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Una voz que existe ©2019, Varios autores
© 2019, Editorial Planeta Perú S.A. Av. Juan de Aliaga 425, of. 704 - Magdalena del Mar. Lima-Perú idoc-pub.sitiosdesbloqueados.org.pe
Primera edición digital: Junio 2019
ISBN: 978-612-319-447-5 Libro electrónico disponible en www.libranda.com
Índice
Prólogo
Carmen Ollé. Usted no recuerda nada
Claudia Salazar Jiménez. Un paseo por la ciudad
Fortunata Barrios. Nocturnos
Giovanna Pollarolo. La casa de Matusalén
Kathy Serrano. La pequeña muerte
María Luisa del Río. Llover sobre mojado
Nataly Villena Vega. Destierros
Victoria Guerrero. Las cosas que digo son ciertas
Prólogo
El microcuento, también llamado «relato liliputiense» o «microficción», se caracteriza por su brevedad, al punto de que algunos consideran que más de quinientas palabras es demasiado. Un ejemplo de ello es el muy conocido minicuento «El dinosaurio», del guatemalteco Augusto Monterroso, por su naturaleza elíptica: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Para comentar Una voz que existe, compilación que recoge la obra de ocho escritoras peruanas, resulta relevante la diferencia entre el microrrelato y el minicuento que encuentra la profesora cubana Dolores M. Koch (1928-2009), una de las iniciadoras del estudio de la microficción: «En el minicuento, los hechos narrados, más o menos realistas, llegan a una situación que se resuelve por medio de un acontecimiento o acción concreta. Por el contrario, el verdadero desenlace en el microrrelato no se basa en una acción sino en una idea, un pensamiento. Esto es, el desenlace de un minicuento depende de algo que ocurre en el mundo narrativo, mientras que en el microrrelato, el desenlace depende de algo que se le ocurre al autor». Koch también señala la importancia de la fusión de géneros, ya que el minicuento se acerca más al poema en prosa y al ensayo que al cuento epifánico. Otros indican su filiación con el grafiti y la historieta, e incluso con los cuentos de hadas. El humor en los microcuentos es un instrumento apropiado para los lectores de hoy, ávidos de cuestionar los valores instituidos por sociedades convencionales, en especial cuando el ingenio se relaciona con personajes populares, como el Hombre de Acero: «Se me pasó el día volando. Att., Supermán»1. En este grafiti que equipara a un microcuento, el colombiano Aristizábal, a decir del crítico Enrique Yepes, «utiliza el sentido metafórico del tiempo que vuela para trivializar las habilidades del superhéroe». En este volumen, la lectora, el lector, podrá deleitarse con una colección de minicuentos y/o microrrelatos. Además, estos no se ciñen a las particularidades de un género, o subgénero, bastante joven, nacido en Latinoamérica, y en el que destacan autores colombianos, mexicanos, argentinos, entre otros. El minicuento tiene también un parentesco con el haiku japonés, el desenlace debe ser de
puñalada, afirman sus seguidores y críticos. Por otra parte, su vinculación con la cultura de masas y la cultura clásica para «darle la vuelta» es fundamental. Una voz que existe se distingue por abrir justamente la microficción a nuevas formas, algo que se aprecia en las narraciones irreverentes de Victoria Guerrero, aun respecto de sus íconos literarios y donde su gato y la enfermedad desempeñan un rol esencial. La escritora Claudia Salazar, quien reside en Nueva York, presenta los avatares de la ciudad desnuda y el amor por los libros. Escritos en primera persona, sus textos expresan sorpresa y estupor ante la urbe y sus gentes. Fortunata Barrios, en cambio, saca a la luz textos sobre el placer infantil, el descubrimiento del orgasmo en situaciones insólitas, como en un bidé del baño, o el miedo de una niña asociado con el erotismo. Más cerca del microcuento que del microrrelato, Kathy Serrano recrea atmósferas tanáticas, la muerte se confabula con los vivos para hacer de las suyas y obtener placer, pero también para perpetrar un asesinato. Sobresalen los temas de la identidad sexual y la violación. Mezcla de microcuento y microrrelato, los textos de Giovanna Pollarolo se centran en el tiempo. Una mirada incrédula frente a su transcurso, o más bien frente a la huella que se supone nos deja, se transforma en sutil ironía, en fugaz humor, con un lenguaje que no renuncia ni a la oralidad, ni a lo cotidiano, ni a lo íntimo. María Luisa del Río se abisma en el amor lésbico violento, agresivo; lo suyo son los universos insondables de la pasión en el contrato amoroso, aunque también la belleza del cuerpo soñado. Nataly Villena Vega narra —como otras autoras— desde el punto de vista de un personaje dentro de la historia. Al parecer, muchos de sus relatos han sido pergeñados sobre la base de experiencias personales. Sobresalen en sus textos la soledad de las mujeres sin familia, los migrantes hispanos y el desconcierto. En Una voz que existe resaltan las características específicas del género, según la chilena María Isabel Larrea, quien enfatiza su brevedad, el carácter incompleto de su secuencia narrativa, así como su naturaleza fragmentaria; el lenguaje preciso, muchas veces poético, su carácter transtextual, genéricamente híbrido, que hace posible la conexión con la cultura popular2.
Carmen Ollé 1 Yepes, Enrique. (1996). «El microcuento hispanoamericano ante el próximo milenio». En Revista Interamericana de Bibliografía, 1-4, 46, 95-108. 2 Larrea, María Isabel. (2004). «Estrategias lectoras en el microcuento». En Estudios Filológicos (Universidad Austral de Chile, Instituto de Lingüística y Literatura), 39, 179-190.
Carmen Ollé Usted no recuerda nada
Carmen Ollé (Lima, 1947). Estudió Educación en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado los libros de poesía Noches de adrenalina (1981) y Todo orgullo humea la noche (1988); los libros de relatos ¿Por qué hacen tanto ruido? (1992) y Monólogos de Lima (2015); y las novelas Las dos caras del deseo (1994), Pista falsa (1999), Una muchacha bajo su paraguas (2002), Retrato de una mujer sin familia ante una copa (2007), Halcones en el parque (2012) y Halo de la Luna (2017).
El vuelo posible
Leonardo y Sor Juana se encuentran en el cielo. Ella utiliza un telescopio, Leonardo imita el vuelo de los pájaros. Sor Juana se inclina por la astronomía y las matemáticas. Leonardo —pintor, científico, escultor, ingeniero— cae sobre el pasto y destruye lo que pretende ser un ala delta; Sor Juana se ríe de su fracasada aventura. Ambos se burlan de la Iglesia y de sus contemporáneos. «Si yo encuentro en el cielo un planeta desconocido, más tarde o más temprano tu ‘pájaro’ volará hasta perderse en el horizonte», le anuncia Juana. Leonardo le advierte que su época no es la mejor para querer ser sabia; la condenarán. «¿Qué es eso que vuela allá arriba?», pregunta Leonardo. «Es Spider-Man». «¿Cómo puede, Juana?». «Marvel puede, Leonardo».
La ciudad al borde
Una profesora de música está harta de vivir en un hormiguero y su depresión va en aumento. Siente como si estuviera al fondo de un pozo de arena. En la urbe no se perciben los sonidos del viento, de las aves, de las olas; no hay estrellas fugaces en el cielo. Tampoco la contratan, pues qué le importa a nadie un solfeo. Desearía morir ante tanta estupidez que la abruma, pero no tiene valor para dispararse. Lo único que ansía es tomar un autobús y viajar rumbo al sur. ¿Por qué al sur? No lo sabe. Un día compra un boleto hacia una ciudad desconocida en un autobús interprovincial. Durante el trayecto, no piensa en nada ni en nadie, no tiene en quién pensar tampoco. Cuando llega a la ciudad desconocida, baja y compra un boleto hacia otro pueblo que ni siquiera aparece en el mapa que guarda en su bolso, porque no lleva maleta alguna. Otro recorrido en el que el único pensamiento es la necesidad de trasladarse de un autobús a otro. De ese modo llega al borde del continente. Abajo, el mar se estrella entre las rocas. Lanzarse, sí, ha de lanzarse, pero no sabe nadar.
AtarashÎ yuki
Después de la invasión de la dinastía Yuan, Ojisan, guerrero, se queda atento mirando las jóvenes nieves del monte Fuji. Decide escalarlo. Arriba, en la cima, nadie lo espera. Oh, sí, la Luna.
La bebedora y el espejo
La joven y su sombrero de ala verde, sentada en un bar, sus largas pestañas cubren la mirada triste. Toma un trago de una copa de ajenjo. Está sola. Dos camareros le dan las espaldas desde la barra, trabajan con prisa, pues están a punto de cerrar el local, solo queda la mujer del sombrero verde. La bebedora observa su reflejo en el espejo colgado en la pared frente a ella. Del otro lado del espejo, alguien le sonríe. Ahora es feliz, pero no tiene dinero para pagar la cuenta. «¿Tú sí?», le pregunta.
En el burdel, el niño
Toc. Toc. Toc. —¿Quién es? —Un niño ciego. —¿Qué busca un niño ciego en esta casa de placer? —Quiero ver el lunar de mi madre. —Tu madre lo tenía en el pecho, lo que quiere decir que en su vida pasada murió de un ataque cardíaco. —No es cierto. —Ah, ya recuerdo: lo tenía en el cuello. Entonces murió en la horca. —No, su lunar estaba en la espalda. Murió apuñalada.
Una tumba, el viento
Una prostituta ingresa sin ser vista al jardín de un monasterio. Un monje le sale al encuentro. —¿Qué buscas por acá, mujer? —Perdí el camino. ¿Puedo quedarme con ustedes esta noche? —Acá no hay sitio para ti, mujer. Tampoco hay luna llena para dormir en el jardín a la intemperie. —Puedo regar las plantas a cambio de un catre, están secas. No importa si no hay luna llena. —No, vete ya. —¿Adónde? Vengo desde muy lejos, estoy cansada. —Oye el viento, te llama. —Me llama y... —Dice tu nombre, mujer.
La esquina de la mesa
En una casa ordinaria de una ciudad ordinaria, en un tiempo vulgar, vive un matrimonio ordinario. Es la hora del almuerzo, la mujer sirve la comida, coloca una sopera en el centro de una mesa de madera rectangular ordinaria y se sienta primero que el marido en la cabecera. En el otro extremo, el hombre sigue de pie. Le grita: «¡La mujer no debe sentarse nunca en la cabecera, deja ese sitio para nuestro hijo varón!». «Pero si no tenemos ningún hijo varón», reclama ella. «Pues lo tendremos», advierte el marido, «y punto». Al día siguiente, cuando el hombre se marcha al trabajo, la mujer sale de compras y cambia la mesa por otra de plástico y redonda. A la hora de la cena, la esposa sirve la comida. El hombre observa el cambio sin salir de su asombro. Ella toma asiento en una de las sillas que hacen juego con la nueva mesa ordinaria y le dice «Marido, siéntate en la cabecera».
La viuda reciente
Una anciana de noventa y tres años, ludópata, acaba de perder a su segundo marido. Se ha quedado sin protección económica, pero ha ganado en el casino. Entra en la peluquería, se corta el pelo, se pinta las uñas de las manos y los pies, y al salir a la calle exclama «¡Ah, cómo quisiera conocer a un viejo con carro para que me lleve a pasear y ver el mar!».
El código del cortejo
Siglo XII, Japón, Palacio de Genji. Sentada detrás del biombo, una dama de la corte espera a un irador, quien no puede, según las costumbres imperantes, verla ni escuchar su voz. Sin embargo, este alcanza a distinguir una manga de su kimono de doce pliegues. En esa época, las capas del kimono y los colores de la manga podían decidir el galanteo amoroso. Así, también, el doblez de una carta con un poema alusivo a la belleza de la misteriosa dama.
La ficción del verso
Dos estudiantes de literatura beben en una cantina. El más joven recita un poema: Un soldado joven, cabeza desnuda, boca abierta Y la nuca encharcada entre el fresco berro azul, Duerme; está tendido sobre la yerba, bajo el cielo… —«El durmiente del valle» —dice su compañero—. Es un poema de Rimbaud. —Sí, ¿y? —Que el soldado no está durmiendo en la hierba, tiene dos agujeros en su costado. —¿Quién lo mató? —Rimbaud, pues.
El misterio en un cuadro de Chirico
Una niña impulsa un aro en una calle desierta, el amarillo de la pista resplandece, se ve apenas su delgada figura. Pero no está sola. Hay una sombra amenazante, de alguien que pronto le dará alcance, de un hombre con una vara larga que no se sabe quién es. Todos se han marchado de la ciudad, solo la silueta oscurecida de la niña sobre el esplendente amarillo del pintor, y la de una carreta circense. Pero la niña no puede escapar del lienzo.
La última cena y la traición
Jesús parte el pan ácimo para repartirlo entre sus doce discípulos. Dice las palabras claves: «De cierto os digo que uno de vosotros, que come conmigo, me va a entregar». Todos se miran tensos y tristes. De ese modo se ha creado el primer relato de misterio.
Átyches hýaina
Prometeo fue condenado por el robo del fuego de los dioses en el tallo de una planta para entregárselo a los hombres y que lo usaran. Pero entre todos los animales, debió ser honrada con el fuego la hiena, la más abnegada de las madres.
Robotgänger
Usted ha comprado un robot porque se siente solo. Aquel está programado para conversar sobre temas profundos, porque usted es un pensador. Incluso el robot puede adoptar, a pedido suyo, la pose de la escultura El pensador de Rodin. «Él piensa, sí», exclama usted satisfecho. «Es mi otro yo». Una noche, usted compra un buen vino y sirve dos copas para celebrarlo: «Bebe, gran hombre», dice, y le extiende una copa al robot. Pero este la rechaza. Usted le pregunta si es abstemio. «No», contesta la máquina humana. «Estoy equipado para beber y comer, pero soy depresivo como tú, y hoy quiero estar solo».
Tanatofobia
La tarea del dios griego Tánatos en la Antigüedad era quitar la vida a los hombres y las mujeres. Pero el miedo a morir, decían los epicúreos, era la peor tontería; pues si estás vivo, ¿qué miedo puedes tener? Y, al contrario, cuando hayas muerto, ya no sentirás nada. En una entrevista, un artista visual septuagenario contesta a la estúpida pregunta del entrevistador sobre qué siente ante su muerte, que considera próxima sin motivo alguno, solo por tratarse de un septuagenario. El artista visual responde: «Supongo que ha de ser como antes de nacer. ¿O usted se acuerda de algo?».
Claudia Salazar Jiménez Un paseo por la ciudad
Claudia Salazar Jiménez (Lima, 1976). Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y es doctora en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Nueva York. Ha publicado la novela La sangre de la aurora (2013), el conjunto de relatos Coordenadas temporales (2017) y el relato juvenil 1814, año de la Independencia. Ha obtenido el Premio Las Américas 2014 por La sangre de la aurora.
A piece of coffee is not a detainer. Gertrude Stein, Tender buttons
Una escobita
Entre el brillo solar de las primeras horas del día encontré una escoba pequeñita, al lado de un tacho de basura. Esta vez había decidido recorrer Broadway desde Chelsea hacia el Upper West Side. Me preguntaba cómo mirar Nueva York de otra manera que no esté aún inscrita en los millones de películas, fotografías, crónicas y relatos que se le han dedicado. Quería limpiar mi propia mirada, intentar liberarla de esa inevitable cortina rutinaria que se impone con el tiempo. Recorrería las calles fijándome en objetos diversos, en cosas que están sueltas o que han sido descartadas. Hace pocos días han inaugurado Hudson Yards, un nuevo complejo urbano en Manhattan. «El nuevo playground de los ricos», lo ha llamado algún periodista. Frente a esa opulencia, me provoca doblemente darles atención a los desechos. Explorar qué nos dice la ciudad en sus residuos. Sería como un acto de meditación urbano. Que las calles ofrezcan lo que quieran. Así que ahí voy, de paseo por la ciudad, en una mañana de incipiente primavera. Camino, observo, miro con otros lentes. Encuentro una escobita. Y escribo.
Un paquete de galletas María
Uno de mis comfort food. Usualmente las compro en una bodega de mi barrio, que tiene dos gatos. Quería limpiar mi mirada neoyorquina y acabo de nombrar al típico bodega cat. Es que siempre hay uno. Pero hablaba de las galletas, que a mí me traen recuerdos de mi abuelita. Abuelita, digo, y un sentimiento tibio se mueve en mi pecho. Ella remojaba el pan en el café, así como yo mojo estas galletas y a veces las dejo flotando. Abuelita, pienso. No quería caer en la consabida operación de la magdalena proustiana, pero me acaba de suceder, como si no bastara el bodega cat. Pretendía zafarme del lugar común, pero he caído en ese territorio. Me sacudo un poco y retomo la caminata.
Un arete
¿Qué habrá sido del otro? ¿Cómo se pierde un arete así? ¿Le habrá dolido a su dueña (o dueño) cuando saltó de su oreja? Probablemente no; si no, lo hubiera recuperado. No es pequeño, es bastante llamativo. Tiene forma de medialuna, con incrustaciones turquesas y aguamarinas, como esas alhajas de la tumba del Señor de Sipán. Pero este no tiene piedras, es de plástico, fácilmente descartable, no causará mayores problemas su remplazo. ¿No? Un objeto que nadie extraña, talvez. ¿Cuántas vidas puede tener?
Un libro
Es un tomo grueso de pasta dura. La tapa está muy raspada y apenas se logra leer Classics. Muchas páginas están pegadas y no se pueden abrir; pero algunas ofrecen todavía sus letras. Son trozos borroneados de un salmo: rivers... Babylon... sat and wept... Zion while in a foreign land Un libro. El objeto que aún.
Cáscaras de mandarina
Las cáscaras están frente a un deli, como una alfombra de bienvenida al almuerzo. Tuve muchos welcome to New York: cuando vi unas ratas en la plataforma del tren, welcome to New York!; cuando descubrí ratones en mi departamento, welcome to New York!; cuando no me fijé bien en cuántas copas pedí y recibí una cuenta impensada, welcome to New York!; cuando varios pasajeros de un autobús reunieron monedas para pagar mi pasaje aquel día en que yo solamente tenía billetes, welcome to New York!; cuando el piso de la calle retumbó y pensé que era un temblor, no estás en Lima, welcome to New York!
Unas colillas
Negras. Blancas. Castañas. Dobladas. Quemadas. No enteras. Fuera del basurero. Una colilla tras otra. Horas de conversaciones. Para que no se apaguen. Bocanadas colmadas de historias. Las manos que duelen en el invierno. Intercambiándolas entre los bolsillos. Que todo fluya. Que siga la conversa. Dos colillas más. No enteras. Quemadas. Dobladas. Castañas. Blancas. Negras.
Un cup de café
Si pienso en un vaso, pienso en vidrio. Si es de cartón, me suena mejor llamarlo cup. No lleva el típico diseño griego de los delis. Es más simple y obvio: granos de café dibujados. No importa el envase, el líquido es el verdadero ícono de la ciudad. New York runs on cooooffee. Todo es run, run, run. Cada vez quedan menos lugares donde sentarse tranquilamente durante horas y horas para conversar, sin que te echen miradas de reojo a-qué-hora-se-van si no pides alguna otra cosa o sin que te traigan la cuenta, aunque no la hayas pedido. More cooooffee? Los objetos hablan a su manera.
Teclas sueltas de una máquina de escribir
Como si las hubieran arrancado de una máquina de escribir ya desgastada. Reunidas y atadas con una cuerda roja. Me provoca liberarlas y devolverlas a la máquina de la que salieron. Que sigan escribiendo, que sigan haciendo aquello para lo que fueron creadas. Para escribir cosas como:
Medio abrazados, sonrientes, buscaremos la cordura, aun siendo tan diferentes cual dos gotas de agua pura.
—Wislawa Szymborska
Las cosas no existen. Lo que existe es la idea melancólica y suave que nos hacemos de las cosas.
—Hilda Hilst
La música, los estados de la felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético.
—Jorge Luis Borges
Una hoja de papel
Al final del día he impreso este texto para revisarlo. Lo he dejado cerca de una ventana abierta y ha comenzado inesperadamente una tormenta. La mezcla de viento y lluvia ha succionado la primera página. He corrido a cerrar la ventana. Afuera, el viento ha arrastrado ese papel varios metros. La lluvia no me ha dejado ver más. Es inútil salir a buscarlo. Supongo que la tinta se habrá disuelto. A los pocos minutos, la lluvia se ha detenido. Una página de este texto ya es, mientras tanto, otro residuo más de la ciudad.
The Vessel
Cuando desperté, The Vessel todavía estaba allí.
Fortunata Barrios Nocturnos
Fortunata Barrios (Lima, 1965). Estudió Filosofía en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado la trilogía compuesta por las novelas Romina (2011), Secretamente tuya (2013) y Antes de que el tiempo muera (2015), y también Es mi vida (2019).
Mía
Estoy tendida de costado sobre la cama. Te acercas a mí lentamente, tus ojos clavados en los míos. Trepas despacio. Recibo agradecida el sutil peso de cada paso tuyo, y la condescendencia de tus garras. Te instalas sobre mi flanco, elegante, cómoda. Aguanto para ti, inmóvil. Hasta que no puedo más. Me echo bocarriba. Te alejas de un salto, me miras. Sabes que te extraño. Regresas. Caminas suavemente sobre mi vientre, te instalas en mi pecho. Intercambiamos alientos. El tuyo es frío y no huele. Nos miramos. Entrecierras los ojos de placer, mientras deslizo mis dedos sobre tu frente y tu lomo. Sé que no puedo igualar con mis manos el cariño de tu mirada. Cuando deambulo sin sentido, también estás ahí, siempre cerca. Tu bruja compañía suele recordarme la inminencia de la muerte y entonces, gracias a ti, vuelvo a devorar la vida. ¿Qué haría yo sin ti, Mía?
Dulce compañía
La madre reza con sus dos hijas, como cada noche. Lucía intuye que el miedo podrá más que Dios y que algo fatídico les caerá del cielo apenas la madre las deje, como cada noche. Y la madre se va, como cada noche. La luz se apaga. Ingresa el pánico. Ambas repiten una y otra vez, al unísono, la receta materna contra el miedo: «Ángel de la guarda, dulce compañía, no nos desampares ni de noche ni de día...». Es inútil. Están solas. El pánico crece. «Con Dios me acuesto, con Dios me levanto y la Virgen María me cubra con su manto». ¿Qué peligro entrañan las noches? Están solas. El pánico aumenta. No pueden más. Una se muda a la cama de la otra. Se cobijan juntas, se abrazan petrificadas, como esperando el bombardeo de aviones enemigos. Inmóviles. Con la esperanza de salvarse. Hasta que, de pronto, algo las lleva a hurgar en lo que ni el día ni nadie permitirían, a entrar en otra noche. Quizás su mirada, su olfato, su tacto puedan depararles algo bello en la penumbra compartida detrás de la tortura del miedo. Unen sus bocas. Sus pequeñas manos se acompañan entre recovecos ignotos y húmedos. Debajo de las sábanas comparten el asombro frente a formas raras y ajenas, que allí toman dulce vida propia. Noche a noche, en ese refugio frente a una amenaza sin nombre, emerge de sus cuerpos la posibilidad clandestina del goce y de disipar el miedo con él, solo con él, solas con él: convertir el terror en placer. El cruel desamparo cobra sentido al calor de esa oscuridad secreta y deliciosa, aunque Lucía adivinara que aquella unión pendía de un hilo, pues alguna de las dos sería grande primero y desterraría de sus noches a la otra; aunque aquello terminara sepultado en el silencio, por el olvido o por la culpa. Y así fue, pronto. Nunca olvidó la noche en que, al acercarse a las sábanas ajenas, se dibujó una mirada esquiva en el rostro antes expectante y cálido de su hermana. Lucía supo que desde entonces perdería para siempre esas bocas dulces y libres, esas manos explorando el placer noche tras noche. Supo también que este recuerdo sería, en adelante, solo suyo. Y sintió un dolor profundo, que también tendría que callar.
Bidé
Apenas la niña regresa del parque con su nana, percibe, alarmada, ruidos extraños que llegan desde un baño. Se asusta. Se acerca de puntillas y su miedo va en aumento al distinguir, cada vez con mayor nitidez, los quejidos de una mujer. Aguza el oído. Es la voz de su hermana. Teme por ella. La niña está a punto de golpear la puerta, pero espera, pues empieza a parecerle que los gemidos no son de dolor. Presta atención, pegada a la puerta. El ruido del bidé acompaña el jadeo ascendente de su hermana. De pronto la estremece un grito sordo, ahogado, y luego el silencio. La niña corre hacia otro baño, se despoja de su ropa interior y se instala sobre el bidé. Gradúa con cierta dificultad la temperatura y la fuerza del agua, hasta que lo logra: siente, respira, reprime. El chorro ha dado con un punto donde se confunden placer y dolor, pero basta moverse ligeramente para que prevalezca el goce. Entonces descubre con sorpresa cómo se hincha un pequeño órgano. Se deja tocar por el agua, hasta que un éxtasis la sacude y quiere arrancarle un grito que logra acallar. Cierra el bidé. Se viste. Se mira en el espejo. Se sonríe. Su rostro aún refleja los rezagos de un hecho inédito. Esa noche, a solas bajo las sábanas, se atreve a imitar el agua con sus dedos. No sabe si podrá. Cierra los ojos. Hurga en busca del punto recién hallado sobre el bidé. Da con él. Lo siente crecer, complacida, mientras lo acaricia mejor que el agua. Pronto, la niña vuelve a morir. Ha encontrado la única satisfacción que la acompañará siempre y no la traicionará jamás.
Carta de amor
De pronto cae sobre su carpeta, como desde el cielo, un papel primorosamente doblado. Ella, sorprendida, mira alrededor: unos escriben en sus cuadernos, otros escuchan al profesor. Abre la hoja y lee «Estoy enamorado de ti. ¿Quieres estar conmigo? Gabriel». Un rojo intenso y un calor ardiente avanzan sobre la piel de su rostro. No levanta la mirada; por el contrario, después de doblar la hoja, cierra los ojos. Reconoce cuánto le ha gustado siempre Gabriel. Respira hondo, varias veces, con la esperanza de enfriar sus mejillas. Su corazón es una yegua desbocada. Toma un lápiz y un papel, pero el temblor de sus manos le impide dibujar una letra. Espera. Vence a duras penas la vibración de su cuerpo y escribe «Yo también. Sí, sí quiero». Mientras dobla la hoja que cruje contagiada por el temblor de sus manos, percibe un peso contenido en el aire del salón. Sigue sin atreverse a mirar. De pronto, cae otro papel sobre su mesa. Escucha el bombeo de su sangre y siente calcinarse su rostro. Abre la carta con manos torpes y lee «No respondas. Te han hecho una broma». Entonces baja la cabeza y clava la vista nublada sobre la madera de la carpeta, mientras retumba en sus oídos una multitud de carcajadas. Sale corriendo del salón, cada poro en carne viva. Se detiene en medio del patio vacío, bañada en lágrimas, tapándose la cara, inmensamente estúpida, gorda y fea.
Contra natura
Sus amigas ostentaban pechos y vellos, y menstruaban orgullosas. Nada de esto tenía visos de sucederle a ella. Por las mañanas, antes de ducharse, se plantaba frente al espejo de cuerpo entero para odiar sus formas rollizas, la llanura de su pecho, la calvicie de su sexo. Se observaba cada día, aunque presentía que el odio y la obsesión de su mirada tenían el poder sobrenatural y nefasto de postergar los brotes ansiados. También la visión diaria de su ropa interior, que descubría inmaculadamente blanca, se convirtió en el repetido augurio de una espera inútil y penosa. La impaciencia la llevó a hacer aparecer lo que no podía ser. Echó mano del líquido rojo con que curaban sus amígdalas y untó con él una toalla que hurtó a su madre. Repitió ese ritual cada veintiocho días. También le robó un sostén olvidado, se deleitó deslizando sus brazos entre las tiras y abrochándolo sobre su espalda, y lo rellenó con algodones. El espejo le regaló aquel día una maravillosa visión de sí misma dotada de las preciosas formas que la perversa naturaleza le negaba. Entonces descubrió cuán fácil era engañarlos a todos.
Cama de bronce
«Apaga, apaga el motor ya. No, no te acerques más», le ruego al hombre enamorado. Se lo pido asustada, pues sé que mi papá me espera detrás de la puerta envuelto en su bata, furioso, y que me va a gritar. Bajo del auto casi sin despedirme, empuñando el ramo de flores. Camino hacia la entrada y arrojo las rosas solapadamente a un lado. Me da pena que el enamorado sepa cuánto las odio. Sé que me mira desde su asiento, embelesado. Abro la puerta y la cierro a mis espaldas. Aguanto la respiración. Mi padre no está. Reconozco el olor de mi cárcel, y empiezo a caminar tan liviana como puedo para llegar, inadvertida, hasta mi cuarto. En el trayecto me angustio. Necesito un cigarro. Mi papá tiene uno en el bolsillo de su camisa. Pero no, no me arriesgo. Y sigo. Me tiendo bocarriba sobre mi cama de bronce. Me saco la ropa y me digo: Ya, tienes que dormir. El Ángel de la guarda de la cabecera clava sus ojos en los míos, que cierro. Imposible sostener esa mirada. Entonces los latidos de mi corazón ingresan a través de mis oídos percutiendo ruidosos y crecientes. Me doy la vuelta. Es peor. Los sonidos retumban al viajar por los tubos de bronce, por más que intento alejar mi rostro del colchón. Empiezo a morirme y musito «No tengas miedo». No puedo pensar en mi respiración ni en mis latidos sin que ellos, al revelarse, se rebelen y vayan perdiendo, vertiginosamente, sonido y ritmo, amenazando con detenerse. Pienso Necesitas una pastilla. Me levanto. Sobrevuelo el suelo, la oscuridad y el silencio, hasta la mesa de noche de mi papá, inhalando el apestoso tufo que conjuga esa pareja de alientos. Abro su cajón con sigilo, y lo descubro mirándome. No sé si asustarme. Me paralizo. Él extiende un brazo, me alcanza una pastilla y cierra los ojos. Me muerdo la lengua para que brote una fuente de saliva, trago, y vuelvo a levitar hasta mi cuarto. Me acuesto. Otra vez mis latidos percuten arrítmicos a través de los metales y me angustio. Hasta que se van acompasando, poquito a poco, y me voy sumiendo en el sueño, aliviada, agradecida, sometida, segura de que mi vida transcurrirá siempre así, como en esa cama de bronce.
Moradito
Ella sabe que en el autobús que la lleva hacia la universidad encontrará al hombre de su vida. Por desgracia, ese día, la gente se apiña más que de costumbre, dificultando su vigilancia desde el asiento junto al pasillo. Sus esperanzas están perdidas, cuando de pronto lo ve subir: es él. Se inquieta. El hombre se abre paso y queda justo al lado de ella. Sus cuerpos se rozan con el vaivén del vehículo. Ella agradece al destino. De pronto, él se aparta y ella escucha el inconfundible ruido de una cremallera que, a medida que se cierra, atrapa su largo cabello. Inclina la cabeza hacia él para amenguar el dolor. Él jala y jala su pelo, pero lo ignora y ella no se atreve a decírselo. El autobús surca las calles de siempre y ella adivina, con angustia, la inminente separación. No tiene alternativa: empuña con fuerza el mechón desde donde ni ella ni él puedan sentir el jalón, y tira con todas sus fuerzas. Él no se inmuta. El hombre de su vida baja del autobús llevándose un mechón suyo dentro del pantalón. Ella lo ha dejado ir. Se siente estúpida. Jura no volver a esperarlo jamás. Pero es en vano. Por primera vez, su deseo tiene un rostro. Y una boca. Desde entonces, no puede dejar de imaginarse besándolo a él. Una mañana, el autobús avanza medio vacío. La mirada de ella deambula sobre el vidrio opaco de la ventana. Alguien se acomoda a su lado. Ella lo mira de reojo. Es él, sus ojos clavados en el vacío. Es él. Intenta dominar su temblor. De pronto, escucha una voz que le dice «Ven, baja conmigo». El hombre de su vida la toma de la mano y ella se deja llevar. Están en un malecón, frente al mar. Se sientan en el muro que separa la vereda de la arena. Él extrae de su bolsillo un largo mechón dorado y le revela «Me llevé esto de ti y no he dejado de buscarte. Desde ese día, solo he pensado en besarte». Una mano de él se posa sobre la pierna trémula de ella y por primera vez la estremece un poder ajeno al de sus propias manos. Ella se eleva hacia un cielo desconocido. Ella lo besa para siempre, pues sabe que todos serán él.
Calendario
Era la primera vez que viajaba con Luis. Mientras caminábamos hacia el bar de su amigo Raúl, sentía que mis músculos acababan de ser torneados con inigualable belleza. Todo mi cuerpo despedía una voluptuosidad arrolladora, instalada en mí tras días y noches de sexo con él. Raúl nos saludó eufórico y pasamos a su oficina. Una pared exhibía un enorme calendario de una marca de cerveza: una mujer semidesnuda, labios carnosos, piel bronceada, pechos redondos y cintura diminuta, nos clavó los ojos y me quitó el habla. Raúl no tardó en decir «¡Qué tal hembrón!, ¿no?». Sudé frío. Miré el suelo, apreté los dientes y escuché, con insoportable dolor, la respuesta de Luis: «Sí». No podía permanecer ahí. «Me ha dado soroche», dije, con eficaz histrionismo, pues partimos de inmediato. Luis y yo caminamos hacia nuestro hotel tomados de la mano, aunque la mía quería negarse, asqueada, a recibir la suya. Me prometí repetidamente no perder la calma. Constaté, paso a paso, mi carencia de belleza. Cuando entramos en nuestra habitación, no pude más. —Así que te gusta esa tipa —le dije, sentándome sobre la cama. —¿Qué tipa? —me preguntó desconcertado, y se instaló a mi lado. —No te hagas. La del calendario en la oficina de Raúl. Dijiste que era un hembrón —proferí, esquivando su mirada para ocultar mi dolor. —¿Yo dije eso? —musitó ruborizado, acariciando sensualmente mi muslo. —Sí. Dime qué te gusta de ella —ordené, con tono de amenaza y súplica. —No sé de qué hablas. Vamos a la cama, por favor... —suplicó nervioso. —No. Dímelo. ¿Sus tetas? ¿Su cintura? ¿Su boca? ¿Su piel? ¿Qué? —¡Ya ni me acuerdo de ella! —contestó, tendiéndome una mano que dejé en el aire.
—Si te gusta ella, no puedo gustarte yo —sentencié, levantándome para mudarme a un sofá. —Ay, no. No entiendo nada... —musitó rendido, abrazándose a una almohada. Me tapé la cara con las manos y mi llanto chorreó entre mis dedos. Luis me miró con el corazón roto. De pronto se arrodilló a mis pies y tomó mis rodillas. No soporté que me tocara. Entonces volvió a la cama y pareció enfurecer. —¡Estás hablando de un afiche pegado en una pared! —exclamó levantando la voz. —Preferirías estar con ella que conmigo. No lo puedes negar —sentencié. —Ven, vamos a dormir, vamos a abrazarnos, por favor —me imploró agotado. —No puedo. Eres como cualquier hombre —dictaminé con desprecio y me levanté. Él me miró desesperado. Empaqué mis cosas y salí del cuarto. Pasé el resto de la noche en un hotel cercano, espantando de mi mente la dolorosa imagen de la tipa del calendario. Conseguí volar a Lima al amanecer. Subí al avión, traté de enfriar la sangre hirviente de mi cara contra la ventanilla y, de pronto, oí la dulce voz de una azafata: —¿Está bien, señorita? ¿Necesita algo? —me preguntó. Levanté los ojos y apareció ante mí la mujer del afiche de cerveza, sonriéndome, abrumadoramente bella. Enmudecí, la miré alucinada. No pude decirle la verdad: «No estoy bien. Necesito ser tú».
Otra mejilla
Hace días me besa en la mejilla. Ya no me quiere, me ha dejado, constaté una noche con angustia. Al día siguiente esperé, muda y atenta, la repetición de la nefasta señal, que no tardó en llegar: me saludó con un beso en la cara. Entonces le dije, furiosa y triste, que todo había terminado. Se fue sin despedirse. Cuando regresó, era otro. Me saludó con un breve beso en la boca y nos reímos, como burlándonos de mi reciente revelación, como si compartiéramos un idioma común en el que leíamos un leve desencuentro. Esa noche, antes de dormir, se me acercó despacio. Cerré los ojos y dispuse mis labios esperando los suyos. Entonces recibí la puñalada de un beso en la sien.
Sueño
Temo echarme a tu lado. Me robas el poco sueño que tengo, ese que antes desvelábamos juntos. Ahora me suplicas que duerma contigo, porque no puedes abandonarte sin mí. ¿Qué maldición hizo que tu sueño dependiera del mío? ¿No ves que destierras así el esquivo encuentro de nuestras soledades? Ahora voy y me acuesto contigo para morder silenciosamente techos, puertas, paredes, almohadas, mientras tú, plácido, sueñas, arrullado por la seca ignorancia de mi angustia. Mientras te hago creer que duermo, me invaden voces —ángeles y demonios—, versos que arrullan o atormentan, canciones que quiero entonar o callar gritando, cartas para ti que nunca leerás; voces que retan el silencio que simulo, siempre inmóvil, muda, atenta a tu frágil y ruidoso aliento, para que no despiertes por mí. Mientras te hago creer que duermo, sigo estrellándome contra el sueño, contra la noche detenida que no consigue entibiar el absurdo desvelo de quien no vela nada. Hasta que doy vuelta al sol, agarrándome el alma.
Beso
La niña despertó en su cuarto y corrió a meterse en la cama de su madre. Allí se acurrucaron las dos, como cada mañana. La niña no conocía lugar más delicioso que ese. Sumergida en aquel abrazo, escuchó que su madre le decía «Mañana viajo, hijita. Te quedas con tu papá». El anuncio la estremeció de pena, pero también de traviesa alegría, pues sabía que con su madre volarían deberes y reglas, y que él era más bien sinónimo de libertad y de placer. Durante el regreso a casa desde el aeropuerto, la niña descubrió a su padre a punto de llorar. No pudo dejar de escudriñar esos ojos de hombre que derramaban un amor así, y que de pronto la miraron resignados, como diciendo «Bueno, pues, nos quedamos sin ella». La niña dormiría en la cama de sus padres, aquel fantástico lugar donde la madre no le permitía pasar una sola noche, por enferma o aterrada que estuviera. «Tienes que aprender a dormir sola», le decía siempre. Libres de la prohibición, padre e hija durmieron juntos, y al despertar él se quejaba, riendo, de cómo ella, durante la noche, se le enroscaba y se movía bajo las sábanas, al punto de terminar rozándole los pies con la boca. Una mañana, él la besó brevemente en los labios, aún sumidos en los vapores del sueño. Ella recibió aquel beso con disimulado espanto, pues percibió en él algo que la llenó de asco. Sin embargo, nunca estuvo segura de si aquella repugnante lascivia provenía de esa boca o de la suya. Ya no era una niña cuando descubrió, con horror, que en la vida había que besar. Todos lo hacían con naturalidad pasmosa, mientras ella se sabía incapaz, completamente segura de que lo haría mal, muy mal, y esta certidumbre se acentuaba cuanto más deseaba a alguien. A nadie podía confesar su necesidad de que le explicaran cuánto debía abrir la boca, cómo posar los labios o mover la lengua, qué hacer con la saliva. Siempre que un par de labios ansiados se acercaban a los suyos, la paralizaba la impotencia. Se dedicó a soñar con el beso. ¿Cómo se hará?, se preguntaba mientras adhería inútilmente sus labios a la frialdad de algún espejo. El único placer que no podía procurarse a sí misma y para el que necesitaba a otro permanecía obstinadamente esquivo. Una noche, recordó su primer y único beso. Movilizada por una irrefrenable
ilusión, fue al encuentro de su padre y lo abrazó. Su olor le gustó tanto que lo inhaló profundamente, hasta inflar con él sus pulmones. Luego tomó sus mejillas y buscó sus labios. Él la miró con dulzura y apartó la boca. No quiso besarla. Quizá no lo había hecho jamás.
Vacili
Esta es la historia de la niña Vacili, así llamada por su carácter dubitativo. Apenas salió del vientre de su madre, no supo si llorar, reír o callar. Quería hacer todo a la vez, hasta que una palmada la obligó, de puro dolor, a decidir. Seguro percibió, entonces, que eso se esperaba de ella para darla por viva. Vacili pudo disimular su incapacidad de decidir hasta que llegaron intimidantes preguntas: «¿Quieres ir al parque o quedarte?», «¿Prefieres puré de papa o de manzana?», «¿El vestido rojo o el azul?». Era imposible vivir así. Tenía que arreglárselas para que alguien decidiera por ella. Cuál no sería su sorpresa cuando descubrió que el menor gesto suyo, o ninguno, facilitaban la elección ajena sin que nadie notara su duda. Vacili creció como una niña con las cosas muy claras, a ojos de los demás. No le fue difícil abrirse paso entre adolescentes decididos. Siempre otra voz estaba dispuesta a decirle qué hacer, y ella detentaba el escaso poder de la escucha. Se volvió querida, irada y temida. Se enamoraron locamente de ella, y Vacili más. Apenas abría los ojos al despertar junto a otro cuerpo, dudaba de aquello en lo que hay que creer para levantarse, y reía, ilusionada, segura de que la intensidad con que la duda revestía su amor era un regalo inapreciable. Pero apenas tentó abrir su corazón, hizo daño. Nadie podía soportar la sombra de su duda, y nunca entendió por qué. Intuyó que era ella quien tenía que irse. Intenta caminar. Su cuerpo carece de fuerza, sus piernas no saben siquiera cómo dar un paso. Espera que alguien las mueva por ella. Pero nadie le dicta algo, no hay a quién obedecer. Y como esa voz calla y calla, Vacili permanece inmóvil, cruel y fría, como un rifle colgado en la pared.
Giovanna Pollarolo La casa de Matusalén
Giovanna Pollarolo (Tacna, 1952). Estudió Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, es magíster en Literatura Latinoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y doctora en Español por la Universidad de Ottawa. Ha publicado los libros de poesía Huerto de los Olivos (1986), Entre mujeres solas (1991) y La ceremonia del adiós (1997), todos ellos incluidos en Entre mujeres solas. Poesía reunida (2013); el libro de relatos Atado de nervios (1999); y las novelas Dos veces por semana (2008) y Toda la culpa la tiene Mario (2016). Ha escrito los guiones de La boca del lobo y Caídos del cielo con Augusto Cabada; de No se lo digas a nadie y Pantaleón y las visitadoras con Enrique Moncloa; y de Tinta roja y Ojos que no ven.
I
Matusalén era un hombre solo y de avanzada edad cuando un fenómeno sísmico o meteorológico destruyó su pequeña casa. Sus biógrafos aún no se ponen de acuerdo si se trató de huracán, tsunami o terremoto; pero todos coinciden en señalar que no quedó piedra sobre piedra. Ni siquiera una pared donde apoyarse. Tras la catástrofe, una voz le dijo: «Construye una nueva casa, Matusalén. Una más cómoda, con vista. Una donde te plazca vivir, cálida y fría; con balcones y terrazas». Pero otra voz, más fuerte y estentórea, se impuso: «A santo de qué vas a construir otra casa. ¿Cuántos años más crees que vivirás? No tienes herederos directos ni indirectos, amigos ni conocidos estimables. Se la apropiará el gobierno; quién sabe qué corruptos de turno serán beneficiados, a cambio de qué favores». Matusalén escuchó, pensó y decidió: buscaré una piedra como cobijo; una roca, un muro. Cuando el viento sople de izquierda a derecha, me resguardaré en el lado izquierdo; cuando sople de derecha a izquierda, en el derecho. Los biógrafos coinciden en señalar que al cabo de un año —algo más, algo menos— de vivir en la intemperie, Matusalén volvió a escuchar a la primera voz: «Construye una nueva casa, Matusalén, mira cómo vives sin el más mínimo confort, mudándote de un lado a otro de la roca según el dictado de los vientos y la potencia del sol. Todavía estás a tiempo». Matusalén le dio la razón a la voz y empezó a buscar el lugar donde levantaría su nueva morada. Y lo encontró en una colina desde donde se veía el mar azul de un lado; y del otro, el verde campo. Se vio sentado junto al calor del fuego, frente a un enorme ventanal, sus piernas cubiertas por una manta. Pero la segunda voz susurró: «¿Para qué, Matusalén, si tu final está tan cerca? ¿No lo ves en la flacidez de tu piel, la oscuridad de tus ojos, la inseguridad de tus piernas, el temblor de tus manos, ese cansancio que no te abandona? ¿Con qué fuerzas vas a levantar esa casa, Matusalén? Ya no estás en edad para esos menesteres; siéntate, falta poco, muy poco». Algunos biógrafos señalan que Matusalén vivió veinticinco años mudándose de un lado al otro de la piedra; otros sostienen que fueron cuarenta. Lo cierto es que nunca construyó una nueva casa.
II
Mis adentros están llenos de grasa. La grasa brilla, manchas pequeñas y medianas como lunares en el hígado, el bazo, el páncreas. ¿Lo ve, señora? Le voy a explicar. Me explica, colocando la pantalla de la computadora de manera que yo pueda verla desde el otro lado del escritorio donde estoy sentada con el cuerpo rígido, las manos frías y en la cara un gesto igual al de mi madre cuando está asustada y no quiere que se note. No sé si el médico lo nota; yo sé que se nota. Señala con un lápiz casi tocando la pantalla: estos son sus pies; esta, la cabeza. ¿Se ubica? No, no me ubico; pero digo que sí. Muy bien: esto es su estómago, ¿ve esto que brilla? Son los rollitos, ja, ja. Asiento, sonrío. El hígado: ¿ve estos bultitos brillantes? Son quistes; los tiene desde muy antiguo; nació falladita usted, pero no se preocupe. Solo es grasa. La grasa brilla. Espero que llegue al órgano donde el médico responsable de la resonancia magnética ha detectado una «mancha inespecífica». No brilla, no es grasa. ¿Es cáncer, doctor? Déjeme explicarle, señora.
III
El guía me enseña a ponerme la mascarilla: ajústela bien, respire y sentirá que se pega a su piel. ¿Lo siente? Asiento. Ahora respire por la boca. ¿Funciona? Asiento. Agitada, me saco la mascarilla y digo: tengo miedo de perderme en medio de este mar infinito, perder el rumbo, la orientación. Miedo de sacar la cabeza y encontrarme sola en medio del mar. Eso no pasará, nosotros los guías estamos atentos, monitoreando a todos y a cada uno de nuestros pasajeros. Si se siente asustada, solo levante el brazo; nosotros acudiremos a rescatarla. Estamos preparados, hemos sido entrenados para este trabajo; somos un equipo, confíe en nosotros. Le creo, señor guía; pero prefiero no hacerlo, gracias. Esperaré acá, en el bote. Mi hija dice: no, mamá, no te puedes perder la maravilla de explorar en lo profundo. Toma mi mano, bucearemos juntas. Tomo su mano y me sumerjo con ella, ya sin miedo. Convertida en la hija de mi hija, ahora ella es la madre que me conduce por nuevos caminos. Veo rocas, arena blanca, peces de todas las formas y colores. Respiro por la boca, inhalo, exhalo. Un mundo nunca visto. Su mano en mi mano.
IV
La guerrillera capturada por el ejército colombiano declaró que tenía quince años cuando los soviéticos invadieron Praga «en nombre de los muertos de la Segunda Guerra Mundial». Consideraban que la Primavera de Praga ofendía la memoria de los soldados rusos que salvaron a la Checoslovaquia ocupada por los nazis. Recordó que miles de checos marcharon por las calles de Praga en señal de protesta contra la ocupación; y cuando esos miles, ella y sus padres entre los miles, fueron derrotados por los tanques rusos, salió sola y clandestinamente, del país ocupado. Fue acogida como refugiada en Canadá y vivió en Montreal, donde años después aprendió español gracias a un colombiano del que se enamoró. El colombiano había estado en Moscú y luego en Cuba, satélite de los soviéticos, entrenándose para combatir con las FARC. Tenía la misión de organizar a los compañeros que tras cumplir su entrenamiento en algún país de la órbita soviética ingresarían clandestinamente vía La Habana-Montreal-Caracas. Él le dijo: juntos, y con los demás compañeros, podemos cambiar el mundo. Viviremos a salto de mata, en las zonas liberadas por los combatientes, y continuaremos con la lucha armada hasta tomar el poder, instalar un gobierno verdaderamente democrático conducido por el partido. Tal vez no a nuestros hijos —la lucha será larga, no nos engañemos— pero con toda seguridad a nuestros nietos, les legaremos un mundo justo y libre. Es una promesa, dijo. ¿Y usted creyó en ese sueño a pesar de los tanques rusos, las marchas, la vapuleada Primavera de Praga, los soldados, la hoz y el martillo, las consignas, el exilio que padeció en sus años de juventud, la soledad de sus ancianos padres? Los ojos de la exguerrillera se llenaron de lágrimas. No dijo que en el frío Montreal había escuchado una voz que le decía que allá, en Macondo, el sueño podía hacerse realidad. Y le creyó.
V
Me preguntas qué va a pasar ahora contigo. ¿En serio quieres que te diga lo que va a pasar contigo, huevón? Bueno, pues, te lo diré: en cualquier momento vas a encontrar a una que te deje que le metas tu pene en su chucha, que es lo que más te gusta hacer. Y estarás feliz, porque eso es lo que más te gusta, ¿no, huevón? O ahora me vas a decir que no, grita la muchacha que camina hacia mí, mirándome. Estamos frente a frente, yo caminando hacia el norte; ella, hacia el sur. Cuando dice «huevón» por segunda vez quedamos una al lado de la otra. Brevemente, a un paso de distancia, como si yo fuera su interlocutora. Comprendo que no me habla a mí, sino al huevón que está al otro lado del teléfono. Antes, mucho antes, debí gritarle lo mismo al mismo. O a otro; igual, el mismo. Huevón.
VI
La muchacha inicia una sesión de selfies y se los saca como si alguien la estuviera dirigiendo. Levanta una pierna, se echa bocabajo dejando ver sus tetas, bocarriba, abre sus piernas y enfoca su vagina, bajándose el breve biquini. Hace un gesto erótico con la boca, como disponiéndose a una mamada. Siempre con el teléfono en la mano, apuntando a la parte de su cuerpo que quiere mostrar. Yo, que nada sé sobre las relaciones virtuales, sigo su performance como si estuviera viendo una película porno. Y cual relámpago que ilumina la oscuridad de mi memoria, me acuerdo de la noche aquella en la que mi marido, ahora mi ex, instaló una filmadora que conectada al televisor permitía ver en la pantalla lo que habíamos hecho mientras nos amábamos. Me avergoncé tanto que no quise terminar de ver la escena. Le pedí que la borrara y que me jurara que nunca más nos grabaría. Nunca más. Dijo: está bien, hasta mañana. Y se volteó. Nos dormimos. Nunca le pregunté a mi marido, ahora mi ex, qué hizo con esa cámara filmadora. Qué hizo con esa película.
VII
Ya llevo más años aquí que allá. Más años sin marido que con. Más sin amor que con. Pero me persiguen como fieras enjauladas. A veces parece que me alcanzan, desafiando las rejas, los candados, las trancas y las alarmas. Váyanse, digo. No me agobien. Tengo vergüenza de ustedes. ¿Todavía permaneces atada a ese lugar? Muévete, camina, mira hacia adelante, me dicen con pena algunos; los más, con rabia, irritados: ¿hasta cuándo? Es que me siguen, me persiguen; no me dejan en paz, qué puedo hacer. Y escribo. Escribo y lloro. Lloro y escribo. Lloro y lloro. Más de una vez ha ocurrido que, de pronto, de la nada, se van. Desaparecen, como desaparecen normalmente los años para la gente normal, para las mujeres decididas, las mujeres guerreras que saben mandar a la mierda a esas fieras. Delante, desde un auto nuevo, alguien me llama y me invita a subir. El auto tiene alas, me llevará lejos. Miro hacia atrás, ahí están. De regreso siempre.
VIII
Acercamos nuestras copas a la botella recién abierta. Las alzamos para que sean servidas. El vino se acaba en mi copa y todos gritan al unísono: ¡sopla!, ¡sopla! Quieren que conozca a alguien, que me enamore, que me case; que sea feliz. Tienes que rehacer tu vida, me han dicho más de una vez. Si soplo en la botella vacía, ocurrirá el milagro. ¡Sopla! ¡Sopla! El viejo sueño de la pareja; encontrar la mitad que falta, la parte amputada. Alguien que acompañe tu soledad. Con quién envejecer. Compartir las mañanas, las tardes y las noches. Despertar y verlo ahí. Acostarse, y verlo ahí. Contarnos lo que soñamos, conversar el día entero, mirarnos a los ojos, decirnos «amor», «cariño», «te amo», «¿cómo amaneciste?», «deja, yo me ocupo de sacar la basura», «¿te preparo un té?», «quédate en cama, cuidaré tu resfrío, tu diarrea y todos tus males, vida mía». Tus ronquidos no me molestan, los amo como amo tus pedos y eructos y el olor de tus pies. Y la grasa de tu barriga. ¡Sopla! ¡Sopla! Le entrego la botella vacía a la muchacha que está a mi lado.
IX
Acá, en esta zona del jardín donde antes crecieron hermosas rosas hoy envejecidas, quiero plantar la rama de una ponciana, para que cuando crezca me dé sombra en el verano, flores rojas y hojas verdes en ramas extendidas más perfectas que las de una sombrilla. La ponciana es un árbol de lento crecimiento; tardará entre veinte y treinta años hasta alcanzar el ramaje que usted desea, me explica el jardinero. ¿A santo de qué, señora; a santo de qué, dada su edad? ¿Planto o no planto? Para cuando alcance el ramaje, ya estaré muerta. O muerta en vida. ¿Para qué? ¿A santo de qué? La otra voz permanece callada, nada dice.
X
La hija mayor migró a Alaska. La segunda, a Australia. Las dos dijeron que se iban para iniciar una nueva vida en países donde se respeta la diferencia, donde nadie hace chistes a costa del color de la piel, de las inclinaciones sexuales, de la manera de hablar. Donde se respetan las reglas de tránsito y basta poner un pie en la pista para que los autos se detengan y te den pase respetuosamente. Muchas cosas más dijeron, las ha olvidado. El marido también migró, pero no a otro país sino a otra casa, para iniciar también una nueva vida. Escuchó la voz que le decía que era posible borrar el pasado gracias a la juventud de su nuevo amor. Vuelvo a sentir las emociones del amor, le dijo. No quiero dejar pasar esta oportunidad por quedarme contigo. Finalmente sola, contempló su enorme biblioteca, envidiada por sus colegas especialistas en el Siglo de Oro español y por los colonialistas. Sin pensarlo dos veces, sin escuchar ninguna voz, llamó a su joven discípula: quiero donarte mi biblioteca. Toda. Tendrás que contratar un camión de mudanza. ¿Y tus proyectos de investigación? ¿Los libros que ibas a escribir? Soñabas con tener tiempo para concluirlos. ¿Qué harás ahora? ¿A qué te dedicarás? Voy a esperar al Conejo Blanco.
XI
Tiempo atrás le preguntaron: ¿qué has estado haciendo todo este tiempo? He estado limpiando mi casa, respondió. Ahora ya nadie le pregunta nada. Si alguien le preguntara, respondería: he estado enfriando mi corazón; y se ha helado tanto, que quisiera descongelarlo. Pero una voz me dice para qué, ya es muy tarde. ¿A santo de qué vas a calentarlo? ¿Para qué? ¿Para qué, Matusalén? El amor siempre duele. Ya falta poco, poco.
Kathy Serrano La pequeña muerte
Kathy Serrano (San Cristóbal, Táchira, Venezuela, 1968). Es máster en Artes, por el Instituto Estatal Ruso de Artes Escénicas de San Petersburgo. Ha publicado varios de sus microrrelatos en revistas peruanas y extranjeras. Actualmente prepara su primer libro de prosas breves.
Para Omaira Serrano, por ese primer impulso. A Ricardo Sumalavia, por ser el camino
Contrato con la muerte
La Muerte, atraída por mi curiosidad y mi veneración, se animó una tarde de verano a visitarme. Aunque me tomó por sorpresa, debo itir que la esperaba con ansias. Pensé que partiríamos de inmediato, pero ella me pidió antes un café. Pasamos la tarde charlando sobre las pasiones humanas, en especial sobre aquellas que a mí más me gustan. Excitada por mi relato, quiso la Muerte probar un poco de lo contado. Esa noche, con mi autorización, tomó mi cuerpo dejando que mi espíritu siguiera consciente durante toda la experiencia. El clímax de la noche lo alcanzamos juntas cuando, después de hacer el amor por quinta vez con un hermoso ejemplar masculino, decidimos clavarle un puñal en el corazón. Desde entonces tenemos un contrato indefinido: cada mes, algunas noches, la acompaño a realizar su trabajo cediéndole mi cuerpo. De esta manera, ella disfruta de la vida, y yo disfruto de la muerte.
Casa vacía
La mujer baja del taxi una cuadra antes de llegar a la casa paterna. Retorna después de quince años. Solo trae una pequeña maleta con ruedas, su cartera y una extraña carta que recibió hace poco por correo postal. Con sus tacos aguja acaricia la superficie de los charcos formados por la lluvia. La sensación le recuerda sus días de colegio. El vestido le resalta las caderas. Anchas. Macizas. Ella disfruta del sonido seseante de la tela con cada paso. Está cerca. Padre espera en casa, muy enfermo. Quiere ver a sus hijos antes de morir. Eso decía la carta. Madre murió hace años, sin que pudiera venir a verla. Llega a la puerta. Cerrada. La mujer se detiene ante ella. Un viento helado la envuelve de pronto. No sabe si vale la pena el largo viaje. Todo está igual en esa calle: las veredas, las casas vecinas, los negocios de comida. Solo ella ha cambiado. El día en que partió se llamaba Antonio. Tenía diecisiete años. Tal vez sea mejor no retornar. La mujer toma la maleta y se dispone a irse. La puerta se abre. La voz de Padre se escucha fuerte y segura. —Pasa, Antonio, te estaba esperando. La mujer siente un alivio. Una fugaz esperanza. Ingresa a la casa. La recorre, y a medida que avanza va confirmando que está vacía.
La cabellera de Warif
Yo era un niño de once años. Estaba en sexto grado de primaria. Al inicio del curso llegó a mi salón una hermosísima niña. Se llamaba Warif. Era extranjera. No recuerdo cuándo ni cómo comencé a hacerlo: me sentaba detrás de ella y acariciaba su larga cabellera durante toda la clase. Me gustaba sentir esa exuberante cascada enredándose entre mis dedos. Ella nunca dijo nada, nunca volteó a decirme que no lo hiciera, y nunca me dijo si le gustaba. Solo hubo miradas. A mediados de año, dejó de asistir durante algunos días. Algo dijeron de un hermano. Algo dijeron de la familia, que era extraña. Una mañana Warif regresó. Traía la cabeza cubierta con un raro sombrero. Al principio me gustó. Se veía bonita. Pensé que en cualquier momento se lo quitaría y dejaría en libertad su negra cabellera. Pero no ocurrió así. Mis manos comenzaron a moverse solas. Primero acariciaron los bordes de su pupitre. Después, de manera incontrolable, mis dedos ascendieron por su espalda. En un movimiento fugaz, me vi quitándole el sombrero. Un silencio se apoderó de la clase. Ya no existía su cabello. Su cabeza estaba rapada y repleta de gruesas costuras. Me quedé quieto. Sentí vergüenza y miedo. Ella lentamente giró a verme con sus ojos enormes y húmedos. Torpe, recogí el sombrero y se lo puse. Despacio, su mano agarró la mía. Me regaló por última vez su mirada. Volteó y de nuevo solo me quedó su espalda.
Cita inconclusa
Me dijiste que te espere en la Plaza Mayor, junto a la fuente con los ángeles que orinan agua de colores. Aquí estoy. Solo que me siento rara. Es como si no pudiera recordar nada más. Sé que estoy aquí, sentada en la fuente, o junto a la fuente. No sé... No sé... Muy cerca, una mujer está parada bajo un árbol. Lleva un gorro rojo. Me gusta el rojo. En una banca, una jovencita amamanta a su bebé. A su lado hay una caja con un pastel de la panadería sa. Creo que está esperando a alguien para darle una sorpresa. Un hombre le grita que se guarde su teta, que es un lugar público. Qué extraño, están lejos, no sé cómo logro escucharlos. Quiero acercarme, defenderla del tipejo, pero no puedo. Mi cuerpo no quiere moverse, como si mi voluntad fallara. Me dijiste que llegarías puntual, pero hace mucho que ya son las cinco de la tarde. Un muchacho atraviesa la plaza corriendo, otros dos lo persiguen. Es un ladronzuelo, se ha robado un bolso de mujer. Los dos chicos logran alcanzarlo, lo arrojan al piso, lo patean con ira, con mucha ira. El ladronzuelo llora, sangra. Siento frío. ¿Por qué no llegas? Ya estoy cansándome de esperarte. Más allá, en otra banca, una colegiala se besa apasionadamente con un muchacho. Visten uniforme. ¿Me has besado así? Sí, creo que sí, solo que no puedo recordarlo claramente. Un hombre con saco azul y corbata roja camina apurado, habla por teléfono. Grita, vocifera, tira el teléfono, que se rompe en pedazos. ¿Por qué no me llamas? Busco a mi alrededor. Yo debería tener un bolso, un teléfono, pero no encuentro nada. Quiero levantarme, caminar. Llamo a gritos a la mujer del gorro rojo, pero no me hace caso. Parece como si no me escuchara. Y ahora veo la calle a un lado de la plaza, donde está la panadería sa. Me veo a mí misma, con mi gorro rojo y mi abrigo negro. Salgo con el pastel que te compré de sorpresa en una mano, y mi bolso y mi teléfono en la otra. Me escucho decirte que ya estoy por llegar a la plaza. Cruzo la calle y un auto negro viene tan rápido que no logra frenar, y veo cómo mi cuerpo se eleva por los aires y cae. Caen mi cuerpo y mi gorro rojo, caen mi bolso y mi celular, que se rompe en pedazos. Cae el pastel, que se desparrama. Un hombre con saco azul y corbata roja sale del auto, se desespera, grita, vocifera. Todo está en silencio. Ya no escucho nada. Ahora solo veo tus ojos, tu rostro, te veo mudo, inmóvil, observando mi cuerpo sobre el asfalto, desde el otro lado de la calle. Detrás de ti, la fuente con los ángeles que orinan agua de colores.
Familia perfecta
Después de mucho tiempo, un día de verano, una mujer regresa del extranjero a su ciudad natal. Toca la puerta de la que fue su casa materna. La puerta se abre sin que nadie la reciba. «La han dejado abierta», piensa. Entra en la casa; siente un aire extraño. Avanza hacia el interior. La encuentra idéntica a como la dejó la última vez que estuvo allí. La familia está sentada a la mesa. A diferencia del pasado, ahora la reciben con abrazos y besos. Todos están alegres. Comen, conversan, ríen, celebran el retorno. Pasan los días y la escena se repite una y otra vez. La mujer se siente feliz. Ha vuelto. La familia ahora es como ella la soñó, y lo mejor de todo es que ya ninguno respira.
Inevitable/evitable
En este momento, en cualquier parte del mundo, una mujer, niña, adolescente, adulta, camina hacia la escuela, el trabajo, la casa, el parque, y se encuentra con un hombre conocido, desconocido, padre, hermano, amigo, que deseará, imaginará, violentará su cuerpo, espíritu, mente, sin que nadie pueda, quiera, busque evitarlo. Inevitable.
Papi
Hoy Gina no quiere entrar en la tina de baño. Con cinco años de edad se aferra al borde de su cama con todas sus fuerzas. A su mamá le hace gracia tanto alboroto, solo por un baño. Una anécdota a contar para cuando sea adulta. Gina por fin murmura: «Mami, ya no quiero jugar en la tina con papi. Me duele».
Vergüenza post mortem
Anoche, como todos los sábados, me alojé en la misma habitación de un céntrico hotel de la ciudad. Hace un momento he dejado mi cuerpo desnudo colgado en el baño. Usé un cinturón grueso que amarré a mi cuello y a la barra de metal de la ducha. No calculé con acierto: el placer me distrajo más de lo debido y el aire dejó de ingresar en mis pulmones. En unas horas, una empleada de limpieza descubrirá lo ocurrido. Solo me preocupa que mi pene aún siga erecto.
Mi doctora Soledad
En la entrada del consultorio se lee el nombre de mi doctora: Soledad, sexóloga. En quince minutos serán las nueve de la noche. Último turno. Me levantaré y empujaré suavemente la puerta. Antes de entrar, me quedaré recostado en el marco. Ella estará en el baño. Me hará esperar. Luego saldrá montada en sus tacos de veintiún centímetros, llevando solo el diminuto calzón de látex rojo, el antifaz de Gatúbela y sus apetitosos senos cubiertos por finísimas cadenas. Sacará de un cajón el látigo negro, y lo azotará con fuerza sobre la silla de cuero. Después recostará sus colosales nalgas blancas sobre el escritorio y, con la punta de su zapato, empujará la silla hacia mí. Sonreiré y avanzaré hacia ella. Me desnudaré y, solo entonces, me dispondré a recibir, una vez más, mi ansiada terapia.
Puesta en escena
Miranda tiene quince años. Según las apariencias también tiene una madre alegre, un padre bondadoso, tres hermanas divertidas, dos hermanos trabajadores. Todo parece perfecto. Hasta hoy, que a las cuatro de la tarde, mientras su padre trabaja, su madre está en el médico, sus abuelos duermen la siesta al fondo de la casa, sus hermanas y hermanos han salido; hoy, en este arbitrario día, comienza la puesta en escena. Miranda ingresa a la habitación de sus padres y cierra la puerta con llave. Abre la ventana a través de la cual, desde fuera, se ve directamente la cama. Del fondo del armario, detrás de la ropa, extrae una caja. La abre y de allí surge la pistola de papá. Sí, es la misma que hace una semana él sacó cuando estaban los dos solos en casa. La misma con la que le apuntó mientras le ordenaba que se quitara la ropa. Miranda agarra la pistola y se sienta sobre la cama. Respira. Recuerda a su padre acercándose a su cuerpo desnudo. Se lleva la pistola al pecho, justo a la altura del corazón. Recuerda a su padre sobre ella. Se agita, se agita, se agita. Dispara.
Eterno retorno
La mujer despierta con una rara sensación en cuanto el avión aterriza. Según sus cálculos, tiene dos horas de retraso. Hace quince años que se fue de la casa materna. Ahora retorna. Seguro que todos han cambiado. ¿La esperarán con una pancarta, con flores, con algún peluche? Se siente despistada. No sabe en qué momento bajaron los demás pasajeros. Sale arrastrando su maleta, medio perdida, y trata de ubicar una cara familiar. Mamá dijo que vendría. Pero no ve a nadie. El pequeño y provinciano aeropuerto va quedando vacío. Se sienta a esperar. Alguien vendrá por ella. Se queda dormida. Sueña que retorna al hogar materno. La mujer despierta con una rara sensación en cuanto el avión aterriza...
Muñeca humana
Ciudad Virtual, 25 de septiembre, año 2050. Exponen una muñeca sexual humana en un festival de antigüedades vivas, y esta acaba mutilada de tantos (y violentos) tocamientos. A la muñeca humana, llamada Samanta, los androides asistentes al festival la ultrajaron de tal manera que el hecho ha causado la indignación de los dueños de Antigüedades Humanas, compañía encargada de conservar estos seres en extinción. El presidente de la compañía declaró que cada androide asistente restregó a Samanta contra su cuerpo, la penetró por todos sus orificios, la golpeó y sometió de diversas maneras. Las manos de la muñeca acabaron con los dedos rotos. Sus pechos y su vagina, destrozados. Al finalizar el festival, el cuerpo de Samanta aún registraba vida, pero era prácticamente inservible. Debido a los daños, en la tarde de hoy Samanta será sacrificada en la hoguera municipal.
Negación
No cerraron la puerta de tu casa esa noche. No planifiqué todo durante los últimos seis meses. No soborné al vigilante de tu casa, no le di mil dólares a María, tu empleada. No manejé dos horas hasta La Molina. No dejé estacionado el auto a tres calles de tu casa. No llevé tres trozos de carne con somníferos en una bolsa negra. No les arrojé la carne a tus perros. No me llevé a Rebeca, tu hija de seis meses. No pagué por un pasaporte falso ni fragüé los permisos de salida del país. No soy la madre, no soy el padre. Y ahora, yo no soy yo, y ella, tu hija, ya no es ella. Mi nombre ya no será mi nombre. Su nombre ya no será su nombre. Ya no somos nosotras. Ya no seremos nunca las mismas. Y tú no sabrás nunca dónde estamos ni cómo vivimos. Y para ti, de ahora en adelante, la vida ya no será vida.
Corre, Santiago, corre
Mi mamá me lo dijo hace como un año. Era Noche Vieja. Papá llegó muy borracho. Comenzó a tirar adornos, sillas y todo lo que encontraba a su paso. Antes de alcanzar la cama cayó al suelo. Mamá le echó un balde de agua fría y él, como si nada, se dio media vuelta y siguió durmiendo. Ella se quedó mirándolo un rato, como si no supiera quién era él. Me tomó del brazo y me llevó al baño, que quedaba afuera de la casa, en el solar. «Es un secreto, Santiaguito, nadie puede saber. ¿Me juras que nunca se lo dirás a nadie?». «Sí, mamita, te lo juro. Nunca le diré nada a nadie». Y entonces me reveló toda la verdad, susurrando, para que ni el viento la escuchara. Me dijo que mi papá, ese que estaba en el piso dentro de la casa, no era mi papá. Al verdadero lo habían secuestrado los extraterrestres. «Los malos, porque también hay buenos, Santiaguito, también hay extraterrestres buenos. Por eso tenemos que irnos lejos, Santiaguito, adonde no puedan encontrarnos. Pero si nos encuentran, tú tienes que ser fuerte y sacar tus poderes. Recuerda que tú eres un superhéroe, como esos de los dibujos animados que tanto te gustan, Santiaguito. Eso sí, solo los podrás utilizar en caso de mucho peligro». Esa noche nos fuimos con una pequeña maleta. Caminamos hasta la estación de autobuses y partimos cuando todavía no había amanecido. Mamá supo que debíamos huir de allí unos días antes. Yo me había quedado solito en la casa. Hacía mi tarea en la mesa del comedor. Papá llegó temprano. Estaba rojo, sudado. Se metió en la cocina y sacó una cerveza. Vino al comedor. «¿Dónde está la puta de tu mamá?», me preguntó. Así hablaba él siempre. Le dije que estaba en el médico y que llegaría más tarde. Tomó su cerveza y volvió a preguntar: «¿Y tú qué mierda estás haciendo?». Le dije que mi tarea. Me tomó del brazo y me llevó a rastras hasta el cuarto del fondo, ese que está antes de salir hacia el solar. Papá se sentó en el viejo colchón que estaba sobre el piso. Yo me quedé de pie, mirándolo. Me dijo que me quitara la ropa. Lo hice tan rápido como pude, no fuera a enojarse y pegarme. Me observaba mientras él también se quitaba la ropa. Me dijo que me acercara y comenzó a tocarme con una mano, mientras se tocaba a sí mismo con la otra. No sé cómo, pero mi mamá entró y empezó a gritar como una loca, traía un tubo de fierro en la mano. Mi papá salió corriendo, y mi mamá detrás de él. Alcanzó a darle en la cabeza. Mi papá
chorreaba sangre. Mi mamá lo sacó de la casa, cerró la puerta con una tranca y vino a abrazarme. Me vistió rápido. Lloraba mucho. Me dijo que no olvidara que yo era un superhéroe, que si papá regresaba yo debía subir al techo y correr, correr, correr. Ha pasado un año. Vivimos en un departamento en el décimo piso de un edificio viejo. Pero el extraterrestre que habita el cuerpo de papá hoy nos ha encontrado. Mamá me ha dejado en este cuarto. La escucho gritar. Sé que debo ser valiente. Esta ventana es grande. La gente se ve chiquita allá abajo. Mamá sigue gritando. El extraterrestre está golpeando la puerta. Debo correr. Voy a correr.
Tú/yo
De repente vas corriendo por la calle oscura. ¿De quién estás huyendo? Estoy viéndote, estoy viéndome. ¿Quién nos persigue? La herida que llevas, que llevo, debajo de la blusa, está sangrando. Estoy sangrando. Te está doliendo. Me está doliendo. Te tropiezas, casi caes, intentas correr más rápido. Respiras. Respiras. Respiras. Un hombre te sorprende de frente; los otros dos por los costados. Te asustas. Me asusto. Pero pronto vas, voy, entendiendo: ellos también huyen. Ellos también sangran. Ahora ellos y tú, y yo, corremos, sosteniéndonos unos con otros. La calle parece infinita. Corremos sin avanzar. No quiero seguir mirando, pero no puedo cerrar los ojos. Transpiro. Tiemblo. Algo me aprisiona, me sofoca. De la oscuridad surgen mujeres, hombres de todas las edades, que se quejan, que se arrastran. Sí, seguro estoy soñando. Sí, todo lo estoy imaginando. Pero no logro cerrar los ojos. Todo desaparece. Solo las tinieblas te rodean, me rodean. Ahora un rayo de luz ilumina tu cara. Te veo. Ahora solo te veo a ti, que soy yo. Te falta, me falta, el aire. Ya no logras, no logro, seguir respirando. Estás asfixiándote. Creo que estás, estoy, muriendo. Y poco a poco voy recordando. Te veo, me veo, escribiendo delante de mi escritorio. Sí, me veo escribiendo. De pronto, un ruido intenso. La tierra está temblando. Todo tiembla: la silla, la mesa, mi café sobre la mesa. Y sigo escribiendo. Escribo sobre el temblor de la tierra. Mi letra tiembla. Primero suave y lento, pero sin detenerse, solo creciendo, el ruido, el movimiento. Tú que escribes, tú que tiemblas. Yo que escribo, yo que tiemblo. Salgo corriendo. Pero los libros, las lámparas, las puertas, las paredes, las ventanas, los postes, los edificios, tú, yo, lo que escribo, lo que lees, está cayendo, cayendo, cayendo, cayendo sobre tu cuerpo, sobre mi cuerpo, ya sepultado.
María Luisa del Río Llover sobre mojado
María Luisa del Río (Lima, 1968). Estudió Comunicación Audiovisual en el Instituto Peruano de Publicidad. Ha publicado los libros de microficción No mires atrás (2006) y Parece una agonía (2012); y los libros de investigación periodística Cusco Bizarro (2008), El Perú arde (2010), Hey, soy gay (2014), Chia (2015, Gourmand Book Award en Innovación) y La despensa del mundo (2018).
Me pasa esto
Estoy en uno de los viajes más lindos de mi vida, en un lugar demasiado maravilloso para ser mío, para ser verdad. El viaje recién comienza, sé que nada malo puede ocurrirme. Estoy feliz, a salvo, alucinada por lo que veo. Y, sin embargo, una esquina de mí no puede parar de recordarme que en una semana estaré de vuelta, bajaré claustrofóbica y siempre con la ropa inadecuada, de un avión demasiado impersonal, pese a que me subo a uno todos los meses. Se abrirá la puerta automática del Jorge Chávez y estaré en un taxi con los ojos cerrados para no mirar, por la avenida Faucett, fea, fea como ella sola, fea como si la hubieran condenado a ser fea, y triste. Y entonces me acordaré de que ya puedo encender mi celular, y sin embargo no lo haré, porque no quiero conectar con el planeta que me espera. Tengo casi diez palabras para todo lo que no quise decir anoche, cuando tanta belleza me dolía.
Cortina de culpas
La penitencia era un ritual habitual: las monjas se ponían un cilicio (rio utilizado para provocar deliberadamente dolor o incomodidad) que iban apretando contra su pierna o su brazo hasta sangrar. Las novicias hacíamos una penitencia que se llamaba «cortina de culpas». Se trataba de decir en voz alta cuáles habían sido tus fallas, levantarte la falda y latiguearte las piernas. Algunas la cumplían, otras golpeaban el látigo contra el suelo para engañar a las superioras, dándoles la espalda.
Me llegas, te pincho
Tiene huecos en los jeans y, si queremos ponernos cursis, diremos que también los tiene en el corazón. Le han bajado la llanta. Su novia se la ha bajado. Han discutido, las he visto coloradas y acaloradas por la bronca, y también porque, muertas de calor, llevaban un rato buscando una cerveza negra para ella y un agua sin gas para ella. Pero solo consiguen cocos, «pipas» los llaman algunos, esos cocos verdes con mucho líquido dentro. El coco ha servido para refrescarlas, pero no las ha enfriado. Las dos esperan que se apague el incendio, para tocarse hasta que prenda de nuevo. A ella se le ha ocurrido hacer una broma sexual y a ella no le ha caído en gracia el tono utilizado. Mecha que se prende otra vez, pero que no termina en agua de coco... ni en toqueteos. Mira cómo desinflo la llanta de tu auto, perra.
Pequeños grandes abismos
Hoy me falta fe. Tú sigues lejos. Tú me miras a lo lejos. Tú no me miras más, desde tan lejos. Me ha despertado de madrugada la sed de un agua lejana, y tantas horas en blanco me han revelado lo mío, lo de siempre. Hoy no quiero estar lejos. A veces —y esto no es mío, pero no recuerdo de quién— resulta más difícil privarse de un dolor que de un placer. Me supo a pólvora tu historia. Se me ha hecho piedra el sentimiento. Hay un desfile escolar con banda, un profesor habla del sida por megáfono. Felizmente, Paulino, el tucán macho, me alegra un poco la mañana cuando pega saltitos y chilla.
Aquí se sobrevive
Yo trabajaba en el río Cenepa, con indígenas, y una vez vimos a una pareja muy joven pasar por la misión. Eran nómadas, así que se detuvieron en nuestra aldea para que ella pudiera parir, y continuar andando. Pero nacieron dos, y eso era una preocupación para ellos. El padre caminaba delante de la madre, con la cerbatana o la flecha, viendo a qué pájaro o mamífero apuntarle para alimentar a su familia. No podía cargar a sus hijos porque necesitaba cazar para alimentar a su familia, o estar alerta, día y noche, para defenderla del ataque de un otorongo. La madre tenía que avanzar mientras amamantaba, y debía tener a los dos bebés adelante, porque si llevaba a uno en la espalda, este podría morir por la picadura venenosa de algún animal que ella no viera. Entonces los padres decidieron dejar a uno, el más pequeño, el más flaquito. El que salvaron tenía más posibilidades de sobrevivir, porque era más fuerte. Vimos que la madre abandonaba en la trocha al más débil, echadito sobre unas hojas grandes, sin ropa ni pañales, pues eran no ados. Poco a poco, nos fuimos acercando para recogerlo. Pero ella se dio la vuelta y nos gritó en su idioma: «¡Déjenlo ahí, es mi hijo! ¡Si quieren uno, tengan el suyo! ¡No lo recojan!». Y tuvimos que dejarlo. Lloramos, rezamos, pero teníamos que respetar.
Julia parió un sapo
Yo ya tenía mis tres hijitos, pues, y en eso que me dolía todo mi cuerpo, ay, y se me hinchaba así mi barriga. ¿Y qué sería, pues? Estaré embarazada, decía, pues, pero me estaba enflaqueciendo. Flaca, flaca estaba. Y un día ya me dieron dolores como de cólico, así fuerte, y me eché en la cama y pensé que me venía un parto, pues, y en eso que sale un sapo y lo hemos visto cómo se iba brincando. Había sido sapo, fíjate. Estuve varios días sintiéndome mal y me fui recuperando poco a poco, pero ya me quedé así, flaca, flaca, para toda la vida. Ya nunca me recuperé ni tampoco tuve más hijos. ¿Qué habrá sido? No sabemos cómo ha podido pasar eso. ¿Será que un día estaba caminando y oriné en un ciénago, así como agua de colores que se ve, y esas aguas tienen la antimonia? No sé; seguramente, pienso. Qué, pues, habrá sido.
Los pitucos nunca
«Los pitucos nunca cachan», le decía un negro muy guapo a su compañero de asiento, en una combi que me llevaba del Centro de Lima a mi casa. Yo estaba bastante gorda y me deprimía haber ganado tanto peso, a la vez que tan poco dinero. El tema sexual había pasado a un plano inexistente. Tenía cinco meses de embarazo, diez kilos de más («¡Muy mal, es uno por mes!», decía el doctor). Que son reprimidos, que todo les asquea. Que las jermas se aburren, porque los hombres son unos gordos pelados que las tiran mal. Que él tiraba todos los días, con una y con otra. Y qué rico tiraba, las hembras nunca lo rechazaban. Nunca sabré si me gustó o no escuchar eso. Si me ofendía porque merecía temas más elevados, dada mi condición de madre gestante primeriza y, hasta nuevo aviso, frígida... O si, más bien, despertaba en mí una arrechura de hembra preñada... O si lo de «pitucos» me tocaba en lo más profundo del ser... O del no ser. O todas las anteriores, probablemente. Seguramente. Creo que tenía las mismas ganas de llorar que de tirar. Las mismas de ir en un Audi con chofer que de estar en esa combi, escuchando reggaetón y siendo testigo de ese diálogo. Las mismas de darle una cachetada al chico, por hablar así delante de mí, que de chapármelo, justamente por eso.
Tú ganas
Quiero ser tu sombra. La luna llena que se ve desde tu cama. Tu cama. El canto que te despierta por las mañanas. Tus mañanas. La almohada que duerme entre tus piernas. Tus piernas. El sol que te baña cuando te pierdes entre la hierba. La hierba. Tu gato. Tu perro. El cerro que te da sombra por las tardes. Quiero ser tu mano derecha. Lo que ella toca cuando me extrañas. La joya que atraviesa tu ombligo. La seda que aprieta tus caderas. Tu pelo, tu cuello, tu lengua. La sangre que te inunda, el agua que emanas, la lluvia que cae por tus pómulos, el anillo que siempre te acompaña. Las aves en tu hombro, el ojo en tu espalda. Las cuerdas que te sostienen, la furia que te eleva, la tierra que pisas cuando bajas. Tu suspiro. Tu silencio. Tus ganas. Tú ganas.
Qué daría por
Qué daría por ser tú en este duelo. Despertar cuando ya no tiene sentido seguir durmiendo. Y seguir durmiendo. Encogerme entre tus sábanas sin que nadie demande de mí actividad alguna. Desayunar en tu cama mientras veo en la televisión a esos tontos, que a ti tanto te hacen reír, y a mí tanta rabia me dan. Qué daría por ser tú, hoy, en este duelo. Mirar el sol, mirar el mar. Solo mirar, porque todo lo demás es demasiado esfuerzo. Qué daría por tener esa caja tuya que abres para sacar todos los placebos que hagan falta para no llorar más, o para llorar con estilo. Qué daría porque fueras tú la que llorara por mí. Qué daría por mirar lo que tú miras, mientras me odias y me extrañas y me odias. Qué daría por esa luz que entra por la ventana de tu, qué daría por ese silencio que, por ese instante cuando.
Tanto te he visto
Cuando el sol logre traspasar esa maraña de estacas, hormigas y espinas, esos precipicios de barro, aparecerás tú, dándole luz a la vida. Pensar es un esfuerzo inútil, solo sentirte. Saber que tu sonrisa será una bienvenida, que habrás cuidado nuestras flores, que a tu lado existir es más. Pude haber muerto estos días, pero sigo esperando que tus manos me liberen. Mi cuerpo se rompe sin ti, mi sangre se enfría, se cierran más lento mis heridas. Te he visto tanto.
Apareces por debajo
Apareces, y disimulo muy bien la ansiedad con una sonrisa emoticona, pero ya estaba (sí, yo también) contando los minutos para que la vida nos regalara ese espacio irrepetible. Caminas por encima de este desierto, regándolo de flores; caminas por encima y por debajo de la carne que deseas, picas, muerdes; y mueres cuando las luces se apagan, porque te da la gana de morir, porque la vida es ahora y no mañana. Y porque la vida es ahora, gritas y pides de una manera que no puedo negar; y porque la vida es ahora, regalas. Y yo, en la esquina de este mundito, felizmente domesticada, como rosa, como zorro, como delfín de acuario.
Como cuando niños
Voy detrás de cada palabra que me regalaste, buscando tus huellas después de la tormenta, como cuando de niños se nos rompía un objeto que atesorábamos y nos arrodillábamos para recogerlo. Y tenemos siempre esta absurda reacción: tratar de volver a unir las piezas; imaginar, obstinadamente, que se pueden pegar, con las manos que nos tiemblan. Pero los pedazos rotos vuelven a caerse para partirse en más pedazos, solo para que entendamos que eso fue todo. Llegó el momento de aceptar. Juntar por última vez las piezas, mirarlas con incredulidad, envolverlas en papel periódico, botarlas sin decirles adiós, no mirarlas más. Habrá que aprender a vivir sin ellas.
Le dicen «Gorda»
Las muñecas le aburren y, como una forma de ningunearlas, las descuida hasta que tengan el cutis pésimo y terminen sin vestido. Las arrastra cogiéndolas por el pelo y se suma con desgano a los «cumpleaños de muñecas» que organizan su hermana y sus primas. Solo le interesa comerse alguna que otra galleta puesta junto al jueguito de té, y salir corriendo hacia algún rincón del inmenso jardín. Es musculosa y bien proporcionada. Pero sus padres le dicen «Gorda».
Ojos en la espalda
Mis mellizas esperan, sentadas en el coche, que las desamarre para bajarse y correr por el parque. Me entregan sus mamaderas y patalean. Azucena se pone y se saca el chupón, como quien no sabe si quiere que yo la baje, o tirarse de una vez. Anatolia coge los seguros de los cinturones del coche, como si agarrara unos tirantes asidos al pantalón, y me hace un ruidito con la letra e, tipo «Sácame», tipo «Cárgame», tipo «Guarda mi mamadera», tipo «Yo primero». Saco a Azucena primero, porque es más obediente y sabrá escuchar mis pequeñas advertencias, y le digo que vaya al pasto, de modo que acabo dándole ligeramente la espalda para desamarrar a Anatolia. Mientras lo hago, miro atrás para ver en qué anda Azucena, si está ahí esperándonos, y otra vez hacia adelante, y así. Si no miro adelante, Anatolia puede lanzarse sola del coche y caer sobre el cemento. Si no miro atrás, Azucena podría desaparecer para siempre.
El dolor puede esperar
Hemos avanzado hasta nuestros límites, los reales y también los imaginarios. La marcha nos cogió desprevenidos. Nadie pudo calcular esa cantidad de barro, de estacas de bambú, de piedras y de aguas heladas. Nadie imaginó esos días cortos pero interminables, ese peso haciéndose mayor en las espaldas, esa hambre, esa sed, ese tambaleo. Al cabo de tres días, las espinas ya están acomodadas en las palmas de tus manos, brazos, rodillas, muslos. Pensabas que no podías dormir mojada pero sí puedes. Ciertas cosas que jamás hubieras elegido comer te saben a gloria. Crece y se ensancha tu solidaridad, pero también aflora tu individualismo, el más salvaje. Te pueden ayudar y hasta salvar, pero solo tú tienes el poder de dejarte morir. Caminas, te clavas, te espinas, te agarras mal, te tropiezas, te caes, ruedas como un cachorro. En la siguiente colina, ya aprendiste la lección: resbalarás, la roca que pisas se desprenderá y no te quedará otra que aferrarte a un tronco, lleno de espinas, para no caer de espaldas al precipicio. Tu mano sangrando, sujetando todo el peso de tu cuerpo, las espinas que atraviesan la piel, el siguiente impulso. No piensas. Te sientes agradecida cada tanto, sea por una hora sin lluvia, por una mariposa, por una serpiente venenosa que no atinó a morderte, por un palo que te sirve como bastón, por un ser que llora y te recuerda que tú también, por otro que vence sus demonios y en ese triunfo se repliegan los tuyos.
Noctilucas
A Blanca Varela
Una serie de palabras rigurosas exige ocupar casi todo el espacio de mi escritorio, demandando cifras, frases lógicas, historias heroicas sobre mujeres ejemplares, valores y batallas. Hay otra de palabras pequeñas, a las que cuesta identificar, como si se disfrazaran de un idioma ajeno o inexistente, para ser leídas en voz alta (y dar risa, curiosidad o ponerle la piel de gallina al que pretenda servirse de ellas) pero no necesariamente comprendidas, al mismo tiempo que se preocupan por colocarse, o no, letras mayúsculas en la corona, dependiendo esta decisión más de un tema estético que de una investidura solemne. Las primeras son necesarias en un mundo donde tenemos que demostrar cordura y competencia. Ganar una carrera cuyo premio es otra carrera. Ganar. Las segundas solo aparecen como noctilucas, sin consciencia sobre su misión, ignorando si les corresponde brillar para atraer a sus predadores y servir como alimento instantáneo, o intimidar a sus iradores/adversarios, con esa luz que nace del roce de ellas con algo. De ellas consigo mismas. Pensándolo bien, no tienen miedo de ser devoradas, pues eso también les daría sentido a sus vidas, pues eso también les daría, pues eso también.
Nataly Villena Vega Destierros
Nataly Villena Vega (Cusco, 1975). Es doctora en Literatura Comparada por La Sorbonne Nouvelle. Ha publicado la novela Azul (2005, Premio Regional de Novela del Cusco), el ensayo Vargas Llosa, intellectuel cosmopolite (2008) y el libro de relatos Nosotros que vamos ligeros (2018). Además ha editado la antología Como si no bastase ya ser. 15 narradoras peruanas (2017).
Regalo
Estoy en un autobús que me lleva a Viena en medio de la noche. Se escuchan murmullos en lenguas eslavas. A mi lado se ha sentado un hombre amable, huele a cigarrillos y a alcohol. Me dice algo que no entiendo, le sonrío, me tiende una mandarina. Una vez, hace mucho tiempo, estaba en la biblioteca del Centro Pompidou. Era mi primer año en Francia. Iba allí a estudiar y a leer los periódicos. Fujimori estaba a punto de caer y el lugar se llenaba de peruanos. Fácil reconocerlos: pequeños, morenos, sonrientes. Uno de ellos me preguntó la hora, y comenzamos a hablar. Acababa de llegar a París, antes había vivido en Guyana. «He trabajado bien. Después me he venido aquí por unas paltas que tuve. Aquí me va mejor», se rio. «Tengo chamba. Llegando me conseguí al toque un cuarto en el XVI». Comprendí en ese instante de lo que se trataba. Su mejilla cortada. Un ladrón. Hice algún gesto mínimo, me puse rígida. El hombre se dio cuenta. En su oficio, la fineza perceptiva está muy desarrollada. Entonces sonrió, hizo un ademán de despedida y desapareció. Alivio. Pero minutos más tarde me tocó el hombro. Me volví sobresaltada. Entonces dejó sobre la mesa, delante de mis libros, una mandarina.
Niñera
Nos echamos a leer como lo hacemos todas las tardes. Yo apoyada en su pecho y ella acariciándome la cabeza. Me lee Cinco semanas en globo. Le gusta Julio Verne. «Abuela», le digo, «¿por qué nunca viajaste?, ¿por qué nunca te casaste?, ¿por qué nunca tuviste hijos?». «Tu mamá es mi hija y tú eres mi nieta», me dice. «Sí, pero no somos de verdad tuyas», le digo, con esa crueldad inconsciente que tienen los niños. «Cuando tenía veinticinco, le conté a tu abuelo que amaba a alguien que me esperaba en Argentina. No estaba de acuerdo; la hermana menor no se mueve de la casa. Insistí. Todos los hermanos me daban la razón: que se vaya, siempre quiso irse, además alguien la espera. Un día, al fin, me dijo que aceptaría. Antes debía ir a su hacienda, cuidar un tiempo a los hermanos y tejerle un poncho rojo». «¿Y qué pasó?», le pregunto. «Mi niña», dice mirando alrededor, «este es el poncho rojo. Aún lo sigo tejiendo».
Felicidad
Al inicio llamaba con frecuencia y reía oyendo en el teléfono a sus hermanos sin tener que interpretar las palabras. Comunicarse con los suyos, y los menos suyos, era un simple pimpón. «Soy una cantuta que ha venido a Göttingen con su propia maceta», solía decir, y lanzaba una carcajada. Adoraba a su marido, que hacía esfuerzos por hablar un poco de español. Poco a poco dejó de estar conectada. Nacieron un par de niños, las llamadas se fueron haciendo episódicas. Las sobrinas adolescentes, un día, encontraron a la tía en Facebook. La tía que vive una vida perfecta en un país donde existe la calefacción central. La que nunca cuenta su vida, la que sale poco de su casa, la que ya no llama a su mamá. La flor que ha crecido fuera de la maceta. La que nunca pone fotos, pero le da «Me gusta» a «Lo que no te mata te hace más fuerte» o «Nunca es demasiado tarde para ser la persona que podrías haber sido». «Tía, pon algo en tu muro», le escriben. Entonces aparecen tres imágenes. Posa con una mirada congelada, la piel tersa por el Photoshop. Los pequeños corren por un campo y parecen dos ángeles, vestidos de manera idéntica, en una instantánea que ha debido requerir numerosas tomas. Luego están ella y él, en una puesta en escena inmaculada, con un fondo de césped demasiado verde y flores de rojo muy vivo, sin tocarse. Ríen con un rictus fijo hacia la cámara, con el rostro perfectamente liso y los dientes blancos, brillantes.
Familia
Me recibe la familia al completo. Cusco en Madrid. El padre es español, la conoció en un tren. Compartieron cabina seis horas, y luego él la siguió hasta el Perú. Allí mismo se casaron. «Mi pequeña india», le dice, mientras ella prepara el almuerzo. También están dos hermanos de la madre. Abrazos, conversación, afecto. Los hermanos llegaron aquí hace doce años. Yo estoy apenas terminando el segundo. «¿Cómo no nos hemos encontrado antes?», me dicen. «Y siendo paisanos». «Vamos a mostrarte todo». El padre cuenta los primeros años de ella y la llegada de los hermanos, esa célula inca en pleno Madrid, en los años noventa. Cada uno tiene anécdotas curiosas y las desgranan con risas. También la lista de palabras que el padre ha aprendido: chompa, lapicero, combi. Ella cuenta que la única razón de discordia es que ella es republicana y él, franquista. «Pero hemos logrado mezclar agua y aceite», ríe. Un poco más tarde, en la sobremesa, mientras me observa, el hijo adolescente pregunta a sus tíos: «¿Por qué no habláis igual que ella? ¿Por qué ambos lo hacéis con la zeta?». La tía fuerza una frase de humor negro: «Para que tú y tu papá nos quieran». En ese instante nos callamos todos. Agua, aceite.
Canción
Me besó una noche, saliendo del Centro Pompidou. Me puso contra una pared y me agarró de las nalgas, me metió la lengua hasta la garganta, con su guitarra colgada a la espalda. Desde entonces dejé de ir a la sala de Literatura. A pesar de eso, desde otra sala lo veía pasar una y otra vez por los corredores; yo, con la cabeza gacha hasta que se perdiera de vista. Pero siempre me lo encontraba cuando iba a fumar. Proponía cine, cervezas; alargaba la conversación. A la salida lo veía merodeando, y a veces no conseguía escapar. Un día dijo que me había escrito una canción. Otro día me invitó a un espectáculo. En las escaleras del centro, volvió a besarme de improviso: «Tienes que oír mi canción». Poco después me lo propuso de nuevo y me hizo prometer que sí. Se lo conté a dos amigos. Fueron al Pompidou. «Es ese de ahí». Nada de lo que dije pareció convencerlos. Aprobaron: «Perfecto para ti». Llegó la fecha del recital. Entramos los tres en una sala pequeña, casi llena. Ahí estaba. Me coloqué en el lugar menos visible desde el escenario. Igual me detectó. Cogió su guitarra y cantó una canción. Luego otra y otras más. Aplausos, gritos. Hasta que, sentado en su silla, tensó las cuerdas: «Esta canción es para que alguien por fin me diga que sí». Largo silencio. De pronto, sudor frío, dolor de cabeza, migraña. Me levanté, deshaciéndome de esas largas cuerdas que sonaban atrás, y hui mientras se iba apagando su voz.
Buhardilla
Nos reunimos en la iglesia de Saint-Germain, el lugar donde nos habíamos conocido. Alguien le había conseguido un cuarto. Entramos a un inmueble elegante, subimos por la escalera de servicio. Una luminosa buhardilla para comenzar su vida en París. Cenamos y bebimos para celebrar. Me contó que tenía un novio. Nos volvimos a encontrar unas semanas después. Me anunció que la esperaban, miraba alrededor constantemente, y abrevió la conversación. Luego dejé de saber de ella. A veces pasaba por ahí y miraba hacia arriba. ¡Cuánta suerte! Un día regresé a la iglesia para buscarme otro trabajo. «Y pensar que venía aquí seguido», oí decir. «Es para no creerlo», respondía otra persona. Y de la nada me entró un sofoco. Súbitamente me saltaron lágrimas, apenas podía estar en pie. «El tipo, por supuesto», escuché. «Dicen que la buhardilla ardió toda la noche».
Anillo
Vino a visitarme porque se había enterado de que estaba enferma. El primo de los ojos azules. Estuvo allí mirándome un rato, intentando esa charla que quiso pero nunca podría ser. Le trajeron una taza de té. La bebió soplando, sin dejar de observarme, intenso, a pesar de mi incomodidad. Llegó mi esposo y siguieron una conversación jovial alrededor de la cama, hasta que se despidió. Durante la semana siguiente discutimos en casa por un anillo perdido que busqué en vano durante varios días. Después de un mes volví a encontrármelo en un café, acompañado. Me saludó efusivo a lo lejos y me acerqué a su mesa, disimulando mi reticencia. «Es mi pareja», me dijo. La mujer me saludó. Nos pusimos a conversar y él se ausentó unos momentos. Fue ahí cuando lo vi, con su rubí en forma de gota. «¡Qué bonito!», dije destemplada. «Regalo de San Valentín», me contestó, «¿no es tierno?».
Museo
Llego a Lima y coincidimos en el aeropuerto. Estaba justo despidiendo a sus padres. Es un encuentro improbable y efusivo. Jamás en veinticinco años. Quedamos en vernos unos días después, a las seis de la tarde, en ese museo. El taxi me deja en la acera de enfrente. Ve cómo cruzo con dificultad, esquivando los autos. «Siempre tarde», me dice riendo. Cierran a las siete. Entramos agitados a las salas donde exponen fotografías. Instantáneas, momentos detenidos. Caminamos evitando acercarnos, dialogando jocosamente. Estamos así algunos minutos. Bajan la potencia de las luces, anuncian que debemos ir cerrando nuestro recorrido. Observo con disimulo y también me siento observada. Veinticinco años. Por un instante imagino que le rozo el brazo. Oigo, con claridad, su respiración levemente agitada. Hasta percibo el olor de su cuerpo. Entonces anuncian que el Museo Mario Testino agradece nuestra visita. Salimos a la noche tibia de Barranco. Y de nuevo, todo —la ciudad, el tiempo— fluye.
Gato
Lo buscamos dos días. Salimos los cinco, incluido el abuelo, y barrimos la propiedad de canto a canto. Lo llamamos a voz en cuello, le dejamos latas de atún en distintos puntos, que a la mañana siguiente encontramos intactas. Dejamos pasar otros dos días. Hubo que decirles que no volvería. Los niños lloraron en los brazos del abuelo. Les prometió una bolsa de dulces, pero eso no consiguió consolarlos. «Era nuestro amigo, se habrá ido al cielo de los animalitos», dijeron. Era el verano pleno, pura humedad y bochorno. Una tarde vino el mayor: «Mamá, en el jardín del abuelo hay una nube de moscas». Fui a espantarlas con una escoba y encontré al más pequeño removiendo la tierra con un palo. Apareció el abuelo, que nos alejó a empujones. Apenas pudimos mirar, los niños dieron un grito.
Retorno a casa
Entra al baño del restaurante con el niño. Tiene solo unos días, apenas pesa. Está envuelto con varias mantas. Como una pequeña larva. Es el primer instante a solas desde el hospital. Debe cambiarle el pañal, y lo ha llevado a un baño adonde entra y sale gente desconocida. Observa todo. ¿Qué hace un recién nacido en un lugar tan sucio? El niño llora con gritos que desesperan. Regresa al salón apurada, se dispone a recoger su abrigo. Pero allí está él, instalado; los platos ya han sido servidos. Mala madre. No saber qué hacer en circunstancia semejante. Perder el sentido común. «Déjame que lo hago yo. Tú empieza», le dice él. Ella se muere de hambre, no ha comido ni dormido desde el día previo. Con el tenedor, prueba un bocado. Se oyen desde lejos los llantos del niño. Alguien voltea, la mira. Mala madre. Deja el tenedor en el plato, espera. Ya no se oye al niño. Poco después, regresa él, triunfante con el recién nacido limpio y nuevamente tranquilo, prepara el biberón, se lo coloca en el regazo y le da de beber. Luego la mira, condescendiente, a los ojos. «¿Ves?, es muy fácil». Mala madre. Mala madre.
Victoria Guerrero Las cosas que digo son ciertas
Victoria Guerrero (Lima, 1971). Estudió Literatura en la Pontificia Universidad Católica de Perú, es máster en Estudios de Género y doctora en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad de Boston. Ha publicado el poemario En un mundo de abdicaciones (2016); el compilatorio de su poesía bajo el título de Documentos de barbarie (Poesía 2002-2012) (2013), que comprende los libros El mar ese oscuro porvenir, Ya nadie incendia el mundo, Berlin y Cuadernos de quimioterapia; y, a dúo con el poeta Raúl Zurita, Zurita +Guerrero (2014, Premio ProArt). También la novela breve Un golpe de dados (novelita sentimental pequeño burguesa) (2014); los libros en prosa Diario de una costurera proletaria (2019), Y la muerte no tendrá dominio (2019), entre otros.
Tú eres el perro tú eres el desollado can de cada noche sueña contigo mismo y basta
Blanca Varela, «Secreto de familia», Valses y otras falsas confesiones
1
Adoptar a un perro fue un impulso. Quizá algún movimiento del inconsciente por haber vuelto a la casa familiar, con padre y jardín incluidos. Mi gato ya no me era suficiente. Demasiado elegante, demasiado silencioso. La amiga de Karen, Maru, lo recogió cuando lo lanzaron desde un automóvil en movimiento en la avenida Perú, en el norte de la capital. Le puse Varela o V. Es un macho joven. Se excita cada dos por tres, y quiere masturbarse con lo primero que encuentra: la pierna de mis amigos o los almohadones de la sala. Me recuerda mis propias masturbaciones adolescentes: exaltadas y furiosas. Me pregunto, entonces, si será que todos, humanos y perros, seguimos el mismo camino del deseo.
2
A veces nos acercamos a personas que no nos dicen nada. Hemos vivido años con ellas, una infancia completa, pero no nos dicen nada. O nos dicen cosas amargas. V debe de tener un año y medio, dice Silvana, la veterinaria, hermana de Maru. Hoy pasé a buscar una nueva correa porque rompió la suya, y un chico en el petshop dijo que su perra tenía como cuarenta años humanos. No sé por qué esa manía de traducirlo todo a una medida «humana», si cada vez somos más temibles. Por eso yo quiero acercarme a cierto instinto, a cierto gruñido, para poder hablar con él.
3
V debe de haber vivido ese año y medio con personas repulsivas. No obstante, hasta con padres terribles descubrimos por fuerza un espacio de calidez. ¿Varela podrá hallar un pensamiento bueno para aquellos que lo arrojaron por una ventana? A veces nuestros padres nos arrojan por una ventana desde que nacemos, una y otra vez. Nos dejan sentimientos extraños y culposos sobre la familia, sobre el hecho de desamar a quienes nos arrojan desde altas claraboyas o hermosos tragaluces, pero llevan nuestra sangre. Con el tiempo, V ha aprendido que el derecho de sangre no es un derecho de amor.
4
Mis amigas me dijeron que V se parecía al protagonista de la peli animada Isla de perros, del cineasta Wes Anderson. Inmediatamente, la vi. El protagonista y V comparten una nariz encantadoramente rosa. También el haber sido condenados a una muerte segura o, de no ser así, a vivir mendigando y comiendo basura en las esquinas, a caer enfermos, a encontrar su propia jauría. La película presenta un mundo gobernado por corruptos que destierran a los perros a una isla de basura. En ese mundo gobernaba el alcalde Kobayashi. En mi mundo, el hijo adolescente del presidente Kobayashi grababa escenas grotescas junto a su perro Puñete y hacía un primer plano de la cabeza esperpéntica y medio calva del Rasputín de su padre.
5
En televisión nacional, el asesor y cómplice del presidente Kobayashi (19902000) entregaba dinero al congresista Alberto Kouri a cambio de pasarse a las filas del partido de gobierno. Montañas de dinero, como bloques de Lego, yacían allí, sobre una mesa del Servicio de Inteligencia Nacional. Todo el dinero que jamás veré junto en mi vida. Esos eran los padres de la Patria: honradez, tecnología y trabajo. V no nacía aún en ese entonces, pero nosotros ya llevábamos una vida de perros.
6
El cáncer es más que una metáfora en un poema o unos químicos impronunciables en una receta médica. Vive en mi familia. Mi madre lo tuvo. Mi hermana lo tiene. Cuando Maru lo recogió, V, a quien ella nombró Lázaro, estaba enfermo, flaco y sucio. Lázaro tenía gastritis y una infección en el pene. La primera persona que lo adoptó dijo que a Lázaro le habían diagnosticado cáncer y que no podía conservar a un perro enfermo, y enseguida se lo devolvió a Maru. Finalmente resultó ser un falso positivo. El cáncer de mama se transmite de madres a hijas. Si V tuviera cáncer, ¿debería devolverlo? ¿Pero devolverlo a quién? Mi madre ya está muerta.
7
V sueña, y mucho. Sus sueños son agitados. Ladra y se queja. ¿Recordará ese momento en que Maru detuvo el tráfico al ver que lo arrojaban por la ventana de un auto en una vía de alta velocidad? Ella ama a los animales. Los rescata y los cuida. Cuando miro a V, pienso en ellos, a los que no conocí y que estaban dentro del vehículo. Tal vez no tenían cómo alimentarlo, o simplemente no sabían cómo amarlo. Esto último siempre, siempre, es lo más difícil.
8
Sus ojos me recuerdan al ámbar del Báltico. Allí donde antes hubo un bosque, el mar ahora arroja piedras preciosas. Le cuento que hubo un tiempo en que visitaba ese mar, incluso me metía desnuda en él. No era una playa nudista, era simplemente una playa del este. Tolo, el perro, nos acompañaba. La madre de mi exnovio lo había adoptado en España. Tenía un chip en su cuerpo, para poder encontrarlo en caso de que se perdiese. Cuando decimos amar algo, somos capaces de poseerlo al punto de no dejarlo ir, mucho menos perderse. Y, a veces, da miedo ese amor.
9
Cuando era chica, V soñaba que se hundía con su familia en el Toyota de su padre. En la primera imagen de su sueño, están la madre irritada y el padre silencioso: «Dejar hacer, dejar pasar», pero todo queda. Parece que la madre va a colapsar. Los ojos se han puesto rojos y los labios se mueven sin parar. Ya nadie oye nada. Las hermanitas se aterran. En la segunda imagen, las niñas sueñan que los adultos mueren y los arrojan por el ventanal de una vieja casa. En la tercera imagen, están con sus primas en la cresta de una ola, mientras sus padres las saludan desde la orilla al lado de Duque, su pastor alemán que murió envenenado días antes de que asaltaran la casa.
10
¿Cuánto tiempo tendré que pasar con V para que sepa que regresaré? Es tan indefenso. A veces lo dejo seguir sus impulsos, exagerados en todo: en el amor, en la comida, en el juego. Su necesidad de mí me deja agotada, y entonces tomo distancia y me convierto en su ama, como me enseñó su profesor: —Vamos. —Stop. —No. Los padres hacían lo mismo. Solo que las hermanitas no ladraban. Habían perdido esa habilidad. ¿Cómo ser un buen madre/padre para Varela? José, el profesor, dice que debo tener voz de mando. Lo llamo por su nombre y me mira de reojo. Está descansando. Es verdad: no le he dado una galleta, «Las galletas del engaño», las llamo yo. Toda esta disciplina es para que no se arroje sobre la gente que viene a casa, y no imagine que son los almohadones que usa para masturbarse. Si la voz de mando no funciona, hay que encerrarlo unos minutos, como vi en un tutorial de YouTube. ¿Estar solo y pensar en ser abandonado por tu madre es un acto de disciplina o de crueldad? No lo sé, pero funciona. Luego ya no quiere tener sexo con nadie, pero no confía en su nueva madre, y empieza a dudar y a pensar si algún día lo tiraré, yo también, por una ventana.
11
V es una mujer envuelta en pelos. Su ropa y su casa son la ropa y la casa de sus animales. Los animales la han tomado por su mascota y esclava. Por tanto, es ella la que debe limpiar. Antes de morir, vomitará una buena mata de pelos. O perderá el cabello como lo perdieron su madre y su hermana. Una tarde, su hermana cogió las tijeras: —Córtamelo —dijo. V quería llorar mientras los cabellos de su hermana caían como lágrimas sobre el frío suelo de la casa familiar.
12
En los noventa era difícil encontrar trabajo. Mis primas se embarcaron hacia Madrid, pero terminaron en Londres. De chicas de clase media alta pasaron a trabajadoras de limpieza. El padre de los primos de mis primas cruzaba el río Grande junto a otros exiliados de la pobreza. Según cuánto dinero tuvieras, los coyotes te pasaban en una limusina o te abandonaban en el desierto. Los que se iban no pensaban en perritos, pensaban en su supervivencia, que es pensar en la muerte. O abandonabas la universidad o la terminabas por insistencia de tus padres. En las calles, chicos tonteaban en las esquinas, sin futuro. Chicas embarazadas, sin futuro. La palabra revolución se fue a la mierda. Pensabas en el suicidio. V tomaba pastillas e intentaba cortarse las venas. El poeta Josemári se quemó en su casita de Jesús María.
13
Mis animales han sido un pollo, dos gatos y una perra: Margarita. Una scottish terrier blanca, con absurdo pedigrí, delicada y enfermiza. Era alérgica a las pulgas, y su piel se irritaba y debía llevarla al veterinario cada quince días. Cuando me fui a los Estados Unidos, la dejé con mis padres. Jamás me lo perdonó. Mis padres no podían llevarla todo el tiempo al veterinario. Era una inversión considerable de dinero y yo era una estudiante. Mi padre la llevó a sacrificar en un acto desesperado. Tenía una infección en los oídos y no había sido atendida a tiempo. Se golpeaba contra la puerta del garaje. Siempre somos los asesinos de alguien. Es claro que V la arrojó por el tragaluz de la historia para ir rumbo a su futuro en una ciudad del «primer» mundo.
14
Blanca Varela murió el 12 de marzo de 2009, dos días antes del cumpleaños de V. Fue una poeta a la que V leyó mucho en los días de su paso por la universidad. Blanca perdió a uno de sus dos hijos en un accidente de avión, y dicen que nunca se recuperó: «Si me escucharas / Tú muerto y yo muerta de ti». V quiere que la muerte sea suave, pero a veces llega dura, dura como los versos de Blanca. Varela fue uno de mis padres literarios, pero, cuando leí «Casa de cuervos», la sentí como una madre. Blanca ya está muerta, mi madre también. «Y otra vez este prado / este prado de negro fuego abandonado / otra vez esta casa vacía / que es mi cuerpo / adonde no has de volver».
15
Mi perro se llama Varela, Blanco Varela. Mi padre dice que es un nombre de perra y le avergüenza decir cómo se llama cuando se lo preguntan. El otro día que lo llevé a la veterinaria vi que sacaban lazos rosas y celestes de una cajita. Luego del baño, aunque dudaron, le pusieron un lazo celeste alrededor del cuello. Parecía un perro de porcelana envuelto para regalo. No sé, pero me recordó a Laika, la perrita astronauta que murió en el Sputnik 2 y hoy vaga entre agujeros que son como ventanas ciegas, galaxias y estrellas. Las cosas que digo son ciertas: cuando te regalan un perrito, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti misma, algo que es tuyo, pero no es tu cuerpo, sino algo que hay que atar a tu cuerpo con su correa. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se caiga al suelo y se rompa. Sí, Cortázar lo ha dicho mejor que yo. También Blanca.
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