Índice
Portada Sinopsis Portadilla Dedicatoria Por el tejado del infierno 1 Un parterre de mil peonías 2 Un manojo de claveles rojo sangre 3 Te encuentras con las azaleas 4 Ella coge un lirio 5 Detrás de un pino 6 La flor del ciruelo está en mí Contemplando las flores
7 Violetas en el hielo 8 Una camelia con el agua de sus lágrimas 9 El bambú enseña el rodeo 10 El musgo acaricia la piedra 11 El mundo es como un cerezo 12 Sé el arce Créditos
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Sinopsis
Rose, una botánica de 40 años, viaja por primera vez en su vida a Japón para conocer el testamento de su padre, un hombre al que nunca conoció. Solitaria y distante, con el paso de los años se ha cerrado a la vida. En Kioto es recibida en la casa tradicional de su padre y conoce a Paul, un belga de su edad que trabajó con él durante años. Rose está en tensión por toda la situación y su comportamiento es exasperante, pero pronto Paul y Rose comenzarán a reconocer sus fragilidades. Mientras Rose comprende poco a poco quién era su padre, cuánto la amaba y que se limitó a respetar el deseo de la madre de Rose de no intervenir nunca en sus vidas, descubrirá también la belleza de la cultura japonesa y se abrirá de nuevo a la alegría del amor.
Una rosa sola
Muriel Barbery
Traducción de Isabel González-Gallarza
A Chevalier, siempre. A mis muertos
Por el tejado del infierno
1
Cuentan que, en la antigua China, bajo la dinastía de los Song del Norte, hubo un príncipe que mandaba cultivar cada año un parterre con mil peonías, cuyas corolas ondeaban, mecidas por la brisa, al principio del verano. Durante seis días, sentado en el suelo del pabellón de madera desde el que solía contemplar la luna, observaba a aquellas a las que llamaba sus hijas bebiendo una taza de té claro. Al amanecer y al atardecer recorría el parterre. Al inicio del séptimo día ordenaba la matanza. Los sirvientes tumbaban a las hermosas asesinadas, con el tallo roto y la cabeza vuelta hacia el este, hasta que en el campo sólo quedaba una flor, que ofrecía sus pétalos a las primeras lluvias del monzón. Los cinco días siguientes, el príncipe permanecía ahí, bebiendo un vino oscuro. Su vida entera estaba contenida en esas doce revoluciones de sol; no pensaba en nada más durante todo el año; cuando transcurrían, se prometía morir. Pero las horas dedicadas a escoger a la elegida y a disfrutar en silencio de su presencia contenían tantas vidas en una sola que no veía sacrificio en los meses de duelo. ¿Lo que sentía al contemplar a la superviviente? Una tristeza en forma de gema resplandeciente mezclada con destellos de una felicidad tan pura, tan intensa, que su corazón desfallecía.
Un parterre de mil peonías
Al despertar, Rose miró a su alrededor sin entender dónde estaba, y vio una peonía roja de pétalos enfurruñados. La embargó una sensación como de pesar o de felicidad perdida. Suelen esos movimientos interiores arañar el corazón antes de desvanecerse como un sueño, pero el tiempo transfigurado ofrece a veces a la mente una transparencia nueva. Era lo que sentía Rose esa mañana, en el cara a cara con la peonía que, desde su jarrón exquisito, desvelaba sus estambres dorados. Durante un instante le pareció que podía quedarse sin fin en esa habitación desnuda, contemplando esa flor, sintiéndose existir como nunca antes. Observó los tatamis, los tabiques de papel, la ventana abierta a unas ramas a pleno sol, la peonía arrugada; por último, se observó a sí misma como a una extraña a la que acabara de conocer.
La velada le volvió a la memoria a retazos: el aeropuerto, el largo trayecto nocturno, la llegada, el jardín iluminado por faroles, la mujer con kimono arrodillada sobre la tarima. A la izquierda de la puerta corredera por la que había entrado, unas ramas de magnolia grandiflora, surgidas de un jarrón de paredes oscuras, atrapaban la luz en cascadas sucesivas. Habríase dicho que era un agua brillante que caía como lluvia sobre las flores, en las paredes centelleaban las sombras, alrededor la oscuridad era extraña, trémula. Rose distinguía paredes arenosas, unas losas que formaban un camino hasta la tarima, espíritus secretos; toda una vida de penumbra entreverada de suspiros.
La japonesa la había llevado hasta su habitación. En la sala contigua, de una gran pileta de madera lisa se elevaba el vapor de un baño. Rose se había metido en el agua muy caliente, cautivada por la sobriedad de esa cripta húmeda y silenciosa, por su decoración de bosque, por sus líneas puras. Al salir del baño se había puesto un kimono de algodón fino como quien entra en un santuario. Asimismo, se había metido entre las sábanas con un sentimiento inexplicable de fervor. Y luego todo eso había pasado.
Llamaron discretamente, y la puerta se abrió con un susurro. La mujer de la víspera se acercó hasta la ventana con pasitos precisos y dejó una bandeja delante. Dijo unas palabras, retrocedió deslizándose sin ruido, se arrodilló, se inclinó y se marchó cerrando la puerta. Justo cuando desaparecía, Rose vio palpitar sus párpados bajados y la impresionó la belleza de su kimono marrón, ceñido por un obi con peonías bordadas de color rosa. El recuerdo de su voz cristalina, con una nota quebrada al final de las frases, tintineó en el ambiente con una tonalidad de gong.
Inspeccionó los alimentos desconocidos, la tetera, el cuenco de arroz; cada gesto se le antojaba una profanación. Por el marco desnudo de la ventana, sobre el que corría un cristal protegido con una pantalla de papel, veía, temblorosas y cinceladas, las hojas de un arce y, en segundo plano, un panorama más amplio. Era un río de orillas bordeadas de maleza; a un lado y a otro de un lecho pedregoso había senderos de arena, otros arces más y cerezos. En medio del vado, entre las aguas perezosas, se había posado una garza gris. Sobre la escena pasaban nubes de bonanza. La asombró la fuerza del agua viva. ¿Dónde estoy?, pensó, y, aunque sabía que esa ciudad era Kioto, la respuesta se escabullía como una sombra.
Volvieron a llamar. ¿Sí?, dijo, y la puerta se abrió. Ahí estaba de nuevo el cinturón de peonías; esta vez, la mujer arrodillada le dijo: Rose san get ready?, señalando la puerta del cuarto de baño. Rose asintió con la cabeza. ¿Qué pinto yo aquí?, se preguntó, y aunque sabía que había ido allí a conocer el testamento de su padre, la respuesta seguía escabulléndose. En la capilla amplia y vacía del baño, junto al espejo, una peonía blanca de pétalos fugazmente impregnados de tinta carmesí se secaba al aire como la pintura fresca. La luz matinal que entraba por una abertura cuadriculada de bambú arrojaba luciérnagas sobre las paredes, y, por un instante, inundada por un titileo de vidriera, a Rose le pareció estar en una catedral. Se vistió y salió al pasillo. Tomó a la derecha, al llegar ante una puerta cerrada desanduvo el camino andado y siguió meandros de parqué y papel. Tras un recodo, las paredes eran de una madera oscura en la que se distinguían tabiques correderos, y tras otro recodo fue a parar a una gran sala en
cuyo centro vivía un arce. Sus raíces se hundían en un musgo de pliegues aterciopelados; junto a un farol de piedra crecía un helecho, acariciando el tronco; alrededor había una galería acristalada abierta al cielo. A retazos de mundo fragmentado, Rose veía el suelo de madera, las sillas bajas, las mesas lacadas y, a la derecha, en un gran jarrón de arcilla, un centro de ramas entreveradas de hojas desconocidas, vibrantes y ligeras como hadas; pero el árbol horadaba el espacio con un desgarro en el que se ahogaban sus percepciones, y Rose sentía que la atraía hacia él, que era un imán para su respiración, que haría de su cuerpo un arbolito de ramas susurrantes. Al cabo de un momento, Rose se sustrajo al hechizo. Fue al otro extremo del jardín interior, cuyos grandes ventanales daban al río, y abrió uno de los tabiques, que corrió sin ruido sobre sus guías de madera. Por las orillas plantadas de cerezos, latidos fluidos del espacio-tiempo, pasaban corredores mañaneros, y Rose deseó fundirse en su carrera sin pasado ni futuro, sin ataduras ni historia; deseó no ser más que un punto en movimiento inscrito en el flujo de estaciones y montañas que atraviesa las ciudades hasta los océanos. Miró a lo lejos. La casa de su padre estaba construida a cierta altura, sobre un camino de arena que se distinguía entre las ramas de los árboles. En la otra orilla, el mismo camino de arena, los mismos cerezos, los mismos arces y, más lejos todavía, dominando el río, una calle, otras casas: la ciudad. Y, cerrando el horizonte, colinas aborregadas.
Volvió al santuario del árbol. Allí la esperaba la japonesa. —My name Sayoko —le dijo. Rose asintió con la cabeza. —Rose san go for a stroll? —preguntó Sayoko. Y, con un acento insólito, ruborizándose un poco, añadió: —¿Paseo? De nuevo el final de las frases con ese eco de nota quebrada, los párpados nacarados como una concha. Rose vaciló.
—The driver outside —dijo Sayoko—. Wait for you. —Oh —dijo Rose—, all right. Se sintió empujada, y el árbol, detrás de Sayoko, la llamó a él de nuevo, extraño y seductor. —I forgot something —dijo, y se fue corriendo. En el cuarto de baño se vio ante la peonía blanca, ante sus pétalos lacados de sangre y su corola de nieve. Hyoten, murmuró. Se quedó allí un instante y, cogiendo su sombrero de lona, abandonó la capilla de silencio y de agua y fue al vestíbulo. En la luz de la mañana, las flores de magnolia se curvaban como mariposas; ¿cómo lo hacen?, se preguntó irritada. Delante de la casa, el conductor del día anterior, con su traje negro y su gorra blanca, se inclinó al verla aparecer. Le abrió la portezuela con deferencia y la cerró con suavidad. Rose observó por el retrovisor sus ojos rasgados, esos finos trazos de tinta negra que se abrían y se cerraban sin desvelar el iris, y, curiosamente, le gustó ese abismo de la mirada. Al poco, él le sonrió de un modo infantil que iluminó su rostro céreo.
Cruzaron un puente y, ya en la otra orilla, se dirigieron a las colinas. Rose descubría la ciudad en un caos de hormigón, cables y rótulos de neón; aquí y allá, la silueta de un templo se perdía en esa marea de fealdad. Las colinas se aproximaban, el barrio se iba haciendo más residencial, hasta que por fin llegaron a un canal jalonado de cerezos. Salieron del coche, un poco más arriba había una calle llena de tiendecitas por la que deambulaban turistas. En lo alto de la cuesta franquearon un portón de madera. Silver pavilion, dijo el conductor. Rose reparó en su presencia evanescente, como si se ausentara de sí, volcado en ella, en su sola satisfacción. Le sonrió, y él contestó con un discreto gesto con la cabeza.
Entonces se abrió ante ellos un mundo antiguo de edificios de madera con tejados de tejas grises. Delante crecían grandes y extraños pinos en parterres de musgo; entre franjas de arena gris corrían senderos de piedra; había líneas paralelas trazadas con rastrillo y moteadas de azaleas. Franquearon la puerta que
llevaba a los jardines principales. A la derecha, a orillas de un estanque, por la gracia de su tejado de líneas curvas, el viejo pabellón parecía levantar el vuelo, y Rose tuvo la perturbadora impresión de que respiraba, de que esas paredes y esas galerías atemporales, esos vanos de papel blanco que arrojaban al agua sus largos reflejos lechosos albergaban vida orgánica. Enfrente se elevaba un gran montículo de arena de cúspide roma, a la izquierda arrancaba una vasta extensión de esa misma arena, rayada de surcos paralelos, que remataba en curva sobre la orilla. Mirando el conjunto, lo primero que saltaba a la vista era esa corriente mineral, seguida del simulacro de montaña de cima plana y el pabellón de tejado alado; más lejos, estanques de aguas mercúreas, pinos recortados al modo en que levantan el vuelo las aves, y más azaleas; por todas partes, rodeadas de un musgo corto y luminoso, ancladas en las riberas, había piedras seculares. Por fin los jardines se extendían hasta una explanada donde se apiñaba la multitud de visitantes. Entre ésta y Rose, en avalanchas de hojas dentadas, goteaban los arces, dispuestos en terrazas sobre la pendiente.
Se sentía aturdida de belleza, mineralidad y madera; todo le era torpor, todo le era intenso. No puedo revivir esto —se dijo con una mezcla de hastío y temor. Pero enseguida—: Hay algo aquí. Se le aceleró el corazón, buscó con la mirada dónde sentarse. Como en tierra de infancia. Se apoyó en la galería de madera del edificio principal; una azalea atrajo su mirada; el pavor y la alegría de los pétalos malva se fundieron en una emoción nueva, y pensó que estaba en el corazón de un santuario de agua helada y pura.
Recorrieron el sendero de visita, se detuvieron un momento en el puentecito de madera que, sobre las aguas grises, llevaba a los arces y a la parte alta del jardín. Alrededor de los estanques crecían otros grandes pinos extraños. Rose levantó la mirada y recibió el rayo ramificado de las agujas en pleno cielo; los troncos oscuros arrojaban la fuerza de la tierra en esos destellos vegetales; se sentía aspirada por una corriente de nubes y musgo. El conductor avanzaba despacio, volviéndose de vez en cuando para esperarla sin impaciencia, y reanudaba la marcha tras un gesto de Rose. Su paso tranquilo la sosegaba, le devolvía al mundo una pizca de realidad que la fuerza del jardín disolvía en los árboles. Ahora el sendero flanqueado por grandes bambúes verdes llevaba a una escalinata de piedra; a un lado, podría haber tocado el musgo aterciopelado en el
que arraigaban los arces. Peldaño tras peldaño las ramas recomponían un cuadro de perfección, y esa coreografía visual la conmovía y la irritaba a la vez; pero esa irritación, comprendió extrañada, le hacía bien. Por fin llegaron a la pequeña explanada. Abajo estaban el pabellón, los edificios de madera, los tejados de tejas grises, la arena esculpida; más allá, Kioto y, más lejos todavía, otros relieves. We are East —dijo el conductor, y señalando el horizonte—: West mountains.
Rose iba tomando conciencia de la ciudad. Todo en ella lo regía la presencia de las montañas que, al este, al norte y al oeste, la enmarcaban en ángulo recto. Éstas eran en realidad grandes colinas cuyos perfiles conferían una sensación de altitud. Verdes y azules a la luz de la mañana, derramaban hacia la ciudad sus laderas arboladas. Frente a ella, más allá de una pequeña prominencia de vegetación, la ciudad se veía fea, toda de hormigón. Rose volvió a llevar la mirada a los jardines, más abajo, y le llamó la atención su precisión: su evidencia diamantina, su pureza aguzada de dolor, la manera que tenían de resucitar las sensaciones de la infancia. Como en los sueños del pasado, se debatía en un agua negra y helada, pero a pleno día, en una profusión de árboles, en los pétalos manchados de sangre de una peonía blanca. Se apoyó en la barandilla de bambú y observó la colina vecina buscando algo en ella. La mujer acodada a su lado le sonrió. —¿Es usted sa? —le preguntó con acento inglés. Rose se volvió hacia ella, se fijó en su rostro surcado de arrugas, su cabello gris y su chaqueta de elegante factura. Sin esperar respuesta, la mujer añadió: —Maravilloso, ¿verdad? Rose asintió. —Es el resultado de siglos de entrega y abnegación. La inglesa se rio de sus propias palabras. —Tanto sufrimiento para un solo jardín —dijo con el tono ligero de la
frivolidad. Pero miraba a Rose con intensidad. —En fin —dijo mientras Rose seguía callada—, igual prefiere los jardines ingleses. Volvió a reír, acariciando la barandilla como sin pensar. —No —dijo Rose—, pero este lugar me remueve mucho por dentro. Quiso hablar del agua helada, vaciló, y al final renunció. —Llegué anoche —dijo por fin. —¿Es su primera vez en Kioto? —Es mi primera vez en Japón. —Japón es un país donde se sufre mucho pero sin darse uno cuenta —dijo la inglesa—. Como recompensa a esa indiferencia ante la desgracia, tenemos estos jardines, donde los dioses vienen a tomar el té. Rose se irritó. —Yo no lo veo así —dijo—, nada recompensa el sufrimiento. —¿Usted cree? —preguntó la inglesa. —La vida hace daño —dijo Rose—. No se puede esperar ningún beneficio de ello. La inglesa apartó la cabeza y se enfrascó en la contemplación del pabellón. —Si no se está dispuesto a sufrir —dijo—, no se está dispuesto a vivir. Se alejó de la barandilla y le sonrió. —Feliz estancia —dijo.
Rose se volvió hacia el conductor. Con una expresión de enemistad y temor, éste siguió con la mirada a la inglesa, cuya silueta desaparecía bajo las ramas de los arces. Se encaminó a la bajada. Al pisar el último peldaño de la escalinata de piedra negra que llevaba al estanque, delante del pabellón, Rose se detuvo, pensando que nadie la esperaba en ninguna parte. Había ido allí a oír el testamento de un padre al que no había conocido; toda su vida consistía en esa sucesión de fantasmas que guiaban sus pasos sin darle nada a cambio; iba siempre hacia el vacío y el agua helada. Recordó una tarde en el jardín de su abuela, la blancura del lilo, las hierbecillas en la linde de la finca. Volvieron a su memoria las palabras de la inglesa y, con ellas, un sentimiento de sublevación. Nunca más, dijo en voz alta. Contempló entonces el agua gris, el pabellón, la arena esculpida, los arces, el gran perímetro de infancia y eternidad del jardín, y la embargó una tristeza mezclada con destellos de una felicidad pura.
2
En el Japón antiguo, en la provincia de Ise, a orillas de una ensenada robada al océano, vivía una curandera. Conocía las virtudes de las plantas y las empleaba con quienes acudían a ella para rogarle que aliviara sus males. Pese a ello, como si los dioses lo hubieran decidido de una vez por todas y sin remedio, ella misma sufría sin tregua espantosos dolores. Un día, un príncipe al que había curado con una de sus infusiones de clavel le dijo: ¿Por qué no utilizas tu poder para curarte a ti misma? Se desvanecería —le contestó ella—, y ya no podría sanar a mis semejantes. ¿Qué te importa que sufran los demás si puedes vivir sin padecimientos? —preguntó el príncipe. La curandera se rio, fue a su jardín, cortó un manojo de claveles rojo sangre y se lo entregó diciendo: ¿A quién le daría entonces mis flores con la conciencia tranquila?
Un manojo de claveles rojo sangre
Con cuarenta años, Rose apenas había vivido. De niña se había criado en una hermosa campiña, donde había conocido las lilas efímeras, los campos y los claros, las moras y los juncos de río, y, al atardecer, bajo cascadas de nubes doradas y aguadas rosadas, se había instruido en el conocimiento del mundo. De noche leía novelas que moldeaban su alma con senderos e historias. Hasta que un día, como se pierde un pañuelo, había perdido su aptitud para la felicidad.
Su juventud había sido sombría. La de los demás se le antojaba iridiscente y amable; la suya, cuando pensaba en ella, se le escurría como el agua entre las manos. Aunque tenía amigos, los quería con tibieza; sus amantes pasaban por su vida como sombras, sus días transcurrían frecuentando siluetas imprecisas. No había conocido a su padre, al que su madre había dejado justo antes de nacer ella; por esa madre no había sentido más que melancolía y ausencia, por lo que el dolor espantoso que su muerte había suscitado en ella la había anonadado. Habían pasado cinco años, y Rose se consideraba huérfana aunque supiera que en alguna parte vivía un japonés que era su padre. Sabía su nombre, sabía que era rico, su madre hablaba de él alguna vez con indiferencia, mientras su abuela callaba. De tanto en tanto se imaginaba que pensaba en ella, otras veces, como era pelirroja de ojos verdes, se convencía de que lo del Japón era invención de su madre, que su padre no existía, que había nacido del vacío; no se ataba a nadie, nadie se ataba a ella, el vacío gangrenaba su vida del mismo modo que la había engendrado.
Pero si Rose hubiera podido verse con los ojos de los demás, se habría quedado estupefacta. Sus heridas eran para éstos un misterio, su dolor sonaba a pudor, pensaban que tenía una vida secreta, intensa, y, como era guapa pero sobria, intimidaba y mantenía los deseos a distancia. Que fuera botánica, por añadidura, aumentaba la circunspección; era un oficio enigmático, la encontraban elegante y extraña, no se atrevían a hablar de sí mismos delante de ella. Con los hombres
que cruzaban su vida hacía el amor con una despreocupación que lo mismo podía ser tibieza que fervor. Por lo demás, su deseo nunca había durado más de unos pocos días, y prefería los gatos a los humanos. Apreciaba las flores y los vegetales, pero estaba separada de ellos por un velo invisible que ocultaba su belleza y les quitaba vida; sin embargo, sentía que algo en esas cortezas y esas corolas familiares se estremecía y buscaba simpatizar con ella. Pero pasaban los años, y el agua helada de sus pesadillas, un agua negra en la que se ahogaba despacio, colonizaba poco a poco sus días. Su abuela había muerto a su vez; ya no tenía amantes, ya no veía a sus amigos; su vida se encogía, quedaba atrapada en el hielo. Una mañana de hacía una semana, un notario la había informado de que su padre había fallecido, y había cogido un avión a Japón. No se había planteado si viajar o no; en el vacío de su vida, eso importaba tan poco como todo lo demás. Pero la obediencia dócil a la llamada del notario enmascaraba una sed que Kioto, ahora, desvelaba.
Siguiendo al conductor, volvió a franquear el portón del santuario y de nuevo recorrió la calle de las tiendecitas. Rose san hungry?, preguntó éste. Ella asintió. Simple food, please, dijo. Él pareció sorprenderse, se quedó pensativo un momento y reanudó la marcha. Pasado el canal, tomaron a la izquierda hacia la calle de abajo, hasta una casita con un cartel en la puerta con algo escrito. Pasando debajo de una cortina a media altura, el conductor entró por una puerta corredera, y Rose lo siguió hasta una única habitación donde flotaba un aroma a pescado a la brasa. En el centro, encima de una parrilla de carbón, se veía una gigantesca campana extractora; a la izquierda, una barra con ocho asientos; a la derecha, detrás de la parrilla, unos estantes abarrotados de vajilla y utensilios varios, así como una pequeña encimera; sobre un aparador bajo había botellas de sake alineadas en botelleros adornados con dibujos de gatos. En su conjunto, entre el desorden y la madera, el lugar tenía un aire como de taberna de infancia.
Se instalaron en la barra y apareció el cocinero, un hombre grueso embutido en una chaquetilla de kimono corto sobre un pantalón a juego. Una camarera les trajo unas servilletas calientes. Rose san eat fish or meat?, preguntó el conductor. Fish, contestó ella. Él hizo la comanda en japonés. Beer?, le preguntó. Ella asintió. Callaron. A su alrededor vibraba una presencia que su silencio revelaba, un perfume de inocencia que flotaba sobre el desorden del lugar, y Rose sentía
palpitar el mundo de una manera antigua; antigua, sí, se dijo, aunque no tuviera ningún sentido. También se dijo: No estamos solos aquí. La camarera les puso delante, en una bandeja lacada, unos pequeños recipientes llenos de alimentos desconocidos, una fuente con sashimi, un cuenco de arroz y otro con una sopa clara. Dijo algo en tono de disculpa. Fish coming soon, tradujo el conductor. El cocinero puso en la parrilla dos pescados que parecían caballas en espeto. Sudaba copiosamente y se enjugaba el rostro con una servilleta blanca, pero Rose no sentía el asco que habría sentido en París. Bebió un sorbo de cerveza helada y probó un sashimi blanco. Ink fish, le dijo el conductor. Rose masticó despacio. La seda del molusco le acariciaba el paladar mientras acudían a su mente imágenes de gatos, lagos y cenizas. Sin saber por qué le entraron ganas de reír, hasta que un instante después sintió un filo cortante —¿dónde?— y de lo que debería haber sido dolor nació un placer agudo. Bebió otro sorbo de cerveza, probó un sashimi rojo (fat tuna, dijo él) que le puso patas arriba los sentidos; tanto placer nacido de la desnudez, se maravilló mientras la camarera traía el pescado a la brasa. Luchó con los palillos para separar los lomos, se concentró, optó por adoptar una estrategia lenta y minuciosa, hasta lograr su propósito. El sabor del pescado era sutil, ya no tenía hambre, se sentía inusualmente tranquila.
Volvieron a la casa. Allí la esperaba un hombre, un occidental. La saludó educadamente cuando entró en la habitación del arce. A su lado, con las manos cruzadas sobre sus peonías, Sayoko la estaba mirando. Rose no dijo nada. El hombre dio un paso hacia ella. Reparó en que se movía de una forma extraña, hendía el espacio, que se había hecho líquido, navegaba entre dos aguas de realidad. Reparó también en sus ojos claros, azules o verdes, en la arruga que le surcaba la frente. —Me llamo Paul —dijo—. Era el asistente de su padre. Al ver que Rose seguía sin decir nada, añadió: —¿Igual no sabe que su padre era marchante? Ella negó con la cabeza. —Marchante de arte contemporáneo. Rose miró en derredor.
—No veo nada contemporáneo aquí —dijo. El hombre sonrió. —Hay varios tipos de arte contemporáneo. —¿Es usted francés? —Belga. Pero llevo veinte años aquí. Calculó que tendría su misma edad, se preguntó qué lo habría llevado a Japón con veinte años. —Estudié japonés en la Universidad de Bruselas —dijo él—. Cuando llegué a Kioto, conocí a Haru y empecé a trabajar para él. —¿Eran amigos? —preguntó Rose. Él vaciló. —Fue mi mentor, pero, al final, sí, se puede decir que éramos amigos. Sayoko se dirigió a él y, contestando con un gesto afirmativo, le indicó a Rose que se acomodara ante la mesa baja que estaba a la izquierda del arce. Ella se sentó, sintiendo que la vida en ella se vaciaba como un globo pinchado. Sayoko trajo té en unas tazas de cerámica grumosa, con relieves de tierra labrada. Rose hizo girar la suya entre las manos, acariciando sus asperezas. —Keisuke Shibata —dijo Paul. Rose lo miró sin comprender. —El alfarero. Haru es su representante desde hace más de cuarenta años. Es también poeta, pintor y calígrafo. Paul bebió un sorbo de té. —¿Cómo de cansada está? —le preguntó—. Querría ver con usted la organización de los próximos días, necesito que me diga cómo se encuentra. —¿Cómo me encuentro? —contestó ella—. No creo que el cansancio sea un
parámetro muy importante. Él la miró a los ojos. Eso la desconcertó, y aguardó. —No —dijo él—, pero aun así me gustaría saberlo. Ya hablaremos largo y tendido de los demás parámetros. —¿De dónde se saca que tenga ganas de hablar? —le preguntó con una agresividad de la que se arrepintió al instante. Él no dijo nada. —¿Qué hay que hacer? —preguntó ella. —Hablar e ir al notario el viernes. Seguía mirándola a los ojos. Hablaba con calma, sin prisa. Sayoko volvió a aparecer por una puerta situada al otro lado del arce, se acercó a servirles más té y se quedó ahí de pie, mirando a Paul con aire interrogativo, con las manos sobre sus peonías rosa. —Hay una peonía en el cuarto de baño —dijo Rose—. Se llama Hyoten. Se cultiva en la isla de Daikonshima, en tierra volcánica. ¿Hyoten significa algo en japonés? —Significa «agua helada» o, más exactamente, la «temperatura del agua helada», el «punto de congelación» —contestó él. Sayoko miró a Rose. —Volcano ice lady —dijo. —Es usted botánica —prosiguió Paul. ¿Y?, pensó Rose con la misma irritación que le habían suscitado las magnolias de la entrada. —Me hablaba todo el tiempo de usted —añadió él—. No ha habido un solo día en que no pensara en usted. Rose encajó el comentario como una bofetada. No tiene derecho, pensó. Quiso
hablar, pero sólo alcanzó a hacer un gesto con la cabeza, sin saber si asentía, si negaba o si comprendía siquiera las palabras que había pronunciado. Él se levantó, y ella lo imitó, mecánicamente. —La dejo descansar, pero volveré dentro de un rato —dijo—. Saldremos a cenar. En su habitación, Rose se dejó caer sobre los tatamis, con los brazos cruzados sobre el pecho. En un jarrón negro, con la cabeza inclinada y un porte delicado, jugueteaban tres claveles rojo sangre. Eran de la variedad china, con pétalos sencillos y tallos delgados, de un carmín excepcionalmente intenso. Recibió las tres corolas como un reproche, el candor de las flores sencillas, su frescura perfumada; algo en su disposición le resultaba perturbador; la recorrió una oleada de exasperación. Se quedó dormida. Despertó sobresaltada al oír dos toquecitos en la puerta. —Yes? —dijo. —Paul san waiting for you —dijo la voz de Sayoko. Tuvo un instante de incertidumbre y luego recordó. —Coming —dijo pensando: Timbre, convocatorias, salidas vigiladas, esto es peor que el colegio. Se preguntó cuánto tiempo había dormido. Mucho —pensó—. Estoy desfasada, siempre estoy desfasada. En el espejo del cuarto de baño vio que la almohada le había dejado surcos en la mejilla. Obedeciendo a un impulso, cogió un pintalabios y volvió a dejarlo. Me hablaba todo el tiempo de usted. Arrojó el pintalabios a la otra punta del cuarto de baño, volvió a la habitación, miró los claveles y se calmó.
Encontró a Paul en la sala del arce. —¿Vamos? —le preguntó éste avanzando hacia ella. Por primera vez se dio cuenta de que cojeaba ligeramente, y achacó a esa anomalía la manera que tenía de deslizarse por el mundo como un pez de río, de
hacer que lo quebrado engendrara fluidez. Lo siguió al vestíbulo, donde las magnolias rivalizaban en trenzados silenciosos. Cruzaron el jardincito que precedía a la calle. Las azaleas desplegaban sus pétalos rosa y malva cual estrellas de fuegos artificiales. Al pie de los faroles de piedra, unas hostas surgían del musgo aterciopelado cortado a ras que se veía por todas partes; a la derecha, una hilera de arces; a la izquierda, un muro blanco sobre el que, en el crepúsculo incipiente, flotaban las sombras de un bosquecillo de bambúes. —¿Adónde vamos? —preguntó. —En Kioto, Haru no podía salir sin que lo reconocieran. Kitsune era su refugio secreto.
Como esa mañana, el conductor los llevó a la otra orilla y, de nuevo, desfilaron las calles de hormigón y los cables. Delante del restaurante, a la derecha de la puerta corredera, había un farol rojo que a Rose le pareció un faro en la noche. Dentro, el humo enturbiaba la mirada. Al fondo, detrás de una barra llena de botellas de sake, se elevaban efluvios de carne a la brasa; delante, cuatro mesas de madera oscura, una penumbra iluminada por lámparas de techo, en las paredes pintadas de negro había carteles de mangas, rótulos publicitarios y figuras de superhéroes; por todas partes, cajas de cerveza, botellas enigmáticas y libros ilustrados; el todo formaba una atmósfera inédita, maliciosa, como de bosque. ¿Todos sus restaurantes parecen desvanes de infancia?, se preguntó Rose, cayendo en la cuenta de que tenía hambre. —Yo Japón me lo imaginaba aséptico —dijo—, no con olor a fritanga. —No estamos donde los protestantes —dijo él—, y sé de lo que hablo. En su mayor parte, Japón es un alegre caos. —No en su casa —dijo Rose, incapaz de decir: en casa de mi padre. —En su mayor parte —repitió él. Apareció el chef bajo la forma de un joven de gafas, con la frente ceñida por una cinta de tela y unos dientes prominentes. Rose percibió su tímida curiosidad mientras Paul cambiaba unas palabras cordiales con él, luego le pareció oír el nombre de su padre, y el rostro del joven cambió. Se quitó las gafas y las limpió.
Hubo un silencio, y después el joven cocinero dijo algo, mirándola. —Bienvenida —le tradujo Paul. ¿Nada más?, pensó ella. —¿Come carne? —le preguntó Paul. —¿Qué tipo de restaurante es éste? —Yakitori. Brochetas a la brasa. —Está bien —dijo ella. —¿Cerveza o sake? —Las dos cosas. Hubo un breve diálogo entre los dos hombres, después del cual se instaló un silencio que la incomodó. Se sobresaltó cuando el chef les puso delante dos grandes vasos de cerveza helada. Volvió a cruzarle la mente la misma idea que por la mañana: No estamos solos aquí —seguida de—: ¿Qué clase de país es este en el que nunca se está solo? —Haru venía de una familia modesta —dijo Paul—. Aquí recordaba los yakitori de su infancia en las montañas, en Takayama. Alzó el vaso. —A su salud —dijo, y sin esperar bebió un largo sorbo. Curiosamente, Rose pensó en los tres claveles rojos en el jarrón negro. El chef dejó en la mesa una serie de brochetas y una botella de sake. Rose se tomó la mitad de la cerveza y se sintió mejor. —Sake de Takayama —dijo Paul, sirviéndola. —¿De Takayama? ¿Qué intenta?, ¿ponerme sentimental? —le preguntó. Él la miró a los ojos de esa manera directa y límpida que la desconcertaba y bebió un sorbo de licor. Rose se fijó en el arco de sus cejas, en su frente alta
surcada por una arruga vertical. El sake, afrutado, estaba fresco, suave al paladar, y las brochetas olían muy bien. Iba sintiendo la ebriedad. Cayó en la cuenta de que llevaban un buen rato comiendo en silencio. La cena llegaba a su fin y apenas habían hablado. Rose se iba relajando, ya no se sentía incómoda como al principio. Cuando Paul volvió a hablar, ella sintió como si la sacaran contra su voluntad de un ensimismamiento apacible. —Lo que más lamentaba Haru es no haber podido darle nada en vida. No puede hacer eso —pensó Rose—, no puede seguir golpeándome en el estómago por sorpresa. —¿Y eso por qué? —preguntó exasperada. Él la miró desconcertado. —Supongo que ya lo sabe —dijo. Lo sé, sí, lo sé, pensó Rose con rabia. —¿Por qué lo lamentaba? —insistió. Él tomó un sorbo de cerveza. Contestó hablando despacio, eligiendo con tiento las palabras. —Porque creía que dar te hace estar vivo. —¿Era budista? —preguntó ella—. ¿Y usted? ¿Usted también es un iluminado convencido? Él se rio. —Yo soy ateo —contestó—. Pero Haru era budista a su manera. —¿A qué manera? —Era budista por su amor por el arte. Creía que el budismo era la religión del arte por excelencia. Pero también la religión del sake. —¿Bebía mucho?
—Sí, pero nunca lo vi borracho. Apuró su copa. Ella lo miró con hostilidad. —He venido porque me lo han pedido. —Lo dudo mucho —dijo él. Rose rio con amarga ironía. —¿Qué puede darme ya? —preguntó—. ¿Qué pueden dar la ausencia y la muerte? ¿Dinero? ¿Disculpas? ¿Mesas lacadas? Él no contestó. Callaron, pero, mientras se marchaban en el coche que los esperaba fuera, mientras la noche goteaba sobre ellos como una savia oscura, mientras volvían a cruzar el jardín de los faroles y Paul se despedía de ella delante de las ramas de magnolia, Rose percibió en su fuero interno el poder de las flores, sin saber lo que ello significaba. Sentía que algo, en esas cortezas y esas corolas, palpitaba y buscaba simpatizar con ella. Agotada y presa de pensamientos caóticos, se quedó dormida. Durante la noche tuvo un sueño en el que comprendía la disposición de los claveles: pedían que se los cogiera, requerían los gestos de la ofrenda. Ella acercaba la mano, agarraba los tallos, los sacaba del agua y los dejaba gotear sobre el tatami. Y, en la penumbra de la habitación en la que dormía, se veía ofrecerle los tres claveles rojo sangre a Paul y decirle: ¿A quién entonces le daría yo mis flores con la conciencia tranquila?
3
Cuentan que el poeta Kobayashi Issa, que en los tiempos de la Ilustración en Europa vivió en un Japón aún feudal una larga y dolorosa vida, fue un día al Shisen-dō, un templo budista zen de Kioto, y estuvo largo rato en los tatamis, irando el jardín. Se le acercó un joven monje y le ensalzó la fineza de la arena y la belleza de las piedras, alrededor de las cuales habían trazado con un rastrillo un círculo muy puro. Issa no dijo nada. El joven monje encomió con elocuencia la profundidad de la escena mineral; Issa seguía callado. Algo extrañado por su silencio, el monje insistió en elogiarle la perfección del círculo. Entonces Issa, señalando con la mano el esplendor de las grandes azaleas, más allá de la arena y de las piedras, le dijo: Si sales del círculo, te encuentras con las flores.
Te encuentras con las azaleas
Rose despertó, plenamente consciente de la luna. En el marco de la ventana abierta, la vio, solitaria y nacarada, y se le formó una imagen en la mente, un paisaje de campo y viñas, y le pareció insólito que volviera a habitarla allí. Hacía calor, cantaban las cigarras. Permaneció ahí un momento, con los ojos abiertos, respirando despacio. El mundo daba vueltas y ella estaba inmóvil, los vientos pasaban y ella seguía allí. En ese silencio, en esa oscuridad no era de ninguna parte, no era de ningún tiempo. Volvió a quedarse dormida.
Al despertar pensó en la cena de la víspera, en su halo de presencia indefinible. Se duchó, se vistió y fue a la sala del arce, donde encontró a Sayoko, ataviada con un kimono claro ceñido por un obi naranja moteado de libélulas grises. Mientras la japonesa le indicaba con un gesto que se sentara y le traía la misma bandeja que el día anterior, Rose volvió a irar la textura diáfana de sus párpados. —Rose san sleep well? Rose asintió con la cabeza. —Driver say you meet kami yesterday —añadió Sayoko. —¿Kami? —Kami. Spirit. Rose la miró perpleja. ¿Ayer me encontré con un espíritu? Entonces recordó a la inglesa del pabellón de plata y la mirada del conductor mientras la mujer se alejaba. —The British woman? —preguntó. Sayoko torció el gesto.
—Kami —repitió. Y, frunciendo la frente con expresión preocupada, añadió: —Bad kami. Se alejó con pasitos tercos. Rose disfrutó perfeccionando su técnica de partir el pescado con los palillos, un pescado desconocido, tierno, que se fundía en la boca y que masticó con satisfacción pueril. Renunció al arroz, se sirvió una taza de té verde y la olió. Una oleada de emoción la llevó a levantarse, buscar aire, abrir la ventana que daba al río. La fuerza del agua la hizo apartarse, volvió precipitadamente y se topó de bruces con el arce. Entre cielo y tierra, anclado en su pozo de luz, absorbía las imágenes surgidas de la fragancia de hierba segada del té verde: las lágrimas, el viento en los campos, el dolor. Cuando ya se disipaba la visión, oyó la voz de su abuela decir: Por favor, no llores delante de la niña. Entonces una puerta se deslizó en algún lugar de la casa, y Rose se sobresaltó. Hendiendo el aire a su manera fluida y entrecortada, Paul avanzaba hacia ella con un montón de peonías rosa en los brazos. —¿Lista para salir a dar una vuelta? —le preguntó mientras Sayoko le cogía las flores. Desconcertada, Rose asintió. Fuera los esperaba el conductor. Hacía un día muy bueno, algo fresco, y le sorprendió sentirse ligera. Bueno —pensó—, no durará, nunca dura. Volvieron a cruzar el río, pero esta vez subieron por las colinas hacia el norte. Al cabo de un rato tomaron a la derecha por una calle en cuesta que cruzaba un barrio residencial de casas elegantes. El conductor se detuvo delante de un porche de madera. —El Shisen-dō —dijo Paul—. Mi preferido en esta época del año. —¿Es un templo? —preguntó ella. Él asintió. Subieron unos escalones y recorrieron un sendero adoquinado flanqueado por grandes bambúes cuyos tallos grises y las hojas casi amarillas formaban como un tejado de sílex y paja. A cada lado del sendero había una franja de arena clara surcada por líneas paralelas, semejante a un riachuelo mineral. Rose sentía la caricia de las aguas tranquilas, su delicadeza, su alegría de agua clara. Subieron unos escalones y se encontraron delante del templo. Frente a la tapia, una extensión con la misma arena albergaba un único arbusto
de azaleas. Se descalzaron y entraron. Tras un pasillo llegaron a una galería con tatamis que daba a la escena del jardín. Paul se sentó en mitad de la explanada, y ella se instaló a su lado. El lugar estaba desierto.
Rose no veía nada más. Los rodeaba una escena vegetal, la brisa soplaba en los árboles, unos arbustos redondeados, pero toda su vida, sus años y sus horas cabían en las líneas curvas que el rastrillo había trazado alrededor de una gran piedra, una azalea y una mata de hostas, sobre una arena tan fina que espolvoreaba la mirada. De esa elipse perfecta nacía el universo; la mente de Rose danzaba con la arena, se hacía una con sus surcos, giraba alrededor de la piedra y las hojas, y volvía a empezar; ya no había más que ese paseo sin fin sobre el anillo de los días, sobre el bucle del sentido; pensó que se estaba volviendo loca. Quiso distraer la atención, renunció y se abandonó a la ebriedad del circuito mineral. Miró más allá y no vio nada. El mundo se había refugiado en ese fragmento del círculo de arena. —Aquí se viene sobre todo en primavera, a irar las azaleas —dijo Paul. Una intuición la atravesó como una flecha. —¿Le pidió él que me diera este paseo? ¿Organizó él el programa? ¿El pabellón de plata, este templo? Paul no contestó. Rose volvió a observar la elipse, la arena, las líneas de sus propios mundos interiores. Más lejos, grandes y frondosas azaleas formaban una muralla verde clara para el jardín seco. —No había visto las azaleas —dijo—, estaba mirando el círculo. —En la tradición zen, a los círculos se los llama ensō —dijo él—. Pueden ser abiertos o cerrados. La asombró el interés que le suscitaban sus palabras. —¿Qué significado tienen? —preguntó. —El que usted quiera darles —contestó él—. Aquí la realidad no tiene mucha importancia.
—¿Por eso quería que me llevara de un sitio a otro como un paquete voluminoso?, ¿para disolver la realidad en el círculo, para ahogarla en la arena? —preguntó ella. Él no dijo nada y siguió irando el jardín. —Es botánica y no mira las flores —dijo por fin. En su voz no había ni juicio ni agresividad. —Mi poema preferido es uno de Issa —prosiguió. Lo recitó en japonés y después se lo tradujo:
en este mundo, caminamos por el tejado del infierno, contemplando las flores
Rose reparó en un sonido recurrente, el mismo desde que habían llegado al templo, una especie de chasquido que cubría a intervalos regulares una música de agua viva. De pronto, algo cambió. La arena se alteraba, se contraía, caía por un reloj de arena familiar, se desvanecía mientras la escena se expandía, se desplegaba en los árboles, los trinos de los pájaros y los murmullos de la brisa. Ahora Rose percibía el riachuelo que fluía más abajo, el bambú hueco que se mecía sobre el lecho pedregoso con un chasquido seco, primero a un lado y luego a otro, siguiendo el curso del agua; los arces, los lirios japoneses y, por todas partes, las azaleas ancladas en la arena antigua; se estremeció, y entonces todo volvió a ser como antes, y ella era ya sólo Rose, perdida en un jardín desconocido. Pero en alguna parte, en un lugar donde la realidad no importaba, planeaba contemplar las flores. Se levantaron. —Supongo que me lleva a almorzar allí donde él dispuso —dijo. —Los restaurantes no son iniciativa suya —contestó Paul—. Pero antes querría
enseñarle algo. —¿No tiene otra cosa que hacer más que ocuparse de mí? —le preguntó Rose—. ¿No tiene familia? ¿No trabaja? —Tengo una hija, está en buenas manos —respondió él—. En cuanto al trabajo, eso dependerá de usted. Ella meditó un instante su respuesta. —¿Qué edad tiene su hija? —Diez años. Se llama Anna. No se atrevió a preguntar por la madre de Anna, la idea de que existiera la contrarió, por lo que se la quitó de la cabeza.
En la casa, en el vestíbulo, las peonías rojas de la mañana dibujaban una figura compleja. Siguió a Paul, pasaron delante de su habitación y recorrieron el pasillo hasta el final. Él descorrió la puerta ante la cual ella había dado media vuelta el día anterior. Era una sala con tatamis y dos grandes cristaleras que formaban ángulo; una daba al río y la otra, a las montañas del norte. Frente al este había una mesa baja con una lámpara de papel, material de caligrafía y unas cuantas hojas sueltas; en las paredes opuestas a las ventanas, grandes es de madera clara. Rose descubrió primero el río, luego las montañas de crestas superpuestas como telas y, por último, las fotografías, cuidadosamente clavadas con chinchetas en los es de madera.
En una de ellas se veía a una niña pelirroja en un jardín estival. Detrás, grandes lilas blancas tapaban una tapia de piedra seca. A la derecha, la mirada se perdía hacia un valle con colinas verdes y azules, los meandros de un río y un cielo con nubes redondeadas. Rose miró las fotografías y, al cabo de un momento, comprendió que ésa era la única que no había sido robada. Todas las demás las habían tomado con teleobjetivo sin que ella lo supiera, desde distintos ángulos, en todas las épocas del año.
—¿Cómo la consiguió? —preguntó acercándose a la niña pelirroja. —Paule —dijo él. —¿Cómo? —Un día, Haru recibió de ella esta foto. —¿Sin más? —Sin más. Recorrió los es con la mirada. Las fotos robadas la mostraban a todas las edades con Paule, su abuela, con amigas, con novios, con amantes. Se arrodilló sobre los tatamis y bajó la cabeza como una penitente. La evidencia que palpaba y suplicaba reavivó su enfado, y volvió a alzar la frente. —No hay una sola foto con mi madre —dijo. —No. —Me espió toda mi vida. Y ni una sola foto con ella. —No la espió —dijo Paul. Rose se encontró con su mirada límpida, se sintió acosada, exasperada. —¿Y esto qué es? —preguntó. —Es todo lo que Maud le dejó. —Toda una vida sin madre —dijo ella. Se levantó. —Y sin padre. Volvió a arrodillarse. —¿Tenía idea de que velaba por usted? —preguntó Paul.
Ella no contestó. —Está enfadada —dijo él. —¿No lo estaría usted? —murmuró señalando las fotografías con un gesto rabioso, mortificada de que le temblara la voz. Hubo otro momento perdido entre dos niveles de percepción. Miró a la niña pelirroja en el jardín de lilas, la rabia siguió creciendo y, sin previo aviso, se transformó. De niña había conocido ese esbozo de vida plena al que llaman felicidad; después el vacío se había tragado hasta su recuerdo. Éste resurgía ahora como una copa desbordante de hermosos frutos; percibía el aroma de los melocotones maduros, oía el zumbido de los insectos, sentía la languidez del tiempo; en algún lugar sonaba una melodía, en la linde de lo que llaman el corazón o el centro, y se abandonaba a la deriva, en un mundo convertido en líquido. La vida estaba tejida de hilos de plata que serpenteaban entre las malas hierbas del jardín; seguía uno de estos hilos, más brillante y más ardiente que los demás, y esta vez se estiraba y se estiraba hasta el infinito. —La rabia nunca viene sola —dijo Paul. Rose salió de su trance mudo. En un estruendo silencioso, las curvas del círculo se recompusieron, y trató en vano de retener los frutos como se hace con un sueño al despertar. —Según Sayoko, el conductor dice que me he encontrado con un kami en el pabellón de plata —dijo—. Un bad kami. Él se sentó a su lado. —No me he encontrado con nadie allí, apenas he cambiado unas palabras con una turista inglesa. —Sayoko y Kanto tienen un concepto bastante personal de los espíritus —dijo Paul—, no estoy seguro de que su clasificación sea ortodoxa. —La inglesa me ha dicho que, si no se está dispuesto a sufrir, no se está dispuesto a vivir. Paul soltó una risa breve que no iba dirigida a ella.
—El sufrimiento no sirve para nada —dijo ella—. Para nada en absoluto. —Pero está ahí —dijo Paul—. ¿Qué se supone que tenemos que hacer con él? —¿Acaso hay que aceptarlo porque esté ahí? —¿Aceptarlo? —repitió él—. No lo creo. Pero es el problema del punto de congelación. Justo por encima, el elemento es líquido. Justo por debajo, es sólido, cautivo de sí mismo. —¿Eso qué significa? ¿Que hay que sufrir de todos modos? —No —dijo él—, yo sólo quiero decir que, pasado el punto de congelación, todo queda unido, el sufrimiento, el placer, la esperanza y la desesperanza. Hyoten, pensó Rose. Qué hartazgo de flores. —Somos monomaniacos en la familia, mi madre era pura tristeza, yo soy pura rabia —dijo ella. —¿Y su abuela? —preguntó él. Al salir de la habitación, Rose miró hacia atrás. En el encuadre de la cristalera, las crestas azuladas de las montañas se perdían en una bruma de bonanza que subía de la tierra, difuminaba aristas y desniveles, pintaba el mundo con una tinta invisible, una aguada translúcida e intensa.
En el coche se sentía como una niña malhumorada. Le pesaba el silencio, pero se negaba a romperlo; el restaurante que había elegido Paul le gustó, pero reprimió toda alabanza. Se instalaron en la barra. Todo era de madera clara y lisa, sin ornamentos, con una sobriedad de cabaña. Frente a ellos, en una hornacina rebosante de luz, surgían unas ramas de arce de un jarrón de barro, rugoso como la concha de una ostra. Paul pidió, y enseguida llegaron dos cervezas. Rose creyó que almorzarían en silencio, pero, tras beber unos sorbos, Paul habló. —Haru nació en las montañas, cerca de Takayama. La casa familiar estaba a orillas de un torrente que se congelaba tres meses al año. La familia tenía un comercio de sake en la ciudad, su padre bajaba a pie todos los días desde la
montaña. Haru me llevó allí, me llevó a una gran roca en medio de un vado y me dijo que había crecido viendo caer o fundirse la nieve sobre esa piedra. La roca fue su vocación, junto con los árboles en la nieve, las cascadas y el hielo. Siempre el hielo, pensó Rose. —A los dieciocho años se vino a Kioto, sin dinero y sin formación, pero no tardó en conocer a todos los que tenían relación con la materia: alfareros, escultores, pintores y calígrafos. Hizo fortuna gracias al trabajo de todos ellos. Tenía un sentido innato de los negocios. Y un encanto tremendo. La miró a los ojos. De nuevo la irritó esa mirada, pensó con rencor en las magnolias inefables del vestíbulo. —Sin embargo, no dedicó ni un solo día de su vida al dinero. Lo que él quería era la libertad de honrar a su manera la piedra de su río natal. Y, desde su nacimiento, la de dejarle a su hija una herencia que actuara como un bálsamo. —¿Un bálsamo? —repitió ella. —Un bálsamo —dijo él. Rose bebió un sorbo de cerveza. Le temblaba la mano. Apareció un cocinero que se inclinó ante ellos antes de coger unos pedazos de pescado crudo de una pequeña vitrina refrigerada, a la izquierda de las ramas de arce. No había reparado en que estaban delante de una hilera de pescado crudo, tentáculos de pulpo y erizos de mar anaranjados; no veía más que el esfuerzo que tenía que hacer para contener la violencia y las palabras; la violencia y los muertos, pensó embargada por un cansancio pronto contrariado por la curiosa excitación que a ratos le provocaba ese país de árboles y de piedras. El cocinero les dejó a cada uno un plato cuadrado de cerámica marrón y gris lleno de baches como un sendero de montaña, y sobre esa superficie de tierra dispuso jengibre marinado y un sushi de ventresca de atún del que Rose se apoderó como de un salvavidas, ávida de tener de nuevo un cuerpo, de huir de su mente, de no ser más que estómago. La conjunción del pescado tierno y el arroz avinagrado la calmó. En el alivio de volver a estar encarnada, pensó que comprendía a su padre, que a ella la salvaría la materia, la arcilla del mundo, un vendaje hecho de carne y de arroz. No hablaron más en todo el resto del almuerzo. Paul se despidió de ella delante de las peonías rosa del vestíbulo, diciendo: Esta noche la recojo para ir a cenar, Kanto está a su disposición si quiere ir al centro esta tarde.
Rose se tendió en los tatamis de su habitación. Camino por el tejado del infierno sin contemplar las flores, pensó, y al mismo tiempo volvió a ver las grandes azaleas del Shisen-dō. Cuando se estaba quedando dormida, vio también un círculo bellísimo que se formaba una y otra vez ante sus ojos interiores. De una tinta lacada, profunda, flotaba entre sueño y realidad, trazando una espiral exquisita. Entonces, mientras se dejaba cautivar por esa fluidez sin fin, el círculo se quedó inmóvil, abriéndose en una brecha donde vagaban algunas nubes.
4
Un día del periodo Heian, en los tiempos en que Kioto era la capital de un archipiélago perdido de soledad, una niña fue al amanecer a llevar arroz a las divinidades del santuario de Fushimi Inari, a una hora a pie de la ciudad. Al acercarse al altar vio que, a un lado, habían florecido esa noche unos pequeños lirios pálidos moteados de azul, con estambres de color naranja y el corazón violeta. Sentado entre las flores la esperaba un zorro. Lo miró un momento y luego le ofreció el arroz, pero el animal negó tristemente con la cabeza, hasta que, desamparada, la niña cogió un lirio y se lo acercó al hocico. El zorro tomó la flor, la masticó con delicadeza y le habló en una lengua que ella podía entender; por desgracia, no queda memoria de lo que le dijo. Sí se sabe, en cambio, que la niña llegó a ser la mayor literata del Japón clásico y que toda su vida escribió sobre el amor.
Ella coge un lirio
Rose flotó un rato en un duermevela acunado por una ebriedad de círculo abierto, pero la sensación no tardó en desaparecer. Vio por la ventana el agua del río. Cogió su sombrero y salió de la habitación.
No había nadie en la gran sala del arce. Acarició la ventana transparente y oyó a su espalda los pasitos de Sayoko frotando el suelo. Se volvió, ahí estaba de nuevo el papel de arroz de los párpados entornados de la japonesa. Permanecieron un instante una frente a otra, en una comprensión muda de las hojas, luego se rompió el hechizo, y Rose carraspeó. —I’m going out for a short stroll —dijo. Un momento después añadió en su lengua: —Paseo. Cruzó la habitación, pero en el último momento volvió sobre sus pasos. —Volcano ice lady? —preguntó. Sayoko la miró e hizo un gesto que significaba: Espere. Desapareció y volvió con un rectángulo de papel blanco en la mano. Rose lo cogió con cuidado y le dio la vuelta. —Daughter of father —dijo Sayoko. En la fotografía amarillenta se veía a un niño de unos diez años vuelto a medias hacia la cámara; detrás de él había un torrente de agua blanca entre rocas nevadas; más lejos aún, pinos de montaña, otras peñas heladas, un sotobosque de tinieblas. —Same look —dijo Sayoko—. Ice and fire.
Rose resistió al deseo de arrodillarse, bajar la cabeza y dejar que el mundo cayera sobre su nuca. Observó los ojos del niño. La intensidad de su mirada era como un pozo de oscuridad para el paisaje de agua y nieve. Le devolvió la fotografía a Sayoko, dio media vuelta y echó a correr. Se detuvo en el jardín. Me parezco a él. Franqueó la cancela de bambú, rodeó la casa y llegó hasta el camino de arena que bordeaba el río. Soy pelirroja y me parezco a él. Caminó un rato, ahogada en la fuerza de los ojos negros, en el poder del torrente. La línea que separa el agua y la tierra, la línea entre el agua y el cielo flotaban, dibujaban un territorio virgen sin viento ni calor, sin hielo ni cantos de pájaros, un enclave donde la materia se disolvía en el vacío. Un ciclista la rozó al pasar, Rose se sobresaltó, se dio cuenta de que tenía los puños cerrados y volvió al mundo. Hacía bueno, una gran garza descansaba en una cala protegida por unos juncos, había otros paseantes. Pronto las orillas se ensancharon, el sendero de arena se hizo playa, las malas hierbas tomaron en la brisa una gracia de plumas. Algo zozobraba. Pensó: ¿Quién descubre a su padre por el niño que fue? Y, sorprendida y turbada, indignada también, la embargó una sensación de algo bueno. Delante de ella vio un gran puente por el que pasaba una multitud. Subió una cuesta de piedra y acabó entre la muchedumbre, arrastrada como una ramita hacia el oeste. La calle llevaba a una galería jalonada de tiendas, restaurantes y salones de masaje. Había caminado mucho, estaba lejos de la casa, sin dinero ni teléfono. Tomó a la derecha y, un poco más lejos, entró en una papelería que olía a tinta y a incienso. Se acercó a unos rollos en blanco colgados sobre la pared y comprendió que servían para acoger las caligrafías trazadas sobre unos cartones cuadrados, blancos y elegantes, que se vendían debajo y cuyas esquinas se fijaban a unos finos ganchos de algodón. Cada día un nuevo sueño de tinta. Al lado había también incienso, soportes para barritas de incienso, pinceles, hojas de papel refinado y cajas con motivos de flores y hojas; habría querido que ese mundo fuera el suyo, que pudiera disolverse en él en una llamarada de madera fragrante, en un sueño de pétalos y nubes. Al rozar con el dedo un pincel de mango carmesí, notó una presencia y, volviéndose, se encontró cara a cara con la inglesa del pabellón de plata. —Kioto no es muy grande, al final siempre se vuelve a coincidir —dijo la mujer. Y, alargándole la mano: —Me llamo Beth. ¿Está teniendo una estancia agradable?
Llevaba un vestido blanco de seda y, sobre los hombros, una elegante chaqueta larga. —Maravillosa —contestó Rose—, me estoy divirtiendo a más no poder. —Ya lo veo —dijo Beth, sin que Rose pudiera determinar si estaba siendo irónica. —¿Vive aquí? —preguntó Rose. —Más o menos —contestó la mujer—. ¿Y usted? ¿Qué la trae a Japón? Rose vaciló y, extrañada, añadió, como quien se arroja por un precipicio: —He venido a conocer el testamento de mi padre. Hubo un silencio. —¿Su padre era japonés? —preguntó Beth. Rose asintió con un gesto. —¿Es usted la hija de Haru? —preguntó la inglesa. Hubo un nuevo silencio. ¿Soy la hija de Haru? —se preguntó Rose—. Soy la hija de un niño de las montañas heladas. —¿Lo conocía? —Sí —contestó Beth—, lo conocía muy bien. Miró por encima del hombro de Rose. —La siguen —dijo. Rose vio a Kanto delante de las barritas de incienso. —Tome —dijo Beth alargándole una tarjeta de visita—. Llámeme cuando tenga un rato. Le hizo un pequeño gesto divertido al conductor y salió de la tienda. Rose se
acercó a Kanto. —Shall we go back home? —le preguntó. Él pareció aliviado, se inclinó y le indicó con un gesto que lo siguiera. En la galería tomaron a la derecha y pronto salieron a una gran avenida donde él paró un taxi. A Rose le hicieron gracia los tapetitos blancos de encaje sobre los asientos, los guantes también blancos y la gorra de opereta del conductor. Se sentía mordaz; sí, mordaz, si es que tiene algún sentido, quiero morder, quiero vivir para morder. En el jardincito delante de la casa, las azaleas malva se marchitaban con refinamiento, los pétalos arrugados siguiendo deliciosos pliegues, los tallos con estrellas moribundas engarzadas. Cruzó el vestíbulo acariciando una peonía con el dedo. En la sala del arce encontró a Paul sentado en el suelo, con las piernas estiradas y cruzadas, y la espalda apoyada en la cristalera. Estaba leyendo. Levantó los ojos hacia ella. —Estoy lista para la próxima montaña rusa sentimentaloide —dijo. —Le sienta bien el sarcasmo —contestó él. Desconcertada, Rose calló. —De niña era usted traviesa —añadió él levantándose—. Se ve en las fotos. Rose detestó lo que acababa de decir. Para cambiar de tema, señaló el libro. —¿Qué está leyendo? —preguntó. —Poesía. Los ideogramas de la cubierta tenían un trazado de junco al viento; en la brecha de un círculo perfecto de tinta vagaban pájaros y nubes. —¿De quién es? —De Kobayashi Issa —contestó él. —Ah, sí —dijo ella—, el infierno, las flores. —El tejado del infierno —dijo él.
Le pareció que pasaban por el restaurante de brochetas de la víspera y que, cerca del pabellón de plata, tomaban la calle donde había almorzado con el conductor. De hecho, el restaurante estaba casi enfrente de la taberna con aires de infancia, y Rose volvió a encontrarse en una tierra perdida, en una ensoñación de madera, un sueño de vida pasada. A la derecha, en un espacio sobreelevado con paredes de papel, unos tatamis y unas mesas bajas acogían a los comensales. A la izquierda había una barra, delante de una encimera coronada de estantes abarrotados de una vajilla magnífica. Todo era pardo, gris y ocre, cálido; en las paredes arenosas, caligrafías y rollos; por todas partes, lámparas de papel de pliegues refinados; sentía que podría haberse perdido en ese modo de vida desaparecido. Se instalaron en la barra. De una cesta que colgaba sobre sus cabezas asomaban unas calas como fuegos fatuos. —Iris japonica —dijo mirando las flores, y añadió—: Es bonito este sitio. —¿Cerveza? —preguntó él. —Y sake. Les trajeron las cervezas, heladas y deliciosas. Llegó un cocinero, se puso detrás de la barra y empezó a juntar en una fuente estrecha, surcada de grietas, una cordillera de verduras desconocidas, filamentos dorados y bulbos parecidos a las cebolletas, dispuestos todos del mismo modo en pequeños montículos. —Rábano blanco, cebollas, raíces, jengibre y brotes locales —dijo Paul cuando el cocinero les dejó su escultura delante, y una camarera trajo unos cuencos llenos de un caldo humeante, una fuente con gruesos fideos blancos, un pequeño recipiente con sésamo tostado y una cuchara de madera. Paul señaló su cuenco. —Sírvase tres cucharadas de sésamo, algo de verdura y unos udon, cómaselo todo y vuelva a servirse. Llegó el sake, frío y exquisito, Rose echó los granos de sésamo en el caldo, los sintió estremecerse, y eso la reconfortó. Añadió con cuidado filamentos de jengibre, rábano y distintos brotes. Trató de trasvasar también algunos fideos, los recogió torpemente del mostrador de madera, acabó por coger uno con los dedos,
siguió batallando un momento con ellos y se detuvo exhausta. —¿Esto es para agotar al cliente antes de empezar? —preguntó. Miró a su alrededor y vio que los comensales inclinaban la cabeza sobre el cuenco y aspiraban ruidosamente los fideos. Se lanzó y cogió uno, que resbaló como una anguila entre sus palillos y cayó salpicándole la blusa. —Ya entiendo —dijo—, es una novatada. Paul sonrió. Rose recurrió a la astucia con los fideos siguientes, pasándolos de un cuenco a otro utilizando los palillos como una pinza. —Me he encontrado en el centro con la inglesa del pabellón de plata —dijo—. Conocía a Haru. Paul enarcó una ceja interesado. —¿Una señora mayor, muy distinguida? —Sí, que hablaba francés perfectamente. —Beth Scott —dijo él—. Una vieja amiga. Se enteró de su existencia en el funeral de Haru, como media ciudad. Rose dejó los palillos. —¿Nadie lo sabía? —Casi nadie. —¿Quién estaba al corriente? —Sayoko y yo. —¿Y quién más? —Nadie más. —¿Ni siquiera su mujer?
—Mi mujer murió —dijo Paul. Hubo un silencio. Rose quiso decir lo siento, pero no le salió. —¿Era japonesa? —preguntó. —Era belga, como yo. Paul dejó los palillos y tomó un sorbo de cerveza. —¿Cuándo murió? —preguntó Rose. —Hace ocho años. Pensó: Su hija es huérfana. En el silencio entreverado de sorbos de cerveza, en alguna parte en un lugar tenue e inmenso, invisible como el cielo, algo cambió de posición. Sintió que iba a llover, percibió un olor a tierra ávida, a hierba al viento. Hubo una nueva traslación, un aroma a sotobosque y a musgo. Se echó a llorar, los sollozos surgían como perlas resplandecientes. Las sentía formarse, derramarse y salir despedidas por el mundo, ornadas de luz. Se odiaba. Bajó la cabeza y siguió sollozando. Moqueaba. Paul le ofreció un pañuelo. Rose lo cogió y sollozó con más violencia todavía. Él callaba, apurando su cerveza con calma. Rose sintió gratitud por ello, el torrente cesó, y consiguió dominarse. —Venga conmigo, vamos a tomar una copa —dijo él levantándose. La oscuridad del coche le hizo bien. Las lágrimas y el sake le daban a la ciudad una textura, una pátina de azogue. —¿Qué fue lo más difícil? —preguntó. Él no contestó, ella pensó que había sido una indiscreción. —Lo siento —dijo—, estoy siendo indiscreta. Él negó con la cabeza. —Estoy buscando las palabras adecuadas. Su voz sonaba lejana, ahogada.
—Primero la ausencia —prosiguió—. Después, el deber y la cruz de ser feliz sin Clara. —¿El deber? —repitió Rose—. ¿Por su hija? —No —dijo él—, por mí. Turbada, Rose guardó silencio. —Uno ya no siente que hable la misma lengua que los demás —prosiguió Paul —. Y comprende que es la del amor. —Yo nunca la he hablado —dijo ella. —¿Por qué piensa eso? —No creo que se pueda dar cuando no se ha recibido, como tampoco creo en esas tonterías suyas de que dar te hace sentirte vivo. Si no, ¿de qué sirve dar una vez muerto? —Empieza usted a comprender la naturaleza del sacrificio de su padre — contestó él. —Toda esta farsa es inútil —declaró Rose.
El coche se había detenido en una callejuela del centro. Subieron una escalera exterior hasta la última planta de un pequeño edificio de hormigón triste y entraron en una sala con grandes cristaleras que daban a las montañas del este. Había una barra de un extremo a otro de la habitación, pero las fastuosas montañas eclipsaban la decoración de paredes rugosas de roble claro, abierta a una noche de misterios sobre el poema oscuro de las crestas. No había nadie. Se instalaron, y una joven japonesa salió de una puerta oculta a la derecha. —¿Sake? —le preguntó Paul a Rose. Ésta asintió con la cabeza. —Tengo ganas de beber —dijo.
—No es usted la única. Le agradeció esa complicidad inesperada y se relajó. Tras la primera ronda silenciosa, Paul pidió otra, y Rose sintió ganas de hablar. —¿Dónde está su hija? —En Sadogashima, en el mar del Japón, con una amiga —contestó—. Están todo el día de paseo, hoy me ha dicho que se había olvidado el bento en la cesta de la bicicleta y que un cuervo se lo había comido, pero lo que más le indignaba era que nadie le hubiera preparado bento al cuervo. A Rose le dolieron la ternura de su voz, las imágenes y la historia del cuervo. —¿Por qué estudió japonés? —Porque Clara lo estudiaba. Rose sintió que se le pasaba la ebriedad de golpe, quiso decir algo para recuperarla, pero la puerta se abrió y entró alguien gritando. Paul se volvió y sonrió. El hombre, un anciano japonés surcado de arrugas como una tortuga, estaba borracho perdido. Llevaba una especie de sombrero borsalino de tweed, hundido en la coronilla. Iba medio descamisado, con una chaqueta de lino muy vieja. Al verlos, alzó los brazos al cielo en un gesto de alegría y cayó al suelo. Paul lo ayudó amablemente a levantarse, mientras el hombre soltaba un torrente de palabras alegres, antes de dirigirse a la barra. —Keisuke Shibata, pintor, poeta, calígrafo y alfarero —le dijo Paul a Rose. Y borrachín, pensó ella. Keisuke Shibata se inclinó hacia ella y la miró desde muy cerca, echándole en la cara el aliento a sake. Paul lo apartó suavemente y lo sentó en un taburete. —Sólo habla japonés —dijo Paul. —Menos mal —contestó Rose. Keisuke eructó con aplicación. —La traducción no debería ser demasiado complicada —observó.
—Huy —dijo Paul—, no calla ni debajo del agua. Y, en efecto, el japonés se puso a hablar sin parar, dirigiéndose unas veces a Paul, otras a un ser invisible presente en algún lugar de la sala. Rose vació unas cuantas copas. El anciano seguía parloteando mientras se bebía el sake, Paul contestaba con monosílabos, riendo de vez en cuando. Por fin la conversación se fue sosegando, mientras el borracho, con las palmas extendidas sobre la barra, silbaba bajito, ensimismado. —¿Alguna vez está sobrio? —Alguna vez. —¿Cuál es su historia? —Nació en Hiroshima en 1945. Perdió a gran parte de su familia por la bomba. En 1975, su mujer y su hija fallecieron en un terremoto. En 1985, su hijo mayor se mató en un accidente de buceo. El 11 de marzo de 2011, su otro hijo, que era biólogo, se encontraba por trabajo en la prefectura de Miyagi, en la costa, a veinte kilómetros de Sendai. No le dio tiempo a ponerse a salvo. Rose raspó con la uña una mancha invisible de la barra. Sentía una amenaza difusa. Tomó otro poco de sake. —Llovía el día en que se depositaron las cenizas de Nobu en el cementerio, y Keisuke se desplomó en el barro, delante de la tumba. Haru lo levantó del suelo y lo abrazó hasta el final de la ceremonia. Alguien se acercó con un paraguas, pero lo apartó. Se quedaron así, inmóviles, bajo la lluvia, y, poco a poco, los demás fuimos cerrando los paraguas uno a uno. Recuerdo haber sentido el peso y la violencia del agua, y luego ya no. Entramos en un mundo de fantasmas. Ya no teníamos carne. Dejó de hablar, y de pronto Rose sintió frío en los pies. Trató de agarrarse al cielo negro, a las montañas benévolas. La amenaza se cernía sobre ella. Entrevió sombras, un aguacero, espuma sobre la tierra. No, pensó con fuerza, pero caía la lluvia y ella estaba de rodillas, ya no había montañas ni hombres, y en ese mundo vacío de carne, en ese abismo de paraguas cerrados, se hundía en el barro mientras todos los cementerios se juntaban y ella no hacía más que errar de uno a otro, abocada a la caída, al fango, a los diluvios.
—Mirando a Haru y a Keisuke, sabiendo que pronto volvería al mismo cementerio, pensaba: Todos nosotros, prisioneros del fuego del infierno —dijo Paul. A su lado, el japonés eructó. —En el entierro de mi abuela también llovía —dijo Rose—. No recuerdo el barro, pero sí la lluvia. Todo el mundo dice que divago, pero sé que era negra. Hizo una pausa, trató de poner orden en sus pensamientos, renunció a toda coherencia. —Tiempo después leí que, tras la explosión de las bombas, cayó una lluvia negra sobre Hiroshima y Nagasaki. De nuevo trató de seguir un hilo que se desvanecía. —A mi abuela le gustaban los lirios. Le gustaba la lluvia en el jardín —dijo, pensando: Estoy completamente borracha. De pronto surgió ante sus ojos interiores el rostro sonriente de Paule. La oyó decir: Es hora de separar los lirios, la vio con un vestido blanco, inclinada con gracia sobre las flores, llena de silencio y de amor. A su lado, Keisuke se animó. —Pregunta que quién es usted —dijo Paul. —¿Y quién soy yo? —preguntó Rose. Siguió un breve intercambio en japonés, y Keisuke, burlón, le dio una palmada a Paul en el hombro. —Dice que parece usted más muerta que su padre —tradujo Paul. —Qué encantador —masculló ella. —Completamente congelada —precisó Paul. El otro se rio y balbuceó algo, mirándola.
—Piensa que es un buen karma, que hay que morir una primera vez para poder nacer de verdad. —¿Esas sentencias las saca de las galletitas de la suerte? —preguntó Rose. Paul tradujo, y el japonés dio una palmada. —Dice que no sabe quién es usted misma. El japonés dio un sonoro golpe sobre la mesa, gritando: ¡Ah! —Dice que es normal porque aún no ha nacido. —Y ¿cuándo se supone que voy a nacer, según el Gran Borracho ante el Altísimo? —preguntó ella. —No soy Buda, apáñeselas —tradujo Paul mientras el japonés se desplomaba sobre la barra, soltando una sonora ventosidad, y se ponía a roncar con la cabeza apoyada en los brazos. Rose se volvió hacia las cristaleras. En la noche estrellada, como gigantes dormidas bajo un sudario de tinta, las montañas del este hablaban una lengua conocida. En algún lugar en su fuero interno vibraba un manantial, pero sabía que oía y sentía porque estaba ebria, que, al día siguiente, los poemas y las corrientes de agua clara habrían muerto. —¿Qué le gusta de aquí? —preguntó. Tras un silencio, Paul dijo: —La poesía y los borrachos clarividentes. —¿Basta eso para vivir? Mientras él se levantaba sin responder, Rose imaginó que Paul había querido decir: No hay más que el amor y, después, la muerte, pero que se había reprimido porque ella ya estaba muerta. Más tarde, esa noche, se despertó. Hacía calor. Por la ventana, entre las ramas inmóviles de los árboles, vio la luna, inmensa y dorada, y recordó su sueño. Sentado en un campo de lirios silvestres la miraba un zorro.
5
En tiempos de los samuráis, en la isla de Sado, en el mar del Japón, vivía un ermitaño que pasaba los días contemplando el horizonte. Había hecho el voto de dedicar su vida a dicha contemplación, de abstraerse del todo en ella, de conocer la ebriedad de no ser más que una línea entre el mar y el cielo. Sin embargo, siempre se colocaba detrás de un pino que le impedía tener un panorama despejado y, cuando le preguntaban por qué, contestaba: Porque nada temo más que lograr mi propósito.
Detrás de un pino
A la mañana siguiente llovía. De las montañas del este se elevaban brumas sobre un cielo diáfano, el aguacero ahogaba el sonido del río. En la pálida mañana, en el insondable cuadro gris atravesado por fantasmas, el cielo y el agua se fundían y se consumían en un mismo final. Esa vacuidad atormentaba a Rose, sin que fuera capaz de distraerse de ella; en el fuego del infierno, unos hombres cerraban sus paraguas; en ese punto ciego de su vida, cruzaba errante territorios vacíos y descarnados como la muerte. Nunca se abandona un frente como éste —pensó —, no se puede luchar contra lo que no tiene sustancia. Habían cambiado los claveles del día anterior por un manojo de lirios, en un jarrón blanco cáscara de huevo. Ver las flores la distrajo de la lluvia, se duchó, se vistió y fue a la sala del arce. Por un instante le pareció que las ramas dibujaban una cruz y vio, recortados sobre un cielo negro, los crucifijos de lugares y tiempos cuyo recuerdo aborrecía. Entonces la visión desapareció, y el árbol centelleó. Ya no veía en él ningún calvario, le gustaba que lo acariciaran esas perlas cristalinas que se quedaban ahí posadas, transparentes y trémulas. Al cabo de un momento le extrañó hallarse sola y, bruscamente, la idea de su padre en el cementerio la impulsó a salir. La humedad la envolvió como un kimono ceñido.
Volvió dentro y descubrió a Sayoko con un vestido y un impermeable, el cabello suelto y un bolso en el brazo. —Breakfast soon —dijo la japonesa. Desapareció. Un momento después sonó un teléfono, y al poco volvió con la bandeja habitual. —Paul san meet you at temple —dijo—. Today very busy. When Rose san finish, drive with Kanto san. Esto parece el ejército, pensó Rose malhumorada. El pescado del día le costó trabajo, el té la exasperó. Se levantó, fue hasta la puerta por la que había
desaparecido Sayoko y la abrió. —Could I get some coffee? —preguntó. En una habitación de paredes arenosas, una tetera de hierro que colgaba del techo de una cadena metida en una larga caña de bambú dominaba el hogar, un simple agujero cuadrado del que subía el calor de unas brasas amontonadas sobre la ceniza. Había un trípode en la parte central del hogar. Todo ello estaba en medio de una zona sobreelevada de tatamis. En las paredes de alrededor había grandes estantes con vajilla. Un poco más allá, un fregadero debajo de la ventana, una cocina de gas, encimeras de piedra pulida y armarios de madera clara. Y, en la pared, una gran caligrafía de tinta china inundaba el espacio con sus salpicaduras de cometa. La tetera silbaba, la sala hablaba de sensaciones pasadas, de otro lugar conocido donde Rose se perdía; con su vestido beis de algodón y el cabello sujeto con una cinta, Sayoko parecía más joven, algo vulnerable, y Rose se preguntó cuál era su historia, si estaba casada y desde cuándo servía a su padre. —I prepare coffee —dijo la japonesa. Rose se lo agradeció con un gesto y quiso cerrar la puerta. —Monsoon is here —añadió Sayoko—. I give you an umbrella later. Lo que faltaba, el monzón, pensó Rose. Y, obedeciendo a un impulso, añadió: —You take care of people. Sayoko sonrió. En su rostro claro y liso creció una flor. Espantada, Rose se batió en retirada. Estoy desvariando, pensó, pero no podía escapar de la visión de la corola extendida. Apoyó la frente sobre el cristal frío; llovía, el arce goteaba sobre el musgo; por la sonrisa de Sayoko, Rose derivaba hacia otro lugar, un lugar que le murmuraba que estaba en casa.
Desdeñó el resto del desayuno, evitó la mirada de Sayoko y se bebió el café. La japonesa le trajo un paraguas transparente a la puerta del jardín. Rose lo abrió y disfrutó mirando el mundo a través de las gotas de agua. Se le hizo largo el trayecto en coche, primero hacia el oeste y luego hacia el norte, hasta un vasto
aparcamiento delante de un muro con un gran portón de madera. Paul san coming soon —dijo el conductor—. Rose san waiting inside or outside? Outside, dijo ella. El sonido de la lluvia sobre el paraguas le resultaba agradable, fantaseó un instante con vivir en una gota plena y cerrada, sin otro lugar ni otro tiempo, sin perspectivas ni deseo. Fue hasta el portón; al otro lado, un camino de piedra serpenteaba entre muros de templos; volvió sobre sus pasos. Al cabo de unos minutos se detuvo a su altura un taxi del que Paul se apeó con un paraguas transparente en la mano. —Discúlpeme —dijo—, tenía una venta importante esta mañana. Abrió el paraguas, y una hoja perdida se posó encima. —¿Ha paseado un poco por aquí? —No —dijo ella—. ¿Dónde estamos? —En el Daitoku-ji —contestó él—, un complejo de templos del budismo zen. —¿Qué es para usted una venta importante? —preguntó mientras recorrían el sendero hasta un recodo que formaba a la derecha—. ¿Mucho dinero? —Un cliente duradero —dijo él. —¿Qué le ha vendido? —Un biombo. Un gran biombo de uno de los mayores artistas vivos de Japón. —¿Y eso cuánto cuesta? —Veinte millones de yenes. —Veo que no tiene problemas de tesorería. —Más bien se trata de usted —dijo Paul. Rose se detuvo en mitad del camino. —No quiero dinero. Paul se detuvo a su vez.
—No tiene ni idea de lo que quiere. Rose no percibió juicio ni reproche en su voz, quiso responder, e hizo un gesto que quería decir: Estoy harta. Reanudaron camino. —¿Por qué cojea? —quiso saber Rose. —Un accidente de montaña. Había dejado de llover. Rose tomó conciencia del silencio que reinaba, un silencio horizontal, puro e incomprensible; no tiene sentido, pensó. Sin embargo, ese silencio planeaba sobre los caminos, sentía que sus caderas lo hendían al andar, que formaba un manto de ondas invisibles entre la piedra y el aire. A un lado y otro del camino había muros, tejados grises y jardines que se entreveían por los pórticos de madera. Trató de recordar que no era más que una marioneta movida por la voluntad de un muerto, pero el silencio del lugar goteaba sobre ella, la extraviaba en pensamientos inéditos. Se detuvieron en la entrada de un templo. A la derecha, sobre un cartel de madera, leyó: KŌTŌ-IN. Enfrente, bordeando un corto camino adoquinado, había unas barandillas de bambú y unos pinos delante de unos muros color ocre; al fondo a la izquierda se arqueaba un gran pórtico coronado por tejas grises; de lo que a todas luces parecía una antecámara nacía una sensación de frontera, una fragancia de otro mundo. Rose empezó a recorrer el camino. La música de los pinos la envolvió como una liturgia, la sumergió en las ramas semejantes a zarpas, en las torsiones de agujas flexibles; flotaba una atmósfera de cántico, el mundo se aguzaba, Rose perdía la noción del tiempo. Volvió la lluvia, fina y regular, Rose abrió su paraguas transparente; en algún lugar en la linde de su campo visual se agitó algo. Franquearon el pórtico, a la derecha el camino formaba otro recodo tras el cual surgió ante ellos un sendero. Largo y estrecho, bordeado de arbustos de camelias y barandillas de bambú sobre un musgo plateado, rodeado por detrás por altos bambúes grises y coronado por un arco de arces, llevaba a un portón de tejado de chamizo y musgo en el que habían plantado lirios y sobre el que languidecía el encaje de las hojas. En realidad era más que un sendero; un viaje, pensó Rose; una vía hacia el final o el principio. Lo siguieron, y como el primer día la embargó un dolor antiguo entreverado de destellos de alegría arrebatados al vacío. Tras dos recodos más llegaron a la entrada del templo. Al recorrer los pasillos hasta una galería que
dominaba un gran perímetro de musgo, Rose se sintió en casa. Había allí más bambúes, más arces, un farol de piedra, pero sobre todo algo así como una libertad, una disposición elástica en la que los chamizos y los árboles parecían jugar al viento. Respiraba con ligereza, embargada por una sensación de posibilidad, arrastrada hacia una línea de fuga deliciosa: más libre, imperfecta y viva. Les trajeron un cuenco de té verde espumoso que Rose observó con reticencia. —Té matcha —dijo Paul mirándola. Y, al ver que no se decidía: —Vamos, la vida está hecha para probar. Con renuencia, Rose se llevó el cuenco a los labios. En ese sabor a vegetación, en ese embate de hojas y de hierba, de lentejas de agua y de berro, leyó la tierra de arroz y de montañas a la que la habían traído, una tierra donde a cada cosa se le quitaba el azúcar y la sal para conservar sólo un sabor sin aristas, un sabor a nada, un concentrado liso y pálido de bosque anterior a los hombres. Sabor a nada, sabor a todo —pensó—. Este país me mata. —Este país me mata —dijo. Él se rio, sin que Rose supiera si era por burla o porque estaba de acuerdo con ella. Trató de precisar la sensación a la que se sentía arrastrada. —Hay algo de la infancia —añadió. —¿Le disgusta? —preguntó Paul. —No veo qué tiene de bueno la infancia. —Pero uno no puede arrancarla de sí. —Ése es su eterno argumento, ¿de modo que hay que aguantarse? —dijo Rose. —No se trata de resignación. Sólo intento entender lo que es derrota y lo que es sabiduría. —¿Derrota? —preguntó Rose—. En tal caso, ¿dónde está la victoria?
Paul miró a su alrededor. —La vida es transformación. Los jardines son la melancolía transformada en alegría, el dolor transformado en placer. Lo que ve aquí es el infierno convertido en belleza. —Nadie vive en un jardín zen —replicó ella.
Abandonaron el templo por el sendero de las maravillas y llegaron a la antecámara de los pinos. Rose recordó los jardines del pabellón de plata esculpidos con precisión, como con el filo de una espada; aquellos que acababan de abandonar, flexibles y relajados, del Kōtō-in, y recordó haber recorrido también los primeros como se recorre el territorio de la infancia, y comprendió que cada cual albergaba en sí su parte de inocencia y de filo, que en ellos se caminaba por el tejado del infierno contemplando los árboles, que ese vaivén entre la candidez de la felicidad y la crueldad del deseo era la vida misma. Se quedó mirando los pinos un momento. La lluvia arreció, abrieron los paraguas.
Algo más tarde, el conductor los dejó al principio del puente que Rose había cruzado el día anterior. Ya no llovía, Paul se acodó un momento frente a las montañas del norte. De color azul marino sobre el gris profundo del cielo, lanzaban hacia la bóveda invisible grandes ráfagas de vapor. Detrás de ellos pasaba una multitud nutrida: jóvenes de paseo, turistas, hombres y mujeres ajetreados en una existencia que a Rose le parecía inaccesible y cruel. Pasó por su lado una maiko con mirada seria y expresión grave. —El puente de Sanjo siempre me destroza el corazón —dijo Paul, siguiéndola con la mirada. Rose observó la nuca blanca de la mujer, imaginó una vida de secretos y de llanto por las noches. —La frase no es mía, sino de Keisuke —añadió él.
el puente de Sanjo siempre me destroza el corazón como tierno grano de arroz y lo transforma en harina en la nuca de las maiko
Rose lo siguió hasta la galería de tiendas en la que ella misma había entrado el otro día, pero esta vez tomaron a la izquierda hasta un restaurante con una larga barra de madera dorada. Paul saludó a la camarera y avanzó hasta una sala al fondo ocupada por una única mesa grande. La luz los envolvía como un hálito sedoso, Rose la veía y la sentía como una misma caricia en la mirada y en la piel. Guardaron silencio durante todo el almuerzo, orquestado por una sucesión de pequeñas fuentes refinadas y extrañas. Al final, Paul pidió café para ambos, y Rose sintió ganas de hablar. —El té de esta mañana casi no sabía a nada y, sin embargo, sabía a todo — empezó diciendo. —Es una buena definición de Japón —dijo Paul. Rose siguió con su idea. —Mi abuela decía que a mi madre la aplastaba todo, que veía la vida como un único bloque de granito, una única masa abrumadora. —Hay una propiedad del dominio imperial, al oeste de la ciudad, llamada Villa Katsura —dijo Paul. Calló. —¿Y? —dijo Rose. Paul no respondió. Estaba pensando. —En la entrada, la vista del jardín y los estanques queda oculta por un pino, de tal manera que no se puede abarcar con una sola mirada —prosiguió—. La vida quizá no sea sino un cuadro que se contempla desde detrás de un árbol. Se nos ofrece en su totalidad, pero sólo la percibimos en perspectivas sucesivas. La
depresión te vuelve ciego a las perspectivas. El todo de la vida te aplasta. Rose apartó de su mente las imágenes que se insinuaban en ella, se concentró en los árboles del Kōtō-in, en el engaste de musgo y vegetación en el que había echado el ancla un farol, se perdió en las ramas, atenta a su caligrafía, a su texto mudo. Son prisioneros de la tierra —pensó—, y sin embargo son la posibilidad de la vida, esculpidos para expresar las raíces y el vuelo, la pesadez y la ligereza, el poder de actuar pese a las prisiones. Al momento se impuso su malhumor. —La vida siempre acaba aplastándonos —dijo—. ¿De qué sirve intentar nada, si somos prisioneros? —¿Qué riesgo hay? —preguntó Paul—. El mero hecho de vivir nos expone ya a todos los riesgos.
Sola de nuevo en la casa de su padre, Rose vagabundeó ociosa entre su habitación y la sala del arce. Las puertas que jalonaban el pasillo la llamaban, pero, cuando alargaba la mano hacia alguna de ellas, la embargaba un sentimiento sacrílego. El recuerdo de la mirada grave de la maiko la llevó a sentarse frente al árbol en su jaula acristalada. Sus ideas iban a la deriva, el tiempo transcurría en una inmovilidad helada. Tengo miedo, pensó de pronto, y una imagen surgió de la nada. ¿Cuándo?, se preguntó al ver la corola fresca junto a un mapa botánico de contornos borrosos. Los pétalos del espino vibraban suavemente, se veía escribiendo unas notas; el escenario se difuminaba; en algún lugar de su fuero interno palpitaba la flor. Estaba estudiando, aprendiendo el oficio. Trató de rememorar el momento, la asombró la inutilidad de ese intento y, con éste, de todos los intentos. Entonces la imagen dio paso a otra y, detrás de la pantalla rasgada del recuerdo, le llegó el rostro sonriente de su madre. En el temblor de la memoria le pareció más real y más auténtica que en el pasado, y la ironía de esa encarnación le arrancó una risa seca. ¿Cuántas sonrisas en treinta y cinco años?, pensó con amargura, y lo recordó todo de golpe: la cocina de Paule, la flor y el mapa en la mesa, Maud de pie delante de ella, luminosa, sin sombra, sonriéndole y preguntándole: ¿Es un espino? ¿Qué edad tenía yo? —pensó Rose —. ¿Veinte años? Cien, seguramente. Y: ¿Cuál es el duelo más difícil? ¿El duelo de lo que se ha perdido o de lo que nunca se ha tenido? Y, de pronto, pensó en el pino de la Villa Katsura, que no dejaba que se viera la vida en su conjunto, y pensó: No me da miedo el fracaso, sino el éxito.
6
Hay en Kioto un templo popular desprovisto de la belleza de las grandes joyas de la ciudad, pero que gusta por su parterre de dos mil ciruelos al que acude a pasear todo el mundo los últimos días de febrero. Sin embargo, Issa, el magnífico poeta, sólo iba cuando las ramas de los árboles estaban aún negras y desnudas, sin las flores que, más adelante, exhalarían su fragancia por todo el lugar. En cuanto aparecía la primera corola, abandonaba el parterre, justo cuando sus pares acudían a irar el milagro de los pétalos que espolvoreaban las ramas invernales. Cuando, a veces, se inquietaban de ese gusto suyo que lo privaba de la más hermosa floración del año, Issa reía y decía: He esperado mucho tiempo en la desnudez; ahora la flor del ciruelo está en mí.
La flor del ciruelo está en mí
Maud, la madre de Rose, había crecido en la melancolía e, hiciera lo que hiciese con su vida, se había atenido a ese sentimiento con irable perseverancia. El tiempo lavaba la vida con la lluvia, hacía surgir el sol y la luna brillaba, y Maud seguía a oscuras. Por lo demás, habitaba su pena como un zorro su guarida; cuando salía al bosque, era para volver, igual, a su cubil; por más ardides que intentara Paule, su madre, se estrellaba contra acantilados de dura piedra. Al cabo de un tiempo, cansada y con el corazón roto, Paule renunció. Pasaban los años, anegados en grisura, Maud trabajaba, viajaba y regresaba, inalterable en su castillo triste. Por eso, cuando volvió de Kioto llevando en su seno al hijo de un hombre al que había abandonado enseguida, Paule se sintió abrumada. Quiso que Maud prometiera que el recién nacido conocería a su padre, y se topó con una rabia inédita, la única agitación que su hija provocó jamás en las aguas serenas de su melancolía.
Rose nació y debió su nombre a que a Paule le gustaban las flores y quería que su nieta las frecuentara. Pronto Maud dejó de trabajar y se pasaba los días en el salón, frente a la cristalera, sin mirar las lilas. De vez en cuando lloraba, pero ponía en ello, como en todo, poca convicción; entonces Paule se llevaba a Rose al jardín, sin pensar que de verdad pudiera protegerla. Durante diez años, sin embargo, aguardó expectante y quiso creer que era posible el milagro; Rose, de hecho, era una niña encantadora que leía, exploraba y reía todo el día; hasta que, una noche, tras diez años de no oírlas, las lágrimas de su madre la hicieron zozobrar a su vez. Paule le envió a un tal Haru Ueno, cuyo nombre y dirección figuraban en una carta dirigida a Maud, la última foto que tenía de Rose antes de su zozobra. Se limitó a firmar Paule en el reverso, nunca supo si le había llegado el envío ni si había estado tentado de contestar pese a la prohibición; esa duda la atormentó mucho tiempo.
En su carta a Maud, Haru Ueno escribía tan sólo: Respetaré tu deseo, no
intentaré ver a mi hija, no te hagas daño. Un día, cuando Rose celebraba su vigésimo cumpleaños, Paule comprendió que la había leído. ¿Cuándo? — preguntó, pero conocía la respuesta—. ¿No dijiste nada durante diez años?, añadió. Rose negó con la cabeza, y no volvieron a hablar del tema en otros quince años más. Ese mismo año, una noche de junio Maud fue al río, con los bolsillos llenos de piedras, y se ahogó en un silencio magnífico, después de irar los árboles en el espejo del agua en calma. —Todo esto para esto —dijo Rose con rabia. —Ahora ya puedes conocer a tu padre —murmuró Paule. —Podría haberlo hecho antes —contestó Rose—, la carta no era para mí. Y el silencio volvió a ensordecer sus vidas. Dos años más tarde, Paule murió a su vez. Esa misma noche, Rose hizo el amor con su amante del momento en una indiferencia tan cruel que no notó nada cuando se retiró de su cuerpo, no lo oyó abandonar la habitación y al día siguiente no recordó haberlo recibido entre sus sábanas, en su cuerpo, en su vida, que se había vuelto exangüe. Transcurrieron unos meses en los que ya no se reconocía. De la derrota nacía algo parecido a la paz, y dejó de querer ser feliz; el deseo de serlo era ya tan tenue, y desde hacía tanto tiempo, que se desvaneció con indolencia. Pasaron a la deriva tres años en ese letargo informe. Y, por fin, tomó un avión a Kioto.
Despertó con una sensación de desgracia y de lluvia. El ruido del agua hacía evanescente y lejano el mundo. Fue a la sala del arce y lo descubrió bañado en una claridad extraña. De esa penumbra espejeante de aguacero surgió un fragmento de alegría. Sayoko salió de la cocina. —Paul san coming —dijo—. Rose san want tea? —Coffe, please —contestó ella. Habría querido retenerla, preguntarle quién era, por qué hablaba inglés. La japonesa percibió su vacilación y se demoró allí un instante más, pero, como Rose no decía nada, se marchó. Volvió con una taza roja de forma irregular, de
una delicadeza como de amapola, y miró a Rose beber. —Rose san beautiful—dijo. Sorprendida, ella dejó la taza. A los japoneses los occidentales siempre les parecen guapos, pensó. —Japanese people always find Western people beautiful —dijo en voz alta. Sayoko se rio. —Not always. Too fat. Se oyó abrirse la puerta del vestíbulo. —I your mother —dijo Sayoko—. Very sad. Por fin, al entrar Paul en la habitación, desapareció. —¿Adónde vamos esta vez? —preguntó Rose. —A Shinnyo-dō. —Sorpréndame: ¿un templo budista? —Un templo budista.
En el coche tuvo la sensación de que su vida se amoldaba a las líneas de fuga de las calles grises. —¿Va a seguir lloviendo mucho tiempo? —preguntó. —Un poco, pero echará de menos el frescor cuando llegue el calor del verano. —El clima aquí no es como para tirar cohetes. —Uno se acostumbra. —Japón, ese país en el que se sufre mucho sin darse uno cuenta —recordó Rose.
Paul pareció sorprendido. —Eso me lo dijo su amiga Beth Scott el primer día. —Beth tiene una visión romántica de Japón —dijo Paul—, es de esa clase de personas que viven en un jardín zen. El coche se detuvo delante de un camino de piedra que llevaba a un pórtico rojo y luego subía hasta un templo y una pagoda de madera oscura. Ya no llovía, dejaron los paraguas en el coche, y al salir los asaltó un aroma a tierra húmeda y flores desconocidas. Rose puso un pie en el camino y se volvió, le parecía notar una presencia. No había nadie. Más allá, el vasto patio del templo estaba desierto, pero la sensación se amplificaba. No estamos solos aquí. Por esos seres invisibles y mudos de los que nada sabía, cuya presencia envolvía el mundo con un brillo nuevo, tenía la sensación de ir a la deriva en la espesura del tiempo. Miró en derredor los arces, la pagoda de madera; el gran templo oscuro en lo alto de la colina solitaria, sin turistas, sin visitantes. ¿De dónde le venía eso de que estaban acompañados, de que los rodeaban espíritus, atrayéndolos a escondites secretos? Al mismo tiempo percibía algo travieso; nada tenía sentido, todo estaba saturado de sentido; ¿qué es este lugar?, se preguntó. —¿Qué es este lugar? —dijo en voz alta. —Un templo al que Haru venía a pasear todas las semanas. —Está habitado —dijo, consciente de que estaba diciendo algo sin sentido. —Es un lugar de espíritu. Su propia exasperación la sorprendió. —¿No está harto de ser tan envarado, tan sentencioso? —preguntó. Por primera vez desde el principio, él pareció irritado. —No me deja mucho margen para otra cosa —dijo. —Es el criado de un muerto, eso es lo que le hace a usted tan soso y tan poco natural —prosiguió ella.
—Soy el albacea de un hombre al que iraba y, por petición suya, paseo a la pelma de su hija de templo en templo. ¿Es eso lo que quiere? ¿Que la gente entre en su jueguecito depresivo-agresivo? Y, dejándola allí plantada, se marchó, rodeando el templo a la derecha y desapareciendo de su vista. Ella se quedó inmóvil un segundo, furiosa por haber sido tan estúpida, por haberle hecho daño, y aliviada, también, porque por fin se comportara como una persona normal. Ya le vale al gran maestro, dijo en voz alta, y se rio. La tranquilizaba saber que luego se disculparía con él. La maravillaba el lado travieso de los espíritus del lugar. ¿Qué sois? —volvió a decir en voz alta—. ¿Kamis? ¿Fantasmas? Recorrió el camino que había seguido Paul y fue a parar detrás del templo, bajo un arco de arces perdidamente hermosos, y tomó a la derecha, bordeando unas altas tapias. Delante de ella, a lo lejos, divisó unas tumbas; un cementerio, pensó, lo que faltaba. Conteniendo el aliento, paseó entre las sepulturas, los faroles y los bambúes sagrados. Había piedras en forma de personajes sin rostro y largas varas de madera que chasqueaban al viento; adornadas con caligrafías apretadas, rodeaban las tumbas, simples zócalos de mármol rematados por una estela más estrecha; algunas estaban ajadas por los años, invadidas por el liquen. A cada lado, en estrechos jarrones del mismo mármol, había flores de temporada. Por todas partes el musgo ondeaba con reflejos suaves y azulados, por todas partes las cúspides aladas de los faroles añadían al ambiente una nota maliciosa. En el silencio de los muertos, la vida se dilataba, y todo resplandecía. Unos grandes árboles persistentes susurraban al viento, algo más susurraba en un destello de magia desconocida, en la creación conjunta de las tumbas, los templos, las varas que chasqueaban y los graznidos de los cuervos. Éstos daban vueltas despacio sobre los tejados, a Rose le gustaba su llamada disonante; al borde de la ruptura — pensó—, y, sin embargo, qué calma. —Y—: Qué lugar. Siguió andando y descubrió que estaba en lo alto de una colina. A la derecha se extendía en su hondonada la ciudad. Al final del camino, sentado en el primer peldaño de una gran escalinata que bajaba hacia otras tumbas y otros templos, la aguardaba Paul, contemplando Kioto. Se sentó a su lado. —Lo siento —dijo. —No lo siente —dijo él—. Es usted una pelma profesional. Se rio.
—Y da igual, estoy cansado de ser comprensivo. Al otro lado de la ciudad, algo apagadas en el crepúsculo incipiente, las montañas del oeste brillaban tenuemente. Caía de las nubes una luz oscura, eléctrica; como barnizados por la lluvia, los tejados de los templos relucían con reflejos tornasolados. En el crepúsculo, la fealdad de la ciudad moderna ya no chocaba a Rose. No se veían rascacielos, los relieves de hormigón se desdibujaban en una unidad algo triste. Paul se levantó, y ella lo siguió por la escalinata. El viento había amainado, hacía un tiempo apacible y húmedo, Rose se sentía como si recorriera un tramo de espíritus, de años transcurridos sin memoria. Casi abajo del todo tomaron a la izquierda por un camino corto que moría en la parte trasera de un templo. Paul se detuvo ante una tumba. —Estamos en Kurodani —dijo—, aquí están las cenizas de Clara, de Nobu, el hijo de Keisuke, y de Haru. Rose observó la tumba de su padre. —¿Qué se supone que tengo que sentir? —preguntó. —Ni idea —contestó Paul. Rose miró hacia lo alto de la escalinata. —Este lugar es extraordinario, pero no sé por qué —dijo. Algo en ella vibraba como una libélula. Las presencias inefables, los bambúes sagrados y la alegría de las piedras cumplían una función singular, y por un instante sintió vértigo. La asaltó una ráfaga de viento perdida en la tranquilidad del atardecer, y se estremeció. La tumba no le decía nada, pero le arrojaba anzuelos invisibles, y, aunque no fuera muy llamativa, discernía la mutación bajo lo anodino del instante; nada espectacular, pensó, a no ser que me salgan branquias. De pronto se arrodilló y tocó con la palma la tierra húmeda delante de la sepultura. La materia. Aquí yace mi padre, pensó. Se puso de pie. Todo estaba idéntico, todo había mutado. Se sentía vacía, agotada. Miró a Paul. Éste lloraba.
Cayó un breve chaparrón cuando ya se marchaban, mientras bajaban por una calle silenciosa hasta Kanto, que los esperaba delante del coche, en la oscuridad.
El sentido de la tierra embriagaba a Rose, el espacio se había dilatado, el aire exhalaba un aroma a violetas. Paul callaba, pero había entre ambos una intimidad nueva; es mejor que el sexo, pensó Rose. En el coche, le tomó la mano un instante. Él se la estrechó sin mirarla.
En el restaurante, una especie de bar en el que se acompañaban las bebidas con pequeñas brochetas fritas, guardaron silencio un momento. El claroscuro del lugar dibujaba cálidas irisaciones, que se movían ligeramente, en los objetos y los rostros. En una hornacina iluminada danzaban motas luminosas sobre un ramillete de ramas desnudas. El sake prolongaba su intimidad, Rose se sentía ligera, ebria pero no en exceso. —No hay flores —constató señalando el jarrón de la hornacina. —Ramas de ciruelo —dijo él—. A los japoneses les gustan más aún que los cerezos. —Pero no es temporada. —Quizá sea un homenaje a Issa. Sólo se acercaba a los ciruelos antes de la floración y, cuando le preguntaban por qué, contestaba: La flor está en mí. Rose bebió un sorbo de sake helado, casi blanco. —Hoy no estaba previsto ir al cementerio —dijo. Paul dejó la copa y la miró pensativo. —No lo pidió Haru —añadió ella. —No suelo ir a Kurodani —dijo Paul al cabo de un momento—. Cuando estoy allí no pienso en mis difuntos, sino en su funeral. Mis difuntos —se repitió Rose—. ¿Tengo yo difuntos que pueda llamar míos? —Lo más duro, en realidad, no es ser feliz sin el otro —prosiguió Paul—, sino cambiar, dejar de ser quien se era con el otro.
—¿Tiene la impresión de traicionar a su mujer? —preguntó Rose. —Tengo la impresión de traicionarme a mí mismo —contestó él. Salieron del restaurante cuando había dejado brevemente de llover. En la copa abierta de las nubes brillaba una luna enorme, algo rojiza. —No estamos lejos de casa —dijo él—, ¿quiere caminar? Despidió a Kanto, y fueron bordeando el río por la orilla iluminada por la luna, entre las malas hierbas, que se doblaban como bailarinas. Recorrían la ribera algunos paseantes, el astro les blanqueaba el rostro; hacía algo de frío, Paul le dejó su chaqueta. Estaba absorto en sus pensamientos, Rose caminaba presa de una gran exaltación. El cementerio le hablaba, la tumba de su padre la llamaba, sentía en sí, sin que resultara una carga, la acción de la muerte; pero esa acción tomaba la forma de un corro al que se unían espíritus alegres; siluetas indecisas y familiares; el recuerdo del templo desierto se cubría con una pátina plateada, lo que después daba a las presencias invisibles su verdadera forma. Demonios — murmuró Rose—, oh, alegres demonios, venid a mí como en tiempos, y ese recuerdo repentino de los cuentos del pasado trajo una sonrisa a sus labios. Llegaron a la casa, Paul se despidió de ella delante de la puerta corredera. Habría querido retenerlo, él retrocedió un paso y le sonrió. La luna desaparecía detrás de una nube, Rose dejó de verlo, lo oyó cerrar la cancela y alejarse con su paso tranquilo y quebrado.
Esa noche soñó que paseaba con su padre en un campo de ciruelos, junto a un templo de madera oscura. Detrás de ellos caminaban los demonios de los cuentos de su infancia. Ante una flor de belleza extrema, con los pétalos semejantes a destellos de diamante y los estambres como trazos de tinta clara, Haru le tendía la mano, diciendo: Te expondrás al dolor, a la entrega, a lo desconocido, al amor, al fracaso y a la metamorfosis. Entonces, así como está en mí la flor del ciruelo, mi vida entera pasará a ti.
Contemplando las flores
7
En tiempos de los grandes sogunes, al final del Medievo, hubo un invierno tan duro que los ríos del archipiélago se congelaron y los animales ya no pudieron beber de los riachuelos. Una mañana de febrero, al salir de su casa, un niño vio un hurón. ¿Tienes sed?, le preguntó tras mirarse el uno al otro con ternura. El hurón inclinó el hocico, y el niño lo llevó junto a un ramo de violetas que había vencido a la helada nocturna. Le dijo: Bebe de las flores, y el hurón lamió con avidez los minúsculos tallos malva. ¿Qué sabemos hoy de ese niño? Poco, en verdad, pero sí que llegó a ser uno de los fundadores del camino del té, y que un día compuso un poema que hablaba de violetas en el hielo.
Violetas en el hielo
Rose se despertó y miró por la ventana. Grandes mantos de bruma bañaban las vertientes y se elevaban en ráfagas sucesivas hacia un cielo transparente. Ya no llovía, del río subía un aroma a tierra pesada. Paul —pensó, y luego—: Todo se me escapa.
En la sala del arce, Sayoko le sirvió el desayuno, vestida con un kimono negro moteado de glicinias. —Paul san in Tokio today —dijo—. Rose san go to temple with Kanto san. —In Tokio? —preguntó—. It was planned? —Very important client —dijo la japonesa. —When is he back? —Day after tomorrow. Abandonada en la cuneta, pensó Rose. La exasperó el graznido de un cuervo en el exterior, se levantó con impaciencia, fue a su habitación y volvió con la tarjeta de Beth Scott. —Can you call her? —preguntó. El cristal de los finales de frase de Sayoko aumentó su frustración, le arrebató el auricular con brusquedad. —¿Tiene un rato hoy? —le preguntó a la inglesa. —Esta tarde —contestó Beth—. Le diré a Sayoko dónde podemos quedar. Sayoko recuperó el teléfono, escuchó y colgó con una mueca imperceptible de
desaprobación. No le cae bien, pensó Rose con malévola satisfacción. —I won’t go to the temple —dijo. —Yes, you go —contestó la japonesa plácidamente. A Rose le dieron ganas de decir go to hell, pero no lo hizo, salió, cruzó el jardín, cuyas azaleas, ajadas por la lluvia, le parecieron patéticas, y cerró con rabia la portezuela del coche. Durante el trayecto hacia las montañas del este se limitó a mirarse las manos. Cuando Kanto paró el motor y dijo: This is Nanzen-ji, salió del coche dando otro portazo, avanzó unos pasos con rabia y tropezó. Detrás de ella, Kanto añadió: Temple there. Rose se volvió y vio que le indicaba el final de un camino arbolado.
Era un lugar extraordinario: por todas partes había templos, árboles, musgo y grandes pórticos de alas curvadas. Caminó hasta un inmenso portón con tejados en dos niveles, con un piso de paredes de papel coronado por un sombrero de tejas grises. Se veían a través las ramas de los arces y, a lo lejos, delante de un templo, un gran incensario del que se elevaban pálidas volutas. Soplaba el viento, se oían crujir bambúes invisibles, el aire olía a lluvia. Subió los escalones que llevaban al portón, dos grandes aberturas rectangulares que descansaban sobre gigantescos pilares. Pasó al otro lado, con la sensación de franquear una pantalla invisible, y recorrió el sendero hasta la pila de bronce. El incienso volvía espeso el mundo; cruzando los aromas, Rose sintió imprimirse en ella su cuño. Tomó a la derecha por el camino principal y lo recorrió hasta la entrada del Nanzen-ji. Kanto se materializó detrás de ella, pagó la entrada, le entregó un trozo de papel y volvió a marcharse. La sorprendió la blancura de los muros exteriores, así como la penumbra de las galerías de madera. Al entrar de nuevo en la luz a través de ese prólogo oscuro, sintió un nudo en la garganta. Veo por primera vez. Se sentó en el suelo y se quedó contemplando el rectángulo de arena y vegetación. A su alrededor se extendían las galerías interiores y los muros rematados por tejas grises. Delante, sobre la arena gris, había largas líneas paralelas rectas y curvas. Detrás, ante el muro exterior, una partitura formada por cuatro árboles acariciados por una marea de musgo, piedras antiguas y unos pocos arbustos de azaleas. Era el jardín más sobrio, más extrañamente pretérito que Rose había visto nunca, como si regresara de haber atravesado las eras geológicas; sin embargo, todo en él estaba vivo; el movimiento inmóvil —pensó
—, límpido y vibrante, la presencia absoluta de las cosas, la lección postrera del mundo. ¿Cuántos siglos para llegar a ese presente total? Levantó la cabeza y vio la superposición de la arena, el musgo, los árboles, los muros y las tejas; más allá, los árboles que colgaban de la colina, dispuestos como esculturas, lanzados, al fin, hacia la tinta del cielo; vio el espíritu vivo de la arquitectura, su naturaleza cambiante y perfecta; perfecta, dijo en voz alta. Pensó en Paul y sintió una punzada en el corazón. Al cabo de un rato fue a recorrer las otras galerías, los jardines anexos le parecieron comunes y corrientes, regresó al primer recuadro y volvió a perderse en él. Lo abandonó con una tristeza exquisita. Volveré, dijo en voz alta.
Se reunió con Kanto en el pequeño aparcamiento; se sentía nueva, mineral. Éste cerró el coche, señaló con el dedo la calle que se extendía más abajo y dijo: Going to eat now. Eat what?, preguntó ella. Tofu, contestó él. Lo siguió, bordeando pequeños templos precedidos por minúsculos jardines de árboles caligráficos. Algo más lejos, a la izquierda, pasaron debajo de un pórtico y tomaron por un camino flanqueado a un lado por arces y musgo y, al otro, por una gran sala de tatamis visible a través de unos cristales medio borrosos. Les pidieron que se descalzaran y los acomodaron sobre unos cojines, delante de una mesa con un hornillo. Only one menu, dijo el conductor. Rose mordió un cuadrado de tofu untado con una salsa verde, la sorprendió el sabor a soja y a hierba desconocida, y se rio sin motivo; Kanto permaneció impasible, les sirvieron un té tostado, aunque Rose habría preferido una cerveza. Meet Scott san now, dijo Kanto. Rose lo siguió hasta el coche, vio desfilar las calles sin verlas y se sobresaltó cuando el conductor se acercó a abrirle la portezuela del coche. Scott san inside, dijo indicándole un escaparate oculto por un corto telón.
El Nanzen-ji proseguía su efecto en ella, la envolvía un velo de mineralidad, algo iba a la deriva, algo se volvía líquido. Entró en la casa de té por una puerta acristalada oculta por cuatro telas de color marrón con ideogramas estampados. Era un viejo edificio de paredes oscuras con un tejado y un alero de tejas grises; dentro, un sueño de madera y de estantes desgastados sobre los que había vasijas de té antiguas, cerradas con cordeles naranja con largos pompones; una cohorte de jóvenes vestidas con batas claras, delantales verdes y pañuelos blancos en la cabeza como tocas de monja la saludó con entusiasmo. Frente a ella, del techo
colgaban carteles con caligrafías que sin duda indicaban los tés a la venta. Un mostrador en forma de ele delimitaba el espacio. Al fondo, una gran caligrafía vertical coronaba unos espacios interiores en los que unos empleados se afanaban en embalar y pesar. A la derecha, en un escaparate iluminado había expuestos utensilios, cajas de té y una pequeña vasija de aspecto elegante cuyo precio le pareció exorbitado. Se sobresaltó cuando alguien se acercó a hablarle en inglés. Visto de cerca, el pañuelo de la joven la distrajo, y no entendió lo que ésta le decía. —Okyakusama needs help? —repitió la joven. —Oh —dijo Rose—, the tea room, please? La joven sonrió, le señaló el fondo de la sala y le indicó que tomara a la derecha. Beth Scott la esperaba leyendo, con la espalda apoyada en la pared arenosa. Las mesas eran de la misma madera vieja y oscura que le daba a la casa de té su pátina. Unos tabiques de madera más clara, con finas aberturas verticales, ponían una nota contemporánea al local. Curiosamente, la conjunción de esos elementos recientes con la tetera de hierro y los utensilios de bambú detrás del mostrador creaba una sensación de estiramiento del tiempo, de fervor perdido. A un lado se veía la calle por una ventana idéntica a las de su habitación; al otro, una cristalera daba a una escena vegetal en miniatura, con un arce, un helecho y unas azaleas. Beth Scott levantó los ojos hacia Rose. —Ah, hola, hola —dijo—, me alegro de verla. Y, cuando Rose se sentó, añadió: —¿Preparada para una experiencia mística? En la iluminación tamizada de la sala su rostro parecía suave, casi sedoso. —¿Dónde estamos? —quiso saber Rose. —En la única casa de té de la ciudad donde sirven koicha. Se observaron la una a la otra.
—Ha recorrido un largo camino —dijo la inglesa. Se les acercó una camarera, y Beth pidió en un japonés que a Rose le pareció delicioso. La joven del delantal verde se rio, tapándose la boca con la mano, y desapareció frotando el suelo con los pies. —Vengo del Nanzen-ji —dijo Rose—. Por petición de mi padre, me pasean de templo en templo, supongo que se refiere a eso cuando dice que he recorrido un largo camino. —El Nanzen-ji no es el más hermoso de todos —dijo Beth—, pero siempre me da un poco ganas de llorar. —Según parece, se pasa usted la vida en los jardines zen —dijo Rose. —¿Eso se lo ha dicho Paul? —preguntó riendo. Se ruborizó al oír el nombre de Paul. —¿De qué conocía a mi padre? —Era cliente suya, pero también éramos amigos. —¿A qué se dedica? —A distintas cosas. Soy viuda, soy rica, me gusta Kioto y paso aquí nueve meses al año, no hay nada más que contar. Hay mucho más que contar, pensó Rose. —Mi madre murió hace cinco años —dijo—. Me imaginé entonces que mi padre se pondría en o conmigo. —¿Hace cinco años? —repitió Beth—. Hace cinco años, Haru cayó enfermo, fue una enfermedad larga y cruel. —Aquí todo el mundo enferma —dijo Rose. —¿Está pensando en Clara? —preguntó Beth. La camarera les puso delante un pastelito verde y oblongo para Beth, otro
redondo y blanco para Rose y, a modo de tenedor, un bastoncito de bambú. El plato de Rose tenía rayas marrones y grises. —Coma —dijo Beth—, es mejor tener algo en el estómago. Rose se empleó torpemente con el bastoncito, contrariada por la textura blanda del pastelito. Estaba relleno de una pasta roja y dulce, exquisita en comparación con la suavidad insípida del envoltorio. —¿Cómo era? —preguntó. —¿Clara? Divertida, pragmática y campechana. Paul es una persona reservada, compleja. Clara era su a la vida terrenal. Se reían mucho juntos. Ella lo quería de verdad. Rose dejó el bastoncito. —Paul se ha pasado los últimos diez años cuidando enfermos. Ha vivido sólo para ellos, para su hija y para su trabajo. —¿No ha habido mujer en su vida desde que murió Clara? —Mujeres hay, pero yo no diría que están en su vida. —¿Mujeres en Tokio? —preguntó Rose, arrepintiéndose al instante. Beth Scott contestó con tono neutro. —No son importantes. Me pongo en ridículo yo sola, pensó Rose exasperada. —El funeral de Clara fue el más triste al que he asistido nunca —prosiguió Beth —. Anna tenía dos años, Paul sólo se mantenía en pie porque ella estaba allí. Sin ella, creo que habría muerto. Estaba viviendo un infierno, y nosotros ahí a su lado, tristes, impotentes. Rose tuvo una intuición. —¿Por qué cojea? —preguntó.
—Eso le corresponde a él decírselo —contestó la inglesa. La camarera trajo una bandeja con dos cuencos que dejó sobre la mesa de al lado. Giró el primero sobre la palma de su mano, se lo puso a Beth delante y se inclinó. De un hermoso marrón claro, estaba decorado con un conejo blanco de factura delicada. A Rose le gustó, pero el segundo cuenco la conmovió profundamente: sus irregularidades, sus grietas grises sobre un fondo claro y brillante, su sobriedad torturada, la impertinencia de sus alocadas cicatrices. —Debemos esta técnica de cocción craquelada a los Song del Norte —explicó Beth—. ¿No es magnífica? Por imprevisible que parezca, la complejidad nace de la mayor sencillez. En el fondo de los cuencos había una especie de pasta de un verde intenso, casi fluorescente. Rose inclinó el suyo a un lado y a otro. La pasta apenas osciló. —¿Esto se bebe? —preguntó. Beth asintió con la cabeza. Rose olió la sustancia y recordó el té del Kōtō-in, su fuerza de nada, su poder total; bebió como quien se arroja al agua fría. Sintió la amargura en el estómago y, enseguida, notó en la boca un sabor a berro, a verdura, a pradera; ¿me gusta?, se preguntó. Todo se aguzaba. Por su garganta pasaba la conciencia de vastas extensiones de vegetación. —Es el primer matcha concentrado de la ceremonia del té —dijo Beth—. Ahora le servirán otro, más ligero, añadiendo agua a lo que queda en las paredes del cuenco. Rose lamió lo que pudo de los restos de pasta de té. Algo la devolvía al Nanzenji, al espesor del tiempo, a una primitividad perdida. La camarera vino a llevarse los cuencos, Rose ya no quería más pastel, sólo esa amargura cortante que permitía viajar a un paraje olvidado. —Anoche soñé con un gran templo con un campo de ciruelos delante —dijo. —Podría ser Kitano Tenmangū —dijo Beth—, en Imadegawa, hacia el oeste. Todo el mundo va allí en febrero a irar las flores. Señaló su cuenco.
—A finales del siglo XVI se celebró allí una de las mayores ceremonias del té jamás organizada para el emperador, con tres de los fundadores del camino del té, entre ellos Sen no Rikyū. Cuentan que había miles de invitados. Rose pensó de pronto en Paul. Sacudió la cabeza y trató de cambiar de tema. —¿Tiene hijos? —preguntó. Beth hizo caso omiso de su pregunta. —La revelación de su existencia ha causado mucho revuelo —dijo—. Tiene que imaginarse a la mitad de Kioto en el funeral, y a Paul leyendo la carta de Haru. —¿Qué carta? —dijo Rose. Hubo un silencio. —Se la entregará el notario, supongo —dijo por fin Beth. —Todo se decide sin contar conmigo —murmuró Rose. Beth se rio. —Así es la vida. Les trajeron el segundo té, que tenía el mismo sabor que el del Kōtō-in, pero con una delicadeza superior en la que Rose distinguió efluvios a bosque, a batidas en el sotobosque. —¿Qué le ha gustado del Nanzen-ji? —preguntó Beth. Rose buscó las palabras adecuadas. —Su limpidez, su liquidez inmóvil, primitiva. Beth volvió a reír, con una risa apreciativa, algo sorprendida.
—Se parecen, usted y Paul —dijo. —No veo en qué —contestó Rose. —Mares interiores. En los que ambos navegan. Inclinó la cabeza, pensativa. —Eso le habría gustado a Haru —añadió. No había probado su pastel. —¿No se lo termina? —le preguntó a Rose. Ésta negó con la cabeza, y Beth sonrió. —Ahora tengo que irme —dijo—, pero la próxima vez la llevaré a otra casa de té que creo que también le gustará.
Se despidieron fuera. De vuelta en casa de Haru, Rose se quedó en su futón, con una sensación de tensión insoportable; ¿o es frustración?, se preguntó. Habían sustituido los lirios del día anterior por una camelia rosa, y le llamó la atención su resonancia con el Nanzen-ji. Todo está relacionado, pensó, pero yo no formo parte de ese todo. Recordaba las piedras inmóviles y movedizas, la arena gris con sus surcos, los árboles sobre el musgo; cada imagen le evocaba la ausencia de Paul; sin saber por qué, sentía desplazarse grandes fragmentos de hielo polar, en una mineralidad líquida. Al cabo de una hora de esa ociosidad informe, se levantó, salió al pasillo y se quedó allí inmóvil, en suspenso. Por fin tomó a la izquierda y descorrió una puerta cualquiera en la pared de madera oscura. Entró en una habitación fresca y desnuda. Sobre los tatamis había dispersos varios cuencos de té, unos recipientes de barro y de laca y unas pequeñas varillas de bambú. En el suelo, un brasero con una tetera de hierro; en una hornacina, un rollo con tres violetas dibujadas, inclinadas hacia un suelo de hielo; debajo, en un jarrón de bronce, un tallo cortado de bambú. Por la cristalera, abierta a un patio de azaleas, veía la luz del crepúsculo que nacaraba las hojas húmedas de las plantas. La sala estaba vacía, silenciosa; pese a todo, Rose percibía una existencia, un fantasma atento y mudo. Se acercó a un cuenco marrón de paredes torturadas, trató de imaginarse a su padre en esa habitación, manejando esos
utensilios, bebiendo de esos cuencos humildes y hermosísimos. Junto a las varillas de bambú había quedado olvidado una especie de pañuelo brillante; de un bello violeta oscuro, descansaba siguiendo unos lánguidos pliegues; era como si hubiera caído de una mano invisible, y por un instante a Rose le pareció entrever una silueta inclinada que se movía despacio, con gestos delicados y poderosos. Se acercó al rollo que estaba en la hornacina. Bajo las flores había caracteres caligrafiados y dispuestos como un poema. Algunos, arriba a la derecha, se transformaban en aves lanzadas hacia el cielo; del suelo helado subía una bruma ligera; las violetas estaban vivas. Un ruido del exterior la sacó de su meditación. Salió y cerró la puerta, con una extraña sensación de reverencia.
En la sala del arce encontró a Sayoko sentada a una mesa baja, con unos papeles extendidos delante y unas gafas sobre la punta de la nariz. —I’d like to go to Kitsune for dinner —dijo. —Now? —preguntó Sayoko. Rose asintió con la cabeza. La japonesa sacó su teléfono, llamó a alguien y colgó. —Kanto san coming in ten minutes. —Thank you —dijo Rose. Y, obedeciendo a un impulso, añadió: —I need to write a letter. Sayoko se levantó, fue hasta un pequeño secreter y sacó una hoja de papel y un sobre. Rose se sentó a su lado, cogió el bolígrafo que le ofrecía y se enfrascó en un pensamiento tras otro. Después escribió: Me gustaría que me hablara de mi padre. Y, conteniendo el aliento, añadió: Lo echo de menos. Dobló rápidamente la hoja, pegó el sobre y se lo entregó a Sayoko, diciendo: For Paul; espantada, huyó al jardín.
8
En la China de los Song del Norte, cuando la poesía, la pintura y la caligrafía iban de la mano, engastadas como joyas en los sueños de los antiguos sabios, era costumbre representar y expresar en verso los paisajes y las flores. Y uno de los mayores pintores de paisajes de esta era tenía una nieta que todos los días le rogaba que le dibujara una camelia. Durante diez años intercedió por su flor. Cuando tenía quince, murió una noche de una enfermedad fulgurante. Al amanecer, Fan Kuan pintó una camelia con el agua de sus lágrimas y debajo caligrafió un poema de pétalos volantes. Por fin, contemplando el rollo, aún húmedo, vio con horror que era su creación más hermosa.
Una camelia con el agua de sus lágrimas
Cuando llegaron al farol rojo de Kitsune, de pronto Rose ya no sabía por qué había querido ir allí. Kanto se instaló en la barra, y ella se sentó frente a él, en una mesa para seis. La yakitori estaba desierta. El cocinero fue hasta su mesa. Same as last time but beer only, le dijo Rose. Éste volvió a sus fogones sin expresar emoción alguna. Rose se bebió del tirón la primera cerveza y miró en derredor. Veía detalles nuevos. En la barra, delante de las botellas de sake, había un viejo teléfono de disco, anuncios publicitarios de metal que se oxidaban con aplicación; algunos de los carteles de manga estaban rotos. ¿Qué clase de hombre era Haru para que le gustara este lugar?, se preguntó. Una oleada de resentimiento la impulsó a pedir otra cerveza. Se sentía sola, ciega, se reprochó ese exceso de sentimentalismo, la irritó haber concebido esperanzas; pero esperanzas ¿de qué?, pensó pidiendo otra cerveza más. De espaldas a ella, Kanto hablaba plácidamente con el cocinero, Rose sentía su solicitud respetuosa, algo que la exasperaba. La acción de la muerte, de las piedras líquidas, la carta que le había escrito a Paul le parecían ahora ridículas. Mordisqueó sus brochetas con el mismo resentimiento. Cuando pidió una cuarta cerveza, vio que el cocinero miraba a Kanto. Éste hizo un pequeño gesto que significaba: Ya me encargo yo, y eso la mortificó. Más tarde, cuando quiso levantarse, él se acercó a cogerla de los hombros. Rose no protestó y se dejó llevar hasta el coche. En el jardincito le indicó con un gesto que podía seguir sola, y él no insistió. Entró en la sala oscura del arce; éste vibraba suavemente, la noche pesaba sobre sus ramas; los árboles del Nanzen-ji arañaron su memoria con una agudeza dolorosa. Fue a su cuarto y se desvistió. Desnuda, en carne viva, miró por la ventana, se acarició la frente y vio el cuadrado de papel sobre el futón. Se arrodilló para descifrar lo que ponía en la oscuridad de la habitación. Paul san coming tomorrow at 7.30, I wake you at 7.00, Sayoko.
Se dejó caer sobre los tatamis con los brazos en cruz. Un puñado de estrellas brillaba a través de las nubes; del río subía una melodía extraña; permaneció mucho tiempo despierta, sin moverse. Algo más tarde se despertó tiritando, se incorporó sobre el futón y se envolvió en la fina sábana. La noche brillaba, sentía
la presencia de espíritus secretos, de una vida de penumbra entreverada de suspiros; recordó su llegada, las magnolias salpicadas de luz, la presencia, ya entonces, de los espíritus. Todo es idéntico, todo muta, pensó. Una corola crecía, Rose estaba aterrada. Se sumió en un sueño sin sueños. Despertó sobresaltada al oír llamar a la puerta con tres golpecitos suaves. Se incorporó y vio que era de día. Le dolía la cabeza. It’s seven o’clock, dijo la voz de Sayoko al otro lado de la puerta. I am getting ready, masculló Rose. Confundió el jabón con el champú, no consiguió peinarse, se puso un vestido arrugado, lo cambió por una falda y una blusa que no pegaban. En el espejo se vio como un ser mal terminado. Se pintó los labios, enseguida se quitó el carmín con un algodón y fue a la sala del arce. Paul y Sayoko la miraron y se echaron a reír. Ella se quedó inmóvil, desconcertada. —¿Qué pasa? —preguntó. Sayoko dio tres pasitos hacia ella, se sacó un pañuelo del obi azul celeste y le limpió la mejilla. Rose se cruzó con su mirada y leyó en ella una compasión discreta. La japonesa retrocedió un paso, apreció su trabajo y volvió a reír, señalándole la blusa. —Se la ha puesto al revés —dijo Paul—. ¿Lo ha hecho con alguna intención concreta? ¿Va a juego con el carmín en la mejilla? Le sonreía. Parecía cansado y divertido. Rose pensó que era alto, que tenía la tez clara; alto y cansado —pensó—, lo agoto. —¿Me da tiempo a cambiarme? —preguntó. —Sería una lástima, ya ha iluminado mi día triste. —Me duele mucho la cabeza —dijo ella. Paul le dijo algo a Sayoko, la cual indicó a Rose con un gesto que la siguiera hasta la cocina. Allí la sentó como a una niña y le alargó un vaso de agua y una pastilla blanca que Rose se tomó dócilmente. Rose san eat something?, preguntó Sayoko. Rose dijo que no, se puso bien la blusa, salió de la cocina y siguió a Paul hasta el vestíbulo. Cruzaron el jardín. Delante de la cancela, se volvió y vio a Sayoko inclinarse. Luego la japonesa les hizo un pequeño gesto con la mano. Rose bajó la cabeza y se metió en el coche.
—Perdóneme por despertarla tan temprano —dijo Paul—, pero tenemos que estar en el templo justo cuando abre. Más tarde habrá demasiada gente. —Pensaba que hoy todavía tenía que estar en Tokio —dijo ella. —He vuelto esta mañana temprano. Después de la cena fui al apartamento, me duché y cogí el Shinkansen de las cuatro. —¿Tiene un apartamento en Tokio? —El de Haru. —¿No ha dormido? —No —dijo él—, tenía una cena con unos clientes. Se alargó. Se rio. —En Japón no se hace ninguna transacción seria sin una larga cena y mucho sake. Rose se preguntó si había recibido su carta, se lo imaginó en el andén de una estación, absorto en unos pensamientos que la excluían a ella. La turbaba que estuviera a su lado; recordó que la antevíspera le había cogido la mano; la idea la espantó. Él no decía nada, miraba desfilar las calles. El coche se detuvo en un aparcamiento donde ya había tres autobuses de turistas. Rose lo siguió por un estrecho camino arbolado flanqueado por algunas tiendecitas, lo esperó delante de las taquillas del templo, y luego recorrieron un sendero que bordeaba un gran estanque con nenúfares que le pareció desagradablemente pintoresco; típico de turistas —pensó, y también—: Soy un fardo de ropa que llevan de lavandería en lavandería. Se alejaron de la orilla del estanque y subieron una escalinata de piedra bajo un arco de arces indolentes. En la entrada del templo se descalzaron, tomaron a la izquierda detrás de otros visitantes y llegaron al jardín. —Ryōan-ji —dijo Paul.
Rose miró el gran rectángulo de piedras y arena y no sintió nada. Entonces, de la misma manera que el sonido llega después del disparo, se dejó caer sobre el
suelo de la galería de madera, aplastada por la materia. Desde el exterior del jardín, caían en cascada ramas de arce y de cerezo sobre los muros de la tapia. Al otro lado, las hojas formaban una pantalla tupida, exuberante. En el interior sólo había arena surcada por líneas paralelas y siete piedras de tamaños distintos alrededor de las cuales habían trazado elipses con un rastrillo, pero Rose sólo tenía ojos para los muros rematados por un tejado inclinado con cobijas grises y un revestimiento de cortezas. De color ocre, tornasolados y cubiertos con una pátina, como los de un palacio italiano, hacían juego con el oro de los mantos de musgo que rodeaban las piedras. —¿Los muros siempre han sido de este color? —preguntó. —No —contestó Paul—, creo que en su origen eran blancos. —Forman el jardín —dijo ella. Paul pareció sorprendido. —Las piedras están colocadas de tal manera que nunca se las pueda abarcar con una sola mirada —le explicó. Rose trató de concentrarse en la roca y la arena, su mente divagó, y volvió al fresco de los muros. —Hay una glosa infinita sobre el Ryōan-ji —añadió Paul. —¿La ha leído? —En parte, por mi trabajo. —¿Ha aprendido algo de ella? —¿Ha aprendido usted algo leyendo sus libros de botánica? —le preguntó él. A Rose no le gustó su pregunta. —Supongo que sí —contestó. Sin embargo, no miro las flores, pensó. Volvió a la materia, buscó consuelo en ella.
—Haru era duro en los negocios y leal en la amistad —dijo Paul. Ha recibido mi carta, pensó Rose. Algo en ella se tambaleó, la sustancia de los muros la atrapó. —Cuando lo conocí, me dijo: Tengo mucho gusto pero ningún talento. A lo largo de todos estos años he entendido que en eso radicaba su fuerza: sabía exactamente quién era. Rose trató de concentrarse en las elipses que rodeaban las tres primeras piedras, pero no logró fijar la atención. —Es lo que lo hacía atractivo para tanta gente. La mirada de Rose volvía al oro de los muros. —Era japonés en sus costumbres y atípico en sus ideas. Creo que le gustaba tenerme cerca porque necesitaba un oído extranjero para sus ideas heterodoxas. —¿Ideas sobre qué? —preguntó ella. —Sobre las mujeres, por ejemplo. Las japonesas no han conocido nuestros movimientos feministas, pero Haru era feminista a su manera. No organizaba fiestas sólo para hombres. En su casa, las mujeres participaban en las conversaciones. —¿Por eso dejaba embarazadas a las extranjeras que estaban de paso? — preguntó y, sabiéndose pueril, se mordió el labio. Paul no hizo ningún comentario. —El rasgo más bonito de su carácter era que sabía dar. La mayoría de la gente da para recibir algo a cambio, por obligación, por convención o por automatismo. Pero Haru daba porque había entendido el sentido de la entrega. Rose percibió un aroma a peligro, se concentró en la tapia, y, de pronto, una piedra atrajo su mirada. Casi a ras de la arena, más pequeña que las demás, navegaba en un mar infinito. —Cuando Clara estaba muy enferma, los últimos meses, hablábamos todas las
noches. Yo iba a verlo a su despacho, bebíamos sake, él me escuchaba, me hablaba. Nunca tuve la sensación de que lo hiciera por obligación. No sé si habrá otros hombres que hayan alcanzado una intimidad como la nuestra. Calló, y Rose comprendió que no quería seguir hablando. Detrás de ellos, un grupo de chinos ruidosos hacía temblar el suelo de la galería. —¿No le inspira el Ryōan-ji? —preguntó Paul. —Parece un arenero para gatos gigante —dijo Rose. Paul se echó a reír y, por un instante, se transfiguró. Es el Paul de antes —pensó Rose—, aquel al que la muerte ajena mató. Se quedaron un momento en silencio. De la piedra solitaria que había atraído su mirada, Rose pasó a las demás, siguió un texto de roca y de arena; la escena en sí se transfiguraba también; observó los muros y ya no vio lo que había creído ver. Volvió a la sequedad del rectángulo de arena, descubrió una vibración en el tiempo; tiempo de nacer, tiempo de sufrir, tiempo de morir, pensó. Miró a Paul. Éste había cerrado los ojos, Rose recordó sus lágrimas en el cementerio. La sensación de peligro aumentaba a la vez que una presencia amiga, un estremecimiento de esperanza. Entonces, mirando los muros que el paso del tiempo había vuelto ocres, supo que lo único que los mantenía en pie era la fuerza del jardín, que su mineralidad sin flores transformaba el tiempo en eternidad; supo que, mediante esa metamorfosis de las horas, ningún acto tendría ya el mismo significado, y, por un motivo desconocido, el gesto que Sayoko les había hecho antes volvió a su memoria; en la soledad de las piedras perdidas de arena había una ofrenda. ¿Qué ofrenda? — se preguntó observando la escena—. ¿Qué pueden dar la sequedad y la desnudez? Dejó divagar la mente al capricho de la partitura de las siete piedras, sintió de nuevo que la ahogaban en un mar sin edad y que el jardín, en sí mismo, daba. Paul se levantó, y ella lo siguió, concentrada en sus andares entrecortados y fluidos. En el coche vio que estaba cansado. —¿Y ahora? —preguntó. —La acompaño de vuelta a casa de Haru. —¿No almorzamos juntos?
—Tengo que ir a recoger a Anna, volvió anoche —dijo él. —¿Ha vuelto por Anna? —preguntó ella. Él pareció no haber oído la pregunta. —Y para los últimos templos antes del notario, claro —añadió Rose. —He vuelto por usted —dijo él—, echaba de menos a mi pelma profesional. Se inclinó hacia Kanto, dijo algo a lo que el conductor asintió, antes de hacer una breve llamada en japonés. El trayecto duró largo rato, en un silencio que la hizo sentirse frágil. Cuando llegaron al centro se apearon del coche en una gran calle con soportales. Paul entró en un porche y subió un piso. Rose percibía su cansancio, su dolor en la cadera. Empujó una puerta y entraron en una sala ultramoderna con mesas blancas y sillas verde manzana. Detrás del mostrador había unos grandes carteles con gofres con un sinfín de toppings. Paul se sentó con alivio, y Rose se instaló frente a él. —¿Gofres? —preguntó. —No olvide que soy belga —dijo él. La puerta se abrió detrás de ella. Paul sonrió y se levantó, como si hubiera recuperado toda su energía. Rose se volvió y vio a una niña morena de tez bronceada que corría hacia ellos. Se detuvo un breve instante al verla y luego se arrojó en brazos de su padre. La acompañaba una japonesa de unos cuarenta años que se acercó tímidamente. Rodeando a su hija por los hombros, Paul la saludó, y cambiaron unas palabras riendo. Rose se había levantado. El rostro de Anna la fascinaba. —Anna, ésta es Rose —dijo Paul. La niña la miró con seriedad, se acercó a ella y, poniéndose de puntillas, la besó en la mejilla. —¿Eres la hija de Haru? —le preguntó. —Eso parece —contestó Rose.
Anna le dedicó una mirada intensa, con la boca cerrada y la frente fruncida. —Rose, le presento a Megumi —dijo Paul—, la madre de Yōko, una amiga de Anna. La japonesa se inclinó sonriendo y dijo unas palabras titubeantes. —Le da la bienvenida a Kioto. Pregunta cuánto tiempo piensa quedarse. —No lo sé —dijo Rose—, hago lo que me mandan. De nuevo, la mirada acerada de Anna. Paul tradujo algo que pareció satisfacer a Megumi, que se despidió con una inclinación; una vez en la puerta, se volvió e hizo el mismo gesto que Sayoko. La camarera se acercó a tomarles la comanda, Anna se puso a parlotear mientras Paul la escuchaba sonriendo. Llegaron los gofres, la niña se lanzó sobre el suyo, y Rose contempló con circunspección su propia torre de masa cubierta por un sirope verde y espolvoreada de bolitas rojas. —¿No te gustan los gofres? —le preguntó Anna con la boca llena. —Este zumo de marciano no me inspira mucha confianza —contestó ella. La niña se echó a reír y miró a su padre. A Rose la asombraba que fuera tan morena de cabello y de piel cuando su padre era tan rubio y pálido; era además bajita y menuda, con los rasgos finos, la nariz un poco respingona y los ojos negros y brillantes. Debe de ser clavadita a su madre, pensó. Anna narraba sus vacaciones entre bocado y bocado voraz, y reía, mirándola de vez en cuando; entonces Rose percibía su atención, su paciencia de observadora meticulosa; yo era así, recordó. Anna le suplicó a Paul que la dejara tomar otro gofre, pidió ayuda a Rose, y tuvo una mirada de triunfo cuando su padre cedió. De pronto se puso seria. —¿Dónde vives? —preguntó. —En París —contestó Rose—, pero también tengo una casa en Turena. —¿Eso dónde está? —Un poco más al sur.
—¿Allí hay cuentos? —¿Cuentos? —Cuentos de hadas, ¿hay duendes? La niña la miraba a los ojos. ¿Me apetece esto?, se preguntó Rose. Miró a Paul. Se le había excavado más el surco de la frente, vio que estaba preocupado. Anna aguardaba. —Sí —dijo Rose por fin—, mi abuela se los sabía todos, sobre todo los de demonios alegres. —¿Me los contarás? —preguntó Anna. El corazón de Rose se arrancó como una mala hierba, hubo un instante entre dos mundos; entonces las piedras del Ryōan-ji se unieron al corro: su desnudez, su soledad mineral, la certeza de su texto mudo; la evidencia de que el despojamiento era una ofrenda. Sintió un dolor agudo. —Te los contaré todos —dijo. Anna le sonrió. Soy una mariposa clavada viva, pensó Rose. Paul se levantó y fue a pagar. Percibió su alivio. Kanto los esperaba al pie del edificio. —Le dejo tiempo libre —le dijo Paul—, he de llevar a Anna al dentista y luego tengo una cena con unos clientes. La recogeré mañana por la mañana, Kanto está hoy a su disposición. —¿Y usted? —preguntó Rose. —Yo vivo aquí al lado —dijo señalando los edificios del centro—. ¿Adónde quiere ir? —Primero, a casa a cambiarme. Paul le dijo algo a Kanto, Rose subió al coche, Anna se inclinó hacia ella y volvió a besarla en la mejilla. Rose se cruzó con la mirada de Paul y vio en ella un velo de tristeza. Habría querido cogerlo del brazo, retenerlo, atraerlo hacia sí. Él cerró la portezuela. Mientras el coche se alejaba, Anna agitó enérgicamente la
mano, y Rose le hizo el mismo gesto que había hecho Sayoko. Cuando llegaron a casa de Haru, subió a su habitación, se dejó caer al suelo y pasó allí el resto de la mañana. La camelia rosa resplandecía con una luz alegre y melancólica, Rose se abstraía en su contemplación, y algo en ella se agitaba sin descanso.
Más tarde se cambió, fue a la sala desierta del arce, llamó a la puerta de la cocina y entró. Sayoko y una joven vestida con un uniforme de trabajo tomaban el té. Le prepararon un café y un cuenco de arroz mientras Rose esperaba, sentada en los tatamis. Las dos mujeres conversaban animadamente, Rose las escuchaba, aliviada de no hablar, feliz de no entender. Se bebió el café, se tomó el arroz y quiso marcharse. Sayoko le indicó con un gesto que esperase, rebuscó en su bolso, que estaba sobre una balda, sacó un teléfono y se lo entregó. Pin zero zero zero zero —dijo—. Number one is Paul san, number two is Sayoko, number three is Kanto san. Rose cogió el teléfono, subió a su habitación y volvió a tumbarse. Un fuerte chaparrón oscureció el mundo, la camelia brillaba, lanzando destellos en el espejeo de la lluvia. Al cabo de un rato salió y, una vez en el pasillo, obedeciendo a un impulso, abrió la puerta corredera que estaba enfrente de la sala de té. Entró en una habitación con tatamis que daba al río. No había más muebles que una cama medicalizada, que se erguía en el espacio como una araña; enfrente, un gran cuadro abstracto; sobre una mesilla de noche lacada, un jarrón negro. En la luz de la lluvia, la escena parecía movediza, incierta. A la mancha apagada del colchón respondía la fuerza intensa de la pintura, una inmensa mancha rojo carmín ahogada en un fondo de tinta profunda. Aunque no tuviera trazos ni contornos, Rose estaba convencida de que representaba una flor: una camelia, un loto, quizá una rosa. ¿Murió aquí?, se preguntó, y, acercándose, alargó la mano hacia el colchón desnudo. Contuvo la respiración, vaciló y retrocedió. Sobre la escena flotaba un aroma indefinible a cedro, anís y violeta. Le parecía que había sombras por la habitación y, por un instante, creyó sentir un aliento en la nuca. La violencia de la cama metálica la sobrecogía, mientras otra sensación se iba abriendo camino en su interior. De pronto la estremeció la evidencia de que la corola vivía pese a las fuerzas de la muerte. Pensó en Anna, en sus ojos brillantes, en los demonios alegres, en el gesto de la mano que le había hecho mientras se alejaba el coche. Entonces recordó el jardín de piedras y arena rodeado por los muros de oro y pensó: Los muros no son nada sin el jardín, el tiempo de los hombres no es nada sin la eternidad de la entrega.
9
Cuentan que, una mañana, Sen no Rikyū lavaba con agua pura las piedras del camino que llevaba a su casa de té cuando un joven zorro surgió de una arboleda vecina y se apostó bajo el follaje de un gran bambú sagrado. Tras un momento en el que se observaron en silencio, el zorro arrancó con delicadeza una rama de bambú y la dejó sobre una de las losas que pisarían los invitados a la ceremonia de esa noche. Cuando su joven discípulo se extrañó de que la dejara ahí, justo donde iban a pasar los invitados, Sen no Rikyū le dijo: El zorro y el bambú enseñan el rodeo.
El bambú enseña el rodeo
A las tres, Rose decidió salir. En la sala del arce encontró a Sayoko ocupada en un arreglo floral con ramas de magnolio. Le hizo entender que se marchaba, pero la japonesa dejó sus flores, cogió de una mesa baja un monederito con un estampado de nubes rosadas y se lo entregó diciendo: Money for stroll. Rose se lo agradeció con un gesto, Sayoko sonrió, y ella sonrió a su vez, indecisa. Cuando se disponía a dar media vuelta, la japonesa se sacó del cinturón una fotografía y se la tendió. Sorprendida, Rose la tomó. En ella se veía a Sayoko y a otras tres mujeres con sus mismos rasgos suaves; sólo se diferenciaban en el peinado y el color del cabello, negro o gris; tenían la tez nacarada y las facciones puras; reían, sentadas en unos tatamis con un fondo de montañas. —My sisters —dijo Sayoko. Rose se quedó muda. La foto estaba arrugada, imaginó que Sayoko la miraría a menudo. Observó las facciones de las hermanas con curiosidad. Mujeres con gran sentido del deber —pensó—, pero su risa es viva. —You need one —añadió la japonesa. Rose asintió con la cabeza y le devolvió la fotografía. En el vestíbulo cogió un paraguas. Caían chaparrones a intervalos regulares, pero el cielo estaba más claro y se veía el sol bajo el troquelado de las nubes. Fue al río; las orillas estaban moteadas de garzas inmóviles. Caminó hasta el puente del segundo día, tomó a la izquierda en la entrada de la galería cubierta y paseó un momento bajo los soportales de la calle de los gofres. Una puerta automática se abrió a su derecha y dejó paso a un jaleo brutal. Entró en una sala con violentas luces de neón, sin entender lo que veía. Había hombres y mujeres de mirada vacía, sentados ante máquinas tragaperras multicolores. El ruido era inaudito, la fealdad, exagerada; el infierno, el de verdad —pensó Rose—, el antimundo de Haru. La expulsó de allí el absurdo de ese Japón enfermo y demente, deshizo el camino andado hasta la galería cubierta, tomó a la derecha hasta la gran avenida, la cruzó y continuó hacia el norte. Al cabo de unos metros, la calle ganaba en encanto, bordeada por tiendas elegantes. Entró en una de ellas, sobre unos
estantes de madera iró una vajilla similar a las tazas de su padre, todo le pareció magnífico. Acercándose a una fuente blanca, honda y rugosa, como hecha de granos de arroz, con asperezas que reflejaban la luz del día como a ráfagas, vio al lado la foto de un hombre ante un torno de alfarería. Se preguntó si era uno de los artistas de Haru, descifró el precio de la fuente y decidió que no era lo bastante cara. Salió y subió la calle, fijándose en los escaparates de pinceles, papel y lacas. Se sentía ociosa, como si no tuviera nada que hacer allí; Kioto no la esperaba, no la conocía, vagaba sin rumbo, inútil y fútil. Pensó en Sayoko, en las cuatro hermanas, en su rostro sonriente; prisioneras pero luminosas, se dijo, y se sintió más desfasada todavía. Poco después reconoció a la derecha la casa de té por las telas con ideogramas flotantes. Todo lo que, minutos antes, se le antojaba feo en el centro de la ciudad le resultaba ahora conmovedor; los pequeños edificios, las calles tranquilas, las tiendas refinadas; comprendía su continuidad con los jardines irables. Volvieron a su memoria las palabras de Beth Scott: Jardines donde los dioses vienen a tomar el té. Más bien un país para demonios alegres —pensó—, hasta en el corazón de lo sublime uno está en compañía del niño que fue.
Entró en la casa de té y se dejó conducir hasta una mesa en el otro extremo de la sala. Pidió en inglés, y vio sonreír a la camarera del delantal verde. Which koicha?, preguntó la joven. Rose se quedó desconcertada. Le enseñaron la carta, había dos, eligió el menos caro. Con el primer sorbo pastoso pensó en Paul, en su ausencia, en su tristeza abisal. No soportaba la idea de tener que esperar hasta el día siguiente para verlo. Soy un fardo de ropa sucia que dejan sobre un mostrador vacío, volvió a pensar. Bebió otro sorbo de koicha y la invadió el rostro de Anna: sus ojos atentos, ávidos de cuentos de duendes, la idea de que no tenía los rasgos de su padre, que se parecía a su madre. Apuró el cuenco, esperó el siguiente y se lo bebió deprisa, reconfortada por la ligereza del té. Cogió el móvil, se peleó un momento con las teclas, encontró los os, pulsó el tercero y esperó. Cuando oyó la voz de Kanto, dijo: I am at the tea house, can you come? Ten minutes, contestó él. Pagó y salió a esperarlo en la calle. Había dejado de llover, el aire olía a alquitrán.
Kanto llegó y, en el coche, se volvió hacia ella. Can we go to Nanzen-ji?, le preguntó Rose. Closed now, contestó él. Ella miró el teléfono. Eran las seis.
Home then, dijo. En la sala desierta del arce sintió ganas de tumbarse y de dormir bajo las hojas. Se sobresaltó cuando sonó el móvil. Lo abrió y vio Paul escrito en la pantalla. Respondió con el corazón acelerado. —¿Está cansada para tomar una copa después de cenar? —lo oyó preguntar. —No —contestó. —¿Estará en el centro? —Estaré en casa de Haru. —Iré a recogerla en cuanto termine con mis clientes.
Rose fue a su habitación, se dio un baño, se puso un vestido de flores, se pintó los labios, se recogió el pelo, resistió el impulso de desmaquillarse y volvió a la gran sala. El arce se balanceaba ligeramente. Se tendió en un sofá bajo y disfrutó de la sensación de mareo. No tardó en quedarse dormida. En sus sueños indistintos volaba un hada con el rostro de Anna; se deslizaba por el cielo, se posaba sobre su hombro y murmuraba su nombre. Se despertó y, al abrir los ojos, vio a Paul inclinado sobre ella. Se incorporó desorientada. Su mirada era amable, pero, de pronto, se echó a reír. —Tiene un problema con el pintalabios —dijo. Rose se tocó la mejilla, y él volvió a reír. —Quizá sea mejor que utilice un espejo —le sugirió. Fue al cuarto de baño y vio que se le había corrido el carmín por la comisura derecha. Estaba babeando, pensó horrorizada. Se desmaquilló, dio un paso para salir, cambió de opinión, volvió a pintarse los labios y se peinó. Cuando regresó junto a él, vio en su mirada que la encontraba guapa. Lo siguió hasta el coche, el ambiente estaba preñado de humedad, lucía una luna envuelta en bruma. Alguien lo llamó por teléfono, la conversación en japonés fue larga; percibía el cansancio en su voz, sentía su reserva, la contención de su cuerpo. Colgó, y Rose, que no soportaba el silencio, se agitó en el asiento.
—¿Nunca ha pensado en regresar a Bélgica? —preguntó. Él se volvió hacia ella. En el claroscuro del coche, su rostro era grave, el surco de su frente se había excavado. La palidez de su tez le hacía como una máscara. —¿A Bélgica? Su móvil volvió a sonar, pero hizo caso omiso. —Mi mayor deseo cuando llegué a Japón era vivir en Kioto y estar en o con cierto tipo de arte y de cultura. Haru me ofreció esa posibilidad. La muerte terminó de anclarme aquí. Rose quiso cambiar de tema, decir: Lleva dos días sin dormir, debe de estar agotado, pero el coche se detenía ya en una calle del centro. Se apearon, subieron unos escalones hasta una puerta anónima y entraron en una gran sala oscura, iluminada aquí y allá por conos centelleantes. A lo largo de la pared de la izquierda, sobre una hilera de cantos rodados grises, se erguían bambúes sagrados. A la derecha, unos clientes bebían en la barra, delante de las bodegas de sake iluminadas como capillas. Unos gritos alegres saludaron su entrada; al fondo de la sala, cinco hombres sentados a una mesa agitaban los brazos hacia ellos, y Rose reconoció a uno. —El alfarero borrachín —murmuró. —Pero con su pandilla, lo cual es más temible todavía —dijo Paul—. Lo siento, no podemos dar marcha atrás. —¿Quiénes son los demás? —Un fotógrafo, un productor de la televisión nacional, un músico y un colega francés, todos bastante achispados ya. —¿Un colega suyo? —Un anticuario de París, para ser más exactos. Se acercaron, y Rose de pronto se sintió ligera. Quiero beber —pensó—. Después de todo, ¿por qué no? Los japoneses la miraban con amabilidad, Keisuke Shibata tenía una sonrisa burlona. Se cruzó con su mirada. Es la noche
del cara a cara, pensó asombrada de esa idea insólita. El francés, un cincuentón hirsuto con un jersey de cachemira y una chalina de lunares, hizo ademán de quitarse un sombrero invisible. —¿Es usted sa, señorita? —preguntó. Rose asintió con la cabeza. Él silbó bajito. —Disculpe que no me levante —dijo—, no me veo muy capaz ahora mismo. En cuanto a los japoneses, son unos bárbaros, no se levantan en presencia de una mujer. Pareció reflexionar. —Aunque yo sea el único gay aquí. Y, sirviéndose otra copa, añadió: —Lo cual no tiene nada que ver. Rose y Paul se sentaron, los japoneses reclamaron más sake a gritos, y ella se bebió del tirón la primera copa. —Me llamo Édouard —dijo el anticuario, al lado del cual se había sentado—. ¿Y usted es? —Rose. Keisuke pronunció el nombre de su padre con una risa burlona. —Oh, ¿es usted la hija de Haru? —Entre otras cosas —contestó. —¿Y por lo demás? —preguntó él. —Soy botánica. —¿Y aparte? ¿Y aparte?, se preguntó Rose.
—Soy una pelma. Él se rio y se puso a hablar sin parar; Rose se unió a la conversación encantada, animada por el sake. La velada prosiguió así, bebiendo, charlando con Édouard y riendo, y al cabo de una hora se sabía alegremente borracha. Le parecía que habían hablado de flores, de restaurantes, de amor y de traición, pero hacía un rato que su mirada volvía una y otra vez a un bambú sagrado cuya rama, más baja que las demás, acariciaba el suelo de madera; parecía una pluma rebelde en el plumaje liso de un pájaro verde claro; se había salido de su sitio y, bloqueando el paso, gritaba algo con toda la fuerza de sus pulmones de clorofila. Frente a ella, Paul conversaba con sus vecinos; a intervalos regulares, Keisuke reclamaba sake a gritos. —¿De qué hablan? —le preguntó a Édouard. —De política. Las conversaciones amainaron un poco. En un silencio, Keisuke la señaló con la barbilla. —Dice que parece usted un poco descongelada —dijo Paul. El poeta la miraba, leyó ironía en su mirada y, no sin asombro, una benevolencia infinita. —Dice que es usted bonita pero no sonríe, además de que está demasiado flaca. El borrachín añadió algunas palabras que hicieron reír a los demás. —¿Qué ha dicho ahora? —preguntó Rose. —Algo dirigido a mí que no voy a traducir —contestó Paul. Esta vez en japonés, Paul contó una historia en la que Rose oyó claramente Ryōan-ji, y todos se echaron a reír. Édouard le dio una palmada en la espalda. —He contado que comparó usted el Ryōan-ji con un arenero para gatos gigante —dijo Paul. Keisuke gritó algo, golpeando la mesa, y los comensales asintieron al unísono.
—Malditos sacerdotes zen —tradujo Paul. El alfarero volvió a quedarse taciturno. —El Ryōan-ji, el fin del mundo —tradujo Paul. Entonces, al ver que no seguía ninguna explicación, todos retomaron sus conversaciones, y Rose siguió charlando con Édouard. En un momento en que Paul se alejó para saludar a unos conocidos en la entrada de la sala, le preguntó a su nuevo amigo qué era aquello que no había querido traducir antes. —Se lo cuento encantado —se rio éste—. Keisuke le ha dicho: Deberías tirártela amablemente, eso terminaría de descongelarla. Édouard miró a Paul. —Yo personalmente no diría que no —añadió. Y, al verlo venir hacia ellos, dijo: —Yo no le he contado nada. Volvió a hacerse el silencio, y Keisuke señaló a Rose con el dedo. Ah —pensó ella—, el cara a cara. Se puso a hablar, y Paul, levantándose y cogiendo una silla de la mesa vecina, se sentó detrás de Rose. Le iba traduciendo simultáneamente, sentía su aliento en la nuca. —Tu padre era un espíritu de samurái en un cuerpo de marchante, un cabrón explotador, pero pagaba bien y, sobre todo, era un amigo leal. Paul es de la misma raza, menos violento pero más astuto. Como es belga, los japoneses no lo ven venir. Ha aprendido de su maestro, ha sido su discípulo, su confidente, su médico y su amigo. Marcó una pausa. Rose se fijaba de vez en cuando en la rama de bambú detrás del alfarero. Su disimetría y su languidez rebelde la fascinaban. —¿Sabes lo que es un amigo? —continuó Keisuke. —¿Un hombre muerto? —sugirió ella.
Keisuke estalló en una carcajada cuando Paul se lo tradujo. —Tu padre decía: Aquel con quien aceptas hundirte. La gente de la montaña es muy tonta, pero, cuando todo se derrumba, el único al que quieres tener a tu lado es a un idiota así. ¿Y tú? ¿Tú también eres tonta y irable hasta ese punto? —No —dijo Rose—, yo soy sa. Keisuke volvió a reírse. —Desde luego eres hija de tu padre —dijo en voz baja. Alguien pasó cerca de la rama de bambú y dio un rodeo que cautivó a Rose. Keisuke le hizo una pregunta a Paul, que contestó con una sola palabra. —¿Sabías que a tu padre le gustaban las flores? —preguntó el borracho—. Pero tú eres una botánica idiota, les pones etiquetas, en el fondo te traen sin cuidado. Rose lo miró a los ojos y en ellos sólo vio ternura. ¿Por quién? —se preguntó—. ¿Por él? ¿Por mí? —Tu padre, al menos, sabía mirarlas —prosiguió Keisuke. —A todas las flores salvo a Rose —dijo ella. Él hizo caso omiso de su comentario, perseguía una idea. —¿Tienes alguna especialidad? —La geobotánica. —¿Sigues la pista de las flores? —preguntó él. —En cierto modo. Él se rio. —Pues ya sería hora de encontrarlas. Se sirvió más sake.
—Todas las rosas son una rosa sola —dijo—. Es un verso de Rilke, nada que ver con tu ciencia de chicha y nabo. ¿Piensas que tu padre no miraba las rosas? Llevó una vida de marchante y nunca entendió nada de mujeres, pero era un samurái, sabía que las líneas rectas son fatales. Rose volvió a la rama de bambú. Algo acariciaba su intuición, se escabullía y volvía a llamar a la puerta de su conciencia. —Si son fatales para los hombres, ¿por qué no lo son para las mujeres? —siguió traduciendo Paul—. Si no entiendes eso, mejor te vas directo al infierno. El alfarero resopló ruidosamente y se limpió la nariz en la manga de la chaqueta. —Eres joven, puedes seguir otro camino. Después ya será demasiado tarde. Parecía querer decir otra cosa, pero renunció. Miró a Paul. —Tú también lo sabes bien, las cenizas, las cenizas... Hizo un gesto de hastío, apoyó la cabeza entre las manos y murmuró unas palabras. —¿Qué ha dicho? —preguntó Rose. —Después de las cenizas, las rosas —dijo Paul. Tenía la voz velada. Llego después de la batalla —pensó Rose—, han vivido el fin del mundo juntos, yo siempre estaré excluida de ese vínculo. Paul recuperó su sitio en el otro extremo de la mesa, y ella se sintió abandonada. —¿Keisuke me tutea? —le preguntó a Édouard. —En japonés, el tú y el usted no existen como tales, pero se dirige a usted como a su hija, con pronombres que en nuestra lengua equivalen al tuteo. —¿Como a su hija? —repitió ella—. De padres putativos tengo a un muerto y a un borracho. —Ha perdido a sus tres hijos —le hizo notar Édouard amablemente—, no puede reprochársele que esté tan loco como para querer adoptar a una pelma sa.
Al cabo de un rato Paul se levantó y se despidió del grupo. Parecía extenuado, Rose lo siguió dócilmente. En la entrada, dio un rodeo para evitar la rama de bambú sublevada y tuvo la clara sensación de tomar un atajo conocido desde hacía tiempo, olvidado desde hacía tiempo; se detuvo un instante, cautivada por ese rodeo en un lugar sin materia ni sustancia. Una vez fuera, inspiró hondo. El aire olía a verano, Kanto los esperaba en la oscuridad, silencioso, irreal. En el momento de entrar en el coche, Rose se volvió bruscamente, chocando casi con Paul. Éste tuvo un gesto de sorpresa y retrocedió ligeramente. Rose se sentía ebria pero extrañamente atenta. —No quiere... —murmuró. Le puso la mano en el antebrazo. Él la tomó de los hombros y la metió con delicadeza en el coche, como a una niña. Ella deseaba intensamente que él quisiera, pero que quisiera ¿el qué? Se perdía en sus pensamientos. —Ha bebido lo que no está escrito —dijo—, y yo tampoco estoy muy sobrio. Se inclinó hacia ella. —Mañana por la mañana la recogeré para llevarla a otra parte de la ciudad. A continuación iremos al notario. —¿Qué ocurrirá allí? —preguntó ella. —El notario le dirá lo que Haru le deja. Quiso contestar: ¿Qué me importa a mí lo que me deje? Pero, detrás de Paul, en el panorama de la calle que daba al río, vio grandes franjas de bruma que se elevaban bajo la luna. Pensó en el bambú renegado, en su afán de ruptura, en su viveza de fugitivo; en algún lugar de su cabeza, la voz de Keisuke murmuró otro camino, y se oyó a sí misma responder: —Lo acogeré. Antes de que cerrara la puerta, vio el estallido de emoción en su rostro —el verdadero Paul, pensó—, y el coche se deslizó en la noche. Volvió a casa de Haru como si volviera a la suya propia. En su habitación rindió pleitesía a las brumas que se elevaban hacia las montañas, hacia el cielo de monzón, hacia la luna rojiza. Se sumió en un sueño pesado; despertó brevemente, buscó el astro
en la ventana y lo encontró, leonado e inmenso, surcado de ramas oscuras.
10
Muy al final de la dinastía Ming, el futuro pintor Shitao, que entonces contaba tres años, perdió a toda su familia, asesinada por una facción rival en la corte del emperador Chongzhen. Un sirviente lo salvó de la matanza y lo llevó con unos monjes budistas del monte Xiang. Allí aprendió la caligrafía. Tiempo después recorrió el mundo para cumplir su destino de artista. Shitao, cuyo nombre significaba «corriente de piedras», sabía representar unas rocas que parecían vivas, aunque su verdadera pasión era el musgo. Pero nunca lo representaba en el rollo. Un día que su amigo el pintor Zhū Dā se extrañó de ello, le dijo: El musgo acaricia la piedra como un amante, pronto, quizá, sea capaz de pintarlo; entonces, lejos de las batallas, haré de mi arte un relato sobre el amor.
El musgo acaricia la piedra
Al amanecer llovía a cántaros. El mundo se desvanecía, el río vibraba. Rose se arrodilló sobre los tatamis y vio que habían dejado encima una bandeja con un vaso de agua y una pastilla blanca. Se imaginó que Paul habría llamado a Sayoko, que habrían hablado de ella y que él habría dado instrucciones. La atravesó una ola de deseo sin forma. Se tomó la pastilla y se tumbó. Sabía exactamente quién era. Trató de recordar la conversación, el marco, la textura. ¿Cómo sabe uno quién es?, se preguntó. Le volvió a la memoria el oro de los muros: las piedras, su presencia repentina, su ofrenda muda. ¿Cómo se llama ese jardín? El Ryōan-ji —se dijo con una sensación de victoria. Y, con una sensación de amargura—: No existo, no puedo saber quién soy.
Se duchó y se vistió; cada movimiento le resultaba penoso; volvió a tumbarse, esperó a que se le pasara la migraña, se fijó en que la camelia había desaparecido. Al cabo de un momento, fue a la gran sala y encontró a Sayoko, vestida con el kimono marrón del primer día, con su obi de peonías. Sentada a una mesa baja, escribía en un libro de cuentas. Se levantó, desapareció en la cocina y volvió con la bandeja de la mañana. Mientras Rose se peleaba con un pescado entero, la japonesa siguió con sus sumas. La lluvia sobre el musgo del arce tenía un sonido inusualmente sordo. Rose terminó el desayuno, pensó en marcharse, pero cambió de idea. —No flowers in my room today? —preguntó. Sayoko sonrió. —Paul san want you choose. Sorprendida, Rose se quedó callada. Sayoko la miró un momento, seria y concentrada. —Paul san secret man —dijo por fin.
Y, al ver que Rose la miraba más sorprendida todavía, añadió: —Very brave. He know flowers. ¿Qué tendrá que ver? —pensó Rose—. ¿Y yo? ¿Soy valiente yo? —Rose san want which flower? —preguntó Sayoko. Rose se sintió un poco perdida. —In , I like lilac —dijo. —We have lilac in Japan —dijo Sayoko—. Rairakku. Good season now. Se oyó abrirse la puerta de entrada, y Paul apareció en la habitación; Rose recibió en pleno corazón su rostro sonriente y su mirada pensativa; es guapo, pensó. Le dijo unas palabras a Sayoko, que se marchó con sus pasitos apresurados. —¿Ha podido descansar? —le preguntó. —Sí, pero me duele la cabeza —contestó ella—. ¿Y usted? —He dormido como un tronco, soy otro hombre. Sayoko volvió con dos cafés, Paul se tomó el suyo despacio, mientras ella le hablaba con locuacidad. Rose esperaba, mirándolos, sentía desplegarse y desvanecerse en ella una vida furtiva. Por fin ambos la miraron, y Sayoko hizo un pequeño gesto con la cabeza. —¿Está lista? —preguntó Paul—, hoy tenemos un horario que respetar. En el coche, su proximidad la turbó. Parecía aún cansado, un poco ausente. —¿Adónde vamos? —preguntó ella. —A la otra punta de la ciudad, a Arashiyama. —¿Tiene algún significado? —«La montaña de la tempestad.»
—¿Qué templo es? —El Saihō-ji.
Kanto condujo largo rato hacia el oeste, ellos guardaban silencio sin mirarse. La ciudad cambiaba, se volvía triste, impersonal, sin el encanto del centro; recorrían deprisa calles saturadas de edificios anónimos, de fealdad de neón; le molestó la idea de que lo único que conocía de Japón eran seis templos y un cementerio. Por fin enfilaron una calle estrecha, bordeada por altos bambúes, en una zona casi campestre. Delante de un porche esperaban ya otros visitantes. Llovía. Al cabo de unos minutos, un monje con túnica negra de cuello blanco acudió a abrirles. Paul y los demás le alargaron un papel, y todos lo siguieron hasta los consabidos edificios de madera. Los condujeron a una gran sala con unos pupitres bajos sobre los que había unas hojas, tinta y pinceles. Paul le indicó a Rose con un gesto que se quedara al fondo y se instalara ante un pupitre. Ésta imitó a la japonesa que tenía al lado, se sentó en cuclillas, con los dedos de los pies ligeramente hacia dentro, y Paul dobló las piernas hacia un lado con una mueca furtiva. Rose observó la hoja que tenía delante, vio unos ideogramas y quiso pedir una explicación, pero en ese mismo momento entró un cortejo de monjes y se dirigió al centro de la sala. En un inglés trabajoso, un superior de aspecto arisco les ordenó que repasaran con tinta los caracteres del sutra que tenían delante. Un joven monje se sentó con las piernas cruzadas ante un banquito sobre el que había un cuenco negro y brillante, y otro hizo lo mismo ante un pez de madera labrada sobre un gran cojín bordado. Ambos tenían en la mano una fina vara. Rose bostezó.
Los tres sonidos cristalinos y el poc sordo la impresionaron. Incorporándose, vio que el primer monje alejaba la vara del cuenco brillante, mientras el segundo golpeaba la madera del pez con un ritmo rápido y regular. Empezó el canto, se elevaba un olor a incienso, las voces eran monocordes, sincopadas. El sonido cristalino del cuenco escandía la recitación de manera intermitente. La japonesa que estaba a su lado repasaba su sutra, pero Rose se sentía atrapada por una corriente profunda, se embriagaba con un olor a tierra mojada, polvo y flores. Por fin los monjes callaron. Después de que el monje alto y arisco dijera algo que ella no comprendió, les repartieron una pequeña placa de madera. La
japonesa le enseñó su pincel, diciéndole: Write wish. —¿Qué era eso? —le preguntó a Paul. —Hannya shingyō, el sutra del corazón —contestó éste. —¿Habla de amor? —Habla de vacuidad. —¿El sutra del corazón habla de vacuidad? —El sutra del corazón de la sabiduría, sí. Rose se rio. —Por una vez no me siento desubicada —dijo. Paul sonrió y se levantó, reprimiendo una mueca. Siguieron al grupo al exterior hasta la puerta de una tapia, más allá de la cual les contaron otra cosa que Rose no escuchó. Por fin quedaron libres. Lloviznaba. El canto resonaba aún en ella: sus escansiones de cristal, su sonido sordo y mate. Recorrieron un camino adoquinado que serpenteaba bajo una nube de arces. Es un sotobosque, pensó asombrada. La lluvia se filtraba en gotas dispersas entre las hojas de los árboles; por todas partes, victorioso en su feudo total, corría un musgo extraordinario; espeso, movedizo, posado sobre las raíces y las piedras, resplandecía de reflejos. —El otro nombre del Saihō-ji es el Kokedera, el templo del musgo —dijo Paul. El musgo está encantado —pensó Rose—; la tierra, más bien la tierra debajo del musgo. —Haru pensaba que la tierra del Kokedera era mágica. —¿Y usted? —preguntó Rose, con ganas de decir: ¿Y tú? Paul se quedó callado. Y, cuando llegaban a un estanque perdido bajo el follaje, dijo: —Para mí es un lugar de recuerdo.
Rose miró el estanque. Sobre un brazo estrecho cruzaba un puente cubierto de musgo, un ligero vapor acariciaba la superficie del agua, la forma de las orillas le hablaba como una caligrafía. —La humedad de la charca mantiene vivo el musgo —dijo Paul. —Tiene una forma muy rara —dijo Rose. —Dicen que representa el ideograma del corazón. Paul levantó la cabeza y miró los árboles. —Es el último paseo despreocupado. Un viento de tristeza barrió a Rose. No lloro a nadie, pensó. El sonido cristalino y sordo del sutra seguía acunándola como una melodía tarareada a lo lejos. El musgo brillaba de perlas de lluvia; rocío de monzón, pensó. Siguieron andando. Algo se elevaba de la tierra, Rose sentía su roce, su magia secreta. —Anna tenía un año, la llevaba a caballito —dijo Paul—. Dice que lo recuerda, pero no puede ser. Los demonios alegres, pensó Rose. Avanzaron en silencio. Cuando se acercaban ya al final del jardín, miró los árboles, arraigados en el vasto terciopelo; miró las gotas de lluvia, la ligereza del agua sobre lo vegetal, la ligereza de lo vegetal sobre la tierra; es una caricia, pensó. La fraternidad del rocío y del musgo, la fusión del cristal, la tierra y la madera hizo surgir de pronto la evidencia de que no había dejado de llorar a Paule, de que lloraba desde hacía años, desde hacía siglos de silencio. Se llevó la mano al corazón, y luego todo se disipó en una fragancia de cementerio, en un salmo de lluvia negra.
Se marcharon y, tras varios kilómetros por el campo, bordearon un río hacia el norte y llegaron a un gran puente de hierro y madera en una zona animada, con restaurantes y tiendecitas abigarradas a lo largo de ambas orillas. Se apearon del coche un poco más arriba, pasaron debajo de una cortina gris de media altura y entraron en una sala con tatamis que daba a un jardín de azaleas. Paul pidió, y les trajeron té y cervezas heladas, una caja lacada para cada uno y un pequeño recipiente de madera del que asomaba una varilla curva. Rose abrió su caja y
descubrió unos trozos de pescado cubiertos por una salsa rojiza sobre un lecho de arroz. —Anguila —dijo Paul. Tomó el pequeño recipiente de madera, cogió un pellizco de polvo verde y lo espolvoreó sobre el pescado. —Sanshō. Rose probó la anguila. La carne se desgajaba en láminas sobre una piel gris y grasa. Le sorprendió el sabor dulce de la salsa, la blandura del pescado, su textura sedosa, sin resistencia ni viscosidad, su armonía con el arroz avinagrado; se bebió la cerveza mirando a Paul; era un alivio para ella que estuviera callado. Él terminó de almorzar y se apoyó en la pared con las piernas estiradas. Con dolorosa intensidad, Rose deseó que la deseara, que quisiera compartir con ella lo que él era. Paul es una persona reservada, compleja. ¿Quién me dijo eso? — pensó—. Fue Beth Scott. —A Sayoko no le gusta Beth Scott —dijo. Paul arqueó una ceja divertido. —Beth no es muy popular en Kioto, tiene fama de ser despiadada en los negocios y de no respetar las normas. No presta mucha atención a los demás cuando está en juego su propio interés. —¿Qué clase de negocios? —Heredó el patrimonio inmobiliario de su marido e hizo de él un imperio. —¿Su marido era japonés? Paul asintió con la cabeza. —Es muy lista —dijo—. Pese a su reputación y a ser extranjera, ha conseguido imponerse aquí. Toda una proeza. —¿Se lleva bien con ella?
—Muy bien. —¿Y mi padre? Lo vio estremecerse porque había dicho mi padre. —A Haru le gustaba mucho. —¿Por qué? —Le gustaba la gente herida. —Perdió a un hijo, ¿verdad? —Deduce usted a partir de pocos indicios —dijo Paul. Perpleja, Rose negó con la cabeza. —No es la primera vez que me doy cuenta de ello. Vio en su mirada una dulzura extraña, imaginó que estaba pensando en otra persona, que hacía poco que amaba a una mujer desconocida, temió que desapareciera pronto de sus días, de su vista, de su vida. —Es hora de ir al notario —dijo Paul levantándose. Mientras pagaba en el mostrador de la entrada, Rose vio que le dolía la cadera. Paul dio un paso hacia la salida y se volvió hacia ella, que se había quedado atrás. —No fue un accidente de montaña —dijo Rose. Una sombra de hastío le cruzó el semblante. —No —contestó. Lo siguió fuera. Llovía otra vez. Kanto anunció algo que llevó a Paul a coger el móvil y conversar en japonés. Rose miraba las calles inundadas, los viandantes, los paraguas transparentes. La ternura del musgo la seguía, entraba en conflicto con los abismos de su tristeza. Soy la hija de Haru —pensó—, no soy más que la hija que Haru le ha pedido que lleve de paseo por Kioto. Me conoce desde hace
veinte años, sabe quién soy, conoce mi vacuidad, mi rabia. Tomó conciencia de repente de que la había visto en foto con sus amantes, y esa idea la mortificó. Mientras tanto, él amaba, sufría porque amaba. El coche se detuvo en una calle del centro, bajo el diluvio de la lluvia. Kanto fue a abrirle la portezuela y la protegió con un paraguas hasta la entrada de un edificio gris y siniestro. Paul se reunió con ella, abrió una puerta, la precedió por un laberinto de pasillos y abrió otra puerta. Detrás de un mostrador, una empleada se levantó, se inclinó delante de ellos y los llevó a un despacho donde los esperaban un hombre mayor y una joven, que se inclinó a su vez. —Soy su intérprete —le dijo a Rose. —¿No puede traducir Paul? —preguntó ella. —Es la ley —contestó la joven—, lo siento. Era muy guapa, tenía los ojos gris claro y un perfil clásico, de rasgos finamente dibujados. —Está perfecto así —dijo Rose, afligida por su falta de tacto. Paul cambió unas palabras cordiales con el notario. Parecía una rana vieja, con la boca grande, la frente estrecha y la mirada viva, inquisitiva; mostraba una sonrisa bonachona; curioso batracio de oficina, pensó Rose. Todo se le antojaba irreal. Tengo el encargo de informarla de las últimas voluntades de su padre, tradujo la joven, y Rose zozobró. No era capaz de concentrarse, hurtaba aquí y allá retazos de palabras que no entendía, se debatía sin respiración en un agua negra y helada. En un momento dado se cruzó con la mirada inquieta de Paul. Éste se levantó y se acercó a ponerle la mano en el hombro; la suave presión la devolvió a la superficie. El notario le alargó una carpeta, Rose no supo qué hacer, Paul la cogió y se quedó de pie a su lado. Al cabo de un momento, la intérprete preguntó: ¿Lo ha entendido bien, tiene alguna pregunta? Rose indicó que no con la cabeza. La joven prosiguió: Ahora tiene que firmar unos documentos. Rose miró a Paul y murmuró: Quiero irme. Éste le dijo unas palabras al notario, la tomó del brazo y la condujo por los pasillos. En el porche, bajo el ruido ensordecedor del diluvio, Rose respiró convulsivamente. Nos vamos, dijo Paul. En el coche, estalló en sollozos. Él le pasó un brazo por los hombros, le dijo algo a Kanto, que hizo una breve llamada; llevó los labios a su sien y le acarició el cabello. Rose sollozó aún más fuerte, sin freno, como una
niña. Delante de la casa, el dolor de sentir que Paul se alejaba de ella le resultó insoportable. Sayoko los esperaba en la tarima, con una tela en la mano. Envolvió con ella a Rose y, abrazándola contra sí, la llevó a la sala del arce. En una mesa baja había unas tazas de té humeantes; ardía un incienso ligero; Rose se desplomó en el suelo. Paul hablaba en voz baja, mientras Sayoko asentía con la cabeza. Éste se sentó a su lado. —Descanse, volveré más tarde —le dijo. Entre las lágrimas, Rose negó con la cabeza, pero él se alejó y, tras cambiar otras palabras con Sayoko, se marchó. La japonesa se arrodilló y le enjugó las mejillas con un pañuelo. Rose se levantó bruscamente, corrió al vestíbulo y salió descalza al jardín. Al otro lado de la cancela, delante del coche, Paul cerraba su paraguas. —No se vaya —gritó Rose. Paul soltó el paraguas, volvió sobre sus pasos y, mientras ella se quedaba inmóvil bajo el chaparrón, la abrazó. Sayoko salió, y volvieron a llevarla dentro. Paul se inclinó sobre ella y le apartó el cabello con suavidad. —No tardaré en volver —le dijo. —Por favor —murmuró ella tomándole la mano. Él la retiró, y Rose bajó la cabeza, sin querer verlo marchar. Las palabras del notario volvían a ráfagas a su memoria. Heredaba todos los bienes de su padre, había dejado una carta para ella, a la que Paul había añadido la que había leído en el funeral. Se tumbó. Pasó una hora. Sayoko fue a decirle que se marchaba, que Paul estaría allí para la cena, que tenía que dormir. Rose se quedó callada. Poco después sonó su teléfono, vio Paul escrito en la pantalla. Lo oyó decir: Rose, no se preocupe, estaré allí esta noche. Vuelve ahora, murmuró ella. Él colgó. Rose suplicó al arce, invocó al musgo del templo, su llamada, su roce. Oyó un ruido, fue al vestíbulo, descorrió la puerta de entrada y se encontró cara a cara con Paul.
Rose se rio. Él avanzó un paso y la besó.
11
Cuentan que, bajo el shogunato de los Ashikaga, Sesshū fue el maestro de la aguada a tinta china, el verdadero inventor de la pintura abstracta. Tenía un gran dominio del trazo y de la composición, pero nada le gustaba tanto como salpicar al azar el rollo aún virgen con gruesas gotas de tinta. Un día, extrañándose de esta fantasía, un rico cliente le preguntó qué esperaba obtener de ella. Una rama de cerezo, contestó el pintor, y, ante el patricio estupefacto, convirtió las luciérnagas negras en un ramaje moteado de pétalos. Entonces ¿la pintura no es sino improvisación?, preguntó el cliente. El mundo es como un cerezo que llevas sin mirar tres días, contestó Sesshū.
El mundo es como un cerezo
La llevó abrazada hasta la habitación y la miró a los ojos mientras se desnudaban; para ella fue como ver un cuerpo de hombre por primera vez. Cuando la penetró, se abrazó a él con una avidez desesperada; él le pasó los brazos por debajo de la espalda, la abrazó a su vez y hundió el rostro en su cuello. El placer estaba oculto por una sensación más fuerte, desconocida; es la intimidad, pensó ella de pronto, y la ebriedad de este descubrimiento se mezcló con el placer. Más tarde volvió a mirarla a los ojos, y ella sintió que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Él gozó con un grito de alivio, de pena desgarradora, de gratitud. La intensidad de su intimidad la sobrecogía; los demás hombres nunca se encarnaban; la embriagaba que ese cuerpo fuera el de Paul. Éste se tumbó sobre la espalda, rodeándola con los brazos, pero al cabo de un momento la apartó de él con suavidad y la contempló. Se quedaron dormidos, acunados por la lluvia. Rose no tardó en despertarse sobresaltada. Estaba sola. Se incorporó, oyó agua correr y volvió a tumbarse. Paul salió del cuarto de baño, vestido y con el cabello mojado. Se agachó a su lado. —Sayoko está a punto de volver —le dijo—, te llevo a cenar fuera. Rose observó sus ojos. La levantó sin dejar de abrazarla y la besó. Ella se duchó y se vistió, se pintó los labios y fue a la sala del arce. —Sayoko está de camino —dijo él. En el vestíbulo se detuvo ante un gran jarrón de barro negro donde estallaban unas ramas de lilo, blanco y esponjoso. —Rose —la llamó Paul. Huyeron por el jardín empapado. En el coche puso su mano sobre la suya, le dio unas breves instrucciones a Kanto e hizo una llamada. El final del día se sumía en una claridad crepuscular; del cielo oscuro manaba una luz violenta, afilada, que perfilaba las nubes; las calles pasaban deprisa como cometas. De nuevo, el centro, un pasillo oscuro, un ascensor hasta la última planta. Se miraban sin
hablar. Al llegar arriba, salieron a una sala con una pared totalmente acristalada, sin armazón visible, el cristal iba directamente sobre las paredes. Las montañas del este dormían como gigantes mudas, la luz bajaba de pozos invisibles. A la derecha, en una hornacina, un jarrón de arcilla clara rebosaba ramas desconocidas. Los acomodaron en una mesa junto a la cristalera, el sake llegó enseguida. Paul lo sirvió y se reclinó en el respaldo de la silla. Rose esperaba expectante. —Siento mucho haber salido huyendo —empezó diciendo Paul. Quiso decir algo, pero él se lo impidió con un gesto de la mano. —Quiero decirte lo que ha sido para mí esta semana. Sonreía, y ella le devolvió la sonrisa. —Te conozco desde hace veinte años, pero, cuando llegaste, pese a todo lo que sabía de ti, me quedé estupefacto. En las fotografías sólo se percibe indiferencia, tristeza. Me había preparado para afrontar a la hija de Haru, y tenía delante a una mujer desconocida. Bebió un sorbo de sake. —No me esperaba nada de lo que eres. —¿Y qué soy? —preguntó ella, pensando: Me lo pregunto todos los días. —Me lo pregunto —dijo él. Y, pensativamente, añadió: —Una flor poderosa, en cualquier caso. Un instante después, dijo: —Aunque debo decir, en honor a la verdad, que lloras cada dos por tres. Trajeron unos sashimi, Paul dio las gracias y dijo unas palabras. La camarera se inclinó respetuosamente, Rose comprendió que había pedido que no los molestaran.
—Cuando te vi arrodillarte y tocar la tierra del cementerio, te amé con una fuerza insensata. Entonces hui a Tokio. Cuando Sayoko me hizo llegar tu mensaje, cogí el primer tren, pero no sabía qué hacer. Estaba petrificado. Por la ventana inmensa, Rose veía el resplandor de las montañas, su benevolencia de heroínas inmóviles. Sintió que se anclaba en una materia desconocida, temió que de nuevo la barriera la tormenta. —¿Cómo pudo Sayoko hacerte llegar mi carta si estabas en Tokio? —Le hizo una foto con su teléfono. —¿La leyó? —No habla francés. —No hace falta para entender. Él la miró divertido. —¿Pueden las personas como nosotros conocer la paz? —preguntó Rose. Y, como él seguía callado, añadió—: ¿Las personas que han sufrido tanto? Paul no contestó. —Hasta ahora, yo no lo he conseguido —dijo ella. —Hemos vivido estos días en una tierra de nadie, la verdadera vida empieza ahora. ¿Quién puede decir lo que pasará? Pero estoy dispuesto a intentarlo. Le rozó la mano. —Estoy deseando intentarlo —dijo. Rose se inclinó hacia él, una lágrima rodó por su mejilla. —No puedo ni imaginar marcharme de aquí —murmuró. Vio pasar por su mirada la misma dulzura extraña que antes la había hecho creer en la existencia de otra mujer.
—Sólo Anna, a veces, me hace olvidar el sufrimiento —dijo Paul—. Esta noche no hay dolor. Creía que había que sobrevivir, pero quizá haya que morir y renacer. Rose pensó en Keisuke Shibata, en lo que quedaba de él, de su alma descarnada. Tomó un sashimi de atún y halló consuelo en la carne grasa que se derretía en su boca. —No puedo volver contigo a casa de Haru —dijo Paul—. Sayoko pasa allí la noche, y me espera Anna. Mañana por la mañana la llevo a una función de teatro. Iré a recogerte después. Rose dejó los palillos decepcionada, desorientada. —Tienes dos cartas que leer —añadió Paul. Se les acercó una mujer, y Rose reconoció a Beth Scott. —Beth —dijo Paul levantándose y besándola—. ¿Qué la trae por aquí? —Una cena de negocios —contestó ella señalando a un grupo de japoneses sentados a una mesa cerca de la entrada. Y, dirigiéndose a Rose: —¿Quiere tomar el té conmigo mañana por la mañana? Rose, que no se lo esperaba, asintió. La inglesa habló en japonés con Paul, éste asintió con la cabeza. Hizo ademán de irse, pero se volvió y añadió unas palabras. Paul mostró una expresión desconcertada y respondió brevemente. Rose la siguió con los ojos mientras volvía a su mesa, la vio hacer reír a los hombres de traje y llamar a la camarera, que acudió enseguida e hizo una profunda inclinación. —¿Qué te ha dicho? —preguntó Rose. —El lugar de vuestra cita mañana. —¿Y qué más?
Él vaciló. —Yononaka wa mikka minu ma no sakura kana. El mundo es como un cerezo que llevas sin mirar tres días. Es un viejo proverbio. Rose meditó un momento. —¿Qué le has contestado? Paul se quedó callado. —Después de las cenizas, las rosas —dijo por fin. Se levantó, y ella lo siguió hasta la entrada. Le hizo un gesto con la mano a Beth. En el ascensor la atrajo hacia sí y la besó. Fuera los recibió la lluvia y el viento, subió un momento con ella al coche, dejando la portezuela abierta. —¿Quién ha traducido las cartas? —le preguntó Rose—. ¿Tú? ¿Sobreviviré a esa lectura? ¿O va a tener Sayoko que envolverme en un chal gigante? Él sonrió. —Las he traducido yo —dijo. Se inclinó hacia ella, rozó sus labios con los suyos y se fue.
Una vez en casa, Rose subió a su habitación, se desnudó, se acostó en la oscuridad y se quedó despierta mucho tiempo, hasta que el cielo se despejó, desvelando una luna plateada. Se durmió con una sensación de gracia. Por la mañana se despertó sobresaltada, se vistió rápidamente, fue a la sala del arce y encontró allí a Sayoko, sentada ante su mesa baja. —You meet Scott san at eleven —le dijo—. Kanto coming at ten forty five. Sonó el móvil de Rose. La voz de Paul dijo: Rose. Ella se rio y contestó: Paul. Él se rio a su vez. Nos vemos esta tarde, le dijo. Ella colgó. Volvió a su habitación, cogió las cartas de su padre de la carpeta del notario, regresó a la gran sala y las dejó en el suelo, delante de la jaula acristalada. Sayoko la miró por encima de las
gafas, Rose pidió un café y se tumbó en el sofá bajo. Quince minutos antes de las once, salió. Un pálido sol traspasaba una pálida bruma, la mañana agonizaba en una indiferencia gris. Tras un breve trayecto bajó del coche delante de un edificio contemporáneo de madera clara con grandes cristaleras y es correderos de la misma madera, calados como encajes modernos. Lo rodeaba un canal de piedra negra. En el interior, el techo semiabovedado estaba recubierto de tablas de madera curva. Todo era transparencia y esbozo, las aguas inmóviles reflejaban el fasto del cielo. Al otro lado, sobre un césped verde, había un jardín con un arce, un cerezo, bambúes enanos y un pórtico naranja; podría vivir ahí, pensó Rose. Vio a Beth al fondo de la sala. La decoración era sobria, negra y beis. En la parte delantera había librerías bajas y libros de arte expuestos en atriles. Vio fugazmente imágenes de galerías de madera, plantaciones de té y kimonos. Beth levantó los ojos. —Tiene un aspecto magnífico —dijo. Rose se sentó frente a ella. Sonó el teléfono de la inglesa. Ésta escuchó, pronunció tres palabras en japonés y colgó diciendo: Sayoko vela por usted. —¿Qué relación tenía con mi padre? —preguntó Rose. —¿Qué relación? Ha sido su gobernanta durante más de cuarenta años. Haru le habría confiado su vida, además de sus cuentas y su colada. —¿Tiene marido? ¿Hijos? —Y nietos, como la mayoría de sus semejantes abrumadas de deberes, sacrificios, tareas y silencio. Para Sayoko, la muerte de Haru es una tragedia, pero jamás le oirá una sola queja. —Ella no la aprecia mucho —dijo Rose. —Qué eufemismo —dijo Beth—, pero, en cierto sentido, la entiendo. Las japonesas son una luz cautiva, y yo paseo mi hastío de mujer libre por sus templos y sus jardines. Dejaron delante de Rose un cuenco de matcha en el centro de una bandeja de laca negra. En la cerámica blanca, una rama de cerezo en flor moría a pocos milímetros del borde superior.
—No es lo habitual en este tiempo —dijo Beth. Su cuenco era marrón, plisado, sin ornamento. —Entonces —dijo—, Paul y usted. Rose se quedó callada. —La vida es asombrosa —añadió Beth—. La había juzgado mal, no es usted incapaz de cambiar. —Todavía puedo asombrarla más —dijo Rose—, nadie dice que mañana no me vaya a tirar a un río. Beth soltó una risa breve. —Hay pocos hombres a los que estime más que a Paul —dijo—. ¿Lo merece usted? Clara era encantadora, lo cautivaba, le ofrecía una vida ligera, luminosa. Usted es rugosa, austera, total, no lo cautiva, lo altera profundamente. Él sin duda pensaba que, algún día, otra Clara le traería paz, esa clase de felicidad, y ahora aparece usted con su melancolía, su rabia y su mal genio. Bebió un sorbo de té y añadió: —No va a ser fácil. Rose rozó su cuenco. —Usted perdió a un hijo, ¿verdad? —preguntó. Supo que Beth se había quedado sin respiración, la vio encajar el golpe, iró su dominio de sí. —Tiene usted intuición —dijo por fin la inglesa. —Es dura y fría, pero mira a Paul como a un hijo —dijo Rose. Beth sonrió sin alegría. —Usted también es dura —dijo—, pero me reconforta porque veo que encuentra aquí la misma paz que yo.
Rose se quedó desconcertada. —En los demás sitios, la belleza me agrede. Sólo aquí la pérdida es menos cruel. ¿Por qué? No estoy segura de querer comprenderlo, temo que ese consuelo se desvaneciera en la luz. Pero voy a esos jardines afilados como piedra, tiernos como musgo, y me convierto en otra mujer que, por un instante, acepta lo que ocurrió. No se sobrevive a la muerte de un hijo, uno se transforma en otra persona que, de vez en cuando, puede volver a respirar. Miró a Rose con una mezcla de cansancio y tristeza. —Le tengo simpatía desde nuestro primer encuentro —dijo—, y, créame, no es algo que me ocurra a menudo. Está usted a punto de intentarlo todo o de perderlo todo, no malgaste su oportunidad. —Es una pregunta interesante —dijo Rose—, ¿puede uno perder lo que no ha recibido? Justo cuando decía recibido, pensó en Paul con un deseo tan intenso que bajó la cabeza. —Lo más duro es ya no poder dar —contestó Beth—. En el pasado fui una mujer que amaba, que se habría arrojado al fuego por el otro. Eso lo perdí por mi culpa y, desde ese día, estoy más muerta que viva. Rio con cansada ironía y se pasó la mano por la frente con un gesto elegante. Señaló el cuenco de Rose. —La flor de cerezo es una flor poderosa. Su belleza es una máscara. Por su viveza, por su exuberancia, es el apetito despiadado, el ansia de vivir, el deseo de intentarlo o de morir. —Pero, al final, muere —dijo Rose. —Al final uno muere, sí —dijo Beth—, por eso, hay que dejar que la vida improvise su partitura. Le apretó la mano con cariño. —Si no —dijo—, es el infierno antes del infierno.
Apartó la mano y se levantó. —Se llamaba William. Se suicidó con veinte años. Fue hace treinta, fue ayer mismo. Rose la miró alejarse, erguida y elegante en su insondable dolor. Salió a su vez de la casa de té y le pidió a Kanto que la llevara de vuelta a casa.
En la sala desierta del arce, fue hasta las cartas que había dejado en el suelo, volvió a ver la rama de cerezo que moría a las puertas de sus labios, imaginó las flores, su exuberancia de pétalos; su apetito, su voracidad, su deseo intenso de intentarlo y de vivir. Abrió un sobre, leyó las primeras palabras y dejó la hoja sobre la mesa. Rose —escribía su padre—, el mundo es como un cerezo que llevas sin mirar tres días.
12
En los tiempos convulsos del Medievo japonés, que los cronistas de entonces llamaron un mundo al revés, un samurái esteta, diestro por igual en el arte del sable y de la caligrafía, volvía periódicamente a su casa de Kagoshima, en la isla de Kyūshū. Allí lo esperaban su esposa y su hijo, y, en el jardín interior, rodeado de galerías de madera, había un arce magnífico. Cuando el niño tuvo edad de expresar su deseo de recorrer el archipiélago, su padre le enseñó el árbol de hojas resplandecientes de otoño y le dijo: Todas las mutaciones están en él, es más libre que yo; sé el arce y haz de tus metamorfosis viaje.
Sé el arce
Rose tomó la otra carta y abrió el sobre. Paul había escrito a mano una breve introducción: No traduzco las fórmulas de saludo inaugurales con los nombres, los títulos y las cortesías habituales, voy directo a las palabras en sí. La conmovió su letra amplia y regular. Debajo, el texto estaba mecanografiado e impreso en un papel fino. Al final, Haru había firmado con su sello. Escribía: Ante las puertas de la muerte, me veo en el imperioso deseo de decirle lo que he callado durante casi toda mi vida. Hace cuarenta años, amé a una sa. De ese amor efímero nació una hija que pronto vendrá a Kioto a recoger mi testamento. No me ha conocido, pero lo conocerá a usted. Recíbala bien, se lo pido humildemente como servidor suyo que soy; quedo en deuda con usted, para siempre. La mano de Rose temblaba. Recordó el cementerio, las varillas de madera que se estremecían, las piedras cubiertas de liquen, las escalinatas de espíritus; imaginó a Paul ante la tumba de Haru, a unos pasos de la tumba de su mujer, a unos pasos de la de Nobu; lo imaginó, antes, leyendo la carta a una asamblea silenciosa. Dejó la hoja sobre la mesa y volvió a coger la primera carta.
Rose, el mundo es como un cerezo que llevas sin mirar tres días. Eras ayer una niña alegre, una adolescente herida y una joven enfadada, pero el mundo gira tan deprisa que me dirijo a una mujer del pasado cuando querría escribir a la mujer en la que te estás convirtiendo. A la hora de la muerte es asombrosamente fácil hacer inventario de la vida. Todo ha sido separado ya, sólo queda el hueso descarnado de la existencia reducido a su médula esencial. Nada, hoy lo sé, ha sido más fuerte que tu nacimiento. De los cuarenta años transcurridos desde entonces, lo esencial para mí es que te he amado. ¿Qué padre habría sido si, tras decenios de ausencia, te hubiera infligido la carga de mi enfermedad? ¿Qué te habría dado que no pueda darte con mis palabras? Te ahorran el espectáculo del cuerpo miserable, el espanto de las batallas perdidas, el amor convertido en castigo. En lugar de eso, tengo que expresarte mi iración de padre y la alegría de que hayas sido parte de mi vida. Te he visto crecer, caer y levantarte, siempre entera, siempre singular, siempre desgraciada. Nosotros, los japoneses, hemos aprendido de nuestro archipiélago atormentado la implacabilidad de la
desgracia. Gracias a ese abatimiento nativo hemos sabido transformar nuestro paraje de cataclismos en un edén, en el cual los jardines de nuestros templos son el alma de este país de desastre y sacrificio. Por mi sangre, conoces la belleza y la tragedia del mundo de una manera que los ses, alimentados por sus tierras clementes, no pueden entender. En esta época al revés que nos venden como moderna, es tu alma japonesa la que posee el poder de transformar el desencanto y el infierno en un campo de flores. No me guardes rencor por haberte arrastrado de templo en templo, es una falsa farsa y una verdadera esperanza, pues conozco su virtud de apaciguamiento y de metamorfosis. Los paseos y las palabras, más que los bienes y las obras, constituyen mi verdadero legado. Eres una flor poderosa, imprevisible y tenaz, tengo fe en tu fuerza y en tu determinación, y tengo la esperanza, también, de que estos decenios de silencio no hayan sido vanos, que con esta carta, pese a la muerte, acojas mi corazón y recibas mi amor. Entonces, sin traba ni tragedia, mi vida entera pasará a ti.
Rose se tumbó en el suelo, con los brazos en cruz. El arce vibraba suavemente. Estoy en mi casa, pensó, y se rio. Mucho tiempo después oyó abrirse la puerta de entrada y acercarse los pasos de Paul. Éste se sentó a su lado y se apoyó en el suelo pasando un brazo por debajo de su cintura. Rose cayó entonces en la cuenta de que estaba llorando con lágrimas silenciosas, fluidas y regulares como la lluvia. Él le acarició la frente y recogió una lágrima con el dedo. Ella lo miró, él la abrazó, y fueron juntos a la habitación. Ella lo atrajo hacia sí con la energía de quien se ahoga y lo abrazó como el día anterior. ¿Algún día lo desearé de otra manera?, se preguntó. Había entre ellos una gravedad que se convertía en fervor en cada gesto; su desnudez se le antojaba un milagro; el placer era violento, feliz; Paul la miraba como un hombre que se ha liberado de una carga, con una alegría virgen. En el momento del goce, su rostro era nuevo para ella, lavado de toda tristeza, luminoso. Se acurrucó contra él, la espalda contra su pecho, él la rodeó con los brazos y apoyó la frente en su nuca. Más tarde se miraron. Paul buscó su chaqueta y sacó un sobre con el sello de Haru. —El original —dijo. Rose se arrodilló y observó los dos caracteres en tinta roja del sello. —Es uno de los ideogramas más complejos de la lengua japonesa —dijo él.
—¿No es su nombre? —preguntó ella, pero en ese mismo instante comprendió y murmuró—: Rose. —Nadie lo ha sabido hasta su muerte. Rose abrió el sobre y sacó dos hojas de papel casi translúcido. Las líneas trazadas en tinta negra parecían malas hierbas. Arriba, a la izquierda, por encima del texto se perdían unos caracteres aislados que acarició con la yema del dedo. —Solo, al otro lado, reina el rocío —tradujo Paul. Y, al arquear ella una ceja interrogativa, añadió: —Es un verso de Keisuke que Haru mandó grabar en su tumba. Rose recordó las perlas de lluvia sobre el musgo del Saihō-ji y creyó descubrir en ellas el reflejo deformado de un rostro. —Creció junto a un torrente de montaña —dijo—. Me esperaba más un poema de agua helada. —Para Haru la vida era como cruzar un río de agua negra de puro profunda. Un día oí a Keisuke decirle: Haces bien, el rocío está en la otra orilla. Rose percibió en sí un murmullo desconocido y volvió a mirar el texto de hierbas que se movían. —La caligrafía es hermosa —dijo. —Haru era un marchante, un samurái, pero sobre todo un esteta. —Un verdadero japonés —comentó ella. —No en todo —dijo Paul—. Era atípico en algunos aspectos, no tenía los gustos de los hombres japoneses de su generación. No tenía intención de casarse ni de fundar una familia, no frecuentaba a las geishas, y menos aún a las chicas de alterne. Hubo bastantes mujeres occidentales en su vida. —¿Beth fue una de ellas? —Sí.
—¿A ella le gustaban los hombres japoneses? —Le gustaban todos los hombres. Tuvo muchos amantes, incluso de casada. —Yo también he tenido muchos amantes —dijo Rose. —Eso he visto —dijo Paul sonriendo—. Pero no estabas casada. —No recuerdo a ninguno —murmuró ella. Paul calló. —¿Por qué Haru no te legó nada? —preguntó. —Yo me negué. Se incorporó con una mueca. —Ya hablaremos más tarde de eso —dijo—. Sayoko está a punto de volver, y quiero llevarte a un sitio. —¿Por qué cojeas? —preguntó Rose. Paul no contestó, fue al cuarto de baño y volvió duchado y vestido. Le llamaron la atención sus rasgos relajados y la luz de su mirada; Rose se levantó y se acercó a él; él la abrazó, la besó y rio con alegría de niño. Ella se duchó y se vistió a su vez, y se reunió con él en la sala del arce; la embargaba una sensación repentina de reverencia. El árbol se elevaba hacia nubes de ceniza, con las ramas extendidas como alas y las hojas trémulas, tendidas hacia el gran fuego invisible. ¿Qué ocurre?, se preguntó. Miró el cielo de nubes grises, preñadas de tormenta y tempestad, y el arce creció aún más. —¿Rose? —llamó Paul desde el vestíbulo. Abandonó la contemplación del ave vegetal, avanzó unos pasos, se volvió una última vez y, movida por un impulso, se inclinó. En la entrada, Paul le dio un paraguas, pero, justo cuando avanzaba hacia él, Rose vio los pétalos ligerísimos del lilo blanco, se detuvo de nuevo y trató de atrapar en el aire una idea que se le escapaba. Se acercó a los racimos alborotados sobre la opulencia tierna del follaje y sintió que la idea se desvanecía. Siguió a Paul; en el coche le tomó la
mano y se la llevó a los labios. Rodaban deprisa hacia el este. Kanto se detuvo delante de un ancho camino bordeado de pinos y azaleas que subía hacia la colina. Llevaba hasta un gran pórtico de madera labrada coronado por un tejado de chamizo y luego seguía, más arriba todavía. Caía una fina llovizna mientras caminaban despacio. —Dos años después de la muerte de Clara, me tiré al río con Keisuke —dijo—. Estábamos totalmente borrachos. Saltamos la barandilla del puente de Sanjo, yo aterricé sobre una piedra, él no se hizo daño. Después, en el hospital, me dijo: El infierno es cuando no te quiere ni la muerte. Pero, para mí, el infierno era haberle fallado a Anna. —¿Qué le dijiste? —La verdad. Que su padre era un idiota que había bebido demasiado. Se rio. —Tenía cuatro años. Me dijo: Entonces bebe sólo un poquito. El camino se iba haciendo más estrecho; por fin fue a dar a un muro de piedra; más allá de una verja de entrada se veían tumbas escalonadas. —Traducir la carta de Haru ha sido difícil —dijo—. La decisión que tomó también fue difícil. Me habría gustado que lo hubieras conocido. Se detuvo delante de la verja. —¿Dónde estamos? —preguntó Rose. —En Higashi Ōtani. —¿Quién está aquí? —Nadie que yo conozca. Pero es un lugar relevante en la celebración de Obon, la fiesta de los muertos. Entraron en el cementerio que se extendía por la falda de la colina en decenas de caminos con hileras apretadas de tumbas, una marea impresionante de piedra gris y muda. Los graznidos de un cuervo quebraron el silencio, a Rose le gustó el
sonido, extraño y ronco. Paul se dirigió a las terrazas superiores, ella lo siguió por escalinatas que cambiaban de dirección y llegó detrás de él, sin aliento, al camino más alto. Paul se había apoyado en una barandilla, ella se acodó a su vez y descubrió el panorama. A sus pies, el gigantesco mausoleo; más allá, vista desde el cielo, Kioto, la ciudad de las maravillas; a lo lejos, las crestas oscuras de Arashiyama desplegadas en el crepúsculo. La lluvia había cesado, el cielo estaba espectral, ceniciento, rodeado de estelas negras que deshilachaban las nubes. —¿Obon? —preguntó Rose. —Durante Obon se honra a los espíritus de los antepasados, se les agradecen sus sacrificios, se visitan las tumbas de los seres queridos, a veces lejos de donde uno vive, se hacen ofrendas a los muertos para aliviar sus penas. Las festividades duran un mes, y, como broche final, aquí, en Higashi Ōtani, se encienden diez mil faroles. —¿Ofrendas para aliviar a los muertos de qué penas? —Se dice que Obon viene de un sutra en sánscrito que significa «colgado al revés en el infierno». En esta época al revés —pensó Rose, y después—: En mi vida todo ocurre al revés, conozco a mi padre a través del niño que fue y del hombre al que deseo. Paul la miraba, ella se le acercó, y él la abrazó. Delante de ellos, Kioto se hundía en la noche. Alrededor, la vida invisible de los muertos hacía vibrar las sepulturas, acariciadas por un rocío de orilla opuesta. Paul la besó en la sien. —Somos supervivientes —dijo—, hasta que otros nos sobrevivan. Entonces, en la gran necrópolis de las almas colgadas al revés, Rose se convirtió en otra persona. En un relámpago vio el arce en su jaula de cristal; arraigado en la fluidez del musgo pero libre bajo el cielo, prodigando a su alrededor la vida en sus innumerables mutaciones, le murmuraba una melodía de brisa y hojas; se abandonó a ella, a la deriva, sin miedo y sin rabia; en la linde de su percepción, en un corro fundido de árboles y flores, se deslizaban los jardines de su padre y unas ramas de lilo blanco. Inspiró, sintió el perfume de la tierra, de la piedra, del fin de las cosas. Se dio cuenta de que Paul lloraba sin tristeza, abandonado a sus lágrimas, a su presencia, a su deseo por ella. Rose gritó en su interior, un grito terrible, magnífico, que la hizo nacer y morir, renacer por fin.
—No hay más que el amor —dijo Paul—. El amor y, después, la muerte.
Agradecimientos y gratitud a:
Jean-Marie Laclavetine Pierre Gestède Jean-Baptiste Del Amo Elena Ramírez Rico
Una rosa sola Muriel Barbery
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)
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Título original: Une rose seule
Diseño de la portada, Planeta Arte & Diseño
© de la imagen de la portada, November Sprinkles, © Andre Kohn
© Actes Sud, 2020
© de la traducción Isabel González-Gallarza, 2021
© Editorial Planeta, S. A., 2021 Seix Barral, un sello editorial de Editorial Planeta, S. A. Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) www.editorial.planeta.es idoc-pub.sitiosdesbloqueados.org
Primera edición en libro electrónico (epub): marzo de 2021
ISBN: 978-84-322-3795-9 (epub)
Conversión a libro electrónico: Realización Planeta
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