvó la vida. Su madre, en el jergón de al lado, debió de oír ruido y murmuró algo al despertarse, pero un chasquido húmedo cortó en seco el murmullo. Amia supo que algo terrible acababa de ocurrir, pero el miedo la petrificó tras la puerta y algo le dijo que no hiciera ningún ruido mientras escuchaba a la sombra deslizarse fuera de la habitación y salir a la cocina.
Mientras sus hombres entraban en los otros dos cuartos, Ducario abrió la puerta del más alejado y dejó que la rojiza luz de las brasas iluminase ligeramente la estancia antes de entrar. Había cuatro bultos en el cuarto. Dos camas y dos cunas. Se dio un momento para observar y al final vio lo que estaba buscando, entre las mantas de la cama a su derecha brillaron unos largos mechones de pelo rubio. Se volvió y vio a Bórix salir de una de las habitaciones con el puñal en la mano goteando un líquido que la noche teñía de negro. Le indicó que se acercase, señaló la cama y la cuna de la izquierda y se pasó el pulgar por el cuello de lado a lado. Bórix entendió y se deslizaron dentro del cuarto seguido de Ducario, mientras este se dirigía a la cama de Orla pensando como inmovilizarla, Bórix, con una tarea técnicamente más sencilla, avanzó, le cubrió la boca a la mujer de cabellos morenos y la apuñaló en el pecho. La mujer murió instantáneamente, pero con un último espasmo golpeó la cuna a su lado y el bebé que había dentro lanzó un sonoro gemido. Bórix desclavó el puñal del pecho de la madre, se giró y mató al niño sin titubear, pero eso había sido suficiente para despertar a Orla que se incorporó en la cama, Ducario, temeroso de que despertase a los vecinos de un grito, le dio un brutal puñetazo que la dejó inconsciente, la envolvió en las mantas y se la echó al hombro sin esfuerzo. —¿Y el bebé? —dijo Bórix moviendo los labios sin apenas hacer ruido. —Déjalo —susurró y salió cargando en el hombro el fardo en el que había envuelto a Orla.
Fuera, Artai había abierto una rendija de la puerta que daba a la calle principal y comprobaba que estuviera despejada, indicó a sus camaradas que había vía libre y abandonaron la casa tan silenciosos como habían entrado.
Desde su cuarto la aterrada Amia observaba por la rendija entre la puerta y el marco. Un hombre altísimo, de cabellos casi blancos y largos bigotes salió con alguien cargado al hombro, la capa se le había abierto y reveló unos brazos musculosos repletos de brazaletes y un grueso torques de oro al cuello, al darse la vuelta para irse vio los cabellos de Orla colgando mientras el hombre que la secuestraba salía por el pasillo. Poco a poco el miedo que la había petrificado fue transformándose en un miedo diferente, se sintió terriblemente sola, sintió que tenía que ir a despertar a su madre, pero algo dentro de ella le decía que no lo hiciera. Al final se acercó al jergón donde yacía su madre, las mantas parecían más oscuras y cuando las tocó estaban pegajosas. Intentó despertar a su madre pero esta no se movió. —Mamá… —llamó con un nudo en la garganta, pero entendió que no iba a responderle. Amia pertenecía a un pueblo de gentes duras en unos tiempos duros y sabía lo que era la muerte, sin embargo, no esperaba encontrársela así. Un ruido de su hermano al moverse entre las mantas la hizo volverse, se secó las lágrimas con las manos y sin darse cuenta se pintó la cara con la sangre de su madre. Se agachó sobre su hermano y lo despertó. —Liteno, Liteno… Despierta. El niño se despertó y miró la cara llena de sangre de su hermana que le tapó la boca antes de que empezara a llorar. Amia lo sacó de la cama, le cogió de la mano y le obligó a seguirla. El instinto le decía que tenía que salir de la casa, que aquellos hombres podrían volver y esta vez la encontrarían. Ya estaban fuera del cuarto cuando oyeron un llanto apagado. —Quédate aquí y no te muevas —le susurró a su hermano, que asintió aterrorizado. Amia entró en el cuarto y vio a Kara tendida en su cama cubierta del mismo líquido negro que cubría a su madre y la cuna donde dormía su hijo tirada en el suelo, el bebé había rodado fuera y estaba tumbado sobre un charco oscuro. La cama de Orla estaba vacía, pero su bebé, la niña que aún no tenía nombre, se
agitaba en su pequeña cuna. Amia se acercó, la envolvió en las mantas, la cogió y, con su hermano de la otra mano, salió a la fría noche. Por suerte sabía a dónde dirigirse.
Ducario y sus hombres llegaron a la posada que les servía de cuartel general. Solo se habían detenido brevemente para atar y amordazar a Orla que estaba recuperando el conocimiento. Un númida borracho los había visto y se había echado a reír creyendo lo que no era al ver a Ducario inclinado sobre la forcejeante mujer. Se le había cortado la risa cuando Artai, sin mediar palabra, le había clavado el puñal en el corazón y había arrastrado su cuerpo a un callejón. Otro muerto de la noche capuana que añadir a la lista, nadie haría preguntas. Nada más entrar en la taberna, los dos secuaces se fueron a descansar y Ducario subió a la habitación principal que se había reservado para su uso personal. Empujó la puerta con la mano libre y entró. La chica morena y delgada del banquete dormía semidesnuda entre las pieles que cubrían la cama y se despertó sobresaltada al escuchar el portazo que dio Ducario al cerrar. —Tú —le dijo el jefe celta—, coge tus cosas y fuera. Y no vuelvas. La chica no se lo hizo repetir dos veces, cogió sus ropas de un montón que había al lado de la cama y, sin perder el tiempo en vestirse, desapareció. Una vez solos Ducario lanzó a la forcejeante Orla a la cama y la miró con una sonrisa llena de dientes brillantes. —Y, tú, ponte cómoda…
Buntalos tenía el sueño pesado, así que tuvieron que sacudirle para despertarlo, pero, una vez que abrió los ojos, por hábito de guerrero pasó de estar dormido a totalmente despierto. —¿Qué pasa? —preguntó saliendo de la cama y echándose una túnica por encima. —No lo sé, pero te buscan —le dijo Fannia. A Matina no se la veía por ninguna parte, las dos muchachas se habían mudado al cuarto del líder celtíbero atraídas
por la bolsa y el trabajo fijo para ese invierno. El hecho de que lo despertase púdicamente vestida le indicó que algo no iba bien, así que salió al atrio de la casa. Varios de sus leales observaban en grupo y el jefe se abrió paso entre ellos. Por el hueco del impluvium comenzaban a caer lentos copos de nieve. Matina acunaba a un bebé entre los brazos, Fannia se acercó a un pequeño niño de unos dos años y se lo llevó a la cocina a darle algo de comer. Una niña con la cara llena de sangre y envuelta en una manta lo miraba desafiante, aunque estaba claro que estaba muerta de miedo. Buntalos, pese a ser un guerrero curtido, tenía debilidad por los niños, se agachó junto a la niña y le apartó un mechón de pelo de la cara. —¿Qué te pasa, pequeña, estás herida? La niña negó con la cabeza, pero el propio Buntalos se dio cuenta de que la sangre no era suya. —Es la hija de Lesson, el vacceo —dijo uno de sus hombres— y creo que el niño también. Buntalos conocía a Lesson, era uno de los que se habían unido al ejército llevando consigo a su familia, esa niña debía de ser el bebé que había visto en Quart Hadast, cómo pasaba el tiempo. —¿Lesson no estaba en Compsa, de guarnición? —preguntó Buntalos. —Sí, así es —le confirmó el mismo guerrero. El jefe se volvió hacia la niña. —Ven conmigo, pequeña, hace mucho frío aquí. La llevaron a la cocina donde su hermano ya se estaba comiendo un pedazo de pan recién horneado untado con miel. El propio Buntalos la sentó en un taburete, mojó la esquina de un paño en agua y le limpió la sangre de la cara. —Aquí estás a salvo, pequeña, pero necesito que me digas qué ocurre y quién es ese bebé —dijo señalando a Matina que acunaba a la niña que no dejaba de llorar—, pero, primero, dime tu nombre. —Amia —susurró la niña. Buntalos consiguió imprimir una tierna sonrisa en su
cara llena de cicatrices. —Muy bien, Amia, cuéntame, ¿qué ha ocurrido? Y la niña comenzó a contarles su terrible historia.
Nada más amanecer, Buntalos y cinco de sus hombres, los más leales, unidos a él por un pacto de devotio por el cual habían vinculado sus vidas a la de su jefe le siguieron a la casa que la chica les había indicado. Al parecer, tanto Fannia como Matina, así como las otras mujeres de la casa la conocían, la propia Amia conocía el camino por hacer recados entre ambas viviendas. Las cuatro mujeres que habitaban la casa, las tres celtíberas y la celta Orla tenían en común la ausencia de sus hombres, destinados en otros lugares, y se habían agrupado para vivir juntas y darse seguridad, aunque con poco éxito, por lo visto. Al llegar a la casa encontraron la puerta abierta, entraron espada en mano por si acaso, pero no había peligro. Todo estaba en orden y parecía en paz, si no fuera por los cadáveres. Una de las mujeres yacía en un cuarto, degollada junto a los pequeños cuerpos de unos gemelos, otra estaba sola, la esposa de Lesson, y en otro de los cuartos había otra mujer y un bebé asesinados. Tanto Buntalos como sus hombres eran hombres curtidos, que habían visto y hecho cosas así ellos mismos en innumerables ocasiones, pero la frialdad de la escena no dejó de impresionarles. Una cosa era el calor de un saqueo y otra cosa era eso, quizá fuera solo una coartada moral para poder seguir respetándose a sí mismos, pero era la suya. Las muertes habían sido rápidas y ejecutadas de manera profesional, no había muebles rotos ni entradas forzadas. No se habían llevado nada salvo a la mujer celta. Encontraron la puerta del huerto abierta y huellas de tres hombres fuera. No les costó encontrar el punto por el que habían entrado, pero no había otro rastro. —Nada más, jefe —dijo uno de los guerreros. —Solo tenemos lo que ha visto la niña —dijo otro—: alto, rubio, largos bigotes y brazaletes de oro y plata. Joder, esa descripción le cuadra a la mitad de los celtas del ejército. —Aquí hemos llegado a un punto muerto —dijo Buntalos—, así que hay que buscar otras vías, pero esto no va a quedar así. Lo primero es atender a las muertas y a sus hijos, incinerad los cuerpos, buscad buenas urnas para las
cenizas y guardadlas a buen recaudo. Cavecas —dijo mirando a uno de sus hombres—, coge un caballo y ve a Casilino, habla con Balkar, el contestano, y cuéntale lo que ha ocurrido aquí, la desaparecida es la mujer de uno de sus hombres. Durato —dijo mirando a otro—, tú harás lo mismo, pero en Compsa, avisa a Lesson y cuéntale lo ocurrido, venid con ellos o con sus instrucciones. Entre tanto cuidaremos de los niños e intentaremos averiguar quién es el malnacido que ha hecho esto.
Atardecía cuando Cavecas el celtíbero entró en el campamento de la fuerza que asediaba Casilino. Acostumbrado a los enormes campamentos del ejército al completo, en este le resultó relativamente fácil encontrar la zona ocupada por los iberos y, una vez en ella, tras bajar de su caballo, le indicaron la cabaña donde vivía el jefe. Lo reconoció a pesar de estar este envuelto en su sagum, estaba sentado junto a algunos de sus hombres junto al fuego. Cavecas se presentó y Balkar lo invitó a sentarse y a compartir una copa de vino caliente mientras esperaban la cena. —Prefiero hablar contigo en privado, si puede ser —respondió el carpetano. Balkar accedió y se apartaron unos metros. —Bien, a qué viene tanto misterio, ¿hay algún problema con las delicias de Capua? —Pues sí, de hecho algo malo ha pasado y algo peor va a pasar, me temo, y afecta a uno de tus hombres, a ese tal Korbis, creo. —Déjate de rodeos y cuéntame de una vez qué ocurre. El celtíbero contó todo lo que sabía, desde la niña que había llegado con su hermano y el bebé esa mañana a la masacre que habían encontrado en la casa y cómo la niña había descrito el rapto de la mujer que solo podía ser Orla. —Uno de mis hermanos ha marchado a Compsa a informar a Lesson y yo he venido aquí a deciros lo que hay. Buntalos creyó que deberíais saberlo —dijo terminando su relato. Balkar asintió pensativo. —Gracias, Cavecas —se giró hacia el fuego y llamó a Korbis y a Garokan—. Entrad en la cabaña, tenemos que hablar.
Ambos obedecieron y Balkar entró tras ellos seguidos del celtíbero y cerró la puerta. Forzados a pasar el invierno allí, habían construido cabañas para cinco o seis hombres cada una, aunque Balkar, privilegios de jefe, tenía una para él solo. Se trataba de una humilde estancia, con un jergón, tejado de paja y un hogar sobre unas losas de piedra. Las armas del ibero estaban cuidadosamente apiladas en una esquina, con las partes metálicas engrasadas y cubiertas con trapos, las armas que no llevaba encima, claro. Una vez dentro se acuclilló junto al fuego y despabiló las brasas con un palo, indicó a sus compañeros que se sentaran mientras añadía leña a la hoguera y, cuando estuvo ardiendo debidamente, se sentó él mismo y señaló a Cavecas, que miraba con recelo al que había identificado como Korbis. Un tipo alto y delgado, con un par de cicatrices en la cara y gesto sarcástico. El otro era un tipo más bajo, de anchos hombros y fuertes brazos, le faltaba media oreja y estudiaba sin disimulo al recién llegado que se dejaba mirar pues no tenía nada que ocultar. —Korbis, Garokan —empezó Balkar—, este es Cavecas, uno de los hombres de confianza de nuestro amigo Buntalos —los dos aludidos saludaron al celtíbero —, y nos trae noticias de Capua —Balkar clavó sus ojos en los de Korbis— malas noticias… El ibero apretó los puños y levantó la cabeza. —¿Qué ocurre? —preguntó, y el recién llegado repitió el relato de lo que sabía una vez más. Korbis tenía los puños tan apretados que los nudillos se le habían puesto blancos y al celtíbero le sorprendió no oír sus dientes romperse de lo tensas que tenía las mandíbulas. El ceño de Garokan igualó al de Balkar. —Ha sido Ducario —dijo Korbis mucho más calmado de lo que Balkar se esperaba—. Ha sido ese galo hijo de puta y arrogante. —¿Conocéis al culpable? —preguntó el carpetano. —Conocemos a uno que cuadra en esa descripción especialmente bien —dijo Balkar. —Y que tiene una rencilla pendiente con Korbis a cuenta de Orla, pero es cosa vieja —añadió Garokan—, desde luego, no para asesinar a sangre fría a tres mujeres y tres niños mientras duermen. —Balkar —dijo Korbis poniéndose en pie y señalando a su amigo con el dedo
—, voy a ir a Capua y a encontrar a mi mujer, con tu permiso o sin él. —Lo tienes, hermano, no te preocupes por eso, ojalá pudiera ir contigo — itió el jefe con auténtica preocupación. Korbis no estaba para despedidas y salió de la tienda sin cerrar la puerta. —¡Carpetano! —gritó desde fuera—, guíame, solo tengo que coger un par de cosas. Balkar suspiró profundamente. —Garokan, ve con él y no le dejes hacer ninguna tontería. —El guerrero ibero se levantó, pero miró a Balkar con gesto serio. —Sabes muy bien que esto solo puede terminar de una manera… —Lo sé perfectamente, tu misión es que no sea al precio de que arda toda Capua, encontrad a Orla, matad a ese cabrón y tratad de que esto no nos caiga a todos encima. Garokan sonrió ampliamente. —¡Oh!, eso puedo hacerlo perfectamente, ya sabes que soy un tipo sutil y delicado —le guiñó un ojo y salió tras su compañero. —No quiero resultar ofensivo, pero no da mucha impresión de sutileza —dijo Cavecas, que se temía lo que podía desencadenarse una vez que esos dos llegaran a Capua. —Te sorprenderías —le respondió Balkar dándole una palmada en la espalda. Poco después, ya en plena noche, los tres hispanos salían del campamento púnico en dirección a Capua. Los dos iberos llevaban todas sus armas y montaban los tres en caballos frescos.
Principios de enero del año 538 a. U. c. (215 a. C.). Campamento romano cerca de Casilino, Campania
El campamento del dictador Marco Junio Pera se situaba en las colinas a un par de días de marcha de Casilino, curso arriba del río Volturno, dominaban el paisaje y permitían evitar sustos, en caso de que alguien hubiera tenido la moral necesaria para marchar en medio de aquel horrible invierno que estaban teniendo. Aunque la verdad es que alguien sí la tenía. Cneo Manlio se había incorporado al ejército del dictador y, con base en su experiencia previa le había encomendado el entrenamiento de los reclutas más verdes, a ellos y a sus centuriones que estaban igualmente verdes. Manlio había tenido a una cohorte todo el día marchando por las colinas con el equipo completo, una cesta cargada con piedras a la espalda y disfrutando del aguanieve que los había calado hasta los huesos. A mediodía todos lo odiaban ya. A media tarde le hubieran matado con sus propias manos. Cuando llegaron al campamento hubieran preferido que los rematasen a ellos. Manlio estaba igualmente cansado y el muslo herido en Cannas aún le daba punzadas de vez en cuando, pero por lo demás se encontraba casi completamente recuperado. Mientras las centurias de reclutas se dirigían con paso cansado a sus zonas del campamento, Manlio reconoció la alta y delgada figura de Tiberio Sempronio Graco, el magister equitum. Al parecer existía amistad entre su familia y la de los Cornelios Escipiones y el joven Publio le había recomendado, cosa por la que el centurión no sabía si estar o no agradecido. —Parece que está usted haciendo un buen trabajo, centurión —dijo el noble romano. —Lo que suden ahora no lo sangrarán luego, señor. —Y parece que les ha hecho sudar incluso con este frío —dijo el intelectual enfundado en una coraza, que le iba grande, y en grueso manto de lana—, espero que no esté usted demasiado cansado porque necesito que me acompañe, si no le importa. Graco era diplomático y educado en extremo, pues estaba claro que si el segundo hombre de la República le pedía algo a un centurión itálico daba igual lo que a este le importara, pero Manlio apreciaba el gesto. —Claro, señor, cuando usted diga.
Caminaron por la vía praetoria hacia el centro del campamento en silencio. Los días eran cortos en invierno y la noche se les había echado encima pese a no ser muy tarde aún. Los legionarios se preparaban el rancho en sus hogueras y, a la luz de estas, el centurión observó a Tiberio Sempronio Graco. Miembro de una distinguida familia plebeya, medía casi lo mismo que él, que no era bajo, pero era mucho más delgado, tenía la nariz ligeramente aguileña, el rostro afilado y el gesto distraído de la persona perdida constantemente en sus propios pensamientos. El cabello, abundante y pajizo, le caneaba en las sienes y le caía sobre la frente, un poco demasiado largo para el estándar romano. Pese al aspecto ausente, el centurión sabía que Graco era un hombre inteligente y de una enorme cultura, así que no cometía el error de tomarlo a la ligera por su frágil aspecto. Tras la caminata llegaron a la tienda del dictador. Tiberio Sempronio le indicó que pasara. La sala estaba iluminada por varias lucernas sobre el escritorio tras el cual estaba sentado, pero el resto de la tienda estaba en sombras. Había una figura al fondo de la habitación sentada y envuelta en la penumbra. Otro hombre armado permanecía de pie junto a la mesa. Manlio tuvo que contener una exclamación al reconocer a Lucio Lupo, el decurión de caballería al que no veía desde que estuviera convaleciente en Canusium. Marco Junio Pera, sin levantarse, carraspeó y lo miró. —Centurión Manlio —dijo el dictador a modo de saludo. Era el segundo dictador que el centurión conocía y no podía ser más distinto del pétreo Fabio Máximo. Junio Pera debería de tener en esos momentos cincuenta y cinco o cincuenta y seis años y era un tipo pequeño y arrugado, de pelo escaso y blanco, aunque no cabía duda de que había puesto en pie a Roma tras el desastre de Cannas. Carraspeó de nuevo y volvió a hablar. —Tengo entendido que ya conoce al decurión Lucio Lupo. Manlio miró a Lupo y le saludó con la cabeza antes de volverse al dictador. —Así es. Lupo me sacó del campo de batalla de Cannas, sin él estaría muerto. —Bien, bien… —dijo el dictador—, toda una reunión de viejos conocidos. Pero como dice el dicho, no hay dos sin tres. La figura en la penumbra se puso en pie y avanzó a la luz.
—Tengo entendido que ya ambos conocen a la dama —dijo el viejo disfrutando de su pequeño espectáculo. Ahora sí, Manlio se quedó con la boca abierta, no ya por la figura de Busa, que estaba deslumbrante envuelta en una capa roja ribeteada de pieles de zorro, con el cabello negrísimo recogido en un moño sujeto con un pasador de marfil y dos pequeñas bolas de ámbar engarzado en oro en las orejas, sino por su mera presencia allí y, pese a alegrarse de verla, supo que aquello no podía anunciar nada bueno y que la paz se le había vuelto a terminar mientras no podía desclavar sus ojos de los de ella.
Principios de enero del año 538 a. U. c. (215 a. C.). Capua, Campania
Ducario se acercó a Orla y sacó el puñal. —Voy a soltarte, no hagas ninguna estupidez —dijo señalándola con la punta del arma. Cortó las ligaduras que le ataban los tobillos, la giró sobre el colchón sin mucho miramiento y cortó también las que le ataban las muñecas. Una vez que se vio libre, la celta se retiró todo lo lejos que pudo hasta quedar apoyada contra el cabecero de la cama y se frotó las muñecas, que tenía amoratadas, sin duda había forcejeado intentando liberarse. También tenía amoratado el lado de la cara donde Ducario le había golpeado al capturarla, pero le gustó así, parecía más salvaje, el larguísimo pelo revuelto y la mirada de odio en los ojos. Unos ojos que miraban alrededor y volvían a él constantemente. «Está buscando un arma», pensó el celta con satisfacción, que ya había tenido eso en cuenta y había sacado todo objeto contundente o afilado de la estancia, salvo el puñal que no pensaba soltar. Había cambiado, se la veía más mujer, ya no era esa jovencita de la taberna. Los pechos más llenos y la curva de las caderas más redondeada, sin duda los efectos de la maternidad, pero eso excitó aún más al galo y su excitación debió de ser visible para Orla. —Antes de violarme tendrás que matarme —le dijo mirándolo desafiante a los ojos.
—No voy a violarte —ahora fue sorpresa y recelo lo que asomó a esos dos grandes ojos azules. Justo lo que esperaba Ducario, que había planeado esa pequeña farsa en su mente durante todo el día—, te entregarás a mí voluntariamente. Al oír eso Orla rio, una risa desabrida y cínica. —Estás soñando. Antes prefiero morir. —Así será entonces —asintió Ducario con una sonrisa—, de hambre o de sed, pues no beberás ni comerás nada hasta que no hayas cedido. Orla se adelantó y le escupió en la cara. Ducario rio y se secó el escupitajo. —Yo de ti ahorraría líquidos, te van a hacer falta. Se puso de pie, retrocedió hacia la puerta y salió cerrando con llave desde fuera. Una vez sola Orla no perdió el tiempo lamentándose y examinó la estancia. Era distinta a la anterior en que había estado. Durante el día le habían cubierto la cabeza con un saco y, atada y amordaza, la habían trasladado. No había nada aparte del colchón relleno de paja y una pequeña ventana que, aunque hubiera cabido por ella, estaba enrejada. Escuchó atentamente, pero apenas se oía nada, ningún ruido aparte del viento. Por precaución elemental, al asentarse en Capua un mes antes, Orla se había informado de dónde se habían asentado los celtas de Ducario, pues conocía al elemento y sabía que era prudencial evitarlo, aunque no imaginó que llegaría tan lejos. El caso es que sabía que se hospedaba con sus hombres en una posada, pero ninguno de los ruidos típicos de un establecimiento así eran audibles, luego la tenían en otro sitio y, presumiblemente, nadie sabía de su desaparición o de dónde buscarla. Tendría que valerse por sí misma, así que se sentó en el colchón, se cubrió con la manta y se puso a pensar.
Cavecas, Korbis y Garokan entraron en Capua con los primeros rayos del amanecer. El celtíbero guio a los dos iberos hasta la casa donde vivía Buntalos y se retiró a tomar un bien merecido descanso tras las cabalgadas. Los tres hispanos se estrecharon las manos y el jefe celtíbero los acomodó en una estancia de la casa donde se sentaron mientras esperaban a que les trajeran la comida.
—¿Cómo va esa pierna? —preguntó Garokan, que había sabido de la lesión de Buntalos en uno de los fallidos asaltos a Casilino. —Mejora, aunque creo que la próxima carga que dirija la voy a hacer a paso más reposado —rio el celtíbero. Korbis, que no estaba para cortesías, carraspeó muy expresivamente—. Perdona, Korbis —dijo Buntalos dándose por aludido—, antes de nada, creo que querrás conocer a alguien. ¿Matina? —llamó en voz alta. La atractiva itálica entró con algo envuelto en mantas en los brazos, el jefe celtíbero señaló a Korbis y Matina le ofreció el bebé con delicadeza. Garokan dirigió a Buntalos una mirada de inteligencia y trató de contener una sonrisa. Si había algo capaz de contener el volátil carácter de su camarada, sería aquello. Así fue. Korbis, cegado por la ira y la preocupación casi había olvidado que tenía una hija. La niña, que ya tenía un par de meses, había entrado en esa fase sonrosada y blanda que deshacía por dentro a quienes la miraban. Era una niña calmada, lloraba poco y sonreía mucho y automáticamente se ganó el corazón de su padre que, por un rato, olvidó por completo para qué había ido a Capua, perdido en las carantoñas que aquella bolita le hacía. Tras dejar a su padre que la observase e incluso le hiciera unos arrumacos Buntalos se atrevió a hablar. —Hasta donde sabemos no tiene nombre, según Amia, la niña que la trajo, Orla esperaba a tu regreso para que decidiérais cómo llamarla. Entre tanto Matina se ha hecho cargo de ella, la está alimentando con leche de cabra, como hacemos en mi tierra cuando un hijo pierde a su madre y parece que la tolera bien. Korbis asintió con el ceño fruncido de nuevo. —Gracias —dijo a la itálica devolviéndole al bebé y luego se volvió al celtíbero —, hay que encontrar a su madre, cuanto antes, y después voy a matar a ese cabrón y a todos los que se interpongan en mi camino. Tanto Garokan como Buntalos fruncieron el ceño al oírle. La magia de la recién descubierta paternidad se había roto y el Korbis que todos temían había vuelto. —Bueno —dijo el carpetano—, eso no va a ser tan fácil…
Lucio Lupo y Cneo Manlio habían abandonado el campamento al amanecer. Manlio había dejado su aspecto de centurión y sus condecoraciones y volvía a vestir como el soldado de caballería samnita que había combatido contra la caballería cartaginesa, hacía lo que ya parecía una vida, a orillas del Tesino. Lupo vestía similar, su acento del Lacio era difícil de disimular, así que habían convenido que se identificaría como un sabino. La idea original había sido que se hicieran pasar por comerciantes para no levantar sospechas, pero como Graco había señalado tras observarlos por unos instantes, con todas sus cicatrices, «llevaban la guerra escrita en la cara», así que guerreros serían. Cabalgaban en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. Lupo rumiaba lo caprichoso que resultaba el destino y si podría ser que la diosa Fortuna le hubiera devuelto su favor al fin. Manlio, más pragmático y con tendencia a no confiar en la caprichosa diosa, repasaba la reunión de la noche anterior.
Tras la teatral aparición de Busa y la consiguiente sorpresa, todos se sentaron y el dictador procedió a explicar la situación. —Como ustedes ya bien saben —comenzó—, la dama Busa aquí presente es una leal servidora de Roma. Lo que probablemente no saben, y esto no debe salir de esta tienda, es que entre sus negocios extendidos por toda Italia también se cuenta una amplia red de agentes. Estos le son leales y le transmiten todo tipo de información de todas partes, incluida la ciudad de Capua —el dictador hizo una pausa y dejó que la información fuera calando—, ¿me siguen? Manlio y Lupo asintieron. —Bien, por desgracia en esta guerra en la sombra los cartagineses también son antiguos maestros y a menudo solo sabemos que un agente ha sido… ¿cómo decirlo?… neutralizado, cuando su silencio se alarga demasiado en el tiempo, ya me entienden. Nosotros tampoco lo anunciamos en el foro cuando echamos a un río el cuerpo de uno de los suyos —hizo una nueva pausa teatral—. El caso es que uno de nuestros agentes ha dejado de informar, y es un problema, porque era uno cercano a la cúpula del ejército cartaginés. El caso es que sabemos por otros de los informadores que tenemos en Capua que sigue vivo y, en apariencia, trabajando normalmente…
La tendencia del simpático y viejo dictador a andarse por las ramas estaba empezando a molestar a Manlio. ¿Qué le importaba a él ese juego de espías? —¿Cuál es su trabajo? —le interrumpió, cansado de dar vueltas alrededor del tema. —Fabrica armas —terció Tiberio Sempronio—, su nombre es Marco Helvio. Lupo dio un respingo, pero solo Manlio y Busa parecieron notarlo. El samnita miró a la dama buscando confirmación y esta, con un gesto casi imperceptible, le hizo ver que luego le explicaría. —En efecto, querido Tiberio Sempronio —continuó el dictador—, Marco Helvio comenzó como herrero, pero, en parte gracias al patronazgo y financiación de la dama aquí presente, pronto amplió el negocio y se convirtió en uno de nuestros principales proveedores de armamento. Por supuesto, cuando Capua se pasó al enemigo, la producción fue desviada. Aun así, durante varios meses compensó el producir armas para el enemigo con valiosa información que nos hacía llegar por diferentes medios, pero desde hace varias semanas eso también se ha interrumpido. —¿Y en qué nos afecta eso a nosotros, señor? —preguntó Lupo muy educadamente. Graco carraspeó anunciando que tomaba la palabra y comenzó. —Hemos sabido de sus diversos talentos y su experiencia, así que los hemos elegido para una delicada misión. Se infiltrarán en Capua, donde sin duda el origen itálico del centurión Manlio será muy útil, y arán con Marco Helvio. Si los cartagineses le han coaccionado para que deje de informarnos está claro que algo han descubierto y tendrán ustedes que encontrar la manera de sacarlo de allí. —¿Y si no es así? —preguntó Manlio al que le gustaban las cosas claras—. ¿Si ese tal Helvio ha decidido que Aníbal paga mejor? —En ese caso —dijo Busa interviniendo por primera vez—, Helvio debe morir, pero no desaparecer, que sea un ejemplo de lo que ocurre a los que se cambian de toga.
Más tarde esa misma noche, y tal y como Manlio había esperado, Busa apareció en su tienda. Manlio tenía muchas preguntas que hacerle, pero la itálica le tapó la boca con un beso. Solo después, mucho después, estando ambos abrazados desnudos bajo las mantas del catre militar del centurión, Busa accedió a aclararle el plan. —Elegirte a ti era una opción obvia, conoces de mi existencia y de mis actividades, en parte al menos, además eres itálico y no llamarás la atención en Capua. —Lo entiendo —afirmó Manlio—, ¿pero por qué Lupo? Es romano de Roma, además, está medio roto, lo veo en sus ojos. —Manlio estaba genuinamente preocupado por el muchacho. Era un chico valiente, pero había visto y pasado por demasiado en demasiado poco tiempo. Lo sabía porque él mismo había estado ahí. Algunos, como él, se sobreponían, lo interiorizaban y seguían, pero otros sencillamente se rompían y a Manlio no le hacía gracia que eso ocurriera mientras estaban en una ciudad enemiga, más allá de la pena que le diera el chico, que se la daba. Busa le escuchaba mientras le acariciaba suavemente la cicatriz de la cabeza y la oreja a la que le faltaba el trozo superior, aunque el lóbulo seguía intacto y lo mordió suavemente. Manlio se resistió riendo. —No intentes distraerme. Dime, ¿por qué Lupo? Busa le miró con sus grandes ojos negros que brillaban rojizos reflejando la pequeña llama de la lucerna que colgaba del poste de la tienda. —Una vez dentro de Capua os será imposible ar con Helvio directamente, está demasiado alto en la escala social capuana como para que dos guerreros accedan a él sin despertar sospecha, su sobrina, sin embargo, es más accesible y parece ser que nuestro amigo Lupo la conoce personalmente. —El mundo es un pañuelo… ¿Y qué pasa si la sobrina también es una traidora? —En ese caso ella también tendrá que ser eliminada. —Las llamas reflejadas en los ojos de Busa se tornaron siniestras al fruncir esta sus preciosas cejas y Manlio pensó en los fuegos del inframundo.
—¿Y si Lupo le tiene demasiado apego? —preguntó el centurión temiendo la respuesta, pero queriendo, como siempre, tener las cosas claras. —En ese caso él también tendrá que caer.
—¿Sabe, centurión?, no creía que sobreviviría usted a sus heridas —dijo Lupo rompiendo el silencio. Manlio volvió de entre sus pensamientos. Poco antes del amanecer Busa había abandonado su tienda y él se había preparado para marchar y ahora una posible víctima suya se empeñaba en charlar. —No me llames centurión ni me trates de usted —respondió secamente. —Lo siento… —dijo Lupo cayendo en la cuenta. —En cuanto a mis heridas… Supongo que no soy fácil de matar, pero no se puede llegar mucho más allá de eso, me temo —dijo tocándose la sien—, esta vez me vi dándole la moneda a Caronte… Siguieron un rato callados. La temperatura había subido algo y la nieve había dado paso a una fría y lenta llovizna que lo teñía todo de gris y les iba calando poco a poco. —¿Cuánto crees que tardaremos en llegar a Capua? —preguntó Lupo rompiendo el silencio de nuevo. —Si no hay incidentes, mañana a mediodía, más o menos. Y ambos jinetes siguieron cabalgando en silencio, uno cargado de esperanzas y el otro de preocupaciones.
Mientras los dos romanos cabalgaban bajo la lluvia, en Capua tres hispanos observaban desde la distancia cierta posada llena de galos. A pesar de la helada llovizna la populosa ciudad seguía con su actividad y eso ayudaba a que pasaran desapercibidos entre aquellos ríos de gente envuelta en lana.
—¿Es ahí donde la tienen? —preguntó Korbis. De los tres era el único que no llevaba la cabeza cubierta por el sagum. El pelo empapado se le pegaba a la cabeza y las gotas de lluvia le goteaban de la nariz aguileña, pero no parecía molestarle. —Lo dudo —le respondió Buntalos—, esa posada es una jaula de grillos. Todo el mundo entra y sale y viven en una fiesta constante. Algunos de mis hombres han interrogado a comerciantes o prostitutas que van y vienen y nadie ha visto nada extraño. Llevan desde que llegaron de parranda y no parece que piensen cambiar. —Pues si no está aquí, ¿dónde pueden tenerla? —preguntó Garokan, con el rostro invisible bajo el pliegue del sagum que le cubría la cabeza. —No lo sabemos —itió Buntalos—, pero casi es mejor que no esté ahí. Borrachos o no, nunca hay menos de veinte o treinta de esos galos enormes con sus malditas espadas largas. —¿Ahora te dan miedo esos rubios? —preguntó Garokan con sorna. —Vete a la mierda, contestano —le contesto el celtíbero, molesto—, no se trata de eso, no podemos entrar ahí matando a todo el mundo y esperar que no tenga consecuencias. Sería una guerra dentro de la propia ciudad. —A mí no me importaría degollarlos a todos —dijo Korbis con los dientes apretados. —Ni a mí, pero no podemos —cortó Buntalos—. El caso es que hace tiempo que tengo identificados a los hombres de confianza de Ducario, en especial a su hermano, un bardo. He ordenado a mis hombres que los sigan discretamente, a ver a dónde nos llevan. —¿Y ya está? —preguntó Korbis impaciente. —Si quieres puedes entrar ahí y preguntarles tú mismo —le respondió el celtíbero, molesto. —Perdona, Buntalos —terció Garokan—, tienes razón. Apretemos con la vigilancia y esperemos a que se presente una oportunidad.
El propio Korbis asintió a regañadientes itiendo que más no se podía hacer, pero eso no calmaba su desesperación.
Al día siguiente a mediodía dos guerreros itálicos entraron en Capua, había guardias en las puertas y muro, pero el trajín de mercancías y personas era constante, así que pasaron sin problemas. Había terminado de llover hacía un rato, pero se sentían empapados y miserables después de una noche al raso en la que apenas habían contado con la cobertura de un árbol y les había resultado imposible encender un fuego. Encontraron una posada junto a las murallas que tenía establos y dejaron a los caballos al cuidado de los mozos a los que dieron un par de monedas y entraron a la caldeada sala de la primera planta. Habían acordado que Lupo hablase lo menos posible para no ser traicionados por su acento, así que Manlio se encargó de la negociación. Encontrar alojamiento fue complicado y al final tuvieron que aceptar un par de jergones en una habitación en la que se alojaban varios comerciantes. —La ciudad está llena como nunca la había visto en invierno —les dijo el tabernero, un campano risueño y zalamero que tenía pinta de ser capaz de vender a su madre por un denario y de haberlo hecho ya con sus hijas—. Los púnicos han montado un campamento junto a los muros, ya lo habréis visto, pero los mercenarios con el bolsillo lleno se han metido en la ciudad o se pasan la vida dentro, de parranda. Además —dijo bajando el tono, como si les hiciera una confidencia—, la mayoría de esos bárbaros no han visto una ciudad por dentro en su vida, y les podemos cobrar lo que queramos. La plata se les cae de los bolsillos, así que alguien tiene que recogerla. —Y les guiñó un ojo. Lupo metió la nariz en su vaso de vino para aguantarse las ganas de partirle la cara a ese ladrón inmoral. Como de la clase de los caballeros, los Lupo eran comerciantes desde hacía generaciones, pero tenían honor y eran honrados. Su padre comerciaba con ganado, especialmente con mulas que criaba y vendía al ejército y a todo tipo de comerciantes que necesitaban buenos animales para trabajar y se enorgullecía de su honradez, pero este miserable, y se temió que otros muchos en la ciudad, habían sucumbido a la ganancia fácil, pero ya volvería Roma y pagarían con creces. Manlio, mientras tanto, le daba cuerda al tabernero, que era de los parlanchines y contaba cualquier cosa a cambio de que le rieran las gracias.
—Si lo que queréis es alistaros —cambió de tercio el campano—, os recomiendo esperar un poco. No creo que la juerga dure mucho más, por desgracia, y volverán al orden. Por ahora reina la indisciplina entre los cartagineses y no creo que os hagan mucho caso. Aquí tendréis sitio siempre que queráis y en cuanto haya un par de habitaciones libres prometo que serán para vosotros, aquí todos somos itálicos, y os puedo hacer precio especial. —Esta vez al guiño cómplice unió un codazo amistoso a Manlio. Lupo tuvo la impresión de que el samnita tenía madera de actor, porque algo le decía que sus ganas de partirle la cara a aquel bocazas no eran menores que las suyas. —Muy generoso por tu parte —le sonrió de vuelta Manlio—, ahora nos gustaría comer algo y descansar, el viaje no ha sido de lo más placentero con este tiempo. —Eso no será problema, en breve estará lista la comida, le diré al mozo que os acomode en una buena mesa cerca de la chimenea. —Perfecto —asintió Manlio—, una cosa más… Necesitaríamos de un buen herrero. Para los caballos y para darle un repaso a nuestras armas. He oído de uno famoso en la ciudad, un tal Helvio, ¿es tan bueno como dicen? —Puffff… ¿Ese ladrón? —resopló el tabernero—. Es solo un arrogante con mucho dinero, pero no hace trabajo fino, va al por mayor. Si necesitáis material de primera os recomiendo a un cuñado mío, su herrería se encuentra en… El tabernero siguió durante un rato glosando las virtudes del hermano de su mujer, tan honrado como él, según sus propias palabras, y artesano sin par. Lupo perdió la esperanza de sacarle nada útil a aquel charlatán, mientras, Manlio buscaba una escapatoria a la verborragia del hostelero. Finalmente, tras prometerle una visita a la forja de su cuñado, se pudieron acomodar en la mesa que les limpió el mozo, un chico con cara de no tener muchas luces que andaba limpiando y sirviendo por el local. —Me parece que no vamos a sacarle nada útil a ese fantoche —dijo Lupo una vez acomodados. —Yo tampoco, pero merecía la pena intentarlo —itió Manlio—, al menos, tendremos un techo sobre la cabeza y algo que comer. —Propongo que una vez que hayamos terminado de comer vayamos a buscar por nuestra cuenta a Helvio. Si tanto dinero tiene y tanto fabrica debe de ser
conocido en la ciudad, no puede ser muy difícil averiguar algo. —Devoto del deber, por lo que veo —dijo Manlio antes de darle un trago al vino —, está bien, pero primero comamos algo caliente y disfrutemos del fuego. Estoy harto de estar calado.
Calado hasta los huesos estaba Cavecas. Tras descansar de la cabalgada había vuelto al trabajo. Buntalos le había encargado vigilar a Corax, el hermano de Ducario. Con toda la ciudad de farra, y allí estaba él, mojándose bajo la lluvia que había comenzado a caer con fuerza otra vez. Al menos el bardo, a pesar de su trabajo, no era un tipo juerguista, si algo había peor que perderse una buena fiesta era hacerlo mientras se vigilaba a alguien que disfrutaba de una. El tal Corax estaba sentado a solas comiendo de un plato de guiso. Cavecas no había comido nada desde la mañana temprano, así que suspiró resignado mientras le observaba desde la calle y se sacudió el agua del sagum. No tardó mucho el galo en terminar, empujó el plato, se ajustó la capa y salió a la calle. Tras darle un poco de ventaja, el celtíbero echó a andar en pos del celta. Estuvo a punto de perderle en un par de ocasiones cuando atravesó algunas plazas con puestos de mercancías, pero al final terminaba por encontrarle el rastro. El bardo iba vestido con una capa gris que no destacaba mucho, pero el hispano estaba acostumbrado a seguir todo tipo de rastros y no se dejó despistar. Entraron en una zona de la ciudad menos populosa y eso dificultó el seguimiento, pero, por suerte, el galo pronto se detuvo junto a la puerta de una pequeña casa de piedra, llamó y alguien abrió desde dentro. Cavecas vislumbró brevemente a un tipo alto con una larga espada al cinto, un guerrero, el bardo miró a ambos lados sin verlo y entró. El hispano suspiró, se acomodó en el zaguán de un portal de un edificio que parecía abandonado y se resignó a otro rato de espera, aunque al menos esta vez estaba resguardado de la lluvia.
Corax entró en la casa, cruzó un pequeño corredor y entró en la estancia que hacía las veces de salón y cocina, su hermano estaba sentado a la mesa con dos de sus hombres armados hasta los dientes, como el de la puerta, y comiéndose un pollo con evidente deleite este sonrió y le señaló la silla frente a él con los dedos brillantes de grasa.
—Siéntate, hermano, hay otro pollo si quieres —le dijo con la boca llena. El bardo ignoró la oferta y siguió de pie inmóvil, con la capa goteando sobre el suelo. —¿Es aquí donde la tienes? —preguntó. Ducario se tomó su tiempo, terminó de mondar el hueso del muslo, se chupó cuidadosamente los dedos y se los secó en los calzones antes de recostarse en la silla. Iba descalzo y, aparte de los mencionados calzones, solo llevaba puesta una túnica corta y suelta. Miró a su hermano pensándose si contestar o no y, finalmente, señaló con el pulgar la puerta que había tras él. —Sí, ahí está —dijo con una sonrisa bajo su frondoso bigote—, acabamos de disfrutar de un ratito de intimidad, y me ha dado hambre al terminar. —¿La has violado? —dijo el bardo más con decepción que con ira. —Por supuesto que no, ella misma ha accedido. Se puede aguantar mucho tiempo sin comer, pero tras un par de días sin beber las prioridades van cambiando… Corax sintió un profundo asco por su hermano, desde pequeños siempre lo había tenido todo, pero siempre quería lo que no podía tener, y lo peor es que lo conseguía. —¿Qué harás cuando lo sepan los iberos?, ¿o cuando te canses de ella? —Los hispanos deben de saberlo ya, pero no pueden saber que he sido yo. Cuando me canse, bueno, entonces pueden disfrutar de ella mis muchachos, no es de buen jefe quedárselo todo para uno —y comenzó a reírse de su propia broma. —¿De verdad piensas que no creerán que has sido tú? —Lo que crean me es igual. ¿Qué van a hacer?, ¿empezar una guerra aquí en medio? Vamos, Corax, es solo una mujer y de todas maneras ni siquiera están en la ciudad. Siéntate y come algo, anda —insistió. —No, gracias, se me ha quitado el apetito.
—Como tú veas —le dijo Ducario mientras le arrancaba el otro muslo al pollo. Corax, asqueado, se dio la vuelta y salió a la calle antes de que le venciera la náusea.
Cavecas vio salir al bardo antes de lo que se esperaba. Salió de la casa dando un portazo y se alejó. Las órdenes del celtíbero eran claras, seguir al bardo, pero presintió que aquel sitio era importante y decidió arriesgarse a perderlo. Su iniciativa se vio recompensada al cabo de un rato cuando vio salir al propio Ducario, envuelto en su flamante capa verde y acompañado de uno de sus hombres. Una vez que se hubieron alejado Cavecas decidió investigar. Rodeó la casa discretamente y buscó un posterior, pero la tapia que la rodeaba era demasiado alta para saltarla sin ayuda, por suerte la casa de al lado estaba en ruinas y no le fue difícil colarse en ella. Se encaramó a lo alto de la casa con cuidado de no resbalar entre los maderos húmedos y se apostó en un hueco del tejado semihundido. La casa tenía un jardín tras ella que estaba muy descuidado y lleno de hierbas. Al fondo había un cubículo que Cavecas imaginó que contenía la letrina. Al jardín se accedía por una puerta en el centro de la fachada posterior, a su izquierda había una ventana tras la que se veía una luz, pero lo que le llamó la atención fue la ventana de la derecha, había sido tapiada casi por completo menos un recuadro en lo alto que estaba cubierto con barrotes de hierro, como si se tratara de un calabozo. La puerta de atrás se abrió y un celta armado salió y se dirigió a la letrina, el hispano pudo ver, a pesar de la distancia, que no era el mismo que había vislumbrado en la puerta, este tenía el pelo moreno y parecía más corpulento. Estaba claro que ahí había algo de interés, así que, con esta información, Cavecas decidió que era momento de ir a informar, y de comer algo y secarse, ya de paso.
Lupo y Manlio observaron el gran taller a orillas del río. La factoría de Marco Helvio constaba de media docena de forjas y al parecer no les faltaba el trabajo. A la luz roja de los hornos una docena de herreros martilleaban el metal al rojo mientras veinte o treinta esclavos mantenían alimentados los fuegos, descargaban carbón vegetal de barcazas en el río e iban y venían con todo tipo de
materiales y recados. —Ahora la cuestión va a ser encontrar el modo de tantear a ese tal Helvio —dijo Manlio mirando con ojos curiosos el ir y venir de la herrería. —Déjame eso a mí —respondió Lupo echando a andar. —¡Chico! Discreción, joder… Lupo se volvió, le guiñó un ojo, le indicó que guardase silencio con el dedo en los labios y siguió andando hasta el extremo más alejado de la forja. Manlio decidió seguirlo antes de que los metiera en un lío. El joven se acercó al final de la forja ignorando las miradas curiosas de los esclavos, que lo tomaron por un cliente. Los herreros estaban demasiado ocupados en su trabajo como para prestarle atención. —Bonita hoja —dijo Lupo al último de los herreros, alzando la voz sobre el martilleo que atronaba en el lugar. Solo entonces, cuando el herrero levantó la vista, Manlio, a un par de pasos tras Lupo, se dio cuenta de que era una mujer, y una mujer atractiva si le quitabas todo el tizne del carbón y el sudor, se dijo con ojo crítico. —Lucio… —O algo así leyó Manlio en sus labios pues no se oyó ningún sonido salir de su boca. Y ahí estaban la herrera boquiabierta y Lucio sonriendo como un idiota. —Conocidos… Ya… —se dijo el centurión viendo la cara de lerdo que se le había puesto a Lupo y tratando de no echarse a reír.
La herrera cerró la puerta tras de sí. Los había conducido hacia una construcción de ladrillos con una recia puerta de madera reforzada donde guardaban las herramientas y parte de los productos ya manufacturados. El suelo estaba cubierto de cestas con puntas de lanza, hojas para espadas, puñales y varios cajones con cientos de puntas de flecha y venablo dentro. Manlio las examinó con ojo experto, aún no estaban enmangadas ni afiladas, pero la factura era de primera. Escuchó el sonido de la llave girando desde dentro y se volvió. —¿Se puede saber qué haces aquí?, ¿estás loco?, ¿y quién es ese? —dijo
señalando a Manlio. —Cneo Manlio, para servirle —dijo este cortésmente y con un poco de zumba. —Mucho gusto —dijo la herrera sin dejar de mirar a Lupo con cara de pocos amigos—. ¿Y bien? Lupo, que sin duda se había esperado un recibimiento más cordial, dudó un momento y Manlio tomó la iniciativa. —Venimos buscando a Marco Helvio, debe de ser tu tío, si no me quivoco. Helvia lo miró de nuevo y ambos se estudiaron detenidamente. Manlio no llevaba armadura, sin embargo, la constitución esbelta pero ancha de hombros, con brazos fuertes y el rostro de mandíbula cuadrado y lleno de cicatrices, aunque atractivo, delataban a la legua al militar. La muchacha por su parte era un poco más baja que él, ancha de hombros y con brazos fuertes que asomaban de una túnica sin mangas cubiertos de tizne de carbón y sudor, sus ojos, muy verdes, lo miraban entrecerrados con sospecha. —Sí, es mi tío. ¿Qué queréis de él? —dijo alternando la vista de uno a otro. —Tenemos que hablar con él —dijo Manlio sucintamente. Helvia lo miró y entrecerró los ojos. —Tú eres itálico —le dijo a Manlio—, pero tú eres romano, así que imagino que tú estás con ellos, Cneo Manlio o como te llames. No me creo que hayáis metido la cabeza en la boca del lobo solo para charlar con mi tío. —Helvia, tranquila —intervino Lupo al fin. Manlio no pudo evitar pensar que él era el menos tranquilo de los tres—. Sabemos que sois leales a Roma, pero los informes de tu tío se han interrumpido y nuestros jefes quieren saber por qué. Chico discreto este Lupo, pensó Manlio, que metió la mano bajo el capote y sujetó disimuladamente la empuñadura de su espada. —¿Y si ya no somos leales qué me impide gritar y delataros? —preguntó la chica sin amilanarse. —Que te mataré antes de que abras la boca —dijo Manlio sin alterar la voz ni la
cara—. Pero algo me dice que, si no nos has delatado ahí fuera, no lo vas a hacer ahora. ¿Verdad? —Verdad —dijo la chica, y el centurión alejó la mano de la empuñadura y le sonrió.
Lupo y Manlio caminaban por la calle camino de su posada para comer algo y descansar, se habían citado con la chica en una taberna cercana a la factoría donde pasar desapercibidos entre los parroquianos y los había sacado del almacén por una puerta trasera. —Desde luego, chico —dijo el centurión—, eres la discreción personificada. —Sé que Helvia es leal, no soy tonto —dijo este picado. —Lo que eres es un pardillo. ¿Qué te hace saber que no ha cambiado de chaqueta o que no la están coaccionando? —dijo Manlio parándose y bajando la voz. Lupo también se paró y se enfrentó a él. —Cuando la conocí mató a un celta de un martillazo en la cabeza, uno de los celtas que mataron a su padre, el hermano del Marco Helvio al que estamos buscando, ¿te vale con eso? —preguntó el romano conteniendo la ira. —Pues no, no me vale. Insisto, si los cartagineses tienen a su tío, ¿crees que no cambiará nuestras cabezas por la suya? Lupo titubeó un momento, pero se rehizo pronto. —¿Acaso tienes una idea mejor? —Pues no ir pregonando qué pretendemos a las primeras de cambio, por ejemplo. Aquello no estaba yendo a ninguna parte, así que Manlio se dio la vuelta y siguió camino, ahora ya no les quedaba otro remedio que confiar en la herrera, de nada les valía pelearse entre ellos.
Su fuerza de voluntad había resistido dos días completos, al tercero la sed le hizo sucumbir. Orla sentía una mezcla de infinita tristeza, suciedad y asco, por lo ocurrido y por sí misma. Le habían dado comida y agua, pero, tras comer y beber, estampó el jarro de agua contra la pared en un de ira y frustración. Cogió uno de los fragmentos de cerámica rota, tenía punta pero no filo, quizá una romana hubiera pensado en suicidarse, pero ese concepto repelía a los celtas, así que se quedó ensimismada mirando el trozo de loza rota y así, desnuda como la había dejado Ducario tras terminar de violarla, porque es lo que había hecho al fin y al cabo a pesar de su aparente consentimiento, permaneció sentada, sumida en su desesperación. El ruido del cerrojo la sacó de su letargo, solo entonces notó que había anochecido. La puerta se abrió y uno de los secuaces de Ducario entró en la habitación sujetando una lucerna en una mano y una bandeja en la otra. El guerrero dejó la bandeja en el suelo junto al jergón y rio al ver los fragmentos de la otra jarra. —No rompas esta también —le dijo señalando la jarra que traía—, no tenemos más. El guerrero alzó la lámpara para iluminarla, Orla no se movió y le sostuvo la mirada. Este la examinó con ojos lascivos, sin disimular en absoluto e incluso se mordió el labio inferior con lujuria. —Espero que el jefe se aburra ponto de ti, porque entonces serás para nosotros. —Se acercó a ella sonriendo bajo su gran bigote leonado—. Y soy el primero de… El chasquido húmedo del fragmento de cerámica clavándose bajo la boca del guerrero cortó su frase en seco, este soltó la lucerna que cayó sobre el colchón derramando el aceite e incendiando la paja que había debajo. El guerrero le cayó encima pringándola de sangre. Orla lo empujó a un lado, este rodó y quedó tendido de espaldas tratando de sacarse el fragmento de cerámica que tenía clavado hasta el paladar, pero los dedos le resbalaban entre la sangre que salía abundantemente por la herida y por la boca. La celta se levantó y agarró la espada que este llevaba al cinto y la sacó, justo en ese momento, el otro guerrero que estaba en la casa acudió a ver qué eran esos ruidos. Lo último que se esperaba era ver la habitación comenzando a arder, a su compañero agonizando en el suelo y a una mujer desnuda de pelo rubio y con los pechos cubiertos de
sangre empuñando una espada, quizá por eso no pudo reaccionar a tiempo cuando esta golpeó de arriba a abajo con todas sus fuerzas. La espada le impactó sobre la clavícula izquierda y se clavó hasta la columna vertebral. Orla apoyó el pie en el cadáver y desclavó el arma, el otro seguía vivo y haciendo unos ruidos horribles, al dolor de la herida se sumaban sus ropas que habían comenzado a arder. Que se quemara, pensó Orla, que salió de la habitación y cerró la puerta echando el cerrojo por fuera. Mientras buscaba algo que ponerse escuchó los aullidos gorgoteantes del guardia que se estaba abrasando vivo. Había una capa colgada de una silla, se la echó por encima y salió a la fría noche sin soltar la espada.
Lupo y Manlio esperaron en la taberna que habían acordado. Era un antro humilde aunque limpio donde los artesanos de la zona echaban un trago después de la larga jornada y los borrachines habituales se pasaban el día jugando a los dados y buscando a quién gorronearle un vaso de vino. Pese a que los soldados que había por doquier en la ciudad no frecuentaban mucho ese local, tampoco se sorprendió nadie al verlos y no les hicieron mucho caso. Se sentaron en una mesa al fondo, pidieron vino, aunque no lo tocaron y esperaron. Ambos llevaban espada y puñal al cinto, Lucio insistía en que Helvia era de fiar, y Manlio insistía en que no había que fiarse ni de su propia sombra, así que armados fueron. No tuvieron que esperar mucho, una figura encapuchada entró y se dirigió a su mesa, sus anchos hombros hicieron pensar a la parroquia que se trataba de un hombre y nadie le hizo caso, nadie se dio cuenta de que era una mujer una vez se hubo sentado y, en cualquier caso, sus acompañantes disuadían con su aspecto a cualquier posible curioso o sobón. —Has venido —dijo Lupo sonriente. —Dije que lo haría —respondió Helvia sécamente y la sonrisa de Lupo desapareció—. Bien, ¿qué queréis de mi tío? —Queremos saber de él —respondió Manlio. —¿Quién quiere saber de él? —preguntó Helvia testaruda. Manlio se inclinó sobre la mesa y susurró. —Senatus Populus Que Romanus… O sus representantes, para ser exactos.
Helvia ablandó el gesto por primera vez y miró a sus interlocutores con, ¿angustia? —Hasta donde yo sé, mi tío no informaba a nadie en Roma, trabajaba para una itálica… —Busa de Canusium —le cortó Manlio. —Sí, esa —confirmó Helvia—. Una zorra que le prestó dinero para ampliar el negocio casi a fondo perdido, pero a cambio le exigía esos informes de manera regular. —Bueno, pues digamos que los informes que tu tío mandaba a esa señora —dijo poniendo énfasis en esa última palabra— acaban siendo leídos en la Curia Hostilia. Y ahora dinos, ¿dónde está tu tío? —No lo sé… —itió—. Hace un par de semanas no vino a trabajar. Él nunca faltaba al trabajo, siempre lo supervisaba todo en persona y más desde que los cartagineses entraron en la ciudad. Todo el mundo sabía que antes fabricaba para los romanos, así que le dijeron que ahora le tocaba cambiar de cliente, aceptó, por supuesto, ¿qué podía hacer? —preguntó la angustiada sobrina con ojos suplicantes, tanto Manlio como Lupo asintieron comprensivos, no estaban allí por sus ocupaciones artesanales, así que podían darle cuartelillo—. En principio todo fue bien, supe que seguía escribiendo a esa tal Busa, pero… —¿Quién más lo sabía? —interrumpió Manlio. —¿El qué? —dijo Helvia desconcertada. —La relación epistolar, o de lo que fuera, entre tu tío y Busa. —Nadie, aparte de mí, y yo nunca supe muy bien qué contaba y por qué… —Ya —asintió Manlio—, en fin, sigue. —¿Por dónde iba?… ¡Ah!, Ya. Todo seguía normal, los cartagineses incluso favorecían el negocio. Nos daban prioridad a la hora de adquirir carbón o mineral de hierro, y pagaban puntualmente, cosa que no siempre pasaba con los romanos, por cierto. El caso es que como os decía, un día no vino a trabajar, hará unas dos semanas. Al día siguiente un oficial púnico vino a la herrería. No muy
alto, resultaba hasta simpático. Según supe después es uno de los más cercanos a Aníbal, el caso es que me preguntó por quién estaba a cargo, al no estar mi tío di yo un paso al frente, le expliqué quién soy y pareció entender. —¿No sabes su nombre? ¿Y dices que fue solo? —preguntó Manlio. —Me dijo que se llamaba Cartalo, y no, vino acompañado de varios soldados, cartagineses por el aspecto, o libios… No lo sé. Bien armados. Me llevó aparte y, con unos modales exquisitos, como si me fuera a vender algo, me explicó que tenían a mi tío a buen recaudo, pero su salud dependía de que yo siguiera con el negocio como siempre. —Eso no tiene sentido —intervino Lupo. —¿Por qué? —preguntó Helvia enfadada. —No te ofendas —dijo el romano—, pero herreros hay muchos, pueden quitar a tu tío de en medio, o a ti y al resto de tu personal y no creo que les costase mucho reemplazarlos. —Un herrero no se forma en un día —dijo Helvia visiblemente ofendida. —No, pero tiene razón Lupo —dijo Manlio—. A un espía se le elimina cuando se le captura, por muy buen herrero que sea, y si sigue vivo es porque esperan sacar algo de él. —Entonces ya sé tanto como vosotros. Más allá de lo que le mandase a esa tal Busa no sé qué más pueden querer los cartagineses de él. —Pues habrá que enterarse, o habremos venido para nada —dijo Lupo que comenzaba a perder cualquier esperanza de conseguir nada más allá de su misión, y eso si lo lograban. La conversación había llegado a un punto muerto así que se bebieron el vino y salieron. Helvia, que conocía mejor la ciudad, se ofreció a guiarles por un camino más corto y la siguieron entre las callejas de la zona pobre de la ciudad. Apenas la oyeron hasta que la tuvieron encima, alguien chocó contra Lupo y ambos rodaron por el suelo, Manlio fue el más rápido en reaccionar y le quitó una larga espada de la mano, notó que la hoja estaba manchada de sangre, la
sorpresa vino al ver que era una mujer y estaba desnuda bajo la capa, forcejeaba con Lupo en el suelo tratando de zafarse de él, Manlio le pasó la espada a Helvia y agarró a la mujer de los brazos y la puso en pie. —Shhh… Tranquila, tranq… La mujer le dio un rodillazo en los testículos que le hizo soltarla y doblarse en dos luchando por respirar, se zafó de él, pero no había a dónde ir, por puro azar la tenían contra la pared. Lupo ya se había puesto en pie y sacado la espada. Helvia dejó el arma de la mujer en el suelo y se adelantó con ambas manos levantadas en señal de paz. Mientras Manlio se enderezaba con las manos en la entrepierna y tratando de recuperar el aliento. —No vamos a hacerte daño, tranquila —susurraba Helvia acercándose lentamente. Todos notaron que iba cubierta de sangre, jadeaba profundamente y tenía los ojos, que eran azules y muy grandes, con un brillo febril o de locura. Helvia le cerró la capa cubriendo su desnudez y siguió repitiendo palabras tranquilizadoras sin saber si la mujer, celta, por su aspecto, hablaba latín. Pero daba igual, exhausta y al límite como se encontraba cerró los ojos, se tambaleó y cayó inconsciente en los brazos de la herrera. —Lo que nos faltaba… —murmuró Manlio con voz ronca.
Korbis y Garokan, acompañados por Buntalos y dos de sus hombres, habían decidido asaltar la casa que Cavecas había identificado y, si no estaba allí Orla, al menos capturar a uno de los galos y tratar de sacarles algo. Lo que no se esperaban era encontrarse la casa ardiendo por los cuatro costados. Cuando llegaron las llamas empezaban a atravesar el tejado, que amenazaba con derrumbarse, y el interior era un auténtico horno, estaba claro que allí no quedaba nadie vivo. —¿Estás seguro de que era esa casa? —le preguntó Buntalos a Cavecas. —Totalmente, jefe. Los estuve observando desde ese zaguán —dijo señalando el sitio—, y luego trepé al tejado de la casa de detrás —y señaló el punto, iluminado por las llamas, desde el que había estado observando el interior de la casa.
—Lo que está claro es que ahí ya no hay nadie, vivo al menos —dijo Garokan —, así que vamos a quitarnos de en medio antes de que alguien venga a ocuparse del incendio y tengamos que empezar a dar explicaciones. Echaron todos a andar menos Korbis, que permanecía mirando fijamente las llamas. —Vamos, hermano —le susurró Garokan tirando suavemente del brazo—, seguro que no estaba allí, vamos a casa y pensemos en algo. Korbis asintió sin decir nada, pero a su camarada no le gustó nada el brillo que vio en sus ojos a la luz del fuego.
Llevaron a la celta inconsciente a casa de Helvia. Esta vivía no muy lejos de allí en una pequeña pero confortable domus con atrio y peristilo que pertenecía a su tío, viudo y sin hijos, por lo que era lo suficientemente discreta. La celta no hablaba latín y solo pudieron saber que se llamaba Orla. Estaba muy débil y había agotado sus fuerzas huyendo de donde quiera que lo hubiera hecho. Helvia la lavó y adecentó un poco antes de vestirla con ropa suya y acostarla. Mientras hacía todo esto Lupo y Manlio esperaban fuera, en el atrio. —Bastante complicadas tenemos ya las cosas como para ponernos a jugar a salvadores de los desventurados —dijo Manlio disgustado. —No íbamos a dejarla ahí tirada, desnuda y con este frío —le respondió Lupo. —Ya… En fin, es lo que hay. Ahora tenemos que decidir qué hacer con ella y qué hacer nosotros mismos. Estamos casi en el punto de partida. No habían decidido nada cuando Helvia salió de la habitación donde había acostado a la celta, Lupo no pudo dejar de notar que llevaba puesto el torques del guerrero que había matado de un martillazo, salvándole la vida. —No sé qué le ha pasado, pero está muy débil, aunque solo parece hambre y sed. Creo que descansando y con un buen desayuno mañana se habrá recuperado. —La herrera se dirigió a una esquina donde habían dejado la espada y la capa que había traído la celta y cogió el arma, examinándola con ojo profesional—. ¿Habéis visto esta hoja?
—Para no verla —dijo Manlio—, no sé cómo se manejan con esos espadones. —Algunos lo hacen muy bien… —apuntó Lupo, que se había enfrentado a esas hojas en más de una ocasión. —Me refiero a la factura —dijo Helvia—, algunas de esas espadas celtas son basura. Tanto valdría que usaran garrotes. Se doblan a los pocos golpes y pierden el filo con mirarlas, pero esta es de las buenas —mientras decía esto blandió la espada y miró a lo largo del inmaculado filo, con algunas marcas y melladuras, pero letal—, además, esta ha sido usada y más que usada. Es el arma de un veterano, y de un veterano con posibles. —Perfecto —dijo Manlio—, estamos dando cobijo a la asesina de un noble celta, ¿es eso lo que quieres decir? —No sé si noble, la empuñadura es sencilla y sin decoraciones, pero uno de su élite, eso seguro. —Esto se pone interesante por momentos —dijo Lupo con un inesperado toque de ironía. Sus dos compañeros tuvieron que reír sin poder evitarlo, pero fue solo un momento. —En fin —dijo Manlio—, vamos a lo práctico. Helvia, ¿tienes sitio aquí para nosotros? —Sí, claro… —dijo esta en tono de duda. —Para bien o para mal ahora estamos todos en esto, incluida esa pobre desgraciada, así que mejor que estemos juntos. ¿Tienes servicio? —dijo el centurión con su mente trabajando a toda velocidad para adaptarse a las circunstancias. —Sí, un par de esclavos que cuidan de la casa y cocinan, ¿por qué? —¿Son de confianza?, ¿los tratas bien? —Llevan con mi tío toda la vida, y la cocinera lleva llorando desde que supo que había desaparecido, ¿es eso suficiente confianza? —dijo la herrera, picada. —Tendrá que serlo… —gruñó Manlio—. Lupo, quédate aquí y mantente en
guardia hasta que vuelva. Voy a la posada, saldaré la cuenta con ese idiota del tabernero y recogeré nuestras cosas. Una vez instalados aquí más vale que descansemos y mañana decidiremos qué hacer. Manlio, acostumbrado a dar órdenes y ser obedecido no esperó a tener una contestación, comprobó espada y puñal, se cerró la capa y salió de la casa. —Vaya con el general… —murmuró Helvia. —Centurión —dijo Lupo cabizbajo. —¿Cómo? —Que es centurión, centurión Cneo Manlio —dijo Lupo sonriendo y, por primera vez ese día, Helvia le devolvió la sonrisa, entendiendo.
El centurión caminaba a paso ligero de vuelta a casa de la herrera. El hospedero no se había alegrado demasiado de perder a dos clientes e intentó convencerle de que se quedaran, ofreciéndoles una rebaja e incluso desalojar a un par de huéspedes y darles su habitación con sospechosa insistencia, pero Manlio pagó y salió de allí con su zurrón y el de Lupo. De todas maneras, no era la insistencia del dueño del local lo que le hacía acelerar el paso. Un par de veces tras salir de casa de Helvia había tenido la impresión de que lo seguían, aunque no había estado seguro. Ahora lo estaba. Caminando a paso ligero, sin parecer que huía, buscó ganar algo de distancia con su perseguidor, al menos, se dijo, estaba seguro de que se trataba de uno solo, pero eso no quería decir que no hubiera más en el camino, así que mejor solucionar aquello rápidamente. Torció tras un recodo y encontró justo el lugar que andaba buscando. La entrada de una tienda le daba la suficiente cobertura para emboscar a su seguidor, soltó los zurrones, tiró la capa encima y movió los hombros para desentumecerse, se apoyó contra la pared y sacó el puñal, que resultaba más práctico en ese tipo de situaciones íntimas. Fijó la vista en el suelo y escuchó. Esculpido en la piedra del cantón había un gran falo de piedra, una protección contra la mala suerte que se podía esperar al volver cualquier esquina, «No para ti, seas quien seas», pensó apretando los dedos en torno a la empuñadura. Manlio sonrió, los pasos se acercaban, silenciosos pero apresurados. Por un momento le cruzó por la mente que se tratara de un simple
transeúnte. Alguien que volvía a su casa con su mujer y sus hijos, mala suerte en ese caso. Los pasos se acercaron y se ralentizaron al llegar, un tipo prudente, lo que despejaba la incógnita del transeúnte. Manlio se puso en tensión y retuvo el aliento, un paso lento, cauteloso dobló la esquina, el samnita lanzó el brazo izquierdo, le agarró por el hombro y tiró de él haciéndole girar levemente, lo suficiente para descubrirle el costado donde le apuñaló con fuerza. El centurión era un tipo fuerte y pudo vencer la resistencia de la coraza de lino que llevaba su víctima, pero esta aguantó lo suficiente como para que la herida no fuera letal. Lanzó un gemido y trató de revolverse, Manlio dejó el puñal y derribó al tipo, se dejó caer a horcajadas sobre él, le agarró del pelo, que tenía denso y ensortijado y le golpeó la cabeza contra el pavimento varias veces hasta que estuvo seguro de que estaba muerto. Recuperó el aliento, se dio un instante para serenarse y le dio la vuelta al cuerpo. Tenía la cara destrozada, pero el pelo, el color de piel y la barba denotaban a un libio. Llevaba un linotórax con escamas de bronce en el vientre, por suerte Manlio había apuntado alto o se habría complicado la vida bastante. Espada, puñal, capa… Todo normal. Una bolsa al cinto contenía varias monedas que se guardó y dejó el resto tirado, desclavó el puñal, limpió la sangre en la capa del muerto y lo envainó, recogió sus bártulos y se fue. Quizá había sido casualidad, pero Manlio no lo creía y, de repente, cada recodo de aquella maldita ciudad le dio la impresión de ocultar un par de ojos que lo observaban.
El hospedero salió de su oficina y Cartalo se dio unos momentos antes de pasar al siguiente asunto. Era temprano por la mañana y aquel útil baboso se había presentado a informar a primera hora. La noche anterior uno de los dos itálicos preguntones que se alojaban en su local había liquidado la cuenta y desaparecido sin dar explicaciones. Nada más llegar a Capua, Cartalo, como una araña industriosa, había tendido su tela a todo lo largo y ancho de la ciudad. Tenía un talento especial para encontrar a los miserables que toda sociedad albergaba y ganárselos, y así, en poco tiempo, había montado una poderosa red de informantes que le informaban de casi todo lo que ocurría. A menudo pedazos de información irrelevantes para casi todos, pero que su poderosa mente conectaba buscando patrones, coincidencias,
relaciones… Aquellos dos tipos podían ser unos mercenarios en busca de trabajo o podían no serlo, y que llegasen preguntando por uno de los tipos a los que Cartalo tenía bajo custodia había hecho saltar una de sus alarmas mentales. Llamó a su secretario, que entró solícito. —¿No ha venido Marak aún a informar o mandado algún mensaje? —preguntó. —No, señor —dijo el secretario. —Manda a buscarlo, entonces, y hazme saber inmediatamente cuando se sepa de él —ordenó. Marak era uno de sus agentes. Para según qué tareas Cartalo solo confiaba en los libios o cartagineses, Marak era un veterano eficaz cuyos talentos eran desperdiciados en la infantería. Le había puesto a vigilar a aquellos dos curiosos, pero tendría que haber informado en persona o mandado algún mensaje a primera hora de la mañana. No lo había hecho y eso estaba haciendo sonar otra pequeña alarma en su mente. Apartó el asunto para centrarse en otras cosas, al menos hasta que supieran sobre Marak. Una casa había ardido en uno de los barrios pobres, aunque ya había mandado a dos de sus hombres a echar un ojo. Accidentes como ese menudeaban, acuartelar a gente como la que formaba ese ejército es lo que tenía y todos los días se levantaban con cinco o seis cadáveres y una docena de quejas de los capuanos. Se preguntaba si la felicidad por el dinero que los soldados derramaban duraría hasta que reiniciaran la campaña por primavera y deseó por el bien de todos que así fuera.
Ducario observó las ruinas humeantes de la casa. Dos oficiales cartagineses, sin duda hombres de Cartalo, husmeaban entre las ruinas mientras un grupo de trabajadores echaba a un lado vigas medio calcinadas y cascotes. El jefe celta se acercó seguido por Bórix y Artai. —¿Qué ha pasado aquí? —preguntó a uno de los oficiales en su torpe púnico. Este lo miró, levantó una ceja y señaló los restos calcinados. —¿Acaso no es obvio? —dijo este y Ducario recordó por qué le caían tan mal aquellos arrogantes oficiales.
—Varios de mis hombres se alojaban en esta casa —dijo el jefe celta reuniendo su poca paciencia para no perder los modales. —Pues debería enseñarles a no jugar con fuego, visto lo visto —el oficial iba a añadir algo, pero su compañero lo llamó. Los trabajadores habían encontrado algo. Al apartar los cascotes de una de las habitaciones habían aparecido dos cuerpos calcinados. A pesar de estar encogidos por el fuego se veía que eran hombres corpulentos y llevaban los restos medio fundidos de algunas joyas que Ducario pudo identificar, eran sus hombres. —¿Por qué no salieron? —preguntó Artai en lengua celta. —Porque estaban ya muertos —le dijo el segundo de los oficiales en el mismo idioma. Los guerreros galos lo miraron fijamente y este sonrió. «Sorpresa, sorpresa», pensó el oficial cartaginés sonriendo antes de volver a hablar en púnico—. A este le golpearon con un arma afilada en la base del cuello —dijo señalando el punto donde se había producido la herida, un tajo brutal que ni la calcinación había ocultado del todo. Se acercó al otro cadáver, que tenía las manos cerradas como si fueran garras tratando de aferrarse el cuello, justo bajo la mandíbula asomaba un objeto que también se veía a través de los dientes, que brillaban muy blancos, y estaba firmemente clavado en el paladar—. Alguien le clavó un objeto, parece un cascote o un fragmento de cerámica, lo desarmó — dijo señalando la vaina metálica de su espada, que estaba vacía— y mató al otro. Ahora la pregunta es ¿a quién tenían «sus» hombres aquí y por qué ese alguien los mató y quemó la casa después? Pero será mejor que se vayan pensando la respuesta mientras vamos a ver a Cartalo y se lo explican a él. Ducario apretó las mandíbulas, no era el tipo de sugerencia a la que pudiera negarse, pero estaba claro que Orla se había escapado y en cuanto les contase su historia a los hispanos iba a haber problemas.
La celta comía silenciosamente mientras los observaba con ojos precavidos. —La pobre no se fía ni de su sombra… —murmuró Lupo. —Toma nota —le dijo Manlio, mientras seguía con los ojos puestos en el filo de su espada, que llevaba ya un buen rato repasando con una piedra de afilar.
—No puede decirse que no la entienda —dijo Helvia—, casi me alegro de que no pueda contarnos qué ha pasado, prefiero no saberlo. La herrera, inmune al frío, seguía llevando la túnica sin mangas que dejaba ver sus fuertes brazos. Manlio no dejó de notar las miradas alternas que Lupo pasaba de la celta a Helvia y en cierto modo no podía culparlo, cada una en su modo resultaban dos mujeres muy atractivas, atípicas. El centurión tanteó el filo de la espada con la yema del pulgar y decidió que estaba perfecto, envainó y se puso en pie. —Bueno. Ahora que ya hemos realizado la buena acción del día, tenemos que movernos. Estoy seguro de que nos vigilan o lo han estado haciendo, así que más vale que encontremos a tu tío —dijo mirando a Helvia— y que nos deshagamos de la celta. La llevamos a donde sea que tenga un amigo, un familiar o lo que sea y a lo nuestro. —¿Tienes alguna idea de cómo vamos a encontrar a su tío? —preguntó Lupo. —Alguna tengo —dijo Manlio misterioso—, pero primero necesito que cojáis a Orla o como se llame y la llevéis a donde ella os diga. —¿Y tú que vas a hacer? —preguntó Helvia. —Seguirnos —dijo Lupo— porque somos el cebo. —Vas aprendiendo, romano —le dijo Manlio sonriente—, a lo mejor no todo está perdido contigo.
—Entonces dices que tus hombres solamente se alojaban ahí y no sabes nada de cómo pueden haber sido asesinados y la casa quemada, ¿verdad? —dijo Cartalo en un más que aceptable céltico. —Así es —dijo Ducario sin apenas mover un músculo de la cara. El oficial cartaginés prefirió no decirle a la cara que era un mentiroso y si pensaba que había nacido el día anterior. Sabía de sobra lo picajosos que podían ser esos arrogantes guerreros cuando se ponía en cuestión su palabra, aunque ambos sabían que Ducario mentía con todo descaro, como llevaba haciendo
desde que había entrado. Al final, cansado de chocar contra la cara inexpresiva de aquella montaña de músculos con bigote lo despachó y llamó a su secretario. —Pon a un par de hombres a seguir a ese y a vigilar a sus hombres de confianza. Se está montando algún juego paralelo y no me gusta. Ya está bien de asesinatos y casas quemadas —el secretario asintió. Cartalo cogió unos papeles y se iba a poner a leerlos cuando oyó el carraspeo de su asistente—. ¿Y bien? —Hablando de asesinatos, señor, ya hemos sabido de Marak. —¿Y? —preguntó Cartalo temiéndose lo peor. —Pues, precisamente, señor, lo han asesinado. Le apuñalaron en el costado, se defendió pero le machacaron la cabeza contra el pavimento y le quitaron lo que llevaba. Cartalo se recostó en su asiento y dejó el documento que iba a leer sobre la mesa. Marak era un tipo duro y eficiente, no alguien al que asesinaba un ratero por cuatro monedas. Había cometido algún error y uno de esos itálicos lo había emboscado. Se preguntó si debería ordenar que los capturasen inmediatamente y sacarles lo que fuera que estaban haciendo por la vía rápida, pero eso nunca daba resultados completos si la presa era inteligente, y estos lo eran. No, que siguieran a lo suyo y así descubrir todo el pastel de una. —Que encuentren a esos dos y los vigilen de cerca y con cuidado, está claro que son peligrosos, así que ordena que lo hagan en parejas. —Eso dificultará que pasen desapercibidos —dijo el secretario. —Ya, pero si acaban con la cabeza hecha puré en un callejón tampoco avanzamos mucho. El secretario se alejó y Cartalo se frotó las sienes donde una migraña empezaba a volver al ataque. Ojalá llegara pronto la primavera y pudieran soltar a todas esas bestias y darles una buena batalla o iban a terminar con él a base de dolores de cabeza y úlceras de estómago.
Caía la tarde cuando Lupo y Helvia salieron de la casa escoltando a Orla. Había
costado convencer a esta y hacerle entender que solo querían acompañarla y dejarla con gente de su confianza, pero con gestos, y chapurreando lo poco que cada uno sabía de la lengua del otro lograron entenderse. No llovía, pero el día seguía siendo frío y gris y, envueltos en sus capas, salieron siguiendo a la celta. Por sugerencia de Manlio, Lupo llevaba su cota de malla debajo de la capa y Helvia llevaba un puñal de más de un palmo al cinto. —¿Tan seguro estás de que nos seguirán? —había preguntado la herrera al verlos armarse. —Lo suficiente. De todas maneras más vale cargar con el peso que no llevarlo y echarlo de menos —le había contestado el centurión. Manlio se había quedado en la casa. Un pequeño ventanuco de la despensa daba al exterior y desde allí observó al trío alejándose. La casa del tío de Helvia daba a una plazuela con puestos de mercado y los ojos de Manlio escrutaron alrededor. No tardó en ver a dos hombres que curioseaban en un puesto de legumbres intercambiar un gesto de inteligencia e irles a la zaga, vestían parecido a su víctima de la otra noche y el centurión se quedó con su aspecto para poder seguirlos. Bajó del taburete desde el que se encaramaba a su atalaya y salió a la calle en pos de los perseguidores. El mercado estaba lleno de gente y Manlio tuvo que abrirse paso para no perder el rastro de los dos púnicos.
Bórix curioseaba entre la mercancía del puesto de un cuchillero sin demasiado interés cuando Artai le dio un codazo en el costado. —¡Mira ahí! El guerrero se dio la vuelta y reconoció inmediatamente a la mujer que señalaba su compañero, iba encapuchada, pero un mechón rubio bajo la capucha y el rostro al pasar le permitió indentificarla. Iba seguida por otras dos personas, bajo la capa de una de ellas se distinguía el bulto de una espada. —Vamos a ver a donde nos llevan. Le hizo una señal al otro de sus compañeros y los tres celtas siguieron en pos de Orla, Lupo y Helvia sin reparar en que no eran, ni mucho menos, sus únicos perseguidores.
Manlio casi había sobrepasado a los tres celtas que miraban la mercancía de un cuchillero cuando vio que uno de los galos señalaba a Orla. Rápidamente torció y simuló echarle un ojo a los productos de un charcutero que había al lado y que estaba distraído regateando con una señora. Uno de los galos dio una orden y los tres fueron en pos de sus compañeros. El centurión observó a los dos agentes púnicos y luego a los celtas de nuevo, ninguno de ellos había reparado en los otros así que, echando de nuevo a andar tras ellos, se fundió entre la gente mientras masticaba la salchicha que le había birlado al distraído charcutero, preguntándose cómo iba a terminar aquello.
Orla caminaba despacio, como le habían hecho entender qué debía hacer, así darían tiempo a quien fuera que los siguiera a hacerlo y a Manlio a cubrirles la espalda. Lupo caminaba ligeramente detrás de las dos mujeres, conteniendo la tentación constante de darse la vuelta y mirar atrás. A pesar de todo, en un par de ocasiones, al torcer en alguna esquina había echado una ojeada. Al cabo de dos o tres recodos pudo identificar dos caras que se repetían, dos libios por su aspecto. Paradójicamente aquello le tranquilizó. Llevaba desde que habían salido del campamento, y especialmente desde que habían entrado en Capua en un estado de nervios cercano a la histeria, tomando decisiones estúpidas y a punto de perder los nervios y los modos ante cualquier tontería, pero, ahora, con el peligro real acechándole se sentía calmado. Ya no se enfrentaba a sus miedos o a lo desconocido, ahora la amenaza era real y muy seria, pero tenía rostro y él tenía su espada, por lo que se sintió más calmado, preparado. Helvia, por su parte, no estaba tan relajada como antes, la tensión acumulada durante las dos últimas semanas desde que desapareciera su tío se estaba disparando en los dos últimos días y el saberse vigilada, o en compañía de gente vigilada, empezaba a resultar demasiado para ella, Lupo lo notó en un par de miradas que le echó y trató de transmitirle ánimos, pero no parecía que funcionara. La celta, por su parte, y tras lo que fuera que había pasado, estaba más allá de todo y caminaba decidida y sin mirar atrás, se había negado a dejar atrás la espada con la que había venido y la llevaba oculta bajo el manto que Helvia le había dejado.
Tras enfilar una larga calle, paralela a uno de los ejes principales de la ciudad, el
grupo de celtas se detuvo un momento. Manlio se ocultó tras una esquina y observó. Entre la gente, a lo lejos podía ver aún a los dos libios, pero había perdido a sus compañeros de vista. Los celtas, mientras tanto, conferenciaron durante unos instantes y uno de ellos echó a correr por una de las callejas laterales mientras los otros dos reanudaban la discreta persecución. —Maldita sea… Aquello se estaba complicando demasiado, pero Manlio no podía hacer nada, seguir a ese celta, fuera a donde fuera, supondría dejar a sus compañeros sin cobertura, así que reanudó la persecución, sin soltar ya la mano del puño de la espada. Orla se detuvo y señaló una casa con una puerta de doble hoja.
—¿Es esa tu casa, Orla? —preguntó Helvia en un susurro, hablando muy despacio. La celta asintió. Parados los tres en medio de la calle miraron la casa que a la tenue luz del anochecer parecía una vivienda más, nada resultaba alarmante, pero precisamente eso alarmaba a Lupo. Sin decir nada se acercó a la puerta, apoyó la mano en una de las dos hojas y empujó suavemente, esta se abrió con un ligero chirrido, Lupo sacó la espada y se deslizó dentro. Había un corredor de unos dos o tres pasos y al fondo se veía la luz de una lámpara de aceite. Caminó a lo largo del corredor y accedió a una estancia que era cocina y sala de estar, en el centro había una mesa y a la mesa dos hombres. Lupo los reconoció como hispanos. Uno de ellos, un tipo apuesto de nariz aguileña, con una cicatriz en la cara, tenía frente a él una de esas terribles espadas curvas que usaban los iberos. El otro, de complexión más recia, tenía frente a él una espada corta, tenía el rostro cuadrado y el pelo corto y grisáceo. Ambos lo observaron sin hacer un gesto. —¿Quiénes sois? —preguntó Lupo en latín. Ninguno se movió, pero, casi sin saber de dónde había salido, sintió una hoja metálica muy afilada que se le apoyaba en el cuello. Lupo miró por el rabillo del ojo. Un ibero bajo y fornido se había materializado a su derecha de entre las sombras y le había colocado el filo de su espada en el cuello, le faltaba media oreja, tenía la otra llena de aretes de oro, en su rostro machacado por la guerra había una amplia sonrisa y le guiñó un ojo.
—No, ¿quién eres tú y a qué has venido aquí? —dijo el hispano del pelo cano en un pésimo pero entendible latín. Lupo no bajó su arma y mantuvo la calma, haciendo como que no tenía una espada al cuello ignoró al guerrero que le amenazaba y habló a los de la mesa. —Me llamo Lucio Lupo, soy sabino. Encontramos a una mujer perdida, una celta que dice llamarse Orla y nos ha dicho que vivía aquí. El hispano se inclinó hacia delante, sobresaltado, su compañero le preguntó algo y hablaron brevemente, entonces el otro se levantó, le apuntó con el arma y empezó a gritarle algo. Lupo se tensó y sintió como la presión sobre su cuello aumentaba ligeramente. El del pelo cano trató de calmar al otro e incluso tuvo que agarrarlo y obligarlo a sentarse. —¿Dónde está? —preguntó. —Primero decidme quiénes sois —Lupo decidió jugar de farol, a sabiendas de que si tenían a alguien fuera o se asomaban le descubrirían la jugada, pero sin otra opción. —Me llamo Buntalos. Ese de ahí —dijo señalando al que le mantenía con la espada al cuello— es Garokan —apuntó al otro lado y de entre las sombras salió otro guerrero al que ni había visto aún—, ese de ahí es Cavecas y este de aquí es Korbis. Su esposa ha sido secuestrada, es una mujer celta, atractiva, de pelo muy rubio y ojos azules que responde al nombre de Orla. ¿Te parece suficiente aclaración? Y, ahora, dinos donde está o Garokan pondrá tu cabeza como adorno en esta mesa.
Hamir y Borak sabían que esos celtas llevaban un rato siguiéndolos, eran discretos, pero altos y rubios como eran destacaban entre la población local aún más que ellos. Sabían que uno de ellos se había separado del grupo así que, conforme vieron la casa a la que se dirigían la herrera y el itálico se esfumaron por un callejón lateral y dieron esquinazo a sus perseguidores. Allí se estaba cociendo algo gordo y su trabajo era observar. Así, una vez que hubieron dado esquinazo a los celtas, corrieron por un par de callejuelas y buscaron desde donde observar sin ser vistos. Borak señaló una pila de cajas contra una pared y treparon por ellas hasta el tejado de uno de los edificios. La luz del sol se coló bajo el manto de nubes e iluminó los tejados rojizos de Capua, pero las calles
comenzaban a estar en sombras. Ambos agentes se deslizaron con cuidado de no hacer caer las tejas y miraron hacia abajo. Las dos mujeres estaban paradas frente a la puerta a medio abrir de una de las casas. A unos metros por detrás, semiocultos en un portal estaban los dos galos a los que habían dado esquinazo, pero ese no era el problema. Desde su posición elevada podían ver con cierta claridad los callejones adyacentes a la manzana en la que se encontraba la casa y una docena de sombras se reunía en cada uno de ellos. Los púnicos se tumbaron sobre el tejado para hacer invisibles. Una de las sombras avanzó cautelosa y miró hacia fuera, al estirar el cuello un brillo dorado escapó bajo su capa, un torques. Eran celtas.
Lupo tragó saliva y evaluó sus posibilidades, y no eran muchas. Podía mentir y morir, y las encontrarían en la puerta, o decir la verdad, quizá morir también y que las encontrasen igualmente. Así que suspiró y optó por la honestidad. —Está fuera —itió tratando de mantener un tono de voz firme. El celtíbero pareció sorprendido. Le dio una orden a Garokan, el que le amenazaba, y este bajó la espada. —Ahora baja tu arma, envaina y échate a un lado. Lupo obedeció tratando de no darle la espalda a ninguno de los hispanos, el otro tras la mesa guardó su espada y salió corriendo a la calle en cuanto el tal Buntalos le hubo traducido la respuesta. —Ahora, tú, Lupo de los sabinos, o como te llames —dijo apuntándole con su bella espada de hoja recta—, andando. Salieron a la calle donde vieron a Orla fundida en un abrazo con el hispano llamado Korbis. El resto de hispanos se relajaron e incluso Helvia se pegó a él y le sonrió, una sonrisa deslumbrante que también se reflejó en aquellos enormes ojos verdes que tenía. Lupo la miró a los ojos y creyó ver un pequeño asentimiento en ellos, la herrera tenía los labios entreabiertos y el jinete romano pensó que quizá él también tuviera derecho a finales felices, como aquella celta y aquel ibero, pero justo en el momento en que sus labios se rozaron, una docena de sombras salieron del callejón lateral y Lupo supo que Fortuna, una vez más, le había vuelto la espalda.
Viejos amigos, nuevos enemigos
Principios de enero del año 538 a. U. c. (215 a. C.). Capua, Campania
Lupo empujó a Helvia a un lado y retrocedió dando trompicones ante el ataque de uno de los celtas. El tajo que le lanzó resbaló dolorosamente sobre la cota de malla. Si Manlio no le hubiera convencido de llevarla, le habrían abierto en canal. Sacó su espada lanzando un golpe en arco que impactó a su atacante en la cara de abajo a arriba y le hizo retroceder malherido. A su alrededor los hispanos habían reaccionado rápidamente, pero los celtas eran casi dos docenas y ellos eran siete, seis y medio, pues Helvia solo llevaba un cuchillo y, aunque tanto ella como Orla eran valientes, no eran guerreros. Lupo desenvainó el puñal con la mano izquierda y comenzó a parar golpes que le caían como granizo mientras retrocedía hacia la puerta de la casa, si conseguían hacerse fuertes dentro podían tener una posibilidad, en la calle abierta les harían pedazos. Korbis lanzó casi literamente a Orla hacia la puerta y desenvainó su falcata como un rayo, aun así, tuvo que retroceder, a su lado, Cavecas el carpetano cayó con una cuchillada en el muslo y otra en la frente. Korbis, acosado por dos celtas tuvo que desentenderse de él, demasiado ocupado en mantenerse vivo él mismo. Se echó a un lado esquivando el mandoble que le lanzó el galo más próximo que se le vino encima por su propio impulso. Casi abrazado a este, Korbis aprovechó la punta de su falcata para tratar de apuñalarlo, pero este iba cubierto con cota de malla y sus golpes resbalaron sobre esta. Un rodillazo entre las piernas solventó momentáneamente el problema y le permitió zafarse de este y encararse con el otro, pero tendría que retroceder o estaban perdidos. El hispano tenía la cara cubierta de sangre y la pierna malherida, Helvia le agarró de los hombros y trató de arrastrarlo hacia la casa, pero uno de los celtas se les vino encima. Desde el suelo el guerrero herido consiguió bloquear el primer golpe, pero este le arrancó el arma de las manos. El celta iba a rematarlo y seguramente después acabase con ella, sin embargo, Orla apareció empuñando la
espada que había llevado con ella todo el tiempo y se la clavó en el pecho al guerrero galo que cayó hacia atrás con el arma atravesándolo. Ambas mujeres arrastraron al caído por el umbral de la puerta mientras el resto de hispanos y Lupo retrocedían hacia ellas, este llegó el primero, y vio cómo varios de los celtas que habían quedado atrás echaban a correr hacia el callejón y entendió. —¡La puerta de atrás! Id a bloquearla. —La celta, a pesar de no entender el idioma entendió los gestos y corrió, Helvia necesitó unos segundos más y Lupo la empujó dentro sin miramientos—. ¡Vamos! Helvia corrió dentro. Orla ya había cerrado y atrancado una de las ventanas y empujaba la puerta cuando salió despedida hacia atrás después de que uno de los galos cargara contra la puerta. El guerrero rodó por el suelo y se volvió para atacar a Orla ignorando a la herrera, lo que fue un error. Recuperada su compostura esta sacó el puñal que llevaba al cinto y empuñándolo con ambas manos se lo clavó entre los omóplatos atravesando cota de malla y destrozándole la columna vertebral. El arma se clavó hasta la empuñadura y, de rodillas sobre la espalda del muerto, Helvia forcejeó tratando de desclavarla, lo que la dejó a merced del segundo de los guerreros que cruzaba la entrada. Una de las primeras cosas que aprendía un soldado era que, en combate cerrado, uno nunca debía quedarse inmóvil u obcecarse en recuperar un arma perdida, pero Helvia no era una guerrera y no supo reaccionar a tiempo cuando el celta se le vino encima. Con ambas manos alrededor del arma enterrada en la espalda del muerto, la herrera se quedó inmóvil observando a la muerte en forma de galo. Por segunda vez, la salvación llegó desde atrás, Lupo saltó sobre ella y cayó sobre el galo. El romano dejó caer su espada, lo agarró por el cuello y comenzó a apuñalar al celta repetidas veces con la mano izquierda. Este no llevaba mallas que lo protegieran y dejó de forcejear a la tercera o cuarta vez que el arma le entró en el abdomen. Tras ellos, Orla forcejeaba tratando de cerrar la puerta mientras un galo empujaba desde el otro lado. Helvia reaccionó al fin, consiguió arrancar su puñal de la espalda del caído y corrió hacia la puerta, hirió en el brazo al celta que trataba de colarse dentro que retrocedió con un gemido y consiguieron cerrar la puerta y echar el pestillo. Eso no los detendría mucho tiempo, pero sí el suficiente. Buntalos, Korbis y Garokan quedaron hombro con hombro en el umbral de la amplia puerta y ligeramente dentro del corredor. Los tres primeros celtas que los habían atacado yacían muertos a sus pies, y los tres guerreros miraban
desafiantes a la docena larga de galos que los esperaban fuera. Habían llegado a un punto muerto. Uno de los celtas se adelantó y los dos iberos lo reconocieron. Ducario señaló a Korbis desafiante, este hizo ademán de avanzar, pero tanto Garokan como Buntalos se lo impidieron. —No seas idiota —le dijo Buntalos—. En cuanto pongas un pie fuera te harán pedazos. —Ese asesino de niños y mujeres no tiene honor, hermano, no caigas en la trampa —dijo Garokan más suavemente. Korbis tardó en ceder, pero, aunque impulsivo no era idiota, y se quedaron los tres aguardando mientras las sombras caían sobre ellos. Ducario entendió que su bravata había caído en oídos sordos, volvió entre sus hombres, conferenció con uno de ellos y este echó a correr calle abajo.
Desde su oteadero Manlio había observado la breve escaramuza, esperaba que Lupo y Helvia estuvieran bien, pero no podía hacer nada, atacar él solo habría sido un suicidio, por eso esperó con el corazón en un puño mientras duró el breve combate. Dedujo que todos o la mayoría habían conseguido replegarse a la casa, varios de los galos se habían dirigido al callejón e imaginó que trataron de entrar desde el huerto, pero debían de haber fracasado, o de otra manera no se quedarían todos ahí parados en la calle. El combate parecía en un punto muerto. Miró alrededor, la noche comenzaba a caer y reinaban las sombras. La zona estaba poco habitada y había huertos y jardines de frutales, aun así, alguien tenía que haber oído algo y dudó de que los cartagineses dejasen que este tipo de batallas transcurrieran como si nada en su cuartel de invierno. Si venían y pillaban allí a Lupo sus posibilidades de ocultar su verdadera identidad eran escasas, quizá engañase a un púnico, pero no engañaría nunca a un capuano, tenía que encontrar la manera de sacarlo de allí. Mientras buscaba la manera de auxiliar a su compañero y a Helvia, el que parecía el jefe de los galos, un tipo impresionante, habló con uno de sus guerreros, este asintió y echó a correr justo hacia donde estaba Manlio. —Vaya vaya… La diosa Fortuna aprieta pero no ahoga.
Manlio se apartó la capa a un lado y sacó el puñal, se pegó a la pared y se hizo uno con las sombras. El tipo, sin duda con algún mensaje para pedir refuerzos, iba directo hacia él. Era tan fácil que resultaba insultante. Cuando el galo llegó a su altura Manlio sacó la pierna y le tendió la zancadilla. El galo rodó por el suelo cuanto largo era y el centurión le saltó encima. Aturdido por el golpe no pudo apenas defenderse y el centurión le agarró del pelo, le levantó la cabeza y le pasó el filo del puñal por debajo de la mandíbula de izquierda a derecha escuchando el filo rascar sobre el hueso de las vértebras. Lo dejó boca abajo mientras se desangraba, guardó el puñal y lo arrastró por los pies hasta el portal donde se había estado escondiendo. Había dejado un rastro oscuro en el empedrado, miró con disimulo hacia la casa a unos cincuenta pasos, pero nadie lo había visto ni oído. El celta llevaba una capa verde como casi todos los de aquella partida de guerra o de bandidos, lo que fuera, Manlio se la quitó y se la puso, cerrándola con la bonita fíbula de plata que llevaba. Le quitó también un torques del mismo material y se lo puso al cuello. De cerca nunca parecería un celta, pero con el capote, la capucha puestas y de noche, sería un gato lo suficientemente pardo, se dijo. Y tras un rápido vistazo hacia los galos comprobando que no lo miraban echó a correr en dirección contraria dejando al muerto oculto en las sombras.
Hamir y Borak creían que habían ya cubierto su cupo de sorpresas en una noche cuando vieron caer al mensajero que Ducario había destacado, una sombra había saltado de un portal, lo había degollado de oreja a oreja y luego, vestido con su capa, había echado a correr y se había perdido entre unos callejones. —Esto está escalando muy rápido, hay que hacer algo —dijo Hamir, el más antiguo de los dos—, baja sin que te vean y ve a pedir ayuda, o de aquí a poco vamos a tener una guerra entre hispanos y celtas entre manos. Borak no hizo preguntas, se deslizó por el tejado, bajó hacia el callejón por el que habían subido y se perdió en la noche. Hamir, entre tanto, tumbado sobre las tejas observó como los galos se desplegaban por la calle y cubrían todos los s. No envidiaba a esos hispanos, por muy duros que fueran.
Orla atendió las heridas de Cavecas, que eran más aparatosas de sangre que graves. Tras un par de improvisados vendajes el celtíbero se declaró bien y capaz
de luchar y se incorporó. Buntalos asumió el mando, Korbis y Garokan seguían apostados en la puerta principal y Lupo vigilaba el huerto por una rendija entre las contraventanas tratando de no pensar en los surrealista de su situación. —¿Siguen ahí? —preguntó el jefe celtíbero en su torpe latín. Lupo señaló las esquinas en sombras del fondo del jardín. —Hay uno ahí agazapado, vigilándonos, e imagino que al otro lado de la tapia habrá unos cuantos. Solo tiene que gritar y saltarán a este lado. —¿Cuántos crees que son? —Un par de docenas al menos. Hemos despachado a cuatro o cinco. ¿No? —Sí —le respondió el ibero—, aun así, son demasiados. Menos mal que el tejado no es de paja, si no ya estaríamos ardiendo. Aun así no creo que tarden en traer refuerzos. —¿No tenéis más hombres? —preguntó Lupo. —Sí, pero no saben que estamos en problemas. Desde que desapareció Orla vigilamos esta casa por turnos por si volvía ella o alguno de sus captores. Ninguno de mis hombres nos espera antes del amanecer. —Eso es mucho tiempo… —dijo Lupo con un suspiro. —¿Vosotros no tenéis a nadie? —Un amigo nos seguía. —¿Lo habrán cogido? —preguntó el hispano. —Lo dudo. —Bueno, de todas maneras es solo uno, no creo que pueda hacer mucho —dijo desalentado el celtíbero. —De eso no estoy tan seguro… —susurró Lupo, más para sí que para su interlocutor.
—¿Cuántos hombres podrán venir de la hospedería? —preguntó Ducario sin dejar de mirar hacia la casa y conteniendo a duras penas la ira. Habían tenido siete muertos. Aquellos malditos hispanos se habían defendido demasiado bien y ellos solo les habían herido a un hombre, que supieran. —Unos veinte —respondió Bórix—, suponiendo que no estén demasiado borrachos. —Si están borrachos que se espabilen —dijo el jefe apretando los dientes—. ¿Está vigilada la parte de atrás? —Tengo a un hombre dentro y a tres en el callejón lateral —respondió Artai. El jefe asintió. En cuanto llegasen el resto de los hombres les caerían con todo. Le daban igual las consecuencias. Orla y esos hispanos le habían humillado, nadie lo sabía aparte de él y algunos de sus hombres, pero eso era suficiente, todos debían morir.
Bajó el ritmo de la carrera, terminó por detenerse y recuperó el aliento. Le había llevado un rato callejeando hasta dar el rodeo necesario para llegar a la parte posterior de la casa. A pesar del trazado ortogonal de la ciudad, había estado a punto de perderse un par de veces entre las estrechas callejuelas, pero estaba seguro de que esa era la correcta. Aguantó la respiración, se agachó y asomó la cabeza cuidadosamente. Hacia la mitad del callejón, a unos veinte pasos, más o menos donde terminaba el huerto de la casa y empezaba el de la siguiente, distinguió tres siluetas. La más cercana permanecía de pie y las otras dos estaban acuclilladas cada una a un lado del callejón con las espaldas apoyadas en la pared. Manlio se retiró, se puso en pie y sacó la espada. Su viejo kopis se había quedado en Cannas, la espada que llevaba ahora era un diseño griego, larga y ligeramente más ancha en el último tercio de la hoja, la sopesó un momento y respiró hondo. —Vamos allá —susurró. Con la espada oculta bajo la capa del celta y la capucha sobre la cabeza echó a andar por el centro del callejón, que tenía un par de pasos de ancho, directo hacia
los galos. A los pocos pasos lo vieron, pero el disfraz pareció funcionar pues le miraron sin más. El que estaba de pie se dio la vuelta y dijo algo que, obviamente, Manlio no entendió, trató de no precipitarse, pero alargó un poco el paso, ya casi estaba. El galo volvió a decir algo en tono interrogativo y el samnita respondió sacando la mano izquierda de debajo de la capa a modo de saludo. Un par de pasos más… El galo volvió a decir algo y uno de los acuclillados rio tratando de no hacer mucho ruido, Manlio estaba ya a apenas dos pasos y distinguió la cara del más cercano. El rostro afeitado, la barbilla hendida y una nariz chata y ligeramente respingona. De repente sus ojos se abrieron con sorpresa, se había dado cuenta de que no era uno de ellos. Descubierta la farsa no le dio opción a defenderse, lanzó una estocada corta y brutal directa hacia delante. El golpe le impactó en centro del pecho, justo bajo el esternón, atravesó la cota de malla y se clavó en el corazón del galo matándolo en el acto. Uno menos. El que estaba a su derecha reaccionó el primero y trató de levantarse. Manlio empujó con la mano izquierda el pecho del galo muerto, que aún estaba de pie con cara de sorpresa, lanzándolo sobre el que intentaba levantarse y desclavando la espada al mismo tiempo. Cayó el vivo al suelo con el muerto encima y el itálico se revolvió sobre el de su izquierda, que echaba mano a su espada a medio levantarse, no le dio oportunidad de sacarla, golpeó en un amplio tajo de arriba a abajo y le abrió el cráneo en dos. Desclavó el arma una vez más y se volvió hacia el último que trataba de zafarse del cadáver de su compañero, le dio una patada en la cabeza que salió despedida hacia atrás y golpeó contra el muro, aturdido, el galo no pudo hacer nada para evitar que Manlio lo degollase. Todo había durado apenas unos latidos de corazón. Se quedó totalmente quieto y miró hacia el otro lado del callejón, pero nadie se asomó. No le habían oído. Los galos habían apilado unas cajas y demás basura que había en el callejón contra el muro para facilitar la escalada, Manlio trepó por ellas y se asomó al huerto que parecía desierto, a su izquierda a unos diez pasos estaba la casa, pero un movimiento a su derecha y abajo, entre las sombras, llamó su atención, había alguien ahí, y le preguntó algo. Era un celta.
—Alguien se ha asomado al muro —susurró Lupo, de guardia en la rendija de la
contraventana. Buntalos se le acercó y Helvia se asomó a la otra. Cavecas cojeó hasta la puerta y se apostó junto a ella espada en mano —No veo nada —murmuró Buntalos. Lupo señaló y entonces lo vio, una sombra se perfilaba a la tenue luz de la luna sobre el muro. El galo apostado al fondo del jardín debió de decirle algo aunque apenas oyeron nada. El del muro se alzó sobre las manos y todos se pusieron alerta y sacaron sus armas cuando vieron el brillo de una espada en su mano derecha. La figura saltó sobre el muro y, sin mediar un instante y tomándole totalmente por sorpresa, apuñaló al galo que estaba en las sombras y echó a andar hacia la casa cautelosamente. —¿Pero qué…? —gruñó Buntalos. Pero Lupo reconoció la silueta y ese andar con una ligera cojera en la pierna izquierda. —¡Manlio! —exclamó susurrando Helvia, que también lo había reconocido. —¿Lo conocéis? —preguntó Buntalos, que no entendía nada. —¡Sí! —dijo Lupo casi demasiado alto—. Dile a tu hombre que abra la puerta, y todos tranquilos, es de los nuestros. Manlio avanzó lentamente hacia la puerta aún espada en mano, esta se abrió y una silueta se asomó fuera y le indicó que pasara, era Lupo. Dentro la única luz era una pequeña lucerna en una esquina. A la luz de la llamita, Manlio pudo distinguir a Helvia, a la celta y a varios hispanos, uno de ellos herido. Levantó la mano izquierda en señal de paz y envainó lentamente la espada aún cubierta con la sangre de sus víctimas. —Está claro que no puedo dejaros solos sin que os metáis en problemas —dijo a Lupo y a Helvia. Uno de los hispanos, un tipo bajo y ancho de hombros que entendía latín al parecer, pero no lo suficiente para entender el ácido humor del centurión respondió amostazado. —Nos han emboscado —dijo casi en un gruñido. —Buntalos, te presento a Cneo Manlio, tiene un peculiar sentido del humor, pero está de nuestro lado —terció Lupo antes de que se crease un problema de la nada y el samnita y el celtíbero se dieron la mano.
Garokan miró a Korbis, que alternaba miradas hacia el recién llegado y por la rendija de la puerta principal a los galos de la calle. —¿Qué pasa? —preguntó aquel al ver las miradas de su compañero. —Yo he oído ese nombre en algún sitio —susurró Korbis y se volvió a mirar al recién llegado ligeramente iluminado a la luz de la llama. Alto, con pelo corto y nariz recta, rostro atractivo de mandíbula cuadrada, pero con el lateral de la cabeza ligeramente desfigurado por una terrible cicatriz que le cruzaba la sien hasta la medio rebanada oreja izquierda. —Qué vas a oír… —murmuró Garokan sin quitar ojo de la calle. Pero Korbis estaba seguro de que tanto el nombre como el rostro le resultaban familiares.
Manlio les puso al día y Buntalos tradujo para los hispanos. —Así que, en mi opinión, más vale que salgamos de aquí por ese callejón antes de que encuentren los cuerpos. Todos asintieron, incluidos los hispanos una vez que les hubieron traducido. —¿Y a dónde vamos después? —preguntó Lupo sin dirigirse a nadie en particular. —¿Cómo que a dónde vamos? —preguntó Manlio que no se encontraba cómodo rodeado de hispanos, demasiado o íntimo había tenido ya con ellos en el pasado—. Pues cada mochuelo a su olivo, esto no es una reunión de amigos. Les hemos entregado a la celta así que asunto concluido, ahora lo que cuenta es salir vivos de aquí. Lupo se le acercó y le susurró casi al oído, asegurándose de que solo él y Helvia le escuchaban. —¿A qué olivo, Cneo?, esos cabrones nos han seguido a nosotros desde casa de Helvia, no tenemos un sitio seguro al que volver.
Manlio tuvo que itir en su fuero interno que Lupo estaba en lo correcto. En cualquier caso, el que parecía el jefe de los hispanos contestó en su lugar. Ese tipo debía de tener muy buen oído o haberse imaginado lo que ocurría. —Mis hombres ocupan varias casas en la ciudad, todas discretas —dijo Buntalos —, podéis quedaros en una de ellas hasta que todo pase, pero ahora hay que moverse. Manlio, Helvia y Lupo se miraron por un momento y asintieron silenciosamente. Buntalos lo entendió y tomó rápidamente el control de la situación. —¡Garokan, Korbis! Nos vamos. Orla, ¿podrás ayudar a Cavecas a andar? —la celta, que entendía el lenguaje de los hispanos, asintió. El celtíbero cambió al latín y se dirigió a Manlio—. Tú has entrado, sugiero que tomes la delantera y nos guíes hasta que nos hayamos alejado, una vez a cierta distancia yo me encargo. Manlio asintió y Lupo observó a los dos enemigos entendiéndose fácilmente. Si las circunstancias hubieran sido otras aquellos dos guerreros natos podrían haber sido buenos amigos, pensó, y la simplicidad de todo y la estupidez de aquella guerra casi le abrumaron mientras seguía al centurión hacia el huerto. Este saltó el muro y cayó al otro lado sin hacer un ruido, Lucio apartó sus pensamientos sobre fraternidad entre pueblos y se concentró en el momento, si quería vivir para ver el amanecer más le valía hacerlo. Miró a lo alto del muro, apoyó las manos arriba y se impulsó de un breve salto concentrado de nuevo y únicamente en seguir vivo. Uno a uno fueron saltando el muro tratando de no hacer ruido. Lupo y Manlio avanzaron por el callejón y comprobaron que el camino de huida estaba despejado. Buntalos y Garokan vigilaban el lado del callejón que daba a la calle principal, por si aparecían problemas. Nada más saltar el muro ambos encontraron los tres cadáveres de los galos que Manlio había matado. Un tipo eficiente, según pudieron ver mientras trataban de no resbalar en los charcos de sangre. Con ambos flancos cubiertos saltaron las mujeres. Primero Helvia, que sin ayuda e impulsándose con sus fuertes brazos saltó como un gato, Orla, aún no recuperada de las penalidades sufridas contó con la entusiasta ayuda de Korbis que la impulsó por las posaderas agarrando con ganas. Orla contuvo una risa y le dio un manotazo antes de desaparecer al otro lado del muro. Korbis sonrió y Cavecas vio sus dientes brillar en la oscuridad.
—Vamos, camarada, yo te ayudo —le dijo al herido celtíbero. Este no daba muestras de dolor, pero no engañaba a Korbis, aquella pierna no estaba para saltos y carreras. Aun así juntó las manos y le ayudó a impulsarse. El carpetano se impulsó con la pierna buena y, ayudándose con los brazos, subió sin problemas. Pero todo lo que sube, tiene que bajar, y como Korbis se temía, la pierna herida no aguantó el impacto. Cavecas cayó al otro lado bien, sin embargo, el muslo herido falló, pudo reprimir un quejido, pero tiró algunas de las cajas y la basura apiladas al otro lado que cayeron con estruendo. Los fugitivos se dieron la vuelta alarmados. Buntalos ayudó a su hombre a levantarse que se incorporó con evidentes muestras de dolor, el jefe vio un reguero negro que bajaba por la pierna cuya herida se había abierto de nuevo. —Mierda —gruñó Garokan que vigilaba el otro extremo del callejón donde alguien acaba de aparecer. En seguida el galo dio la alarma y se oyeron gritos al otro lado. Korbis cayó en el callejón ágil como un felino y sin perder el tiempo siguió a las mujeres que se retiraban en dirección a Manlio y Lupo. —Hay que salir de aquí ya —dijo Garokan. —Vete —respondió Buntalos—, ahora os seguimos. El ibero no se hizo de rogar y echó a correr tras los demás. Buntalos hizo ademán de sujetar a Cavecas para ayudarle a correr, pero este se zafó. —No, jefe, yo no estoy para carreras —dijo en tono neutro y sin necesidad ya de bajar la voz. Buntalos entendió y le estrechó la mano. —Eres un buen hombre. —Los ojos de Cavecas lo miraban tranquilos y una sonrisa asomó a su rostro delgado y sin afeitar. —Buena suerte, jefe. No te preocupes que yo los entretengo. El guerrero sacó la espada, no tenía escudo, así que desenfundó el puñal con la mano izquierda y se plantó en el centro del estrecho callejón por el que ya cargaban los celtas. Buntalos echó a correr en dirección contraria sin mirar atrás.
Manlio se paró al volver una esquina tras un rato corriendo, los demás fueron pasando uno por uno, Buntalos el último. —¿Y el herido? —preguntó temiéndose la respuesta. —No viene —respondió lacónicamente el hispano. Ambos se quedaron quietos mirando hacia la calle. —Creo que los hemos perdido —dijo Manlio. —Eso parece. Ahora con calma, seguidme. El grupo de jadeantes fugitivos recuperó el aliento y siguieron al hispano a paso ligero.
Ducario tiró de la túnica del celtíbero y levantó el cuerpo ensangrentado. Debajo se agitaba débilmente Artai con la garganta destrozada expulsando los últimos y cada vez más débiles chorros de sangre. El callejón parecía un matadero. Uno de los hispanos se había quedado a cubrir a los demás, sabía que no iba a vivir así que no trató de defenderse, hizo pedazos a tres de sus guerreros hasta que Artai llegó a él y le amputó el brazo de la espada de un mandoble. El hispano, a pesar del dolor, le saltó encima como un lobo acorralado y le mordió en la garganta. El propio Ducario lo había rematado, pero no antes de que le destrozase el cuello a uno de sus hombres de confianza, que se desangraba por el desgarro que aquel salvaje de pelo oscuro le había hecho en el cuello. Iba a ordenar que reiniciaran la persecución cuando una serie de voces en púnico comenzaron a ordenarles que se detuvieran. Frente a él en el callejón tres lanceros cerraron el paso con sus pesados escudos y en la calle que habían ocupado una voz lo llamó por su nombre y en su lengua. —Maldita sea…
Empuñando aún la espada cubierta de la sangre del hispano el jefe guerrero celta salió a la calle. No menos de treinta lanceros bloqueaban ambos lados, con los escudos al frente y las lanzas apuntando a sus hombres. Una figura permanecía en pie frente a ellos, llevaba escudo y yelmo, pero ni tenía lanza ni empuñaba espada. —¿Se puede saber qué es esta carnicería? —le preguntó Cartalo en su idioma. El usualmente tranquilo oficial cartaginés no hizo ningún esfuerzo por disimular su ira. Ducario no contestó y miró a su alrededor donde sus hombres se iban reuniendo. Le quedaban una docena de hombres, aquella noche estaba siendo un desastre, pero su mensajero debería estar a punto de llegar con refuerzos. Cartalo se le quedó mirando y el celta lo vio sonreír. —Tirad las armas, tenéis muchas explicaciones que dar. —Estás loco si piensas que voy a entregarte mi espada —dijo en tono desafiante, seguro de tener la sartén por el mango mientras sus hombres se agrupaban a su espalda. Era cuestión de tiempo. Pero la sonrisa del cartaginés le inquietaba. Este hizo una señal, sus hombres se echaron a un lado y dos de los lanceros tiraron un cuerpo frente a él. Era su mensajero. —Si esperas a tus hombres, me temo que siguen en su taberna con su cerveza y sus putas —dijo Catalo con tono de suficiencia—. Entregad las armas y tengamos la fiesta en paz. Ya ha muerto suficiente gente. El celta sabía cuándo había perdido, otra cosa es que le gustara. Sin decir nada saltó hacia el callejón y corrió por él a toda velocidad seguido por sus hombres, arrollaron a los tres lanceros que cerraban el callejón y que habían bajado la guardia mientras se acercaban y, siguiendo la misma ruta que antes habían seguido sus presas, se perdieron en la noche capuana.
Cartalo estaba que echaba humo. Los tres lanceros del callejón estaban pisoteados y contusos, pero razonablemente ilesos. —Hamir, no quiero volver a ver a esos tres idiotas, mándalos a Casilino, que se pudran allí vigilando muros. Coge a veinte hombres y ve a la taberna que ocupan
esos bárbaros, si alguien intenta entrar o salir, mátalos, y clausura ese antro. Se acabaron las tonterías. Y manda la descripción de ese maldito salvaje a todas las guarniciones. Le pienso cortar las pelotas yo mismo a ese melenudo antes de clavarlo a una cruz. ¡Venga, múevete! Pero, aunque los hombres de Cartalo se dieron toda la prisa que pudieron, Ducario llegó antes. El rumor de que había problemas se había extendido por toda la ciudad y Corax, que conocía a su hermano, se temió lo peor y puso en guardia a sus hombres, por eso, pese a que el mensajero nunca llegó, gracias a las atenciones de Cneo Manlio, sus hombres estaban sobre las armas y en menos de lo que se tarda en decirlo desalojaron la taberna y abandonaron la ciudad tras matar a tres guardias que trataron de pedirles explicaciones en la puerta. El resto de sus hombres, acantonados en el gran campamento cercano a la ciudad, fueron avisados y reuniendo caballos y equipajes se unieron a su líder, así, para cuando salió el sol, Ducario, el galo ínsubro, con unos cien guerreros leales, pasó de señor de la guerra a fugitivo.
Cartalo se levantó como siempre al salir el sol. La noche anterior había sido larga de actividad y corta de sueño. Los galos se habían escapado, y tenía muchos cabos sueltos, pero también tenía algunas certezas, pensó mientras masticaba un trozo de pan con aceite. Ducario se había ido tras dejar un rastro de cadáveres, tanto él como sus hombres eran una pérdida sensible, pero no preocupante. La vida era muy larga hasta que dejaba de serlo, y Cartalo era un hombre paciente. Pero estaba claro que ese problema había escalado más allá de lo puramente policial y había que informar a instancias superiores, y Cartalo solo tenía un superior. Tras terminar su magro desayuno se vistió y se dirigió hacia la mansión que los capuanos habían cedido a Aníbal. El servicio le cedió el paso y le informó de que el general estaba en su estancia privada desayunando. Cartalo, como miembro de su círculo interior, tenía en cualquier momento y el servicio lo sabía, así que le dejaron entrar. Aníbal no estaba solo, como ya esperaba, desayunaba en una lujosa estancia, con paredes decoradas con frescos y reclinado en una camilla con tapicería de púrpura. El general vestía una sencilla túnica de lana, las fuertes piernas al descubierto y los pies descalzos, en el muslo bien visible la cicatriz de Sagunto, todo en su aspecto contrastaba con el lujo de la estancia, en especial con su acompañante. El oficial púnico miró a Irene que le
sonrió desde la camilla frente a Aníbal. Si el general vestía descuidado, guerrero, relajado, la hetaira era todo lo contrario, hasta la languidez con la que yacía parecía estudiada, medida. Se trataba de una joven de unos veinte años, atractiva hasta hacer daño. La nariz grande, pero recta y perfecta presidía un rostro de pómulos suaves, barbilla pequeña y ligeramente respingona y boca grande de labios carnosos, el pelo negro, abundante y ondulado le caía por los hombros en un muy estudiado descuido, tenía un coqueto lunar sobre la comisura izquierda de los labios y de sus pequeñas y perfectas orejas colgaban unos bellos pendientes de oro con dos rubíes engarzados. Vestía una túnica semitransparente de color blanco, cuyo escote en pico dejaba ver el arranque de dos pechos grandes, pesados, perfectos y el corte lateral de la falda mostraba una pierna larga y torneada, de piel morena y terminada en unos pies pequeños. Alguien más inclinado a la lírica que Cartalo la habría comparado con Afrodita, pero aquel era más de prosa y, aunque no era inmune a los encantos de Irene, la había investigado, como era su deber, y había topado con la nada. La bella hetaira parecía haber surgido al mundo, como Afrodita, directamente de la espuma del mar y plenamente formada apenas unos años antes. Pero si la diosa había aparecido del semen del pene amputado de Kronos, mucho se temía que Irene tenía un pasado más oscuro y el no poder investigarlo llenaba al oficial de una inquietud y un recelo que, no por habituales en su oficio, le resultaban más cómodos. —Buenos días, Cartalo —saludó Aníbal—. Únete a nosotros. El general le señaló la tercera camilla y Cartalo se sentó en ella, sin reclinarse, sin bajar la guardia. Irene le sonrió desde su camilla, una sonrisa blanca, deslumbrante pero que no se reflejó en sus ojos verde grisáceo, unos ojos de una inteligencia que no había escapado a la observación del púnico y que habían, ayudados por el resto del conjunto, hechizado a Aníbal. —Muchas gracias, Aníbal, ya he desayunado. —Dime, pues, qué te trae por aquí. —Tengo algunas noticias, no son buenas, aunque aún no tengo claro cómo de malas son. El oficial miró a Irene y luego a su general, una mirada significativa y cargada de intención. Aníbal se volvió hacia la mujer.
—Irene, querida, ¿te importa dejarnos a solas? La aludida sonrió, pero sus ojos brillaron de contrariedad por un fugaz instante, instante en el que no reparó el general, en cambio, no se le escapó a Cartalo. La hetaira se levantó con premeditada lentitud, se movía como un gato elegante y bello. Se inclinó sobre Aníbal, le acarició la barba y le besó en los labios, al hacerlo la tela de la vaporosa túnica se tensó contra sus caderas y ofreció a Cartalo una panorámica que habría cortado la respiración a un hombre menos cerebral y templado que él. La mujer salió de la estancia y suspiró aliviado, pero seguía preocupado, Aníbal sonreía como un quinceañero idiota aunque conforme la puerta se cerró volvió a ser el de siempre. —¿Y bien? —preguntó el general. —Ayer hubo disturbios de cierta consideración —comenzó el púnico—. Aparte de las ocasionales peleas de borrachos, no voy a molestarte con eso, hubo un incidente de especial relevancia. ¿Recuerdas a Ducario, uno de los jefecillos celtas? —Sí —asintió Aníbal—, ese que juraba no saber qué había pasado con el cuerpo de Flaminio Nepote pero tenía su cabeza colgada del poste de su tienda. ¿Me equivoco? —No te equivocas, ese mismo. Bien, lleva varios días buscándose las cosquillas con un grupo de celtíberos, desconozco aún la razón, el caso es que las cosas han ido subiendo de tono. Hace un par de días dos de sus hombres fueron asesinados. El asesino trató de ocultar el crimen quemando la casa, pero las heridas eran demasiado claras. Interrogué a Ducario y sus hombres, pero no soltaron prenda. Estuve tentado de pasar a métodos más persuasivos, aunque creí que habría resultado contraproducente, ahora me arrepiento… —¿Qué ha pasado? —interrumpió el general con una sombra de preocupación. —Creo que esta querella entre ese animal de Ducario y los celtíberos se ha mezclado con algo más, pero no puedo precisar qué y todo el embrollo se ha visto mezclado con dos itálicos a los que también tengo vigilados. En ese momento alguien llamó a la puerta, era uno de los sirvientes de la casa, un chico adolescente. El muchacho entró, dejó un par de jarras con vino y agua y unos vasos y comenzó a recoger los restos del desayuno. Los dos oficiales lo
ignoraron mientras recogía y siguieron a lo suyo. —Llevan varios días en la ciudad haciendo preguntas sobre Marco Helvio —dijo Cartalo con toda intención. Aníbal se incorporó y se sentó en la camilla taladrándole con su único ojo. —¡Chico! Largo de aquí —el joven esclavo desapareció inmediatamente y cerró tras él—. O sea que los romanos ya saben que lo tenemos. —Era cuestión de tiempo que lo notaran. El caso es que ese viejo está siendo un hueso duro de roer, tiene la salud delicada, así que no podemos apretarlo mucho más sin matarlo y aún no le hemos sacado casi nada. —Pero ¿estás seguro de que ese viejo es el centro del espionaje romano en Capua? —Cuando lo capturamos no lo estaba, ahora sí. En los días siguientes a su captura, todos los sospechosos a los que mis hombres mantenían vigilados desaparecieron como si se los hubiera tragado la tierra, todos, sin excepción. Y a las dos semanas aparecen dos tipos en la ciudad, con pinta de matones y preguntando por él. —Igual es el momento de que cojas a esa familiar de Helvio, su sobrina o hija o lo que sea. —Pues te vas a reír. Adivina con quienes se la ha visto… —Pues no me río ni un poco. ¿Y qué tiene que ver todo esto con la historia del galo y los celtíberos? —Dos de mis hombres los estaban vigilando, pero parece ser que no eran los únicos, también Ducario los había puesto bajo vigilancia. Ayer uno de los itálicos, acompañados por la sobrina de Helvio y una celta salieron a buscar a los hispanos, el segundo los siguió a cierta distancia. En mitad del encuentro, aún no sé muy bien debido a qué, Ducario apareció con sus hombres y su delicadeza habitual. Pero ya sabes cómo son los hispanos, se defendieron como leones, al final lograron escapar después de despedazar a una docena de los hombres de Ducario antes de que lograra intervenir con mis hombres. Ellos solo perdieron a uno de los suyos que, al parecer, se quedó atrás para cubrir la retirada. Al último de los galos lo mató a mordiscos.
—Esto ya pasa de castaño a oscuro… —Pues acabo de empezar. A pesar de rodearlos con mis lanceros lograron abrirse paso, salieron de la ciudad, se unieron a sus hombres del campamento, unos cien, y han desertado. Lo siento Aníbal… El general asintió quitándole importancia. —Si me dan a elegir entre un hispano y diez celtas, me quedo con el hispano, ese tal Ducario era una fuente de problemas. No obstante, quiero que esto se aclare, se acabó el jugar a espías, coge a esos dos itálicos y sácales lo que sepan, y a la sobrina de Helvio también, córtala en trozos delante de su tío si hace falta, pero que hablen. Bastantes problemas tenemos como para que se nos descontrolen estos. —¿Y qué hago con los hispanos? —preguntó Cartalo. —Ese es tema más delicado. Primero trata de sacarles lo que puedas a los itálicos, luego veremos si hay que purgar a los hispanos. Cartalo pudo ver la preocupación en el gesto de Aníbal. Los hispanos eran las niñas de sus ojos, y una traición de estos o un problema que le costase su lealtad serían un golpe difícil de digerir. Pero no dijo nada y se levantó dispuesto a salir. —Mantenme al tanto de todo, ¿de acuerdo? —Por supuesto, Aníbal. El púnico se cruzó al salir con Irene que le dedicó una sonrisa, esta entró en la estancia y cerró tras ella. Aníbal seguía taciturno, sentado en la camilla y con el ceño fruncido. La mujer se arodilló tras él y le pasó los brazos alrededor de la cintura. —¿Qué te preocupa tanto, querido? —le susurró al oído. —Unos itálicos que están metiendo las narices donde no deben, haciendo preguntas sobre un prisionero. Pero Cartalo se va a encargar de ellos. —Bueno, déjale que se encargue y tú descansa… —La hetaira le besó el cuello y le deslizó las manos bajo la túnica. Si eso fue bueno, lo que siguió fue mejor.
Habían pasado la noche sobre las armas, pero cuando la oscuridad dio paso al día se relajaron. Uno de los hombres de Buntalos les trajo noticias a media mañana. Al parecer los celtas se habían dado a la fuga. Ducario había recogido a sus leales en el campamento y se habían largado, el último informe los señalaba cabalgando hacia el norte. Junto con el soldado había venido una mujer que trajo a la hija de Korbis, la feliz familia, reunida por primera vez, se había retirado a descansar a una de las habitaciones. —Imagino que ahora que ese salvaje se ha largado de la ciudad, no hay necesidad de que os ocultéis y podréis volver a donde sea que viváis… —les dijo Buntalos. Manlio, Lupo y Helvia se miraron entre ellos por un instante, y eso fue suficiente para el astuto celtíbero. —… aunque si queréis, podéis quedaros unos días, es un sitio discreto, y me imagino que os lo debemos. Al centurión no se le escapó que el celtíbero sabía que le estaban ocultado algo, pero les daba cuartelillo. Asintieron y se retiraron a una de las habitaciones. Una vez dentro Lupo y Helvia se sentaron en el borde de la cama, a Manlio no se le escapó que la herrera ya no le rehuía. «Estos dos van a descansar poco, me parece a mí», se dijo. —Estamos como al principio, pero peor —dijo Manlio, contento de pinchar la burbuja de aquellos dos. —La verdad es que sí —asintió Lupo—, ¿crees que será prudente volver a casa de Helvia? —Sería más rápido entregarse, chico. —Todo lo que tengo está en esa casa —dijo Helvia en un susurro, viéndose una vez más en el arroyo, pero esta vez sin familiares a los que recurrir. Lupo le pasó el brazo por encima de los hombros y la atrajo hacia su costado—. —Encontraremos a tu tío y os sacaremos de aquí.
—Eso está muy bien, Perseo, pero a no ser que lleves la cabeza de Medusa en un saco, no tengo ni idea de cómo vamos a hacer eso. De hecho, no sabemos dónde se encuentra ni si está vivo. Lupo lo miró con disgusto, de reojo, pero no dijo nada. —En fin —suspiró Manlio—, hoy no vamos a hacer mucho más, me temo, más nos vale descansar. Sin esperar respuesta salió del cuarto y cerró tras él. En el jardincillo interior de la casa estaba el ibero bajito y corpulento de las cicatrices afilando su espada. Absorto en su tarea el hispano no reparó en Manlio y este aprovechó para observar a su enemigo. Este miraba la hoja como si mirase a una amante. Pasando la piedra de afilar con precisión y extremo cuidado. Era una bella arma, pensó el itálico, y el hispano la iba afilando con parsimonia, comprobando periódicamente el filo mientras le susurraba cosas en un tono casi amoroso. Una vez hubo terminado, levantó la vista y vio a su observador, se le veía con ganas de hablar, pero no tenían ninguna lengua en común, así que se limitaron a observarse. Manlio se acercó y sacó su espada, la agarró por la hoja y se la tendió al ibero, entendió pero dudó por un segundo, luego, agarrando su arma por la punta, le ofreció la empuñadura. Este cogió el arma y la sopesó, el equilibrio era perfecto y la empuñadura, rematada por tres pequeños lóbulos, era cómoda, de hueso y madera, sin adornos, una hoja recta de un par de palmos y rematada con una aguzadísima punta. Dio un par de tajos en el aire y asintió aprobador, un arma soberbia. El ibero, Garokan, según recordó que era su nombre, miró la espada griega de Manlio con ojos igualmente expertos, pero no parecía impresionado. La hoja se ensanchaba ligeramente hacia la punta facilitando el corte, aunque la afilada punta la hacía también polivalente, como la hispana, pero más tendente al tajo. Negó con la cabeza mirando a Manlio, movió la espada imitando el gesto de cortar y negó de nuevo. Luego dibujó en el aire la forma de un kopis, pero Manlio entendió que se refería a una de esas espadas curvas que cargaban los iberos como su compañero, imitó de nuevo el gesto de golpear con el arma y asintió con gesto aprobador. Imitó luego el gesto de cortar seguido del de pinchar y señaló su arma, en manos del itálico, y asintió de nuevo, señalando así lo polivalente del arma. Luego miró la espada griega que él mismo sostenía y sonrió, le gustaba, pero a continuación pidió que le devolviera la suya con un gesto, dejando clara su preferencia. Sonrió de vuelta y blandió un instante más la espada del hispano, apreciativo.
—La verdad es que tienes razón —susurró—, la próxima vez que mate a uno de los tuyos tengo que quedarme con su espada… Garokan lo miró entrecerrando los ojos y el itálico temió que le hubiera entendido. Sonrió conciliador y le devolvió el arma. Garokan se incorporó y, una vez ambas espadas estuvieron en sus fundas le tendió la mano en signo universal de paz. Las dos manos cubiertas de marcas y arañazos se estrecharon. Un apretón fuerte y corto mientras se miraban a los ojos. —Que tengas un buen día, Garokan de los iberos. El aludido respondió algo que incluyó su nombre y se separaron. El ibero siguió disfrutando del sol del invierno y el centurión se fue al cuarto que le habían prestado a pensar en su siguiente movimiento.
Lupo observaba a Helvia, la joven, exhausta, se había quedado dormida al poco de salir Manlio por la puerta. Roncaba ligeramente y eso hizo sonreír a Lupo. Pasó largo tiempo mirándola, ignorando su cansancio y recreándose en el ritmo de su pecho que subía y bajaba lentamente. Aprovechó su situación para observarla con impunidad, la línea suave de la mandíbula, las orejas pequeñas y el pelo alborotado sobre la almohada. Aún tenía los pies apoyados en el suelo y con delicadeza le quitó las sandalias y se los subió a la cama, la joven murmuró algo en sueños, pero no se despertó. Finalmente, a punto de dormirse él mismo, se puso en pie, se despojó de sus armas y cota de malla y se sentó al lado de la herrera. Por un momento pensó en desnudarse por completo, pero no lo consideró apropiado, así que se dejó la túnica y se tumbó cuidando de no despertarla. El sueño le fue invadiendo y, antes de dejarse vencer por Morfeo, itió para sí mismo que se había enamorado. Le despertaron unos ruidos extraños, abrió los ojos y se sintió desorientada por un momento. Luego recordó. La pelea, el galo al que había matado, la huida… Los ruidos los hacía Lupo que dormía a su lado y debía de estar teniendo algún tipo de pesadilla. Helvia dudó qué hacer. Le puso la mano en el pecho y le susurró que se calmara. El durmiente pareció calmarse en efecto y su agitada respiración se acompasó lentamente y dejó de tratar de zafarse de lo que fuera que lo atormentase. La joven lo miró. En su rostro sin afeitar podía ver la profunda cicatriz de la herida que ella misma le había cosido, así como la nariz
rota, ligeramente torcida. Parecía el rostro de alguien mucho más mayor, el sufrimiento le había envejecido. Se sintió mal por haberlo tratado de una manera tan distante, pero había aprendido por la peor vía a no confiarse ni a bajar la guardia, pero si alguien había hecho por ganarse su confianza, ese era Lupo. Miró hacia la ventana y por la luz que pasaba entre las contraventanas dedujo que sería pasado el mediodía. No tenía sueño, pero se acurrucó contra el romano que se agitó de nuevo. —Tranquilo, descansa, yo te vigilo… —le susurró al oído, le dio un suave beso en la mejilla y se quedó ahí a su lado mientras dormía.
Al filo del anochecer, cansado de dar vueltas por el cuarto sin saber qué hacer, Manlio se vistió, se ciñó espada y puñal y, con el manto robado al celta muerto sobre los hombros, el suyo lo había perdido, decidió salir a la calle. Detestaba la inactividad y quizá podría descubrir algo. Encontró un trozo de pergamino y le escribió una nota a Lupo que metió por debajo de la puerta. Después, con la capucha sobre la cabeza, se echó a la calle a explorar la noche capuana. Tras un rato paseando observó que todo tipo de tabernas y burdeles estaban a rebosar. Finalmente, se decidió a entrar en una taberna que le pareció algo más tranquila, era básicamente un patio techado, lo que hacía fácil entrar y salir. Al fondo, tras una barra hecha con tablones sobre caballetes, un tabernero alto y delgado despachaba jarras de vino a dos mozas ligeras de ropa que lo llevaban a la media docena de mesas que llenaban el sitio. Varios braseros mantenían más o menos a raya el frío de la noche y una de las mesas estaba libre, así que Manlio se dirigió a ella y se sentó. Tras dudar un segundo, se retiró la capucha y llamó a una de las taberneras. La moza, una chica bajita de pelo castaño rojizo, se dirigió a él bamboleando sus generosas carnes dentro de una túnica bastante suelta y de amplio escote que dejó ver una interesante porción de piel cuando se inclinó sobre la mesa. —¿Qué necesitas, guapo? —Vino. —¿Solo vino? —preguntó pasando un dedo por el escote de la túnica y ofreciendo una interesante panorámica de lo que había bajo ella.
—Sí, por ahora solo vino. La chica le guiñó un ojo satisfecha con ese «por ahora» y se fue a servirle, le dejó en la mesa una jarra con un vaso y le lanzó un beso antes de alejarse contoneando sus redondas caderas. Estaba claro que aquella taberna también tenía carne en el menú. Manlio se sirvió y probó el vino, se lo había esperado peor, así que asintió satisfecho y dio otro trago mientras observaba a la parroquia. No tardó en notar que alguien al fondo del bar no le quitaba los ojos de encima. Pensó en batirse discretamente en retirada, pero el tipo estaba solo, o lo parecía, así que le sostuvo la mirada. El hombre se puso en pie, era alto, más alto que él, y delgado con un aire vagamente familiar. Automáticamente llevó la mano derecha bajo la mesa y la dejó apoyada en el pomo de la espada. El desconocido se detuvo a un par de pasos de su mesa. Tenía la cara afilada, terminada en una barbilla larga hendida por un profundo hoyuelo, ojos muy negros bajo espesas cejas y pelo cortado al rape, iba armado y tenía un aire peligroso. —¿Cneo Manlio? —preguntó cauteloso. —¿Quién lo pre…? —pero el centurión dejó la pregunta en el aire y se puso en pie casi con un salto—. ¿Voluseno, Marco Voluseno? El gesto cauto del otro se quebró en una carcajada y avanzó tendiendo la mano, Manlio se la apartó y los dos viejos amigos se fundieron en un abrazo. El recién llegado atrajo un taburete con el pie y se sentó a la mesa. —Creí que estabas muerto, Cneo. Lo último que supe de ti es que estabas con los extraordinarii del cónsul Cornelio Escipión, y los aniquilaron en Trebia— hizo un gesto a la moza de la taberna—. ¡Trae otra jarra y otro vaso, preciosa! La chica atendió solícita con su habitual despliegue de descarado flirteo, estaba claro que había que promocionar todos los servicios, pero ambos samnitas la ignoraron. —Allí estuve, y faltó poco para que allí me quedase, sí. Los dos veteranos brindaron y Voluseno observó las cicatrices de Manlio. —Ya veo que te llevaste un par de regalos. Pero es bueno que te hayas unido a
nosotros. Muchos de los viejos muchachos del Samnio estamos con Aníbal, ya se acerca la hora de deshacernos del yugo de Roma. Manlio alzó su vaso a modo de brindis. Así que finalmente había ocurrido, los samnitas, su pueblo, se pasaban al enemigo. Tendría que andarse con cuidado sobre qué decía y qué no. Marco Voluseno y Cneo Manlio se habían criado juntos en los alrededores de Boviano, la capital de los samnitas. Ambos pertenecían a la clase acomodada y habían hecho sus primeras armas como auxiliares de caballería de los romanos contra los ligures. Cuando el cónsul Escipión reclutó a su ejército, Voluseno no había sido llamado a filas y esa fue la última vez que se vieron. Amigos de la infancia, el azar de la guerra los había convertido en enemigos, aunque uno de ellos aún no lo supiera. Voluseno había heredado, junto a las tierras de sus antepasados, el odio a Roma de estos, mientras que Manlio siempre había sido algo más despreocupado, hijo pequeño de una familia grande que había visto como un alivio su opción por la milicia, el ahora centurión había preferido forjar sus lealtades con base en su experiencia personal, ignorando a una familia de la que hacía años que no sabía y a la que no añoraba. Los dos viejos amigos vaciaron esa jarra y un par más. Mientras que Manlio procuraba callar o responder con vaguedades sobre su paradero los dos últimos años, Voluseno le contó, feliz, como habían recibido a Aníbal como un libertador. Miles de itálicos, en especial campanos y samnitas, pero también brucios del sur y muchos otros pueblos se habían pasado a los púnicos una vez que Capua dio el primer paso. Todo eso ya lo sabía Manlio, lo sabía toda Italia, pero los detalles sobre números, guarniciones, contingentes o centros de almacenamiento que Voluseno comentaba eran nuevos para él y los fue anotando mentalmente, bebiendo menos de los que aparentaba y animando a su compañero para que siguiera. Por suerte para Manlio, que empezaba a poder dejar de disimular estar borracho para estarlo realmente, las anécdotas sobre los viejos tiempos comenzaron a fluir y ambos amigos se dejaron llevar. Al cabo de un rato, la moza de la taberna estaba sentada sobre las rodillas de Voluseno, y este, siempre rumboso y de bolsa ancha, había invitado a media taberna que bebía ahora a la salud de los samnitas. Pasada la media noche decidieron cambiar de aires, borrachos como cubas salieron agarrados por los hombros para no caerse, riendo a carcajadas y cantando canciones. Hacía tiempo que Manlio no se divertía tanto, era bueno
encontrarse con los viejos amigos, pensó mientras tiraba de Marco que se había resbalado en un charco y caído al suelo todo lo largo que era. Quizá por la risa, seguramente por la borrachera, ninguno de los dos había notado que los seguían. Cuatro figuras salieron de entre las sombras, Manlio estaba a medio incorporarse cuando los vio, antes aún de que pudiera llevar la mano al puño de su espada algo le golpeó en la nuca. Sintió un estallido de dolor en la cabeza y luego cayó inconsciente al suelo.
Lupo llevaba un rato despierto, pero no se atrevía a moverse. Se le había dormido el brazo sobre el que descansaba la cabeza de Helvia, justo sobre la cicatriz del hombro. Poco antes del anochecer se había despertado y había encontrada los ojos de ella fijos en los suyos. Antes de que pudiera decir nada esta le había besado. Un beso corto y suave, casi tímido. —Creo que íbamos por aquí cuando llegaron esos galos —dijo sonriendo tras el beso. Lupo rio a carcajadas y se besaron de nuevo. Buscándose con ansia esta vez, se despojaron de las túnicas y se sumergieron el uno en el otro, cada uno buscando y encontrando el bálsamo que apartase a sus fantasmas, al menos por un tiempo. Cuando hubieron terminado ambos cayeron dormidos en brazos del otro, sin túnicas ni sábanas que se interpusieran entre sus sudorosas pieles. Al final fue la naturaleza, cruel como siempre, la que rompió el momento. Lupo trató de sacar el brazo de debajo de Helvia sin despertarla para escabullirse a la letrina. Esta murmuró algo en sueños y se dio la vuelta. Lupo observó de nuevo la línea de su perfil mientras abría y cerraba los dedos para hacer que la sangre fluyera otra vez. Los anchos hombros y la musculosa espalda, la curva de la cintura, muy estrecha y las caderas anchas y acogedoras. Pensó en las amazonas de la mitología y se imaginó a Helvia empuñando un arco, sin duda con esos brazos no tendría problemas para tensarlo. Una vez con la túnica sobre los hombros fue a salir cuando vio un papel en el suelo, se agachó y lo acercó a la llama de la lucerna que había sobre la mesa: «No aguantaba más encerrado, he salido a la ciudad a buscar respuestas y a airearme. Volveré. CM». Lupo dejó la nota sobre la mesa. Aliviado al volver de la letrina y sin dedicarle un pensamiento a Manlio, que sabía de sobra cuidarse por sí mismo, se despojó
de la túnica y se acurrucó contra Helvia durmiéndose de nuevo en unos instantes.
Mientras Lupo se dormía en los campos Elíseos, Manlio despertó en el Tártaro. Estaba desnudo y colgaba de una viga en el techo por una cuerda atada a sus muñecas. Las puntas de los pies apenas rozando el suelo. Al dolor de cabeza causado por la resaca se unía el golpe que había recibido en la nuca. Los costados le ardían por la tensión y no pudo reprimir un gruñido de dolor. A su lado colgaba Voluseno, igualmente desnudo y despierto. —Buenos días —gruñó al ver a su compañero despierto. —Los he tenido mejores… Manlio intentó reconstruir lo que había ocurrido, las siluetas en el callejón, la borrachera… ¿Le habían seguido o era una trampa? El hecho de que Marco colgase a su lado despejaba una posible traición de su antiguo camarada, que de todas maneras no sabía nada. No, estaba claro que le habían encontrado por no poder quedarse quieto y escondido. Se maldijo por su estupidez y pensó en disculparse con su compañero, pero la puerta de la mazmorra se abrió y tres hombres entraron en ella. Dos llevaban antorchas y las colocaron en soportes en las paredes. El tercero se paró en el centro y miró directamente a Manlio. Iba vestido como los oficiales cartagineses y tenía el gesto inocente, casi amigable. —Buenos días, Cneo Manlio —saludó en perfecto latín con un leve acento—. Le preguntaría que cómo ha dormido, pero me lo imagino. En cuanto a usted —dijo volviéndose a Voluseno— no tengo el gusto de conocerlo, pero veo que frecuenta interesantes compañías. ¿Tendría la bondad de decirme su nombre? Por toda respuesta, Voluseno le lanzó un escupitajo al cartaginés que le dio en la coraza de lino. Este se limpió el salivazo con una esquina de la capa sin hacer aspavientos. —Qué típico… —Hizo una seña imperceptible y uno de los soldados que le acompañaban le dio un brutal puñetazo a Voluseno en el estómago. Este se encogió por un segundo, pero luego volvió a dejarse colgar mientras se balanceaba por el impacto y luchaba por recuperar el aliento. Cartalo sabía perfectamente que ese amigo de Manlio había estado en el momento equivocado en el lugar equivocado, desconocía su implicación con este, pero decidió que
sería interesante ver hasta dónde se extendía la preocupación de este por su camarada, o lo que fuese, y así había instruido asus hombres. —Vamos a ver si aprendemos a guardarnos la saliva dentro de la boca. Cartalo hizo una nueva seña y el soldado empezó a golpear en el estómago y las costillas a Voluseno. Golpes mecánicos y secos, sin odio, con eficaz parsimonia. Mientras el sicario molía a palos a Voluseno, el púnico estudiaba a Manlio, que miraba a su compañero alternando la compasión y la furia, pero sin decir nada. Al cabo de un rato, que a Voluseno se le debió de hacer eterno, Cartalo indicó a su hombre que parase. El samnita colgaba inerte de la viga del techo y trataba de respirar sin mucho éxito, los costados se le empezaban a enrojecer y pronto estarían amoratados. —Bien, Cneo Manlio. Mientras su compañero asimila su lección, dígame, ¿qué le trae por Capua? Y ahórreme el vino, las mujeres o unirse al ejército cartaginés, me consta que es usted centurión romano, y uno muy condecorado, tengo entendido. Voluseno miró a su compañero con ojos sorprendidos, pero no dijo nada, no podía. Manlio no lo notó pues tenía sus ojos fijos en Cartalo, ese cabrón sabía mucho, demasiado, y esa era información que solo podía haber salido del campamento romano. —Venga, hombre, no me deje así —dijo el cartaginés—, cuénteme algo o vamos a estar aquí un buen rato. Era obvio que ese tipo sabía lo suficiente, así que negar su condición sería inútil. —Suelte a mi amigo, él no tiene nada que ver, me lo encontré anoche por casualidad. De hecho, ni sabía que seguía vivo. —¿No tiene nada que ver con qué o con quién? —preguntó Cartalo borrando el gesto amable de su cara. El nuevo gesto era una mueca inquisitiva, cruel. Manlio se dio cuenta de que había cometido un error y cerró la boca. La mueca inquisitiva del púnico fue cambiada por una sonrisa, pero la crueldad siguió ahí. Hizo una seña al otro sicario, se ve que tenían uno para cada uno, y este le pegó a Manlio un golpe seco en el plexo solar. El aire abandonó sus pulmones y boqueó como un pez fuera del agua tratando de respirar, pero cuando recuperó el
aliento cerró la boca y siguió sin decir nada. El oficial cartaginés pareció entender y habló a sus hombres en púnico. Luego miró a Voluseno y a Manlio. —Bien, veo que sois tipos duros y testarudos, yo tengo tiempo, habrá que ver cuánto tenéis vosotros. Os dejo con mis hombres para que os den un masajito, esta tarde me pasaré a veros, a ver si os apetece charlar. Salió de la mazmorra y cerró tras él. Los dos soldados, sin prisa, se despojaron de armas y armaduras, para trabajar cómodos. Manlio miró a los ojos al que le había caído en suerte. Un tipo moreno, fuerte y de manos grandes, tenía la expresión vacía, una expresión que Manlio conocía bien, él mismo la había tenido y la tenía a veces. La del soldado que tiene que hacer algo que no le agrada en especial, pero lo hace igualmente. Se tensó cuando el tipo se acercó y descargó el primer golpe, un gancho de derecha directo a sus costillas. Por instinto Manlio le lanzó una patada, pero el tipo la bloqueó con un brazo y respondió con un directo al estómago que anuló su defensa, le dejó sin aire y, entonces, entre los gruñidos de dolor de los dos samnitas los sicarios se aplicaron a molerlos a palos, sin prisa pero sin pausa.
—Tenemos a uno de los itálicos —anunció Cartalo a Aníbal. Este acababa de despachar a un oficial númida que le requería con un asunto. Ambos paseaban por el amplio peristilo de la mansión que ocupaba el general. A unos metros de distancia, Irene estaba tendida en una camilla al sol, envuelta en pieles y leyendo. Cartalo la había mirado con suspicacia, pero estaban a una distancia prudencial. —Bien, ¿le has sacado algo? —Aún no. Es un tipo duro, así que tengo a mis hombres ablandándolo. Esta tarde pasaremos a mayores. No creo que sea fácil sacarle dónde está el otro, pero sí al menos qué hacen aquí y hasta dónde saben. Le cogimos junto a otro que dice que es su amigo y no tenemos informes sobre él, así que puede que sea verdad, de todas maneras también lo tengo en tratamiento a ver de qué nos sirve. En cuanto al que vino con él… —¿Sí? —Nuestra fuente solo nos ha dado su nombre, un tal Lucio Lupo, y es romano,
de caballería. El por qué está aquí no lo sabemos. —Pues habrá que preguntárselo —dijo Aníbal. —Ese es el problema, Aníbal —Cartalo se interrumpió dubitativo—, tengo razones para creer que un grupo de hispanos los están ocultando. Aníbal se detuvo. —¿Estás seguro de eso? —Mis hombres los vieron huir juntos cuando Ducario montó la que montó. No han vuelto a casa de la herrera, ni han recuperado sus caballos de la posada en que se alojaron en un primer momento, el posadero me lo ha confirmado. Siguen en la ciudad, pero se los ha tragado la tierra. Tengo vigilada la casa de Buntalos, el jefe celtíbero, pero no están allí. Aníbal frunció el ceño, una traición de sus hispanos le resultaba difícil de creer, pero todo podía ser. Echó a andar de nuevo por el peristilo con las manos a la espalda. —Haz venir a Buntalos, quiero hablar con él personalmente. Sácale al prisionero todo lo que puedas, quiero saber qué hacen aquí y por qué preguntan tanto por Helvio… Y, por cierto, ¿nada nuevo con ese? —Le hemos dado un descanso porque está en las últimas. Cuando se recupere un poco volveré a charlar con él. —Tú eres el experto —dijo Aníbal—, pero quiero resultados. —Mañana por la mañana traeré novedades, descuida. Aníbal asintió y Cartalo volvió a sus oscuros quehaceres. Irene charlaba con su criado personal, un muchacho griego de Tarento con cara de pillo y pelo castaño con un mechón rebelde sobre la frente. El chico asintió a algo que le dijo la hetaira y se retiró tras sonreír a Aníbal, que seguía perdido en sus pensamientos. Le sacó de ellos la mirada de Irene. —Pareces un filósofo peripatético, querido, hablando y hablando mientras das vueltas al peristilo. Vas a desgastar los mosaicos.
Aníbal se acercó y la besó en los labios. —Entonces instalaremos nuevos, te dejaré elegir el diseño. —Haré poner a Aristóteles dando un paseo con sus alumnos, así te sentirás reflejado mientras charlas y andas y andas y charlas. —Ojalá fuera eso todo lo que tuviera que hacer —le dijo Aníbal echándose a reír.
En otra parte de la ciudad, Lucio Lupo también daba vueltas al patio de una casa, esta mucho menos lujosa, preocupado por el paradero de Manlio. Era obvio que algo había pasado, pero no tenía ni idea de qué. Lo había hablado con Helvia, pero no habían podido llegar a ninguna conclusión, pero en esa casa no había nadie más que hablara latín, excepto un par de esclavas que limpiaban y guisaban y no se fiaba de ellas. Uno de los iberos, el que le dijeron que se llamaba Garokan, lo observaba desde la esquina del jardín donde se sentaba a menudo, afilando sus armas o sencillamente viendo pasar el tiempo. Lupo decidió probar suerte, se dirigió al ibero que lo miró acercarse con su habitual media sonrisa. Y una vez frente a él no supo muy bien qué decir. El ibero le miraba a los ojos, aún sentado, e inclinó la cabeza en un gesto que a Lupo le recordó al de un perro que había tenido de chico y que siempre inclinaba la cabeza hacia un lado cuando le hablaba. —Buntalos —dijo al fin—. Mi amigo ha desaparecido, necesito ver a Buntalos. Pronunció las palabras muy despacio. El ibero enderezó la cabeza y se puso en pie y se alejó dejando a Lupo mirándolo con cara de idiota. —Pues vaya éxito… —murmuró Lupo cuando Garokan entró en su cuarto. Pero este salió en unos instantes, llevaba puesto el sagum, señaló a Lupo y luego señaló su sagum. Lupo entendió y corrió a su cuarto. —Helvia —dijo a esta que estaba sentada en la cama preocupada—, Garokan va a llevarme con Buntalos, le pediré ayuda para encontrar a Manlio o decidir qué podemos hacer.
—¿Crees que es prudente? —No, pero no veo qué alternativa tenemos. —No dejes que te cojan, Lucio —dijo en tono angustiado. —No te preocupes, de todas maneras, si no he vuelto al anochecer, abandona la ciudad y no vuelvas. —¿A dónde voy a ir? No tengo más que lo puesto y no me atrevo a volver a mi casa. Lupo dudó por un instante. Se quitó el puñal celtíbero del cinto junto a la vaina y se lo dio, esta lo miró extrañada. —Ve a Roma, en el Quirinal pregunta en cualquier tienda por la casa de los Lupo, ve allí y explícales quién eres, te ayudarán, este puñal será la prueba de que dices la verdad. —¿Pero qué dices?, ¿estás loco? —No, pero nos movemos en terreno peligroso, así que por favor hazme caso. Si no he vuelto al anochecer, vete, vete y no mires atrás. La herrera apretó las mandíbulas, tenía los ojos brillantes, le agarró el rostro y lo besó. —Mejor será que vuelvas esta noche. No tengo ninguna prisa por conocer a tus padres. —No te culpo —le dijo Lupo con una sonrisa, la besó otra vez y salió de la casa siguiendo al ibero.
El ibero se movía rápida y discretamente. Torcía de súbito en las esquinas casi sin previo aviso y dieron varios rodeos, desandando en ocasiones lo andado. Estaba claro que era hombre precavido. En varias ocasiones Lupo miró por encima de su hombro, pero no pudo ver nada. Al llegar a un callejón, Garokan se detuvo e indicó a Lupo que esperase. El ibero siguió y se perdió tras la esquina.
Lupo se apoyó en la pared y trató de pasar desapercibido, la mano en el puño de la espada. Al cabo de un rato, que se le hizo eterno, escuchó un silbido suave, miró hacia arriba y vio la sonrisa guasona de Garokan asomando desde lo alto de la tapia que tenía en frente. El hispano le tendió el brazo, Lupo miró a ambos lados, el callejón estaba despejado, así que, ayudado por el fuerte brazo del guerrero, saltó el muro. Cayó en un huerto donde había media docena de manzanos. Garokan le señaló la casa y en la puerta Buntalos esperando con los brazos cruzados. —Perdona la inusual entrada, pero está claro que en esta ciudad hay demasiados ojos curiosos. —De algo así quería hablarte —dijo Lupo estrechándole la mano al celtíbero—, Manlio ha desaparecido. —¿Y qué puedo hacer yo sobre eso? —No lo sé, pero eres mi único recurso en esta ciudad. —¿Perdona, tu qué? Mira, chico, no me malinterpretes —le dijo Buntalos señalándole con el dedo—, te estamos muy agradecidos todos, a ti y a ese Manlio por habernos ayudado con Orla y todo el asunto de los celtas. Pero os hemos pagado de sobra, más aún cuando está claro que os traéis algo sucio entre manos, así que no pretendas que… —¡Jefe! —los interrumpió Durato, otro de los hombres de confianza de Buntalos, que había vuelto de Compsa esa misma mañana. —¿Qué pasa ahora?, ¿no ves que estoy ocupado? —Mensaje del cuartel general, jefe, es de Aníbal en persona —dijo el celtíbero sin arredrarse. Buntalos suavizó el gesto automáticamente. —¿Y qué dice? —Quieren que te presentes ante el general de inmediato.
Buntalos se volvió a Lupo y lo miró con el ceño fruncido. —Imagino que esto es pura coincidencia. ¿Verdad? Lupo se encogió de hombros, aquello le resultaba a él incluso más extraño. —Vas a quedarte aquí hasta que vuelva, y ay de ti como esto me traiga problemas. Buntalos se volvió a varios de sus hombres y les ordenó algo en su lengua, estos miraron a Lupo y asintieron a su jefe. Estaba claro que el quedarse allí o no no iba a depender de la buena voluntad del romano, así que Lupo tomó asiento y se dispuso a esperar. No le quedaba otra opción.
Poco rato después Buntalos llegó acompañado por Durato a la mansión de Aníbal. No era la primera vez que lo veía o hablaban, pero nunca a solas y, en especial, tras los tormentosos hechos de los días anteriores, era demasiada coincidencia. Un criado indicó a Durato que esperase e hizo pasar a Buntalos al despacho de Aníbal. El jefe celtíbero no se dejó impresionar por el lujo de la estancia y miró a su general que, sentado a la mesa, no se le escapó el detalle de que no salió a recibirlo, lo miraba con el ceño fruncido sobre su único ojo. Buntalos avanzó y se paró a un par de pasos de la mesa. —¿Querías verme? —dijo en su lengua. Aníbal asintió. —Siéntate, Buntalos, por favor —dijo suavizando ligeramente el gesto. Se estudiaron mutuamente. El celtíbero respetaba a Aníbal como a un dios, pero eso no quería decir que fuese a humillarse ante él, así que le sostuvo la mirada. El general, por su parte, apreció la actitud del hispano, se había criado entre ellos y sabía jugar su juego. Podría ordenar a Cartalo que lo torturase como a una bestia, pero no le sacaría nada, así que decidió probar con la lealtad. —¿Cuánto tiempo llevas con nosotros, Buntalos? —Trece años —dijo este, arrogante. —Desde tiempos de mi padre… —dijo Aníbal echando cuentas.
En efecto, Buntalos había estado entre los primeros celtíberos en unirse a los púnicos, como mercenarios en un principio, pero el tiempo había consolidado los lazos de unión y ya no basaban su lealtad solamente en la paga. Había estado en todas las campañas de Aníbal, primero mientras este era el brazo ejecutor de Asdrúbal el Bello, y luego ya con el joven general. Había progresado hasta convertirse en el jefe de su partida de guerra, a base de valor y falta de escrúpulos y esto era algo que Aníbal sabía, pues entendía como funcionaban y los dejaba hacer. También ambos sabían que, con esta pregunta, el general le había puesto contra las cuerdas, trece años de lealtad y guerra. Ahora iba a ponerla a prueba. —Cuéntame qué ha pasado con esos galos y qué pintan esos dos itálicos en todo esto. Estuvo tentado de añadir que no mintiera, pero sabía que eso habría sido insultar al guerrero. Este aguantó sin un gesto el escrutinio y tras unos segundos de silencio comenzó a hablar y lo contó todo, o casi.
—Entonces, por resumir —dijo Aníbal—, ¿todo esto es un lío de faldas? ¿Ese cabrón egoísta de Ducario quería a una mujer que eligió irse con un ibero? —Así es. —Y esos dos itálicos, con la herrera, se la encontraron por casualidad, en la calle. —Así es. —Mucha casualidad es esa… Buntalos se encogió de hombros, con un gesto de «¿y yo qué quieres que te diga?». —¿Sabes que esos dos itálicos, Manlio y Lupo, son espías? De hecho, Lupo es romano. —No, no lo sabía.
—¿Y no te lo imaginabas? —No, no me lo imaginaba. Esto último era cierto y no lo era. Buntalos sabía que esos dos ocultaban algo, pero no imaginó que fuera tanto, y ahora tenía a uno en su casa y vigilado por sus hombres. —Resulta primordial que lo cojamos, ya tenemos a uno y no tardará en hablar, pero necesitamos al otro. ¿Estás seguro de que ninguno de tus hombres sabe a dónde fueron una vez que escapasteis de los galos? A Buntalos no le gustaba mentir, menos aún a su general, y mentir en este caso suponía una grave traición. Estuvo a punto de confesar que lo tenía bajo custodia, cuando recordó a Lupo luchando junto a ellos en la calle o matando al celta que iba a acabar con Orla y atrancando la puerta tras él, evitando así que los cogieran por detrás y los masacraran. Recordó los cadáveres en el callejón a los que ese tal Manlio había despachado para así abrirles una ruta de retirada y tomó una decisión.
Durato esperaba fuera del despacho del general. Sentado en el filo de una silla tapizada de púrpura, se sentía fuera de lugar entre tanto lujo, pero su jefe le había pedido que lo acompañara y esperase, y allí esperaría. Uno de los secretarios de Aníbal, un oficial púnico, le preguntó si necesitaba algo o quería beber. —Vino —dijo Durato, a secas. Poco después, un sirviente se acercó con una bandeja de plata, dejó sobre la mesa que tenía frente a él una jarra y una copa del mismo material. Era un muchacho joven, con cara de pillo y un mechón de pelo rebelde sobre la frente. El chico le miró a los ojos, y sin que el guerrero se diera cuenta, le arrojó algo al regazo. Durato lo cogió, era un papiro enrollado en torno a algo pesado, metálico. El chico se llevó el índice a los labios indicando silencio, cogió la bandeja y se fue. Durato se guardó el pequeño paquete en la bolsa con disimulo y miró a su alrededor visiblemente incómodo. De repente, se le habían quitado las ganas de beber.
Buntalos caminaba a paso rápido por la calle y con un ceño tan profundo que parecía que le habían pegado un hachazo en la frente. Durato sabía que era mejor dejarlo tranquilo cuando estaba de ese humor, pero sabía que lo que llevaba en la bolsa era importante, no sabía por qué, pero lo era. —Jefe… —Ahora no. —Ahora sí, jefe. Es importante. Se dio la vuelta enfadado. —¿No puede esperar? Por toda respuesta, Durato sacó el pequeño paquete y se lo tendió a su jefe. —Un criado me echó esto en el regazo mientras esperaba en casa de Aníbal. No me dijo nada, solo me lo tiró, me indicó que guardase silencio y se fue. Buntalos lo abrió, era una llave envuelta en un pergamino y este iba escrito, una carta o una nota. —¿Qué dice? —preguntó Durato. —Y yo qué sé… No sé leer. Pero conozco a uno que puede que sepa. ¡Vamos!
La vara le impactó en la parte de atrás de los muslos y lanzó un aullido de dolor. Llevaban toda la tarde sacudiéndolo con ella, pero no era el tipo de sensación a la que uno se acostumbraba. —Vamos, Cneo Manlio, dime algo que me valga. A su lado Voluseno colgaba inconsciente, el cabrón con suerte se había desmayado, pensó Manlio al que apenas le quedaban partes del cuerpo que no le dolieran y no se atrevía a pensar en ellas, no fuera que ese cartaginés adivinase cuáles eran.
—¿Por qué os interesa tanto Marco Helvio?, venga, solo eso y paramos por un rato. Manlio no había soltado prenda aún, pero no sabía cuánto más podría resistir. Las puntas de sus pies resbalaban entre una viscosa mezcla de vómito, orina y heces cuyo hedor no parecía molestar a nadie allí más que a él. Tenía los labios partidos y secos y ya solo el esfuerzo de respirar, y suponía un auténtico esfuerzo, le llenaba los costados de terribles pinchazos. —No sé quién es ese tal Helvio… Yo vine a alistarme y no conozco a ningún Lupo. Llevaba toda la tarde repitiendo lo mismo y le creían ahora lo mismo que al principio. Cartalo asintió y miró al soldado que, empapado de sudor a pesar del frío, empuñaba la flexible vara con la que lo estaban azotando. Este respiró hondo y empezó de nuevo, esta vez en los costados y espaldas de Manlio. Cuando hubo terminado el cartaginés hizo como que se arrebujaba en la capa. —Parece que hace algo de frío, ¿verdad? —dijo algo en púnico y el soldado que había estado zurrando a Voluseno salió de la mazmorra—, vamos a traer un brasero. Nada como el confort de un brasero para charlar a su alrededor. Unas buenas brasas y quizá un poco de carne asada. Y a Manlio no le cupo duda de qué carne iba a ser la que se cociera en esas brasas.
Lupo empezaba a preocuparse. Caía la tarde y él seguía ahí, sentado con cuatro celtíberos que no le quitaban ojo de encima. Le habían dado de comer y beber, pero no dudaba de que, si intentaba moverse, la amabilidad les iba a durar bien poco. Hasta a la letrina le habían acompañado y esperado fuera mientras orinaba con la puerta bien abierta. Se escuchó la puerta de la calle abrirse y unos instantes después Buntalos entró en la estancia. Dejó caer al suelo el sagum y se encaró con Lupo. —¿Sabes leer, romano? La pregunta iba con engañosa dulzura y haciendo énfasis en la última palabra.
Lupo palideció y por instinto llevó la mano a la espada, que no se habían molestado en quitarle. Cuatro espadas salieron de sus vainas en un santiamén y Lupo retiró la mano lentamente y la apoyó junto a la otra sobre la mesa. —Te he hecho una pregunta —dijo Buntalos—, así que contesta, romano. —Sí, sé leer. Por toda respuesta el celtíbero sacó un papel arrugado, lo extendió sobre la mesa y lo deslizó hasta Lupo. —Pues lee. Lucio miró la carta, estaba escrita con letra clara y elegante. —En voz alta, romano, si no te importa. Lupo miró a los ojos a Buntalos, toda muestra de empatía o comprensión habían desaparecido de ellos. Miró después a Garokan, el rostro sonriente del ibero se había ensombrecido, pero por su gesto dedujo que este no sabía qué estaba pasando, así que Lupo empezó a leer.
Desconozco el adecuado tratamiento hacia un jefe guerrero celtíbero, así que espero que me disculpe por la falta de cortesía. Ha llegado a mis oídos que puede que sepa usted del paradero de dos, digamos, agentes. Ninguno de los dos sabe de mi existencia, pero yo sí sé de la suya. Están en Capua con una misión muy concreta, simple en su fondo, pero compleja en su ejecución. Me consta que uno de ellos, Manlio, ha caído en manos de Cartalo y de sus hombres. Casualidades de la vida, su misión consistía en encontrar a otro hombre que Cartalo tiene prisionero. Ambos se encuentran en el mismo edificio, una casona de piedra en el barrio pobre de la ciudad situada entre unos huertos, un sitio discreto, pero fácil de encontrar, no tiene pérdida. Allí tienen bajo custodia a tres prisioneros que son guardados cada noche por cinco hombres, de día su número varía. Los prisioneros son Manlio, el otro es su objetivo, Marco Helvio y el otro no es relevante. Si por algún casual pudiera usted proporcionar ayuda a Lucio Lupo, el segundo de los, digamos, agentes, a llevar a buen término su misión, caso de que conociera su paradero,
sería muy de agradecer. Debe de estar preguntándose que qué gana con esto. La respuesta es nada, pero a lo mejor debería preguntarse qué puede perder. En ese caso la respuesta es mucho. Su lealtad y la de sus hombres ya está bajo sospecha y yo tengo a oídos muy elevados en el escalafón, sería muy fácil, no se imagina cuánto, derramar las palabras adecuadas en los oídos adecuados. Todo eso podría dar lugar a situaciones muy enojosas que seguro que a ninguno nos gustaría imaginar. Hágame este pequeño favor, échele una mano a Lupo, solo una será necesaria, tengo entendido que es un tipo con recursos, y prometo que olvidaré su nombre y su existencia.
Fdo: Alguien que sabe mucho, pero dice poco. Por ahora.
P. D.: La llave que acompaña a este documento abre la puerta de atrás de la citada casa, imagino que podrá serles de utilidad.
Lupo terminó de leer y tragó saliva tras alzar la vista hasta Buntalos, este tenía los nudillos blancos por la fuerza con la que apretaba los puños, le taladraba con la mirada y el romano supo que su vida colgaba de un hilo. —Dame una razón para no matarte aquí y ahora, o peor, para no entregarte vivo a Cartalo. Lupo dudó un instante. No había escapatoria y se sintió cansado. Cansado de tener miedo, cansado de huir y de esconderse, así que decidió atacar. —La carta lo dice. Si no nos ayudas tú serás el siguiente en tener una charla con ese tal Cartalo, y quien la escribe parece tener muy claro que así será. Además, nosotros os ayudamos a vosotros. —Escúchame, pequeño y arrogante trozo de mierda —dijo Buntalos apuntándole
a la cara con el dedo. —No —le cortó Lupo poniéndose de pie ignorando las espadas que le cercaban —, no tengo nada que escucharte. No sé quién ha escrito esta carta ni cómo os la ha hecho llegar, pero sabe muchas cosas, suficientes para arrastrarte con nosotros, así que mátame, déjame ir o ayúdame, pero hazlo ahora y no me hagas perder el tiempo. Buntalos bajó el dedo y miró fijamente a Lupo por un largo tiempo. Tenía la mandíbula apretada, pero el romano se mantuvo firme bajo el examen. —He de itir que tienes pelotas, chico —dijo el guerrero. Lupo no dijo nada ni movió el gesto, había lanzado su órdago, ahora había que ver hasta dónde le llevaba. Para su sorpresa Buntalos no le dijo nada, se dirigió a Garokan y habló largo tiempo con él en su lengua. El ibero alternaba miradas a Lupo con miradas a Buntalos y gestos de sorpresa, preguntó un par de veces y obtuvo largas y prolijas respuestas. Finalmente parecieron llegar a algún tipo de acuerdo y Buntalos se volvió hacia Lupo y le tiró la llave mencionada en la carta. —Mis hombres están bajo vigilancia y no puedo comprometerlos, pero Garokan y Korbis se supone que ni siquiera están en Capua, así que te ayudarán ellos y luego volverán a su destino. Saca a ese tal Manlio o procura que te maten en el intento y, si sobrevives, lárgate de Capua. —Gracias —dijo Lupo guardándose la llave y la carta. —No me las des. Y escúchame atentamente, romano. Si después de esta noche vuelto a verte, te mataré.
Tras saltar la tapia de nuevo, el ibero y el romano volvieron a la casa que ocupaban después de dar varios rodeos y asegurarse de que no los seguían. Llegaron justo cuando el sol comenzaba a ocultarse y Helvia le saltó a los brazos mientras Garokan se iba a buscar a Korbis. —Empezaba a temer que no volverías —dijo la herrera.
—Y a punto ha estado de ser así… Resumiendo todo lo que pudo, Lupo explicó a Helvia la situación. Garokan debía de haber hecho lo mismo con Orla y Korbis. Este último dirigió a Lupo una mirada torva al salir de su habitación, pero al romano no se le escapó que ambos se ceñían las armas señal de que iban a ayudarlo. Tanto Orla como Helvia habían encontrado una manera de entenderse con las pocas palabras comunes que ambas conocían, así que, con la intermediación de ambas mujeres trazaron un plan. Los caballos de los iberos se habían quedado en casa de Buntalos y este había dejado claro que los vigilaban, por lo que quedaban descartados. Lupo sabía dónde podrían encontrar caballos para todos y les habló de la posada donde él y Manlio se habían hospedado al llegar a Capua. —Nuestros caballos están allí, y los establos están siempre llenos, es cuestión de robar unos cuantos. Además, la posada está cerca de las puertas de la ciudad, solo tenemos que escondernos y salir justo en cuanto abran al amanecer. Orla y Helvia conferenciaron durante un rato mientras la herrera le aclaraba a la celta lo que había dicho Lupo y luego esta se lo transmitía a los dos iberos. «No hay manera de que esto salga bien», pensaba Lupo próximo a la desesperación. Las dos mujeres, con la niña, se ocultarían cerca de la posada hasta que llegasen a por ellas, con Manlio y el tío de Helvia, si al amanecer no habían regresado, tendrían que escapar por su cuenta y buscarse la vida. Una vez aclarado el plan, o eso esperaba Lupo, fue a por su cota de malla, Helvia le ayudó a ponérsela y le dio su puñal. —No, si tienes que escapar sin mí te hará falta como prueba con mis padres. —Más falta va a hacerte a ti esta noche. Yo no necesito a tus padres si algo te pasa, lo he pensado mientras estabas fuera, no voy a mendigarles cobijo, ya me las arreglaré yo sola. Lupo no supo qué decir. Se ciñó el puñal en el lado opuesto a la espada y se besaron, tras ello, Helvia se puso la capa, se acercó a Orla que cargaba con la niña y se echó a la espalda el hatillo de esta. Ya en la puerta de la calle se volvió y miró a Lupo.
—Suerte —dijo moviendo los labios sin emitir sonido y las dos mujeres y la niña de alejaron en la noche.
Bien pasada la media noche salieron de la casa y emprendieron camino. No les resultó muy difícil encontrar la casa. Destacaba entre las típicas domus de ladrillo. Era más vertical y de piedra, con dos plantas y ventanas cubiertas con rejas. La observaron desde la distancia durante un buen rato. En la fachada principal había un gran portón de doble hoja. En la parte trasera había una puerta más pequeña que, en teoría, abriría la llave que llevaba Lupo. Aún estaban observando la casa y pensando qué hacer cuando se abrió la puerta principal. Un grupo de cuatro hombres salió por ella y echaron a andar por la calle. Garokan señaló al que iba al frente. —Cartalo —dijo. Lupo asintió. No habría estado mal sacar a ese de la circulación, pero si la carta no mentía había cinco hombres en la casa, más esos cinco serían demasiados. Una vez que Cartalo y sus hombres se alejaron, Lupo señaló a Korbis la puerta principal y se llevó los dedos a los ojos y apuntó con ellos a la entrada principal. El ibero asintió. Lupo señaló a Garokan, luego a sí mismo y, por último, a la puerta de atrás, y este asintió también. Sin perder más tiempo, Korbis, envuelto en su sagum, echó a correr agachado entre las sombras y se perdió en la noche. Lupo echó a correr seguido por Garokan. Las ventanas de la planta baja estaban cerradas con contraventanas, así que no pudieron ver nada en el interior. La puerta era baja y parecía sólida, se pararon cada uno a un lado de la misma. Garokan sacó la espada y asintió en silencio. Estaba listo. Lupo introdujo la llave en la cerradura y la giró, esta chirrió. Paró y continuó girando más lentamente. Liberado el pestillo empujó la puerta un par de pulgadas y ambos escucharon. Silencio. Garokan empujó la puerta lentamente y se deslizó dentro. Lupo sacó la llave, se la guardó y le siguió espada en mano. La puerta de atrás daba a un almacén que se encontraba prácticamente vacío, salvo por unas ánforas contra una pared y unos cuantos sacos llenos de algo que parecía grano. Garokan ya estaba asomado a la puerta en el lado opuesto de la estancia. Le indicó que esperase y guardara silencio y cruzó el umbral. Casi al instante se escuchó un chasquido húmedo y un gruñido, entonces, Garokan volvió a entrar arrastrando un cuerpo. Le desclavó la espada de la espalda y miró
a Lupo, alzó la mano abierta, plegó el pulgar y le guiñó el ojo. Uno menos, quedaban cuatro.
Manlio miró a Voluseno. Habían empezado por él. El lado izquierdo de la cara de Marco, el que Manlio podía ver, estaba totalmente abrasado. Le habían vaciado la cuenca del ojo con un hierro al rojo, después de acariciarle medio cuerpo con el mismo hierro. El samnita gemía entre dientes mientras se balanceaba colgando de la viga. —Mira a tu amigo y piensa en él, porque mañana te toca a ti —le había dicho el oficial cartaginés antes de despedirse. Uno de los sicarios estaba al fondo, sentado junto a la puerta, vigilando. Mataba el tiempo afilando su espada. Vestía únicamente una túnica y Manlio le veía pasar la piedra de afilar por el arma a la luz del brasero que habían bajado por la tarde. Se oyó un ruido sordo que venía de escaleras arriba, como de algo pesado al caer. El guardia abrió la puerta y gritó algo en tono inquisitivo por el hueco de la escalera.
Garokan y Lupo se quedaron quietos al oír el grito que venía de escaleras abajo. Alguien respondió desde el piso superior. Y se oyó una puerta al abrirse. Se les acababa el tiempo. Del hueco de la escalera subía un olor nauseabundo y Lupo imaginó que era el calabozo donde debían de tener a los prisioneros. Le señaló a Garokan la puerta principal y él empezó a bajar lentamente la escalera con la espada en la mano.
El ibero se deslizó hacia la puerta, descorrió el cerrojo y miró fuera, la punta de la falcata de Korbis se le apoyó justo sobre la nuez. Garokan miró a su compañero y sonrió. —Vamos dentro que hay fiesta —susurró.
El guardia seguía de pie junto a la puerta y alternaba miradas a Manlio con vistazos hacia la escalera. Debió de ver algo porque se asomó y preguntó de nuevo algo en lengua púnica, no obtuvo respuesta, miró otra vez y gritó algo que sonó a una maldición. Cerró la puerta y se agachó para coger la tranca que la bloqueaba, pero esta se abrió de golpe y una figura saltó sobre él, este se defendió y lanzó una estocada con su espada que resbaló sobre la cota de malla del atacante, que le golpeó en la cara con el puño de su espada y luego lo atravesó sin contemplaciones. Cuando se alzó con la espada goteando sangre, Manlio lo reconoció. —¿Lupo? Pero un ruido de lucha les llegó desde el piso superior, así que Lupo se dio la vuelta y, sin decir nada, corrió de vuelta escaleras arriba.
Siempre había algo que fallaba en un plan y Korbis supuso que el fallo de este había sido el cálculo del número de enemigos. Seis hombres salieron de una habitación en el piso superior y corrieron escaleras abajo cuando les llegaron los gritos de su compañero del sótano. Estos cesaron rápidamente, pero demasiado tarde. Garokan había conseguido matar al primero de ellos antes de que supiera lo que pasaba, sin embargo, los demás les cayeron encima antes de que pudieran hacerse fuertes en el estrecho final de la escalera y los dos iberos tuvieron que retroceder. Korbis logró herir a otro que retrocedió a trompicones, por suerte, tanto él como Garokan llevaban sus cotas de malla, lo que les daba una cierta ventaja sobre sus rivales que, cenando como estaban, solo empuñaban sus espadas. Habían retrocedido casi hasta la puerta principal y ambos se planteaban abrirla y, sintiéndolo mucho por el romano, salir de allí lo más rápido que pudieran, cuando este apareció por la escalera que daba al sótano. El cartaginés herido no lo vio venir ni supo qué había pasado. Lupo lo apuñaló por la espalda y ya estaba muerto cuando cayó al suelo. Uno de los cuatro que acosaban a los iberos sintió algo a su espalda y se dio la vuelta, pero no pudo evitar el siguiente golpe de Lupo, que le clavó la espada en el pecho. De repente las tornas se habían vuelto, los tres cartagineses restantes titubearon un instante, eso era medio instante más de lo que dos guerreros como Korbis y Garokan necesitaban, y los despedazaron sin contemplaciones. Lupo contempló la masacre y tragó saliva. Todo estaba lleno de sangre y uno de los cuerpos aún
agitaba una pierna débilmente a pesar de estar muerto. Korbis miró al romano y asintió en gesto de gratitud, luego señaló hacia el sótano y Lupo asintió esta vez indicando que todo estaba en orden. Después, los dos iberos fueron a inspeccionar el piso superior y Lupo volvió al calabozo.
—Creí que ibas a dejarme aquí —dijo Manlio con voz ronca. Lupo arrugó la nariz ante la inmundicia que llenaba el suelo. Se acercó a la pared a la espalda de Manlio y con cuidado lo bajó al suelo. Como era de esperar, Manlio no fue capaz de sostenerse y cayó cuan largo era, se encogió sobre sí mismo y gimió de dolor al flexionar de nuevo las articulaciones. Lupo bajó también a Voluseno, que seguía gimiendo en voz baja y casi ni se inmutó al caer al suelo, y arrastró a ambos fuera del hediendo charco que había a los pies de cada uno. El centurión había conseguido arrastrarse hasta la pared y se sentó contra ella. Se frotaba las muñecas y flexionaba los dedos, tenía la espalda, el costado y las piernas cubiertos de hematomas violáceos y amarillentos. —Tengo que ir a inspeccionar una cosa —dijo Lupo—, ¿podrás andar? —Sí, dame un segundo. —¿Quién es ese y qué hacemos con él? —Yo me encargo, tú ve a hacer lo que tengas que hacer. Lupo cogió una de las antorchas de las paredes, salió al estrecho pasillo y se dirigió hacia la otra puerta. Estaba cerrada con un pestillo de hierro, lo abrió y entró en la estancia. Al fondo había un camastro y en él un cuerpo que alzó un brazo para protegerse de la luz. Lupo avanzó resueltamente antorcha en alto. —¿Marco Helvio? He venido a… Iba a añadir «sacarlo de aquí», pero un rápido vistazo dejó claro que aquel hombre no iba a ir a ninguna parte. Lupo tuvo que contener un gesto de horror, era un hombre corpulento, de espaldas anchas y brazos fuertes, o lo había sido. Debía de tener unos cincuenta años, pero aparentaba setenta. Tenía llagas y
quemaduras por todo el cuerpo. Le habían roto las piernas, que estaban torcidas en ángulos antinaturales y le habían amputado la mano derecha. —Dioses… —murmuró Lupo. —¿Quién eres? —susurró el viejo—. No pareces uno de ellos. Lupo se arrodilló junto al hombre, dos ojos verdes, como los de su sobrina, brillaban febriles al fondo de las demacradas cuencas. Le faltaban casi todos los dientes, arrancados, y le habían cortado la oreja izquierda. —Soy romano, me llamo Lucio Lupo y… Y me enviaron para sacarlo de aquí. El viejo emitió un gorgoteo que pretendía ser una risa. —Me parece que llegas un poco tarde, Lucio Lupo —hizo una pausa—. ¿Te envía Busa? —No, me envía el dictador, Marco Junio Pera, pero sí, Busa está detrás de esto. —Dile a esa arpía que no he dicho ningún nombre, lo habría hecho si lo hubiera sabido, te lo juro… —se interrumpió con una tos que parecía que iba a durar para siempre—. Les habría dicho lo que hubieran querido, pero siempre procuré no saber dónde estaban el resto de infiltrados así que no me sacaron nada… Incluso cuando amenazaron con coger a mi sobrina y cortarla en pedazos delante de mí. El pobre viejo se puso a sollozar y Lupo le agarró la mano. —Su sobrina está a salvo, Marco Helvio —aquello no era del todo cierto, no aún, pero Lupo creyó que tenía que darle algún consuelo a ese pobre hombre—. La encontramos y la pusimos a salvo antes de venir a buscarlo. El viejo comenzó a llorar tras oír aquello, pero eran lágrimas de alivio. —¿Puedo hacer algo para ayudarlo? —preguntó Lupo que sentía que el tiempo apremiaba y que su trabajo allí había terminado. El viejo no contestó, tragó saliva y miró la espada que Lupo había dejado en el suelo y luego al propio Lupo. Este miró el arma y asintió. Cogió el arma y apoyó la punta en el centro del pecho del viejo. Este le miró a los ojos.
—Dile a mi sobrina que la quiero mucho… Lupo le miró a los ojos, asintió y dejó caer su peso sobre la empuñadura de la espada. Marco Helvio no emitió ningún sonido al morir, pero cuando el romano se inclinó a cerrarle los ojos vio que en estos había una expresión de paz que no estaba antes.
Las piernas y los brazos le dolían aún más por tratar de moverlos que por los golpes recibidos, pero ya le iban respondiendo. Manlio gateó hasta Voluseno y lo sacudió débilmente. —¿Marco, Marco, me oyes? —Sí… —susurró este—, te oigo, traidor. Eso al menos despejaba las dudas sobre lo que este pensaba de él. —No puedo llevarte conmigo, amigo, además, eso te incriminaría más. —No me llames así, rata, y no busques excusas. Lárgate… Manlio entendió que ya no había amistad que salvar, no tras esas quemaduras que Voluseno no había hecho nada por merecer. Lo dejó ahí, Lupo entró de nuevo y le ayudó a desvestir al guardia. Se puso su túnica y se ciñó su espada, pero el guardia tenía los pies pequeños y no le valían sus sandalias. —Tenemos que irnos de aquí, Cneo. —Sí, vamos —se puso de pie con dificultad y fue a salir cuando oyó su nombre. —Cneo… Se volvió y miró a su antiguo amigo, este se había vuelto y, apoyado sobre el codo, le miraba con su único ojo, el otro lado de su cara era una masa viscosa en carne viva. —No creas que voy a morir aquí… Saldré de esta y te encontraré, y cuando lo haga te mataré. Lo juro por Marte.
Manlio asintió. —Podrás intentarlo, Marco, te estaré esperando. —Sí, espérame… —Voluseno se dejó caer sobre la espalda y se quedó ahí respirando trabajosamente. Una vez fuera, Lupo, que lo había oído todo, sacó el puñal y miró a Manlio. —¿Quieres que entre y…? —No te metas en lo que no es asunto tuyo, romano —dijo Manlio secamente y comenzó a subir las escaleras. Lupo se encogió de hombros y guardó el puñal antes de seguirlo. Arriba Korbis y Garokan se embolsaban algunas cosas que habían rapiñado por la casa. Manlio miró la escabechina y a los dos iberos, Garokan sonriente, Korbis mirándolo con su eterna sospecha en los ojos. El centurión no le hizo caso, Lupo le pasó una capa y salieron al frío de la noche dejando atrás la casa hecha un matadero. —Mierda, otra vez me toca correr descalzo… —¿Qué? —Nada —y para sorpresa de Lupo se echó a reír.
Les llevó casi dos horas llegar hasta las proximidades de la hospedería. Manlio podía moverse, pero le dolía todo y tenía que parar a menudo, además, se sabían buscados y todo aquel que se encontraban era potencialmente hostil, así que tuvieron que esconderse con frecuencia. Al final, llegaron a las cuadras de la hospedería y encontraron al camarero con cara de lerdo atado y amordazado en un rincón y a Helvia sentada encima de él, esta se levantó al verlos y abrazó a Lupo. —Veo que os habéis apañado bien —dijo este mientras se inclinaba a besarla. El chico lo miraba con ojos desorbitados por el pánico—. No te preocupes, chaval, no vamos a hacerte daño.
—Siento disentir —dijo Manlio, que se arrodilló trabajosamente y sacó el puñal que le había quitado a uno de los muertos de la casa—. No es nada personal. — Y lo degolló de oreja a oreja. —¿Por qué has hecho eso? —susurró con furia Lupo. —No podemos dejar a nadie atrás con vida, cuanto menos sepan de por dónde y con quién nos hemos ido, mejor. Los caballos se removieron agitados al oler la sangre, había una docena más o menos y Garokan los calmó susurrando palabras suaves en su idioma. Korbis se había sentado junto a Orla, que le daba el pecho a su hija sin apenas inmutarse por el asesinato que acababa de ocurrir. —Además —prosiguió Manlio—, fueron estos miserables los que nos delataron la primera vez. —¿Quiénes? —Ese idiota y su tío el hospedero. Son informantes de los cartagineses. Así que espere aquí, que voy a arreglar un asunto pendiente. Manlio se despojó de la capa. —¿Crees que es prudente empezar ahora con venganzas personales? —dijo Lupo agarrándole por el brazo. Manlio se desasió con violencia. —Mira, chico, he tenido un día de mierda, así que no me vengas con prudencias. Además, considera esto como una extensión de nuestra misión original. Y sin dar opción a respuesta se alejó entre los caballos hacia la puerta que daba a la hostería. La puerta lateral daba a la cocina, se movió silenciosamente y recordó lo que sabía del edificio. Las habitaciones de la planta superior eran todas para huéspedes, así que la estancia del hospedero tenía que estar en la planta baja. Había tres puertas, dos a un lado y una al otro, al frente, al otro lado de un vano cerrado por una cortina, estaba el comedor. Manlio dedujo que la puerta solitaria sería de la estancia más grande y esta sería el dormitorio. Espada en mano empujó la puerta que apenas chirrió, miró dentro y, allí, roncando a pierna suelta,
estaba su objetivo. El hospedero despertó de golpe cuando una fuerte mano le tapó la boca. Abrió los ojos y vio el demacrado rostro de Manlio a un palmo de su cara, se intentó revolver, pero el brazo de este lo mantuvo contra el colchón y al sentir la punta del puñal en el cuello se quedó quieto como un muerto. Se escuchó un siseo líquido y la mancha húmeda de la orina se extendió entre las sábanas. Sonrió de nuevo, una sonrisa cruel, carente de toda piedad. —Te diría que la próxima vez te lo pensaras dos veces antes de vender a nadie a los cartagineses, pero para ti no va a haber una próxima vez —le susurró casi cariñosamente. El tabernero intentó decir algo a pesar de la presión de la mano en la boca, pero no le importaba. Clavó con fuerza el puñal en el cuello del tabernero y lo mató en el acto. Se echó a un lado para esquivar el chorro de sangre y se incorporó mientras el cuerpo se sacudía con sus últimos estertores. Tras unos instantes, se quedó totalmente inmóvil y un pie cayó fuera de la cama. El centurión puso el suyo al lado del pie del muerto. —Mira que suerte… —susurró. Eran del mismo tamaño.
Mediados de enero del año 538 a. U. c. (215 a. C.). Campania
El grupo se detuvo en lo alto de una colina, el sol del atardecer iluminaba al fondo la ciudad de Casilino y las empalizadas del cerco de asedio y campamento cartagineses. Habían salido de Capua al amanecer. Cuatro hombres y dos mujeres, una de ellas con un bebé, a lomos de estupendos caballos y ligeros de equipaje. Los guardias se extrañaron de ver a dos itálicos con dos hispanos y dos mujeres, pero acababan de empezar su guardia, era temprano y no querían problemas, así que no pusieron pegas. Helvia tenía el gesto triste, la noche anterior Lupo le había explicado el destino de su tío, y saberse desamparada y sin familia le había, lógicamente, hundido el
ánimo. Además le había cogido cariño a la brava Orla y le daba pena despedirse de ella. Ambas mujeres se abrazaron. Helvia besó a la niña que dormía en brazos de su madre y volvió a montar en su caballo. Los guerreros se miraban unos a otros, finalmente Lupo se adelantó y tendió la mano a Garokan, este le sonrió y le estrechó la mano como hizo Korbis. Manlio se resistió un poco, pero finalmente estrechó la mano a los dos iberos. Luego, sin abrir la boca, se dieron la vuelta y pusieron sus caballos al trote, aún les quedaba un buen trecho hasta el campamento romano.
—Mierda… —dijo Korbis—, mierdamierdamierda… No puede ser… —¿No puede ser qué? —preguntó Garokan. —¿Te acuerdas de que llevo desde que vimos a ese Manlio diciendo que lo conozco de algo? —Sí. —¿Y te acuerdas del centurión con el que luchó Balkar en Cannas? —Venga, hombre —dijó Garokan incrédulo—, ambos lo vimos caer, ese centurión está muerto. —Piensa en la cicatriz que tiene en la sien, y como Balkar estuvo días quejándose de lo embotada que había quedado su falcata. Garokan iba a decir algo, pero en su lugar se quedó mirando a las tres siluetas a caballo que se alejaban y se empezó a reír a carcajadas, tan fuerte que casi se cae del caballo. —Desde luego, el mundo es un pañuelo.
A loba flaca, todo son pulgas
Principios de marzo del año 539 a. U. c. (214 a. C.) Casilino. Campania
Conforme el invierno fue dando paso a la primavera los ejércitos empezaron a sacudirse el polvo y ponerse en marcha. Por parte cartaginesa, Aníbal sacó a sus tropas de Capua, donde algunos habían pasado la temporada de su vida, para volver a las operaciones y lo primero era sacarse la espina en el costado que suponía la tenaz resistencia de Casilino y así, tras una corta marcha, el bloque del ejército cartaginés tomó posiciones de nuevo en las líneas de asedio que rodeaban la ciudad y a su testaruda y valiente guarnición. —Aquí no hay mucha novedad —informó Hannón a Aníbal desde lo alto de una de las empalizadas—. Durante algún tiempo los romanos consiguieron abastecer la ciudad haciendo flotar los suministros río abajo, pero descubrimos la treta y colocamos guardia en el río así que pararon. Ha habido otros intentos, incluso hacen flotar nueces y otros frutos secos que los asediados capturan con redes. —¿Nueces dices? —preguntó Aníbal incrédulo. —Sí, y aun así las capturamos todas antes de que les lleguen. —Deben de estar verdaderamente desesperados… —No me gustaría estar en su lugar —dijo Hannón asintiendo—, son tipos valientes, pero creo que están en las últimas. Aníbal no dijo nada y se quedó mirando por largo rato los muros de Casilino, que seguían incólumes pese a sus esfuerzos del otoño pasado. A mitad de camino a la puerta, los restos calcinados de la torre de asedio seguían como mudo testigo de su fracaso. Unos y otros habían recogido sus cadáveres, y la primavera había hecho que la naturaleza retomase la tierra de nadie. La hierba crecía por doquier y blancos y amarillos parches de flores se veían aquí y allá, creciendo entre yelmos, escudos rotos y astas de lanza y flechas.
—Sígueme. Hannón no dijo nada y obedeció. Aníbal bajó del terraplén y buscó su caballo. Alrededor los hombres se iban distribuyendo e iban acampando. —¿A dónde vamos, Aníbal? —preguntó Hannón montando a caballo. Aníbal montaba un espléndido semental negro de enorme alzada, un animal impresionante sobre cuya grupa extendió su capa púrpura de general. No llevaba yelmo, pero llevaba la coraza musculada de bronce decorada en plata. A su lado Hannón tenía un aspecto mucho más humilde, con su simple capa roja, raída por un invierno de constante uso, el linotórax reforzado con escamas de bronce y montando un pequeño y gris caballo númida. —¡Abrid las puertas! —ordenó Aníbal. Un jinete se acercó presuroso, era Maharbal. —¿Crees que es prudente? —Eso lo veremos pronto, quédate aquí y toma el mando —se giró a Hannón—, tú, sígueme. Y sin esperar a nadie dio un toque con los talones en las ijadas del semental que echó a andar con paso majestuoso.
Los dos centuriones estaban en lo alto de la torre desde que los vigías habían informado de la llegada del ejército cartaginés. Habían ordenado que todo el mundo acudiera a sus puestos y los legionarios latinos y etruscos, la mitad de la fuerza original, ocuparon su lugar. Centuriones y legionarios estaban terriblemente delgados. A lo largo del invierno se habían comido todos los animales de la ciudad, ni ratas se encontraban ya. Una vez que los cartagineses habían descubierto la treta del río, Sempronio Graco había podido hacerles llegar nueces y otros frutos que flotaban, pero no eran para nada suficientes. Los últimos días habían subsistido a base de cocer cuero para ablandarlo y tener algo que roer, eso aquellos que no habían perdido los dientes por el escorbuto. Aún así, cuando se dio la orden todos acudieron, algunos arrastrando sus armas, a los muros. Porsena y Anicio vieron las puertas abrirse y dos jinetes salieron del campamento cartaginés con sus monturas al paso. Dando tiempo a que los vieran
y no sospecharan la trampa. —¿Es ese Aníbal? —susurró Anicio. —Si no lo es, es algún otro pez gordo —le contestó Porsena. —Parece que quieren hablar. —Hablemos pues. El etrusco se dio la vuelta y comenzó a bajar las escaleras. Su paso decidido y enérgico había sido sustituido por un cauteloso caminar de septuagenario a pesar de tener unos treinta años. Anicio lo siguió con similares andares, lastrados ambos por sus cotas de malla que antes llevaban con toda naturalidad y ahora les pesaban como condenas, pero que se empeñaban en llevar para dar ejemplo. Al llegar al pie de la torre, doce hombres levantaron la tranca de la puerta. Al principio del asedio seis podrían haber hecho el mismo trabajo, pero ya no les quedaban fuerzas. Abrieron lo justo para que los dos centuriones pudieran salir y echaron a andar por aquel camino a ninguna parte.
—Por Baal… —murmuró Hannón al ver a los dos espectros que se les acercaban. Los dos jinetes se habían detenido a un lado de los restos de la calcinada torre de asedio. El semental de Aníbal cabeceaba inquieto y pateaba el suelo con sus enormes cascos. El pequeño poni númida de Hannón mordisqueaba la hierba fresca ajeno a todo. —Sí que están en las últimas —itió el general, que recordó por un momento los cadáveres del interior de Sagunto, abrazados a las armas con las que se habían dado muerte. Las dos figuras caminaron lentamente hacia ellos, era obvio que les estaba costando un supremo esfuerzo, pero se mantenían erguidos, y en sus febriles ojos brillaba aún el desafío. Ambos centuriones llevaban la cabeza descubierta, aunque iban armados pese a ir a parlamentar, Aníbal y Hannón habían dejado atrás sus espadas y lucían las vainas vacías de manera ostensible, y se detuvieron
a media docena de pasos de los dos jinetes. Lo protocolario habría sido desmontar, pero los cartagineses siguieron a caballo. Aquello no era una discusión entre iguales. —¿Habláis griego? —preguntó Aníbal. —Lo hablamos —respondió el de la barba. Aníbal lo observó detenidamente. La cota de malla le colgaba de una percha de huesos que debería de haber sido imponente antes de que el hambre se llevara los músculos. El otro, con su demacrado rostro perfectamente afeitado, pese a las circunstancias, un tipo disciplinado, sin duda, era mucho más bajo. —Tengo entendido que no sois romanos —afirmó más que preguntó Aníbal—, ¿es eso cierto? —¿Y qué cambia eso? —dijo el de la barba—. La tierra que has invadido también es la nuestra. Su compañero le puso la mano en el brazo, una mano escuálida, esquelética. —Somos etruscos y latinos —dijo este en tono más diplomático—. Mi nombre es Marco Anicio y este es Casio Porsena. Deduzco que tú eres Aníbal. —Lo soy. He venido a aceptar vuestra rendición. —Pues ya puedes irte —dijo Porsena desafiante. —Si tomo la ciudad moriréis todos —dijo Aníbal sin ira ni desafío, enunciando un hecho objetivo. —Si la tomas —dijo el latino Anicio con tono conciliador, haciendo énfasis en el condicional. Aníbal rio. —¿Cuáles son vuestras condiciones? —preguntó el púnico yendo a lo práctico. —Levanta el campamento y embarca rumbo a África, de donde nunca debiste salir. No hace falta que escribas al llegar —le dijo el etrusco sonriendo.
Aníbal sonrió de nuevo, sin suficiencia, una sonrisa honesta. iraba el valor de aquellos dos despojos humanos. —Supongamos que no me voy… Supongamos que me quedo y ordeno un asalto a la ciudad. ¿Qué gana nadie con eso? —Nosotros estamos preparados, lo tenemos asumido —dijo Anicio en su habitual tono sosegado—, aún débiles, mataremos a muchos de los tuyos antes de que nos superes. Y lo sabes. —Sí, lo sé. Pero hay otra opción. Que os deje ahí dentro moriros de hambre, para lo cual no parece que quede mucho… Morir sin honor ni esperanza. —Hay varios ejércitos romanos en la zona, vendrán a socorrernos —dijo el etrusco, siempre desafiante. —¿Te refieres a como han venido durante este invierno? —Vendrán —insistió. —No, no lo harán. Porque eso supondría aceptar un combate donde yo los estoy esperando, y los romanos han aprendido que eso no es buena idea. Estáis solos. —No vamos a rendirnos —dijo Anicio. Sin arrogancia, tan solo lo dijo. Aníbal se rascó bajo el parche por un segundo. Su caballo cabeceó inquieto y lo calmó con unas palabras susurradas en púnico. —Supongamos que os dejo iros. Libres, con vuestras armas y estandartes. Incluso os daré víveres para el camino. —¿Qué garantías tenemos de que no mientes? —preguntó Anicio y Aníbal no se le escapó que deseaban creerle. —Ninguna. No estáis en condiciones de exigir nada. —La palabra de un púnico no vale una mierda —gruñó Porsena, y escupió al suelo con desprecio. —Puede —dijo Aníbal sin ofenderse—, pero es lo único que tenéis. Tomadlo o
dejadlo. Los dos centuriones se retiraron unos pasos para conferenciar. —¿Cederán? —susurró Hannón en púnico. —Si son inteligentes, sí. —La inteligencia y el orgullo se llevan mal, y estos dos parecen orgullosos, sobre todo el etrusco. —Eso es cierto, pero no les queda otra alternativa, es eso o morir todos. —¿De hambre? —preguntó Hannón que no veía con mucho entusiasmo seguir allí vigilando muros mientras la guerra seguía en otra parte. —No, eso es un farol. No podemos perder más tiempo aquí —itió Aníbal—, si no ceden mañana asaltaremos la ciudad cueste lo que cueste y los pasaremos a cuchillo. Mi piedad dura un día, no más. Los dos centuriones siguieron hablando durante un rato. Aníbal miró hacia las murallas de la ciudad, coronadas por los legionarios que aguardaban, conscientes de que se estaba discutiendo su vida o su muerte. Finalmente los oficiales terminaron su charla. El etrusco traía el gesto contrariado y lo miraba desafiante, con ira. El latino Anicio parecía tranquilo, como si se hubiera quitado un gran peso de encima. —Aceptamos —dijo sin más. Aníbal desmontó entonces y le pasó la rienda a Hannón, se acercó a los dos centuriones y le tendió la mano a Anicio, este titubeó un momento, pero le estrechó la mano. Una mano tremendamente fina en la que se notaban todos los huesos cubiertos de una delgada capa de piel. El púnico sintió que estaba dándole la mano a un muerto. Tendió después la mano a Porsena y este lo miró desafiante, dudando, pero al final selló el pacto estrechando la mano del púnico. El etrusco era igualmente piel y huesos, pero concentró todas las fuerzas que le quedaban en esa mano esquelética y el apretón fue firme, propio del guerrero que seguía siendo. —Bien —dijo Aníbal montando de un ágil salto—, esta tarde os haremos llegar
víveres suficientes para la marcha fuera de Campania. Una vez que los tengáis tendréis dos días para abandonar la ciudad. Si al cabo de dos días no lo habéis hecho, espero que hayáis disfrutado de la comida, porque será la última. ¿Está claro? —Nosotros sí cumplimos con nuestra palabra, cartaginés —dijo Porsena ofendido—, cumple tú con la tuya. —Lo haré, etrusco, no te preocupes. Y sin dar más opción a réplica tiró de las riendas y volvió a su campamento. El otro oficial saludó a los centuriones, con una ligera presión de las rodillas hizo girar su pequeño caballo gris y siguió a su general.
Dos días después terminaba el asedio de Casilino. De los casi mil hombres que formaban la guarnición al comienzo del mismo, menos de la mitad salieron de ella. Unos cuatrocientos hombres demacrados y escuálidos pero orgullosos y sujetando sus armas salieron marchando en formación. Cruzaron las líneas cartaginesas con aprensión, pero los púnicos cumplieron su parte del trato. Aníbal los observó a caballo rodeado por sus oficiales. Anicio y Porsena saludaron al pasar, cada uno al frente de lo que quedaba de su cohorte y lentamente se alejaron camino de casa. Habían cumplido. —Centurión, permiso para hablar —dijo un legionario entre las filas. Porsena se giró y miró hacia los soldados. —Concedido. —No sé si se acuerda, centurión, pero creo que nos debe usted un cochinillo y un ánfora de vino. Se escucharon risas entre la fila, las primeras en mucho tiempo. —Creía que era un gato. —No, centurión, estoy seguro, era un cochinillo. Y vino.
—Tienes una maldita buena memoria, legionario. —No escurra el bulto centurión, una promesa es sagrada. Rieron todos los que lo oyeron, incluido Porsena. —Así será, legionario, cochinillo y vino para todos cuando lleguemos, yo pago.
Mediados de marzo del año 539 a. U. c. (214 a. C.). Roma
Marco Claudio Marcelo vestía su toga praetexta en lugar de su atavío militar y caminaba a paso vivo camino de la Curia Hostilia. El Senado había reclamado a todos los oficiales de campo que dejasen a sus segundos al mando y acudieran para las deliberaciones sobre la estrategia para el año que comenzaba. Marcelo odiaba estar en Roma vistiendo toga en lugar de estar en campo, combatiendo, y el hecho de entender que este molesto trámite previo era necesario no le hacía estar menos molesto. Unos días antes se habían elegido a los cónsules. Tiberio Sempronio Graco, gracias en parte a los discursos a su favor que el dictador, ahora exdictador, Marco Junio Pera y él mismo habían hecho. El otro cónsul había sido elegido in absentia. Lucio Postumio Albino, que se encontraba en Etruria con dos legiones y reclutando otras dos de auxiliares para ir a contener a los galos del norte de Italia que se hallaban en abierta rebelión. En la esquina entre la vía Sacra y el vicus Palatinus, justo donde se conserva la choza donde, según la tradición, había vivido Rómulo, Marcelo se topó con Sempronio Graco, que avanzaba precedido por sus doce lictores, como le correspondía como cónsul. Los lictores llevaban sus túnicas escarlatas bajo sus togas blancas de ciudadano y llevaban las fasces sin las hachas dentro al estar en el interior del pomerium, el límite sagrado de Roma. —Ave, Marco Claudio —saludó jovial el cónsul. —Ave, Tiberio Sempronio —respondió Marcelo cediendo el paso al séquito del cónsul. —Por favor, uníos a mí, al fin y al cabo, vamos al mismo sitio.
Asintió Marcelo y continuaron camino. El enorme militar y el delgado intelectual caminaron en silencio por un tiempo y pronto se adentraron en el foro. La actividad era la de siempre, como si no hubiera guerra. Los romanos seguían atentos a sus negocios, a los que permitía la guerra, al menos, y siempre había alguien que medraba con ella. La Curia Hostilia, sede del Senado, estaba casi llena cuando ambos llegaron. Marcelo se sentó en uno de los bancos más bajos en la primera fila, como le correspondía como excónsul. Sempronio Graco marchó hasta el final de la sala y ocupó su silla curul de marfil. A un lado, más abajo, los pretores electos para ese año ocuparon sus sillas curules; se trataba de Quinto Mucio Escévola, Marco Valerio Levino, Quinto Fulvio Flaco y Apio Claudio Pulcro que, tras sobrevivir a Cannas y distinguirse bajo el mando de Claudio Marcelo, daba un salto en su carrera política alcanzando el pretorado. Los tribunos de la plebe se sentaron en su banco a los pies del estrado ocupado por los magistrados, y una vez Graco consideró que ya habían llegado todos los senadores que lo harían ordenó cerrar las puertas y dio comienzo la sesión. Antes de comenzar a hablar miró a su alrededor. Tras las tremendas pérdidas de Cannas la institución se había quedado reducida a su esqueleto, un Senado de hombres ancianos sin la energía para llevar la guerra, exceptuando quizás hombres como Marcelo, Fabio Máximo y Junio Pera, totalmente insuficiente para desempeñar sus funciones. A lo largo del invierno se había dado entrada a multitud de hombres que cumplían con los requisitos de renta y ocupación, que pertenecían a familias consideradas adecuadas o que se habían distinguido en la guerra. Ejemplo de lo último era el joven Publio Cornelio Escipión de apenas veintiún años, nueve menos de los normalmente necesarios, que estaba sentado en las filas de atrás con los pedarii, los senadores sin voz pero con voto, y otros muchos en situación similar, ganadores de coronas al valor u otros servicios destacados. Terminada la observación y las tristes reflexiones, Tiberio Sempronio Graco se puso en pie y se aclaró la garganta. —Padres conscriptos —comenzó usando la habitual fórmula y los murmullos se acallaron por completo—. No hace falta que os cuente lo crítica que sigue siendo la situación. Ayer llegaron, además, noticias de que la heroica guarnición de Casilino, al límite de sus fuerzas, tuvo que rendirse. Aníbal, en un gesto inusual de piedad perdonó sus vidas y les dejó volver a sus casas, pero el caso es que hemos perdido el estratégico cruce sobre el río Volturno. Mi colega Lucio Postumio se encuentra en estos momentos terminando de entrenar a sus fuerzas
en Etruria, donde ha reclutado dos legiones de auxiliares antes de marchar al norte para meter en cintura a los galos del valle del Po. Esto me lleva a hacer un sumario de las fuerzas que tenemos ahora mismo movilizadas. Como he dicho, mi colega tiene dos legiones en Umbría, listas para marchar al norte. Publio y Cneo Cornelio Escipión contienen a los cartagineses en Hispania con otras dos. Hay dos legiones acampadas cerca de Capua, otras dos en Nola, las dos formadas con los supervivientes de Cannas, las dos acantonadas en Sicilia, las dos de Córcega y Cerdeña y las dos del procónsul Varrón en Apulia, a eso hay que sumar las dos que reclutamos con los esclavos liberados. Dieciocho legiones en total. Si contamos otros contingentes defendiendo puertos, fortificaciones u ocupando sus puestos en las diversas flotas que mantenemos ahora mismo el total supera las veinte legiones, casi todas ellas con un contingente similar que nuestros aliados siguen armando y reclutando —hizo una pausa y miró a los senadores que permanecían en respetuoso silencio y atentos—. Cinco veces más que las cuatro legiones que armamos en un año normal; si contamos los aliados, se trata de casi un cuarto de millón de hombres. Cinco veces más hombres que alimentar, que mantener en el frente, que pagar y, dado que hemos tenido que rebajar los estándares de reclutamiento, ahora, además, debemos equiparlos. Si digo esto, padres conscriptos, es para dejar claro lo importante que es mantener vivos a todos y cada uno de esos hombres. Hemos sabido que Aníbal ha recibido refuerzos este invierno y que en Cartago se reclutan más fuerzas a marchas forzadas, especialmente caballería e infantería pesada… Tiberio Sempronio se paró para coger aire. Los rostros que lo observaban variaban desde la pétrea determinación de Fabio Máximo o la ferocidad de Marcelo, que parecía un mastín atado a una correa, a otros rostros que palidecían ante la magnitud de esos números. —Si nos amenazase otro enemigo, si fuera un simple bárbaro o incluso otro Pirro de Épiro quien tuviéramos en frente, con las fuerzas de las que disponemos, yo mismo estaría ahora reuniéndolas para caer sobre el enemigo y aplastarlo de una vez por todas. Pero no es un simple bárbaro. Aníbal ha demostrado que nos supera ampliamente en táctica, en campo abierto es capaz de volver contra nosotros nuestra superioridad. Por eso, padres conscriptos, mientras dure mi consulado seguiré con el camino que nos marcó el consular, y entonces dictador, Quinto Fabio Máximo. Propongo bloquear a Aníbal en Campania, dado que los campanos se han pasado a su bando, que lo mantengan ellos. Ya se lo haremos pagar, pero por ahora que empiecen a entender el peso de su traición.
Al llegar a este punto se escucharon murmullos de asentimiento. —Para esto, yo mismo me colocaré con las dos legiones recién reclutadas cubriendo la Via Apia. Marco Claudio Marcelo debería seguir al mando de sus tropas en las cercanías de Nola y Quinto Fabio Máximo ocupará el actual campamento cercano a Capua. Contaremos pues con seis legiones, más los aliados cerrando los principales s. Si Aníbal decide moverse tendrá que pasarnos por encima, pero lo hará en nuestros términos, en terreno escogido y fortificado. Sin embargo, si no se mueve, habrá que evitar el combate, desgastarlo, acosarlo. Y una vez que Lucio Postumio venza a los galos y se reúna con nosotros, a finales de este año o del siguiente, podremos caer sobre un debilitado Aníbal desde todos los flancos. El plan era mucho más conservador de lo que los agresivos romanos normalmente aprobarían, pero los dos últimos años les había enseñado la virtud de la prudencia. Por otra parte, a nadie escapó el detalle de que el cónsul reservaba para sí las peores tropas, las dos legiones de esclavos, apenas entrenadas y en las que nadie confiaba realmente y por ello aprobaron por aclamación las medidas tomadas. La sesión siguió durante el resto de la mañana aclarando aspectos prácticos y presupuestarios, pero el tema principal, la guerra, quedó así fijado para lo que quedaba de año. Tras casi tres horas de debate, Graco se preparó para levantar la sesión. —Bien, si no queda nada más por decidir propongo que levantemos la sesión para… Graco se cortó al ver que alguien levantaba la mano, era Cneo Cornelio Léntulo, el pontífice máximo, no se trataba, por tanto, de una figura a la que pudiera ignorar. —¿Y bien, Cneo Cornelio, desea añadir algo? —preguntó deferente, preparándose mentalmente para algún desbarre de aquel anciano. El viejo pontífice se puso en pie lentamente, con extraordinaria parsimonia se arregló los pliegues de la toga y caminó hacia el centro de la curia, donde todos podían verlo. —Padres conscriptos, hermanos —comenzó—. Hemos escuchado aquí las atinadas disposiciones de nuestro cónsul junior y como ha predicado la prudencia y la constancia en esta nuestra guerra contra el peor de nuestros
enemigos, medidas todas que yo aplaudo. Hizo una pausa y pareció que había terminado, pero retomó el discurso. —Pero me temo que hay un punto aquí que se ha obviado, un punto terrible y que, como cabeza del colegio de pontífices no puedo dejar pasar. Hemos colocado en un lugar estratégicamente clave, como es la defensa de Nola, a los supervivientes de Cannas. Lo dejó ahí y los senadores se miraron unos a otros, ¿a dónde quería llegar? Algunos, como Marcelo, lo miraron con furia, aquellos eran sus hombres y no le gustaba que se los usara con motivos políticos, fueran cuales fueran. —Esos hombres —retomó Cornelio Léntulo— escaparon del campo donde cayeron Lucio Emilio Paulo, Cneo Servilio Gémino, Marco Atilio Régulo, Marco Minucio Rufo, todos ellos consulares, así como casi noventa de esta institución y varios miles de valientes ciudadanos romanos. Donde unos cayeron con honor, ellos huyeron con oprobio, son una vergüenza. Esta misma casa se negó a rescatar al resto de supervivientes y se dijo a Aníbal que no queríamos a esos hombres, que ya no eran romanos… Apio Claudio, desde la zona de los pretores se puso en pie indignado. —Algunos de esos hombres se abrieron paso combatiendo, yo mismo soy uno de ellos, o Publio Cornelio Escipión, aquí presente. ¿Somos nosotros cobardes, honorable pontífice? —¡Siéntese, pretor! —ordenó el cónsul—. Cneo Cornelio, por favor, vaya al grano. Los murmullos se acallaron y el anciano pontífice retomó su discurso. —Esos hombres son indignos, y es más, esos hombres son un insulto a los dioses, su deber era luchar y vencer o morir, ¿cómo podemos esperar ganar esta guerra cuando se la encomendamos a hombres que han insultado a los dioses, que han portado con ellos la maldición de la diosa Fortuna y la llevarán para el resto de sus días? Sempronio Graco observó con estupor como el mensaje del pontífice iba calando entre los supersticiosos senadores. En mitad de la peor crisis de la República
aquel anciano senil proponía deshacerse de dos legiones de veteranos. Claudio Marcelo se puso en pie, su enorme figura habría hecho empequeñecer a cualquiera, pero el anciano pontífice permaneció en pie con senil dignidad. —Esos hombres son mis hombres, Cneo Cornelio, y con ellos vencimos a Aníbal, fueron ellos los artífices de la única victoria que hemos tenido. Son tropas valientes y veteranas y no nos sobran. Léntulo miró al enorme Marcelo con un brillo fanático en los ojos, de tan intensidad que incluso el gran guerrero retrocedió y se sentó. —Esos hombres son nefas. El pontífice pronunció lentamente las palabras y el Senado contuvo el aliento por un segundo, tras el que se desencadenaron los murmullos. El término señalaba a alguien impuro, también lo colocaba fuera de la ley y del derecho y, como pontífice máximo, Léntulo tenía la potestad de declararlo, a menos que le contradijeran el resto de pontífices. Ninguno lo hizo. Tiberio Sempronio, que hacía unos momentos se veía a sí mismo camino de casa y de un merecido descanso se puso en pie. —¿Qué propones pues que hagamos con ellos, Cneo Cornelio? —Eso lo tendrán que decidir los mandos militares, Tiberio Sempronio, pero mi obligación era arreglar esta afrenta a los dioses. Pero esas tropas no pueden seguir en terreno italiano. —Estupendo, primero crea un problema de la nada y luego nos carga el muerto… El cónsul reprendió con la mirada a Apio Claudio que, a un par de pasos de él, había murmurado aquello. Entre tanto Léntulo se había sentado satisfecho tras haber velado por la salud espiritual de la República. Tiberio Sempronio se puso a pensar a toda velocidad, no podía dejarse Nola indefensa, tiraría por tierra toda su estrategia de contención y haría insostenible la defensa de Neápolis. Se puso en pie y pidió silencio. —Bien, una vez que nuestro pontífice máximo nos ha hecho ver este tema de capital importancia —nadie supo decir cuánto de seriedad e ironía había en sus
palabras—, habrá que reestructurar el despliegue. Traeremos las dos legiones acantonadas en Sicilia, Hierón de Siracusa es amigo y allí la situación es tranquila, y trasladaremos allí a los veteranos de Cannas, ¿será eso suficiente para aplacar la ira de los dioses, Cneo Cornelio? —Sí, cónsul junior, lo será, siempre y cuando se despoje a las tropas de sus sagrados estandartes y se les prohíba acampar junto a otras tropas puras. El cónsul asintió resignado. —Así se hará, Cneo Cornelio, y ahora, que se levante la sesión.
Si Tiberio Sempronio Graco creyó que se le habían terminado las complicaciones por ese día, se había equivocado. Apenas había tomado asiento en el peristilo de su casa cuando el mayordomo le anunció que Marco Claudio Marcelo deseaba verlo. —Hazle pasar —dijo resignado. Marcelo entró con paso firme y decidido, como acostumbraba, y Graco le tendió la mano. —Perdón por la informalidad, Marco Claudio, pero dado que hace un buen día podemos charlar aquí al aire libre. Estoy cansado de ambientes cerrados tras estar encerrados en la Curia Hostilia tanto tiempo. Marcelo asintió sin más y se sentó en el banco junto a Graco. —¿No iremos a hacer caso de ese anciano fanático, verdad? No podemos prescindir de diez mil veteranos, especialmente de ellos, esos hombres fueron derrotados, pero son los únicos que saben ya lo que es vencer. Graco no se sorprendió de que Marcelo soltara su opinión así de sopetón, no era hombre conocido por su diplomacia ni por andarse con rodeos. —Yo también creo que es una estupidez, pero en temas religiosos no tengo autoridad y se ha salido con la suya. No podemos hacer otra cosa.
Marcelo insistió por un rato, pero él mismo sabía que no había nada que hacer. —Al menos estaremos tranquilos mientras Hierón siga vivo, él mantiene Sicilia en calma, así que las tropas allí no son realmente necesarias. Cuando ese anciano senil de Léntulo se muera convenceremos al Senado de que les permitan volver. Marcelo, que no era ningún chiquillo, asintió sonriente. —Ahora déjame que te invite a cenar, mañana partiremos con nuestras tropas. Ambos hombres se relajaron comiendo y al día siguiente marcharon a unirse con sus tropas.
Habían pasado un par de días desde la tormentosa reunión del Senado, pero Publio Cornelio Escipión no podía tenerla más lejos de sus pensamientos en ese momento. Era ya de noche y caminaba con Emilia Paula en sus brazos desde la casa de los Paulo a la suya por las calles del Palatino. La boda se había desarrollado en la intimidad con tan solo unos pocos invitados. El joven Emilio Paulo, apenas un adolescente, había oficiado de pater familias de la novia, su hermana mayor. Marco Pomponio, el tío de Escipión, que era miembro del colegio de augures, ofició de sacerdote ante unos pocos testigos. Una vez realizados los sacrificios y rituales, el novio llevó a su nueva esposa a su casa, esta podía hacerlo por su propio pie o en unas andas, pues la tradición prescribía que era sobre el umbral de su nuevo hogar cuando el marido debía cargarla en brazos, pero Publio Cornelio Escipión estaba dispuesto a llevarla todo el recorrido. Los invitados de la boda y los esclavos de confianza, que cantaban canciones obscenas a costa de los novios y lanzaban nueces por delante de ellos como símbolo de fertilidad y buena fortuna, precedían a los novios; cuando estos llegaron a la casa de los Escipiones, Lucio, el hermano pequeño de Publio, abrió la puerta y esperó fuera, en el interior, Pomponia, la madre del novio, los condujo hacia el altar de los lares familiares sobre el que había un cuenco con agua y una lucerna encendida. El camino estaba decorado con ramas verdes y colgaduras de amuletos de fortuna y felicidad. Una vez ante el altar, Publio dejó en el suelo a Emilia y cogió el cuenco y la lucerna y se los ofreció a su esposa que los tomó, haciéndose cargo simbólicamente del fuego y el agua de su nuevo hogar. Pomponia, estoica y seria como buena romana, sonrió reprimiendo la
emoción mientras su hijo besaba a su esposa. La madre y el hermano pequeño se fueron a atender a los invitados y dejaron sola a la pareja. Pese a la felicidad del momento, pesaba un aura de tristeza en el aire y no era por la sencillez con que habían celebrado la simplificada ceremonia. El padre de la novia había muerto y el padre del novio se encontraba combatiendo en Hispania y, como ambos sabían, Publio debería marchar en un par de días al frente, solo el privilegio de su nombre le había permitido esos días de permiso para poder casarse. Publio condujo a Emilia al dormitorio y la dejó entrar tras abrirle la puerta. Una serie de lucernas alimentadas por aceites aromáticos iluminaban tenuemente la estancia y el suelo de mosaico estaba cubierto de pétalos de flores. Una vez dentro, cerró la puerta y ambos se observaron. Publio sonreía, Emilia trataba de dar a su rostro un aspecto sereno pese a la tormenta de emociones que la asaltaban. Curiosidad, miedo, tristeza, felicidad, nervios… No había creído posible que tantas emociones se vivieran al mismo tiempo, pero así era. Vio como su marido, el solo pensamiento de que ya lo era la aterró, se despojaba de la toga y la dejaba caer al suelo, se acercó a ella y le acarició el mentón. —¿Estás bien? —preguntó con dulzura. Emilia le miró a los ojos, que brillaban a la luz de las lucernas mostrando una calidez inusual en ellos. Llevaban comprometidos desde hacía años, pero, ahora que había llegado el momento que ansiaba, tuvo miedo. Y titubeó por un segundo mientras le miraba a los ojos que estaban casi a su misma altura. Publio era bajo y ella tenía una estatura algo superior a la media. —Estoy… Un poco nerviosa —murmuró. La besó en la frente y le acarició los hombros, pero la joven patricia se armó de valor y se apartó lentamente. Se quitó la guirnalda que le decoraba los cabellos trenzados ritualmente y la dejó a los pies de la cama. Se volvió y, sin dejar de mirar a los ojos a su marido, soltó el cíngulo de lana amarrado con el doble nudo tradicional y lo dejó caer a un lado. Después soltó las fíbulas de los hombros y, una tras otra, las sucesivas capas de tela que la envolvían fueron cayendo al suelo. Escipión contuvo el aliento, no iba a ser su primera vez, pero no pudo evitar irarse del cuerpo de Emilia Paula. A sus dieciséis años, la joven patricia era una mujer plenamente formada. Pese a los nervios, mantenía la cabeza alta y los brazos a los costados, erguida, dejando que su marido la
observara y este lo hacía maravillado. Emilia era una chica delgada, algo alta para su edad, tenía la piel muy blanca y unos pechos pequeños pero bonitos. El vientre plano y una cintura estrecha que daba paso a unas caderas anchas y redondeadas y unas piernas firmes y de fuertes pantorrillas. Sin hacerse de rogar, Publio se despojó de su túnica y la lanzó a un lado. Como él había observado a su esposa, este dejó que ella lo observara. Pese a su baja estatura, a sus veintiún años el joven Escipión lucía el cuerpo de un soldado. Emilia se recreó en el cuerpo esbelto pero de anchos hombros de su marido, el pecho fuerte y el vientre plano cubiertos de vello. Acostumbrada a las esculturas perfectamente lampiñas, esto le asombró pero no le disgustó. Las piernas eran algo cortas pero muy fuertes, y lo que había entre ellas la sorprendió. Nacida y crecida en una sociedad que tenía, literalmente, símbolos fálicos por todas partes la visión de un pene erecto no debería de haberla impresionado, pero lo cierto es que, precisamente por su cotidianidad, nunca los había asociado a lo que iba a suceder a continuación y sus nervios volvieron. Se ruborizó y cruzó las manos púdicamente cubriéndose con ellas y miró al suelo, súbitamente avergonzada y consciente de su cuerpo. Publio lo notó y se acercó a ella lentamente, le alzó la barbilla y la besó, esta vez en los labios. Un beso largo y tierno que tuvo la virtud de relajarla. Alzó los brazos sobre los anchos hombros de su marido y se pegó a él dejándose llevar. La empujó lentamente sobre la cama y se tendió en ella abriendo las piernas y dejando que su marido se tendiera sobre ella. —Ten cuidado… —le susurró al oído mientras una oleada increíble de sensaciones la iba invadiendo, pero no había de qué preocuparse. Lo tuvo.
Mediados de marzo del año 539 a. U. c. (214 a. C.). Etruria, norte de Italia
—Pretor, despacho del Senado —dijo el joven tribuno. —Déjalo en la mesa, Marco. El viejo general leyó el correo oficial con calma, sus ojos ya no eran los de antes, aunque seguía siendo un hombre vigoroso. Le habían sacado de un bien merecido retiro de mas de diez años cuando Roma se había ido quedando sin generales. Los Escipiones en Hispania, Fabio y Marcelo en el sur contra Aníbal
y el resto muertos o derrotados, y, entonces, esa maldita sublevación de los galos. Hacía quince años que no sujetaba una espada, pero su experiencia contra ligures e ilirios al parecer era recordada. Elegido el año anterior pretor in absentia fue enviado a calmar el norte de Italia con dos legiones apresuradamente reunidas y mal adiestradas. Tras unas cuantas escaramuzas, había conseguido meter en cintura parcialmente a algunas de las tribus y se había retirado a Etruria a reclutar dos legiones de auxiliares y entrenar a sus tropas y, ahora, sin haberse presentado, le confirmaban como cónsul sénior, nada menos. No envidiaba a su colega, Graco, que tendría que lidiar con Aníbal y coordinarse con esos dos perros viejos de Marcelo y Fabio. No, él tenía por delante una campaña fácil contra los bárbaros. Metería en cintura a esos salvajes, saquearía un poco, foguearía a sus tropas, quizá consiguiera embolsarse algo de botín y al año siguiente, con un ejército ya veterano, marcharía contra Aníbal. —¡Marco! El tribuno entró y se puso firme. —¿Pretor? —Cónsul —le corrigió levantando el dedo con una sonrisa—, llama al resto de tribunos y centuriones principales. Reunión inmediata, mañana nos ponemos en marcha.
Mediados de marzo del año 539 a. U. c. (214 a. C.). Valle del Po, norte de Italia
La larga serpiente que formaba el ejército romano avanzaba impasible e imparable a través de los Apeninos. Las verdes llanuras del Po ya se divisaban abajo, entre las brumas. Ducario dejó de mirar a los romanos para observar su tierra, parecía que Aníbal les había librado de los romanos, habían matado a miles, decenas de miles, pero de algún sitio siempre sacaban más hombres y aquí venían. Lo bueno de su ordenada forma de marchar es que era fácil calcular su número. En este caso eran más de veinte mil, al menos. Dos legiones romanas y dos de auxiliares, completas y con todos sus pertrechos. Más que suficientes para aplastar
cualquier resistencia de los boyos, ínsubros o lingones que habitaban esas tierras. —Vamos, tenemos que encontrar a Jadarix y unirnos a él antes de que esos romanos lleguen al valle. Sin esperar respuesta picó espuelas y sus hombres lo siguieron, el último de la fila era Corax, que no le había dirigido la palabra desde que abandonaron Capua. No es que a Ducario le importase demasiado, ahora tenía una guerra en su propia tierra y no tenía por qué andar mendigando a los cartagineses un puesto en la suya. Jadarix era primo lejano suyo, le escucharía, y en estos dos últimos años había aprendido mucho sobre cómo combatir a los romanos. Los cien jinetes ínsubros, galopando por caminos entre las rocas desconocidos para los romanos adelantaron a la larguísima columna y se dirigieron a reunirse con sus parientes los boyos. Dos días después el grupo de forajidos, ahora de nuevo guerreros, de Ducario encontraron el campamento donde su primo lejano, Jadarix, estaba reuniendo a sus guerreros. Y recibió a su primo con alegría. —Te hacía con Aníbal en el sur —dijo agarrándole por los brazos después de que se abrazaran. —Oí que teníais problemas y vine a echaros una mano. —¿Mandará Aníbal a más hombres? —preguntó el jefe galo—. Desde que llegó a Italia miles de hombres de nuestra tribu y de otras se han unido a él, y ahora los romanos vienen aquí y no tenemos con qué pararlos. —¿Cuántos guerreros tienes? —preguntó esquivando el tener que responder. Una cosa era volver como un jefe guerrero y otra itir que había huido para no terminar con su cabeza en una pica. —Unos veinte mil —dijo Jadarix con pesar—, no son suficientes. —Podrían serlo… Jadarix miró la sonrisa de lobo de su primo, un lobo rubio de ojos azules y largos bigotes. Jadarix, aunque más alto, era mucho más delgado, de rostro aguzado y mentón cuadrado. Tenía los ojos color verde musgo y la melena castaña le caía a ambos lados de la cabeza enmarcando el rostro entre dos gruesas trenzas que
arrancaban de las sienes y, al contrario que su primo con sus enormes bigotes, iba completamente afeitado y en su rostro hacía semanas que nadie veía una sonrisa. —He aprendido un par de trucos de los cartagineses —dijo Ducario tras un largo silencio. Alzó la vista hacia los altísimos robles del bosque donde se ocultaban los guerreros galos—. Un par de trucos que podrían funcionar.
Finales de marzo del año 538 a. U. c. (215 a. C.). Mar Jónico
Los romanos eran hombres de tierra adentro, agricultores que tenían un respeto por el mar que rozaba el temor supersticioso, pero a Publio Valerio Flaco le gustaba estar en el mar. Le habían puesto al mando de veinticinco galeras de guerra, la mayoría rápidos trirremes, óptimos para combatir y para entorpecer el comercio cartaginés y, en cuanto las tormentas invernales habían cesado, se había hecho a la mar. Soplaba un viento fresco de levante, los marineros descansaban de los remos y la flota avanzaba con sus grandes velas cuadras. Flaco, apoyado en la popa entre los dos fuertes marineros que empuñaban los timones, disfrutaba de la brisa en la cara mientras observaba la estela de su barco. —¡Prefecto! La nave de cabeza nos hace señales. Flaco salió de su ensoñación y corrió por la pasarela de crujía hacia la proa, rodeó la pieza de artillería, un escorpión que se encontraba cubierto con una lona, y miró hacia el barco de cabeza. Este había aflojado las escotas y dejado flamear la vela para perder algo de velocidad, el trirreme de Flaco cerró distancia rápidamente y pronto estuvieron al alcance de una voz. —Velas en el horizonte —anunció el comandante de la nave—, parecen mercantes y van solos. Flaco se rascó el mentón sin afeitar. Era lo malo de estar embarcado, la escasez de agua dificultaba tareas básicas para un romano como era un buen afeitado. En tiempo de guerra las naves mercantes romanas formaban convoyes, al igual que las cartaginesas. Dos naves solitarias eran piratas, contrabandistas, o estaban
perdidas. —Vamos a interceptarlas —gritó al comandante de la otra nave, y se desentendió de él—. Lucio, da la señal a la flota, vamos a cazar a esos dos, a ver qué hacen por aquí. Su segundo se dirigió a popa a transmitir la orden al resto de la flota mediante banderas, Flaco se giró a los marineros que ya se olían algo. —¡Todos a los remos! Toca hacer algo de ejercicio. Los remeros, todos hombres libres, se sentaron en sus bancos y, a una señal del hortator, metieron los remos en el agua, este comenzó a marcar en su tambor un ritmo rápido pero sostenible que, combinado con la fuerza del viento, pronto hizo cobrar velocidad a las ágiles naves y redujeron las distancias. Pronto la silueta de los dos navíos se hizo bien visible. Uno era un panzudo buque mercante, el otro era un ligero liburna, un buque de un solo orden de remos, ligero y maniobrable, propio de piratas y contrabandistas y que parecía escoltar al mercante. Ambas naves viraron cuando vieron la que se les venía encima, pero el mercante no era rival para las trirremes y pronto las alcanzaron. El patrón de la liburna decidió que el que corre hoy, lucha otro día y puso agua de por medio. Flaco decidió dejarle irse, era más rápido que ellos y, si ahí había algo interesante, estaba en el mercante, los tripulantes del mismo al ver que no había escapatoria levantaron los remos y arriaron velas, rindiéndose sin luchar. El trirreme romano se abarloó al panzudo mercante y Publio Valerio lo abordó seguido de una docena de legionarios, varios más aguardaban en el trirreme preparados para intervenir si había problemas. Un grupo de hombres se agrupaban en la popa y Flaco se acercó a ellos. Iba sin escudo y con la espada envainada, para la demostración de fuerza ya tenía a sus hombres. —¿Quién está al mando de esta bañera? —preguntó en griego. Uno de los hombres, no precisamente el mejor vestido, dio un paso al frente. —Yo soy el patrón de la nave. —¿Qué haces en estas aguas y quiénes son tus pasajeros? —Solo soy un humilde comerciante de vinos, y estos señores son pasajeros que necesitaban pasaje de Sicilia al Peloponeso.
—Si eres un honrado comerciante, ¿por qué has huido cuando hemos pretendido darte el alto? —Uno nunca sabe qué puede pasar en el… Flaco lo ignoró y lo echó a un lado acercándose a los tripulantes. Eran cinco, vestían todos a la griega, pero mientras que tres eran de tez pálida y cabellos rubios o castaños los otros dos eran de tez más morena y aspecto semita. Allí había gato encerrado. Flaco se volvió a sus hombres. —Lucio —dijo a su segundo—, trae a otros diez hombres y que registren la nave, si alguien ofrece resistencia echadlo por la borda. Lo dijo en latín, pero por las caras de algunos de los pasajeros dedujo que habían entendido todo o, al menos, lo suficiente. Diez legionarios más cruzaron la pasarela y se metieron bajo cubierta. Los doce originales se acercaron a Flaco y apuntaron a los pasajeros con sus pila. —Y, ahora, decidme quiénes sois, y más os vale convencerme —dijo volviendo al griego mientras desenfundaba lentamente su espada.
El jefe de la legación, un tal Jenófanes, resultó ser un embajador de Filipo V, rey de Macedonia. Había habido que apretarlos un poco y, llegados a cierto punto, el propio Graco había tenido a uno asomado por la borda con la espada al cuello bajo amenaza de degollarlo como a un cerdo y echarlo de comer a los peces si no empezaban a explicarse. Tras el susto, los diplomáticos macedonios y cartagineses que no tenían madera de héroes habían soltado todo lo que sabían. Durante el invierno habían burlado el bloqueo romano y habían establecido o con Aníbal en Capua, negociando con él una alianza entre Cartago y Macedonia, por la cual el rey de Macedonia tomaría el control del Adriático con su flota y desembarcaría un ejército en Italia para atacar a los romanos desde un nuevo flanco. El registro del buque había permitido encontrar los documentos en púnico y en griego firmados por el propio Aníbal y que, una vez en Macedonia, deberían ser ratificados por Filipo. Las noticias eran terribles, pero la diosa Fortuna había permitido que los propios romanos supieran del tratado antes que el propio rey de Macedonia. —Lucio, ven aquí —se llevó aparte a su segundo, Lucio Valerio Antias—, coge
cinco barcos, los más veloces, y adelántate a la flota. Esto tiene que llegar al cónsul cuanto antes. Pon a cada uno en uno de los barcos y no dejes que hablen entre ellos hasta que Tiberio Sempronio los haya interrogado. La Fortuna nos ha dado este regalo, pero tenemos que hacer un buen uso de él. Yo te seguiré con el resto de la flota. Así fue como lo macedonios entraron en guerra con los romanos, antes aún de saberlo ellos mismos.
Finales de marzo del año 539 a. U. c. (214 a. C.). Valle del Po, norte de Italia
La larga columna se internó en el bosque de Litana, paso previo al a las planicies del valle del Po. Los legionarios marchaban tranquilos, pese al ominoso y espeso bosque que los rodeaba. La quietud solo era rota por el rítmico golpear de las caligae y los soldados agradecían el frescor que proporcionaba la sombra de los árboles, con sus escudos a la espalda y los cascos colgados al cinto. Otra cómoda marcha antes de llegar a la zona de operaciones, algunos incluso compadecían a sus familiares o conocidos que servían en Campania, donde Aníbal, ese monstruo que comenzaba a alcanzar proporciones mitológicas, devoraba legiones una tras otra; los galos, en comparación, aunque buenos guerreros, eran unos viejos conocidos a los que no se les tenía miedo.
Mientras las legiones de Postumio bajaban de los Apeninos, los hombres de Jadarix, asesorados por Ducario, habían trabajado duro. Uno de los problemas de atacar a una columna romana en marcha era la dificultad de hacerlo en toda su longitud, pues esta podía volverse sobre el atacante y rodearlo, a no ser que este consiguiese asaltar la columna al completo, como había hecho Aníbal en Trasimeno. En este caso los galos no contaban con los efectivos que había tenido Aníbal, pero sí tenían el paisaje. El bosque era su elemento y lo convirtieron en una trampa. A lo largo de las varias millas que ocuparía la columna romana, una vez dentro del bosque, los galos habían cortado miles de árboles sin derribarlos del todo, se mantenían en pie, pero un golpe bastaría para hacerlos caer. Tendieron cuerdas entre las ramas desde las que tirar y, una vez dada la señal, estos caerían sobre la columna destrozando su formación y entonces todo sería
cuestión de combates de uno contra uno, donde la fuerza de la unidad romana no contaría y los orgullosos guerreros galos tendrían ventaja. Ducario se encontraba con sus hombres en el extremo de la línea. Habían dejado los caballos lejos, para evitar ruidos, y aguardaban tendidos entre los helechos totalmente inmóviles. Un puente de madera cruzaba un pequeño arroyo y su misión y la de sus hombres sería ocuparlo y cerrar así la retirada de los romanos. A ninguno de los galos escapó que el bosque estaba en total silencio, los habituales murmullos, correteo de animales y trino de pájaros se habían acallado. La naturaleza había percibido lo que escapaba a los romanos y solo el sonido de su disciplinada marcha rompía la quietud antinatural. El jefe celta y sus hombres llevaban ya un rato observando a la columna pasar, sabía que varios miles más de guerreros se ocultaban a su lado y frente a él al otro lado del camino, pero no podía verlos, y si él, que sabía que estaban allí, no podía verlos, tampoco lo harían los romanos. —Solo un poco más —murmuró.
Al extremo opuesto, Jadarix observaba como los romanos se iban aproximando, en ese punto, cerrando el camino, los celtas habían apilado los troncos de tres robles, su árbol sagrado, y sobre ellos permanecía de pie el jefe galo. Con su escudo multicolor en una mano y su larguísima espada en la otra, vestía cota de malla hasta las rodillas, calzones verde musgo y un casco de hierro con amplias carrilleras y un largo cubrenuca coronado por un alto penacho de crines de caballo. Los primeros legionarios lo vieron, pero no entendieron qué hacía ese loco ahí de pie, este hizo una señal a alguien que no pudieron ver y se escuchó el fuerte lamento de un carnyx cuya llamada fue repetida por otros entre la espesura y, de repente, el bosque cobró vida. Al extremo de las cuerdas atadas a las copas de los árboles semitalados, miles de musculosos guerreros celtas tiraron todos a una y el bosque, literalmente, se derrumbó sobre los romanos. Entre los atronadores chasquidos de la madera al partirse, los gritos de pánico y dolor de los heridos pronto fueron eclipsados por los gritos de guerra de los guerreros galos, que surgieron en masa de la espesura. Los legionarios que trataron de huir no encontraron a dónde y fueron masacrados. Los que decidieron resistir, no pudieron hacerlo por mucho tiempo y fueron igualmente masacrados. Entre los casi veinticinco mil hombres que
entraron en el bosque, apenas hubo supervivientes. Jadarix encontró a su primo en el puentecillo que le había encomendado proteger. Ducario estaba sentado en uno de los troncos caídos, mientras que sus hombres iban despojando los cadáveres, el jefe celta limpiaba la sangre de la hoja de la espada con un trapo y sonrió a su primo cuando se acercó. Se agachó, cogió algo del suelo y se lo lanzó, el jefe de los boyos lo cogió en el aire, era una cabeza humana aún con la expresión de sorpresa en el rostro. —¿Quién es? —El cónsul —respondió Ducario—, intentó huir por aquí. Jadarix sonrió con gesto cruel. —Una vez que hayamos limpiado el cráneo lo haré forrar con una lámina de oro y será estupendo para nuestros banquetes. —Brindo por ello —respondió Ducario alzando una copa imaginaria.
Durante los días que siguieron, los galos se dedicaron a despojar los cadáveres, el botín fue inmenso y todo tipo de armas y armaduras fueron almacenados para futuras campañas o sencillamente guardados como trofeos. Por primera vez en varias décadas el norte de Italia estaba libre de presencia romana, nadie podía impedir ahora que sus recursos humanos y materiales fluyeran hacia Aníbal y los romanos no estaban en condiciones de mandar otro ejército. Los galos eran libres. Por ahora…
Principios de abril del año 538 a. U. c. (215 a. C.). Roma
Palmeó el cuello de Impasible, el noble animal tenía espuma en los ollares, alrededor del bocado, y estaba empapado de sudor. Tanto él como el resto de monturas y sus jinetes estaban agotados tras la galopada de toda la noche con tan solo las pausas justas para no reventar a los caballos.
El grupo encaró el último tramo de la via Apia cuando los primeros rayos del sol ya comenzaban a iluminar los tejados del Capitolio. Redujeron el paso para adaptarse al tráfico de la calzada, con guerra o sin ella, los estómagos de Roma tenían que llenarse y todo tipo de carromatos y rebaños de ganado confluían por las diferentes puertas hacia la ciudad. Tiberio Sempronio Graco cabalgaba a su lado, bajo el rojo paludamentum propio de su rango llevaba una coraza musculada de hierro que contrastaba con la delgadez de sus brazos y rostro. Al intelectual no le pegaba el atavío guerrero, pero toda la autoridad que no emanaba de su cuerpo residía en sus ojos y la determinación con que cabalgaba. Lupo había aprovechado para observarlo durante el camino. Pésimas noticias habían llegado del norte y reclamaban la presencia del cónsul en Roma. Este había prescindido de sus doce lictores y había escogido una turma de caballería como escolta para la cabalgada. Escoger a los treinta jinetes del recién condecorado Lucio Lupo por sus acciones en Capua parecía una opción lógica. Al volver al campamento con el vapuleado Manlio e informar de la situación en la ciudad ocupada por los cartagineses, ambos habían sido recompensados con un juego de phalerae de oro y la prohibición expresa de explicar cómo las habían ganado. Al centurión le habían concedido unas semanas de permiso para curar sus costillas rotas y, ahora, según creía Lupo, gozaba de los cuidados de Busa en Canusium. El joven decurión había sido puesto al mando de una turma de caballería que había perdido a su decurión en una escaramuza de las que ya comenzaban a menudear con la caballería cartaginesa. Los jóvenes reclutas de caballería, aún no recuperados de la impresión causada por sus breves y sangrientos combates, miraban a su nuevo oficial con un temor casi reverencial. Lupo no debía de ser más que un par de años mayor que la mayoría de ellos, pero las cicatrices, las condecoraciones, la manera de mirar y moverse denotaban al veterano que, en efecto, ya era. Además, y pese al secretismo, la vida cuartelera era propicia al rumor y los comentarios sobre misiones tras las líneas enemigas se habían extendido y el hecho de que uno de los afectados hubiera desaparecido y el otro no soltara prenda, solo aumentaban el aura de misterio a su alrededor. El caso es que el misterioso decurión se alegraba de estar de vuelta en Roma, había enviado a Helvia con su familia y quería volver a verla. —No pensaba volver tan pronto… El cónsul había hablado en voz baja y solo Lupo le escuchó. Los otros treinta jinetes cabalgaban en fila de a dos a unos pasos de distancia. El taciturno tono del cónsul y su gesto serio apartaron a Helvia y a su familia de la mente del
decurión. El ejército del otro cónsul, Postumio, había sido derrotado en la Galia itálica y, aunque no se conocían los detalles del desastre, este parecía mayúsculo, de ahí la necesidad del retorno de Graco. El tráfico se ralentizó e incluso se detuvo. El grupo de jinetes tuvo que abrirse paso entre carros y rebaños de ovejas. —¿Qué ocurre, por qué no avanzan? —preguntó Graco a un arriero que gritaba improperios hacia el principio de la columna. Este iba a mandarlo a paseo cuando reparó en el paludamentum y la coraza, así como en la escolta armada. No reconoció al cónsul, pero estaba claro que se trataba de alguien importante. —Que me tiren de la Roca Tarpeya si lo sé… Hace ya un buen rato que tendríamos que estar dentro, de hecho, ya debería estar de vuelta en Tusculo después de haber entregado mi mercancía. Graco asintió y picó espuelas abriéndose paso sin consideración y la turma lo siguió entre las quejas de los semiatropellados comerciantes y pastores que atestaban la Via Apia. Al llegar a la puerta Capena el oficial del cuerpo de guardia lo reconoció de inmediato y abrió paso. Graco no se paró a saludar y siguió a lo largo del Circo Máximo, al llegar al foro Boario, el mercado de ganado, encontró los cercados llenos de animales, pero los puestos de los mercaderes estaban cerrados y la usual compra y venta de animales no se estaba realizando. Torcieron hacia la derecha, por el vicus Tuscus hacia el foro y el panorama era el mismo. Las tabernas y las tiendas cerradas a pesar de ser día de mercado y avanzar ya la mañana. Se dirigió a la Curia Hostilia, cuyas puertas estaban cerradas, desmontó y se dirigió hacia una pequeña puerta lateral que comenzó a aporrear sin piedad. Hasta que se oyó una voz que preguntó desde el interior. —¿Quién es el energúmeno que intenta echar abajo la puerta? —Tiberio Sempronio Graco, cónsul. Lupo no pudo evitar reírse al imaginar la cara del sirviente público al otro lado de la puerta. Los cerrojos comenzaron a descorrerse ruidosamente y un hombre pequeño, de cabello escaso y rostro ratonil abrió la puerta, reconoció al cónsul y se dobló por la cintura hasta casi tocar el suelo con la frente. —Moviliza a todos los esclavos públicos para que saquen de sus casas a todos
los senadores que haya en la ciudad. Que vengan a la escalinata de la Curia de inmediato. El servidor con cara de ratón desapareció en el interior de la Curia como si en efecto fuera un roedor e, instantes después, media docena de esclavos públicos salían corriendo en todas direcciones como si los persiguieran las furias. —Lupo, ven aquí. El aludido saltó del caballo y se puso firme ante el cónsul. —Tus hombres son todos de Roma ciudad, ¿verdad? —La mayoría, cónsul. —Tendrá que valer. Divídelos en parejas, que vayan a todas las puertas de la ciudad y se aseguren de que el tráfico se restablece. Y de camino allí que voceen por las calles que, por orden de Tiberio Sempronio Graco, cónsul junior, la actividad comercial debe continuar, las tiendas deben abrir y la vida sigue. ¡Vamos! Lupo dividió a sus hombres por parejas, asegurándose de que al menos uno de ellos conociera la ciudad, y los mandó a cumplir su misión, una vez que hubo terminado y volvió a pedir órdenes, Graco le ordenó que se quedase en la puerta de la Curia e hiciera pasar a los senadores conforme fueran llegando. —Yo tengo que ir a cambiarme a mi casa, estas ropas no son las adecuadas para el foro. Bastante asustada está la ciudad para tener a un cónsul armado deambulando por ahí. Normalidad, Lupo, si alguien te pregunta, todo está normal, todo debe seguir normal, ¿está claro? —Como el agua, Tiberio Sempronio. —Y procura sonreír y ser amable, bastantes penalidades tiene ya la gente encima. Lupo se quedó allí viendo alejarse a Graco a grandes zancadas camino de su casa en el Carinae, cerca del templo de Tello. Impasible, a su lado, hacía honor a su nombre mordisqueando unas hierbas que crecían entre las piedras y él se quedó ahí esperando a que los senadores fueran llegando intentando dar impresión de
normalidad, pero lo cierto es que nada había menos normal que un oficial armado a la puerta de la Curia Hostilia, y eso era algo que sabía todo el mundo.
Poco rato después, Graco había vuelto vestido con su toga praetexta en toda su dignidad consular. Gran parte de los senadores que estaban en la ciudad se habían reunido ya en el interior de la curia. Sin protocolos ni augurios, pues aquello no era una reunión al uso, los despachó en todas direcciones. La idea de mandar a su escolta de jinetes a ordenar una vuelta a la formalidad era un parche para hacer algo mientras los senadores eran reunidos, pero lo cierto es que dudaba de que nadie hiciera mucho caso de aquellos reclutas imberbes. Los senadores eran otra cosa, sus rostros y autoridad eran reconocidos en la ciudad. —Padres conscriptos, ya veo que la noticia del desastre del ejército del cónsul sénior ya ha llegado a la ciudad, pero debemos detener el pánico antes de que se extienda aún más. Si no hubo luto por Cannas, no va a haberlo ahora. Haced grupos de tres o cuatro y marchad por la ciudad, encomiad a la gente a que abra sus comercios, a las matronas que vayan al mercado, a los maestros que impartan sus lecciones. Si cunde el pánico es cuando estaremos derrotados, yo haré lo mismo. Dedicad el día de hoy a ello, mañana nos reuniremos en sesión formal a mediodía. Marchad, padres conscriptos, la ciudad os necesita. Los habitualmente protestones y resabiados senadores obedecieron a una, en parte por el estado de shock en el que se encontraban o en parte porque entendían la medida y marcharon a tratar de levantar a la ciudad, sacudirle el polvo y ponerla otra vez a andar, como si se tratara de un chiquillo magullado. Graco salió de la curia el último y encontró allí a Lupo junto a sus hombres que habían acudido de vuelta conforme terminaron sus misiones. —Creo que por hoy ya no voy a necesitaros —dijo al decurión—, marchad a vuestras casas y descansad, pero estad mañana al amanecer en mi residencia, me temo que voy a tener trabajo para vosotros. Era obvio que el cónsul, que estaba igual de agotado o más que ellos tras la cabalgada, también necesitaba un descanso, pero, devoto del deber y esclavo de sus responsabilidades, marchó a subir los ánimos de la población. Los jinetes de Lupo se dispersaron, contentos con su breve licencia, pese a las circunstancias. Él, con Impasible de las riendas, echó a andar por el Argileto camino de la casa
de sus padres en el Quirinal. Por el camino vio a grupos de senadores charlando con caballeros y hombres de negocios, incluso simples tenderos, para que reanudaran la actividad. La gente comenzó a salir a la calle pero reticente, sin mirarse, la tensión y la tristeza se palpaba en el aire y Lucio Lupo no pudo evitar preguntarse si ese era el aspecto de un pueblo derrotado.
A la mañana siguiente Lupo estaba puntual al amanecer en casa de Tiberio Sempronio Graco. Roma no era un lugar para mover treinta hombres a caballo, así que había ordenado a sus hombres que aguardasen en el Campo de Marte. Había pasado la noche anterior en casa de sus padres, donde también estaba Helvia. Desprovista de todo, la había enviado a Roma con una carta para sus padres. Sorprendentemente, esta se había adaptado bien e incluso su padre había comenzado a trazar un plan para extender los negocios familiares de las mulas a las forjas. Nada de eso podía interesar menos a Lupo, cuyos planes de vida se limitaban a llegar vivo al día siguiente. Su madre le había vuelto a criticar lo flaco que estaba, su padre había elogiado sus phalerae de oro, habían cenado y había pasado la noche con Helvia, así que hasta ahora, no podía quejarse. Ahora aguardaba en el atrio de la casa de Graco. Un mayordomo le había hecho pasar junto a dos docenas de clientes madrugadores que esperaban a lo que el cónsul pudiera desear. Todos lo miraban con recelo y guardaban la distancia. Un decurión condecorado y con cicatrices, con su muy gastada cota de malla, la larga espada griega al cinto y el yelmo bajo el brazo era un recordatorio demasiado directo, demasiado crudo, de que la guerra aún arreciaba fuera de Roma y era una guerra que no iba bien. Varios esclavos domésticos sacaron bandejas de pan blanco recién horneado y cuencos con aceite de oliva, así como jarras con agua y vino. La mayoría de los clientes, caballeros como el padre de Lupo, como denotaba la franja púrpura de sus túnicas, se lanzaron sobre el desayuno como si llevaran semanas sin comer. Solo él y otro cliente, un tipo moreno de unos cincuenta años y tocado con el gorro de los libertos, se quedaron aparte. El liberto le sonrió mientras los gorrones se lanzaban sobre el pan y le devolvió la sonrisa. Cuando todos se hubieron apartado Lupo cogió una de las últimas rebanadas de pan, aún tibio, la mojó en aceite y, con un vaso de agua en la otra mano, el vino había volado, se retiró unos pasos. El liberto no tomó nada y siguió observando desdesu esquina. Tiberio Sempronio Graco apareció en el atrio y todo el mundo se puso de pie,
menos Lupo, que ya lo estaba. Este tragó el último bocado de pan apresuradamente y lo empujó con un trago de agua. Graco vestía una simple túnica de color blanco, ni siquiera la franja ancha de senador la adornaba, había salido en persona a recibir a sus clientes y tras un rápido vistazo saludó. —Buenos días a todos, espero que hayan disfrutado del refrigerio. —El decurión no pudo evitar percibir una nota de ironía que pareció escapar al resto. Graco lo miró directamente—. Lucio Lupo, por favor, venga conmigo. Los caballeros, todos ricos comerciantes, miraron con recelo a aquel soldado que les adelantaba en la atención del cónsul y un par de ellos se pusieron a cuchichear, quizá hubieran reconocido el nombre. Lupo los ignoró a todos y siguió al cónsul hacia las entrañas de su casa. Graco le hizo pasar a su tablinum, una habitación cuyas paredes habían cedido toda decoración a casilleros llenos de rollos de pergamino. La mesa del despacho estaba también cubierta de papeles, tinteros, cubiletes con plumas, punzones y tablillas de cera. —Perdone el caos de mi pequeño refugio, Lucio Lupo, tome asiento si es tan amable. No hizo falta que le señalara dónde, las únicas dos superficies horizontales libres eran una silla a un lado de la mesa y la propia silla del cónsul. Lupo tomó asiento con el casco en el regazo al no haber otro sitio para dejarlo y aguardó. Graco se sentó, miró un par de pergaminos, consultó una tablilla y, por un instante, el decurión temió que se hubiera olvidado de él. —Bien… —Dejó una tablilla de cera sobre la mesa, se rascó el mentón sin afeitar con el punzón de escribir y miró a Lupo—. ¿Ha descansado usted bien?, ¿y sus hombres? —Sí, Tiberio Sempronio, gracias por preguntar. Los tengo reunidos y esperando en el Campo de Marte. —Eso es muy conveniente, porque tengo trabajo para ustedes. Pero primero, me gustaría saber su opinión, ¿qué impresión tiene del ánimo en la ciudad, qué le han comentado? Yo mismo pasé ayer todo el día recorriendo las calles y preguntando, pero siendo el cónsul la gente mide mucho sus palabras conmigo.
A Lupo las confianzas con los poderosos le gustaban lo justo, por mucho que fueran tipos cercanos y razonables como Graco, pero no podía rehusar una pregunta directa. —El ánimo es bajo, muy bajo. No he hablado con mucha gente más allá de mi familia, pero la falta de noticias claras afecta mucho, corren los rumores. He oído desde que no ha sido para tanto como que hay una horda de galos cruzando los Apeninos camino de Roma, como si Breno hubiera renacido. Lo único que parece estar claro es que el cónsul ha muerto y que su ejército está derrotado. —Aniquilado es un término más correcto, me temo. —¿Tan malo ha sido? —Peor. No hay prácticamente supervivientes, nuestra presencia en el valle del Po, más allá de unas cuantas guarniciones aisladas, ha desaparecido y si lo de la horda de galos no es cierto, es porque no son lo suficientemente organizados para hacerlo, si no, me temo que así sería. Lupo tragó saliva y no dijo nada. —Bien, el caso es que hay más malas noticias, pero no son aún de dominio público, así que entenderá que no se las cuente. Pero entre tanta desgracia ha habido un pequeño golpe a nuestro favor de la diosa Fortuna, y ahí es donde lo necesito a usted y a sus hombres. Hace unos días nuestra flota capturó un barco en el mar Jónico. Cinco de esos pasajeros resultaron ser embajadores cartagineses y macedonios. Ahora mismo están cada uno en un barco distinto, los cuales acaban de llegar a Ostia, quiero que vaya a por ellos y los traiga aquí a la mayor brevedad, y escúcheme atentamente. —Los habituales ojos soñadores y amables de Graco adquirieron un brillo distinto, serio, casi cruel—. No deben hablar con nadie, absolutamente nadie. Amárrelos y amordácelos, no quiero que intercambien ni una palabra entre ellos ni con sus hombres. ¿Habla usted griego? —Sí. —Bien, pues hágase a la idea de que no lo habla. No con esta gente. Véndeles los ojos y no tenga misericordia con ellos si intentan algo, pero es primordial que estén aquí cuanto antes. Le hago responsable con su propia vida. ¿Queda claro? —Muy claro.
—Muy bien, parta cuanto antes. Le quiero de vuelta al anochecer. El gesto del cónsul se suavizó, se puso en pie y Lupo hizo lo propio de inmediato. Graco le tendió la mano. —Buena suerte. Lupo no se hizo de rogar y salió con paso vivo hacia el Campo de Marte, pronto estuvo con sus hombres, les indicó a dónde iban, pero nada más. Cruzaron el Tíber por el puente de madera que comunicaba con la isla del río, volvieron a cruzar por el puente que daba al foro Boario, avanzaban al trote, apartando a la gente a su paso sin miramientos, torcieron a la derecha, cruzaron las murallas por la puerta Trigémina junto a los muelles, luego a la izquierda y, una vez en la vía Ostiense, picaron espuelas camino de Ostia.
El cónsul terminó de despachar con sus clientes a lo largo de la mañana. Algunos venían a ofrecer apoyo, otros, preocupados por las noticias, deseaban información privilegiada y, otros, sencillamente, querían hacer uso de su cercanía con el cónsul para encontrar la manera de sacar tajada. Los primeros obtuvieron agradecimiento, los segundos palabras de tranquilidad y ánimo para seguir con sus negocios y los terceros charla insustancial y una indicación hacia la puerta. El último en pasar fue el liberto. Tiberio Sempronio Fulco había sido esclavo de su padre y este lo había liberado en su testamento, pasando a engrosar la clientela de la familia. Desde entonces, Fulco desempeñaba todo tipo de servicios que requerían discreción y mano izquierda. Fue el que más tiempo estuvo en el despacho de Graco, y tras la larga charla se fue, dejando al cónsul que se preparase para la sesión del Senado, que se anunciaba tormentosa.
Al anochecer, un agotado Tiberio Sempronio Graco llegaba a su casa, aunque sabía que su día aún estaba lejos de terminar. Ordenó a su mayordomo que dispusiera un refrigerio para sus dos acompañantes mientras se dirigió a sus aposentos. Tras echarse agua fresca en la cara se secó ligeramente con una toalla, dejó que siguiera húmeda, el frescor le espabilaría. Se miró el rostro en un espejo de plata pulida. Tenía profundas ojeras y necesitaba un afeitado, pero eso tendría que esperar. Cuando llegó al Senado por la mañana se encontró una audiencia de hombres abatidos. Del épico y estoico heroísmo que se desató tras Cannas
parecía no quedar nada. ¿Era aquella una asamblea de hombres derrotados? Había sido necesaria de toda la elocuencia de Graco, la serenidad de Quinto Fabio Máximo y la ferocidad de Marco Claudio Marcelo, al que algunos ya empezaban a llamar la Espada de Roma, para levantar los ánimos de la asamblea. La guerra seguiría e incluso Fabio se atrevió a recordar que pesaba la pena de muerte para quien se atreviera a proponer lo contrario, pero la realidad se había impuesto. En aquel momento la república romana, con unas fuerzas armadas diseñadas para luchar en dos frentes con un máximo de cuatro legiones, tenía movilizadas unas veinte, más flotas en el Mediterráneo y Adriático, además, combatían en Hispania, Cerdeña y trataban a duras penas de contener a Aníbal y a los rebeldes en el sur de Italia. Habiendo perdido el ejército del cónsul Postumio, el valle del Po quedaba fuera de las posibilidades actuales y debería ser abandonado. Una vez más se prohibió el luto y se ordenó que los negocios abrieran y continuasen con su actividad, se acordó que se elegiría un nuevo cónsul para sustituir al finado Postumio Albino y se reanudaría la guerra obviando el norte, al menos mientras los galos no pasaran a la ofensiva, cosa que no parecía probable, por ahora, en cuanto a las guarniciones que aún había en el valle del Po, tendrían que arreglárselas por su cuenta. Unido a todo esto se encontraba el problema de la posible alianza de Cartago con Macedonia, Graco había omitido este detalle al Senado, al menos hasta que pudiera interrogar personalmente a los embajadores prisioneros, así que decidió abordar el problema del consulado y dejar el problema macedonio cuando tuviera certezas al respecto. Los únicos posibles candidatos lo esperaban en su atrio así que, tras echarse de nuevo agua en la cara, el cónsul salió con sus invitados. Quinto Fabio Máximo y Marco Claudio Marcelo permanecían sentados tranquilamente compartiendo una jarra de vino, ambos eran rivales pero se entendían y respetaban, entre ambos acumulaban la mitad de la dignitas y casi toda la auctoritas de los senadores romanos. Esas virtudes intangibles que se tenían o no se tenían. La dignitas era la medida del respeto personal que emanaba de un hombre, alcanzado solo por un buen linaje, pero también por una conducta intachable, sin mácula alguna. La auctoritas, por su parte, era el poder personal, la capacidad de doblegar a los demás por el puro peso de la personalidad, aunque no se ostentara ningún cargo. La combinación de ambas era lo que los griegos llamaban carisma, pero los romanos, más metódicos, gustaban de diseccionar las cosas a elementos más simples, o eso les gustaba decirse a sí mismos. El caso es que allí tenía a dos de las encarnaciones de las más respetadas virtudes romanas, ambos ya en la sesentena pero aún vigorosos. Si para los romanos el mando político y militar eran un todo, en aquel caso
podían apreciarse las diferencias; Fabio era más político que soldado, pese a sus indiscutibles cualidades marciales. Marcelo era un soldado puro, poco inclinado a las leyes y mucho a la guerra. Eran los dos últimos ejemplos de una generación de grandes hombres que se extinguía cuando Roma más la necesitaba. Había jóvenes promesas, como Apio Claudio Pulcro, Tiberio Claudio Nerón o el joven Publio Cornelio Escipión, pero estaban por probar, y a Roma se le acababa el margen de error. Con esos negros pensamientos en mente se sentó ante aquellos dos titanes. Se sirvió una copa de vino sin agua y le dio un buen trago. —Imagino que sabéis para qué os he pedido que vengáis, ¿verdad? —Para la elección del nuevo cónsul, claro —dijo Fabio siempre rápido de razonamiento. —No hay nada que elegir, Quinto Fabio, el pueblo me quiere mí, lo han dejado bien claro en el foro. Marcelo había dicho esto con calma, pero sin dar pie a discusión, dando a su profunda voz un tono contenido, pero que dejaba claro que no iba a dar su brazo a torcer. —Pero sabes que eso no es posible —dijo Graco en tono mesurado. —Es un legalismo y es una idiotez —dijo Marcelo subiendo el tono—. Y ambos sabéis eso, estamos en unos tiempos extraordinarios y los dos sabéis que soy el mejor general que tenemos ahora mismo. —Nadie niega eso —dijo Fabio, pese a que él estaría dispuesto a disputarle ese título—. Pero la mos maiorum, nuestra tradición y costumbre, indica que los dos cónsules no pueden ser plebeyos. Tiberio Sempronio es plebeyo, así que el electo debe ser patricio. —Patricio como tú, ¿verdad, Quinto Fabio? —dijo bajando el tono de voz pero subiendo el de amenaza. —Sí, por ejemplo —le respondió el otro sin inmutarse. Tiberio Sempronio dejó su copa en la mesa y se adelantó al exabrupto de Marcelo.
—Marco Claudio —dijo interrumpiéndolo y alzando ambas manos para pedir calma—, sabes perfectamente que lo que dice Quinto Fabio es así, pero, corrígeme si me equivoco, deseas el consulado por el mando militar que conlleva, ¿no es verdad? —Obviamente —respondió el aludido. —Quinto Fabio —Graco se volvió al anciano político—, ¿apoyarías que Marco Claudio retenga el mando de sus hombres con una extensión de su proconsulado? —Para mí sería un alivio saber que esas dos legiones están en tan buenas manos. —Marco Claudio, ¿aceptarías el mando militar como procónsul dejando el consulado en manos de Quinto Fabio? El militar frunció el ceño, se sabía cogido por la lógica aplastante del razonamiento, quería el consulado, pero sabía que hasta el pueblo, al menos las clases más altas, que eran las que votaban primero en los comicios centuriados, tendrían el elemento de la tradición como algo importante y no les gustaría romperlo. Por otra parte, el cargo de procónsul le garantizaba un imperium, un cargo militar intocable solo por debajo de los cónsules del año, Graco y, presumiblemente, Fabio Máximo, ambos hombres de honor. —Acepto, Tiberio Sempronio, es una propuesta razonable. El ambiente se distendió notablemente, Graco rellenó las copas de vino y los tres se acomodaron tanto como sus engorrosas togas les permitieron sin perder la compostura. —Y ahora, quirites, tengo algo que contaros, una feliz casualidad que se dio hace unos días en el mar Jónico…
Al día siguiente, Marcelo anunció que renunciaba a ser cónsul, la candidatura de Quinto Fabio Máximo fue aceptada y votada por todas las tribus reunidas en los comicios centuriados. El sistema electoral romano votaba en función de las treinta y cinco tribus en que estaban agrupados los ciudadanos romanos, por lo que, aunque todos votaran, solo se contabilizaban treinta y cinco votos, el
resultado de las votaciones de los individuos de cada tribu. Los votos se emitían por clase, de la primera a la quinta, por orden de riqueza, por lo que los ricos siempre votaban primero y, una vez se alcanzaba la mayoría necesaria, se daba por terminada la votación. Esto quería decir que el resultado de las elecciones, salvo suceso extraordinario, era siempre favorable a la oligarquía, pese a que se mantuviese la ilusión de democracia. Una vez arreglado el problema del segundo cónsul, Graco, acompañado del recién electo Fabio y de Marcelo, se dirigió a una discreta villa que el primero tenía en el Campo de Marte. Al llegar notaron que estaba vigilada. Varios jinetes armados patrullaban alrededor y dos de ellos guardaban la puerta a pie. Una vez dentro, los caballos de toda una turma de caballería estaban amarrados y pacían tranquilamente. El oficial al mando se acercó a recibirlos. —¿Todo en orden, Lucio Lupo? —preguntó Graco. —Todo en orden, cónsul. Los prisioneros se encuentran dentro con su enviado. Graco asintió y pasó a la casa, Fabio entró sin mirarlo, pero Marcelo, siempre atento a los detalles militares, reparó en las phalerae de oro, la nariz rota y la cicatriz en la cara y lo saludó con la cabeza asintiendo aprobadoramente, de soldado a soldado. Lupo entró tras ellos. Los cinco prisioneros estaban en un almacén al fondo de la casa sentados en el suelo y maniatados. Alguno que había intentado resistirse al traslado se había llevado un bofetón, pero, más allá de la humillación de verse atados y tirados en el suelo, estaban en razonable buen estado. En el centro de la habitación había una serie de papeles que el eficiente Fulcro había separado y ordenado. —¿Y bien? —preguntó Graco flanqueado por Marcelo y Fabio, Lupo se quedó en la puerta, de guardia con la mano en el pomo de la espada. —Son tres macedonios y dos púnicos, el jefe de los macedonios se llama Jenofantes, el resto se niega a decir sus nombres, pero está claro por el acento y aspecto quién es quién —dijo el liberto—. Podría sacárselo sin problemas — añadió con una sonrisa que era una mueca cruel—, pero no he querido pasar a mayores sin permiso, no dejan de ser embajadores… —No son nadie —dijo Graco—, por lo que a Roma respecta son dos enemigos y los tres de una potencia extranjera que hacían tratos con ellos.
Estaba claro que al menos uno de los macedonios, el tal Jenofantes, entendía latín porque palideció visiblemente ante estas palabras. —Sean lo que sean —continuó el liberto— tampoco hay que sacarles mucho, está todo en los papeles que les intervino Publio Valerio Flaco. —¿Quién es ese Publio Valerio? —preguntó Marcelo, que nunca estaba muy al tanto del quién es quién de la alta sociedad romana. —El praefectus classis de la flota que los capturó en el mar Jónico —informó Fabio Máximo que, además de gran político y buen general, era un incurable chismoso que conocía la obra y milagros de todas las familias de la nobleza romana. —El caso es —prosiguió Fulco— que los muy inútiles ni siquiera pensaron en tirar los papeles por la borda con un buen lastre. Sin ellos los habríamos tomado por comerciantes y les habríamos dejado ir. Al menos a los macedonios. Pero esos papeles son de lo más revelador. Básicamente son dos copias del mismo documento, una en púnico y la otra en griego, y ambas van firmadas por Aníbal Barca con su mano y su sello —dijo señalando la rúbrica al final de ambos documentos—. Se trata de un tratado de alianza entre los cartagineses y Filipo V de Macedonia por el cual este se unirá a Cartago en su guerra contra nosotros, desembarcando en cuanto pueda un ejército en Italia después de que su flota se asegure el control del Adriático. El liberto soltó aquello de carrerilla como si se tratase de la más banal de las noticias, pero eran pésimas, era frotar sal sobre las úlceras de Roma. Filipo a solas no era una amenaza real para Roma, pero sumado a las fuerzas de Cartago era demasiado. Graco recogió los papeles y salió de la estancia. Una vez todos estuvieron fuera, Lupo cerró la puerta y echó el cerrojo dejando dentro a los prisioneros y se retiró dejando a los dos cónsules y al procónsul con el extraño liberto. —En el apartado de buenas noticias —dijo este a su consular audiencia—, tenemos que el propio Filipo no sabe nada de esto. Estos dignatarios eran los únicos y su misión era secreta, los tenemos a todos y el barco que los escoltaba eran unos piratas ligures a los que habían contratado por protección, pero no tenían ni idea de quienes eran o qué llevaban. O eso aseguran. —¿Qué sugieres que hagamos con ellos, Tiberio Sempronio? —preguntó el
altivo Fabio, molesto por el descaro de un simple liberto, por mucho que itiera su efectividad. —Los cartagineses son inútiles. Solo estaban ahí para dar empaque a la embajada, no les sacaremos nada que no sepamos ya. —Propongo entonces que los vendamos como esclavos, a ellos y a la dotación del barco capturado y que se pudran —propuso el inmisericorde Marcelo. —Me parece bien —dijo Graco—, con los macedonios propongo ser más suave. Nunca se sabe cómo pueden ir las cosas con su rey y quizá sean útiles en el futuro. Asintieron todos y se dio la reunión por terminada, cuando ya iban a salir Marcelo se dio la vuelta y miró al liberto. —Fulco es tu nombre, ¿no? —dijo señalándolo con el dedo. —Tiberio Sempronio Fulco, señor. —Bien, asegúrate de que no los venden como esclavos domésticos o a alguna granja, que los manden a alguna mina y que se pudran allí, así aprenderán a hacer alianzas contra Roma. El liberto asintió y se retiró. Graco y Fabio miraron al militar, pero no dijeron nada. Marcelo siempre sería Marcelo. Al día siguiente, y para prevenir el golpe que el propio Filipo aún no sabía que tenía que dar, se aumentó la flota que mandaba el eficiente Publio Valerio Flaco a cincuenta y cinco buques de guerra, se le ordenó que navegara alrededor de la bota italiana, recogiera las dos legiones que había en Apulia en Tarento, justo en su tacón, y patrullase el Adriático, a partir de ese momento, Roma estaba en guerra con Macedonia, aunque Macedonia aún no lo sabía. El mismo día, y escoltado por los hombres de Lupo, Marco Claudio Marcelo marchó de vuelta a Nola para pasar revista a las dos legiones llegadas desde Sicilia y pasar cuanto antes a la ofensiva. El joven oficial de caballería apenas tuvo tiempo de despedirse de sus padres y de Helvia, que seguía planeando con su padre para invertir en forjas y herreros que alimentasen una guerra que aún iba a durar mucho. Parece ser que, de una manera o de otra, el destino de Helvia
se iba a unir al de los Lupo, aunque Lucio no estuviera allí, pues una nueva fase de esa misma guerra lo llamaba.
Principios de abril del año 538 a. U. c. (215 a. C.). Neápolis, Campania
Los últimos legionarios embarcaron en el barco de transporte. —¿Están todos? —preguntó Tito Ventidio desde la borda. Cayo Papio, desde el muelle, asintió. El recién ascendido optio subió a bordo y, mientras los marineros retiraban la pasarela, se fue a popa donde estaba Ventidio junto a Bebio. Este llevaba colgada del cuello una tablilla de cera y un punzón. Había dedicado el invierno y la primavera, bajo la batuta de Tito Ventidio, a aprender a leer y escribir con fluidez y ahora lo hacía cómicamente concentrado en su tablilla, el centurión había reconocido el talento del muchacho y no estaba dispuesto a que el analfabetismo lo condenara a la irrelevancia. Los tres veteranos de Cannas observaron el Vesubio. El pacífico volcán humeaba amenazante desde hacía un par de años, pero no era la amenaza volcánica lo que ensombrecía los ánimos de los legionarios que se acomodaban en cubierta entre sus bártulos o de los tres hombres que observaban alejarse la amplísima bahía. Las dos legiones formadas con los supervivientes de Cannas, las mismas que habían derrotado a Aníbal unos meses antes en Nola, veían pagado su sufrimiento y su lealtad con el destierro. Mandadas a pudrirse en Sicilia sin fecha de vuelta. Mientras la República libraba una lucha agónica por su supervivencia ellos eran expulsados como perros de mal agüero. Bebio garabateó algo en su tablilla y se lo enseñó a Ventidio y a Papio con una sonrisa y un encogimiento de hombros. «Al menos no hay guerra en Sicilia». —Si la hubiera podríamos al menos morir con honor —dijo el centurión— y no de aburrimiento. Papio prefirió callarse el hecho de que, para él, era mucho mejor alternativa aburrirse y los tres siguieron contemplando como la costa de Italia se alejaba
lentamente.
La tormenta que precede a la tormenta
Principios de julio del año 539 a. U. c. (214 a. C.). Campania
Clavó la lanza en el suelo por la contera y se quitó el casco. Tenía el pelo apelmazado y pegajoso por el sudor. Se secó la frente y se rascó la cabeza. Impasible ramoneaba en un arbusto a sus pies aprovechando el momento de calma. Lupo no había esperado mucha tranquilidad estando en el ejército de Marcelo, pero la verdad es que el despliegue de actividad del viejo guerrero había sorprendido a todos. En los últimos tres meses, las tropas ligeras y la caballería no habían pasado más de dos días tras las empalizadas del campamento de Nola. Habían devastado el sur de Campania y parte de Lucania. Las incipientes cosechas habían sido pisoteadas, los árboles frutales quemados o talados y el ganado que no había podido ser robado había sido sacrificado. Todo esto no había salido barato. Los enfrentamientos con la caballería cartaginesa habían sido constantes y las bajas habían sido cuantiosas. De los treinta hombres originales de su turma quedaban veintidós, pero la táctica de hacer combatir juntos a infantería ligera y caballería prestándose apoyo mutuo había dado a los romanos cierta igualdad en el enfrentamiento. Por otra parte, el acoso al que los cartagineses eran sometidos por los ejércitos de Fabio, Claudio y Marcelo desde tres direcciones diferentes impedían a Aníbal estar en todas partes a la vez. Al aceptar la alianza de los itálicos el púnico se había amarrado al terreno. Ahora sus aliados le exigían auxilio y él debía prestárselo, pero no tenía hombres para estar en todas partes, los itálicos debían defenderse a sí mismos en muchos casos y a estos los romanos les tenían más que tomada la medida. Los velites terminaron de revisar la granja. Ya no saqueaban nada, sus líneas de suministros eran seguras, así que la misión era simple: matar a todo el mundo, destruir todo lo comestible y retirarse antes de que apareciese la caballería cartaginesa. El decurión de la otra turma, Marco Quintio, se acercó al trote. Se trataba de un tipo larguirucho que cabalgaba como si hubieran amarrado un saco a lo alto de su pobre montura. Tenía el mentón huidizo, nariz aguileña y los ojos ligeramente saltones. Lupo suponía que solo su abuela le habría dicho alguna vez que era guapo, y seguramente con reticencias, pero era un tipo cumplidor y
sacrificado, que se tomaba su trabajo en serio. —Decurión —saludó—. Mis hombres informan de presencia enemiga a un par de millas. —¿Itálicos o africanos? —Parecen campanos, decurión. Unos cien hombres. Lupo tenía dos turmae algo mermadas, poco más de cuarenta jinetes, pero contaba con una centuria de hastati y veinte velites. Miró alrededor mientras se ponía el casco, aunque ya había memorizado el terreno hacía un rato, desclavó su lanza del suelo y apuntó con ellos a una pinada cercana. —Oculta a tus hombres en esos árboles y espera a mi señal para caer sobre ellos desde atrás. Voy a hablar con el centurión de los hastati, es hora de poner en práctica algunos viejos trucos. Quintio obedeció sin rechistar. Tanto él como sus hombres confiaban en la experiencia de Lupo y en unos instantes desaparecieron entre los árboles. El decurión conferenció brevemente con el centurión de la infantería y todos ocuparon sus puestos.
Los supervivientes de la caballería itálica, apenas una docena, huían a uña de caballo perseguidos por la turma de Quintio. Lucio Lupo había amarrado a Impasible a un árbol y se dirigió a hablar con el centurión de la infantería. Sus hombres despojaban los cadáveres de los jinetes campanos y atendían a los heridos propios. —¿Bajas? —preguntó Lupo. —Tres muertos y media docena de heridos, tres de ellos de consideración, no creo que lleguen a mañana. Lupo asintió. Era doloroso, pero eran pocos, la mitad de los jinetes enemigos estaban muertos y una docena de ellos eran prisioneros. Además se habían hecho con unos veinte caballos.
La emboscada había sido de manual, y tan solo esos tres muertos y los heridos la diferenciaban de un juego de niños. La centuria fingió retirarse en desorden mientras los velites aguardaban escondidos en el casar y los jinetes entre las arboledas. Cuando los campanos cayeron sobre la infantería pesada esta hizo un cuadro y se defendió con sus pila, la caballería y la infantería ligera romana cayeron sobre los jinetes itálicos como un martillo y lo aplastaron contra el yunque que formaban los hastati. El centurión señaló a doce hombres que esperaban su destino, de rodillas y con las manos en la cabeza. Varios infantes los vigilaban con cara de pocos amigos. —¿Qué hacemos con estos? —Que hubieran corrido —dijo Lupo—, las órdenes son no hacer prisioneros. El centurión lo aceptó sin darle la mayor importancia. Los itálicos que se habían pasado al bando cartaginés eran todos traidores, así que no había piedad con ellos. Sin mayores aspavientos los legionarios sacaron sus espadas y degollaron a los prisioneros. Prácticamente todos habían perdido algún familiar en la guerra y la piedad, siempre escasa en aquellos tiempos, había desaparecido. Roma ya había dejado claro que ni esperaba cuartel ni pensaba darlo. Lupo recuperó su caballo y montó de un salto. Ya era tiempo de volver a Nola antes de que se les acabara la suerte. Los prisioneros estaban muertos, los cadáveres despojados y el poblado ya ardía. Era tiempo de poner tierra de por medio.
Marco Claudio Marcelo sacó su silla curul a la puerta de su tienda, despidió a los guardias y se sentó bajo el toldo de la entrada a leer la carta que acababa de llegarle. Llevaba puesta una túnica de legionario a la que le hacía falta un buen lavado y unas simples caligae. Pensó en qué dirían algunos de esos estirados de Roma si lo vieran con ese aspecto, con las piernas estiradas y en túnica a la vista de todo el ejército, pero a él le daba igual. Si sus hombres lo respetaban, y puede que «idolatrar» fuera un término más exacto, no era por sus brillantes armaduras o sus pulcras maneras. Estiró las fuertes piernas y cruzó los pies mientras rompía el sello de Tiberio Sempronio Graco.
A la atención de Marco Claudio Marcelo, procónsul.
Querido Marco Claudio:
Siento no haberte mantenido más informado, pero me consta que tú mismo has estado muy ocupado entrenando a tus tropas y acosando las líneas de abastecimiento púnicas. Por aquí he estado haciendo lo mismo, pero con el esfuerzo extra de convertir a antiguos esclavos en soldados de Roma. Ha sido más difícil de lo que pensaba, en especial, por las tiranteces surgidas entre los reclutas libres y los esclavos voluntarios. Resultó bastante descorazonador en un principio este clasismo estúpido entre las tropas, así que decidí arrancarlo de raíz. Ordené a mis tribunos y centuriones que mezclasen a los reclutas entre sí. Libres y esclavos han sido mezclados en las mismas centurias e incluso en los contubernios de ocho hombres que comparten tienda. Una vez terminada la reorganización los sometí a un programa de entrenamiento intenso y agotador para que no les quedasen fuerzas para odiarse. Y ha funcionado. A falta de un buen bautismo de sangre, a finales de mayo contaba ya con dos legiones bien entrenadas y dos de auxiliares itálicos leales. Un ejército consular como Belona manda. Seguí allí a lo largo de mayo entrenando a mis tropas y vigilando la via Apia cuando me llegó un mensaje de los ciudadanos de Cumas. Al parecer los capuanos les han estado presionando para que traicionen a Roma, pero han decidido permanecer leales, así que un ejército itálico dirigido por un tal Mario Alfio marchó contra ellos llegando a los alrededores de la ciudad a principios de junio. Me tranquiliza saber, Marco Claudio, que los nuevos aliados de Aníbal ya no son los samnitas ni los campanos de antaño. Aquellos que derrotaron a tantos ejércitos romanos y nos obligaron a caminar bajo el yugo. Este tal Mario Alfio es, o quizá deba decir era, un completo inepto. Sin precaverse de la presencia de mi ejército, marchó con catorce mil hombres y acampó a poca distancia de nuestros aliados, probablemente pensando en atacar la ciudad al día siguiente. Se sentía tranquilo porque Aníbal estaba a menos de un día de marcha, pero yo también lo estaba, así que me decidí a dar el golpe. Conforme comenzó a atardecer formé a mis hombres y les hice marchar en
formación de batalla hacia el campamento de los capuanos. Me adelanté con un destacamento de caballería para reconocer la posición enemiga y esta era lamentable. Pobremente fortificada y con poca y negligente guardia. Tan pronto como llegaron mis hombres a media noche lanzamos el asalto. La victoria fue total y casi inmediata. El pánico cundió y huyeron a toda la velocidad que pudieron, matamos a más de dos mil, algunos aún en sus tiendas, entre ellos a ese idiota de Mario Alfio y les capturamos treinta y cuatro estandartes. El botín podría haber sido mayor, pero decidí que no merecía la pena perder el tiempo saqueando un simple campamento y ordené retirada. Mientras volvíamos me remordió la conciencia el pensamiento de que quizá podría haber presionado más, haber aniquilado a los capuanos que estaban en desbandada, y estuve a punto de ordenar dar la vuelta, pero, al amanecer, ya casi en nuestro campamento, mis exploradores me informaron de que Aníbal había llegado al campamento enemigo. Sin duda, los primeros fugitivos le avisaron y no perdió tiempo en salir a por nosotros esperando encontrarnos entregados al saqueo o en el desorden de la persecución, pero cuando el sol despuntaba en el horizonte mis hombres estaban a salvo tras nuestras fortificaciones y habiéndose comportado impecablemente. Aníbal, sabedor de que me había escapado, decidió volver sobre Capua, recoger su armamento pesado, ya que había marchado, como nosotros, solo con equipo ligero en la esperanza de cazarnos, y hacer pagar a Cumas su lealtad hacia nosotros. Aquí estuve a punto de cometer un error. Los habitantes de Cumas me suplicaron que no les dejara a merced de la ira de Aníbal, así que marché en su ayuda, llegué allí apenas unas horas antes que los púnicos y tomé posiciones con mis tropas dentro de la ciudad. Los cartagineses no pensaban dejar ir a una ciudad testaruda y menos con un cónsul y su ejército dentro y lanzaron el asalto. Habían traído una torre de asedio desde Capua y la hicieron avanzar hacia la puerta. Por suerte, esto les llevó un par de días y pudimos levantar un muro provisional sobre la muralla de la ciudad en el punto de la torre en la que darían su asalto. Aún así lo intentaron y estuvo a punto de funcionarles, pero al final conseguimos prender fuego al maldito ingenio. En la confusión, lo siguiente que ordené fue una salida y cargamos contra los asaltantes matando a más de mil. Una vez más, antes de que el exceso de entusiasmo nos metiera en problemas ordené retirarnos tras los muros. Al día siguiente Aníbal formó en orden de batalla y mandó heraldos desafiándonos a salir a combatir, pero ordené a mis hombres que se quedaran tras los muros y descansaran. Les habíamos dado en la nariz dos veces seguidas a los púnicos por actuar según nuestra iniciativa y no iba a echarlo a
perder esta vez dándole a Aníbal la batalla que él quería, así que al atardecer volvió a su campamento y a la mañana siguiente se retiró de camino a Capua.
Llegado a este punto Marcelo bajó la carta, estaba claro que a Graco le gustaba el género epistolar, y se frotó los ojos, algo cansados, antes de afrontar la parte final de la misiva. —Quién iba a decir que ese ratón de biblioteca iba a ser en realidad un zorro… —murmuró irado antes de retomar la lectura.
Así que tras el breve pero violento asedio fallido de Cumas he vuelto a mi campamento sobre la via Apia. Me consta que tanto mi colega Quinto Fabio como tú mismo lo estáis acosando y debilitando sus líneas de aprovisionamiento, le hemos golpeado varias veces, pero me temo que no le hemos debilitado considerablemente y tengo la impresión de que es como un toro al que hemos acosado desde muchas direcciones y solo busca un punto flaco donde embestir. De los tres, el más apartado eres tú y eres, además, una espina clavada en su flanco, temo que en la siguiente embestida, y la más seria, irá a por ti.
Que Marte y Belona te protejan a ti y a tus hombres. Tiberio Sempronio Graco, cónsul.
—Así que crees que Aníbal viene a por mí… El viejo general levantó la vista y miró al campamento, las rectas líneas de tiendas, los reclutas haciendo instrucción, los gritos de los centuriones… Enrolló la carta y sonrió. —Pues que venga.
Mediados de julio del año 539 a. U. c. (214 a. C.). Capua, Campania
Observó las caras de sus hombres mientras formaban para ponerse en marcha y no le gustó lo que vio. Eran soldados disciplinados, algunos de ellos habían viajado con él a Hispania en tiempos de Amílcar. Los más jóvenes llevaban como mínimo el asedio de Sagunto, la marcha a la Galia, el cruce de los Alpes y toda la campaña italiana. Eran, pues, tipos endurecidos, profesionales que conocían su oficio, con canas en la cabeza y barbas y cicatrices en las pieles curtidas por la intemperie, aun así, a Ailymas no le gustó lo que vio. La unidad de libios se había pasado el invierno asediando Casilino, aburridos, pasando frío en cabañas miserables y chapoteando en el barro y la escarcha, mientras, a pocas millas de allí, el resto del ejército se emborrachaba y se iba de putas en Capua. Hannón había sido un buen comandante, se había asegurado de que les mandaban vino y mujeres de vez en cuando, pero no era lo mismo. Casilino se había rendido, pero no había nada que saquear, los defensores se habían llevado todo lo que había, que tampoco era mucho, así que todas las penurias habían sido para nada. Ahora llevaban tres meses corriendo de un lado a otro de Campania, pero los romanos habían aprendido y no se dejaban coger, encima, según había podido ver, si la moral de sus hombres era baja por el duro invierno sin apenas descanso antes de retomar las operaciones, en el resto del ejército las quejas eran las contrarias. Hombres que habían cruzado los Alpes combatiendo, que habían enfrentado las miserias del Arno sin rechistar y que habían derrotado uno tras otro a todos los ejércitos que habían encontrado murmuraban y se quejaban porque les habían arrancado de las delicias de Capua. El libio se alegró de no ser Aníbal y tener que remediar todo eso, bastante tenía con preocuparse de sus hombres. Estos, enfundados en sus cotas de malla robadas a los romanos en Trasimeno y con sus grandes escudos a la espalda fueron formando para la marcha, esperando que no fuese otra marcha a ninguna parte, rematada por una media vuelta y regreso al campamento. Mientras la columna se formaba observó al resto del ejército. Los númidas hacía rato que habían partido, una amplia cortina de caballería ligera que reconociera el terreno en previsión de sorpresas, tras ellos, la mitad de la infantería libia y cartaginesa y la mitad de los hispanos, los celtas en el centro con la impedimenta y los elefantes flanqueados por la caballería pesada y, en retaguardia, la mitad de
los libios entre la que se encontraba Aylimas con sus hombres y la otra mitad de los hispanos. Estos aguardaban tranquilamente, tirados por el suelo o charlando en corrillos mientras se pasaban pellejos de vino. Distinguió entre ellos a Balkar, uno de los jefes. Había aprendido a respetar a los iberos tiempo atrás en Hispania, pero nunca había confraternizado con ellos hasta ese invierno frente a Casilino. Chapurreando lo poco que cada uno conocía de la lengua del otro había trabado relación con este. Llamarlo amistad sería demasiado, pero sí un profundo respeto mutuo de guerrero a guerrero. Cada uno en su estilo, cada uno a su manera, ambos se tomaban su profesión muy en serio. El ibero se acercó, con los calores del verano volvía a llevar sus ropas hispanas, la corta túnica con la franja carmesí y sobre ella una cota de malla como la suya, de fabricación romana, pero ceñida con uno de esos anchos cinturones que gustaban tanto a los iberos, decorados con grandes chapas repujadas de plata, habían sido de bronce, pero no todos los botines de la guerra habían sido tan malos como el de Casilino. Balkar no era muy alto y más bien delgado, pero de piernas fuertes y brazos nervudos, tenía la cara alargada y rematada por una afilada barbilla, con la nariz fina y aguileña y unos ojos inteligentes que le daban aspecto de zorro astuto. Al llegar a su altura este no dijo nada y le tendió un pellejo de vino. Ailymas aceptó y se echó un trago a la garganta. Era horrible, aunque lo esperaba, hacía tiempo que había comprobado que esos hispanos eran capaces de beberse cualquier cosa, pero al menos estaba fresco. —Gracias —dijo devolviéndole el pellejo. Balkar lo cogió, dio un largo trago y le puso el tapón antes de colgárselo del hombro. Señaló con la cabeza hacia la dirección que tomaba el ejército. —Nola. —Sí, eso he oído, toca probar suerte otra vez. El ibero asintió silencioso, ya les iba tocando ponerse en marcha, así que se volvió para regresar con sus hombres. —Suerte, africano, nos vemos en Nola. —Suerte, hispano, nos vemos en Nola.
—¡Otro siete!—se rio a carcajadas y recogió los dados—. Me debes otro denario de plata, ¡paga! Publio Cornelio Escipión se llevó la mano al cinto, sacó el último denario de la bolsa y se lo puso a Cayo Lelio en la palma de su manaza. —Maldito cabrón con suerte… —No te quejes tanto, tienes denarios para enterrarme con ellos —le dijo Lelio guardándose la moneda y haciendo alusión a la fortuna de los Escipiones—. No es por el dinero, es por principios… No me gusta perder. —Ya, a nadie le gusta. Lelio se recostó en la silla que crujió bajo su mole y dio otro trago de vino. Los dos tribunos estaban libres ese día y perdían el tiempo tranquilamente jugando a los dados y bebiendo, esperando a que llegase la noche para irse a Nola, ciudad junto a la que estaban acampados. Le tenían echado el ojo a una taberna regentada por una posadera que se llamaba Iria, que era preciosa, y donde la comida era bastante mejor que en el campamento. —Mira ahí. Escipión señaló hacia vía praetoria. Un jinete llegaba a galope tendido, al llegar frente a la tienda del procónsul tiró brutalmente de las riendas y saltó del caballo entre una nube de polvo, tras lo que entró corriendo en la tienda de Marco Claudio Marcelo. —Mierda —gruñó Lelio—, cuando traen buenas noticias nunca corren tanto.
Manlio maldijo la hora a la que le habían convocado. Reunión frente a la tienda del procónsul a mediodía y cuando te convocaban allí no ibas en túnica y sandalias. Por suerte para él, las tiendas de los extraordinarii estaban cerca y no tendría que caminar mucho con ese sol de justicia. Al recuperarse de su misión en Capua, había recibido órdenes de incorporarse al ejército del procónsul Marco Claudio Marcelo donde le habían puesto al mando de un manípulo, el cual ya le tenía una sana mezcla de miedo y respeto.
El aire era pesado, cargado de humedad, como si se preparase una tormenta, pero no había ni una nube a la vista. Frente a la tienda de Marcelo se había agrupado una pequeña multitud. Todos los tribunos y centuriones del ejército estaban presentes. A casi sesenta centuriones por legión y contando que se trataba de un ejército completo de dos legiones romanas, más sus aliadas y los extraordinarii, suponían casi trescientos hombres. Una colección de brillantes cotas de malla, pectorales de bronce perfectamente pulido y phalerae de oro y plata relucían bajo aquel sol de justicia. Entre las cimeras de los cascos distinguió la figura de Publio Sura. El marso había sobrevivido a Trasimeno y había sido liberado tras ser hecho prisionero, para alistarse inmediatamente después. Por suerte para él no había llegado a tiempo de estar en Cannas, pero aquí estaba ahora, al frente de otro manípulo de extraordinarii. —¿Tienes alguna idea de qué va esto? —preguntó Manlio sin rodeos. —Ni idea, pero tiene que ser algo gordo si nos convocan a todos. Sura permaneció silencioso a su lado. Algo más bajo que Manlio, el marso tenía el pelo castaño claro y cortado al rape, la cara de anchas mandíbulas se apoyaba sobre un cuello de toro que surgía de unos hombros anchos y fuertes. Manlio a menudo pensaba que no le gustaría que ese tipo le pegase un puñetazo. No parecía necesitar dar un segundo. Marcelo salió de su tienda. La tienda del general estaba montada sobre una pequeña elevación artificial, por lo que todos lo veían. Carraspeó un segundo, cruzó las manos tras la espalda y anunció. —Aníbal viene a por nosotros. Así, sin más. Podría haber anunciado con ese tono que se cambiaba el horario de los ranchos o que se reducían las guardias. —Acabamos de ser informados de que ha salido de Capua al frente del bloque de su ejército. Unos cincuenta mil hombres, más o menos el doble que nosotros y aquí vamos a esperarlos. Marcelo dejó que aquellas palabras calasen. Manlio miró a su alrededor. Hace unos meses se habría podido oler el miedo, pero aquellos hombres confiaban en
su general. Llevaban meses de instrucción, muchos eran veteranos y tenían confianza en sí mismos. Aun así percibió un cambio sutil en el ambiente, una tensión que casi podía tocarse, pero que era buena. Todos querían luchar. —Que vayamos a esperarlos aquí no quiere decir que vayamos a entregarnos como corderos al sacrificio —se escucharon algunas risas—, ya está todo arreglado con las autoridades de Nola y de inmediato nos acantonaremos dentro de la ciudad y ahí esperaremos nuestro momento para golpear. No voy a quedarme ahí dentro todo el verano, así que quiero a todo el mundo preparado para cuando la oportunidad aparezca. Los hombres dormirán en sus puestos y si alguno se emborracha, tenga el rango que tenga, será ejecutado. Los que tengan la ciudadanía romana serán azotados hasta morir, los que no, serán crucificados sin que se les rompan las piernas. Espero que esto quede bien claro. Cualquier gana de reír que alguno tuviera desapareció. Todos sabían que Marcelo no bromeaba nunca sobre cuestiones disciplinarias. Las calaveras de los senadores nolanos rebeldes ejecutados el año anterior aún adornaban los muros de la ciudad como prueba de ello. —Pues bien, cada uno a su puesto, para cuando caiga el sol quiero el campamento desmantelado y a todo el mundo tras las murallas. ¡Andando! Los centuriones se dispersaron cada uno a su zona de tiendas y pronto empezaron a oírse gritos de órdenes. —Está claro que el viejo no se anda con medias tintas —dijo Sura. Manlio se rascó la enorme cicatriz de Cannas que le picaba con el sudor. —No, desde luego, así que mejor no oler el vino, no me apetece que me crucifiquen. Bueno, o quizás solo un poco…
Hannón avanzaba al frente de la cortina de caballería númida que precedía al ejército. Con Maharbal a retaguardia le tocaba a él liderar a la vanguardia de númidas, y su papel, en lo que llevaban de primavera y verano, no había sido especialmente brillante. Los romanos habían aprendido y su uso de unidades combinadas había demostrado ser muy eficaz, el remedio era copiarles la estrategia, pero atar a los númidas a otras unidades eliminaba en gran parte su
efectividad. Hannón odiaba ver a sus jinetes de élite reducidos a la exploración, pero hasta que recuperasen la iniciativa o volvieran a los combates a gran escala, la guerra de baja intensidad era lo que tenía. Uno de los veteranos, un tipo taciturno y malencarado llamado Ayin, llegó al trote. Hannón había oído que era bueno. Veterano de Hispania, sin escrúpulos y con mucha sangre fría. Nada de eso parecía ser cierto viéndolo a simple vista. Un tipo moreno y delgado, de pelo largo, rizado y grasiento cabalgando un poni númida pequeño y gris. Pero ya nadie en Italia menospreciaba a los númidas por su poco aguerrido aspecto, a pesar de que últimamente andaran en horas bajas. —¿Novedades? —preguntó Hannón. —Han abandonado su campamento —anunció sin ceremonias poniendo su caballo al paso y junto al del oficial cartaginés guiándolo solo con la presión de las piernas—. Se han acantonado dentro de la ciudad. —O sea que no se retiran. Bien. Vuelve al frente y mantenlos vigilados. Ya sabéis como actuar, quemad todo lo que no podáis llevaros, mantened la distancia e informad de cualquier movimiento. El númida asintió, taloneó los ijares de su montura y partió al galope. Hannón mandó un mensajero a informar a Aníbal y desplegó a sus hombres alrededor de la ciudad. Comenzaba el segundo asedio de Nola.
A los númidas que cabalgaban alrededor de la ciudad pronto se unieron otras unidades de caballería hispana, celta y cartaginesa. Tras ellos se desplegó parte de la infantería, mientras el resto guardaba los bagajes y comenzaban a acampar. Marcelo los observaba desde lo alto de los muros de Nola. Gruesas gotas de sudor le caían por la cara y el cuello y se perdían bajo la coraza de bronce. El aire era sofocante, pesado y unos negros nubarrones se acercaban por el oeste. Impasible al clima, el general romano observó que la caballería enemiga se había adelantado con respecto a su infantería. Envalentonados por la retirada romana al interior de la ciudad, pisoteaban los campos y quemaban lo poco que quedaba por quemar de las anteriores campañas en torno a la ciudad. —Que salga la caballería y que se prepare la infantería.
De inmediato las puertas se abrieron. Por la que daba al ejército cartaginés salió en tromba la caballería romana. Por las laterales, la caballería itálica, más numerosa, salió en dos grupos. Los jinetes romanos se abrían a derecha e izquierda mientras iban ganando velocidad. Los númidas ni intentaron acosar a esa masa lanzada a la carga y picaron espuelas mientras celtas, cartagineses e hispanos trataban de agrupar sus escuadrones, aunque no iban a lograrlo a tiempo.
En el extremo de la formación de los seiscientos jinetes romanos, la dotación de caballería de dos legiones, cargaba Lucio Lupo. La caballería púnica era mucho más numerosa y en general de mejor calidad, pero los habían cogido dispersos y ellos cargaban en masa. Habían estado a punto de dar alcance a un grupo de númidas, pero se les habían escapado, Lupo sabía que volverían, aunque por ahora se desentendió de ellos. Un grupo de jinetes púnicos, unos doscientos, formaron una línea y trataron de atacarlos de flanco, pero no les dio tiempo a coger velocidad. La formación romana giró levemente y cayó encima de la cartaginesa. Lupo blandía su lanza por encima del hombro y golpeó a un púnico a su derecha, este trataba de protegerse de uno de los romanos que le acometía por su izquierda y no vio venir el golpe. La lanza del romano se le clavó entre las clavículas, justo sobre el borde superior de su linotórax, un golpe perfecto que lo mató en el acto. Desclavó la lanza y buscó otro objetivo, pero todos los púnicos a su alrededor estaban muertos o en fuga. Las órdenes de los romanos eran claras, golpear y retirarse, y eso hicieron. En ambos flancos los itálicos obligaron a retirarse a los dispersos grupos de caballería púnica y aniquilaron a los más lentos, pero se retiraron inmediatamente. La masa de la caballería cartaginesa se reagrupaba a unos cientos de pasos para caerles encima y aplastarlos, pero no les iban a dar la oportunidad. Los jinetes romanos frenaron sus monturas, remataron a los enemigos caídos y auxiliaron a sus camaradas heridos, muy pocos, antes de volver al galope sobre sus líneas.
A Maharbal se lo llevaban los demonios, se habían dejado sorprender y había costado bastantes bajas, aunque nada catastrófico, era más un golpe en el orgullo. Mientras llegaba el resto del ejército y el bloque de su caballería pesada se reagrupaba los númidas volvieron al ataque. Si conseguían entorpecer lo suficiente a los jinetes romanos aún podrían caerles encima.
—Señor, mire allí. Uno de sus jinetes apuntó con su lanza hacia la puerta de la ciudad por la que salían uno tras otro los manípulos de infantería romana. El general de caballería cartaginés, atento a las evoluciones de los númidas, no se había fijado en ellos. —Mierda… Manda mensaje a Aníbal, diles que los romanos tienen ganas de pelea. Mientras el batidor partía hacia retaguardia la caballería se reagrupó, habría sido suicida cargar contra las densas líneas de la infantería romana, así que mantuvo la posición mientras llegaba la infantería. Los jinetes romanos e itálicos habían eludido a los númidas y se encontraban a cubierto tras su infantería, que comenzó a avanzar hacia ellos.
Marcelo había bajado de las murallas y, al frente de sus hombres, marchaba a paso ligero hacia la línea cartaginesa. La idea era caer sobre ellos antes de que se organizasen tras la marcha y, después, pese a la superioridad numérica cartaginesa, imponerles la superior disciplina y resistencia de sus hombres. Pese a su edad, el general trotaba al mismo ritmo que sus soldados, sin poder evitar pensar que los más mayores de ellos podrían ser sus hijos y los más jóvenes sus nietos. Sostenía un pesado escudo de infante en la mano izquierda y mantenía la espada envainada. El traqueteo de armas y armaduras se sobreponía al atronador golpeteo de miles de caligae golpeando el suelo al paso. A unos cientos de pasos la caballería cartaginesa volvió grupas y se vislumbró a la infantería celta e hispana, que formaba apresuradamente mientras oficiales púnicos iban y venían frente a ellos tratando de componer las líneas, a su vez, unas nubes cada vez más negras comenzaban a cubrir a unos y a otros. El general echó mano a la espada y la sacó empuñándola a la altura de la cintura. Justo en ese momento, a su izquierda se vio caer un rayo, unos instantes después se escuchó un poderosísimo trueno que cubrió cualquier otro sonido sobre el campo de batalla. El aquílifer que marchaba a su lado, un chico de unos veinte años, alto y fuerte como un toro que se cubría el yelmo con una piel de lobo sonrió y gritó. —¡Es el rayo de Júpiter, el Gran Dios está con nosotros!
Los legionarios a su alrededor rugieron de aprobación, no así Marcelo que, aunque se alegraba del entusiasmo de sus hombres y era igual de supersticioso que ellos, sabía que el rayo también era el símbolo de los Barca.
No le gustaba aquello, los romanos le estaban forzando a una batalla precipitada que no deseaba ni había planificado, aun así, podría salir bien. —Hannón, toma el mando del flanco izquierdo de la infantería. Yo dirigiré el centro, Gisgo, ve a la derecha. Trataré de contener a los romanos mientras vosotros termináis el despliegue. No hay tiempo para brillanteces tácticas, será una batalla a la antigua, nuestra línea es más larga, así que los contendremos en el centro y trataréis de rebasarles en los flancos —los dos aludidos asintieron—. Maharbal, coge a los númidas y acosa a la caballería itálica, ya sabes cómo, que no se muevan. Asdrúbal, con el resto de la caballería reagrúpate a nuestra izquierda y en cuanto puedas elimina a su caballería romana y ataca su retaguardia. Todos los oficiales espolearon a sus monturas y ocuparon sus puestos. Aníbal a lomos de su semental negro se colocó tras su infantería y observó la línea romana que se acercaba inexorable. Mirando a los romanos no vio caer el rayo, sin embargo, sintió la sacudida del trueno en el diafragma. Levantó la vista al cielo que comenzaba a estar negro como la tinta y una gota le cayó en la cara, y luego otra…
Ailymas forzó a sus hombres a avanzar a paso ligero. Iban agotados tras la larga marcha a la cola del ejército, pero tenían que llegar a tiempo para formar el centro de línea cartaginesa. Sería su falange la que empujase hacia atrás, lenta pero metódicamente, a la formación romana una vez que los frenasen. —Maldita lluvia —gruñó uno de sus hombres ante las gotas que comenzaban a arreciar. —Es solo un chaparrón veraniego, para refrescaros antes de la matanza. ¡Venga, moved esos culos! Pero lo cierto es que la lluvia no parecía que fuera a parar de caer, más bien al
contrario.
La línea romana se detuvo a unos cien pasos de los cartagineses, la lluvia dificultaba la visibilidad, pero a Marcelo le quedó claro a quienes tenía en frente. —Lanceros… Los libios formaron su impenetrable muro de escudos, las lanzas aún verticales, pero el procónsul sabía que pronto estarían horizontales y buscando su carne. —Nos ha tocado bailar con la más fea —dijo el aquílifer. Marcelo le miró a los ojos y sonrió. —¿Y eso te da miedo? —preguntó el procónsul sonriendo. —No, señor, vamos a por ellos. —Pues levanta ese águila bien arriba. Marcelo se pasó la mano por la cara, se secó el agua que le empapaba y alzó el brazo de la espada. «Comprobemos si sigo estando en forma para esto». Miró al corneta y no hicieron falta más palabras. Este se llevó el pesado cornicem que formaba un círculo alrededor de su cuerpo a la cara, se pasó la lengua por los labios y tocó el toque de carga. Los legionarios golpearon sus escudos con sus pila creando un trueno que se impuso a la tormenta y, todos a una, cargaron contra la línea cartaginesa.
El ala izquierda romana fue ocupada por los extraordinarii. Avanzaban en orden abierto, sin cerrar los huecos entre los manípulos para dejar que la caballería itálica, perseguida por los númidas, terminase de retirarse. Los jinetes itálicos habían efectuado un par más de cargas para dificultar el despliegue cartaginés mientras las legiones formaban, pero los númidas, finalmente, habían caído sobre ellos y, aunque no les habían causado demasiadas bajas, amenazaban con bloquearlos con sus jabalinas y hacerlos caer bajo la infantería que venía detrás. Conforme pasó el último jinete, Manlio ordenó a su manípulo que cerrara filas y se cubrieran tras los escudos. Los númidas, frustrados porque los itálicos
escaparan, descargaron sobre ellos una lluvia constante de venablos obligándoles a mantener la cabeza bajo los escudos y ralentizando su avance, un par de legionarios que bajaron los escudos para lanzar sus pila fueron abatidos. Los jinetes africanos retrocedían lentamente, sometiéndolos a un castigo constante a menos de diez pasos que los frenaba y los iba separando lentamente de la formación del resto del ejército, pese a que no les causaran demasiado daño. Manlio miró entre dos escudos, un oficial púnico dirigía el ataque desde el frente a apenas veinte pasos de él. Sin pensarlo dos veces le quitó un pilum pesado al legionario que estaba a su lado, que se agazapaba tras su escudo. El centurión mantuvo el suyo alzado, pese a la media docena de venablos que tenía clavados y, sin pensarlo dos veces y tras sopesar el pilum un instante, se adelantó a la formación dos pasos rápidos y lanzó el arma con un rugido de furia, cruzando esta el aire cargado de lluvia directa hacia su objetivo.
El legionario bajó el escudo tan solo un instante para tratar de lanzar su proyectil, pero tan solo un instante era lo que un cazador avezado como Ayin necesitaba. La jabalina del númida, lanzada a una docena de pasos, casi a quemarropa, voló certera y se clavó en la axila del itálico cuando este levantó el brazo para hacer su disparo. El enemigo se derrumbó con un alarido. Ese era su último proyectil, pero el númida estaba satisfecho, presionó con las rodillas a su caballo y le obligó a girar para volver a retaguardia. Fue entonces cuando vio al centurión adelantarse a la fila y maldijo haber gastado su último disparo en un simple legionario y tener ahora esa oportunidad. El centurión, ignorando el peligro, avanzó un par de pasos hacia la derecha de Ayin, este miró hacia allí y observó hacia dónde apuntaba el enemigo y el tiempo pareció ralentizarse. Maharbal, firme sobre su caballo, dirigía el ataque de los númidas desde el frente. Abrió la boca para gritar una orden a un grupo de soldados, pero esta nunca llegó a emitirse, el pilum lanzado por el centurión voló en línea recta, imparable, un lanzamiento perfecto, tubo que itir el númida, y entró por la boca del general púnico, se clavó en su paladar y salió por la parte posterior del cráneo atravesando el yelmo. Para cuando el cuerpo de Maharbal impactó contra el suelo este ya estaba muerto y nunca llegó a saber qué le había matado. Los númidas quedaron congelados al ver caer a su general y su moral se desplomó por completo.
No sabía muy bien por qué, pero el caso es que percibió que la presión a la que estaban sometidos se reducía. Cayo Lelio, que ejercía como prefecto de los extraordinarii, se atrevió a mirar sobre su escudo y vio como el extremo izquierdo de la línea, libre de la presión de los númidas, cargaba contra estos. No sabía la razón, pero no le hacía falta, se irguió en toda su altura y cargó seguido al unísono por todos sus hombres, que corrieron entre la lluvia cada vez más torrencial con sus pila en alto, dispuestos a lanzarlos sobre la infantería a la que habían estado cubriendo los númidas.
La carga de los romanos había sido brutal, pero los libios la habían aguantado bien. A pesar de la lluvia de jabalinas que había abierto algunos agujeros entre sus filas, los lanceros, todos veteranos, habían cerrado los huecos a tiempo y llevaban ya un rato manteniendo a los romanos a raya. La lluvia arreciaba, las armas se volvían resbaladizas, los pies de los hombres removían el terreno que se iba ablandando y se iban enterrando en el fangal. Ailymas trataba de no preocuparse demasiado del terreno, concentrado como estaba en mantener al enemigo a distancia con su lanza y buscar huecos por donde herirlos. La resistencia de los libios había roto parcialmente el ímpetu de los romanos. El impenetrable muro de lanzas no daba opciones y ambos bandos se acometían sin mucho resultado mientras la tormenta arreciaba. Pero Ailymas sabía que era cuestión de un momento, de un fallo por parte de uno de los dos bandos para que aquel fangal se ensangrentara.
Los númidas, que habían estado acosando a los romanos con su eficiencia habitual, se esfumaron de repente. Sin que Buntalos supiera por qué, picaron espuelas y se batieron en retirada. Los celtíberos bajo su mando, sin necesidad de órdenes, cerraron filas frente a la carga de los romanos y, sin quedarse a pie quieto, cargaron contra ellos. Soliferra y pila se cruzaron en el aire dando en madera y carne. El jefe celtíbero chocó escudo por delante contra un legionario. Ambos soportaron el impacto y comenzaron a buscarse con sus armas, pero ninguno de los dos dejaba huecos y a su alrededor el duelo de fuerza comenzó, entre resbalones en el barro, juramentos y los quejidos de los primeros heridos. A su lado Durato hirió en la
pierna a su rival, este cayó hacia atrás y el celtíbero trató de aprovechar el hueco para colarse en la línea romana y matarlo, pero otro de los itálicos interpuso su escudo, cerró filas y acuchilló a Durato en el costado. Este retrocedió tratando de cubrirse. Ahora fue Buntalos el que se echó a un lado para cubrir a su camarada y cerró la línea. Otra vez empatados.
La primera línea romana se retiró y dio paso a la segunda, el combate se iba generalizando, los princeps se acababan de trabar con la línea cartaginesa mientras los hastati rehacían las filas. Marcelo trató de observar el campo de batalla, pero no le gustó lo que vio. Especialmente porque apenas pudo ver nada. El cielo estaba totalmente negro donde quiera que mirara, la lluvia arreciaba y era ya una cortina de agua torrencial que había convertido el campo en un barrizal y reducido a la caballería a la inmovilidad, algo que no era necesariamente malo para los romanos, dada la superioridad cartaginesa en ese campo, pero que comenzaba a afectar también a la infantería. Marco Claudio Marcelo sintió que iba a perder el control de la situación y tomó una decisión. —¡Cornicem! Toca retirada general. Todos los que le escucharon lo miraron extrañados, no era propio de Marcelo, la Espada de Roma, como ya lo llamaban algunos, dejar un combate a la mitad, pero nadie osó discutir sus órdenes. El toque se elevó por encima del clamor de la batalla y del rugido de la lluvia y fue repetido a lo largo de toda la línea, entonces, los disciplinados soldados romanos e itálicos iniciaron la delicada maniobra de destrabarse sin perder la cara al enemigo.
El toque de retirada se escuchó claramente incluso entre el fragor de la primera línea. Publio Cornelio Escipión maldijo entre dientes, paró con el escudo una lanza que le buscaba la cara y dio un paso atrás. Toda la línea retrocedió un par de pasos, al principio los lanceros libios les fueron detrás, pero al entender el movimiento dejaron irse a los romanos. Al parecer, habían tenido suficiente y Escipión se alegró de ello. Retirarse con un enemigo acosándote no era plato de gusto. Aun así se sentía frustrado. Le habían colocado al mando de varios manípulos de príncipes, la espina dorsal de las legiones, y tenía ganas de pelea, pero una orden era un orden y poco a poco los romanos rompieron el o.
Buntalos dejó irse al enemigo, paso a paso los romanos se fueron retirando y se perdieron entre la lluvia torrencial. Un oficial cartaginés a caballo había transmitido la orden de Aníbal de no perseguirlos. Ya lucharían otro día. Había dicho, y así debería ser, pero a Buntalos le ardía la sangre, acostumbrado a vencer, llevaba demasiadas derrotas o combates en tablas últimamente y eso no le gustaba. Envainó la espada y se pasó la mano por la cara en un intento inútil de quitarse el agua del rostro. Tras él, Durato se palpaba la herida del costado retirando la mano manchada de sangre. —¿Estás bien? —le preguntó Buntalos. —Sí, jefe. Es solo un rasguño. Gracias por cubrirme mientras retrocedía. —No es nada… —Retroceder es algo que se le da muy bien a nuestro jefe —dijo alguien interrumpiéndolo. Buntalos se dio la vuelta y pudo ver a Ambón a pocos pasos. Sonreía con suficiencia, como acostumbraba. Buntalos apenas lo había visto desde que le había partido la cara a principios del invierno en Capua, pero las ratas siempre asomaban en los momentos revueltos y en este caso la rata venía acompañada por otras. Ambón miraba a Buntalos entre la lluvia, llevaba barba cerrada, era bien parecido y podría haber caído fácilmente simpático si no tuviera una perenne expresión de desdén y suficiencia en la cara. La expresión del imbécil que se cree más listo que los demás, pero nadie le ha dicho que es un imbécil. Buntalos le dio el escudo a Lesson, que estaba a su izquierda, se soltó las correas del casco, se lo quitó muy despacio y se pasó las manos por el cabello gris y corto que se fue calando rápidamente bajo la lluvia. Le pasó el casco a Durato que, ignorando su herida, se había puesto a su derecha. El resto de los guerreros celtíberos se mantuvieron al margen, hacía tiempo que se cuestionaba la autoridad de Buntalos, y qué mejor lugar que el campo de batalla para resolver las dudas. Ambón estaba rodeado por media docena de descontentos, el jefe los
conocía a todos, el tipo de basura que gritaba mucho en las tabernas, pero a los que nunca se encontraba en primera fila. Aún con la espada en la vaina, Buntalos se acercó dos pasos a Ambón, que empuñaba sus armas. Lanza en la mano derecha y un escudo grande y de forma oval en la izquierda. Llevaba el yelmo puesto, pero las altas plumas con las que lo decoraba lucían algo tristes empapadas por la lluvia. Ambón era un guerrero cuya apariencia lujosa pintaba de él una imagen que distaba de ser la real, solo era el resultado de haber nacido en una familia con posibles y no haber ganado sus riquezas combatiendo por ellas. —Si tienes algo que decir, dímelo a la cara aquí y ahora delante de todos. Normalmente esto habría hecho al arrogante Ambón plegar velas y batirse en retirada, siempre dejando detrás algún comentario que creyera ingenioso o hiriente, aunque no fuera lo uno ni lo otro. Solo una vez las cosas habían llegado a mayores, en Capua, pero en ese caso había sido producto del exceso de vino. Buntalos vio la duda en sus ojos por un instante, pero se sabía respaldado por media docena de hombres mientras que Buntalos solo tenía a Lesson y a Durato, este último herido. El resto permanecía observando sin tomar partido. Al ver a Buntalos solo, armado con su espada envainada y sentirse respaldado por los suyos, el aspirante a jefe dio un paso al frente, solo uno. —Hace tiempo que no conocemos la victoria contigo. Huiste del combate hace meses ante esta misma ciudad, y durante el asedio de Casilino te pasaste el tiempo en tu tienda con la pierna en alto —sonrió con su odiosa sonrisa de suficiencia—. Yo digo que estás viejo y es mejor que te eches a un lado. —¿O qué? —fue toda la respuesta de Buntalos. —¿Cómo? —preguntó Ambón desconcertado por un momento. —Que me eche a un lado, ¿o qué? Los ojos de Buntalos brillaban con un nivel de amenaza que era casi físico, pero Ambón estaba borracho de confianza. —Empieza por echarte a un lado y luego ya veremos… Acompañó la palabra con la acción y acercó la punta de la lanza al hombro
derecho de Buntalos, este no se movió y Ambón presionó con la punta ligeramente, sonriendo aunque sin abrir la boca, costumbre que tenía desde que le había partido los dientes en aquella taberna de Capua. La punta de la lanza se encajó entre los eslabones de la cota de malla y este presionó más, pero Buntalos no retrocedió. —No voy a echarme a ninguna parte, chico. El tono del jefe sonó serio, en cambio, a nadie escapó el insulto que radicaba en la última palabra. Los ojos de Ambón brillaron con ira, retiró el arma y rápido como una serpiente golpeó de nuevo, esta vez a matar, pero eso era lo que Buntalos había buscado. Se echó a un lado, agarró el hasta de la lanza y tiró desestabilizando a su enemigo. Se movió colocándose a su lado y le golpeó con la mano izquierda, un puñetazo brutal que le arrancó el yelmo y lo hizo caer al suelo cuanto largo era entre salpicaduras de agua y barro. Antes de que se levantara, el jefe le dio una patada en el estómago, le agarró del pelo y lo obligó a ponerse de rodillas de cara a sus seguidores mientras con la otra mano sacaba la espada. Ambón miró la hoja corta, con muescas propias de su mucho uso, pero afilada como una cuchilla de afeitar y miró después a Buntalos con los ojos desorbitados y llenos de lágrimas. —No por favor…¡¡¡No!!! No me… El jefe le escupió en la cara y luego movió la hoja de la espada de manera lenta sobre el cuello del rebelde, pero con una fuerza tal que, entre el surtidor de sangre se pudo escuchar el chirrido del filo sobre las vértebras incluso sobre el sonido de la lluvia torrencial. Ambón se llevó las manos al cuello y se sacudió, pero Buntalos lo sostuvo por el pelo mientras miraba al resto de los rebeldes, luego dio un paso atrás, levantó la espada y golpeó. Un golpe corto pero fuerte y eficiente que terminó de seccionar la cabeza de Ambón, la cual lanzó luego contra sus secuaces. Estos dieron un paso atrás tratando de mezclarse con los demás, pero todo el mundo les rehuyó. Tras ello, Buntalos miró a sus hombres. —Y si nadie tiene nada más que decir, tenéis un puto campamento que montar. Y al próximo que me discuta, lo mato como a este perro cobarde. Acompañó las palabras con una patada al cuerpo decapitado. —Tiradlo a una pocilga y que se lo coman los cerdos —ordenó—, y, ahora, moveos.
Desde lo alto de su semental negro Aníbal observó la retirada de su ejército. Casi agradecía que los romanos hubieran decidido retirarse. Estaba seguro de que la balanza se habría terminado inclinando de su lado, pero quizá el coste habría sido demasiado. Las batallas improvisadas, producto de un encuentro fortuito y sin planear estaban llenas de demasiadas incertidumbres y, en este caso, la climatología privaba al general de cualquier ilusión de control sobre las tropas. Mejor dejarlo para otro día. Cartalo se aproximaba lentamente con su caballo chapoteando entre el barro y un pliegue de la capa sobre la cabeza en un patético e infructuoso intento de protegerse de la lluvia. —¿Bajas? —preguntó el general. —Pocas, bastantes heridos, aunque de poca consideración, y los muertos no creo que lleguen a un centenar casi todos en la caballería. No sabemos entre los romanos, pero imagino que más o menos lo mismo. Aníbal asintió, podría haber sido peor, así que estaba satisfecho con el resultado. Iba a dar la orden de volver todos grupas y empezar a preparar el asedio cuando vio a Asdrúbal acercarse seguido por un grupo de númidas. El oficial, sin decir nada, descorrió la capa que cubría el cuerpo atravesado sobre uno de los caballos y Aníbal pudo ver el cadáver de Maharbal. El general de los númidas tenía aún la larga vara de hierro del pilum que lo había matado asomándole por la boca y la coronilla, esta se había doblado y no habían conseguido extraerla. El general cartaginés, satisfecho con el resultado del día hasta un segundo antes, observó el cuerpo de su lugarteniente con gesto inexpresivo. Su único ojo miraba el muerto ajeno a todo y en su gesto pétreo era imposible leer ninguna expresión. Tras un largo silencio, interrumpido solo por el tronar de la lluvia torrencial, miró a Asdrúbal. —Llevadlo a su tienda. Cuando deje de llover que se levante una pira y se le entierre con los honores debidos. Y, con la sensación de victoria totalmente evaporada, el resto de oficiales púnicos chapotearon de vuelta al campamento que los soldados trataban penosamente de levantar.
Llovió durante todo el día y la noche siguiente y solo escampó a mediados de la mañana. Los feraces prados de Campania brillaban de un verde vigoroso, pero a nadie se le escapaba que en esos campos anegados por el agua sería imposible maniobrar por el momento. Tanto unos como otros se observaron, desde la empalizada de su campamento los cartagineses y desde las murallas de Nola los romanos y sus aliados. Durante el resto de ese día estaba claro que no habría actividad, así que, pese a las severas restricciones impuestas por el procónsul Marcelo, todos aquellos que no estaban de guardia en las murallas buscaron cómo o con quién divertirse y pasar el rato. Lucio Lupo vagabundeó por la calles hasta que encontró una taberna abierta, se veía limpia y por la puerta y ventanas salía un delicioso olor a guiso que le hizo gruñir el estómago, así que decidió entrar. El día era soleado y bochornoso, por lo que agradeció doblemente la fresca penumbra interior. Antes de que sus ojos se acostumbrasen a la luz escuchó una voz familiar. —Vaya, mira quién aparece al olor de un buen guiso… Lupo reconoció a Manlio sin verlo. El centurión, vestido tan solo con una túnica ceñida con un cinturón de cuero y armado con un puñal, estaba sentado con un camarada a una mesa y le indicó un tercer taburete que estaba libre. —Lucio Lupo, te presento a Publio Sura, de los marsos, otro piojoso itálico para sacaros las castañas del fuego a los romanos. Lupo estrechó la mano del marso, que lo examinó de arriba abajo. —¿Caballería? —preguntó. Lupo iba, al igual que ellos, vestido tan solo con su túnica militar y un puñal colgado al cinto junto a su bolsa. —Decurión, ¿cómo lo sabe? El marso se tocó la nariz y Manlio se echó a reír. Lupo se olió la túnica y rio a su vez, de tanto estar rodeado de él, ya no notaba el olor a caballo. —Vosotros tampoco oléis a rosas, mis queridos infantes.
Manlio siguió riendo y le sirvió un vaso de vino, a Lupo no se le escapó el brillo en los ojos de ambos cinturones que iban algo más que achispados. —Tened cuidado con el vino —dijo antes de probar el suyo—, ya sabéis las órdenes de Marcelo. —No te preocupes, chico —respondió el samnita—, nosotros controlamos. Bebieron los tres de nuevo y Manlio fue a rellenar los tres vasos, pero la jarra estaba vacía. —¡Iria, querida! —dijo levantando el brazo y llamando a la camarera—. Tráenos otra jarra de vino y añade otro plato de guiso cuando esté listo —la bella camarera asintió desde la barra y Manlio se volvió hacia Lupo—, hacen un guiso de cordero con laurel, vino y miel que… ¿Qué ocurre Lucio? El centurión se interrumpió al ver el gesto serio del decurión de caballería. Sura, que había estado atento a todo intervino. —¿Conoces a esos, Lucio Lupo? El aludido asintió. Tres legionarios habían entrado, llevaban sus placas pectorales y espadas al cinto, lo dirigía uno con aspecto patibulario y hechuras de gladiador que se detuvo al reconocer a Lupo, le miró un momento y saludó asintiendo con la cabeza y con un sonrisa cínica y peligrosa antes de acercarse a la barra. Lupo se relajó cuando el grupo le dio la espalda y respondió al centurión. —Sí, los conozco, al menos al grandullón. Es un optio reclutado entre los presos a los que alistaron tras Cannas, se llama Danio Martio o algo así. Tuve que tratar con él este invierno mientras tratábamos de abastecer Casilino, es un ladrón, un asesino, y tengo razones para pensar que un violador, y servir bajo las águilas no lo ha redimido. Me consta que trapichea con todo lo que puede. Yo no le dejé y por eso me la tiene jurada. Los dos centuriones escucharon atentamente, súbitamente sobrios, después, se miraron el uno al otro y luego a los aludidos. Se habían sentado en una mesa en el otro extremo de la taberna y bebían y charlaban mientras jugaban a los dados con otros tres legionarios a los que parecían conocer, pero el optio no dejaba de mirar de reojo a Lupo y, de rebote, a Manlio y a Sura.
El ambiente se relajó cuando Iria, la camarera, les sirvió tres platos del delicioso estofado y una ensalada con algunas verduras de temporada regadas con aceite de oliva. Los dos oficiales de infantería y el de caballería se pusieron a comer contentos de alterar la monotonía del rancho de las legiones con el bien aderezado guiso y se despreocuparon. Lupo rebañaba con pan los últimos jugos de su plato cuando algo llegó rebotando hasta su pie. Miró hacia abajo y vio un pequeño dado de hueso. El resultado era un seis. Levantó la vista y vio a los cinco ocupantes de la mesa mirándolo. —Disculpe, decurión —dijo el optio Martio—, ¿me pasa el dado? Tenía la misma sonrisa cínica de siempre, pero Lupo no vio razón para no devolverle el dado. Se agachó a cogerlo, pero, cuando se lo iba a lanzar a los otros, Sura le cogió del brazo. —Déjame que vea ese dado un momento. Lupo no lo sabía, pero Sura era aficionado a los juegos de azar, cogió el dado con su enorme manaza, lo sopesó un momento y lo lanzó tres veces. Tres seises. —Lo que suponía —murmuró—, está cargado. Le devolvió el dado a Lupo y este lo miró un segundo y luego a Martio, este estaba sentado de espalda a su mesa y le leyó el pensamiento, le guiñó un ojo y le hizo un gesto, medio en serio medio en broma, llevándose el dedo a los labios para que le guardara el secreto. Lupo se iba a limitar a lanzarle el dado y seguir con su comida, pero que ese miserable le hiciera cómplice de sus trapicheos le hizo cambiar de opinión. Se puso en pie y se acercó a la mesa que ocupaban los jugadores. Martio extendió la mano para recibir el dado, en cambio, Lupo lo lanzó al centro de la mesa, el resultado fue, obviamente, otro seis. —Os están engañando —dijo mirando a los otros tres de la mesa—, juegan con dados cargados. Una viva discusión estalló entre los jugadores y Lupo volvió a su mesa y siguió rebañando su plato. —¿Crees que eso ha sido inteligente? —le preguntó Manlio con la boca llena. —Me da igual lo que fuera.
Lupo terminó de comer y vio que sus compañeros habían hecho lo mismo, así que cogió los tres cuencos de cerámica y se dirigió con ellos a la barra a pedir más vino. —Veo que tu amigo es uno de esos romanos honrados y rígidos como una piedra —dijo Sura aprovechando que el aludido no podía oírles desde la barra. —Sí, pero no te creas, a este lo han vapuleado lo suficiente para flexibilizarlo un poco. No es mal chico. Sura asintió y miró a la otra mesa, los tres jugadores engañados se habían levantado y se habían ido, los estafadores, dirigidos por ese tal Danio, se repartían las ganancias mientras trasegaban vino, pero ni a Sura ni a Manlio se les escapó que aquel no le quitaba ojo a la espalda de Lupo. —Pues más le vale que esa flexibilidad le haya puesto ojos en la espalda, porque ese Martio no parece de los que perdonan.
Tras terminar de dar una ronda de inspección por el campamento y observar el inicio de las obras de asedio, Aníbal se retiró a su tienda. Había diluviado toda la noche, pero ahora el sol brillaba y zarcillos de vapor se iban elevando por todas partes, haciendo el aire casi irrespirable por el bochorno. Los hombres secaban su equipo al sol y aguardaban, pues todos sabían que la acción era inminente. Conforme el ambiente se secase un poco esa tarde, encenderían la pira de Maharbal y del resto de los caídos el día anterior, muy pocos, por suerte. Al día siguiente la guerra volvería a empezar, pero por ahora podían tomarse una pausa. Encontró a Cartalo a la entrada de su tienda. —¿Novedades? —Nada significativo, Aníbal, pero hay correo. Un jinete nos alcanzó esta mañana. Casi todos son cotilleos y novedades sin mucha sustancia sobre Cartago, pero hay una carta de Magón para ti. El oficial le tendió un rollo de pergamino con el sello intacto. El león y el rayo que usaban los hijos de Amílcar, la camada del león, como los llamaba su padre con orgullo. Una vez más, como hacía casi a diario, se preguntó qué haría su
padre en esa situación. A ojos de todos había superado al invicto Amílcar, pero no a los suyos propios, la sombra de su padre era un fantasma amistoso pero alargado que se arrojaba sobre Aníbal cada día de su vida. Dejó el rollo sobre una mesa, bebió un largo trago de agua de una jarra que le tendió un sirviente, jamás tocaba el vino cuando estaban en campaña, y se sentó a la sombra a leer las palabras de Magón.
Querido hermano: Te escribo esta carta bajo sugerencia de nuestra hermana. Sabes que no soy hombre de letras, pero Salambó insiste en que sea yo quien te ponga al día, pues al fin y al cabo, y aunque me pese, esta no deja de ser, como algunos la llaman con desprecio «la guerra de los Barca». La llaman nuestra guerra, pero todos se lucran de ella y ahí viene el problema. Recordarás por otras cartas y noticias que, a pesar del vapuleo que Hannón el Viejo me dio en el Consejo, este aprobó reclutar un ejército para mandarte como refuerzo además de los cuatro mil númidas y cuarenta elefantes que ya te mandamos, y que me consta que ya has puesto en acción. He pasado el invierno y parte de la primavera recorriendo el norte de África de arriba abajo, reclutando y entrenando hombres mientras no estaba peleando contra el Consejo para que abrieran la bolsa y pagaran por ello, esos malditos tacaños. El resultado de mis esfuerzos ha dado un fruto bastante bueno. Cuento con doce mil lanceros pesados libios, perfectamente equipados, entrenados y con buenos oficiales. Además, he conseguido reclutar a mil quinientos jinetes aquí, en la propia Cartago, que día a día continúan entrenándose como caballería pesada y son, a mi entender, bastante prometedores. Junto a la infantería y caballería hemos reunido veinte elefantes más, aunque comienza a ser cada vez más difícil encontrarlos y, me temo, que importarlos de Oriente, aunque son más grandes y poderosos que los nuestros, puede resultar demasiado caro. Cuento, como ves, con un pequeño pero fuerte ejército, quizá no lo suficiente para enfrentarse por sí solo a los romanos, pero es, desde luego, suficiente para inclinar la balanza de nuestro lado en Italia. Pero es aquí donde vienen los problemas. Hace unas semanas los romanos derrotaron estrepitosamente a nuestro hermano en Iberia, descuida, Asdrúbal está bien, y eso ha deteriorado la situación allí de manera dramática. Me escribió desde Quart Hadast, donde consiguió refugiarse,
contándome los detalles. Al parecer, a principios de primavera se encontró con los hermanos Escipión, Cneo y Publio, el mismo al que batimos en Tesino, en algún lugar al sur del río Ebro, cerca de su desembocadura. Los romanos contaban con dos legiones completas y un contingente reforzado de itálicos, más algunos iberos que les son leales, en total unos treinta mil infantes y casi tres mil jinetes. Asdrúbal contaba con unos veinticinco mil infantes, casi cuatro mil jinetes y veinte elefantes. Así que podríamos decir que estaban equilibrados. Los romanos desplegaron a su manera habitual, romanos al centro, itálicos en las alas y caballería a los flancos. Desde ese punto de vista, son bastante poco imaginativos. Asdrúbal esperaba esto y decidió imitar nuestra táctica en Cannas, que conoce por las cartas y despachos que tanto tú como yo le hemos mandado. Desplegó a sus hispanos en el centro y a los libios guardando los flancos. En las alas, su caballería precedida por los elefantes. Los romanos no se hicieron de rogar, nunca lo hacen, y cargaron sobre la línea en general. Al principio hicieron retroceder a los hispanos, pero nuestros lanceros aguantaron a los itálicos y comenzaron a hacerles retroceder. El plan de Cannas se estaba repitiendo hasta el momento, sin embargo, aquí es cuando se comenzó a torcer. Al contrario que nos ocurrió a nosotros, la caballería romana aguantó la carga y el combate entre jinetes no tuvo un efecto decisivo, todo lo decidió la infantería y en ese caso los romanos nos superaron. Aunque los libios tenían a los itálicos bajo control, los romanos le dieron a los hispanos una soberana paliza y estos rompieron filas y huyeron. Una vez liberadas, las dos legiones romanas giraron a uno y otro flanco y aplastaron a los libios. Parece ser que sufrieron muchas bajas, pero casi todas fueron itálicos, por lo que el núcleo de las legiones sobrevivió intacto. Asdrúbal logró retirarse con la caballería y refugiarse, como ya te dije, en Quart Hadast, pero los romanos saquearon su campamento haciéndose con grandes cantidades de víveres y equipo. Creo que Asdrúbal planteó bien la batalla, pero ni sus hombres eran los veteranos que tienes en Italia ni sus oficiales eran, modestia aparte, pues fui uno de ellos, los que están allí contigo. Por otra parte, esos treinta mil romanos me infunden mucho más respeto que los ochenta mil que enfrentamos en Cannas. Nuestro padre nos enseñó que el número de un ejército es secundario, lo que cuenta es su moral y su experiencia, y sus mandos. En ese aspecto me temo que el ejército de Cneo y Publio Cornelio Escipión es uno de los mejores de los que tiene Roma. Los Escipiones son militares muy competentes y trabajan juntos a la perfección, además, han entrenado a sus hombres hasta el extremo y no son esos reclutas apresuradamente reunidos a los que exterminamos el año pasado. Parece
ser que el Consejo ha entendido esto y aquí vienen las malas noticias que te anunciaba. Me mandan a Iberia con mi ejército. Estás solo. Sé que sabrás apañarte y espero que pronto podamos mandarte recursos, pero a día de hoy la prioridad es defender Iberia, sin los recursos que allí tenemos la guerra es insostenible. Pero tranquilo, ellos tienen a los hermanos Escipión, nosotros tendremos a los hermanos Barca, y los leones no tememos a los lobos. Te escribiré siempre que pueda.
Que Baal y Tanit te protejan, hermano. Magón Barca
P. D.: Da recuerdos a Asdrúbal, Cartalo y a Maharbal, diles que echo de menos su peste a caballo y sus malas pulgas.
Aníbal se rascó la cuenca vacía del ojo bajo el parche, arrugó la carta y la contempló dentro de su puño apretado. Aquella derrota de Asdrúbal era más grave de lo que Magón había expresado. Si hubiera ganado y eliminado a los hermanos Escipión, al año siguiente habrían podido caer sobre Italia con todo y rendir a los romanos. Eso ahora era imposible. Al menos por un tiempo, pero no podía culpar a Asdrúbal, su hermano luchaba con los recursos que tenía y no lo hacía mal, ahora solo quedaba esperar que el optimismo de Magón estuviera justificado. Levantó la vista y miró hacia las murallas de Nola. —Entre tanto, solo tengo que aguantar aquí en Italia —dijo en tono reflexivo—. Nada más que eso… Y se echó a reír a carcajadas por su propia broma, pintando una hercúlea tarea como un quehacer baladí.
Estaba sudando la gota gorda bajo aquel bochorno y con el equipo puesto. Pero el deber era el deber, pensó Publio Cornelio Escipión. El procónsul Marcelo, que cuando de mantener la disciplina se trataba no entendía de rangos ni de clases sociales, había puesto a sus tribunos militares y prefectos de alta cuna a patrullar las calles al mando de destacamentos armados. Un ejército acantonado entre la población civil era una situación altamente inflamable y no estaba dispuesto a sufrir el más mínimo accidente, menos aún con Aníbal acampado a la puerta. Varios revoltosos habían sido puestos bajo grilletes y a dos borrachos y un violador les esperaba la ejecución. A los borrachos, itálicos, crucifixión, el violador, romano, sería azotado hasta morir por sus compañeros de tienda. Y estaban a mediodía del primer día, se dijo Escipión, aún caerían más. Iba a proponer a sus hombres un descanso a la sombra de unos edificios cercanos cuando se escuchó un estruendo y un hombre salió despedido por la ventana de una taberna y quedó tendido en el suelo inconsciente, sangrando por nariz y boca. —¡Joder! —exclamó uno de los legionarios de la patrulla. Escipión suspiró, estaba a punto de quitarse el casco que le asaba la cabeza, pero en su lugar apretó fuerte el garrote y miró a sus hombres. —Vamos a ver qué pasa…
Lo que pasaba es que Danio Martio, pese a haberse embolsado un buena cantidad estafando a esos pardillos con sus dados cargados, no llevaba nada bien que le hubieran levantado el juego antes de terminar de desplumarlos y quería revancha, pero tres contra tres era un balance demasiado igualado para su gusto, así que había esperado pacientemente un rato. Lupo, Manlio y Sura, terminada su comida, habían decidido pasar la tarde charlando y bebiendo un fresco vino blanco de la zona, ligeramente burbujeante, que el achispado Manlio conocía y, aseguraba, era estupendo para ayudar con la digestión. Mediaba la tarde cuando cuatro amigos de Martio llegaron. Siete contra tres le parecía algo más equilibrado, así que, tras envalentonarse un poco más con otra jarra de vino, Martio hizo una bolita con miga de pan y se la tiró a Lupo. Había que itirle la puntería al rufián, pues la bola cruzó la sala en una perfecta parábola que impactó en la coronilla del decurión. Lupo se dio la vuelta con más
sorpresa que enfado y, entonces, otra bola de pan perfectamente apuntada le dio en la frente. —Pero qué cojones… —dijo tras el segundo impacto, poniéndose en pie—. ¿Estás buscando bronca o qué te pasa? Sura, un tipo templado pese a su aspecto de toro, le agarró por el brazo y miró a Martio a los ojos. —Más te vale sentarte y estarte quieto, somos los tres superiores en rango, así que mejor no nos busques las cosquillas. —¿Superiores? —dijo Martio sonriente—. Yo no veo ninguna insignia de rango por aquí, ¿y vosotros, muchachos? Los otros seis se habían puesto de pie, amenazantes, y uno de ellos había cerrado la puerta de la taberna echando el pestillo. Estaba claro que aquellos no iban a atender a razones, no le perdonaban a Lupo haberles desvelado la estafa y los dos centuriones que le acompañaban no les disuadían demasiado. Lupo permanecía de pie con los brazos en jarras mirando a Martio. Por su parte, Sura, a quienes los combates honorables y limpios no le parecían necesariamente los más prácticos, se agachó como si fuera a atarse las sandalias, pero, en lugar de su calzado, agarró el taburete donde había estado sentado el decurión y, con un fluido arco, este voló directo a la cara de uno de los compinches de Martio. El impacto sonó con un satisfactorio chasquido de dientes rotos y el bergante cayó al suelo como un saco. Uno menos. Quedaban seis.
Escipión empujó la puerta, pero estaba atrancada, dentro el estruendo era monumental por lo que, sin pensarlo dos veces, pateó con todas sus fuerzas la puerta junto al marco y el pestillo saltó hecho astillas al primer golpe. Cuando entró la escena lo dejó boquiabierto, aquello parecía el campo de Cannas. Tendido junto a la puerta yacía un tipo con la cara ensangrentada y un taburete tirado al lado que tenía varios trozos de dientes clavados. A un par de pasos, un tipo gemía mientras se miraba el brazo doblado por el codo en ángulo recto, pero en la dirección contraria a la normal. Otro más yacía tendido de bruces, inconsciente, y otros tres estaban trabados con otros tantos en combate, aunque el resultado era bastante desigual. Un tipo con físico de toro pateaba en las
costillas a un legionario que a duras penas trataba de parar los golpes de las hercúleas piernas. Escipión no pudo evitar notar que el pateador parecía indiferente, casi aburrido. Al fondo de la taberna, el único combate que parecía más o menos igualado implicaba a dos figuras que rodaban por el suelo mientras se sacudían unos puñetazos horrorosos, y la pareja más cercana la componía un tipo alto de pelo castaño y corto que tenía sujeto a otro por el cuello y le machaba la cara con puñetazos fuertes y metódicos, cloc cloc cloc, sonaban. —No puede ser… —murmuró Escipión al reconocer a este último—. ¡Manlio! El aludido dejó el puño en el aire y miró hacia la puerta. Al reconocer al tribuno completamente armado soltó a su víctima, que cayó al suelo desmadejada y se puso firme. —Publio Cornelio —dijo con gesto inexpresivo, como si estuviera pasando una revista rutinaria. Sura, al fondo, reconoció el rango, dejó de patear al caído y se cuadró también. Al fondo, los otros dos seguían sacudiéndose ajenos a todo. Escipión señaló a cuatro de sus hombres que habían entrado tras él que los separasen. Los cuatro legionarios armados con porras entraron y, sin piedad, empezaron a repartir hasta que separaron a los combatientes y los pusieron en pie. Lupo sangraba por la nariz, que tenía rota otra vez, y por el labio. Martio se había llevado la peor parte, pues a la ceja que le había partido Lupo más el par de dientes que le habían saltado se unió un porrazo de uno de los legionarios que lo dejó semiinconsciente y colgando de los brazos de sus captores. El tribuno se acercó a Manlio y, a pesar de ser mucho más bajo, le miró a los ojos con gesto de furia. —¿Se puede saber qué cojones habéis hecho? —Empezaron ellos, Publio Cornelio, esto ha sido todo en defensa propia. Escipión miró al despojo caído a los pies de Manlio y a los otros cuatro que había tirados por el suelo. —No es lo que parece. —No es mi culpa si empiezan cosas que no saben terminar, Publio Cornelio — dijo Manlio intentando no reírse y mirando fijamente hacia ninguna parte. Una
cabeza se asomó tras la barra, era una chica bien parecida que parecía regentar la taberna. —Este hombre dice la verdad, fueron los otros los que andaban buscando gresca, estos tres caballeros son clientes pacíficos que no hicieron nada por empezar este desastre. —Muchas gracias, Iria, querida —dijo Manlio. —¡Tú a callar! —le chilló Escipión. —Publio Cornelio —dijo volviendo a mirar al infinito. —¿Estás segura de lo que dices? —Sí. Ellos no tienen ninguna culpa. Escipión se acercó al tipo con aspecto de toro. —¿Cómo te llamas? —Publio Sura, centurión electo de los extraordinarii. Asintió el tribuno y se acercó al final de la sala donde Lupo se mantenía en pie y firme rodeado por dos legionarios. —¿Lucio Lupo? —Sí, Publio Cornelio. —Te han dejado precioso… —dijo observándole la cara ensangrentada donde el ojo izquierdo se le comenzaba a hinchar—. Deberías haber aprendido ya a no juntarte con ese animal de ahí —y señaló a Manlio con el pulgar por encima del hombro. Se escuchó una risilla al otro lado de la sala que cesó inmediatamente cuando Escipión se dio la vuelta. Suspiró este y caminó hacia la puerta. —Llevaos a los heridos, ordenó a sus hombres. Los legionarios sacaron a los siete rufianes, la mayoría podían andar, menos el tirado en la calle que seguía inconsciente y al que había estado machacando Manlio, que no recuperó el conocimiento y murió a los tres días.
—Esta vez os vais a escapar porque os conozco a vosotros dos —dijo señalando a Manlio y Lupo— y porque esta señorita os avala, pero la próxima vez no tendré tanta compasión con vosotros. —¡Sí, Publio Cornelio! —dijeron los tres a coro. Escipión los miró con el ceño fruncido sospechando que, al menos los centuriones, estaban disfrutando de lo lindo, pero lo dejó correr y caminó hacia la puerta. Estaba ya bajo el umbral cuando se detuvo y se dio la vuelta. —Y pagadle a la tabernera los destrozos, incluida la puerta —asintieron los tres y la tabernera le lanzó una sonrisa deslumbrante. —Muchas gracias, general —dijo guiñándole un ojo. —Aún no lo soy —contestó Escipión, que se dio la vuelta y salió al bochorno de la calle. Manlio comenzó a reír a carcajadas y Sura se le unió de inmediato. Lupo se tocaba la nariz, que no paraba de sangrar, sin verle la gracia a nada de lo que había pasado. Los dos centuriones, abrazados para no caerse de la risa, se apoyaron en la barra. —Más vino, Iria —dijo Manlio—, que pagan los extraordinarii.
Tras conceder un día de descanso a sus hombres, al segundo día Aníbal mandó a su caballería ligera a devastar la región y, sobre todo, a asegurarse de que los romanos en Nola no recibían ningún suministro. La población más las tropas de Marcelo consumirían rápidamente toda la comida disponible, así, Marcelo tendría que rendirse o luchar, y Aníbal ya conocía lo suficiente a su rival como para imaginar qué opción tomaría este. Lo que Aníbal no podía sospechar es que Marcelo planeaba plantear combate mucho antes de lo esperado. El viejo procónsul se pasó el día en las murallas observando el terreno y el ir y venir de la caballería númida. Entendió el juego de Aníbal, pero no le preocupaba porque su intención nunca había sido permanecer allí encerrado mucho tiempo y la tormenta de dos días antes le había proporcionado la oportunidad que buscaba. Más allá de las calzadas que entraban y salían de la ciudad, el campo continuaba totalmente empapado, el
calor lo había secado bastante, pero ese barro sería un peligro para las caballerías, que no podrían pasar de un trote ligero sin correr el riesgo de romperse las patas al hundirse en el suelo blando. Eso dejaba aparte la mayor baza de Aníbal y, aunque casi le doblaba en número, Marcelo confiaba ciegamente en sus infantes. Las dos legiones traídas de Sicilia eran veteranas y tras el agotador programa de entrenamientos a los que los había estado sometiendo se encontraban en un estado de forma óptimo, sería una batalla muy dura, pero en un duelo de infanterías, la romana, con su sistema de líneas y relevos y sin miedo a verse atacada por los flancos por la caballería podría desgastar a los cartagineses hasta hacerlos retroceder. Se volvió a su ordenanza. —Convoca a todos los oficiales superiores. Reunión a la puesta de sol. El chico salió corriendo a cumplir su misión y Marco Claudio Marcelo continuó observando la llanura frente a él.
Pasó una última vez la piedra de amolar por el largo filo de su nueva espada, luego lo probó con el pulgar y asintió satisfecho. Había perdido casi todo el equipo que había llevado a Capua, salvo sus condecoraciones y la cota de malla, que habían quedado en Casilino bajo el cuidado de Busa, esta se las había hecho llegar junto a una carta deseándole la mejor de las suertes y prometiéndole una buena recompensa a su valor, tan pronto como sus deberes militares se lo permitieran. Sonrió ante la no muy velada promesa. Echaba de menos a la rica dama italiana, no se engañaba con respecto a sus sentimientos, una mujer de esa clase social no pasaba de ciertos niveles con un oscuro centurión auxiliar, por muy condecorado que estuviera, pero lo cierto es que no le importaba. Cneo Manlio estaba plenamente reconciliado con su vida y con su sino. Sabía perfectamente que cada día podía ser el último y así los vivía tranquilo y con la moneda para Caronte preparada para cuando tocase cruzar el río Estigia. Metió la espada en su vaina tras frotar el brillante metal con un trapo empapado en aceite, la dejó sobre su armadura, se tendió sobre su camastro y cruzó los poderosos brazos bajo la cabeza. Por un momento pensó en lo que le esperaba al día siguiente. Como de costumbre, los extraordinarii ocuparían el lugar de mayor riesgo, el extremo del flanco, el derecho en este caso, y él, como su centurión de
más alto rango, estaría al extremo de esa línea. Valoró sus posibilidades, superados en número y en el lugar más expuesto de la primera línea, y consideró que eran pocas. Con la mirada fija en la penumbra del techo de su tienda pensó en Caronte empujando su barca llena de muertos a través del río y se preguntó si él iría en ella. Divagó entretenido en esos morbosos pensamientos, pero la sombra de Busa se interpuso frente a la del sombrío barquero. Recordó sus largas piernas que terminaban en unas redondas y amplias caderas, su carne morena y firme, subió mentalmente por su vientre ligeramente redondeado y suave, los pechos grandes y pesados y llegó finalmente a la cara, con su eterna sonrisa enigmática, su nariz grande y recta y esos dos pozos oscuros e inteligentes que, cada vez que lo miraban, le hacían sentirse escogido, si bien brevemente, pero especial. —Estaría bien vivir para disfrutar de esa recompensa… —dijo mirando al techo de la habitación y se fue quedando profundamente dormido, soñó con barcas que cruzaban ríos, con muertos que esperaban en la orilla y con mujeres morenas que le llamaban desde el otro lado.
A unas millas de distancia otro guerrero observaba su espada a la luz de una hoguera tras frotarla amorosamente con un paño. A su alrededor sus camaradas charlaban y reían mientras se pasaban un pellejo de vino, pero él permanecía silencioso. Observó una vez más la filigrana de plata que había hecho grabar durante el invierno en la empuñadura de la bella espada. Le había costado un dineral, pero la mejor manera para un guerrero de mantener su riqueza era llevarla puesta, como atestiguaba la colección de brazaletes de plata y oro que le adornaban los brazos y las grandes placas de plata remachadas a su cinturón. Balkar se sentía orgulloso de su aspecto, como todos los guerreros, tenía un punto vanidoso. Una vanidad meritocrática la del guerrero que ha pagado por sus riquezas con su sangre y la de sus enemigos. Enfundó la espada y aceptó el pellejo de vino que le tendió Korbis. —¿De vuelta entre nosotros? —Nunca me fui —respondió Balkar. —Cualquiera lo diría, te he tenido que llamar tres veces para que me hicieras caso.
—Ya sabes que me gusta concentrarme en las cosas. Korbis le dio otro trago al pellejo de vino y fue a pasarlo a los demás, pero Balkar le detuvo. —Suficiente vino por hoy. —No seas aguafiestas anda un poco de… —He dicho que suficiente vino. Korbis sabía perfectamente cuando le hablaba el amigo y cuando le hablaba el jefe, y ahora era el segundo. —Lo que tú digas —puso tras de sí el pellejo que, de todas maneras, ya casi estaba vacío—. ¿Esperas problemas? —No lo sé, pero con los romanos a esta distancia y con la racha que llevamos no me fío. No quiero que me maten porque quien me tenga que guardar el flanco esté demasiado resacoso para levantar el escudo. —En cualquier caso, creo que nos vamos a tirar otra temporada sentados detrás de una empalizada —remató Korbis. —Puede, pero nunca se sabe…
El lobo, el león y el juramento
Mediados de julio del año 539 a. U. c. (214 a. C.). Nola, Campania
En un silencio asombroso, sin toques de corneta, el ejército romano se preparó para el combate con las primeras luces del amanecer. Centuriones y optios despertaron a los hombres y pasaron lista, las centurias se agruparon en las calles adyacentes a cada una de las puertas por las que saldrían de la ciudad. Repasaron su equipo y comieron. Los no combatientes que auxiliaban a los legionarios se aseguraron de mantenerse cerca con mulas cargadas con odres de agua con las que ayudar a los sedientos legionarios durante las pausas del combate que se avecinaba. Con los primeros rayos de sol apenas asomando por el horizonte, las puertas de Nola se abrieron y cuatro legiones salieron por ellas, dos romanas y dos de itálicos leales a Roma, todos unidos por su odio al invasor que había entrado a sangre y fuego en sus tierras y que aguardaba a poca distancia con un ejército que les doblaba en número. Cuando el sol terminó de salir, algo más de veinte mil infantes romanos e itálicos aguardaban formados en sus tres típicas líneas, sin caballería a los flancos. Esta estaba desplegada en retaguardia y sería usada como último recurso si el terreno lo permitía o la situación se volvía desesperada. Marco Claudio Marcelo observó a sus tropas desde lo alto de la muralla de Nola y después miró al campamento cartaginés en la rojiza luz del amanecer. Volvió a mirar las ordenadas líneas, se puso el casco y bajó por las escaleras del adarve. Al llegar abajo cogió un escudo y marchó lentamente a través de sus tropas directo al centro de la primera línea. No bien comenzó a avanzar entre los manípulos, un rumor empezó a extenderse y subir en intensidad. Los soldados golpeaban rítmicamente sus escudos con las astas de lanzas y pila y el sonido pronto se volvió atronador. Inmutable al estruendo el procónsul cruzó las líneas mirando al frente, ajeno a todo, y se detuvo una vez llegó al fin de su camino. Ahora solo quedaba esperar.
El estruendo de los romanos golpeando sus escudos era perfectamente audible, pero, tan repentinamente como comenzó, cesó. Aníbal había sido avisado de lo que ocurría conforme los vigías vieron abrirse las puertas de Nola. No se había equivocado al juzgar a Marcelo. Sempronio Graco no había querido tentar más a Fortuna en Cumas y había decidido no luchar, pero Marcelo era de otra pasta. El viejo lobo se creía capaz de vencerlo y había sacado a sus hombres a campo abierto, desafiándolo. El único ojo del púnico observó el terreno críticamente, lo conocía ya de memoria, aun así, observó de nuevo. Nadie leía el terreno como él y lo que le dijo esa lectura es que sería una batalla sin trucos, la infantería romana e itálica contra su variopinto ejército. Este, sin prisas, se armaba y comía, no había necesidad de acelerarse y los días de verano eran largos. Junto a él, tras la empalizada, aguardaban sus más cercanos, con la notable ausencia de Maharbal, que el día anterior había viajado en una nube de humo al reino de las sombras. —Ya sabéis vuestras órdenes —dijo volviéndose a sus oficiales—, empezad a sacar a los hombres del campamento y desplegad según lo indicado. No es educado hacer esperar a nuestros anfitriones. Todos asintieron y marcharon con sus unidades, mientras, Aníbal siguió observando a los romanos. Interesante ese tal Marcelo, la verdad es que no le importaría conocerlo.
—Está claro que como vidente no tienes precio. Korbis se echó a reír ante el comentario de Balkar. —No, la verdad. Mejor me dedico a esto —dijo palmeando su escudo. En efecto, la profecía de Korbis no se había cumplido y los iberos marchaban a ocupar su lugar en la línea. Repetirían el esquema de Cannas, según les había explicado un oficial púnico de enlace. Iberos alternados con celtas al centro y lanceros libios en los flancos con los elefantes en los extremos. La caballería, ante lo húmedo del terreno, permanecería en reserva. Balkar comprobó a los propios pasos lo acertado de esta medida cuando sus pies comenzaron a hundirse en el esponjoso terreno. Garokan pareció leerle los pensamientos. —Para cuando llegue el mediodía vamos a estar nadando en barro…
Asintieron casi todos, unos con humor y otros con preocupación, la pobre infantería en su hábitat natural. Llegaron a su puesto, flanqueados a ambos lados por unidades de celtas. La mayoría desnudos de cintura para arriba y otros completamente desnudos, no así sus jefes, enfundados en sus excepcionales cotas de malla. A pesar de los años, los celtas seguían siendo un misterio para los iberos. Korbis los odiaba, por obvias razones, con Garokan no se sabía, siempre en su mundo en el que nunca estaba claro lo que iba en broma o iba en serio. Balkar alternaba una mezcla de respeto y de confusión. Eran grandes guerreros, de eso no cabía duda, pero terriblemente individualistas y con un concepto extraño del valor. El hecho de que algunos fueran semi o completamente desnudos al combate seguía pareciéndole un gesto absurdo. El ibero conocía el honor, pero también conocía la utilidad de una buena puñalada por la espalda, y un campo de batalla no era el lugar para sutilezas ni para andarse con conceptos trasnochados del honor. Recordó entonces su duelo en Cannas con aquel centurión y sonrió. Bueno, quizás hubiera excepciones a todo al fin y al cabo. El recuerdo de su desafío le llevó algo a la memoria. —Korbis, ¿estás seguro de que ese romano que os ayudó en Capua era el mismo de Cannas? —Tan seguro como que me llamo Korbis —dijo este—. ¿Por qué preguntas eso ahora? Mientras hablaban se detuvieron y formaron la línea. Balkar, flanqueado por Korbis y Garokan, ocupó el centro del grupo que formaban sus hombres, unos doscientos guerreros iberos, todos veteranos, todos listos para entrar en combate una vez más. —No lo sé —dijo tras una larga pausa que hizo a su compañero pensar que ya no contestaría—, me vino a la memoria. Quién sabe, quizá está ahí en frente ahora mismo, esperándonos.
Desde el extremo derecho de la línea romana, Cneo Manlio se adelantó un paso y observó la formación, las dos legiones formaban una línea perfecta de cuatro millas con los manípulos aún abiertos y dejando los huecos entre ellos por los que se retirarían los velites, que se desplegaban en estos momentos a un centenar de pasos por delante. A su derecha no había nadie. Él era el final de la línea, trató
de no pensar en eso y contempló su manípulo. La primera centuria del mismo, bajo su mando directo, formada en ocho líneas de diez hombres, permanecía tranquila, con los escudos apoyados en el suelo y los hombres en concentrado silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. Observó su variopinto aspecto. Placas pectorales cuadradas o trilobuladas, algunas sencillas, sin adornos, otras ricamente decoradas, alguna cota de malla aquí y allá. Los yelmos también eran diversos, desde los que suponían una simple semiesfera de bronce con carrilleras a modelos más elaborados, como el suyo, con ojos grabados en la frente, reminiscencia de aquellos arcaicos y agobiantes cascos griegos que se veían en los relieves de algunos templos, todos tocados con altas plumas negras y rojas o con crines de caballo. Solo los grandes escudos y los pila eran uniformes, pero con eso bastaba. Nueve filas más atrás, Tito Porcio, el centurión de su segunda centuria, supervisaba a sus hombres. Cuando llegase el momento del choque deberían moverse hacia su izquierda y cerrar el hueco con el manípulo contiguo, el dirigido por Publio Sura. Porcio era un tipo joven pero experimentado, se lo habían recomendado por ser disciplinado y mantenerse firme en el combate, y eso era básicamente lo que se esperaba de un centurión. Así que lo había designado para el puesto. Porcio se dio cuenta de que le estaban observando e inclinó la cabeza a modo de saludo y Manlio se lo devolvió, pero volvió la vista pues algo llamó su atención. Un oficial alto y corpulento se acercaba caminando al frente de la línea. Era Cayo Lelio. El amigo de Publio Cornelio Escipión caminaba con pasos largos y elásticos, vestía una sencilla coraza musculada de hierro y un bello yelmo de bronce tocado con plumas rojas y blancas, al pasar frente al manípulo de Sura este se le unió y caminaron hacia Manlio. —Magnífico día para una batalla —saludó el romano. —Mejor que hace tres días, desde luego. —Algo me dice que de aquí a un rato vamos a echar de menos un poco de lluvia —terció Sura al que la cara ya le brillaba de sudor. Una vez pasados los comentarios insustanciales que se esperaban de ellos, y que los legionarios oyeron y aprobaron, los tres oficiales se alejaron unos pasos. —¿Eres nuestro prefecto hoy, Cayo Lelio? —preguntó Manlio. —Así es, alguien tiene que echaros un ojo —respondió este con una sonrisa. Los
centuriones rieron la broma, pero pronto cambiaron el gesto—. Eres el final de la línea, Cneo Manlio. El aludido miró hacia el vacío campo a su derecha como si no hubiera reparado en él. —Sí, eso parece. ¿Algún consejo? Lelio rio ante la velada arrogancia del itálico. —Los dioses me libren de decirte cómo hacer tu oficio. De todas maneras, cuando empiece todo los velites tienen órdenes de reagruparse tras nuestra línea y desplegarse en los flancos para acosar a quienes traten de sobrepasaros. La línea cartaginesa es más larga que la nuestra, así que la presión aquí será fuerte, esa ayuda nos vendrá bien. —No te preocupes, haremos nuestro trabajo, si tus queridos romanos del centro hacen el suyo y rompen la línea cartaginesa, todo irá bien. Lelio miró hacia el ejército cartaginés que se desplegaba a media milla de distancia. El centro quedaba oculto por sus propios velites, pero en los flancos las ordenadas líneas de lanceros se iban formando, dejando claro quién iba a ser su pareja de baile. Los dos centuriones fruncieron el ceño, no resultaba una perspectiva agradable, pero pocas cosas lo eran en un campo de batalla. —Aguantaremos —ratificó Manlio sin dejar de mirar la ordenada línea frente a ellos. La pregunta era cuántos hombres le costaría esa resistencia.
La larguísima línea cartaginesa se desplegó de este a oeste. Ailymas y sus hombres ocupaban el extremo izquierdo de la formación y los primeros rayos del sol comenzaron a darles en el lado derecho de la cara. Conforme avanzase el día el sol se iría colocando frente a ellos, no era una perspectiva agradable, especialmente porque el libio no se hacía ilusiones sobre una rápida resolución del combate. Los romanos eran testarudos, y con una muralla detrás cubriéndoles la retaguardia resistirían tenazmente. Había colocado en las primeras líneas a sus mejores hombres. Veteranos de sienes encanecidas y rostros curtidos. Los oficiales les habían arengado recordándoles que doblaban en número a los romanos, o casi, y que ya los habían vencido en numerosas
ocasiones. Todo eso era cierto, pero Ailymas sabía de sobra que la única batalla fácil era la que ya había terminado. Se rascó la barba, en el lado de la cara que aún le quedaba y se miró los brazos y la mano izquierda, cubiertos de tejido cicatrizado, recuerdo de las quemaduras de Casilino, que también llevaba en el rostro y otra media docena de partes del cuerpo. Al menos ese día no habría fuego, solo hierro, madera y barro, todos viejos conocidos. Una orden se extendió a lo largo de la línea repetida en media docena de idiomas y con ella el clamor de hispanos y celtas que golpeaban sus armas al avanzar, los libios se limitaron a embrazar sus pesados escudos redondos, Ailymas levantó su lanza y, al bajarla, todos comenzaron a andar en silencio y al paso, en una ordenada línea de escudos cubiertos de bronce con la luna de Tanit pintada en ellos. —Vamos allá —murmuró entre dientes con la vista fija al frente y la mente vacía de pensamientos y miedos inútiles.
Los primeros velites comenzaron a retirarse entre las filas de la primera línea romana. Primero eran heridos que podían caminar, luego los que venían arrastrados por sus compañeros y finalmente el resto de combatientes que, tras intercambiar proyectiles con la infantería ligera cartaginesa y tratar de dificultar, sin mucho éxito, el despliegue del ejército enemigo, se batían en retirada. Los heridos se replegaron hacia la ciudad y el resto, dividido en dos grupos, formó a ambos flancos del ejército romano. Cneo Manlio, de pie y a un par de pasos por delante de sus hombres, observó a Publio Sura al frente de su manípulo, se saludaron y casi inmediatamente sonó la orden de avanzar. Todos a una, a lo largo de dos millas la primera línea romana salió al encuentro de la cartaginesa. La segunda centuria de cada manípulo avanzó para cerrar los huecos entre centurias ofreciendo así un frente sólido al enemigo. Manlio comprobó con satisfacción como los velites formaban a su derecha y avanzaban con ellos. Los pies se hundían ligeramente en el suelo esponjoso y la humedad les mojaba los pies dentro de las caligae en un agradable contraste con el sol que empezaba a golpear, pero Manlio no se engañaba, una vez que miles de hombres comenzaran a ir y a venir, presionar, correr y caer en semejante terreno, este se convertiría en un horrible barrizal. Intentó no preocuparse aún por eso, ya habría tiempo, y miró al frente, los lanceros cartagineses avanzaban lentos,
impertérritos, directos hacia ellos. A su alrededor, más allá del sonido de los pasos sobre el húmedo terreno y del tintineo de las armas, el silencio era absoluto. Mandíbulas apretadas bajo las carrilleras de los cascos, ojos entrecerrados o muy abiertos, según cada cual iba relegando su miedo a un lado o sucumbiendo a él… La infantería ligera se adelantó levemente y comenzó a acosar a los lanceros, frenando un poco su avance aunque sin hacerles demasiado daño. A la izquierda se alzó un clamor seguido por un estruendo de madera y metal, gritos de guerra y algunos alaridos de heridos. Los centros de ambos ejércitos, sin duda precedidos por los impetuosos celtas, ya habían chocado. Manlio resistió la tentación de mirar, concentrado en su frente. A unos cincuenta pasos un toque de corneta indicó que comenzasen a avanzar a paso ligero. A unos treinta, las primeras filas lanzaron sus pila ligeros, unos pocos pasos después, casi a quemarropa, lanzaron los pesados. Manlio podía distinguir los rostros de sus enemigos. Caras crispadas por la tensión, algún gesto de miedo, pero casi todas determinadas, aquel iba a ser un combate entre veteranos, pero sin pensar en nada de eso, a apenas diez pasos de sus enemigos sacó su larga espada griega y se lanzó contra uno de los lanceros que forcejeaba con su escudo del que colgaban tres pila. El compañero del púnico trató de clavarle la lanza, Manlio la apartó con la espada, golpeó con su escudo al que forcejeaba que trastabilló hacia un lado dejando un pequeño hueco, pero el samnita no necesitaba más, golpeó justo sobre el borde superior de la cota de malla de su enemigo, idéntica a la suya, y la espada se clavó profundamente en la base del cuello. Un chorro de sangre le salpicó la cara, desclavó, pero media docena de lanzas le buscaban, así que interpuso su escudo y retrocedió un paso. Aquel iba a ser un día muy largo.
A unos cien pasos de los romanos los celtas habían cargado contra ellos, Balkar y los suyos, a pesar de no tener órdenes para hacerlo, tuvieron que cargar a su vez o podría romperse la línea. Como habían esperado, los romanos no aguardaron a pie quieto, por suerte para los iberos, la impetuosidad de los celtas hizo que se adelantaran y se llevaron ellos lo peor de la lluvia de proyectiles romana. El impacto, como siempre, fue brutal, pero los iberos llevaron la mejor parte e hicieron retroceder a los hastati que tenían en frente, aunque estos aguantaron la línea. Apenas habían sufrido bajas, pero los romanos tampoco, y el
duelo había degenerado en empujones con los escudos y rápidas cuchillas alrededor de estos. Balkar había impactado en un par de ocasiones en carne, pero no creía que ninguna de las heridas causadas fuera fatal, aun así, siguió presionando. La voz de Garokan llegó desde el flanco de su escuadrón. —¡Aguantad, aguantad! Balkar se permitió un rápido vistazo y entendió lo que su camarada decía. Los celtas retrocedían a su derecha y eso exponía su flanco. Los iberos disminuyeron la presión para mantenerse en la línea, pero eso dio un respiro a los romanos cuando ya empezaban a acusar la presión. Hasta que los celtas se rehicieran, tendrían que aguantar un poco.
La segunda línea romana, los príncipes, levantaron sus escudos y se prepararon para entrar en batalla. Un segundo clarinazo ordenó a los hastati, que llevaban un buen rato combatiendo, que se retirasen, estos rompieron el o y corrieron entre los manípulos de la segunda línea que se cerró inmediatamente tras el último de sus camaradas y, sin esperar órdenes, cargó contra los cartagineses antes de que tuvieran tiempo de recuperarse. Publio Cornelio Escipión, al frente de los disciplinados príncipes, cayó sobre el grupo de celtas que tenían en frente, estos, desordenados tras el largo combate con los hastati, sufrieron un gran número de bajas cuando la oleada de jabalinas lanzadas por los príncipes casi a quemarropa atravesó escudos y carne por igual. Un instante después, una línea de soldados romanos frescos y envueltos en su mayoría en cotas de mallas cayeron sobre ellos. Escipión impactó a la carrera contra el primero que encontró, el celta trastabilló y, antes de que cayera al suelo, fue atravesado por el legionario que marchaba junto a él. Un galo enorme le atacó con su larguísima espada, Escipión bloqueó el golpe con la suya, lanzó hacia delante el brazo del escudo y el tachón del mismo le dio al galo en el costado haciéndole girar, lo que el romano aprovechó para apuñalarlo en el costado. La corta espada de Escipión se coló entre las costillas del celta que cayó con un bufido y casi le arrebata el arma de las manos. El guerrero sangraba profusamente por nariz y boca, pero seguía intentando luchar, Escipión, inmisericorde, le pisó la cara con las caligae claveteadas, la cabeza del galo se hundió en el barro, retorció la hoja dentro de la caja torácica de su rival, que quedó finalmente inmóvil y la sacó con un sonido
húmedo de succión. A su alrededor, los príncipes habían avanzado sembrando el suelo de cadáveres, los celtas resistían, pero no podrían aguantar semejante presión por mucho tiempo. El joven patricio dejó las reflexiones para otro momento, las batallas no estaban ganadas hasta que habían terminado. Agarró firmemente su espada y avanzó junto a sus hombres.
Desde lo alto de su semental negro Aníbal observaba en reflexivo silencio. Ambas líneas habían chocado con estrépito, en los flancos sus lanceros aguantaban o incluso hacían retroceder ligeramente las alas del ejército romano. En su centro la historia empezaba a ser diferente, el lento y normal goteo de heridos que se retiraban trastabillando o ayudados por sus camaradas comenzó a aumentar y la línea a retroceder lentamente. Tras él, varios escuadrones de celtíberos y galos esperaban como reserva. Se giró y miró a un celtíbero que permanecía adelantado a sus hombres a unos cincuenta pasos del general. Reconocío a Buntalos y le miró a los ojos, el guerrero, atento, se dio por aludido y Aníbal, sin necesidad de palabras, señaló el centro de la línea donde la retirada de galos heridos amenazaba con convertirse en una hemorragia de hombres o incluso en una fuga general. El hispano se puso el casco y Aníbal se desentendió de él. —¡Asdrúbal! —llamó. El oficial, a unos pasos de distancia, tocó con los talones a su caballo que se puso junto al de Aníbal. —Es hora de hacer entrar en acción a los elefantes. Y reconoce el terreno, si encuentras algún lugar por el que sea lo suficientemente firme para hacer avanzar a la caballería toma a los hombres que sean necesarios y flanquea al enemigo. Asdrúbal sin decir nada tiró de las riendas y partió a cumplir las órdenes. Se paró junto a dos oficiales y les impartió órdenes. Estos espolearon a sus caballos y las monturas chapotearon trabajosamente camino de las dos formaciones de paquidermos que se mantenían a la espera en los flancos. Una vez dadas las órdenes, el propio Asdrúbal se dirigió a donde la caballería, casi diez mil hombres, también él esperaba su oportunidad.
La hoja de la espada estaba roja hasta la empuñadura, con fragmentos de cerebro y cabello aún pegados a ella. Marco Claudio Marcelo la envainó sin preocuparse por eso en aquel momento y pidió a gritos un caballo. El brazo derecho del procónsul estaba cubierto de sangre enemiga y esta le salpicaba cara y pecho. Sus espléndidas grebas repujadas de plata estaban cubiertas de fango hasta las rodillas. Mientras le traían el caballo miró a los no combatientes con las mulas cargadas de odres de agua. —¿Qué hacéis ahí como pasmarotes? —les gritó mientras señalaba a los hastati que se reagrupaban en torno a sus estandartes—. Id a llevarles el agua y daos prisa u os haré crucificar a todos. Los sirvientes no dudaron ni por un instante que el procónsul iba en serio y fueron a socorrer a los combatientes. Un esclavo le trajo su caballo y le ayudó a montar. Marcelo no iba a ninguna parte, pero la altura que le prestaba la montura le ayudaría a tener mejor perspectiva. Por suerte, a pesar del fango, la humedad del terreno evitaba la usual nube de polvo y podía ver bastante bien el desarrollo de la batalla. La línea romana aguantaba o avanzaba y los flancos resistían. Las bajas eran numerosas, pero entraban en lo aceptable. La lenta picadora de carne de las legiones iba poco a poco haciendo su trabajo. Miró un poco más allá y distinguió algo que no le gustó, aunque lo había previsto. En la distancia las moles grises de los elefantes se habían puesto en movimiento. Llamó a dos tribunos militares y les señaló los paquidermos. —Ya sabéis qué hacer. Los dos jóvenes asintieron y partieron. Unos instantes después unos toques de corneta sonaron entre los triarii y los canosos veteranos que formaban la tercera línea de las legiones se dividieron en dos grupos y marcharon a los flancos. Marcelo sabía que Aníbal contaba con cuarenta de aquellas bestias y que, a diferencia de los caballos, no les afectaría el terreno enfangado. Mientras los velites los atosigaban con sus proyectiles los triarii formarían en los flancos y tratarían de mantenerlos a raya y hacerlos retroceder con sus lanzas. Si la estratagema funcionaba, la línea aguantaría y la batalla continuaría. Si no, su ejército sería aplastado contra las murallas de Nola y esta caería poco después. Así era la simple y cruel ecuación de la guerra.
Sujetó la falcata empapada de sangre con la mano del escudo y se secó el sudor de la frente. Iberos y romanos se miraban a una docena de pasos de distancia. Se había producido uno de esos extraños momentos de calma en las batallas en los que los guerreros, con una suerte de acuerdo tácito, se separaban y recuperaban fuerzas. Balkar había oído a las recitadoras de historias en Iberia y a Hanno contándoles poemas épicos o a esos bardos celtas capaces de hipnotizar a la audiencia con su voz aunque no se entendiera una palabra. Tanto unos como otros hablaban de guerreros que luchaban incansables durante horas, pero Balkar, como cualquier guerrero experimentado, sabía que eso no era cierto. Las batallas eran una serie sucesiva de explosiones de violencia intercaladas por momentos de calma como aquel. Si algo hacía a los romanos enemigos especialmente peligrosos era su capacidad para mantener la presión de manera constante, agotando a sus oponentes, pero incluso ellos necesitaban un respiro de vez en cuando. Reunió la poca saliva que le quedaba y se lamió los labios, tenía la boca seca como un puñado de estopa. A su alrededor sus hombres aguantaban bien, algunos heridos, pero nada serio. En su flanco derecho los hombres de Buntalos habían reforzado a los celtas, que habían sido destrozados por los romanos, y restablecido la línea. Se volvió para preguntar si alguien tenía agua, pero un grito de alarma le puso sobre aviso. Los romanos volvían a la carga. Sin apenas tiempo cogió la falcata con la mano derecha, se puso en guardia y aguardó el impacto.
Cuando el último de sus hombres hubo bebido, cogió el odre que le tendía el sirviente y dio un largo trago, tras lo cual se echó parte del contenido por la cara enjuagándose la sangre y el sudor. Los hombres de Manlio, sin necesidad de órdenes, habían formado en torno al estandarte. Media docena habían muerto ensartados por las malditas lanzas de los libios y otros tantos, heridos de consideración, se habían retirado, pero la centuria mantenía su cohesión. Le devolvió el odre al muchacho que se apresuró a echarlo sobre el arzón de la mula y quitarse de en medio. A su derecha, una larga falange de triarii se había desplegado. Los velites, que habían estado acosando a los elefantes y a la infantería ligera que los acompañaba, se retiraron cuando los enormes animales cayeron sobre ellos. Los curtidos lanceros romanos aguantaron impasibles y Manlio no pudo menos que irarse de su valor. La primera fila clavó rodilla en tierra y apuntó con sus lanzas hacia el pecho de los animales, un par de ellos
embistieron a la formación y aplastaron a su paso a los valerosos veteranos, pero pronto tuvieron que retirarse heridos por las lanzas de estos, el resto atacaban y retrocedían, sin duda los inteligentes animales, o eso había oído de ellos, eran reluctantes a embestir contra el muro de lanzas. Manlio buscó con la mirada a uno de los oficiales que dirigía a los velites y se acercó a él. El tribuno se mostró molesto cuando el centurión le agarró por el brazo y lo atrajo hacia sí. Pero el rostro cubierto de sangre y cicatrices, la costosa cota de malla decorada con armillae y dos juegos de phalerae de oro y plata que colgaban de un arnés sobre la armadura le dijeron que aquel no era un hombre al que tratar con condescendencia. —Dile a tus hombres que dejen de apuntar a los elefantes y ataquen a los jinetes —le gritó al oído, haciéndose oír por encima del estruendo de la batalla y señalando hacia los paquidermos. El tribuno pareció entender, asintió con la cabeza y marchó a impartir las órdenes. Los elefantes cartagineses llevaban al jinete sentado en el cuello del elefante, que se encargaba de dirigirlo, y a un lancero en lo alto del lomo. Si estos morían el elefante perdería el control y se guiaría por su propio instinto y, puesto en la tesitura de enfrentar un muro de lanzas o la seguridad de la retaguardia, elegiría esta última. O eso esperaba… Un toque de corneta llamó su atención. Los príncipes comenzaban a retirarse, tocaba volver al baile. Sacó su espada y ocupó su puesto en la esquina de la formación. —¡Vamos a por ellos! Muchachos —gritó alzando el brazo del arma. Un rugido de furia y determinación surgió de la centuria un segundo antes de que echaran a correr hacia el enemigo por segunda vez ese día. Al menos ahora, se dijo Manlio, no tendrían que preocuparse por el flanco.
Dejó al herido en manos de dos no combatientes que se lo llevaron hacia retaguardia, buscó con la vista el estandarte del manípulo y se reunió con sus hombres. —Tribuno, está herido —le dijo el signifer señalándole el muslo.
Escipión miró hacia abajo y, en efecto, tenía un corte en el muslo, justo por debajo de las cintas de cuero que colgaban del cinto bajo su coraza, las pteryges. La sangre chorreaba pierna abajo, colándose bajo las grebas cubiertas de barro. —Mierda… Se tocó el corte y, aunque era profundo, no le restringía demasiado los movimientos. El signifer se arrancó un trozo de la manga de la túnica y se lo tendió. Debía de tener su misma edad, algo más, quizá, unos veinticinco años, parecía más joven, aunque sin duda era valeroso. —Gracias —le dijo Escipión con una sonrisa mientras se anudaba el trozo de tela sobre la herida para tratar de contener la hemorragia—. ¿Donde está el centurión? —Muerto. El joven patricio asintió haciéndose cargo. Tras poner en fuga a los celtas que tenían en frente habían cometido el error de romper la formación para perseguirlos y el grupo de hispanos que acudieron a cubrir el grupo habían estado a punto de destrozarlos. Escipión y el centurión habían logrado restablecer la formación y contener a los hispanos, pero este lo había pagado con la vida, al igual que una veintena de hombres del manípulo. A pesar de todo, observó a los legionarios que se volvían a colocar en sus ordenadas filas, cubrían los huecos de los caídos y, como él mismo, vendaban sus heridas mientras esperaban a que volviese su turno de entrar en combate. Terminó de anudar el vendaje apretando cuanto pudo y flexionó la pierna un par de veces. Dolía pero aguantaría. Al levantar la vista vio las espaldas de los hastati que ocupaban en ese momento la primera línea. La extensión de barro salpicada de muertos que había entre ambos grupos había aumentado. Los cartagineses retrocedían.
A pesar del agotamiento, levantó de nuevo el escudo cuando la nueva carga de la infantería romana le vino encima. No era el suyo. Atravesado por tres de esas malditas jabalinas romanas, Buntalos se había visto obligado a soltar el suyo y agarrar el del guerrero herido a su lado, que se arrastró a duras penas hacia retaguardia. Habían estado a punto de conseguirlo. Con la formación deshecha por su propio ímpetu, habían caído sobre ellos después de que los celtas se retirasen y habían matado a no pocos, pero, disciplinados y guiados por un
centurión y el que parecía uno de esos tribunos nobles romanos, habían rehecho la formación y aguantado, frenando su carga. Buntalos había matado en persona al centurión que, más atento a sus hombres que a sí mismo, no se había puesto en guardia a tiempo. Había salvado el momento, pero lo había pagado caro. El combate que siguió había sido tan intenso y agotador como los anteriores hasta que los romanos se habían retirado y, sin apenas darles respiro, cayeron sobre ellos con una nueva oleada de hombres descansados. Buntalos paró con el escudo una serie de golpes que le obligaron a retroceder. Consiguió encontrar un hueco por donde colar una estocada que se perdió en el vacío, pero le permitió un segundo de respiro. Sus hombres se defendían con su habitual pericia, aunque cedían terreno; todos estaban exhaustos, pero no era momento de quejarse. Alzó la vista y se arrepintió de inmediato cuando el sol del mediodía le cayó sobre los ojos, cegándolo. Una sombra se proyectó sobre él, levantó el escudo por instinto y bloqueó el golpe. La espada del romano quedó clavada en el borde del escudo y, casi a ciegas, el hispano apuñaló a su rival dando, esta vez sí, en carne. Su objetivo retrocedió herido dejando la espada hincada en el borde del escudo del celtíbero y este retrocedió también otro par de pasos, cada uno de los cuales tuvo que darlo desclavando trabajosamente los pies del fango. Aquello no iba bien, pensó, nada bien.
Tras casi tres horas de combate ambos bandos se separaron unas decenas de pasos y se dieron un respiro. Aníbal observaba el campo de batalla con su único ojo entrecerrado bajo la sombra que le proyectaba el casco. A pesar de su superioridad numérica sus líneas retrocedían en todo el frente. Especialmente en el centro, donde ya casi había empeñado todas sus reservas. Las bajas, a pesar de todo, no eran catastróficas, pero nunca lo eran mientras se mantenía la cohesión de la línea, ¿que ocurriría si sus hombres se agotaban y cedían? Lo sabía demasiado bien y no le gustaba. Los romanos no habían aflojado en ningún momento, en parte gracias a su sistema de rotación de líneas y, en los flancos, los triarii habían logrado frenar a sus elefantes, pese a que les había causado numerosas bajas y en el centro les habían hecho retroceder de manera casi constante. Miró hacia atrás y observó a su numerosísima caballería, relegada a la inmovilidad por las condiciones del terreno. «Sería tan fácil», pensó frustrado. Hizo una seña a Asdrúbal y a Cartalo, que se colocaron a su lado, y señaló a un
gran contingente de celtas que se habían reagrupado tras el frente. —Que ocupen el centro. Vamos a intentar una última carga. Situad a los hispanos en los flancos de los celtas —miró a los romanos que reordenaban sus filas—, ellos tienen que estar tan cansados como nosotros, pero nosotros somos más, un último empujón y los aplastaremos contra las murallas. Ambos oficiales marcharon a impartir sus órdenes. —Una carga más —dijo Aníbal apretando los dientes—, tienen que estar agotados.
Le dio una palmada en el hombro al hastati. Debía de tener diecinueve o veinte años. Llevaba un casco que le iba grande y tenía el rostro manchado de sangre y barro. Un vendaje mugriento le cubría el antebrazo derecho, pero el legionario sonrió a su general. —¿Cómo estás, muchacho? —preguntó Marcelo mientras ocupaba su puesto en la primera línea. —Bien, Marco Claudio. Deseando que regresen para volver a hacerles retroceder. Marcelo le dio un par de palmadas más en el hombro y miró alrededor. Los jóvenes hastati de la primera línea estaban casi todos heridos, aunque se mantenían firmes y las miradas de entusiasmo ante su general se alternaban con miradas perdidas hacia el enemigo. Marcelo conocía esa mirada, él mismo la había tenido no pocas veces, sin duda algunos de ellos estaban al límite, pero en general aguantaban. Sudaban como cerdos bajo aquel calor, pero el entrenamiento intensivo al que habían sido sometidos estaba dando sus frutos y aún les quedaban fuerzas. «Qué maravillosa cosa era la juventud», pensó el general, que pese a su excepcional estado de forma para su edad, sabía que no podría haber aguantado lo que esos chicos estaban aguantando. Sabía que el momento definitivo se acercaba, todas las batallas tenían uno en el que todo se decidía y Marte y Belona te otorgaban su favor o te lo denegaban, pero Marcelo sentía que los dioses estaban de su parte. Se escuchó una ovación a retaguardia y general y legionarios se volvieron. Las murallas de la ciudad
estaban abarrotadas de gente que observaba el combate. Los ciudadanos de Nola sabían que lo único que les separaba del saqueo y la violación, de la esclavitud y de la muerte eran aquellas disciplinadas y testarudas líneas de soldados romanos. Estos alzaron sus armas y contestaron a la ovación, pero pronto volvieron a concentrarse, frente a ellos la línea cartaginesa comenzaba a moverse de nuevo. Marco Claudio Marcelo sacó de nuevo su espada, besó la hoja a la vista de todos y golpeó su escudo. A su alrededor todos le imitaron y, con un estruendo de metal contra madera, el frente romano volvió a cerrarse una vez más formando una sólida muralla de carne, madera y hierro.
Los tres oficiales se volvieron. —¿Alguna vez habíais luchado con público? —preguntó Sura mientras se palpaba el vendaje que le cubría la mitad de la cara. —No, nunca —itió Lelio mirando hacia las murallas de Nola. El joven tribuno, pese a su valor y corpulencia, mostraba los signos del agotamiento de la batalla, pero se mantenía firme. Manlio, que no miraba hacia las murallas sino a su oficial al mando, estudió al tribuno y, pese al mencionado cansancio, le gustó lo que vio. Según había sabido, Cayo Lelio carecía de linaje, todas sus posibilidades de promoción personal pasaban por su valor personal y por pegarse a la estela de los Escipiones. Ya se había distinguido en combate en numerosas ocasiones, pero sin apellidos y familia que le cubriera carecía de margen de error, pero se mantenía bien moral y físicamente y los hombres le seguían, le veían como a uno de los suyos. —¿Cómo va ese ojo, Publio? —preguntó al otro centurión, desentendiéndose de público y tribuno. El aludido se volvió a palpar el vendaje. Varios hilillos de sangre escapaban bajo el mismo y se le deslizaban por la comisura de los labios. La punta de una lanza había estado a punto de atravesarle la cabeza. Había retrocedido a tiempo, aun así, el golpe le había vaciado la cuenca ocular y desgarrado la sien izquierda. —Por suerte es el lado del escudo, y no el de la espada —dijo, fatalista y encogiéndose de hombros. No era del tipo de hombres que se lamentaban por lo
que no tenía remedio. Lelio dejó de mirar las murallas y volvió al presente. —¿Cómo están vuestros manípulos? Ambos centuriones respondieron que bien, tenían bajas, pero los hombres aguantaban. Lelio pensó en algo que decir, unas palabras heróicas o de ánimo, pero ni él era hombre elocuente ni aquellos dos eran de los que les hacían falta ánimos. Un toque de corneta les sacó del incómodo silencio. Frente a ellos los cartagineses cerraban filas y volvían al ataque. —Bueno, ya sabéis lo que hay que hacer. Los dos centuriones se miraron y sonrieron, era buen chico ese tribuno. —Cuídate el ojo que te queda —dijo Manlio. —Descuida, cuídate tú también. Nos vemos luego. —O no… Sura se echó a reír. —O no, ¿quién sabe?
Balkar y sus hombres cedieron el puesto de honor a los celtas reagrupados más los que se les habían unido de la reserva. Por lo que a él y sus hombres respectaba, hoy habían tenido honor para dar y tomar, así que no pasaba nada si se compartía un poco de este. Los galos comenzaron a animarse con sus cánticos y danzas guerreras. Los iberos permanecieron en silencio, ahorrando fuerzas y observando a los romanos que, impertérritos, esperaban a unas decenas de pasos. —Esos no tienen pinta de que vayan a irse a ninguna parte —dijo Korbis mirando él también a los romanos. Su viejo amigo tenía el rostro surcado por largos churretes de sudor rosado al mezclarse con salpicaduras de sangre, toda ajena, y se le notaba cansado. Tras
más de tres horas de combate la situación era casi la misma que al principio y no parecía que los romanos fueran a retirarse a ninguna parte. —Sí, son testarudos. —Y buenos… Balkar miró a Korbis, que no era aficionado a elogiar al enemigo. —Lo son —itió—, pero nosotros somos mejores. Rio el otro guerrero, pero su risa fue tapada por un aullido de guerra, los celtas, tras envalentonarse mutuamente con sus cantos, cargaron contra el centro romano. Los hispanos que les cubrían los flancos los dejaron ir unos pasos y, luego, lanzando sus propios gritos de guerra, se sumaron a la carga.
Aquel maldito se resistía a morir. Tenía un corte en el muslo, otro en la cara y otro en el brazo derecho, pero el romano seguía levantando su escudo y lanzando estocadas bajas, probablemente porque la herida del brazo, cercana al hombro, le impedía levantarlo demasiado. Buntalos se cubría igualmente y buscaba su oportunidad. Su rival era joven y fuerte, por eso aguantaba pese al castigo, pero la presión del choque obligaba a los romanos a retroceder. El romano trastabilló, levantó el brazo para tratar de recuperar el equilibrio y el celtíbero le dio un tajo en el costado, este gritó más de furia que de dolor y golpeó instintivamente dando un latigazo con la espada, que casi le rebana la nariz. El celtíbero se vio esta vez retrocediendo, pero, por suerte para él, su rival había tenido suficiente. Sangrando por cuatro heridas el joven hastati retrocedió, otro de los suyos ocupó su puesto y le lanzó a Buntalos una estocada de tanteo que este bloqueó con el escudo sin problemas. Mientras se afianzaba en guardia y medía a su nuevo rival, no pudo evitar desear que el anterior sobreviviese a sus heridas, era un chico valiente.
Manlio odiaba a los lanceros con toda su alma. Era un odio cultivado con los años, primero como jinete, cuerpo para el que los lanceros eran enemigos imposibles, pero que había germinado en todo su esplendor aquella noche que habían pasado combatiendo mientras el ejército cartaginés desfilaba ante ellos.
Sin que pudieran hacer nada más que enzarzarse con aquella maraña de lanzas. Había ordenado que aquellos de sus hombres que aún tenían jabalinas las pasaran hacia las primera filas y, desde allí, usarlas como lanzas o sobre objetivos de oportunidad. La táctica había funcionado a medias, con una exasperante lentitud, pero los lanceros cedían terreno. El legionario que había tras él lanzó sus pilum a quemarropa contra el libio que tenía en frente. El lancero se cubrió con su escudo y el arma quedó clavada junto a otras dos en la superficie de bronce del mismo. A pesar de no herirlo, el peso fue demasiado e, involuntariamente, bajó la protección y eso fue suficiente para Manlio que dio un paso al frente, adelantó el brazo derecho y le metió la espada por la boca. El arma le atravesó la cabeza y chocó contra el metal del casco. Manlio desclavó y avanzó por el hueco que dejó el cuerpo al caer, el lancero que se encontraba a la izquierda de su víctima, al caer este, perdió la protección que le proporcionaba, lanzó una mirada de pánico al centurión y dejó caer la lanza bajando la mano para tratar de sacar su espada, pero no tuvo oportunidad, Manlio levantó el brazo y golpeó de arriba a abajo. El arma partió el casco del libio y el cráneo que había debajo. Tras él, el legionario que había lanzado el pilum irrumpió tras su centurión entre los lanceros y a este lo siguieron otros. Era la ruptura que habían estado buscando.
Ailymas sintió más que vio lo que estaba ocurriendo. Una oleada de pánico recorrió la falange y supo que, en algún punto no muy lejano, los romanos la habían roto. Había que retroceder y ganar espacio o los despedazarían. Pero los romanos también lo habían sentido y redoblaron la presión. Frente a él un centurión, dedujo por el casco con la gran cimera transversal, avanzaba apartando lanzas seguido por sus hombres. El centurión tenía media cara cubierta por un vendaje y la otra mitad llena de sangre y de barro. Amenazaba con crear él solo otra brecha, así que Ailymas, ignorando a los romanos que tenía en frente y confiando en que sus hombres le cubrieran, se giró parcialmente y lanzó un golpe brutal con su lanza. El romano la vio venir más por instinto que por otra cosa y alzó su escudo, pero este estaba muy dañado y el arma del libio lo atravesó y se clavó en el hombro del centurión que lanzó un aullido, se detuvo y empujó, el arma se desclavó de su hombro, pero no del escudo y Ailymas tuvo que soltarla. Por suerte para él, la herida del centurión le había frenado a él y a sus hombres que trataron de socorrerlo. El libio desenfundó su espada y ordenó a sus hombres que retrocedieran. Quizá no todo estuviera perdido si conseguían
restablecer la formación.
La carga de los celtas había caído brutalmente sobre la primera línea romana. Esta se había estremecido y había tenido que retroceder. Tras varios minutos de furioso combate, casi a punto de mezclarse con la segunda línea, Marcelo ordenó a sus hastati que retrocedieran. Eran buenos chicos y habían resistido lo indecible, pero ya habían tenido bastante. Escipión observó a los hombres de la primera línea tratando de retroceder acosados por los celtas que creyeron que huían, no habría tiempo de recomponer la línea en ese estado así que, tomando la iniciativa, ordenó a su manípulo que cargara antes de recibir la orden. Una vez más los pila, los pocos que les quedaban, volaron sobre su cabeza y dieron con los celtas en tierra, frenando su persecución lo suficiente para que los hastati completaran la retirada. Casi inmediatemente, Publio Cornelio encontró su primer objetivo, el guerrero golpeaba rabiosamente con su espada un pilum que se había quedado clavado en su escudo. La larga vara de hierro se había retorcido y no salía, cuando el galo vio llegar a los romanos tiró su escudo y blandió su espada en alto en gesto de desafío. —Muy valiente —gruñó Escipión mientras alzaba su escudo y golpeaba al galo con el tachón en la cara—, pero inútil —añadió sonriendo cruelmente. Su espada se hundió en el abdomen del guerrero hasta la empuñadura. Escipión sintió la cálida sangre del galo en las manos y empujó con el escudo lanzándolo hacia atrás. A su alrededor la carga de sus hombres había resultado demoledora. En todo el frente la segunda línea romana, los príncipes, hicieron perder a los celtas el terreno ganado y pronto empezaron a hacerles retroceder causándoles gran número de bajas. Un guerrero galo armado con una espectacular cota de malla decorada con tachones de oro reunió a su alrededor a sus guerreros, que formaron una isla de resistencia en el centro del frente. El guerrero reconoció al joven romano como alguien de rango superior y le señaló con su espada. Escipión sabía que los celtas tenían un concepto heroico del combate, como los griegos arcaicos o los propios romanos de los primeros tiempos de la República, por supuesto, todas esas reflexiones no cruzaron su mente en ese momento, poseído por la fiebre de la batalla, Publio Cornelio Escipión avanzó hacia el celta. El jefe guerrero le recibió con una lluvia de golpes que astillaron el borde de su escudo. El galo era
mucho más alto que él, lo que no era muy difícil, y muy fuerte, lo que a la larga jugó en su contra. El cuarto o quinto impacto, pese a que obligó a Escipión a doblar la rodilla herida, dejó la espada del celta profundamente clavada en el borde del escudo del romano y no pudo liberarla. Aprovechando su oportunidad, Publio Cornelio reunió todas sus fuerzas y se lanzó hacia delante. Sintió como el desgarro de la pierna se abría dolorosamente, pero lo ignoró, aún semiacuclillado lanzó su espada hacia adelante y hacia arriba. El arma se clavó en la cara interna del muslo de su rival, justo debajo del borde de la cota de malla y subió hacia la pelvis desgarrando el muslo a su paso hasta que quedó clavada en la cadera del guerrero que aulló de dolor. La sangre que salió a borbotones por la terrible herida salpicó la cara y el pecho del noble romano que mantuvo su arma firmemente agarrada por lo que, al caer el galo hacia atrás, aumentó el destrozo. El celta gritaba de sufrimiento mientras trataba inútilmente de cerrarse el desgarro de más de un palmo de largo por el que se le iba la vida. Escipión le dio un patada en el hombro tirándolo de espaldas y lo apuñaló brutalmente en el pecho. La corta espada atravesó la cota de malla y clavó al guerrero al suelo poniendo fin a sus gritos. Se dio cuenta de que la lucha a su alrededor se había interrumpido, unos y otros observaban el combate de sus jefes, que había sido corto pero espectacularmente brutal. Apoyó el pie en el pecho del galo, extrajo la espada y, abriendo los brazos en cruz, con el rostro y el pecho cubiertos de sangre ajena, lanzó un aullido salvaje, animal, que fue coreado por sus hombres. Aquella muestra de brutalidad fue demasiado para los galos que rompieron filas y trataron de huir.
Había estado a punto de funcionar, pero había fracasado. Por un momento pensó en lanzar a la caballería a pesar de las condiciones del terreno, pero incluso de funcionar, el coste sería demasiado alto. El centro se estaba desmoronando, sostenido a duras penas por los tozudos escuadrones de hispanos, incluso las falanges libias de los flancos estaban comenzando a romperse y perdían terreno. La batalla estaba perdida, pero aún se podía evitar el desastre. —Cartalo —llamó. —Aníbal… —Toca retirada inmediata, es inútil alargar esto. —A Aníbal no se le escapó el suspiro de alivio del inteligente oficial que también barruntaba el desastre.
Montado sobre su semental negro Aníbal experimentó, otra vez, en el mismo sitio y contra el mismo general, el amargo sabor de la derrota. Por suerte para él, los romanos estaban demasiado agotados para lanzar una persecución seria, así que, una vez roto el o, sus hombres pudieron retirarse en orden. Un grito repetido a lo largo de toda la línea romana se fue extendiendo, aunque Aníbal no pudo entenderlo. Que lo disfrutaran, se dijo, y tiró de las riendas y marchó hacia su campamento.
A pesar del agotamiento, los soldados encontraron energías para aclamarlo. Marcelo alzó los brazos mientras veinte mil hombres, más los ciudadanos de Nola en los muros, coreaban aquella palabra maravillosa. Imperator, general. El procónsul disfrutó del baño de masas por un tiempo mientras observaba a sus hombres, cubiertos de barro y sangre pero exultantes con la victoria. Había renunciado a la persecución y no estaba seguro de que fuera lo acertado, ya que aún desconfiaba de la caballería cartaginesa, que se encontraba intacta, además de que los soldados lo habían dado todo. A pesar de la alegría, algunos comenzaban a sentarse en el suelo enfangado o se apoyaban pesadamente en sus escudos. Sí, se dijo, eran buenos chicos, pero habían tenido suficiente.
Manlio encontró a Sura sentado sobre un escudo mientras le vendaban el brazo. Tenía el hombro izquierdo desgarrado por un lanzazo que había entrado justo por la manga de la cota de malla. —Te has llevado un par de buenos regalos —dijo el samnita. —Así es —asintió el marso que apretaba los dientes de dolor mientras un legionario le vendaba lo mejor posible la herida—. Si no llega a ser por el escudo me habría atravesado de lado a lado. —¿Te ha hecho eso a través del escudo? —preguntó incrédulo. El otro centurión afirmó en silencio y Manlio no pudo evitar un silbido de iración—. Un tipo fuerte, menos mal que eres un bastardo con suerte. Rio el aludido, pero esto le hizo mover el hombro y la risa fue cortada por un gemido.
—Sí, ahora mismo me siento muy afortunado —gruñó. —Te dejo, Publio, voy a seguir con el recuento. El manípulo de Manlio había salido más o menos bien parado. Porcio, su segundo centurión, acababa de darle el informe. De los ciento sesenta hombres que lo componían, veintisiete habían muerto, una docena agonizaban y otros diez quedarían inútiles. El resto tenían casi todos alguna herida, pero sobrevivirían. Por lo que sabía, ese había sido el balance en casi todo el frente. Pero habían aguantado y les habían causado muchas más bajas a los cartagineses, que habían tenido que retirarse y se lamían las heridas en su campamento. La verdad es que como victoria sabía a poco, imaginó que era difícil exaltarse cuando se estaba tan cerca del otro lado, pero la derrota era mucho peor, y de esas ya había tenido bastantes. Organizó el traslado de los heridos y esperó a que llegase su turno de volver tras las murallas, lo que llevaría un rato, como siempre, los extraordinarii eran los primeros en avanzar y los últimos en retroceder. Sonrió sarcástico, menudo honor. —¡Chico! —llamó a uno de los aguadores que tiraba del ronzal de una mula—, ¿te queda algo de agua en esos pellejos? —No, centurión, iba ahora a rellenarlos. Manlio suspiró y dejó al muchacho que se fuera con su mula. Qué maravilloso lugar era la infantería…
No recordaba haber estado tan cansado nunca en su vida. Solo quería tumbarse y dormir allí mismo, en medio del barro, pero tenía que seguir. A falta del centurión, que había muerto, le correspondía dar las órdenes. El mermado manípulo de príncipes formó y, orgullosos a pesar del agotamiento y las heridas, marchó a través de las puertas de Nola. Cada paso era un suplicio, a pesar del vendaje, Publio Cornelio Escipión notaba la sangre del corte del muslo gotear pierna abajo, pero se obligó a seguir al frente de sus hombres. —Así que esto es la victoria —dijo el signifer que marchaba a su lado. El joven sujetaba el estandarte con el musculoso brazo desnudo, pues la manga de su túnica la llevaba Escipión vendándole la pierna.
—Eso parece. —Pues creo que podría acostumbrarme rápidamente —dijo sonriendo a las mujeres de Nola que, agolpadas en las calles, le vitoreaban. —¿Haciendo planes para esta noche, signifer? —preguntó el tribuno, socarrón. —Esta noche solo pienso dormir, tribuno, pero mañana… Mañana será otro día —dijo mientras le guiñaba un ojo a una muchacha a la que parecía conocer y que saltaba arriba y abajo vitoreando. —¿La conoces? —No, pero pienso remediarlo en cuanto pueda —y ambos se echaron a reír mientras seguían adentrándose en la ciudad.
A la mañana siguiente los cartagineses se habían esfumado. Poco antes del amanecer habían levantado el campamento y se habían retirado. La larga columna se podía vislumbrar en la distancia, pero nadie en el ejército romano estaba en condiciones de perseguirlos, así que los dejaron irse. Marcelo dio descanso a sus hombres durante todo el día y ordenó a los ciudadanos de Nola que limpiaran el campo de batalla. Los cartagineses habían perdido a más de cinco mil hombres, además de cuatro elefantes que habían muerto y dos que habían sido capturados y serían enviados a Roma como trofeos de guerra. Por el lado romano las bajas superaban los mil muertos, pero los heridos eran muchísimos más. Las legiones de Marcelo solo se habían impuesto gracias a su disciplina y a su extraordinaria resistencia física, fruto del entrenamiento intensivo y despiadado al que este los había sometido. De pie sobre las murallas Publio Cornelio Escipión reflexionó sobre ello y tomó nota para el futuro. El dolor de la pierna apenas le había dejado dormir. Llevaba un vendaje limpio y, según el médico que le había atendido, la herida curaría sin complicaciones, pero, desvelado, había subido a las murallas con las primeras luces del alba y observaba los trabajos de limpieza mientras reflexionaba sobre lo ocurrido. Sabía que por su linaje y fortuna tarde o temprano dirigiría un ejército, pero el camino hacia el pretorado y el consulado, y con ellos, el mando militar, era aún muy largo. Casi veinte años hasta que tuviera la edad que marcaban la ley y la costumbre. Para entonces aquella guerra habría terminado, pero mientras tanto solo podía seguir cumpliendo con su deber y aprendiendo. La lección del día
anterior era clara. Entrenamiento y disciplina. «Un ejército físicamente superior y disciplinado podía batir a un enemigo superior» se dijo, y se lo grabó a fuego en la mente. —Otro pájaro madrugador. Escipión se dio la vuelta y vio a su amigo Lelio caminando hacia él. —Me dijeron que estabas aquí —añadió su amigo. —No podía dormir —dijo Escipión señalándose la pierna vendada. —¿Duele mucho? Lelio se acodó en la muralla junto a él. —Lo suficiente para mantenerme despierto… —Bueno, ya dormiremos cuando estemos muertos —hizo una pausa—. Vaya día el de ayer… No dijo nada más. No hacía falta. Ambos habían cumplido con su deber, Cayo Lelio ileso, salvo unos cuantos arañazos y moratones, y Publio Cornelio con una honorable herida, se rumoreaba que Marcelo preparaba una ceremonia de entrega de condecoraciones y que ambos iban a llevarse algo. Escipión no daba gran importancia a las condecoraciones, incluso había renunciado a una corona cívica por salvar la vida a su padre en Tesino. Era fácil ser tan despegado cuando se pertenecía a una de las familias más ilustres de la república, pero Cayo Lelio no le haría ascos a nada que le pudiera allanar el camino hacia el Senado.
La ceremonia que ambos tribunos anticipaban se produjo, en efecto, esa misma tarde una vez que los cadáveres hubieron sido apartados. Los cartagineses fueron lanzados a fosas comunes y los romanos fueron incinerados. Una vez las piras comenzaron a apagarse, Marcelo marchó entre el ejército formado mirando a las murallas que estaban atestadas de gente. Arengó a las tropas desde un estrado levantado al efecto y al que fue llamando a todos aquellos que se habían distinguido en combate. Casi veinte legionarios y centuriones pasaron por el estrado donde recibieron, de manos del procónsul, diversos tipos de
condecoraciones, principalmente torques de oro, armillae del mismo material, una especie de torques más pequeño que se colgaba del arnés de la armadura, y phalerae como las que llevaba Cneo Manlio, el cual fue llamado junto a su compañero Publio Sura que añadieron cada uno a su colección de condecoraciones un torques de oro de un dedo de gordo, rematado en los extremos con unas espléndidamente talladas cabezas de lobo. Tanto Publio Cornelio Escipión como Cayo Lelio también recibieron recompensas a su valor. Escipión recibió una corona de oro y las armas del jefe celta que había matado, dispuestas sobre un armazón que constituía el trofeo. Lelio recibió phalerae de oro y un hasta pura, una lanza de plata como premio a su eficaz dirección del flanco derecho. Pero el más celebrado de todos fue un centurión al que se le otorgó la corona cívica. La corona hecha con hojas de roble y que premiaba a aquel que salvaba la vida de un camarada en combate manteniendo el terreno hasta que era relevado. Pero si algo celebraron las legiones fueron los días de permiso que el general les dio a todos antes de volver a las operaciones de guerra y los entrenamientos. Marco Claudio Marcelo ordenó mandar, y pagó de su bolsillo, vino y comida al campamento que se había vuelto a instalar extramuros. Los oficiales fueron autorizados a acudir a la ciudad y se hizo la vista gorda con los legionarios que se escabulleron o con las mujeres que se colaron en el campamento, que no fueron pocas.
Haciendo uso del privilegio de su rango, Manlio se fue a la ciudad a disfrutar de sus dos días de licencia. Sura, dolorido y molesto por sus heridas, prefirió quedarse en el campamento, pero Lucio Lupo aceptó la oferta. El decurión estaba dividido entre la envidia y el alivio por haber evitado la batalla. Su sentido del honor le pinchaba por no haber añadido su esfuerzo a la victoria, pero su sentido común le decía que tendría ocasiones sobradas, como ya las había tenido en el pasado, así que decidió acompañar a Manlio, que era lo más cercano a un amigo que le quedaba. Casi automáticamente dirigieron sus pasos hacia la taberna de Iria. No bien cruzaron el umbral una voz les saludó desde el fondo. —Vaya, parece que es cierto que los criminales siempre vuelven al escenario del crimen.
Los recién llegados escudriñaron en la penumbra y distinguieron a Escipión y a Lelio sentados en la mesa del fondo que ellos pensaban ocupar. Aunque el gesto del patricio era muy distinto del que había mostrado la última vez que se habían visto allí mismo. Manlio y Lupo se miraron dudando, codearse con la nobleza no siempre era recomendable y ambos estaban escarmentados de esos encuentros en el pasado, pero el contexto era distinto, así que se sentaron en los taburetes que les pasaba Lelio en ese momento. Escipión mantenía la pierna herida apoyada en otro y tenía un brillo extraño en sus habitualmente amenazadores ojos grises. —Iria, trae vino para el centurión Cneo Manlio y el decurión Lucio Lupo, por favor —gritó el patricio alzando el brazo. La tabernera trajo una nueva jarra y añadió dos vasos. —Vaya vaya… Espero que esta vez no me destrocéis el local. —No te preocupes, preciosa —dijo Manlio, con su mejor sonrisa—, seremos chicos buenos. Lupo, que aún tenía el ojo morado y la nariz inflamada, prefirió rehuir la mirada de la tabernera, no estaba especialmente orgulloso de la gresca del otro día. —Enhorabuena por ese torques, Cneo Manlio. El centurión se tocó el dorado aro metálico que aún llevaba al cuello. —Muchas gracias, Publio Cornelio, tiene un peso de lo más gratificante. ¿Y cómo va esa pierna, duele? —Sí, duele, sí —el patricio se tocó el vendaje—. Pero Iria nos ha recomendado un blanco de la zona que tiene unos maravillosos efectos analgésicos. La conversación giró en torno a los sucesos del día anterior, el peso de la misma caía en Escipión y Manlio, con aportaciones puntuales de Lelio y el silencio casi constante de Lupo, que se limitaba a beber y a escuchar. Este silencio no pasó desapercibido a nadie. El centurión sabía que el muchacho, además de ser de natural más reservado, se encontraba en cierto modo avergonzado por haber pasado el día anterior sentado sobre su caballo y observando el combate. Lelio no era propenso a juzgar a la gente y optó por ignorar a Lupo, pero Publio Cornelio se sintió intrigado y prefirió sacar al joven de su silencio.
—Lucio —llamó la atención del joven, concentrado en mirar el fondo de su vaso —, perteneces a la ordo equester, ¿verdad? —Así es, Publio Cornelio —respondió tras un segundo de silencio—, mi familia ostenta el caballo público desde hace generaciones. —¿Has pensado en hacer carrera en política?, ¿ascender en la escala social? Lupo no supo qué decir, y dado que no era una persona parlanchina midió cuidadosamente sus palabras. —No sabría decir, Publio Cornelio… —Llámame Publio —dijo Escipión con una sonrisa. Lupo no parecía cómodo con apear el trato formal, pero asintió. —No sabría decir, Publio. Nunca me he planteado seriamente mi futuro. El negocio familiar habría de ser para mi hermano, pero lo mataron en Trasimeno. —Lo siento —dijo Escipión. El aludido se encogió de hombros quitándole importancia, si había algo común entre los romanos de aquel tiempo, era haber perdido familiares en la guerra. —Justo después me alisté y, aunque en un principio sí albergué algunos sueños de medro, militar o en el negocio de mi padre, la verdad es que ahora me limito a cumplir con mi deber y a tratar de seguir vivo. —Esa es una sabia filosofía en estos tiempos —intervino Lelio. Escipión no dijo nada y siguió observando al joven romano con esa extraña mirada suya. Vaciaron todos sus vasos. Manlio se excusó para ir a visitar la letrina y Lupo se acercó a la barra a por más vino. —¿Qué pretendes, Publio? —preguntó Lelio, que conocía a su amigo demasiado bien y sabía que nunca hacía nada sin un propósito. —No lo sé, Cayo. Solo sígueme la corriente. Lupo volvió con una jarra llena del fresco vino blanco y sirvió los vasos. Manlio
charlaba con un grupo de legionarios que lo conocían y que debían de haberse escapado del campamento para ir de parranda a la ciudad. Bebieron en silencio durante un rato hasta que Manlio se unió a ellos y alzó su vaso. —¿Un brindis? —Por el fin de esta guerra, que ya está más cerca —propuso Lelio. —Los dioses te oigan —asintió Manlio con una sonrisa irónica. Todos dieron un trago, el centurión vació su vaso. —¿No lo crees así? —preguntó un sonriente Lelio a Manlio. —No. La tajante respuesta sorprendió al alto romano. Escipión volvió el acero de sus ojos al centurión y Lupo siguió observando su vaso. —Aníbal está derrotado y en retirada… —trató de argumentar Lelio. —¿Va a Capua? —preguntó Manlio. —No, según hemos sabido se dirige a Apulia —informó Escipión. Manlio miró a Lelio y alzó las cejas como diciendo «¿ves?». —Ni está derrotado ni se está retirando —dijo Manlio a continuación—. Si lo estuviera iría a su cuartel en Capua donde tiene víveres, suministros y a algunos puertos cercanos por los que recibir refuerzos. —Ninguno de ellos importante. —Suficientes para desembarcar tropas, para eso incluso una playa vale. No — prosiguió Manlio—, se dirige a Apulia para seguir allí sus operaciones. Ayer le propinamos un revés, pero me temo que, más allá de los efectos morales, no va a ser decisivo. —Sugieres entonces que esta guerra está lejos de acabarse —afirmó más que preguntó Escipión. —Estoy convencido —remachó Manlio mientras se servía más vino—, y no
terminará mientras la sigamos luchando aquí, en nuestro suelo, aunque derrotásemos a Aníbal decisivamente —y algo en su tono sugería que no veía eso muy probable. —En eso estamos de acuerdo —añadió Escipión. —Nuestras experiencias llevando la guerra a África no son especialmente alentadoras. La referencia de Lelio a la expedición a África de Atilio Régulo en la anterior guerra contra Cartago y que había terminado en desastre no cayeron en saco roto y todos guardaron silencio y bebieron. —Publio Cornelio… —Publio, a secas —interrumpió el aludido a Lupo mientras esbozaba la mejor de sus sonrisas. —Bien, Publio —continuó—, está claro que tienes algo en mente. ¿Por qué no nos ahorras los circunloquios y nos dices a dónde quieres llegar? A todos sorprendió que el silencioso decurión tomase la palabra para interpelar tan directamente a Escipión y Manlio no pudo evitar echarse a reír. —Sí, Publio —dijo remarcando con sorna el nombre—, deja de marearnos la perdiz y ve al grano. Dicho esto, el centurión vació otro vaso y rellenó todos los de la mesa. Escipión se tomó su tiempo, bajó trabajosamente la pierna herida del taburete donde la apoyaba y se acodó sobre la mesa acercándose a sus interlocutores. —Esta guerra va a ser larga, en eso estamos todos de acuerdo y, si no me matan antes, es casi seguro que algún dia seré cónsul. —En otro habría sonado a arrogancia, en un Cornelio Escipión era el curso natural de los acontecimientos —. Vivimos tiempos turbulentos, derrotar a Cartago, si lo conseguimos, llevará años y más ahora que Macedonia se ha unido a la guerra. —Lupo y Manlio se miraron preocupados, el rumor corría hacía tiempo, pero no habían tenido ninguna confirmación—. Por lo que, cuando acabemos con Cartago tocará intervenir en Grecia, más los problemas que ya tenemos en Hispania donde mi padre y mi tío combaten a los cartagineses y, no os engañéis, si nos vamos de
Hispania, aun venciendo, los púnicos volverán allí y no habremos ganado nada. El mundo romano ha crecido y no lo hará sin dolor. Se avecinan años de guerras y sé que, en algún momento, tendré que tomar el control de ellas. Hizo aquí una pausa para dejar que sus palabras calasen y sus interlocutores intervinieran, pero todos estaban cautivados por el fervor de estas. —Estas guerras necesitarán de hombres valientes y vosotros lo sois, los tres — ninguno dijo nada, no era un halago, eran hechos constatados—, os propongo aquí y ahora un trato, yo Publio Cornelio Escipión, juro ante Júpiter Óptimo Máximo, Belona y Marte, que usaré mi poder personal y la influencia de mi familia para favoreceros a cambio de vuestra lealtad en todas las empresas que me proponga, una vez que alcance el poder legal para emprenderlas. Lelio miró a Escipión. Lo conocía desde hacía años, pero le seguía irando su seguridad en sí mismo, ese carisma imparable que albergaba dentro, pero que ocultaba mejor que nadie bajo su anodino aspecto, de ahí que resultase tan devastador cuando le daba rienda suelta, como ahora. Por su parte, Lupo y Manlio se miraron entre ellos. Lo que Escipión les proponía era un pacto clientelar, un vínculo que unía de por vida y que no había que tomar a la ligera. Uno de los aristócratas de más alta cuna de la República les ofrecía un pacto a un simple caballero sin influencia y a un oscuro centurión que no poseía nada más que su espada y sus condecoraciones y que ni siquiera era ciudadano romano. —¿Aceptáis? Lupo dudó un momento aún, pero no Manlio, que le tendió la mano. Ambos se la estrecharon por un momento y, cuando hubieron terminado, Lupo también se la estrechó. —Seremos tus clientes, Publio Cornelio —dijo solemnemente. Por un segundo el silencio se mantuvo en torno a la mesa, luego Escipión volvió a recostarse contra la pared y a poner la pierna herida sobre el taburete y, entonces, tan rápido como había aparecido, la atmósfera de tensión y solemnidad se disipó. Cayo Lelio se maravilló una vez más de la habilidad de Escipión para pasar de la transcendencia a la normalidad, sus dos nuevos clientes parecieron desconcertados por un momento. «Ya se acostumbrarían», pensó el sonriente
Lelio que llamó a Iria para pedir comida. El resto del día transcurrió tranquilamente, comieron y bebieron mientras charlaron de temas intrascendentes hasta que comenzó a anochecer y tanto Manlio como Lupo quisieron cambiar de aires y se despidieron. Lupo echó mano a su bolsa haciendo intención de pagar, no así Manlio, que ni se lo planteó, pero Escipión lo rechazó con un gesto y el jinete y el centurión se dirigieron a la puerta. —¿Por qué lo has hecho? —preguntó Lelio. A pesar del rato transcurrido, Escipión supo perfectamente a qué se refería. —No lo sé, Cayo. Pero algo me dice que esos dos tienen algo especial. —No sé el qué, la verdad… —Míralos. —En ese momento ambos se recortaron bajo el umbral de la puerta. El altivo y ancho de hombros centurión que avanzaba con paso seguro sin preocuparse por el mundo, y el recogido y silencioso jinete, que miraba a todo con recelo y había aprendido a no fiarse ni de su sombra—. Uno es un guerrero nato, se mueve por la guerra como un pez en el agua, ha nacido para ella. El otro, al contrario, ha sido forjado por ella, llegó lleno de sueños e ilusiones y esta le ha desnudado de convencimientos, ha perdido todas sus esperanzas y ahora se limita a seguir adelante, mientras busca en qué creer de nuevo, pero sin desistir. Algo me dice que tienen un aura especial. —Yo creo que son un par de desgraciados —dijo Lelio, poco dado a la mística. —No, son dos elegidos de Fortuna —dijo Escipión convencido—, y cuando llegue el momento, no quiero tenerlos lejos.
CONTINUARÁ...
Gante, 12 de agosto de 2020.
Nota del autor
Si no has hecho trampa, querido lector, llegas aquí después de haberte tragado las casi ochocientas páginas del libro, espero que las hayas disfrutado, pues Los olvidados de Fortuna es una novela y hacer disfrutar al lector es su única finalidad. Si al terminar el libro has aprendido algo o se ha despertado tu interés por la historia, entonces me alegro en especial, pero ten en cuenta que, a pesar de que he intentado ser lo más riguroso posible de acuerdo a lo que las fuentes escritas o arqueológicas permiten, la ciencia histórica se basa en posibilidades y un ensayo serio debe mostrarlas todas, seguras y menos seguras, pero una novela se basa en certezas, certezas que son imposibles de dar al cien por cien en muchos casos, esto quiere decir que, de cara a escribir este relato he tenido que aferrarme a una versión, la que me parecía más plausible, la más aceptada por la comunidad científica o, por qué no decirlo, la más espectacular. Dicho esto conviene pues aclarar un par de puntos donde he dado veracidad a la duda o, itámoslo, he dejado volar mi imaginación. En primer lugar los personajes principales, Balkar y sus compañeros, Manlio, Lupo, Ayin, Aylimas, Papio y Bebio… Son todos producto de mi imaginación, pero están basados en tipos históricos y muy documentados. Su aspecto, conforme a lo que representan, es exacto en la medida de lo posible y su mentalidad y manera de afrontar el horror de la guerra han sido sacados tanto de las fuentes clásicas como de estudios modernos sobre estas y sobre la psicología de los combatientes y su manera de encarar la terrible realidad del combate, sabiendo que, nada de lo que yo cuento, por crudo que sea, se acercará nunca a la realidad. En segundo lugar, los personajes históricos. Dos nombres resuenan en la mente de cualquiera cuando se nombra la segunda guerra púnica, Aníbal Barca y Publio Cornelio Escipión y ambos están obviamente incluidos en el relato. Aníbal aparece tratado con una mayor distancia, su condición de general al mando lo aleja del foco de lo que se pretende narrar por lo que su presencia, si bien constante en el ambiente como telón de fondo, es puntual en el relato y solo en aquellos momentos en que es imprescindible o sirve para explicar algunos momentos cruciales, como podría ser la situación tras la batalla de Cannas, donde sus decisiones (o falta de ellas) moldearon el devenir histórico. Eran estos
hechos para los que no se podía recurrir a secundarios o ficticios, la respuesta narrativa tenía que salir de él. Llegamos a Escipión, este aparece como un personaje mucho más cercano y casi como uno de los protagonistas. Quienes me conozcan dirán que es porque es mi favorito, acertarán en esto último, pero se equivocarán de medio a medio en la razón por la que le atribuyo una mayor cuota de protagonismo. En la fase de la guerra que trata Los olvidados de Fortuna, Publio Cornelio Escipión era un tribuno militar con un gran nombre, pero ya está. En términos modernos sería el equivalente a un teniente de reemplazo cuyo impacto en la guerra fue nulo en sus primeras fases. Si sabemos de él, es por lo que ocurrió una vez que, saltándose las leyes de Roma, se hizo con el mando de las legiones en Hispania, de no ser así, las fuentes posiblemente habrían ignorado su heroísmo en Tesino y su presencia de ánimo y entereza tras Cannas. Esta historia continuará y en ella le veremos, poco a poco, alejarse del centro de atención. Siguiendo en el bando romano hay una serie de personajes a menudo desconocidos por el gran público, desplazados por el poco interés de la historiografía mainstream o incluso vilipendiados como villanos por la narrativa histórica popular. Estos personajes son Quinto Fabio Máximo, Cunctator; Marco Claudio Marcelo, la Espada de Roma; Tiberio Sempronio Graco o Apio Claudio Pulcro, entre otros. Sin ellos, a pesar de que Escipión fuera el que derrotase finalmente a Aníbal en Zama, Roma no habría sobrevivido. Fabio marcó el camino, Marcelo devolvió los primeros golpes y otros como Graco o Pulcro dirigieron los ejércitos que, poco a poco, recluyeron a Aníbal en el sur de Italia donde se convirtió en un monstruo temible pero impotente, creo que la historia y la narrativa tenían una deuda con sus figuras y espero haberles hecho algo de justicia. Dicho esto de los romanos, no hay que olvidar a los cartagineses, de los que destacaré a tres, a los que el legendario Aníbal Barca ha eclipsado de manera abrumadora, empezando por sus dos hermanos, Asdrúbal y Magón Barca, dos militares muy capaces y que derrotaron en repetidas ocasiones a los romanos pese a que sus logros queden eclipsados por su final, fueron ellos los que mantuvieron viva la maquinaria de guerra de Cartago durante más de diez años y sin ellos las espectaculares victorias de su hermano mayor habrían sido aún más inútiles si cabe. El tercero es Asdrúbal, el general de caballería de Aníbal y del que la historia no nos ha legado ni siquiera un apellido, pero sin el cual victorias como la de Cannas habrían sido imposibles. Asdrúbal es, en mi opinión, el
epítome del oficial púnico, bien preparado, profesional y adaptado a trabajar con distintos pueblos y maneras de hacer la guerra sacando lo mejor de ellos y obteniendo la máxima eficacia posible. Dos personajes más merecen una mención especial, dos personajes que aparecen nombrados una única vez en La historia de Roma de Tito Livio y que son seguramente producto de su imaginación, pero que tienen un potencial novelesco espectacular al que me agarré como a un clavo ardiendo. La primera es Busa de Canusium, mujer que, según el relato de Livio, ayudó a dar refugio a los supervivientes de Cannas y los reequipó hasta el punto de que, si damos veracidad al historiador romano, el Senado llegó a expresarle su agradecimiento de manera oficial. En un mundo tan brutalmente masculino y misógino como era la República romana, Busa es un diamante en bruto que no podía dejar pasar y volverá a aparecer en futuros relatos. El otro es Ducario, el galo ínsubro que, una vez más según el relato de Livio, dio muerte al cónsul Cayo Flaminio a orillas del lago Trasimeno. Su nombre no vuelve a aparecer en la historia, pero la imagen del poderoso señor de la guerra galo me ofrecía el villano que toda novela necesita y creo que ha rellenado ese hueco de manera más que aceptable. Quién sabe, quizá vuelva a aparecer. Por último, y para no alargarme más, toca excusarse por las omisiones e invenciones. Los estados mayores se han simplificado de manera intencional, tanto el cartaginés como el romano, en especial este último, la lista de tribunos, pretores, ediles, praefectus classis o centuriones que aparecen nombrados en las fuentes una única vez para no volver a salir es enorme y creo que solo habrían contribuido a confundir al lector, por lo que los he ignorado colocando en su lugar a otros que ya habían aparecido en la historia. Esto me lleva al punto de las invenciones. Por un lado está el asedio de Casilino, pese a que ocurrió y conocemos su dureza o incluso hechos puntuales como la batalla por la torre de asedio, el intento de aprovisionamiento haciendo flotar la comida por el río o que el centurión Anicio era escriba en su vida civil, tanto el centurión Porsena como el resto de eventos son producto de mi imaginación, pero basados, eso sí, en ejemplos de otros asedios similares de la época, por lo que podríamos decir que si non è vero è ben trovato. La otra invención del libro es la segunda batalla de Nola. Sabemos que ocurrió y su resultado, una muy disputada victoria de las tropas de Claudio Marcelo sobre Aníbal, a pesar de que este último le doblaba en número en infantería y en caballería gozaba de una superioridad aplastante, ¿cómo consiguió Marcelo semejante proeza?, no lo sabemos, de hecho hay historiadores modernos que cuestionan que la batalla ocurriera y la atribuyen a la
fértil imaginación de Tito Livio. Mi relato debe ser tomado, pues, como una simple solución narrativa. Lo cierto es que las legiones romanas e itálicas aguantaron el tipo y salieron triunfantes, y esto solo puede deberse a su superior entrenamiento y disciplina, además de que la caballería de Aníbal no actuase y decantase la batalla a su favor como ocurrió en todas las ocasiones anteriores. La tormenta de unos días antes me dio la salida narrativa para explicar esta ausencia y a ella me aferré, pero lo cierto es que ni sé la verdad ni nadie la sabrá nunca y era de justicia itirlo. Y ya para rematar, querido lector, decirte que esta historia no ha acabado, Olvidados llega hasta el año 215 a. C., quedan pues trece años de guerra y nada está aún decidido. Aníbal sigue libre en el sur de Italia pese al acoso de las legiones romanas. Al otro lado del Adriático Filipo V de Macedonia reúne a sus ejércitos para sumarse a la lucha. En Sicilia, tras la muerte de Hierón de Siracusa, leal aliado de Roma, suenan tambores de guerra y en la lejana e inhóspita Hispania los hermanos Asdrúbal y Magón Barca y los hermanos Publio y Cneo Cornelio Escipión se acechan mutuamente. Balkar, Korbis, Manlio o Lupo están muy lejos del merecido descanso y aún tendrán que combatir mucho y muy duramente, peones involuntarios de los dos titanes que se disputan el control del Mediterráneo occidental, todo esto os invito a leerlo en la que será la segunda parte de esta saga, Los favoritos de Belona.
Agradecimientos
La lista de agradecimientos de Los olvidados de Fortuna podría ser más larga que el propio libro, empezando por los mecenas, por supuesto, pero por abreviar hay algunas personas que merecen un especial reconocimiento. En primer lugar mis protolectores Mikel, Laura, Alija, Juanete y Chesco. Gracias por vuestro apoyo, ánimo, entusiasmo y comentarios, vuestra ayuda fue indispensable en este viaje iniciático que fue la redacción de esta obra y, cada uno desde vuestro punto de vista, la enriquecisteis y la hicisteis mejor, por ello la hace tan vuestra como mía y estaré siempre en deuda con vosotros. Merecen mención especial Guillermo, por animarme a hacer de esto algo conocido y tratar de publicarlo, Jorn por el trabajazo dibujando a pesar de las mil pegas que le puse y Ali Jelene, por el apoyo incondicional, el continuo suministro de cervezas y gominolas y sujetarme en las horas bajas. Pero, sobre todo, gracias a Pedro López Baquero e Izaskun Aurrekoetxea Arana, por dejar los libros al alcance de los niños.
Mecenas
A Adrián Gracia Durán Agustín Sánchez Ainhoa Rubio Aurrecoechea Aitor Aurrekoetxea Cusumano Alba Sánchez Alberto José Pellicer Giménez Alberto López-Nava Muñoz Alberto Pagán Moreno Alberto y Mara Alejandro Barrera Alejandro Cabello Alejandro García Paredes Alejandro Salmerón Montoro Alfonso Inchaurrandieta Alfonso Martínez Bernal Alfredo Saldaña Ali Jelene Scheers Álvaro Aguilar González Amaia López Aurrecoechea
Ana Gómez Rojo Ana Molina Sánchez Ander Orcasitas Andrea Lucas López Andrés David Hernández Andrés Egea Marín Andrés Gutiérrez Cerón Ángel Arana Frías Antonia Ferrer Antonio Gil de Miguel y Leal Antonio Griguel Antonio Luis Martínez Antonio Martínez Castillejo Antonio Otón Baño Antonio Parera Morell Antonio Peña Cepeda Antonio Quiñonero Arancha González Fuentes Arnald Puy Ayran Martín
B Beatriz Chiner Belén L. Baquero Bérnar Bienvenido Vigueras Guillén
C Carla Ros Carlos García Carlos Puértolas Morláns Carmen Guirao Marco Carmen Saura Carolina Aparicio Chema Egea Martínez Consuelo I. Caravaca Guerrero Cris Ruiz Gutiérrez
D Dani Pérez García Daniel Belchi Daniel López Moleón
David Cervera David M. García David Quiñonero Domingo H. Baíllo
E Eduardo Cabrero Alonso Eduardo Paños Maturana Elena Mesas Emilio Cerezuela Eneko Rioseco Esteban Pérez Delfín Eva Quiñonero Morales
F Familia López Sánchez Familie Scheers-Kerremans:Lieve Scheers & Walter BosserezRita Scheers & Dirk NevejansRaf Scheers & Veerle VerbruggenAnnemie Scheers, Marc Smets en Bart Scheers & Mieke Van den Broeck Fede Díaz Otón Federación de Carthagineses y Romanos Fernando R. Escamilla
Fernando Rodríguez Pérez-Reverte Francisco Javier Conesa Moreno Francisco L. Écija Rosique
G Guillermo Escribano Guillermo Marco Alija Guillermo, Candela, Elvira y Celia
H Hannes Hoste Hilde Hennen
I Idoia Aurrecoechea Arana Ignacio Aguilera Ignacio Apestegui Ignacio López Baquero Irene Cisneros Abellán Isabel Adiego Izaskun Aurrecoechea Arana
J Jaime de Grandes Jaime García Ferreira Jasmien Schutz Jasmin Abbasi Javi Domínguez Javier Dorrego Fernández Javier González Díaz Javier M. Mira Javier Saura Javier Ureña Jorquera Jens Hooge Jesús Navarro Hurtado Joaquín Moya Jonas Tanghe Jorge Francisco Fontcuberta Jorge García Pedreira Jorge Gómez Berruezo Jorge Juan Paredes Joris Scheers
Joris Vantilt José Ángel Calvo Cremades José Ángel Castillo Lozano José Ángel Gómez Bretones José Antonio Oliver Hernández José Antonio Ortas José Enrique Celdrán Barrero José Grau Clemente José Ignacio García Bravo González José Luis González Saura José Luis Navarro Hurtado José María García Sánchez José María Gutiérrez Robles José María Montoya José María Navarro Cayuela José Ramón Aurrekoetxea Arana José Ramón M. Jara José Vicente García Pérez José Vicente Vallejo José Zamora Juan Aledo Guirao
Juan Aledo Peralta Juan Alija Amat Juan Alija Martínez Juan Antonio Hernández de Benito Juan Arrufat Plá Juan Carlos del Saz Juan Fernández Campillo Juan Francisco Gómez Juan Jesús Botí Juan José Gómez Asensio Juan José Guerras Conesa Juan José Mostazo Salazar Juan José Núñez Díaz Juan Martínez Carmona Juanjo Villar Julio García Cano Julio García Toral Julio José Castillo
K Kobe Van Damme
L Lieselotte Couck Lily Verbeeck Lourdes Parera García Lu López Fraga Lucía Alija Amat Luis Parreño
M Maarten Koninckx Maloles Santander Mar Saura Rosique Marcelo López Baquero Margarita López Iñesta María del Carmen Martínez Mañogil María del Carmen Reguilón María Dolores Soubrier María M. Mira María Remedios Berruezo Adelantado Mariano Guerrero
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N Nacho García-Prefasi
Nacho Lorca Ortega Nina Geenen
O Oihan Mendo Oker Díaz López Óscar Pulido Sánchez
P Pablo Mateo-Sidron Álvarez Paola Ros Patrick Ruge Pedro Cámara Pedro Martínez Risque Pedro Rosa Pepe Municio Pilar de Benito
Q Quique Martínez Forné
R Raquel Rodríguez López R. Martín Fernández Solares Rafael Fernández de la Cruz Rakel Ochoa Raúl Aledo Guirao Roberto Coloma Sánchez Roberto Pérez Rocío Aledo Guirao Rocío Celdrán Barrero Rocío Ros García Rune Scheers & Lobke Kerckhofs en Bas Scheers
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T Teresa L. Baquero
V Vicente Carro Vera Vicente Plá Víctor García Mora Violeta Moreno Megías Víctor Nieto Roca
Y Yolanda Iñesta Ligero Yurena Saura
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Segunda guerra púnica, romanos contra púnicos, grandes nombres como Aníbal Barca y Publio Cornelio Escipión, entonces, dirás una novela histórica más sobre romanos, pero no, porque esta desciende al barro y nos presenta una radiografía psicológica de los soldados, de la guerra. En los pormenores de las batallas relucen los anónimos con sus anhelos y miedos.
Pedro López Aurrekoetxea (Cartagena, 1983) es historiador y su trabajo le ha llevado a estudiar la arqueología de media Europa. Investigador incansable, ha volcado toda su pasión en su primera novela Los olvidados de Fortuna.
Notas
[1] El singular de extraordinarii es extraordinarius. [2] En Roma la nobleza podía ser de dos tipos. Nobleza patricia, si descendían de los cien originarios del Senado en tiempos de la monarquía, o nobleza plebeya si alguno de sus sin pertenecer a esas familias había conseguido ennoblecerse alcanzando el consulado. [3] 15 de agosto. [4] Islas Británicas. [5] Un talento equivalía a unos 27 kilos.
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