Índice
Portada Sinopsis Portadilla Dedicatoria Nota de la autora 1. Pasillo, voz del verbo «pasar» 2. La alegría de un terraplén 3. En la planta baja sopla el viento 4. El gallinero participativo 5. El cuarto de Maria 6. La cripta de las merluzas 7.Las habitaciones de invitados 8. Las persianas entornadas 9. Listos para virar 10. La soledad de un pilar 11. Tres habitaciones para ella sola 12. La balada del semisótano 13. Cancela, voz del verbo «cancelar»
14. El vano 15. Siete pies y diez pulgadas Agradecimientos Notas Créditos
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Sinopsis
Lia Piano ha creado una deliciosa novela familiar que combina la luminosidad de obras como Mi familia y otros animales de Gerald Durrell con la excentricidad de la familia de “Los Tennembaum” de Wes Anderson. Inteligente, entrañable y muy original, este debut nos invita a refugiarnos en una época, nostálgica y llena de magia, que hoy añoramos más que nunca.
Planimetría de una familia feliz
Lia Piano
Traducción de Isabel González-Gallarza
A Pippo
Me regalaron este dibujo de Shunji Ishida cuando empecé a contar esta historia. Desde entonces y hasta hoy, lo he contemplado un rato todos los días antes de ponerme a escribir. Gracias, Shunji, por seguirme en silencio.
Nota de la autora
La idea de este libro surgió en la primavera de 2015, en un momento que parecía definitivo, cuando en realidad era provisional: una mudanza más. Empecé a escribir para despedirme de la casa familiar, que es el único personaje presente en estas páginas que existió de verdad. Mi infancia dejó en esas habitaciones una estela luminosa, como el lento maratón de una babosa. He tratado de seguirla, pero me he perdido a menudo. Y, al perderme, he ido inventando cosas. Con el estupor con que se acoge a una criatura nueva, he visto nacer entre mis manos una novela: las imágenes son todas verdaderas, pero los hechos y los personajes son fruto de la fantasía. Quien crea reconocerse en estas páginas debe leerlas mejor; si necesita gafas, las puede encontrar al final del capítulo 15. Durante mucho tiempo estas páginas tuvieron un título «explosivo», Nitroglicerina. Me costó abandonarlo, pero en mi corazón sigue dando fe de esta virtud extraordinaria de la escritura: puede agarrar el mundo y ponerlo patas arriba, puede lanzarlo por los aires sin que nadie se haga daño, al contrario.
1
Pasillo, voz del verbo pasar
Todas las mañanas lo mismo. Entraba en la habitación, abría de par en par la ventana, apartaba las sábanas y se ponía a cantar a voz en grito en dialecto calabrés: —Jettala, jettala a mari / si la pigghja lu piscicani / si la pigghja lu piscitunnu, / jettala a mari ’mpundu, ’mpundu. ¹ —¿Qué? —Despierta, que es tarde —me decía en dialecto. —¿Qué? —Despierta, niña, arriba. Maria apareció en la segunda mitad de la década de 1970, cuando mis padres decidieron regresar a Italia. Mi padre tenía algo menos de cuarenta años, y mi madre algo más de treinta. En diez años se las habían apañado para cambiar tres veces de país, celebrando cada mudanza con un hijo. Pero había llegado el momento de convertirnos en una familia tradicional, para lo cual compraron una casa de verdad y se embarcaron en su empresa más difícil: llegar a ser normales. El primer paso consistió en buscarnos a mis hermanos y a mí una tata que se ocupara de cuidarnos y educarnos. Una institutriz. En las semanas que duró la selección, pasaron por el salón austeras señoritas alemanas, mofletudas au pairs inglesas, quemadas por el sol de mayo, y enjutas mademoiselles sas con chignon. Entonces, con una de esas piruetas de la lógica que marcaron el verdadero destino de la familia, mi madre la eligió a ella.
Concepita Maria era calabresa, acababa de emigrar al norte desde el corazón de la Sila con sus trece hijos y su marido, Carmelo, expresidiario. La tarde en que fue contratada, ante el estupor y la indecisión de mi padre, mi madre se mostró inflexible: —Tiene cara de persona que trae suerte. Y era eso lo que la salvaba cada vez que liaba una tan grande que mi padre bramaba desde el pasillo: —¡Esta vez la despido! Los tres hermanos respondíamos al unísono: —¡No, papá! Trae suerte. Una carrera profesional salvada por la magia. Es verdad que, como preceptora, Concepita Maria tenía sus limitaciones. Para empezar, era completamente analfabeta. No sabía leer. Tampoco sabía los números, ni uno solo. La mitad de los días se equivocaba al tomar el autobús que la llevaba hasta nuestra casa y aparecía en la otra punta de la ciudad. Mi institutriz privada aprendió a escribir su nombre cuando entré en primaria y me enseñaron el alfabeto. Entonces empezamos a practicar en la cocina, escribiendo sobre el vaho de los cristales: —Primero la eme, que es como dos montañas, luego la bolita con el rabito, después el rizo, después la rayita y, por último, la bolita con el rabito. —¿Pasta con marisco? —El rizo. —¿Pasta con pan rallado y anchoas, cazuela de pasta con patatas? —La rayita. —¿Tallarines con garbanzos?
—¿Qué? —¿Puedes comer, niña? —preguntó en dialecto. Cuando por fin logró escribir «Maria», para celebrarlo nos emborrachó a los tres con licor de huevo, pensando que era huevo batido y embotellado. Nunca llegamos a escribir «Concepita», y para nosotros tres siempre fue Maria a secas. En cambio, era una moderadora excelente. Cuando nos peleábamos, tenía una sola frase de advertencia: —Niños, no riñáis. Si no lo dejábamos, si no parábamos al instante el gesto, intervenía: se colocaba en el centro de la pelea y daba vueltas sobre sí misma con las manos extendidas. Un remolino de bofetadas que nos estampaban contra la pared, uno de cada lado. Alguna vez mis padres trataron de darle indicaciones pedagógicas: —Concepita Maria, ¿podría no pegar a los niños? Pero el único resultado que obtuvieron a lo largo de los años fue que dejara de levantarnos la mano y pasara a tirarnos la zapatilla, que se quitaba con una agilidad que nunca habríamos sospechado. Maria era capaz de atinarnos con un lanzamiento realizado desde la otra punta del jardín. Pero no eran zapatillas lo que calzaba Maria, sino zuecos. Además, tenía una virtud que en nuestra casa siempre ha salvado a todo el mundo: había sido guapa. No sé hasta qué número de hijo o hasta qué año de trabajo, porque entonces los adultos me parecían todos igual de viejos. Pero ahora sé que había sido guapa. Y conservaba lo necesario de esa belleza para que mi hermano Marco se enamorase de ella. Enamorarse como puede hacerlo un chico descarado y tímido, medio tonto y dopado de hormonas como un caballo de carreras. Para mi hermano, el cortejo consistía de hecho en un único gesto, repetido obsesivamente cada mañana: trataba de saltar sobre ella. Estaba claro que, aunque hubiera logrado su propósito, Marco no habría sabido qué hacer a continuación. Eso él lo sospechaba, y ella lo sabía perfectamente, pues lo trataba con ese espanto divertido que muestran las mujeres de mundo con los adolescentes.
Cada mañana se consumaba la misma escena embarazosa en el pasillo que comunicaba los dormitorios de la primera planta: Marco abría de par en par la puerta del baño, completamente desnudo, y perseguía a Maria, que huía gritando. —¡Maria, ven que te posea! —graznaba él, que tenía el estímulo, pero carecía del lenguaje adecuado para traducirlo en palabras. —¡Virgen santa, déjame en paz! —Te deseo, Maria. —Dios bendito, la somanta de palos que te daba —le decía en dialecto. Al final, por ese pasillo pasaba otra cosa: algo que mi hermano no sabía expresar, y lo hacía su cuerpo en su lugar, lanzado como un proyectil hacia Maria. Algo que sólo ella entendía de verdad, y en todo ese zarandearlo y liarse a tortas con él para zafarse había también una caricia, aunque bien escondida. Y así habrían seguido por siempre si un día no hubiera llegado el típico adulto a estropearlo todo. En efecto, mi padre abrió la puerta de su habitación justo cuando acababa de pasar Concepita Maria, con un estruendo de exhortaciones a la Virgen y a los santos, y chocó de lleno con mi hermano desnudo, que, curiosamente, esa mañana llevaba una bolsa de basura en la cabeza. Unos segundos después era Marco quien huía, perseguido por mi padre, y, detrás de todos, Maria. Mi padre y él se encerraron en el baño; a través del cristal esmerilado de la puerta sólo se veían sus dos siluetas: mi padre de pie y mi hermano con la cabeza gacha, mientras aún le duraba la erección. —Éstas son las fantásticas ideas de tu madre. ¿Te das cuenta? ¿Tú entiendes lo que estabas haciendo? ¿Eres consciente? —Pero, papá, es que... —Quítate esa bolsa de la cabeza. Y no te rías. —No me estoy riendo, papá.
—Quítate esas manos de ahí. No, mejor déjalas donde estaban. Y vístete, cabeza de chorlito. Un mes después, Marco se marchó a Mallorca, a una expedición arqueológica. Le encontraron plaza en el último momento en un grupo de ancianos norteamericanos. Pero puede que en la isla hubiera más gente aparte, porque cuando volvió llevaba al cuello una concha en forma de corazón y dejó de perseguir a Maria por el pasillo. Pero ella siguió despertándonos durante años con la misma canción en dialecto sobre niños a los que se los comían los peces.
2
La alegría de un terraplén
Entré en el jardín por primera vez a hombros de mi padre. Recordaba muy poco del mundo de antes, y ese poco seguía siendo en blanco y negro. Bueno, en gris. Marco y yo contamos once tonos distintos: estaba el gris perla de la mañana, el gris tórtola de después de comer y el gris titanio de la tarde, antes de que oscureciera. Estaba también el gris ceniza de la fachada del edificio de enfrente, atravesado por las rayas gris zinc de las barandillas, en las que nunca había una sola flor. Estaba el gris de los tejados plomizos, sobre los que se reflejaban las nubes bajas y plateadas. Estaban el gris topo, el gris ratón, el gris platino, el gris té verde y el gris cadete de los abrigos que cruzaban la calle en el semáforo, con los cuellos levantados para protegerse del frío. Nadie levantaba nunca los ojos al cielo, pese a lo cerca que estaba. Yo los miraba por la ventana, con las manos apoyadas en el cristal. Estaba tan frío que, si me acercaba demasiado, mi respiración formaba una nube de vaho, y ya no veía nada. El mundo de antes había que observarlo desde cierta distancia. Pero en el mundo de ahora había colores. Primero fue el verde, que se abrió de par en par delante de mí en cuanto me asomé al jardín. El verde hierba del prado enfrente de casa, y ese otro, brillante, de los arbustos de menta en las jardineras. El verde plateado de los olivos, y el verde oscuro del musgo sobre las rocas. El verde bosque de la colina a mi espalda, y el verde esmeralda del mar allá abajo, entre las casas. Le grité a mi hermano: —Pero ¿cuántos verdes hay? Él levantó las manos con todos los dedos estirados, una vez, y otra y otra más. Yo no sabía contar, pero no tenía un pelo de tonta: significaba «muchos». Ahora el único gris era el de las tejas de los tejados. Pero en ellas se reflejaban los
gavilanes, blancos como banderas en el sol claro de la mañana: Génova, henos aquí.
Un gran jardín rodeaba nuestra nueva casa: la parte trasera era una franja larga y estrecha que se ensanchaba al este y se abría de par en par al sur, en la fachada delantera. Nacía en un terraplén y lo cerraba una gran tapia de diez metros de altura. Abajo estaban los huertos de las casas vecinas; al otro lado, las cumbreras de los tejados, y al fondo, entre las casas, brillaba el mar. Mi padre lo definía como pensil, y se ponía a hablar de Nínive y Babilonia. Mi madre se limitaba a decir: —Es sólo cuestión de tiempo. Se está desmoronando. El jardín era un trozo de campo olvidado en la ciudad, y conservaba las huellas de todos los propietarios anteriores. Había un cenador art nouveau sobre el que trepaban sarmientos de uva fragola, columpios atados a cuerdas que se hacían pedazos al primer intento de subirnos, colmenas sin tapa que llevaban decenios sin ver una abeja. Delante de la casa se erguían cuatro palmeras altísimas. Cuando soplaba el viento, sus frondas llenas de hojas secas planeaban sobre el jardín, con un silbido seguido de un fragor espantoso. Y no caían sólo hojas: bruscamente ahuyentadas, decenas de ratas bajaban corriendo por los troncos y se dispersaban entre la hierba. Bordeando el lado este del jardín y protegidos por la tapia, estaban los árboles frutales: limoneros, mandarinos y cidros, un manzano raquítico que rezumaba resina por los nudos y una higuera tortuosa que asomaba por una grieta en la tapia. Al sur, lindando con el barranco, una rosaleda delimitaba el perímetro. Con el tiempo se convertiría en uno de los reinos perfumados de mi madre. Descubrimos los insectos, y con ellos se inició la estación de los «qué es»: —Mamá, ¿qué es esto? —preguntaba yo, corriendo hacia ella con mi botín en la palma de la mano. —Un escarabajo, tesoro. Y así con los grillos topos, las chinches y las tijeretas. Al atardecer observaba fascinada a los mosquitos motearme los tobillos:
—Mamá, ¿qué son? Mi madre echaba una rápida ojeada: —Oh, tengo que plantar algún arbusto de cidronela. Durante la floración de sus Amber Queen y Variegata di Bologna, el rosal resplandecía de escarabajos sanjuaneros verdes que volaban en círculos, atontados por el perfume, chocando entre sí sin descanso. Abandonada en un rincón del jardín había también una bañera esmaltada azul. Años después, durante una nevada tremenda que cubrió la ciudad, mi hermano y yo nos lanzamos colina abajo en esa bañera, usando como pista el callejón de al lado de casa. Llegamos hasta la playa. Cuando los bomberos nos llevaron de vuelta, tirando de la bañerita, Concepita Maria les aseguró que nos reservaba un severo castigo: —Son un par de cretinos, señor guardia. Les voy a dar una paliza de las buenas, verá como no lo hacen más. Y, con un empellón en la espalda, nos tumbó a ambos a los pies de las fuerzas del orden. Naturalmente, volvimos a las andadas. Nadie había segado la hierba del jardín en años, por lo que el verano de nuestra llegada a la casa tenía más de un metro de altura. A Marco le llegaba a la cintura, de Gioele sólo asomaban la cabeza y el cuello, y a mí se me intuía por el surco que iba dejando a mi paso. Para mí el jardín entero estaba contenido en ese telón de hierba que se cerraba a la espalda de mi hermano y se lo tragaba todo. Al cabo de varias semanas, cansada de perderme la pista y tener que andar buscándome, Maria me hizo un sombrerito sobre el que colocó un banderín, y le añadió un elástico para sujetármelo debajo de la barbilla. Era una goma de esas anchas y planas, como de braga, que se aflojaba fácilmente, por lo que Maria tenía que cambiármela todas las semanas. Poco a poco el jardín empezó a poblarse. El primero en llegar fue un perro, que sólo podía llamarse Pippo. Gioele, el más lírico de los tres, escribió una descripción suya tan bonita que yo, analfabeta como era, me aprendí de memoria: «Mi perro es una cruz entre un setter y un collie. Y es el perro de los cien corazones».
Pippo, la cruz blanca y negra, como un auténtico primer amor, machacó a todos sus rivales sucesivos y entró por la puerta grande en la categoría de leyenda. Como un primer amor, fue el buque escuela de nuestra cinofilia, como ningún otro perro lo ha sido jamás. Yo, por ejemplo, lo maquillaba. En las tardes de esa nueva vida, oculta entre la hierba alta que, si me cubría a mí, podréis imaginar cómo sepultaba a Pippo, lo vestía con la ropa de mi madre, le ponía pendientes, le pintaba el hocico de carmín y me lo llevaba de paseo. Es un decir, porque me tiré meses sin encontrar la cancela de salida. Paseábamos en círculos, bordeando el perímetro de la tapia, él de punta en blanco, y yo con mi banderín que asomaba entre la hierba alta. Con el tiempo, Pippo desarrolló otras habilidades: acompañarme al colegio y luego recogerme, puntual como una niñera alemana; encontrar las gafas de mi madre, a la orden de «estaban aquí hace un momento»; y matar una cantidad impresionante de ratas de palmera, que dejaba cariñosamente en la puerta de nuestros dormitorios. En primero de primaria me presenté en la fiesta de carnaval del colegio con Pippo disfrazado de vaquero. Ganamos el premio al disfraz más bonito, y al día siguiente la maestra convocó a mi madre. Nuestra infancia estuvo marcada por una serie infinita de advertencias, convocaciones, notas, conversaciones en el despacho del director —«Señora, se lo digo por el bien de la niña»—, avisos, gestos reprobatorios y muecas exasperadas. Mi madre, que se había pasado la noche cosiendo el chaleco de sheriff de Pippo, fingió a la perfección, asegurándole a la maestra que pronto me convertiría en una niña normal. Mientras tanto me acariciaba la nuca, por debajo del sombrerito del banderín. Contento, Pippo me restregaba el hocico sobre el baby, manchándolo de carmín. Por lo demás, la casa estaba casi deshabitada. Constaba de buhardilla, primera planta, planta baja y semisótano. Nosotros cinco no alcanzábamos a ocupar todas esas habitaciones que, por mucho que las llenáramos de cosas, siempre seguían vacías. La primera en ocuparse fue la de nuestros padres, situada en la esquina sudoeste de la primera planta. La eligieron nada más llegar a la casa, haciendo oídos sordos a todas nuestras quejas: —¡Papá, no es justo, es la más grande! —Marco, ¿tú cuántos eres? —Qué pregunta, yo soy uno.
—¿Y mamá y yo cuántos somos? Pero fue mi madre quien zanjó el tema: —Niños, cuando aprendáis a bailar el pasodoble, volveremos a hablar de cuántos metros necesitáis. Era la única habitación que tenía objetos, pero no se podían tocar. En el dormitorio de mis padres todo era frágil, inestable o efímero. Los chales de seda de mi madre resbalaban por el suelo y, si te descuidabas, en un momento salían volando por la ventana. En equilibrio sobre el escritorio había jarrones con rosas, frasquitos de esencias y de tinta que, con sólo rozarlos, caían sobre la alfombra, mezclando su contenido. Las llamas de las velas lamían las páginas de los libros. Los días de tramontana, la araña del techo se balanceaba tanto que daba miedo, haciendo llover gotas de cristal a su alrededor. Rara vez nos dejaban entrar, y casi siempre nos acompañaban a la puerta con un pretexto, cerrándola silenciosamente a nuestra espalda. Nuestros dormitorios, en cambio, seguían vacíos como catedrales abandonadas. Nuestros pasos retumbaban al atravesarlos. Para la mudanza de los cinco nos había bastado una pequeña furgoneta casi vacía, y aún hoy sigo sin entender con qué pertenencias habíamos vivido hasta entonces. Fueran las que fueran, mis padres las habían dejado en otra parte, en el mundo de antes. Así, ese verano empezó la fiebre de la acumulación. En un delirio colectivo, sofocamos el vacío abriéndolo de par en par y metiendo de todo en él. Cada cual según sus propias inclinaciones: mi madre salió una mañana y volvió con tres cachorrillos de pastor alemán. Mi padre encontró un anuncio en el Daily Mirror y, por quince libras esterlinas, compró contra reembolso los planos de un velero de contrachapado marino. Decidió construirlo él solo y, en cuanto recibió el paquete de Londres, desapareció en el semisótano con el rollo de esquemas bajo el brazo. Marco aplanó una parte del jardín para hacer un campo de vóley y organizó un extenuante torneo, que los cachorros de pastor alemán se encargaron de ralentizar invadiendo el campo cada dos por tres y mordisqueando la pelota hasta agujerearla. Gioele se volvió tartamudo. Los pastores alemanes eran para nosotros tres, que hasta entonces habíamos discutido ferozmente para establecer a quién de nosotros quería más Pippo. La intención era que tuviéramos un perro cada uno y dejáramos de pelearnos. A mis
padres les llevó un par de días entender que su cálculo era erróneo. Pero una tarde mi padre nos puso a todos en fila, y entonces cayó en la cuenta: —Vaya, ahora tenemos tres hijos y cuatro perros —dijo, volviéndose hacia mi madre. —¿Cómo? —Has traído un perro de más, ¿no lo ves? —Anda, pues es verdad. Nosotros tres estábamos muy alerta. —Hay que devolver uno. Niños, poneos de acuerdo para elegir cuál. Inmóviles, nos aferramos cada uno a nuestro pastor alemán. —No compliquéis las cosas inútilmente. Mamá se ha equivocado, vamos a devolver un perro, y aun así tendréis uno cada uno. Mientras tanto, medio asfixiados por nuestros abrazos, los cachorros empezaron a gruñir. —Papá tiene razón. Si devolvéis uno de los perros, os doy tres gatos. —¿Cómo que tres gatos? Lo que nos faltaba. —Bueno, los gatos dan menos trabajo. —¡Y se comen los ratones del sótano! —Concepita Maria solía intervenir desde la cocina, gritando para cubrir el ruido de ollas y sartenes. Papá y mamá se pusieron a discutir entre ellos sobre la devolución de los tres gatos que aún no teníamos: —Los gatos no vigilan. —¿Y qué se supone que hay que vigilar, según tú?
—Ya está otra vez la princesita del guisante. Me importan un pito tus quejas. Cuando oíamos la palabra pito, a nosotros siempre nos entraba la risa, y Maria empezaba con una de sus dramáticas canciones calabresas: «Casa sin amor, casa con dolor». Cuando oían la palabra pito, al cabo de un rato mi padre y mi madre desaparecían en su habitación. Cuando una discusión terminaba con esa palabra, siempre se arreglaba todo. Nos adjudicaron los tres pastores alemanes. Marco llamó a la suya Luana, yo Kim a la mía, y Gioele, Sa-sa-sasha a la suya. Por férrea e inamovible voluntad paterna, Pippo fue nombrado supervisor, por lo que dejó de ser un perro. Y por coherencia educativa, al día siguiente mi madre volvió a casa con una pareja de hámsteres. Mi padre la tildó de insensata. Maria los miró y dijo en dialecto: —Señora, ha comprado ratones. La hembra desapareció misteriosamente al cabo de unas pocas semanas, mientras que el macho, llamado Pellejo, vivió en la librería de mi cuarto, donde mi padre le construyó, a escondidas de Maria, un sistema de rampas para pasar de un estante a otro. De noche, Pellejo chillaba y corría como un demonio por toda la pared. Con el tiempo aprendió a saltar de la librería a mi cama sin tocar el suelo, donde Kim lo esperaba para zampárselo. Sí, porque al crecer las tres hembras de pastor alemán resultaron ser una jauría de asesinas. Despedazaban, decapitaban y desmembraban a todo animal con el que se cruzaran. Por separado eran tiernas lobitas, pero juntas se convertían en casi cien kilos de furia homicida. Los vecinos empezaron a cogernos cariño conforme les íbamos devolviendo a sus animales de compañía hechos trizas. Las normas de la casa establecían que el legítimo propietario de la culpable asumiera la responsabilidad moral del asesinato, por lo que mi hermano tuvo que presentarse, blandiendo la cola de un gato atigrado, en casa de la viuda Carter, una octogenaria lunática que pasaba los inviernos en Liguria. La viuda se lo tomó a mal y lo cubrió de improperios en cockney. A Gioele, que llevaba a Sa-sa-sasha de la correa, no se le ocurrió nada mejor que reaccionar con un ff-ff-fuck!, tras de lo cual estalló en un llanto desesperado. La viuda se desplomó en el suelo, escupiendo la dentadura postiza. Al día siguiente, las hijas de la viuda Carter llamaron por teléfono a mi madre.
Ésta les contestó: —Lo entiendo perfectamente. Esta vez las perras se han pasado de verdad. Ahora mismo me encargo del tema. Y así lo hizo, en efecto, con la ayuda de su amiga Sandra. Ésta trabajaba para una empresa de transportes del puerto de Génova. Cuando atracaba en el muelle algún carguero lleno de cosas raras, nos traía enseguida una muestra. Le debíamos los regalos más bonitos, tales como zancos de malabarista, gafas de rayos infrarrojos —mi madre se las ponía para vigilar que, encerrados en la habitación, de verdad hiciéramos los deberes—, bicicletas plegables, muñecos de cuerda, racimos enteros de plátanos o hula hoops. Cuando llegaba, Sandra nos avisaba tocando la bocina desde el final de la cuesta, y nosotros nos precipitábamos a la cancela. Hasta nuestro padre asomaba el cuello por la ventana de su reino del semisótano, sacudiendo la cabeza. Ese verano atracó en el puerto de Génova un carguero destinado al safari zoo de Novara. Por ley, los animales debían permanecer en cuarentena antes de entrar en o con los demás ejemplares; y por ley también, debían pasarla en el puerto franco, bajo vigilancia del veterinario y de las autoridades portuarias. Esa tarde Sandra empezó a tocar la bocina ya desde el paseo marítimo. Cuando por fin la vimos doblar la curva, estábamos nerviosísimos de pura curiosidad, y Maria nos calmaba a base de cachetes en las orejas, que en cierto modo era su manera de aplaudir. En esa ocasión, Sandra no conducía su destartalado Renault 4 de siempre, sino una camioneta blanca con la trasera descubierta y altos bordes. Por encima de éstos asomaban dos brillantes jaulas de acero. En cuanto paró el motor, los tres dimos un paso atrás instintivamente, con nuestros fieles pastores alemanes al lado. Pippo rodeó la camioneta, supervisando los cuatro neumáticos, y volvió a sentarse. Mi madre llegó corriendo por el sendero del jardín, vestida con un pantalón corto y con el pelo recogido en una coleta. Lucía su típica sonrisa de los hallazgos grandiosos. Cuando Sandra abrió la puerta lateral de la camioneta, llevábamos dos minutos conteniendo la respiración: dentro de las jaulas, totalmente inmóviles, había dos enormes cachorros de tigre y león. Entonces mi madre y ella, como si no hubieran hecho otra cosa en la vida más que domar grandes felinos, abrieron a la vez las dos jaulas, y los cachorros bajaron de un salto. Nos habíamos quedado muy quietos, como si se nos hubiera atascado algo entre la retina y el cerebro, y
la información no hubiera podido pasar. Mientras tanto, el cachorro de tigre se estiró a sus anchas, avanzó un par de pasos hacia nosotros y emitió un rugido larguísimo, bajo y vibrante. Un sonido que parecía correr bajo la tierra y subir por nuestras piernas para extenderse por todo nuestro cuerpo. Sentí que se me erizaba el cabello debajo del sombrero. Lo mismo les ocurrió a los tres pastores alemanes, que en un instante doblaron de volumen, dieron un salto atrás y desaparecieron, ladrando desesperados. Para ellos era un detalle sin importancia que el tigre y el león fueran cachorros y que a la primera caricia se hubieran tumbado de espaldas como dos gatos de tamaño desproporcionado. Y tampoco entendieron nada cuando Sandra se marchó entre bocinazos hacia el puerto, acompañada de una ola de brazos que despedían al primer safari de nuestra vida. Durante días no hubo un solo movimiento entre la hierba alta, y las escudillas siguieron llenas. Ni siquiera funcionó que nos pusiéramos a jugar al voleibol, que solía ser un reclamo infalible. Cuando los perros se decidieron a volver, lo hicieron reptando, con los rabos tan bajos que parecían de otra raza. Tardaron un par de semanas en levantar las orejas. Kim nunca llegó a recuperarse del todo y adoptó una mueca ofendida que le duró de por vida. Desde entonces, en cuanto veían cualquier gato, las tres hembras de pastor alemán se echaban al suelo, apocadas, con la mirada gacha. Por supuesto, nunca volvieron a matar a ninguno.
3
En la planta baja sopla el viento
A la planta baja, que era más bien un entresuelo, se accedía por la fachada sur de la casa, mediante una escalera de mármol que bajaba hasta el centro del jardín. Era la entrada original, heredada de los primeros propietarios, una familia aristocrática que recorría el parque en carroza hasta la misma puerta, donde yo imaginaba que los esperaba una hilera de sirvientes. Nosotros preferíamos acceder por la entrada de servicio, situada en la fachada opuesta, subiendo por una escalera de hierro que se tambaleaba. En cualquier caso, las dos puertas quedaban siempre abiertas de par en par mediante dos grandes ganchos fijados a la pared. Por ello, la planta baja estaba perennemente atravesada por corrientes de aire que entraban por el norte, la recorrían entera y volvían a salir por la escalinata sur. Los días que soplaba viento todo se movía: oscilaban las lámparas de araña y las cortinas se inflaban hasta desgarrarse, los libros colocados sobre las mesitas se hojeaban solos, en los rincones de las habitaciones se formaban remolinos que levantaban hojas, dibujos y ovillos de polvo. Por toda la casa estallaba el estruendo de ventanas y puertas que se cerraban con estrépito. Esos días mi madre recorría sin tregua la primera planta con sus zapatos de tacón alto. En el semisótano, inmóvil durante horas, mi padre dibujaba el plano de su velero sobre una gran plancha de contrachapado marino. Concepita Maria se encerraba en el lavadero a hacer la colada de las sábanas, y mis hermanos desaparecían. En la planta baja quedábamos sólo Pippo y yo, sentados en mitad del salón, en medio del viento que a mí me agitaba el banderín y a él las orejas. Inmóviles en el caos, nos planteábamos lo que años después se convertiría en preguntas.
La distribución de la planta baja era la que era y no itía concesiones: cuatro habitaciones dispuestas en círculo alrededor de un salón central, de tamaño desproporcionado con respecto al resto. Todos los muros eran de carga: tocar uno significaba que la casa entera se viniera abajo. Pero había sobrevivido a tres siglos de mudanzas, y sin duda podría también con nosotros. El salón, con una altura de más de cuatro metros, se asomaba al jardín a través de tres cristaleras, y era tan grande que ni siquiera tratamos de llenarlo. Tampoco era posible iluminarlo: allí dentro cualquier lámpara acababa pareciendo una hoguera en medio de un bosque. Sólo en las noches de luna llena, la luz lo inundaba por completo a través de las cristaleras. La primera vez que mi madre reparó en ello, al poco de llegar a la casa, nos llevó abajo arropados en las mantas, arrastrando los colchones y las almohadas por la escalera con esa furiosa alegría suya que cortaba de raíz cualquier amago de desaprobación. Luego ella se volvió tranquilamente a su cuarto a descansar y nos dejó contemplando la luna. A la mañana siguiente, Maria nos encontró a los tres dormidos en el suelo, abrazados a los perros. Cuando se lo contó a mis padres muy enfadada, quejándose de la pulmonía que seguramente pillaríamos, de las pulgas, las garrapatas y los ratones que nos habrían mordisqueado, mi madre le contestó con un aire angelical: —Tiene razón, Concepita Maria. Niños, no volváis a hacerlo. Y, ahora, subidlo todo de nuevo. Para pasar de la cocina al comedor, del comedor al despacho y del despacho al lavadero teníamos que cruzar el salón. La única que de verdad recorría de un extremo a otro esa planta con total tranquilidad era Maria, que trazaba sus diagonales de saponaria, lavando y frotando todo lo que encontraba a su paso. Ésas eran las salas de «recibir», nos había explicado mi padre. Sólo que ninguno de nosotros tenía idea de lo que se suponía que había que recibir en ellas, y sobre todo a quién. En la planta baja, la única pieza habitada y no sólo recorrida era la cocina, que Maria defendía con fiereza del desorden que, día tras día, invadía el resto de la casa. Situada en la esquina nordeste, la cocina era la torre de observación de toda la familia: era la única habitación desde la que se veía claramente la cancela de entrada al jardín. Cuando sonaba el interfono, Maria se asomaba a los barrotes de la ventana y gritaba en dialecto a los visitantes: —¡El perro muerde!
Después cerraba la ventana, sin molestarse en ir a abrir la cancela. El resto de la habitación lo ocupaba un fregadero muy profundo, en el que Maria se metía hasta los codos, y una gran cocina de gas con ocho fuegos. Pero el primer mes Concepita Maria no nos dejó acercarnos a los fogones, ni cruzar el umbral de la cocina. Por otro lado, habría sido inútil, porque nunca cocinó el almuerzo, ni preparó un desayuno, ni tan siquiera una merienda. Maria se proyectaba al largo plazo. Trabajaba para cuando llegara la escasez, para la época de vacas flacas, para la temporada en que no hubiera cosecha. Llegaba temprano por la mañana con enormes bolsas de compra cuyo contenido desaparecía enseguida y para siempre. Cuando por fin mis padres, hartos de nuestras quejas y del continuo mendigar, le pidieron que rindiera cuentas de nuestro ayuno, ella explicó que era «el instinto de reserva». El instinto de reserva se le despertaba en verano y le duraba hasta el otoño, cuando por fin se llenaban los graneros. Entonces la cocina rebosaba de tarros, embutidos que colgaban de las lámparas de araña del siglo XVIII y botes de aceitunas en salmuera; había hogazas sobre los aparadores, montones de quesos en aceite y tomates secos, grandes botellas de sirope de rosas y ristras de ajos. Después de preparar los pasteles de pasas, almendras y nueces, Maria paraba por fin durante el tiempo necesario para invertir el proceso y empezar a atiborrarnos.
Pero ese otoño, el primero en la nueva casa, el hambre no se contaba entre nuestros problemas más urgentes. Mis hermanos y yo estábamos a punto de ir al colegio, por primera vez en nuestra vida. Hasta ese momento, al crecer entre tres países, mis hermanos se habían educado de manera privada. O al menos eso fue lo que mi madre puso en el formulario del colegio donde matriculó a Marco: «educados de manera privada». En realidad, los tres habíamos totalizado un número impresionante de clases, impartidas en tres lenguas distintas por un ejército de preceptores improvisados. Un vecino, que era profesor de la Sorbona, nos había enseñado geografía e historia; el novio de una niñera alemana, matemáticas; mi madre, a leer y a escribir, de manera aproximada. Yo me había mostrado impermeable a cualquier noción y brillaba en mi ignorancia, pero
Marco tuvo que presentarse a una entrevista de isión. Resultó que sólo sabía contar en alemán y estaba convencido de que Italia había ganado la Segunda Guerra Mundial. Convocaron a mi madre, que volvió a casa con un montón de libros y se encerró con él en su cuarto durante las semanas restantes antes del inicio del curso. Mi padre se ocupó de Gioele, que en esa época tardaba un minuto y cuarenta segundos en pronunciar su nombre. Mientras tanto, yo correteaba en el jardín con Pippo. Iba a entrar en primero de primaria, y aún no sabía que en clase no estaban permitidos ni mi perro, ni mi sombrerito abanderado, ni patadas en las espinillas ni súbitas carcajadas inclinando la cabeza hacia atrás. En resumen, ignoraba que se disponían a prohibirme todo lo que sabía hacer.
La mañana del primer día de colegio nos despertamos cuando aún estaba oscuro. Los tres habíamos tenido pesadillas, y mi madre había ido de cama en cama con enormes tazas de manzanilla, a prodigarnos mimos y caricias. Obligados a velar por nosotros, mi padre y ella se habían mantenido despiertos buena parte de la noche bebiendo champán. Ahora, al alba del primer día de clase, nosotros estábamos aterrados, y ellos se perseguían riendo por el pasillo con nuestras carteras a la espalda. Nos salvó Maria, la cual, después de dejar abajo las bolsas de la compra, subió como un rayo, y como un rayo nos vistió con lo primero que pilló. Antes de salir de casa nos puso a los tres en la boca una de sus rosquillas cubiertas de azúcar glas, un pipareddhu o una susumella con pasas, antes de propinarnos una buena colleja, diciendo: —En marcha, cobardicas. Se puso a la cola y nos siguió. Y así fuimos al colegio, cruzando el barrio desconocido de una ciudad todavía misteriosa, que hasta entonces había quedado fuera del recinto de nuestra tapia. Marchamos todos en fila, como un elegante cortejo: yo en cabeza, a mi lado mi madre, ataviada con un traje rojo, y Pippo, embutido en un vestido de tubo. Justo detrás, Marco y Concepita Maria, que hablaban sin parar, llevando a Luana y a Sa-sa-sasha de la correa. Kim nos seguía a unos pasos de distancia y, cerrando la marcha, venía nuestro padre, con la Leica réflex al cuello y Gioele de la mano.
Cada diez pasos gritaba: «¡Foto!», y todos nos volvíamos de golpe sin dejar de andar. Maria metió una de esas fotos entre el cristal y la madera de la mesa. Al mirarla de frente se falseaba la perspectiva y parecía que el fondo del callejón nos fuera a devorar a todos. La que sí me devoró fue la maestra, Luciana Meghini, viuda de Canizzi. Una señora delgada, larguirucha y huesuda, que se disponía a concluir su último ciclo en cuarenta años de carrera como maestra de primaria. Su adiós a los escenarios. Le bastó una ojeada a mi familia para comprender que yo podía ser la piel de plátano en su canto del cisne. En cuanto entré en clase, con un único gesto se las apañó para quitarme el sombrerito, ajustarme el lazo del cuello y sentarme en una silla, todo ello sin dejar de apretarme la garganta con las manos. —Niños, a partir de este momento sólo podéis mirar en una dirección: el estrado. En la pared que había frente a nosotros brillaban un crucifijo, la foto de un anciano vestido de blanco y el mapa de Italia, que colgaba torcido. Las tres cosas se me quedaron grabadas porque era la primera vez que las veía. —Empecemos. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Desde el fondo de la clase oí a Pippo estallar en un aullido, seguido del inconfundible galopar de mi familia, que huía por el pasillo.
Nuestro ingreso en la escuela conllevó algunas novedades. La más importante fue el concepto de tiempo. Por primera vez en nuestra familia, alguien había establecido que existía el tiempo. Una campanilla marcaba el inicio y otra el final. Para celebrar el acontecimiento, empezamos a almorzar. Mis padres instalaron a toda prisa un comedor en la planta baja. Eligieron una de las habitaciones que rodeaban el salón y que se comunicaba con la cocina mediante una gran puerta acristalada. Concepita Maria nos vigilaba desde su puesto en los fogones. En el centro de la habitación había una mesa redonda y nada más, nunca habría más mueble que ése. No querían que nos distrajéramos de la función atribuida al lugar: tratar por todos los medios de no comer. En el mundo de antes eran pocos los sabores. No había orégano, ni tomillo, ni arbustos de laurel a los que correr, obedeciendo a la orden de Maria: «¡Niños, laurel!». En ese mundo aún no existía la albahaca, que ella echaba a puñados en
todos los platos. Los limones eran frutos, no árboles que escalar para buscar en la copa los más maduros. Y las rosas eran ramos que mirar por los escaparates de la floristería, no un sirope que, con sólo destaparlo, llenaba de perfume toda la cocina. Tuvimos que acostumbrarnos, lo que nos llevó varios meses. En realidad, tampoco nuestros padres comían; mi madre desmenuzaba los alimentos y los repartía por todo el plato; mi padre hacía un montón de experimentos interesantes con los cubiertos, los platos y los vasos. Yo no ingería nada que estuviera caliente o blando; Marco, nada líquido ni verde, excepto pepinos, y Gioele, nada que hubiera estado vivo. En cuanto llegaba un plato a la mesa, preguntaba: —¿Está mu-mu-muerto? —Muerto de frío —lo tranquilizaba Maria, y Marco por detrás añadía: —Muerto y enterrado, kaputt. Entonces Gioele dilataba las pupilas, y mi madre tiraba su comida al suelo, donde aguardaban los pastores alemanes. Después, seguíamos donde lo hubiéramos dejado: —¿Qué tal en el colegio? —A la maestra le cuelga la papada como a los pavos. —Yo voy con el Doria, los del Génova son unos pringados. —¿Los pa-pa-pavos se co-co-comen? —Cuando yo era niña, los abuelos asistieron a la botadura del Andrea Doria. —Mirad, el empuje vertical es igual al peso del agua que desaloja —intervenía mi padre, metiendo una mandarina en el vaso de agua. La conversación daba una vuelta entera a la mesa, llevándose consigo un trozo de cada uno. A Gioele nunca le daba tiempo a agarrarse, y nosotros nos divertíamos acabando sus palabras:
—Ma-ma-ma —empezaba él, tirando de la manga de mi madre. —¡Mal, como el cantante de The Primitives! —intervenía Marco. —Mármol, marina, manaza —seguía yo, pensando que lo ayudaba. —¡Madre mía! Dejad en paz a este niño —concluía Maria en dialecto, llevándoselo a la cocina, mientras él se desvanecía en una estela de sílabas. Al cabo de unos meses de clase, su profesora convocó a mis padres: —El alumno no sabe expresar conceptos elementales ni elaborar las nociones adquiridas. En estas condiciones no es apto para presentarse al examen de isión al curso siguiente. Mi madre no pestañeó siquiera: —Ahora mismo nos ocupamos de ello. Acto seguido se encerraron una tarde entera con Gioele en su cuarto y salieron decididos: mi hermano tenía que hablar, y nosotros debíamos escucharlo, costara lo que costara. No debíamos interrumpirlo jamás, ni aun sabiendo que no saldría vivo de la frase en la que se hubiera metido. Gioele se convirtió en el centro de la conversación, y las comidas empezaron a durar toda la tarde. El estupor de ver que no lo interrumpíamos lo ponía eufórico, pero pronto el alivio se transformó en angustia. Tropezaba con las palabras, se acurrucaba dentro de ellas, abría los ojos de par en par, torturando la servilleta, y para terminar le salían manchas rojas en el cuello que en pocos minutos se le extendían por toda la cara. Nosotros no podíamos salvarlo, ni siquiera cuando, varado en mitad de una frase, buscaba el final agitando las manos, incrédulo ante nuestro silencio obstinado. Lo veía debatirse en el fondo, boqueando. Tenía que apañárselas solo. Mi padre le construyó un pequeño metrónomo que llevaba siempre consigo, en una bolsa colgada en bandolera. Empezó a entrenarse dando vueltas alrededor de la casa, seguido de Sa-sa-sasha. Después se armó de valor y pasó a las largas conversaciones ante el espejo del baño. Hasta que por fin se sintió preparado. El día en que decidió tomar la palabra puso el metrónomo sobre la mesa, reguló la frecuencia, se quedó escuchando unos diez segundos y después se lanzó, balanceando el cuerpo al mismo ritmo. Al final de cada frase aplaudía, tomaba
aire y se zambullía en la siguiente. Lo que contaba eran hipnóticas cantilenas, recitadas al ritmo de su frecuencia preferida, el adagio. Le llevó meses, pero al final lo consiguió. Y le cogió gusto: volvía de sus excursiones por el mundo y nos las contaba en escala 1:1. Cinco horas de vida correspondían a un relato de la misma duración, sin contar con las digresiones; nos turnábamos para no interrumpirlo. Nadie imaginaba que en diez años hubiera acumulado tantas palabras, pero pronto entendimos que estaba dispuesto a decirlas todas y del tirón. Hablaba, vaya si hablaba: —La casa de mi amigo Tommaso es noble. Tienen pu-puerta blindada, tapicería adamascada y cortinas con estampa-pados de flores. —Mi padre levantó los ojos al cielo, y Gioele aplaudió—. En el baño siempre hay papel higiénico, dos rollos, y toallas con distintas iniciales. —Maria abrió los ojos de par en par, a lo que siguió el aplauso de mi hermano—. Y televisión. Ellos son no-normales. —Clap, clap. —Nosotros también somos normales —intervino mi padre, que estaba fabricando una ballesta con los tenedores. Llevábamos seis horas sentados a la mesa. Ya casi era de noche, y mi hermano hablaba y hablaba sin parar. Puso toda la carne en el asador, mencionando hileras de camas, neveras descongeladas, cajones llenos de cubiertos bien alineados, bonos-descuento conservados. Estaba describiendo un lugar en el que las cosas no se perdían o se encontraban casi enseguida, donde nunca se estaba solo y no había que cruzar habitaciones vacías, donde no había oscuridad, ni ráfagas de viento que lo mandaban todo por los aires. Por supuesto, en casa de Tommaso todos se sabían de memoria el Padrenuestro. Empecé a odiarlo. A mí nunca me habían invitado a casa de nadie. Para mí las casas de los demás eran sólo los deberes que la maestra colgaba en las paredes de la clase: «Dibuja tu habitación, describe a tu familia». Subí a escondidas la palanquita del metrónomo: andante, moderato, allegro. Gioele seguía hablando, balanceándose asustado y perdiendo de cada frase un trozo cada vez más largo. En el vivace volvió a tartamudear. Nos levantamos y lo dejamos ahí, tambaleándose en la penumbra.
4
El gallinero participativo
Para cumplir el sueño de mi madre de que el jardín se transformase en un zoo resultó providencial la ayuda de otro amigo de la familia, biólogo animal —yo pensaba que «biologoanimal» era una profesión, como otorrinolaringólogo—, que llamó una noche a casa: en el laboratorio en el que trabajaba se había cancelado un experimento sobre una partida de huevos fecundados. Decenas de vidas potenciales corrían el riesgo de apagarse. Nosotros desde luego no podíamos permitirlo. A la mañana siguiente, el biólogo animal se presentó con tres cajas enormes, que vaciamos en un silencio sepulcral. Colocamos los huevos en el fondo de la bañera, sobre un montón de cojines y cubiertos por otro montón de jerséis de nuestro padre. Trasladamos al cuarto de baño todas las luces de la casa: lámparas de pie, apliques, lámparas de mesa, focos y linternas. Las dirigimos todas hacia la bañera, donde los huevos, al apartar un poquito los jerséis de lana Shetland, brillaban como piedrecitas a la orilla del mar. Establecimos turnos: cada cuatro horas había que cambiar las bolsas de agua caliente que rodeaban los huevos y girarlos con delicadeza. Nuestro padre comentó: —Sois unos insensatos. Una incubadora para gallinas, a quién se le ocurre. Eso no va a funcionar. —Pero, a escondidas, él también subió del semisótano dos radiadores eléctricos. Todas las mañanas teníamos que vigilar a Maria, que, haciendo oídos sordos a nuestras súplicas, el primer día robó un puñado de huevos para hacer una tortilla. —¡Ma-ma-maria, están vivos! —Vosotros también estáis vivos, pero flacos como un fideo —contestó en dialecto.
Tras dieciocho días de incubación, empezó a moverse algo entre los jerséis. Nos mudamos los tres al baño, aterrados ante la idea de que Maria cocinase a los recién nacidos. Durante los tres días siguientes eclosionaron cincuenta huevos. Y la mañana en que mi padre abrió de par en par la puerta del baño, preocupado por nuestra desaparición, lo arrolló una oleada de pollitos. En nuestra familia las consecuencias nos pillaban siempre desprevenidos: eran rayos sorprendentes en nuestro cielo sereno. Y así ocurrió con la impronta. Los pollitos apenas tardaron unas horas en decidir quién de nosotros era la gallina clueca. Guiados por una sabiduría superior, atinaron de lleno. Mi madre empezó a moverse por la casa seguida de una estela de cuarenta pollitos que piaban, y mi padre la iba anunciando: —Niños, dejad paso a Konrad Lorenz. Algún polluelo que otro eligió a Gioele, que andaba volviéndose todo el rato para contarlos una y otra vez. Un par de ellos, más osados, se lanzaron detrás de Marco, que por poco los pisaba a cada paso, y uno solo, que tenía un ojo cerrado, me eligió a mí. Para consolarme, Maria me cosió una bolsa portapollitos y me la colgó al cuello.
En nuestra casa todas las cosas, inanimadas o no, debían tener nombre. Bautizamos a los pollitos con un criterio inflexible: todos los nombres debían empezar igual. Y como al primero en salir del cascarón lo habíamos llamado Pío, después vinieron Piolín, Piojo, Piocha, Piolet y Pionero. Maria intervenía, proponiendo variantes: Pioasado, Pioempanado. Sólo se aceptó una para el mío, Piofrío, porque vivía en un saco de dormir a veinte centímetros de mi barbilla. La tasa de mortalidad, que nuestro padre había fijado tristemente en un setenta por ciento aproximadamente, fue igual a cero. Al cabo de unas cuantas semanas, cincuenta gallinas se contoneaban pacíficamente por las salas de recibir. Con un gesto de desaprobación, mi padre decidió construir un gallinero al fondo del jardín. Mi madre enseguida aprovechó la ocasión: —Niños, vamos a hacer un experimento de diseño participativo. En nuestra variante, uno lo diseñaba y los demás se arremolinaban alrededor y, entre empujones, le gritaban:
—Esa escalera es demasiado alta, es para cabras monteses. —Te he dicho que le hagas un tobogán. Pero nun-nun-nunca me escucháis. —¿De ventanas ponemos ojos de buey? —Son gallinas, no delfines, enana retrasada. —Así entra demasiada luz, no van a empollar los huevos. —Ahora van a estar a oscuras, se deprimirán como los finlandeses. —Los que se deprimen son los noruegos. —No, los esquimales. —Vosotros, en cambio, no podéis deprimiros ni cinco minutos, ¿verdad, niños? Éramos simplemente demasiado anárquicos para ponernos de acuerdo en un único diseño. Exasperados, nuestros padres decidieron lanzar un concurso. Formamos los equipos: nuestra madre con Concepita Maria; juntos, Gioele y Marco se asociaron para formar la Giorko Design, y nuestro padre prefirió ir a su aire. Yo no sabía dibujar ni hacer cálculos, por lo que nadie me quería en su equipo. Indignada y furiosa, decidí participar con Pippo y Piofrío. Le propuse a Kim que se uniera a nosotros, pero después de la broma del tigre y el león ésta no quería tener mucho trato con seres humanos. La fecha de entrega del diseño se fijó para el domingo siguiente. Se interrumpieron todas las actividades familiares; mi madre nos preparó justificantes para el colegio. Con su letra inflada y flotante, escribió tres versiones idénticas: «Por causa grave e imprevista de fuerza mayor». Con mi cuaderno en la mano, la maestra me acarició la mejilla diciendo: —Lo siento mucho. Mi más sincero pésame. —Yo también lo siento, profesora. Lo han hecho a propósito. Ella apartó la mano de golpe, pero no me hizo más preguntas. Nos encerramos en nuestras habitaciones, rebautizadas como «talleres». Maria
dejó de cocinar. En tres días, la casa se convirtió en feudo absoluto de las gallinas, que ocuparon toda superficie a su alcance: con cada golpe de viento, se levantaban tornados de plumas. Mis hermanos se peleaban, y cada media hora llegaba desde su habitación el sonido de hojas arrugadas. De la de mi madre, en cambio, llegaba la voz de Maria, que acompañaba las tareas más difíciles cantando a pleno pulmón. Esa semana me aprendí un aria entera de Violetta. Inexplicablemente, Concepita Maria se sabía La traviata entera, que ella llamaba «A tranvata». Del cuarto de nuestro padre nunca nos llegaba sonido alguno. Pippo y yo estábamos desesperados y no teníamos mucha fe en Piofrío. Además, pese a nuestros cuidados, seguía sin abrir el ojo, lo que disminuía sensiblemente su sentido de la perspectiva. Se tambaleaba sobre la hoja, picoteando las pocas líneas temblorosas que yo conseguía trazar, confundiéndolas quizá con gusanos. Al cuarto día de aislamiento y ayuno, tuve cuarenta de fiebre. Me liberaron del encargo entre protestas: —Siempre hace lo mismo. Es una mosquita muerta. —Pues sí que es enfermiza esta niña. Debe de salir a esos parientes tuyos patricios. Mira qué tez de infanta de Goya tiene. —Te voy a hacer un caldito de gallina. —¡No, las ga-ga-gallinas no! Cuando estaba enferma, sólo mi madre sabía la cura: me vestía de seda y encaje, y me otorgaba un cargo de responsabilidad: —Tesoro, ponte buena, que eres la presidente del jurado: si te mueres, tendremos que anular el concurso. El día de la entrega de proyectos ya me había recuperado del todo. Las propuestas estaban expuestas en el salón, acondicionado para la ocasión. Maria había llegado ese día muy temprano para limpiar la casa después de una semana de anarquía, acompañada como siempre de su inseparable Tranvata. En el momento exacto de la muerte de Violetta, al grito de: «In me rinasce... m’agita insolito vigore», echamos al jardín a la última gallina. Entonces Maria se quitó el delantal: llevaba un vestido cruzado debajo del escote. Bastó ese detalle para dejar a Marco completamente embobado. Nuestros padres, cansados después de
una semana de enfrentamiento directo, hacían ahora frente común en un rincón. La Giorko Design presentó el «Multigallinero»: cuatro plantas movidas por un sistema de poleas de «tracción animal». O, lo que es lo mismo, accionadas por los cuatro perros. Mi madre estaba entusiasmada: —¡Chicos, pero si es una máquina propia de Leonardo da Vinci! Mi padre se puso a estudiar el sistema de paso de una planta a otra: consistía en una pequeña rueda de molino con las palas del tamaño necesario para albergar a una gallina cada una. —Así es como bajan, pero ¿cómo vuelven a subir? ¿Habéis estudiado los flujos de movilidad? Gioele se abalanzó sobre Marco, al grito de: «¡Te lo dije!», y acabaron enzarzados debajo de la mesa. Luego llegó el turno de mamá y Concepita Maria. Sobre la mesa, oculta por un mantel de encaje blanco, había una maqueta. Maria cogió dos de las esquinas y levantó delicadamente el mantel: debajo apareció una ciudad encantada. Rodeado por siete murallas circulares, se extendía un dédalo de callejuelas y pasos elevados. Las gallinas desarrollarían así su sentido innato de la orientación, explicó mi madre, extendiendo los brazos en un lento allongé de bailarina. Dejarían de seguirnos por toda la casa, demasiado ocupadas en tratar de entrar en el edificio. En efecto, en el centro del laberinto se erguía suntuoso el gallinero: un templo circular rematado por una cúpula. Muy orgullosa, Maria extrajo un capitel de la columnata: —Prueba, niña. Es pasta de almendras. —Mamá, ¿cuántas gallinas caben en el edificio? —Una, cariño. Mi padre calculó que necesitaríamos aproximadamente una hectárea de jardín. Él no había presentado ningún proyecto. Por eso de su habitación sólo nos llegaba silencio. Nos cargó a los tres: Marco, a caballito; yo, a hombros, y Gioele, abrazado a su cintura. Teníamos que agarrarnos con fuerza, pues él
necesitaba las manos libres. Bajamos la escalinata y salimos al jardín. —Vosotros habéis presentado proyectos, pero yo os propongo un método: vamos a diseñar el gallinero conforme lo vayamos construyendo. En un rincón del jardín, dispuestos en montones ordenados había tablas de madera, sacos de cemento, ladrillos, piedras, martillos y clavos.
Y eso hicimos. Descubrimos que el gallinero participativo iba surgiendo en el intervalo entre pensamiento y acción: aquello que en nuestra fantasía parecía fácil se revelaba mucho más complejo una vez que tocaba tierra. Comprendimos que el punto de unión de dos piezas es conflictivo por naturaleza. Que el arco es un sistema democrático: si no están de acuerdo todas las piedras, se te cae encima. Que, si no lo consigues a la primera, tienes que volver a intentarlo, pero si a la décima sigue siendo un desastre, igual tienes que pensarlo un poco mejor. Y que todo, absolutamente todo, pesa. Y si decides levantarlo, debes tener eso en cuenta. Vino una señora mayor, que mi madre había sacado de no se sabe dónde, a enseñarnos a levantar tapias de piedra seca. En Liguria esa tarea era cosa de mujeres: construir huertos sobre los barrancos, conseguir que creciera fruta en un terreno de derrumbe. Elegíamos con cuidado cada piedra. Comprendimos la importancia de las pequeñas, como las esquirlas, para encajarlas entre las grandes. Eran las más traicioneras: después de enjuagarlas, a veces descubríamos que eran sólo grumos de tierra batida, dura y negra. No nos peleamos ni una sola vez. Ni siquiera Gioele y Marco. El gallinero nos enseñó que las opiniones son importantes, pero que al final decide la materia. Aguanta o se derrumba. Aguanta pero cruje. Aguanta y, aunque saltes encima, se tiene en pie: aprobado. El lunes siguiente volvimos al colegio, pero el aprendizaje proseguía por las tardes hasta que, al cabo de un mes de trabajo, concluimos nuestra obra: al sol del mediodía se erguía nuestro gallinero. Tan feo como una ciudad después de un saqueo, pero nuestro. Los años sucesivos seguimos añadiéndole piezas: ruedas de bicicleta, paraguas colgantes, cajones de fruta con los nombres de las gallinas escritos o cascos de moto de los que salían nidadas de pollitos en primavera. Estaba a medio camino entre un vertedero y una máquina célibe.
Hay que reconocer que la convivencia con las gallinas no fue del todo fácil: la impronta de los primeros días de vida marcó para siempre a toda la primera generación. Nunca se convencieron de ser gallinas y vivieron su aislamiento en el gallinero como una hiriente injusticia social. Desde su punto de vista, tenían todo el derecho a sentarse a la mesa con nosotros. Con algunas buscamos un compromiso diplomático, porque también a nosotros la casa sin ellas nos parecía vacía. Pero no tardamos en llegar a una situación de guerrilla. Se metían debajo de las camas para agarrarse a nuestros tobillos en cuanto nos levantábamos por las mañanas. No destacaban por su inteligencia, pero entendieron enseguida cuál era su ventaja sobre nosotros: el pico. Cuando una mañana al salir de la ducha mi padre encontró otra gallina clueca empollando en el bidé, puso el grito en el cielo: —Las gallinas han nacido para ser comidas. No son animales de compañía. Basta de tonterías. Maria acudió muy contenta con un cuchillo y una cazuela. Él cogió con firmeza la gallina, aturdida por el vapor de la ducha y el agua de colonia, y le retorció el cuello. Pero no lo bastante: sólo lo suficiente para que ella soltara un grito tremendo y ahogado que detuvo su gesto en seco. Se le cayó la cabeza hacia un lado, y en esa postura plantó los ojos de gallina, velados por la membrana nictitante, en las aterrorizadas pupilas de mi padre. La propia Maria se batió en retirada, con inédito pudor. Al cabo de dos horas, incapaz de sostener esa mirada, mi padre le construyó una férula entrelazando rafia y tallos de bambú. Bajo la cabeza de la gallina se extendía un collarín hecho con un viejo pañuelo de lino bordado. El animalito sobrevivió, pero nunca pudo volver a levantar la cabeza. Le pusimos de nombre María Tudor, y se enamoró perdidamente de nuestro padre. Durante meses éste cruzó la casa seguido por la encarnación de su culpa. Llevaba siempre puñados de alpiste en el bolsillo: María Tudor no podía alimentarse por sí sola, y había que darle de comer con regularidad. En cierto momento del día, advertido por una misteriosa señal suya, mi padre se inclinaba sobre la hierba del jardín, tendiendo la mano hacia el collarín de lino que brillaba al sol en medio de la vegetación.
5
El cuarto de Maria
Ser la benjamina de una familia numerosa significa llegar cuando la experiencia ya ha operado su lenta erosión sobre las certezas. Cuando dos más dos ya no suman cuatro. De niña, por ejemplo, no me sometía a las leyes naturales. Mi padre era del todo contrario a la fuerza de la gravedad, y llevaba mal que yo tocara tierra. Si me encontraba sentada en el suelo, hacía de repente una mueca de disgusto, me levantaba y, como por descuido, mientras seguía su camino, me depositaba en el punto más alto de la habitación. En una repisa, en lo alto de una escalera o sobre la nevera. Yo me quedaba allí el tiempo necesario hasta que pasase alguien y, también como por descuido, me bajara. Por lo general transcurrían unos minutos, a veces media hora. Si tardaba demasiado, Pippo iba a llamar a Maria, que se colocaba debajo de mí, extendía los brazos y me decía en dialecto: —Salta, grillo. Yo aterrizaba de bruces sobre su escote, donde ella me dejaba más tiempo del estrictamente necesario, mientras me colocaba el sombrerito del banderín. Otras veces, en cambio, mi padre no encontraba una superficie adecuada, y entonces me cogía a hombros y seguía con lo que estuviera haciendo, olvidándose al rato de mi presencia. De golpe pasaba de medir un metro escaso a medir dos metros y medio, y ante mis ojos aparecía, de improviso, el mundo de los altos. En esas tardes a hombros de mi padre las habitaciones se transformaban en un remolino de perspectivas cuyo fin no alcanzaba a ver. La casa corría hacia mí a toda velocidad, el techo del salón ya no estaba tan alto como las nubes, y el del semisótano me parecía tan cercano que casi podía tocarlo. Los propios objetos eran nuevos y diferentes,
vistos a través de las volutas de humo que subían de la pipa de mi padre. Eso era lo que veían los adultos: tarros de disolvente, taladros, sierras circulares, martillos, destornilladores, limas, lijas y cables enrollados en madejas. Miré hacia abajo: la cabeza de Gioele parecía una bola de pelo hirsuto. En la sonrisa de mi madre latía en diagonal un rayo de sol. Cuando, tras mis incursiones en el mundo de los adultos, mi padre me dejaba en el suelo, Marco me olisqueaba y decía entre dientes: —Apestas a cenicero. Enternecida, mi madre me levantaba el sombrerito para besarme la frente y decía: —Dios mío, qué mal hueles. Concepita Maria, hay que hervir a esta niña. Yo me asustaba.
Uno de los trece hijos de Maria, Rosario, había sufrido un misterioso accidente el verano antes de que ella llegara a nuestra casa. No conocíamos bien los detalles, pues el relato de los adultos se paraba siempre a la mitad, y las palabras se apagaban en un gesto: el de mi padre consistía en inclinar la cabeza y concentrarse en desmontar un reloj; el de mi madre, en agarrarnos con alguna excusa a cualquiera de nosotros tres. Sólo sabíamos que tenía que ver con el agua. Y que Maria guardaba una foto de Rosario dentro de un colgante ovalado de esmalte azul que llevaba al cuello. Se abría como un libro: a la derecha estaba Rosario, y a la izquierda, un espejito. De vez en cuando Maria lo abría y nos decía: —¿Queréis darle un beso? Nosotros nos inclinábamos con gesto solemne, tratando de alcanzar con los labios esa minúscula carita en blanco y negro. Ella se quedaba en silencio unos minutos, raspando con la uña lo negro que asomaba entre los azulejos de la cocina. Luego se ponía a cantar, primero en voz baja y luego cada vez más fuerte. Cuando Maria cantaba así, al cabo de un rato aparecía mi madre y se la llevaba, abrazándola por el pasillo. Mientras se alejaban, siempre oíamos sólo el final: Maria lo había entendido todo al ver desde la ventana que los carabineros
se quitaban la gorra para hablar por el interfono. Nosotros no terminábamos de entender qué era lo que ella, en cambio, sí había entendido, pero una cosa estaba clara: desde lo de Rosario, Maria odiaba dos cosas: a los guardias y el agua. Maria pensaba con las manos, y traducía inmediatamente en gestos cualquier emoción. Cuanto más intenso era el sentimiento, mayor era el cardenal que te dejaba. Llenaba la bañera de agua fresca, en cualquier estación del año, y metía en ella a quien tuviera a mano. Yo era la más lenta en escapar, por lo que me tocaba siempre el primer turno. Me agarraba con firmeza de la nuca con una mano y me sumergía, mientras con la otra me restregaba con la fuerza que reservaba para nosotros y para las sartenes con grasa incrustada. Como no sabía leer las etiquetas, me enjabonaba con cualquier producto que hubiera en el borde de la bañera: alcohol desnaturalizado, colutorio o talco mentolado. Maria concluía el baño con una serie de rápidas inmersiones, sacudiéndome debajo del agua, como si estuviera enjuagando un pulpo. Yo siempre tragaba agua y salía escupiendo de la bañera. Ella me advertía en dialecto: —En boca cerrada no entran moscas. Cierra el pico y verás que no tragas agua. La única ventaja era la rapidez: en pocos minutos estaba fuera, revolcándome en la hierba con Pippo. Desde el cuarto de baño, que estaba en la primera planta, llegaban hasta el jardín los golpes secos de Gioele al sacudirlo Maria contra el borde de la bañera, mientras él gritaba: —Que-que-que estoy limpio. Por lo demás, en Concepita Maria la vida y la muerte convivían de manera bastante serena: su Olimpo personal estaba formado por fantasmas y espectros, divinidades paganas y amigos imaginarios, antepasados y personajes mitológicos de los bosques de la Sila. A ese grupo añadía los nombres que oía pronunciar en casa y los que repetíamos nosotros cuando repasábamos las lecciones en voz alta. A veces, cuando pasaba por su lado, la oía insultar exasperada a los moscardones que zumbaban por la cocina: —Sois más cretinos que Julio César. Y, a Luana, que se le metía entre los pies: —Verás como te coja, Juana de Arco.
Sus trece hijos —ella se corregía enseguida: «doce»— tenían entre seis y veintidós años. Vivían todos en un apartamento en el barrio de viviendas populares que había construido el Ayuntamiento en la colina, justo encima de la ciudad, para luego abandonarlas a su suerte rápidamente. Su marido, Carmelo, pasaba la noche en el calabozo de vez en cuando por meterse en peleas. Maria llegaba alegre a casa y decía: —El pajarito está en la jaula. Mi padre rugía entonces: —La despido. Pero sabía bien que nunca habría podido hacerlo. Mi madre se preocupaba todo el rato por los hijos de Maria, e insistía en que al menos los más pequeños vinieran a casa después del colegio. Ella no quería: —La confianza es la madre de la mala educación, señora. Pero mi madre se empeñaba: —Pueden estar en el jardín, ¿qué más da seis niños más o menos? Maria desaparecía en su nube de maldiciones y pompas de jabón de Marsella, y entonces mi madre cogía el coche e iba a buscarlos. Por lo general se traía a un par que no eran hijos de Maria, y luego mi padre tenía que correr al barrio a devolverlos. Nadie se percató nunca de esos raptos, y tampoco se negó nunca ningún niño a subir al coche de mi madre. Ni uno solo se resistía a su largo silbido.
Mientras tanto, fuera el mundo seguía girando, y yo no entendía nada: había empezado ya segundo de primaria, que era exactamente igual que primero: la maestra, Luciana Meghini, viuda de Canizzi, hablaba y hablaba, mientras yo observaba consternada la pared de espaldas negras de mis compañeros, el mapa torcido de Italia y el crucifijo. Cambiaron la foto del viejito vestido de blanco. Por fin tenía yo también algo que contar en casa durante el almuerzo: —Han cambiado al director.
Mi padre siguió desmontando el pimentero: —Creo que se trata del papa. El invierno ligur no era duro como en el mundo anterior, pero sí gris, lluvioso e interminable. Los días en que soplaba el siroco, el agua entraba a mares por las persianas, que dejábamos siempre abiertas. Los perros se tiraban semanas mojados y apestaban. Nos envolvía la macaia, ¹ todos nos poníamos nerviosos, y mis hermanos y yo, aburridos y rencorosos, no parábamos de pelearnos. En verano también discutíamos bastante: las riñas estallaban de repente, y nos enzarzábamos, aunque luego hacíamos las paces. En invierno en cambio los encontronazos eran más duros. Nos rompíamos los juguetes, nos arrancábamos las hojas de los cuadernos. Mi madre nos castigaba por turnos y al azar, y luego desaparecía en su cuarto, diciendo: —Llovió cuatro años, once meses y dos días. Y allí me llevó de vacaciones. Ese mes mi padre estaba muy ocupado con el mástil de proa y el tajamar. Después vendrían los seis mamparos y las costillas. Resumiendo: martilleaba, y no podíamos ni acercarnos. Maria estaba ajetreada y taciturna. Si le preguntaba qué le pasaba, me soltaba: —Febrero es corto y amargo. La ropa amontonada sobre los radiadores seguía húmeda durante días, y fuera soplaban vientos fríos. Ese invierno, además, Kim decidió que ya no quería seguir siendo mi perro. Eligió ser perro pastor y se mudó al jardín a cuidar del gallinero. Entre las gallinas y yo, las prefirió a ellas. Por suerte ese año aprendí a leer. Pero no en el colegio, qué va. Me sentaba como mis padres y mis hermanos, y abría un libro al azar; por lo general por la mitad. Gioele se enfadaba enseguida: —Así pa-pa-partes el lomo, enana ignorante. Yo no le hacía caso y miraba la página como se observa un hormiguero. Me imaginaba que, de un momento a otro, las letras iban a escapar del libro para esparcirse por el suelo. Buscaba un sentido, barriendo las líneas con la mirada. No me servían de nada los kilómetros de filas de sílabas que la maestra Meghini, viuda de Canizzi, nos mandaba copiar:
—«Sí» lleva acento; «no», en cambio, no lo lleva. Yo no quería leer las letras una después de otra, como las tontas de mis compañeras. Yo quería leerlas todas a la vez. Las palabras emergían despacio, como pompas desde el fondo de un estanque: primero una, luego otra unas líneas más abajo. Encontraba veinte o treinta por página. El resto me lo inventaba. Un día, después de verme inmóvil dos horas sobre la misma página, mis padres me preguntaron: —¿Nos lo lees? —No sé. Era verdad. No habría sabido leer ni una sola línea, ni aunque me hubieran pegado. Pero luego añadí: —El que habla es un niño. Ha escondido una pistola en un nido de arañas. Tiene miedo. Con razón, yo también lo tendría, ay de él si viene la araña. Mi padre se volvió de golpe hacia mi madre: —¡Vaya! ¿Cómo lo hace? Maria comentó desde la cocina: —Las palabras son como las cerezas. Se lo he enseñado yo. Era verdad. Maria me había enseñado a leer con el método de las cerezas: una tira de otra. En nuestra casa las palabras corrían como nubes. El canto de Maria, las sílabas de Gioele, Marco repasando en voz alta la lección de ciencias, «ácido desoxirribonucleido». —«¡Nucleico!», gritaba mi padre desde el semisótano—. Mi madre hablaba al teléfono con amigas y les contaba lejanas historias de cajas de cartón olvidadas durante una mudanza, de un terreno en Cinque Terre o de castillos perdidos en partidas de póker por tíos abuelos venidos a menos. Tras un largo adiestramiento, Pippo había aprendido a gruñir «I’m John» y lo repetía todo el rato. En las habitaciones se encadenaban las voces: en la primera planta, el fado bailado de mi madre cantaba su nostalgia. Desde el semisótano le
respondía en código la radio pirata de papá. Mientras tanto, todos nos movíamos sin parar: mi madre recorría el piso de arriba con sus tacones, Marco jugaba en su cuarto a policías y ladrones con Luana, y Gioele y yo nos deslizábamos durante horas por la barandilla de la escalera. Los perros, siempre acosados por la escoba de Maria, galopaban por el pasillo y se lanzaban debajo de las camas, volcándolas. Vista desde el espacio, nuestra casa debía de ser como una célula observada al microscopio. Maria ponía orden. En las habitaciones y en las palabras. Disponía de un centenar, no más, y tenían que bastarle para dominar el caos de la casa y de sus habitantes. Cada una evocaba un mundo entero. Tirabas del hilo de una palabra, incluso la más sencilla, y salvabas un pedazo de mundo. De Maria aprendí que para leer no hacía falta entender todas las palabras. Bastaba con pescar alguna en la página, hacerla brillar un instante en el aire y luego soltarla. Llegaron los libros que mis padres habían dejado en los sótanos, desvanes y trasteros de media Europa. Los mandaban por barco, y Sandra nos los traía, tocando la bocina desde el fondo del callejón; o por avión, transportados por los amigos que pasaban a recogerlos. Cajas, cestas, montones, puñados de libros. El cartero dejaba un par en un paquetito sobre la cancela, y Pippo nos lo traía, moviendo la cola. Mis padres no se ponían de acuerdo sobre dónde poner la librería y discutían: —¿Y por qué tienen que estar en un único sitio? ¿Por qué tenemos que decidir dónde vamos a leer? —¿Y qué hago, una balda que recorra toda la casa? Mi madre esbozó la sonrisa de los grandes hallazgos. Mi padre se sacó el metro del bolsillo y se puso a medir. Un mes después, un estante de 307 metros de largo recorría todas las habitaciones, envolviendo las paredes como un lazo. Había libros por todo el hueco de la escalera y en la cocina, e hileras de libros por los pasillos, las habitaciones vacías y los cuartos de baño. El estante subía y bajaba como una ola: en los puntos más bajos mi madre ponía los que eran para mí. Cuando por la noche la oía mover las cajas de libros, cruzaba toda la casa de puntillas para ir a ver lo que hacía. La maestra nos había explicado que en el pasado los libros habían sido árboles, que la celulosa provenía de la madera.
Tampoco esto era del todo verdad, los adultos siempre simplificaban las cosas: los libros seguían siendo árboles y arraigaban allí donde los dejabas. Si había libros, aquello significaba que ésa era nuestra casa. Por fin nos habíamos instalado.
Las tardes en que Maria desaparecía, mis hermanos y yo siempre sabíamos dónde encontrarla. En las casas demasiado grandes y vacías las habitaciones se asignan solas, sin criterio aparente. El cuarto de plancha, por ejemplo, había surgido en la planta baja, encajado entre las llamadas salas de recibir. En un rincón habían encontrado un viejo lavabo de mármol con el fondo tan gastado que, una vez lleno, el agua se salía, inundando el suelo. Lo más lógico habría sido demolerlo y deshacernos de él. Mis padres construyeron alrededor el llamado lavadero-cuarto de plancha, donde se refugiaba Maria cuando no tenía ganas de nada. Por este cuarto pasaba también el estante, lleno de fotonovelas, álbumes para colorear y manuales de ortografía, inflados por la humedad, que florecían como cogollos de lechuga. Eran las lecturas de Maria. Por lo demás, el ciclo de lavado de nuestra ropa requería un tiempo variable, que iba de dos semanas al infinito. Desaparecía en un circuito secreto de lavadoras, centrifugadoras, ropa tendida al sol o dispuesta sobre los radiadores y apilada después en columnas de hasta dos metros de altura. Cada tarde, la caída de los calcetines en el cesto de la ropa sucia inauguraba el duelo: «Adiós, fue bonito mientras duró». Maria tenía un único enfoque respecto a los diales, los grifos y todo cuanto debiera someterse a rotación: los abría a tope. Lo lavaba todo a noventa grados, lo cocinaba todo a doscientos ochenta. Nos resignamos al hecho de que, como la familia real británica, sólo pudiéramos vestir la ropa una única vez. Yo heredaba al primer lavado jerséis de mi padre, densos y rígidos como armaduras, transformados en prendas de mi talla. Pero nos traía sin cuidado porque Maria, cuando estaba en el lavadero, además de desintegrarnos la ropa, contaba historias. En cualquier otra habitación estaba demasiado ocupada. Nos quitaba de en medio de una patada o nos esquivaba mandándonos escaleras abajo de un empujón. Si insistíamos, nos agarraba del cuello y nos echaba al jardín, como habíamos hecho con las gallinas. Pero en el lavadero no. Se sentaba delante de la lavadora y se quedaba observándola hasta que terminaba el ciclo. Hipnotizada por las mareas que se veían a través del ojo de buey, empezaba a hablar. Nosotros también nos sentábamos delante de ella,
en el suelo. Eran nuestros relatos de campamento en torno a la hoguera. Tiraba del hilo de una palabra, y del barreño de la lejía salía un pedazo de mundo. Eran historias truculentas y violentas, preñadas de brujería, sortilegios y castigos que se imponían sobre generaciones. Rayos que caían sobre casas, animales y personas. Nos contaba de su infancia en Trepidò, cerca de Cutrunii. El pueblo crecía sobre un espolón de roca, aferrado a las faldas de la Sila y rodeado de hayedos y castañares, con el Aspromonte a la espalda y, en alguna parte, demasiado lejos, el mar invisible. Nos contaba de su padre, que era pastor. Del rebaño. De un gran terrateniente. Las ovejas que había que llevar al prado, las tormentas de verano, cuando se refugiaban en cuevas excavadas en la roca, donde el humo de las hogueras dibujaba sombras de lobos, serpientes de dos cabezas, bocanadas negras como alas de halcón volando en picado. También ella de pequeña llevaba a los animales al prado. De su niñez había conservado la costumbre de cerrar la marcha, detrás de todos nosotros, empujándonos hacia el centro: —No os disperséis, niños —nos decía. Hablaba mediante imágenes que de pronto estallaban delante de ti. Filos de navaja, puñetazos en la mesa, ropa rasgada, nueces reventadas por la helada. Nunca un verbo ni un sujeto. Los espacios vacíos los tenías que rellenar tú. Maria era cine, no gramática. —El río con los animales. El agua brillaba. Yo lavaba la ropa agachada, con el culo en pompa. Llegó por detrás el hijo de los dueños. Un toro. Maria calló para asestarle un par de manotazos al ojo de buey de la lavadora. Gioele se fue corriendo a llamar a nuestros padres. Nada más entrar en el lavadero, mi padre le dijo a Marco: —¿Qué has hecho esta vez? Ese día éramos seis sentados delante de la lavadora, que llevaba horas centrifugando. Mi padre se acercó a ella y le dijo: —Concepita Maria, igual no es muy conveniente que los niños la escuchen.
—Claro que lo es, carca —intervino mi madre. —Ella no. —Sobre todo ella. Maria me quitó el sombrerito del banderín y me cogió en brazos. Hundí la cara en su escote. Olía a jabón de Marsella y a albahaca. Siempre se le quedaban miguitas de pan entre los pechos, que yo pescaba con la punta del dedo. Desde ahí su voz retumbaba como dentro de una cueva. —Se lo conté a mi padre. Él se puso el traje de los domingos para ir a hablar con los dueños. La cosa se arreglaba con una boda. Había que casarnos antes del alba, en la capilla. Las comadres lo sabían, pero callaban. La rueda gira y, antes o después, nos coge a todas. Bajo el delantal oía su corazón, que latía despacio, siempre al mismo ritmo de golpes lejanos. —Pero el muy marrano no quiso. Echaron a mi padre en mitad del camino. Sobre el polvo. Y entonces fuimos a los guardias. Reconstruyeron lo ocurrido: nos llevaron al río al marrano y a mí. Me agaché de nuevo, con el culo en pompa. Y él se me echó encima. Hicieron falta tres hombres para apartarlo de mí. La lavadora paró de golpe. La ropa cruzó la pantalla del ojo de buey, volviendo a caer al fondo, y de repente se hizo el silencio. Marco tenía la cabeza gacha entre las rodillas, pero le temblaban los hombros. Con los ojos brillantes, mi madre se tapaba la boca con la mano. —¡Virgen santa, menudo macho! Marco y mi madre se desplomaron, hundiendo el rostro cada uno en el costado del otro. Mi padre intervino: —Pero ¡seréis insensatos! ¿De qué os reís? ¡No me puedo creer que tú también! Mi madre sollozaba, con la cabeza oculta bajo el jersey de Marco. Agitaba una mano, que era su manera de decirle a mi padre que olvidara el tema. Gioele lo
entendió tarde: —Pe-pe-pero ¿lo volvió a hacer? Yo no lo entendí nunca. Pero Maria reía bajo el delantal, y me eché a reír yo también, pescando, entre el índice y el pulgar, la última miga de pan de su sostén.
6
La cripta de las merluzas
Por todo el perímetro de la casa, dos metros por debajo del nivel del jardín, había un sótano. Era el único lugar que nos estaba vedado. En todas las demás habitaciones valía el lema clavado en un cartel encima de la puerta: PROHIBIDO PROHIBIR . Cada cual tenía el suyo. Estaba aquél, perentorio, de nuestro padre, escrito con barniz antióxido; luego estaba la versión materna, que se desprendía con cada ráfaga de viento y rodaba por los pasillos; el de Marco, que debajo había añadido: O MORIRÉIS TODOS ; y el de Gioele, que incluía una lista de cosas que estaba prohibido prohibir, a quién y por qué motivos. El resultado era un laberinto de permisos cruzados que habría paralizado a cualquiera. Yo lo había escrito a regañadientes y lo rompía cada vez que algo salía mal. Esto es, siempre. Cuando no había agua caliente al volver del colegio, cuando no encontraba un zapato, cuando la maestra volvía a la carga con el acto de contrición, cuando mi madre no dejaba de cantar Bésame mucho, lanzando los cojines por toda la habitación. Entonces yo arrancaba mi cartel y se lo daba a Pippo, que se lo tragaba sin pestañear. Al final, hartos, lo clavaron en el dintel de la puerta para que yo no llegara. Mi primera declaración de libertad estaba demasiado alta para que yo pudiera alcanzarla. También Maria tenía su propio cartel, colgado en la cocina. Había querido añadir, de su puño y letra, lo único que había aprendido a escribir en cuarenta años, y su cartel rezaba:
PROHIBIDO MARIA PROHIBIR . Si alguien le preguntaba qué significaba, se limitaba a contestar, sin dejar de frotar, restregar y blanquear: —Y yo qué sé. Yo pienso con éstas —añadía, enseñando las manos con las palmas hacia arriba. Se accedía al sótano por una rejilla de ventilación que había en un rincón del jardín, oculta por un montón de leña. Debajo de la rejilla había una escalerilla inestable de metal, apoyada en el borde. La descubrieron Marco y Luana a los pocos meses de llegar a la casa. El sótano era el sitio donde refugiarnos cuando todo a nuestro alrededor se volvía demasiado grande. Era el lugar seguro donde meternos cuando el instinto nos decía que nos quitáramos de en medio. Y, claro, como el instinto de los niños nunca es acertado, era también el sitio más peligroso de la casa. A nosotros nos encantaba. Bajábamos en fila india: primero Marco y después Gioele. Luego me miraban y decían: —Tú no, eres demasiado pequeña. Entonces yo desencadenaba un apocalipsis de escupitajos, pedradas, llanto, súplicas y amenazas de chivarme. Pero lo único que funcionaba era pronunciar su nombre en un tono de voz un poquito más alto: «Maria». Bastaba eso para que de debajo de la tierra asomaran, caritativos, cuatro brazos luminosos como espárragos. Mis hermanos aguantaban lo que fuera menos que Maria los siguiera a un lugar cerrado. No sé por qué insistía yo tanto en bajar, si nada más poner los pies allí sólo quería volver a subir lo antes posible. Todo me daba miedo: la tierra batida, viscosa bajo las suelas de los zapatos, las paredes cubiertas de moho, que se resquebrajaba bajo los dedos, la luz que se filtraba desde lo alto a través de las telarañas consteladas de moscas, las ratas que oíamos alejarse, corriendo como locas. A mis hermanos se les aceleraba la respiración, y yo sentía que el corazón se me subía a la garganta. Lo recorríamos entero en silencio. Luego volvíamos a subir, en orden inverso. Primero me sacaban a mí, siempre con demasiado impulso, y detrás de mí salía Gioele. Marco se quedaba el último. Entonces se colocaba la linterna encendida debajo de la barbilla y ponía la cara
del «estertor de la muerte». Era la señal: él saltaba fuera de golpe, los tres proferíamos un grito y echábamos a correr tropezando, en tres direcciones distintas. Mi padre asomaba el cuello desde el semisótano y, por la ventana de la cocina, Maria gritaba: —¡Tontos! Al día siguiente a la misma hora volvíamos a las andadas. Al cabo de meses de dar vueltas en la oscuridad, un domingo aprovechamos la luz de la mañana y la ausencia de Maria para hacer una exploración más exhaustiva. Si los mayores nos lo habían prohibido, eso significaba que el sótano escondía algo aún más secreto o más aterrador. Gioele se inclinaba por la primera hipótesis, y se puso a tartamudear sobre tesoros escondidos por los piratas. Por naturaleza, Marco tendía al lado terrorífico de cualquier escenario, y estaba seguro de que encontraríamos un cementerio indio lleno de maldiciones, y que la más lenta en escapar, mira tú por dónde, moriría. Yo no quería encontrar nada de nada: ni cofres con joyas ni tumbas abiertas. Yo sólo quería seguir a mis hermanos. Nos aventuramos la pandilla entera, acompañados de Pippo y Luana, a los que bajamos utilizando los trapecios de vela que papá nos había comprado. Una vez abajo sabíamos qué hacer y cómo. Nos pusimos en fila india, del más alto a la más baja, qué casualidad, y empezamos a golpear la pared del sótano. Si sonaba macizo no había misterios, y proseguíamos con nuestra tarea. Recorrimos toda la fachada norte y doblamos hacia la fachada este: nada. Pippo y Luana nos seguían por solidaridad, escarbando el suelo. Estábamos en la fachada sur, los rayos del sol se filtraban como estrellas fugaces y llegaban hasta el suelo. Gioele y yo nos sentamos para descansar, y justo en ese momento Marco exclamó: —¡Hueco! —Sí, ya, y yo voy y me-me-me lo creo. Marco no contestó siquiera. Estaba inmóvil delante de la pared, boquiabierto. Entonces era cierto. Volvió a golpear: de verdad habíamos encontrado algo. Y sabíamos muy bien lo que teníamos que hacer. Sin embargo, tuvimos que esperar hasta el domingo siguiente. Una demolición podía pasarles inadvertida a nuestros padres, pero nunca a Maria. La semana
transcurrió en un crescendo de señales convenidas, medias palabras y guiños. El viernes por la tarde Gioele perdió el control, y durante la cena mi madre comentó: —Tesoro, vale que tartamudees, pero nada de tics, por favor. Pese a todo, nadie sospechaba nada. Salvo Maria, que el sábado se despidió de nosotros diciéndonos: —Me da a mí que se está rifando una somanta de golpes. Como siempre, tenía razón a su manera. Bajamos al sótano en cuanto papá y mamá atacaron su tango de los domingos. Marco con el pico, Gioele con el martillo, y yo con la pala de mango corto. Estábamos seguros: si sonaba hueco era yeso o, en el peor de los casos, ladrillo hueco. Y vaya si hubo golpes. Al cabo de dos horas, la abertura era lo bastante grande como para permitirnos inspeccionar el interior. Marco asumió la dirección de las operaciones: —Cuando cuente uno, metemos los tres la cabeza en el agujero. Cuando cuente dos, yo meto el brazo con la linterna. Cuando cuente tres, la enciendo. Gioele asentía convencido, aunque tenía las pupilas dilatadas como un lémur. A mí no me quedaba otra: si lo hacían ellos, tenía que hacerlo yo también. Uno, dos y tres. Retrocedimos de un salto, como fulminados. Acabábamos de descubrir una cámara secreta, ubicada en el centro exacto de la casa, justo debajo del salón. Era trepidante, una aventura mucho más grande que las que me contaba mamá antes de dormir. Marco ya lo había entendido todo: según él, habían condenado la habitación durante la guerra, cuando los fascistas requisaron la casa para convertirla en base de un comando. En efecto, la colina que se erguía detrás seguía moteada por los búnkeres construidos por los nazis para controlar la ciudad desde arriba, y nuestra casa, que estaba a medio camino, había albergado una de las bases de la región. El descubrimiento nos galvanizó. Había un espacio secreto que ningún adulto encontraría jamás. Hasta dejó de darme miedo el sótano. El lunes siguiente, pese a la presencia de Maria justo encima de nuestras cabezas, volvimos a la cámara secreta. Desde allí los ruidos de la casa nos llegaban ahogados, mientras que cuando estábamos en el salón vacío estallaban
de pronto, fragorosos, y nos ponían los nervios de punta. Los sonidos eran limpios, se filtraba sólo la esencia: la respiración de mi padre, más fuerte que los golpes del martillo, o el ruido que hacía el trapo de Maria al restregarlo, más nítido que sus pasos con los zuecos. Un silbido: era la hoja que mi madre acababa de sacar de la máquina de escribir, en su habitación en la primera planta. Gioele se cubrió la boca con las manos. Marco dijo bajito: —¿Os dais cuenta? ¡Es una cripta! Qué tíos, los nazis. Yo no sabía qué eran los nazis ni las criptas. Sobre los primeros le pregunté a Maria. —¿Los nazis? —me contestó en dialecto—. Son peces. Se cocinan con patatas asadas. Para saber qué era una cripta, nadie mejor que mi padre. Despejó la mesa haciendo un gesto amplio con el brazo, tirándolo todo al suelo. —Ven, súbete. Me tapó con el mantel, manteniéndolo un poco levantado por encima de mi cabeza. Estaba a oscuras. —La cripta es la barriga de una iglesia. Un espacio cerrado, subterráneo, construido en piedra. Suele encontrarse debajo del ábside o el transepto y se utiliza para conservar las reliquias. —En griego, krypte significa «oculto» —añadió mi madre, tocándome el ombligo con el índice. Ya lo había entendido todo. El corazón invisible de la casa era una habitación oculta donde se conservaban las merluzas. Y entendí también que era sagrada, y tenía que seguir siendo secreta. En cuanto mi padre levantó el mantel, mis hermanos y yo lo decidimos sin necesidad de guiñarnos un ojo. Pippo agitaba la cola en señal de complicidad, entre los platos esparcidos por el suelo. A partir del día siguiente añadimos un ritual a nuestra exploración cotidiana: en el centro de la cripta construimos un altar de piedra seca, y en lo alto pusimos una vela. Juramos solemnemente tenerla siempre encendida, bajaríamos a cambiarla todas las tardes.
—Es nuestra a-a-antorcha olímpica —sentenció Gioele. Cumplimos la promesa, y la llama siguió brillando hasta dos años después.
Si exceptuamos el voto de la vela, nuestra relación con la espiritualidad era más bien complicada. Para nosotros existían reglas que no valían para el mundo y viceversa. En cuanto asomábamos la nariz fuera de casa, alguien nos soltaba un sermón, agarrándonos del brazo o de una oreja. Los adultos hacían preguntas extrañas, inclinándose o acercándose demasiado a nosotros. Les olía el aliento y solían tener algo metido entre los dientes. La maestra Meghini, viuda de Canizzi, no se resignaba a que no me aprendiera el Padrenuestro. Las frases se me confundían en la cabeza, hacía preguntas y la interrumpía: —Pero eso no tiene sentido, profesora. Al volver a casa me iba corriendo donde mi madre: —¡Mamá! ¿Tú sabías que Dios nos paga las deudas? Ella me hacía girar el banderín sobre la cabeza. —¡Nosotros no le debemos nada a nadie, chérie! En nuestra casa nadie pronunciaba el nombre de Dios, salvo Maria, que lo mencionaba a todas horas: —Os voy a hacer una peperunata, y si no que venga Dios y lo vea, por Dios bendito, la de palos que te pienso dar, Dios santo, fulmina a este chucho. Llegué a pensar que Dios era una muletilla. Aprenderme el Padrenuestro se convirtió en mi razón de ser, hasta el punto de impulsarme mucho más allá de la escuela primaria Edmondo De Amicis. La búsqueda de Dios merecía franquear los límites de lo desconocido y cruzar el paso de cebra. Maquillé a Pippo con esmero y nos lanzamos al ancho mundo. Buscaba la fe, pero mientras tanto encontré otro sentimiento hasta entonces desconocido: la envidia. Los domingos los fieles tenían toda una coreografía propia, hecha de gestos secretos que yo no entendía: se arrodillaban y se
levantaban, de repente formaban largas hileras como las hormigas, metían los dedos en la pila del agua bendita y se daban la mano murmurando. En la iglesia se desarrollaba un ballet mudo e inmutable. Desde el fondo, escondidos detrás de las columnas, Pippo y yo tratábamos de descifrar el pentagrama. Y, sobre todo, los fieles cantaban todo el rato: formaban un círculo y cantaban en el recreo, en el parque o durante la misa. Los oíamos desde el fondo de la iglesia pero, aunque aguzáramos el oído, no entendíamos una palabra. El grupo que mejor entonaba se llamaba «las benjaminas». Descubrí que se reunían los jueves por la tarde en el oratorio que estaba detrás de mi casa. Las capitaneaba Marinella, una treintañera tan grasienta que brillaba como una foca desde lejos. Avanzaba por el callejón con la guitarra en bandolera, yo la veía asomar por la calle y me acercaba a la cancela del jardín para verla pasar. Caminaba solemne y altanera, con unos tobillos anchos como columnas dóricas envueltos en calcetines blancos de encaje. Bajo la falda escocesa se entreveían unas rodillas redondas y blancas como hogazas. En mi casa todos éramos flacos y angulosos, y nos movíamos deprisa y con brusquedad. Con sus solemnes andares de gorila, Marinella me parecía tan hermosa como una divinidad griega. Un día me atreví a abordarla: —¡Hola! —Hola, niña. ¿De qué parroquia eres? Yo entendí «parrocha», por lo que retrocedí un par de pasos, desconcertada. Pero, como era muy cabezota, el jueves siguiente volví a la carga. Había decidido pasar a la acción: yo también sería una benjamina de Dios. San Francisco, San Antonio, San Martín, la Inmaculada y el Buen Consejo. Recorría todas las iglesias a escondidas, para no levantar sospechas. Contaba con la complicidad de Maria que, nada más asomarse al umbral, gritaba, dirigiéndose a la oscuridad de la nave: —En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. —Después me dejaba en la puerta y me recogía al acabar la misa. A Pippo, que en esos meses llevaba las faldas hippies de mi madre, lo dejaba fuera montando guardia. Pero, claro, la ayuda de Maria tenía un precio. La lista de oraciones que me
pedía era infinita. Un Padrenuestro por cada hijo, que ya eran trece, pero para Rosario hacía falta una oración especial, otra para su madre, que estaba en Trepidò Soprano, otras para sus hermanos y hermanas, que estaban todas en Trepidò Sottano, y por fin para su marido, Carmelo: —¿No vas a preguntarle a Dios quién se lo queda? Pero hazlo ya mismo. Yo trataba de enternecerla, diciéndole: —Pero, Maria, ¿y si luego te arrepientes? Ella me cortaba enseguida: —El dolor por la pareja muerta dura hasta la puerta. Yo me sentaba en la última fila y rezaba como una descosida. Cuando terminaba las tres frases del Padrenuestro que tanto me había costado aprender, me inventaba el resto de pe a pa. Había entendido que en todas las oraciones había siempre un trato, más o menos oculto. Si tú me das una cosa a mí, yo te doy otra a ti. Empezaba entonces una larga negociación con Dios, prometiéndole a cambio lo primero que se me ocurría. Hacer seis volteretas laterales seguidas, mirar de noche debajo de la cama, con y sin linterna, salir la última del sótano, no tocar nunca más los botones del horno. Al noveno hijo de Maria se me acababan las promesas que podía hacer por mi cuenta y empezaba con las que me habían delegado: —Señor, tienes que matar a Carmelo. Que lo atropelle el 94. Tienes que aplastarlo muy bien, no vaya a ser que luego se salve. Que el autobús lo atropelle otra vez dando marcha atrás. A cambio, Señor que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, Marco se afeita las piernas con la cuchilla de papá. Durante el resto del día me tocaba devolverle favores a Dios y tratar de convencer a mis hermanos: —¡Venga, por favor! ¿Para qué quieres los pelos? ¡Si no te sirven de nada! Mi hermano no me hacía ni caso, yo me enfadaba, y acabábamos pegándonos por el pasillo. Mi madre intervenía entonces: —Marco, déjate ya de tonterías y depílate las piernas. Si yo puedo, tú no vas a
ser menos. Ellos también me pedían un montón de cosas: —Enana, dile que haga que gane el Doria. —Tesoro, ¿no sabrá dónde he puesto las gafas? Estaban aquí hace un momento. —Pregúntale si Silvia, la de sexto B, está por mí. Se burlaban de mí, pero no paraban de pedirme encargos para Dios. Pippo y yo correteábamos todo el día por el jardín, ocupadísimos en saldar cuentas con el Dios de las merluzas. Unos meses después recibí mi recompensa. Mientras imploraba a Dios, de rodillas en la última fila de la nave lateral, sentí que me tocaban en el hombro. No tuve siquiera que levantar la cabeza: habría reconocido esos dos tronquitos dóricos entre miles de columnas. Marinella me sonrió bajo el velo de pelusilla negra del bigote. —Niña, ésta es tu parroquia, la casa de Dios y de sus hijos. ¿Por qué no les pides a tus papás que te apunten a catequesis? No sólo era Marinella hermosa como una diosa, sino que también hablaba como los ángeles. Por fin había encontrado mi parrocha. Ya sólo me quedaba convencer a mis padres. —Mira, no quiero decir que sea imposible, pero de verdad es muy inverosímil que Dios exista. Papá y yo preferiríamos que hicieras gimnasia rítmica. —Mandadla a catequesis, así se hará monja. La metemos en un convento, y yo me quedo con su cuarto. —No, yo. —Me lo he pedido yo primero, imbécil. —No-no-no es justo. —Es la voluntad de Dios. Díselo tú, enana.
Mi padre dejó el destornillador. —¿En qué iglesia sería? —Nuestra Señora del Buen Consejo. —¡Qué Buen Consejo ni qué narices! ¿Románica, gótica, bizantina, barroca? ¿Renacentista? ¿Neoclásica? —Cariño, ¿y eso qué más da? Mi padre despejó la mesa con un par de gestos con los brazos. A mi madre se le escapó una sonrisa. Hecho, lo había conseguido.
Para sus reuniones, las benjaminas habían elegido una gran sala contigua a la iglesia. Se accedía por un patio roñoso en el que yacían medio enterrados dos columpios rotos. La sala estaba iluminada por tubos de neón que parpadeaban durante cinco minutos antes de encenderse. Bajo esas luces todas parecíamos pintadas de un malva claro. En las paredes había reproducciones de la Pasión, colgadas a distintas alturas. Una ola de imágenes de Jesús cargando con la cruz, cayendo al suelo, levantándose, recibiendo escupitajos, volviendo a caer, crucificado y bajado de la cruz. Enseguida pensé: «Es imposible que este tipo gane la partida». Pero ya había comprendido que con el Dios de las merluzas era mejor no hacer demasiadas preguntas. Como éramos muy pequeñas para leer el Evangelio, las benjaminas apostaban por la emotividad para impregnarnos de los valores de la religión católica. O mejor dicho, los comportamientos que podían reflejar esos valores. El primero y más importante era el terror por el sexo opuesto. Una buena benjamina tenía que mantenerse a la distancia adecuada de los chicos. Para mí eso era dificilísimo. Mis hermanos y yo nos tocábamos todo el rato. Empujones, collejas, pellizcos, capones, arañazos y mordiscos. Éramos un único cuerpo con tres sexos, seis piernas y, según a qué jugáramos, un número impreciso de brazos. La mitad de los días cuando corría por el pasillo me chocaba con Marco, que salía de la ducha: tenía la altura justa para estamparle la cara en el pito. Así no había manera.
También la tenían tomada con el deseo: no debíamos desear a la mujer ni las cosas del prójimo. Yo me pasaba los días deseando ardientemente tener a Maria toda para mí. Que me cogiera en brazos, como hacía cuando mis hermanos me pegaban demasiado. Que cantara sólo para mí la canción de la pobre hormiguita que tropezó y se le atravesó el corazón. Quería que mi madre invirtiera el orden de los besos y se metiera conmigo en la cama para contarme cómo consiguió Ulises escapar de Polifemo. Quería que me agarrara mientras corría por el jardín y, revolcándose conmigo en la hierba, me dijera una y otra vez: «¡Pero qué niña tengo! No hay otra como ella en todo el Reino». Quería que mi padre añadiese desde el semisótano: «¡Qué niña tenemos, rubita!», sin enfadarse porque yo también deseara a su mujer. Con las cosas era aún peor: nuestros padres compraban demasiado o demasiado poco. Nada estaba medido, pesado ni calculado. Cuatro bicicletas y un solo cepillo de dientes. Montones de toallas con encajes de lino y dos plátanos para cenar. Mis hermanos y yo vivíamos de trampas y emboscadas. No desear sus cosas me habría condenado a la extinción en pocos meses. Para las benjaminas todo era sucio: las películas, las revistas y, sobre todo, los pensamientos. Eran sucios mis hermanos y sucísimo mi perro. Lo eran también nuestras manos, que debíamos lavarnos antes de jugar. Los calcetines, las rodillas, la boca, el pelo, los mocos, la mugre de detrás de las orejas y de debajo de las uñas. A mí tanta limpieza me ponía triste. Empecé a recorrerme la casa tratando de redimir ese infierno a cielo abierto en el que era obvio que vivía. Seguía a mi madre por la habitación, quejándome de sus colillas, de la copa de vino que dejaba sobre la mesa y del pintalabios rojo: —Ponte cacao, cuidado, que se te ve el sujetador, no silbes, mamá. Iba al semisótano a ver a mi padre: —Es domingo, hoy no puedes dar martillazos, tienes que santificar las fiestas. Si no lo haces, se te hundirá el barco. Espiaba a Marco por el agujero de la cerradura: —¡Te estás tocando el pito! Estás loco, te vas a quedar ciego. Y acosaba a Gioele:
—¿Sabes por qué tartamudeas? Porque no estás bautizado. Todavía tienes encima el pecado original, y Dios te castiga. En cuanto te mueras, te vas directo al limbo. Durante unas semanas trataron de seguirme el juego con paciencia. Yo estaba entusiasmada. Funcionaba: pronto convertiría a toda la familia. Podríamos celebrar una única ceremonia en Nuestra Señora del Buen Consejo: para papá y mamá, el sagrado vínculo en la capilla lateral; para Gioele, una zambullida en la pila bautismal del baptisterio; para Marco, la confirmación en la nave central, y yo tomaría la sagrada forma directamente en el tabernáculo. En la mesa era yo quien llevaba el peso de la conversación, declamando doctrinas a la velocidad de Gioele en los tiempos del metrónomo. Hasta que una noche la conversación tomó un mal camino. Mi padre me preguntó a quemarropa: —¿A qué habéis jugado hoy? ¿Qué canciones has aprendido? Elegí una pop. Aún no estaban preparados para el Aleluya. Tapándome la nariz para lograr la dicción perfecta del esclavo negro, entoné: —Jefe, no me metas en la olla, el agua hierve, las patatas me tratan mal. Mi padre y mi madre se miraron con cara de ya vienen los nuestros a ayudarnos. Al día siguiente, las benjaminas jugábamos a confesarnos, todas sentadas en corro alrededor de Marinella. Pippo estaba acurrucado sobre el felpudo: como en el colegio y en la iglesia, allí tampoco tenía derecho a entrar. Lo primero que oí fue el sonido de su cola contra la puerta. Era capaz de reconocerlo incluso a treinta kilómetros de distancia. Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió de par en par de repente, y apareció mi padre, rodeado de luz por detrás, como Jesús. En tres pasos se plantó en medio de nosotras. —Señorita, ¿qué está haciendo? Marinella nos abarcó a todas con un amplio gesto, pero le temblaba la voz: —Confesamos nuestros pecados para...
—¿Está confesando a niñas de siete años? —El Señor, en su... Mi padre ya me había levantado del suelo, haciéndome volar por el aire. —El Señor tendría que cambiar los marcos. Son de aluminio anodizado dorado. Si existe el infierno, seguro que tiene estos mismos acabados. Aterricé directamente a horcajadas sobre sus hombros, rozando con la cabeza los tubos de neón. Saltamos por encima del corrillo de benjaminas y nos lanzamos callejón abajo, seguidos de Pippo, que ladraba. Mi padre nos construyó después una serie de altares para que pudiéramos dedicarnos a nuestros cultos lejos de todo marco dorado. En el suyo, Marco puso una foto de Barbara Bouchet envuelta en una piel de avestruz, y Gioele hacía ofrendas a oscuras y misteriosas divinidades que él mismo inventaba. Las honraba con fruta, albaricoques y nísperos del jardín, racimos de uva que lavaba escrupulosamente y cambiaba cada pocas horas. Al pasar delante de su altar, mis padres siempre le robaban algo: un grano de uva, un mordisco de una manzana, que luego dejaban en el plato para que se ennegreciera. Gioele captó la indirecta y fue sustituyendo las variedades; entonces llegaron las piñas, los cocos y las castañas, con su corteza espinosa. A mí me daba demasiada vergüenza volver a las andadas con Dios. Aún seguían burlándose de mí y llamándome «¡Santa María Goretti!» cada vez que salía del baño, pegadita a la pared, envuelta en el albornoz de papá. En mi altar puse un mechón de pelo de la cola de Pippo, una foto de Miguel Bosé que se parecía vagamente a Jesús en un momento alegre y otra de todos nosotros en el jardín, una mañana de pleno verano. Los altares de ellos dos los construyó muy altos, para que ninguno de nosotros pudiera llegar. Cuando por fin encontramos la manera, subiéndonos uno a hombros de otro como los músicos de Bremen, descubrimos que allí encima sólo había una fina capa de polvo.
7
Las habitaciones de invitados
De noche, la casa se convertía en una linterna mágica. No había manera de apagarla ni de sumirla en el silencio. La luna entraba por las ventanas abiertas de par en par y se hacía añicos en los travesaños de los cristales, dibujando un gran damero en el suelo. Yo jugaba a la rayuela, saltando dentro y fuera de los cuadrados luminosos. Del dormitorio de nuestros padres salía un rayo de luz dorada y polvorienta que parecía plancton. De vez en cuando estallaba una carcajada debajo de las sábanas, y luego ya nada. Marco se entrenaba a los dardos, los golpes sonaban uno detrás de otro, seis pasos sobre el parqué, otra vez golpes y de nuevo los seis pasos. Gioele era sonámbulo y de noche tenía el mismo comportamiento que de día, sólo que sin tartamudear. Vagaba por la casa, se preparaba el desayuno sin fallar un solo gesto: despensa, taza, nevera, leche, cajón, cuchara y azúcar. Se vestía con calma y con una atención grave, como de borracho. Caminaba por el centro de los pasillos, trazaba círculos perfectos en las habitaciones. Mirándolo desde abajo, entre los párpados entornados se veían dos ojos azules inmóviles, como de muñeca rota. Si lo volvías con delicadeza, cambiaba de dirección y proseguía su misterioso recorrido nocturno. Pero si trataba de salir de casa, trajinando con el cerrojo, Sa-sa-sasha se ponía a soltar ladridos agudos. Entonces uno de nosotros lo tomaba del brazo y lo empujaba escaleras arriba hasta su cuarto. Bastaba con sentarlo en la cama para que, con un movimiento de anguila, él mismo se metiera debajo de las sábanas. A la mañana siguiente se despertaba totalmente vestido y protestaba: —Estúpidas b-bromas estúpidas. Si por casualidad alguno de nosotros tres intentaba dormir, algo que por lo demás mis padres consideraban del todo inútil para nuestro desarrollo, los otros
dos se aprovechaban de inmediato. Una vez a la semana me despertaba en la bañera, o con «enana» escrito a rotulador en la frente. A Marco le pintábamos las uñas de los pies con el esmalte de mamá. A Gioele le metíamos las manos en una palangana de agua tibia, esperando que por reacción se hiciera pis encima. A nadie se le ocurrió nunca regañarnos. De noche resonaban en la casa risas y murmullos, pasos y objetos arrastrados sin sentido de una habitación a otra. Éramos una familia insomne y tremendamente feliz. Y no éramos los únicos en ir de acá para allá por la casa de noche. Con nosotros habitaban presencias misteriosas que, obligadas al silencio durante el día, aprovechaban la oscuridad para ponerse en movimiento. Portazos, papeles rasgados, cajones vaciados en el suelo. Mi madre nos tranquilizó enseguida sobre el origen de esa actividad incesante que nos sacaba de la cama en plena noche, si es que habíamos conseguido dormir unas horas: —¿Qué va a ser, niños? Tenemos invitados. Son las almas de las personas que vivieron en esta casa antes que nosotros y no quieren irse. Fantasmas. Ella convivía con ellos serenamente. De noche se movía segura por las habitaciones, con su paso preciso de bailarina: —Alma perdida, mira a ver si rebuscando en los cajones encuentras mis gafas. Estaban aquí hace un momento. El ruido cesaba un instante, para después proseguir aún más fuerte, mientras mi madre se desvanecía en la estela blanca de su camisón. Para no tenerles miedo tratamos de domesticarlos, poniéndoles nombre. El más molesto era el tío Berto. Era el de las grandes maniobras: sillones arrastrados por los pasillos, persianas que se abrían y cerraban sin cesar, la caldera que sonaba en plena noche con un silbido de trasatlántico. Era también muy terco: por más que nos esforzáramos en que parase, podía seguir durante horas, alternando el ruido de los muebles con aterradores ataques de tos. Lo comentamos con nuestra madre: —Mamá, el tío Berto tiene un resfriado tremendo. Tarde o temprano la palma, seguro. La noche siguiente encontramos en la mesa del comedor una taza de leche con miel, acompañada de una notita: «No beber, es para el tío Berto». Con el tiempo entendimos que estaba sordo como una tapia y que si nos daba tanto la tabarra con ese estruendo no lo hacía a propósito. Aprendimos a apreciarlo, y él a
concentrar sus actividades más ruidosas hacia el amanecer. El fantasma de la buhardilla, en cambio, era objetivamente un pelmazo. Era el de los cajones volcados. Empezaba despacio, trasladando el contenido de un lado a otro o dejándolo con suavidad en el suelo, pero luego, al no encontrar lo que buscaba, esparcía las cosas por toda la habitación. Era una mujer joven de pelo largo. Clavadita a Gloria Swanson, según Marco, y él siempre tenía la esperanza de encontrársela en sus peregrinaciones nocturnas. A mí me caía fatal. Maria, por su parte, la odiaba abiertamente, y en cuanto llegaba a casa se ponía a increparla en dialecto: —Como te agarre te mato, esqueleto seco. Era el espectro melancólico, el de los ramos de rosas Félicité Parmentier de mi madre tirados por el suelo, los frasquitos de perfume derramados sobre las alfombras y las cortinas rasgadas. Yo no quería tener nada que ver con ella. Al contrario que el tío Berto, que era un espectro de acción, ella era todo mohínes. Pese a lo de las rosas, mi madre la defendía blandamente: —Tiene un único defecto: en estos tres meses que lleva rebuscando ya podría haberme encontrado las gafas. Mi padre, en cambio, insistía, erre que erre: —Los fantasmas no existen. Voy a meteros a todos en un manicomio. Sois unos insensatos. —Él también se paseaba por la casa de noche y, al encontrarnos acurrucados junto a los espectros, decía—: Parad ya con eso. Son fenómenos del todo naturales. Detrás de su cabeza, a media altura, los libros volaban de un lado a otro de la habitación. A los fantasmas no podíamos ocultarles nuestra cripta secreta en el centro de la casa. Ellos, que llevaban siglos explorándola, seguramente conocían su existencia. Empezamos a dejar pequeñas ofrendas junto a la vela encendida. Para Gloria, la fantasma melindrosa, Marco seleccionaba las mejores prendas del cajón de lencería de mi madre. Para el tío Berto robábamos puñados de frutos secos, cigarrillos y vasos rebosantes de codeína. Sobre la montaña votiva caía despacio la cera de la vela, que nos apañábamos para mantener siempre encendida con devoción, turnándonos para bajar al sótano cada tarde.
El mundo era denso, estaba hecho de objetos pesados y regulado por leyes incomprensibles. Cada vez que intentábamos entrar en él, nos echaba. Yo no aprendía nada en el colegio. Las letras, los números, las plantas de hoja caduca, el perímetro, la prueba del nueve, el peso bruto y el australopiteco, la tara y la clorofila: las nociones se alineaban una detrás de otra, como los vagones del tren de juguete que había heredado de mis hermanos, pero sin locomotora. Todas esas horas que pasaba inmóvil, en un esfuerzo titánico por quedarme quieta y despierta, reforzaban mi única certeza: no servía para nada. Los números no servían para nada si Maria era capaz de hacer exactamente el mismo cálculo en la mitad de tiempo y sin saber siquiera que existían. Aprender las sílabas no había servido de nada si para leer me bastaba con un puñado de palabras pescadas al azar en la página. La historia no servía para nada. Le repetía la lección a Pippo mientras éste se espulgaba meticulosamente a los pies de mi escritorio. Mi padre intervenía desde el semisótano: —Siglos de urbanismo y dice que Roma fue fundada por dos imbéciles. ¡Qué frontera sagrada ni qué narices! Si dibujaba, peor todavía. Mis padres intervenían los dos, arrancándose las hojas de las manos: —Si vuelvo a verte coloreando dentro de las líneas, te castigo. —Mira esta naturaleza muerta —decían, agarrándome por el cuello de la camisa —. ¿A ti esto te parece una manzana? ¿Te parece esto un jarrón? ¿Eh? —Igual es que la niña es pregiottesca. —Qué va a ser. Una ignorante, eso es lo que es. Vamos a sacarlos del colegio, se están convirtiendo los tres en unos salvajes. Nada del mundo exterior servía para nada. Y si trataba de traducir mi propio mundo, perdía una dimensión. Las manzanas se convertían en círculos temblorosos sobre el papel en blanco. En los exámenes orales, repetía la lección añadiendo comentarios, en un febril toma y daca con la profesora. Ésta convocaba a mi madre. Y ella seguía asegurándole que sí, por supuesto, muy pronto me convertiría en una niña normal. Para estar atenta en clase arrastraba los pies debajo del pupitre sin parar, dejando en el suelo centenares de rayas negras.
Por fin mis compañeras de clase me invitaron a sus casas. Pero fuera del jardín yo me movía con torpeza, como un albatros varado en el puente de un barco. Ahí estaban, por fin, las casas de los demás. Apartamentos limpios con felpudo en la puerta y el apellido sobre el timbre de latón. Seguía con el dedo el surco del grabado sobre el metal: Familia Parodi Ferretti, Dr. Durante. En nuestra casa sólo ponía CUIDADO CON LOS PERROS , pero Gioele había añadido debajo en rotulador: NO ES VERDAD, SON BUENOS . Y el timbre de esas casas funcionaba. Las fotos tenían marcos de plata. Había un soporte para el papel higiénico. No les faltaba de nada: servilletas, salero, manoplas de horno y abuelos. En las habitaciones, fuera de mi vista, alguien pasaba la enceradora con un zumbido de lancha motora. En nuestra casa Maria fregaba el suelo lanzando cubos de saponaria, que luego extendía por la gran escalera de recibir. Las alfombras desteñían, y por los escalones corría una cascada de colores. En las casas de los demás había pantuflas, que en la nuestra estaban prohibidas por razones estéticas. Las otras niñas tenían motes cariñosos: Cicci, Chicca, Dudù. En la nuestra estaban prohibidísimos: «Si vuelvo a oíros mutilar un nombre, os llevo a los tres al registro y os llamo Che, Fidel y Mao», decía mi madre cada vez que nos atrevíamos a ponernos un mote. Intenté aprovechar para librarme del «enana», pero mi familia hizo frente común. Empezaron mis hermanos: —Está claro que estás subdesarrollada, en todos los sentidos. —Además no es un mote, es un adjetivo. Encima eres una ignorante. Mi madre terció: —Es un cumplido. ¿Sabes que hay estrellas enanas? Papá se encargó de zanjar la cuestión: —Piensa que si consigues rotar sobre ti misma lo bastante rápido, podrías superar el límite de Chandrasekhar y transformarte en una supernova.
Con los diminutivos eran aún más severos: —Todo lo que termina en «ita» está mal, y peor en «ina». Cuando las madres empezaban con sus «Qué niñita más linda», yo extendía las manos hacia delante: «Señora, yo no soy ninguna niñita». Ellas tiraban del brazo a sus hijas hacia atrás de manera imperceptible, mientras seguían sonriéndome, con los dientes manchados de carmín. Las infancias de los demás eran un aburrimiento infinito. Jugaban a las Barbies en suelos de moqueta que conservaban aún las señales de la aspiradora, como campos recién arados. El tedio pasaba de mí a la Barbie: ésta tardaba una hora en elegir qué ponerse, iba de compras andando muy rígida sobre tacones de veinte centímetros, cocinaba para los invitados y esperaba a que Ken volviese del trabajo para servirle una copa. En las casas de los demás los padres llegaban a las seis y media y, sin quitarse la chaqueta, asomaban la cabeza por la puerta para decirnos: «Portaos bien, niñas». Nosotras llevábamos horas inmóviles cambiándole los rios a la psicópata de Barbie. A mí se me dormían las piernas. Pensaba: como sigamos portándonos así de bien, acabaremos disecadas. Al rato decapitaba a mi Barbie y arrojaba su cabeza contra la pared. Las madres me invitaban un par de veces más, asomándose cada vez más a menudo a las habitaciones para vernos jugar. En las casas de los demás no había objetos peligrosos al alcance de los niños, nada de enchufes al aire, ni frascos de tricloroetileno en equilibro sobre el borde de la mesa ni muebles con picos. En cambio, había muchos objetos feos. En cada visita yo rompía tres o cuatro figuritas de Swarovski, sobre todo las de ratón con un muelle en lugar de cola, que no me resistía a estirar con delicada tenacidad hasta dejarlo convertido en un fino alambre recto. Por lo general, las invitaciones disminuían al cabo de un tiempo. Me habían educado para asumir mi responsabilidad a cualquier precio, por lo que me presentaba ante las madres con mi fechoría en la palma de la mano: —Perdone, señora, he roto su ratón de cristal. Lo siento. Mis padres le comprarán uno nuevo. Pero volvía a hacerlo y, a la invitación siguiente, otra vez. Mi madre acabó comprando una pequeña provisión de ratoncitos de Swarovski que guardaba en
su cuarto, en sus cajitas azules. Me regañaba, pero sin mucha convicción: —Tesoro, para ya, por favor. Este mes has roto tres. Mi padre, en cambio, me defendía: —Tiene razón. Son de verdad feísimos. Hay que combatirlos. Rara vez resistía hasta la hora de cenar, y esas pocas veces me arrepentía de ello. Dicho sea de paso, comían todos muchísimo: fuentes de macarrones con tomate coronadas por pirámides de parmesano, escalopes enormes y montañas de patatas fritas. Las madres insistían en que me terminara lo que tenía en el plato. Buscaba de reojo a Pippo para descargarle entre las patas medio escalope. Pero a Pippo no lo invitaban, naturalmente. Las casas de los demás tenían un olor distinto incluso: a lejía, a laca para el pelo o a ropa recién planchada, y en los baños, cada vez que tirabas de la cadena, estallaba en el váter la fragancia química de la primavera. Yo leía la etiqueta del desodorante y me echaba un poco en la palma de la mano: las mismas mentiras de siempre, así no olía la primavera. En las casas de los demás había un montón de cosas que mantener fuera del alcance de los niños. Menos el televisor, que estaba siempre encendido. Yo lo escuchaba todo: lady Oscar, el inspector Derrick, que quizá encontrase a Aldo Moro, la caravana de la Barbie, el papa esquiador, Renato Zero en mallas, Pertini y Dino Zoff. En las casas de los demás se miraba por la mirilla antes de abrir la puerta. Porque las escaleras de los demás estaban llenas de gentes malintencionadas que les hacían cosas feas a los niños. Los desconocidos llamaban para ofrecer caramelos que no había que aceptar por nada del mundo. A nuestra casa sólo fueron una vez los testigos de Jehová, tan seguros de su fe que metieron la mano entre los barrotes de la cancela a pesar de los cuatro perros. Concepita Maria los hizo pasar y acomodarse en el salón mientras iba a llamar a mi madre: —Señora, han venido los testigos de Génova. Mi padre estaba cepillando la madera en el semisótano, yo practicaba saltos por encima del sofá con la bici, seguida de Pippo, que se paseaba por ahí muy lánguido, vestido con un tutú. Gioele discutía a pleno pulmón, tartamudeando furiosamente, con el tío Berto, que había vuelto a hacer desaparecer su libro de
matemáticas. Cuando mi madre llegó al salón, ya no había nadie allí. En las casas de los demás se hablaba de lo que pasaba. Casi nunca de cosas cercanas que les hubieran sucedido a los que vivían allí, o lejanas, ocurridas en el mundo. Se hablaba de lo que pasaba a una distancia de seguridad que iba de los treinta a los trescientos metros. A la señora Pedretti, la vecina de abajo, a la compañera de trabajo cuyo marido se había ido con otra, a la cuñada. A quien no pagaba la cuota del ascensor. A quien, sin tener derecho, aparcaba en la plaza de otro. —Ya verás cómo al final la paga. —Yo soy amable y bien educada, pero como me cabree... Volvía a casa y hundía la cara en el pelaje de Pippo. Ésa era mi casa. Un sitio donde todo olía mal, pero poco. Los perros, cada uno a su manera, cada uno en una parte distinta. Olían a hierba, a lluvia, a polvo o a sangre. La ropa olía a humedad, a radiadores a tope, a quitamanchas, a humo, a días y días olvidada en remojo. Las manos de Maria olían a lejía, a parmesano, a jabón, a cebolla, a comida para perros y a barra de autobús. Mi padre, a tabaco y pintura epoxídica bicompuesta, a serrín mojado y a témpera. Mi madre olía a rosas, sobre todo Pompon de Bourgogne y Blanchefleur, a cigarrillos olvidados en los ceniceros, a esencias que sin querer volcaba todo el rato sobre su escritorio y enjugaba con la manga del jersey. El cuello le olía a lo que me imaginaba que olían algunos animalillos salvajes. «Hueles a zorro», le decía. Ella sonreía. Marco olía a invernadero en invierno y a la tierra donde crecían los helechos. Gioele olía a plátano pocho, los que se olvidaba en la cartera hasta que, al abrirla, salían nubes de mosquitas. Pippo olía a miel y a heno. Sa-sa-sasha apestaba irremediablemente a perro. La lavábamos y, todavía mojada, mientras la restregábamos con la toalla, volvía a oler exactamente como antes de lavarla. En ese caos todos nos orientábamos con el olfato. Maria hundía la nariz en los botes para saber si estaba a punto de espolvorear el bizcocho con azúcar glas o con matarratas. Los objetos cambiaban de sitio cada vez que los tocábamos, en función de la personalidad, el humor o la paciencia de quien se topara con ellos. Registrábamos la casa olisqueando en busca de las llaves, las botas de lluvia o el libro de gramática. Por las mañanas, para preparar la cartera del colegio nos desplegábamos como sabuesos por las
habitaciones. Lo perdíamos todo, a todas horas, pero nos traía sin cuidado. Todo lo que necesitábamos estaba entre esas cuatro paredes. Antes o después acabarían encontrándolo el tío Berto o Gloria, la melindrosa. Los fantasmas se convirtieron en depositarios de nuestra oficina de objetos perdidos. Redactábamos listas detalladas de las cosas perdidas: billeteras, paraguas, relojes y estuches. Cada mañana, sobre la mesa del comedor, encontrábamos algo que la casa había escupido durante la noche. Nunca era lo que buscábamos de verdad, pero resultaba indispensable para sobrevivir un día más en el denso mundo exterior. Silbatos, gafas de miope de algún tatarabuelo gracias a las cuales la maestra Meghini, viuda de Canizzi, revelaba su verdadera naturaleza: una boca húmeda con el pintalabios corrido que hablaba y hablaba sin tregua durante cuatro horas, todos los días de la semana. Cada mañana la mesa del comedor era escenario del segundo rifirrafe de la familia: el de acaparar cada cual lo necesario para aguantar hasta la noche. Un día, con su letra nerviosa, mi padre añadió algo a la lista de las cosas perdidas: la paciencia. Los fantasmas nunca la encontraron.
8
Las persianas entornadas
Era cierto que en nuestra casa echábamos en falta muchas cosas. La luz, que solía irse durante las tormentas, y el agua caliente para el más lento en correr al baño. Todos los capuchones de los rotuladores, a los que mi padre devolvía la tinta mojando la punta en alcohol desnaturalizado. Un par de perros y las gafas de mi madre. Y también echábamos en falta a los amigos lejanos, que llamaban desde lugares extravagantes, anunciados por telefonistas incomprensibles. Pero la primavera de 1979 nos compensó de todas las privaciones sufridas. El denso mundo abrió una brecha en la tapia de nuestro jardín con el más dulce y peligroso de sus cebos. La novedad entró sin hacer ruido y se propagó como un incendio en agosto, como la gripe española de 1918. Y no perdonó a nadie. El primero en caer fue Gioele, nuestro flanco abierto al mundo. Se trajo el virus a casa bajo la forma de Silvia, la pecosa de séptimo B. A la primera mirada, Gioele dejó instantáneamente de comer. Extendió la compasión que le impedía alimentarse de animales a cualquier alimento que pudiera haber tenido alguna forma de vida, aunque fuera latente. Verduras, cereales, tubérculos: de pronto todo estaba recorrido de hálito vital. Ni siquiera Maria fue capaz de disuadirlo, por más platos típicos calabreses que le ofreciera: —¿Patatas al horno? ¿Brécol rehogado? ¿Calabacines con huevo? —No, Maria, yo sigo el ideal de vida órfico, como P-platón. No inmolo animales vi-vivos, sino libaciones y otras ofrendas de pu-pureza similar. —Gioele, se habla como se come. Y si comes hierba, en oveja te conviertes. No había nada que hacer. La creación entera palpitaba de amor, y el que más palpitaba de todos era mi hermano. Buscaba rastros de amor en cada libro, cada
cuadro, cada papel que le pusieran delante. Desenrollaba los prospectos de las medicinas: —«Puede provocar sequedad de boca, vértigos y muerte súbita» —y añadía, pensativo—, justo como el amor, mamá. Invitó a Silvia a casa a hacer los deberes. Era la primera vez que una niña entraba en mi jardín, y encima mayor que yo y con tetas. Me entristecí enseguida. Silvia tenía unas deportivas Superga blancas. Blancas, no de ese indefinible color a guano que siempre tenían mis zapatos. Las suyas asomaban de entre la hierba como dos prímulas. Tenía agujeros en las orejas y llevaba pendientes de aro dorados. Vestía pantalones vaqueros con cinturón. Llevaba el pelo recogido en coleta con una goma de felpa rosa. Y habría jurado que debajo del polo Lacoste llevaba sujetador. Me quedé pasmada. Era el ser más bello que había visto jamás. Más que Marinella la de las benjaminas. Era tan hermosa como la chica que salía desnuda de la concha. Pero ésa era de Botticelli, mientras que Silvia era de mi hermano. El amor de Gioele por Silvia, que lo volvió primero vasallo y, en rapidísima progresión, siervo de la gleba, tuvo un efecto devastador sobre mí y sobre Marco. Me había esforzado un año entero en aprenderme el Padrenuestro pero no había entendido que el amor no funciona por invocación, de abajo arriba, sino al contrario. Te cae encima por sorpresa. Como el cubo de agua que Marco ponía en equilibrio sobre la puerta de mi habitación para que se me cayera encima al pasar. No eres tú quien llama al amor, ni tampoco Pippo. El amor debía de ser más parecido a los gatos, que llegan cuando a ellos les da la gana. Apareció por toda la casa una forma que yo aún no había visto ni en todas las figuras de los dibujos de mi padre. Gioele dibujaba corazones a razón de una docena al día. A finales de mayo, la casa estaba cubierta por un jeroglífico de corazoncitos. Grabó un corazón en cada árbol, incluida la Cycas revoluta que mi madre definía como «su cuartogénito». Dibujaba corazones con espuma de afeitar en el espejo del baño. En la mesa, sin probar la comida, disponía el arroz en el plato en forma de corazón. Hizo un mosaico en forma de corazón en el fondo del estanque del jardín, y puso dentro dos pececitos rojos a los que obviamente llamó You and Me. Silvia era guapa, pero no atractiva. No sabía hacer nada: no daba saltos con la
bici, le daban miedo las arañas, Sa-sa-sasha y la oscuridad. Cuando jugábamos al escondite, en cuanto Gioele la llamaba salía corriendo de donde se hubiera escondido, haciendo que me descubrieran a mí también. No quería mancharse, y mucho menos aprender a hacer la voltereta lateral, ni a silbar con los dedos en la boca ni a chutar a la escuadra como los campeones. Una tarde, mientras trataba de convencerla para vestir a Pippo de bailaora de flamenco, me dejó helada con este comentario: —Ya soy demasiado mayor para esas cosas. De repente, todo lo que yo sabía hacer me pareció totalmente inútil. Destacaba en la actividad más absurda de todas: ser una niña. No era ella la defectuosa, era yo, por ser pequeña. Y contra eso no había remedio. De nada servía seguir a los mayores. Me sentía como Pellejo cuando dejaba de correr en su rueda y, mirando a su alrededor aturdido, se daba cuenta de que no se había movido ni un milímetro. Dejé de cortejarla y busqué el consuelo de Marco: al menos, él era mayor de verdad, tenía quince años, estudiaba el optativo y el aoristo segundo pasivo y tenía casi bigote. Si quería un mayor, tenía algo mucho mejor que Silvia. Tenía a mi hermano. Pero esa primavera tampoco Marco me parecía muy normal. Al principio no era nada demasiado preocupante: sólo cantaba. Cantaba de verdad muchísimo. En realidad cantaba a todas horas: nada más despertarse, antes de levantarse de la cama, y luego inclinado sobre la taza de leche en el desayuno. Cantaba en la ducha. Y sobre todo se duchaba. Al principio sólo por la mañana, después también al volver del colegio y al final añadió otra ducha a media tarde. Cuando reparé en que también había lavado a Luana, decidí escuchar la letra de las canciones con más atención:
Dammi il tuo amore non chiedermi niente dimmiché hai bisogno di me. ¹
Corrí enseguida a contárselo a mi madre: —Mamá, está pasando una cosa muy rara. Marco se lava. Esta mañana se ha cambiado la camiseta. Haz algo, por favor. Pero esa vez no contestó «Yo me ocupo» como siempre, sino que se limitó a decirme: —Tesoro, temo que se trate de un efecto dominó. Han caído los dos. Agárrate que vienen curvas. No podía creerlo. Estaba perdiendo a dos hermanos en una sola estación, y mi madre no tenía intención de intervenir. Lo intenté con mi padre. Bajé al semisótano, donde el casco de su barco flotaba en el aire, dado la vuelta y apoyado sobre la escala. Parecía el esqueleto de la ballena de la versión en cómic de Moby Dick. Observaba a mi padre en silencio, buscando las palabras: no era nada fácil abordar la cuestión. Dos hijos atontados de golpe era mucho, incluso para él. Al verme aparecer, se asombró: —Acércate, anda. No me dio ni tiempo a empezar la primera frase, cuando ya tenía a mi padre al lado, con el metro en la mano: —¡Caramba, ciento diez centímetros! Hay que decírselo enseguida a mamá. Y con su movimiento de alunizaje me subió a hombros, saliendo precipitadamente del semisótano. Nos topamos con Marco y Luana, que cruzaban el salón en una nube de pachuli, él cantando a pleno pulmón:
Gloria, Gloria, manchi tu nell’aria manchi a questa bocca che cibo più non tocca. ²
Traté de frenar a mi padre, que subía ya los escalones de dos en dos: —Pero, papá, ¿no ves lo que está pasando? Se han vuelto tontos los dos. Una vez delante de mis padres, me puse a llorar. Mamá y él por fin me tomaron en serio y me subieron a su gran cama. Empezó la conversación mamá: —Tesoro, no tienes que preocuparte, no está ocurriendo nada grave. —Bueno, tanto como... —intervino mi padre, pero mi madre no le dejó terminar: —Es algo que te ocurrirá a ti también algún día. —Un día muy lejano —añadió enseguida mi padre. Pero ella no le hizo caso: —Se llama primer amor. Es un momento hermoso e importante. Significa que tus hermanos son felices. No tiene nada de malo, es sólo un poco extraño. Era una de sus típicas conversaciones serias en las que sin embargo se reían con los ojos. A mí no me gustaban nada de nada: siempre se sobreentendía que yo no había comprendido algo que todos los demás sabían. La cara seria tenía truco. Cuando papá y mamá se ponían así, sólo había dos personas que pudieran entenderme: Pippo y Concepita Maria. Empecé con él: —Pippo, esta vez tenemos que intervenir en serio —le dije, mientras trataba de ponerle las pestañas postizas de mi madre—. Nos jugamos mucho, con Gioele ya no hay nada que hacer, pero si cae también Marco, estamos perdidos. Pippo meneaba la cola, pero él también estaba raro últimamente. De vez en cuando se alejaba, se ponía delante de la cancela y ladraba en dirección a la colina. Ya no era el primero en llegar corriendo a la escudilla. Olfateaba todo el jardín y le temblaban las fosas nasales. No se quedaba con los ojos fijos en los míos mientras le hablaba, sino que miraba la puerta de reojo. Yo había hecho caso omiso de esas señales. Que mi perro pudiese serme infiel era algo que me superaba por completo.
Fui a ver a Maria a la cocina. Estaba enharinando manzanas, lo único que comía Gioele desde que estaba enfermo. Siempre y cuando las frutas se hubieran caído solas del árbol una vez concluido su ciclo de vida natural. Marco las llamaba «las manzanas suicidas». —Maria, hay un problema. Maria podía afrontar muchas cosas, pero no ver triste a un niño. Me metió la cabeza debajo del delantal. Igual tenía razón papá: de pie le llegaba casi al escote. Me puse de puntillas, metí la nariz en el canalillo e inspiré profundamente: olía a canela, agua de azahar y un poco de salvia. Ella al menos no había cambiado. —Bonita, ¿qué te han hecho esos dos idiotas? Se lo conté todo de un tirón, sin apartar la nariz del aro de su sujetador: —Se han enamorado. Del primer amor. Mamá dice que están felices. Pero no es verdad, están atontados. Gioele se pasa el día mirándole el pelo a esa boba. —Pelo largo, mente corta. —¡Exacto! ¡Y la ha peinado! Eso no lo hace ni con Sa-sa-sasha. Y me dice que no me acerque. Y Marco se lava. Maria seguía enharinando y dándome pedacitos de manzana por debajo del delantal. Sus dedos olían a miel y a limón. —Se lo he dicho a papá y a mamá. Pero se ríen. Pippo está raro, Gioele está raro y Marco está raro. Otra vez se han puesto todos de acuerdo para hacerse los mayores, y a mí nadie me hace ni caso. Soy el Pellejo de la familia. Maria se quitó el delantal y se agachó hasta ponerse a mi altura, mirándome a los ojos. Sus iris eran oscuros pero tenían destellos dorados dentro, como las brasas cuando mueves los troncos en la hoguera. Me limpió la cara con el delantal. «Suénate, mocosa», me dijo, poniéndomelo delante de la nariz. Tomó aire, pero no le dio tiempo a empezar a hablar porque del jardín nos llegó el grito de Gioele: —¡Pi-pippo se ha escapado!
No había ocurrido nunca antes. Pippo no se escapaba, eso no era propio de él en absoluto. Salía conmigo a las ocho y cuarto para acompañarme al colegio y volvía a recogerme a las doce y media. Ladraba delante de la cancela para que le abriéramos. En casa lo sabía todo el mundo: «Abridle a Pippo, que va a recoger a la niña». Una fuga, y encima aprovechándose del más distraído, Gioele, no era propio de él. Salimos todos a buscarlo. También Silvia, pero no podía correr, mira tú por dónde, porque tenía «la regla». Le callé la boca enseguida: —Nosotros también tenemos regla, y goma y sacapuntas. Y eso no nos impide correr, a ver qué te has creído. La hermosa estúpida ni siquiera me contestó. Yo estaba segura de que había subido a la colina. Llevaba días mirando hacia allá mientras yo intentaba contarle mis penas. En lo alto debía de haber algo que lo atraía tanto como para hacerle abandonar su puesto en mitad de la tarde. Pensé que como mínimo habría aterrizado un ovni. Al menos, en ese trance dramático mis hermanos se mostraban solidarios conmigo. Marco me cogió de la mano, aunque siguiera mascullando en voz baja:
Pensiero stupendo, nasce un poco strisciando... ³
Con la mano de Gioele ya no se podía contar. Desde hacía un par de meses había perdido el uso de la derecha, perennemente pegada a la manita de Silvia. Iban por ahí enganchados por el centro como los vagones de mi tren de juguete. Cuando tenían que pasar por un sitio estrecho, se ponían de perfil para no arriesgarse a soltarse. Hasta mamá tuvo que intervenir un día: —Si no aireáis la superficie de vez en cuando, os saldrá una micosis. Pero esa tarde el hecho de que fueran pegados como lapas era la menor de mis preocupaciones. Gioele me dijo: —Tranquila, enana, ya verás como lo encontramos. Debe de ser una de sus
misiones de incógnito. No podía informarte. Maria aprovechó el paseo para coger ortigas y dientes de león para sus tortillas. Subió la colina atajando por los prados, con la espalda inclinada. Pero nos tenía a todos vigilados, con su cuenta infalible: —No os separéis, seguid los ocho juntos. Mi padre intentó razonar con ella, como siempre: —Concepita Maria, sepa que somos seis. Mi madre y él iban siempre juntos, coqueteando. Él le ponía un dedo debajo de la barbilla: «¿Qué tienes aquí?», y cuando ella bajaba la cara, él le daba un cachete. Ella lo sabía, pero aun así picaba. No había ni rastro de Pippo. Conforme íbamos subiendo, había cada vez menos casas: la avenida describía un par de curvas más y luego se estrechaba progresivamente, hasta que la acera acababa de repente en un punto concreto, decidido a saber cuándo y a saber por qué. A partir de ahí pasaba a ser una calle normal, y un poco más lejos se acababa también el asfalto. En lo alto de la colina era poco más que un sendero, con un montículo en el centro que se llenaba de margaritas en primavera. Maria se zambulló en un arbusto: había encontrado un yacimiento de espárragos silvestres. Salió agitando el manojo por encima de su cabeza. Estaba tan guapa como miss Italia. Seguíamos sin rastro de mi perro. Sentía un nudo en la garganta, como cuando tuve anginas a finales de año. No conseguía tragar y veía a mi familia a través de un velo de lágrimas. Parecían los peces de acuario que había en la consulta del pediatra. Que mis hermanos me traicionaran podía soportarlo. Eran chicos. Pero Pippo no. Él era un perro, y hay cosas que los perros no hacen. Y precisamente a través del velo de lágrimas lo vi por fin, al doblar la última curva. Pero no era Pippo, eran dos Pippos, uno pegado a otro, unidos por detrás. Maria comentó enseguida: —Ese chucho puñetero.
Silvia echó a correr, arrastrando consigo a Gioele. Marco se puso a dar saltos
alrededor de los dos Pippos: —¡Toma ya! Nos ha ganado a todos. Nuestros padres se pusieron manos a la obra: —Espera, he leído en alguna parte lo que hay que hacer —dijo mamá, agachándose hasta quedar a la altura de Pippo—. Sí, ya me acuerdo, hay que distraerlo; entonces aprovechamos el momento y los separamos. Mi padre no parecía muy convencido: —No sé, tú con el Ogino-Knaus ya la has liado bastante. Pero llevaba razón mi madre: se quitó el jersey y se lo envolvió a Pippo en el hocico, encapuchándolo como a un halcón peregrino. Al poco rato los dos Pippos se separaron y cada uno se fue por su lado, meneando el rabo. De modo que eso era el amor. Pippo me había abandonado para restregarse el trasero con una desconocida, mucho más fea que yo. La miré bien: era bigotuda, paticorta, con las orejas medio caídas y el pelo áspero. Y por ella había dejado Pippo su trabajo. En ese momento dobló la curva una señora jadeante: —¡Polly! ¿Dónde te habías metido? ¿Qué ha ocurrido? Mi madre, que seguía en sujetador, puso su cara de «aquí no ha pasado nada»: —¡Nada, señora! La hemos encontrado aquí, estaba paseando. —Y, haciéndole un gesto al adefesio, le dijo—: Hala, bonita, vete con tu dueña. Polly se alejó sin mirar atrás. Pippo trotó hacia mí. Cuando estuvo lo bastante cerca, lo miré fijamente a los ojos: —Yo a ti ya no te hablo. Nunca más. Mi padre me hizo la maniobra de alunizaje. Ahora sí que era alta: rozaba con la cabeza las ramas de las mimosas. Él me dio un ramito para llevármelo a casa. Yo lloraba sobre su cabeza: las lágrimas brillaban entre su cabello mientras avanzaba a toda velocidad delante de todos.
Seguí sin hacerle caso a Pippo durante semanas. Tenía otros tres perros en el jardín, así que no era en absoluto insustituible. Podía intentar convencer a Kim de que volviera a ser mi pastor alemán. Y además estaban Piofrío y Pellejo. Hasta él era mejor que Pippo: se había quedado viudo, pero seguía con su vida dignamente, lanzando chillidos desde el estante de mi habitación. No se había escapado con la primera rata de cloaca que se le había cruzado. Pippo adoptó la estrategia del macho infiel: el arrepentimiento. Vivía tendido delante de la puerta de mi cuarto, y yo al salir pasaba por encima de él con desdén. Siguió yendo a recogerme al colegio, pero volvíamos a casa en fila india, yo delante y él detrás, sin dirigirnos la palabra. Para reconquistarme, cazó y mató un número considerable de ratas y luciérnagas. Hizo compadecerse a mi familia para que mediara entre nosotros. Cuando dejó de comer, mi madre intervino: —Tesoro, tal vez deberías darle a Pippo una segunda oportunidad. Al fin y al cabo sólo ha sido una aventura. Mi padre asomó por detrás de ella: —Tomo buena nota de lo que acabas de decir. Mientras todos estábamos distraídos con la crisis sentimental entre Pippo y yo, la mala suerte se abatió de repente sobre Gioele. Llamaron del colegio: mi hermano se había desmayado durante el recreo, mis padres tenían que ir urgentemente a la enfermería. Maria y mi madre salieron escopetadas en el dos caballos que mi madre conducía con la actitud y la pericia de un piloto de Fórmula 1. Cuando volvimos del colegio, la primera planta estaba sumida en el silencio. Las persianas del cuarto de Gioele estaban entornadas. Me asomé a su cuarto sin franquear la línea de sombra del umbral: —¿Gioele? Mi hermano yacía acurrucado contra la pared, sepulto bajo una montaña de mantas. —¿Gioele? Nada. Me acerqué de puntillas. Las tablillas del parqué crujían bajo mis pies.
Como siempre. Pero ese día me pareció un sonido fortísimo, insoportable. Quedaban pocos metros hasta la cama. Sa-sa-sasha estaba tumbada a los pies de Gioele, con el hocico entre las patas y las orejas horizontales, inmóvil ella también. Llegué junto a mi hermano y alargué la mano para tocarle los hombros: temblaban, como cuando tenía la tosferina. Pero ahora ni siquiera tosía. Maria se me acercó por detrás sin un ruido, ella que normalmente hacía temblar los cristales a su paso: —Ven, niña, déjalo tranquilo. Me arrastró fuera de la habitación cogiéndome de un brazo. Antes de que cerrara la puerta, me dio tiempo a preguntarle: —Gioele, ¿estás muerto? —Pero no contestó. Bajé corriendo al comedor. Estaban todos sentados a la mesa, con los platos vacíos y expresión tensa. Mi madre hacía girar la copa de vino entre los dedos, sin llevársela a los labios. Mi padre desmontaba muy atento el sacacorchos, en busca de algún engranaje oculto. Marco estaba más pálido que el ramo de fresias que tenía delante. Y no cantaba. Maria encendió todos los fogones pero se quedó mirándolos con los brazos cruzados. Los cuatro se mordían la comisura del labio, sin levantar la mirada. Me acerqué a Marco. —¿Está muerto? —Todavía no, enana. Mi madre tomó la palabra, sin dejar de mecer el vino en la copa: —Callaos y no digáis tonterías. Gioele sólo necesita un poco de tiempo para recuperarse. Es un chico tremendamente sensible, para él es un golpe muy duro. Y, dirigiéndose a mi padre, añadió: —Aunque era del todo previsible. Nunca hay que regalarle rosas caninas a una chica. Mi padre dejó sobre el mantel la minúscula tuerca que tenía entre los dedos.
Cuando lo desmontaba todo en piezas pequeñas significaba que el problema era serio. Le tiré de la manga a Marco y le pregunté en voz baja: —Pero ¿qué es lo que tiene? Marco poseía el don de la síntesis. Blandió la mano derecha y me la puso delante de la cara, con el índice y el meñique levantados: el gesto de los cuernos. —Esto es lo que tiene.
En la primera planta las habitaciones estaban dispuestas en función de la necesidad de cuidados: el hijo menor cerca de la madre, y los demás en orden de autonomía adquirida. El cuarto de Gioele se encontraba en el centro, entre el de Marco y el mío. A la izquierda su pared lindaba con los pósteres de Led Zeppelin y de Jimi Hendrix tocando Hey Joe en el festival de pop de Monterrey; a la derecha, con mis tablas de multiplicar y el texto del Padrenuestro que había colgado junto a mi cama. Su cuarto era la tierra de en medio entre mi infancia ignorante y la adolescencia ensordecedora de Marco. Y ahora lo veía claramente, en un rincón seguían sus juguetes: la pista de carreras de seis curvas desmontada, el cuatro en raya con una partida a medias —seguro que iba ganando Gioele—, y en la penumbra brillaban las ruedas del monopatín bocabajo. Pero en el rincón opuesto de la habitación, Gioele ya se había hecho mayor: sobre la mesa había un montón de polaroids de Silvia con gesto malhumorado, el libro de poemas de Prévert, con muchas páginas con las esquinas dobladas, un frasquito de loción de afeitar de papá, la que él tanto había buscado. Gioele estaba a mitad del vado, y justo en ese punto había decidido el amor ahogarlo. Se pasó tres días tumbado en la cama, inmóvil. Entrábamos por turnos en su cuarto y nos sentábamos en el borde de la cama, con cuidado de no tocarlo. Bastaba rozarlo apenas para que se retrajera como un cangrejo ermitaño, desapareciendo debajo de las sábanas. No hablaba conmigo, pero el segundo día conseguí meter la mano debajo de su barbilla. La almohada estaba mojada, como Pippo los días de lluvia. —Gioele, no llores. Tú te mereces por lo menos, por lo menos una chica que sepa hacer la voltereta, de verdad.
Gioele no contestaba, ni a mí ni al resto de la familia, que lo apremiaba con estrategias diversas. Mi madre recurrió a la conocida técnica del capullo: lo envolvió en sus batas de seda blanca. Por ella sí se dejaba tocar, pero yo no alcanzaba a oír las palabras que le susurraba entre el hombro y el cuello, acunándolo. Marco la lio en su primer acercamiento. Entró en el cuarto de Gioele con su tocadiscos de maletín y lo dejó a los pies de la cama. Con el primer disco, empezó a sonar a todo volumen la canción Il triangolo no, de Renato Zero. Mi padre lo echó de la habitación, donde Gioele ululaba como un coyote. Al final lo consiguió papá: tras setenta y dos horas de agonía, Gioele se levantó de la cama y salió al pasillo, tambaleándose como Armstrong nada más bajar del Apolo 11. Maria lo abrazó fuerte: —El amor es como los pepinos. Empieza dulce y acaba amargo. Él tenía los ojos tan hinchados que no se distinguía si estaban abiertos o cerrados, el pelo de punta como la cresta de Piofrío y la tez del color de las hogazas de Maria antes de meterlas en el horno. Pero estaba vivo. Mi hermano había atravesado el primer amor y había sobrevivido. Al final lo vi como lo que era: un superhéroe. Descubrimos que Silvia había engañado a Gioele de la manera más infame: había besado a Gabriele Moretti, de octavo C, durante la clase de educación física, en el campo de voleibol de Villa Doria Pamphilj. Para ser exactos, en el centro del campo de voleibol, justo debajo de la red. Ni aun esforzándome conseguí imaginar nada más cruel. Ser engañado debajo de la red. Cómo no iba a desplomarse en el suelo como un muerto. Pobre Gioele. Desde luego, el mundo exterior era un lugar horrible. Había usado el amor para abrir una brecha en la tapia del jardín y, una vez dentro, había sembrado el caos y la destrucción. Mi madre nos pidió que no mencionáramos el incidente, al menos durante un tiempo. Marco empezó a silbar, lo cual era un avance porque no se entendía la letra. Si el amor había pasado también por él, desde luego no había hecho tantos estragos: Marco no tardó en volver a pasarse todas las tardes tumbado en la hierba con Luana, leyéndole en voz alta las aventuras de Henry Chinaski:
—«Digamos que tú para mí eres la número uno, y tampoco hay una número dos». Luana meneaba la cola, convencida. En cuanto a papá y mamá, ya ni siquiera se reían tanto en presencia de Gioele. La única que siguió comportándose como siempre fue Maria. Cruzaba la casa en su tornado de jabón de Marsella, y al toparse con Gioele lo apartaba de un puntapié. Exactamente como siempre había hecho y como seguiría haciendo. En cuanto a mí, la cercanía con la enfermedad me había provisto de anticuerpos. Lo descubrí un par de semanas más tarde, cuando en el colegio Davide Becchi me pasó una notita por debajo de la mesa. Había escrito en el centro, con una bonita caligrafía: «¿Quieres ser mi novia?». Por toda respuesta le clavé el lápiz en el dorso de la mano, archivando de este modo y para siempre la experiencia del primer amor. Perdoné a Pippo y acabé tercero de primaria sentada yo sola en un pupitre junto al de la profesora, castigada.
9
Listos para virar
Y por fin llegó el último día. Pippo apareció a la salida del colegio con una corona de laurel al cuello y, detrás de él, todos los demás en fila india: mamá con una mano en el hombro de Gioele, Marco abrazado a Luana, que acababa de aprender a sostenerse de pie sobre las patas traseras, Maria todavía con el delantal en la mano, Kim con expresión hosca y Sa-sa-sasha con un balón deshinchado entre los colmillos. Detrás de todos, por encima, la sonrisa ancha de papá. Crucé el patio corriendo, esquivando a la maestra Luciana Meghini, viuda de Canizzi, y a toda la clase de tercero A, que posaba para la foto de recuerdo. Dejándolos atrás, lancé por los aires la cartera, lo más alto que pude. En la foto que me entregaron en septiembre de mí sólo se ve el pie izquierdo, mientras me alejo como una flecha del encuadre. Cuando llegué hasta ellos, mis hermanos desenrollaron una sábana en la que se leía, escrito en rojo sobre fondo blanco: LA ENANA REPITE CURSO . Y ésa era sólo la primera de una larga serie de sorpresas. Papá tomó la palabra en la mesa, haciendo tintinear el cuchillo en la copa de mamá: —Almiranta, tenientes de navío y grumetes, disponéis de dos horas para prepararos. Aquí tenéis los petates, uno para cada uno. Llevaos sólo lo indispensable. A las tres en punto os quiero a todos delante de la cancela. Nos marchamos. Nos lanzamos escaleras arriba como misiles. En un instante me encontré ante mi armario, abierto de par en par: cogí el sombrerito de la bandera, mi camiseta preferida, heredada de Marco, con la cara del Che y debajo, en letras
descoloridas, « SOMOS REALIST, EXIGIMOS LO IMPOS », y la jaula de Pellejo. Mis hermanos se peleaban en el cuarto de Gioele, arrebatándose la ropa. Mamá recorrió el pasillo, arrastrando un baúl por el que sobresalían encajes y sombreros de paja. Marco se asomó a mi puerta, ataviado con un traje completo de buzo, con aletas y fusil. Maria corría de una habitación a otra, vaciando nuestros petates y sustituyendo el contenido por lo que para ella era de verdad indispensable: higos secos, pasteles de miel y almendras y pizzas recién sacadas del horno, aún calientes. Nos obligó a los tres a ponernos una camiseta interior de tirantes, que Marco se puso encima del traje de buzo. Papá nos esperaba en la calle, junto al maletero abierto: dentro se veían defensas, cabos, velas enrolladas y chalecos salvavidas fosforescentes. Nos subimos al coche por las ventanillas, sin abrir las portezuelas. Decidido, Pippo tomó posesión del volante. Para los demás, sin embargo, papá se mostró inflexible: nada de animales a bordo. Maria nos observaba, sujetando de la cola a Luana y a Sa-sa-sasha. A Kim no hacía falta: nos espiaba con expresión hosca, escondida detrás de un arbusto de Salvia officinalis. Al inspeccionar mi equipaje, salió Pellejo: a él también lo echó. Como a las gallinas, que mientras tanto habían encontrado la manera de meterse en el coche. Mi madre llegó corriendo, agitando un abanico de cartas náuticas. En su rostro brillaba una sonrisa de al abordaje. A las tres en punto papá giró la llave de o, y mamá se volvió para contarnos: —Uno, dos y tres: están todos. Maria se asomó dentro del habitáculo para asestarnos a cada uno un mandoble de buen viaje, y pusimos rumbo a nuestras primeras vacaciones en Italia. A la segunda curva empezamos con las preguntas, abriéndonos paso a codazos hasta el espacio entre los asientos de papá y mamá: —¿Adónde vamos, a la playa? —¿A la mo-montaña? —Sí, nos llevamos las defensas a los prados, estúpido.
—Mamá, Ma-marco me ha llamado estúpido. —Bueno, muy perspicaz no has estado, cariño, las cosas como son. —Pero a Pippo no le gusta el mar. —Eres tú la que tiene miedo porque nadas como un pulpo muerto. —No es verdad. Vete al cuerno. —No, el de los cuernos es Gioele. Mis hermanos se enzarzaron sobre la alfombrilla del coche, bufando como gatos, y Pippo y yo asomamos las orejas por la ventanilla. Allá íbamos. En realidad, más que a la playa mi padre nos llevó al muelle. En la liga naval aguardaba, amarrado, el barco de su amigo Giulio: —Chicos, como sabéis, muy pronto tendremos nuestro propio velero. Para cuando llegue ese día, es necesario que estéis preparados y adiestrados como una verdadera tripulación. Marco, coge la plancha que está apoyada en ese noray y ponla con cuidado sobre el espejo de popa. Marco giró tres veces sobre sí mismo, enredándose en los cordones de las zapatillas. Mamá acudió en su ayuda y saltó directamente del muelle a la popa, quedándose un segundo en equilibrio en el borde. Luego se volvió, esbozando media reverencia: —Ale hop. —Bravo —dijo mi padre, lanzándole un beso. Ya estábamos a bordo. Atrevido, Pippo se puso al timón. Nosotros nos quedamos de pie en la cubierta, los tres en fila. —Tres reglas fundamentales. La primera: hay un solo capitán, y ése soy yo. La segunda, que emana de la primera: debéis obedecerme ciegamente. La tercera: a bordo hay que moverse con atención y cautela. —Tranquilo, papá —dijo Marco, cayendo por una escotilla abierta.
Mi padre fingió no verlo: —Soltamos amarras. La vela es una disciplina intuitiva, aprenderéis enseguida. Sentados los tres en la bañera, tranquilos por una vez, cruzamos despacio el espejo de las aguas del puerto y salimos por fin a mar abierto. Inmóviles sobre las rocas del lejano dique, los cormoranes nos observaban desfilar, abriendo las alas a modo de saludo. Miré hacia delante por la proa: al fondo brillaba la línea del horizonte. Detrás de nosotros, en cambio, apareció, larga y lejana, Génova. Pero entonces existía de verdad, no se la habían inventado ellos, como las ciudades de ninguna parte de las que mamá me contaba antes de dormir. Génova era real, sólo que desde la tierra se escondía. Era un fragmento entre las casas, un destello que asoma un instante entre las callejuelas para desvanecerse enseguida, como las sombras chinescas que hacía papá sobre la pared. Era enorme. Llevé la mirada de levante a poniente: carreteras, escolleras, iglesias, edificios, torres, tapias, pasos elevados, callejones y barcos. Y hacia atrás: tejados, azoteas, terrazas cubiertas, chimeneas, barandillas y sábanas ondeando al viento. Geranios rojos en los balcones. No tenía fin. Arriba, en las colinas, resplandecían fortalezas, santuarios y un bosque de antenas. —¿Reconocéis algo? —preguntó mamá, entrecerrando los ojos detrás de las gafas al mirar a tierra. Alargamos el cuello como Sa-sa-sasha cuando la bañábamos. No sabíamos qué buscar, pero si lo decía mamá, había que fiarse. —Os doy una pista: contad las palmeras. —Yo la he visto —dijo papá, sonriendo a la costa. Miramos todos en esa dirección, como cuando escondía algo detrás de la espalda. Pero el más rápido fue Gioele, se puso en pie de un salto, con la cabeza a un centímetro de la botavara. —¡Nuestra casa! Saltamos los tres fuera de la bañera y nos precipitamos a popa, sin atención ni cautela, infringiendo la tercera regla del capitán. A media costa se veían, clarísimas, las cuatro palmeras de nuestro jardín. Sólo que ésa no podía ser de ninguna manera nuestra casa. Era pequeñísima. Parecía el fondo del belén que
Maria nos había mandado montar en diciembre. Marco y Gioele se pusieron a darse empujones, señalando tierra con el dedo: —¡Ése es el balcón de mi cuarto! —¡Eso de ahí es la ventana de la buhardilla! —¡Mira, la del cuarto de mamá se ha quedado abierta! Yo sí que me había quedado boquiabierta. Había bastado abandonarla un momento para que, ofendida, mi casa empequeñeciera. Parecía la de Barbie. Otra vez volví a sentir el mismo nudo en la garganta. Otra vez mi familia estaba muy contenta por algo que no tenía nada de alegre. Me senté en la cubierta, decepcionada. No entendía el mundo visto desde lejos. Papá me cogió y me levantó por encima de la rueda del timón y de las cabezas de mis hermanos. Me sentó sobre la botavara, que apenas ondeaba bajo mi trasero. —¿Mejor así? —Un poco —contesté, sorbiéndome la nariz. —No es ella la que ha cambiado, te has desplazado tú. A eso se le llama perspectiva. Apréndetelo, te servirá. Navegamos a motor hasta el atardecer, era inútil izar las velas. —Hay bonanza —dijo papá con la cabeza levantada. —¿Dónde? ¿Dónde? —contestó Marco, corriendo por la cubierta. Llegamos a la bahía al anochecer: la costa era ahora un telón de lucecitas lejanas que brillaban parpadeantes. —¿Dónde está el puerto, papá? —¿Qué puerto? Somos marineros, no veraneantes. Dormiremos en un fondeadero, en la rada. Gioele, al ancla.
Muy seguro, Gioele se fue directo a la popa. Papá fue a la proa, suspirando: —Mal vamos con estos tres. Mamá le contestó desde el timón: —Ya te dije yo que tanto ir de acá para allá por Europa no era una buena idea. En la proa se oyó un golpe, seguido del ruido de la cadena que se desenrollaba en el agua. —Da marcha atrás un poquito, y luego punto muerto. El barco retrocedió apenas y se puso a balancearse plácidamente en la penumbra. En medio de la bañera apareció como por ensalmo una mesita plegable. Mamá colocó en el centro las provisiones preparadas por Maria: pan de trigo, anchoas en salazón, la temible ’nduja picante, cabeza de cerdo y soppressata. Del petate de Gioele asomó una ristra de cebollas rojas; del de Marco, dos tarros de aceitunas en salmuera. En la bodega del barco se oyó un golpe seco, seguido de la voz de mamá, que contestaba desde la oscuridad: «¡Champán!». El barco se balanceaba, la línea de la costa se movía dulcemente de arriba abajo. Antes de llegar al postre nos quedamos los tres dormidos, abrazados. Pero nos despertamos en las literas. Se ve que papá y mamá habían hecho uno de sus hechizos nocturnos. Abrí los ojos cuando empezaba a clarear y el cielo se teñía de lavanda. A mi lado dormía Gioele; por debajo de las sábanas sólo asomaba su flequillo. Me bastó un parpadeo, en el silencio absoluto, para oír el coletazo de advertencia de Pippo. Estaba acurrucado en el suelo, despierto. Apoyé la mejilla en el mamparo: a pocos centímetros estaba el mar. Todo entero. Junto a mi oreja, el de Liguria; al lado el Mediterráneo y más allá, el océano. Oía el ligero chapoteo de las olas contra el casco del barco. Quién sabe de dónde venían antes de romper ahí. Cerré los ojos y volví a dormirme, soñando que nadaba con todos los peces de los siete mares. Nos despertó mamá, abriendo de par en par todas las escotillas: —Arriba, panda de dormilones. Aparecí en la cubierta, envuelta en la camiseta del Che. El barco se balanceaba
con suavidad en el agua cristalina. Por debajo de nosotros, en el fondo, ondeaban penachos de posidonia, mecidos por la corriente. Los rayos del sol entraban en el mar, trazando estelas luminosas en la superficie azul. Otro color que en el mundo de antes no existía. Me puse a contar los tonos: azul marino y ultramar, azul de Persia y de Prusia, azul celeste y cobalto, añil, violeta y aguamarina. Mi madre dejó sobre la mesa, entre las mermeladas, un ramo azul de lirios. Mi padre agitó los brazos desde la playa en un gesto de saludo. Pippo corría de un lado a otro en la rompiente, persiguiendo a las gaviotas. Gioele extendió la mermelada al milímetro, la misma capa idéntica por toda la superficie del pan. La comprobó a contraluz y, sin mirarme, me ofreció su rebanada. —Zarpamos. Gioele, al ancla. Tras un breve instante de duda, mi hermano se dirigió a la proa. Mamá le guiñó el ojo a papá: —¿Ves? Inteligentísimos —dijo, y se puso al timón, moviéndolo despacio en la dirección del viento. —¡Primera lección: proa al viento, izamos la vela! De la botavara empezó a levantarse lentamente la vela, subiendo por el mástil. El barco se deslizó por el agua, el foque se infló, y el casco se inclinó ligeramente sobre la ola. Mamá apagó el motor: —Señoras y señores, bolina escasa. Nosotros mirábamos pasmados las velas. —Ya os lo he dicho, es intuitivo. Venid, que os asigne los puestos. Marco, tú eres el proel. El responsable de la proa, las escotas y las drizas. Gioele, tú a la cofa. Pero no te olvides de la burda y las jarcias. —Mis hermanos asentían, con expresión marinera—. Y tú —papá se puso a mi altura para comprobar mi visual sobre el barco—, tú serás timonel con mamá. —¡No puede ser! Es la más tonta y aun así siempre le toca lo mejor. —Ya, pero si nos hundimos, ella no puede abandonar el barco y se muere. Hice caso omiso de ambos. Nosotros los timoneles somos hombres solitarios, al
mando. —Preparaos mentalmente. El movimiento se hace primero en la cabeza y después en el barco. Timonel, orza y manda la maniobra. Mamá me metió entre su tripa y la rueda del timón. Me apoyó las manos en la barra y las cubrió con las suyas: —Listos para virar. Silencio. —Tenéis que contestar «listos». —¡Listos! —gritaron mis hermanos. Giramos hacia el viento hasta que el barco se detuvo, con la proa al viento. —¡Viramos! —gritó mamá. —Gioele, cuidado, que pasa la botavara. Él miraba a su alrededor, desubicado. Papá aflojó la escota, el foque ondeaba en la proa, desinflado. Era el momento: le hizo una señal a Marco para que recuperara tirando la escota hacia el lado opuesto, ahora a sotavento. La vela se infló, y volvimos a correr por el agua. Era precioso. Incliné la cabeza hacia atrás para mirar a mamá, con una sonrisa de pirata malayo. Navegamos de bolina toda la mañana, adelante y atrás por el mismo tramo de mar. A la hora del almuerzo, Marco volvió a tropezar. —Cuántas cuerdas hay en este barco. A papá le sentó mal su comentario: —Cuerdas en el barco no hay ni una: si acaso escotas, drizas, matafiones y
amantillos. —Éstos necesitan una buena dosis de vocabulario —comentó mamá, mirando fijamente a papá—. Hasta que no sepan cómo se dice no lo sabrán hacer. —Al menos la rosa de los vientos sí la han entendido. —¿Qué te juegas a que no? —Eres un imbécil —le susurró Gioele a Marco—. Menuda lata nos van a dar ahora. Y tenía razón. Para empezar nos hicieron vestirnos de regatistas: papá sacó de su petate tres chubasqueros y tres chalecos salvavidas fosforitos, con sus silbatos colgando. Así ataviados, subimos a cubierta, tiesos como pingüinos imperiales. —Clase práctica: timonel, timón a la orza, empieza a atirantar la bolina. Yo miré a mamá, que me observaba con los brazos cruzados. —Marco, en cuanto flamee, lasca; cuando pase, caza sotavento. —Gioele, en caso de borrasca, ¿sabes cómo tomar rizos? Nosotros saltábamos por la cubierta, tirando al azar de cabos y escotas. —Tú, aduja, y tú, azoca —ordenó mi madre. Nos enredamos entre nosotros hasta formar una madeja fosforescente en la bañera del barco: —Ya puestos sería mejor anudar y enrollar. —O dejarnos de velas. —¡A palo seco! A Gioele le entró la risa y a Marco también. Papá se echó a reír a su vez:
—Tres insensatos a bordo. Destino cruel. Y mamá y él desaparecieron en el camarote. Pero acabamos aprendiendo. Sentados en la bañera mientras pasaban veloces los días, empezamos con los nudos: los que cierran, como el de saboya, los que unen, como el bandera, los que abrazan, boca de lobo, los de «quita enseguida el dedo», el corredizo, y, el rey de los nudos, el as de guía. También los rumbos: los de barlovento, los preferidos de nuestros padres, a través y los majestuosos portantes. Aprendimos la calma del rumbo al largo, la tensión de la bolina y la cautela de la empopada, «Cuidado con no capear». Aprendimos las órdenes: arribar, orzar, lascar, virar, abatir y ceñir. Y a no reírnos de cómo nos sonaban algunas. Mis hermanos aprendieron a salvarme después de arrojarme al agua al grito de: «Hombre al agua». Y aprendimos la orden más bonita de todas, la que se grita al timonel para avisarle de que puede maniobrar. Habíamos aprendido a hacerlo entre los tres. Gioele gritaba desde el ancla: «Libre a proa», Marco respondía desde el amarre: «Libre a popa», y yo, escondida detrás del timón, gritaba a pleno pulmón: «¡Libre! ¡Libre!».
10
La soledad de un pilar
La cancela, de un pesado hierro forjado pintado de verde, se apoyaba de un lado sobre la tapia, y del otro sobre un pobre pilar aislado. Para consolarlo, una glicinia azul lo había envuelto por completo. —Es una Wisteria floribunda —comentaba mi madre cada vez que la mencionábamos. Con los años la planta había envuelto en el sentido de las agujas del reloj uno de los montantes de la cancela, bloqueando su movimiento —. Mirad, si subiese en el sentido contrario, sería una Wisteria sinensis — añadía. Se entraba en el jardín abriendo la cancela a medias, con una serie de maniobras tan complejas que desalentaba a cualquier conductor. Además, una vez dentro era prácticamente imposible salir sin dejarse al menos un retrovisor, cuando no un lateral entero del coche. En cualquier caso, ninguno de nosotros la usaba nunca, como tampoco usábamos el salón de recibir ni la gran escalinata de mármol de los aristócratas. Nosotros preferíamos los sótanos, los semisótanos, las escalerillas inestables y, en general, los lugares más recónditos. El pilar estaba partido —«Fisurado. Sed precisos con los elementos estructurales, hacedme el favor»—, una larga grieta blanca lo atravesaba en horizontal. Para arreglarlo habríamos tenido que arrancar de raíz el árbol. Mis padres no se ponían de acuerdo al respecto. Papá nos explicaba que era el pilar el que sostenía la glicinia, pero mamá tenía una idea totalmente distinta: —No empecéis otra vez con la ciencia de las construcciones: se ve a simple vista que es la Wisteria la que sostiene el pilar y no al contrario. Mientras se ponían de acuerdo, la Floribunda azul se convirtió en mi árbol. La
rama más grande nacía del tronco a un metro del suelo. Durante la floración, trepaba por ella hasta lo más alto del pilar y me pasaba tardes enteras mirando la avenida desde allí. Tampoco es que hubiera mucho que ver: lo que en tiempos había sido una avenida elegante, bordeada de naranjos amargos, se había convertido con la llegada de los automóviles en una carretera como tantas otras. Se formaban atascos dos veces al día, a la entrada y a la salida de los colegios. Por reacción, en los momentos de tranquilidad los conductores la recorrían a setenta por hora, entre frenazos y bocinazos. Al terminar el día estaba moteada de gatos atropellados, que Gioele y yo recogíamos y enterrábamos a escondidas en el jardín municipal. Justo enfrente de nuestra casa había un banco donde se sentaban los ancianos a descansar antes de afrontar la segunda mitad de la cuesta, más empinada. Si me veían encaramada al árbol, entre las ramas, trataban de hacerme bajar, primero con gestos y después acercándose al pie de la glicinia e intentando agarrarme de los tobillos. Por lo general bastaba con trepar más alto, ellos seguían un rato mascullando abajo, imaginando que se rompía alguna rama, que no apoyaba bien un pie o una mano al trepar y me caía. Los más tétricos me gritaban: «¿Y si te caes encima de nosotros? ¿Y si le haces daño a alguien?», pero al final casi siempre se marchaban. De vez en cuando alguno de ellos se tomaba a pecho la situación y llamaba al interfono. Las pocas veces que el timbre funcionaba, desde el árbol oía la melodía cruzar el salón, subir a la planta de arriba, recorrer los pasillos y salir por la puerta trasera. Una, dos, tres veces. Pero mis padres nunca contestaban. El día del accidente, un viejito más quisquilloso que los demás insistió media hora por lo menos, tratando incluso de trepar por una parte del árbol. Para librarme de él subí lo más alto que pude, hasta que desapareció bajo el paraguas azul de las flores. Lo oía golpear el tronco a lo lejos, y me llegaban también los ladridos de Pippo, que había perdido la calma. Estaba demasiado arriba, pero desde allí lo veía todo: la curva de la carretera y el final de la avenida, la mancha verde del prado frente a la entrada, los tejados de tejas de las casas bajas cercanas al mar. Y, más lejos todavía, la pista del aeropuerto, una larga franja de cemento que atravesaba el golfo. Abajo en lontananza, en la línea del horizonte, una sombra: era Córcega, con el dedo del promontorio de Capo Corso alzado hacia mí.
Y, más cerca, edificios, ventanas abiertas de par en par y cortinas medio corridas. Me asomé para ver mejor. Quién sabe si detrás de esas cortinas se escondían otras enanas como yo que me estaban mirando en ese mismo momento. Con un código o una señal secreta quizá pudiera despertarlas del hechizo, y entonces saldrían a los balcones, agitando los brazos. Tenía que pedirle a mamá que me enseñara a hacer ese silbido largo que hacía ella. No vi ninguna enana, pero sí un coche que asomó por la curva a una velocidad de locos y se pasó al otro carril. Se quedó un instante inmóvil, en equilibrio sobre las dos ruedas exteriores, y luego derrapó sobre el lado contrario. Aún me dio tiempo a entrever un destello en el parabrisas, antes de que el coche se estrellara de lleno contra la cancela, que se vino abajo con un estruendo espantoso. El resto me lo contó Gioele las semanas siguientes, con el metrónomo apoyado sobre el carrito de las medicinas: del susto, yo había perdido el equilibrio en el impacto, o me había distraído para seguir la trayectoria del coche al derrapar hacia la cancela. Había caído desde una altura de cinco metros, rebotando sobre las ramas. Al primer golpe me había dejado dos costillas, al segundo, una pierna, al tercero, el hombro y una zapatilla, y al cuarto había conseguido agarrarme un momento, partiéndome dos dedos. Por fin había aterrizado en un mar de pétalos azules, al pie del anciano, al que no había aplastado de puro milagro. La última imagen que recordaba era mi mano derecha, con dos dedos perpendiculares a la palma, que había levantado para comprobar si aún llevaba en la cabeza el sombrero del banderín: ahí estaba. Acto seguido me había desmayado. Me desperté dos días después. Mientras tanto, en mi casa se habían tomado decisiones importantes y definitivas. Gioele no se separó de mí en todo el tiempo que estuve postrada en cama. Le parecía increíble disponer por una vez de alguien que no podía huir; y yo desde luego era incapaz de abandonar mi cama del Servicio de Traumatología. Y me lo contó todo, arrullándome con su adagio insoportable: el herido más grave era yo, seguida del conductor del coche. El anciano, en cambio, no se había hecho nada, pero había interpuesto una denuncia contra mí, contra Pippo y contra terceros. Los guardias municipales habían llegado enseguida. Kim y Sa-sa-sasha se habían escapado, aprovechando que la cancela se había venido abajo. Los guardias habían corrido tras ellos. Después habían llegado los carabineros, y uno de ellos me había socorrido. Al verme en brazos de un desconocido, encima de uniforme, Maria había reaccionado de la única manera que sabía: a bofetadas.
Alertado por los gritos de Marco, mi padre, que estaba ocupado con su contrachapado marino, se había asomado desde el semisótano, blandiendo una lijadora de banda. Había llegado la policía. Los dos pastores alemanes habían entrado en el jardín de Villa Durazzo Pallavicini —después de pronunciar Durazzo Pallavicini, Gioele se concedía un sonoro aplauso— y se habían bañado en el estanque de las tortugas, el que tiene en el centro el templo de Diana. Había llegado la ambulancia. El médico había regañado al carabinero, que no debía haberme movido bajo ningún concepto. Desde detrás y por sorpresa, Maria le había dado un bofetón a dos manos. Habían esposado a Concepita Maria. La ambulancia se había ido, con mamá y yo a bordo. En su afán por conseguir que Pippo bajara del árbol, el policía se había llevado un mordisco en el brazo, y mi perro, la segunda denuncia. A la mañana siguiente, antes de que sonara el despertador, había llamado la asistente social. Por el interfono, que por desgracia esa vez sí había funcionado, había declarado: —Tranquilos, estoy aquí para ayudaros.
11
Tres habitaciones para ella sola
Los años setenta tenían las horas contadas, el referéndum había liberado a los italianos del amor eterno, en Génova las Brigadas Rojas disparaban a la gente por la calle y el mundo denso había decidido ocuparse de nosotros precisamente, entre tantos otros. Había decidido convertirnos por fin en personas normales. Los profesores ya no convocarían más a mi madre, y ella dejaría sus promesas de marinero. Y tal vez aprendería a fijarse en nosotros aun sin gafas. El barco de mi padre zarparía por fin una mañana desde el muelle viejo, con todos nosotros a bordo, vestidos de rayas azules y blancas. Gioele dejaría de tartamudear y de andar sonámbulo. Marco se pondría los calzoncillos antes de salir del baño. Yo haría la primera comunión y recitaría el Padrenuestro del tirón. Y libranosdelmal, amén. La asistente social se ocupó de nosotros. Le sobreviviríamos durante trescientos sesenta y cinco días, hora más, hora menos. Pero la única que lo entendió enseguida, al verla sentarse sobre una nalga después de alisar con cuidado el asiento del sofá, fue Maria. Que se limitó a decir: «Dios bendito». La asistente social ni se inmutó. Nos sonrió, enseñándonos las encías. Sólo las encías, sí. Pero no dejaba de ser una sonrisa, aunque sólo durara un instante, un destello de carne rosa. Precisó enseguida que no había venido a imponer reglas. —Las familias perfectas no existen —añadió, haciendo girar la correa del reloj hasta colocarse la esfera justo en el centro de la muñeca—. Sin embargo, existen amplios márgenes de mejora para todas ellas. Miró atentamente a los ojos a cada uno de nosotros: ahora ya no sonreía. Sin
apartar la mirada de ella, Marco arrancó el cartel en el que ponía CLARA y que estaba pegado al respaldo de mi silla de ruedas. En nuestro camino se había cruzado la señorita Rottermeier, pero pese a todo él aún esperaba salir indemne, o casi. La Rottermeier, cuyo verdadero nombre era Alessandra Artiero, tenía esa edad indefinible de las mujeres todavía jóvenes que optan por la belleza sin artificios en el momento preciso en el que, por el contrario, más necesitarían teñirse. Cuando tocaba superar la pendiente, Alessandra Artiero se había quedado aferrada a su horquilla. Según los días aparentaba treinta o setenta y dos años. Tenía la piel fina, los labios cortados y las uñas tan mordisqueadas que la piel de alrededor se veía roja e hinchada, como las almohadillas de las patas de los perros. Parecía una niña vieja, pero hablaba como una adulta, con un tono bajo y monótono, recalcando bien las palabras, como quien está acostumbrado a explicar conceptos sencillos a gente tonta. En nuestra casa, con sus techos de cuatro metros de altura, su voz parecía venir de una radio olvidada en otro apartamento, o quizá en otra ciudad. —Para conoceros sería bueno recorrer con vosotros la casa. Así me enseñáis vuestras habitaciones y vuestros juguetes. Estábamos los tres inmóviles, como búhos disecados. —Hagamos una simulación: es hora de irse a dormir, y yo os acompaño. Gioele, empecemos por ti. Dio a la primera con el eslabón más débil. Gioele se cubrió de manchas rojas, abriendo y cerrando la boca como una carpa. Yo desbloqueé el freno de la silla de ruedas para intentar fugarme. La rueda trasera le aplastó la cola a Sa-sa-sasha, que dio un salto atrás y prorrumpió en un pedo estruendoso. Marco asumió el control de la situación y se ofreció voluntario. Ella abrió el cuaderno por la primera página. Arriba había escrito ya nuestros nombres y nuestras edades. Hizo una cruz al lado del de Marco, y desaparecieron escaleras arriba. Mi hermano con sus Adidas desastradas, y la asistente social con sus bailarinas azules. Luana se quedó sentada, muy buenecita, en el tercer escalón.
La asistente social arrastraba ligeramente las suelas al andar. No tanto como para oírla acercarse, pero sí lo suficiente como para que no te pillara del todo desprevenido. En efecto, notabas su presencia con el tiempo justo para tomar la peor decisión: tratar de esconder lo que estuvieras haciendo en ese momento. Pautaba su paso una sinfonía de libros y cajones cerrados de repente, hojas arrugadas, cremalleras subidas, colas que desaparecían debajo de los sofás, manos a la boca, manos levantadas y manos en los bolsillos. De pronto todos callaban, y ella hacía resplandecer el rosa de sus encías. —Pero ¿qué hacéis durante todo el día? ¿No tenéis pasatiempos? Deberíais cultivar alguno. Tú, por ejemplo, el bordado. El punto de cruz. Yo lo hago durante mis trayectos en tren, mira. Se sacó del bolso una redecilla doblada en cuatro. Al abrirla aparecieron dos aes entrelazadas. En el puño sostenía tres madejas de seda rosa enrolladas, formando el signo del infinito; debajo de sus uñas se entreveía una delgada línea de sangre coagulada. Me eché a llorar. —Ya me-me encargo yo de bordar —dijo Gioele, tendiendo la mano hacia la Rottermeier. Pero ella no lo miró siquiera: —A ti te veo mejor en un deporte de equipo. El fútbol, por ejemplo. Gioele se echó a llorar. —¿No te gustaría ser futbolista? ¿Como Platini o Paolo Rossi? Mi madre se echó a llorar. Sin embargo, por algún oscuro y misterioso motivo, mis hermanos y yo queríamos gustarle. Nos habría gustado que nos dijera: «Es una buena idea». Que no cogiese el cuaderno cada vez que terminábamos una frase. Que Maria no suspirase «Dios bendito» cuando se la cruzaba por el pasillo. Que mamá no se pusiera tan nerviosa que se le rompiera el vaso al dejarlo sobre la mesa tras el primer sorbo. Que papá y ella no estuvieran más encorvados cada día. Que no apartaran la mirada cuando se encontraban con nosotros, seguidos de cerca por la señorita Artiero. Que no cambiaran de tema cuando nos acercábamos demasiado a ellos. Y que no se dijeran el uno al otro «Te lo dije» sin sonreírse, ni
siquiera con los ojos. Según la asistente social, nuestro problema más grave era de naturaleza sinérgica. De uno en uno alcanzábamos la suficiencia psicológica, pero los tres juntos nos precipitábamos en el vórtice del sinsentido. Empezaron las sesiones individuales. Nos clavaba al escritorio del despacho, después de entornar las persianas. Hasta entonces no sabíamos siquiera que en la planta baja hubiera persianas. Que existiera la posibilidad de no ser vistos desde fuera. Que hubiera un fuera que nos mirara. Nuestros padres nos daban consejos estratégicos que chorreaban coherencia pedagógica: —Decid la verdad y contestad a todas las preguntas. Sois niños completamente normales. —Mentid. Mentid siempre. Decid justo lo contrario de lo que se os ocurra. Para contentarlos aplicábamos las dos estrategias, alternándolas. —Claro que ve-vemos a otros niños. Por ejemplo, los ni-ni-niños de Concepita Maria vienen a menudo a jugar con nosotros. Sobre todo cuando su pa-pa-padre acaba en la cárcel y ellos se quedan solos en casa. Concepita Maria nos encierra con llave en el sótano y jugamos to-to-toda la tarde. —No necesitamos compañía. Más que nada porque cada uno de nosotros tiene un perro y nueve gallinas, y porque somos autárquicos, señorita. Jugamos entre nosotros, de manera autónoma y creativa. A ver quién mea más lejos, por ejemplo. Obviamente a mi hermana le damos treinta centímetros de ventaja porque no tiene pito. Está en desventaja, ¿entiende? Nosotros, en cambio, sí tenemos. Gioele lo tiene mucho más corto, claro. ¿Quiere verlo, señorita? —Es que ellos siempre están de broma. Nada es verdad. Es que mamá nos ha dicho que mintamos, y nosotros somos muy obedientes. Yo voy también a las benjaminas. Bueno, iba, porque después papá se enfadó por la historia del aluminio anodizado. Ése que es dorado. ¿Sabe cuál le digo? A la asistente social se le ponían blancos los nudillos de tanto como apretaba la pluma. Desde la otra parte del escritorio yo no alcanzaba a leer lo que escribía,
pero intuía series y series de puntos de exclamación, como cuchilladas en la hoja. Mi madre se asomaba al despacho: —Señorita, ¿le apetece una taza de té? Maria gritaba en dialecto desde la cocina: —Le preparo un escupitajo hervido. Convertirnos en personas normales no era tarea fácil. Habíamos crecido considerando la normalidad como algo monótono y aburrido que se veía en las casas de los demás y en el acuario del pediatra. Donde de vez en cuando, en efecto, un pez inflado flotaba en la superficie. La asistente social nos dio una semana para encontrar un pasatiempo cada uno. Nos puso un ejemplo para explicarnos el concepto: —Mirad, niños, vuestro padre tiene la afición del modelismo naval. Un ejercicio de paciencia y precisión. Marco tomó la palabra durante la cena: —Papá, ¿sabes que estás construyendo un barco dentro de una botella? Mi padre desmontaba el mando a distancia del televisor, otro de los descubrimientos de la asistente social, que opinaba que estábamos desinformados y totalmente aislados de la sociedad civil, la cual percibíamos con una impresión excesiva de peligro. Mi madre intervino: —No es un barco dentro de una botella, tesoro. Es nuestro barco. Ya sabes los planes: el próximo verano zarpamos, ponemos rumbo al sur navegando de bolina, directos a Córcega. —Pero, mamá, si ni siquiera cabe por la puerta. Mi padre dejó el mando a distancia. Mi madre se quedó con el tenedor suspendido en el aire. Se miraron, rectos y serios, algo que nunca hacían. Alguien encendió la tele, que inundó la habitación con los gritos de la sociedad civil.
No volvimos a hablar del tema. En cualquier caso, estábamos ocupados con la búsqueda de los tres pasatiempos para la señorita Artiero. Organizamos una reunión clandestina en la cripta, adonde mis hermanos me bajaron en brazos, Marco cogiéndome de las axilas y Gioele de los tobillos, después de esconder la silla de ruedas en el seto de laurel. —¿Astronauta? —Eso no es un pasatiempo, boba. Y además las chicas no pueden serlo. —Eres un mentiroso. Valentina Tereshkova fue astronauta en 1963. Me lo ha dicho mamá. Pues si no hago de astronauta, entonces hago de Dios. —¿Dios? Sí, dile tú a la señorita que tienes a Dios de hobby, a ver si te atreves. —Yo me pi-pido ser químico. —Buena idea. Me parece que eso sí vale como hobby. Gioele se pide ser químico. Tú, enana, no puedes pedirte ser Dios. Como mucho puedes ser beata. En plan santa, ¿sabes a qué me refiero? Pero ten en cuenta que para eso tienes que morirte antes. —Vale. Pues me pido ser beata. ¿Puedo quedarme con Pippo? —Me pa-pa-parece que sí. Puedes hacer de fra-fra-franciscana. —Si san Francisco hablaba con el lobo de Gubbio, tú puedes hablar con Pippo. Perfecto. Ya tenemos dos hobbies. —¿Y tú? —Tú te haces pa-pa-pajas. —¿Qué son pajas? —Coges el pi-pi-pito y tiras. —¿Dónde lo tiras? —Tiras y ya. Y no te metas donde no te llaman, paralítica. No puedo decirle que mi hobby es hacerme pajas. Me pondría tres puntos de exclamación. Sois un par
de imbéciles. No servís para nada. —¡No podéis volver a hablar de pitos! Si lo hacéis, me estropeáis lo de ser beata. —Tienes razón, enana beata. A ver qué os parece: ¿películas? Hago películas. Vosotros sois los actores, y yo, el director. Por la rejilla se filtraba la luz rosada del atardecer, que en Génova no indicaba el crepúsculo, sino la fundición de la planta siderúrgica Italsider. Nos pasamos toda la tarde en la cripta, pero valió la pena. Cuando salimos, éramos un químico, un director de cine y una beata. Estábamos preparados. Gioele adoptó su pasatiempo con el entusiasmo lúgubre que reservaba a sus empresas más grandiosas y desesperadas. El semisótano tenía la misma distribución que la planta baja: en el centro estaba la habitación donde mi padre construía el barco y, alrededor, dispuestas en corona, las demás. Para su laboratorio químico Gioele ocupó la primera, en la esquina nordeste, justo debajo de la cocina de Maria. Mi padre se mostró inflexible: debía tener paredes acristaladas por motivos de seguridad. Y así fue: mi hermano tuvo su acuario en el semisótano, al que sólo podía acceder vestido con unas batas blancas que Maria le había hecho cortando las cortinas del salón. La química se convirtió en su único tema de conversación en la mesa. —Ma-ma-mamá, necesito instrumentos. Esto es lo que me hace fa-falta: un agitador magnético, un mezclador de vórtice, un cronógrafo, un evaporador, un densímetro, un refractómetro y, por supuesto, un ebulloscopio. Y también un alambique, un extractor, un peachímetro y un mostímetro. Y por lo menos una docena de probetas y pipetas. El metrónomo oscilaba espantosamente, pero en el tema de la química no llegaba a seguir a mi hermano, quien, con mirada embelesada, enumeraba instrumentos para mezclar, medir y separar. En la puerta del laboratorio apareció un cartel en letras rojas: NADA SE CREA, NADA SE DESTRUYE, TODO SE TRANSFORMA .
De pronto Gioele ya no tartamudeaba, y eso parecía bastarnos a todos. Para que no lo molestaran durante sus experimentos, mandó instalar un interfono que conectaba el laboratorio con la cocina, en la planta superior. Al pasar al lado se oía el chisporroteo típico de las reacciones químicas. —¿Qué estás haciendo, tesoro? —El proceso Ostwald, mamá. Produzco ácido nítrico a partir de amoniaco. La asistente social nos había asestado un golpe más: Gioele estaba aislado en su laboratorio y, mientras lo mirábamos a través de la cristalera, nos indicaba con un gesto que nos alejáramos, sin apartar los ojos de la probeta. Marco consiguió cambiar su tocadiscos y un diccionario nuevo por una Super-8 de Kodak, y se puso manos a la obra con El rollo, un peliculón ambientado por completo en la cocina, con Concepita Maria y Luana como protagonistas. Colgó en la pared un enorme guion gráfico donde dibujaba cada mañana las escenas previstas para ese día. Nada más llegar a casa, sin soltar las bolsas de la compra, Maria se aprendía su papel y le hacía darle la réplica a cualquiera que pasara por allí. A veces desde las otras habitaciones nos llegaba la voz estentórea de mi padre, que declamaba: «¡No, Gregory, no! No tendrás mi perdón ni mi respeto». Maria trataba de recordar la frase durante las cinco horas que Marco pasaba en el colegio, pero en el momento de la claqueta, casi siempre acababa improvisando: —No tendrás mi espeto. —¡Mi respeto, Maria! —Por Dios bendito, ahí os pudráis tú y tu amigo Gregury. La asistente social no quería aceptar mi candidatura a beata. Escribió al menos seis líneas sobre mí en su libreta, pero sin puntos de exclamación. Una larga fila de palabras apretadas, intercaladas de puntos suspensivos. Yo trataba por todos los medios de evitarla. Bueno, con un solo medio: la silla de ruedas. La ventaja de mis hermanos en cuestión de escapatoria era evidente, clamaba justicia. Pronto se puso en marcha una competición en solidaridad
conmigo. Mi padre conectó al buje de la rueda un motor de propulsión eléctrica de un caballo de vapor y un manillar de bicicleta con bocina. Marco fabricó el motor con un acelerador con potenciómetro, y montó un estéreo portátil en el reposapiés de la silla. Por los altavoces, ocultos en la tapicería del respaldo, se oía la grabación del zumbido de un Boeing al despegar. El propio Gioele encontró también la manera de participar, sin salir del laboratorio donde nada se destruía pero todo se transformaba. Había descubierto que, sometido a una presión de 200 bares, el anhídrido carbónico pasa del estado gaseoso al estado sólido. Desde un barreñito sujeto al fondo de la silla el hielo seco emanaba nubes de humo blanco a mi paso. Mi madre enganchó un viejo cochecito de bebé a un lado de la silla de ruedas. Pippo y yo teníamos por fin nuestro sidecar. Con una sarta de diosbenditos, Maria modificó dos cascos de bici rellenándolos de gomaespuma. Sobre el mío colocó el banderín. La señorita Artiero no tenía ya esperanza ninguna de alcanzarme para encerrarme en el despacho, cerrar las persianas y ocuparse de mí. Mi malestar social corría como una flecha, libre y feliz, sobre la silla de ruedas, a salvo de cualquier terapia.
Tenía que haber, sin embargo, alguna manera de frecuentar el mundo sin que éste nos castigara, nos prescribiera ansiolíticos leves o nos soltara un sermón. Salir no había sido buena idea: las benjaminas veneraban el aluminio anodizado y las prohibiciones, en las casas de los demás yo me perdía en el laberinto del orden excesivo, sus vidas tenían ritmos distintos y, como pasaba con los perros, un año suyo equivalía a siete de los míos. A media tarde en sus sofás para mí era ya el crepúsculo. Y dejar entrar al mundo había sido aún peor: cómo olvidar a Silvia, a la que, en efecto, en casa llamábamos Silviateacuerdasdella. Mis padres se encerraban cada vez más a menudo en la habitación de las grandes decisiones, mientras la señorita Artiero recorría todas las demás, precedida apenas por el murmullo de sus bailarinas azules. Marco la acompañaba, escondido detrás del objetivo de su Super-8. En las grabaciones, enmarcada por la línea de su hombro y su pendiente de perlas, nuestra casa se veía recorrida por
destellos de luz, ráfagas de viento y bandadas de gaviotas que se colaban por las ventanas. En los días de sol bailaba sobre el techo el reflejo de las olas del mar, pese a lo lejos que estaba. Pero, vista con sus ojos, en nuestra casa todo estaba mal. Nos aconsejaba cambios que nunca podríamos llevar a cabo. Era ésa, y solo ésa, la planimetría de una casa feliz. Ese otoño había entrado en casa algo más, como enganchado al paso arrastrado de la señorita Artiero. Mi madre no paraba, noche y día, de medir su habitación recorriéndola con sus tacones altos. De vez en cuando nos llegaba desde el sótano un ruido desafinado: era un martillo que golpeaba contra la pared. La asistente social saboreaba las victorias, demasiado concentrada en las tablas del desarrollo conductual infantil como para darse cuenta de que el olor a huevos podridos que salía del laboratorio de Gioele era ácido sulfhídrico. Empezó a alternar las sesiones individuales, cuyo objetivo era el de aislarnos y debilitarnos como a soldados heridos olvidados en la trinchera, con encuentros de grupo. De ésos me era imposible escaquearme, ni aun lanzándome a toda velocidad por la avenida. Maria nos buscaba uno a uno con su olfato de sabueso y nos encontraba allí donde nos hubiéramos escondido. Confundía la psicología con la pediatría, y antes de cualquier encuentro nos sometía a Gioele y a mí a su aseo de las grandes ocasiones. Tristes y empapados en colonia de lavanda, nos sentábamos ante el escritorio del despacho. Los hijos a un lado y los padres a otro. Sin embargo, en esa habitación la mesa no era redonda, por lo que las palabras no daban toda la vuelta. Rebotaban y caían al suelo, sin que nadie hiciera ademán de recogerlas. Se empezaba siempre con los objetivos alcanzados durante la semana. Mis hermanos y yo teníamos que informar de nuestros resultados. Gioele lo hacía leyendo interminables listas de reacciones químicas. Minutos enteros de fórmulas, sin un solo tartamudeo y sin alzar los ojos de la hoja que tenía delante, llena de cifras y letras. Si alguno de nosotros protestaba: «No se entiende nada, Gioele», él seguía leyendo mientras dibujaba a la vez, en otra hoja, la estructura de la fórmula. En la página nacían árboles de líneas y polígonos, como un bosque en otoño. Al ser zurdo, Gioele iba borrando con la manga del jersey lo que acababa de dibujar. En cuanto a Marco, había entrado en una fase depresivo-paranoica en su carrera
de director de cine. Vivía con el terror de que alguien le robara la idea. Tras semanas de furibundas discusiones con Maria, que improvisaba sobre el guion, había abandonado la idea de El rollo y optado por el cine realista. Recorría la casa descalzo persiguiéndonos, con ayuda de Luana, que se había sometido a un adiestramiento de sabueso y al descubrirnos desde lejos nos señalaba, levantando la cola y la pata delantera. —Actúas como un cineasta neorrealista —le sonrió mi madre. —No, actúas como ella —añadió mi padre, dirigiendo los ojos hacia la asistente social. No había digerido bien lo de que construía barcos dentro de botellas. Ni que una asistente social no nos considerara niños perfectamente normales. Marco formaba un rectángulo con los dedos y nos observaba desde ese encuadre sin decir nada.
12
La balada del semisótano
Las persecuciones de la señorita Artiero modificaron el plano de la casa: como animales acosados, nos fuimos desplazando progresivamente hacia el lugar que considerábamos más seguro. El pionero había sido nuestro padre, encerrado en la botella con su barco, seguido de mi hermano, en el laboratorio donde nada se creaba. Después de impregnar toda la casa durante semanas con un hedor a amoniaco, Gioele aparcó la producción de ácido nítrico, declarando oscuramente: —Con esto debería bastar. Sustituyó el amoniaco por azufre, el cual, quemado junto con el nitrato de potasio y en presencia de vapor de agua, producía un ácido comúnmente llamado vitriolo. Por el interfono se oía el chisporroteo del dispositivo de catálisis que mis hermanos habían construido deprisa y corriendo, en una de sus noches de acción. Gioele empezó a ir por la casa con guantes de soldador y unas gafas muy grandes de aviador de la Segunda Guerra Mundial. Ninguno de nosotros asoció ácido nítrico y ácido sulfúrico; estábamos todos distraídos por la bajada de Marco al semisótano. Instaló su cámara oscura en una habitación estrecha y rectangular sin ventanas. El hobby de Marco, al contrario que el de Gioele, requería oscuridad. Sobre la puerta montó una lamparita. Cuando la luz estaba encendida, significaba que Marco se encontraba revelando o imprimiendo, y estaba prohibido entrar. Por primera vez en nuestra casa había una puerta que no se podía franquear, por primera vez ya no estaba prohibido prohibir. Por supuesto, esa luz estuvo
siempre encendida, día y noche, durante los meses sucesivos. A la izquierda estaban los recipientes para los baños de revelado, blanqueo, fijación y lavado. A la derecha, a lo largo de la pared, ponía a secar la película en largas guirnaldas retorcidas. La cámara oscura estaba justo al lado del laboratorio: Marco hizo un agujero en la pared por el que Gioele le pasaba los reactivos que le iba preparando. En la planta baja, el interfono crepitaba: —Gioele: metol, hidroquinona y fenidona. —Espera un poco, te estoy preparando la película. Como éramos autárquicos, también producíamos la película por nuestros propios medios: bastaba fijar sobre una base de celuloide una composición de plata sensible a la luz. Gioele descubrió que la nitrocelulosa era ideal como soporte, aunque muy inflamable. Una vez rodada la película, para revelarla bastaba transformar en plata metálica las sales de plata impresionadas por la luz. Para Gioele era un juego de niños. Casi enseguida pasaron al color, que requería un baño de blanqueo. Gioele puso en marcha una enorme producción de ferrocianuro de potasio, pese a que era altamente tóxico. En la fase de impresión participamos todos, apiñados en la cámara oscura de Marco, donde apenas cabía mi silla de ruedas. Era la única manera legal de huir de la señorita Artiero. Además, la idea del pasatiempo había sido una exigencia suya. Ahí estaba Marco, tan torpe que había creado a su alrededor una distancia de seguridad de un par de metros. Iluminado por la bata blanca, a la luz roja de la cámara oscura Gioele parecía un ectoplasma amable. Papá y mamá trabajaban uno detrás de otro. Un cuerpo con cuatro brazos que se movía con una música secreta que sólo ellos oían pero todos bailábamos. Maria se encargaba de extender las películas y lo hacía canturreando, mientras Pippo dormía acurrucado junto a la puerta, con el hocico bien plantado en la abertura. Si la señorita Artiero pasaba a menos de cinco metros, gruñía para advertirnos. Una vez revelada, había que preparar la película para la impresión, quitándole las colas y los espacios que dividían las escenas. Salían estrechas franjas que se enroscaban en el suelo como culebras. Las pegamos unas a otras con cinta adhesiva transparente. Las que había unido yo se reconocían enseguida: entre la cinta y la película siempre se quedaba pegado un pelo de Pippo, que acababa
proyectado en la pantalla como un rayo en el centro de la escena. También mi madre cambió la luminosidad de las plantas altas por la penumbra del semisótano. Bajó vestida con sus trajes ligeros y sus zapatos de tacón, inmune a las leyes del clima, de la gravedad y del sentido común. Llevó frasquitos de perfume que acabaron entre las pinturas del barco, en las pócimas de Gioele y los solventes de Marco. Una tarde, de repente estalló un aroma a nardo en el semisótano. Entonces mi padre paró de cepillar, Gioele dejó a un lado el refractómetro y Marco abrió de par en par la puerta de la cámara oscura, velando horas y horas de grabación. Los cuatro se pusieron a jugar a la gallinita ciega, vendándose los ojos con las bufandas de seda, popelina y shantung de mamá. Yo los observaba desde el jardín, agarrada a los barrotes de las rejas: envueltos en batista y algodón mako, vagaban ciegos por las habitaciones. Nadie encontró a nadie, pero todos se rozaban sin parar. Se volvieron hacia mí y me sonrieron, mudos, con el índice en los labios, como diciéndome: «Silencio, que no nos descubran». Sonreí yo también y, por fin, conseguí ponerme de pie un instante. Pero aún no estaba lista para bajar sola al semisótano. Era complicado desplazarme de una planta a otra con la silla de ruedas. Siempre necesitaba a alguien que me ayudara. Por la mañana lo hacía mi madre para llevarme al colegio y, por la noche, mi padre para acostarme en mi dormitorio de la primera planta, contiguo al de Gioele. El resto del día me movía sobre todo por la planta baja, huyendo de la señorita Artiero con la complicidad de Maria. La distribución de la casa era también mi aliada: si cruzaba el salón a todo gas conseguía casi siempre escabullirme y refugiarme en el lavadero o en la cocina. La señorita Artiero sólo sabía moverse por las salas de recibir y no era bienvenida en el feudo de Maria. Nada más llegar, con las bolsas de la compra aún en las manos, se topaba con ella en el pasillo y la saludaba en dialecto, con la expresión de costumbre: —Cuando el día es malo, se ve ya desde por la mañana. A mí me parecía imposible que la señorita Artiero, con todos esos cuadernos que llenaba sin cesar, aún no hubiera aprendido la lengua de Maria. Pero así era. —Buenos días tenga usted también, señora Concepita Maria.
Maria sabía muy bien qué era lo que más le molestaba. Más aún que los perros tumbados en el sofá o que las historias del tío Berto. Más que Pippo en minifalda o con los tacones altos de mi madre, que ella miraba con desaprobación desde la nula altura de sus bailarinas. Y más que la pipa de mi padre, que la hacía toser en cuanto se cruzaba con la estela de su humo. La señorita Artiero no entendía lo que no comprendía. No había manera. Si para ella algo no tenía sentido, significaba que no tenía sentido a secas. Nosotros estábamos acostumbrados a lo contrario. Chapoteábamos en el sinsentido. Maria lo convirtió en una estrategia para mantenerla lejos de la cocina. En cuanto se acercaba, le sonreía, alargándole el mantel, y le daba una orden en dialecto. Ella se quedaba un momento desconcertada, y yo aprovechaba para intervenir: —Dame, Maria, ya pongo yo la mesa. El mundo de Maria era un castillo inexpugnable para la señorita Artiero. Podía tirar a la basura todos sus manuales de psicopedagogía aplicada. A Maria, o la agarrabas al vuelo, o se te escapaba para siempre. Había que capturarla como a las luciérnagas en las noches de final de mayo: con delicadeza, en la oscuridad completa del jardín. En los meses de rehabilitación me convertí en su ayudante personal, y mi silla de ruedas, en nuestro taller: Maria me ponía en el regazo cubos y trapos, y allá que íbamos. También estudiaba para recuperar las semanas de clases que había perdido después del accidente: apoyaba el libro de gramática en equilibrio sobre todos los utensilios de Maria. Me enfrentaba con el que se convertiría en mi modo preferido: el subjuntivo. Leía la lección en voz alta para superar el estruendo de Maria en acción: —«El subjuntivo es el modo de la posibilidad, la eventualidad, la irrealidad y, más en general, la duda». —Maria seguía frotando los cristales con hojas de periódico arrugadas—. «El condicional, en cambio, como su propio nombre indica, se refiere a una acción o un estado cuyo cumplimiento está subordinado al cumplimiento efectivo de otra acción o de otro estado ulterior.» Maria había atacado ya la araña del siglo XVIII
. —«Ejercicio: escribe dos frases empleando el verbo tener en modo subjuntivo y el verbo ser en condicional.» Estaba perdida una vez más. Como siempre, no me había enterado de nada. Y nadie podía ayudarme: Marco estaba en la cámara oscura, por supuesto, con la luz roja bien encendida sobre la puerta y Luana de vigía. A Gioele lo oía por el interfono de la cocina, me llegaba el chisporroteo de una de sus reacciones químicas. No sabía con qué estaba ocupado papá, pero martilleaba a más no poder. Y, aguzando bien el oído, percibí los tacones de mamá, pero ya no resonaban sobre mi cabeza porque ella también estaba en el semisótano. No quería pedirle ayuda a la señorita Artiero: si le dirigía la palabra corría el riesgo de que quisiera hacerse amiga mía. Releí la explicación del libro: el modo de la duda y la incertidumbre. Niebla. Miré a mi alrededor. Pippo se espulgaba en el suelo, mientras Maria restregaba en el aire. Ahí tenía otra vez el mundo visto a través de las lágrimas. Estábamos como siempre: igual que en el colegio, yo no entendía nada. Me puse a llorar en silencio para que no se diera cuenta Maria. Ella no tenía culpa de no saber gramática. Y tampoco la tenía Pippo. Nunca lo habían dejado entrar en el aula, era normal que no hubiera aprendido gran cosa. No tenía más remedio que preguntarle a la señorita Artiero. Desbloqueé la silla de ruedas para dar marcha atrás hacia el salón de recibir, cuando me llegó la voz de Maria, que decía en dialecto: —Si tuviera cola, sería un perro. Subjuntivo, condicional y Pippo en una sola frase. El día después saqué el único sobresaliente de toda mi trayectoria escolar.
Se acercaba la primavera como sólo sabe hacerlo en Génova, entre borrascas nocturnas y la floración repentina de las mimosas entre las casas. Reaparecieron también los escarabajos, con esa forma suya de volar tan extraña: toc, toc, toc. Pronto zarparíamos: libre a proa, libre a popa y al fin libres del todo. Mientras tanto, yo reaprendía a andar en el jardín. Si quería marcharme con ellos, tenía que darme prisa, pues en la cubierta no había sitio para una silla de ruedas, y eran muy capaces de dejarme en el muelle, agitando un pañuelo en
señal de despedida. Como la primera vez y de nuevo entonces, lo hice con Pippo, mi príncipe azul de centro de gravedad bajo. Volvía a empezar con un cuerpo que me resultaba desconocido en los bordes, como si lo hubieran vertido dentro del antiguo, pero yo hubiera olvidado decir: «Ya es suficiente». A Maria le bastó echarme una ojeada desde la ventana. Bajó al jardín y me quitó el sombrerito del banderín. —Luego nos vemos, niña. Yo desaparecí, tambaleándome entre la hierba alta. También bajo la hierba la actividad era febril. Mi padre montaba los últimos es del casco: —Toca, acarícialo. ¡Un contrachapado de doce milímetros, cinco capas! Puro terciopelo. Marco estudiaba cómo forzar los límites técnicos de la Super-8, que no superaba los dieciocho fotogramas por segundo, y maldecía por no poder hacer la disolvencia cruzada. Gioele mezclaba, separaba y medía, según una fórmula que sólo él conocía. Todas las habitaciones, las ventanas, los pasillos, las vigas, las paredes, los ladrillos, la arena, la piedra, las persianas, las cristaleras y las vistas se contrajeron en el interior del semisótano. Un núcleo duro e impenetrable que tenía sus raíces en el centro de la casa. Y en el meollo de ese centro brillaban obstinadas las velas de la cripta. La planta baja, en cambio, acabó siendo por fin aquello para lo que había sido diseñada: una casa de recibir. Pero la señorita Artiero era la única visitante, y vagaba arrastrando las bailarinas azules sobre el parqué por fin reluciente. Sólo Maria se topaba con ella de improviso y, sin inmutarse, le soltaba en dialecto: —Te encomiendo a san Gaspar para que te estrelles al bajar. —¿Cómo dice? —Nada. Bendiciones, señorita.
El casco del barco estaba terminado. Del revés y levantado un metro del suelo, en la penumbra del semisótano parecía el caparazón de una enorme tortuga. Ahora venía el momento más delicado: darle la vuelta. Una vez hecho esto, papá tenía que ensamblar la caseta sobre la cubierta y la sobrecubierta. Nos mandó llamar a todos: apareció mamá con las gafas bien plantadas sobre la nariz por una vez, Gioele con los guantes de soldador puestos, Maria con el delantal de los domingos, Marco seguido de Luana, Kim y Sa-sa-sasha, con sus inseparables pelotas en la boca, y por fin Pippo y yo, ambos con los zapatos nuevos que mamá nos había regalado para celebrar mis primeros pasos después del accidente. Nos puso a todos en fila: —Escuche con atención. Tenemos que levantar el casco y ponerlo de lado sobre el soporte. Éste lo sostendrá mientras le damos la vuelta. Retrocedió un paso y nos observó mejor, entrecerrando los párpados: —Igual necesitamos una persona más. Mi madre intervino: —No hay problema, la señorita Artiero debe de estar en el salón. Pero no le dio tiempo a moverse, pues ésta ya asomaba por la puerta del semisótano. Concepita Maria la saludó en dialecto, muy animada: —Hablando del rey de Roma, por la puerta asoma. Ella avanzó hacia nosotros, con su gesto habitual de saludo, el destello de encías: —Conque estáis aquí, os andaba buscando. Papá dispuso en orden a la tripulación: mamá y él a babor, Maria y la señorita Artiero a estribor, Pippo y yo en la proa, y Gioele en la popa. A Marco le asignó la tarea más difícil:
—Ven aquí y vigila el aparejo. Sirve para evitar un balanceo devastador. —Tranquilo, papá —contestó Marco, tropezando con los cordones de las zapatillas. Levantamos con cuidado el casco, y por fin conseguí verlo desde abajo: era precioso. Parecía el caparazón de los erizos que hay en el fondo del mar en verano. Sólo que éste pesaba mucho. Tanto que, cuando lo dejamos sobre el soporte, la señorita Artiero tenía las mejillas sonrosadas: —Dios mío, casi no podía con él. Y Maria contestó enseguida en dialecto: —Si el cansancio fuera bueno, lo recetaría el médico. Mi padre las hizo callar a las dos: —Señoras, concéntrense, que ya casi lo tenemos. Empecemos la rotación. Vamos allá. Apoyamos todos las manos en el casco, empujándolo con cuidado: las manos rojas de Maria, los nudillos despellejados de Gioele, las uñas lacadas de mi madre y aquellas, mordisqueadas, de la señorita Artiero. Las manazas de Marco y las patas de Pippo. En lo más alto, bien separados, los diez dedos de mi padre. Cuando al cabo de unos minutos el barco estaba derecho sobre los soportes, me volví hacia la señorita Artiero: le caía un mechón delante de los ojos, no se veía hacia dónde miraba. Con la esperanza de que nadie se diera cuenta, hice una cosa que nunca había hecho con ella: le sonreí. Ahora sí que por fin parecía un barco. Aunque, apoyado en los puntales que lo sostenían, proyectaba sobre el suelo una sombra de ballena. La señorita Artiero volvió a la planta de recibir, Maria corrió a la cocina a vigilar la comida, y nosotros cinco nos tendimos en el suelo, sobre la sombra azul. Por fin estábamos todos juntos en el reino del semisótano de papá. Apoyé la cabeza en el regazo de mi madre y, por vez primera, miré hacia arriba. Ahora sabía por qué mi padre había elegido justo esa habitación para construir nuestro barco: era la única con el techo abovedado. Y entonces hice como la noche de san Lorenzo: levanté el índice para seguir una invisible estrella fugaz que
cruzaba el cielo de piedra.
—Ha llegado el momento de decidir qué nombre ponerle —dijo mi padre. Probamos a combinar nuestras iniciales: Ma-li-gi-re-ma, Gi-li-ma-ma-re. Pero no nos parecía bien excluir a los perros. Cuando llegamos a Pi-ma-ki-sa-gi-li-rema, cambiamos de rumbo. Quedaban vetados los nombres de santos, las palabrotas o las ocurrencias tipo Titanic, que Marco propuso enseguida, con lo que se llevó la tristemente famosa bofetada en estéreo que mis padres, zurda ella y diestro él, sabían ejecutar a la perfección. Desde la cocina, Maria gritó por el interfono: «¡Rosario!». Fue durísimo explicarle que no, que era mejor no ponerle a un barco el nombre de un ahogado. Mi padre propuso un nombre de mujer, pero mi madre lo corrigió enseguida: si acaso, nombre y apellido. Corríamos el riesgo de llamarlo Marie Curie, Rosalind Franklin, Calamity Jane o Simone de Beauvoir. Gioele no entraba en el juego y daba palmas, desesperado, levantando nubes de azufre: —Yo-yo-yo sé. —Cicciolina, papá, por favor —insistía Marco. Se impuso Gioele con un grito a pleno pulmón: — ¡NITROGLICERINA! Ese mismo día escribimos el nombre en la popa con pintura roja; nos repartimos las letras. A nadie se le ocurrió buscar la fórmula química.
Ahora que nos habíamos trasladado todos al semisótano, las sesiones grupales con la señorita Artiero dejaron de obsesionarnos. Ella parecía satisfecha con nuestros pasatiempos, y habíamos aprendido a mentirle a todas horas y pese a
todo. Darle la vuelta al casco del Nitroglicerina nos había dado una idea: del revés, las cosas cambian de apariencia. Y entonces construimos para la señorita Artiero un mundo idéntico al nuestro, pero al revés. Y ella empezó a atendernos por los males opuestos a los que nos aquejaban. Los días que nos visitaba, nos inventábamos amigos que venían a merendar, a comer y a hacer los deberes con nosotros. Lo construimos todo a la perfección. Cuando llegaba, nos presentábamos sudados como si hubiéramos pasado la tarde jugando al balón prisionero, Maria recogía la mesa, llena de sobras de invitados inexistentes, y la saludaba en dialecto: —Te encomiendo a santa Dorotea para que te caigas de la azotea. —Buenos días, señora Concepita Maria. Mi madre, por su parte, gorjeaba al teléfono, en voz bien alta: —Claro que sí, Antonella, claro que los invitamos a pasar aquí el fin de semana, Gioele ha organizado una búsqueda del tesoro para toda la clase. Ya sabes cómo es. ¡Le encanta la compañía! Mi hermano en realidad tenía otras cosas muy distintas en la cabeza. Exasperado por los gritos de la televisión —que debía informarnos y convertirnos en partícipes conscientes y activos de la sociedad—, había desmontado el tubo catódico para sacarle el plomo. La televisión estaba intacta pero vacía por dentro, como una calabaza de Halloween. Ajena al tejemaneje, la señorita Artiero anotaba los progresos de las sombras chinescas que movíamos delante de sus narices. Nosotros estábamos a salvo. Encargamos a Maria que cultivara ella la relación entre el mundo y nosotros y que nos informara de lo que ocurría fuera antes de cada sesión. Iba por la casa con una pequeña radio guardada en el bolsillo del delantal, encendida a todo volumen. Cada vez que pasaba por nuestro lado, las noticias nos arrollaban como una ola y desaparecían en la estela de saponaria. La habíamos nombrado antena oficial de la familia sobre el terreno. El telediario de Concepita Maria informaba de un universo alterado y mágico, infinitamente mejor que el tostón que nos contaba el locutor. En ese mundo, al final todo convivía con todo: las Brigadas Rojas invadían el terreno de juego y marcaban gol para la Sampdoria, los ovnis no sólo existían, sino que además aterrizaban un par de veces a la semana como mínimo en la provincia de Génova. Maria dividía el mundo en dos categorías:
críos y cretinos, pero al final siempre perdonaba a unos y otros. Teníamos también un álbum de recuerdos, todos rigurosamente inventados. En la cámara oscura de Marco pegábamos nuestras siluetas sobre fotos de grupo sacadas de la parroquia, del colegio o de las casas por las que a veces transitábamos, en visitas cada vez más breves. Pegábamos nuestras cabezas en las vidas de los demás sin vacilar. Ahí estábamos de excursión en el santuario de Nuestra Señora del Gazzo con los amigos de la parroquia de San Francisco de Asís; Maria soplando las velas; Gioele sobre el escenario del teatro Ariston, recitando la poesía de Navidad; Marco con Edwige Fenech en Portofino; Michel Platini de compras por via Veneto con mi madre. Lo revisábamos todo por la noche durante la cena: la mesa era redonda, nuestras mentiras daban una vuelta entera y se convertían en la versión oficial. Por su parte, a la señorita Artiero sólo le importaban los detalles. Teníamos que saber quién era el presidente de la República, cuáles eran las provincias ligures y dónde se guarda el pijama una vez doblado. Siempre le había faltado la perspectiva que mejor se nos daba a nosotros: la de vuelo de pájaro. Que seis personas hubieran organizado una farsa total, reclutando entre sus amigos a una serie de tíos, abuelos y profesores inventados, iba más allá de su entendimiento. O puede que alguna vez la asaltaran las dudas, pero mis padres se las disipaban embriagándola con sirope de rosas Chapeau de Napoléon. Habíamos encontrado la manera de relegarla a nuestro salón y a nuestra vida de ficción. Nosotros viviríamos en el semisótano, protegidos por un infalible sistema de mentiras, hasta el momento de la botadura.
13
Cancela, voz del verbo cancelar
Cada familia tiene las estaciones que merece: en la nuestra el verano se anunciaba con una migración. Salían del bosque que había detrás de casa para cruzar el jardín en busca de un estanque donde dejar sus huevos. Esa noche mi madre vino a despertarnos: —Chicos, venid corriendo. Estamos en un mar de ranitas. Nos quedamos levantados toda la madrugada, velando por que no pasara ningún coche por la avenida, no se quedara ninguna rana atrapada en la rejilla de ventilación del sótano y no se equivocaran de camino, perdiéndose en las habitaciones del semisótano. Al día siguiente en clase me pasé la mañana dando cabezadas: —Tienes que desayunar. Es la comida más importante del día. Este motor tuyo necesita gasolina. Qué gasolina ni qué motor. Pero, bueno, yo ya lo sabía: desde fuera nuestra familia no se entendía. —Sí, sí, se lo diré a mi madre. Ese año la situación degeneró: había miles de ranas, hasta donde alcanzaba la vista. Gioele dejó abierta la puerta de casa —cuando estaba fuera del laboratorio actuaba como en trance y armaba cada desaguisado...—, y una oleada de ranas cruzó el salón de recibir. Sa-sa-sasha saltó sobre los sofás. Asustadas, las gallinas consiguieron despegar en vertical como los helicópteros y se posaron en la araña del siglo XVIII
. El ruido era ensordecedor. Mi madre se reía, saltando a la pata coja. Marco se había tumbado en el suelo para filmar a las ranas a altura real con su Super-8: sólo sobresalían una zapatilla desatada y la cola de Luana. Yo tenía ranas en el regazo. Olían fatal. Una peste que no estaba en nuestro repertorio. Era el olor de los muertos que salían de los ataúdes abiertos de par en par para venir a comernos las orejas, como en los cuentos de Marco. En efecto, estaban frías. Eran muertos que habían regresado de ultratumba. Se habían enterado de que no había sido capaz de aprenderme el Padrenuestro y venían a por mí. Me habría gustado seguir en la silla de ruedas y poder escapar atropellándolas a todas. Qué idea más tonta la de volver a caminar. Qué peligroso era hacerse mayor. Qué mala suerte, pensé, curarme para morir sepultada bajo un montón de ranas. Empezaron a temblarme las piernas. Me las miré: los músculos parecían haberse separado de los huesos y temblaban como los flanes que Maria ponía a enfriar en el alféizar de la cocina. Mientras tanto, mamá reía, Marco daba patadas y mi padre fotografiaba el mar de ranas que saltaba al suelo desde lo alto de la tapia, al fondo del jardín. Al día siguiente Maria encontró la casa cubierta por una ligera capa de baba luminiscente y le dijo a mi madre: —¿Sapos, señora? Cuidado, traen mala suerte.
Pero al parecer por una vez se equivocaba: la señorita Artiero nos convocó al despacho esa misma tarde. Estábamos ya tan acostumbrados a la puesta en escena que nos movíamos sincronizados, como una banda de música. Marco se ataba los cordones y Gioele le escupía en la cabeza para peinarlo, luego se quitaba la bata de pequeño químico, y nosotros lo rociábamos de colonia para cubrir la peste a azufre que lo anunciaba a varios metros de distancia. Los dos me daban tortas para que tuviera mejor color. Y ahí estábamos de nuevo sobre el escenario, sentados alrededor de la mesa de las conversaciones interrumpidas, la mesa rectangular. Para la ocasión, la señorita Artiero calzaba zapatos de salón con tacón. La novedad no le pasó inadvertida a mi madre, que le levantó el tobillo, sujetándolo con delicadeza entre el índice y el pulgar:
—¿Sabéis cómo se llama esto? Es un tacón de carrete. Mi padre intervino al vuelo: —¿Sabéis lo que es un carrete dentado? Es la rueda de la cadena, que permite que se transmita el movimiento rotatorio. La velocidad de rotación es inversamente proporcional al número de dientes. Se puso a dibujar un gráfico: —En el eje de abscisas, el número de dientes; en el de ordenadas, la velocidad. ¿Veis? Es una hipérbola. La señorita Artiero era demasiado educada como para quitar el tobillo de las manos de mi madre. Nos dejó terminar y luego tomó la palabra con aire compungido, con el pie levantado a la altura de la mirada de mamá. —Chicos, estoy aquí para hablaros de los resultados que habéis alcanzado en estos meses. Ya no hay motivo para visitaros semanalmente. Como os prometí, juntos hemos encontrado el camino para resolver vuestro pequeño problema a la hora de relacionaros. Gioele se limpiaba los cristales de las gafas con el borde de la camiseta. Marco sonreía, muy buenecito, mirando desde abajo la pizquita de bragas que se le veían a la señorita Artiero a causa de lo forzado de su postura. —Hablo también por ti —me dijo—. Ahora que vuelves a andar, verás que te será más fácil frecuentar a las demás niñas. El camino está trazado, os dejo seguir solos. Obviamente, si en el futuro vierais que... No le dejamos terminar la frase: salimos cada cual despedido en una dirección distinta, como bolas de billar. Ni siquiera necesitaba volverme para comprobar si estábamos todos: ahí tenía otra vez el ruido de mi familia a la fuga. Marco, Gioele, mi padre, los perros, las gallinas y, por último, mi madre, que blandía alegremente en la mano derecha uno de los cuadernos de la señorita Artiero.
Pero no, Maria no se equivocaba nunca: si había previsto mala suerte, mala suerte habría. Y llegó por la cancela, naturalmente.
Después del accidente mi madre había decidido que tampoco era tan útil, visto que la única vez que tendría que habernos protegido se había derrumbado de golpe y me había lanzado despedida a una distancia de cinco metros. Y las pocas otras veces que se había abierto, habían entrado, por orden de magnitud de estragos: Silviateacuerdasdella, los carabineros, la ambulancia, los guardias urbanos, los bomberos y, por último, la señorita Artiero. Vamos, que había motivos de sobra para considerarla con cierta antipatía. Mi madre propuso cubrirla con rosas trepadoras. Llegó a la mesa con su catálogo David Austin Roses Limited bajo el brazo: —Chicos, mirad qué maravilla. Podríamos elegir una cada uno. Gioele y Marco se pusieron enseguida a arrancarse el libro el uno al otro: —Mamá, ¿hay rosas carnívoras? —Qué bonita la Pi-pi-pierre de-de Ronsard Ma-ma-margaret Mae, y ta-tatambién la... —Gioele, igual es mejor que elijas una variedad más sencilla. —¡Mira! ¡Hay rosas enanas! ¿Cogemos éstas para ella? Mi padre intervino también: —Las plantas no son lo mío, pero... Últimamente mamá no le pasaba una: —Tú con tal de poner pegas... —... Pero sé tomar medidas, bonita. Mira las dimensiones de los arbustos. ¿Cómo vas a hacer con el montante de la cancela? —Pues cubrirlo con una Perennial Blue de racimo. Mira: variedad refloreciente color malva. Y si no te gusta, me importa un pito. Pero esa vez no les dio tiempo a discutir de verdad. Nada más pronunciar la palabra pito, desaparecieron escalera arriba.
No me había enterado de la historia del montante. No soportaba cuando les daba por hacerse los misteriosos. Me asomé a la ventana para observar mejor la cancela, justo a tiempo de ver desaparecer la cola de Luana detrás de los barrotes, seguida de Sa-sa-sasha y Kim. La cancela traidora había quedado abierta. ¿Qué estaba ocurriendo en nuestra casa? ¿Por qué de repente todo el mundo quería salir corriendo? No habían vuelto a escaparse desde el día del accidente, y también esa vez la culpa había sido de la cancela. Y la suya no podía ser una fuga como la de Pippo. Mamá me había explicado exactamente por qué se había escapado: tenía que ver con la testosterona, la progesterona, los comportamientos innatos y los adquiridos. En resumen, cosas de hombres. Me había quedado muy claro: los hombres se largan, pero las mujeres huyen de verdad. Ésa era una fuga seria, y lo era también la situación. Marco y yo fuimos tras ellas. No había tiempo de llamar a papá y mamá, que seguían encerrados en su habitación. Ni de buscar a Maria, que había desaparecido en una de sus mareas de saponaria. Gioele vagaba por el semisótano repitiendo fórmulas y comprobándolas sin parar en una hoja que llevaba siempre consigo. Marco y yo nos las apañaríamos solos: él era mayor, y yo ya no era tan enana. En la última medición había llegado al metro quince. Nos precipitamos por el callejón de al lado de casa, que nos permitía atajar, ahorrándonos todas las anchas curvas de la avenida, y llegar directos al paseo marítimo. Pese a toda la fisioterapia que había hecho con Pippo en el jardín, Marco me dejó atrás en pocas zancadas. Era imposible seguirle el ritmo. Me prometí que al menos no lo perdería de vista. Al llegar al paseo marítimo me encontré con que Marco había cruzado la carretera y corría de un lado a otro: cien metros hacia levante, y cien metros hacia poniente. En la práctica era como si corriera en el mismo sitio, gritando a pleno pulmón los nombres de nuestros tres perros. Los transeúntes hicieron corro a su alrededor: ya sólo alcanzaba a ver sus zapatillas, con los cordones desatados. Estaba esperando a que el semáforo se pusiera en verde para reunirme con él. Mientras tanto, por el paseo marítimo corría a toda velocidad el tráfico de la tarde: coches, Vespas 50 Special, un camión que llevaba arena a alguna obra cercana y el autobús 94, el que nos traía a casa a Concepita Maria todas las
mañanas. Había un montón de personas circulando por la ciudad. Se ve que no tenían un sitio donde estar, o quizá no tuvieran hermanos. O perros. El caso es que buscaban en la calle lo que no tenían en su jardín. Pasó un coche amarillo. Pensé: «¡Coche amarillo, mala suerte para ti!», y en mi cabeza resonó la respuesta que me habrían dado mis compañeras de clase: «¡Rebota, rebota y en tu culo explota!». Se puso en verde, y avancé cojeando hasta Marco. Estaba haciendo el retrato robot de nuestros perros. Con su hobby del cine documental se había entrenado mucho: cuando llegué hasta él, estaba describiendo la mancha blanca que Luana tenía en el centro de la tripa. La que él usaba como almohada cuando leían juntos en la hierba alta del jardín. Lo interrumpió un bocinazo, seguido de otro, y un tercero, más largo. Nos volvimos de golpe hacia la carretera: en el centro, sobre la raya amarilla, corrían felices nuestros tres pastores alemanes. Entonces yo cometí el error que nunca debería haber cometido. Seguí a la madre de todas las tonterías: el instinto. Y, con todo el aire que tenía en los pulmones, silbé. Solté un silbido largo como los de mi madre, un silbido perfecto, vibrante y sostenido. Idéntico al original. Y Luana lo oyó tan claro que, sin decelerar, sin mirar a su alrededor y sin un ladrido, se volvió de pronto y cruzó la carretera, corriendo a mi encuentro. El coche frenó. Tan fuerte que las cuatro ruedas se clavaron a la vez en el asfalto, pero siguió avanzando, y con el parachoques —anterior izquierdo, lo recordaría toda mi vida— golpeó a Luana en la cabeza. Pese al frenazo, a los bocinazos y al grito que Marco y yo proferimos a la vez, ese sonido lo oí perfectamente. Un sonido bajo y grave: toc. Luana se quedó inmóvil, tendida delante del capó. Petrificado, el conductor miraba fijamente un punto impreciso del salpicadero. Marco saltó a la carretera. —No la toquéis, yo me encargo, no le ha pasado nada. —Marco... —Tranquila, enana, es una broma que solemos hacernos. Yo también se la hago, y se pone como loca.
Él bajó de la acera, pero yo no pude. Otra vez se me habían bloqueado las piernas. Las dos, también la sana. Estaba plantada en el asfalto de julio como el semáforo, que, indiferente, había cambiado a verde. Mi hermano levantó la cabeza de Luana, que hizo un movimiento raro, como la muñeca de trapo que Maria me había llevado al hospital. Logré avanzar un par de pasos hacia él. Estaba inclinado sobre Luana, con una mano debajo de su cabeza y otra sobre su corazón. Llegué hasta él: al verlo arrodillado junto a su perro, mi hermano mayor me pareció pequeño. —¿Marco? »Eh, Marco. —Ve a llamar a papá, enana. Corre a llamar a papá.
Papá cavaba, inclinado sobre la azada, en el parterre grande del jardín donde teníamos las jardineras para replantar las rosas de Tolbiac. Luana estaba tendida sobre el chal de georgette rosa de mamá. No se había hecho nada. No había una gota de sangre, no se oía un solo gemido. Tenía los ojos cerrados y las orejas estiradas. Pero papá había sido muy claro, levantando de la carretera primero a Marco y luego a Luana: —Ven, Marco. Nos la llevamos a casa. —No, papá, espera, he leído que si la ponemos... —Coge a tu hermana, que está plantada en medio de la carretera, y vámonos a casa. —Pero hay un veterinario en... —Marco, levántate. Está muerta. Papá cavaba a la tímida luz del atardecer. Mamá arrancaba la grama alrededor del agujero, dijo algo sobre las semillas o sobre el drenaje del terreno. Gioele se quitó la bata y dejó los guantes de soldador en la hierba, junto a papá.
—Me quedan pequeños, Gioele, pero gracias por el detalle. Maria estaba al fondo de la gran escalinata de la entrada aristocrática. Daba dos pasos hacia delante y dos hacia atrás, retorciendo el lazo del delantal. En un momento dado la vi sentarse en los escalones. Los perros se acurrucaron a su alrededor, y por una vez ella no se lo impidió. Para cubrir a Luana arrojamos cada uno un puñado de tierra. Papá, mamá, Gioele y yo. Cuando le tocó a Marco, me armé de valor para mirarlo. Ahí estaba: el dolor.
14
El vano
Estaba decidido, saldríamos de esa casa. El mundo denso ya no nos daba ningún miedo. Es más, lo cruzaríamos como habían cruzado las ranas nuestro jardín. Y éste se abriría a nuestro paso como el mar Rojo. El Nitroglicerina trazaría la línea luminosa de su rumbo sobre la arena del fondo del mar: el cabo Corso nos aguardaba. Mi padre se encerró definitivamente en el semisótano. Desde el principio de las obras, era sobre todo el ruido lo que señalaba su actividad. Aguzando el oído, se podía saber en qué punto estaba de la construcción. Habíamos escuchado la lírica del destornillador. Para ensamblar el barco había necesitado tres mil tornillos, puestos todos a mano. Mis hermanos y yo calculamos que, a un ritmo constante de tres minutos por cada uno, papá había pasado nueve mil minutos con el destornillador en la mano. Cincuenta horas, pautadas tan sólo por la oración laica del carpintero, que había que recitar con cada tornillo: «Bien haya quien te ponga / mal haya quien te saque». Durante cincuenta horas, ése había sido el mantra de la familia, que repetíamos los cinco cada vez que pasábamos cerca del semisótano. Después siguieron semanas de sinfonía con la pintura epóxica: tic-toc, el destornillador hacía palanca sobre la tapa para abrir la lata; toc-tic-toc, el mango golpeaba los bordes al mezclar la pintura. Fffrrzzz, la caricia áspera de la brocha sobre el casco. Pero hacía ya varios días que las obras estaban en silencio. No se oía ni el sonido, apenas perceptible, a intervalos regulares, de los dedos rebuscando en el bote de tornillos. Yo lo reconocía bien. Pero ése era un silencio de verdad silencioso. Le pregunté a Maria:
—¿Lo oyes? ¿Qué crees que hace? ¿Rezar? Maria se tendió en el suelo de la cocina y llevó el oído al suelo, con la cuchara de palo en la mano: —Mala suerte. Está pensando. Dios bendito, sálvanos. Esa noche, sobre la mesa del comedor, en lugar de la cena estaba el plano del semisótano. Extendiéndolo más allá del borde, mis padres cubrían por completo el dibujo, hablando deprisa y sin parar: —Tenía razón la señorita Artiero. —No digas tonterías. Estaba todo perfectamente calculado desde el principio, será una obrita de nada. —Pero ¿no puedes desmontarlo? —¿Cómo se te ocurre? Por supuesto que no voy a desmontarlo. —Ni que fuera el arca de Noé. Lo cortas en dos y luego vuelves a ensamblarlo cuando ya lo hayamos sacado. —Escúchame: una viga aquí y dos puntales aquí y aquí. Será una obra de un par de días, y listo. En cuanto esté fuera, reconstruimos y lo dejamos todo como estaba. —¿Es peligroso? —¿Iba yo a poner en peligro a mi familia? A la mañana siguiente me asomé a la ventana de mi habitación: el jardín estaba moteado de sombreritos de papel de periódico que se movían rápidamente. Había llegado la cuadrilla de obreros. Fuera lo que fuera que hubiera pensado mi padre, durante la noche el pensamiento se había convertido en acción. Maria freía berenjenas en la cocina, que era su manera de participar en las grandes empresas familiares. También Marco decidió que había llegado el momento de filmar la escena final. Se encerró en la cámara oscura y salió con un montón de película tan grande
como un nido de cigüeña. Para narrarnos no hacían falta todas esas imágenes. El suyo sería el primer peliculón de tres minutos. Las persecuciones de la señorita Artiero, los primeros planos de sus bailarinas azules, las decenas de escenas que Maria había hecho mal, las líneas de fuga de los pasillos, los encuadres sobreexpuestos y nuestras caras negras, mi madre y Luana jugando a tirar de una bufanda de tafetán, Gioele haciendo muecas desde el otro lado del cristal del laboratorio, mi padre enseñándome a hacer trompos con la silla de ruedas... No hacía falta contarlo todo. Bastaba con encontrar una única secuencia definitiva. El resumen de los resúmenes de nuestra familia. Colocó el nido de película en el altar sobreelevado de la cripta. Allí abajo, nuestra historia se había sedimentado en una estalagmita de cachivaches. Marco comprobó que la vela en lo alto estaba encendida y luego volvió a deambular por el semisótano, sin dejar de tropezar con Luana aunque ella ya no estuviera con nosotros. Mi padre empezó los preparativos de la fiesta de la botadura. Para entrar en el mundo, el Nitroglicerina tenía que salir de la casa. Celebraríamos ese paso con la pompa debida. Sandra llegó del puerto entre bocinazos, al volante de su Renault 4 destartalado: del maletero salieron cajas de globos que lanzaríamos al aire, entre las palmeras del jardín, cuando el Nitroglicerina saliera. Gioele fue nombrado encargado de coordinar la operación de inflado de globos. No consiguió encontrar helio, pero en su lugar se procuró con facilidad una partida de bombonas de hidrógeno. Era inflamable, sí, pero manejándolo con el cuidado debido no habría ningún peligro. A la espera del gran día, las bombonas formaron una pirámide en la última habitación libre del semisótano. En cuanto a los demás, estábamos todos muy ocupados. Los obreros se pusieron a trabajar en el jardín: los albañiles con el acero, y los demoledores con las mazas. Los primeros apuntalaban, y los segundos demolían. No parecían necesitar hablar unos con otros. Al volver del colegio me los encontraba sentados a la sombra de la higuera, apoyados en la tapia, comiéndose los bocadillos que les preparaba Maria, largos como vigas. En las ramas más bajas de la higuera colgaban las mondas de las frutas, como serpientes que hubieran mudado la piel. En casa también trabajábamos duro: estaba la cuadrilla de los inmóviles, con Gioele inclinado sobre la probeta, Marco quieto bajo la luz roja de la cámara
oscura y nuestro padre sentado a la sombra del Nitroglicerina. Y la cuadrilla de los móviles: mi madre, que andaba en círculos con sus tacones, Maria y sus tormentas de saponaria y yo, que surcaba la hierba alta tras la cola de Pippo. Tampoco nosotros necesitábamos hablar unos con otros. Una vez libres de la señorita Artiero, nos sumimos en nuestro silencio habitual, que sólo rompían unas pocas palabras escogidas. Hablar se había revelado inútil. Era cierto que en el exterior nos servía para mimetizarnos, pero en el interior de nuestro recinto no nos hacía ninguna falta. Sólo Gioele se había vuelto muy locuaz. Nos perseguía repitiendo su fórmula química, siempre la misma. Por lo demás, la tartamudez había vuelto inexplicablemente a tragarse sus palabras. Pero ya nadie tenía tiempo de dejarle terminar la frase, mientras se retorcía los botones de la bata. Dejó de apestar a azufre, ahora estaba cubierto por una pátina blanca y oleosa, como un recién nacido. —¿Por qué estás lleno de grasa? —Es glicerina, boba, que no-no-no tienes ni idea. Fuera lo que fuera lo que estaba haciendo, requería una enorme concentración y baja temperatura. Para conseguir la primera le bastaba su propio carácter, pero para la segunda se procuró un congelador lo bastante grande como para contenerlos a él y a su inseparable probeta. Mientras en el jardín estallaba el verano, en el semisótano mi hermano vivía enterrado vivo en un congelador de helados de la marca Sammontana. En la puerta del laboratorio aparecieron tres carteles: la fórmula del ácido nítrico, la del ácido sulfúrico y la de la glicerina pura. Los colgó en vertical, uno debajo de otro. No se nos ocurrió ponerlos en el orden adecuado, uno al lado de otro. Muy despacio, mediante una cánula apenas visible, Gioele hacía gotear la glicerina en la probeta. En cuanto a mí, había vuelto a caminar. Para sofocar el ligero vértigo que sentía al levantar el pie a cada paso, empecé a correr. Corría sin parar. Pero ese verano teníamos todos tanta prisa que a nadie le pareció extraño que yo corriera como una flecha por toda la casa.
15
Siete pies y diez pulgadas
El parto del Nitroglicerina empezó justo antes del alba, en el puñado de horas tranquilas entre los últimos graznidos del tío Berto y la canción con la que nos despertaba a gritos Maria. De los obreros sólo quedaba el más joven, el peón, el último eslabón de la cadena de construcción. Aquel que en la mitología de la obra está destinado a la lenta pero inexorable escalada hasta la cúspide de la empresa: «Un día todo esto será tuyo, chaval». El nuestro era flaco y huesudo, estaba blanco de cal y era un fantástico escupidor de precisión. Quién sabe si hoy será ya capataz. Una vez terminada la demolición, se había quedado él solo para desescombrar el semisótano, empujando carretillas llenas de piedras y de blasfemias. El día de la botadura, recién duchado, estaba irreconocible. Una vez en el suelo, el Nitroglicerina resultó ser enorme, panzudo y solemne como las goletas del epígrafe Cristóbal Colón y el descubrimiento de las Américas del libro de Historia. O casi. Sea como fuere, para sacarlo del semisótano vinieron a ayudarnos los carpinteros del astillero de Voltri. Mi padre estaba silencioso, envuelto en una nube de tabaco Dunhill. Mi madre, en una de tuberosa y pulgones de la nueva nidada. Marco se había vestido con un traje hecho de rollos de película descartada, idéntico, según él, al de los Blues Brothers. Hacía días que no sabíamos nada de Gioele. Su única señal de vida era el vaho condensado sobre los cristales del laboratorio y el zumbido incesante del motor del congelador Sammontana. La demolición estaba calculada al centímetro: el barco pasaba justito por el hueco de la puerta del semisótano. Siete pies y diez pulgadas. Ahora ya todos sabíamos que eran doscientos treinta y ocho centímetros, dos mil trescientos ochenta milímetros. Los carpinteros se hicieron una señal de un lado a otro del casco panzudo: uno levantó tres dedos, y el otro, cuatro. El peón escupió con solemnidad en el centro justo de la habitación. En el jardín, entre las margaritas
y los nomeolvides, esperaba el mástil, para que mi padre lo izara sobre la cubierta. Mientras tanto, nosotros estábamos muy ocupados con los globos para la fiesta de la botadura. Trasportamos las cajas a la última habitación libre del semisótano, donde habíamos escondido las bombonas de hidrógeno; el lanzamiento de globos en la botadura del Nitroglicerina era una sorpresa para nuestro padre. Mi madre y Marco se pusieron manos a la obra: una vez inflados, pasarían los globos por la reja de la ventana y los atarían a los barrotes de hierro. Hicieron una prueba: cabían al milímetro. Ese día todo encajaba a la perfección. No sólo éramos una familia perfectamente normal, sino que además funcionábamos como un magnífico reloj de cuco suizo. El Nitroglicerina empezó a moverse sobre el suelo del semisótano, y Marco giró la válvula de la bombona de hidrógeno. Fuera clareaba ya, y probablemente Maria se despertaba ya en su apartamento, cantando a sus trece —«doce»— hijos. Quién sabe qué fue lo que salió mal. Quién sabe si las cosas podrían haber sido de otra manera. Me parece oíros: —Pues claro que podrían haber sido de otra manera, enana retrasada. —Os lo dije, pe-pe-pero nunca me escucháis. —Ha salido todo perfecto, y vosotros sois totalmente normales. —Chicos, ¿no habréis visto mis gafas por casualidad? Estaban aquí hace un momento. El Nitroglicerina se quedó atascado en la puerta del semisótano. La señorita Artiero se había equivocado: no era un barco dentro de una botella, era el tapón. Y nosotros habíamos pasado a ser una familia dentro de una botella. Pero si teníamos una virtud era la de saber mantener la calma perfectamente. En ningún momento olvidábamos que los cinco artistas éramos una familia de principiantes. Por lo que nadie se puso nervioso: ni mi padre en la popa, ni Marco y mi madre entre las bombonas de hidrógeno, ni tampoco Gioele, quien por fin hacía oscilar despacio, en el fondo de la probeta, el líquido pesado,
oleoso e incoloro que tanto había buscado. En la proa, los carpinteros y el peón habían conseguido pasar por el marco de la puerta. Entre el mundo denso y nosotros estaba él, nuestro tapón de champán de contrachapado marino. Decidieron ir a buscar refuerzos. Quizá fuera necesario ensanchar un poco más la puerta del semisótano, quizá bastara con empujar al interior la proa del barco y buscar un nuevo ángulo de salida. —Volvemos dentro de un par de horas —dijeron. Al cabo de un par de horas llegaría también Maria y, con ella —«¡Tírala, tírala al mar!»— los refuerzos. Yo no me había dado cuenta de nada. Estaba recortando los banderines que se incluían en los planos preparatorios del Nitroglicerina, para el gran empavesado de la botadura. Estábamos a punto de zarpar: adiós a la maestra Luciana Meghini, viuda de Canizzi, adiós al aluminio anodizado dorado, adiós a Marinella. Os dejo el escalope a la milanesa, que no se mastica con la boca abierta. Recordad vosotros todas las cosas que hay que hacer antes: lavarse las manos antes de comer, recitar el Padrenuestro antes de dormir, llevarse la mano a la boca antes de bostezar. Jugad vosotros con la Barbie reina del baile. Tened cuidado vosotros de no romper los adornos a balonazos. Vivid vosotros en el mundo de fuera. En el semisótano comprendimos que, cuando llegaran los refuerzos, tendríamos que darnos prisa. Izaríamos el mástil en el Nitroglicerina, y éste encontraría el camino hasta el mar. Nosotros sólo teníamos que estar preparados en cubierta. Marco a las drizas, Gioele a las jarcias volantes y yo al timón. No era necesario hablar; hacía tiempo que, para huir de la señorita Artiero, habíamos elaborado nuestro propio sistema infalible de comunicación telepática. Probablemente mi padre pensó: «Rápido, rubita». Y mi madre abrió al máximo la válvula de la bombona de hidrógeno. Con las tensas cuerdas de globos entre los dedos, Marco se dijo: «Mantén el ritmo, tartamudo de las narices». Gioele se llenó los bolsillos de la bata de probetas rebosantes, y aún encontró tiempo de pensar en mí: «Enana asquerosa, siempre te las apañas para estar lejos cuando hay que arrimar el hombro, ¿eh?». No era verdad: yo recortaba y pegaba, inclinada en el suelo, donde el gran empavesado dibujaba una diagonal entre las latas de solventes.
En las explosiones siempre se habla del ruido. El estruendo, el fragor, el estallido. Pero qué va. Lo ensordecedor de verdad es el silencio. Inesperado y fortísimo. Se dice que quien sobrevive a una deflagración puede quedarse sordo. Pero ni siquiera eso es exacto: no es que todavía haya sonidos y tú no los oigas. Es que el mundo entero se sume en un silencio sin límites. Por un instante la casa se elevó en el aire. Por fin la materia cedía a nuestro mayor deseo: habíamos vencido la fuerza de la gravedad y volábamos, perfectos y ligeros, a varios metros sobre las copas de los limoneros. No me pregunté ni un instante qué estaba ocurriendo. No hacía falta ciencia ninguna para entenderlo: acabábamos de saltar por los aires. Y tampoco me pregunté quién había sido. Por supuesto que había sido Gioele quien había tropezado, con los bolsillos llenos hasta arriba de nitroglicerina. Quién sino ese idiota de campeonato. Pero tampoco es que el hidrógeno de mamá fuera muy buena idea, las cosas como son. Y quizá tampoco fuera muy inteligente lo del nido de rollos de película de Marco en la cripta. Ni tampoco poner encima un altarcito con velas encendidas, de hecho. Pero al menos papá podía haber tenido el detalle de no fumar en el semisótano. Lo había dicho la propia señorita Artiero miles de veces, agitando la mano delante de la cara: «No es un buen ejemplo para los niños».
Y así fue como salimos por fin volando por el mundo, a nuestra manera. Marco con sus Adidas desastradas, con los cordones desatados, las mangas del jersey demasiado largas y agujereadas en los codos, y los vaqueros descosidos en las rodillas. Con el pito al aire —«Tápate, cabeza de chorlito»—, las revistas porno debajo de la cama, las revistas porno en el armario, las revistas porno en mi cartera del colegio —«El comportamiento de la alumna no se atiene a las normas. Se convoca a los padres»—. Marco y Luana tumbados en la hierba. Marco y los vampiros, los hombres lobo, los zombis, Frankenstein y el eterno regreso de los muertos vivientes. Marco y las peleas en la puerta del baño a las ocho menos diez. Marco y las tetas de Maria: «Ven aquí que te posea». Marco y todas las tetas: «¿Sabes que a ti no te van a crecer nunca? Morirás enana, plana y virgen». Marco con su cara de mono y su hocico de ratón, feo macaco curiosón.
Salió volando Gioele, científico loco, con la probeta en la mano, las gafas de aviador y la bata de pequeño químico, aunque, modestia aparte, tan pequeño no sería mi hermano si era capaz de sintetizar nitroglicerina en casa. Gioele volando y balbuceando, tartamudeando y farfullando. Gioele, el amigo de los fantasmas, que llegaba siempre el último cuando jugábamos al escondite inglés: «Yo meme-mejor me quedo quieto». Gioele y la luna y las hogueras, Tex Willer, el zorro y la rosa. Gioele y las peleas en la puerta del baño a las ocho menos diez. Gioele diciendo: «No, Maria, no, a mí los piojos no me los quites». Gioele, cara de mono, hocico de carpa, tus palabras fueron a parar a la charca. Salió volando mamá y fue a parar más lejos, se ve que la falda le sirvió de vela. Mamá planea en el cielo de verano como la máquina voladora de Leonardo, pero con una estela hecha de libros desencuadernados y de pétalos de Reine Victoria y Princess Alexandra of Kent. Mamá diciendo: «Claro, señora Meghini, nos ocupamos de ello inmediatamente». La guapa de mamá estaba nerviosa: le quedaba pequeño el vestido de novia. Salió volando papá, pese a su renuencia a abandonar el semisótano. Papá que en el suelo era el más alto de todos: —¿Cuánto mide tu padre? —Treinta metros. —Mentira. Pero era verdad. Y si ya medía treinta, ahora medirá cien por lo menos, despegó recto, en vertical, como la nave que llevaba dentro a Laika. Salieron volando Kim y Sa-sa-sasha, juntas como siempre. Y volando buscan a Luana para volver a ser por última vez tres cabezas y un solo cerebro, agarradas las tres a la pelota desinflada que acaban de agujerear. Sale volando Pellejo en su rueda, que por fin lo lleva a alguna parte. Vuelan por los aires las gallinas, incrédulas de haberlo conseguido por fin, después de toda una vida de despegues fallidos. Las supervivientes de la primera nidada, capitaneadas por María Tudor, medio desplumada y con el cuello lampiño y colgandero. Y las que vinieron después: las rechonchas ponedoras, los gallitos neurasténicos que picoteaban los tornillos caídos al suelo del semisótano:
—¡Cuánto pesa! —Claro, como que está relleno de latón. Vuela por los aires Quiquirinó, el gallo insomne que cantaba y cantaba a las tres de la mañana, haciendo resonar como un eco en las habitaciones las voces de todos nosotros: «No, no, no, no, nooooo». Vuelan por los aires los animales que había olvidado, el gato Lazzaro, comido varias veces y resucitado. Y el minino Calderino, guardián de la caldera. Y Traballix, con sus andares inolvidables. Salió volando el conejo Rodì, que mordisqueó todos los cables de la casa pero, milagrosamente, nunca se electrocutó. Vuelan por los aires todos los objetos que creíamos perdidos. Los encontramos allá arriba, a treinta metros del suelo: el libro de matemáticas y mis patines, los que tenían una lucecita detrás, las llaves del coche y las de casa, incluida la pequeñita del buzón. Todos los guantes izquierdos y los calcetines derechos que la lavadora se tragó. Flotan en el aire decenas de gafas de mi madre, que aún trata de atrapar unas al vuelo: «Ya os dije que estaban aquí hacía un momento». Vuelan por los aires las provisiones de Maria, las ristras de ajos y los quesos, que aún cuelgan de la araña: «Concepita Maria, no es un árbol de Navidad». Vuelan los tarros de mermelada de limón, mandarina y bergamota. Vuelan los tarros de guindillas, en el orden en el que estaban colocados sobre el alféizar: piparolu y pipeddhu, pipirata y la terrible pipazzu. Vuela el tarro de las anchoas en salmuera, con la piedra marina sobre la tapa. También cruzan el cielo como objetos volantes los platos de la vajilla de boda de los abuelos, los del filito de oro. Vuela la Super-8 aún encendida, y quién sabe qué filmará, remolineando en el aire. Vuela el armario de mi madre: —Cuatro estaciones. —Qué va, mira, serán por lo menos veinte. Las puertas se abren de par en par en el aire: bailan el chiné y el chiffon, el terciopelo adamascado y la cretona, salen por los aires la batista y el piqué. Y el cielo se pone rosa de organza y grosgrain.
Vuela la Enciclopedia de la mujer, que hacía reír a mi madre a carcajadas mientras recitaba largos párrafos. En el cielo se extiende la balda que construyó mi padre, y ondean trescientos siete metros de libros. Vuelan las hojas de apuntes, los proyectos, las secciones y las axonometrías. Las perspectivas se enrollan en el aire y cambia el punto de fuga. Vuelan las naturalezas muertas de la maestra Meghini, viuda de Canizzi: redondas y espléndidas, las manzanas están bien dibujadas. Y ahí está el Nitroglicerina, por fin botado. Se eleva en el aire y, durante un instante, es perfecto, como no lo había sido nunca en tierra. Y, mientras flota en el cielo de julio, de repente saltan a la vez todos los tornillos que mi padre —«Bien haya quien te ponga, mal haya quien te quite»— había puesto. Está inmóvil en medio de las tres mil estrellas de su firmamento de latón. Entonces el casco se abre como una flor, «acarícialo, es contrachapado marino», y deja al descubierto la quilla y la sobrequilla, las ordenadas, los nervios y las costillas. Ahí está el pavimento. Y ahí se escondía el tajamar. Vuela el timón, que empieza a girar por fin hacia el cabo Corso. Vuelan los noráis y los abarrotes. Vuelan cuadernas, costados y bordas. Vuelan regalas y tambuchos. Vuelan los dormidos y los baos. Todas las piezas se alejan despacio, tristes por tener que separarse ya. Durante un instante vuelve a dibujarse en el cielo, con todas las partes desmontadas y perfectas. En la popa ondea, agitada por el lebeche, nuestra bandera. Y por último vuelo yo también, la más ligera. Me elevo sobre la hierba y el rosal, atravieso la glicinia y esquivo las palmeras, y por fin soy la más alta de la familia. Abrazada a Pippo —«el perro de los cien corazones»—, tan contento que su cola parece la pala de un helicóptero y gira en vórtices sobre su lomo. Y por fin, caray, ya era hora, lo recuerdo entero. Y se lo grito a los cuatro, mientras revolotean riendo allí abajo: «Nonosdejescaerenlatentacionmaslibranosdelmalamén».
Agradecimientos
Por la inspiración:
Gracias a mi larga infancia y a quienes la acompañaron: mi madre Magda, mi padre Renzo, mis hermanos Carlo y Matteo. Gracias a mi familia por haber crecido: llegó Milly y con ella Giorgio, otro hermano. Doy las gracias a Paolo, que asistió sonriente a este devenir. A todos vosotros, gracias por la libertad, gracias por la alegría.
Por la realización:
Gracias a la Escuela Holden de Turín y a Emiliano Poddi, por encender la mecha. A Ilaria Cerrina Feroni, que tras leer el primer capítulo se lo pasó a Lauretta Colonnelli, que a su vez se lo leyó a Giorgio dell’Arti, que me llamó una mañana por teléfono para decirme: «Deja ahora mismo lo que estés haciendo; te guste o no, eres una escritora». Te hice caso. A Tommaso Gurrieri, por su confianza en mí cuando el libro aún no existía. Y a las compañeras del último y precioso tramo: Rosaria Carpinelli y Giulia Ichino.
Notas
1. Tírala, tírala al mar / si la agarra el tiburón / si la agarra el atún, / tírala al mar, al fondo, al fondo. (Todas las notas son de la traductora.)
1. Macaia o maccaja, término en dialecto ligur que designa un fenómeno meteorológico que se da en el golfo de Génova cuando sopla el siroco, el cielo está cubierto y hay mucha humedad.
1. Dame tu amor / no me pidas nada / dime que / me necesitas.
2. Gloria, Gloria, faltas tú en el aire / le faltas a esta boca / que ya no prueba alimento.
3. Pensamiento asombroso / surge deslizándose un poco...
Planimetría de una familia feliz Lia Piano
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)
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Título original: Planimetria di una famiglia felice
Diseño de la portada, Planeta Arte & Diseño
© de la fotografía de la portada, Fred Morley/Fox Photos/Getty Images © de la ilustración del interior, Shunji Ishida
© Lia Piano, 2019 publicado originalmente en italiano por Giunti Editore S.p.A / Bompiani
© de la traducción, Isabel González-Gallarza, 2021
Canciones del interior: Tu sei l’unica donna per me, escrita e interpretada por Alan Sorrenti © 1979 EMI Italiana/Edizioni Ala Bianca Gloria (de U. Tozzi - G. Bigazzi), interpretada por Umberto Tozzi © 1979 CGD Pensiero stupendo (de I. Fossati - O. Prudente), interpretada por Patty Pravo © 1978 RCA Italiana
El editor hace constar que se han realizado todos los esfuerzos para ar con los propietarios de los copyrights de las obras incluidas en este libro. Con todo, si no se ha conseguido autorización o el crédito correcto, el editor ruega que le sea comunicado.
© Editorial Planeta, S. A., 2021 Seix Barral, un sello editorial de Editorial Planeta, S. A. Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
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Primera edición en libro electrónico (epub): abril de 2021
ISBN: 978-84-322-3864-2 (epub)
Conversión a libro electrónico: Realización Planeta
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