JUAN JOSÉ MILLÁS
Cuentos
Pasiones venéreas..............................................................................................................3 El Paraíso era un autobús...................................................................................................7 Un curioso intercambio.....................................................................................................9 Mecánica popular............................................................................................................11 No sabía quién era….......................................................................................................28
Pasiones venéreas Jorge iba de un canal a otro de la televisión con la pesadumbre con la que el hipocondríaco va de un lado a otro de su cuerpo, deteniéndose en los programas que le dolían más, cuando su mujer dejó de leer y abandonó la habitación sin decir nada. El libro quedó abierto boca abajo sobre el brazo del sofá, pero desde su posición, acomodado como estaba en uno de los sillones del tresillo, no había forma de acceder al título. Generalmente no se interesaba por las lecturas de Teresa, que devoraba gruesas novelas en cuyo interior vivían tantos personajes que en encuadernaciones menos sólidas se habrían salido ya por las costuras, pero aquel libro estimuló su curiosidad porque, aun siendo de bolsillo, tenía secuestrada a su esposa desde hacía algunas horas. Se lo había regalado alguien, no dijo quién, por Nochebuena, y Jorge tampoco le habría prestado mayor atención de no ser porque había advertido que Teresa, cuando creía que él no se daba cuenta, levantaba los ojos y permanecía observándole un rato atentamente, como si tratara de contrastar lo que leía con la realidad. Quitó el sonido del televisor y permaneció atento en dirección al pasillo, preguntándose si ella se habría alejado lo suficiente como para hojear el libro sin resultar indiscreto. Pero en el momento en el que tomaba la decisión de levantarse, sonó la cisterna del cuarto de baño y a continuación se escucharon los pasos de la mujer, que apareció al instante en la sala de estar con expresión ensimismada. Jorge devolvió precipitadamente la voz al aparato y comenzó a errar de nuevo por los suburbios de la programación televisiva. Le parecía mentira que, llevando treinta años casados, todavía se dieran entre ellos estas situaciones extravagantes. En cierto modo, era como vivir al lado de un ser misterioso, cuyas costumbres le despertaban la misma curiosidad que las de los protagonistas de los documentales sobre la naturaleza. Las escenas navideñas generadas por el televisor y el pequeño nacimiento de corcho colocado encima de él no hacían sino acentuar este sentimiento de asombro respecto a su vida cotidiana. Al poco, Teresa tomó un lápiz de la mesita y subrayó concienzudamente unas líneas, sacando por entre los labios la punta de la lengua en una incomprensible demostración de esfuerzo. Él la vigilaba de reojo, ocultándose tras la montura de las gafas como un perseguidor detrás de la esquina de una calle. Entonces vio cómo la mujer volvía a leer lo subrayado y luego lanzaba en dirección a él una mirada valorativa. —¿Se puede saber qué lees con tanto entusiasmo? —dijo al fin para liberarse de un malestar creciente, aunque el hecho de preguntar le parecía una forma de derrota. —Nada —respondió ella—, un libro sobre las relaciones interpersonales. Se llama así precisamente: Relaciones interpersonales. No habría podido imaginar que fuéramos tan raros. Mucho más que los escarabajos y las moscas de los documentales esos que te gustan tanto. —¿Nosotros somos raros? —La gente en general. Cuando decidieron retirarse, Teresa llevó el libro al dormitorio y lo dejó sobre la mesilla de noche antes de entrar en el cuarto de baño. Jorge se concedió entonces unos instantes de seguridad y luego bordeó la cama descalzo, conteniendo la respiración, para curiosear el volumen. Enseguida dio con el párrafo subrayado hacía un momento, que decía así: «El verdadero objeto de deseo del adúltero, aunque él lo ignore, no es la amante, sino el marido de ésta. Ella no es más que el puente entre dos homosexuales que desconocen su verdadera condición».
Abandonó el libro sobre la mesilla con gesto de repugnancia, como si hubiera tocado sin querer una víscera, y se metió en la cama precipitadamente. Cuando Teresa volvió del cuarto de baño canturreando entre dientes el villancico que acababan de escuchar por la televisión, se hizo el dormido, pero permaneció despierto, escuchando la respiración de su mujer y el discurrir de la punta del lápiz sobre las páginas, subrayando frases que quizá más tarde le regalaría a él en lugar de una corbata. Al día siguiente, Jorge se encontró con su amante, como ya venía siendo habitual todos los lunes por la tarde desde hacía un año. Por lo general, se refugiaban en un hotel situado al fondo de un callejón, muy cerca de donde él dirigía la pequeña empresa de componentes electrónicos de cuyo control económico-financiero se encargaba ella. Los encuentros se habían convertido en una forma de rutina que no pesaba a ninguno de los dos. Si con Teresa se sentía en el interior de un documental sobre la naturaleza, con Asun, la amante, tenía la impresión de hallarse dentro de una película, de un telefilme más bien, donde el argumento era siempre previsible y complaciente, al menos con los protagonistas. A veces ni siquiera llegaban a meterse en la cama, sino que permanecían toda la tarde charlando acerca de la vida o de los presupuestos económicos de la empresa, mientras disfrutaban como dos estudiantes de aquellas horas arrebatadas a la disciplina laboral. En estas tardes sin deseo, cuando llegaba el momento de abandonar la habitación, procuraban poner una vehemencia singular en el beso de despedida, para subrayar (todo el mundo subrayaba algo) lo que creían que era el verdadero objeto de la relación clandestina: la pasión venérea. Aquel lunes, sin embargo, Jorge se empleó sexualmente a fondo, como si pretendiera hacer el amor con efectos retroactivos en consideración a aquellos otros días en los que sólo le había dado a Asun conversación o presupuestos. Luego, cuando ambos permanecían exhaustos boca arriba, con las manos entrelazadas por el afecto, él intentó hacerla partícipe de su preocupación. —Por lo visto —dijo en tono de broma—, de quien en realidad estoy enamorado es de tu marido. Lo he leído ayer en un libro sobre relaciones interpersonales. —Pero si tú no eres homosexual —protestó ella. —Pues ahí está lo raro. —Ni conoces a Luis. —Por las cosas que tú me has contado de él nada más. ¿No llevarás una foto encima? La mujer hurgó en el bolso, que había abandonado junto a la cama al desnudarse, y sacó del billetero una instantánea donde aparecía su esposo en una reunión familiar, sonriendo al objetivo con una copa de champaña en la mano. Sobresalía, por encima de todo, su timidez, pero también podía advertirse un grado de soberbia en el modo en que levantaba la cabeza, reclamando al fotógrafo una atención especial para su figura. Un mechón de pelo le caía al azar sobre las cejas dándole una apariencia adolescente que produjo en Jorge una ligera turbación. —Podría ser mi hijo —dijo devolviendo la foto a Asun. —No es para tanto —respondió ella intentando mitigar su pena. Jorge era veinte años mayor que Asun (y que su marido, al parecer), y aunque ella siempre tendía a rebajar los inconvenientes de la diferencia, a él le pesaban cada día más. A veces no hablaba de otra cosa. —Cuando yo tenga setenta años —solía decir—, tú tendrás cincuenta, los míos de ahora. A los cincuenta todavía se es joven, ya verás. —No pienses en eso. —Y cuando yo tenga ochenta, tú tendrás sesenta. Estarás a punto de jubilarte.
—No seas pesado. Esa noche, Jorge soñó con el marido de Asun y se despertó sobresaltado, víctima de una excitación sexual pavorosa que no sabía dónde descargar. —¿Qué te pasó esta noche? —preguntó su mujer mientras desayunaban. —Tuve una pesadilla. —¿Cómo era? —Te volvías lesbiana de repente y te ibas a vivir con Asun, una chica veinte años más joven que nosotros que lleva la contabilidad de la empresa. —Pero si yo no he sido ni heterosexual —dijo Teresa irónicamente, aludiendo a alguna vieja acusación de él—, cómo voy a convertirme en lesbiana. Y en Navidades, unas fechas tan señaladas. Por favor. —¿Qué quieres decir? —respondió Jorge confundido por aquella lógica, sin advertir el tono de burla latente en la respuesta de su mujer. —Pues que no se puede ser heterodoxo sin haber pasado por la ortodoxia. Tú, que has sido un hombre sexualmente muy convencional, con una esposa asexuada, como yo, y siete u ocho amantes devoradoras o sumisas, según te fueran los negocios, podrías levantarte una mañana y empezar a perseguir chiquillos. Si me apuras un poco, sería hasta lo lógico para redondear un currículo sexual como Dios manda. Salió de casa aterrado, pero ya en el coche consideró que el libro en el que había leído la teoría de la amante como puente entre los hombres que se atraían sin saberlo se lo habían regalado a Teresa, no a él, de modo que no tenía por qué dejarse influir por sus hipótesis. Quizá ella lo había subrayado de forma tan llamativa para estimular su curiosidad y hacerle daño. Todo era sugestión, pues. Todo era su gestión, volvió a repetirse dividiendo esta vez la palabra en dos partes: una gestión de su mujer para vengarse de sus infidelidades. Tal vez incluso lo había comprado ella misma, haciéndolo pasar luego como un obsequio de otra persona, al objeto de que el diagnóstico tuviera más peso al proceder de fuera del ámbito conyugal. En cualquier caso, la sola idea de cambiar de identidad sexual y de hábitos venéreos a aquellas alturas de la vida (y en unas fechas tan señaladas, se dijo a sí mismo con sarcasmo) le ponía los pelos de punta. Lo malo era que, pese a todos estos razonamientos, no podía dejar de pensar en el hombre de la fotografía con el que había soñado por la noche. El lunes siguiente, Asun quería hablar, pero él insistió en que se metieran en la cama cuanto antes para probar su virilidad, y aunque no le fue mal, se quedó triste, insatisfecho, un punto abatido. Más tarde, cuando ella se levantó para ir al baño y la vio caminar desnuda, tan delgada, sobre la moqueta, le pareció una libélula, así que por un momento tuvo la impresión de haberse salido de telefilme, que era el territorio de la amante, para entrar en el documental sobre la naturaleza, que era el de la esposa. Aquella confusión de géneros, pensó, presagiaba lo peor desde el punto de vista del desorden sexual en el que se sentía instalado a pesar suyo. Entonces se arrastró sobre las sábanas hasta el lado de Asun, tomó sigilosamente su bolso del suelo y sacó del billetero la fotografía de Luis (ya había empezado a referirse a él, íntimamente, por su nombre). Tras observarla con desasosiego durante unos segundos, oyó el ruido de la puerta del baño y calculó que no le daría tiempo a devolverla a su lugar, de modo que la escondió bajo la almohada y compuso un gesto de naturalidad para recibir a la amante, que se empeñó en pasar el resto de la tarde hablando de presupuestos y balances. En su opinión, las previsiones de facturación para el próximo ejercicio estaban mal hechas, pues no se había tenido en consideración la demanda de componentes por parte del sector público.
—El Gobierno está a punto de aprobar una partida para la renovación del material de quirófano en la sanidad estatal —añadió misteriosamente, como si se tratara de una información reservada. —Ya —respondió él con pesadumbre. Jorge esperó el momento de devolver la foto a su lugar de origen, pero al final tuvo que esconderla en su propio billetero, pues Asun no volvió a separarse del bolso en toda la tarde. Esa noche, cuando llegó a casa, Teresa le preguntó si le dolía el corazón, pues se llevaba la mano al pecho con frecuencia, y es que inconscientemente, cada poco, controlaba que no había perdido o no le habían robado la cartera y con ella la fotografía de Luis, que había comenzado a pesarle como un bulto, quizá como un infarto, en el centro del pecho. Todo lo que arrebataba clandestinamente a las mujeres, pensó, acababa transformándose en un tumor: primero aquellas líneas del libro de Teresa sobre las relaciones interpersonales; ahora la foto de aquel hombre. No sabía qué hacer con las líneas. Ni con la foto. Atravesó la frontera del Año Nuevo arrastrando de un lado a otro la instantánea con una sensación de peligro inexplicable. A veces actuaba como si llevara encima una droga muy perseguida por la ley, y cuando en los restaurantes sacaba la cartera para pagar, percibiendo el latido de Luis en el departamento contiguo al de las tarjetas de crédito, contenía sin darse cuenta la respiración, como un aventurero o un espía en los momentos más delicados de su actividad. Con frecuencia se encerraba en el cuarto de baño de la empresa, o en el de su casa, y contemplaba la foto sin ser capaz de obtener ninguna conclusión, pero asombrado por el modo en que le concernía aquel rostro en el que la timidez y la arrogancia se anudaban a su propia historia venérea y sentimental, no sabía si para completarla o para hacerla estallar. El lunes siguiente no devolvió la foto a su lugar. Asun tampoco la echó en falta, o al menos no se lo comentó a él. Hicieron el amor con pocas ganas —«al final de las Navidades», dijo ella, «siempre sufro una pequeña depresión»—, y después Jorge indagó acerca de las costumbres de Luis. Necesitaba saberlo todo sobre él: sus hábitos higiénicos, su sueldo, sus preferencias gastronómicas, sus programas de televisión preferidos. Al principio logró hacer las consultas con delicadeza, pero cuando vio que la tarde se acababa y que le faltaban todavía tantas respuestas para calmar su agitación, preguntó con cierta brusquedad: —¿Se cepilla los dientes inmediatamente después de cenar o antes de irse a la cama? —¿Quién? —¿Quién va a ser? Tu marido. Asun se levantó furiosa, se vistió y salió de la habitación dando un portazo; pero en los siguientes días, Jorge se hizo perdonar a base de flores y de preguntas telefónicas acerca de los presupuestos o de las previsiones gubernamentales para la renovación de los laboratorios públicos. Finalmente volvieron a encontrarse en el hotel el lunes siguiente, y aunque ella se mostró al principio un poco tirante, él supo ganarse su confianza y recuperar el clima de familiaridad anterior: sabía ya que permanecer junto a Asun era el único modo de estar con Luis, cuya ausencia, ahora que se había introducido en su vida de aquel modo, no era capaz de imaginar. A Teresa le regaló alguien, no dijo quién, por Reyes otro libro de bolsillo que subrayó a lo largo de las noches siguientes con cierta afectación. Pero Jorge, cuya capacidad para introducir cambios en su vida era muy limitada, no quiso averiguar ni el título.
El Paraíso era un autobús Él trabajó durante toda su vida en una ferretería del centro. A las ocho y media de la mañana llegaba a la parada del autobús y tomaba el primero, que no tardaba más de diez minutos. Ella trabajó también durante toda su vida en una mercería. Solía coger el autobús tres paradas después de la de él y se bajaba una antes. Debían salir a horas diferentes, pues por las tardes nunca coincidían. Jamás se hablaron. Si había asientos libres, se sentaban de manera que cada uno pudiera ver al otro. Cuando el autobús iba lleno, se ponían en la parte de atrás, contemplando la calle y sintiendo cada uno de ellos la cercana presencia del otro. Cogían las vacaciones el mismo mes, agosto, de manera que los primeros días de septiembre se miraban con más intensidad que el resto del año. Él solía regresar más moreno que ella, que tenía la piel muy blanca y seguramente algo delicada. Ninguno de ellos llegó a saber jamás cómo era la vida del otro: si estaba casado, si tenía hijos, si era feliz. A lo largo de todos aquellos años se fueron lanzando mensajes no verbales sobre los que se podía especular ampliamente. Ella, por ejemplo, cogió la costumbre de llevar en el bolso una novela que a veces leía o fingía leer. A él le pareció eso un síntoma de sensibilidad al que respondió comprándose todos los días el periódico. Lo llevaba abierto por las páginas de internacional, como para sugerir que era un hombre informado y preocupado por los problemas del mundo. Si alguna vez por la razón que fuera, ella faltaba a esa cita no acordada, él perdía el interés por todo y abandonaba el periódico en un asiento del autobús, sin haberlo leído. Así, durante una temporada en que ella estuvo enferma, él adelgazó varios kilos y descuidó su aseo personal hasta que le llamaron la atención en la ferretería: alguien que trabajaba con el público tenía la obligación de afeitarse a diario. Cuando al fin regresó, los dos parecían unos resucitados: ella, porque había sido operada a vida o muerte de una perforación intestinal de la que no se había quejado para no faltar a la cita; él, porque había enfermado de amor y melancolía. Pero, a los pocos días de volver a verse, ambos ganaron peso y comenzaron a asearse para el otro con el cuidado de antes. Por aquellas fechas, él ascendió a encargado de la ferretería y se compró una agenda. Entonces, se sentaba tan cerca como podía de ella, la abría, y con un bolígrafo hacía complicadas anotaciones que sugerían muchos compromisos. Además, comenzó a llevar corbata, lo que obligó a ella, que siempre había ido muy arreglada, a cuidar más los complementos de sus vestidos. En aquella época ya no eran jóvenes, pero ella comenzó a ponerse unos pendientes muy grandes y algo llamativos que a él le volvían loco de deseo. La pasión, en lugar de disminuir con los años, crecía alimentada por el silencio y la falta de datos que cada uno tenía sobre el otro. Pasaron otoños, primaveras, inviernos. A veces llovía y el viento aplastaba las gotas de lluvia contra los cristales del autobús, difuminando el paisaje urbano. Entonces, él imaginaba que el autobús era la casa de los dos. Había hecho unas divisiones imaginarias para colocar la cocina, el dormitorio de ellos, el cuarto de baño. E imaginaba una vida feliz: ellos vivían en el autobús, que no paraba de dar vueltas alrededor de la ciudad, y la lluvia o la niebla los protegía de las miradas de los de afuera. No había navidades, ni veranos, ni semanas santas. Todo el tiempo llovía y ellos viajaban solos, eternamente, sin hablarse, sin saber nada de sí mismos. Abrazados.
Así fueron haciéndose mayores, envejeciendo sin dejar de mirarse. Y cuanto más mayores eran, más se amaban; y cuanto más se amaban más dificultades tenían para acercarse el uno al otro. Y un día a él le dijeron que tenía que jubilarse y no lo entendió, pero de todas formas le hicieron los papeles y le rogaron que no volviera por la ferretería. Durante algún tiempo, siguió tomando el autobús a la hora de siempre, hasta que llegó al punto de no poder justificar frente a su mujer esas raras salidas. De todos modos, a los pocos meses también ella se jubiló y el autobús dejó de ser su casa. Ambos fueron languideciéndose por separado. Él murió a los tres años de jubilarse y ella murió unos meses después. Casualmente fueron enterrados en dos nichos contiguos, donde seguramente cada uno siente la cercanía del otro y sueñan que el paraíso es un autobús sin paradas.
Un curioso intercambio Aquel hombre fue con su hijo, de cuatro años, a unos grandes almacenes para ver a los Reyes Magos, que tenían instalado un quiosco junto a la sección de juguetería. Había mucha gente y los servicios de seguridad estaban muy ocupados con tantas familias que habían ido a lo mismo. El hombre, que era algo claustrofóbico, empezó a sentirse mal entre las multitudes, de manera que a la media hora de soportar la asfixia y los empujones decidió marcharse. Al llegar a la calle notó que el niño que llevaba de la mano no era el suyo. El niño y él se miraron perplejos, aunque ninguno de los dos dijo nada. La reacción inmediata del hombre fue regresar al tumulto para recuperar a su hijo. Pero cuando pensó que seguramente no lo encontraría en seguida, y que tendría que ir a la comisaría para poner una denuncia, decidió hacer como que no se había dado cuenta. Entraría en casa con naturalidad, con el niño de la mano, y sería oficialmente su mujer la primera en notar el cambio. Confiaba en que fuera ella la que se ocupara de toda la molesta tramitación para recuperar a un niño y devolver al otro. Afortunadamente, el niño no daba señales de angustia. Caminaba, dócil, junto a él, como si también temiera que la aceptación de error fuera más complicada que su negación. Entonces, el hombre notó que el niño todavía llevaba en la mano la carta a los Reyes Magos. Le dio pena y buscó un buzón de correos asegurándole que de ese modo llegaría también a su destino. Después, para compensarle, le invitó a tomar chocolate con churros en una cafetería. Entró en casa con naturalidad y saludó a su mujer, que estaba viendo su programa favorito de televisión. El hombre esperaba que ella diera un grito y se pusiera inmediatamente a llamar a la policía mientras el fingía un desmayo para no tener que participar en todo el follón que sin duda se iba a hacer. Pero su mujer miró al niño y, después de unos segundos de duda, le dio un beso y le preguntó si había conseguido ver a los Reyes Magos. -Hemos echado la carta en un buzón- respondió el niño. -Bueno, también así les llegará -respondió la mujer regresando a su programa favorito de televisión. También ella, al parecer, prefería hacer como que no se había dado cuenta para evitar las molestas complicaciones de aceptar el error. Además, si actuaba en ese momento, se perdía el final del programa. El hombre se quedó algo confuso, pero ya no podía dar marcha atrás, de manera que llevó al niño al dormitorio de su hijo y lo dejó jugando mientras se servía un whisky para relajar la tensión. Esa noche durmió mal, pensando que el niño se despertaría en cualquier momento llamando entre lágrimas a sus padres verdaderos. Cada vez que abría los ojos, espiaba la respiración de su mujer para ver si ella también estaba inquieta, pero no llegó a notar nada anormal. En cuanto al niño, durmió perfectamente, mejor que su propio hijo, que siempre solía despertarse dos o tres veces para pedir agua. Durante los siguientes días, aprovechando la hora del baño o el momento de ponerle el pijama, comprobó que el niño no tenía malformaciones. Se extrañaba de que los que se hubieran llevado a su hijo verdadero no hubieran salido aún en los periódicos o en la televisión denunciando el error. Pensó que se trataría también de una pareja algo tímida y enemiga de meterse en complicaciones. El niño se adaptó bien al nuevo hogar, sin hacer en ningún momento comentarios que pusieran en peligro la estabilidad familiar. En muchos aspectos, era mejor que el hijo propio, pues comía sin necesidad de que le contaran cuentos y no se hacía pis en la cama. El hombre se acordaba a veces, con un poco de culpa, de su verdadero hijo, pero
se le pasaba en seguida pensando que estaría perfectamente atendido por un matrimonio de clase media, como los que había visto en la cola de los Reyes Magos, que le cuidaría con la solicitud con la que él y su mujer se ocupaban del niño que les había tocado. Después de todo, los niños lo único que necesitan es afecto. A lo mejor hasta había dejado de hacerse pis en la cama al cambiar de ambiente, lo que sin duda le daría mayores dosis de seguridad. Es cierto que el hombre llegó a dudar de sí mismo en alguna ocasión, pues todo iba tan bien, todo era tan normal, que a veces parecía imposible que se hubiera equivocado realmente de hijo. Con éste se llevaba mejor que con el verdadero, que estaba muy mal criado por su madre y era muy caprichoso. El nuevo le obedecía en todo y era muy raro que llorase si no le dejaban ver la televisión o le mandaran pronto a la cama. O sea, que se encariñó con él. Un día, después de Reyes, lo llevó al cine. Se trataba de una película de dibujos animados y había también más niños que en una macroguardería. El caso es que, sin saber cómo, al salir del cine observó con sorpresa que llevaba de la mano a su verdadero hijo. Seguramente, los niños habían visto a sus padres verdaderos y habían hecho el intercambio por su cuenta. Ninguno de los dos dijo nada. Cuando llegaron a casa, la madre, que estaba viendo la televisión, disimuló también. Los primeros días fue todo bien, pero en seguida volvió a hacerse pis en la cama y a hacer follones a la hora de comer. El padre, para consolarse, pensaba con nostalgia en el otro hijo y llevaba todos los fines de semana al suyo a lugares donde había multitudes con la esperanza, nunca confesada, de que un nuevo error se lo restituyera.
Mecánica popular Llevaba más de media hora en aquella inhóspita sala de espera, sin que me atendiera nadie, cuando se abrió una puerta y apareció una mujer en cuya frente estaba escrito mi destino. Reconozco enseguida a esa clase de mujeres, porque siempre que se han cruzado en mi existencia he huido de ellas con idénticas dosis de arrepentimiento y de dolor. Y es que no puedo mirarlas sin agonizar, de manera que temí que fuera la doctora y tuviera que abrir la boca delante de sus ojos. Por fortuna, se trataba de una paciente, pues tras preguntar si yo era el último, aunque no había nadie más, se puso a recorrer la sala de un lado a otro. Estábamos en los primeros días de agosto, pero ella llevaba un abrigo de visón que la envolvía hasta los tobillos. Sin embargo, lejos de sudar, se estremecía dentro de la piel con el gesto con el que nos encogemos en la cama cuando suena el despertador y el dormitorio está frío. Y se encogía de tal modo que uno deseaba encontrarse también dentro de aquel abrigo de piel, con ella a ser posible. Siempre me ha dado mucha vergüenza sudar delante de las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino, así que no sabía qué hacer para ocultar mi confusión. Cuando aquello comenzó a resultar una tortura, intenté liberar los recursos que utilizo para seducir a las mujeres que no llevan escrito en la frente mi destino, y al poco fui capaz de dirigirle la palabra con algún descaro: ––No sé cómo puede soportar ese abrigo con el calor que hace–– dije. Ella me miró con una expresión de desconcierto enloquecedora (ésa es una de las características de las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino, el desconcierto) y preguntó con ingenuidad: ––¿Por qué dice usted que hace calor? ––Porque lo hace–– respondí––. Además, es normal, estamos en agosto. ––En Buenos Aires ––dijo–– hace mucho frío en agosto. ––Sí ––argumenté yo––, pero es que estamos en Madrid. ––No me diga... Compuso tal expresión de perplejidad que parecía de que de verdad dudara sobre el lugar en que nos encontrábamos. A mí me hizo gracia esa duda y me crecí de manera quizá un poco miserable frente a su miedo. Recuerdo que sonreí con suficiencia mientras le preguntaba: ––¿De verdad creía que estábamos en Buenos Aires¡ –– No sé, ya me hace dudar.... Comprendí que estaba en mis manos y pensé que quizás no se tratara de una de esas mujeres que llevan escrito mi destino en la frente. A veces, te equivocas. Parecía tan desamparada que empecé a encontrar placer en la posibilidad de seducirla. Dije: ––Usted no sé dónde estará, pero yo, desde luego, estoy en Madrid y en Madrid en agosto hace calor. Ella miró a su alrededor como buscando alguna referencia que pusiera en cuestión o quizá confirmara mis palabras, pero la habitación estaba muy desnuda y la única ventana daba a un estrecho patio interior lleno de sombras. Finalmente se acercó a un calendario que había en la pared y tras colocarse una gafas de vista cansada (quizá eran sus ojos fatigados los que me habían persuadido de que se trataba de una de esas mujeres), leyó algo escrito en él. ––Aquí pone “impreso en los talleres de Sergio Dacosta, Tucumán, provincia de Buenos Aires”. Yo, como por llevarle la corriente, porque había empezado a gustarme con locura esa mujer, me levanté y fui a leer la inscripción.
––Pues sí ––concedí––, pone eso, pero, no tiene nada que ver. Sin embargo, ha conseguido usted sugestionarme. Parece que empiezo a tener frío, como si nos encontráramos en Buenos Aires. Lo dije por no interrumpir la conversación, pero lo cierto es que me encontraba algo desnudo con el traje de lino. Cuando intentaba averiguar de dónde podía proceder aquel frío, ya que no había aire acondicionado a simple vista, habló ella: ––Pues debe tratarse de una sugestión mutua, porque yo empiezo a tener calor, como si estuviésemos en Madrid. Con este abrigo.... ––Qué mundo ––respondí yo, acercándome un poco para valorar su perfume––, ya no sabe uno ni dónde está. ––Ni quién es ––respondió––; no sabe uno dónde está ni quien es. Interpreté que se trataba de una invitación a que nos presentáramos y le extendí mi mano: ––Perdón, no me he presentado todavía: Francisco Ureña, encantado. ––Beatriz Tomé ––respondió entregándome la suya, a la que obligué a permanecer entre las mías unas décimas de segundo más de lo socialmente aceptado. ––Bueno ––añadí con expresión divertida. Por lo menos estamos de acuerdo en quiénes somos. Entonces ella, Beatriz, hizo un gesto de aturdimiento, como si se encontrara a punto de desmayarse, y tras dar dos o tres pasos sin dirección precisa se derrumbó sobre el sofá y rompió a llorar. ––Yo no, la verdad ––dijo entre hipidos, he dicho lo de Beatriz Tomé por decir algo, pero no estoy segura. Si esto es Madrid, a lo mejor no soy Beatriz. Me quedé un poco desconcertado, sobre todo porque me pareció que lloraba como las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino. Finalmente, dije: ––Bueno, no se ponga así; quizás estemos en Buenos Aires. De hecho, he empezado a tener frío, ya se lo he dicho. Ella continuó llorando con esa clase de fragilidad que me enloquece, de manera que volvió a salir el seductor que hay en mí, y, en un gesto de protección típicamente masculino, me senté junto a ella, la tomé por los hombros y la atraje hacia mí. Mientras la acariciaba para darle consuelo empecé a descubrir sus formas debajo del abrigo y debí de perder por un momento el sentido de la medida, porque se incorporó de súbito, ofendida, y tragándose las lágrimas, me gritó: ––¿Pero por quién me ha tomado usted? ––Lo siento ––me disculpé––, sólo pretendía consolarla. ––¿Y para consolarme tiene que tocarme todo el cuerpo? ––Perdone ––insistí––, es usted muy atractiva y posiblemente me he dejado llevar, pero le aseguro que no es mi estilo. Me levanté y comencé a recorrer la sala de espera de un lado a otro, en parte para que se tranquilizara al verme lejos de ella, pero también porque el frío había aumentado y no podía quedarme quieto sin temblar. Una inquietante extrañeza, acentuada por el silencio que se había establecido entre los dos, se apoderó de mí. Finalmente, ella habló, quizá con la intención de romper de nuevo el hielo, pero dijo algo desconcertante: ––Está tardando mucho la peluquera. ––¿Qué peluquera? ––pregunté yo asombrado. ––La peluquera, qué peluquera va a ser. ––Pero, mujer, si esto es un clínica dental. Ella adoptó la misma expresión de desconcierto que cuando le dije que estábamos en Madrid y yo vi escrito de nuevo mi destino en su frente, pero esta vez me sentí poseído de una fortaleza especial y no huí.
––Qué dice ––articuló. ––Yo, por lo menos, he venido a arreglarme la boca. ––Pues yo a cortarme el pelo. La sensación de extrañeza creció dentro de mí, asociada esta vez al frío. En realidad, ya no podía distinguir la extrañeza del frío, porque los dos se habían instalado en el centro de mis huesos y desde allí irradiaban al resto del cuerpo una suerte de desvarío que se manifestaba en una agitación incontrolable. Ella, por su parte, tenía encendida la cara, como si de repente hubiera comenzado a sobrarle el abrigo. ––Parece que usted tiene calor ––dije intentando componer una expresión de broma. ––Y usted frío ––respondió al instante. ––A lo mejor va a resultar que el que está en Buenos Aires soy yo ––añadí continuando el juego, aunque la sonrisa se me quedaba helada. ––Y yo en Madrid ––añadió ella. ––Pues nada, si esto sigue así nos cambiamos de ropa y ya está. Entonces se quitó el abrigo y me lo ofreció con naturalidad. Yo me defendí con un gesto a la vez que decía que no, por favor, que se trataba de una broma. Pero mientras hablaba, me fijé en su cuerpo y poco a poco fui descubriendo que debajo de la falda y de la blusa se ocultaban en realidad un conjunto de masculinos. Comprendí, de súbito, el por qué la sensación de extrañeza que me había invadido minutos antes. ––Pero si usted es... ––empecé a decir. Ella miró hacia las zonas de su cuerpo a las que yo dirigía mis ojos y puso un gesto de asombro. ––¡Pero bueno ––gritó horrorizada––, si soy un hombre! Tras los primeros momentos de sorpresa, decidí que lo mejor era fingir una reacción mundana para no agravar la situación, así que, sonriendo con condescendencia, dije: ––No se preocupe, no tengo nada contra los travestidos, aunque me lo podía haber dicho antes: nunca le he puesto las manos encima a un hombre. ––¡Pero qué travestido! ¡Qué dice de travestido! ––gritó ella (él, quiero decir) con un desconcierto que parecía verdadero––; yo no soy un travestido, lo que pasa es que usted me quiere volver loca, o loco, ya no sé lo que digo. Primero salta con que hace calor porque no estamos en Buenos Aires, a pesar de que ese calendario está impreso en Tucumán; luego dice que se llama Francisco, como presumiendo de ser alguien: es usted quien me ha obligado a decir que me llamo Beatriz, para no ser menos; en seguida, añade que esto es la consulta de un dentista. Y ahora, por si fuera poco, sale con que soy un hombre. ––Pero si no es que lo diga yo, es que lo es, mujer ––afirmé en tono conciliador. ––¿En qué quedamos? Ahora me ha llamado mujer. Una cosa u otra. ––Hombre, hombre. ––Entonces por qué me acaba de llamar mujer. ––Era un modo de hablar, hombre. ––Vaya, ya empieza usted a ponerse de acuerdo. Volvió a meterse en el abrigo, quizá para ocultar su identidad masculina, de la que parecía avergonzarse, y comenzó a recorrer la sala de espera de un lado a otro con desesperación. Advertí que estaba sometido a una gran tensión emocional y guardé silencio. La verdad es que me sentía aliviado y quizás un poco divertido: el descubrimiento de que ella era un hombre explicaba también los disparates anteriores y colocaba la realidad en la posición en la que habitualmente la vemos. Sin embargo, no conseguía que el frío me abandonara y eso, habida cuenta de que estábamos en agosto, seguía constituyendo una rareza incómoda. De súbito, se detuvo frente a mí y comenzó a recapitular:
––De acuerdo ––dijo––, soy un hombre, eso parece evidente. Ahora bien, ¿es esto una clínica dental? ––Sí ––afirmé yo. ––¿Estamos en Madrid? ––Claro ––Es verano? ––Desde luego. ––Entonces, por qué está usted muerto de frío? ––preguntó en tono de acusación. ––No sé ––respondí––, por sugestión quizá. ––O sea, que su frío puede ser una sugestión y mi sexo no. Es eso lo que quiere decir? ––Bueno... ––dudé. ––No, no. Dígalo con claridad, sin ambages. A ver, ¿por qué la sugestión sirve para explicar su frío y no mis genitales? Porque a usted ni siquiera se le ha pasado por la imaginación la posibilidad de que quizás mis genitales sean una sugestión. Además de argumentar bastante bien, exponía sus razonamientos con tal agresividad que lograba hacerme dudar de todo, así que instintivamente dirigí mis ojos hacia la zona de su sexo mientras balbuceaba: ––No sé, mujer, tampoco digo eso... ––Vaya, ahora soy mujer otra vez. ––Bueno ––añadí intentando dar por concluido el disparate––, quizá sea usted una mujer después de todo. A mí qué más me da. ––Salgamos de dudas ––dijo. Entonces, arrancándose el abrigo, se subió la falda sin darme tiempo a reaccionar, y los dos vimos detrás de los encajes de sus bragas un sexo claramente masculino. Aunque me encontraba algo turbado por aquella visión contradictoria, no pude evitar un pequeño sentimiento de triunfo. ––¿Lo ve? ––le dije. El se bajó la falda con un silencio rencoroso y comenzó de nuevo a recorrer la consulta de un lado a otro con expresión de desconcierto. Parecía sumido en arduas reflexiones. Al rato, se detuvo frente a mí con gesto retador. Dijo: ––Usted está muy seguro de todo, pero todavía no ha tenido la valentía, como yo, de mostrar su sexo. A lo mejor eso de que es hombre acaba resultando también una sugestión, como lo del frío. A ver, por qué no saca la cosa y salimos de dudas. ––Mire ––dije poniéndome serio––, yo soy muy tolerante, pero está usted empezando a superar ciertos límites que por educación... No me dejó terminar; todo lo que decía yo contribuía a aumentar su cólera. ––¡Pero qué dice usted de educación! ––gritó––; o sea, que no sabemos si estamos en Buenos Aires o en Madrid, ni si hace frío o calor, ni si esto es una peluquería o una clínica, por no saber no sabemos si somos hombres o mujeres, vamos, que se está derrumbando el mundo y usted sale con la tontería esa de la educación. Usted es un imbécil, o quizás una imbécil, que ya no me fío de la apariencia de nadie. Si yo tenía la facultad de irritarle, él tenía la facultad de hacerme dudar de todo, ya digo, de manera que mientras le oía hablar no pude reprimir un movimiento de mi mano en dirección al sexo, para comprobar, con creciente alarma, que no estaba donde debería. Mientras buscaba mi pene y sus adherencias, él continuaba provocándome como en una pesadilla: ––Que tenga usted las tetas pequeñas no significa nada: mi madre las tenía minúsculas, y crió seis hijos. Recuerdo que escuché esa frase, la de las tetas, y que me incorporé horrorizado por la impresión de haber perdido el sexo. Me bajé apresuradamente los pantalones y los calzoncillos y ví lo que al principio me pareció una llaga y luego, sin transición, un sexo femenino. Me derrumbé sobre el sillón y comencé a llorar con la cara oculta entre las
manos. El me dejó llorar, como si de ese modo quisiera hacerme pagar la culpa de mis seguridades anteriores, pero después de un rato se sentó a mi lado e intentó consolarme: ––No se ponga así ––dijo––, también yo he tenido que hacerme cargo de un sexo diferente y no he cogido ese berrinche. ––Pero es que usted es un hombre ––argumenté––; cuando era una mujer también lloraba. ––De acuerdo, de acuerdo –– añadió conciliador––, pero cálmese ya, que de un momento a otro va a llegar el dentista, o la peluquera, lo que sea, y vamos a dar el espectáculo. Noté que sus caricias, cuyo tono, al principio, era de consuelo, estaban adquiriendo un carácter marcadamente sexual. Creo que había ido excitándome sin querer con el descubrimiento de mis formas, y, aunque yo también estaba algo turbado, o quizá turbada, me incorporé defendiéndome de aquel acoso. ––¿Qué hace? ––gemí––. A mí no me ha puesto la mano encima un hombre nunca. ––Eso sería cuando usted era un hombre, o se lo creía, pero ahora es una mujer, y está muy bien, por cierto. Volví a sentirme abatido ––abatida, en realidad–– y adopté una postura de desconsuelo que no pude controlar, aunque me pareció muy femenina. El me atrajo hacia sí y en esta ocasión le dejé hacer. ––Pobrecita ––dijo––, está usted muerta de frío. Es evidente que se encuentra en Buenos Aires, y allí, en esta época del año, hace mucho frío. Yo sin embargo, como debo estar en Madrid, me aso con tanta ropa. Tenga, póngase mi abrigo. Me lo colocó por los hombros y yo me dejé arropar, porque necesitaba que me protegieran, como si la vida hasta entonces hubiera sido muy hostil conmigo. En esto, él se quedó pensativo, como a la espera de una decisión, y enseguida dijo: ––Aunque lo mejor sería que nos cambiáramos toda la ropa, no vaya a ser que esto no sea ni una clínica ni una peluquería. ––¿Qué va a ser entonces? ––pregunté asustada. ––No sé, a lo mejor es un endocrino y nos manda desnudarnos. Que vergüenza si la ve a usted en calzoncillos y a mí en bragas. ––¿Sí? ––Ande, levántese, que debe estar a punto de llegar. Me gustaba mucho de él la velocidad con la que tomaba decisiones, así que le hice caso y me incorporé. Entonces, me vi en el espejo de la pared de enfrente y advertí que yo misma era una de esas mujeres que llevan escrito en la frente el destino de algunos hombres. El estaba a mi lado, quizá leyendo su destino en mi reflejo, cuando observé que se tiraba del pelo y se arrancaba la melena. ––Lo que suponía ––dijo––, no era más que una prótesis; tenga, póngasela, le quedará mejor que a mí. Al ponerme la melena, mis rasgos completaron el proceso de feminización al tiempo que los de él se endurecían. Estaba un poco calvo, pero esa especie de calvicie que algunos hombres logran incorporar a su identidad como un atributo, más que como una amputación. Quizá no se había dado cuenta de que yo llevaba escrito en la frente su destino, porque me trataba con esa clase de neutralidad con la que yo había seducido en otro tiempo a las mujeres cuya existencia no me concernía. Comprendí que un hombre como ese podía perderme, e, incomprensiblemente, la idea me gustó. Pero teníamos que intercambiar la ropa, por si venía el endocrino, de manera que me urgió a que me desnudara mientras él comenzaba a desabrocharse la blusa. Intenté ocultarme detrás del sofá, pero su mirada me perseguía a todas partes con un descaro enloquecedor. ––Es usted preciosa ––me dijo.
Y yo: ––Mire hacia otro lado, por favor. En medio de aquel apresurado intercambio, se oyó un ruido procedente de la entrada y la tos de alguien que llegaba en ese instante. Nos miramos aterrados, pero él reaccionó en seguida y me señaló una puerta que daba a un pequeño aseo, donde nos refugiamos atropelladamente, medio desnudos los dos y con las manos llenas de la ropa del otro. Para mayor confusión, con la prisa no habíamos encendido la luz, cuyo interruptor estaba en la parte de fuera. Permanecimos en silencio, intentando trazar la trayectoria de los pasos que venían del otro lado, mientras acostumbrábamos los ojos a una luz minusválida procedente de una rendija por la que respiraba el aseo. Cuando cesó el ruido de los pasos e intentamos movernos para continuar el intercambio, nuestros cuerpos se encontraron y me entregué a su abrazo con una violencia pasiva de la que él se quedó tan sorprendido como yo. En realidad, no tuve que hacer nada, porque me pareció que alguien que me habitaba lo hacía por mí. Yo sólo tenía que entregarme y a cambio de esa entrega recibía más placer, por más tiempo, que el que habría sido capaz de imaginar hasta ese instante. Además, advertí enseguida que el placer de él dependía del mío, pues su gozo consistía en verme gozar. La melena se comportó de un modo raro, pues cuando él tiraba de ella yo sentía dolor en el cuero cabelludo. No sé cuánto duró aquello ni si armé mucho escándalo, porque a veces él me ponía la mano en la boca para que no gritara, aunque eso me excitaba más. El caso es que en un momento dado me obligó a regresar a la realidad y comenzamos a vestirnos otra vez. Al ponerme las bragas de encaje, sentí una emoción antigua, como si realizara en este acto un deseo del que ni siquiera guardaba memoria de lo remoto que era. Mientras terminábamos de vestirnos, comenzó a tutearme, y también ese tuteo me penetró hasta lo más hondo, como el nombre con el que me llamó, pues convinimos en intercambiar también nuestros nombres. Así pues, yo sería Beatriz y él Francisco. Tenía una sensación de plenitud que nunca antes había sentido, de manera que al salir con toda clase de precauciones a la sala de espera lo primero que hice fue mirarme en el espejo para acostumbrarme cuanto antes a esta versión de mí, con la que, he de decirlo, me encontraba completamente de acuerdo. El abrigo de visón, con el cuello levantado sobre la melena, me daba ese aire de misterio tan propio de las mujeres ricas argentinas. A él, por cierto, le quedaba muy bien mi traje de lino. En la sala no había nadie, así que pensamos que el endocrino, o lo que fuera, se había metido en la consulta y nos sentamos a esperar. ––Con este traje de verano da gusto ––dijo Francisco––, es muy ligero. ––Es de lino –– añadí yo––; lo compré este año. Si llego a saber que lo iba a utilizar tan poco, habría aguantado con la ropa del año pasado. ––No te quejes, que has salido ganando; el abrigo también lo he comprado este año. Y es un visón. ––La piel, en Buenos Aires, es muy barata ––argumenté un poco molesta, porque me pareció que se estaba poniendo mezquino. Yo, lo del traje de lino, lo había dicho por decir, no por echarle nada en cara. ––No te creas ––insistió––; la piel era barata antes, ahora todo está por las nubes. Estuve a punto de responderle que yo misma había comprado a mi mujer unos zorros muy baratos en Buenos Aires (había estado allí el invierno anterior por razones de trabajo), pero pensar en mi mujer, ahora que me sentía tan a gusto cada vez que notaba el roce de las bragas en la ingles, me hizo sentirme mal. Así que me disponía a cambiar de conversación, cuando se abrió la puerta que daba a la consulta y apareció una mujer de mediana edad, como nosotros, abrochándose una bata blanca. Parecía, por
su gesto, de nos saber muy bien qué hacía allí, y nos miraba como intentando averiguarlo en nuestras caras. Nosotros permanecíamos en silencio, también con expresión de duda. Finalmente, después de unos instantes de tensión, la doctora, o lo que fuera, dijo: ––Que pase el primero, por favor. La primera era yo, si consideraba mi etapa como hombre. Pero quien había llegado en segundo lugar a la consulta era una mujer y yo, ahora, era mujer, de manera que empujé a Francisco al tiempo que le decía al oído: ––Si lo miramos desde el punto de vista del sexo, el primero en llegar fue un hombre, así que te toca a ti. ––Está bien ––dijo haciendo un gesto obsceno––, pero luego no me reproches que lo vea todo desde ese punto de vista. Siguió a la mujer de la bata a la sala de consulta y yo fui detrás de ellos, para ver qué pasaba, sin que la doctora se opusiese. Parecía desconcertada, ya digo, como si se encontrara bajo los efectos de un sueño magnético. La consulta era muy neutra también y estaba desnuda; sólo vi un sillón que podía pertenecer, indistintamente, a una peluquera o a un dentista. El se sentó dócilmente, aunque con cara de susto, en ese sillón y la mujer de la bata se quedó a su lado sin hacer nada, como a la espera de que alguien le transmitiera una orden. Cuando la tensión estaba a punto de alcanzar un grado insoportable, Francisco pidió que le arreglara un poco el pelo por los lados. ––No sé por qué ––añadió––, aunque por arriba estoy prácticamente calvo, por los lados me crece muy deprisa. Yo me acerqué, y, procurando que no me oyera la doctora, le advertí: ––No, hombre, el pelo te lo querías cortar cuando eras Beatriz, pero ahora que eres Francisco te tienes que arreglar la boca. ¿No te acuerdas? ––Y si no sabe? –– preguntó asustado. Entonces, me volví directamente a la mujer, porque empezaba a haber en toda aquella confusión algo molesto, y le pregunté sin rodeos: ––¿Bueno, usted es dentista o qué? ––¿Por qué lo dice? ––preguntó a su vez. ––Es que el señor ––añadí–– ha venido a arreglarse la boca y yo a cortarme el pelo, pero, francamente, no sabemos quién está equivocado. ––Pues les voy a hablar con la misma franqueza ––respondió con el gesto de quien toma una decisión arriesgada de la que espera, sin embargo, obtener una tregua moral––, ahora mismo no me acuerdo de qué soy. ––Ya empezamos otra vez con las dudas ––dije con tono de resignación al tiempo que intercambiaba una mirada con Francisco. ––Sabrá por lo menos si es argentina o española ––añadió él. ––O si hace frío o calor ––insistí a mi vez. ––O si esto es Madrid o Buenos Aires ––apostilló Francisco. La mujer nos miró con desconcierto durante unos instantes y luego se echó a llorar mientras rogaba que dejáramos de hacerle preguntas, porque aquello empezaba a parecerse a un interrogatorio. ––Aquí hoy llora todo el mundo ––dijo Francisco. ––Eso no es cierto ––respondí––, sólo han llorado las mujeres. ––¿Y quién te dice a ti que ésta no es un hombre? Si es posible que yo esté en Madrid y tú en Buenos Aires, a pesar de encontrarnos en el mismo lugar, por qué no va a ser ésta un hombre? Y digo un hombre por no decir otra cosa.
––Qué cosa? ––pregunté, al tiempo que le indicaba con un gesto que dulcificara su modo de hablar, porque la pobre doctora, o lo que quiera que fuese, se ahogaba en un llanto que rompía el alma. ––Yo qué sé ––añadió él con desprecio––: una gata, por ejemplo. ––Qué poca sensibilidad tenéis los hombres ––le reproché mientras tomaba la cabeza de la doctora entre mis manos. ––Eso no me lo has dicho cuando estábamos en el aseo ––escupió con un gesto de provocación claramente sexual. Empezaba a molestarme que exhibiera la escena del aseo como un trofeo de caza, así que le rogué que se olvidara de eso y que me ayudara a calmar a la mujer. Entre tanto el llanto de ésta, bajo mis caricias, se había transformado en una especie de maullido. ––¿Lo ves? ––gritó Francisco saltando del sillón––.¡Es una gata! Contemplé lo que tenía entre las manos y observé con aprensión que no era una cabeza, sino un animal al que deje caer al suelo de inmediato. ––¿Te das cuenta? ––insistió él con expresión de triunfo––. Lo que yo te decía, una gata. Yo ya veía que era una gata, pero no podía soportar que llevara razón en todo, así que hice como que dudaba: ––Lo que pasa es que estás sugestionado. ––Tú todo lo explicas por la sugestión. ––No, hijo, el que utilizaba la sugestión para todo eras tú. ¿No te acuerdas? Pareció dudar. Dijo: ––Pues no, la verdad. La gata, entretanto, andaba olisqueando por los rincones, como si intentara reconocer el territorio. Regresamos a la sala de espera y nos dejamos caer en el sofá con gesto de desaliento. ––¡Esto es increíble! ––exclamó Francisco––. Cuando lo cuente en El Agujero Negro no se lo cree ni Dios. Me molestaba que se expresara así, aunque no soy creyente, y se lo dije. El puso cara de fastidio. Luego le pregunté qué era eso de El agujero Negro y me respondió que un bar de Buenos Aires. ––Pero si tú vives en Madrid ––señalé. ––Me parece que quien vivías en Madrid eras tú. ––No me vuelvas loca; vamos a ver, ¿quién lleva el visón puesto? ––Tú. ––De acuerdo, yo, y estamos en agosto. En agosto, para soportar este abrigo tienes que estar en Buenos Aires; luego, quien vive en Buenos Aires ahora soy yo. No puedes ir a El Agujero Negro. Se sumió en un silencio rencoroso (no soportaba no llevar la razón) y al rato, levantándose, se acercó al calendario y lo miró detenidamente. ––Lo que pasa ––dijo al fin–– es que estamos diciendo todo el tiempo que estamos en agosto, como si fuera un dogma de fé, pero en la hoja de este calendario pone enero. No, si ya decía yo que estaba empezando a tener frío. La verdad es que yo llevaba un rato sofocada por culpa del abrigo, de manera que me levanté también, para ver qué decía el calendario, y, en efecto, estaba abierto por la hoja correspondiente a enero. ––Anda, déjame el visón ––dijo él––, aterido de frío. A mí se me hacía insoportable que volviera a llevar razón; además, me había encariñado con el abrigo. ––De eso nada ––dije––. Ya estoy harta de cambios. Extendí la mano y empecé a arrancar las hojas del calendario hasta llegar a agosto.
––Hala, ya estamos otra vez en agosto –– dije. ––¡Joder, se ha notado en seguida! ––exclamó él––, ya vuelvo a tener calor. ––O sea, que estás en Madrid. ––Y tú, en Buenos Aires. Por cierto, que el abrigo te queda muy bien ––añadió con intención provocadora. Sé que tenía ganas de repetir lo del aseo, yo también, la verdad, pero me molestaba que llevara siempre él la iniciativa. Además, un sexto sentido recién adquirido me decía que tenía que resistirme un poco, así que cuando nos volvimos a sentar y empezó a tocarme le rogué que me sacara las manos de encima. Entre tanto, la gata había abandonado el gabinete de la doctora, o lo que fuese, y ahora estaba junto a nosotros, frotando su cuerpo contra las piernas de él. ––Le has gustado ––dije. ––Los animales se me dan muy bien, mejor que las personas ––respondió en tono de reproche sexual. Yo, la verdad, estaba deseando que me tocara el cuerpo, quizá porque me acordé de repente de algo muy remoto relacionado con él. ––Esto de los cuerpo es muy misterioso ––señalé. ––¿Qué quieres decir? ––Que lo que nos ha sucedido tiene que obedecer a alguna lógica. Me estaba acordando de una cosa que leí de pequeña en una revista Mecánica Popular. Decía que el cuerpo es una convención parecida a la del lenguaje. Por ejemplo, la palabra mesa no tiene nada que ver con el objeto mesa, pero hay un acuerdo general para que al oir esa palabra todos nos representemos ese objeto. ––¿Y qué tiene que ver eso con el cuerpo? ––Quiero decir que el cuerpo es también un lenguaje convencional, o sea, una prótesis: sirve para que nos comuniquemos, lo mismo que el calendario o las palabras. ¿No lo entiendes? El cuerpo es una representación: está en lugar de otra cosa que no sabemos manejar, lo mismo que el pronombre que va en lugar del nombre. Noté que se dejaba sugestionar por mis palabras y eso me halagó. No me gustan los hombres débiles, pero tampoco aguanto a los que quieren llevar la voz cantante todo el rato. ––¿Y qué pasaría si no se hubiera inventado el cuerpo? –– preguntó. ––Pues seríamos invisibles ––dije yo–– y no podríamos expresarnos ni realizarnos socialmente porque tampoco podríamos organizar competiciones deportivas ni reunirnos a comer. ––¡Vaya cosas que leías tú de pequeña! ––exclamó Francisco––. Yo a esa edad sólo leía La Isla del Tesoro. ––Bueno, también el cuerpo es una isla. ––¿Y el tesoro? ––El tesoro hay que saber encontrarlo ––respondí velando la voz con un tono venéreo que él no recogió. Continuaba impresionado con la posibilidad de que su cuerpo no fuera más que una prótesis. Dijo: ––Si el cuerpo es una prótesis, estará sustituyendo alguna clase de amputación, ¿no? ––Eso es lo que no sabemos ––respondí––, de qué estamos amputados para necesitar un cuerpo. ––Pues yo prefiero continuar amputado ––dijo con resolución––. De pequeño, sin embargo, quería ser invisible, pero ahora prefiero que me vean, sobre todo desde que soy hombre, pero es que de pequeña también quería ser hombre. ––¿Tienes algo contra las mujeres o qué? ––pregunté ofendida.
––Yo no tengo nada contra nadie, pero del mismo lado que unas palabras me gustan más que otras (vermiforme, por ejemplo, me encanta), también me siento más a gusto con una prótesis masculina. Sobre todo porque con esta prótesis corporal puedo desear a las mujeres. Antes sólo deseaba a los hombres, a los que, por otra parte, detestaba. Creo que he salido ganando con el cambio. Hablaba otra vez con ese tono de presunción que no puedo aguantar en los hombres, pero no se lo reproché porque me acababa de acordar de algo importantísimo. Debió notármelo en la cara porque me preguntó que qué me pasaba. ––Nada, es que te estaba contando lo de Mecánica Popular por pasar el rato, porque la verdad es que nunca me creí lo de la prótesis, pero acabo de recordar algo que le da la razón a la mecánica. Entonces le conté que había tenido un pájaro de pequeña, o quizá de pequeño, no sé, un pájaro que nació en cautiverio, precisamente dentro de la misma jaula en la que me lo regalaron. A mí me daba pena que el pobre animal estuviera siempre en la jaula, sin volar, de manera que veces le abría la puerta para que saliera a darse una vuelta por la casa. Curiosamente, él siempre volvía a cerrarla con el pico. Un día le obligué a salir y casi se muere del susto. Presa de un ataque de terror, comenzó a revolotear alocadamente golpeándose contra las paredes. Daba miedo verle, parecía un puñado borroso de plumas agitándose en el aire con la desesperación de un ahogado en el océano, como si se encontrase en una dimensión extraña para él. Me retiré un poco, al objeto de no añadir a su terror la amenaza de mi presencia, y al poco ví que se posaba, agotado, en una lámpara, desde donde, tras un par de intentos fracasados, consiguió regresar a su jaula apresurándose a cerrarla con el pico. ––¿Y qué tiene que ver eso con el cuerpo? ––preguntó él. Francisco no había entendido nada. Me sorprendió que pudiera gustarme tanto un hombre con tan poca sensibilidad, pero, en fin, le expliqué que aquella experiencia había sido para el pájaro un alucinante viaje extracorpóreo: en efecto, el animal debía creerse que la jaula formaba parte de su cuerpo, de manera que no podía permanecer fuera de ella sin tener la impresión de estar fuera de sí. Francisco me miró como si estuviera loca y, levantándose, comenzó a recorrer la sala con desesperación seguido por la gata. ––Todo eso son teorías para pasar el rato, y yo lo que quiero es acabar de una vez con esta historia. Que me corten el pelo o que me arreglen la boca, lo que sea, con tal de salir de una vez de aquí. Entre unas cosas y otras hemos perdido ya más de una hora. ––¿Y por qué no nos vamos? ––pregunté señalando la puerta con los ojos. Yo creo que le extrañó que no se le hubiera ocurrido a él la posibilidad de salir de allí, pero enseguida hizo suya la propuesta. ––Venga, vámonos ahora mismo ––dijo, tomándome del brazo. ––¿Me enseñarás Madrid? ––pregunté con tono seductor––.No lo conozco. ––¿Y por qué no me enseñas tú Buenos Aires? ––Como estamos tan convencionales y tú eres el hombre... ––añadí apoyando mi cabeza en su hombro mientras nos dirigíamos hacia la salida. ––Lo que quieras, pero vamos pronto, antes de que aparezca otra convención, o quizá otra prótesis. En esto, me acordé de la gata y le pregunté que qué hacíamos con ella. ––Déjala ––dijo––. A lo mejor vive bajo la convención de que las paredes de esta sala forman parte de su cuerpo y se asusta al salir. ––Muy gracioso, pero el animal no se queda aquí. Imagínate que es sábado y que no aparece nadie hasta el lunes. No va a estar la pobre sin comer todo el fin de semana. ––¿Y quién se la queda, tú o yo? No sabemos si es argentina o española.
––La sorteamos ––decidí. ––Deja, me la llevo yo, que estoy viendo que no nos vamos por culpa del bicho. Se la puso con dificultad debajo del brazo, porque era grande y muy pesada, y salimos al pasillo, que parecía un laberinto. Después de un par de vueltas, dimos al fin con lo que creíamos que era la puerta de salida, pero al abrirla nos encontramos otra vez en el interior de la sala de espera. ––¡Pero bueno! ––exclamó Francisco, arrojando al animal contra el suelo––, si esto parece un circuito cerrado. Estamos en el mismo sitio del que venimos. ¡Qué agonía! Se dejó caer, pálido, en el sofá. ––Venga, hombre –– le animé––, vamos a intentarlo otra vez. Seguro que nos hemos equivocado de pasillo. ––Espera, espera un poco ––dijo con el rostro bañado en ese sudor disolutivo característico de los estados de ansiedad––. Es que a mí estas situaciones circulares me enloquecen. Hace tiempo, empecé a estudiar filosofía, pero lo tuve que dejar cuando llegamos al eterno retorno, porque en lugar de una lección parecía mi biografía. Lo malo es que la angustia me da hambre y si no como algo enseguida me desmayo. ¿No habrá por ahí nada para comer? Se había puesto tan pálido que tuve miedo de que se desmayara de verdad, así que le indiqué que colocara la cabeza entre las piernas, porque lo había visto en una película. ––Quédate un rato así, con los ojos cerrados, y verás cómo se te pasa. Mientras intentaba tomar una determinación, porque ya me había dado cuenta de que con aquel hombre no podía contar para ningún asunto que no estuviera relacionado con el sexo, vi sobre la mesa un papel de publicidad de una de esas empresas que sirven pizzas a domicilio. ––¿Te gusta la pizza? ––pregunté. Respondió que sí con un movimiento de cabeza, porque ya no podía ni hablar de lo mal que estaba. ––¿Y te pondrías mejor si te dijera que dentro de un ratito te vas a comer una buena pizza? ––insistí. Levantó la cabeza con incredulidad, en busca de una confirmación a lo que acababa de oír. ––Mira –– dije–– aquí lo pone. Pizza Veloz, servicio a domicilio. Voy a llamar por teléfono, y en un ratito la tenemos aquí. La pediré de anchoas y atún, por la gata. Francisco se incorporó con un gesto de satisfacción, como si la promesa de comer contuviera en sí misma efectos terapéuticos. Mientras telefoneaba desde el gabinete de la doctora, o de la peluquera, le veía pasear de un lado a otro acariciándose el estómago. De súbito, se había puesto de buen humor. Cuando colgué el teléfono y regresé a la sala de espera, me pareció que me miraba con malicia, como si se esforzara por contener las ganas de reír. Preguntó: ––¿Y cómo has dicho que se llamaba ese servicio al que has telefoneado? ––Pizza Veloz ––respondí. Francisco soltó una carcajada. Así son los hombres. ––Se puede saber de qué te ríes? ––No, de nada –– contestó ahogándose. ––Pues que te aproveche; cómete lo que sea tú solito y que te aproveche. Cuando llegue la pizza, nos la repartiremos entre la gata y yo. ––No te enfades, Beatriz. Es que me hace gracia lo de Pizza Veloz. ¿No comprendes? Suena a Picha Veloz. ––Pero qué previsibles sois los hombres ––dije yo con gesto de paciencia. Además, por si no lo sabes, te diré que te ríes de ti mismo, porque tú sí que eres un picha veloz;
lo que me has hecho ahí dentro, en el aseo, ha sido lo más parecido a una eyaculación prematura. Debí de golpearle en el lugar adecuado, porque se le cortó la risa y preguntó con gesto de espanto si no me lo había hecho bien. ––Me lo has hecho rápido, pero tampoco te angusties así: es normal cuando se carece de práctica. ––Anda –– suplicó––, enséñame cómo se hace, que tú has sido hombre mucho tiempo. ––¿Aquí? ¿Delante de la gata? –– ¡Joder con la gata! Olvídate de ella de una vez. ––Mira ––le expliqué–– los hombres, por lo general, están obsesionados por la penetración, por eso muchos eyaculan antes de tiempo. A menos a mí me pasaba eso cuando era hombre, pero ahora que soy mujer veo que lo que en realidad nos gusta a las mujeres es que nos toquen aquí y allá, y que nos digan cosas excitantes. La picha es una cosa imaginaria. Yo, la verdad, no la echo nada de menos. Por cierto, en confianza, ¿cómo te referías tú a tu coño cuando tenías coño? Es que esa palabra no me gusta. ––Lo llamaba pikuki, con k de kilo. Yo, la verdad, estaba roja de vergüenza, pero me moría de ganas de preguntar más cosas sobre el cuerpo. Al fin y al cabo, acababa de estrenar uno con más rincones que la memoria. ––Dime otra cosa ––añadí arrepintiéndome en seguida––.Bueno, no, déjalo. ––Pregunta, pregunta, mujer. Estamos los dos en la misma situación de incompetencia; sabemos más del otro cuerpo que del nuestro, de manera que es razonable que intercambiemos información. ––Está bien, verás, es que y siempre he creído que a las mujeres les salía el pis por la vagina, hasta que un día escuché a mi esposa criticar a una amiga que se creía que para orinar había que quitarse el tampax. Digo yo que si no hay que quitarse el tampax es que sale por otro sitio, ¿no? El sonrió con suficiencia, qué hombre, y adoptó un gesto profesoral que no soporto ya ni en mí. Dijo: ––Mujer, el pis sale por un agujerito que está entre el clítoris y la entrada de la vagina. Se llama meato urinario. ––Qué redundancia ––añadí para disimular mi turbación––; ya se entiende que si es un meato es porque sirve para orinar. ––Es que el cuerpo de las mujeres es muy redundante ––respondió insinuándose––. Por eso me gusta a mí tanto el cuerpo de las mujeres, por la redundancia. Ana Bolena, sin ir más lejos, tenía tres pechos. ––Me estás tomando el pelo ––dije yo. ––No, de verdad, es un error de la naturaleza bastante común, lo que pasa es que la mayoría de las mujeres no se enteran porque el tercer pecho no tiene las dimensiones de los otros dos y lo confunden con un accidente de la piel. Por lo general, el tercer pecho no es mas que un pezón que lo mismo aparece bajo la axila que en la ingle. Lo curioso es que puede segregar leche, como los otros. ¿Por cierto, sabes lo que es la atelia? ––No ––acerté a articular con asombro. ––Pues la ausencia de pezón, o sea, lo contrario de la politelia, que es la aparición de muchos. El pezón está lleno de posibilidades. Yo, cuando era mujer, tenía uno retráctil, es decir, metido para adentro, como el ombligo. A los hombres les excitaba mucho, porque los hombres nos volvemos locos con las deformidades. Fíjate, no he hecho más que decírtelo y ya estoy excitado. Por cierto que es estupendo esto de tener entre las ingles una convención que se pone dura. Vamos a tener que hacer algo.
––Calla –– dije yo fingiendo un pudor que en realidad no sentía––. Debe de estar a punto de llegar el de las pizzas. ––¿Y para qué quieres al de las pichas si ya tienes aquí una picha rápida? ––Anda, cuéntame más cosas del cuerpo. A las mujeres nos gusta que nos digan cosas del cuerpo, aunque sean monstruosidades. ––¿Tú crees de verdad que el cuerpo es una prótesis? ––preguntó retóricamente mientras metía sus manos por el escote del abrigo. ––Todo lo que no es prótesis es plagio ––respondí sin saber si el refrán decía exactamente eso, mientras le dejaba hacer. Me volvía loca. Se ve que había aprendido la lección, porque ahora me tocaba sin prisas. Yo apoyé la cabeza sobre el brazo del sofá y al notar el encaje de las bragas rozándome la vulva creí que me moría de placer. Quizá mi cuerpo, tal como afirmaba Mecánica Popular, no fuera más que una herramienta, pero estaba tan encarnada en mi identidad que yo lo percibía como un órgano. Pensé que ya no podría acostumbrarme a vivir sin cuerpo. Por lo demás, el gusto sexual era igual de incomprensible ahora que cuando había sido hombre, pero resultaba mucho más intenso y duradero. Todos mis , y no sólo mi vulva, estaban implicados en aquel suceso, y si digo suceso es porque se trataba de un acontecimiento. ––Repíteme al oído lo de la atelia ––rogué mientras sus manos buscaban, quizá, un pezón retráctil sobre mi pecho. Apenas había comenzado a narrarme aquella monstruosidad, cuando se oyó la puerta y vimos avanzar a un mensajero con casco de motorista que llevaba una pizza en una mano y en la otra una bolsa con cervezas. Nos incorporamos como si nos hubieran sorprendido cometiendo un delito y la gata, que había estado contemplándonos, se acercó al motorista con el rabo levantado: sin duda había olido comida. ––Se le dan bien los animales ––dije aparentando naturalidad mientras me cruzaba el abrigo para ocultar el desorden de la falda y de la blusa. ––Es que ha olido las anchoas ––añadió Francisco alejándose de mí. El mensajero contempló a la gata, e intentó esbozar una sonrisa de complicidad que se convirtió en una mueca de terror. Cuando por fin logró articular dos palabras seguidas, dijo: ––Les juro que en este trabajo se ve de todo, pero esto es completamente nuevo para mí. ––¿Le pasa algo a la gata? ––No, nada, si para usted es una gata... ––Ahora va a resultar que tampoco es una gata ––dijo Francisco con irritación––; o sea, que ni peluquera, ni dentista, ni gata. ¿Pues entonces qué es? El muchacho dejó la pizza y las cervezas sobre la mesa y comenzó a buscar, nervioso, la factura entre la multitud de bolsillos de su traje, mientras decía: ––Yo lo que ustedes digan, la verdad. ––No, no ––añadí yo, que estaba un poco molesta por su gesto de censura––, diga lo que le parezca. Si nosotros estamos también hartos de dudas. Nos viene muy bien que vengan a decirnos desde afuera lo que somos. A ver, dígame, qué soy yo. El mensajero pareció dudar, pero había perdido el miedo del principio y se decidió a hablar. Dijo: ––Pues un tío con un abrigo de pieles y una peluca horrible, eso es lo que es. Francisco, que había desenvuelto la pizza y comenzaba a comérsela tras arrojar unas migas a la gata, se arremangó al oír esto y sufrió un ataque de tos. Pero tosiendo y todo, se incorporó y preguntó con angustia:
––¿Y yo? ¿Qué soy yo? El muchacho retrocedió asustado por el tono de voz, pero mientras reculaba decía: ––Pues... no sé... una tía vestida de hombre, no? ––Con que una tía disfrazada de hombre, eh? ––gritó fuera de sí––. ¿Y si yo digo que usted es un imbécil y un miserable? Y si le doy un par de hostias, sí, de hostias, va a continuar diciendo que soy una tía? El muchacho, porque era casi un niño, logró alcanzar la puerta y salir corriendo. Francisco regresó al sofá quitándose las migas de pizza de los alrededores de la boca y se bajó los pantalones con disimulo para comprobar que continuaba siendo un hombre. Yo, por mi parte, me puse de espaldas a él y, protegiéndome con el abrigo, me levanté la falda para certificar que al otro lado delas transparencias de las bragas había una vulva llena de sentimientos. ––No tienen ni idea ––dijo Francisco––. Casi me alegro de no poder salir de aquí. Ahí afuera están todos locos, especialmente mi marido... ––Pues si te cuento las cosas de mi mujer... ––dije yo acordándome de las manías de aquella bruja que me tenía esclavizado mientras no era más que un hombre; de todos modos, no deberías haber asustado al mensajero de ese modo. Además de irse sin cobrar el pobre, no nos ha dicho si estamos en Buenos Aires o en Madrid, ni si hace frío o calor. Ahora, que yo creo que tenía un leve acento argentino. ––Tú siempre llevando agua a tu molino. Gallego, ese acento era gallego. Además, ya hemos quedado que tú estás en Buenos Aires y yo en Madrid. Qué manía con que estemos todos en el mismo lugar. Me recuerdas a mi marido, que tenía la obsesión de que todos teníamos que ir juntos y a los mismos sitios. ¡Qué hombre! ––Llevas razón –– contesté cogiendo al fin un trozo de pizza, porque la gata se había subido a la mesa y no paraba de comer––; al fin y al cabo ya hemos dicho que todo es una prótesis. A lo mejor si llamamos otro día nos viene el mismo mensajero con un cuerpo de árabe. Hala, vamos a comer, que la gata, o la doctora, o lo que sea, acaba con todo. No había terminado de masticar el primer bocado, cuando se abrió la puerta de entrada y entró el mensajero con cara de espanto. ––Ustedes perdonen ––dijo––. Es que no encuentro la salida. Francisco, que aun no había perdonado que lo confundiera con una mujer, gritó con la boca llena de pizza: ––¿Cómo va a encontrar la salida si no sabe reconocer un hombre de una mujer y una gata de no sé qué? Por cierto, que no nos ha dicho todavía qué es lo que ha visto en la gata. A mí, la verdad, me dio pena el muchacho, así que me acerqué a él para protegerle de la ira de Francisco. ––No le atosigues ––dije–– ¿No ves que está muy asustado? Estás pálido, muchacho. Le tomé por los hombros y le conduje hasta el sofá obligándole a sentarse para que se tranquilizara un poco. Luego, simplemente para sacar un tema de conversación, le dije: ––Por cierto, que antes se nos ha olvidado preguntarte si estamos en Buenos Aires o en Madrid. ––Y si hace frío o calor ––añadió Francisco. El mensajero contempló a la gata, que había terminado de comer y se relamía los bigotes, y volvió la cabeza en dirección a la puerta midiendo con los ojos la distancia que le separaba de ella, como si calculara las posibilidades de éxito de una nueva fuga. Después compuso un gesto de desaliento y rompió a llorar como desesperación. Francisco y yo intercambiamos una mirada de satisfacción y en seguida, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo previamente, nos pusimos de pie y comenzamos a
aplaudir al tiempo que lanzábamos bravos y vivas que, lejos de calmarle, le hundían en un llanto mucho más intenso. Finalmente, cuando consiguió sorberse algunas lágrimas, levantó su rostro hacia nosotros y preguntó con gesto de súplica: ––¿Pero se puede saber qué pasa? ––Que en esta sala de espera las únicas que habíamos llorado hasta ahora éramos las mujeres ––señalé––. Ya era hora de que alguien rompiera la convención. Estábamos tan convencionales... El motorista se levantó del sofá sin dejar de llorar y abriéndose la cazadora de cuero para mostrar su cuerpo, gritó: ––¡Pero si soy una tía! ––Pobrecito ––dije yo porque me daba mucha pena––, es una mujer y se creía que era un hombre. ––¡Que no, hombre, que no! ––gritó con desesperación––, lo que pasa es que en este trabajo es mejor que te tomen por un hombre. Algunas de mis compañeras han sufrido abusos de clientes que piden pizzas, pero lo que quieren es otra cosa. ––Nada, nada ––apuntó Francisco con cierta carga agresiva en sus palabras––, sugestión, todo es pura sugestión. Estás sugestionado con que eres una chica y ya está. Yo también padecí esa sugestión; imagínate que llegué a casarme con un hombre y todo, un imbécil, por cierto. Además me creía que vivía en Buenos Aires, con el frío que hace allí en esta época del año; fíjate en el abrigo que tiene que llevar esta pobre. ––Es que ––añadí yo intentando crear un clima de concordia–– mientras esperábamos al dentista o a la peluquera, que no sabemos a qué hemos venido, la verdad, estábamos comentando el poder de las convenciones sociales. O sea, que te levantas con una idea (y las ideas son también en realidad una prótesis) por ejemplo con la idea de que eres cirujano, y lo mismo te pasas el día arrebatándole el páncreas a la gente. Aunque el páncreas es otra convención. No hemos puesto de acuerdo en que hay páncreas y a lo mejor ya no podríamos vivir sin él. ––Déjalo, no insistas ––dijo Francisco con gesto de desprecio––; este chico no entiende nada. El mensajero se ofendió mucho. Dijo: ––Se equivoca usted. Sí lo entiendo, pero son asuntos que no piensas hasta que das con el ambiente adecuado. A mí, la verdad, esto de que las cosas cambian y ya no se sabe lo que son me ha ocurrido más de una vez. Y sin drogarme. Pero esto de ustedes ya es exagerado. Era un muchacho arrebatador: se movía entre la incertidumbre y la certeza, entre lo masculino y lo femenino, como un niño entre la fantasía y la realidad. A mí me gustaba mucho ese gesto de desafío con el que sin embargo comenzaba a aceptar lo que veníamos explicándole desde que entró. ––Nosotros ––dije encogiéndome con gesto seductor debajo del abrigo–– somos mayores; tenemos otra situación económica y podemos hacer las cosas a lo grande. ––Lleva razón ––se rindió al fin seducido por el abrigo de visón–– y me va a perdonar que antes afirmara que usted era un hombre. En realidad, es una mujer. Y muy elegante, por cierto. ––¿Y yo? ––preguntó Francisco preocupado. ––Usted es un tío, sí señor. Y esta gata es de lujo, vamos, una persa. ––Las persas tienen el pelo más corto –– señalé–– . Me parece que esta es de angora. ––Y angora donde está, en Buenos Aires o en Madrid? ––preguntó Francisco. ––No te pongas ahora pesado con eso, creo que estaba en Asia, pero a lo mejor Asia está en este sofá. Todavía no le hemos dado las gracias al muchacho por lo que nos acaba de decir. Muchas gracias, hijo.
––¡Ya me gustaría ser su hijo! ––dijo con expresión de codicia. ––Y a mí tu marido –– dijo Francisco en un ataque de celos––. Por un momento sentí que yo llevaba escrito en la frente el destino de los dos, aunque ninguno se hubiera dado cuenta. Me encontraba tan a gusto allí, con aquella familia que acababa de crear de manera espontánea, que habría dado lo que fuera para que ese instante no se rompiera nunca. Recuerdo que la gata me rozó los pies y que yo le acaricié el lomo. Todo era perfecto, aunque había algo en el gesto de Francisco que me preocupaba. Lo atribuí a los celos, todos los hombres los tienen de sus hijos en algún momento. ––¿Qué te pasa, Francisco? ––pregunté con expresión de paciencia. ––Nada. ––No, dilo. ––Nada, no me pasa nada, de verdad. ––Como si no te conociera. ––dije–– ; estás preocupado por algo. ¿Es por el muchacho? ––¡Pero si es una chica! ––gritó fuera de sí. El motorista, quizá creyendo que de ese modo aumentaba la complicidad establecida conmigo, dijo: ––Pues si yo soy una chica, usted es una tía disfrazada de hombre, ya está. Francisco se acercó al motorista con la mano levantada y yo me tuve que poner en medio de los dos para que no descargara su rabia contra él. Pero eso lo puso todavía más furioso, así que le dio una patada a la gata, que salió arrastrándose en dirección a la consulta, con una pata rota. Tuve que cerrar la puerta para no oír sus maullidos. ––¿Pero por qué te empeñas en que sea una chica? ––pregunté con gesto de súplica. ––Si no es que lo diga yo, es que lo ha dicho ella ––argumentó––. Anda, por qué no te abres la cazadora otra vez? Que te veamos las tetas. ––¡Grosero! ––gritó el muchacho. ––Cállate ––le ordené yo––. Siéntate de nuevo y quédate callado, que ahora estamos hablando los mayores. No soporto esas escenas familiares. Tampoco soy de esas mujeres que dan siempre la razón a los hijos para fastidiar a los maridos, pero hay que reconocer que Francisco estaba obcecado. Yo creo que tenía miedo y el miedo siempre nos hace actuar con violencia. ––También al principio te creías que estábamos en Buenos Aires ––le dije–– y al final tuviste que aceptar que estamos en Madrid. ¿No te ha servido eso de lección? Por qué no eres más tolerante con los deseos del muchacho? ¿Acaso crees que si se queda con nosotros voy a cuidar menos de ti? En lugar de responder, se sentó en el otro extremo del sofá y empezó a construir un silencio rencoroso. Yo me temía lo peor, pero ya estoy acostumbrada a lo peor, de manera uqe me senté entre los dos a esperarlo. Al poco, Francisco me miró con miedo, como si se hubiera dado cuenta de repente que yo llevaba escrito en la frente su destino y no pudiera soportarlo. En seguida comenzó a tiritar, haciéndome ver que estaba en Buenos Aires, al mismo tiempo que yo me ahogaba en un sofoco. Quise atribuirlo a la menopausia, pero soy joven para eso, de manera que tuve que itir íntimamente que hacía calor. Entonces él se levantó, se puso frente a mí con la cabeza agachada y me pidió que le devolviera el abrigo. ––¿Por qué? ––dije–– sabes que me gusta mucho. ––Porque tengo frío. Me volví al muchacho, apoyándome en su hombro con la intención de llorar, pero no me salían las lágrimas, quizá ya no era mujer. En cualquier caso, el motorista era una motorista, se lo noté en los ojos, y de súbito parecía tan asustada como Francisco por lo que ocurría allí. De manera que rechazándome se incorporó y salió corriendo en
dirección a la puerta por la que habíamos entrado todos sin que nadie hubiera logrado salir hasta el momento. Yo contuve la respiración unos segundos alimentando la esperanza de que apareciera otra vez en seguida con su cara de desconcierto, pero se ve que en esa ocasión sí había logrado salir porque no regresó. Me volví a Francisco y, resignada, (resignado ya, en realidad) le dije: ––Te lo devuelvo todo: el abrigo, la melena, la falda, todo. Y tú dame mis calzoncillos y mi traje. Nos metimos en el aseo para cambiarnos los nombres y la ropa, pero yo tuve la impresión de que lo que de verdad intercambiábamos eran los cuerpos: yo me ponía sus brazos y sus piernas y sus genitales masculinos, mientras él (ella en realidad) se colocaba mi melena y mi vientre y mi pikuki, no olvidaré jamás ese nombre, pikuki. Al salir, nos hablábamos nuevamente de usted. Ella era una de esas mujeres que llevan escrito en la frente mi destino. No he conocido a muchas, pero siempre que me he tropezado con alguna he huido con idénticas dosis de arrepentimiento y dolor. Me senté en el sofá con el gesto de un hombre vencido y la contemplé lleno de agonía mientras iba de un lado a otro de la sala dentro de su abrigo de visón. A ratos me acordaba de su meato urinario y a ratos de su pezón retráctil y me moría de las ganas de decirle una grosería. No lo hice por temor a que ella no captara la nostalgia en la que habría ido envuelta la grosería, pero también porque llevaba dibujado en su rostro el desconcierto característico de las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino. Dios mío, me moría de ganas de decirle algo, pero todas las palabras se deshacían en la boca antes de atravesar la empalizada de los dientes. Afortunadamente, como soy un seductor, logré liberar los recursos que suelo utilizar con las mujeres que no llevan escrito en frente mi destino. Dije: ––No sé cómo puede soportar ese abrigo con el calor que hace. La verdad es que no hacía calor, pero tampoco habría sido capaz de decidir en ese instante si el frío venía de afuera o lo llevaba yo como una prótesis interior que me ha acompañado toda la vida, porque siempre, desde pequeño, he tenido frío; quizá por eso soñaba con estar en el interior de aquel abrigo de visón, con ella a ser posible, diciéndonos el uno al otro esas cosas que sólo pueden decirse de los cuerpos, porque los cuerpos (ahora sé que es verdad, que la mecánica no miente) sustituyen, como el pronombre, a algo de lo que estamos amputados y de lo que no podemos hablar sin la mediación de los órganos porque no sabemos qué es. Ella se volvió hacia mí con una expresión de desconcierto enloquecedora (ésa es una de las características de las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino, el desconcierto) y dijo: ––¿Por qué dice usted que hace calor? ––Porque lo hace. Además, es normal, estamos en agosto. ––En Buenos Aires, en agosto, hace mucho frío. No pude continuar porque sabía que se había roto algo entre nosotros, quizá lo había roto yo sin darme cuenta (ésa es otra de las características de las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino: que entre ellas y yo siempre hay una cosa rota). Además, si he de decir la verdad, a estas alturas yo no habría podido asegurar que estuviéramos en Madrid. De manera que permanecí callado, enfermando de amor por aquella mujer inalcanzable. Entonces, se abrió la puerta de la consulta, apareció la doctora cojeando de la pierna derecha, y dijo que pasara el primero, que era yo.
No sabía quién era… Cuando Vicente Holgado llegó a Madrid, alquiló un apartamento céntrico y estuvo varios días viendo la televisión y tomando yogures de fresa que compraba en la tienda de la esquina. Le tentaba recorrer las calles al azar, pero tenía miedo de no saber volver o de equivocarse de edificio o de piso y que le detuvieran metiendo la llave en una vivienda que no fuera la suya. Había oído decir que en Madrid, como en todas las grandes ciudades, le atracaban a uno con cierta frecuencia, pero eso no le preocupaba, pues confiaba mucho en sus dotes de persuasión. Tenía, de hecho, preparados varios diálogos para el caso de sufrir un percance de este tipo, y estaba seguro de que con cualquiera de ellos convencería al atracador de que buscara otra víctima. Finalmente, después de haber soportado quince días de encierro, en los que se aprendió de memoria el nombre de todas las calles que se trenzaban con la suya, decidió aventurarse más allá de la tienda donde compraba los yogures. Al principio tuvo la impresión de que la gente le miraba, pero después de haber andado media hora se olvidó de las personas y consiguió disfrutar de los edificios. Entró en dos bancos y pidió información para abrir una cuenta corriente reproduciendo las frases y los gestos que había visto en las películas. La cosa fue bien; le entendieron perfectamente y le dieron folletos donde se explicaban las ventajas de las diversas modalidades existentes. También entró en una cafetería, donde pidió un plato combinado, tal como había visto hacer a un personaje en un documental de televisión. La combinación del plato resultó decepcionante, pero Vicente Holgado quedó satisfecho del grado de comunicación alcanzado con el camarero, que le trató con la naturalidad con la que seguramente trataba a sus clientes habituales. Vicente Holgado se fue creciendo con estas experiencias y continuó andando al azar haciendo consideraciones sobre el alcantarillado y los semáforos. Se le ocurrió que si las calles tuvieran techo resultarían más íntimas, más familiares y no sería preciso el uso del paraguas cada vez que lloviera. Cuando conociera el nombre del alcalde, le escribiría para poner a su disposición esta idea que habría de convertir a la ciudad en una casa grande, donde las calles, en lugar de calles, serían pasillos y las casas, en lugar de casas, habitaciones de una gran mansión llamada Madrid. Se detuvo para leer un cartel en el que se anunciaba una conferencia con entrada libre. Vicente consultó su mapa y comprobó que el lugar donde se iba a pronunciar estaba allí al lado, de manera que decidió acercarse con la idea de ir haciendo algunos os. Cuando llegó, la conferencia principal había terminado, pero ahora subían a la tarima algunos espectadores que contaban al público lo que parecían ser algunas experiencias personales de signo muy variado. Un hombre contó que su relación con el alcohol le había llevado a destruir todo cuanto en él había de bueno: su familia, su trabajo, sus relaciones personales, su hígado y una cantidad, que no especificó, de neuronas que ahora echaba en falta debido a que era contable, actividad en la que, por lo visto, todas las neuronas son pocas. Afortunadamente, afirmó, cuando ya se encontraba al borde del precipicio había entrado en o con el Grupo y a partir de entonces su vida -ya que no su hígado ni sus neuronas- se iba recomponiendo poco a poco. Luego salió una mujer muy delgada y con el pelo rubio que contó una experiencia curiosa. Dijo que un día estaba viendo una película de cárceles por la televisión, cuando en un momento dado las rejas de una celda se cerraron ocupando toda la pantalla. Entonces tuvo la impresión de que quien se había quedado encerrada era ella. Eso le produjo un ataque de angustia tremendo. Al parecer, según contaba, empezó a decirse a sí misma
que podía moverse por toda la casa y que podía incluso salir a la calle, lo que demostraba que en realidad no estaba encerrada. Sin embargo, sus sentimientos no conectaban con sus ideas, como si entre ambas cosas se hubiera abierto una brecha, de manera que no podía dejar de sentir que la libertad estaba al otro lado de la pantalla. Entonces se bebió dos whiskys para relajarse un poco, pero el alcohol acentuó la angustia y al final salió a la calle gritando a todo el mundo que estaban encerrados, que la libertad estaba al otro lado de las pantallas de los televisores. Afortunadamente, añadió, en este deambular enloquecido por las calles se encontró con un miembro del Grupo que con enorme paciencia le explicó que detrás del televisor no había nada, que en uno de esos aparatos, por grande que fuera, ni siquiera cabía un ser humano. En definitiva, que el Grupo la había salvado de caer en las garras de la locura y que ahora estaba llena de buenos sentimientos hacia sí misma y hacia los otros. A continuación intervino el que parecía ejercer las funciones de moderador y explicó que lo que le había pasado a esa mujer es que había perdido las nociones de dentro y fuera, de manera que creía que estar fuera consistía en estar dentro, y viceversa. De ahí que padeciera claustrofobia cuando en realidad debía haber padecido agorafobia. Por lo visto, según afirmó el moderador, quienes padecían de una cosa cuando en realidad debían padecer de otra estaban expuestos a grandes peligros, pues al no distinguir entre interior y exterior podían convertir una úlcera de colon en un infarto ocular y quedarse ciegos. A continuación explicó las diferencias entre el esqueleto interno y el esqueleto externo alcanzando algunas conclusiones que Vicente Holgado no llegó a entender. Seguidamente, el moderador invitó a que subiera a la tarima otro de los asistentes para contar su propia historia. Esta vez no se movió nadie y durante unos segundos se palpó en el ambiente un clima de incomodidad, de desasosiego, que Vicente no pudo soportar. De manera que se levantó y subió al estrado. Cuando miró de frente al público y vio todos aquellos ojos pendientes de él, sintió que su destino se estaba cumpliendo. Entonces habló y dijo que se había visto varias veces a sí mismo deambulando por una ciudad grande y desconocida. Explicó que estas visiones solían producirse cuando estaba solo en casa y con los ojos entornados, preferentemente recostado sobre una butaca. Se veía caminar por calles sin tejado con un abrigo azul de anchas solapas, unos días con bigote y otros días sin él. Lo que le llamaba la atención, explicó, es que aunque sabía que el sujeto de la visión era él, ignoraba a qué se dedicaba. No sabía si era ingeniero, orador o perito agrícola, por citar sólo tres profesiones; lo único que sabía es que era él, que tenía un abrigo azul, y que se dirigía a algún sitio con los movimientos firmes de una máquina. A veces, hacía viento y se despeinaba, pero él continuaba andando con la mirada puesta en algún sitio que no llegaba a salir en la visión; otras veces llovía y se mojaba, pero tampoco la lluvia parecía afectar a su mirada; había ocasiones en las que no hacía viento ni llovía, pero entonces nevaba y sobre sus hombros se iban depositando los copos con la naturalidad con la que se deposita la nieve sobre las irregularidades de una estatua. Pero tampoco eso afectaba a la maquinaria que regulaba su poderoso caminar. Vicente Holgado dudó si seguir añadiendo inclemencias atmosféricas a la visión, pues observó que el público estaba encandilado. Decidió que no, que lo bueno, si breve, etcétera. Además, introducir ciclones y huracanes habría afectado seguramente a la verosimilitud del relato. Prefirió insistir en el problema de la identidad. La cuestión, dijo, es que aun sabiendo que ese hombre soy yo, no sé quién soy a ciencia cierta. Dios mío, no sé quién soy ni a dónde me dirijo. Es verdad que a lo mejor voy a trabajar o a poner un telegrama, pero también puedo ir a cometer un crimen o a perpetrar un adulterio. He intentado seguir a ese sujeto que soy yo por el interior de la visión, pero cuando llega a una esquina se detiene, mira
en torno y la visión se esfuma para dar paso a otra visión que es el anuncio de un detergente. El dramatismo de las últimas frases parecía haber sobrecogido al público, de manera que Vicente Holgado se sintió dueño de la situación. Recordó que los participantes anteriores habían hecho alusión al alcohol y al Grupo, por lo que decidió cerrar su intervención del mismo modo. Entonces, añadió, me levanto de la butaca y sin dejar de ver el anuncio superpuesto sobre los muebles de mi casa, me dirijo a la cocina y me tomo una copita de anís El Mono; en ese momento, finaliza el anuncio y lo que veo a continuación es un grupo de personas como éste que tiene la amabilidad de escucharme. Intervino a continuación el moderador, que parecía algo desconcertado, y explicó que el sentimiento de robotización solía darse en bebedores de anís y en consumidores de marihuana. El percibirse a sí mismo como un robot, añadió, es característico de sujetos cuya capacidad de sufrimiento había sido desbordada por algún hecho atroz. Por eso en la visión de Holgado no había ninguna inclemencia atmosférica capaz de alterar los movimientos del sujeto visionado, porque era un robot y no un ser humano. A Vicente le pareció muy interesante la interpretación del moderador, aunque él no era bebedor de anís, ni consumidor de marihuana, ni recordaba haber padecido un hecho atroz a lo largo de su existencia. La sesión terminó y los participantes fueron saliendo en grupos a la calle. Una mujer de mediana edad se acercó a Vicente y le cogió del brazo caminando en su misma dirección. -¿Es la primera vez que vienes? -preguntó. -Sí, pero me ha gustado mucho y voy a venir más veces. ¿Estas cosas las organiza el alcalde? -No, no, esto es una sociedad privada, una secta llamada Grupo. Yo no creo en ella, pero ellos creen que sí y así tengo donde ir algunas tardes. Soy miembro asociado; o sea; que estoy dentro y fuera al mismo tiempo, porque lo que no soporto es que me manden a vender pañuelos de papel a un semáforo, que es lo que hacen con los integrados. Tampoco soy alcohólica, pero hago como que sí, porque lo que más les gusta es rehabilitar. -¿Rehabilitar edificios? -preguntó Holgado, que había leído antes de llegar a Madrid unos folletos del Ayuntamiento donde se hablaba de la recuperación del casco antiguo. -No, hombre, rehabilitación quiere decir que si tu, por ejemplo, eres borracho, entras en el Grupo y dejas de serlo. -¿Para qué? -Pues eso, para hacer otras cosas, no vamos a estar todo el día viendo la tele o cuidando niños. Cuando ya eres una cosa, lo normal es que quieras convertirte en otra. Por cierto, que me ha gustado mucho tu visión porque yo, a veces, cuando me meto en la cama y cierro los ojos, veo a un hombre como el que has descrito. Y es verdad que no sé ni quién es, ni en qué ciudad está, ni a dónde se dirige. -Pero si ese hombre soy yo. -Ya, pero tú mismo has dicho que aun sabiendo que eres tú no sabes quién eres. -Es verdad, lo que pasa es que en conversaciones rápidas como ésta me dan ataques de identidad y me creo que soy alguien, como el alcalde, por ejemplo. -Pues a mí me pasa también que no sé quien soy y tampoco estoy segura de que esta ciudad sea Madrid. A ver, ¿por qué no podemos estar en Copenhague o en París, por ejemplo? ¿Quién nos garantiza que esta ciudad es Madrid? -No digas eso que me da miedo, porque yo tengo alquilado un apartamento en Madrid; como estemos en Copenhague, ya me dirás dónde duermo esta noche.
En esto, Vicente Holgado vio a un sujeto consultando un mapa. Se acercó a él y le preguntó: -Perdón, usted que parece informado, ¿podría decirme si esta ciudad es Madrid? -Ai don úndestan -contestó el sujeto. -La jodimos -dijo Vicente Holgado a la mujer-, me parece que estamos en el extranjero. -Bueno, no te apures. Acompáñame a recoger al niño y luego te llevo a un acto de otra secta que empieza a las ocho. Vicente acompañó a la mujer hasta un colegio, donde recogieron a un niño de ocho años con gafas. -Seguro que tiene fiebre -dijo la mujer. -He tosido mucho -dijo el niño- y he vomitado la comida. -Lo hace por fastidiarme -dijo la mujer-; como no le gusta que vaya a las sectas, se pone enfermo un día sí y otro también. La mujer sacó una aspirina del bolso y se la hizo tragar al niño sin agua. -Le puede producir una úlcera -dijo Holgado. -No importa, como este imbécil no sabe lo que es dentro ni lo que es fuera, a lo mejor en lugar de la úlcera le da un infarto ocular y se queda ciego. Así no gastamos en gafas, que cada semana rompe un par. -Estar ciego tiene sus ventajas -apuntó Vicente. -Ahora, en España, los que mandan son los ciegos -dijo la mujer. -Sí, pero me parece que estamos en América -añadió Vicente señalando un edificio en el que ponía Burger King. -Pues yo habría jurado que estábamos en Copenhague. -¿En Copenhague también hay Tele-5? -preguntó el niño. Cuando llegaron al lugar donde se desarrollaba el acto de la otra secta, la mujer le dijo a Vicente si no le importaba quedarse fuera con su hijo, pues ese día no dejaban pasar niños porque iban a hablar de la muerte y del más allá. Vicente y el niño se quedaron en la calle, cogidos de la mano. Hacía frío y un viento como el de la visión de Vicente cuando no sabía quién era, ni en qué ciudad estaba, ni a dónde se dirigía. Entonces comenzó a andar con el niño cogido de la mano y atravesaron calles y avenidas sin saber quiénes eran ni en qué ciudad estaban ni a dónde se dirigían. La noche se iba cerrando como una cremallera sobre los edificios y la niebla parecía agruparse en torno a la luz de las farolas. Entraron en una calle solitaria y continuaron caminando como dos máquinas de acero. Empezó a nevar y la nieve se depositaba sobre los hombros de Vicente y del niño como se deposita sobre las estatuas de los parques, sin que afectara a su manera de estar en el mundo. El niño se cogía con fuerza a Vicente, que se sentía traspasado por una corriente de calor que era ternura, aunque él no lo sabía. Entonces se detuvo, entornó los ojos y se vio a sí mismo recorriendo una calle con un niño que era su hijo. Y aunque no sabía en qué ciudad estaba ni quién era ni a dónde se dirigía, tenía la certeza de que ese niño era su hijo y que, mientras fueran de la mano los dos, los atracadores no se atreverían a atracarles, la lluvia no les mojaría, la nieve no les traspasaría. Los dos eran un grupo indestructible, poderoso, único. Podrían estar andando toda la eternidad sin cansarse hasta llegar al lugar que les estaba destinado; entonces, cuando alcanzaran ese sitio, sabrían quiénes eran y habrían valido la pena caminar por calles sin tejados, por ciudades desconocidas. Se detuvo y tocó la frente del niño con la mano. -¿Tienes fiebre, hijo? -preguntó. -Sí, pero me da gusto porque siento las ingles. -¿Caminamos, pues, un poco más? -Sí.
A la derecha se abrió una avenida con árboles. Vicente Holgado sintió que sus dedos, trenzados a los del niño, eran las raíces de un árbol que había empezado a crecer en el interior de su pecho y que se alimentaba de la fiebre del pequeño. Emprendieron el camino sin horizonte de aquella avenida y Vicente supo que ya nunca volvería a tener miedo de no saber regresar.