Las mil y una noches
Según el manuscrito más antiguo conocido
TRADUCCIÓN DEL ÁRABE:
Dolors Cinca Pinós y Margarita Castells Criballés
Anónimo Las mil y una noches. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Planeta, 2015
© Ediciones Destino, S. A., 1998
Diagonal, 662-664.08034 Barcelona www. edestino. es © de la traducción, Dolors Cinca Pinós y Margarita Castells Criballés, 1998 ISBN: 84-233-2972-0
Todos los derechos reservados
© 2015, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C. Publicado bajo el sello Planeta® Independencia 1682, (1100) C.A.B.A. www.editorialplaneta.com.ar
Primera edición en formato digital: abril de 2015 Digitalización: Proyecto451
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Inscripción ley 11.723 en trámite ISBN edición digital (ePub): 978-950-49-4417-1
Índice
PORTADILLA
EL COMERCIANTE Y EL GENIO
EL PESCADOR Y EL GENIO
Historia del rey Yunán y el sabio Dubán
El esposo celoso y el loro
El príncipe y el ogro
Historia del joven de piedra
EL PORTEADOR Y LAS TRES MUCHACHAS
Historia del primer vagabundo
Historia del segundo vagabundo
Historia del envidiado y el envidioso
Historia del tercer vagabundo
Historia de la primera muchacha, la dueña de la casa
Historia de la muchacha azotada
LAS TRES MANZANAS
Historia de Nuraddín y Shamsaddín
EL ENANO JOROBADO Y OTROS TIPOS DE CUIDADO
Historia del joven manco
Historia del joven bagdadí y la protegida de la señora Subaida
Historia del joven de Mosul
Historia del joven cojo de Bagdad y el barbero
El barbero de Bagdad
HISTORIA DE NURADDÍN ALÍ BEN BAKKAR CON LA ESCLAVA SHAMSANNAHAR
HISTORIA DE LA ESCLAVA ANÍS ALGALÍS Y NURADDÍN ALÍ BEN JACÁN
HISTORIA DE GULANAR DEL MAR
CAMAR ASAMÁN
Continuación de la historia de Camar Asamán
Final de la historia de Camar Asamán y sus hijos: Amgad y Asad
EN EL NOMBRE DE DIOS, CLEMENTE Y MISERICORDIOSO Gloria a Dios Omnipotente y Creador de todas las cosas. Gloria a Dios, que hizo posible que el cielo se sostuviera sin columnas, que de la faz de la Tierra surgieran montañas, que de las piedras manara agua y que hizo desaparecer a los grandes pueblos de Ad, Tamud y a los faraones. Agradezcámosle su correcta orientación y sus incalculables beneficios. Ante todo, queremos poner en conocimiento de las personas de buena fe y de nobleza de espíritu que este delicioso libro, llamado de Las mil y una noches, fue escrito para provecho de todo aquel que lo lea. En él encontrará historias instructivas y valiosos consejos de personas eminentes que le servirán para aprender el arte de la elocuencia y para saber con detalle lo que les ocurrió a los soberanos desde los más remotos tiempos. Asimismo, quien escuche las aventuras que contiene aprenderá los secretos de la caballería y podrá disfrutar, cuando el destino le depare tristezas, de momentos de sosiego y placer.
Cuentan, aunque Dios es Sabio y sólo Él sabe la auténtica verdad de lo que les ocurrió a las generaciones pretéritas, que en tiempos remotos compartían el reino de los Banú Sasán, en los territorios de la India y la China, dos hermanos. El mayor, que se llamaba Shahrasad, era un valiente jinete, un infatigable héroe a quien nada ni nadie podía amedrentar y que no dudaba en tomar venganza. Su buen nombre llegaba a los confines del reino y gozaba de la estima y la obediencia de todos sus súbditos. Y Shahsamán, éste era el nombre de su hermano, regía los destinos de Samarcanda. Hacía unos diez años que no se visitaban, por la gran distancia que separaba ambos territorios, cuando Shahrasad sintió añoranza de su hermano y decidió enviar a su visir, padre de dos doncellas llamadas Shahrasad y Dinarsad, a buscarle. El visir se apresuró a emprender el viaje y después de cabalgar días enteros con sus correspondientes noches llegó a Samarcanda. Cuando Shahsamán se enteró de su llegada, salió presto a recibirle con todo el séquito y le brindó una calurosa bienvenida sin dejar ni un solo momento de preguntar por su hermano. El visir le informó debidamente y le comunicó cuál era el objetivo de su visita. Shahsamán dispuso todo lo necesario para que el visir acampara en los alrededores de la ciudad y dio órdenes de proveerle de comida, dinero y forraje y le ofreció también caballos y camellos. Pasados diez días, cuando consideró que todo estaba a punto para salir de viaje y habiendo delegado las funciones de gobierno en un regente, él mismo se trasladó al campamento con sus enseres personales con la intención de pasar la noche junto al visir de su hermano. Sin embargo, a medianoche regresó a la ciudad y al entrar en palacio para despedirse de su esposa se encontró que ella yacía con un mozo de la cocina. Shahsamán no daba crédito a sus ojos, se quedó inmóvil sacudiendo la cabeza. «Si me hace esto cuando aún no he emprendido viaje, ¿qué me hará cuando haya partido? Uno no se puede fiar de las mujeres», pensó. En su fuero interno estaba tan enfurecido que no sólo consideró ignominioso que cosa semejante pudiera ocurrirle al rey y soberano de Samarcanda, sino que decidió poner fin de una vez por todas a la infidelidad de su esposa. Desenvainó la espada con incontenible rabia y les cortó la cabeza a los dos de un tajo. A continuación, los agarró por los pies y los arrastró hasta una almena, desde donde los tiró al foso. Shahsamán regresó al campamento del visir e inmediatamente la comitiva se
puso en marcha al son de los tambores. Durante todo el trayecto, el rey no pudo olvidar en ningún momento el terrible ultraje de que había sido objeto por parte de su esposa, especialmente porque le había sido infiel con un mozo de la cocina. El viaje fue largo y arduo, y cuando finalmente llegaron a su destino el rey Shahrasad salió al encuentro de su hermano para mostrarle su más caluroso afecto y dispuso que se alojara en el palacete anejo a palacio que él mismo había hecho construir para residencia de sus huéspedes. Así pues, mientras Shahsamán pasaba el día junto a su hermano, el servicio limpió y engalanó las dependencias y abrió los ventanales que daban al jardín común a ambos edificios para que, por la noche, pudiera retirarse a descansar placenteramente. Así fueron transcurriendo los días de su estancia en el reino de Shahrasad: durante el día departía con su hermano y por la noche se acomodaba en el palacete. Sin embargo, cada vez que se quedaba a solas y recordaba la traición de su esposa, la ira le consumía las entrañas, le atormentaba pensar que había sido víctima de una terrible humillación impropia de su rango y que seguramente nadie más había sufrido tal agravio. La desazón le hizo perder progresivamente el apetito, hasta tal punto que la palidez de su rostro se hizo evidente y adelgazó notablemente. El rey Shahrasad pronto se dio cuenta del paulatino debilitamiento de su hermano, aunque pensó que seguramente se debería a la nostalgia por estar ausente de la patria y lejos de los seres queridos. Así pues, convencido de que a su hermano no le sentaba bien la estancia, pensó que lo mejor que podía hacer era prepararle un magnífico obsequio y disponer todo lo necesario para que, en un plazo aproximado de un mes, pudiera regresar a casa. Mientras, invitó a Shahsamán a salir con él de cacería. —Me apetece ir a la caza de gacelas. No creo que esté fuera más de diez días, y por esto he pensado que podrías acompañarme. Cuando regresemos, haremos los preparativos para tu viaje de vuelta. —La verdad es que no tengo ánimos ni fuerzas —replicó Shahsamán—. Te agradezco la invitación pero prefiero quedarme, vete tranquilamente y que Dios te acompañe. Shahrasad, convencido aún de que el motivo de la languidez de su hermano era la añoranza, no insistió y partió con toda la expedición cinegética.
Shahsamán, por su parte, se quedó en el palacete pasando la mayor parte del tiempo contemplando desde los ventanales el bello jardín, con sus árboles y pájaros, y dando vueltas triste y dolorido a la afrenta de su esposa. Y estando él de esta guisa, con la mirada perdida entre el cielo y el jardín, de repente se abrió la puerta del serrallo de palacio y apareció la esposa de su hermano acompañada de veinte doncellas —diez blancas y diez negras—. Shahsamán se situó de tal manera que pudiera contemplarlas sin ser visto y tuvo ocasión de presenciar cómo el cortejo de bellísimas mujeres cruzaba el jardín y se apostaba justo debajo de los ventanales de su palacete. Acto seguido, las jóvenes se despojaron de sus vestidos poniendo en evidencia que las diez doncellas negras no eran tales doncellas sino esclavos disfrazados, de modo que rápidamente se formaron diez parejas que empezaron a fornicar. En cuanto a la señora, llamó de inmediato a un tal Masud, que resultó ser un esclavo negro que descendió prestamente de un árbol y que, sin más dilación, le levantó las piernas, se introdujo entre sus caderas e inició con ella una apasionada relación carnal. Las once parejas permanecieron inmersas en el placer hasta el mediodía, momento en que se lavaron, se vistieron de nuevo —los diez esclavos recuperaron el aspecto de doncellas—, Masud saltó la tapia del jardín y desapareció, y la señora y su comitiva entraron de nuevo en el serrallo y cerraron la puerta. A Shahsamán, que se había quedado estupefacto ante lo que acababa de presenciar, lo que le pareció más escandaloso no fue precisamente aquel comportamiento sino el hecho de que esclavos disfrazados de esclavas vivieran en el harén de su hermano sin que él lo supiera. No obstante, al recapacitar acerca de la relación entre la señora y Masud, se sintió un poco reconfortado por el hecho de que su hermano, soberano de un vasto reino, fuera también víctima de la infidelidad de su esposa y, además, tuviera la gangrena en casa. «¡Y yo que pensaba que estas desgracias sólo me ocurrían a mí! Ahora me doy cuenta de que todos estamos expuestos a ello; Dios mío, la tragedia de mi hermano es peor que la mía», se dijo. En el transcurso de los días y a medida que recuperaba lentamente el apetito, a Shahsamán se le fue desvaneciendo la aflicción. Satisfecho de no ser el único a quien le había ocurrido una desgracia de tan grueso calibre, cuando su hermano Shahrasad volvió de la cacería ya volvía a comer y beber con normalidad y pudo recibirle con risueño y colorado rostro. Shahrasad le dijo una vez más que le hubiera gustado disfrutar de su compañía, cosa que Shahsamán agradeció sinceramente, y ambos conversaron compartiendo exquisiteces durante toda la tarde.
A Shahrasad no se le escapó el detalle de que su hermano hubiera recobrado el apetito, por lo que, pasados unos días, el prurito de saber cómo había conseguido tan saludable aspecto le llevó a plantearle discretamente la cuestión. —Shahsamán, debo confesarte que siento curiosidad por… quisiera preguntarte algo y me gustaría que me dijeras la verdad. —¿De qué se trata? —Desde que llegaste, observé cómo perdías progresivamente el color y enflaquecías sin remedio. La verdad es que no te lo había comentado porque estaba convencido de que se debía a la añoranza de tu reino y de los tuyos, e incluso evitaba sacar el tema. Pero al regresar de la cacería me ha parecido que habías mejorado sensiblemente. No llego a comprender cómo te ha ocurrido. —Querido Shahrasad —dijo Shahsamán cabizbajo—, dispénsame de revelarte el motivo de mi restablecimiento. —¿No quieres decírmelo? —replicó Shahrasad, entre sorprendido y contrariado —. Pues por lo menos cuéntame por qué adelgazaste tanto. Shahsamán inició el triste relato de la infidelidad de su esposa y concluyó: —La indignación y la amargura me martirizaban, por eso adelgacé. Reinaron unos minutos de silencio, durante los cuales Shahrasad no cesó de mover la cabeza con gesto de extrema sorpresa ante la perfidia de las mujeres. —Shahsamán, creo que hiciste bien en matarlos a los dos. Ahora lo entiendo, no era para menos. Desde luego, no creo que algo así le pueda ocurrir a nadie más. Si a mí me sucediera, me volvería loco, sería capaz de matar a cientos o a miles de mujeres. Pero gracias a Dios, ya has conseguido sosegarte, dime, ¿cómo lo has logrado? —Por el amor de Dios, Shahrasad, déjame guardar el secreto. —Veo que sigues empeñado en no decírmelo. —La verdad es que temo que te cause peor malestar que el mío.
—¿A mí? ¿Por qué? Cuéntamelo y saldremos de dudas. Así pues, Shahsamán le contó minuciosamente lo que había presenciado desde los ventanales del palacete, haciendo especial énfasis en el hecho de que diez esclavos disfrazados de esclavas vivían en el harén de palacio. —De modo que tu desgracia —concluyó— me sirvió de consuelo, pues nunca me hubiera imaginado que a un gran soberano como tú le ocurriera semejante fatalidad en su propia casa. Shahrasad montó en cólera. —¡No puedo creerlo! Necesito verlo con mis propios ojos. —Yo puedo ayudarte. Escucha, salgamos de cacería con toda la expedición, acampemos en las afueras de la ciudad y, de noche, abandonemos secretamente el campamento para regresar a palacio. Estoy seguro de que, por la mañana, podrás verlo. A Shahrasad la idea de su hermano le pareció excelente, y ordenó inmediatamente que se hicieran los preparativos pertinentes para salir, al alba del día siguiente, de cacería. Efectivamente, a primera hora de la mañana, Shahrasad y Shahsamán montaron sus respectivos caballos y salieron de la ciudad con todo el acompañamiento, precedidos por los sirvientes encargados de armar las tiendas. Al caer la noche, Shahrasad delegó sus funciones en el chambelán mayor y le dio órdenes estrictas de que nadie regresara a la ciudad durante los tres días siguientes. Acto seguido, él y su hermano volvieron a la ciudad y entraron a hurtadillas en el palacete donde se hospedaba Shahsamán. Allí descansaron toda la noche y, al amanecer, se situaron junto a los ventanales que daban al jardín departiendo animadamente en espera de que se abriera la puerta del serrallo. Igual como ocurrió en la ocasión anterior, la esposa de Shahrasad salió acompañada de veinte esclavas en dirección a los árboles situados justo debajo de los ventanales del palacete. Cuando se quitaron la ropa, se hizo de nuevo evidente la identidad de diez esclavos, que inmediatamente se dispusieron a poseer a las diez esclavas. A su vez, la señora llamó por dos veces al esclavo Masud y éste saltó presto de entre el ramaje de un árbol. —Aquí tienes a tu Masud, querida.
Ella acogió estas palabras con una gran carcajada y se tumbó de espaldas en el suelo para que el esclavo se le uniera. Al dar por acabados los respectivos juegos amorosos, se lavaron, se vistieron y los esclavos, las esclavas y la señora regresaron al harén, mientras Masud desaparecía por la tapia del jardín. Shahrasad se puso furioso. «¿Cómo demonios me puede ocurrir algo así, en mi casa, en mi reino? ¡Qué desgracia!» E invitó a su hermano a seguirle en lo que se proponía hacer y que no era otra cosa que abandonar el reino e irse a la buena de Dios hasta encontrar a alguien que hubiera sido víctima de semejante deshonra, pues sólo así merecerían seguir al frente de sus respectivos dominios. Shahsamán se mostró de acuerdo con su hermano e inmediatamente salieron por la puerta trasera del palacete y emprendieron un camino distinto al que habían tomado para ir de cacería. Vagaron durante todo el día y, tras una noche en que no pudieron olvidar su amargura, prosiguieron camino hasta llegar a una explanada de frondosa vegetación a orillas del mar. Allí decidieron tomarse un respiro y he aquí que, mientras seguían dando vueltas a tan enorme desdicha, oyeron un estruendoso grito procedente del mar. Shahrasad y Shahsamán creyeron por unos momentos que el cielo se precipitaría sobre la tierra. Sin embargo, lo que ocurrió fue que el mar se abrió para dar paso a una enorme columna negruzca que se elevó y elevó hasta rozar la mismísima bóveda celeste. Estremecidos de miedo, se apresuraron a buscar refugio en la copa de un árbol y, escondidos en la fronda, observaron cómo la columna negra avanzaba hacia la pradera. En cuanto la tuvieron más cerca, se dieron cuenta de que en realidad se trataba de un genio que sostenía sobre la cabeza un enorme baúl de cristal con cuatro cerraduras metálicas. El genio se dirigió directamente al árbol al que se habían encaramado los dos hermanos y se sentó debajo, depositó el baúl en el suelo y, con cuatro llaves, lo abrió para sacar de él una preciosa y esbelta joven a quien también dejó en el suelo y habló de esta manera: —¡Oh, noble señora, el que te secuestró la noche de bodas desea dormir un poco! Dicho esto, reclinó la cabeza en el regazo de la muchacha, estiró las piernas, que llegaron hasta el mar, y se sumió en un profundo sueño. Inconscientemente, la muchacha levantó la cabeza en dirección a la copa del árbol y, al ver a Shahrasad y Shahsamán acurrucados entre el ramaje, agarró la cabeza del genio, la apoyó
en el suelo y se acercó a ellos, conminándoles a descender. Los dos hermanos, atemorizados, le suplicaron por Dios que no les hiciera bajar. Ella insistió, pero ellos volvieron a negarse argumentando que aquel genio que yacía en el suelo era enemigo del género humano y que, por favor, tuviera compasión de ellos. La joven se empeñó en hacerles obedecer bajo amenaza de despertar al genio y ordenarle que les diera muerte. Shahrasad y Shahsamán, ante la firme insistencia de la joven, no tuvieron más remedio que iniciar un lento y cauto descenso. En el momento en que los tuvo delante, ella se tumbó de espaldas con las piernas abiertas y no sólo les ordenó que la poseyeran, sino que les amenazó con despertar al genio si no lo hacían. —Por Dios, señora, no lo despertéis, nos da mucho miedo —le rogaron al unísono. Sin embargo, al ver que la muchacha no cejaba en su propósito e insistía en que si no la complacían despertaría a su marido —el genio— y le ordenaría que los matara y los arrojara al mar, no tuvieron otra salida que obedecer. Shahrasad fue quien primero cumplió con su cometido, y después Shahsamán. La joven no se dio aún por satisfecha y les pidió los respectivos anillos mientras se sacaba de entre la ropa una pequeña bolsa que contenía, precisamente, noventa y ocho anillos de distintos colores y diseños. A medida que los iba sacando, les preguntó si sabían qué significaban, y al contestarle que lo ignoraban la joven les contó que todos y cada uno de los dueños de aquellos anillos se habían unido a ella. De modo que, con dos más, había conseguido cien anillos, es decir, había conseguido que cien hombres tuvieran relación carnal con ella, a espaldas del genio que la había secuestrado la noche de bodas, la había encerrado en el baúl y la había arrojado al turbulento mar. —Creía que así podría tenerme sólo para él, pero el muy infeliz no sabe que contra el destino no se puede luchar y que las mujeres, cuando nos proponemos algo, lo conseguimos —concluyó la muchacha. Shahrasad y Shahsamán no daban crédito a sus oídos. Estupefactos ante la astucia de las mujeres, se quitaron los anillos y los entregaron a la joven, que los metió en la bolsa, volvió a sentarse junto a la cabeza del genio y se la puso de nuevo en el regazo. Así las cosas, les dio órdenes, otra vez bajo amenaza de despertar al genio, de que se alejaran.
Los dos hermanos emprendieron el camino, y fue Shahrasad quien hizo el primer comentario. —Shahsamán, ¿tú has visto qué infamia? Desde luego, esta afrenta es mucho peor que la nuestra. Es increíble, este genio la secuestró la noche de bodas, la metió en un baúl con cuatro cerraduras, la echó al mar para tenerla controlada, y aun así ella le ha sido infiel con noventa y ocho, y con nosotros dos ¡con cien!, hombres. ¿Sabes qué te digo? Que podemos volver tranquilos a nuestros respectivos reinos, pero a condición de no casarnos con ninguna mujer. Ya te mostraré cómo hay que tratarlas. Tardaron tres días en llegar al campamento que habían abandonado en las afueras de la ciudad. Ocuparon sus respectivos puestos para que el séquito rindiera los honores correspondientes al soberano Shahrasad e inmediatamente ordenó el retorno a la ciudad. Al llegar a palacio, Shahrasad requirió la presencia de su visir —el padre de las dos doncellas Shahrasad y Dinarsad— para ordenarle que decapitara a su mujer, aunque fue él mismo, Shahrasad, quien entró en el serrallo a buscarla para entregarla al visir. Mientras el visir cumplía las órdenes, Shahrasad entró en el harén con la espada desenvainada y cortó la cabeza a todas las esclavas. Además, prometió que cada noche tomaría una doncella y al amanecer la mataría para así eliminar de una vez por todas la perfidia femenina. «No quedará ni una joven sobre la faz de la tierra», se dijo. Aquel mismo día dispuso que su hermano Shahsamán regresara a Samarcanda, para lo cual le preparó numerosos obsequios y le entregó una importante suma de dinero. Shahrasad encargó prontamente a su visir que le proporcionara una doncella, hija de emires, para casarse. Y así se hizo. Celebrado el compromiso, pasó la noche con ella, la desfloró y, al amanecer, ordenó al visir que la matara. La noche siguiente actuó de idéntico modo con la hija de uno de sus guardianes y, la tercera noche, con la hija de uno de los comerciantes de la ciudad. El visir, muy a su pesar, se vio obligado a terminar con la vida de todas las muchachas que el rey tuvo el antojo de poseer. La situación se agravó hasta tal punto que en la ciudad cundió el pánico, pues todos los padres estaban convencidos de que sus hijas corrían peligro. Así proliferaron las protestas al rey, los ruegos de clemencia y los rezos al Supremo Hacedor. Sin embargo, un buen día, la hija mayor del visir encargado de ejecutar las
sentencias, la ya mencionada Shahrasad, una chica cultivada que había leído libros sobre todos los temas, que se sabía poemas de memoria y que era una gran conocedora de anécdotas e historias protagonizadas tanto por nobles como plebeyos, dijo a su padre que quería hacerle una propuesta. —Padre, me gustaría que me ofrecierais como esposa al rey. Quiero intentar acabar con esta injusticia, y si no lo consigo por lo menos moriré con la dignidad de haberme sacrificado por las que ya han perecido. Naturalmente, las intenciones de Shahrasad sacaron al visir de sus casillas. —Hija mía, creo que no estás en tus cabales. ¿Tú sabes que el rey prometió pasar una sola noche con cada doncella y decapitarla a la madrugada? Si te entrego a él, al amanecer me ordenará que te mate, y yo no podré negarme. No entiendo por qué razón quieres poner tu vida en peligro. Sin embargo, la respuesta que obtuvo fue que ella estaba decidida a hacerlo y nada la haría cambiar de opinión. El visir, desesperado, le aconsejó que no se olvidara de que, como dicen los refranes, «Quien ignora lo que no debe, paga lo que no quiere», «Quien busca, halla», y «Quien mucho quiere, mucho se huelga y mucho se duele». —Mucho me temo que te ocurra lo mismo que les ocurrió al asno y al buey con el campesino —acabó el visir. Y para satisfacer la curiosidad de la muchacha, el hombre le contó la historia. Había una vez un terrateniente acaudalado, casado y con hijos, que vivía en la granja de su propiedad y tenía el don de entender el lenguaje de los animales a condición de que mantuviera en secreto lo que decían, pues si alguna vez lo revelaba perecería. De modo que se lo guardaba celosamente y nunca hablaba con nadie de ello por miedo a la muerte. Un buen día que el campesino estaba con su esposa y los niños, que jugaban ante ellos, no muy lejos de la cuadra donde se encontraban un asno y un buey, oyó la conversación que mantenían los dos animales. —¡Qué afortunado eres! —le decía el buey al asno—. A ti te cuidan a cuerpo de rey, te dan cebada bien tamizada y agua fresca. A mí, en cambio, me sacan de madrugada para ponerme bajo el yugo y, con el arado detrás, me obligan a surcar la tierra durante todo el día. Y sin poder descansar, porque si me detengo me
expongo a los azotes del mozo. Además, por la noche, después de haber trabajado de sol a sol, cuando me devuelven exhausto al establo sólo me dan habas impregnadas de lodo y mies sin trillar y tengo que dormir sobre las heces porque a mí no me ponen paja limpia y abundante como a ti. De modo que mientras tú disfrutas de una gran vida porque el amo sólo te monta de vez en cuando, a mí me desloman trabajando, y mientras tú duermes tranquilo yo no puedo pegar ojo. —Tienes que ser más listo, querido buey —respondió el asno—. Como muy bien dice el refrán, «Quien no sabe fingir, no sabe vivir». Escucha, si quieres un consejo, desde el mismo momento en que te saquen a trabajar tú finge estar agotado, aun a costa de soportar los latigazos, y por la noche cuando el mozo te ate al pesebre, tú empieza a dar patadas, embiste con los cuernos y no dejes de bramar. Cuando te echen las habas, no te las comas, sólo olisquéalas, come solamente un poco de mies. Así te dejarán en paz y podrás descansar. El buey, convencido de que si actuaba de ese modo se le acabarían las penalidades, agradeció el sincero consejo del asno. A la mañana siguiente, cuando el mozo acudió a recogerle para llevárselo a arar, el buey, siguiendo el consejo del asno, se dejó caer a cada paso, obligando al mozo a azotarle durante todo el día. De regreso a la cuadra, expresó su protesta dando patadas y negándose a que le ataran al pesebre. Las habas, ni las probó, y se pasó la noche ingiriendo la paja de la mies sin trillar, de modo que, por la mañana, el mozo lo encontró todo tal como lo había dejado, a excepción del buey, que yacía en el suelo con el vientre hinchado e incapaz de moverse y de sostenerse en pie. El mozo sintió compasión de él y pensó que, efectivamente, el pobre animal debía de estar desfallecido, por lo que se dirigió a su amo y le informó de que el buey aquella noche no se había comido el grano. El terrateniente, sabedor de lo que había ocurrido, le mandó que colocara los aperos de labranza al asno y que le hiciera trabajar todo el día en lugar del buey. El mozo así lo hizo, tratándole exactamente igual como trataba al buey, de tal suerte que por la noche el asno tenía el cuerpo entumecido a causa de los azotes y del esfuerzo realizado. El buey, por su parte, se pasó el día durmiendo, comiendo, bebiendo y haciendo poca cosa más que acordarse del asno y agradecerle su sabio consejo. Y al regreso del asno, el buey se apresuró a levantarse para expresarle una vez más su
agradecimiento por el indescriptible favor que le había hecho y mostrándole su afecto y sus deseos de que Dios se lo pagara como se merecía. Sin embargo, el asno se mostró contrariado y no le dirigió la palabra. «Esto me ocurre por meterme donde no me importa, por querer ayudarle yo he salido perdiendo», se dijo. Llegado este punto, el visir aconsejó de nuevo a su hija Shahrasad que desistiera de su propósito, pues de lo contrario se exponía a la muerte. No obstante, ella volvió a rogarle que la entregara al soberano. El visir, en otro intento de disuadirla de la idea, le dijo que el rey le podía hacer lo mismo que el campesino de la historia había hecho a su esposa. Y siguió contándola. Aquella misma noche, el campesino y su esposa se acercaron al establo, y el hombre pudo escuchar la conversación que, después de lo ocurrido, mantenían el asno y el buey. —Escúchame bien, amigo buey, mañana por la mañana no hagas lo mismo que hoy. Más vale que te comas el grano y vayas a trabajar. —¿Por qué debo hacerlo? Si tú mismo me aconsejaste fingir que estaba indispuesto. —Yo de ti no lo haría —repitió el asno, moviendo la cabeza—. ¿Sabes qué he oído que le decía nuestro amo al mozo? Pues le ha dicho que si el buey no comía grano y no se levantaba, era mejor llevarlo al carnicero para que lo degollara y despellejara, así por lo menos aprovecharía la carne y la piel. Te lo digo de todo corazón, me temo que si no comes y mañana no te levantas raudo para ir a trabajar acabarás en el matadero. El pánico hizo mella en el buey. El campesino, por el contrario, soltó una fuerte carcajada. —¿De qué te ríes, es que te burlas de mí? —le espetó su esposa. La respuesta negativa no convenció en absoluto a la mujer, que insistió en que le dijera por qué se había reído. Pero el campesino le repitió que no se lo podía decir porque si lo hacía podía perecer. —Eres un mentiroso, esto es sólo una excusa. Te aseguro por Dios Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, que si no me lo dices, dejo de
acostarme contigo. Dicho esto, la mujer regresó a casa y se pasó el resto de la noche llorando desconsoladamente. El campesino le rogó insistentemente que depusiera su actitud porque él no le podía contar bajo ningún concepto el motivo de su risa, pues le iba en ello la vida. Pero su esposa seguía tan obstinada que llegó a decirle que debía confesárselo aunque luego falleciera y que, por lo tanto, empezara a despedirse de la familia. Además de los familiares más próximos, también acudieron a la casa todos los vecinos. Niños y mayores, amos y mozos expresaron por igual su profundo dolor ante la inmediatez del deceso del campesino. Mientras, él mandó llamar a los testigos correspondientes para otorgar a su esposa lo que le correspondía, hacer testamento a favor de sus hijos y manumitir a los esclavos. Ante la desesperación general, los padres del campesino hicieron un último intento por convencer a la esposa de que desistiera de hacerle hablar y comprendiera que su marido no se negaba a decirlo por capricho sino porque le costaría la vida. Pero la mujer cerró los oídos a las súplicas. El campesino, triste y desconsolado por tener que abandonar a sus seres queridos, buscó un rincón solitario para recapacitar que, por azar, resultó estar cerca del gallinero donde un gallo convivía con cincuenta gallinas. Así que mientras sopesaba la mejor manera de revelar su secreto, oyó que un perro de la hacienda recriminaba al gallo por su comportamiento —batiendo las alas sin cesar, estaba enfrascado en montar una gallina tras de otra. —¡Por Dios, qué escándalo! —decía el perro—. ¿No te da vergüenza hacer esto en un día como hoy? —¿Qué pasa hoy? —preguntó el gallo, sorprendido. —Pero ¿no sabes que nuestro amo está a punto de morir porque su esposa le exige que descifre el lenguaje de los animales? Por eso todos nosotros estamos afligidos, mientras tú, sin ningún pudor, sigues montando las gallinas. —¡Tú estás loco! Lo que ocurre es que el amo es un zoquete, tiene una sola mujer y no sabe cómo tratarla. —¿Qué quieres decir?
—Pues que más le valdría agarrar un bastón de roble, encerrar a su mujer en un cuarto y atizarla como es debido, rompiéndole las manos y los pies si es necesario, hasta que renunciara a saberlo. Si actuara así, se habría acabado para siempre su curiosidad, nunca más le molestaría. Pero el amo no tiene suficiente coraje para hacer algo semejante. El campesino, al oír estas palabras, salió presto a buscar un bastón de roble para hacer exactamente lo que acababa de sugerir el gallo. Cuando tuvo a su esposa encerrada, empezó a golpearla sin piedad hasta que ella le rogó que la dejara, que no quería saber nada y que nunca jamás le haría preguntas. Al abrirse de nuevo la puerta, el campesino salió acompañado de su mujer, ya arrepentida de lo que había hecho, y la amargura se trocó en alegría. —Y a ti, Shahrasad —prosiguió el visir—, si no depones tu actitud, te ocurrirá lo mismo que le ocurrió a la esposa del campesino. —No insistáis, padre, los relatos como éste, de los que yo os podría contar muchos, no me harán desistir. De modo que si vos no me ofrecéis al rey, iré yo misma y le diré que vos os habéis negado a entregar a vuestra hija a una persona de su rango —sentenció la joven. El visir, pues, se vio obligado a acatar los deseos de su hija. Se dirigió de inmediato a palacio, pidió audiencia al rey Shahrasad, besó el suelo ante él y le comunicó que estaba dispuesto a ofrecerle a su hija aquella misma noche. La sorpresa del rey fue enorme. —Querido visir, ¿cómo puedes ofrecerme a tu hija? Dios, Creador de los Cielos y de la Tierra, sabe que voy a pedirte que la mates, y que si no lo haces te mataré a ti. —Majestad, así se lo he explicado, pero ella ha insistido en que quiere pasar esta noche con vos. —De acuerdo —itió el rey, satisfecho—, dispón todo lo necesario y tráemela al caer la noche. El visir informó a su hija de la aceptación del rey y deseó que Dios la tuviera de su mano. Shahrasad se sintió muy feliz, en un santiamén preparó todo lo que podía necesitar y pidió a su hermana Dinarsad que hiciera exactamente lo
siguiente: Shahrasad mandaría llamarla a palacio para que, cuando el rey la hubiera poseído, le pidiera que, antes de dormirse, contara una de las historias que sabía. Así conseguiría acabar con la injusticia que asolaba a su pueblo y haría que el rey rectificara. Dinarsad se mostró dispuesta a ayudarla. Llegada la hora, el visir acudió a palacio para entregar a Shahrasad al rey, quien se la llevó de inmediato a la cama y empezó a solazarse con ella. Pero la joven se puso a lloriquear y, a la pregunta del rey sobre el motivo de tal reacción, contestó que, antes del alba, deseaba despedirse de su hermana. El soberano, para complacerla, mandó a buscar a Dinarsad y la acomodó debajo de la cama. La hermana estuvo en todo momento atenta, en espera de que el rey poseyera a su hermana, y cumplió con su cometido. —Querida hermana —dijo, después de un suave carraspeo—, si aún no te has dormido, ¿por qué no cuentas una de las preciosas historias con las que solemos pasar las veladas? Ante la incerteza de lo que te pueda ocurrir, será mi despedida de ti. —Si Vuestra Majestad me lo permite, lo haré —dijo Shahrasad, dirigiéndose al rey. El soberano Shahrasad dio su consentimiento y Shahrasad explicó:
El comerciante y el genio
Noche 1
Se cuenta, majestad, que un acaudalado comerciante, dueño de múltiples propiedades, bienes y esclavos, al que no faltaban mujeres e hijos y que contaba con una importante red de negocios, incluyendo préstamos y deudas acumuladas a lo largo y ancho del país, tuvo que viajar a otra región. Hizo los preparativos necesarios, llenó las alforjas de panes dulces y dátiles, ensilló la montura y partió. Al cabo de varios días de viaje, y con la ayuda de Dios, llegó sin contratiempos a su destino. Solucionados los asuntos que le habían llevado lejos de su hogar, emprendió sin más demora el regreso a casa y, al cuarto día de viaje, el calor le agobiaba de tal modo que, desviando la montura del camino, resolvió descansar un rato bajo las sombras de una arboleda cercana. Al lado de un frondoso almendro manaba una fuente de agua cristalina y fresca y el comerciante, después de apearse y apagar su sed en ella, sacó unos panes dulces y dátiles de la alforja y se sentó tranquilamente al pie del árbol para dar buena cuenta de ellos. Mientras comía, distraídamente, iba arrojando los huesos de los dátiles a derecha e izquierda y, cuando hubo terminado, se lavó en la fuente y se dispuso a rezar. Acababa de realizar la última genuflexión cuando, al levantar la cabeza, se percató con horror de que un enorme genio, cuya cabeza rozaba las nubes, se le acercaba espada en mano y con actitud amenazante. —¡Levántate! —rugió el genio, espada en alto— ¡Morirás como mereces! —Pe… pero… se… señor genio… —balbució el pobre hombre, terriblemente asustado—, ¿por qué queréis matarme? —¡Te mataré tal como has matado a mi hijo! —contestó el genio sin contemplaciones.
—¿Vuestro hijo?, ¿muerto?, pero ¿y yo qué tengo que ver con la muerte de vuestro hijo? —¡Tú le has matado! —¡Dios mío!, ¿qué decís? ¡Os juro que yo no le he matado! —¿Ah no?, ¿no eras tú el que comía dátiles aquí hace un momento? —Sí, pero ¿y qué tiene que ver esto con la muerte de vuestro hijo? —¿Y no arrojabas los huesos al aire sin miramientos? —Sí… —Entonces tú le has matado, ¡sin duda! Mi hijo pasó por aquí volando, con tan mala fortuna que uno de los huesos que tú arrojabas le dio de lleno y el pobre murió al instante. —Señor, no sabía… ¡ha sido sin querer! —¡Silencio! La sangre con sangre se paga: has de morir así como mataste. —¡Que Dios me ayude! Piedad, señor, piedad, os juro por lo más sagrado que ha sido sin querer, nada más lejos de mi intención que matar a vuestro hijo, os lo ruego, tened piedad de mí. —¡No hay perdones que valgan! Tienes que pagar por lo que has hecho. ¡Prepárate a morir! El malhadado comerciante no cesaba de invocar el auxilio de la Divina Providencia e imploraba perdón llorando a lágrima viva, pero el genio, haciendo caso omiso de tales ruegos, le atrajo hacia sí, le obligó a arrodillarse y dijo: —Aunque lloraras sangre tendría que matarte, desgraciado. —¡Pero si ha sido sin querer! —exclamaba, entre sollozos. Sintiendo el aliento de la muerte tras el cogote, recordó a su esposa e hijos y recitó melancólicamente:
El tiempo son dos días: uno tranquilo y otro movido, la vida tiene dos caras: una despejada y otra turbia.
Y a quien no comparta este juicio, dile: ¿acaso nos ampara el tiempo sin exponernos al peligro?
¿No ves que cuando sopla el vendaval de los árboles sólo quiebra las ramas más altas?
Verdes o secas, las diferentes tierras, sólo las vitupera el que de ellas se alimenta.
De las incontables estrellas del cielo, sólo el sol y la luna llegan a eclipsarse.
Los días propicios merecen tus elogios, sin temor a la suerte que te depara el destino.
Con las noches conciliadoras te equivocas, pues de su engañosa placidez nacen las desdichas.
—Tengo que matarte, en justa venganza por mi hijo —insistió el genio, insensible al llanto y a los versos. Entonces levantó la espada… La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad. «No, no la mataré, al menos hasta haber oído el desenlace de esta historia», resolvió Shahrasad. Durante el día siguiente, el rey Shahrasad se dedicó a sus tareas de gobierno y el visir, por su parte, se sorprendió agradablemente por el hecho de no verse obligado a matar a su hija Shahrasad. Por la noche, a la hora de costumbre, el rey se retiró a sus aposentos y, una vez hubo gozado de la unión con su esposa, oyó que Dinarsad decía: «Por favor, hermana, si no tienes sueño, distrae nuestro insomnio con alguno de tus cuentos».
Noche 2
Así pues, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que cuando el genio estaba a punto de dejar caer la espada sobre el cuello del comerciante, éste, resignado ya a su suerte y lo más serenamente que pudo, atinó a decir: —¡No me matéis todavía, señor! Comprendo vuestros motivos, pero antes de morir permitid que me despida de mi esposa y de mis hijos. —¿Pretendes que te suelte y te deje ir con ellos?
—Permitidme que vaya a mi tierra, dicte testamento y resuelva los asuntos pendientes. Os juro que después volveré y me pondré en vuestras manos. —Me temo que si te suelto ya no volverás. —Os juro que volveré, señor, pongo a Dios por testigo. —¿Y cuánto tiempo necesitas para resolver tus asuntos? —Concededme un año. Os aseguro que pasado este tiempo, ni un día más ni un día menos, volveré a este lugar y podréis hacer conmigo lo que queráis, por Dios Todopoderoso. —Bien, te concedo un año de plazo, ni un día más ni un día menos —se ablandó finalmente el genio—, Dios es testigo. —Dios es testigo —repitió el comerciante y, suspirando con cierto alivio al ver que el genio envainaba su espada, añadió—: pasado un año, exactamente, me tendréis de nuevo aquí, sin falta. —Eso espero. Después de prestar otra vez juramento, y cuando el genio hubo desaparecido, el comerciante, con aire triste y pensativo, montó y emprendió el camino de vuelta. Al llegar a su casa, su mujer y sus hijos le recibieron con grandes muestras de alegría, pero al verle cariacontecido, su esposa le recriminó: —¿A qué se debe esta cara de difuntos? ¿No celebramos hoy tu vuelta? ¡Parece que hayas venido a dar el pésame! —Verdaderamente he venido a dar el pésame —dijo él, compungido—: Me queda un año de vida. —Pero ¡qué disparate! —exclamó la mujer. Nada más informar a la familia de lo ocurrido, la alegría del recibimiento se tornó en pena y desolación. Sin embargo, el comerciante estaba tan decidido a acatar su destino que ni los sollozos ni los lamentos consiguieron hacerle desistir.
En los días y meses siguientes se dedicó a zanjar los asuntos que tenía pendientes, redactó el testamento, legando a sus hijos y a su esposa lo que les era pertinente y, cuando ya faltaba poco para que se cumpliera un año desde su encuentro con el genio, lo dispuso todo para partir y acudir al fatídico lugar. Hechos un mar de lágrimas, esposa e hijos se resistían a despedirse de él para siempre. —Hijos míos: así es el destino y hay que aceptar la voluntad de Dios —les dijo, también con lágrimas en los ojos—. El hombre ha sido creado para morir. Después de tan dolorosa despedida, el comerciante, con el corazón partido, salió al encuentro de su terrible destino. Al cabo de unas jornadas de viaje, llegó a la arboleda donde un año atrás le había jurado al genio que regresaría, se sentó al pie del almendro y, cabizbajo y acongojado, se dispuso a esperarle. El saludo de un caminante, un anciano que llevaba una gacela atada a su lado, interrumpió su ensimismamiento. —¿Qué hacéis aquí, amigo? —le preguntó—. ¿No sabéis que este lugar es peligroso?, está infestado de genios y demonios. Mejor haríais levantándoos y yendo a descansar a otro lado, que por aquí más de cuatro han perdido la vida. El tono afable del anciano movió al comerciante a contarle la verdad y, sin más dilación, le explicó el motivo de su presencia por aquellos andurriales. —Realmente sois hombre de palabra —dijo, asombrado, el anciano después de escucharle atentamente—, si no tenéis inconveniente, me gustaría acompañaros y esperar con vos al genio. La verdad, tengo curiosidad por saber cómo acaba este asunto. El comerciante, de hecho, se mostró encantado de contar con su campañía y, para mitigar los nervios de la espera, se puso a conversar con él. Mientras hablaban… La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 3
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey Shahrasad, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que mientras el comerciante y el dueño de la gacela hablaban, se acercó a ellos otro viajero: un hombre que conducía dos perros negros. El recién llegado les saludó y, al preguntarles qué se les había perdido a ambos en la arboleda de los genios, el dueño de la gacela se encargó de ponerle al corriente de los hechos. —El genio ha jurado matar a nuestro amigo —acabó el anciano—, y yo he jurado que no me iré de aquí hasta ver cómo acaba todo esto. —A mí también me gustaría quedarme —manifestó enseguida el dueño de los perros. Y el comerciante, más bien aliviado de sentirse acompañado en tan mal momento, le invitó a que se sentara con ellos. Al poco tiempo, se les acercó un tercer viajero, quien, una vez informado por los otros de lo que ocurría, mostró igual interés por quedarse en el lugar. Con el beneplácito del comerciante, se unió al grupo, que había iniciado una animada conversación. De pronto, un aterrador estruendo interrumpió la charla, la tierra se agrietó y apareció el genio. Sin mediar palabra, el monstruo se acercó al comerciante, que lo contemplaba petrificado de miedo, y lo atrajo hacia sí. —Llegó tu hora: voy a matarte —dijo, escuetamente, al tiempo que desenvainaba la espada. El comerciante lanzó un gemido y sus tres acompañantes empezaron a deshacerse en lamentos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.
«¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad. «No la mataré hasta que no haya terminado la historia», pensó Shahrasad, decidido a no perderse el final.
Noche 4
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el anciano dueño de la gacela, cuando vio brillar la espada del genio por encima de la cabeza del comerciante, se dejó de lamentos y, en un instante de inspiración, dijo al genio: —Un momento, señor y rey de los genios, antes de proceder, permitidme que os haga una propuesta: os puedo contar una historia realmente maravillosa relacionada conmigo y con esta gacela. Si tenéis a bien escucharla y os place, quisiera pediros que me concedierais a cambio un tercio de la sangre de este comerciante. —De acuerdo —aceptó de inmediato el genio, ante la sorpresa de todos. —Sabed, señores, que hace más de seis lustros que me casé con mi prima de doce años —contó el anciano—. Durante treinta años conviví con ella y a pesar de que, desgraciadamente, no me dio ningún hijo, ni varón ni hembra, siempre la respeté y la honré. Sin embargo, y tan sólo a causa de su esterilidad, decidí tomar una concubina. Al fin, pues, conseguí tener descendencia: un precioso hijo varón. Pero mi esposa, que, dicho sea de paso, es experta en artes mágicas, no compartió mi alegría, más bien al contrario: desde el principio se sintió terriblemente celosa de la concubina y el niño. Como sea, mi hijo creció sano y hermoso. Justo acababa de cumplir los diez años, cuando tuve que ausentarme de casa durante largo tiempo con motivo de un ineludible viaje de negocios. Por ello, durante mi ausencia, dejé a la
concubina y a mi querido hijo a cargo de mi esposa. Al volver, recuerdo que lo primero que hice fue preguntar por ellos. —La concubina ha muerto —contestó mi esposa, secamente—. En cuanto a tu hijo, hace dos meses que se escapó y desde entonces no hemos sabido nada más de él. Lo siento. Mi corazón se rompió en pedazos al oír semejante noticia y durante casi un año anduve de luto, sin poder recuperarme del disgusto. Así las cosas, llegó el día de la fiesta de la Pascua y, con la intención de ofrecer una de mis mejores reses para tal evento, fui a ver al pastor que cuidaba de mi ganado y le pedí que escogiera la vaca más gorda del establo para el sacrificio. Pero cuando me disponía a degollarla, ¡qué sorpresa la mía y la de los presentes!: unas lágrimas enormes se deslizaron por sus mejillas. Me dio tanta pena verla llorar que me sentí totalmente incapaz de matarla. —Tráeme otra —pedí de nuevo al pastor. —¡No! —gritó entonces mi esposa, que estaba a mi lado—, ¡mata a ésta! ¿No ves que es la más gorda del establo? Si la sacrificas, tenemos carne asegurada para una buena temporada. Para complacer a mi esposa, lo intenté otra vez, pero tampoco tuve corazón y se la entregué al pastor para que lo hiciera por mí. Él la mató, peró ojalá no lo hubiera hecho, porque, al descuartizarla, la vaca más gorda del establo se convirtió simplemente en un montón de piel y huesos. Me arrepentí entonces de haberla sacrificado y dije al pastor que hiciera con los despojos lo que quisiera y, en su lugar, me trajera un ternero para cumplir con el sacrificio como Dios manda. El pastor, tal como yo le había indicado, trajo un ternero del establo. Pero el animal, nada más verme, rompió la cuerda con que le sujetaba, se me acercó, se echó a mis pies y me acarició las piernas con la cabeza. Como es de suponer, esto me enterneció y pedí al pastor que trajera otro ternero. La firme oposición de mi esposa y su empeño en sacrificar a aquél precisamente me desconcertaron. —Ya te hice caso con la vaca y mira lo que ocurrió, he decidido conservar la vida de este ternerito y no se hable más —le dije, enojado.
Pero ella, erre que erre, insistió tanto que, finalmente, hecho un manojo de nervios, agarré el cuchillo, me acerqué al ternero… La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 5
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el anciano dueño de la gacela siguió explicando: —…agarré el cuchillo, me acerqué al ternero decidido a degollarlo y el animalito, ¡criatura de Dios!, se echó de nuevo a mis pies llorando y lamiéndome de tal modo que me impidió seguir adelante con mi propósito. Entonces le dije a mi esposa que, si tanto lo deseaba, sacrificara ella al ternero. Pero a la hora de la verdad tampoco ella se atrevió a hacerlo y quedamos en guardarlo para la temporada próxima. Recuerdo que al día siguiente, el pastor vino a verme y me dijo: —Señor, mi hija me ha confesado un secreto terrible. Si os lo cuento, ¿me daréis albricias? —Cuéntamelo y te las daré. —En primer lugar, sabed que mi hija es una experta conocedora de la brujería y las artes mágicas. Os lo digo porque, al conducir el ternero de nuevo al establo y pasar casualmente junto a ella, se quedó unos instantes absorta mirándolo, después rió y acabó llorando. Yo, extrañado, le pregunté qué le pasaba y ella me explicó que el ternero no era tal, sino que, en realidad, era el hijo del amo que había sido embrujado por su esposa y que su risa era debida a que no lo había
sacrificado y, su posterior llanto, al hecho de que la vaca no era más que la madre del niño, que también había sido embrujada. Imaginaos mi desazón, señor, al saberlo. Enseguida que ha amanecido, he venido a contároslo. Sus palabras, naturalmente, me dejaron conmocionado. Me precipité al establo, busqué al ternero, lo besé y lo acaricié y él, mirándome con dulzura, sacó la lengua y me lamió con una ternura impropia de un animal de su clase. Inmediatamente fui a ver a la hija del pastor, le supliqué que, por las artes mágicas que conocía, liberara a mi hijo del embrujo y le prometí que, a cambio, le regalaría lo que quisiera de mi hacienda. La joven, no obstante, dijo que no le desembrujaría por dinero ni por propiedades, sino bajo dos condiciones: que la casara con él y que le permitiera ejercer la magia con mi esposa, condiciones ambas que acepté sin titubear. Además, le prometí que todas mis riquezas serían para ellos. La muchacha, con un recipiente de agua en la mano, se acercó al ternero. —¡Ternero, ternerito! —exclamó al tiempo que lo rociaba—: ¡Transfórmate en la persona que habías sido! Y así fue como recuperé a mi hijo. Pasada la emoción del reencuentro, me contó lo que mi esposa había hecho con él y con su madre. —Dios ha querido que la verdad saliese a la luz —sentencié no sin amargura. De modo que, señor genio, tal como había prometido, casé a mi hijo con la hija del pastor y fue ella misma la que convirtió a mi esposa en la gacela que aquí veis. Me dijo que, al fin y al cabo, es una bella forma para un animal de compañía. Posteriormente, mi nuera falleció y mi hijo se trasladó a otra región, hacia la que me dirigía para hacerle una visita cuando me encontré con este comerciante. Y esto es todo, señor. —¡Te has ganado un tercio de su sangre! —aprobó el genio. Prestamente se puso en pie el hombre que conducía los perros y dijo: —Señor genio, si os cuento una historia más extraordinaria que la que acabamos de escuchar, ¿me concederéis otro tercio de la sangre de este comerciante?
—De acuerdo —aceptó el genio. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 6
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el anciano dueño de los perros explicó al genio: —En nuestra familia éramos tres hermanos varones, señor genio, y cuando mi padre murió nos dejó en herencia tres mil dinares. Con la parte que me correspondió decidí abrir una tienda para ganarme la vida y lo mismo hicieron mis hermanos. Pero no pasó mucho tiempo hasta que mi inquieto hermano mayor vendió todo lo que almacenaba en la suya y partió hacia otras tierras en busca de mayor fortuna. Había pasado un año, más o menos, desde su partida, cuando un transeúnte de mal aspecto se paró delante de mi tienda. —¡Ande usted con Dios! —le dije para que se fuera prontamente. —¿Ya no me conoces? —replicó él, con voz temblorosa. Entonces, con gran estupor, me di cuenta que se trataba de mi hermano. Sin dudarlo un momento me precipité a abrazarlo y, entre aturdido y emocionado, le pregunté cómo es que había llegado en aquel lamentable estado. «El hombre propone, y Dios dispone», contestó lacónicamente. A buen entendedor, pocas palabras bastan y, sin requerir más explicaciones, le llevé a los baños, le di ropa limpia y le acogí en mi casa.
Enseguida que tuve oportunidad, conté el capital que tenía disponible y resultó que ascendía a dos mil dinares. Sin vacilar, le entregué mil a mi hermano, como si no hubiera pasado nada, y él, feliz y contento, olvidó lo pasado y los invirtió en abrir una tienda de nuevo. Poco tiempo después, sin embargo, mi segundo hermano vendió todas sus posesiones y, desoyendo nuestros consejos, sin que la mala experiencia del mayor le sirviera de escarmiento, se fue sabe Dios por qué vericuetos. Y de lo temido, lo peor, señor genio, porque regresó al cabo de un año hecho un harapiento. —¿No te advertí que no te fueras? —le reproché al verlo. —Así es el destino —dijo él, encogiéndose de hombros, y, apesadumbrado, añadió—: Soy tan pobre que no tengo ni para vestirme, ni tan siquiera llevo un dirham encima. Igual que había hecho com mi hermano mayor, le acompañé a los baños, le proporcioné ropa y, una vez adecentado, fuimos juntos a mi tienda, comimos algo y, a continuación, conté las ganancias que había acumulado durante el año. En total, había ganado dos mil dinares con el negocio, que, gracias a Dios, era próspero. Dividí por dos la cantidad y le di mil dinares a mi hermano, que con esta suma abrió otra tienda. Pasó el tiempo y mis hermanos, que al parecer habían olvidado sus anteriores fracasos, quisieron convencerme para que me uniera a ellos en una nueva aventura comercial lejos de nuestra tierra. Como es lógico, me mostré muy reticente a semejante proyecto y les recordé que nada habían ganado en sus viajes para que valiera la pena arriesgarse. Pero ellos no se dieron por vencidos y siguieron insistiendo, año tras año, hasta que al cabo de seis años de porfía, lograron que accediese a su propuesta. Una vez hecho a la idea, les pregunté cuánto dinero tenían para invertir en la empresa y resultó que no tenían ni un dirhem, habían dilapidado todas sus ganancias. Sin embargo, guardé los reproches para otro momento y me puse manos a la obra por mi cuenta. Vendí todo el género que tenía en la tienda y saqué seis mil dinares, que dividí en dos partes: tres mil para el viaje y tres mil que dejé enterrados en casa, por lo que pudiera suceder. Los tres mil disponibles los repartí entre nosotros equitativamente, a mil por cabeza, y compramos
distintos artículos apropiados para hacer negocio en cualquier parte. Cuando todo estuvo dispuesto, yo mismo me encargué de alquilar una embarcación, cargamos en ella mercancías y equipajes y, por fin, nos hicimos a la mar. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 7
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el dueño de los perros siguió explicando al genio: —Al cabo de un mes de navegar atracamos en un puerto, desembarcamos y vendí mis mercancías en la ciudad por un precio excelente, llegando a ganar nueve dinares por artículo. Me encontraba en el muelle, dispuesto a embarcar de nuevo, cuando una desvalida muchacha se me acercó, me besó la mano y me dijo dulcemente: —Señor, os ruego que me hagáis un favor y os aseguro que procuraré recompensaros. —Pídeme el favor que sea —acepté, gratamente sorprendido—, aunque no puedas recompensarme. —Casaos conmigo —me pidió sin remilgos— y lleve a vuestro país. La Providencia os ha puesto en mi camino y, si Dios quiere, tendré ocasión de pagaros por haberme rescatado de la miseria. Sus palabras me llegaron al alma y, sin hacerme de rogar, accedí a sus deseos. Después de haber formalizado el contrato matrimonial, le regalé un precioso
vestido, subí con ella al barco y le preparé un colchón al lado del mío procurando que se sintiera lo más cómoda posible. Reconozco que mi afecto por la muchacha aumentaba día a día y, mientras la nave seguía su curso sin contratiempos, yo estaba tan pendiente de ella que no me apercibí de los malos sentimientos que contra mí abrigaban mis hermanos. Envidiosos de mi buena suerte, tramaban su mezquina venganza y una noche, sin duda inspirados por el diablo, aprovecharon que mi esposa y yo dormíamos profundamente y nos arrojaron al mar. Imaginaos mi sobresalto al encontrarme de sopetón a merced de las aguas, pero en aquel momento de terror y desesperación, sentí que algo me agarraba con fuerza, tiraba de mí y me llevaba volando por los aires. Y cuál no fue mi asombro al darme cuenta de que mi esposa, convertida en un ser alado, era quien me transportaba. Entonces supe que aquella candorosa muchacha con la que me había casado era, en realidad, un genio. Volamos hasta divisar tierra firme y allí nos posamos. —Te he devuelto el favor antes de lo previsto —dijo ella—, ya ves cuál es mi verdadera naturaleza, soy de la especie de los genios, aunque de los genios creyentes. Desde el primer momento que te vi supe que tú eras el hombre que me había sido predestinado y por eso me dirigí a ti de manera tan espontánea y sin titubeos. Claro que también tú me aceptaste sin poner obstáculos y me has ofrecido tu amor de forma pura y sincera —y añadió en tono airado—: ¡Y ahora estoy dispuesta a matar a tus hermanos por lo que han hecho! —¡No, no lo hagas! —reaccioné, asustado—, por nada del mundo quisiera comportarme como ellos. Y acto seguido le conté qué clase de comportamiento habían tenido mis hermanos en el pasado. —¡Pues con más razón merecen la muerte! —se encolerizó después de haberme escuchado—. ¡Provocaré el naufragio del barco, maldita sea! —¡No, por favor! —intenté disuadirla—, No lo hagas, por lo que más quieras. Como dice el refrán: «Haz bien y no mires a quién», que al bueno le compensa pagar mal con bien y además, a pesar de todo lo que han hecho, ¡son mis hermanos!
Tras mucho suplicar logré apaciguarla y, finalmente, algo más calmada, me agarró de nuevo y me llevó volando a mi casa. A la mañana siguiente, después de un sueño reparador, abrí puertas y ventanas para ventilar la casa y desenterré el dinero que había escondido antes del viaje. Me fui al zoco, saludé a los conocidos y preparé la tienda con vistas a reemprender el negocio. Por la tarde, al llegar a casa, encontré en ella a dos perros negros, los mismos que aquí veis, señor genio, que nada más entrar, y ante mi sorpresa, se echaron a mis pies gimiendo. —Son tus hermanos —dijo, lapidaria, mi esposa. —¡Dios Santo! —exclamé—, ¿mis hermanos?, ¿qué dices?, ¿cómo es posible? —Así como lo oyes, su mala acción no podía quedar impune y mi hermana los ha embrujado —explicó—. No se librarán del embrujo hasta que no pasen diez años. Dicho esto, mi esposa se despidió de mí, no sin antes indicarme el lugar donde residía y en donde podría encontrarla. Y aquí me tenéis, señor, diez años después de los hechos, de camino a casa de mi esposa para pedirle que libere del hechizo a mis hermanos. Si no hubiera sido por este comerciante, no me hubiera parado en la arboleda y no os lo hubiera contado. —¡Maravilloso! —se entusiasmó el genio—, te has ganado un tercio de su sangre. —Más asombroso es lo que puedo yo contaros —intervino prestamente el tercer viajero—, si tenéis a bien escucharlo y os complace, ¿me concederíais también un tercio de la sangre del comerciante? —Adelante, cuenta, cuenta… —consintió el genio. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 8
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el tercer viajero contó al genio una historia maravillosa, más extraordinaria que las anteriores, el genio la escuchó con atención y, al final, irado, declaró: —Te has ganado con creces lo que pediste: un tercio de la sangre del comerciante. Y sin añadir nada más, se esfumó. Cuando el genio hubo desaparecido, el comerciante dio las gracias a los tres viajeros que, con tanta pericia como elocuencia, habían contribuido a salvarle la vida. Después de departir un rato, se despidieron y cada uno siguió su camino. Así fue como el comerciante regresó a su casa sano y salvo, con el consiguiente alborozo de su familia, junto a la que vivió feliz el resto de sus días. Aquí acaba esta historia, majestad, pero os aseguro que es poca cosa comparada con la historia del pescador y el genio. «¿Y cuál es la historia del pescador y el genio?», preguntó Dinarsad al instante. Y Shahrasad, ante la buena disposición del rey, sin más dilación narró:
El pescador y el genio
Cuentan, majestad, que había una vez un anciano pescador, casado y padre de tres hijas, a quien la penuria atenazaba de tal manera que tenía la costumbre de tender la red cuatro veces al día. Así pues, un día de tantos salió entre dos luces en dirección al mar para probar suerte. Dejó la cesta en el suelo, y se adentró en el agua hasta que ésta le llegó a la cintura, momento en que echó la red. Después de esperar pacientemente a que la malla se hundiera, agarró los hilos y, con sumo cuidado, empezó a izarlos. Sin embargo, no consiguió que la red se moviera un ápice, pues se había quedado enmarañada en el fondo y le pareció sumamente pesada. Decidido a resolver la situación, plantó una estaca en la playa, ató a ella la cuerda y, habiéndose despojado de la ropa que vestía, se sumergió en el agua para rescatar la red. No sin grandes esfuerzos, consiguió arrastrarla hasta la playa, pero la alegría inicial se vio pronto empañada por la desagradable sorpresa que tuvo al abrirla: la red estaba destrozada y en ella había un asno muerto. El pescador, triste y estupefacto a la vez, exclamó: «Sólo Dios Todopoderoso sabe el porqué de esta extraña recompensa». Y acto seguido recitó:
Tú que desafías las tinieblas nocturnas, no te atormentes por no encontrar sustento.
Más vale que del afanoso pescador aprendas, pues en plena noche faena sin descanso.
Hasta la cintura se enmara en la mar embravecida, sin perder de vista su adorada red,
y vuelve ufano con aquel pez incauto que ha caído en la trampa
para venderlo a quien ha pasado la noche a buen recaudo, lejos del frío y el peligro.
Y es que Dios a unos da y a otros quita, y mientras unos pescan, otros se comen lo pescado.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué precioso relato!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si el rey me deja vivir hasta la próxima noche, os contaré el resto de la historia, que es aún mucho más interesante», afirmó Shahrasad.
Noche 9
Así pues, llegada la noche, Dinarsad rogó a su hermana que, si no tenía sueño, les siguiera narrando la historia. Shahrasad accedió encantada y reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el pescador, al terminar de recitar los versos, quitó el asno de la red y se sentó en el suelo para remendarla. Una vez la tuvo lista para tenderla de nuevo, se acercó al agua y, evocando el nombre de Dios, la echó y esperó pacientemente que se extendiera en el fondo marino. Esta vez, al izar los
hilos y darse cuenta de que la red también se le había atascado en el barro, creyó que habría capturado un buen pez. Y con la alegría que le infundió este pensamiento, se desnudó de nuevo para sumergirse en el agua y sacar la red. No obstante, cuando llegó a la playa con ella tuvo otra decepción mayúscula: lo que había conseguido era una gran vasija llena de arena y barro. «Bendito y alabado sea Dios, ¡qué día!», exclamó. Y recitó:
Que cese este tormento, quiero vivir en paz. He salido en busca de pitanza, mas nada había para mí.
La suerte me ha abandonado, y asimismo la destreza. La luz de las Pléyades al ignorante alcanza mientras al sabio permanece oculta.
El pescador tiró la vasija, limpió y remendó la red y, pidiendo perdón a Dios, se acercó de nuevo al agua para tenderla por tercera vez. Esperó unos momentos y, al retirarla, no encontró en ella más que pedazos de frascos, piedras, huesos y desperdicios. La desesperación hizo que el hombre rompiera a llorar y recitara:
Conseguir sustento no está en tus manos, educación y escritura de nada te servirán. La suerte y el pan los trae el azar,
pues también la tierra es pródiga, o infértil. Hay quien, sin merecerlo, sufre reveses de fortuna y hay quien, sin razón, de buena estrella goza. Sólo tú, muerte, con tal injusticia puedes acabar, evitando que los halcones anadeen y los patos planeen. No es extraño encontrar un hombre bueno en la miseria, tampoco lo es que el malvado del bienestar disfrute. Con el sudor de la frente debemos conseguir el pan, debemos merodear como aves rapaces; pero hay aves que de levante a poniente surcan el cielo, en vano, mientras otras sin moverse se alimentan.
El día avanzaba lentamente, la luz matutina inundaba ya todos los rincones. El pescador levantó la cabeza hacia el cielo y exclamó: «Dios mío, vos sabéis bien que echo la red sólo cuatro veces cada día. Puesto que sólo me queda un intento, haced que el mar me obedezca, como obedeció a Moisés». Cuando tuvo la red lista, la tendió de nuevo y esperó a que se extendiera en el fondo. Pero tampoco esta vez le fue posible recogerla, pues se había quedado nuevamente encallada en la arena. Evocando la Omnipotencia de Dios, se desnudó para sumergirse en el agua y sacar la red a la superficie. Al desanudarla, encontró un frasco de azófar que parecía lleno y estaba sellado con un tapón de plomo. El hallazgo le alegró tanto que el primer pensamiento que le vino en mente fue que lo vendería en el zoco del cobre a cambio de dos arrobas de trigo. Sin embargo, al no poder moverlo porque era tremendamente pesado, decidió que vaciaría su contenido para poder trasladarlo cómodamente hasta el zoco. De modo que agarró el cuchillo que llevaba en la cintura para agujerear el plomo y poder quitar el tapón. Para verter el contenido con más facilidad, sujetó el tapón con los dientes y empezó a sacudir el frasco. Mas qué enorme sorpresa tuvo al ver que del frasco
no salía nada. Transcurridos unos momentos, el frasco empezó a humear y humear. La ingente masa de humo se extendió a lo alto y a lo ancho de tal modo que pronto alcanzó la orilla del mar y se elevó hacia el cielo, obstruyendo incluso la claridad diurna. Y en un santiamén, todo el humo que contenía el frasco se reconcentró y adquirió el aspecto de un enorme genio cuyos pies reposaban en el suelo y cuya cabeza alcanzaba las nubes. Su semblante era pavoroso: la cabeza parecía una cripta, los caninos eran como garfios, la boca como una cueva, los dientes como rocas, las narices como trompas, las orejas como adargas, el cuello como una calleja y los ojos como candiles. En una palabra, un monstruo. El pescador se quedó patitieso, tembloroso, los dientes le rechinaban y la saliva se le secaba por momentos. «Oh, Salomón, Profeta de Dios, perdóname, perdóname, nunca más desoiré tus palabras ni te desobedeceré», clamó de repente el genio. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué precioso relato!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si el rey me deja vivir, la próxima noche os contaré el resto de la historia, que es aún mucho más extraordinario», dijo Shahrasad.
Noche 10
Así pues, llegada la noche y cuando el rey Shahrasad estaba ya en la cama con Shahrasad, Dinarsad le rogó que les siguiera narrando la historia. Shahrasad accedió encantada y reanudó el relato: Cuentan, majestad, que las palabras del genio sorprendieron hasta tal punto al pescador que éste no pudo permanecer callado y replicó: —¿Se puede saber qué discurseas, genio? El Profeta de Dios Salomón pereció hace más de mil ochocientos años, ha transcurrido mucho tiempo. Pero veamos, ¿qué hacías en este frasco? —Alégrate, pescador —dijo escuetamente el genio.
—¿Alegrarme? —preguntó el pescador. —Sí, sí, debes alegrarte porque ahora mismo voy a matarte. —¿No te da vergüenza proferir semejante amenaza? —protestó el pescador—. ¿Quieres matarme cuando he sido yo quien te ha librado del mar tumultuoso y te ha llevado a tierra firme? —Formula un deseo —dijo el genio. —¿Y qué deseo quieres que formule? —Debes decirme de qué modo quieres morir. —Pero ¿qué falta he cometido? ¿Así me recompensas por haberte salvado? — protestó el pescador. —Escucha lo que voy a contarte, pescador. —Pero por favor, sé breve, ya no puedo más. —Debes saber, pescador —contó el genio—, que yo soy un insubordinado y un rebelde. El genio Sajr y yo nos rebelamos contra el Profeta Salomón, hijo de David. Asaf ben Barkhiya vino a buscarme, enviado por el Profeta Salomón, y me condujo ante él a la fuerza, humillándome y envileciéndome. Fue entonces cuando el Profeta de Dios me ofreció protección a condición de que me sometiera a sus órdenes, pero yo me negué. Así pues Salomón me encerró en el frasco de azófar y selló el tapón grabando en él el Nombre de Dios Excelso. Acto seguido, mandó a sus genios que me llevasen al mar y me arrojasen en él. Y allí permanecí largo tiempo, de modo que me dije que, si en el transcurso de doscientos años alguien me rescataba, le haría inmensamente rico. Pero los doscientos años pasaron, y nadie vino a por mí. Entonces pensé que si en los próximos doscientos años alguien me sacaba de aquí, pondría a su disposición todos los tesoros de la tierra. Pero tampoco tuve esta suerte, de modo que en cuatrocientos años nadie me socorrió. Ante tanta desdicha, prometí que quien me salvara en los cien años siguientes se convertiría en sultán, y yo en su fiel servidor, y además yo haría realidad tres deseos suyos cada día. Transcurridos nuevamente cien años, sin que nadie se preocupara por mí, monté en cólera y, tremendamente enojado, decidí que mataría, infligiéndole el peor de los sufrimientos o bien dejando que escogiera la manera de morir, a quienquiera que
se atreviera a salvarme a partir de aquel mismo momento. Y he aquí que has sido tú quien, hoy, me ha salvado. De modo que te dejo elegir la manera de morir. El pescador, ante las palabras del genio, se encomendó a Dios y dijo: —¡Qué mala suerte! Después de todos estos años, he tenido que ser precisamente yo quien te sacara del fondo marino. Te lo ruego, perdóname y Dios te perdonará. Si me quitas la vida, Dios enviará a alguien para que te aniquile. —No hay otra salida, elige de qué modo quieres morir —insistió el genio. Convencido de que perecería, el pescador no pudo contener el llanto. «Dios no permita que me separe de vosotros, hijos míos», se dijo para sí, y en voz alta imploró: —Por Dios, genio, ten piedad de mí. Deberías estarme agradecido por haberte salvado. —Precisamente, ¡tu recompensa será la muerte! —insistió el genio. —Dios mío, ¡qué crueldad! ¡cuánta verdad encierran estos versos!:
Me han pagado el favor con desfavor, por mi vida que eso es indignidad.
Bien es verdad que quien a extraños agracia no obtiene más que aflicción.
—No pretendas esquivar los hechos, pescador. He dicho que vas a morir y morirás —aseveró rotundamente el genio. «Él es un genio, pero yo soy un hombre —reflexionó el pescador—. Debo
servirme de la inteligencia que Dios me ha dado. Veremos quién puede más, si él con sus atributos sobrenaturales o yo con mi raciocinio. » —De modo que estás decidido a matarme —dijo el pescador. —No te quepa ninguna duda. —Deja que primero te haga una pregunta y dime la verdad. —Pregunta, pregunta, pero sin dilación —respondió el genio, molesto. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué precioso relato!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si el rey me deja vivir, la próxima noche os contaré algo mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 11
Así pues, llegada la noche, Dinarsad rogó a su hermana que, si no dormía todavía, les siguiera narrando la historia del pescador y el genio. Shahrasad accedió encantada y reanudó el relato. Cuentan, majestad, que el pescador se dirigió al genio de esta forma: —¿De veras te encontrabas en el frasco? —Por supuesto, juro por el Nombre de Dios que estaba prisionero en él. —Mientes, genio —repuso el pescador—. Si en este frasco no te caben las manos, y mucho menos los pies, ¿cómo podías caber tú entero? —Te aseguro que estaba dentro, ¿no te lo crees? —De ningún modo.
El genio, como mostrándose ofendido por la incredulidad del pescador, se agitó bruscamente, se convirtió de nuevo en humo y, después de elevarse y de descender a ras de mar, se metió lentamente en el frasco. —¿Lo ves, pescador? ¿Me crees ahora? —gritó el genio cuando todo el humo se hubo introducido en el frasco. Pero, mientras tanto, el pescador se había apresurado a recuperar el tapón para sellar de nuevo la botella. —Y ahora, genio —le dijo—, serás tú quien escoja la manera de morir. Piensa que voy a arrojarte de nuevo al mar embravecido y aquí mismo construiré una casa, donde permaneceré para anunciar a los eventuales pescadores que en estas aguas mora un genio. Les diré que matarás a quien se atreva a sacarte del agua y que sólo les darás la oportunidad de elegir la forma de morir. El genio, al verse de nuevo preso dentro del frasco sellado con el emblema de Salomón, hijo de David, se dio cuenta de que el pescador se había mofado de él. —Por favor, pescador, no lo hagas. Yo te lo he dicho en broma —suplicó el genio. Pero el pescador, convencido de que el genio mentía, hizo oídos sordos a sus ruegos y le espetó: —Eres un mentiroso y un despreciable. Y, acto seguido y a pesar de las protestas del genio, acarreó el frasco hasta la orilla del mar. Sin embargo, al ver que el pescador no estaba dispuesto a deponer su actitud, el genio adoptó una actitud más dócil. —¿Qué pretendes hacer conmigo, pescador? —Arrojarte de nuevo al mar. Si has pasado en él quinientos años, yo haré que permanezcas en sus aguas hasta el fin de los tiempos. Pero tú te lo has buscado, porque yo te he rogado que me perdonaras la vida para que Dios te la perdonara. Y puesto que te has negado, ahora soy yo quien se niega a escucharte. El genio insistió una y otra vez. Pero fue en vano, porque el pescador no atendía a razones, sólo le dijo:
—A nosotros nos ocurre lo mismo que les ocurrió al rey Yunán y al sabio Dubán. Y ante la curiosidad del genio por oír la historia, el pescador relató:
Historia del rey Yunán y el sabio Dubán
Érase una vez en una ciudad persa de la región de Sumán, un rey llamado Yunán que tenía la lepra extendida por todo el cuerpo. Hacía tiempo que tomaba toda clase de remedios, siguiendo los consejos de los más eminentes médicos y especialistas, pero nada ni nadie había conseguido guarecerle la dolencia. Un buen día, llegó a la mencionada ciudad un sabio llamado Dubán. Era un erudito que había estudiado los fundamentos de todas las ciencias, incluida la filosofía, en libros griegos, persas, turcos, árabes, bizantinos, siríacos y hebreos. Por este motivo, tenía profundos conocimientos de las cualidades de las plantas. Así pues, a los pocos días de haberse instalado en la ciudad, se enteró de la enfermedad del rey y de que ningún médico ni especialista había conseguido ponerle remedio, ni con jarabes ni con ungüentos. De modo que, resuelto a prestar su ayuda al soberano, una mañana, poco después de la salida del sol, se vistió sus más lujosas galas y se dirigió a palacio para presentarse al rey. —Majestad —le dijo—, me he enterado de la enfermedad que os aqueja y de que nadie ha podido daros un remedio eficaz. Si me lo permitís, majestad, yo me ofrezco a proporcionaros un tratamiento para el que no deberéis tomar ninguna poción ni deberéis aplicaros ningún bálsamo. —Si consigues curarme, te favoreceré mientras vivas —repuso el rey, esperanzado— y te haré los más altos honores. —Y, al poco, prosiguió—: ¿De veras puedo sanar sin tratamiento, ni interno ni externo? —Sin duda, majestad. El rey, a la vez sorprendido y agradecido con la oferta del sabio, decidió ponerse en sus manos y le dio permiso para empezar cuanto antes la terapia. —Si así lo disponéis, majestad, será, Dios mediante, mañana por la mañana — dijo el sabio Dubán. Aquel día, en la casa que había alquilado, el sabio puso todo su esmero en combinar las más variadas clases de remedios y pócimas hasta conseguir el
compuesto deseado. Asimismo, puso a prueba su destreza confeccionanado un bastón con un mango, que vació y llenó con la mezcla, y fabricando también una pelota. A la mañana siguiente, cuando lo tuvo todo listo, se dirigió a palacio y se presentó ante su majestad el rey Yunán. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué precioso relato!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si el rey me deja vivir, la próxima noche os contaré algo mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 12
Así pues, llegada la noche, Dinarsad rogó a su hermana que, si no dormía todavía, les siguiera narrando la historia del pescador y el genio. Shahrasad accedió encantada y reanudó el relato. Después de un reverente saludo, el sabio pidió al monarca que saliera al campo de juego a practicar con el bastón y la pelota. Acompañaron a su majestad chambelanes, emires, visires y grandes del reino. El sabio Dubán esperó que el rey hubiera montado su caballo para acercarse a él y entregarle el bastón y la pelota que él mismo había fabricado. —Majestad —le dijo—, sujetad bien el bastón por el mango y golpead la pelota con él. Así, persiguiéndola, conseguiréis que os sude la mano y el remedio que contiene el mango del bastón se extenderá, con el sudor, por todo vuestro cuerpo. Cuando el sudor os empape completamente, debéis volver a palacio, tomar un buen baño y dormir plácidamente. Cuando os despertéis, vuestro cuerpo estará limpio de lepra. El rey siguió las instrucciones del sabio al pie de la letra. Con el bastón en la mano empezó a galopar detrás de la pelota, golpeándola cada vez que la tenía a su alcance. Pronto empezó a sudar, y cuando el sabio vio que la cantidad de líquido transpirado era suficiente, le dijo que fuera a tomar un baño rápidamente,
que se vistiera con ropa limpia y que regresara a palacio. El sabio Dubán, por su parte, pasó la noche en casa y, a primera hora de la mañana siguiente, se apresuró a acudir a palacio para interesarse por su paciente. Obtenido el permiso de audiencia, saludó al rey Yunán y le recitó estos versos:
Nadie es magnánimo como vos, nadie reúne vuestras virtudes.
Vuestro rostro resplandeciente a las tinieblas infunde claridad.
Vuestro rostro resplandeciente de todos sigue siendo referencia.
Vuestra generosidad es prodigiosa, como cerros sedientos la recibimos.
Vuestra eminente esplendidez cualquier necesidad sacia.
El rey se había levantado enormemente feliz porque todos los rastros de lepra habían desaparecido de su cuerpo, que ahora ofrecía un aspecto inmejorable, limpio y reluciente como la plata. Así pues, encontrándose el soberano entre
chambelanes, sirvientes, ministros y grandes del reino, se incorporó para recibir con un afectuoso abrazo al sabio Dubán, a quien hizo sentar a su vera e invitó a compartir el ágape matutino. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué precioso relato!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si el rey me deja vivir, la próxima noche os contaré algo mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 13
Así pues, llegada la noche, Dinarsad rogó a su hermana que, si no dormía todavía, les siguiera narrando aquellos episodios tan maravillosos. Shahrasad accedió encantada y reanudó el relato. El rey Yunán, como muestra de su profunda gratitud, distinguió al sabio Dubán con los más altos honores, le ofreció magníficos regalos y, por la noche, antes de que partiera hacia su casa, le retribuyó con mil dinares. Era tal la sorpresa que tan pronta curación había causado al soberano, que no cesaba de darle vueltas al asunto. «Es extraordinario, me ha curado sin darme de beber ningún jarabe y sin untarme de ungüentos. Realmente, es merecedor de todas mis atenciones», se decía. De modo que, en los días siguientes, el rey siguió invitando al sabio a la corte y le reservó, como a uno más de sus estrechos colaboradores, un lugar de preferencia. Huelga decir que el sabio Dubán estaba profundamente agradecido al monarca, extremo que cada día al regresar a casa comentaba a su esposa. Sin embargo, con el paso de los días, un visir del monarca, un hombre terco, obstinado y celoso, empezó a imaginarse que el rey, con el trato exquisito que dispensaba al sabio, quería deponerle de su cargo para nombrar a aquel hombre de confianza —ya se sabe que nadie está libre de envidia—. Con esta sospecha, el envidioso visir se dirigió al rey en estos términos: —Excelsa y bondadosa majestad, vos bien sabéis que sólo me preocupa vuestro bienestar. Es por esto que he considerado conveniente daros un consejo, pues si
no lo hiciera no merecería ya más vuestra confianza. De modo que si me lo permitís, majestad, hablaré. —Veamos, ¿de qué consejo se trata? —preguntó el rey, más bien molesto por las atrevidas palabras del visir. —Majestad, como muy bien dice el refrán, hacer bien a gente ruin tiene buen principio y mal fin. He observado, majestad, que brindáis un trato exquisito a quien es vuestro enemigo, es decir, a quien sólo pretende perjudicaros a vos y a vuestro reino. Temo por vos, majestad. —¿Se puede saber a quién te refieres? —le increpó el monarca. —Majestad, abrid los ojos. Os estoy hablando de ese que ha venido de tierras extrañas, el sabio Dubán. —¡No digas sandeces! —gritó el rey Yunán— ¿Cómo puedes hablar así del sabio Dubán, si me ha curado la enfermedad que ningún médico del mundo conocido había sabido tratar? ¿Tú crees que ese hombre es un enemigo? Te equivocas, es mi mejor y más apreciado amigo. Y para que lo sepas, a partir de hoy le asignaré un sueldo mensual de mil dinares y pondré a su disposición todo lo que pueda necesitar. Es más, creo que aunque compartiera el reino y mis posesiones con él, no le podría pagar el favor que me ha hecho. Sinceramente, visir, creo que tus palabras son fruto de la envidia. Más me hubiera gustado escuchar de ti un consejo como el que el rey Sindbad, al querer matar a su hijo, obtuvo de su fiel visir. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué precioso relato!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si el rey me deja vivir, la próxima noche os contaré algo mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 14
Así pues, llegada la noche, y cuando el rey se había ya acostado con Shahrasad,
Dinarsad rogó a su hermana que, si no dormía todavía, les siguiera narrando aquellas historias tan maravillosas para que la velada les resultara más agradable. Shahrasad accedió encantada y reanudó el relato. Cuentan, majestad, que el visir del rey Yunán se interesó por el consejo del visir del rey Sindbad, y el rey Yunán explicó que aquel fiel visir había disuadido a su soberano de matar a su propio hijo, sencillamente porque tenía envidia de él. «Majestad, no debéis realizar una acción de la que después os podáis arrepentir», le había dicho, y, como ejemplo de ello, le había contado la historia del esposo celoso y el loro.
El esposo celoso y el loro
Había una vez un hombre extremadamente celoso de su mujer, que era paradigma de belleza y perfección, y por este motivo nunca se separaba de ella. Sin embargo, en una ocasión tenía necesidad imperiosa de salir de viaje, por lo que decidió ir al zoco a comprar un loro —tuvo la precaución de elegir el que le pareció más inteligente— con el propósito de que vigilara la casa durante su ausencia y, al regresar, le contara lo que en ella había ocurrido. Así pues, una vez atendidas las obligaciones, lo primero que hizo al volver a casa fue interrogar al loro acerca del comportamiento de su esposa durante su ausencia del hogar. Y el loro le explicó con minuciosos detalles todo lo que su mujer había hecho, día a día, con su amante. El hombre se irritó de tal manera que propinó a su mujer una paliza desmesurada. Ella, por su parte, ignorando que el delator era el loro, sospechó de sus esclavas y las interrogó una a una para esclarecer la verdad. Pero todas coincidieron en decir que habían oído cómo el loro hablaba con el marido. E inmediatamente, la mujer empezó a pensar en una estratagema para poner al loro en evidencia. Una noche que su marido se ausentó de nuevo de la casa, la mujer ordenó a una esclava que, con un molinillo, moliera grano debajo de la jaula del loro; a otra esclava le ordenó que rociara con agua la jaula; y, a una tercera, le mandó que, durante toda la noche, se paseara alrededor de la jaula con un espejo. Por la mañana, el marido interrogó al loro acerca de lo que había ocurrido durante su ausencia. —Señor, anoche no pude oír ni ver nada a causa de la espesa oscuridad y de la tormenta de lluvia, truenos y rayos, que no ha cesado hasta la madrugada. La explicación del loro, al hombre le pareció extraña, especialmente porque era plena canícula veraniega. —¡Imposible! —reaccionó el hombre—. Ahora no estamos en época de lluvias. Pero el loro insistió una vez más en su versión de los hechos, con lo cual el
celoso esposo dedujo que el loro le mentía acerca del comportamiento de su mujer. Enojado con el pájaro, lo sacó de la jaula, lo tiró al suelo y lo mató en el acto. Días más tarde, el esposo supo, por boca de los vecinos, que la artífice de semejante artimaña había sido su mujer y que el loro le había dicho la verdad. No obstante, ya era demasiado tarde, sólo le quedaba arrepentirse de haberle dado muerte. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué precioso relato!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si el rey me deja vivir, la próxima noche os contaré algo mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad. «En verdad es una historia maravillosa», pensó el rey Shahrasad.
Noche 15
Así pues, llegada la noche, y cuando el rey se había ya acostado con Shahrasad, Dinarsad rogó a su hermana que, si no dormía todavía, les siguiera narrando aquellas historias tan maravillosas que alegraban las penas y alejaban las preocupaciones. «Acaba de contarnos la historia del rey Yunán y el sabio Dubán», le pidió el rey Shahrasad. Shahrasad accedió encantada y reanudó el relato. Cuentan, majestad, que el rey Yunán dijo a su visir que era la envidia la que le impulsaba a convencerle de que matara al sabio, pero que, si lo hacía, sin duda se arrepentiría. Así le había ocurrido al protagonista de la historia que le acababa de contar. —Majestad —prosiguió el visir—, mi única intención es preveniros del mal que os puede hacer este sabio. Sabed que yo sólo quiero vuestro bien. Si lo que os digo resulta ser falso, haced que pague las consecuencias de mi irresponsabilidad, tal como las pagó un visir que se burló del hijo de su soberano. Y el rey Yunán sintió curiosidad por conocer la historia y el visir explicó:
El príncipe y el ogro
Érase una vez un rey cuyo hijo era un gran aficionado a las actividades cinegéticas y, siempre que salía de cacería, el monarca ordenaba a su visir que acompañara al joven en todo momento. Un día que el joven príncipe salió de cacería con toda la comitiva, encabezada por el visir, una fiera se interpuso en su camino. —Vamos, persíguela, es toda tuya —dijo socarronamente el visir al príncipe. El joven, creyendo que era una orden, salió en persecución del animal, pero no fue capaz de seguirle el rastro y se perdió en medio del páramo. Cabalgando sin rumbo, el muchacho se encontró con una joven que lloraba al pie del camino. —¿Quién eres? —le preguntó el príncipe. —Soy hija de un rey de la India. Iba en una caravana cuando me quedé dormida encima de mi acémila y me caí. Y aquí me quedé, desorientada, sin saber a dónde ir. El joven príncipe sintió compasión de la muchacha, la montó con él en su caballo y prosiguieron camino. Pero al pasar por delante de una cueva la joven manifestó al príncipe el deseo de apearse para hacer sus necesidades. El joven la ayudó a desmontar y la muchacha entró en la cueva. Transcurridos unos momentos, el príncipe, ignorando que aquella muchacha era una hembra de ogro, decidió también entrar en la cueva y he aquí que oyó cómo ella intercambiaba estas palabras con sus retoños: —Hoy os he traído un precioso y cebado joven. —Tráelo deprisa, madre, que nos lo comeremos en un santiamén. Estas palabras asustaron terriblemente al joven, que decidió huir de inmediato. Pero la hembra de ogro salió en su persecución y, como si nada ocurriera, le preguntó de qué tenía miedo.
—He sido víctima de un engaño —dijo el príncipe. —Pues pide a Dios que te ayude —arguyó la joven—. Él, alabado sea, puede alejarte de cualquier mal que te atenace. El joven alzó las manos… La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué precioso relato!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si el rey me deja vivir, la próxima noche os contaré algo mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 16
Así pues, llegada la noche, Dinarsad rogó a su hermana que, si no dormía todavía, prosiguiera el maravilloso relato. Shahrasad accedió encantada y reanudó la narración. Cuentan, majestad, que el joven alzó las manos al cielo y rogó a Dios Todopoderoso que le librara de todo mal. La hembra del ogro, al oír la invocación divina, se alejó sin dejar rastro y el joven pudo regresar sano y salvo a palacio. El rey escuchó atentamente la peripecia de su hijo en el desierto y no dudó un minuto en requerir la presencia de su visir para darle muerte. —De modo que esto es lo que os puede ocurrir a vos, majestad —prosiguió el visir del rey Yunán—, si confiáis en este sabio Dubán. Si dejáis que se acerque demasiado a vos, puede perjudicaros hasta el punto de daros muerte. Además, majestad, por lo que yo sé este hombre es un espía que ha venido con el propósito de acabar con vuestro reinado. ¿No os parece extraño que os haya podido curar sólo con un remedio que habéis sujetado con la mano? —Quizás tengas razón, visir —reflexionó el rey—. Si ha venido para acabar conmigo, ¿quién me garantiza que no puede hacerme oler alguna sustancia letal? En este caso, ¿qué me aconsejas que haga, visir?
—Majestad, lo más acertado sería requerir su presencia y darle muerte de inmediato. —Tienes razón, así lo haré —asintió el rey Yunán. El sabio Dubán acudió, contento y feliz como siempre que el rey le recibía, a la audiencia y saludó a su majestad con estos versos:
Si a vos no expreso mi gratitud, decid, ¿a quién dedicaré mis versos?
De vos he recibido mil favores sin yo nada pedir.
Ahora, pues, debo alabaros de todo corazón, y en público.
Gracias por vuestra generosidad, que mi pena aligera y mi espalda carga.
—¿Sabes por qué he solicitado tu presencia? —preguntó el rey Yunán. El sabio Dubán, más bien desconcertado, respondió que, evidentemente, no lo sabía. —Pues te he hecho venir para quitarte la vida.
—Pero, majestad —replicó Dubán, estupefacto—, ¿de qué me acusáis para merecer tan irreversible castigo? —Me han dicho que no eres más que un espía que pretende acabar conmigo. De modo que antes que tú puedas hacerlo lo haré yo contigo. Y, sin más dilación, el soberano ordenó al verdugo que cortara el cuello al sabio Dubán de un sablazo. El sabio comprendió que su proximidad al rey —por su parte, una persona iletrada y poco perspicaz— había encendido la envidia de sus más estrechos colaboradores y que, posiblemente, habían sido ellos quienes le habían convencido de tan descabellada idea. Pero arrepentirse de haber hecho el bien ya no le servía de nada, de modo que sólo podía lamentarse y resignarse a lo que Dios Excelso quisiera depararle. Pero antes de que el verdugo cumpliera las órdenes recibidas, el sabio Dubán se dirigió al rey con estas palabras: —Os lo ruego, majestad, no me matéis. Si lo hacéis, Dios os pedirá cuentas por ello. —No hay otra salida —afirmó el soberano con rotundidad—. Porque tú, sabio, me has curado con un bastón, y por esto temo que me puedas dar muerte con cualquier cosa. —¿Así es como recompensáis los favores recibidos, majestad? —No quieras eludir la realidad, sabio. Hoy mismo perecerás. La tristeza hizo mella en el sabio Dubán, que ahora ya se veía hombre muerto, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Además, se sentía tremendamente afligido por haber hecho el bien a quien no lo merecía, así lo expresaban sus propios versos:
Maimuna es una insensata aun siendo su padre muy cabal.
No toda buena semilla
arraiga en tierra fértil.
Pero el verdugo, dispuesto a cumplir su cometido, le vendó los ojos, le maniató y desenvainó la espada. El sabio, sin cesar de pedir clemencia al rey y piedad a Dios, siguió recitando:
He hecho el bien sin mirar a quién, y serio revés he obtenido.
Si vivo, juro que no lo repetiré; si muero, perseguid a esos desagradecidos.
—Majestad, la recompensa que me dais es como la del cocodrilo —dijo el sabio. —¿Como la del cocodrilo? ¿Qué quieres decir? —En este estado no os puedo contar la historia del cocodrilo. Pero si me dejáis vivir, Dios os recompensará vuestra noble acción. Ante los continuos lamentos y abundantes lágrimas del sabio Dubán, algunos de los colaboradores más próximos al rey intentaron convencerle de que no había ningún motivo para actuar de forma tan drástica. Sin embargo, el monarca hizo oídos sordos a sus recomendaciones y se empeñó en seguir adelante con la sentencia de muerte con el pretexto de que nada ni nadie le garantizaba que aquel sabio no le mataría con algún artificio. De modo que el sabio, viendo tan decidido al rey, le rogó que, antes de ejecutar la sentencia, le dejara ir a su casa para hacer declaración de sus últimas voluntades y disponer lo necesario para que sus valiosos libros de ciencia fueran a parar en buenas manos.
—Por cierto, majestad, tengo un libro muy especial que, con vuestra venia, os regalaré —acabó el sabio. —¿Y qué tiene de especial este libro que dices? —preguntó el rey, con curiosidad. —Es de un valor incalculable. Sólo os diré, majestad, que, si después de cortarme la cabeza lo abrís por la sexta página, leéis la tercera línea de la hoja de la izquierda y, a continuación, hacéis cualquier pregunta, mi cabeza os responderá de inmediato. —¿Me estás diciendo que tu cabeza separada del cuerpo hablará? —preguntó el rey, extremadamente sorprendido— Esto es increíble. El monarca, pues, concedió el permiso al sabio Dubán para que tuviera tiempo de arreglar sus asuntos y le citó para el día siguiente. Aquel día, la audiencia se llenó de emires, visires, chambelanes, grandes del reino, de la familia real y sirvientes, todos ellos ávidos de presenciar la escena que el sabio había descrito. El sabio acudió puntualmente con un viejo libro bajo el brazo y una cajita de alcohol llena de polvos. Tomó asiento y pidió que le trajeran un plato sobre el que esparció una cantidad de los polvos que contenía la alcoholera. —Majestad, tomad ahora el libro y no lo abráis hasta que me hayan cortado la cabeza. En los polvos de este plato deberéis colocar mi cabeza cortada porque harán que la hemorragia cese rápidamente. Dios es Omnipotente. El sabio aún suplicó una vez más que le dejaran vivir, pero el monarca insistió en que su muerte era ya inevitable. —Sobre todo ahora —añadió el rey Yunán—, que tendré la oportunidad de ver cómo tu cabeza cortada habla. Inmediatamente, el rey tomó el libro y ordenó al verdugo que ejecutara la sentencia definitivamente. Con el primer golpe de sable, la cabeza del sabio cayó en redondo y fue colocada a toda prisa en el plato de los polvos para que cesara la hemorragia. —Ahora ya podéis abrir el libro, majestad —dijo la cabeza del sabio Dubán.
El rey así quiso hacerlo, pero no pudo porque las hojas estaban pegadas unas a otras. De modo que sólo consiguió hacerlas pasar humedeciéndose el dedo con la saliva de la boca. Sin embargo, al llegar a la página sexta, vio que no había nada escrito. —Esta página está en blanco —protestó el rey. El sabio le aconsejó que pasara una hoja más, pero tampoco en la siguiente había nada escrito. Mas en aquel preciso instante, el veneno con que el sabio había impregnado las hojas del libro surtió efecto, haciendo que el soberano perdiera el equilibrio y cayera desplomado. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué precioso relato!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si el rey me deja vivir, la próxima noche os contaré algo mucho más extraordinario todavía», dijo Shahrasad.
Noche 17
Así pues, llegada la noche, Dinarsad rogó a su hermana que, si no dormía todavía, prosiguiera el maravilloso relato. «Que sea la continuación de la historia del rey y el sabio, y el pescador y el genio», le pidió el rey. Shahrasad accedió encantada y reanudó la narración. Cuentan, majestad, que la cabeza del sabio, ante el cuerpo derrumbado del rey, recitó estos versos:
Porque gobernaron injustamente, su autoridad pronto menguó.
De haber sido equitativos, la fortuna les habría sonreído.
Mas no sólo al destino deben culpar, pues la ruina se merecen.
El rey cayó muerto con los últimos ecos de estas palabras y la cabeza del sabio Dubán calló para siempre. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan maravillosa!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si vivo, la próxima noche os contaré algo mucho más extraordinario todavía», dijo Shahrasad.
Noche 18
Así pues, llegada la noche, Dinarsad rogó a su hermana que, si no dormía todavía, prosiguiera el maravilloso relato. «Que sea la continuación de la historia del pescador y el genio», le pidió el rey. Shahrasad accedió encantada y reanudó la narración. Cuentan, majestad, que el pescador dijo al genio: —¿Te das cuenta, genio? De haber perdonado la vida al sabio Dubán, el rey no habría muerto, pero como se negó, Dios Excelso le castigó. Quien tal hizo, tal haya. Si hubieras depuesto tu actitud, yo ahora no te hubiera encerrado en el frasco y no te lanzaría al rugiente mar. —¡No lo hagas, pescador! —suplicó el genio—. Aunque mi actitud no haya sido
del todo correcta, no me guardes rencor. Ya lo dice el refrán: «Haz el bien sin mirar a quién». No me hagas lo mismo que Imama le hizo a Átika. —¿Y qué le hizo? —No te creas que te lo voy a contar, mientras me tengas encerrado en este frasco —respondió el genio. —Pues mucho me temo que ahí dentro seguirás, porque no tengo ninguna intención de ponerte en libertad. Y mucho menos ahora, que sé cómo pagas las buenas acciones. He intentado por todos los medios que no me hicieras daño, pues yo no te lo había hecho, pero tú te has mostrado cerril y testarudo. Te lo repito una vez más, despreciable genio, mi intención es apostarme en este mismísimo lugar para informar a todo el que se acerque por aquí que no se le ocurra sacarte de las tumultuosas aguas. —Por favor, pescador, te juro que si me ayudas, esta vez no te haré ningún daño. El genio se lo rogó tan reiteradamente y con tanta convicción —incluso poniendo a Dios Excelso como testigo— que el pescador se fue apiadando y, al final, abrió el frasco. Inmediatamente, empezó de nuevo a salir la inmensa humareda. Y el gigante genio no sólo adquirió rápidamente su forma anterior, sino que, de un puntapié, lanzó el frasco aguas adentro. «Esta actitud no augura buenos presagios», se dijo el pescador. Aunque convencido de que ahora sí iba a morir, sacó fuerzas de flaqueza para dirigirse al genio con estas palabras: —Me has prometido que no me harías ningún daño. No puedes traicionarme. Recuerda lo que el sabio Dubán dijo al rey Yunán: si me dejas vivir, Dios te dejará vivir. El genio, al ver que el pescador clamaba repetidamente compasión, soltó una gran carcajada y le pidió que le siguiera. Así pues, seguido por el pescador — que no acababa de creerse que hubiera podido salvar la vida— inició la marcha en dirección a la ciudad, ascendió un monte y luego descendió hacia una meseta donde cuatro colinas circundaban un lago. El genio se detuvo allí y ordenó al pescador que echara la red al lago. Cuando se disponía a desplegarla, se sorprendió de que los peces que habitaban el lago fueran de colores: blancos, rojos, azules y amarillos. Pasado el tiempo correspondiente, el hombre recogió la red y en ella encontró cuatro peces, uno de cada color. Su alegría fue tan grande que no pudo ocultarla.
—Llévalos al rey —le aconsejó el genio—, él te los comprará. Te he prometido que si me dejabas en libertad, te favorecería. Y esto es lo único que puedo hacer por ti. Puedes pescar aquí cada día, a condición de que no eches la red más de una vez. Dichas estas palabras, el genio pisó fuertemente el suelo, que se abrió y se lo tragó. El pescador, siguiendo las instrucciones del genio y aún conmovido por las aventuras que acababa de vivir, se dirigió a palacio para ofrecer los peces a su majestad. El rey los miró de hito en hito. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan maravillosa!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si vivo, la próxima noche os contaré cosas mucho más sorprendentes aún», dijo Shahrasad.
Noche 19
Así pues, llegada la noche, Dinarsad rogó a su hermana que siguiera narrando las peripecias del pescador. Shahrasad accedió complacida y reinició la narración. Cuentan, majestad, que el rey, maravillado por los peces de colores, agarró uno y ordenó a su visir que los entregara a la cocinera —obsequio del rey de Bizancio —. El visir, al poner los peces en manos de la cocinera, le dijo: —El rey quiere que frías con maestría estos peces que le han regalado. Dicho esto, el visir volvió a la sala de audiencias y recibió orden real de pagar al pescador cien dirhemes. El pescador los tomó con sumo agrado, se los guardó en el regazo y se fue, dando saltos de alegría, a comprar los víveres que su familia necesitaba. La cocinera, por su parte, se dispuso a limpiar los peces, que colocó en la sartén una vez la hubo puesto al fuego y la grasa se hubo calentado. Una vez fritos por un lado, les dio la vuelta y, en ese mismo instante, la pared de la cocina se agrietó y una preciosa doncella bellamente vestida y enjoyada hizo su aparición.
Tenía unas refinadas facciones, con mejillas prominentes y unos profundos ojos negros; vestía túnica de seda con bordados al estilo egipcio, llevaba grandes pendientes y numerosos brazaletes y, con la mano izquierda, sujetaba una vara de bambú. —¡Peces, peces!, ¿mantenéis vuestro compromiso? —les preguntó la joven, a la vez que tocaba la sartén con la vara. Ante semejante escena, la cocinera cayó desmayada. La doncella, por su parte, repitió las mismas palabras y los peces levantaron la cabeza y respondieron al unísono: —Sí, sí, si volvéis volveremos, si cumplís cumpliremos y si abandonáis lo mismo haremos. Oído esto, la joven dio la vuelta a la sartén, desapareció por el mismo sitio por donde había entrado y la pared se volvió a ensamblar. Inmediatamente, la cocinera recuperó la conciencia y se encontró los cuatro peces calcinados, como pedazos de carbón. «A la primera batalla he perdido la guerra», se dijo asustada, temiendo la reacción del rey. Se lamentaba aún de la situación cuando se le presentó el visir y le dijo: —Trae el pescado, pues el rey lo espera ya en la mesa. La cocinera le contó lo que le había ocurrido con los peces, episodio que a aquél le pareció de lo más sorprendente y, para poder presenciarlo de nuevo, mandó a un mensajero en busca del pescador. El hombre acudió presto ante el visir, quien le ordenó que volviera al lago a pescar cuatro peces como los anteriores puesto que los cuatro primeros se les habían estropeado. El pescador regresó a casa en busca de las artes de pesca y se dirigió al lago. Con la primera redada capturó cuatro peces idénticos a los anteriores, uno de cada color, y los llevó rápidamente al visir. —Veamos, vuelve a freírlos, quiero ver qué pasa —dijo a la cocinera. La mujer cumplió las órdenes al instante: limpió el pescado, puso la sartén a calentar y, justo al echar los peces, la pared de la cocina se resquebrajó nuevamente. También la doncella, con sus elegantes galas, volvió a hacer acto de presencia y tocó la sartén con la punta de la vara, al tiempo que repetía su
pregunta a los peces: —¡Peces!, ¿mantenéis vuestro compromiso? Como había ocurrido en la anterior ocasión, los peces levantaron la cabeza y respondieron, como una sola voz: —Sí, si volvéis volveremos, si cumplís cumpliremos y si abandonáis lo mismo haremos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué excelente historia», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si, Dios mediante, vivo, lo que os contaré la próxima noche es aún mucho más sorprendente», dijo Shahrasad.
Noche 20
Así pues, llegada la noche, Dinarsad rogó a su hermana que les siguiera narrando alguna historia que les hiciera la velada más agradable. Shahrasad accedió encantada y reinició la narración. Cuentan, majestad, que la joven volcó la sartén con la vara y desapareció por el mismo lugar por donde había entrado. Y, al punto, la grieta de la pared de la cocina se desvaneció. «Este asunto no puedo mantenerlo por más tiempo oculto al rey», se dijo el visir, al presenciar la sorprendente escena. Así que se dirigió raudo y veloz a ver a su majestad para explicarle lo que había ocurrido con los peces de colores. El rey se sorprendió de tal manera que manifestó su deseo de verlo con sus propios ojos y mandó a un mensajero que fuera a buscar al pescador, quien se presentó pocos momentos después. —Quiero que me traigas cuatro peces como los de las otras veces —le dijo. El pescador se dirigió de inmediato al lago y regresó con cuatro peces, uno de cada color, por lo que el rey ordenó que se los recompensaran con cuatrocientos dirhemes. Y cuando, habiéndose guardado el dinero en el bolsillo, se retiró, el
rey pidió al visir que preparara todo lo necesario para freírlos en su presencia. El visir, cumpliendo las órdenes del soberano, preparó la sartén y la grasa y encendió el fuego. Al tener los peces limpios, los echó a la sartén y, cuando estaban casi fritos, el resquebrajamiento de la pared de palacio hizo temblar a rey y visir. Al mismo tiempo, un gigantesco esclavo negro, como si de una montaña o de un miembro del pueblo de Ad se tratara, hizo su aparición. Agitando la hoja de palmera verde que sostenía con la mano, gritó: —¡Peces, peces!, ¿mantenéis vuestro compromiso? Los peces levantaron la cabeza y respondieron al unísono: —Sí, si volvéis volveremos, si cumplís cumpliremos y si abandonáis lo mismo haremos. Acto seguido, el esclavo volcó la sartén y los peces se carbonizaron al instante. También el esclavo negro se fue por donde había venido y la pared de la cocina de palacio se rejuntó. El rey, al presenciar la escena que el visir le había descrito, dijo: —Este asunto no puede ser ignorado por más tiempo. Debemos esclarecer qué les ocurre a estos peces. Y requirió la presencia inmediata del pescador. —Pescador, quiero saber de dónde sacas estos peces —le dijo. —Majestad, de un lago situado entre cuatro colinas detrás de esa montaña. —¿Conoces el lugar? —preguntó el rey al visir. —En absoluto, majestad. Hace sesenta años que me paso días e incluso meses andando, viajando y cazando por estos parajes y nunca he visto un lago detrás de esa montaña. —¿A qué distancia se encuentra exactamente? —preguntó el rey al pescador. —A menos de una jornada, majestad. El soberano ordenó que toda la comitiva se preparara para salir en dirección a la
montaña. El pescador, que les indicaba el camino a seguir, no cesó de maldecir al genio en todo el trayecto. Alcanzada la cima de la montaña, pudieron divisar el lago situado entre las cuatro colinas, y, a través de las aguas claras, vieron peces de cuatro colores: rojos, blancos, azules y amarillos. —¿Nadie había visto nunca este lago? —preguntó el rey a los que le acompañaban. —Nunca, majestad. —¿Pero nadie había llegado nunca hasta aquí? —insistió el rey. Todos los de la comitiva besaron el suelo ante el rey y juraron que jamás habían visto el lago, aunque era evidente que se encontraba dentro de los límites de la ciudad. Así pues, su majestad se propuso no volver a la ciudad hasta esclarecer la misteriosa aparición del lago y por qué en él había peces de cuatro colores. Y dio órdenes de desmontar y parar las tiendas para pasar allí mismo la noche. Sin que ningún miembro de la comitiva se diera cuenta, el rey convocó discretamente al visir —hombre de toda su confianza y de una gran experiencia — para manifestarle su deseo de salir solo en busca de una explicación. Pero con el fin de que nadie se enterara de ello, le ordenó que, a la mañana siguiente, se apostara ante su tienda e informara a todos de que su majestad se encontraba indispuesto y no podía recibir a nadie. El rey también le avisó de que quizás estaría ausente unos tres días, y de que la comitiva debería esperarle. El visir se comprometió a cumplir las órdenes al pie de la letra. De modo que el rey, preparado con su atuendo de viaje y con la espada real, emprendió el camino de una de las cuatro colinas y cabalgó hasta la madrugada. Con los primeros albores del día, le pareció distinguir a lo lejos una silueta, e inmediatamnete se dirigió a su encuentro pensando que quizás sería alguien que le podría proporcionar las noticias que buscaba. A medida que se iba acercando, la silueta iba cobrando forma. En un lugar privilegiado, se alzaba un imponente castillo construido con piedras negras recubiertas totalmente con láminas de hierro. Una inmensa puerta, con un batiente cerrado y otro abierto, invitaba a entrar. Animado por lo que parecían señales de vida, decidió acercarse y llamar suavemente a la puerta, pero no obtuvo respuesta. Llamó una segunda vez, ahora con más fuerza, pero la única respuesta fue el silencio. Y aún lo intentó una tercera vez, sin resultado nuevamente. Convencido, pues, de que el castillo debía de estar vacío, se armó de valor y entró. Y desde el vestíbulo gritó: «¡Habitantes
del castillo! Un forastero errante y hambriento osa pediros, por el amor de Dios, algo de comer». Después de repetir también tres veces estas palabras y no obtener respuesta alguna, decidió adentrarse en el recinto, escrutándolo con atención a derecha e izquierda. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué excelente historia», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si, Dios mediante, vivo, lo que os contaré la próxima noche es aún mucho más extraordinario», dijo Shahrasad.
Noche 21
Así pues, llegada la noche, Dinarsad rogó a su hermana que les siguiera narrando la historia para que la velada se les hiciera más llevadera. Shahrasad accedió encantada y reinició la narración. Cuentan, majestad, que el rey no vio a nadie. Sin embargo, pudo contemplar los tapices de seda, las alfombras y las lujosas cortinas que recubrían las paredes y el suelo del castillo, así como los sillones, divanes y armarios que lo amueblaban. En el recinto había asimismo un patio interior rodeado por cuatro pabellones con los correspondientes bancos y, en medio, una fuente. El rey se quedó especialmente irado de esta última, pues cuatro leones de oro rojo expulsaban agua clara y perlina por la boca. Además, por el patio revoloteaban aves canoras a las que una red suspendida en lo alto impedía que pudieran huir. No obstante, y muy a su pesar, no vio a nadie que le pudiera informar, por lo que decidió tomar asiento en uno de los pabellones. Y mientras se encontraba allí absorto en sus pensamientos, le llegó desde lejos el eco de una voz triste y quejosa que recitaba:
¿Por qué eres tan cruel, destino? ¿Por qué me infliges este inmenso pesar?
Y vos, amada, no tenéis piedad de un pobre y desesperado amante.
Incluso de la brisa yo celos tenía, pues el sino los ojos ciega.
¿Qué puede hacer el arquero si al apuntar se le rompe el arco?
¿Y cómo escapará de los enemigos si a ellos no se puede enfrentar?
Al oír estos versos, el rey se levantó y se dispuso a andar en la dirección de donde procedía la voz. Así llegó a una puerta cubierta por una cortina que daba a una sala donde un apuesto joven se encontraba sentado. Al soberano le llamó especialmente la atención el hecho de que el asiento fuera una silla que quedaba a una considerable distancia sobre el nivel del suelo. El muchacho, de rostro radiante, frente diáfana, rojas mejillas y una peca como una gota de ámbar, se parecía al que describen estos versos:
Rostro y cabellos juveniles de luz y destello aureolados.
En la mejilla, peca que enamora como punto negro en amapola roja.
El joven vestía una túnica de seda recamada en oro y un sombrero, ambos al estilo egipcio. Y a pesar de que tenía un aspecto triste y compungido, contestó cordialmente al saludo del soberano. —Perdonad, señor, que no me levante —se disculpó el joven. —No te preocupes. Las circunstancias me han traído hasta aquí, y dado que he tenido la suerte de encontrarme contigo, me gustaría que me contaras todo lo que sepas acerca del lago y de los peces de colores. Y, evidentemente, acerca de la presencia de este castillo en este preciso lugar y del motivo de tu soledad. El muchacho no fue capaz de contener la emoción. Con abundantes lágrimas en los ojos recitó:
Decid a quien la vida reveses dio: «No creas que sólo contigo fue injusta».
Aunque os hayáis dormido, Dios sin cesar vela pero no siempre el destino es benévolo.
El rey, sorprendido por el sentido llanto del joven, le preguntó por qué lloraba tan desconsoladamente. —¿Y cómo no he de hacerlo encontrándome en el estado en que me encuentro? —respondió el muchacho, a la vez que se levantaba la túnica. Así, el rey pudo observar con estupefacción que, de la cintura para abajo, el
joven no tenía cuerpo humano sino que era un bloque de piedra negra. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato asombroso! Sólo para que siga contándolo, estoy dispuesto a retrasar su muerte el tiempo que haga falta», se dijo el rey. Y su hermana Dinarsad exclamó: «Qué preciosa historia!» «Pues si, Dios mediante, vivo, lo que os contaré la próxima noche es aún mucho más extraordinario», dijo Shahrasad.
Noche 22
Por la noche, Shahrasad reanudó el relato. Cuentan, majestad, que el rey, al ver el aspecto que ofrecía el joven, se sintió mucho más afligido aún, y así se lo manifestó. —Es curioso —concluyó—, venía en busca de una explicación al misterio de los peces y ahora me encuentro en la necesidad de pedir también una explicación a tu misterio. Te ruego por el amor de Dios Todopoderoso que me cuentes tu historia. —Escuchad, pues, atentamente —dijo el joven, y empezó:
Historia del joven de piedra
Los sucesos que rodean a estos peces y a mi propia vida son tremendamente extraordinarios. Veréis, mi padre, el rey Mahmud, fue durante setenta años el dueño y señor de las Islas Negras —las cuatro colinas en realidad son islas—. A su muerte, yo le sucedí en el reino y me casé con una prima paterna que estaba locamente enamorada de mí. Sólo os diré que si yo me ausentaba un día entero, ella no probaba bocado, a causa de la añoranza, hasta que no volvía a su lado. Transcurridos cinco años aproximadamente de nuestra convivencia, un día, mientras ella se iba a los baños, yo mandé al cocinero de palacio que preparara una deliciosa cena para mi esposa. Mientras tanto, yo vine a este mismo lugar donde nos encontramos ahora con la intención de descansar un rato y ordené a dos esclavas que me atendieran, una de las cuales tomó asiento a mis pies y la otra se colocó junto a mi cabeza. Aunque tenía intención de echar una cabezada, no logré conciliar el sueño y permanecí inmóvil con los ojos cerrados. De pronto, pude oír el comentario que la joven que estaba situada junto a mi cabeza hacía a su compañera. —¡Ay, Masuda! ¡Qué pena me da el señor!, tan joven y tener la desgracia de estar casado con nuestra perversa señora. —¡No me lo recuerdes! Malditas sean todas las adúlteras y traidoras. Desde luego es injusto que nuestro joven señor esté casado con una zorra como ella, que no duerme ni una noche en casa. —Pero ¿cómo es posible que él no reaccione? No entiendo cómo consiente que, al despertarse por la noche, ella no esté a su lado. —No seas inocente —replicó Masuda—. Ya se ocupa ella de que el señor no la descubra. Cada día por la noche le pone un narcótico en la bebida para que duerma profundamente hasta el alba. Y cuando regresa, le hace aspirar unos vapores que anulan el efecto del somnífero. Como comprenderéis, señor, al oír la conversación que mantenían las dos esclavas, se me cayó el mundo encima. Al anochecer, cuando mi prima volvió de los baños, preparamos la mesa para cenar y nos acostamos, como cada día. Sin
embargo, yo fingí que me tomaba mi bebida de costumbre —en realidad la tiré — y que me quedaba dormido al instante. Así pude oír claramente los pérfidos comentarios de mi prima: «Duerme, duerme toda la noche y no te despiertes. Dios mío, cómo te odio, qué asco me das». Inmediatamente, se vistió y perfumó, se ciñó mi espada y se dirigió a la salida de palacio. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato excelente!», comentó su hermana Dinarsad. «Pues esto no es nada en comparación con lo que os contaré la próxima noche», dijo Shahrasad.
Noche 23
Por la noche, Dinarsad pidió a su hermana que siguiera contando la sorprendente historia. Shahrasad reanudó el relato encantada. Cuentan, majestad, que el joven de piedra explicó al rey: Me levanté de la cama y la seguí. Salió de palacio, cruzó toda la ciudad y, al llegar a las puertas cerradas, pronunció unas palabras ininteligibles. Al punto, cayeron todos los cerrojos y las puertas se abrieron solas, dejándole el paso libre. Una vez hubo abandonado la ciudad, se dirigió, a campo traviesa, hacia una cabaña con techo de arcilla. Yo, para ver qué hacía allí dentro, me encaramé a lo alto del tejado y he aquí que la vi postrada ante un esclavo negro que yacía en un lecho de paja y vestía harapos. —¿Por qué llegas tarde? —dijo él, incorporándose, y después de que ella le saludara—. Todos mis compañeros han estado aquí, cada uno con su amante, bebiendo, cantando, jugando y disfrutando. Yo, en cambio, no he podido unirme a la fiesta porque tú no estabas conmigo. —Amor mío, querido —musitó ella—, tú sabes bien que estoy casada con este repugnante y despreciable de mi primo. Te aseguro que si ello no te tuviera que perjudicar también a ti, esta misma noche haría que toda la ciudad se convirtiera en un montón de escombros donde sólo tuvieran cabida las lechuzas, los cuervos, los zorros y los lobos. Y haría que todas sus piedras fueran
transportadas más allá de las montañas del Kaf. —¡Mentirosa! Te juro por la virilidad de los negros que si la próxima vez que vienen mis amigos tú no estás presente, no querré saber nada más de ti y mi cuerpo no se volverá a unir al tuyo. Maldita seas, me has utilizado a tu antojo, vilmente. Como comprenderéis, señor, al oír esta conversación, se me cayó el alma a los pies, estuve a punto de desmayarme. Pero es que, además, mi prima le suplicó, entre lágrimas: —Cariño mío, corazón, si tú te enfadas conmigo no me queda nadie más y si tú me rechazas, ¿quién me acogerá? Amor mío, no me dejes. Y se lo siguió pidiendo, llorosa, un buen rato. Súbitamente, pareció cambiar de humor, se puso de pie, se desnudó y dijo al esclavo negro: —¿Tienes algo de comer para tu pichoncito? —Mira qué hay en el puchero. Mi prima lo abrió y sacó de él unos huesos de ratón, que se comió con voracidad. Luego le preguntó si quedaba algo para beber y el esclavo le respondió que se tomara el licor que había en la jarra. De modo que, después de comer y beber, se lavó las manos y se acercó al lecho del esclavo para acostarse con él entre los harapos. Ante aquella escena, yo no pude aguantar más y bajé del tejado de la cabaña con la intención de acabar con la vida de los dos. Agarré la espada que se había llevado de casa mi prima y asesté un violento golpe al esclavo, de tal suerte que creí haberle dado muerte. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia extraordinaria!», comentó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche es mucho mejor aún», dijo Shahrasad.
Noche 24
Por la noche, Dinarsad pidió a su hermana que, si no dormía todavía, les siguiera contando la maravillosa historia. Shahrasad reanudó el relato encantada. Cuentan, majestad, que el joven de piedra siguió contando su historia al rey: Estaba convencido de que le había dado en la yugular, pero después supe que el golpe había sido superficial y que tan sólo le había herido. El esclavo lanzó un grito ensordecedor que asustó a mi prima, quien, en medio de la oscuridad, se alejó de él y yo, por mi parte, dejé la espada en su sitio y regresé a palacio para acostarme de nuevo hasta el alba. Cuando mi prima regresó, observé que se había cortado el pelo y que vestía de luto. La explicación que me dio —rogándome primero que no me enojara con ella por haberse vestido de aquella guisa— fue que acababa de enterarse de que su madre había muerto, de que a su padre lo habían asesinado en la guerra santa y de que sus dos hermanos también habían muerto: uno víctima de una picadura de escorpión y el otro a causa de una caída fatal. De modo que reclamaba su derecho a vestir de luto y a estar triste. Yo, evidentemente, no le puse ninguna objeción, al contrario, le dije que hiciera lo que quisiera. Después de un año, doce meses exactamente, de guardar luto y lamentarse y sollozar sin interrupción, me pidió que le construyera un mausoleo, a modo de palacete, donde pudiera dedicarse a rendir culto a sus muertos y que llamaría «Hogar del duelo». Yo di mi consentimiento a tal petición e hice construir un palacete con cúpula, en cuyo interior se levantó una tumba, para que pudiera dedicarlo al culto de sus muertos. Sin embargo, lo que en realidad hizo mi prima fue trasladar allí al esclavo negro herido. Desde que yo le había atacado con la espada, no se podía mover y se había quedado sin habla. De modo que mi prima no podía hacer con él nada más que llevarle alimentos líquidos. Y así transcurrió un año entero, durante el que yo tuve la paciencia de presenciar cómo mi esposa le servía, mañana y noche, caldos y otros alimentos de fácil deglución. Pero un día que ella se encontraba en el mausoleo, entré a hurtadillas y me la encontré llorando y recitando estos versos:
Me duele verte sufrir, qué difícil es soportarlo.
Y cuando no te veo, es aún más arduo.
Amor mío, háblame, sólo quiero una palabra.
Y continuó con estos otros:
El día que no te vea, te añoraré.
El día que te mueras, pereceré.
Vivir con temor a la muerte no es vivir, prefiero morir.
Y con éstos:
Ni todo el oro del mundo, ni todo el imperio persa
significan nada para mí si no puedo disfrutar tu presencia.
Cuando dio por acabada la recitación, yo le dije que ya había llorado suficientemente, que de nada le servía seguir lamentándose. Sin embargo, su reacción fue más bien hostil. —No te entrometas en mis asuntos, porque si lo haces me quitaré la vida —me dijo. Entonces yo opté por no decirle nada más y la dejé sola. Y permaneció en el mismo estado durante un año más. Transcurrido el tercer año, durante el cual yo había seguido sufriendo amargamente, un buen día entré en el mausoleo y la encontré junto al esclavo. «Amor mío, háblame, dime aunque sea una sola palabra. Tres años sin oír tu voz es demasiado tiempo», le decía. Luego recitó estos versos:
Dime, tumba, si cesó su encanto, o quizás tú misma lo has perdido.
Pero si no eres jardín ni universo ¿cómo acoges en tu seno sol y luna?
Sus palabras sólo consiguieron intensificar mi enojo, ya no sabía si podría soportarlo más. Y recité:
Dime, tumba, si cesó su odio o quizás tú misma tal aspecto has perdido.
Pero si no eres jofaina ni puchero ¿cómo acoges en tu seno suciedad y carbón?
—¡Hijo de perra! —me insultó, poniéndose de pie al oír mis palabras—. Tú eres el responsable de todos los males que me aquejan, al haber herido gravemente a mi amado. Por tu culpa hace tres años que se debate entre la vida y la muerte. —¡Furcia! ¡Sucia fornicadora con esclavos negros! —le grité— Sí, sí, he sido yo quien lo ha dejado en este estado. Inmediatamente, agarré fuertemente mi espada y la levanté con la intención de matarla. Pero ella, aun viéndome decidido a darle muerte, soltó una gran carcajada y me increpó: —¡Fuera de aquí, hijo de perra! Lo hecho, hecho está, los muertos no pueden volver a la vida. Pero Dios me ha otorgado el poder suficiente para vengarme de quien así ha actuado. Y lo haré con furia implacable. Después de esta amenaza, pronunció, con actitud firme, unas palabras ininteligibles, y conjuró: —Por mis poderes mágicos y maléficos, conviértete en mitad piedra y mitad hombre. Así pues, señor, desde aquel mismo momento me convertí en el ser que ahora tenéis delante. No puedo levantarme, ni sentarme, ni dormir. Y no estoy muerto ni vivo. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato extraordinario!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os
contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más maravilloso aún», afirmó Shahrasad.
Noche 25
Por la noche, Dinarsad pidió a su hermana que, si no dormía todavía, les siguiera contando algún episodio que les hiciera la velada más agradable. Shahrasad reanudó el relato encantada. Cuentan, majestad, que el joven de piedra siguió contando su historia al rey. Después de embrujarme a mí, mi esposa embrujó a toda la ciudad —que es justo el lugar donde vuestras tropas se encuentran ahora acampadas—: jardines, campos y mercados. En mi ciudad vivían cuatro comunidades distintas, formadas por musulmanes, zoroastras, cristianos y judíos. Mi prima los embrujó a todos, convirtiéndoles en peces: los blancos son los musulmanes, los rojos los zoroastras, los azules los cristianos y los amarillos los judíos. Además, convirtió las islas en montañas y dispuso entre ellas el lago. Pero es que, encima, no contentándose con esto que os acabo de contar, mi prima viene aquí cada día, me desnuda y me azota hasta que me sangra el cuerpo. Y encima de la carne viva, de cintura para arriba, me coloca una prenda de crin, mientras que de cintura para abajo me cubre con rica vestimenta. Acto seguido, el joven recitó, entre abundantes lágrimas:
Acato pacientemente vuestros designios, Dios mío, sé que ello os ha de contentar.
La terrible injusticia conmigo cometida tal vez encuentre recompensa en el paraíso.
Yo sé que Vos al injusto castigáis y no consentiréis este tormento mío.
—¡Qué escalofriante! —exclamó el rey—. Dime, joven, ¿dónde se encuentran ella y el esclavo herido? —El mausoleo donde yace el esclavo está en la dependencia adyacente. Es aquí donde ella acude cada día al amanecer para dar de comer al esclavo, y aprovecha para azotarme cientos de veces. Pero como a mí me es imposible defenderme y moverme, lo único que puedo hacer es expresar mi protesta gritando y llorando. —Joven —dijo el rey—, yo te ayudaré. Y lo haré de tal forma que las generaciones futuras tendrán noticia de ello. Así pues, el rey y el joven siguieron charlando animadamente hasta que cayó la noche y les venció el sueño. Poco antes del alba, el rey se quitó la ropa, desenvainó la espada y se dirigió al mausoleo donde yacía el esclavo negro, entre velas, candiles, perfumes y esencias. Se acercó a él con absoluta resolución y le asestó un golpe certero. Después de asegurarse de que, efectivamente, le había dado muerte, lo trasladó hasta un pozo que había en las inmediaciones de palacio y lo echó en él. Acto seguido, regresó al mausoleo, se vistió la ropa del esclavo, se colocó en el lecho donde éste había yacido durante tres años y escondió la espada desenvainada entre los ropajes. Y he aquí que, un poco más tarde, llegó la maldita mujer. Lo primero que hizo fue desnudar al joven de piedra para azotarle violentamente. —Por Dios, prima, ten compasión de mí —le suplicó—. Ya basta de infligirme este terrible sufrimiento, te lo ruego. —Lo haría si tú hubieras tenido compasión de mí y no hubieras herido a mi amado —respondió ella, secamente. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.
«¡Es un relato extraordinario!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más maravilloso aún», afirmó Shahrasad. El rey Shahrasad, profundamente triste y afectado por aquella historia se dijo que, desde luego, aquella noche no la mataría, al contrario, retrasaría su muerte el tiempo que hiciera falta, hasta que hubiera acabado de contarla.
Noche 26
Por la noche, Dinarsad pidió a su hermana que, si no dormía todavía, les siguiera contando algún episodio que les hiciera la velada más agradable. Shahrasad reanudó el relato encantada. Cuentan, majestad, que la mujer, haciendo caso omiso de los ruegos del joven, le azotó sin parar hasta dejarle en carne viva y sangrando abundantemente. Y después le vistió de nuevo la áspera camisa de crin. Como era su costumbre, entonces se dirigió hacia el mausoleo para alimentar al esclavo con el caldo y la bebida. —Querido —dijo ella—, no te niegues a estar conmigo, no seas egoísta, pues ya nuestros enemigos se han alegrado con creces de nuestra separación. Amor mío, tu compañía es todo lo que tengo en este mundo. Por favor, háblame, quiero escuchar tu voz. Y recitó:
¿Hasta cuándo así he de sufrir? ¿Cuántas lágrimas he de verter?
Amor mío, háblame, por lo que más quieras,
necesito oír tu voz.
Amor mío, por lo que más quieras, háblame, necesito tu opinión.
El rey, estirado en lugar del esclavo negro, exclamó, afectando la voz e imitando el acento de los negros: —¡Ay, ay! Dios mío, Omnipotente y Todopoderoso. Al oír su voz, ella se alegró enormemente pero, al poco, se desmayó. Sin embargo, pronto recuperó la conciencia. —Me has hablado de veras, ciertamente he oído tu voz —dijo emocionada. —No te mereces que nadie te dirija la palabra —le reprochó el rey, imitando el acento de los negros. —¿Qué quieres decir? —preguntó desconcertada. —Pues que, al castigar tan severamente a tu marido, sólo consigues que no cese de lamentarse y gritar noche y día, y nos maldiga a ti y a mí, con lo cual yo no puedo conciliar el sueño. De no haber sido así, ya me habría curado hace tiempo, y habría podido hablarte con toda normalidad. —Amor mío, si quieres, lo desencantaré. —Hazlo inmediatamente para que no oigamos más sus lamentos. Ella salió prestamente dispuesta a obedecer las órdenes del que creía era el esclavo negro. Tomó una taza llena de agua, pronunció sobre ella unas palabras ininteligibles, con cuyo efecto el agua empezó a hervir y a burbujear como si estuviera sobre la lumbre, y roció al joven profiriendo estas palabras: —Si Dios te creó así, yo te conjuro a que sigas así, pero si Dios te creó de otra forma y han sido mis poderes mágicos los que te han transformado, te conjuro a
que recuperes tu forma natural. Inmediatamente, el joven pudo ponerse de pie y dio gracias a Dios por haberse librado del embrujo. —Apártate de mi vista, no vuelvas nunca más por aquí. Te aseguro que si regresas, te mataré —le amenazó ella. Y el joven se fue. Ella, por su parte, regresó junto a la tumba y dijo, creyendo que hablaba al esclavo: —Amor mío, levántate, para que pueda verte bien. —Me has librado sólo de una parte del sufrimiento, pero no de su parte fundamental —dijo el rey, con el mismo acento. —¿Y cuál es la parte fundamental? —Pues el embrujo de que son víctima los habitantes de esta ciudad y las cuatro islas. Cada día, a medianoche, los peces sacan la cabeza del agua para pedir auxilio y maldecirme. Éste es el auténtico motivo por el que no he conseguido curarme. Por favor, querida, deshaz su embrujo y ven a tomarme de la mano para que me levante y así pueda sanar rápidamente. —Ahora mismo, querido. ¡Gracias a Dios! —exclamó ella. Y se dirigió rauda y veloz hacia el lago para recoger un poco de agua. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más maravilloso aún», afirmó Shahrasad.
Noche 27
Por la noche, Dinarsad pidió a su hermana que, si no dormía todavía, les siguiera contando la historia para pasar una velada más agradable. Shahrasad reanudó el relato encantada. Cuentan, majestad, que la joven dirigió unas palabras a las aguas del lago, y justo cuando los peces levantaron la cabeza, deshizo el hechizo. En un santiamén, la ciudad recuperó su aspecto primitivo, y los mercados se llenaron de gentesxf que compraban y vendían. La mujer se dirigió de nuevo a palacio y entró en la dependencia del mausoleo. —Querido, dame la mano y levántate —dijo al que creía que era el esclavo. —Acércate —le respondió el rey, con voz afectada. La mujer se acercó a él sin vacilar, pero él la instó una y otra vez a que se acercara aún más. La mujer obedeció encantada sin sospechar que la intención última de tan vivo interés en que se acercara a él era asestarle un fuerte sablazo. De modo que la mujer quedó partida en dos y cayó desplomada al suelo. Al salir, el rey se encontró con el joven, que le esperaba para darle sus más sinceras gracias por lo que había hecho. —¿Te quedas en tu ciudad o prefieres acompañarme? —le preguntó el rey. —¿Vos sabéis, señor, a qué distancia se encuentra vuestra ciudad? —A medio día de camino —respondió en tono seguro. —No seáis ingenuo, señor. Efectivamente, eso era así cuando la ciudad estaba embrujada. Pero ahora la distancia que separa ambas ciudades es de un año de camino. A pesar de la sorpresa que la respuesta causó al rey, insistió en preguntar al joven si pensaba irse con él o quedarse en su ciudad, a lo que el joven respondió que se iría con él. Ambos se abrazaron con sentido afecto, especialmente porque el soberano no había tenido descendencia y, a partir de aquel momento, consideró al joven como hijo suyo. Antes de emprender camino, el joven entró en palacio para pedir al servicio que
le preparara todo lo que pudiera necesitar para el viaje. Los preparativos se prolongaron durante diez días, transcurridos los cuales el rey y el joven, con profunda nostalgia, abandonaron el reino de este último acompañados por un séquito de cincuenta sirvientes y numerosos esclavos que transportaban cien fardos de regalos, joyas y dinero. El largo viaje transcurrió, gracias a Dios, con toda normalidad. Y tan pronto como el visir del rey se enteró de su inminente llegada salió a recibirles y ordenó que se engalanara elegantemente toda la ciudad, mandando incluso que se cubrieran las calles con tapices de seda. La alegría de todos los habitantes fue enorme, y así quisieron manifestarlo, saliendo a dar la bienvenida al séquito. El rey ocupó su lugar en la audiencia para que nobles, visires y colaboradores le pudieran rendir homenaje e informó a su visir de las peripecias que había vivido durante aquella larga ausencia, haciendo especial hincapié en la historia del joven hechizado y el comportamiento de su esposa con él. El visir felicitó al joven por el final feliz de su historia y el rey, después de hacer generosos regalos a todos los de la corte, ordenó que fueran en busca del pescador, gracias a quien, en definitiva, la ciudad se había librado del embrujo. Al llegar ante su majestad, el pescador fue interrogado acerca de su descendencia. Y cuando el rey supo que tenía un hijo y dos hijas, ordenó también que se presentaran ante él. Su deseo era casarse con una de las hijas, desposar al joven con la otra y nombrar al hijo chambelán mayor de palacio. Además, nombró a su visir gobernante de las Islas Negras y lo envió al nuevo dominio con el mismo séquito de cincuenta sirvientes, esclavos y cargamentos de objetos de valor que él había traído. Así pues, el visir emprendió viaje hacia su nuevo destino, mientras el joven de piedra permanecía en palacio en compañía del soberano y el pescador se convertía en la persona más rica y afortunada de su tiempo, pues había conseguido que sus hijas entraran, por derecho de matrimonio, en la casa real. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Shahrasad.
Noche 28
Por la noche, Dinarsad pidió a su hermana que, si no tenía sueño, les contara otra historia que les hiciera pasar una velada más agradable. Shahrasad accedió encantada y relató:
El porteador y las tres muchachas
Cuentan, majestad, que, años atrás, vivía en la ciudad de Bagdad un joven soltero y porteador de oficio. Un día que se encontraba en la calle apoyado en su banasto, esperando que alguien solicitara sus servicios, observó que una mujer se le acercaba, envuelta en una fina tela de muselina y luciendo unas preciosas zapatillas de graciosos lazos al tono. La mujer se paró delante del mozo y con voz dulce le dijo: —Toma el banasto y acompáñame, por favor. Al apartar ligeramente el velo, mostró unos magníficos ojos negros, de largas y finas pestañas, que asombraron al joven. «Hoy es mi día de suerte», pensó, satisfecho, mientras se levantaba raudo y asía el banasto dispuesto a seguir a la bella dama. La hermosa muchacha se detuvo delante de la casa de un cristiano, llamó a la puerta y le abrió un anciano. A cambio de un dinar y, sin mediar palabra, el hombre le entregó un garrafón que ella depositó en el banasto. —Sigamos —indicó al porteador con un gesto. —Lo que mandéis —dijo él, respetuosamente. Después de andar otro trecho pararon en una frutería, donde la muchacha compró manzanas, membrillos, melocotones, limones, alficoces, toronjas, jazmines, nenúfares, mirtos, arrayanes, margaritas, azucenas, lirios, amapolas, violetas, narcisos, flores de granado, alheña y condimentos, y, una tras otra, fue colocando todas las cosas en el banasto. Seguidamente pararon en una carnicería, donde pidió diez arreldes de carne fresca de cordero. El carnicero cortó la carne, la envolvió y la muchacha, después de pagarle, la depositó también en el banasto. El peso de la carga era ya considerable, pero el porteador, sin chistar, se acomodó el banasto en la cabeza y siguió los pasos de la compradora hasta otro establecimiento. Allí, y ante la mirada atónita del porteador, la muchacha hizo buena provisión de aceitunas de
varias clases, alcaparras, pepinillos, queso, azafrán, estragón y otras especias. Más adelante, en la tienda de frutos secos, adquirió pistachos, pasas, almendras, avellanas, nueces, garbanzos y todo tipo de aperitivos y, en la pastelería, una selección de todos los pasteles, dulces y golosinas que había en la tienda. El banasto quedó prácticamente lleno y el humilde porteador, ante tanta abundancia de género, no daba crédito. —Si me lo hubierais advertido, señora —dijo, abrumado por el peso—, habría traído un rocín para trajinar todo esto, ¡o un camello! Ella sonrió sin hacer ningún comentario y siguió su camino. La próxima parada fue en el almacén de un perfumista, donde compró diez frascos de distintos perfumes, agua de nenúfar, agua de rosas, almizcle, áloe, ámbar y unas velas. Con el banasto repleto continuaron caminando hasta que, finalmente, llegaron ante una soberbia mansión con un porche espacioso, de techo alto y sostenido por sólidos pilares. La puerta, de doble batiente, era de marfil chapado de oro y, para alivio del fatigado cargador, la muchacha se paró delante y dio en ella con los nudillos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 29
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el porteador no quitaba los ojos de la doncella, irado por su donaire y los excelentes modales que había mostrado a lo largo del recorrido de tienda en tienda. Mas cuando se separaron los batientes de la puerta, el corazón le dio tal vuelco que por poco no le cayó el banasto al suelo. Y no era para menos, pues quien la había abierto era otra muchacha de portentosa belleza,
grácil, esbelta y bien proporcionada, de frente amplia y arqueadas cejas que contorneaban unos ojos tan hechiceros como los de una gacela. Sus mejillas eran tan rojas como las de una amapola y exhibía una boca de piñón, de labios coralinos y dientes como perlas. Embobado, el mozo observó el delicado cuello y, resiguiéndola con la mirada reparó en los senos prominentes, semejantes a dos granadas, se figuró su turgencia y desató la imaginación adivinando un vientre terso y, más lejos aún, el vello púbico, tupido y sedoso. La contemplación de aquel prodigio le trajo a la memoria el poema:
Bajo el sol o la luna llena, mira el palacio y su esplendoroso vergel, de flores y espliego.
Verás la perfección del blanco y el negro en la unión de su rostro con el oscuro pelo.
El rubor de las mejillas proclama belleza, tal es su nombre, sí, aunque no lo sepas.
Ella se inclina y ríe, ¡soberbias posaderas!, mas yo lloro de emoción ante su presencia.
«En mi vida no he visto nada más hermoso», se dijo sin apartar su mirada de ella. —¿A qué esperáis? —les apremió la muchacha que había abierto la puerta—. ¡Entrad de una vez!
Entró la compradora, después el porteador y, tras cerrar la puerta, la otra muchacha los siguió por un largo corredor hasta que desembocaron en una sala inmensa, de suntuoso mobiliario y espléndidamente ornamentada con toda clase de objetos preciosos. Las paredes estaban cubiertas de relieves y alacenas y, en algunas partes, por cortinajes de fina confección. En medio de la sala había un gran estanque con un surtidor en el centro y, en uno de los testeros, destacaba una tarima barnizada con ámbar y apoyada sobre cuatro pies de enebro incrustados de perlas y piedras preciosas. Encima de la tarima, cuatro columnas de bella factura sostenían un baldaquín del que colgaba una tela de satén rojo cuyos botones eran perlas del tamaño de una avellana, si no mayores. Al poco de hacer acto de presencia en la impresionante sala, el porteador advirtió que alguien, desde el interior, desabrochaba los botones de la tela del baldaquín y, sin salir de su asombro, vio cómo por la abertura aparecía otra muchacha, aún más hermosa que las anteriores, de porte elegante y excelentes proporciones. Los ojos de hurí y unos labios carnosos eran, entre otros, los adornos de una cara de belleza tan deslumbrante que hubiera abochornado al mismo sol. Sin duda, aquel rostro privilegiado reunía todos los atributos que habían inspirado al poeta:
Su sonrisa muestra de perlas engarzadas una ristra.
Su frente, fulgor de la noche, hace que el alba se avergüence.
Lentamente, con andares distinguidos, la dama descendió de la tarima, se acercó a los recién llegados y, dirigiéndose a las otras con aires de señora, les dijo en tono enérgico: —Bueno, ¿por qué no hacéis nada? ¡Liberad a este pobre ganapán de la carga!
Las otras dos muchachas, una por delante y otra por detrás del faquín, agarraron el pesado banasto, lo dejaron en el suelo y se aprestaron a vaciarlo. Y cuando hubieron guardado todo el género, le dieron un dinar al porteador. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 30
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el porteador, sin embargo, no tenía el más mínimo deseo de abandonar el lugar. Había observado que en la casa no había ningún hombre y, encandilado por la belleza de las muchachas y la cantidad de comida, bebida y otros objetos apropiados para un buen festín que habían almacenado, se quedó quieto después de recibir el dinar, sin mostrar intención de marcharse. —¿Te pasa algo? ¿Por qué no te vas? —dijo la que al parecer era la dueña de la casa—, ¿tal vez la paga es escasa? Y volviéndose hacia las otras dos, ordenó: —Dadle otro dinar al muchacho. —¡Por Dios, señora, no hace falta! —se apresuró a aclarar el porteador—, no penséis ni de lejos que habéis sido escasa, al contrario, normalmente no suelo cobrar más de dos dirhemes por mi trabajo. Permitidme que os explique el motivo de que me sepa mal dejaros: he advertido que estáis solas en casa, sin un hombre que os proteja y os complazca. Como sabéis, la mesa no se sostiene si no es sobre cuatro patas y es evidente que a vosotras os falta la cuarta. Por otro lado, es conocido que la felicidad de los hombres no es completa sin las mujeres, ni la de las mujeres sin los hombres. Como dijo acertadamente el poeta:
A cuatro tienes que reunir para gozar: el arpa, la cítara, la flauta y el laúd.
Y cuatro fragancias no deben faltar: la rosa, el mirto, la dalia y el jazmín.
Porque con cuatro la dicha encontrarás: el vino, la salud, el dinero y el amor.
—Vosotras sois tres, ¿no? —puntualizó para acabar—, por lo tanto, es evidente que necesitáis a un cuarto, a ser posible un hombre, y puesto que estoy aquí, ¿por qué no aprovecháis la oportunidad? Las muchachas rieron divertidas ante la sorprendente elocuencia con que el faquín había expresado sus deseos. —¿Y cómo sabemos nosotras que eres hombre de fiar? —objetó la señora—, somos tres mujeres solas, de acuerdo, pero tenemos nuestros secretos y no los pensamos develar a nadie que no los sepa guardar. No en vano hemos leído y hacemos caso de lo que al respecto dijo Ibn Attammam:
Guarda el secreto y no lo dejes escapar, que quien lo suelta lo perderá.
Si tu corazón de ocultarlo no es capaz,
¿por qué confiarlo a alguien más?
—A pesar de las apariencias, os garantizo que soy hombre inteligente, culto y sensato —replicó él con presteza—, he leído más de lo que podáis imaginar sobre todas las ciencias, lo he entendido, y además, suelo comprobar el grado de fiabilidad de las autoridades que se citan. Me gusta hablar de todo lo bueno y encomiable, pero en cambio, soy absolutamente reservado para lo que no debe ser divulgado. Me identifico con los versos que dicen:
Confía tus intimidades al hombre reservado, que entre la buena gente estarán a salvo.
Conmigo el secreto está en cofre cerrado, he ocultado las llaves y he escondido el candado.
—Todo esto está muy bien, pero supongo que no habrá escapado a tu perspicacia el hecho de que mantener esta casa me cuesta bastante dinero —replicó la señora —; si te dejo quedar, ¿cómo piensas retribuirme? No esperes ser invitado y beber a mi cuenta sin aportar nada a cambio, ¿o no has oído nunca lo de: «amante sin amor no concede favor»? —Bien, ¿qué puedes ofrecernos? —añadió la portera en tono exigente—, si nada tienes, por ahí está la salida y adiós muy buenas. —¡Por favor, no le agobiéis más! —intervino entonces la compradora, compadecida al ver la cara de decepción del joven—, su esfuerzo bien merece premio y cabe decir que cualquier otro, en su lugar, no hubiera tenido la paciencia ni el aguante de transportar una carga tan pesada hasta aquí. De lo que pueda costar invitarle, yo misma me haré cargo.
El porteador, impulsivamente, se echó a los pies de la muchacha que había intercedido a su favor y, después de besar el suelo ante ella, manifestó con el semblante risueño: —¡Mil gracias, gentil dama! Que Dios os lo pague, sólo Él sabe el bien que me habéis hecho. —Y devolvió el dinar a la señora diciendo—: No lo toméis como la ofrenda de un invitado, sino como el obsequio de un servidor. —Déjate de cumplidos, hombre —dijo la señora aceptando el dinar con una sonrisa—, siéntate y ponte cómodo, que hoy serás nuestro invitado. A un gesto de la dueña, la compradora se ajustó el cinto y, con diligencia, se ocupó en la labor de organizar todo lo necesario para una reunión placentera. Primero filtró el vino del garrafón en botellas y luego paró la mesa al lado del estanque. Platos, cuencos, escudillas, fuentes llenas de deliciosos aperitivos, vasos y copas de oro y plata pronto estuvieron dispuestos para satisfacción de los comensales. El porteador no acababa de creerlo. «Parece un sueño», pensó. Los cuatro se acomodaron alrededor de la mesa y, tomando la iniciativa, la compradora vertió un poco de vino en su vaso, lo cató y a continuación lo escanció a los demás. El porteador le dio las gracias y, levantando el vaso, declamó para deleite de las muchachas:
No bebas si no es al lado de un buen amigo, pues de quien lo filtra depende el vino.
El vino es como el viento, si sopla perfumado es bueno y, si sopla hediondo, es malo.
Dicho esto lo bebió de un trago y la escanciadora se apresuró a llenarle de nuevo el vaso mientras a su vez recitaba:
Bebe a tu salud si tu humor es bueno, que la bebida es sana para el cuerpo.
Él besó su mano ceremoniosamente y, después de apurar el segundo vaso, se arrodilló delante de la señora y le dijo con gran dispendio de ademanes y aspavientos: —Señora, a vuestros pies, ante vos tenéis a vuestro más rendido servidor:
A vuestra puerta un esclavo llamó y para serviros a vos se ofreció.
—¡Mereces un beso! —exclamó la anfitriona entre las risas de sus compañeras —. Bebe, buen esclavo, bebe a tu salud, que esta bebida es medicina que todos los males alivia. —¡Salud! —corearon las muchachas alegremente. Brindaron y vaciaron sus vasos en un periquete y el porteador, después de llenar rápidamente una copa, la ofreció con parsimonia a la señora al tiempo que recitaba:
Se lo ofrecí, del color de sus mejillas, puro y fosforescente como las ascuas.
Ella besó la copa y me preguntó sonriente:
¿Cómo osas ofrecer mejillas a la gente?
Bebe de estas lágrimas, teñidas con mi sangre, respondí, que en la copa he vertido el alma.
Si lloras así por mi causa, dijo, halagada, por lo que más quieras, escánciame el llanto.
Tal como la dama de la poesía, la muchacha besó la copa complacida y bebió su contenido en un abrir y cerrar de ojos. Y así, ronda tras ronda, bajo los efluvios de la bebida, el ambiente se fue caldeando y el porteador, convertido en bufón de las damas, no paraba de decir picardías, recitaba, cantaba y bailaba en medio del jolgorio de las muchachas que disfrutaban de lo lindo. Él se encontraba como pez en el agua, en la más dulce de las existencias, y ellas le animaban y le mimaban: una le invitaba a golosinas, la otra a frutos secos, otra le echaba flores y todas reían sus gracias, le aplaudían e incluso le dedicaban mimos, carantoñas, besos y mordiscos. Y llegó a tal punto el desenfreno que, excitados por el vino, los roces y el toqueteo, perdieron el juicio y el sentido del decoro de forma que una de las muchachas, la portera, se levantó de pronto, se quitó el vestido dejando su cuerpo al descubierto, con sus largos cabellos como único velo, y completamente desnuda se lanzó al estanque. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 31
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que la muchacha nadó y chapoteó un rato en el estanque, lavándose voluptuosamente los pechos, el vientre y la entrepierna. El porteador seguía extasiado todos sus movimientos y ella, juguetona, se llenaba la boca de agua y la arrojaba sobre los achispados espectadores, que la recibían con chillidos y carcajadas. Al salir del agua, se dejó caer en el regazo del porteador y, señalándose la vulva, le dijo con desparpajo: —A ver, querido, ¿qué es esto? —¡El coño! —respondió él, raudo y sin turbarse. —¡Oh!, ¿no te da vergüenza decir estas palabrotas? —le reprendió ella haciéndose la escandalizada. —¡El chocho! —corrigió inmediatamente el mozo siguiendo la broma. —¡Descarado! —exclamó la compradora propinándole un buen pescozón. —Bueno, pues… ¡el chomino! —¡Anda ya! —profirió la muchacha desnuda a la vez que le golpeaba en el pecho. El porteador soltó una retahíla de sinónimos relacionados con aquella parte pudenda del sexo femenino, sin que ninguno satisficiera a la que se lo había preguntado y, tras cada palabra, saludada con risas y exclamaciones, recibía un manotazo de una u otra de las muchachas. Finalmente, dolorido y mareado, gritó: —¡Basta, por favor, me rindo! ¿Cómo se llama? —Esto, ignorante, se llama «albahaca del sendero».
—¡Ah! ¡Albahaca del sendero! —repitió el mozo, con sorna. Cuando la portera se hubo vestido, la compradora imitó su comportamiento, se despojó de toda su ropa y, después de bañarse y regodearse en el estanque mostrando todos sus encantos, se echó al regazo del invitado. —Tesoro mío, ¿cómo se llama esto? —le preguntó con una sonrisa maliciosa mientras indicaba su entrepierna. —¿Carajo? —aventuró él, adoptando una expresión de inocencia. —¡No, tonto, qué mal hablado eres! Y el pobre faquín, que con tal de complacer a sus bellas anfitrionas estaba dispuesto a lo que fuera, soportó con paciencia los tortazos que le arreaban después de cada intento fallido de dar con el nombre certero. —¡Albahaca del sendero! —dijo al fin con la esperanza de acabar con el suplicio. —¡No! Mira que eres necio. —¿No? ¿Cómo se llama, entonces? Decídmelo, os lo suplico. —«Grano de sésamo pelado» —dijo la muchacha que estaba en su regazo. Las otras se revolcaron por los suelos de la risa y el porteador, frotándose la cara y el cuello lastimado por los golpes, añadió con buen humor: —¡Gracias a Dios! Nunca pensé que un grano de sésamo me aliviara tanto. La compradora volvió a vestirse dando por terminada su parte del juego, pero, después de unas cuantas copas más, le llegó el turno a la señora, la más hermosa de las tres jóvenes beldades y, tal como habían hecho las otras dos, se quitó la ropa y se arrojó al estanque. El porteador contempló con embeleso los graciosos movimientos del escultural cuerpo en el agua, clavó la vista en los turgentes pechos, que la muchacha se frotaba sensualmente, y las generosas nalgas, que temblaron como gelatina al sumergirse, y, enardecido, le dedicó estos versos:
Si comparais su cuerpo con la rama delicada, tal comparación no es justa ni acertada.
La rama cuando se viste es preciosa, mas ella cuando se desviste es más hermosa.
La muchacha salió rápidamente del agua al oír la recitación y, con insinuantes contoneos, se acercó al porteador y se acomodó en su regazo. —Dime, cielo, ¿ya sabes cómo se llama esto? —le preguntó apuntando con el dedo a su sexo. —Claro, se llama albahaca del sendero. —No, no, no… —Pues, si no se llama así, sin duda tiene que ser el grano de sésamo. —¡Frío, frío, frío! —¡Caramba, pues el conejo! Y ahí le cayó un bofetón. El faquín sabía cómo continuaba el juego, pero no quiso tener menos paciencia con la señora que la que había tenido con sus antecesoras y siguió diciendo nombres y más nombres y aguantando bofetadas y reveses hasta que no resistió más y gritó: —¡Ay, ay, no puedo más! ¡Me rindo! —Bien, te lo diré: es «la posada de don Baldomero». Todos, incluso la víctima de la chanza, se desternillaron de risa ante la salida de la señora y, mientras ella se vestía, sirvieron más vino y siguieron con la juerga. Y al poco tiempo, para que no decayera la fiesta, el porteador, ni corto ni perezoso, también se desnudó y, jaleado por las muchachas, se zambulló en el
estanque. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia más extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad. Y el rey Shahrasad pensó: «No la mataré hasta que no haya explicado toda la historia. Y cuando haya terminado, tendrá el mismo fin que las otras».
Noche 32
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el mozo se recreó a sus anchas dentro del agua, se bañó el cuello, los sobacos, el pecho, y, flotando de espaldas, hizo ostentación de su miembro viril erecto, para regocijo de las damas. Después de la exhibición, exultante y risueño, salió del estanque y se tumbó en el regazo de la señora, apoyando los brazos en el de la portera y las piernas en el de la compradora. Y así, confortablemente instalado, se señaló el pene y, socarrón, preguntó: —Y ahora, señoras, decidme: ¿cómo se llama esto? —¡La polla! —respondió con ligereza la señora, causando la hilaridad de sus compañeras. —¡No, por Dios! ¡Qué vulgaridad! —la reprendió él en tono guasón mientras la pellizcaba suavemente. —¡La picha! —saltó la portera. —¿No os da vergüenza decir semejante grosería? —¡El pajarito! —dijo la compradora.
Una tras otra, las muchachas encadenaron una sarta de palabrotas alusivas al órgano sexual masculino y el porteador, recriminándolas con pellizcos, besos y leves mordiscos, negaba que cualquiera de ellas fuera el nombre de la cosa. —Bueno, pues ¿cómo se llama si no? —preguntó con retintín la señora después de haberse despachado a gusto. —Pero ¿es posible que no lo sepáis? —¡Suéltalo de una vez! —Esto, queridas, se llama «el burro travieso». Una explosión de carcajadas siguió a tal revelación. —Y, ¿por qué se llama el burro travieso? —dijo la compradora con la voz entrecortada por la risa. —Porque el burro travieso es el que retoza en la albahaca del sendero, se traga el grano de sésamo y busca cobijo en la posada de don Baldomero. Definitivamente, aquello causó el delirio de las muchachas. Revolcadas por los suelos, tardaron un buen rato en recuperarse del ataque de risa, parte del tiempo que aprovechó el ocurrente porteador en vestirse y llenar de nuevo los vasos para que no se interrumpiera la fiesta. Así pasaron la tarde, despreocupados del mundo, entre copas y jolgorio hasta que, al caer la noche, la señora dijo al invitado: —La compañía es muy agradable, pero llegó la hora de la despedida. Así que ponte los zapatos y vete con Dios, amigo. —¿En serio? —reaccionó el porteador con el semblante repentinamente entristecido—, ¿tan mal me queréis? Os juro que ahora mismo me sería más fácil despedirme de mi alma que de vosotras. Deje pasar la noche aquí, os lo ruego, y mañana al amanecer me iré. Os aseguro que no os arrepentiréis. —¿Por qué no? Dejémosle quedar —rogó la compradora a la dueña—, este muchacho es un baúl de sorpresas, es una suerte disfrutar de su compañía y tenemos toda la noche por delante para divertirnos. Como dicen: «para hoy el
placer y para mañana el deber». —Bien, que se quede —accedió la señora para alegría del mozo, aunque inmediatamente añadió dirigiéndose a él con seriedad—, pero con una condición: que no hagas preguntas acerca de lo que veas que ocurre aquí esta noche, ¿de acuerdo? —¡De acuerdo y mil veces de acuerdo! —enfatizó el porteador—. Tenéis mi palabra. —Así lo espero. Mira, fíjate en la inscripción que hay en el dintel de la puerta. El porteador dirigió la mirada hacia donde le indicaba la señora y, efectivamente, en el dintel de la puerta había una inscripción que rezaba: «No hagas preguntas indiscretas y no recibirás desagradables respuestas». —Os prometo que no haré preguntas acerca de lo que no me incumbe —aseguró él después de haberla leído—, podéis contar con la máxima discreción por mi parte. —¡Júralo por Dios! —¡Lo juro por Dios Todopoderoso! Establecida la condición, la señora, más distendida, inició un tema de conversación con el invitado mientras la compradora preparaba la cena y la portera encendía las velas y quemaba áloe y ámbar para perfumar convenientemente la sala. Se encontraban disfrutando de la tertulia de sobremesa, después de comer y beber opíparamente, cuando, de repente, llamaron a la puerta. Al punto la charla se interrumpió, pero ninguna de las muchachas dio muestras de asustarse y la portera, diligente, se levantó y se encaminó a la entrada para averiguar quién había llamado a horas tan intempestivas. Al poco tiempo la muchacha volvió a la sala y, con expresión divertida, dijo a las otras: —¡Esta noche promete ser movida, queridas!
—¿Quién ha llamado? —interrogó, impaciente, la señora. —Tres andrajosos desconocidos, con pinta de vagabundos —informó la portera —, y atención a los detalles: los tres son tuertos, del ojo derecho, y tienen la cabeza y el mentón completamente afeitados. ¡Menuda facha! —¿Y qué quieren? —Son forasteros y me han contado que están de viaje, es la primera vez que vienen a Bagdad y aquí no conocen a nadie. Según ellos, han llegado esta misma tarde, no han encontrado posada y han pensado que tal vez el amo de esta casa les permitiría dormir en el establo en espera de que mañana puedan instalarse en algún hostal. ¿Qué os parece? ¿Los dejamos entrar? Tengo la impresión de que nos divertiríamos bastante a su costa, ¡tendríais que verlos! —Cuantos más seremos, más reiremos —arguyó la compradora en favor de los deseos de su compañera. Y a ambas no les costó mucho convencer a la señora, picada por la curiosidad, para que les diera su permiso. —Que entren —dijo ésta—, pero acuérdate de mencionarles la condición indispensable para permanecer bajo nuestro techo: que no sean indiscretos ni hagan preguntas respecto a lo que no les incumbe. —Así lo haré —acató la portera. Corriendo, la muchacha se fue de lo más animada a buscar a los nuevos invitados y reapareció al cabo de unos instantes acompañada de los tres tuertos que, respetuosamente, se quedaron en la puerta y saludaron a los presentes. —¡Adelante, sed bienvenidos! —les agasajó la señora que apenas pudo contener la risa al ver la pinta de los recién llegados. —Esperamos que hayáis tenido un buen viaje —añadió la compradora, que se levantó para hacerles sitio en la mesa—, por favor, tomad asiento, poneos cómodos. Los tres vagabundos les dieron las gracias y, irados por el esplendor de la sala, la mesa bien surtida y la belleza de las muchachas, se sentaron y saludaron
también al hasta entonces único comensal masculino de la reunión. El porteador, cuyo estado de embriaguez era bastante evidente, se envaró y, después de devolverles el saludo, se tomó la libertad de decirles: —¿Ya conocéis la norma de la casa, señores? Mirad allí, sobre la puerta, bien clarito lo pone: «No hagáis preguntas indiscretas y no recibiréis desagradables respuestas», así que, disfrutad de lo que se os ofrezca y no seáis curiosos, que en boca cerrada no entran moscas. —Por supuesto que nos atendremos a la norma —dijo uno de los vagabundos—, nada más lejos de nuestra intención que hacer preguntas indiscretas. Os estamos muy agradecidos por vuestra hospitalidad y nos ponemos a vuestro servicio en todo lo que dispongáis. Las muchachas intercambiaron guiños y sonrisas burlonas y se aprestaron a atender a tan estrafalarios huéspedes. La portera se encargó de servirles comida y bebida y todos juntos siguieron la juerga. —¡Eh, compañeros! ¿No sabéis hacer nada gracioso para distraernos? — preguntó el porteador a los vagabundos, que a medida que circulaba el vino se iban entonando, y les instó—: ¡Venga, sorprendednos! La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche sigo aún con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 33
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que para complacer a los presentes, los vagabundos pidieron instrumentos musicales e, inmediatamente, la portera les trajo un adufe, un laúd y una flauta. Uno de los vagabundos tomó el adufe, el otro se acomodó el laúd
en el regazo y, cuando el tercero tuvo la flauta en los labios, empezaron a tocar. A los primeros compases musicales siguieron las canciones, coreadas por las voces de las muchachas y el porteador que, en honor a la verdad, desafinaban más que otra cosa, y acompañadas por chillidos y palmas. Entre todos armaron un buen alboroto hasta que, en un compás de espera, entre canción y canción, oyeron que alguien llamaba a la puerta. —¿Quién será a estas horas? —se preguntó en voz alta la señora, desconcertada. —Iré a ver —dijo la portera levantándose en el acto. Ninguna de las muchachas podía imaginar ni remotamente quién habría golpeado la puerta de su casa, sin embargo, yo puedo adelantaros algo al respecto, majestad —recalcó Shahrasad—. Aquella noche el califa Harún Arrashid, como tantas otras, había salido con sus acompañantes habituales, el visir Gafar y el verdugo Masrur, a dar una vuelta por la ciudad para distraerse y, tal como era su costumbre en tales ocasiones, los tres iban vestidos de calle para no ser reconocidos. Paseando por las calles de Bagdad habían pasado delante de la casa de las muchachas y, al escuchar el bullicio que provenía de su interior, el califa se había parado y había dicho: —Parece que aquí están celebrando algo y se divierten de lo lindo. Me gustaría entrar y participar en el sarao. —Majestad, esto tiene toda la pinta de ser una farra de borrachos —objetó el visir—, no sería conveniente que nos mezclásemos con esta gentuza. —¡No te he pedido tu opinión, majadero! —se enojó el califa—, he dicho que tengo ganas de entrar y entraremos. O sea que llama e ingéniate algo para que nos dejen pasar. —A vuestras órdenes —acató Gafar. Y aunque no de muy buena gana, se acercó obediente a la puerta y llamó. Cuando la muchacha abrió, Gafar hizo una reverencia de cortesía y muy amablemente le dijo: —Disculpadnos por molestaros a estas horas, señora, pero permitidme que os cuente el motivo de que nos hayamos visto obligados a llamar a vuestra puerta.
Mis compañeros y un servidor somos comerciantes, de Mosul, y hace diez días que, por negocios, estamos en Bagdad y nos hospedados en un caravasar. Bien, pues resulta que esta noche uno de vuestros conciudadanos y colega nuestro nos había invitado a su casa a cenar y hemos acudido. Nos hemos reunido un buen número de gente en el banquete, la comida ha sido abundante y, como podéis suponer tratándose de una reunión de este tipo, hemos bebido bastante, para qué vamos a negarlo. En fin, después de cenar, y por si no estuviéramos ya bastante animados, a nuestro anfitrión se le ha ocurrido ir a buscar a unos amigos músicos y con la orquesta en acción se ha organizado un jolgorio impresionante: música, cante, baile y, además, con la presencia de esclavas para terminar de redondear la velada. Pero en el punto más álgido de la fiesta, ¡zas!, se ha presentado el comisario de policía, seguramente alertado por los vecinos, y nos ha dado un susto de muerte. La confusión y la desbandada ha sido general y, los que hemos podido, hemos huido saltando por la tapia del jardín. Mis dos amigos y yo nos hemos perdido por las callejuelas de este barrio que desconocemos y ahora, aunque consiguiéramos llegar al caravasar, seguro que a esta hora ya está cerrado a cal y canto. La verdad es que en nuestras condiciones, pues como ya os he dicho no le hemos hecho ascos al buen vino, tenemos miedo de que nos pille algún guardia y se organice un escándalo. Total, que al pasar delante de vuestra casa hemos escuchado música y cantos y nos hemos atrevido a llamar para pediros si por esta noche podríais alojarnos. Hemos pensado que tal vez estéis celebrando algo y, en tal caso, nos permitiríais unirnos a la fiesta. De todas maneras, os quedaríamos muy agradecidos si simplemente nos dejárais dormir en el vestíbulo, a cambio de una cantidad naturalmente, o al menos en el porche, hasta que amanezca y podamos regresar al caravasar. Dependemos enteramente de vuestra generosidad, señora, si es que tenéis a bien sacarnos de este apuro. Mientras Gafar soltaba su discurso, la portera le examinó con atención, a él y a los dos acompañantes que permanecían en segundo plano, y observó que, aparte de la buena educación que demostraba el que había tomado la palabra, todos iban muy bien vestidos y tenían aspecto de personas respetables. —Aguardad un momento —le dijo a Gafar cuando éste terminó la perorata—, tengo que consultar el asunto. —Naturalmente, aguardaremos lo que haga falta. Después de las explicaciones de la portera, la dueña de la casa no dudó en permitir la entrada de los nuevos e inesperados huéspedes.
—No vamos a negarles el techo a unos honorables comerciantes de Mosul — comentó irónicamente la señora mirando de soslayo al porteador y los vagabundos. —¡Qué noche más ajetreada! —exclamó la compradora. Y así fue como Harún Arrashid, Gafar y Masrur consiguieron entrar en la casa y se sumaron al grupo. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», aseguró Shahrasad.
Noche 34
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el califa y sus dos acompañantes respondieron con los oportunos cumplidos a los saludos de bienvenida de las muchachas y todos los presentes y, una vez que se hubieron sentado, la señora les dijo: —En primer lugar, señores, es importante que sepáis que podréis permanecer aquí mientras respetéis la norma de la casa. —¡No faltaba más! —manifestó Gafar al punto— ¿De qué se trata? —De que no seáis curiosos y no hagáis preguntas acerca de nada de lo veáis que aquí ocurre a lo largo de la noche. De que seáis todo ojos y mantengáis la boca cerrada, de eso se trata. Fijaos en el lema que hay escrito sobre aquella puerta, por favor. Los tres giraron los ojos hacia la puerta y leyeron la frase.
—Perded cuidado, que no haremos preguntas y no nos meteremos en lo que no nos importa —aseguró el califa. En realidad, nada más entrar había sentido curiosidad por saber quién era quién en aquella peculiar reunión de tres atractivas mujeres, un mozo de apariencia humilde y tres tipos rarísimos, pelados, tuertos y vestidos como vagabundos. Sin embargo, condicionado por lo que acababa de decir, se mordió la lengua y no osó preguntar nada. Pronto la tertulia volvió a animarse, el vino continuó circulando y los vagabundos retomaron los instrumentos y prosiguieron con las canciones. Pero súbitamente, para sorpresa de los invitados, la señora hizo un gesto a los músicos para que cesaran de tocar, se levantó, puso una mano en el hombro de la compradora, la otra en el de la portera y les dijo muy seria: —Es la hora, cumplamos con nuestro deber. Las muchachas reaccionaron inmediatamente. Recogieron la mesa en unos instantes, tiraron los restos de comida, barrieron el lugar y despejaron el centro de la sala ante la mirada atónita de los hombres. Seguidamente, la portera indicó al califa, Gafar y Masrur que se sentaran en un diván que había en uno de los lados de la pieza y a los tres vagabundos que se acomodaran en otro que había enfrente. —Y tú, levántate y ayúdanos, venga, no seas holgazán —exhortó al desconcertado porteador—, que ya te consideramos como de la casa. —A mandar —dijo él levantándose de un salto—. ¿Qué queréis que haga? —Espera aquí, un momento. La compradora colocó una silla en medio de la sala y le hizo una seña al porteador. —¡Ven conmigo! —le ordenó. Ambos entraron en una habitación contigua y, cuando volvieron a aparecer, la muchacha llevaba un azote en la mano y él arrastraba por la correa a dos perras negras que se resistían a seguirle. Conforme a las indicaciones de la muchacha, el porteador ató a las perras en un poste que había al lado del estanque y esperó
nuevas órdenes. Mientras tanto, la señora recogió el azote de manos de la compradora y se dirigió al centro de la sala con cara de circunstancias a la vez que repetía: «Es mi deber». —Tráeme a una de las perras —mandó al porteador. Y éste, obediente, agarró a una de ellas y la llevó a rastras hasta donde estaba la señora, a pesar de que la perra no dejaba de gemir y lanzaba unos aullidos que desgarraban el corazón. Pero más desgarrador fue lo que sucedió a continuación. La señora levantó el brazo y descargó, una y otra vez, el azote en el lomo de la perra. Los aullidos de dolor del pobre animal hubieran enternecido a las piedras, mas ella no dejó de azotarla en el lomo y los costados hasta que se cansó. Entonces soltó el azote, se sentó exhausta en la silla y, arrebatando la correa de manos del porteador, estrechó a la perra entre sus brazos mientras se deshacía en lágrimas y lamentos, al parecer muy arrepentida de lo que había hecho. El califa y los demás invitados, clavados en sus asientos, se miraban consternados por la sobrecogedora escena de la que habían sido testigos; en un instante, la muchacha había pasado de una crueldad extrema a las más efusivas muestras de afecto hacia la perra. El porteador, por su lado, se quedó estupefacto contemplando a la señora hasta que ella se secó las lágrimas con un pañuelo y le ordenó: —Llévate a ésta y tráeme la otra perra. Sin abrir boca, el joven se limitó a cumplir la orden y la señora repitió con la otra perra exactamente lo mismo que había hecho con la primera. A Harún Arrashid le costaba mantener la calma ante aquellos sucesos y, nervioso, le dijo a Gafar al oído: «Tendríamos que preguntar qué significa todo esto», mas el visir le hizo entender por señas que guardara silencio. Después de atar la segunda perra al poste, la compradora indicó al porteador que se sentara al lado de los vagabundos y la señora, con aire afligido, se levantó de la silla e hizo ademán de retirarse. —No te retires todavía, por favor —le pidió la portera—, espera que yo haya
cumplido con mi cometido. —Bien, como quieras —musitó ella volviendo a sentarse. El ambiente de la sala, suntuosamente iluminada por velas y candiles, había cambiado por completo y la alegría y el jolgorio que momentos antes reinaban habían dado paso a la gravedad y el desasosiego, envueltos en un tenso silencio y el olor penetrante del áloe y el ámbar que humeaba en los pebeteros. Abatida y cariacontecida, como si a un funeral se dirigiera, la portera acercó una silla al lado de los divanes y se sentó, con el califa, Gafar y Masrur situados a su derecha y los vagabundos y el porteador a su izquierda. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 35
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que la portera dijo a la compradora que le hiciera el favor de traerle lo que ya sabía, y ésta, segura de lo que quería su compañera, se ausentó unos instantes de la sala y volvió con una bolsa en la mano, una bolsa preciosa, por cierto, de satén amarillo con cordones de seda verde y dos soles bordados en oro rojo, y se la entregó a la portera que, con gesto melancólico, la desabrochó y sacó de su interior un laúd que colocó en su regazo. Las cuerdas del laúd sonaron lánguidamente cuando la muchacha las punteó y, después de ejecutar unas notas iniciales, cantó:
Tú eres mi deseo y mi anhelo
y a ti quiero unirme, amor mío,
que sólo en la unión hay goce y en la separación hay fuego.
Por ti es mi locura, por ti mi melancolía no tiene fin,
y ninguna vergüenza siento de declarar mis sentimientos.
Me cubro con vestidos de dolor y doy testimonio de mi pasión,
por causa de tu cruel amor vive perplejo mi corazón.
Las lágrimas en mis mejillas lo divulgan sin ningún pudor, al aire proclama mis secretos el persistente llanto revelador.
¡Qué dolorosa es mi enfermedad!,
mas tú eres el mal y la curación.
Que tú seas el único remedio, ¡todavía me duele más!
La luz de tus ojos me ciega, la rosa de tus pómulos me mata,
desde la noche que te vi no he ocultado mi desvelo.
En la pasión está mi martirio, mi muerte, en la espada del amor.
¡A cuántos hombres buenos ha sacrificado este hierro!
Mas no eludo su tormento ni a él renuncio por sosiego.
El amor es mi mal y mi remedio,
en lo profundo y lo manifiesto.
¡Felices los ojos que te vieron!, los que cautivaste con tu mirada.
Por ti, sólo por ti, amor mío, vivo triste y apesadumbrada.
Terminada la canción, la muchacha soltó un «ay» que parecía surgir de lo más hondo de sus entrañas, dejó caer el laúd al suelo y, presa de una súbita desesperación, se rasgó el vestido descubriendo su cuerpo hasta la cintura y se desmayó. Como quiera que cayó boca abajo, ninguno de los pasmados auditores dejó de advertir las señales del flagelo en su espalda. —No aguanto más —susurró el califa al oído de Gafar—, tenemos que preguntarles la causa de tantos misterios. Primero ésa que casi mata a las perras y luego se las come a besos y ahora ésta, que nos canta sus penas y luego… —Paciencia, majestad —le cortó Gafar intentando tranquilizarle—, acordaos de nuestra promesa: no hacer preguntas bajo ningún concepto. La compradora, entretanto, había traído una túnica y se la había puesto a la portera, que una vez que hubo recuperado el conocimiento, le pidió que le trajera también algo de beber. La muchacha trajo un vaso de vino que la cantora apuró en un soplo y, como si nada hubiese ocurrido, se sentó, recogió el laúd del suelo, lo rasgueó y cantó de nuevo:
Si de abandono me quejo, ¿cuál es el consuelo? Si de añoranza me muero, ¿cuál es el remedio?
Si para comunicar mi pena envío un mensajero, ¿quién será capaz de transmitir mi anhelo?
Si espero sólo encuentro desespero, ¡ay!, he perdido el amor y el aliento.
Mi vida no es más que aflicción, lamentos y las lágrimas que brotan sin freno.
¡Oh tú, que de mis ojos estás ausente y en mi corazón siempre presente!
¿Por qué no me dices si nuestro pacto a pesar de los contratiempos sigue intacto?
Y al final de la canción se repitió la misma escena de antes, la muchacha acabó desmayada después de rasgarse la túnica y su solícita compañera le trajo otra y la reanimó con agua de rosas. —Bueno —suspiró la portera al volver en sí—, por hoy sólo me queda una. —Ánimo, pues. Ya falta poco —la reconfortó la compradora, ayudándola a sentarse. La muchacha tañó de nuevo el laúd e interpretó esta letra:
¿Hasta cuándo este cruel desprecio? ¿Todavía no he derramado suficientes lágrimas?
Deliberadamente la separación prolongas y complaces al envidioso con tu indiferencia.
¡Ten piedad de mí! El dolor me mortifica, amor mío, muéstrame algo de compasión.
¡Hombres! Acoged esta víctima del amor cuya paciencia se agota y no conoce el sueño.
¿Acaso es ley de amor que yo sola languidezca y otra con él disfrute de la unión?
Señor, haz que se dé cuenta el tirano de cuánto esfuerzo gasto y cómo me desgasto.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad.
«Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 36
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que al concluir la canción, la muchacha profirió un estremecedor «¡Por fin, Dios mío!» y, por tercera vez, se desgarró el vestido y perdió el sentido. —¡Ojalá no hubiéramos entrado nunca en esta casa! —exclamó uno de los vagabundos en voz baja—, sería mejor estar durmiendo en un pajar que no tener que presenciar estos desagradables acontecimientos. —¿Tenéis idea de lo que está pasando? —le preguntó el califa, cuya desazón iba en aumento. —¡Ni idea! —negaron los tres vagabundos al unísono. —¡Todo es tan enigmático! —añadió uno de ellos. —¿Entonces no tenéis nada que ver con estas mujeres? —insistió Harún Arrashid—, pensé que érais de la casa y que quizá pudiérais aclararnos algo. —¡Qué va!, somos simples invitados y es la primera vez que la pisamos. Estamos tan intrigados como vosotros. —¡Vaya, por Dios! —se lamentó el califa y, dirigiéndose al porteador con gesto contrariado, le preguntó—: ¿Y tú, muchacho? ¿Vives aquí? Todas las miradas apuntaron al joven que, rápidamente, negó: —¡No, no! También es la primera vez que vengo, como invitado. Aunque soy de Bagdad, os aseguro que nunca había estado aquí antes, he llegado este mediodía
y lo primero que me ha extrañado es no ver a ningún hombre en la casa. —Al menos parece que eres el que más confianza tiene con ellas —observó Gafar. —¡Exacto! Y eres el más indicado para preguntarles el porqué de su insólito comportamiento —subrayó inmediatamente el califa—; no sé vosotros, pero yo no pienso marcharme de aquí sin enterarme de los motivos que las impulsan a semejantes desmanes. —Pero ¿qué estáis diciendo? —replicó Gafar, asustado—, si todos somos huéspedes, todos estamos sujetos a la misma condición y no podemos permitirnos hacernos los curiosos. Mirad, la noche pronto pasará, mañana cada uno de nosotros seguirá su camino y nos olvidaremos de lo que hemos visto. Y acercándose al oído del califa, cuchicheó: —Naturalmente eso no va por vos, majestad. Pensad que por ser quien sois, si os interesa, mañana podéis convocar a las muchachas a palacio y sonsacarlas a placer. —¿Mañana?, ¿y qué te hace pensar que tengo tanta paciencia para esperar hasta mañana? —se enfadó su majestad—, quiero saberlo ahora, ¡ya!, en este momento. —Pero faltaremos a nuestra promesa… Haciendo caso omiso de las objeciones del visir, el califa alzó la voz para que los demás le oyeran y dijo: —A ver, nosotros somos siete hombres y ellas sólo tres indefensas mujeres, ¿seremos tan cobardes?, si no nos lo quieren explicar de buena gana, haremos que lo hagan a la fuerza. De hecho, todos los invitados, excepto Gafar, eran partidarios de interrogarlas y escogieron al porteador, por ser el que llevaba más tiempo en la casa, como portavoz del grupo. —¿Qué estáis murmurando? —les interrumpió la señora, que les observaba con cara de pocos amigos.
—Convendréis con nosotros, señora, que lo que acabamos de presenciar se aleja bastante de lo normal y comprenderéis que estemos muy inquietos y afectados —dijo el porteador aparentando aplomo—. Vuestros invitados querrían saber por qué habéis golpeado a las perras con tanta saña y después las habéis abrazado, y respecto a la muchacha que ha cantado, por qué tiene la espalda flagelada. —¿Hablas en nombre de los demás? —Y del mío propio. Todos, salvo este señor —precisó señalando a Gafar—, hemos estado de acuerdo en preguntároslo. —¡Pues faltáis a vuestra palabra y nos ofendéis en gran manera! ¿No quedamos que no preguntaríais nada acerca de lo que vierais esta noche, fuese lo que fuese? Os hemos abierto la puerta de nuestra casa, os hemos ofrecido techo, cena y buena compañía y ¿es así cómo nos lo agradecéis? Desde luego, la culpa podría achacarse a quien os ha dejado entrar, pero habéis sido muy desconsiderados. Airada, la muchacha palmoteó al tiempo que, con el pie, daba tres golpes seguidos al suelo y gritaba: «¡Venid, rápido!» Y al instante, como por arte de magia, siete esclavos negros y armados de espadas irrumpieron en la sala, sujetaron a los invitados, los pusieron en fila, les ataron las manos a la espalda y los obligaron a caminar hasta el centro de la sala. —¿Les cortamos el cuello, señora? —dijo uno de los esclavos desenvainando amenazadoramente la espada, de forma que incluso al verdugo Masrur se le pusieron los pelos de punta. —Un momento, no tan deprisa —le apaciguó la señora—, antes quiero hacerles algunas preguntas a estos curiosos. —¡No me hagáis pagar la culpa de los otros, señora! —suplicó el porteador con lágrimas en los ojos—, ellos me obligaron a preguntároslo. ¡Piedad! Acordaos del buen rato que hoy hemos pasado juntos, todo iba muy bien hasta que aparecieron estos tres tuertos de mal agüero. Y, con la voz empañada, recitó:
¡Qué loable es el perdón del poderoso!, más aún si procede del victorioso.
Por el afecto que hay entre nosotros, no castiguéis el uno por el otro.
La candorosa espontaneidad del porteador consiguió arrancar una sonrisa al ceñudo rostro de la muchacha que, algo más relajada, les comunicó: —Cada uno de vosotros tendrá que decirme quién es y explicar por qué y de qué manera ha venido a esta casa. Quiero la verdad y os aseguro que lo tenéis muy mal si no sois personas nobles o influyentes. —Hazle saber quiénes somos —susurró el califa a Gafar—, rápido o moriremos. —Es lo que merecemos —sentenció el visir, secamente, sin perder la rigidez. —¡No es momento de bromas, estúpido! —le recriminó Harún Arrashid sin atreverse siquiera a volver la cabeza hacia el lado en el que se encontraba Gafar. Sin embargo, en aquel preciso instante, la muchacha no estaba pendiente del califa ni del visir, sino que se había colocado delante de los vagabundos y, después de mirarles fijamente unos momentos, les preguntó: —¿Sois hermanos? —No, señora —respondió uno de ellos—, no dejéis que os engañen las apariencias. —¿Y tú, naciste tuerto? —preguntó a otro. —No, no soy tuerto de nacimiento, sino por accidente —aclaró el aludido—. Si contara cómo perdí el ojo, por qué llevo la cabeza rapada y visto como un mendigo, sería una historia que pondría la carne de gallina al más impasible.
—¿Y tú? —preguntó la señora al vagabundo de al lado. —Yo tampoco lo soy de nacimiento y las circunstancias que me han llevado a tener el aspecto que ahora tengo son tan extraordinarias que si las contara harían encanecer a un niño. La vida me ha enseñado, señora, lo que significa poseer lo mejor de este mundo un día y perderlo absolutamente todo al día siguiente. —Interesante —reconoció la dueña de la casa—. Y ahora, escuche todos: cada uno de vosotros me contará lo que tenga que contarme, tal como antes os he dicho y, si la historia es convincente, se liberará de la muerte, en caso contrario… Con un gesto bien expresivo, el dedo índice rozando la garganta, la muchacha advirtió de cuál sería el destino de aquel cuya historia no fuera convincente. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», aseguró Shahrasad.
Noche 37
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el primero en hablar fue el porteador, que adelantándose a los otros dijo: —Respecto a mí, señora, sabéis sobradamente cómo y por qué he venido a esta casa. No soy más que un simple porteador, aunque instruido como habéis podido comprobar, y honrado por supuesto. Esta mañana vuestra compañera o tal vez servidora, la que ha salido a comprar, ha alquilado mis servicios en la calle, en el lugar donde siempre suelo apostarme en espera de clientes, y con ella he recorrido el mercado. Hemos pasado por casa del vinatero, la carnicería, la tienda de comestibles, la frutería, la tienda de frutos secos, la pastelería y la
perfumería, y todo lo que ella ha adquirido lo he transportado hasta vuestra casa y, luego, ha ocurrido lo que ha ocurrido y que de vos es bien conocido. Esto es todo lo que puedo contaros y no hay en ello ningún engaño ni misterio. —Bien, de acuerdo —itió la señora sosegadamente—, te has salvado, así que haz una reverencia y vete. —Si no tenéis inconveniente, me gustaría quedarme para escuchar lo que cuentan los demás —solicitó el porteador visiblemente aliviado. —No hay inconveniente, puedes quedarte. Seguidamente, tomó la palabra uno de los vagabundos y contó:
Historia del primer vagabundo
—Os explicaré cómo es que perdí un ojo y me vi obligado a raparme el pelo y a vestir con estos andrajos. Aunque no lo parezca, mi padre era gobernador y también lo era su hermano, en otra región. Mi tío tenía un hijo y una hija y, como estaba muy unido a mi padre, los visitábamos con frecuencia. Desde niño adquirí la costumbre de pasar largas temporadas en su casa y, con el paso de los años, estreché una amistad tan íntima con mi primo que se podría decir que más que primos éramos hermanos. Así las cosas, la última vez que fui a visitarles, me informaron de que mi tío había salido de cacería y estaría ausente unos días, pero mi primo me recibió con especiales muestras de cariño y dispuso en mi honor un banquete digno de reyes. Hizo degollar un cordero y me ofreció el mejor vino de su reserva, y aunque comimos y bebimos a placer, con las habituales bromas y chirigotas que gastábamos en la mesa, no dejé de notar en él un singular nerviosismo. Al terminar la comilona, se puso serio y, adoptando un aire misterioso, me dijo que tenía que pedirme un favor respecto a un asunto en el que llevaba metido mucho tiempo, que era muy importante para él y le daría un gran disgusto si me negaba a ello. Sin dudarlo un momento, le aseguré de todo corazón que siempre estaba dispuesto a prestarle mi ayuda y que contara conmigo para lo que fuera. A continuación me pidió que jurara solemnemente, por lo más sagrado, que no haría preguntas sobre lo que me encomendara y que nunca le contaría a nadie nada de todo aquello, y yo le complací sin ningún recelo. Más tranquilo, se levantó de la mesa, salió del comedor y volvió a los pocos momentos acompañado de una mujer velada, esbelta, de andares distinguidos y perfumada de tal modo que el penetrante aroma que exhalaba me mareó casi más que el vino que generosamente había consumido. Mi primo me pidió que la llevara al cementerio, me describió el lugar exacto hacia donde debía conducirla, una tumba en medio del camposanto, y, por último, me dijo que le esperáramos allí. Aunque la curiosidad me aguijoneaba, no osé preguntarle nada, por el juramento que había prestado, e inmediatamente, acompañado de la enigmática dama, me puse en camino. Llegamos al cementerio y, más por el buen sentido de
orientación de ella que por el mío, encontramos la tumba en cuestión y nos sentamos al lado esperando a mi primo. Al cabo de un rato se presentó, armado de un pico y una pala y, sin decir palabra, mientras yo le observaba con estupor, se puso a cavar en el lugar de la tumba. Apartó tierra y piedras hasta que topó con una losa, tiró de una argolla y ¡oh, sorpresa!, se levantó la losa y aparecieron los primeros peldaños de una escalera. Entonces mi primo miró a la mujer y le dijo que había llegado el momento y que era necesario que se decidiera. Y parece que ella ya tenía bien claro lo que tuviera que decidir, puesto que, sin dudar un instante, se dirigió al agujero y descendió por la escalera hasta perderse de vista. Acto seguido, mi primo me comunicó que me tocaba a mí cumplir la parte más importante del favor que me había solicitado. Por un momento temí que me pidiera que bajara por la escalera, pero no fue así, sino que fue él quien puso los pies en el primer peldaño y me indicó que, cuando se hubiera metido dentro, colocara la losa en su sitio y la tapara con tierra y piedras, cual si fuera una tumba, y luego volviera a casa, como si nada hubiera sucedido. Me advirtió también que dejara pasar unos días y, si me preguntaban por él, me hiciera el despistado, pero que, sobre todo, antes de que regresase su padre de caza, volviera al cementerio, desenterrara la losa, la levantara y le llamara. Y a pesar de la poca gracia que me hacía, no tuve más remedio que seguir sus instrucciones. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia más extraordinaria e increíble!», exclamó Dinarsad. «Pues si la próxima noche sigo aún con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 38
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato:
Cuentan, majestad, que el primer vagabundo siguió explicando: —A todo esto, señora, recordad que en el banquete yo había bebido demasiado y no me encontraba precisamente con la cabeza despejada, así que nada más llegar a casa de mi tío, fui a mi habitación, me eché en la cama y me quedé dormido hasta el día siguiente. Por la mañana, al despertarme, los extraños acontecimientos de la tarde anterior se dibujaban confusamente en mi memoria y llegué a creer que los había soñado. Sin embargo, cuando pregunté por mi primo a diversos del personal de servicio y nadie supo darme razón de su paradero, empecé a preocuparme en serio y, lleno de oscuros presentimientos, me dirigí al cementerio. En vano busqué la tumba bajo la que había la escalera por donde habían desaparecido mi primo y la desconocida; por más que rodé y rodé todo el día por el cementerio, fui incapaz de reconocerla. Abatido, regresé al anochecer a palacio, cené frugalmente y me retiré a mi habitación sin dejar de dar vueltas al asunto. Aunque logré conciliar el sueño, aquella noche fui víctima de las más horribles pesadillas y, en punto amaneció, volví al cementerio. Intenté rehacer el mismo camino que había seguido con la misteriosa mujer la fatídica tarde de los hechos, pero no di con la tumba por más que me afané y, desalentado, me vi obligado a regresar a palacio con las últimas luces del crepúsculo. Al tercer día volví a intentarlo, sin resultado, y, para mi desesperación, fracasé también el cuarto. ¡Creí que me volvería loco! El desánimo me venció y, completamente incapaz de enfrentarme a las lógicas preguntas de mi tío cuando regresara de la cacería, recogí mi equipaje y, con la máxima discreción, al alba del quinto día emprendí el camino de regreso a casa. Al llegar a mi ciudad, sin embargo, me encontré con una sorpresa sumamente desagradable. Por si mis cuitas no fueran ya bastantes, nada más cruzar las puertas de la muralla dos guardias me arrestaron. —¿Qué hacéis, desgraciados? —les increpé—, ¿no me habéis reconocido? ¡Soy el hijo del gobernador! —Vuestro padre ya no es el gobernador de esta ciudad —me informó, ásperamente, uno de los guardias—, ha sido derrocado y muerto por el visir, que es quien ha tomado el poder. Él es ahora quien manda y el que nos ha ordenado que os detuviéramos y os condujéramos a su presencia. cuando llegárais. Fue como si la bóveda celestial se hubiera desplomado sobre mi cabeza. Y es que, para más desgracia, dicho visir me odiaba profundamente; os contaré el
motivo: desde hace tiempo soy muy aficionado a la ballesta y un día que me encontraba practicando en la azotea de palacio, avisté un pájaro que se había posado en la azotea contigua, que pertenecía a los aposentos del visir; apunté y disparé, con tan mala suerte que en lugar de darle al pájaro, erré el tiro y la saeta fue a clavarse en el ojo derecho del visir que, en aquel momento, sin que yo me hubiera dado cuenta, había salido a tomar el aire. Por más que le expresé mis más sentidas disculpas e intenté hacerle comprender que había sido un accidente fortuito, el hombre me consideró culpable de la pérdida del ojo y desde entonces me guardó un pertinaz rencor. Con estos antecedentes, pues, no es de extrañar que me esperase lo peor al escuchar las palabras del guardia. Cuando llegué a la sala de audiencias de palacio, el visir me recibió con insultos y vituperios y, lleno de rabia, sin hacer ningún caso de mis ruegos, se me acercó y me hundió el pulgar en el ojo derecho hasta que me lo vació. Pero aun con eso, las ansias de venganza del siniestro visir no quedaron satisfechas y ordenó que, atado de pies y manos, me introdujeran en una caja, llamó al verdugo y le mandó que tomara el caballo y el montante, llevara la caja al bosque y sacrificara al individuo que había dentro, pues, según sus propias palabras, yo no era más que un vulgar delincuente que merecía la muerte. Y, por si fuera poco, le dijo también que abandonase mi cadáver para que fuese pasto de las fieras y las aves carroñeras. El verdugo, como es de suponer, obedeció las órdenes de su señor y, metido en la caja, me llevó al bosque. No obstante, aquel hombre había sido un fiel servidor de mi padre y, al abrir la caja y reconocerme, se llevó un buen susto. En aquellos delicados momentos, el instinto de supervivencia hizo que me sobrepusiera al terror y, aprovechando su desconcierto, recité con la esperanza de conmoverle:
Te escogí como baluarte contra mis enemigos y en el arco de sus flechas te has convertido.
Contra sus ataques esperaba que me defendieras, así como la mano derecha defiende a la izquierda.
Mas si a enfrentarte a mí te fuerza el destino, deja que el mandoble me lo clave el enemigo.
Si tu afecto por mí a exponerte no te obliga, al menos mantente al margen de la intriga.
Mis versos surtieron efecto y le llegaron al corazón y, en lugar de hacer uso del montante, me desató y me dijo que corriera y huyera lejos de aquellas tierras, ya que si alguien me descubría, no sólo mi vida sino también la suya correrían peligro. Me besó la mano, me deseó suerte y me recordó las acertadas palabras del poeta:
Salva tu vida si sufres injusticia, tu casa da testimonio de quien la erigió.
Hallarás más espacio en esta tierra, mas otra vida en esta vida no hallarás.
No delegues tus asuntos en manos ajenas, que tu más fiel representante eres tú.
Recuerda que el cuello del león no engorda
si él mismo de alimentarlo no se preocupa.
Agradeciéndole su coraje y el inmenso favor de haberme salvado la vida, me despedí de él y eché a correr. La verdad, me costaba hacerme a la idea del cúmulo de adversidades que, de la noche a la mañana, me habían sobrevenido. Sumido en un mar de confusión y afligido, no se me ocurrió nada mejor que encaminarme a casa de mi tío. Fuese lo que fuese lo que allí pudiera encontrarme, necesitaba más que nunca el refugio y el consuelo de la familia. Cuando por fin llegué a la casa, me precipité al encuentro de mi tío, le abracé y, entre sollozos, le informé de todas las desgracias que me habían sucedido. —¡Ay, Dios mío, sólo faltaba esto!, las desgracias nunca vienen solas —se lamentó él. Como evidenciaban la palidez del semblante y sus ojos enrojecidos, no se hallaba precisamente en disposición de darme consuelo, y, muy desmoralizado, me dijo: —Mi hijo ha desaparecido, querido sobrino, no tenemos noticias de él desde hace días. Sus palabras me partieron el corazón y, al verlo en tal estado de abatimiento, decidí romper mi juramento y le conté lo que había pasado en el cementerio. Mis noticias no eran precisamente como para saltar de alegría, pero al menos le devolvieron el ánimo y consiguieron que la luz de la esperanza, aunque débil, brillara de nuevo en su mirada. Sin perder un instante, mi tío fue a buscar un pico y una pala y, con la intención de remover tumba por tumba si fuera necesario, salimos inmediatamente hacia el camposanto. Aquella vez, sin embargo, no sé qué estrella me iluminó y logré localizar la tumba en cuestión sin dar demasiadas vueltas. Nos pusimos a cavar y, efectivamente, después de apartar la tierra apareció la losa, tiramos de la argolla para levantarla y, debajo, vimos la escalera. Con cuidado, empezamos a descender, mi tío delante y yo detrás y, a medida que nos internábamos, nos envolvía un fuerte olor a quemado y un humo que, aunque no muy espeso, nos irritaba los ojos y nos hacía toser. «¡Que Dios nos asista!», repetía mi tío para darse ánimo.
Al pie de la escalera, de la que llegué a contar cincuenta peldaños, nos encontramos con un amplio subterráneo, tenuemente iluminado por unas velas a punto de extinguirse. Al fondo, sin embargo, había una abertura por la que se traslucía una mayor claridad, hacia allí nos dirigimos y desembocamos en una especie de vestíbulo, sostenido por columnas de piedra de las que colgaban antorchas. La sala era bastante grande, con una cisterna en el centro y algunas tinajas llenas de agua alrededor y, en uno de los lados, se amontonaban gran cantidad de sacos que, según pudimos comprobar con mi tío, estaban llenos de harina, cereales y otros comestibles. Arrinconada en uno de los ángulos, había una cama, cubierta con un dosel. Nos acercamos a ella, mi tío descorrió el tornalecho y ¡qué macabra imagen contemplamos!, creo que nunca se me borrará de la memoria. Mi primo yacía en la cama, abrazado a la mujer que le había acompañado y ambos estaban… ¡carbonizados! La sangre se me heló en las venas ante semejante horror y me quedé como si hubiera visto al mismísimo diablo. La reacción de mi tío, en cambio, fue de lo más inesperada y desconcertante. Montó en cólera, escupió a mi primo, o lo que quedaba de él, en la cara y gritó totalmente fuera de sí: —¡Éste es el castigo que te has buscado, pecador, pero peor será el que recibas en el otro mundo! Y hecho una furia, se quitó uno de los zapatos y con él golpeó, repetidamente y con saña, los dos cuerpos carbonizados sin dejar de proferir maldiciones contra ellos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 39
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el
relato: Cuentan, majestad, que el primer vagabundo siguió explicando: —La actitud de mi tío me pareció del todo irracional, incomprensible. Sólo cuando su cólera hubo remitido y volvió a calzarse el zapato me atreví a preguntarle el porqué de tan extraño comportamiento. Y esto fue lo que me explicó: —Has de saber que el degenerado de tu primo se había enamorado de su hermana. Todo empezó cuando ambos eran niños y yo pensé entonces que era simplemente cosa de críos y que con el tiempo se les pasaría. Pues bien, crecieron, llegaron a la adolescencia y lejos de apartarse del mal camino, su locura les llevó a cometer el acto más repulsivo que puedas imaginarte. Cuando me enteré puse el grito en el cielo, naturalmente, y le di a tu primo una reprimenda de padre y muy señor mío. Le hablé de las funestas consecuencias de tal desvarío, en todos los sentidos, y le dije que si el escándalo llegaba a trascender, seríamos la vergüenza del país y nuestra familia quedaría marcada por el oprobio por los siglos de los siglos. Para evitar mayores males, además, puse a mi hija bajo estricta vigilancia y a él le prohibí terminantemente acercarse a ella. Pero ella, la muy depravada, también le amaba; no sé cómo se las compusieron, sin duda el diablo hizo de las suyas, y a mis espaldas, por lo que se ve, siguieron con sus aberrantes relaciones. Aquí tienes la prueba: al parecer tu primo llegó a construir este refugio bajo tierra para poder esconderse aquí con su hermana y así lo hicieron, aprovechando mi ausencia y, encima, abusando de tu bondad, te mezclaron en el asunto, ¡malditos sean! Bien, ahí los tienes, consiguieron estar juntos pero han tenido el castigo que merecían y Dios, seguramente, les condenará en la otra vida. Dicho esto, una súbita melancolía se apoderó de mi tío y, con lágrimas en los ojos me dijo: —Tú ocupas ahora el lugar que este pervertido nunca fue digno de ocupar en mi corazón, ¡hijo mío! Nos fundimos en un abrazo y dejé que el llanto expresara mis sentimientos de impotencia por la fatalidad del cruel destino. ¡Qué mundo éste, Dios mío!, en sólo unos días había sufrido más calamidades que en toda una vida, había perdido a mi padre, mi casa, mi posición y mi ojo derecho, por pelos me había
librado de la muerte y, de la forma más dolorosa, me había enterado de los vicios ocultos de mi difunto primo. ¡Realmente increíble! Cuando nos hubimos desahogado, abandonamos aquel tétrico lugar y salimos a la superficie. Colocamos la losa encima de la abertura, la tapamos con tierra y, antes de dejar el cementerio, mi tío y yo sellamos un pacto de silencio respecto a todo lo relacionado con aquellos desgraciados sucesos. Regresamos a palacio y, apenas me había retirado a mi habitación para descansar de tantas fatigas, me sobresaltó el ruido de un tumulto que procedía del exterior. Escuché claramente el sonido de tambores y trompetas mezclado con el eco de cascos y relinchos de caballos y el griterío de voces humanas. A los pocos momentos una gran agitación se adueñó de palacio, salí asustado de la habitación y, entre la confusión de gente que corría a uno y otro lado, logré parar a un sirviente que me informó de lo que estaba ocurriendo: el visir que había derrocado y muerto a mi padre había atacado la ciudad por sorpresa y sus tropas la estaban saqueando. Ante tan alarmante noticia, quise ir en busca de mi tío, pero el sirviente me advirtió que no perdiera tiempo y huyera cuanto antes, porque los invasores habían llegado ya a las puertas de palacio y mi tío había sido asesinado cuando había salido a hacerles frente con unos cuantos soldados. ¡Santo Dios!, la fatalidad me perseguía y mis penalidades parecían no tener fin. «Si caigo en las garras del visir, esta vez no saldré con vida», pensé; así que, saltando por una ventana, me escapé de la trampa en que se había convertido el palacio de gobernación y corrí hacia la ciudad, refugiándome entre la multitud que se agolpaba por las calles. No obstante, sabía de sobra que ningún lugar de la ciudad era seguro para mí, tarde o temprano los sicarios del visir me atraparían. Tenía que huir de allí como fuera y decidí cambiar de aspecto para no ser reconocido por nadie en el momento de cruzar la puerta de la muralla. Así fue como al pasar junto al local de un barbero, que al parecer se había dado a la fuga, me afeité la barba y la cabeza al cero, luego intercambié mi ropa con la de un pordiosero que me topé en una esquina y, vestido de esta guisa, conseguí atravesar la puerta principal de la muralla sin despertar sospechas. De este modo, como un pobre mendigo, me puse en camino, rumbo a Bagdad, con la esperanza de llegar a la capital, pedir audiencia al califa y rogarle a su majestad que tenga a bien escucharme y, si lo considera oportuno, ayudarme a salir del atolladero en el que me ha colocado el destino. Y aquí me tenéis —acabó el primer vagabundo—, esta misma noche he llegado a
Bagdad y, vagando por las calles me he topado con estos dos compañeros, que se hallan en situación parecida a la mía, son forasteros y buscaban un lugar para hospedarse. Nos hemos juntado los tres y, en fin, el resto ya lo conocéis, no hemos encontrado posada y hemos llamado a vuestra puerta para pediros el favor de alojarnos sólo por esta noche. Ésta es la pura verdad, señora, y, una vez más, quisiera agradeceros de corazón vuestra hospitalidad. —Muy bien, ¡te has salvado! —exclamó la señora, impresionada con la historia del vagabundo—, puedes irte cuando quieras. —Si no es abusar de vuestra bondad, quisiera quedarme para oír lo que cuentan los demás —pidió el hombre, humildemente. —De acuerdo, quédate —aceptó ella. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó Dinarsad. «Pues si la próxima noche sigo aún con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré la historia del siguiente de los vagabundos, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad. Y el rey Shahrasad pensó: «No la mataré hasta que no nos haya contado esta historia tan sorprendente a la que se refiere, y luego tendrá el mismo fin que las otras».
Noche 40
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó la narración: Cuentan, majestad, que la historia del primer vagabundo había dejado en vilo a todos los presentes. —Es lo más extraordinario que he oído en toda mi vida —bisbiseó Harún Arrashid al oído de Gafar. Seguidamente, tomó la palabra el segundo vagabundo y contó:
Historia del segundo vagabundo
—En primer lugar debéis saber, señora, que yo tampoco soy tuerto de nacimiento y que soy hijo de un noble caíd, que me procuró una esmerada educación desde mi más tierna infancia. Me enseñó a leer y escribir en edad temprana y muy pronto empecé a destacar en el arte de la caligrafía y aprendí El Corán, que logré memorizar en las siete lecturas canónicas. Estudié jurisprudencia siguiendo la obra de Ashatibí, que comentaba en presencia de los más versados eruditos, y también gramática, retórica y oratoria. En lo que más sobresalía, sin embargo, era en redacción y caligrafía, técnica en la que superaba a todos mis contemporáneos e incluso a los calígrafos más expertos y eminentes del país. Mi fama en este sentido no tardó en cruzar la frontera de los dominios de mi padre y se extendió allende nuestras tierras, llegando a oídas de los soberanos más poderosos de otros países, entre ellos al rajá de la India. Éste, al parecer, mostró gran interés en conocerme personalmente y, a tal efecto, envió a mi padre un sinfín de preciosos regalos con la petición de que me permitiera hacerle una visita. Mi padre, agradecido por los magníficos presentes y orgulloso de que su hijo fuera objeto de iración y requerimiento por parte de un personaje tan distinguido, se apresuró a hacer los preparativos del viaje para que yo pudiera presentarme ante el rajá. Organizó una caravana con seis carruajes repletos de obsequios y, cuando todo estuvo dispuesto, me despedí de él y, al frente de la expedición, emprendí la marcha. Llevábamos casi un mes de camino, sin que hubiéramos sufrido ninguna contrariedad, cuando de improviso el horizonte se cubrió de una espesa polvareda y, tras ella, apareció ante nosotros un nutrido grupo de caballeros, no menos de cincuenta, de aspecto feroz y armados hasta los dientes. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», aseguró Shahrasad.
Noche 41
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el vagabundo siguió explicando: —La catadura de aquellos individuos no dejaba lugar a dudas y al instante adivinamos que se trataba de una partida de bandidos. Ellos, por su parte, al observar que éramos pocos y llevábamos un buen cargamento, apuntaron las lanzas hacia nosotros evidenciando bien a las claras cuáles eran sus intenciones. Con la débil esperanza de detenerles les grité: —¡Alto! ¿Qué pretendéis? ¡Somos mensajeros y custodiamos un envío para el rajá de la India! —¡No estamos en su territorio ni bajo su jurisdicción! —rugió uno de ellos, quizá el cabecilla de la banda. Semejantes energúmenos no suelen atender a razones y, sin más, dio la orden de ataque. Poco pudimos hacer para defendernos, mis compañeros resultaron muertos y yo caí herido. Sin embargo, los bandidos creyeron que habían acabado con todos y, mientras estaban ocupados deshaciendo los paquetes, logré escapar del lugar del enfrentamiento sin llamar su atención. Caminé sin rumbo y sin descanso largo tiempo, sin duda el anhelo de salvar la vida me empujaba y podía más que la fatiga y el dolor que sentía por la herida que, gracias a Dios, fue más leve de lo que había pensado en principio. Ya veis, señora, yo que todo lo había tenido, todo lo perdí en un suspiro y me convertí, de la noche a la mañana, en un pobre errante y desposeído. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 42
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el vagabundo siguió explicando: —Recuerdo que anduve todo el día y aun toda la noche, parando de vez en cuando sólo para reponer fuerzas y alimentarme de los frutos silvestres que la vegetación del lugar me ofrecía. Al día siguiente llegué al pie de un monte y bien cierto es lo que dicen que ante la adversidad uno crece, pues a pesar del cansancio no desfallecí e inicié la ascensión sin pensarlo dos veces hasta que, con las últimas luces de la tarde, conseguí llegar a la cima. Para mi alivio descubrí allí una cueva en la que me refugié y, una vez dentro, caí rendido y me quedé profundamente dormido en el duro suelo como si fuera el más mullido de los lechos. Cuando desperté ya había amanecido, así que salí de la cueva y sin más demora me puse de nuevo en camino. Descendí por la ladera del monte y seguí avanzando sin pausa, de nuevo en terreno llano, hasta que, por fin, divisé las inconfundibles siluetas de los edificios de una población recortando el horizonte. Esta visión me infundió ánimo y arrecié el paso. A medida que me acercaba observé con complacencia cómo la incipiente primavera había cubierto con un manto de flores los huertos y jardines de los alrededores, donde borboteaban los arroyos y los pájaros trinaban alegremente. La belleza de los campos y las alquerías de los arrabales indicaban que se trataba de una próspera localidad y al entrar en el núcleo urbano comprobé que estaba dotada de sólidas y hermosas construcciones y, por el bullicio que reinaba en calles y plazas, deduje que debía contar con un elevado número de habitantes. Un lugar atractivo y acogedor, sin duda, como el que inspiró al poeta los versos:
¡Hermoso lugar!, a sus habitantes
ofrece belleza y seguridad.
¿No será el paraíso terrenal brindándonos su bienestar?
Mientras vagaba por las calles, recuerdo que me invadían sentimientos contradictorios. La alegría de haber llegado a un lugar habitado y verme rodeado de gente se mezclaba por momentos con la tristeza que se apoderaba de mí al considerar el lamentable aspecto que, en aquellas circunstancias, mi persona ofrecía a los lugareños: débil y pálido, las manos y los pies agrietados, las huellas de la fatiga y el sufrimiento en todo mi cuerpo y, para colmo, vestido como un harapiento. Sin duda, nada tenía que ver con el noble y risueño joven que, pocos días antes, saboreaba las mieles de la vida y se dirigía, contento y despreocupado, a encontrarse nada menos que con el rajá de la India. Al fin, cansado de deambular, me paré delante de una sastrería y me quedé contemplando su interior como un pazguato. Aunque yo ni siquiera hubiese reparado en ello, el sastre se encontraba en aquel momento a la puerta del establecimiento y me dirigió un atento saludo al que, pasado el inicial sobresalto, respondí con igual cortesía. El hombre resultó ser de una amabilidad exquisita y, a pesar de mi dudosa apariencia, me invitó sin ambages a pasar dentro de su tienda, me ofreció asiento y, con palabras cordiales, me habló y se interesó por conocer mis circunstancias. El trato afectuoso que me dispensaba me infundió confianza y, convencido de hallarme ante una persona de buenos sentimientos, le conté quién era y todo lo que me había ocurrido. El sastre escuchó con suma atención el relato y, cuando hube concluido, me puso una mano al hombro y, apesadumbrado, me dijo: —Muchacho, es mi deber informarte que nuestro gobernador es uno de los mayores enemigos de tu padre. No me preguntes por qué, pero sé que desde hace tiempo le tiene jurada venganza; así que, ni se te ocurra repetir a nadie de por aquí lo que me has contado, y menos descubrir quién eres realmente. Así las cosas, pensé que a pesar de todo había tenido la suerte de caer en buenas
manos, puesto que el sastre, además de darme buenos consejos y agradable conversación, me invitó a comer, me proporcionó ropa limpia y, al anochecer, preparó un lecho en la trastienda para que pudiera pasar la noche bajo techo. Y no acabó allí la generosidad de mi benefactor. Pasé tres días como invitado en su casa y, al cuarto día, me insinuó con mucho tacto que si quería continuar bajo su techo, tendría que hacer algo para ganarme la vida. —¿Conoces algún oficio? —me preguntó. —Soy alfaquí —le contesté con orgullo—, versado en ciencias y letras, poeta, gramático y muy buen calígrafo. —¡Uf! —exclamó tras un mohín que me desconcertó sobremanera, y, moviendo negativamente la cabeza, añadió con gesto preocupado—: Mucho me temo que ninguno de estos conocimientos te servirá para ganarte el pan en estas tierras. —¿No? —me alarmé— ¡Pues no sé hacer otra cosa más que lo que te he dicho! Al verme tan alterado, el buen hombre quiso tranquilizarme y me dijo: —Bueno, bueno, anímate, todo tiene arreglo. Mira, tengo una idea: si conseguimos una azada, un hacha y una cuerda, puedes ir al bosque a cortar leña, luego venderla y, si Dios quiere, salir adelante de esta manera. Pero recuerda: no digas a nadie del pueblo quién eres realmente, pues en ello te va la vida. —Lo recordaré, descuida —le aseguré, resuelto a hacerle caso. Él mismo se encargó de comprar los utensilios necesarios y la cuerda, me presentó a un grupo de leñadores y me uní a ellos. Y así fue como aprendí el oficio y me convertí en leñador. Cada día iba al bosque, juntaba leña y la vendía después en el mercado, por medio dinar más o menos, que entregaba al sastre para mi mantenimiento. Y fue pasando el tiempo. Llevaba un año en estas condiciones cuando un día, como tantos otros, me adentré en el bosque, escogí un árbol cercano a un riachuelo y con la azada empecé a cavar alrededor para dejar al descubierto la raíz y abatirlo. Pero al remover la tierra me pareció que la azada chocaba con algo metálico, seguí cavando y me encontré con una argolla sujeta a una
trampilla de madera, tiré de ella y, ante mi asombro, debajo de la trampilla apareció una escalera. Movido por la curiosidad, no lo dudé ni un momento y descendí. Lo que vi al pie de la escalera, señora, era cosa de no creérselo: ante mis maravillados ojos apareció un vestíbulo amplio y luminoso, como el de un palacio, que daba paso a una sala de soberbia construcción y ricamente ornamentada. No exagero si os digo que jamás había visto otra igual en mi vida, aunque no fue la visión de tan magnífico recinto bajo tierra lo que más me sorprendió, sino el hecho de que en él se hallaba una mujer hermosísima, deslumbrante como el sol y reluciente como una perla, una mujer que hubiera quitado el juicio al más sano o hubiera sanado al enfermo con tan sólo verla. De figura portentosa, unos cinco pies de altura, senos prominentes, mejillas brillantes y perlada boca, como la beldad que sedujo al poeta:
Cuatro cosas que no se mezclan ella aúna, sólo para romperme el corazón y desangrarme:
la esbeltez del cuello y la luz de la sonrisa, el fulgor de la frente y la rosa en las mejillas.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 43
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad retomó el hilo de la historia: Cuentan, majestad, que el vagabundo siguió explicando: —Cuando la atractiva mujer se percató de mi presencia, me miró con el mismo asombro con el que yo la estaba observando y, asustada, me preguntó con voz temblorosa si yo era un hombre o un genio. Con ánimo de calmarla le respondí de inmediato que no era más que un hombre de carne y hueso y, más sosegada, se interesó por saber cómo había llegado hasta allí, pues, según me contó, hacía veinticinco años que residía en el lugar y hasta entonces nunca había visto entrar a una persona. Sus palabras me llegaron a lo más profundo del corazón y, en el tono más sugestivo que fui capaz de articular, le dije con suavidad: —Gentil dama, hasta aquí he llegado buscando la felicidad y huyendo de las aflicciones, o tal vez he venido para traerte la dicha y ahuyentar tus preocupaciones. Llegado a aquel punto olvidé todas las precauciones que me había recomendado el sastre y, develando mi auténtica personalidad, le conté a la bella mujer las peripecias que había pasado hasta llegar a encontrarla en aquellas extraordinarias circunstancias. Mi historia la enterneció y, convencida de mi sinceridad y de la bondad de mis intenciones, se dispuso también a contarme su vida y, no sin cierta melancolía, refirió: —Aquí donde me ves, soy la hija de Aftimero, rey de la tierra de Ébano, toda una princesa, ni más ni menos. Mi padre me había prometido como esposa a mi primo, pero la noche de bodas, precisamente, apareció un genio que me raptó y me llevó volando a este lugar, en el que vivo desde entonces. No puedo decir que el genio me maltrate, al contrario, pues me proporciona comida y todas las comodidades que deseo. Cada diez días viene a visitarme y duerme una noche conmigo, es lo más que puede hacer puesto que el resto del tiempo se lo dedica a su familia. Y si entre tanto necesito algo, cualquier cosa, ya sea de noche o de día —añadió señalando una puerta lateral de la sala—, no tengo más que tocar con la mano la inscripción que ves en el umbral de aquella puerta y se presenta al instante dispuesto a atenderme. Por cierto, hoy hace cuatro días que recibí su habitual visita, de modo que faltan exactamente seis para que vuelva y, ya que tú has sido lo suficientemente osado como para llegar hasta aquí, quisiera pedirte un favor: ¿te importaría quedarte conmigo estos días?, tan sólo cinco, antes que
el genio vuelva, ¡hace tanto tiempo que no disfruto de la compañía de un humano! Sin dudarlo un instante accedí a sus deseos, ¿cómo podía negarme?, para mí era como hacer realidad un sueño. Mi efusivo asentimiento iluminó su preciosa cara con una amplia sonrisa y, sumamente complacida, me tomó de la mano y me condujo a la habitación de los baños. Allí nos libramos de los vestidos y disfrutamos juntos de un relajante baño, era una pura delicia la forma en que me frotaba y me daba masajes. Al terminar, me entregó ropa limpia y me senté tranquilamente en uno de los escalones de la alberca mientras ella iba a buscar algo de bebida. La sirvió en una copa grande, que llenó a rebosar, y la apuramos mientras charlábamos y reíamos como si fuéramos viejos conocidos. Luego volvimos a la gran sala, donde me ofreció una suculenta comida y, una vez satisfecho el apetito, me acercó un mullido cojín y me dijo que me pusiera cómodo y durmiera un rato, pues me veía algo amodorrado. Pensé que tenía razón, sin duda el trabajo y las emociones me habían fatigado, y, como el sopor me vencía por momentos, no tardé en quedarme profundamente dormido a poco de estirarme. El dulce sueño hizo que me olvidara de todas mis preocupaciones, aunque el despertar fue más dulce todavía cuando noté que ella, con sus manos de seda, me daba suaves masajes en los pies. —¿Qué te parece un poco de vino? —me propuso con una pícara sonrisa, al ver que me despabilaba. —¡Excelente idea! —acepté con entusiasmo. La mujer, de lo más animada, se dirigió hacia una alacena, tomó una botella de vino añejo y, mientras disponía la mesa, recitó con mucha gracia:
Si hubiera sabido que venías, el fondo de mi alma hubiera extendido o tal vez las pupilas, y hubiera puesto las mejillas
como alfombra para allanar el camino hacia las pestañas.
No puedo negar que la bella dama me había seducido de todas y me sentía completamente cautivado por sus encantos; en definitiva, enamorado. Aquella noche que pasé en su compañía, y con la de la bebida que, copa tras copa, contribuyó a desinhibirnos, fue la más feliz y placentera de mi vida. Amanecí en sus brazos y, con la mente nublada por la pasión y el vino, le dije exaltado: —Preciosa, es una pena que alguien como tú languidezca en este subterráneo… ¡yo te sacaré de esta maldita prisión y te llevaré conmigo! —Calma, hombre, no pierdas la cabeza y disfrutemos todo lo que podamos de nuestra unión sin cometer locuras —replicó ella, sin duda mucho más serena que yo—, sabes perfectamente que estoy obligada a complacer al genio uno de cada diez días, pero si quieres, los otros nueve podemos pasarlos juntos aquí. Como ves, no nos faltará nada. —¡No! ¡Te quiero sólo para mí! —grité como un energúmeno. Lo cierto es que la embriaguez me había hecho perder el juicio, y, encima, añadí con bravuconería—: Ahora mismo voy a tocar esta inscripción del demonio. ¡Que venga el genio, que venga y le mataré, maldito! ¿No sabes que soy capaz de matar genios?, ¡de diez en diez si es preciso! —¡No lo hagas, por lo que más quieras! —gritó ella, pálida y muy asustada—, escucha lo que dijo el poeta:
¡Oh, tú, que buscas la separación! Piensa que sus caballos son raudos y corren desbocados.
Calma, que el sello del tiempo es la traición
y el final de la amistad está en la separación.
Pero yo no atendía a palabras ni a razonamientos y en aquel momento nada ni nadie hubiera podido detenerme. Corrí hacia la puerta, pegué un gran salto y di con los pies sobre la inscripción. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia más extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 44
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el vagabundo siguió explicando: —Tan pronto hube propinado el puntapié a la inscripción todo el edificio se ensombreció, la tierra tembló y el retumbar del trueno siguió a la caída de un fulgurante relámpago. —¡Dios mío! ¿Qué pasa? —chillé, presa del pánico. Ni qué decir tiene que, de golpe, la borrachera se me había disipado y toda mi osadía se había esfumado. —¡Es el genio, viene el genio! —me hizo saber la mujer, horrorizada. Y mientras me empujaba sin miramientos, farfulló: —Corre, vete, deprisa… vete de aquí, ¡sálvate!
Salí disparado hacia el vestíbulo, enfilé los peldaños de la escalera y, a la mitad, me quedé clavado. El corazón me dio un vuelco: ¡había olvidado las sandalias y la azada! Paralizado por el miedo, observé cómo se abría el techo del palacio subterráneo y el genio descendía hasta posarse delante de la temblorosa mujer. —¿Qué pasa? ¿Por qué me has llamado? —bramó el demonio, malhumorado, cuando tocó tierra. —No te enfades, por favor —balbució ella—, hoy me sentía deprimida y he bebido un poco para animarme y, cuando me he levantado, algo mareada, he cruzado la puerta y me he dado con la cabeza justamente en el lugar de la inscripción y sin querer… —¡Cierra el pico, embustera! —la cortó el genio cada vez más encolerizado. El monstruo lanzaba chispas por los ojos y, desgraciadamente, dirigió la mirada hacia el rincón donde había dejado mis cosas. —¿Qué es esto? —rugió señalando las sandalias y la azada. —¿Esto? Pues… no sé… —la pobre temblaba como una hoja y articulaba con dificultad las palabras—, no me había fijado… qui… quizás lo trajiste tú, sin darte cuenta… quiero decir… —¿Crees que soy estúpido?, ¡zorra, más que zorra! Estaba claro que el genio sospechaba que su amada le había puesto los cuernos y no se andaría con chiquitas. Montado en cólera, la agarró violentamente, la desnudó, la ató de pies y manos a cuatro estacas, en forma de cruz, y empezó a torturarla despiadadamente para que le confesara la verdad. ¡Qué crueldad, Dios mío!, pero ¿qué podía hacer yo contra el genio, señora? ¡Nada! Incapaz de soportar el llanto y los gritos de la mujer, y aunque las piernas me sostenían con dificultad, terminé de subir la escalera y salí a la superficie. Coloqué la trampilla de nuevo en su sitio y, echando tierra encima, la tapé tan deprisa como me fue posible. Angustiado, con el corazón en un puño y los ojos llenos de lágrimas, me dejé caer sumido en la desesperación por todo lo que había sucedido. Pensé en aquella desdichada mujer, tan buena y hermosa, en la generosidad que me había demostrado y como yo, imbécil de mí, con mi absurdo comportamiento le había amargado la vida. Por una sola noche placentera le
había estropeado veinticinco años de tranquila existencia en aquel subterráneo. Me sentía culpable y terriblemente abatido. Luego me vinieron a la memoria imágenes de mi patria y de los días felices que allí había pasado junto a mi padre, antes que la desgracia se hubiera cebado en mí y me hubiera convertido en un simple leñador que, además, durante el resto de sus días, tendría que lamentar el haber causado un daño irreparable a una buena persona. E inmerso en estos tristes pensamientos, recordé los versos que dicen:
El destino me trata como a un enemigo, con saña todo el tiempo me persigue.
Si en algún momento afecto me prodiga, al momento siguiente otra vez me castiga.
Una vez que hube desahogado mis penas en llanto y lamentaciones, decidí volver al pueblo, ¿dónde podía ir si no? Mi amigo el sastre, por cierto, apenas me vio aparecer en la tienda pegó un respingo y vino a mi encuentro. —¡Al fin, gracias a Dios! —exclamó. Su rostro reflejaba bien a las claras que había pasado la noche en vela, preocupado por mí. Después de disculparme por la molestia que le había causado y de agradecerle sus atenciones, me inventé un cuento para justificar mi larga ausencia y la pérdida de las sandalias y los útiles de leñador y, con la excusa del cansancio, me retiré enseguida a mi habitación. Solo en mi aposento, daba vueltas y más vueltas encima del colchón, sin poder quitarme de la cabeza los últimos acontecimientos y sin dejar de reprocharme la atolondrada acción que había cometido al golpear aquella maldita inscripción y las nefastas consecuencias que había provocado. En estas cavilaciones andaba
cuando el sastre asomó la cabeza por la puerta y me dijo: —¡Eh, muchacho, levanta! Aquí en la tienda hay un anciano extranjero que pregunta por ti. Dice que ha encontrado en el bosque tu azada y tus sandalias, que ha preguntado a los leñadores y ellos le han indicado quién era el propietario y dónde podía encontrarle. Vamos, ven a saludarle y a darle las gracias. Casi se me paró el corazón y me quedé blanco como la cera al escuchar tales palabras. ¿Quién podía ser el anciano extranjero si no el genio disfrazado, el mismo demonio de la estirpe de Iblís al que había visto atormentar salvajemente a la desventurada mujer?, ¿habría ella confesado? Pero no tuve tiempo de muchas lucubraciones, ni siquiera de incorporarme, pues apenas el sastre me hubo vuelto la espalda, el suelo de la habitación se agrietó y por la hendidura apareció el terrible genio, aunque camuflado bajo el aspecto de un anciano extranjero. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia más extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 45
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el vagabundo siguió explicando: —El genio me agarró fuertemente por los brazos, me izó y, en un abrir y cerrar de ojos, me encontré volando con él por los aires. Llegados a un punto por encima del bosque, descendimos y, al tocar tierra, el genio golpeó el suelo y, ante mi atónita mirada, el suelo se hendió y fuimos a parar a la sala de la mansión subterránea en la que tan dichosos momentos había pasado la noche anterior. La infortunada mujer seguía allí con vida pero en un estado lamentable: desnuda, ensangrentada y llena de morados. Ante tan lastimosa visión no pude contener
las lágrimas. —¡Zorra!, ¡aquí tienes a tu amante! —vociferó el demonio al tiempo que le arrojaba una túnica para que se tapara—, es éste, ¿verdad? —No conozco a este hombre, nunca le había visto antes —negó ella con la voz entrecortada. Entonces supe que a pesar del martirio sufrido no me había delatado y que el genio me había descubierto por sus propios medios, utilizando la azada y las sandalias. —¡Por todos los diablos! —se enfureció el monstruo—. ¿No lo confesarás ni bajo tortura? —No le conozco, te digo la verdad —mantuvo ella con una entereza que me conmovió—; si te mintiera, cargaría la culpa sobre un inocente. —Muy bien, si no le conoces… aquí tienes mi espada, adelante, ¡mátale! Sentí un escalofrío aterrador. Empuñando la espada que le había dado el genio, la mujer se me acercó, nuestras miradas se cruzaron y yo, en un intento desesperado, le hice guiños y señas con las cejas para mover su compasión. También con los ojos ella me hizo entender que yo era el culpable de aquel trance y yo le imploré de igual manera el perdón. Por más que no podíamos hablar, su mirada era bien elocuente y en las páginas de sus mejillas, escritas con lágrimas, pude leer estas palabras:
¿Entiendes lo que mis ojos expresan?, el amor que oculto, ellos lo manifiestan.
Dejo que mis lágrimas traduzcan sentimientos, calla la lengua y los comunica la mirada.
Me has hecho señas y te he entendido, y con la vista te he respondido.
Nuestros ojos dicen lo que queremos, nosotros callamos y el amor habla.
Súbitamente ella dejó caer la espada al suelo, se echó hacia atrás y dijo: —¡Válgame Dios! ¿Cómo voy a matar a alguien que no conozco? No voy a derramar la sangre de un inocente para que pese después sobre mi conciencia. —¡No tienes valor para matarle porque le quieres! —tronó la voz del genio—, por eso has soportado el tormento. Está claro cuáles son tus sentimientos. Y volviéndose hacia mí, me preguntó: —¿Y tú qué dices?, ¿ites que la conoces? —¡No, no la conozco! —negué rotundamente—, no he visto a esta mujer en toda mi vida. —Bien, si es verdad eso, toma la espada y mátala. Sólo así te librarás tú de la muerte, pues será la prueba de que realmente no la conoces y no te importa lo que pueda pasarle. Con mano temblorosa, recogí la espada del suelo y me acerqué a ella. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia más extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 46
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el vagabundo siguió explicando: —Mientras me acercaba lentamente a la mujer, blandiendo sin mucha convicción la espada, de nuevo nos hicimos señas con la mirada. Ella parecía reprocharme mi actitud poco valerosa y yo quería hacerle entender lo mucho que me dolía aquella circunstancia. Éramos la viva representación del poema:
¡Cuántos enamorados con los párpados dicen lo que anida en su corazón!
Con los ojos me haces señas y yo interpreto su significación.
¡Qué hermoso es el rostro elocuente!, ¡qué adorable la expresiva mirada!
El uno con sus párpados escribe y el otro en su retina lee palabras.
Finalmente, no tuve corazón para hendirle la espada, la arrojé al suelo y, armándome de valor, le dije al genio: —Si una mujer, de inferior condición a la del hombre, un ser de corto entendimiento y larga lengua, no se ha atrevido a verter la sangre de un desconocido, ¿cómo voy a atreverme yo? No, no puedo matarla, aunque por ello me juegue la vida. —¡Malditos! —estalló el genio—, ¿creéis que podéis tomarme el pelo tan fácilmente? ¡Yo os daré vuestro merecido! Levantó la espada, hecho una furia, y descargó toda su rabia en la desvalida mujer. Le clavó un mandoble que le separó del cuerpo uno de los brazos, seguidamente le cortó el otro brazo y, para terminar, le hundió la espada en el pecho. La malograda cayó al suelo, desangrándose y, a punto de exhalar el último suspiro, me dijo adiós con la mirada y entregó su alma a Dios. Os juro, señora, que en aquel trágico momento yo también deseé la muerte. —Ésta es la recompensa del traidor —sentenció el verdugo contemplando a la víctima sin la más ligera brizna de compasión en su gesto. Y a continuación se dirigió a mí diciendo—: Así es nuestra ley, como debes saber, si la mujer traiciona al hombre, le deshonra, y él debe matarla en justa venganza, ¿o no? A esta mujer, a la que había raptado en su noche de bodas y había hecho mía cuando tenía doce años, yo le había dado todo y no conocía a otro hombre más que a mí. Pero su traición la perdió, ya no era digna de permanecer bajo mi protección. En cuanto a ti… en fin, no estoy muy seguro de si eras o no su cómplice, no voy a matarte, pero de todas maneras no te dejaré sin castigo. Dime: ¿en qué clase de animal prefieres que te transforme: un perro, un asno, una hiena, una fiera salvaje o… tal vez un pájaro? Se me pusieron los pelos de punta con semejante proposición, a pesar del alivio que representaba el hecho de haber salvado el pellejo. —Por Dios, genio, no hay nada que dignifique tanto al poderoso como la clemencia; perdóname —le supliqué—, tal como perdonó el envidiado al envidioso. —¿Qué historia es ésa del envidiado y el envidioso? Tragué saliva y empecé a contar:
Historia del envidiado y el envidioso
—Cuentan que en un pueblo, cuyo nombre no viene al caso, vivía un buen hombre que era objeto de una envidia irracional por parte de su vecino. Sólo un muro separaba una casa de la otra y el envidioso no hacía más que echarle mal de ojo. Tan obsesionado estaba el envidioso con su vecino que apenas comía y tampoco disfrutaba de las delicias del sueño. El envidiado, en cambio, vivía feliz y tranquilo y cuantas más maldiciones le echaba su vecino, más prosperaba. Enterado el envidiado de las maquinaciones del vecino, decidió trasladarse a otro pueblo, temeroso de que pudiera pasarle algo malo por su causa. Así pues, en otra población de la comarca adquirió un terreno en el que había un antiguo pozo y una acequia, se construyó una cabaña y compró una alfombra y algunas cosas más que necesitaba, lo justo para acomodarse en su humilde morada, donde empezó a llevar una vida ascética, dedicada por entero a la adoración del Altísimo. Corrió la voz entre los aldeanos respecto a su devoción y a su estado de gracia, los pobres del lugar acudían a él para pedir su bendición y pronto se hizo famoso en toda la comarca, de manera que también los ricos y poderosos empezaron a visitarle para solicitarle consejos y bendiciones. Su fama, que cada vez de extendía más, llegó a oídos de su antiguo vecino, el envidioso, que, en cuanto supo su paradero, resolvió hacerle una visita. El envidiado le recibió con una calurosa bienvenida, le honró y le prodigó muestras de afecto, y el envidioso le propuso dar un paseo por el jardín mientras le contaba los motivos de su visita. Salieron al patio, pues, y como viera que en él se habían reunido bastantes peregrinos, el envidioso le dijo al envidiado que lo que tenía que comunicarle era secreto y le rogó que pidiera a los mendicantes que se retiraran a la cabaña. El envidiado no tuvo ningún inconveniente en acceder a sus deseos, indicó a los mendicantes que se metieran dentro de la cabaña y, en compañía de su antiguo vecino, inició el paseo. Éste empezó a contarle una patraña cualquiera, procuró que sus pasos se dirigieran hacia el pozo y, cuando estuvieron junto a él, empujó sin miramientos al buen hombre que le escuchaba con atención y le arrojó dentro. Nadie le había visto y, satisfecho de su mala acción, se alejó de la cabaña y se fue de vuelta a su pueblo, convencido de que se había librado para siempre del envidiado.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 47
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el segundo vagabundo siguió explicando al genio: —Resulta que el pozo que estaba dentro de la propiedad del envidiado, y en el que había sido arrojado por el envidioso, había sido construido por unos genios creyentes tiempo atrás y éstos todavía moraban en su interior. Cuando vieron al hombre que había caído dentro, justo encima de una roca, y tendido sin conocimiento, se extrañaron y se preguntaron quién era. Uno de los genios, que estaba enterado de todo, informó a los demás: —Éste es el hombre que vino a parar a estas tierras huyendo de su pueblo, de un vecino envidioso que le echaba mal de ojo, el que construyó la cabaña que hay cerca del pozo y que nos ha deleitado con sus rezos y sus recitaciones del Corán. Y no ha caído al pozo por casualidad, sino que le ha arrojado su antiguo vecino que, envidioso de su celebridad como hombre virtuoso, ha venido aquí expresamente para matarle. Aunque el envidioso ignora, claro, que la fama de este santón ha llegado tan lejos que el mismísimo sultán ha decidido hacerle una visita para consultarle acerca de un asunto que le preocupa en relación a su hija, hoy ha salido de la ciudad y mañana por la mañana llegará aquí seguramente. Los genios mostraron interés por saber cuál era el asunto que preocupaba al sultán respecto a su hija y su enterado congénere les contó: —Su hija está afectada de locura, la desventurada, poseída por el demonio Maymún Ibn Damdam, que está enamorado de ella, aunque yo conozco la forma de curarla. Escuchad: Este hombre, el asceta, tiene un gato en su cabaña, un gato
negro con una mecha blanca en la punta de la cola. Pues bien, no tendría más que arrancarle siete pelos blancos de la cola, quemarlos y vaporizar con el humo a la muchacha, así saldría el demonio de su cabeza y se curaría instantáneamente. A todo esto, mientras el genio hablaba, el envidiado había recobrado el conocimiento y había escuchado todo lo que el sabihondo decía a sus compañeros. Pasó la noche en el pozo y, a la mañana siguiente, con las primeras luces del día, juntó fuerzas y trepó por la pared rocosa del pozo hasta salir a la superficie, ante las miradas asombradas de los mendicantes reunidos en el patio que creyeron que se trataba de un milagro. Nada más pisar el suelo del patio, el asceta buscó al gato negro y le arrancó siete pelos blancos de la cola. A media mañana, tal como había previsto el genio del pozo, se presentó el sultán escoltado por su guardia personal y algunos de sus consejeros y el envidiado, después de darle la bienvenida y rendirle los correspondientes honores, le dijo: —Señor, sé que habéis venido por causa de la enfermedad de vuestra hija. Traedla aquí y, si Dios quiere, la sanaré. El sultán se quedó maravillado de sus palabras y ordenó que fueran a buscar a su hija al campamento que había montado a las afueras del pueblo. Trajeron a la muchacha vendada y atada, debido a su estado de enajenación, y el envidiado la hizo sentar, la desató, puso un velo en sus manos y, seguidamente, quemó a su lado los pelos del gato y procuró que el humo se expandiera en su dirección. Al poco se oyó un alarido, proveniente del interior de la cabeza de la muchacha y ella, de inmediato, se cubrió la cara con el velo y empezó a hablar de manera coherente, demostrando que había recobrado la razón. El sultán la besó en la frente, rebosante de alegría, y a continuación, besó la mano del hombre que había obrado el prodigio, el envidiado, y consultó a sus consejeros respecto al premio que merecía. Todos estuvieron de acuerdo en que, al menos, merecía la mano de la muchacha y el sultán, sin dudarlo, le convirtió en su yerno, le casó con su hija y, además, le nombró visir de su gobierno. Poco tiempo después de estos acontecimientos, el sultán falleció y se reunió el consejo para decidir quién sería su sucesor. Hubo acuerdo unánime en que el más indicado para el cargo era el visir y así fue como el envidiado llegó a ser sultán del país.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 48
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el segundo vagabundo siguió explicando al genio: —Cierto día, el envidiado, una vez investido como nuevo sultán, cabalgaba por sus dominios acompañado del habitual séquito de emires, visires y consejeros, y he aquí que su antiguo vecino, el envidioso, se cruzó en su camino. El flamante sultán, nada más reconocerle, ordenó a los guardias que le trajeran al viandante, diciéndoles que le trataran sin violencia y con respeto. Y cuando le tuvo frente a frente, mandó al tesorero que le diera onzas de oro y veinte fardos llenos de mercancías. Pero no sólo le regaló todo aquello, sino que dispuso que unos cuantos de su guardia personal le acompañaran hasta su pueblo. ¡Qué gran lección! Lejos de castigarle por lo que había hecho —precisé para tratar de convencer al genio respecto a mi caso—, el envidiado perdonó al envidioso, ¡y eso que había intentado matarle!, y, encima, le obsequió generosamente. Y al término de la historia recité:
Perdona el delito, pues el prudente ofende de este modo al delincuente.
Yo me declaro culpable de haber pecado
y tú de gracia eres dispensador.
El que pide perdón a su superior, merece por ello ser perdonado.
Mas el genio, a pesar de mis esfuerzos, no parecía muy dispuesto a dejarme ir tan campante. Me miró enfurruñado y manifestó: —Ya te he dicho que no te mataré, pero tu verborrea no te librará del hechizo. Sin añadir nada más, me agarró y me llevó volando hasta que me depositó en la cima de un monte. Allí tomó un puñado de tierra y me lo arrojó al cuerpo mientras profería: —¡Desecho humano, conviértete en un mono patizambo! Y al instante me transformé en lo que había enunciado, así como lo oís, ¡en un repugnante simio! Al poco tiempo el genio desapareció de mi vista y me quedé solo y desconsolado, maldiciendo, entre lloriqueos y lamentos, el aciago destino que me había tocado. Pero no podía hacer otra cosa más que resignarme y, cuando me vi con ánimo, emprendí la marcha. Descendí del monte y seguí caminando a través de una ancha estepa que, a medida que pasaban los días, me parecía interminable, hasta que al cabo de un mes llegué a la costa. Desde la playa observé un barco que navegaba a poca distancia de tierra y, ni corto ni perezoso, corté la rama de un árbol y me desgañité haciendo señas, pues como simio que era no podía articular palabra. Afortunadamente, la embarcación viró y puso rumbo a tierra. Se trataba de una gran nave mercante, que probablemente seguía la ruta de las especias, y estaba atestada de mercancías, mercaderes y tripulantes. Un grupo de comerciantes bajó a tierra acompañando al que, sin duda, era el arráez. —¡Vaya por Dios! —exclamó uno de los comerciantes al verme—, nos hemos
arriesgado por una piltrafa de mono, señor. —Esta bestia es de mal agüero —dijo otro, mirándome con malos ojos. —¡Dejádmelo a mí! —saltó un tercero—, ¡yo le mataré! Y para mi desesperación, los mercaderes empezaron a competir de palabra para ver quién me mataría y de qué manera, mientras uno quería probar su puntería conmigo tirándome una flecha, otro quería molerme a palos y otro ahogarme. Al oír sus amenazas, no se me ocurrió otra cosa que arrodillarme delante del arráez y, llorando a lágrima viva —cosa que extrañó a todos y suscitó la compasión de algunos—, tirar de su túnica suplicando clemencia. —Señores, este animal me está pidiendo protección, no hay duda, y yo se la pienso conceder —se pronunció finalmente el arráez, con gran alivio por mi parte—. Que nadie le toque ni le haga daño o se las verá conmigo. De esta forma logré que se me itiera en el barco. Subimos a bordo, la nave zarpó y, con el paso de los días, me convertí en el fiel criado del arráez. El hombre me trataba bien y, aunque yo no podía hablarle, le entendía perfectamente y hacía todo lo que me mandaba. Navegamos cincuenta días con viento favorable, hasta que pusimos rumbo a tierra y nos acercamos a una gran ciudad. En cuanto hubimos atracado en el puerto, se presentaron unos enviados del sultán, subieron a bordo y dijeron al arráez: —Nuestro sultán os da la bienvenida, señores, y nos ha encomendado que os entreguemos este pergamino para que cada uno de vosotros que lo desee escriba en él una línea. El visir del sultán, un calígrafo excelente, ha muerto recientemente, y el sultán ha prometido que no nombraría a nadie en su lugar que no tuviera las mismas dotes de calígrafo. De momento, el puesto sigue vacante, y no habiendo encontrado nadie en la ciudad que pueda sustituirle, os invita a pasar la prueba. El arráez preparó una mesa en el acto, desenrolló el pergamino, de diez codos de largo y uno de ancho, y todos los comerciantes que sabían escribir se pusieron en fila. Uno a uno, fueron dejando constancia de su letra sobre el pergamino, y cuando el último de ellos hubo soltado el cálamo, me aproximé rápidamente a la mesa y, con un hábil movimiento, me hice con el cálamo y el pergamino. Se
organizó un fenomenal alboroto y los comerciantes empezaron a perseguirme por cubierta, creyendo que iba a romper el pergamino, pero logré zafarme de sus acometidas y, por señas, les hice entender que lo único que quería era demostrar también mis dotes de calígrafo. —¡Dejad que el mono escriba una líneas! —dijo el arráez, divertido—. Si hace alguna tontería, juro que le mataré, pero si escribe… ¡le adoptaré como hijo! Hasta ahora, no he visto a persona más educada e inteligente que este mono, me tiene sorprendido, ¡ya me gustaría que su inteligencia la tuviera un hijo mío! Una vez fuera de peligro, me acerqué a la mesa, mojé el cálamo en el tintero y escribí estos versos en caligrafía de tipo rucá:
Si el destino apuntara sus favores, contigo competir no hubiera podido.
Que Dios no deje huérfanos a tus hijos, pues eres padre y madre de los beneficios.
Y debajo añadí con letra de estilo muháquic:
Su cálamo es pródigo para todos, no favorece a uno sin favorecer a otro.
El río de su tinta es mayor que el Nilo, con los dedos inunda la tierra, con cinco.
Seguidamente escribí con letra rayhaní:
A quien quiera que por mí escriba: por el Único Dios he jurado
que no pasará ni un solo momento sin que ofrezca a alguien un regalo.
Y luego con letra nasgi:
El que escribe sigue su camino y el escrito lo conserva el destino.
No escribas con tu letra nada que el Día del Juicio no pueda ser leído.
A continuación, con letra zulz:
Cuando a la separación nos condenaron y el destino dictó a favor su edicto,
la boca de tinta abrimos y nos quejamos dolorosamente con la lengua del cálamo.
Y para terminar, escribí en caligrafía tumar:
Si abres el tintero del goce y el bienestar, deja que tu tinta se expanda con generosidad.
Escribe siempre que puedas algo bueno, y que el filo de tu espada dé fe de ello.
Finalicé con una rúbrica, plegué el rollo y, entre exclamaciones de sorpresa, lo entregué a los enviados del sultán con una graciosa reverencia. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 49
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato:
Cuentan, majestad, que el vagabundo siguió explicando: —Cuando los enviados entregaron el pergamino al sultán, éste no tuvo ninguna duda: la letra que más le gustó fue la mía y, además, afirmó que incluso era mejor que la del fallecido visir. Por ello, ordenó que le trajeran al autor de la letra, montado en cabalgadura suntuosamente enjaezada y envuelto en un precioso traje de gala que entregó a los mensajeros. Éstos, como es lógico, no pudieron contener las risas y, ante el enfado del sultán, tuvieron que aclararle, y jurarle por su vida, que el autor era un simio, cosa que dejó al soberano perplejo y despertó su curiosidad en grado sumo, de manera que les apremió para que le trajeran cuanto antes a su presencia al mono prodigioso, ya que deseaba verlo con sus propios ojos. Desde el barco vimos llegar el cortejo, con todo dispuesto para trasladarme al palacio del sultán. Os aseguro que al arráez le supo mal tener que desprenderse de mí, pero no tuvo más remedio. Me pusieron el traje, me montaron encima de la mula enjaezada y, de esa guisa, emprendimos la marcha hacia palacio. Imaginaos el estupor y la curiosidad de los ciudadanos a nuestro paso, todos salían a la calle para ver la comitiva y, cuando se corrió la voz de que había pasado de forma sobresaliente la prueba de la caligrafía, la hilaridad fue general y los comentarios jocosos y las bromas respecto a que me convertiría en su próximo visir se sucedían. En presencia del soberano guardé el protocolo de rigor, hice tres reverencias, besé el suelo y, seguidamente, hice lo mismo ante los chambelanes y consejeros. Mis maneras dejaron a todos con la boca abierta y el sultán, pálido de estupor, no paraba de repetir: «¡Qué maravilla!» Cumplido el trámite de la recepción, el sultán ordenó a los presentes que se retiraran y solamente un sirviente y un eunuco joven permanecieron en la sala. Posteriormente, el sirviente trajo una mesa y la comida y el sultán me indicó que la compartiera con él. Besé el suelo antes de sentarme, me lavé las manos siete veces y comí tal como mandan los cánones de la buena educación. Ni qué decir tiene que el sultán no salía de su asombro y, para su mayor regocijo, hice señas al sirviente con el fin de que me acercara un cálamo y un tintero y, en una tableta, escribí:
¡Bien por la variada y suculenta comida!, merece que la celebres, ya sea frita o cocida,
y que de emoción llores por las perdices, por el sabroso estofado y las codornices.
Mi corazón se para ante el delicioso pescado, sobre dos panes redondos bien presentado.
Los huevos ofrecen su pálida languidez, fritos en el ardiente cuenco de la sartén.
¡Dios mío, qué rica es a la brasa la carne!, y la verdura fresca aliñada con vinagre.
El hambre me desvela y la noche se agota a la luz de los abalorios sobre la sopa.
¡Paciencia, alma mía!, que el destino tiene más, lo que un día te quita, al siguiente te lo da.
El sultán lo leyó en voz alta, interrumpiendo la lectura de vez en cuando para dedicarme miradas de iración. El poema fue tan de su agrado que, nada más terminar de leer el último verso, ordenó que trajeran un botijo del mejor vino que tenía en la despensa. El criado nos lo sirvió en vasos de cristal, dejé que el sultán bebiera primero y luego también hice un trago, seguidamente dediqué una reverencia a mi distinguido anfitrión, tomé de nuevo el cálamo y escribí en la tableta:
Para que hablase me abrasaron con fuego, mas yo para el dolor soy resistente.
A manos de los hombres fui llevado y besé las bocas de los más nobles.
—Si fueras un ser humano, serías superior a todos tus contemporáneos — manifestó el sultán, complacido. A continuación hizo traer un tablero de ajedrez y me invitó a jugar con una seña bien explícita, a la que yo respondí afirmativamente con la cabeza. Colocamos las piezas y empezó la partida. Tengo que aclarar que como ajedrecista soy bastante bueno y, sin muchas dificultades, gané la partida. Luego jugamos la revancha, que también gané, y, asimismo, salí victorioso del tercer desafío. ¡El sultán no daba crédito!, y aprovechando sus momentos de desconcierto, apunté en la tableta:
Dos ejércitos combaten todo el día, la batalla se endurece a cada momento.
Cuando sobre ellos caen las tinieblas, duermen ambos en un solo lecho.
—Ve a buscar a tu señora Sitalhusun inmediatamente —ordenó el sultán, visiblemente excitado, al eunuco—, dile que su padre necesita verla con urgencia para mostrarle una maravilla inigualable. Al cabo de unos momentos, el eunuco volvió acompañado de una joven que, nada más entrar, se tapó apresuradamente el rostro con el velo. —¡Por favor, padre! ¿Por qué no me habéis advertido que había un hombre desconocido en la sala? —recriminó la muchacha al sultán. —¿A quién te refieres? —replicó su padre, extrañado—, aparte de yo mismo, sólo está el eunuco y el sirviente de confianza, el que te crió desde pequeña y a quien conoces perfectamente. —Me refiero a éste —contestó Sitalhusun señalándome con el dedo. —¿Éste?, ¡pero si es un mono! —Lo parece, padre, sólo lo parece. Permitidme que os diga que se trata de un hombre transformado en mono, embrujado por un genio del linaje de Iblís, un demonio. —Pe… pero ¿qué dices? —Así como lo oís. Es un joven noble, hijo de un caíd, honorable, educado e inteligente. Un genio lo convirtió en mono como castigo por haberse acostado con su amada, la hija del rey Aftimero, dueño de la tierra de Ébano, a la que, por cierto, asesinó vilmente después de torturarla. —¡Válgame Dios!, ¡no puedo creerlo! ¿Estás segura, hija mía? —Segurísima, os lo juro por mi vida. —¿Y cómo lo sabes?
El sultán miraba a su hija con inusitada curiosidad. —¿Os acordáis del aya a cuyo cuidado me pusisteis cuando niña, aquella vieja sirvienta? —le preguntó Sitalhusun. —Sí, claro. —Pues era una experta en artes mágicas, una auténtica bruja, y fue ella la que me enseñó todo lo que ahora sé sobre brujería. Aprendí setenta trucos de magia, con el menor de los cuales sería capaz de trasladar todas las piedras de la ciudad a las montañas del fin del mundo. —¡Dios te bendiga, hijita! Ignoraba que tuvieras conocimiento de semejantes habilidades. Si es así, haz el favor de desembrujar cuanto antes a este joven. Si recupera la forma humana, le nombraré visir y le casaré contigo. —Como gustéis, padre. Con gran alegría por mi parte, Sitalhusun se dispuso a realizar la delicada operación y sacó una daga que llevaba escondida en el cinto. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 50
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el vagabundo siguió explicando: —Recuerdo que la daga de Sitalhusun tenía unas inscripciones en hebreo grabadas en la empuñadura, con ella trazó un círculo en medio de la sala y
bosquejó en él una serie de extraños dibujos, seguramente talismanes, y nombres ininteligibles para mí, escritos en letra cúfica. A continuación pronunció una ristra de invocaciones y conjuros y, de sopetón, toda la sala se quedó a oscuras. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo y, cuando se hizo de nuevo la luz apareció el genio, el mismo demonio que me había hechizado y me había convertido en mono. Al poco rato, no obstante, el genio cambió su aspecto y se transformó en un fiero león, del tamaño de un buey. El sultán, los criados y un servidor corrimos a refugiarnos en un rincón de la sala, y no me duelen prendas si he de reconocer que estábamos aterrorizados. —¡Atrás, perro! —le gritó Sitalhusun con entereza. —¡Traidora! —rugió el demonio—, ¡has roto el juramento!, ¿no habías jurado que nunca te enfrentarías a mí? —¡Maldito!, los juramentos no tienen valor cuando se trata contigo. —¡Pues disponte a recibir tu merecido! El león abrió sus fauces y se aprestó para el ataque, pero la muchacha, rápidamente, se arrancó un pelo de la cabeza, lo agitó, lo besó y el pelo se convirtió en una espada con la que, de un certero mandoble, decapitó al león. El cuerpo de la fiera se volatilizó al instante y la cabeza, que había quedado en el suelo, se transformó en un escorpión. Al momento, Sitalhusun se metamorfoseó en una enorme serpiente que inició una encarnizada lucha con el escorpión. Cuando parecía que la serpiente estaba a punto de ganar la partida, el escorpión se transfiguró en un águila que levantó el vuelo y, casi al mismo tiempo, la serpiente adoptó la forma de un cuervo que salió volando tras el águila. Por unos momentos ambos desaparecieron de nuestra vista, pero al poco se agrietó el suelo y, como salido de las entrañas de la tierra, apareció un gato montés, la nueva transfiguración del genio, perseguido por un lobo negro. Gato y lobo lucharon sin tregua hasta que el gato, cuando vio que tenía la batalla perdida, se convirtió en un gusano que, reptando con una sorprendente celeridad, fue a meterse en el corazón de una granada que había en el suelo. La granada se hinchó hasta alcanzar el tamaño de una sandía y el lobo, mientras tanto, se convirtió en un gallo blanco. Bruscamente, la granada pegó un gran salto, cayó al suelo y reventó de manera que sus granos se esparcieron por toda la sala. Sin perder tiempo, a una velocidad increíble, el gallo fue tragándose los granos y, cuando pareció que no quedaba ni uno, batió las alas y se dirigió hacia nosotros
como queriendo decir: «¿Veis si queda alguno?», aunque la verdad, en aquel momento no teníamos la mente lo suficientemente despejada como para entenderlo. El gallo cacareó entonces con tal estridencia que creímos que iban a derrumbarse los muros de palacio y luego se fijó en que al lado del estanque todavía quedaba un grano. Corriendo como un poseso, sin dejar de cacarear y batiendo alas, se lanzó hacia él. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 51
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el vagabundo siguió explicando: —Cuando el gallo estaba a punto de alcanzar el grano, éste rodó y cayó en el estanque transformándose en un pez y, seguidamente, también el gallo se lanzó al agua y, nada más entrar en o con ella, se convirtió en otro pez que inició una vertiginosa persecución del primero. De pronto, un alarido ensordecedor retumbó por toda la sala, las aguas del estanque se agitaron como si estuvieran hirviendo y de ellas surgió el demonio envuelto en llamas y, tras él, Sitalhusun, también llameando cual si fuese una antorcha encendida. El aspecto del genio era horripilante y echaba fuego por la boca, los ojos, las narices y por todos los orificios que tenía en el cuerpo. Él y Sitalhusun se enzarzaron en una batalla de fuego tan terrible que, por la cantidad de humo que invadió la sala, los atemorizados espectadores pensamos que moriríamos aafixiados. «¡Que Dios Todopoderoso nos dé fuerzas!», repetíamos para mantener de algún modo el poco ánimo que nos quedaba. En medio de tan cruenta batalla, una lengua de fuego lanzada por el genio fue a parar al rincón
donde nos agazapábamos y, como consecuencia, el pobre sirviente quedó fulminado al instante, al sultán le quemó medio rostro y la barba y a mí, que todavía permanecía bajo mi aspecto de mono, una chispa me tocó directamente en el ojo derecho y me dejó tuerto. El único que quedó indemne fue el eunuco. Habíamos encomendado nuestra alma al Señor, creyendo que no saldríamos con vida de aquel infierno, cuando súbitamente el genio se extinguió y Sitalhusun profirió un vehemente «¡Dios es Grande!» Por increíble que parezca, la hija del sultán, la valerosa Sitalhusun, había vencido. El bien había triunfado sobre el mal y lo único que daba testimonio de la existencia del endemoniado genio era un montón de ceniza en el suelo. Sitalhusun había dejado también de arder, aunque estaba cubierta de ceniza, y, visiblemente agotada, nos pidió casi sin resuello: —Por favor… deprisa… traedme un cubo de agua. El eunuco, que era el que más entero había quedado de todos nosotros, se lo trajo y ella, prestamente, me roció con el agua mientras pronunciaba, con voz tenue aunque audible, estas palabras: —Si humano eres y tienes nombre, ¡transfórmate en hombre! Así fue como recuperé mi forma humana, cosa que me tranquilizó enormemente, a pesar de que como consecuencia del combate entre el genio y Sitalhusun había perdido irremediablemente mi ojo derecho. —Esto es el fin, padre, el fuego es el fuego —añadió lánguidamente Sitalhusun, con voz apenas perceptible—, me muero… —¡No!, ¡hija mía! —gritó con desesperación el sultán— ¡No puede ser!, ¡tú has vencido, no puede ser que mueras! —Sí, padre, voy a morir porque fui alcanzada por una saeta de fuego —explicó ella—. Todo me había salido bien hasta que se me escapó aquel grano, el que cayó en el estanque. En él se había refugiado el espíritu del genio y, si me lo hubiera tragado, hubiera muerto sin más consecuencias, pero el maldito logró escabullirse y me arrastró a una batalla de fuego; pocos son los que sobreviven a una de ellas y, a pesar de que, con la ayuda de Dios, le vencí, he resultado herida de muerte.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 52
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el vagabundo siguió explicando: —Dicho eso, una llamarada surgió de los pies de la muchacha y, en un instante, quedó reducida a un montón de ceniza. Os juro, señora, que hubiera preferido seguir siendo un mono para que aquello no ocurriera. La muerte de Sitalhusun, mi benefactora, me causó una enorme pena, pero ¿qué podemos hacer los humanos contra el destino? El padre de Sitalhusun, sin embargo, había salido mucho peor parado que yo de la contienda y, al ver que su querida hija había muerto, no pudo soportarlo y cayó desmayado a mis pies. El eunuco y yo intentábamos reanimarle cuando aparecieron en la sala los consejeros que, atónitos, contemplaron los montones de ceniza y a su soberano desmayado en el suelo. Al volver en sí, el sultán, aún conmocionado, les contó lo que había sucedido. Hubo siete días de duelo oficial por la muerte de Sitalhusun y, en el lugar donde había perecido devorada por la llama fatal, se construyó un mausoleo; las cenizas del genio, en cambio, fueron arrojadas al aire entre maldiciones y vituperios. Tardó un mes el sultán en recuperarse de las quemaduras que le había ocasionado el fuego, aunque del golpe de la muerte de su hija ya nunca más se recuperaría. Una vez que la barba le había crecido de nuevo, me mandó llamar y, muy seriamente, me dijo: —Joven, nosotros vivíamos felices y tranquilos hasta que llegaste tú y nos trajiste la mala suerte. Mi hija, ¡malograda Sitalhusun!, murió por tu culpa, y
también mi más fiel servidor pagó con su vida para que tú dejaras de ser un mono. Y, por si esto no fuera suficientemente grave, fíjate, yo he quedado desfigurado… ¡Ojalá nunca hubieras venido! Sin duda eres pájaro de mal agüero, o sea que vete de aquí lo antes posible, no quiero verte más. Hoy te salvas, pero juro que si vuelvo a encontrarte, ¡te mataré! ¿Está claro? Más claro, el agua. Triste y abatido, sin atreverme a pronunciar palabra, hice las reverencias de rigor y abandoné la sala primero y acto seguido el palacio. Antes de dejar la ciudad me fui a los baños, me afeité la cabeza y la barba, me compré una humilde túnica y, con el hatillo al hombro, emprendí la marcha, sin saber a dónde ir, convertido en un pobre vagabundo, tuerto y desvalido. Desde entonces, siempre que pienso en Sitalhusun me invade la melancolía y recito:
El Misericordioso sabe cómo ha sido, perplejo estoy por mi triste destino.
Tendré toda la paciencia que pueda, esperaré que el Altísimo decida.
Tendré paciencia para que Dios sepa que hasta más no poder he resistido.
Ni toda la paciencia del mundo podría aguantar lo que ha soportado la mía.
Ni todos los avatares que son y han sido
pueden compararse a lo que me ha sucedido.
Quien afirmó que en los días hay dulzura, sepa que también en ellos hay amargura.
Durante mucho tiempo he vagado por el mundo, atravesando países y regiones, hasta que hoy, por fin, he llegado a Bagdad. He pensado que tal vez alguien de aquí pueda ayudarme a conseguir audiencia con el califa, le contaré mi historia y, si Dios quiere, quizás tenga a bien aliviar en algo mi situación. Y bien, ésta es mi historia. Tal como ya ha contado mi compañero, esta tarde nos hemos juntado los tres en busca de posada y hemos terminado en vuestra casa, cuyas puertas nos habéis abierto con tanta gentileza y generosidad. Que Dios os bendiga, señora. La dueña de la casa, conmovida por el sobrecogedor relato del hijo del caíd convertido en vagabundo, le contempló con benevolencia y le dijo: —Te has salvado, puedes irte. —Señora, con todos mis respetos, si no es mucho pedir, me gustaría quedarme para escuchar lo que cuentan los otros —solicitó el vagabundo educadamente. —Bien, quédate si así lo prefieres —concedió la mujer. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré la historia del tercer vagabundo, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 53
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey Shahrasad, que se mostró muy interesado en conocer la historia del tercer vagabundo, Shahrasad relató:
Historia del tercer vagabundo
Cuentan, majestad, que el tercer vagabundo tomó la palabra y empezó a narrar: —La historia que os explicaré, señora, es todavía más extraordinaria que las que hasta ahora hemos podido escuchar. A mis compañeros les afectó la mala suerte, sin que nada pudieran hacer en contra de ella, sin embargo, por lo que respecta a mí, fui yo mismo el que la forzó. Sólo tengo en común con ellos el hecho de que no nací tuerto ni pobre de condición, sino todo lo contrario. Veréis: mi nombre es Aguib y soy hijo del sultán Jasib. Cuando mi padre murió, heredé su puesto y llegué a ser dueño de un próspero país cuya capital está situada en la costa y cuyos dominios se extienden a diversas islas de los alrededores. Entre mis posesiones contaba con una poderosa flota: cincuenta navíos mercantes, cincuenta embarcaciones de recreo y ciento cincuenta buques de guerra. El mar me ha apasionado siempre y, en aquel entonces, de vez en cuando me embarcaba y realizaba un periplo por las islas de mi territorio, para solazarme y por el placer de navegar. En una ocasión decidí hacerme a la mar y alejarme de mis aguas territoriales, para lo que mandé aparejar diez barcos y dispuse todo lo necesario para permanecer unos dos meses de viaje. En el día señalado zarpamos y, durante cuarenta días, navegamos sin novedad disfrutando de los alicientes de la vida a bordo. Al amanecer del día cuarenta y uno de ruta, sin embargo, los vientos cambiaron súbitamente, el mar se embraveció y nos vimos sorprendidos por una violenta tempestad. A merced del oleaje, tripulantes y pasajeros rogábamos al Señor para que nos salvara del naufragio. «Aunque salgamos de ésta, no creo que podamos enderezar el rumbo», pensaba yo, consciente de los peligros que entrañaba nuestra situación. Aunque conseguimos que nuestra nave no zozobrara, el temporal nos desbarató la singladura, perdimos de vista a los otros barcos y no fue hasta la mañana del día siguiente que amainó, volvió la bonanza y el sol brilló por encima de la mar llana. Por entonces surcábamos aguas desconocidas y, al avistar una isla, pusimos proa
a tierra y desembarcamos. Permanecimos en ella un par de jornadas y, una vez repuestos los ánimos y las fuerzas, nos hicimos de nuevo a la mar. Unos diez días después, el arráez, con cara de preocupación, ordenó al vigía que subiera a la cofa y le informara inmediatamente de sus observaciones. —¡Calma chicha y nada a estribor, señor! —gritó el vigía y, seguidamente, anunció—: ¡Atención! ¡Se observa algo a babor! Algo así como una montaña… ¡completamente negra! Fue oír estas palabras y el arráez, presa de una súbita desesperación, arrojó el turbante al suelo y empezó a mesarse la barba mientras exclamaba: —¡No!, ¡vamos a morir!, ¡ayúdanos, Dios mío! Nos quedamos todos sumamente desconcertados y cuando le pedí explicaciones por su actitud, dijo: —La montaña negra a la que se refiere el vigía, señores, no es más que la conocida por la montaña magnética entre muchos marineros, una montaña constituida mayormente por piedra magnética y que es fatal para las embarcaciones que pasan cerca, atrae irremisiblemente los clavos y todo lo que de hierro haya en ellas y las desmonta. Dicen que en la montaña hay engastada una gran cantidad de hierro y que, en la cumbre, se erige una cúpula de bronce sostenida por diez columnas y, en la cima de la cúpula, la estatua de un caballero y un caballo, también de bronce. Según cuentan, este caballero lleva colgada al pecho una lámina de plomo grabada con talismanes y, al parecer, él es el culpable de esta maldición de los mares, de la que sólo se librarán los hombres el día que caiga del caballo, pero ¿cómo queréis que esto suceda? ¡Estamos perdidos! Nuestro disgusto fue enorme y nos unimos al arráez en sus lamentaciones. Seguros de que la catástrofe era inevitable, empezamos a despedirnos unos a otros y a darnos instrucciones por si acaso alguno tuviera la suerte de escapar a la muerte y, si la Providencia así lo dispusiera, lograra regresar sano y salvo a nuestra tierra. Pasamos la noche en vela, sumidos en la pesadumbre y, a la mañana siguiente, nos acercamos al área de influencia de la montaña magnética y, tan pronto entramos en ella, ocurrió lo que el arráez había pronosticado: la irresistible fuerza magnética de la mole de hierro y piedra atrajo los clavos de la nave y, en
pocos instantes, quedó reducida a un montón de velas, palos, tablas y maderos flotando sobre las aguas. Los hombres hicimos lo que pudimos para salvarnos, asiéndonos a cualquier trozo de madera. No sé lo que fue de mis compañeros, pues bien pronto les perdí de vista y, en cuanto a mí, me sujeté fuerte a uno de los tablones desprendidos del barco, las olas me arrastraron hacia la montaña y logré poner pie en ella después de agarrarme no sin dificultades al saliente de una roca. Dios quiso de este modo que no pereciera y, cuando hube recuperado el resuello, me fijé en que había una especie de escalones tallados en la roca que ascendían por la ladera de la montaña. No lo dudé ni un momento e inicié la escalada. La luz del alba sorprendió a Shahrarad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia más emocionante!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más emocionante todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 54
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Aguib siguió explicando: —Poco a poco fui subiendo y, con la ayuda de Dios Excelso, cuyo nombre no dejé de mencionar a lo largo de toda la ardua escalada, alcancé la cumbre. Allí estaba la cúpula, efectivamente, tal como la había descrito el arráez, y el caballero de bronce encima. La cúpula era imponente, desde luego, pero no me quedé mucho tiempo contemplándola, estaba exhausto y, después de orar y dar gracias al Señor por haberme salvado, no tardé en quedarme profundamente dormido bajo el amparo de la broncínea construcción. Y fue en sueños que escuché una voz que me dijo: «¡Aguib!: cuando despiertes, remueve esta tierra sobre la que ahora estás echado, cava bajo tus pies y hallarás un arco de bronce y tres saetas de plomo con talismanes grabados en ellas. Toma el arco y las flechas, sal fuera y dispara al caballero. Sólo si le alcanzas y le haces caer del
caballo librarás a la humanidad de la maldición de la montaña magnética. Si cae el caballero, tras él se desplomará el caballo, entiérralo entonces en el lugar en que encontraste las flechas y el arco y, hecho esto, el mar cubrirá la montaña y la cúpula. Pero no pases cuidado, cuando las aguas estén a punto de cubrirla, se te acercará un bote conducido por un barquero de bronce, sube a él y te entregará un remo. Rema junto a él sin decir palabra y, sobre todo, sin mencionar nunca el nombre de Dios. Si así lo haces, al cabo de diez días llegaréis a tierra y encontrarás quien te lleve de regreso a tu país. Pero recuerda: esto sólo sucederá si no mencionas nunca ante el barquero el nombre de Dios». Al despertarme, recordaba nítidamente las instrucciones que la misteriosa voz me había dado en sueños y decidí seguirlas. Cavé en el lugar que me había indicado, hallé el arco y las flechas y, afortunadamente, con la tercera acerté plenamente en el pecho del caballero que, nada más recibir el impacto, se precipitó al mar. Luego cayó el caballo, lo enterré y, acto seguido, las aguas empezaron a subir de manera que en poco tiempo cubrieron la montaña, y cuando el nivel estaba a punto de igualarse a la cima de la cúpula, apareció el bote conducido por el barquero de bronce. El extraño personaje me alargó un remo y, con su ayuda, subí a bordo y me puse a remar a su lado, sin que entre nosotros mediara ni una palabra. Remamos sin parar durante nueve días, durante los que no sentí ni pizca de hambre ni de cansancio y, al amanecer del décimo día, divisé tierra en el horizonte. Fue tal mi alegría que, olvidando por completo la advertencia de la voz del sueño, solté el remo y grité con todas mis fuerzas: «¡Alabado sea Dios!» Fui un insensato, porque nada más pronunciar estas palabras el bote volcó, lo engulleron las aguas, y noté, con horror, cómo las olas me arrastraban lejos de la costa. Intenté nadar contra corriente hasta que, rendido por la fatiga, encomendé mi alma a Dios y me dejé ir, convencido de que iba a entregársela. Pero los designios del Señor son insondables, pues cuando creí que iba a ahogarme, se levantó un viento terrible y me encontré en la cresta de una ola gigante que, en cuestión de instantes, me arrastró a tierra y me dejó tirado en la arena de una playa desconocida. Al parecer, la hora de mi muerte no había llegado y Dios, una vez más, había querido salvarme. Calado hasta los huesos, me quité la ropa mojada, la extendí sobre la arena para que se secara y, a su lado, me quedé dormido como un tronco, completamente agotado. Creo que dormí un día entero, pues al abrir de nuevo los ojos vi que el sol estaba casi en la misma posición en la que se hallaba en el momento en que
me había dormido, me vestí y empecé a caminar dispuesto a explorar los alrededores. Pronto me di cuenta de que había ido a parar a una isla, de dimensiones bastante reducidas, por cierto, y aunque contaba con un pequeño oasis de vegetación y agua potable que me permitiría sobrevivir, me sentí bastante decepcionado por no haber llegado a tierra firme. Temí que estuviera tan apartada de las rutas de navegación que quizás nunca más saldría de ella y, abatido, me senté de nuevo en la playa, contemplando la inmensidad del mar que se abría ante mis ojos y pensando en los extraños acontecimientos que había vivido. De pronto, me pareció distinguir una mancha en la línea del horizonte, me levanté, me acerqué a la orilla y, al poco, vi claramente la silueta de un velero que, sin lugar a dudas, se dirigía hacia la isla. Con la consiguiente expectación, observé cómo la nave se acercaba, divisé un buen número de pasajeros en cubierta y, entonces, sin que sepa deciros exactamente por qué, tuve miedo. Corrí a refugiarme en el oasis, trepé a un árbol, me acomodé en una rama y me tapé con las hojas de manera que pudiese espiar los movimientos del barco y de la gente sin ser observado. Como era previsible, la embarcación fondeó cerca de la playa, los marineros echaron anclas, colocaron el puente y por él bajaron, uno tras otro, diez esclavos cargados con palas y espuertas. Caminaron hasta llegar casi al borde de la vegetación y, bastante cerca del árbol desde el que les espiaba, se pusieron a cavar con ahínco hasta que dejaron al descubierto una losa en el subsuelo. Hecho esto, volvieron a la nave y, con la ayuda de los marineros, iniciaron el desembarque de una cantidad ingente de objetos, mayormente utensilios para la casa, alfombras, muebles, un gran número de sacos y serones repletos de toda clase de comida cruda y también algunas bandejas con pan, carne guisada y otros platos cocinados. Ante mi sorpresa, los esclavos acarrearon todo aquello hasta depositarlo junto al lugar en el que habían excavado y, cuando hubieron apilado los objetos, regresaron de nuevo a la embarcación y volvieron, pero esa vez seguidos de otras dos personas: en primer lugar, un anciano, un hombre decrépito y visiblemente castigado por el paso del tiempo, que lo había convertido en poco más que piel y huesos, envuelto en una túnica azul que el viento agitaba y hacía volar a un lado y a otro de su consumido cuerpo. Me recordó los versos de aquel poema:
Su poder y su fuerza son inapelables, el tiempo todo lo hace temblar.
Yo caminaba sin notar cansancio y ahora noto cansancio sin caminar.
Al lado del anciano, sin embargo, caminaba un muchacho hermosísimo, esbelto, de rostro agraciado y proporciones perfectas. Equiparable en encanto y belleza a la rama florida o a la cría de gacela, sin duda era de los que a su paso causan estragos, rompen corazones y arrebatan juicios, igual que la beldad que inspiró al poeta:
Llamaron a la belleza para compararla con ella y la belleza, avergonzada, bajó la cabeza.
Le preguntaron: ¿conoces a alguien similar?, y contestó: no, nunca he visto a nadie igual.
Llegado el séquito junto a la losa, los esclavos la apartaron y apareció un agujero por el que se introdujeron algunos de ellos y, entonces, formando una cadena, fueron metiendo en el subterráneo los sacos, las alfombras y todo lo que habían trajinado desde el barco. Actuaron con una rapidez y una diligencia que me dejaron atónito y, cuando no quedó ningún objeto sobre tierra, los esclavos que todavía permanecían en la superficie descendieron, así como el anciano y el joven, que también desaparecieron por el agujero. Yo suponía que la historia no terminaría allí, pues el hecho de que hubieran dejado las palas y las espuertas
fuera y de que el barco siguiera anclado en la costa me hacía pensar que habría más acontecimientos. La espera fue larga, y más por lo incómodo de mi emplazamiento, pero al fin los esclavos surgieron de bajo tierra y el anciano tras ellos, aunque del joven, ni rastro. Colocaron la losa en su sitio, la cubrieron de tierra y arena y, sin olvidar palas y espuertas, los esclavos y el anciano volvieron al barco que, después de arriar velas y levar anclas, se alejó de la costa con el viento a favor rumbo a sabe Dios qué tierras. Bajé del árbol con las piernas entumecidas pero con una idea bien clara de mis próximos movimientos, sin pensármelo dos veces me puse a remover tierra con mucho esfuerzo y paciencia hasta que topé con la losa, la desplacé y, bajo mi asombrada mirada, aparecieron los peldaños de una escalera de piedra. Impulsado por la curiosidad inicié el descenso y, a medida que me internaba, en lugar de intensificarse la penumbra, la claridad iba en aumento hasta que, al llegar a los últimos peldaños, me quedé boquiabierto al observar la amplia e iluminada habitación a la que había accedido, toda ella tapizada con preciosas alfombras de seda. Reclinado sobre un cojín redondo, encima de un diván, reposaba el hermoso muchacho, y, ante él, había una mesita cubierta de flores y, en el centro de la misma, un cesto repleto de frutas. Al parecer estaba solo y, al percatarse de mi presencia, recibió tal sobresalto que se quedó blanco como la cera. —No temas, soy un hombre de bien y no te haré ningún daño —le tranquilicé enseguida, y añadí—: Seguramente el destino me ha conducido hasta aquí para que estuvieras acompañado. Si quieres, luego te contaré cómo ha sido, pero antes, por favor, dime quién eres y qué haces en esta caverna que, a decir verdad, nada tiene que envidiar a una estancia palaciega. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia más extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 55
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Aguib siguió explicando: —Con la tranquilidad, el color volvió a las mejillas del muchacho que, muy educadamente, me saludó y, a continuación, dijo: —Si te interesa saber lo que hago aquí, disponte a escuchar prodigios, amigo. Debes saber que soy hijo de un hombre muy rico, mi padre había sido joyero y dispone de una gran cantidad de dinero, esclavos y criados a su servicio y, además, es dueño de una importante flota de naves mercantes que le reporta grandes beneficios. Ha tenido tratos con reyes y señores de todo el mundo. La única pena que perturbó la vida de mi padre durante largo tiempo fue la ausencia de un descendiente hasta que, ya en su madurez, tuvo un sueño: soñó que engendraría un hijo varón pero que, desafortunadamente, el hijo no viviría mucho tiempo. Mi padre se levantó alterado después de aquel sueño, deseando que se cumpliera solamente la primera parte del mismo. Al día siguiente, mi madre le anunció que estaba embarazada y él, alborozado, apuntó la fecha y contó los días hasta que llegó el esperado parto y mi madre me dio a luz sin contratiempos. El mismo día en que nací, mi padre hizo que me levantaran el horóscopo y los astrólogos le predijeron que viviría feliz y lejos de peligros hasta los quince años, edad en la que se produciría una conjunción desfavorable que, si la superaba, viviría, pero que si no, perecería. Según me contó mi madre, los astrólogos pronosticaron: «Cincuenta días después de que el caballero de bronce caiga de su caballo y desaparezca la montaña magnética, vuestro hijo morirá a manos del hombre que disparó la saeta que acertó al caballero de bronce, un hombre llamado Aguib, hijo del sultán Jasib». Con semejante pronóstico, mi padre se quedó preocupado, pero me crió y me educó lo mejor que supo tratando de olvidarlo. No hace mucho que cumplí quince años y, para nuestra desgracia, hace diez días que unos comerciantes nos informaron de que la montaña magnética había desaparecido del mar, ¡mi pobre padre casi se volvió loco de desesperación! Decidido a salvarme como fuese, ordenó que construyesen este refugio bajo tierra, en una isla alejada de las rutas de los mercantes para que nadie pudiera encontrarme durante los cuarenta días en que, según los cálculos de los astrólogos, se mantenga la conjunción desfavorable. Por eso estoy aquí, ¿comprendes? Mi padre ha prometido que volverá a buscarme cuando el peligro pase, ya es muy anciano y, si me ocurriera algo, sé que moriría de pena.
Tuve que hacer grandes esfuerzos para no perder la calma cuando el muchacho mencionó mi nombre como el de la persona que iba a matarle. Evidentemente, el tal Aguib no era otro que yo mismo, el hijo del sultán Jasib, y había sido el que, con mi saeta, había ocasionado la caída del caballero de bronce y la desaparición de la montaña magnética. Pero, por supuesto, no tenía ni la más remota intención de matarle. ¿Cómo podía yo, sin motivo alguno, segar la vida de aquel hermoso joven? ¡Válgame Dios! De todas maneras, él debió de notar mi desazón, porque cuando acabó la historia, me miró fijamente a los ojos y dijo: —Lo raro es que, de buenas a primeras, tú hayas aparecido en este lugar que mi padre creía inaccesible, ¿no serás…Aguib? —¡Claro que no! —mentí para no asustarle—, no soy más que… un pobre náufrago. Si me permites, te haré compañía durante estos cuarenta días de espera y, cuando vuelva tu padre, me iré con vosotros. Más adelante, si Dios quiere, ya encontraré el modo de volver a mi país. —Estaré encantado si te quedas conmigo —aseguró—, y, en cuanto a lo demás, te aseguro que mi padre hará todo lo posible para que puedas regresar felizmente a tu patria. Después de todo, me alegré de que las cosas hubieran sucedido de aquella manera, puesto que si yo era el que supuestamente tenía que matarle, a buen seguro que se rompería el maleficio. Así que, sin dar más vueltas al asunto, le manifesté que en el tiempo en que estuviéramos juntos estaba a su disposición para servirle y, sentándome junto a él, iniciamos una animada charla que nos distrajo de nuestras tribulaciones. El tiempo pasaba de forma agradable y más deprisa de lo esperado en compañía de aquel joven. Disponíamos de un almacén de comida inagotable, por lo que no teníamos que preocuparnos, y las horas volaban entre comida y comida con conversaciones y juegos. Por la mañana, yo era el que me despertaba primero y me encargaba de calentar el agua para las abluciones, detalle que apreció mucho el hijo del joyero, y, como soy bastante mañoso, construí un tablero de ajedrez y las fichas utilizando un trozo de madera, cosa que nos ayudó enormemente a matar el tiempo. Lo cierto es que el muchacho estaba encantado conmigo y muchas veces me decía que su padre me recompensaría por todo lo que hacía por él, y yo pensaba: «Dios quiera que me llegue antes a mí la hora de entregarle el alma, este inteligente y apuesto joven merece vivir largamente». Hicimos tan
buena amistad que llegué a considerar que los astrólogos que habían pronosticado tal barbaridad quince años atrás debían de ser un atajo de incompetentes. Casi sin darnos cuenta pasaron los días y cuando, según nuestros cálculos, faltaba sólo un día para que concluyese nuestro encierro, el muchacho, rebosante de alegría, se lavó a conciencia y se puso ropa nueva y limpia para recibir con todos los honores a su padre. —Mi padre te recompensará por el gran favor que me has hecho —repitió una vez más. —Esto es lo de menos —le dije sinceramente—, ha sido un placer. ¿Quieres que prepare algo de comer?, después del baño siempre viene bien. —Bueno; en realidad, lo que más me apetecería sería un poco de zumo de melón con azúcar —manifestó. Y yo me ofrecí de inmediato para preparárselo, escogí un melón de la cesta de la fruta y le pregunté: —¿Sabes dónde está el cuchillo grande? —Creo que en este estante —dijo señalando uno que había encima del diván en donde estaba acostado. —Descuida, no te levantes —le dije para que no se molestara—, yo mismo lo tomaré. Me subí a un taburete y, efectivamente, allí estaba el cuchillo. Lo agarré por el mango y entonces, ¡maldita sea la hora!, sucedió algo horrible: perdí el equilibrio, caí sobre el muchacho cuchillo en mano y, sin querer, se lo clavé en el corazón. El desgraciado joven expiró al instante y yo, cuando me di cuenta de lo que había hecho, empecé a chillar como un poseso, me abofeteé y me desgarré el vestido, pero por más que lloré y me desesperé, nada pude hacer para devolverle la vida, ¡el destino se había cumplido! —¡Dios mío, ten piedad de mí! ¿Por qué con tan duros golpes me aflige el hado adverso? ¡Ojalá muriera también en este momento! —grité, presa del desconsuelo.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia más extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 56
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Aguib siguió explicando: —Cuando me serené y comprendí que no estaba en mi mano alterar el destino, decidí salir cuanto antes de aquel nefasto lugar, subí por las escaleras, volví a colocar la losa en su sitio y la tapé con tierra. Al levantar la vista, observé que un velero se acercaba a la isla y no dudé de que se trataba del padre del muchacho que volvía pasados los cuarenta días. «Si me ven, seguro que no saldré de aquí con vida. No creo que el viejo atienda a razones ni a consideraciones sobre la inexorabilidad del destino cuando descubra a su hijo muerto», me dije. Bien cierto es, señora, que el instinto de supervivencia es muy fuerte en el ser humano y, resuelto a salvar el pellejo, me subí a un árbol de frondosa copa y me oculté en la espesura del follaje. Desde mi escondite observé cómo el barco anclaba. El anciano joyero desembarcó, seguido de los esclavos, y a toda prisa se dirigieron hacia el lugar donde se hallaba la losa. Alguno de los esclavos comentó que le parecía que la tierra había sido removida recientemente, pero el comentario no pasó de eso y vi cómo, apenas apartaron la losa, el anciano descendió por la escalera de piedra tierra adentro. Poco después, los ecos de sus gritos y lamentos se escucharon desde fuera y un par de esclavos también se metieron por el agujero. Cuando volvieron a la superficie, uno de ellos llevaba en brazos el cadáver del muchacho envuelto en una sábana y el otro sostenía al afligido padre que, en estado de total enajenación, profería unos aullidos tales que me desgarraban el corazón y los oídos. Os juro que nunca me he sentido peor en toda mi vida ni nunca hubiera
creído que pudiera llegar a ser culpable y testigo de tan enorme tragedia. Dejaron el cadáver del joven en el suelo y, mientras algunos esclavos intentaban consolar al anciano, los otros se ocuparon de transportar los enseres que habían quedado en el subterráneo hacia el barco. Luego trajeron dos camillas de seda, en una colocaron el cadáver y en la otra quisieron que se acostara el anciano, pero él, agarrado al cuerpo sin vida de su hijo, se resistía a separarse de él y, hecho un mar de lágrimas, recitó de forma estremecedora:
Has muerto, se ha cumplido tu sacrificio, y mis lágrimas sin cesar se derraman.
Lejos, lejos de mí está el alivio, ¿qué puedo hacer?, ¿qué puedo decir?
Ojalá nunca te hubiera conocido, ¿qué debo hacer ahora, señores míos?
¿Cómo puede mi corazón hallar consuelo si en él arde del dolor el fuego?
¡Oh, dicha!, llévame junto a él, dile que mi llanto no tiene fin.
Ha muerto, mi corazón está en llamas
y el fuego me quema las entrañas.
Ojalá, muerte, me llevaras también, ¡que yo no quiero separarme de él!
Te pido, Dios mío, que nos unas, que a la suya acerques mi fortuna.
¡Juntos y unidos éramos tan felices!, en el colmo de la felicidad vivíamos,
hasta que el hado disparó su flecha, ¿quién es capaz de soportar tal saeta?
Al mejor de entre los hombres acertó, al más bello, a la perla de su tiempo,
¿por qué la acción del hado me ganó?, ¡ojalá nunca hubiera sucedido esto!
¿Qué haré?, sin familia, sin hijo,
los envidiosos me han vencido.
¿Cómo puedo encontrarme ahora contigo? Por ti daría mi vida, ¡hijo mío!
Tú, ¡hijo pródigo!, que me diste la luna y como ella tu fama se extendió,
Si te viera el sol, se eclipsaría, si te viera la luna, se ocultaría.
Tú, de cualidades por todos ponderadas, cuyas virtudes a la Virtud se comparaban.
¿Por qué la parca tan mal te trató? ¡Igual que a ti a otro no puedo querer yo!
Tu padre se consume porque te ha perdido, con tu muerte su vida te has llevado.
Los ojos celosos en ti se han cebado,
ojalá que a mí también me alcanzaran.
Aquello fue el canto del cisne, porque pronunciada la última palabra del sentido poema, el anciano lanzó un profundo suspiro y entregó su alma al Altísimo. Los esclavos, cabizbajos y entristecidos, dedicaron unas oraciones a los fallecidos, enterraron a padre e hijo, uno al lado del otro y, desfilando en silencio, volvieron al barco que, después de levar anclas, se alejó mar adentro y desapareció de mi vista engullido por el horizonte. Recordé entonces los versos que dicen:
Viendo sus restos yo me consumo y vierto lágrimas de emoción.
Pido a quien de él me ha alejado, que tenga a bien su devolución.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia más extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 57
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato:
Cuentan, majestad, que Aguib siguió explicando: —Los terribles acontecimientos que había vivido me habían trastornado tanto que tardé un mes, o quizás más, en reaccionar. Me pasaba día y noche entre la playa y el oasis, casi vegetando puede decirse, alimentándome lo justo para mantenerme y durmiendo, la mayor parte del tiempo, o dando vueltas y más vueltas a mis recuerdos. Al fin, un día me decidí a salir de mi reducto y di una vuelta por la isla y, al llegar a la punta occidental, observé con gran sorpresa que el nivel del mar había descendido y un camino de arena había aparecido por aquella parte. Resuelto a descubrir dónde conducía lo fui siguiendo hasta que, después de andar un buen trecho, me di cuenta de que conducía a otra isla o, tal vez, pensé, a tierra firme. Hasta donde alcanzaba mi vista, sólo había arena, una extensión enorme de arena a mi alrededor, pero continué la marcha en línea recta y, al cabo de unas horas, me pareció distinguir un resplandor a lo lejos. «A lo mejor es un fuego y, si hay fuego, alguien tiene que haberlo encendido», me dije, algo más esperanzado. Me dirigí hacia él y, por el camino, me vinieron a la memoria los versos:
Ojalá el destino afloje sus riendas y la celosa suerte por fin me compense.
Ojalá mis esperanzas se vean cumplidas y los malos tiempos den paso a los buenos.
A medida que me acercaba a él, el resplandor se hacía más intenso y, al aproximarme, comprobé que su origen no estaba en ningún fuego, sino en el brillo que despedían los muros de un palacio de bronce rojo, una imponente construcción, sobre el que reverberaban los rayos del sol y producían un efecto semejante a las llamaradas. Impresionado, me senté a contemplarlo, y, absorto ante la visión de tal maravilla, no me apercibí de que alguien se me acercaba hasta que, como por arte de magia, me vi rodeado por diez hombres jóvenes, impecablemente vestidos, y un anciano. Un detalle, especialmente, me llamó la
atención en relación al grupo de jóvenes: todos, sin excepción, estaban tuertos del ojo derecho. Al principio, como es lógico, me asusté, pero pronto advertí que no tenía nada que temer. Me saludaron muy cortésmente, se sentaron a mi alrededor, y me hicieron preguntas sobre mí y respecto a la manera en que había llegado a aquel solitario paraje. Les dije quién era y les conté, sin ahorrar detalles, todas las calamidades que me habían sucedido. Mi relato, no era para menos, les dejó perplejos y profundamente afectados y, una vez concluido, me pidieron que les acompañara al palacio. No me hice rogar, pues tenía curiosidad por ver lo que encerraba la maravillosa mansión y, siguiendo los pasos de los diez jóvenes y el anciano, entré en el edificio. Me condujeron a un salón redondo en el que había diez sillones tapizados de azul dispuestos en círculo y, en medio del círculo, un sillón de menor tamaño, también tapizado de azul. Cada uno de los jóvenes ocupó uno de los diez sillones y el anciano, después de acomodarse en el de en medio, me pidió que me sentara sin hacer preguntas. Como no vi otro asiento cerca, me senté en el suelo, sin chistar, y, a continuación, uno de los jóvenes trajo comida y bebida y la compartí con ellos. La verdad es que saboreé con fruición los guisados, pues llevaba muchos días sin probar comida caliente. Ya en tiempo de tertulia, mis anfitriones me hicieron bastantes preguntas sobre mi vida, a las que contestaba sin ocultar nada, aunque yo, por respeto a la advertencia del anciano, no me atrevía a hacer lo mismo. En estas pláticas se nos hizo de noche y, entonces, uno de los jóvenes le dijo al anciano: —Se acerca la hora y todavía no hemos recibido lo nuestro. Ni corto ni perezoso, el viejo se levantó en el acto, se dirigió a una habitación contigua y volvió llevando diez recipientes azules encima de su cabeza y unas velas en las manos. Era sorprendente la agilidad y el equilibrio del anciano. En un periquete, repartió los recipientes y las velas entre los jóvenes, una bandeja y una vela para cada uno de ellos. Todos los recipientes, al parecer, estaban llenos de ceniza, pues al recibirlo, cada uno se embadurnó la cara y la ropa con ella y, ante mi total desconcierto, se echaron a llorar, como si de repente hubieran perdido el juicio. Recuerdo que uno de ellos no paraba de repetir: —¡Ay, si nuestra curiosidad no nos hubiese traicionado! Y así siguieron largo rato, llorando y lamentándose, hasta bien entrada la noche. ¡Era cosa de locos! Finalmente, el anciano, que había permanecido impertérrito,
cual si de algo normal se tratara, trajo unos cubos de agua caliente y túnicas limpias y los jóvenes se lavaron y se cambiaron la ropa sucia por la limpia. Y, como si nada hubiera ocurrido, me prestaron un colchón, me dieron las buenas noches y se retiraron a sus aposentos. Os aseguro, señora, que no pegué ojo en lo que quedaba de noche, inquieto por la extraña escena de la que había sido testigo y, al amanecer, cuando reaparecieron todos tan frescos a la hora del desayuno, no pude evitar comentarles: —Parecéis hombres razonables y dueños de vuestros actos, pero lo de anoche, en fin… no me negaréis que es algo impropio de gente cuerda o, al menos, a mí me lo pareció. Si pudierais explicarme los motivos que os impulsaron a ello, tal vez lo comprendería y, ya puestos, no voy a ocultaros que el hecho de que seáis todos tuertos me tiene intrigadísimo, ¿a qué se debe?, si no es demasiada indiscreción preguntároslo. —No te dejes llevar por las apariencias ni des más vueltas a los asuntos que no son de tu incumbencia —se limitó a decir, lacónicamente, uno de los jóvenes—, es mejor que no hagas preguntas sobre esto. Y aunque la curiosidad me atormentaba, no tuve más remedio que conformarme con aquella evasiva e, igual que la cena del día anterior, compartí con ellos el desayuno en silencio. El día pasó de forma bastante agradable, entre charlas intrascendentes y juegos, pero por la noche, el anciano y los diez jóvenes repitieron su extraño comportamiento, y así también la noche siguiente, y la otra. Al parecer, no podían pasar ni un solo día sin cumplir su rito y yo me veía obligado a permanecer en el palacio de bronce y asistir en silencio a la ceremonia, como convidado de piedra, tragándome los deseos de hacer preguntas, cosa que, cada día que pasaba, se me hacía más insoportable. Al cabo de un mes mi paciencia llegó al límite y, durante una comida, puesto que casi no podía probar bocado a causa de los nervios, solté la lengua y dije: —Reconozco que nunca podré llegar a agradeceros suficientemente vuestra hospitalidad, amigos, pero he de confesaros que ya no soporto más la visión de vuestro tormento, noche tras noche, sin conocer los motivos. O me contáis a qué se debe o deje que me vaya, al menos, pues como dicen: «ojos que no ven, corazón que no siente», y el mío es incapaz de aguantar un solo día más tal suplicio.
—Si te rogamos que no nos hicieras preguntas al respecto no es por capricho — replicó uno de ellos, con evidente desazón—, sino por compasión hacia ti, nos caes bien y queremos evitar que te ocurra lo mismo que a nosotros y que tengas que lamentarlo el resto de tu vida. —Pero ¿el qué? —dije, levantando la voz, sin poder ocultar mi disgusto—, decidme qué diantre es lo que no queréis que me ocurra, ¡decídmelo, por Dios, o me volveré loco! —¡Tranquilízate! —me espetó otro, en tono severo—, no dejes que la curiosidad te domine o también acabarás tuerto. —¿Tuerto?, ¿por qué?, ¡tengo que saberlo! —grité perdiendo del todo los estribos. —Está bien, está bien, allá tú, si es lo que quieres —accedió, finalmente, un tercero—, pase lo que pase, no podrás decir que no te hayamos advertido. Si te empeñas en saber el porqué de nuestro defecto y nuestro comportamiento, tendrás que pasar por la misma experiencia que nosotros. Ahora, cálmate y limítate a seguir nuestras instrucciones. A un gesto suyo, otros dos jóvenes trajeron un carnero, lo degollaron, lo despellejaron y, mientras uno me alargaba un cuchillo y otro se me acercaba con aguja e hilo, el mismo que se había mostrado dispuesto a aclararme el misterio me dijo: —Toma el cuchillo que te da mi compañero y estírate en el suelo, que vamos a envolverte con esta piel de cordero y te coseremos dentro. Una vez que la hayamos cosido, nos iremos todos de aquí y te dejaremos solo, procura respirar con calma y no pierdas la serenidad por más incómodo que te sientas. Cuando nos hayamos ido no tardará en aparecer un ejemplar del pájaro conocido como ave ruj, el más grande que existe en la Tierra, agarrará la piel y te llevará volando por los aires hasta depositarte encima de una montaña. Cuando notes que el pájaro te suelta y toques el suelo, corta la piel con el cuchillo y sal fuera, verás cómo el ave se aleja volando por el cielo. Entonces, sin más dilación, ponte en marcha, camina medio día en la dirección hacia la que se aleje el ave y llegarás a un gran palacio, de muros chapados con oro rojo e incrustados de esmeraldas y otras piedras preciosas. La puerta principal, como observarás, es de madera de sándalo, bellamente trabajada, empújala, que no estará cerrada, y
entra en el palacio. Y ya no puedo decirte nada más, excepto que te pasará lo que te tenga que pasar y que la causa de que nosotros estemos tuertos y nos embadurnemos cada noche con ceniza está de algún modo relacionada con el palacio de oro. Bien, ¿estás dispuesto? —Adelante, estoy preparado —dije, sintiendo el cosquilleo de la emoción en mis adentros. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 58
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Aguib siguió explicando: —Desde que me enfundé en la piel de cordero hasta llegar a cruzar la puerta del palacio de oro, todo ocurrió exactamente tal como lo había descrito el joven tuerto. El palacio, por cierto, era de una magnificencia indescriptible, la construcción más soberbia y formidable que jamás había visto, las paredes incrustadas de piedras preciosas, muebles de sándalo y áloe, puertas chapadas de oro rojo con tiradores de plata, estanques de agua y surtidores dentro de las habitaciones, ¡una maravilla! irado, fui recorriendo vestíbulos, habitaciones y pasillos, hasta que llegué a una sala inmensa en la que, para mi asombro, encontré a cuarenta bellísimas mujeres, espléndidamente vestidas y adornadas con joyas deslumbrantes. —¡Bienvenido, señor! Os esperábamos —corearon las muchachas cuando hice mi entrada en el lugar. Mi aparición, lejos de asustarlas, provocó alegría y alborozo entre ellas, y he de
itir que me dispensaron un recibimiento digno de un príncipe. Me invitaron a sentarme, me rodearon sonrientes y dicharacheras y, una de ellas, tomando la palabra, me dijo: —Gracias a Dios que nos ha traído a alguien digno de nosotras, así como nosotras esperamos ser dignas de nuestro distinguido huésped. Desde ahora, señor, consideraos nuestro amo y, a nosotras, vuestras esclavas, pedidnos lo que queráis y seréis servido, ordenadnos lo que gustéis y seréis complacido, estamos aquí para obedeceros. Al principio, me quedé tan sorprendido que apenas podía articular palabra, y pronto tuve ocasión de comprobar que la buena disposición de las muchachas iba totalmente en serio y todas se afanaban para complacerme. Unas me trajeron comida, otras bebida, otras calentaron agua y me lavaron con ella pies y manos, ¿qué más se puede pedir? Yo estaba encantado siendo el centro de atención de tan hermosas sirvientas y, superada la sorpresa y los momentos de desconcierto, me relajé y hablé animadamente con ellas, contándoles mis aventuras y desventuras por estos mundos de Dios. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 59
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Aguib siguió explicando: —Al anochecer, cinco muchachas se encargaron de preparar una mesa para la cena, la llenaron de bandejas de toda clase de aperitivos y frutas y jarras del mejor vino de la bodega de palacio. Y mientras degustaba en su grata compañía los suculentos manjares, ellas me amenizaban la cena con canciones,
acompañándose de flautas, laúdes y otros instrumentos musicales. Platos y copas circulaban constantemente entre nosotros y, envuelto en una atmósfera de ensueño, me encontraba tan a gusto que olvidé todas mis preocupaciones. «¡Esto es vida y no otra cosa!», me decía sin dejar de dedicar halagos, aplausos y galanterías a las mozas. Ya entrada la noche, con todo el jolgorio y el ambiente distendido que los efluvios de la bebida habían contribuido a crear, una de las esclavas me dijo: —Escoged a una de nosotras para compartir vuestro lecho, señor, estamos a vuestra entera disposición y, puesto que somos cuarenta, podéis acostaros durante cuarenta noches seguidas con una de distinta, si así lo deseáis. ¡Era lo único que faltaba para sentirme el hombre más feliz de la Tierra! Escogí a una belleza de ojos grandes y oscuros, cejas arqueadas, labios carnosos, negra cabellera y proporciones perfectas. Una mujer de las que quitan el sentido, de hermosura comparable a la rama de sauce o a la de arrayán, como la que inspiró al poeta:
Como rama de sauce que la brisa balancea, su talle suavemente cimbreó, ¡tan bella!
Su dulce sonrisa puso en evidencia unos dientes brillantes como estrellas.
Las trenzas sacudió, de su negra cabellera, y a la noche envolvió en tinieblas,
mas cuando su rostro lució en las sombras,
de este a oeste se iluminaron las cosas.
De necios es compararla con la gacela, pues ella es muy superior en delicadeza.
¿Acaso la gacela tan fino talle ostenta o unos labios melosos que son como néctar?
Sus ojos hechiceros al aire asaetean y cautivan a la víctima con sutiles flechas.
Ella es mi ídolo y como idólatra la adoro, no os asombréis si el amor me vuelve pagano.
Con semejante preciosidad pasé la noche, y no os extrañéis si afirmo que, sin lugar a dudas, fue la más feliz de mi vida. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 60
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Aguib siguió explicando: —Al día siguiente, al levantarme, las esclavas me llevaron al baño de palacio, me proporcionaron ropa limpia, nueva y reluciente, y me trajeron el desayuno más exquisito y completo que he tomado en mi vida. En su compañía pasé un día inolvidable, nos divertimos, jugamos, cantamos, nos reímos, en fin, un día perfecto, lejos de preocupaciones mundanales y de todos los dolores de cabeza que nos depara la cotidiana existencia. Y, a la hora de acostarnos, para compartir el lecho escogí a una muchacha tierna y dulce, de formas voluptuosas y sensuales, como la que en su día elogió el poeta:
En sus pechos guarda dos asideros que a los enamorados impide sujetar.
Con las flechas de su mirada los protege y las arroja a quien los quiere alcanzar.
Los días se sucedían y yo me encontraba tan a gusto, señora, que perdí por completo la noción del tiempo y de la realidad, por eso no sabría deciros cuánto tiempo pasé disfrutando de aquella placentera y dulce existencia hasta que una mañana al levantarme, contrariamente a lo que era habitual, encontré a las muchachas tristes y llorosas. —¿Qué os pasa, queridas mías? —les pregunté, sobresaltado. —¡Ay, señor! —exclamó una de las muchachas que, sollozando, se lanzó a mis brazos—, tenemos que despedirnos.
—¿Despedirnos?, ¿pero qué dices? ¡No puede ser! —protesté, apartándola con suavidad. —Así es —corroboró otra—, estamos a fin de año y, a partir de mañana, el día de año nuevo, nos vemos obligadas a ausentarnos cuarenta días del palacio, cada año lo hacemos. —Ojalá nunca hubierais venido, sultán Aguib —manifestó otra de las jóvenes, con lágrimas en los ojos—, sois el hombre más bueno y amable que jamás hemos conocido, ¡y nos sabe tan mal tener que separarnos de vos! —¡Dios mío, me rompéis el corazón! —dije, muy afectado—, no lloréis más, queridas, si sólo son cuarenta días, podéis estar seguras de que os esperaré. —Mucho nos tememos que sea para siempre —añadió otra en tono lúgubre—, por eso estamos tan tristes. —¿Para siempre?, ¡qué barbaridad! —me asusté—, aclare todo esto, por favor, no entiendo nada… —Os lo aclararé, señor. En primer lugar, tenéis que saber que, en realidad, nosotras no somos sirvientas de condición, sino mujeres nobles, hijas de grandes señores y potentados —explicó la muchacha—. Hace años que vivimos juntas aquí, en el palacio de oro, disfrutando de la buena vida, aunque a principios de cada año nos ausentamos durante cuarenta días, por obligación. Durante nuestra ausencia os dejaremos la llave maestra que abre las cien habitaciones cerradas de palacio y, para distraeros, podéis penetrar en ellas, en todas excepto en una: en la habitación cuya puerta está chapada de oro rojo. Ésta no la abráis, pues si lo hicierais, provocarías nuestra separación para siempre. Tenéis noventa y nueve habitaciones a vuestra disposición, disfrutad de ellas, pues todas encierran muchas maravillas, pero, por favor, no abráis la puerta de oro rojo. —¡Ni se me ocurrirá! —aseguré—, deje la llave e idos tranquilas, que dentro de cuarenta días nos volveremos a encontrar. Pero ellas no parecían estar tan convencidas, porque, una a una, se despidieron de mí como si no fueran a verme nunca más. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.
«¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 61
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Aguib siguió explicando: —La última en despedirse me dio la llave y me dijo: —Aquí os dejo la llave, señor, y, por lo que más queráis, no abráis la puerta de la habitación prohibida o nos perderíais para siempre. Y muy afligida recitó:
Con el corazón en llamas dijo adiós, el llanto derramaba sin cesar,
y de sus lágrimas un collar de perlas en su cuello se formó.
—No abriré la puerta de la habitación prohibida, os lo aseguro —les prometí muy solemnemente. Al decirles adiós no pude reprimir unas lágrimas de emoción y, al fin, me quedé
solo, completamente solo en aquel inmenso palacio. Acostumbrado como estaba a la animación que había continuamente con la presencia de las muchachas, pronto empecé a aburrirme y decidí visitar una de las noventa y nueve habitaciones cerradas en las que se me había dado permiso para entrar. Tomé la llave y con ella abrí la puerta de la primera habitación cerrada que encontré. Tuve que frotarme los ojos para cerciorarme de que no estaba soñando cuando vi el frondoso jardín que se ocultaba detrás de aquella puerta, ¡era un vergel paradisíaco! Atónito, me paseé entre la fronda de plantas, flores, arbustos y árboles de todas clases, aspirando el aroma de la vegetación y escuchando el melodioso trinar de los pájaros que glorificaban al Único Creador. En el suelo corría abundantemente el agua por un laberinto de acequias y su armónico borboteo me relajaba y me hacía sentir una inusitada placidez. Caminando tranquilamente entre los árboles, pasé bajo unos manzanos en fruto cuyas manzanas eran semejantes a las que describió el poeta:
Manzanas de dos colores como si fueran las mejillas de los amantes cuando se besan.
Cuando en la almohada se han abrazado, uno está rojo de ardor y el otro pálido de miedo.
De los perales pendían unas peras de calidad superior, dulces como el azúcar y más aromáticas que el almizcle y el ámbar juntos, y los membrillos, ¡qué membrillos!, iguales a los del poema:
El membrillo reúne todas las delicias y su primacía entre las frutas es reconocida.
De sabor, como el vino; de olor, como el almizcle, de color, como el oro y de forma, como la luna llena.
Los albaricoques eran redondos y brillantes como jacintos esmerilados. En fin, podría extenderme horas y horas hablando de las maravillas que encerraba aquel precioso jardín, si no es que tuviera que seguir contándoos los prodigios que hallé tras las demás puertas que abrí. Al abrir la segunda puerta, un denso palmeral apareció ante mí y, tras él, un caudaloso río que regaba los campos que se extendían a la otra orilla, campos de rosales, jazmines, alheña, narcisos, violetas, lirios, dalias, azucenas y otras plantas que, mecidas por una suave brisa, esparcían su penetrante olor a los cuatro vientos. Permanecí muchísimo rato, no sabría deciros cuánto, quizás un día entero, sentado en la orilla del río, bajo la sombra de las palmeras, extasiado ante tanta belleza. Tras la tercera puerta que abrí encontré una gran sala pavimentada con mármol de diversos colores y con toda clase de piedras preciosas incrustadas en las paredes. Del techo pendían una serie de jaulas de forma cónica, hechas con madera de sándalo, en las que había una variedad increíble de pájaros: palomas, pichones, palomas torcaces, zuritas, tórtolas, ruiseñores, alondras, jilgueros, mirlos, etcétera. Los gorjeos y los trinos de las aves canoras producían un efecto sedante que me retuvo largo tiempo en aquella sala. Y me hubiera quedado mucho más si la curiosidad no me hubiese empujado a salir para descubrir las maravillas que escondían las otras habitaciones cerradas. Al abrir la cuarta puerta me encontré con un gran salón redondo cubierto de alacenas en las que se guardaban cantidades ingentes de gemas y piedras preciosas, rubíes, esmeraldas, zafiros, topacios, jacintos, corales, perlas y toda suerte de alhajas de oro y plata. «¡Santo Cielo!, ni todos los sultanes, reyes y emperadores de la Tierra serían capaces de reunir semejantes tesoros», me dije, y me sentí el hombre más feliz del mundo, pues había tenido el privilegio de morar en un palacio de incomparable magnificencia y de disfrutar en él de los placeres que me habían ofrecido cuarenta bellísimas damas. Así, casi sin darme cuenta, pasaron treinta y nueve días, a lo largo de los cuales fui abriendo puertas, hasta un total de noventa y nueve, y tuve ocasión de
contemplar lo más soberbio y prodigioso que jamás ser humano alguno haya podido imaginar. Me quedaba sólo una puerta por abrir, la que me estaba vedada, la puerta chapada de oro contra cuya apertura me habían advertido las muchachas. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 62
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Aguib siguió explicando: —Sólo faltaba una noche para que regresaran las damas, una noche más y volvería a reunirme con mis amadas, pero ¡ay, infeliz!, por aquel entonces un solo pensamiento me obsesionaba: «¿Qué habrá detrás de la puerta chapada de oro?» Hecho una mar de dudas, mientras hacía girar la llave en la mano, no hacía más que dar vueltas a la idea de hacer caso omiso de la advertencia y abrirla. Finalmente, el diablo hizo de las suyas y no pude resistir la tentación, me dirigí hacia la puerta de la habitación prohibida, hice girar la llave en la cerradura y la abrí. Nada más dar un paso dentro de ella me sorprendió un olor tan fuerte y penetrante que caí al suelo mareado. Poco a poco me fui recuperando y, cuando me sentí con fuerzas, me levanté y vi a mi alrededor una inmensa sala con el suelo totalmente cubierto de polvo de azafrán y, en las paredes, innumerables filas de velas encendidas, sostenidas en palmatorias y candeleros de áloe y ámbar, y candiles de oro y plata en los que flameaban llamas prendidas con aceites de primerísima calidad. En uno de los lados de la sala destacaban dos enormes pebeteros, en cuya brasa ardían el sándalo, el ámbar, el almizcle y el
incienso. El humo de los pebeteros se mezclaba con el de las velas y, junto con el fuerte olor que despedía el azafrán del suelo, exhalaban un perfume tan intenso que no me extrañó que casi me hubiera desmayado al penetrar en la sala. Y entonces me fijé que, frente a los pebeteros, en el lado opuesto de la sala, había un caballo negro, un corcel de bella estampa ante un establo de cristal, en el que se amontonaba una gran cantidad de sésamo pelado y, debajo, una artesa repleta de agua de rosas almizclada. El corcel, además, lucía unos jaeces de preciosa factura y una silla de montar de oro rojo. Los caballos han sido siempre una de mis debilidades, señora, y no pude evitar acercarme al bello ejemplar, lo tomé de las riendas, lo saqué de la sala y me lo llevé fuera de palacio con la intención de montarlo. «Tiene que ser una delicia galopar a lomos de semejante animal», pensé. Monté, pues, y lo espoleé, pero el caballo no se movió. Entonces tomé la fusta que colgaba a un lado de la silla y le di con ella en el lomo. Al momento el caballo relinchó de un modo que me atemorizó, más parecido al retumbar de un trueno que no al sonido habitual de un relincho, y, seguidamente, ante mi estupor, dos grandes alas negras brotaron de sus costados, las batió e izó el vuelo. ¡Imaginad el terror que me invadió! Volando nos alejamos del palacio de oro, hasta perderlo de vista, y atravesamos las nubes a una velocidad increíble en medio de la inmensidad del cielo. Cuando el corcel empezó a perder altura, vi que nos acercábamos a otro palacio, descendimos y, al dar con los cascos en el suelo de la azotea, el caballo pegó un brinco que me hizo caer de la silla y me dio tal golpe con la cola en pleno rostro que me vació el ojo derecho. Así fue como me quedé tuerto. Mientras miraba cómo el caballo alzaba de nuevo el vuelo y se alejaba, con mi único ojo sano, vino a mi memoria la imagen de los diez jóvenes tuertos y comprendí la barbaridad que había cometido: mi curiosidad me había perdido. —¡Dios Misericordioso, sólo en vos puedo encontrar consuelo! —exclamé, totalmente abatido. No tardé en darme cuenta de que el palacio al que había ido a parar era el palacio de bronce, el mismo en el que moraban los diez jóvenes tuertos y el anciano. Bajé por la escalera, apesadumbrado, y llegué al salón redondo. Los diez sillones azules seguían colocados en su sitio y, apenas me hube sentado en el suelo, aparecieron los jóvenes y el anciano. Sus caras, sin embargo, no reflejaban la simpatía con la que tiempo atrás me habían recibido, sino todo lo contrario.
—Aquí ya no eres bienvenido, Aguib —me dijo con dureza uno de los jóvenes —, no esperes ser bien tratado. —He obrado mal, ya lo sé —ití, compungido—, pero ya que nada puedo hacer por enderezarlo, decidme ahora por qué os embadurnáis las caras y la ropa con ceniza y os lamentáis noche tras noche. —¿Todavía no lo entiendes? —me reprochó otro de los jóvenes en tono airado —, a nosotros nos ha pasado lo mismo que a ti. Fuimos incapaces de resistir la tentación y sucumbimos a la curiosidad. ¿Te parece poco haber perdido para siempre la oportunidad de disfrutar de la mejor de las vidas al lado de las mujeres más bellas que existen? ¿No te parece motivo suficiente para que nos lamentemos durante el resto de nuestros miserables días? —Tienes razón —dije—, pero ya que me ha pasado lo mismo que a vosotros, dejad que me quede y me una a vuestras lamentaciones. —¡No!, ¡no queremos verte más por aquí! —gritó entonces el anciano—, ya es suficiente lo que tengo que aguantar para que otro más se añada al grupo, ¡vete!, ¡vete de aquí ahora mismo! Estaba claro que no podía quedarme en el palacio, así que permanecí sólo el tiempo suficiente para afeitarme la cabeza y la barba, me puse una vieja túnica raída y emprendí la marcha hacia lo desconocido, vagando por el mundo como un pobre tuerto, un miserable pedigüeño. Esta tarde he llegado a Bagdad, y, tal como han contado mis compañeros, me he unido a ellos para buscar posada y los tres hemos acabado en vuestra casa de la manera que ya conocéis. Aquí termina mi historia, señora, y que Dios os bendiga. La dueña de la casa, igual que el resto de la audiencia, se quedó perpleja al oír semejante historia. —Te has salvado —dijo la señora—, puedes irte junto a tus compañeros. —Si no hay inconveniente, quisiera quedarme un rato más para escuchar lo que tengan que contar estos honorables comerciantes —solicitó Aguib. La dueña de la casa accedió a su petición sin poner ningún inconveniente y, dirigiéndose al califa, Gafar y Masrur, les dijo:
—Ahora os toca a vosotros. Adelante, explicadnos vuestra historia. —Señora, nuestra historia es simple, pero cierta —habló Gafar, como portavoz del grupo—, y ya se la contamos a vuestra compañera, la gentil dama que nos abrió la puerta. Somos unos comerciantes de Mosul que hemos venido a Bagdad por negocios. Nos alojamos en un caravasar de la ciudad y, desde que llegamos, no hemos hecho otra cosa que dedicarnos al comercio. Esta noche, sin embargo, uno de nuestros colegas bagdadíes había organizado un banquete y nos había invitado a su casa. Hemos acudido a la cena, por cierto muy concurrida, y la velada ha sido de lo más animada: buena comida, buen vino, música, canciones, esclavas… en fin, lo normal en estos casos. Todo iba bien hasta que se ha presentado el comisario de policía, alertado por algún vecino molesto por el alboroto, y ha empezado a practicar detenciones. Algunos de los participantes, entre ellos mis compañeros y yo mismo, hemos huido saltando por la tapia del jardín, pero, seguros de que el caravasar había cerrado ya sus puertas, no sabíamos hacia dónde dirigirnos. Extraviados por el barrio, y temerosos de topar con algún sereno que nos pillara con el consiguiente escándalo, pues en la fiesta no habíamos bebido agua precisamente, hemos pasado delante de vuestra casa. Al escuchar la música, las risas y las voces desde la calle, hemos pensado que no os molestaríamos si llamábamos a vuestra puerta y os pedíamos alojamiento para esta noche y, de paso, la posibilidad de participar en vuestra velada. Y bien, nos hemos atrevido a llamar, nos habéis abierto la puerta y, cosa que os agradecemos profundamente y que sabremos recompensar como se merece, nos habéis permitido pasar para unirnos al grupo de vuestros invitados. El resto ya lo conocéis y esto es todo, sin más. —Señora, si me permitís —intervino Aguib cuando Gafar terminó su breve relato—, quisiera pediros que nos dejarais ir junto a estos comerciantes. —Hecho —concedió la dueña de la casa, todavía bajo la impresión de los relatos de los vagabundos—, tengo que reconocer que vuestras historias han sido lo suficientemente emocionantes para salvar a todos. Idos en paz. Los invitados hicieron una reverencia, se despidieron y salieron a la calle. El porteador les dio las buenas noches y enfiló el camino de su casa y el califa, muy afectado por todo lo que había presenciado y escuchado aquella noche, dijo a los vagabundos: —Y vosotros, ¿a dónde pensáis ir? Aún no ha amanecido.
—No tenemos ni idea, señor —respondió Aguib. —Venid con nosotros, entonces, os encontraremos alojamiento. Y acercándose a Gafar, le dijo al oído: —Llévatelos a tu casa y mañana por la mañana, sin falta, me los traes a la audiencia, me gustaría que sus historias quedaran registradas en los anales de palacio, ¡son prodigiosas! —Por supuesto, majestad —acató Gafar—, se hará como dispongáis. Harún Arrashid no pegó ojo en lo que quedaba de la noche, impresionado por lo que habían contado los tres vagabundos por una parte y, por otra, intrigado por el misterio del extraño comportamiento de la muchacha con las perras y el de la otra muchacha con marcas de azote en la espalda. No hizo más que dar vueltas a estos asuntos hasta que despuntó el día y, a la hora habitual, se dirigió a la sala de audiencias y se acomodó en el trono. Puntualmente, el visir Gafar se presentó en la sala acompañado de los tres vagabundos, cuyos rostros reflejaban bien a las claras la mayúscula sorpresa que habían recibido al ser trasladados al palacio califal de Bagdad. Gafar cumplimentó al soberano con las salutaciones de rigor y besó el suelo ante él. —Déjate de protocolos —le instó un impaciente Harún Arrashid—. Ve a buscar inmediatamente a las tres muchachas y tráelas aquí. ¡Ah!, y que no se olviden de las perras, ¡deprisa! —A vuestras órdenes, majestad. No tardó el visir en aparecer de nuevo ante el califa junto con las tres muchachas que, convenientemente veladas, fueron colocadas en el lado opuesto de los vagabundos, los unos a la izquierda de Gafar y las otras a la derecha, todos alineados delante del trono de su majestad. La dueña de la casa, además, había traído a las dos perras. El califa dedicó una mirada de satisfacción al visir y éste, dirigiendo la palabra a las mujeres, dijo: —Ayer nos honrasteis con vuestra hospitalidad, señoras, y hoy tenéis el honor de ser recibidas en este palacio, la morada del más distinguido huésped que jamás haya pisado vuestra casa. Estáis en presencia de su majestad, el séptimo califa de
la gloriosa dinastía de los abasíes, Harún Arrashid Ibn Almahdí, hijo de Alhadi y hermano de Safah Ibn Mansur. Las mujeres, impresionadas, se inclinaron respetuosamente ante el califa. —Ahora os toca a vosotras hablar con toda sinceridad —continuó Gafar—, decir la verdad y nada más que la verdad, aunque os cueste caro. —Y volviendo los ojos hacia la dueña de la casa, añadió—: Explica a su majestad el califa todo lo referente al asunto de las dos perras, aclara por qué las golpeaste primero y luego las abrazaste llorando como si te arrepintieras de lo hecho. Adelante, habla. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Extraordinario!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré la historia que refirió la dueña de la casa, que es mucho más sorprendente que las anteriores», replicó Shahrasad.
Noche 63
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad narró:
Historia de la primera muchacha, la dueña de la casa
La mujer hizo que las perras se sentaran, dio un paso adelante y, después de una graciosa inclinación, tomó la palabra y contó: —Mi historia es algo tan fuera de lo común, majestad, que si alguien la escribiera con tinta indeleble, quedaría como una lección para la posteridad. Resulta que yo soy la menor de tres hermanas, hijas del mismo padre y la misma madre. Estas dos muchachas que me acompañan, y con las que comparto domicilio, son también hermanas mías, pero sólo de padre. Cuando nuestro progenitor falleció, mis hermanas carnales y yo quedamos bajo la tutela de nuestra madre y las dos hermanastras se fueron a vivir con la suya. Al cabo de un tiempo, también nuestra querida madre pasó a mejor vida y nos legó tres mil dinares como herencia, cantidad que dividimos a partes iguales entre las tres hermanas, mil dinares para cada una. Mis hermanas se casaron, la mayor con un comerciante que invirtió todo su capital, el propio y el de su esposa, en adquirir bienes transportables y se marchó de Bagdad, llevándose a mi hermana, con la intención de hacer negocios en tierras lejanas. No supe nada de ellos hasta que, cinco años después, mi hermana mayor volvió a casa, sola y en un estado lamentable, convertida en una sucia y miserable pordiosera. Estaba tan cambiada que al principio ni la reconocí, pero cuando me di cuenta, exclamé horrorizada: —¡Dios mío!, ¿qué te ha pasado? —No quieras saberlo, querida, cosas del destino —sentenció ella, lacónicamente. De todas maneras, me enteré por sus propias palabras que hacía tiempo que su marido la había abandonado, después de dilapidar la fortuna de ambos, y ella, pobre, sola y desvalida, había sobrevivido vagabundeando por estos mundos de Dios hasta que consiguió regresar a Bagdad. Lo primero que hice fue acompañarla a los baños, le di ropa nueva y, una vez limpia y aseada, le ofrecí una buena comida. Me costó un mes recuperarla, pero
al fin logré que volviera a lucir el aspecto vigoroso y lozano de antaño. A mí, gracias a Dios, me habían ido muy bien las cosas y, con el dinero de la herencia, había montado una sedería que me reportaba buenos ingresos. Por ello, le propuse a mi hermana que se quedara a vivir conmigo y compartiéramos las ganancias, proposición que aceptó de muy buena gana. Las dos vivíamos tranquilas y en armonía bajo el mismo techo, pero había un asunto que nos preocupaba: de la otra hermana, la segunda, hacía mucho tiempo que no teníamos noticias ni conocíamos su paradero. Un día, aproximadamente un año después del regreso de mi hermana mayor, llamaron a la puerta, fui a abrir y, ¡válgame Dios!, me quedé de una pieza al ver que quien había al otro lado, aunque bajo una apariencia casi irreconocible, era nuestra hermana, vestida como una mendiga, sucia, harapienta y con cara de pasar hambre. Ella también había tenido una mala experiencia con el matrimonio, por decirlo con palabras suaves, pero su estado era peor aún que el de la mayor a su vuelta e, inmediatamente, me hice cargo de ella, le proporcioné ropa y comida y la instalé en mi casa para que compartiera su vida con mi hermana mayor y conmigo. Las cosas nos iban bien, majestad, mi negocio prosperaba y yo hacía todo lo posible para que mis hermanas se sintieran cómodas en casa; pero unos meses después del reencuentro, mi hermana mayor me sorprendió con este comentario: —Tu hermana y yo queremos casarnos, no soportamos más la soltería. —¿Cómo dices?, ¿casaros?, ¿todavía no tuvisteis bastante? —le reproché—, los hombres buenos son muy escasos y pocas son las ventajas del matrimonio. No cometáis el mismo error dos veces, por favor, quedémonos solas y tranquilas, que las tres salimos adelante muy bien sin necesidad de marido. Pero por más que argumenté en contra del matrimonio, mis hermanas estaban totalmente resueltas a enmaridar y no quisieron escucharme. Y se casaron otra vez, sin mi consentimiento, por supuesto, aunque me vi obligada a proveerlas de una dote de mi propio bolsillo para formalizar los contratos. En mala hora lo hicieron, las desgraciadas, pues sus respectivos esposos las engañaron, les quitaron todo el dinero y las abandonaron. Con el rabo entre piernas, como vulgarmente se dice, tuvieron que acudir de nuevo a mí para que las ayudara a superar el mal momento y yo, sin dudarlo un instante, acepté sus excusas y las acogí de nuevo en casa. —Eres la menor de nosotras en edad pero la que tiene más entendimiento —
reconoció mi hermana mayor—, te aseguro que no volveremos a mencionar el matrimonio si nos permites quedarnos en tu casa, y estamos dispuestas a servirte en cualquier cosa que nos mandes. —¡Pues claro que podéis quedaros! —asentí, con el corazón en la mano—, sois mis hermanas y las personas que más quiero en el mundo, ¿cómo voy a negároslo? Y, desde luego, no tenéis que servirme, que para eso ya tenemos criadas. Como el negocio continuaba prosperando, a mis hermanas y a mí no nos faltaba de nada, las tres vivíamos sin preocupaciones y el tiempo nos pasaba que ni nos dábamos cuenta. Tres años después del segundo fracaso matrimonial de mis hermanas y, puesto que mi fortuna había aumentado considerablemente, decidí dar un giro a la monotonía de nuestra existencia y me embarqué en un proyecto comercial que incluía una travesía por mar a la búsqueda de nuevos mercados. Invertí parte de mi capital en comprar las mercancías adecuadas y junto con mis hermanas, que se mostraron entusiasmadas con la idea, me trasladé al puerto de Basora con la intención de fletar una embarcación rumbo a otras tierras. Una vez que la embarcación estuvo dispuesta, zarpamos y navegamos durante unos días con los vientos a favor y sin contratiempos. Todo parecía ir viento en popa hasta que el arráez me comunicó que nos habíamos extraviado de la ruta prevista y surcábamos aguas desconocidas, y, aunque la noticia era preocupante, procuramos que el nerviosismo no cundiera entre la tripulación y los pasajeros y seguimos adelante. Por fin, una mañana, al cabo de veinte días de navegar a la deriva, el vigía anunció tierra a la vista, pusimos proa a la costa y, con gran alegría, avistamos los edificios de una ciudad portuaria. Después de que amarráramos y los marineros iniciaran las tareas de descarga, les dije a mis hermanas que me esperaran en el barco mientras yo descendía a tierra para hacer una incursión en la población y echar un vistazo al lugar hacia donde el destino nos había llevado. Mis primeros pasos dentro de la ciudad, por cierto, me depararon una gran sorpresa, pues vi con estupefacción cómo todas las personas que se encontraban en las calles, de todas las edades y condiciones, presentaban una curiosa característica en común: ¡estaban petrificadas! Paseé por el zoco un rato, en medio de un silencio insólito, y, a pesar de que el género de las tiendas estaba intacto, toda la gente que vi allí, vendedores, compradores y viandantes, absolutamente todos, eran estatuas de piedra, como si en un momento dado, estando cada uno en su actividad, hubieran sido víctimas de un
extraño encantamiento. De aquel modo, la ciudad presentaba un aspecto bastante desolado, sin un signo de vida por ninguna parte. Seguí caminando, llegué a la ciudadela y, dispuesta a llegar hasta el final en mi exploración, subí hasta el castillo. El portal de entrada era impresionante, con los batientes de la puerta chapados de oro, y puesto que los guardias estaban también petrificados, nadie me impidió la entrada. Dentro del castillo, recorrí una sala tras otra sin salir de mi asombro, pues toda la gente que encontraba a mi paso estaba igualmente petrificada. En el recinto del harén, llegué a una habitación en el dintel de cuya puerta había grabado un escudo nobiliario, espléndidamente decorada y con las paredes cubiertas de cortinas de brocado. En la habitación, recostada en un diván, había una señora ataviada con un magnífico vestido de perlas que, sin exagerar, eran del tamaño de avellanas, y, en la cabeza, lucía una preciosa diadema con gemas engastadas. Pero la noble señora no movía ni un dedo por más que yo me acercara, ni siquiera parpadeaba, ya que como todo el mundo en aquella misteriosa ciudad, no era más que una estatua de piedra. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia más insólita!», exclamó Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», aseguró Shahrasad.
Noche 64
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que la muchacha dueña de la casa siguió explicando: —Pasé después a otra sala, muy espaciosa y suntuosamente tapizada con alfombras de seda bordadas con hilo de oro. En medio de la sala destacaba un estrado de marfil, con motivos dorados, cubierto por un dosel sostenido por columnas de esmeralda y del que colgaba una cortina de seda con perlas
incrustadas. Desde el punto en que lo observaba, algo brillante se traslucía en su interior, subí al estrado, aparté la cortina y me quedé deslumbrada al ver, encima de una mesita que había al lado de una cama, una joya esplendorosa del tamaño de un huevo de avestruz. La cama era enorme, con sábanas de seda, y en la mesita, aparte de la soberbia joya, había dos velas encendidas que me llamaron la atención. «Parece que estas velas llevan poco tiempo encendidas, alguien tiene que haberlas prendido», pensé. Continuando con mi recorrido llegué a la cocina, después pasé por una bodega y, finalmente, di con la cámara de los tesoros en la que me quedé largo rato contemplando las maravillas que contenía. Tan absorta estaba irando los tesoros que perdí la noción del tiempo y me pillaron las tinieblas del anochecer dentro del castillo. Conseguí volver hasta la habitación donde se encontraba la cama, pero no me atreví a seguir adelante en la penumbra por el laberinto de salas y pasadizos que conducían a la salida. Así pues, resignada a pasar la noche allí, me metí en la cama y me tapé con las sábanas de seda. No obstante, por más que lo intentaba, no lograba conciliar el sueño. Calculo que sería alrededor de la medianoche cuando percibí el rumor de una voz, una voz masculina aunque dulce y melódica, que emitía una especie de salmodia. Intrigada, me levanté, tomé una de las velas y me dirigí hacia el lugar de donde provenía la voz, pasé a una habitación contigua, más pequeña, y allí, en uno de los ángulos, vi una puerta ligeramente entreabierta por donde parecía deslizarse el sonido de la voz. Me acerqué al rincón, empujé suavemente la puerta con la palma de la mano y apareció ante mis ojos una recámara iluminada con candiles, como una especie de macsura, en la que un apuesto joven, sentado sobre una alfombra de orar frente al mihrab, recitaba aleyas del Corán que había colocado ante él, sobre un atril. Me emocioné al ver, por fin, un ser de carne y hueso, y en actitud tan reverente. Procurando no sobresaltarle, me acerqué con pasos tenues y le saludé cortésmente. Él interrumpió la recitación, volvió la cabeza hacia mí y, lejos de asustarse, me sonrió y me devolvió el saludo con toda naturalidad. —Gracias a Dios que te he encontrado —le dije—, hasta ahora no me había topado más que con estatuas. Por lo que más quieras, dime quién eres y a qué se debe que los habitantes de este lugar estén petrificados. —Primero cuéntame tú cómo es que has llegado hasta aquí —replicó él— y
después te explicaré todo lo que quieras saber, respecto a mí y a los habitantes de esta ciudad. Así lo hice. Le conté brevemente mis peripecias y de qué modo había llegado hasta aquel rincón del castillo. —Y ahora te toca a ti —le apremié al terminar—, aclárame el misterio de este lugar, por favor. —Ten paciencia, mujer —dijo, flemáticamente, mientras cerraba el ejemplar del Corán y lo depositaba con cuidado en un estante—, siéntate y te lo aclararé. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 65
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que la muchacha dueña de la casa siguió explicando: —Me senté en la alfombra ante él, cara a cara, y no dejé de advertir que su rostro era tan hermoso como el que había inspirado al poeta:
De noche el astrólogo le observó igual que la luna cuando aparece.
Como el sol del mediodía resplandeció y su luz eclipsó al astro de la noche.
Observé que Dios le había dotado con todos los atributos de la belleza, los que minuciosamente desgrana el poema:
Por el encanto de sus lánguidos párpados y las saetas mortales que de ellos lanza.
Por sus suaves costados, su aguda mirada, su blanca frente y su negra cabellera.
Por sus cejas que me impiden parpadear y me atacan sin cesar con sus arcos.
Por los escorpiones que en sus sienes envenenan y matan a los enamorados,
Por la rosa y el mirto de sus mejillas, y la amapola y las perlas de su boca.
Por el odorífero perfume de su aliento y su dulce saliva como la miel y el vino.
Por su espigado cuello y la rama de su talle, y las granadas que luce en sus pechos.
Por sus temblorosas caderas en movimiento y la fragilidad de su cintura en descanso.
Por su toque de seda y su espíritu ligero, que de su ser contiene toda la belleza.
Por su mano generosa y su veraz lengua, y el alto valor de su rancio abolengo.
Por todo ello juro que el almizcle no es más que su aroma y la brisa su aliento.
Que el brillante sol no es más que su persona y el creciente lunar un recorte de sus uñas.
El joven me cautivó al instante con su hermosura y gallardía y tengo que itir que me enamoré de él a primera vista. —Bien, en primer lugar has de saber que el dueño del castillo y gobernador de la ciudad es mi padre —me contó—, convertido ahora en un ser de piedra, y mi madre la señora que viste en el harén tan lujosamente ataviada. Mis padres, así como todos los habitantes de la ciudad, eran idólatras, adoraban al fuego en lugar del Señor Todopoderoso, se inclinaban ante él y por él hacían juramentos. Yo nací cuando mi padre era un hombre de edad avanzada y, de niño, me puso al cuidado de una vieja aya que, sin que lo supiera nadie, era creyente y, a escondidas, me enseñaba el Corán y la doctrina y me decía que no hay que adorar más que a Dios Excelso. Gracias a ella, a espaldas de mi padre y mi familia, aprendí el Corán y la religión verdadera. La vida seguía su habitual curso en nuestra ciudad hasta que un día, una voz sobrehumana retumbó en el cielo diciendo: «¡Idólatras!, ¡dejad de adorar al fuego e inclinaos ante Dios Misericordioso!». Mucho se habló del asunto, pero nadie hizo caso de la advertencia y todos, excepto yo, continuaron adorando al fuego. Justo un año después, la voz volvió a escucharse, con más fuerza si cabe, pero nadie quiso renegar del fuego. Y a la tercera advertencia, ante la indiferencia de la gente de mi pueblo, cayó sobre nosotros la maldición: todos los idólatras fueron convertidos en seres de piedra. Como sea que mi vieja aya hacía años que había muerto, fui el único que se salvó y aquí me tienes, el único hombre de carne y hueso en toda la comarca. Desde entonces me dedico enteramente a rezar y a alabar a Dios Omnipotente y, si quieres que te diga la verdad, reconozco que me siento muy solo y languidezco en este lugar, sin poder hablar ni compartir mi vida con nadie. Ciertamente, es una bendición del Señor que tú hayas aparecido. —¿Y por qué no vienes conmigo a Bagdad? —le propuse en el acto. Su historia me había llegado al alma y con su dulzura y sus encantos, el gallardo joven se había adueñado enteramente de mi corazón. —¿A Bagdad?, ¿y dónde viviré en Bagdad? —preguntó. —En mi casa, por supuesto —respondí con vehemencia—. No tendrás que preocuparte por nada, puesto que soy dueña de la casa, tengo criados a mi servicio y, gracias a Dios, me gano muy bien la vida. Tengo un negocio de sedería y, además, las mercancías que transporta el barco con el que mis hermanas y yo hemos llegado hasta aquí son de mi propiedad. Es probable que el Señor haya querido que la nave se desviara de su curso para que tú y yo nos
conociéramos, quién sabe. —De acuerdo, iré con vosotras —accedió para mi satisfacción. Pasamos el resto de la noche conversando distendidamente y, al amanecer, tomamos todos los objetos que nos fue posible transportar de la cámara del tesoro y abandonamos el castillo. En una de las calles de la ciudad encontramos a mis hermanas y al arráez que, preocupados, andaban buscándome. Les presenté al joven y les conté la historia de la ciudad y la causa de que sus habitantes, como había podido observar con gran asombro, estuvieran petrificados. El arráez se mostró muy amable con el joven y le aceptó inmediatamente como nuevo pasajero; mis hermanas, en cambio, le saludaron fríamente y, camino del puerto, observé que no paraban de mirarle de soslayo y no volvieron a dirigirme la palabra durante un buen rato, cosa que no dejó de intranquilizarme. Los marineros volvieron a cargar las mercancías a bordo, esperamos que soplaran vientos favorables y, llegado el momento oportuno, soltamos amarras y nos hicimos de nuevo a la mar. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 66
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que la muchacha dueña de la casa siguió explicando: —Afortunadamente, el arráez consiguió enderezar el rumbo de la nave y, al cabo de unos días, volvimos a navegar por aguas conocidas en dirección a Basora. Yo
no tenía más ojos que para el joven que me había encandilado, permanecía todo el tiempo a su lado y pronto se hizo evidente que entre nosotros había algo más que una simple amistad. Cuando le propuse que al llegar a Bagdad nos casáramos, él aceptó de muy buena gana y a mí me hizo completamente feliz. A todo esto, mis hermanas se mostraban frías y malhumoradas y, ante su actitud cada vez más hostil, sospeché que su problema era que me tenían envidia. Aprovechando un momento que me encontraba sola en cubierta, mi hermana mayor se me acercó y me dijo en tono irónico: —¿Acaso pretendes llevarte a casa al gentil mancebo? Parece que tú y él sois inseparables, uña y carne, vaya. —Naturalmente que pienso llevármelo a casa —asentí con rotundidad, molesta por su resquemor—, y es más, pensamos casarnos, o sea que idos haciendo a la idea de que será mi marido y vivirá con nosotras. La noticia le sentó como una pedrada y, suavizando mi tono, añadí: —Nada cambiará en mi trato respecto a vosotras, no paséis cuidado. Y para que os quedéis tranquilas, desde ahora os hago propietarias de todas las mercancías que hay en el barco, para que hagáis con ellas lo que queráis. Pero no pareció que mi concesión la tranquilizara mucho, esbozó una sonrisa forzada y, sin ni siquiera darme las gracias, fue a reunirse con mi otra hermana. Me sabía mal que a mis hermanas les hubiera contrariado tanto el asunto, pero yo no estaba dispuesta a renunciar a mi amor por su causa. De todos modos, entonces no era consciente de hasta qué punto a mi amado y a mí nos guardaban rencor ni de las trastadas que sus irracionales celos les llevaban a tramar contra nosotros. El viaje, por otra parte, fue de lo más agradable, hasta que una noche, después de que el arráez nos hubiese anunciado que al día siguiente llegaríamos a Basora, mis hermanas se decidieron a ejecutar su mezquina venganza. Mientras mi amado y yo dormíamos plácidamente, nos asaltaron, nos agarraron con violencia y nos arrojaron al mar sin miramientos. Pese al susto del inesperado chapuzón, logré con esfuerzo mantenerme a flote, pero mi amado no sabía nadar y se ahogó ante mi total impotencia. La corriente me arrastraba lejos de la embarcación y yo, sumida en la desolación de tan sentida pérdida, me dejé llevar por las olas, sin que me importara mi destino,
fuese cual fuese. No obstante, Dios Todopoderoso quiso librarme de la muerte y el mar me impulsó hasta tierra. La noche era muy oscura y me dio la impresión de que había recalado en un islote, poco más que unos peñascos rodeados de agua. Me dejé caer encima de una roca y lloré amargamente por la cruel acción que habían llevado a cabo mis hermanas, a las que yo tanto había beneficiado. Con las primeras luces del alba me di cuenta de que, en realidad, el lugar no era una isla y que de los peñascos partía una faja estrecha de tierra que, tal vez, enlazara con tierra firme. Caminé por allí y, efectivamente, no tardé en divisar la costa. Al llegar, me quité la ropa mojada, la escurrí y la extendí sobre la arena para que se secara, mientras comía algunos frutos silvestres que encontré en unos arbustos cercanos y bebía agua de una fuente de agua potable. Más animada, me puse de nuevo el vestido y emprendí otra vez la marcha en la dirección en la que suponía que se hallaba la ciudad de Basora. Después de aproximadamente dos horas de camino me senté a descansar, en medio de un pedregal, y desde allí, al poco de sentarme, observé que se acercaba una enorme serpiente reptando a toda prisa, con un palmo de lengua fuera y arramblando con los matorrales que hallaba a su paso, tal era el apuro que llevaba. Y no era para menos, pues detrás de ella, persiguiéndola con ahínco, corría un dragón larguísimo, de una longitud igual a dos lanzas. Cuando pasaron cerca de mí, el dragón estaba a punto de atraparla y la víbora, zigzagueando a la desesperada, intentaba zafarse del acoso. Me fijé que de los ojos de la serpiente brotaban unos gruesos lagrimones y el pobre animal me dio lástima; sin pensarlo dos veces, levanté un pedrusco y, con todas mis fuerzas, lo dejé caer encima de la cabeza de su perseguidor y se la aplasté. El cuerpo del dragón se revolvió en violentos espasmos y, finalmente, quedó tendido en el suelo, muerto, y a la serpiente, ante mi asombro, le brotaron dos alas de los costados y se alejó volando. Creí haber visto visiones, os lo aseguro. Como fuese, me encontraba muy exhausta por la caminata y, vencida por el sueño, me estiré en el duro suelo y allí mismo me quedé durmiendo cual si fuese el más mullido de los lechos. Al abrir de nuevo los ojos me sorprendió la presencia en el lugar de una mujer negra que llevaba sujetas a dos perras, también negras. La desconocida me miraba con atención y yo, sobresaltada, me incorporé y le pregunté: —¿Quién eres? —No tengas miedo, mujer —me apaciguó—, no soy más que la serpiente a la
que libraste del dragón y te debo un favor. —¡Válgame Dios!, convendrás conmigo en que tu apariencia es ahora bien distinta a la de una serpiente —le dije—, ¿eres una mujer genio, tal vez? —Efectivamente —confirmó—. Y tú, una humana que me ha salvado la vida. Tenía ganas de recompensarte por tu buena acción y, enterada de lo que te había acontecido, ordené a mis sirvientes que hundieran el barco en el que viajaban tus malas hermanas. —¿Y han perecido ahogadas? —me preocupé. —¡No, qué va! Tus hermanas merecían algo peor para expiar su terrible pecado, así que las he embrujado. —Y, señalando a las perras que la acompañaban, añadió—: Las he convertido en dos despreciables y asquerosas perras negras. —¡Santo Dios! —exclamé, horrorizada. —Escúchame bien —continuó la mujer genio, sin inmutarse—, he jurado por el Creador de los Cielos y la Tierra que tú misma te encargarás de castigarlas, y no me contradigas, o serás tú la que acabarás mal, encerrada bajo tierra. Aquella amenaza me puso los pelos de punta, pero antes de que tuviera tiempo de replicar, la mujer genio tuvo una convulsión y se transformó en un pájaro que, con una fuerza increíble, me agarró a mí y a las perras, mis hermanas, y nos llevó volando hasta Bagdad, a nuestra casa. Vi que todas las mercancías que había en el barco hundido estaban amontonadas en el patio, intactas. —Yo misma me encargué de que no se perdiera el género y de transportarlo hasta aquí —dijo la genio, que de nuevo había adoptado la apariencia de una mujer negra—, y ahora, atiende a mis instrucciones: Todas las noches, a partir de hoy, debes propinar a cada una de estas perras trescientos azotes como castigo por el daño que te causaron, ¿lo has entendido? Jura por el Todopoderoso que lo harás, cada noche, sin falta, o, en caso contrario, tú también te convertirás en perra. —Lo juro —le dije, atemorizada, aunque fuese de mala gana. Y desde entonces, majestad —concluyó la muchacha—, por más que me duela, me veo obligada a golpear cada noche a las perras hasta hacerlas sangrar.
¿Comprendéis ahora por qué las abrazo y lloro después de azotarlas? ¡Estas perras son mis hermanas! Espero que ellas sabrán perdonarme. La narración de la dueña de la casa había impresionado al califa, no obstante, antes que nada, quiso satisfacer su curiosidad también respecto al asunto de la muchacha azotada, le hizo una seña a Gafar y éste indicó a la mujer que se adelantara. —Ahora te toca a ti explicarnos la causa de las marcas de azote que vimos en tu espalda —le ordenó el visir—. Cuando quieras, tienes la palabra. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré la historia de la muchacha azotada, que es más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 67
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad contó:
Historia de la muchacha azotada
Cuentan, majestad, que la muchacha azotada refirió: —Tal como ha contado mi hermanastra, a la muerte de mi padre, mi hermana carnal, aquí presente, y yo nos fuimos a vivir con nuestra madre. Por lo que respecta a mí, no permanecí mucho tiempo con ellas, pues uno de los comerciantes más ricos e influyentes de Bagdad me pretendió y me casé con él. A su lado viví un año, durante el que fui muy feliz, pero, como bien dicen, el hombre propone y Dios dispone, y el Altísimo dispuso que mi marido falleciera y yo me quedara viuda. A pesar del duro trance de tener que soportar la viudez en plena juventud, mi esposo, que en paz descanse, tuvo a bien legarme la casa y una importante suma de dinares, con los que continué viviendo holgadamente y sin dolores de cabeza. Siempre me han gustado la ropa y las joyas y no escatimaba el dinero a la hora de comprarme vestidos, telas y toda clase de alhajas. Una vez, con unas telas de brocado que adquirí, me hice confeccionar diez preciosos vestidos, cada uno de los cuales me costó mil dinares. No es de extrañar, pues, que mi reputación como viuda rica y desprendida se extendiera por el barrio y que, en todas las tiendas del zoco, mi nombre fuese conocido y respetado. Una tarde que me encontraba tranquilamente en casa, recibí la visita de una vieja decrépita a la que no había visto en mi vida. ¡Y qué facha la de la vieja, Dios mío!, derrengada y contrahecha, con más estrías en la cara que un viejo pergamino. Tenía el pelo tan blanco que parecía encalado, las cejas peladas, los ojos legañosos, una nariz ganchuda, de la que colgaban unos mocos repugnantes, y los dientes rotos. Os aseguro que me hizo acordar de los versos que dicen:
En la cara tiene al menos siete defectos, el menor de ellos es la fealdad en extremo.
Una cara de ojos hundidos y vidriosos, gaznate de azafrán y escaso pelo canoso.
La anciana besó el suelo ante mí, me saludó con cortesía y humildad y dijo: —Señora, sin duda os preguntaréis el motivo que me ha impulsado a llamar a vuestra puerta y por el que he osado molestaros con mi presencia. No hace mucho tiempo que vivo en la ciudad y tengo a mi cargo una pobre chica huérfana que esta noche se casa. Cualquier boda es motivo de alegría, pero nosotras no conocemos a nadie y me apena que la muchacha se encuentre sola en ocasión tan señalada. Por ello, quisiera pediros, si no tenéis inconveniente, que acudierais a la boda y, si así lo considerarais oportuno, que avisarais a vuestras amigas y a otras señoras de la ciudad para que nos honraran con su presencia en la fiesta. Vuestra influencia es de sobra conocida y, con vuestra simple asistencia, haríais feliz a la huerfanita a la vez que lleváis a cabo una buena obra. Pensad que:
Vuestra presencia será un honor que nosotros sabremos reconocer.
Si no os presentáis, nadie salvo vos nos podrá de vuestra ausencia reponer.
Sus palabras me llegaron al corazón y, terminado el discurso, la vieja se sorbió los mocos y soltó unas lágrimas que me conmovieron aún más. —No lloréis más, mujer, tened por seguro que asistiré a la boda —le prometí—, vendré con mis criadas y no cabe duda de que tu huérfana estará bien acompañada para la celebración.
—¡Que Dios os lo pague, señora! —exclamó la vieja, emocionada, echándose a mis pies—, ¡y que os procure siempre tanta felicidad como la que acabáis de procurarme a mí! Si os parece, os pasaré a buscar al anochecer para acompañaros al lugar. Quedé de acuerdo con ella y, en cuanto se marchó, me fui a mi habitación y empecé a abrir cofres y armarios para seleccionar la ropa y las joyas que me pondría para la ocasión. Rápidamente se me pasó la tarde y, justo acababa de darme los últimos toques, cuando apareció de nuevo la anciana, feliz y contenta, dispuesta a acompañarme dondequiera que la fiesta se celebrase. —La novia os espera con impaciencia —me hizo saber de lo más animada—, y habrá más invitados, ya lo veréis, será una sorpresa. Di orden a mis sirvientas, que ya estaban preparadas, y salimos de casa. La vieja delante, yo detrás y tras de mí las criadas, recorrimos en fila algunas calles y plazas hasta que llegamos a un agradable callejón, recién barrido y regado. En el fondo destacaba el portal de una mansión señorial, con un candil dorado en el dintel iluminando una inscripción en el arco de la puerta que rezaba:
La felicidad siempre albergo, dichoso señor el que cobijo, de la fuente del aljibe mana el agua sin desperdicio, y entre las flores del jardín hay margaritas, dalias, rosas y mirtos.
Desde luego, el edificio no tenía el aspecto de albergar solamente a una pobre huérfana y su vieja protectora. Ésta, sin vacilar, llamó a la puerta y al poco nos abrieron. Entramos en un vestíbulo suntuosamente alfombrado con tapices de seda y seguimos caminando por un largo pasillo generosamente iluminado con
multitud de velas colocadas en bellos candelabros, a uno y otro lado, y, finalmente, desembocamos en un espacioso salón. En el salón había una tarima de enebro con piedras preciosas incrustadas y, encima, un dosel del que colgaba una cortina de raso. «Todo esto es muy raro, ¿cómo puede ser la casa de la huérfana?», pensé. Y enseguida que entramos en el salón, se abrió la cortina de raso y apareció la muchacha más bella que jamás había visto, esplendorosa como la luna, de frente tan radiante como el plenilunio y el alba juntos. Definitivamente, no tenía nada que envidiar a la musa del poeta que compuso:
Enviada por uno de los poderosos césares, de estirpe más noble que los reyes persas.
Sus mejillas aparecen sonrosadas, ¡y al rojo vivo cuando se ruboriza!
Esbeltez que atrae lánguidas miradas, de la belleza posee todos los matices.
El flequillo que cae sobre la frente es noche de duelo sobre mañana de dicha.
La muchacha descendió de la tarima con elegantes andares, me dio la bienvenida y, con voz melosa, recitó:
Si la casa supiera quién la honra con su visita,
saludaría efusivamente y el suelo besaría.
Y con la solemnidad de las grandes ocasiones diría: bienvenida sea la gente noble y desprendida.
Y, seguidamente, se disculpó por haberme atraído a su casa con una estratagema, pues el asunto de la boda de la huérfana no era más que una añagaza que había tramado con la vieja para que yo la siguiera sin reticencias, y me aclaró los verdaderos motivos de mi presencia en tan distinguida mansión. Tengo que itir que al principio me molestó un poco el haber sido víctima de engaño pero, a medida que hablaba, mi enfado se fue disipando, ya que su intención no era otra que la de pedirme que aceptara casarme con su hermano que, según dijo, era más hermoso que ella. Al parecer, su hermano se había fijado en mí con ocasión de una fiesta nupcial a la que ambos habíamos asistido, se había informado respecto a mi persona y, al enterarse de que yo era una viuda de buena posición, había resuelto pedirme en matrimonio. Reconozco que la forma en que lo había llevado a cabo es lo que se llama vulgarmente una encerrona, pero la idea de volverme a casar después de tanto tiempo de soledad me complacía, y más si la proposición era de un honorable y acaudalado joven, por lo que di mi conformidad sin pensarlo demasiado. La hermana del pretendiente recibió mi consentimiento con gran alegría, dio unas palmadas e, inmediatamente, se abrió una puerta lateral y a través de ella entró un muchacho singularmente gallardo y atractivo, en la flor de la juventud, de formas perfectas y mirada seductora, como el mancebo al que dedicó el poeta los versos:
Como el creciente lunar es su cara, muestra su sonrisa perlas engarzadas.
Era mi futuro esposo, como me hizo saber al presentarse, y confieso que me enamoré de él a primera vista. Quedó claro que no quería perder tiempo, porque después de una breve conversación entre él y yo en la que precisamos los términos del acuerdo, su hermana dio unas palmadas más, aparecieron un juez y cuatro testigos y allí mismo formalizamos nuestro compromiso matrimonial. Firmado el contrato, mi flamante esposo me pidió que jurara solemnemente ante los testigos que, mientras fuese su mujer, no pondría jamás mis ojos en otro hombre ni hablaría con otro que no fuese él, cosa que juré de buena gana en aquel momento, pues el único deseo que tenía era el de disfrutar cuanto antes de la intimidad con mi marido. La noche de bodas fue la más dichosa de mi vida y recuerdo que al día siguiente, al levantarnos, desayunamos opíparamente y brindamos con vino por nuestra felicidad. Durante un tiempo viví con mi esposo, que resultó ser un amante apasionado y solícito, una maravillosa luna de miel. Me encontraba tan a gusto a su lado que ni siquiera tenía ganas de salir de casa para dar un paseo. No obstante, mi afición por lucir bellos vestidos no había disminuido y, una mañana, le pedí permiso para ir al mercado a comprar unas telas, permiso que me concedió sin reticencias. Y así, en compañía de la vieja sirvienta y otras dos criadas, me fui a la alcaicería. Cuando llegamos al zoco, la vieja me informó que conocía una tienda regenteada por un joven comerciante en la que se exponían las mejores sedas y telas del mercado, y consentí en que me guiara hasta dicho establecimiento. El género de la tienda, en efecto, resultó ser de gran calidad y, el tendero, un mozo esbelto y bien parecido que nada tenía que envidiar al galán del poema:
Esbelto su cuerpo, hermoso su pelo, la luz aparece tras las tinieblas.
No rechacéis el lunar de su mejilla, pues toda amapola tiene un punto negro.
Me acerqué a la vieja y le dije al oído que le pidiera al joven vendedor que nos enseñara las mejores telas que tuviera. —Pedídselo vos misma, señora —me contestó ella. Y tuve que recordarle que, según el juramento que había hecho a mi marido en el día de nuestro casamiento, no hablaría con otros hombres ni los miraría. La anciana, entonces, se mostró comprensiva y se encargó del pedido. De entre las telas que me mostró, algunas me gustaron especialmente y decidí adquirirlas, por lo que indiqué a la vieja sirvienta que le preguntara el precio. Así lo hizo y la respuesta del joven fue: —Estas telas no las vendo por dinero, sino a cambio de un beso en la mejilla de la clienta. Al oír esto hice un gesto de desaprobación y di media vuelta dispuesta a irme a otra tienda, mas la vieja, taimada ella, me agarró del brazo y me cuchicheó: —¿Qué maldad hay en ello, señora? ¡Un simple e inocente beso en la mejilla!, no tenéis más que inclinaros un poco, sin mirarle siquiera, para que os dé el beso y obtendréis las mejores telas del mercado, os aseguro que como éstas no hallaréis en otro establecimiento. Me dejé convencer, pues como había dicho: ¿qué mal había en un inocente beso en la mejilla? Me acerqué al joven, le ofrecí la mejilla y el muy sinvergüenza, en lugar de darme un beso, me hincó los dientes y me dio tal mordisco que me arrancó un trozo de carne. Fue tal el dolor que me causó que caí desmayada y, al recobrar el conocimiento, me encontré tendida en plena calle, ante la tienda del agresor, cerrada a cal y canto por cierto, con la mejilla sangrando y la cabeza apoyada en el regazo de la vieja que, pañuelo en mano intentando contener la hemorragia, se deshacía en ayes y lamentos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.
Noche 68
A la noche siguiente, y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que la muchacha azotada siguió explicando: —La anciana me animó a que me levantara, antes de que corriera la voz por el barrio y estallara el escándalo y, haciendo de tripas corazón, logré ponerme en pie, con ayuda de las criadas, y dirigir mis tambaleantes pasos hacia casa. Por el camino, la astuta vieja me recomendó que me hiciera pasar por enferma y me metiera en cama nada más llegar, para evitar que mi marido se enterara de la lamentable circunstancia, y me dijo que ella se encargaría de curarme la mejilla con unos ungüentos que, en cuestión de tres días, me restablecerían por completo y no me dejarían marca alguna en la cara. De hecho, yo me sentía muy débil a la par que desgraciada, y nada más entrar en casa, me fui a la habitación, tomé un jarabe y me metí en la cama. Por la noche, mi esposo entró en la habitación y, muy preocupado, me preguntó que qué me pasaba. —Tengo jaqueca —mentí, para que no se enfadara. Pero cuando se acercó con la vela en la mano y apartó la sábana, vio claramente la herida en mi cara. —¡Dios Santo!, ¿qué es esto? —exclamó, horrorizado. Y yo, atribulada, improvisé una patraña para protegerme y le conté que aquella mañana, cuando había ido al mercado, me había cruzado en una calle estrecha con un camellero que conducía un camello con una carga de leña y una astilla me había rozado produciéndome aquella herida. Entonces mi esposo se puso hecho una furia y gritó indignado que exigiría al valí que hiciera ahorcar a todos los camelleros de la ciudad. Su reacción me asustó todavía más y quise enmendarlo diciendo que me había confundido y que no era así como había sucedido, sino que había alquilado un asno en el mercado y que, al tirar de él el acemilero, el animal había tropezado, me había caído y me había clavado un pedazo de vidrio que había en el suelo. —¡Pues juro que cuando salga el sol iré a ver al visir Gafar el barmequita y le pediré que haga ejecutar a todos los acemileros y barrenderos de la ciudad!, ¡esto es una vergüenza! —vociferó mi esposo, fuera de sí.
Imaginaos mi desazón, majestad, al oír semejante barbaridad. La verdad es que no sabía cómo salir del atolladero en el que me había metido y le dije a mi esposo que me había confundido de nuevo, que ni se le ocurriera hacer semejante cosa ya que no era ése el modo en que el accidente había ocurrido. —¿Pues cómo ocurrió?, ¡por todos los diablos! —bramó él, con la mosca tras la oreja. Incapaz de inventar más embustes, me limité entonces a decirle que se fuera a dormir y me dejara en paz, que me sentía muy débil y ya se lo contaría a la mañana siguiente. Encolerizado como nunca le había visto, mi esposo dio una voz de mando y, en el acto, entraron en la habitación tres esclavos negros que, sacándome bruscamente de la cama, me tiraron al suelo boca arriba y, mientras uno me sujetaba por los pies y otro por los brazos, el tercero desenvainó amenazadoramente la espada. Y a continuación, ante mi horror, mi esposo le ordenó que con ella me atravesara y luego me partiera en trozos y los arrojara al Tigris para que mi cadáver fuese pasto de los peces del río. —Tal es el castigo que merece el que traiciona un juramento —sentenció de lo más airado. Y, en igual tono, añadió recitando:
Si la mujer que amo con otro me engaña, dejaré de amarla a costa de mi alma,
y le diré: alma mía, antes la muerte que compartir el amor de esta suerte.
El esclavo que había recibido la orden, no obstante, no la ejecutó
inmediatamente, sino que me permitió que yo expresara mi último deseo antes de morir. Le pedí que me dejara hablar con mi esposo y, con los ojos llenos de lágrimas y el miedo en el cuerpo, le supliqué que no me juzgara tan duramente por un pequeño error que había cometido inconscientemente, pues él era el único hombre a quien yo quería y su amor lo que más me importaba en este mundo. Pero él, inconmovible, me miró con rabia y recitó:
Dile a quien se hartó de nuestra unión y el amor de otro hombre aceptó,
que si bien yo he sufrido más por su amor, lo que había entre nosotros se extinguió.
Entonces yo contesté entre sollozos:
¿Dices que me quieres y me dejas con los ojos abiertos mientras duermes?
¿Me abandonas a mis desvelos y mis lágrimas no te enternecen?
La más gran fidelidad me prometiste y cuando obtuviste mi amor me despreciaste.
Te he amado con la inocencia de un niño, ¡no me mates!, el amor contigo he aprendido.
Mas su réplica fue:
No dejo a mi amor porque de él me haya cansado, sino porque su terrible pecado me lo exige.
Quiso que entre nosotros se interpusiera otro y mi inconmovible fe no permite tal herejía.
Era casi imposible hacerle desistir, pero en un intento desesperado por salvarme, junté todas mis fuerzas y declamé:
¿Por qué me cargaste con el peso del amor si mi debilidad no soporta ni el de la camisa?
No me asombra que mi espíritu se extinga, sino que mi cuerpo, a pesar de ti, resista.
Tampoco estos versos le enternecieron, al contrario, provocaron aún más su ira y, después de una ristra de insultos y maldiciones, recitó:
Por otro amor me despreciaste, olvidaste lo felices que fuimos.
Si me odias me alejaré de ti y te dejaré como me dejaste.
A otro yo pondré en tu lugar, por tu culpa y no por la mía.
—¡Mátala de una vez!, ¡su vida ya no tiene ningún valor para mí! —le gritó al esclavo. Vi que el verdugo levantaba la espada y encomendé mi alma a Dios, creyendo que no me quedaban más que unos instantes de vida, y entonces alguien irrumpió en la habitación clamando para que no tuviera lugar mi sacrificio. Era la vieja sirvienta que en su día me había conducido por primera vez a la casa de mi marido y que, con un mal consejo, había causado aquel estropicio. Llorosa y afligida, se arrojó a los pies de mi esposo y, con grandes aspavientos, le dijo: —¡Hijo mío!, por lo mucho que te quiero, por la leche que tomaste de mis pechos, por todo lo que te enseñé cuando eras niño y por los años que te he servido, perdona a esta mujer, por favor, te lo ruego y te lo suplico. No cargues a tu conciencia con esta muerte, piensa que eres joven todavía y que tienes toda la vida por delante, piensa en lo mucho que sufrirías si te arrepintieses. Recuerda que «quien a hierro mata, a hierro muere», y, después de todo, ¿vale la pena que comprometas tu futuro por esta mujer?, ¿tanto significa para ti?, ¡olvídate de
ella, hombre!, déjala ir y aléjala para siempre de tu corazón. Hazlo por mí, hijo mío. El discurso de la vieja nodriza fue más efectivo que los versos y todas mis lágrimas, ya que, al término del mismo, mi esposo paró la ejecución, ordenó a los esclavos que me soltaran y, algo más distendido, declaró que me perdonaba la vida aunque, por la traición que según él yo había cometido, merecía un severo castigo. Y para cumplirlo, mandó a uno de los esclavos que me desvistiera y me azotara sin compasión. El sirviente así lo hizo; me quitó la ropa y, con una rama de membrillo, me golpeó con ella de manera tan salvaje que perdí el sentido. Cuando volví a abrir los ojos no me encontraba ya en mi habitación conyugal, ni siquiera en casa de mi esposo, sino en el vestíbulo de la mía propia. Al parecer, me condujeron allí mientras estaba inconsciente; era un claro indicio de que mi esposo no quería saber nada más de mí. Pero en aquel momento mi principal preocupación era mi estado físico, que era penoso, por cierto. Todo el cuerpo me dolía a consecuencia de la fuerte paliza e incluso los huesos me crujían, y no digamos la espalda que, como pudisteis comprobar, majestad, me quedó marcada para siempre. Con ungüentos, pomadas y otros remedios fui curando mis contusiones y heridas, lo que me costó cuatro meses de convalecencia. Pasado un tiempo, cuando me encontré con fuerzas suficientes, salí en dirección a casa de mi esposo, más que nada por la curiosidad de volver a ver el lugar donde se había torcido mi destino. Mas cuál no fue mi sorpresa al llegar al callejón y ver que la casa había sido derruida y, en su lugar, había solamente un vertedero de desperdicios. Me quedé estupefacta, sin poderme explicar cómo había sucedido. Cabizbaja y pensativa, me fui entonces a casa de mi hermanastra, la que ha venido con las perras, y me desahogué contándole todas mis penas. —¡Ay, hermana!, ¿quién puede escapar a los golpes del destino?, ¡nadie está a salvo de los caprichos de la fortuna! —me consoló ella. Y recitó muy circunspecta:
La fortuna es así, ten paciencia,
hoy es la pérdida de la riqueza, mañana la separación de un amor.
Seguidamente, me contó lo que había pasado con mis otras dos hermanastras, un caso realmente increíble y excepcional. Durante aquella conversación fue cuando decidimos que me iría a vivir a su casa, así, nos haríamos compañía y sería más llevadera nuestra existencia, y, por supuesto, sin que ningún hombre se metiera por medio. Nuestra otra hermana, la menor, vino a vivir también con nosotras más adelante y, hoy por hoy, es la que se encarga de ir a hacer las compras al mercado. De este modo nos hemos organizado y no nos van mal las cosas, hasta que en la tarde de ayer vino a casa el porteador, después aparecieron los tres vagabundos y después… en fin, ya conocéis lo que ha sucedido a lo largo de la noche, majestad, y, por lo que respecta a mí, no tengo nada más que contar. Que Dios os bendiga y os conceda larga vida. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.
Noche 69
A la noche siguiente, y a instancias de su hermana, Shahrasad relató: Cuentan, majestad, que Harún Arrashid se quedó de lo más asombrado después de escuchar los relatos de las dos muchachas, y dijo a la dueña de la casa: —Por cierto, la serpiente, o sea, la genio que embrujó a tus hermanas, ¿te dijo dónde podrías encontrarla si alguna vez quisieras ponerte en o con ella? —Me dejó un mechón de su pelo, majestad —contestó la muchacha—, y me indicó que, si quería volver a verla, quemara dos pelos y aparecería ante mí al momento, aunque se hallara en las montañas del fin del mundo. —¿Y dónde están los pelos?
—Siempre los llevo en el bolsillo, majestad. —A ver, entrégamelos, por favor. El califa hizo quemar los pelos y, cuando el humo ascendió, el edificio de palacio tembló y, a los pocos instantes, apareció la genio que, respetuosamente, se inclinó ante la máxima autoridad y dijo: —La paz sea con vos, suprema majestad. Por lo que se ve, ya estáis al corriente de que la mujer que hay en vuestra presencia me salvó la vida y que las perras que le acompañan no son más que sus pérfidas hermanas, a las que embrujé para castigarlas por las graves faltas que habían cometido. Ahora, majestad, para cualquier cosa que dispongáis al respecto o a otros efectos, estoy a vuestra disposición. —Bien, pues libéralas del embrujo —le ordenó el califa—, que ya han pagado lo suficiente por lo que hicieron y no es necesario que su buena hermana sufra por esta causa. En cuanto a la hermanastra, la muchacha azotada, tendría que saber quién la trató con tanta dureza, pues seguro estoy de que ha dicho la verdad. —Así es, majestad, la muchacha no ha mentido —confirmó la genio—y, si os interesa, yo puedo informaros quién fue el autor de que ahora tenga la espalda marcada que, para empezar, es alguien muy próximo a vos. —¡Claro que me interesa!, dilo inmediatamente. —Un momento, os pido permiso primero para desencantar a las perras. —Adelante, procede —concedió el califa. La genio pidió una jofaina llena de agua y, cuando se la trajeron, roció con ella a las perras, pronunciando una serie de palabras ininteligibles, y las dos volvieron a su forma humana para alegría de sus hermanas y, especialmente, de la dueña de la casa. —Y ahora, majestad, os develaré quién hizo azotar a esta muchacha —dijo la genio a continuación—. Se trata de vuestro hijo Alamín, hermano de Almamún, que se había casado legalmente con ella después de haberla atraído a su casa con un ardid que le sugirió su vieja ama de cría. La historia que ha contado la muchacha es totalmente cierta y como, a juicio de vuestro hijo, ella le traicionó,
quiso matarla, aunque finalmente conmutó la muerte con el azotamiento. —¡Alabado sea Dios! —exclamó el califa—, sin duda Él ha querido que ocurrieran las cosas de esta manera para que yo ayudara a estas mujeres. ¡Éste será un caso que hará historia! Harún Arrashid hizo comparecer a su hijo Alamín en la sala, el cual confirmó la veracidad de la historia de la muchacha azotada, y después de escucharle, hizo comparecer a un juez y los testigos y casó a las tres hermanas carnales, la dueña de la casa y las dos muchachas que habían sido transformadas en perras, con los tres vagabundos, que en realidad eran hijos de hombres poderosos e influyentes. A los tres les nombró chambelanes de la corte, les asignó un sueldo y otros bienes y los alojó en un palacio de Bagdad, de modo que pasaron a formar parte del círculo de sus allegados. En cuanto a la muchacha azotada, renovó su contrato de matrimonio con su hijo Alamín, el cual declaró que todavía la quería y se arrepentía de haberse separado de ella. Por otra parte, regaló dinero a la joven pareja y ordenó que reconstruyeran la casa de su hijo, mejor que la que, según se descubrió, él mismo había hecho derruir para olvidar sus días de feliz matrimonio. Y, para terminar, él mismo se casó con la tercera muchacha, la compradora, y así acabó felizmente para todos una historia que quedaría registrada en los anales de palacio para regocijo y aleccionamiento de las generaciones posteriores. Estas historias, sin embargo, son poca cosa comparadas con la historia de las tres manzanas que, si el rey me lo permite, os explicaré a continuación.
Las tres manzanas
Al cabo de unos días, el califa comentó a Gafar que le gustaría dar una vuelta por la ciudad para averiguar qué opinión tenía la gente de los representantes gubernamentales y así poder cesar a aquellos de quienes oyera quejas y poder promocionar a aquellos que gozaran de la estima del pueblo. El visir se mostró totalmente de acuerdo y, al anochecer, el califa, Gafar y Masrur salieron decididos a recorrer calles y mercados. En un estrecho callejón se encontraron con un anciano que andaba con la ayuda de un bastón y llevaba una red y una espuerta en la cabeza. El califa, al verlo, comentó a Gafar que debía de tratarse de un pobre hombre que se encontraba en extrema necesidad y decidió preguntárselo personalmente: —¿A qué os dedicáis, buen hombre? —Soy pescador, señor, pero estoy desesperado, me siento muy desgraciado. Mirad, mirad qué he pescado después de un largo día: nada. ¿Cómo voy a alimentar a mi familia, señor? —Eso puede arreglarse —dijo el califa—. Os propongo que volváis a la orilla del Tigris, que echéis de nuevo la red y yo me comprometo a compraros cualquier cosa que pesquéis por cien dinares. Huelga decir que el pescador aceptó encantado la oferta del califa, de modo que los cuatro se dirigieron hacia el Tigris. El anciano tiró la red al agua y, al recogerla, la notó pesada porque lo que en ella se había enredado era un recio baúl cerrado casi herméticamente. El califa, tal como había prometido, dio los cien dinares al pescador y ordenó a Masrur que trasladara el baúl a palacio. Tan pronto como llegaron a palacio, lo primero que hicieron fue abrir el baúl. Dentro había una cesta de hojas de palmera entretejidas con hilo de lana roja que contenía un pedazo de tapiz y, debajo de éste, había un gran velo femenino en cuatro pliegues que escondía el cuerpo descuartizado de la que debía de haber sido una bella y esplendorosa joven. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.
«¡Qué precioso relato!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo viva, os contaré el resto de la historia, que es aún mucho más extraordinario», afirmó Shahrasad.
Noche 70
Así pues, llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el califa Harún Arrashid, Masrur y Gafar contemplaron aterrados el macabro espectáculo de los diecinueve trozos en que había sido dividido el cuerpo de la joven. El califa, triste, indignado y profundamente irritado, se dirigió al visir y le reprendió de esta manera: —¡Eres el más ignominioso de los visires! ¿Cómo es posible que en mi ciudad se asesine a gente y se echen los cadáveres al río sin que yo me entere? Además, seré yo quien deberá rendir cuentas de tales atrocidades el Día del Juicio. Juro por Dios que tomaré venganza. Quien haya dado muerte a esta pobre muchacha será detenido y obtendrá el terrible castigo que se merece. A ti, Gafar, te hago responsable de su captura. Y ten presente que si fracasas lo pagaréis con la horca tú y toda tu familia, ¿entendido? El tono severo y la exaltación de Harún Arrashid amedrentaron a Gafar, que se apartó discretamente del soberano diciendo: —Majestad, concededme un plazo de tres días. —Concedidos —aseveró el califa. Apesadumbrado y, a la vez, preocupado, Gafar salió de palacio sin saber qué hacer. «¿Cómo podré identificar al asesino de esta joven? Si decido presentar al califa un prisionero cualquiera, me convertiré en responsable de su muerte. Dios mío, Vos que sois Omnipotente, ayude», iba diciéndose. De modo que un indeciso Gafar permaneció encerrado en casa dando vueltas al asunto durante tres días. Pero al mediodía del tercer día, Harún Arrashid envió a uno de sus colaboradores en busca del visir para interrogarle acerca de las pesquisas que había realizado.
—Majestad, yo no soy un detective —argumentó Gafar. Esta respuesta sacó de sus casillas a Harún Arrashid, hasta tal punto que decretó inmediatamente la máxima pena para su visir y ordenó al pregonero que anunciara lo siguiente: «Quien quiera presenciar la ejecución del visir Gafar y cuarenta más de la familia de los barmequitas, que acuda al patio de palacio». El valí y unos cuantos chambelanes fueron los encargados de situar a Gafar y a sus familiares bajo las horcas, en espera de que, desde la ventana de palacio, se hiciera la correspondiente señal con el pañuelo. Y mientras la multitud que allí se había congregado expresaba su compasión y su solidaridad con los de la familia de los barmequitas, he aquí que desde el gentío avanzó un apuesto joven. Iba refinadamente vestido, tenía un rostro risueño con dos prominentes pómulos coronados por negros ojos y frente altiva y lucía un gran lunar negro. Ante la sorpresa de todos los presentes, el joven se dirigió hacia Gafar y, después de besarle la mano con profunda reverencia, le dijo: —Eminente y gran visir, yo puedo liberaros de tan cruel pena, pues por ser yo el responsable de la muerte de la joven merezco ser ahorcado en vuestro lugar. A la vez que experimentaba el gran alivio de verse liberado del ahorcamiento, Gafar sintió lástima del joven. Sin embargo, aún estaban intercambiando las últimas palabras cuando, de la muchedumbre, salió un anciano que también se dirigió a Gafar y le dijo: —Señor, no os creáis lo que os dice este joven. Yo soy el asesino de la muchacha, y por eso quiero pediros que me inflijáis el castigo que me merezco, de lo contrario deberéis rendir cuentas a Dios Excelso. —No es cierto, señor —intervino el joven—, yo maté a la muchacha. —Por Dios, joven, sé razonable. Yo ya soy mayor y tú estás en la plenitud de la vida —insistió el anciano—. Deja que pague con mi vida tan vil actuación. Yo la maté y debo ser condenado a la horca por ello. Gafar, al ver que no se ponían de acuerdo, decidió dirigirse al califa en compañía de los dos. Después de besar el suelo reiteradamente ante el soberano, le dijo: —Majestad, aquí os traigo al asesino de la muchacha: este joven y este anciano.
Ambos aseguran ser los autores del crimen, de modo que aquí los tenéis. —Pero ¿quién de los dos la mató y la echó al río? —preguntó Harún Arrashid, observando alternativamente sus caras. —Fui yo, majestad —dijeron al unísono. —Gafar, ahórcalos a los dos —ordenó el califa. —Majestad, permitidme que os diga que si uno de ellos es el autor del crimen, sería una injusticia condenar al otro. —Juro por Dios, Creador de los Cielos y de la Tierra —insistió el joven—, que hace cuatro días que la maté y la eché al río envuelta en un pedazo de tapiz, tapada con un velo y metida dentro de una cesta de hoja de palmera, atada con hilo de lana de color rojo. Por Dios y por el Día del Juicio os ruego que me hagáis pagar el crimen cometido, pues no merezco vivir. —Y ¿por qué la mataste? —preguntó el califa, estupefacto—. ¿Y por qué lo confiesas ahora? —Majestad, con ella me ocurrieron unos hechos sorprendentes. —Cuéntanos, pues, lo que pasó —le pidió el califa. —Con mucho gusto, majestad. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué precioso relato!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo viva, os contaré el resto de la historia, que es aún mucho más extraordinario», afirmó Shahrasad.
Noche 71
Así pues, llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato:
Cuentan, majestad, que el joven se dispuso a iniciar el relato de lo que le había ocurrido con la joven. —Majestad, la joven descuartizada era mi prima, esposa y la madre de mis hijos. Y el anciano es su padre, es decir, mi tío. Me casé con ella a edad bien temprana y durante once años fue mi fiel compañera y servidora y me dio tres hijos varones. En fin, majestad, nos profesábamos mutuamente un sincero y profundo amor. Pero hace un tiempo, se vio aquejada por una enfermedad que la debilitó extremadamente. Yo le presté todas las atenciones, hasta conseguir que se recuperara poco a poco. Un día, aún no hace un mes, antes de ir a los baños me pidió que le colmara un deseo, a lo que yo accedí de buen grado, diciéndole que estaba dispuesto a complacerla en todo lo que quisiera. Así pues, me expresó su antojo: no quería morir sin antes oler y probar una manzana, aunque sólo fuera un mordisco. Como es lógico, yo me esforcé por encontrar la fruta solicitada, dispuesto a pagar por ella lo que me pidieran. Pero no pude conseguir ni una pieza en ningún rincón de la ciudad. Volví a casa abatido, y no tuve más remedio que informar a mi mujer de que no había encontrado manzanas en ninguna parte. La noticia la desanimó hasta tal punto que aquella misma noche tuvo una recaída. Sin embargo, a la mañana siguiente, yo seguí con mi empeño de encontrar manzanas a toda costa y para ello recorrí todos los huertos, uno por uno, de los alrededores. Y fue un hortelano de edad avanzada quien me dio una solución. —Sólo se pueden encontrar manzanas en los huertos del sultán de Basora. Tiene un hortelano que las cuida como un tesoro —me dijo. Sin pensármelo dos veces, pues la profunda estima que sentía por mi mujer me daba coraje para vencer cualquier obstáculo, me fui a casa para hacer los preparativos del viaje. Entre la ida y la vuelta, estuve un mes entero viajando prácticamente noche y día sin descanso. Pero lo importante es que conseguí mi objetivo: el hortelano del sultán me vendió tres manzanas por tres dinares de oro. Al llegar a casa, las entregué a mi esposa, pero entonces hizo caso omiso de ellas y las dejó a un lado. En realidad, yo me preocupé, pues me di cuenta de que había empeorado y, durante diez días, estuvo nuevamente alicaída. Pasados unos días, mientras yo me encontraba delante de mi almacén de tejidos,
vi que por la alcaicería pasaba un esclavo negro, de aspecto desagradable pero muy alto y fornido, con una manzana, de las tres que yo había conseguido para mi esposa, en la mano. —Oye —le dije—, ¿de dónde has sacado esta manzana? —De casa de mi amante. Precisamente de ahí vengo, de comer y beber con ella, que, por cierto, se encuentra bastante débil y me ha dicho que el bobalicón de su marido había viajado dos semanas para traerle tres manzanas. Y ésta es una. Al oír estas palabras, majestad, se me cayó el mundo encima. Terriblemente encolerizado, cerré de inmediato el almacén y me dirigí a casa, donde, en efecto, sólo quedaban dos manzanas. Al preguntar a mi prima dónde estaba la tercera manzana y responderme que no tenía ni idea, tuve la convicción de que el relato del esclavo negro era cierto. Tomé rápidamente un cuchillo y, con extremo sigilo, me acerqué a ella por detrás para apuñalarla y, después, cortarle la cabeza. Para deshacerme del cadáver, la descuarticé, la envolví en un velo femenino, puse encima un pedazo de tapiz y la coloqué en una cesta, bien atada con hilo de lana roja. El baúl me sirvió para trasladarla, sobre mi cabeza, hasta el Tigris, y en él la eché. Merezco ser condenado a la horca. Por esto os ruego, majestad, que me hagáis pagar la culpa, pues si no lo hacéis Dios Excelso os pedirá cuentas por ello el Día del Juicio. Pero la historia no acaba aquí, majestad. Al volver del Tigris, me encontré a mi hijo mayor llorando desesperadamente. Y cuando le pregunté el motivo de tal aflicción me contó que el día anterior se había apoderado de una de las tres manzanas que yo había traído a su madre. Con la manzana había salido a jugar en la calle con sus hermanos y un esclavo negro que por allí pasaba se la había quitado. Mi hijo le había rogado por Dios que se la devolviera, pues yo había viajado dos semanas para conseguirla y su madre, enferma, la necesitaba. —Os aseguro, padre, que insistí una y otra vez —concluyó mi hijo mayor—, pero el esclavo hizo oídos sordos a mis súplicas, me dio un bofetón y se fue con la manzana. Mis hermanos y yo, presas del miedo, nos escondimos en las afueras de la ciudad hasta el atardecer. Y ahora no sabemos qué hacer, tenemos miedo de que nuestra madre la encuentre en falta y se ponga todavía más enferma. Por favor, no se lo digáis. El relato de mi hijo, majestad, me estremeció de pies a cabeza, ya que tuve la
certeza de que había dado muerte a mi pobre esposa injustamente. Y supe también que el esclavo negro, injuriando a mi esposa, me había mentido, pues la historia de mi viaje para conseguir las manzanas se la había contado mi hijo. Mi desesperación, y también la de mis hijos, fue indescriptible. Y cuando vino a casa este buen hombre, que es mi suegro, le conté lo ocurrido y estuvimos todos llorando la injusta muerte de mi esposa por culpa del esclavo negro durante tres días. Y ésta es, majestad, mi triste historia. Por vuestros antepasados os ruego que me condenéis a la horca ya que después de haber dado muerte a mi esposa no merezco vivir. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué precioso relato!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo viva, os contaré el resto de la historia, que es aún mucho más extraordinario», afirmó Shahrasad.
Noche 72
Así pues, llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que la narración del joven dejó estupefacto al califa, quien exclamó: —A Dios pongo por testigo de que colgaré al embustero del esclavo. Así el culpable pagará por su falta y Dios estará satisfecho de ello. Gafar, tráeme inmediatamente a ese esclavo o te corto la cabeza. Gafar, de nuevo bajo la amenaza de ser ejecutado, decidió retirarse para encerrarse en casa tres días más y dejar que se hiciera la voluntad de Dios. De todos modos, por el camino no dejaba de repetirse: «Me salvé de la muerte una vez, y aún puedo salvarme otra, pero uno no puedo tentar a la suerte indefinidamente». De modo que pasó el primer día, el segundo, y, al mediodía del tercero, Gafar convocó al juez y a los testigos para dictar testamento y se despidió de sus hijos. Asimismo, se le presentó un emisario de Harún Arrashid para informarle de que su majestad estaba tremendamente enojado y de que,
antes de acabar el día, decretaría su crucifixión. Una enorme tristeza se apoderó no sólo de Gafar sino también de todos los que allí estaban presentes: familiares y sirvientes. El visir se había ya despedido de todo el mundo cuando su hija pequeña, una preciosa niña por la que Gafar sentía una especial predilección, se le acercó. Él la levantó en brazos, la besó reiteradamente para despedirse de ella y, al sostenerla con fuerza, notó que llevaba una especie de bulto en el bolsillo. —¿Qué llevas en el bolsillo, preciosa? —le preguntó. —Una manzana con el nombre de su majestad el califa escrito encima. Me la dio nuestro esclavo Rayhán a cambio de dos dinares de oro. La mención de la manzana y el esclavo aliviaron enormemente a Gafar, que enseguida sacó la manzana del bolsillo de su hija para asegurarse de que, efectivamente, era cierto. Y el visir ordenó de inmediato que se presentara el esclavo Rayhán. —¿De dónde has sacado esta manzana? —le preguntó. —Señor —dijo el esclavo—, aunque una mentira pueda salvar una vida, siempre es mejor decir la verdad. Esta manzana ni la he robado de vuestra casa, ni de palacio, ni de los huertos del califa. Hace cuatro días, estaba yo andando por uno de los callejones de la ciudad cuando me encontré unos niños que jugaban y a uno de ellos se le cayó esta manzana. Yo le di un bofetón y se la quité, pero el niño se puso a llorar desconsoladamente y me dijo que la manzana era para su madre que estaba enferma, y que su padre había viajado muchos días para conseguirla. Así pues, me rogó insistentemente que se la devolviera porque se la había llevado de casa a hurtadillas. Pero yo, señor, me negué y la traje aquí, donde la vendí a vuestra hija por dos dinares. De modo que ésta es la historia de la manzana. El visir Gafar se quedó estupefacto, sobre todo por el hecho de que fuera uno de sus propios esclavos el culpable de tan mayúsculo enredo. No obstante, agarró a Rayhán de la mano para llevarlo ante su majestad y contarle lo sucedido. A Harún Arrashid la situación le pareció extremadamente cómica, y así lo demostró con una espontánea carcajada. —¿Has venido a decirme que el culpable de todo el embrollo es uno de tus propios esclavos? —le preguntó con sorna.
—Exactamente, majestad —respondió Gafar, y prosiguió, al ver la cara de incredulidad del califa ante tantas coincidencias—: Pero no os ha de sorprender hasta este extremo, majestad, pues en la historia del visir Nuraddín Alí el egipcio y Badraddín Hasan el de Basora se dan unas circunstancias mucho más extraordinarias aún. —¿Esta historia que dices es más intrincada que la que estamos viviendo? — preguntó el califa, con aire de no creerlo. —Sí, majestad, mucho más. Ahora bien, sólo os la contaré con una condición. —Venga, venga, Gafar, cuenta la historia —dijo Harún Arrashid, impaciente por oírla—. Si es tan extraordinaria como dices, perdonaré la vida a tu esclavo, pero si no lo es le condenaré a la horca. Empieza y no te olvides detalle.
Historia de Nuraddín y Shamsaddín
Érase una vez, en los territorios de Egipto, un sultán justo, caballeroso, valiente y noble de ánimo que protegía a los pobres y departía con los sabios. También su visir de confianza, un hombre ya entrado en años, era una persona eminente y experimentada en quien el soberano confiaba plenamente. Los dos hijos de este último, el mayor llamado Shamsaddín Muhammad y el menor Nuraddín Alí, eran sendos modelos de perfección, belleza y gallardía, si bien el mayor sobresalía en todas estas cualidades y podía considerarse la persona más distinguida de su tiempo. Así pues, el día que murió el anciano visir, el sultán sintió una profunda tristeza y convocó inmediatamente a los dos jóvenes para investirles con el cargo que ostentaba su padre, y que, a partir de aquel mismo momento, compartirían. Los dos agradecieron profundamente al sultán tal deferencia y, transcurrido el acostumbrado mes de duelo, se incorporaron a las nuevas funciones, brindando alternativamente su más estrecha colaboración al soberano, siempre con opinión unánime. Puesto que compartían también los aposentos de palacio, una noche, precisamente la víspera de un largo viaje del sultán, que debía partir acompañado de Shamsaddín, los dos hermanos departían animadamente. La conversación les llevó a abordar el tema del matrimonio y el mayor expresó a su hermano el deseo de que se casaran, el mismo día, con dos jóvenes que fueran hermanas, como ellos. —Es una gran idea —asintió Nuraddín—, pero es mejor que esperemos a que tú regreses del viaje con el sultán. Entonces, Dios mediante, buscaremos a dos jóvenes y celebraremos la ceremonia del compromiso oficial. —Nuraddín, en caso de que celebráramos nuestros respectivos matrimonios el mismo día, dejáramos encintas a nuestras esposas el mismo día, ellas dieran a luz el mismo día y tu hijo fuera varón y el mío fuera una niña, ¿estarías dispuesto a que tu hijo se casara con mi hija? —Por supuesto, Shamsaddín. —Y añadió—: ¿Pero qué dote le pedirías a mi hijo para que pudiera casarse con tu hija?
—Como mínimo le pediría una dote de tres mil dinares, tres huertos y tres alquerías, además de la cantidad que, en su momento, se especificaría en el contrato. —Pero ¡qué abuso! —protestó Nuraddín—. Pretendes una dote desmesurada. No olvides que, además de ser hermanos, compartimos el visirato y, precisamente por este motivo, creo que no deberías pedir ninguna dote a mi hijo, deberías consentir que tu hija se casara con él sin recibir nada a cambio. Además, un chico vale mucho más que una chica. Pero ya veo que me dispensas el trato de aquel a quien se le pide un favor y responde: «Mañana, si Dios quiere, te ayudaré». Y luego recita:
Si el favor es aplazado hasta mañana, debes saber que es rotunda negativa.
—Ya basta, Nuraddín —le interrumpió Shamsaddín—. Menospreciando a mi hija y sobrevalorando a tu hijo me has demostrado que no tienes entendederas. Y aunque compartamos las tareas del visirato, debes saber que te mantengo en él por compasión y sólo para que me ayudes. De modo que, sinceramente, tu hijo no me interesa en absoluto. Ahora mismo no dejaría que mi hija se casara con él aunque me ofrecieras su peso en oro, preferiría morir antes de verlos casados. —¿O sea que rechazas a mi hijo como marido para tu hija? —preguntó Nuraddín. —Sin duda. Nunca consentiré tal matrimonio, puesto que tu hijo no le llega a la suela del zapato. Y si no tuviera que partir de viaje, te daría una buena lección, pero, no te preocupes, cuando regrese sabrás quién soy yo. Aunque no lo demostró, Nuraddín se sintió profundamente ofendido y, a causa del mutuo enojo, pasaron la noche uno en cada rincón de la habitación sin dirigirse palabra. Por la mañana, Shamsaddín tuvo que emprender viaje en compañía del sultán en dirección a las pirámides, mientras Nuraddín, que se despertó aún encolerizado, se preparó la alforja y puso en ella una buena cantidad de piezas de oro. Al recordar cómo su hermano le había menospreciado
y vituperado, recitó:
Viajando encontrarás a otros, trabajando disfrutarás de la vida.
No hay motivo para quedarse, en el exilio se gana el pan.
Agua corriente no mata a la gente y agua detenida es mala bebida.
Si el sol en el firmamento se detuviera, la humanidad de él se cansaría.
Si la luna no recorriera su órbita, nuestros ojos no la verían.
Si el león no abandonara la madriguera, nunca nada cazaría.
Si la flecha del arco no saliera,
en el blanco no daría.
Polvo de oro mezclado con polvo, polvo se queda.
Áloe mezclado con leña, en leña se convierte.
Pero si el oro se criba, su demanda crece.
Y si el áloe se selecciona, en oro se convierte.
A continuación ordenó a uno de los sirvientes que pusiera las más lujosas guarniciones a su espléndida mula de color leonado. Quiso, además, que dispusiera bajo la alforja una pequeña alfombra de seda y que escogiera el mejor sillín. Cuando lo tuvo todo preparado tal como él quería, anunció al servicio que pensaba salir hacia las afueras de la ciudad, en dirección a Calyubiya, con la intención de pasar fuera una o dos noches para distraerse de sus preocupaciones y les rogó que no le siguieran. De modo que, con la alforja bien provista, salió de El Cairo y emprendió camino hacia la ciudad de Bilbís, donde llegó al mediodía y aprovechó para tomarse un respiro, comer algo y procurarse nuevas provisiones tanto para él como para la acémila. Durante toda la tarde, prosiguió camino por el desierto hasta que, al caer la noche, se encontró en las inmediaciones de la ciudad de Saidiya y, después de intentar encontrar, en siete u
ocho direcciones distintas, un lugar adecuado para pasar la noche, decidió descabalgar junto a correos. Allí aposentado, comió parte de las provisiones que llevaba y, después, estiró la alfombra en el suelo y dispuso la alforja a modo de cojín para descansar. «Por Dios que seguiré cabalgando, aunque llegue hasta Bagdad», se dijo, aún enormemente enojado. Al amanecer reemprendió de nuevo el camino, esta vez en compañía de un mozo de correos a quien conoció casualmente y ambos realizaron el viaje, parando cada vez que era necesario para repartir la correspondencia, hasta la ciudad de Basora. Allí se separaron y Nuraddín se acercó solo hasta los alrededores de la entrada, donde, por azar, se encontraba el visir de Basora. Al hombre le sorprendió ver que un muchacho de aspecto tan distinguido y montando una mula tan elegantemente adornada quisiera entrar en la ciudad. Por eso se le acercó y le preguntó por el motivo de su viaje. —Señor, la causa no es otra que un disgusto que he tenido con mi familia, y no pienso volver hasta haber recorrido el mundo, estoy dispuesto a arriesgar en ello la vida. —No lo hagas, hijo —le aconsejó el visir de Basora—. El mundo está lleno de maldad, y eso es lo único que encontrarás. El visir, temeroso de que le ocurriera algo desagradable, tomó a Nuraddín de la mano y se lo llevó a casa, donde le hizo todos los honores y se mostró extremadamente cariñoso con él. —Hijo —le comentó el visir—, como puedes ver yo ya soy mayor y no he tenido descendencia masculina para sucederme. Pero tengo una preciosa hija, bella y apuesta como tú, que he negado reiteradamente a numerosos pretendientes de las mejores familias. Sin embargo, tu persona me parece idónea para ella. ¿Aceptarías convertirte en su esposo y formar parte de nuestra familia? Si así es, me dirijo de inmediato al sultán para informarle de que, como hijo mío, me substituirás en las funciones del visirato, pasarás a controlar todos mis bienes y yo me retiraré, pues los años ya me pesan. —Si ése es vuestro deseo, señor, no tengo ningún inconveniente en ello — respondió Nuraddín, al tiempo que hacía una profunda reverencia. La aceptación del joven alegró tanto al visir que ordenó inmediatamente que se prepararan las más selectas exquisiteces y que se sirvieran en la sala reservada
para las grandes ocasiones. Mientras los sirvientes se ocupaban con afán de la tarea encomendada, el visir convocaba a los grandes del reino y a todas las autoridades de Basora. Cuando los tuvo a todos reunidos, se les dirigió con estas palabras: —Quiero que sepáis que yo tengo en Egipto un hermano visir que tuvo un hijo varón. Al llegar a la edad del matrimonio, mi hermano me lo ha enviado para que lo case con mi hija. Por eso quiero comunicaros que he decidido desposarlos y que, después de la boda, vivirán junto a nosotros. La aprobación de los presentes no sólo fue unánime sino que se deshicieron en elogios y deseos de larga vida y felicidad para los recién comprometidos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué precioso relato!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo viva, os contaré el resto de la historia, que es aún mucho más extraordinario», afirmó Shahrasad.
Noche 73
Así pues, llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Gafar siguió narrando la historia al califa Harún Arrashid con las siguientes palabras: —Al poco se presentaron los testigos que debían presenciar la ceremonia y los sirvientes se dispusieron a servir los más deliciosos bocados y dulces a los invitados. Cuando todo el mundo hubo satisfecho el apetito, los sirvientes retiraron las mesas para dejar paso a los testigos, que debían firmar el acta matrimonial. Y, concluida la ceremonia, esparcieron incienso y los invitados se retiraron. El visir, por su parte, ordenó a uno de sus sirvientes que acompañara a Nuraddín a los baños y le entregó ropas reales y las toallas y perfumes que pudiera necesitar. Así, al salir, Nuraddín tenía un aspecto espléndido; como dijo el poeta,
parecía un sol reluciente:
Fragancia de almizcle, mejilla de rosa.
Dientes de perla, saliva de vino.
Talle de rama, cadera de duna.
Cabello de noche, cara de lucero.
Nuraddín se presentó entonces ante su suegro, quien le felicitó y le dispensó el más exquisito trato. —Y ahora, hijo, quiero que me cuentes por qué abandonaste a los tuyos y cómo te lo consintieron. No me escatimes ningún detalle, pues como dijo el poeta:
Di siempre la verdad, aunque sea dolorosa.
Satisface a tu Señor, antes de complacer a sus siervos.
—Quiero saberlo —prosiguió el visir— porque quiero comunicar al sultán que he decidido cederte mi puesto. —Sabed, señor, que mi decisión de partir no ha complacido en absoluto a mi familia. Yo también procedo de noble abolengo, pues mi padre era visir. Por esta razón os estoy profundamente agradecido por la confianza que habéis depositado en mí casándome con vuestra hija. Además, el joven Nuraddín contó a su suegro, con todo lujo de detalles, la muerte de su padre y la conversación que había resultado en la separación de los dos hermanos. De modo que la historia sorprendió muy agradablemente al visir y le comentó: —Ya veo que te acostumbraste a luchar incluso antes de asumir las responsabilidades del matrimonio y los hijos. Acto seguido, el visir le dio el consentimiento para poseer a su esposa aquella misma noche y le deseó todo el bien y la protección de Dios Excelso. En cuanto al hermano mayor, Shamsaddín, al regresar de su viaje de un mes con el monarca y no encontrar a su hermano en palacio, preguntó a los sirvientes la causa de tal ausencia. —El mismo día que partisteis de viaje, señor, vuestro hermano también se fue. Y aunque nos dijo que pasaría un par de noches fuera, la verdad es que no hemos tenido ninguna otra noticia de él —le dijeron. A Shamsaddín, la noticia le entristeció profundamente, y se propuso no cejar en la búsqueda de Nuraddín hasta encontrarle, aunque estuviera en los confines del mundo. Dio órdenes inmediatas a los mensajeros para que salieran en su busca, y llegaron hasta Alepo, pero nadie les supo dar razón de Nuraddín porque, durante aquel mes, había llegado hasta Basora. Así que los mensajeros volvieron con las manos vacías. Shamsaddín estaba desesperado, en especial porque se sentía responsable de la desaparición de su hermano, pues estaba seguro de que era
consecuencia de la conversación que habían mantenido sobre el matrimonio, y que había ido demasiado lejos. Al poco tiempo, Shamsaddín se comprometió con la hija de un noble de El Cairo, y el destino quiso que la misma noche que poseía a su esposa, su hermano Nuraddín poseyera a la hija del visir de Basora. Dios Excelso quiso, majestad — prosiguió Gafar—, que se cumplieran sus designios, y ocurrió el prodigio: ambos hermanos, uno en El Cairo y el otro en Basora, engendraron un retoño la misma noche. Transcurridos los respectivos embarazos, la esposa de Shamsaddín dio a luz una niña y la esposa de Nuraddín un niño cuya belleza hubiera podido eclipsar al sol y la luna. Tenía una frente reluciente, unas mejillas como anémonas y en la derecha presumía de un lunar como una gota de ámbar. Y esta descripción del poeta le sería totalmente apropiada:
Cabello ondulante, y negro, reluciente en la luz y la oscuridad.
Su mejilla de gallardía es reflejo: lunar azabache sobre anémona.
Era un joven tan agraciado que todos los corazones se rendían ante su perfección; tenía ojos y cuello de gacela, parecía como si ésta a él se los hubiera robado. Otros le describieron así:
Al comparar con él la belleza, a ella has hecho avergonzar.
Y al preguntarle si conocía semejante, ha dicho que jamás a uno igual vio.
Nuraddín le puso el bello nombre de Badraddín Hasan, y para celebrar el acontecimiento el visir de Basora ofreció banquetes y dispuso todo lo necesario para celebrar festejos propios de reyes. El día que el anciano visir decidió dirigirse a su majestad para presentarle a su yerno Nuraddín, éste hizo las reverencias de costumbre y besó el suelo ante el sultán recitando:
Gloria y larga vida tengáis, siempre, noche y día, por igual.
Que viváis por muchos años, que vuestro esplendor no cese.
El sultán le expresó su agradecimiento por tan bellos versos y se interesó por el origen del joven Nuraddín. El anciano visir contó la historia al soberano y, acto seguido, le dijo: —Desearía, majestad, que le nombrarais visir. Como habréis podido comprobar, es una persona capaz que, dada mi avanzada edad, podrá sustituirme en el cargo y sin duda desempeñarlo mejor que yo. Al acabar su parlamento y mientras se postraba para besar el suelo en señal de respeto, el sultán observaba atentamente el aspecto del joven. Por el inmediato acuerdo que mostró con la propuesta, el sultán dio prueba de que había quedado agradablemente impresionado por las cualidades de Nuraddín. De modo que ya
salió de la audiencia investido, con la mejor acémila asignada y con los honorarios propios de un visir concedidos. De camino a casa, el anciano visir y Nuraddín comentaron con deleite que el recién nacido les había traído buena fortuna. A partir del día siguiente, Nuraddín pasó a desempeñar su nuevo cargo, como mano derecha del sultán. Y puesto que ninguna de las funciones que le correspondían —firmar documentos, conceder licencias, impartir justicia— estaba por encima de su capacidad, el sultán le tuvo muy pronto gran estima y respeto. Así, la felicidad de Nuraddín era completa: disfrutaba del respeto y la iración del sultán en sus tareas diarias, y, en casa, gozaba viendo crecer a su hijo y educándolo. El pequeño Badraddín no sólo crecía en edad sino que cada día que pasaba su encanto y belleza aumentaban. Pero justo cuando acababa de cumplir los cuatro años, su abuelo, el anciano visir de Basora, enfermó gravemente y, poco antes de morir, nombró al pequeño, heredero de todos sus bienes y posesiones. Las ceremonias fúnebres se prolongaron durante un mes, en el que se ofrecieron banquetes y todo el reino tuvo la oportunidad de expresar sus sentimientos de dolor y pesar por tan sentida pérdida. Cuando el pequeño Badraddín cumplió los siete años, su padre lo llevó a la escuela coránica y encomendó al alfaquí que se encargaba de ella que le instruyera y educara adecuadamente. El niño era tan inteligente, aplicado, disciplinado y despabilado que, en un par de años, aprendió a leer y escribir. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué precioso relato!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo viva, os contaré el resto de la historia, que es aún mucho más extraordinario», afirmó Shahrasad.
Noche 74
Así pues, llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato:
Cuentan, majestad, que Gafar prosiguió así el relato que estaba contando al califa Harún Arrashid: —El pequeño Badraddín aprendió, hasta los doce años, caligrafía, jurisprudencia, cálculo y lengua árabe. Además, su belleza y atractivo siguieron perfeccionándose hasta tal punto que un poeta dijo de él:
Bello es como luna llena, y esbelto como rama de sauce.
Su frente resplandeciente es luna, y la rojez de sus mejillas sol poniente.
Es rey y soberano de belleza, toda la de la tierra él posee.
Así, el joven siguió creciendo sin cesar. Y el día que su padre Nuraddín decidió presentarlo al sultán, le vistió las más lujosas galas y le hizo montar la mejor acémila de la cuadra. A su paso por las calles, la gente se quedaba boquiabierta y daba gracias a Dios por ser el creador de tan extraordinaria hermosura. Y, a partir de aquel día, cada vez que cabalgaba junto a su padre se oían exclamaciones de iración por todas partes, así como los poemas que le dedicaban los versificadores:
Si aparece se oye al unísono: ¡Dios le bendiga! Pues alabado sea Él, que lo creó.
Es soberano absoluto de los más agraciados, todos se han convertido en sus súbditos.
Su saliva es néctar exquisito, sus dientes, perlas albas.
Atesora toda la hermosura, a nadie le queda una pizca.
La misma beldad en su mejilla ha escrito: «Doy fe de que nadie posee su encanto».
Era, pues, tan bello que su dulce manera de hablar, su jovial sonrisa, su talle esbelto como rama de sauce y sus mejillas de rosa y anémona avergonzaban a la luna llena. Justo cumplía el joven los veinte años cuando su padre, el visir Nuraddín, enfermó gravemente. Postrado en el lecho, se dirigió a su hijo con estas palabras: —Debes saber, hijo mío, que este mundo es efímero y que la eternidad sólo en el más allá se encuentra. Y recordó su tierra natal, que le trajo a la memoria a su hermano Shamsaddín. Evocar a los seres queridos y a la patria no sólo hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas sino que le impulsó a recitar:
Os hago partícipe y culpable de mi desdicha: el corazón me abandonó para estar con vosotros.
Nunca fue mi intención dejaros, pero la voluntad divina en todos impera.
A continuación tomó un trozo de papel y, a la vez que contaba a su hijo el episodio de la separación de Shamsaddín, escribía en él las circunstancias que les llevaron a separarse —hizo mención expresa de que el día de su partida no había cumplido aún los cuarenta años— y las peripecias que le habían ocurrido en su periplo hasta Basora, con los detalles de su propia boda con la hija del visir. —Hijo —le dijo antes de doblar el papel y sellarlo—, a Dios pongo por testigo de que lo que aquí he escrito es cierto. Toma este papel y llévalo siempre contigo. A Badraddín Hasan, profundamente emocionado ante la que se preveía como definitiva despedida de su padre, se le saltaron las lágrimas. Pero cumpliendo estrictamente el deseo que su padre acababa de expresarle, se cosió el papel en los pliegues internos de su turbante para llevarlo siempre consigo. Aunque la agonía del visir era a cada momento más manifiesta, pudo aún recuperar el aliento para dar una retahíla de consejos a su hijo. —Badraddín, quiero darte unos consejos y me gustaría que los tuvieras siempre presentes. El primero es que hagas una vida independiente, pues mezclarse o asociarse con otros siempre resulta contraproducente. Ya lo dice el poeta:
No confíes encontrar apoyo, el amigo en la adversidad desaparece.
Vive en soledad, escucha mi consejo, pues de nadie te puedes fiar.
El segundo consejo que quiero darte es que no seas nunca injusto con nadie, pues el destino, que un día está contigo y otro día contra ti, te puede pedir cuentas por ello. También lo dijo un poeta:
Que la ambición no te ciegue, sé magnánimo con los demás.
La mano de Dios todo lo gobierna, si eres injusto, injusticia hallarás.
Que seas discreto y no critiques los defectos de los demás es el tercer consejo que quiero darte. Así lo dice el refrán «En boca cerrada no entran moscas» y así lo he oído recitar:
Silencio y discreción buenos son, y, si hablas, que sea con mesura.
Si del silencio te has de arrepentir, ¡ay de ti!, si demasiado hablas.
Hijo, mi cuarto consejo es que te abstengas de tomar vino, pues hace perder la razón y es la causa de todos los males. Tenlo siempre presente, el vino, ni verlo. Ya lo dijo el poeta:
Del vino no quiero saber nada, de los que lo rehúyen quiero ser.
La bebida al hombre extravía, las puertas del mal abre de par en par.
Mi quinto consejo es que guardes bien tu riqueza, pues será tu mejor refugio. No debes necesitar de nadie, el dinero hace la vida más llevadera. También sobre esto opinó el poeta:
La escasez amistades ahuyenta, la abundancia amigos atrae.
¡Cuánta compañía tuve al ser rico, y en qué soledad me vi al empobrecer!
Hijo —concluyó el visir—, no olvides nunca mis consejos. Y, dicho esto, entregó el alma a Dios.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué precioso relato!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche sigo viva, os contaré el resto de la historia, que es mucho más extraordinario aún», afirmó Shahrasad.
Noche 75
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, después de la inhumación del cuerpo, el joven Badraddín Hasan guardó luto riguroso durante dos meses, en los que suspendió toda actividad social, desde montar a caballo hasta acudir a cumplir con sus obligaciones palaciegas. Tan larga ausencia, aunque justificada, suscitó la cólera del soberano, quien decidió destituir a Badraddín del puesto de visir y nombrar en su lugar a un chambelán. Además, el sultán ordenó que se confiscaran todos los bienes muebles e inmuebles del difunto visir, de modo que el joven Badraddín se vería, de la noche a la mañana, despojado de todas sus posesiones. Sin embargo, en el grupo de chambelanes enviados por el sultán a casa de Badraddín había un antiguo servidor del difunto visir. El hombre, al enterarse de lo que ocurría, espoleó a su caballo y se adelantó al grupo para dirigirse prestamente a casa del joven. Badraddín se encontraba apostado en la puerta de su casa, profundamente desolado. —Señor —le dijo el antiguo servidor de su padre—, debéis huir inmediatamente. —¿Qué ocurre? —preguntó asustado Badraddín. —El sultán se ha enojado con vos y ha enviado un grupo de chambelanes para prenderos y confiscar todos vuestros bienes. Debéis daros prisa, pues vienen decididos a buscaros, y si caéis en su poder estáis perdido.
Badraddín empalideció de espanto y dijo: —Pues me esconderé en casa. —No lo hagáis —le recomendó el servidor—. Es mejor que lo abandonéis todo y huyáis de inmediato. Y Badraddín se puso en pie y recitó:
Si la injusticia te persigue, sálvate; deja tu casa y reza por quien la levantó.
Has de saber que la vida no vuelve, en cambio, otra patria pronto encontrarás.
Los asuntos importantes a nadie confíes, cuenta solamente con tu valía.
Piensa que el león para él lucha, de no ser así, su apelativo no merecería.
Sin más dilación, Badraddín se calzó las babuchas, se cubrió la cabeza con el extremo de su capa y partió, aunque sin saber qué dirección tomar a causa de la desorientación y del pánico. Sin darse cuenta, encaminó sus pasos hacia el cementerio donde estaba enterrado su padre y, mientras caminaba por entre las tumbas, se quitó el turbante de brocado en cuya parte interior había escritos estos versos:
¡Oh, rostro resplandeciente!, reflejo de estrellas y rocío,
Que tu prestigio perdure, y que tu gloria sea excelsa.
Badraddín proseguía su camino cuando se encontró con un cambista judío que se dirigía a la ciudad con una cesta en la mano. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia extraordinaria», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún vivo, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 76
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Gafar explicó al califa Harún Arrashid que el cambista judío saludó a Badraddín y le preguntó adónde se dirigía con aquel aspecto tan desmejorado y a punto de caer la noche. —Resulta —explicó Badraddín— que he visto a mi padre, el visir Nuraddín, en paz descanse, en sueños. Por eso he decidido venir a visitar su tumba antes de la noche.
—A propósito de tu padre —le comentó el judío—, sé que al morir dejó un importante negocio naval y que sus barcos cargados de mercancías están a punto de llegar. Me gustaría comprártelos. —Si así lo deseáis —asintió Badraddín. —Pues cerremos el trato ahora mismo —dijo resuelto el judío—. Por el cargamento del primer barco que llegue te ofrezco mil dinares. Acto seguido, sacó de la cesta una bolsa precintada, montó la balanza y pesó oro por valor de mil dinares. —Vuestro es —dijo Badraddín. —Pero quiero que me hagas un recibo —le pidió el cambista judío. Y Badraddín escribió en un papel: «El infrascrito, Badraddín Hasan de Basora, ha vendido al judío Isaac el cargamento del primer barco que llegue a puerto por mil dinares, cantidad que ha cobrado por adelantado». El judío quiso que fuera el mismo Badraddín quien guardara el recibo, y por este motivo le invitó a guardarlo dentro de la bolsa con los dinares de oro y se la hizo cerrar y sellar. Badraddín se ató la bolsa a la cintura y se despidió del cambista judío para proseguir camino hacia la tumba de su padre. Allí se postró y, entre lágrimas, recitó:
Desde que partisteis, nuestra casa no es casa.
Desde que partisteis, los vecinos no existen.
Ya nadie me estima,
el amigo ya no es amigo.
El sol como antes ya no brilla, ni la luna resplandece.
Desde que partisteis, el mundo es tiniebla.
Desde que partisteis, todo es fatalidad, y miseria.
Ojalá el verdugo que nos separó caiga para siempre en desgracia.
Se me acaba la paciencia, mi cuerpo desfallece.
¿Volverán aquellas veladas que juntos pasábamos en casa?
Badraddín se quedó un buen rato llorando junto a la tumba de su padre, sin saber
qué camino tomar. Vencido por el cansancio, apoyó la cabeza en la tumba y, estando él de esta guisa, cayó la noche. Al rato, y por efecto del sueño, le resbaló la cabeza y se quedó estirado en el suelo boca arriba y con los brazos y las piernas abiertos. Daba la casualidad de que un genio solía refugiarse de día en aquel cementerio y, de noche, aprovechaba para sobrevolar las tumbas. Y así ocurrió que, al abandonar su refugio, se dio cuenta de la presencia del joven tendido en el suelo y se acercó a él. Lo observó atentamente y se sorprendió sobremanera de la extraordinaria belleza de Badraddín. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato extraordinario», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún vivo, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 77
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Gafar contó al califa que el genio, ante la extraordinaria belleza de Badraddín, pensó que era comparable a la de las huríes del paraíso y que Dios lo había creado para tentar a los humanos. Después de contemplarlo largamente, emprendió el vuelo y se encontró por los aires con una genio, a la que saludó convenientemente y le propuso que le acompañara a su cementerio para contemplar una extraordinaria criatura de Dios. La genio accedió encantada y ambos se dirigieron a la tumba junto a la cual Badraddín dormía profundamente. —¿Habías visto alguna vez en tu vida una belleza semejante a la de este muchacho? —preguntó el genio. —¡Dios mío! —exclamó la genio—. Es de una hermosura sin par. Pero, si me lo permites, te contaré algo que he presenciado esta noche en Egipto.
Ante la predisposición del genio a escucharla, ella contó: —El soberano de Egipto tiene un visir llamado Shamsaddín Muhammad cuya hija, que debe de tener unos veinte años, es tan bella y perfecta como este joven, o incluso más. Un buen día, al enterarse de la extraordinaria beldad de la muchacha, el sultán pidió a su visir la mano de la joven. Pero Shamsaddín le presentó sus excusas, diciéndole: —Majestad, vos sabéis que vuestra petición me honra profundamente. Sin embargo, y os ruego que no os ofendáis, me veo en la obligación de oponerme a ello. Como sabéis, mi hermano Nuraddín Alí partió enojado conmigo a causa de una conversación que mantuvimos sobre el matrimonio y los hijos. Hace veinte años que no nos vemos, pero recientemente me han llegado a los oídos noticias suyas. Parece que murió en Basora, donde alcanzó también el rango de visir, y tuvo un hijo. Sin embargo, lo extraordinario del caso es que se casó y poseyó a su esposa el mismo día que yo, y que el hijo fruto de su matrimonio nació el mismo día que mi hija. Me gustaría, majestad, que contrajeran matrimonio, y por eso no puedo aceptar vuestra solicitud. De todos modos, majestad, seguro que hay muchas otras jóvenes que os convendrían. El sultán, desgraciadamente, no entendió los motivos de Shamsaddín y aquellas palabras fueron para él una terrible vejación. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué interesante historia», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún vivo, os contaré el resto, que es mucho más extraordinario todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 78
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que la genio siguió contando a su compañero que el sultán, terriblemente enojado a causa de la negativa del visir, contestó:
—¡Insensato! ¿Una persona de mi categoría te pide la mano de tu hija y tú no aceptas? Y, acto seguido, juró que forzaría a la joven a casarse con el servidor más insignificante de la corte. Resulta que en la corte sirve un joven palafrenero jorobado, con dos jorobas, una delante y otra detrás. Y, hoy mismo, el sultán lo ha casado forzosamente, y ante testigos, con la hija del visir. Además, pretende que el jorobado posea a la joven esta misma noche, después de la fiesta de la boda. Efectivamente, yo ahora mismo vengo de allí y todos los sirvientes estaban en la puerta de los baños esperando con velas en las manos que saliera el jorobado para conducirlo ante la princesa. Mientras, las peinadoras y las modistas están acicalando y enjoyando a la muchacha. Pero a su padre lo mantendrán apartado de la ceremonia hasta que el jorobado haya consumado el matrimonio. Es una lástima, te aseguro que nunca en mi vida he visto a nadie que posea su extraordinaria belleza. —No mientas —la interrumpió el genio—. Este joven seguro que es más hermoso que ella. —En todo caso, su belleza sólo es comparable a la de este joven, él sí que se la merecería, y no aquel palafrenero. —Venga —propuso el genio—, llevémonos a este joven hacia el lugar donde está ella, y así podremos compararlos. La genio mostró su absoluto acuerdo con la propuesta. De modo que, después de acordar que él sería el encargado de llevar a Badraddín Hasan a la ida y ella a la vuelta, levantaron el vuelo y se dirigieron directamente a El Cairo. Al llegar a las puertas de la ciudad, dejaron al joven sobre un banco y lo despertaron. Aunque, al abrir los ojos, Badraddín se encontró en un lugar desconocido, no tuvo tiempo de preguntar dónde estaba porque el genio se lo impidió, dándole inmediatamente una gran vela e instrucciones de que se dirigiera a los baños, se mezclara con los sirvientes y se dirigiera con ellos hacia el lugar de encuentro con la novia. Le recomendó, además, que se situara a la derecha del novio y que cada vez que se le acercaran las animadoras y las cantantes les diera puñados de oro, pues siempre tendría los bolsillos llenos de las valiosas piezas. —Lo que te digo no debe sorprenderte, pues ésta es la voluntad de Dios, y sus decretos siempre se cumplen —concluyó el genio.
Así pues, Badraddín se levantó, agarró la vela, la encendió y emprendió camino hacia los baños de la ciudad. Al llegar allí, se encontró, efectivamente, ante el palafrenero, que ya había montado su caballo para dirigirse a palacio. Siguiendo las instrucciones del genio, y siempre llevando su suntuoso fez, Badraddín se mezcló entre el séquito acompañante. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan interesante!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún vivo, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 79
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, Badraddín se unió a la fiesta nupcial y cada vez que se le acercaban las cantoras les tiraba abundante oro en los atabales. La fuente inagotable de dinares en que se habían convertido sus bolsillos, además de su propio encanto y elegancia, suscitaba la curiosidad y el encandilamiento de todos los presentes. Al llegar al palacete del visir, los chambelanes cerraron el paso a la muchedumbre —incluido Badraddín— que hasta allí había acompañado al séquito. Sin embargo, las cantoras protestaron enérgicamente ante tal medida. —Si a este joven tan apuesto y que tan generoso se ha mostrado con nosotras no se le permite entrar, nos negamos a mostrar la desposada al esposo —dijeron con rotundidad. Y así consiguieron que Badraddín entrara y fuera situado en un lugar de honor, a la derecha del jorobado. El aspecto que ofrecía la sala era imponente: a ambos lados del trono donde estaba sentado el novio, y hasta la puerta de la estancia, se habían situado dos filas de mujeres, todas esposas de emires, visires, chambelanes y notables del reino, con una gran vela encendida en las manos. La
novia debía entrar por el pasillo que formaban a ambos lados de la puerta, pero cuando las mujeres percibieron la extraordinaria belleza y el inaudito encanto de Badraddín rompieron filas para acercarse a él y contemplarlo, a la luz de las velas, para no perderse detalle. Su reacción fue de envidia y iración ante tanta beldad, por lo que todas desearon por unos momentos entregarse a él. —¡Qué lástima! Este joven debería ser el novio, y no ese inútil palafrenero jorobado. Maldito sea quien así lo dispuso —dijeron al unísono, al tiempo que injuriaban al sultán. Y es que el jorobado, a pesar de ir vestido con ropas de brocado y llevar un lujoso turbante, tenía un aspecto extremadamente desagradable, pues la cabeza le quedaba hundida entre los hombros y las jorobas. Así lo describió un poeta:
Jorobado que no esconde su joroba parece ostra con perla a la vista.
No, más bien rama de ricino pestilente de la que cuelga un gigante cítrico.
Acto seguido, todas las mujeres empezaron a insultar al pobre palafrenero jorobado y a burlarse de él. A Badraddín, sin embargo, le dedicaron los más altisonantes elogios, sin dejarlo solo en ningún momento. Mientras, hicieron su entrada en la sala un grupo de muchachas tocando adufes y flautas, tras las que apareció la radiante novia. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan bella e impresionante!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 80
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, la novia —que en realidad era la prima de Badraddín— hizo acto de presencia envuelta en un halo de los más deliciosos perfumes, entre los que se podían distinguir el almizcle que aromatizaba sus trenzas, la azabara y el ámbar gris. Las asistentas de la joven habían demostrado gran pericia en enjoyarla y vestirla con las más lujosas galas, más bien propias de los reyes de Persia. La capa era la pieza que más llamaba la atención: era de brocado aurífero sobre el que destacaban figuras de animales, con ojos de diamantes y pies de rojo rubí y verde topacio. Además, llevaba un collar de piedras preciosas con un enorme y redondo corindón, único en su género, que atraía las miradas y cautivaba a los más avezados observadores. A la luz de las velas, el rostro de la joven relucía como un límpido cuarto creciente: ojos estilizados como espadas, mágicas pestañas y mejillas sonrosadas, ante ella se rendían los cuerpos y se inclinaban las cabezas. Y las cantoras recibieron a la novia y su séquito con un florilegio de melodías entonadas con todo tipo de instrumentos musicales. Mientras, Badraddín Hasan de Basora seguía sentado a la derecha del palafrenero jorobado. Rodeado de mujeres que lo contemplaban sin descanso, parecía la luna llena entre las estrellas: frente reluciente, rojas mejillas, cuello de mármol, cara diáfana y redondo lunar de azabache. La novia, por su parte, iba avanzando hacia el estrado. Y el jorobado, atento a su acercamiento, se levantó para besarla, pero la joven apartó la cara y la puso ante la de su primo Badraddín. Tal actitud fue ampliamente aplaudida por los presentes y celebrada por las cantoras, a quienes Badraddín volvió a llenar los adufes con los dinares de oro que llevaba en los bolsillos. —¡Cuánto deseábamos que la novia fuera para ti! —exclamaron como una sola voz. Y la euforia se apoderó del joven y de las mujeres que tanto le iraban,
mientras el palafrenero jorobado permanecía solo e ignorado como si de un mono se tratara. Badraddín vio colmada su felicidad al poder contemplar de cerca la extraordinaria e inaudita belleza con que Dios había agraciado a la joven y al ver que los sirvientes repartían oro a todos los presentes en señal de festiva celebración. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan increíblemente bella!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más extraordinario todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 81
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, las sirvientas se dispusieron a presentar a la novia a Badraddín Hasan y, como era costumbre, le fueron poniendo uno a uno los siete vestidos especialmente realizados para la ocasión. El primer vestido, que era de rojo brocado, dejó boquiabiertos a propios y extraños, pequeños y mayores. Con aquella extraordinaria prenda, la joven se parecía a la muchacha que tan bellamente describió el poeta:
Con su vestido de color grana parecía sol rojizo en el desierto.
Me ofreció el vino de su saliva,
y las mejillas, y apagó mi fuego.
Después del vestido rojo, vistió uno azul que le confería el aspecto de la luna saliente. Sobre su rostro reluciente, destacaban los cabellos de azabache, las aterciopeladas mejillas y la boca riente; además, tan espléndida prenda le realzaba aún más los turgentes senos. Su aspecto lo describen magníficamente estos versos:
Se vistió de lapislázuli, tal color celestial.
Era luna veraniega en noche invernal.
Al ponerle el tercer vestido, las peinadoras le dejaron suelto el negro cabello trenzado. El azabache le cubrió casi por completo el rostro, y sólo las saetas de su mirada brillaron en tan profunda noche para incrustarse en los corazones. Así lo parafraseó el poeta:
Con el cabello sobre las mejillas ha puesto a prueba al amante.
Pensaba yo que la noche la mañana velaba, mas ella precisó: «La luna se cubre de oscuridad».
El cuarto vestido la convirtió de nuevo en sol naciente. Con sus elegantes movimientos parecía como si imitara a la esbelta gacela, mientras su mirada penetraba en los corazones de quienes la contemplaban. El poeta la describió con estas palabras:
A todos parece sol reluciente, coqueta, graciosa, encantadora.
Mas el sol, para contemplar su sonrisa, se esconde detrás de las nubes.
Luciendo el quinto vestido, los balanceos de su cuerpo se asemejaban a una rama de sauce o a una gacela junto al abrevadero, pero ninguno de sus movimientos era banal. Quienes la describieron así lo creían:
Parece luna llena en plena noche: bello perfil y finas caderas.
Su mirada a todos hechiza, sus mejillas son puro rubí.
Cuidado con su cabello negro,
pues le llega a la cadera.
Sus finas y suaves formas, empero, esconden un corazón de piedra.
Dispara flechas con arcos de ceja y, aunque lejos, aciertan el blanco.
Al abrazarla con efusión, entre nos se interponen turgentes senos.
Su belleza toda beldad supera, no hay rama tan elegante como ella.
El sexto vestido era de color esmeralda y con él alcanzó el máximo encanto. Con sus formas tan perfectas, no tenía parangón en ninguna rama, y su rostro hubiera eclipsado a la luna llena. Ninguna mujer poseía sus excepcionales atributos, y así lo reconoció el poeta que le dedicó estos versos:
Es muchacha tan refinada que el sol sale de su mejilla.
Con su vestido esmeralda, parece hoja que cubre granada.
Al preguntarle cómo lo llama, dice, con cuidadas palabras:
«Pues si con él enamoro, rompecorazones lo llamo».
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué extraordinaria historia!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 82
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, la joven, durante el rato que duró el ritual de presentación con los siete vestidos, se negó a acercarse al palafrenero jorobado y se encaró en todo momento a Badraddín Hasan. Muy pronto se instó a las mujeres invitadas a que abandonaran la sala, de modo que en ella sólo quedaron Badraddín Hasan y el palafrenero jorobado, porque las sirvientas se retiraron a una estancia contigua para preparar a la novia y presentarla al novio.
—Tu presencia nos ha honrado —dijo el palafrenero a Badraddín—. Pero ya es hora de que te retires. Badraddín acató aquellas palabras, pronunciadas como una orden incuestionable, y salió de la sala. En el pasillo le esperaba la pareja de genios para seguir dándole instrucciones: —No vayas a ninguna parte, quédate aquí. Y cuando el palafrenero salga a hacer sus necesidades, aprovecha para entrar de nuevo en la sala y dirígete al lecho nupcial. A las preguntas de la novia no debes dudar un momento en contestar que tú te vas a convertir en su esposo, pues la jugarreta del jorobado era sólo una broma pesada del sultán. Dile que ha sido contratado por diez monedas de oro y un plato de comida para representar su papel, y que, habiendo cumplido, ya se ha retirado. Así pues, debes poseerla sin miedo alguno, ya que estamos convencidos de que sólo tú te la mereces. Mientras los genios decían estas palabras a Badraddín, el palafrenero jorobado salía para ir al excusado, pues tenía prisa por defecar. Inmediatamente, el genio adoptó la forma de un gato negro y se introdujo en el retrete, empezando a maullar para asustar al palafrenero. —¡Fuera de aquí, maldito! —exclamó éste. Pero el gato, en lugar de huir, inició una transformación que lo convirtió en un pollino enorme que emitía unos fuertes rebuznos. El palafrenero, enormemente asustado, no pudo evitar que, al levantarse para pedir auxilio, los excrementos le ensuciaran las piernas. Pero el genio siguió su proceso de transformación hasta que alcanzó la forma de un búfalo que, con voz humana, increpó al palafrenero, maldiciéndole. El pavor hizo tanta mella en él que no sólo temblaba sin parar sino que cayó sentado sobre la taza del retrete, con la ropa puesta. —¿Se puede saber qué quieres de mí, rey de los búfalos? —balbuceó. —¡Despreciable jorobado! ¿Tan pequeño es el mundo que has tenido que escoger como esposa a mi amada? —dijo el genio. —Yo no lo sabía, no es culpa mía. En realidad, me obligaron a ello. Y, por supuesto, yo no tenía ni idea de que ella tuviera un amante búfalo. Dime, ¿qué quieres que haga?
—Te conmino a que no te muevas de aquí ni digas una palabra hasta que salga el sol, porque si lo haces te cortaré el cuello. Vete con la luz del día, pero, sobre todo, no se te ocurra volver nunca por aquí. Lo pagarías muy caro. Dicho esto, el genio agarró al palafrenero y lo puso de cabeza en el retrete, procurando que los pies le quedaran suspendidos arriba para que le fuera más difícil salir. —No te muevas de aquí. Yo te vigilaré, y si huyes antes de que salga el sol ya puedes temer por tu vida, pues te agarraré por los pies y te arrojaré de cabeza contra la pared —le amenazó el genio. En cuanto a Badraddín Hasan, entró en la habitación del lecho nupcial tan pronto como el palafrenero salió para ir al retrete. Y esperó sentado en la cama. Al poco rato, hizo su entrada la novia, acompañada de una anciana, que dijo, al dejarla ante el mosquitero del lecho nupcial: —Despreciable jorobado, aquí tienes este regalo de Dios que de ningún modo te mereces. Cuando la anciana se retiró, la joven Sittalhusn —así se llamaba— se dirigió al lecho y, al ver allí a Badraddín Hasan, exclamó: —Amor mío, ¡qué alegría encontrarte aquí! He deseado tanto que, por lo menos, tú y el jorobado me compartáis. —¿Y por qué habríamos de compartirte, ese despreciable jorobado y yo? —dijo Badraddín. —Pero ¿acaso no es mi marido? —preguntó con extrañeza. —¡Dios me libre! Todo ha sido una comedia. ¿No viste cómo se reían de él las asistentas y las cantoras, mientras tus familiares me situaban ante ti y se burlaban de él? Tu padre le contrató por diez chavos y un plato de comida para representar su papel, eso es todo. Ya no le verás nunca más. —¡Dios mío! —exclamó Sittalhusn—. Ésta sí que es una buena noticia. Amor mío, abrázame con todas tus fuerzas. Al notar que ella no llevaba ninguna pieza de ropa debajo de la camisa, también
Badraddín se quitó los zaragüelles y, envolviendo en ellos la bolsa con los mil dinares que le había dado el judío, los dejó debajo del colchón. Asimismo, se quitó el turbante y lo dejó encima de una silla. Al quedarse solamente con la camisa, dudó unos instantes, pero ella avanzó hacia él, lo atrajo hacia sí y le suplicó que la poseyera para calmar su ardiente deseo de disfrute. Y, a continuación, recitó:
Que entrelaces tus piernas con las mías es todo lo que ahora anhelo.
Háblame, deja que te escuche, pues tus dulces palabras añoro.
No me hace falta un abrazo completo, con el brazo derecho me basta.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan maravillosa!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más extraordinario todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 83
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el
relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, Badraddín y Sittalhusn se abrazaron efusivamente y consumaron el matrimonio. Ella puso una mano bajo el cuello de Badraddín y se durmieron mejilla contra mejilla. Así los describió el poeta:
Únete a quien amas, y olvida calumnias, pues la infamia no es amiga del amor.
Dos amantes en el mismo lecho, es lo mejor que Dios ha creado.
Con los brazos entrelazados, gozan de su inmensa felicidad.
Dos corazones que se aman comentarios suscitan sin parar.
Cuando encuentres a quien amas, no lo debes jamás abandonar.
Quien critica a los amantes,
a su propio corazón debería vigilar.
Por su parte, los genios, al ver que los jóvenes se habían dormido, decidieron actuar. —Antes del amanecer deberíamos devolver al joven al lugar donde lo encontramos —dijo el genio a su pareja femenina—. Tú misma puedes cargar con él y llevártelo. Y la genio así lo hizo. Remontó el vuelo con Badraddín —vestido solamente con casquete azul y fina camisa de áureos bordados magrebíes, pero sin zaragüelles — cargado a la espalda y el genio voló a su lado. Al despuntar el alba y cuando los almuédanos se apresuraban hacia lo alto de los minaretes para anunciar la primera oración del día, los ángeles les dispararon flechas ígneas y el genio cayó fulminado. Pero Dios Todopoderoso quiso que la genio se salvara, y puesto que en aquel preciso instante sobrevolaban la ciudad de Damasco, ella descendió asustada y abandonó a Badraddín ante una de las puertas de la ciudad. A punta de día, al abrirse las puertas de la ciudad de Damasco, la multitud de gente que entraba y salía se encontró con un apuesto joven, ligero de ropa, profundamente dormido en el suelo a causa del cansancio de la ceremonia del día anterior. Y la gente se arremolinó a su alrededor, haciendo todo tipo de comentarios. —¡Qué suerte ha tenido el que ha pasado la noche con él! Pero podía haber tenido la paciencia de esperar que volviera a vestirse —dijo uno. —Pobre muchacho —añadió otro—, quién sabe lo que le ha ocurrido. Seguro que salía de la taberna y la borrachera no le ha dejado llegar a su casa. Y debe de haber caído dormido y medio desnudo aquí, ante las puertas de la ciudad. De modo que la gente siguió haciendo todo tipo de comentarios y formulando las más variadas hipótesis acerca de la suerte del joven. De repente, sopló una ráfaga de viento que levantó la camisa de Badraddín, dejando al descubierto su tierno estómago, su ombligo y sus cristalinos y suaves muslos. Los gritos de iración ante tan inesperado espectáculo despertaron a Badraddín del profundo sueño en que estaba sumido y preguntó a la multitud
ante él congregada en qué lugar preciso se encontraba y por qué motivo le observaban con tanta curiosidad. —Justo cuando empezaba a amanecer, te hemos encontrado tendido en este mismo lugar, ante las puertas de la ciudad. Eso es todo lo que sabemos de ti, pero di, ¿dónde has pasado la noche? —Pues anoche me acosté en El Cairo. —¿Lo habéis oído? —exclamó, burlón, uno de los presentes. —¡Ésta sí que es buena! —apostilló otro. —Joven, tú estás loco —comentaron algunos—. ¿Cómo es posible que te acostaras en El Cairo y te despiertes en Damasco? —Bien sabe Dios que anoche estaba en El Cairo —afirmó Badraddín con rotundidad—. Además, ayer mismo estaba en Basora y ahora me he despertado en Damasco. —Está bien, está bien —se oyó que decía alguien. —Sí, sí, claro —le daban la razón otros, en evidente tono de mofa. —Está loco de remate —dijo alguien. Y la gente, totalmente convencida de que Badraddín estaba loco, empezó a sentir lástima por él y a lamentarse de que un joven de tan buen ver hubiera perdido la razón. —No hay duda de que está loco —se oía con frecuencia. —Veamos, joven, intenta razonar —le decían—. ¿Hay alguien que sea capaz de estar en Basora durante el día, pasar la noche en El Cairo y despertarse en Damasco? —Claro que sí —respondió Badraddín, convencido—. Yo ayer contraje matrimonio en El Cairo. —Lo debes de haber soñado, hombre —le replicaron.
Por unos instantes Badraddín dudó, pero enseguida se convenció de que no había sido ningún sueño. —No lo he soñado, no —dijo—. En realidad, yo estaba allí cuando nos presentaron, a mí y al palafrenero jorobado, a la novia con todo su encanto. No lo he soñado porque ¿dónde está mi bolsa de oro, y mi ropa, y mi turbante? La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan maravillosa!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más extraordinario todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 84
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, Badraddín estaba realmente desconcertado. Sin embargo, ante las acusaciones de locura que todo el mundo le dedicaba, decidió entrar en la ciudad y mezclarse con el gentío de los mercados para pasar desapercibido. Pero al ver que el acoso seguía, entró en el establecimiento que regentaba un cocinero. No se trataba de un cocinero cualquiera, sino de un cocinero que anteriormente había sido un malhechor y por este motivo precisamente la gente de Damasco le temía no sólo a él sino también a su mal agüero. De modo que cuando los habitantes de la ciudad vieron que Badraddín entraba en el susodicho establecimiento, dejaron de seguirle, dispersándose de inmediato. Al ver entrar al joven, el cocinero le preguntó de dónde venía y Badraddín le contó, con todo lujo de detalles, todo lo que le había acontecido. —¡Es extraordinario! —le comentó el cocinero—. Y precisamente por eso debemos mantenerlo en secreto. Sin duda, Dios te ayudará, pero, mientras, te propongo que te quedes en mi establecimiento. Mira, como yo no tengo hijos, si te parece bien voy a adoptarte.
Puesto que Badraddín no puso ninguna objeción a la propuesta del cocinero, éste se apresuró a salir a comprarle ropa adecuada y, ante testigos, formalizó la adopción de Badraddín. Así, Badraddín Hasan pronto fue conocido en Damasco como el hijo del cocinero, porque, además, pasó a ser el encargado de atender al público. En cuanto a la joven Sittalhusn, su prima, se despertó al alba y se encontró sola en la cama. Su primer pensamiento fue que Badraddín debía de haber salido al retrete y decidió esperarle sentada en el lecho. Y, encontrándose de esta guisa, oyó que su padre Shamsaddín —desde que el sultán había obligado a su hija a casarse con el despreciable palafrenero jorobado estaba profundamente enojado e inquieto— se acercaba a la puerta y la llamaba. La joven, al reconocer la voz de su padre, se apresuró a salir para besarle las manos. Pero el hombre, ajeno a los acontecimientos, al ver la radiante cara de felicidad de su hija, montó de nuevo en cólera y le espetó: —¡Desgraciada! ¿Cómo puedes ser tan feliz habiéndote casado con ese ruin y despreciable palafrenero jorobado? La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan maravillosa!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 85
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, la joven Sittalhusn acogió con una sonrisa los reproches de su padre y le dijo: —¡Ya basta, padre! La pesadilla que viví ayer es suficiente: las mujeres no dejaron de burlarse de mí ni un instante a causa de aquel despreciable
palafrenero jorobado que no sirve ni para traer a mi marido la acémila o los zapatos. Pero esta noche, por Dios que ha sido la más feliz de mi vida. Y ahora os pido, por favor, que dejéis de mencionarme a ese ruin jorobado que contratasteis para evitar que el mal de ojo perjudicara a mi joven y apuesto esposo. El anciano Shamsaddín no daba crédito a sus oídos. —Pero ¿qué dices? ¿No has pasado la noche con el jorobado? —exclamó, clavando la mirada en su hija. —No me atormentéis más con el jorobado, os lo pido. No quiero oír ni hablar de ese maldito. Y debéis saber que esta noche he dormido en brazos de mi auténtico marido: el de ojos azabache y cejas bellamente arqueadas… —Me vas a volver loco, ¡eres una indecente! —la interrumpió el padre. —Por el amor de Dios, padre, ¿por qué os empeñáis en atormentarme de este modo? Mi esposo es el apuesto joven que ha pasado la noche conmigo, me ha desvirgado y ojalá me haya dejado encinta. En estos momentos está en el excusado. Shamsaddín, sin pensárselo dos veces, se dirigió raudo y veloz hacia el retrete, donde se encontró al palafrenero jorobado boca abajo, tal como lo había dejado el genio. —¡Eh, tú! ¡Jorobado! —le gritó Shamsaddín— ¿Se puede saber qué haces aquí de esta forma? —Vosotros debéis responderme por qué se os ha ocurrido casarme con una amante de búfalos y genios, como si no hubiera otras jóvenes —dijo el palafrenero—. Maldito sea Satanás, y maldita la hora en que me ocurrió esta desgracia. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan maravillosa!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 86
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, Shamsaddín ordenó al jorobado que abandonara el lugar. —¿Creéis que estoy loco? —gritó—. Yo no me muevo de aquí hasta que haya salido el sol. Ayer, cuando vine a hacer mis necesidades, me salió un gato negro que, en un santiamén, adquirió el tamaño de un búfalo y me dio muy precisas instrucciones acerca de cómo me debía comportar. De modo que, deje solo, y que sea lo que Dios quiera. ¡Maldita novia! Pero el anciano visir Shamsaddín sacó al palafrenero del retrete. Y éste se dirigió directamente a palacio para contar a su majestad el sultán las peripecias que había vivido con el genio. Por su parte, Shamsaddín, enormemente desconcertado y sin entender la situación, regresó a la habitación donde había dejado a su hija y le pidió que le contara todo lo que había ocurrido. —No hay nada que contar, padre. Sencillamente, ayer las sirvientas me presentaron a un apuesto joven que ha pasado la noche conmigo. Aquí, en esta silla, dejó su turbante y sus enseres personales, y, debajo de la cama, está su ropa. Por cierto, en el turbante hay algo envuelto que no sé qué es. El visir tomó cuidadosamente el turbante de Badraddín Hasan y, al observar que se trataba de una lujosa prenda, exclamó: «Sin duda es un turbante propio de visires, aunque la tela parece de Mosul». Y lo examinó detenidamente, descubriendo, al darle la vuelta, que llevaba un lujoso forro en el que se había cosido un pliegue de papel sellado. Acto seguido, tomó los zaragüelles, donde encontró la bolsa con los mil dinares y la hoja que rezaba: «El infrascrito, Badraddín Hasan de Basora, ha vendido al judío Isaac el cargamento del primer barco que llegue a puerto por mil dinares, cantidad que ha cobrado por adelantado». A Shamsaddín no se le escapó el hecho de que el joven que había poseído a su hija aquella noche era su mismísimo sobrino, hijo de su hermano
Nuraddín. Y, a causa de la emoción, se desmayó. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan maravillosa!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 87
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, al recuperarse de su pérdida de conocimiento, Shamsaddín tomó el papel plegado y sellado que estaba cosido en el turbante y se dispuso a leerlo. Huelga decir que su sorpresa fue mayúscula al descubrir que el papel contenía un mensaje de su hermano Nuraddín, escrito de su propio puño y letra. —Hija mía, ¿sabes quién es el joven que te ha poseído? —le preguntó con manifiesta alegría—. Pues es tu primo, el hijo de mi hermano Nuraddín, y estos mil dinares constituyen tu dote nupcial. En verdad Dios —alabado sea— es Todopoderoso, gracias a su decreto, lo que fue motivo de disgusto entre tu tío y yo se ha hecho realidad. Ya me gustaría saber cómo ha podido ocurrir. Y, con ojos estupefactos, siguió contemplando el papel. Ahora descubrió la fecha exacta en que su hermano lo había redactado, lo besó reiteradamente y, con una profunda añoranza hacia su hermano, recitó:
Al ver vuestras huellas, os añoro, y me deshago en lágrimas.
Y pido a Quien de vos me separó que me permita el reencuentro.
Al leer el mensaje entero que contenía el papel, pudo conocer la fecha exacta de la llegada de Nuraddín a Basora, la fecha de su boda con la hija del visir de aquella ciudad, la fecha del nacimiento de Badraddín y la fecha en que Nuraddín murió. El anciano visir Shamsaddín comparó los acontecimientos que había vivido su hermano con los que había vivido él mismo: las fechas de sus respectivas bodas y el nacimiento de sus hijos coincidían sorprendentemente, y, además, su sobrino había ya poseído a su hija. Ante tantas casualidades, no pudo evitar tomar el papel y la bolsa con los mil dinares y dirigirse al sultán para contarle lo sucedido. El soberano encontró tan extraordinarios aquellos acontecimientos que ordenó que fueran escritos en los anales del reino. A partir de aquel momento, el anciano visir Shamsaddín sólo tuvo un ansia: conocer a su sobrino. Pero la espera se prolongó un día, y otro, y, transcurrida una semana sin saber nada de él, tomó la firme resolución de hacer algo que seguramente nadie había hecho jamás. Tomó tinta y papel y procedió a hacer el inventario de todos los enseres de la habitación nupcial, especificando su situación exacta, y guardó en lugar aparte los zaragüelles, el turbante y la bolsa. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué sorprendente historia!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más maravilloso todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 88
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato:
Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, la joven Sittalhusn, efectivamente, había quedado encinta aquella noche. De modo que, transcurridos los meses del embarazo, dio a luz a un precioso varón —cara lunera, frente cristalina y mejillas de anémona— a quien su abuelo, después de cortarle el cordón umbilical y alcoholarle los ojos, puso el nombre de Aguib. Entre nodrizas, ayas y sirvientes, el pequeño creció feliz hasta que, a los siete años, su abuelo Shamsaddín lo llevó a la escuela coránica encomendando al alfaquí que le enseñara a leer y escribir y lo educara convenientemente. Sin embargo, sólo permaneció en la escuela unos cuatro años, porque pronto empezó a tomar el pelo a sus compañeros, pegándoles e insultándoles. Los pequeños no estaban dispuestos a soportar aquella humillante situación por mucho tiempo y se quejaron a su tutor del comportamiento de Aguib. —Si actuáis tal como os diré ahora, seguro que no aparece más por la escuela — les dijo el hombre—. Mañana, cuando venga a clase, proponedle un juego al que sólo podrán jugar aquellos que, previamente, digan los nombres de su padre y de su madre, puesto que si alguno no sabe cómo se llaman sus padres es un hijo bastardo y no puede jugar con nosotros. Los pequeños acogieron la idea con beneplácito y, a la mañana siguiente, nada más llegar, rodearon al pequeño Aguib y le propusieron el juego que les había sugerido el tutor. De modo que, ante el consenso general, los niños empezaron, uno por uno, a hacer mención de los nombres de los respectivos padres y madres. —Yo soy Máguid —dijo uno—. Mi madre se llama Sittita y mi padre Asaddín. Y, así, hasta que le tocó el turno a Aguib. —Yo me llamo Aguib, mi madre Sittalhusn y mi padre es el visir Shamsaddín. —No es cierto —protestaron todos—. El visir no es tu padre. —¡Claro que sí! El visir Shamsaddín es mi padre —insistió Aguib. —Que Dios te tenga de su mano, porque quien no conoce a su padre no puede jugar con nosotros —le dijeron jocosos, alejándose de él.
El pequeño Aguib, al sentirse relegado y humillado por sus compañeros, rompió en llanto. —Debes saber, Aguib —le dijo el tutor—, que el visir Shamsaddín no es tu padre sino tu abuelo, el padre de tu madre Sittalhusn. Ni tú ni nadie sabe quién es tu padre, porque a tu madre la casaron con un palafrenero jorobado de palacio pero, según se dice, la noche de bodas la poseyó un genio y quedó encinta de ti. Así pues, para tus compañeros eres un hijo bastardo, de modo que no debe extrañarte que te den la espalda. Además, fíjate que todos los niños, desde el hijo del mercader al hijo del abacero, saben quién es su padre, mientras que tú, que eres el nieto del visir, no lo has conocido. Ciertamente, la tuya es una situación excepcional. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué sorprendente historia!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más maravilloso todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 89
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, el pequeño Aguib salió corriendo y llorando a lágrima viva hacia su casa. Su madre, Sittalhusn, le salió al encuentro y, ante el llanto desesperado de su hijo, se sobresaltó. —¿Qué te ocurre, hijo mío? No llores más, por Dios. —¿Quién es mi padre? —preguntó Aguib, a causa de lo que le habían dicho en la escuela. —El visir Shamsaddín, hijo —respondió Sittalhusn sin titubear.
—Mientes, madre. El visir es tu padre, no el mío. Dime, ¿quién es el mío? Ante el recuerdo de su verdadero marido, Sittalhusn no pudo evitar que abundantes lágrimas le recorrieran las mejillas. Al venirle a la memoria la persona de Badraddín Hasan, recitó:
Despertó en mí la pasión y partió, dejándome en mi soledad.
Se fue, y ahora está tan lejos que no puedo hacerle ni una visita.
Con él, la paciencia me abandonó, y también el tesón, y la razón.
Al partir, mi alegría se llevó, y mi felicidad, y mi paz interior.
Sólo amargo llanto me dejó, y sin cesar corre por las mejillas.
¡Cómo anhelo volver a verle! Pero, ¡qué larga se hace la espera!
Lo llevo en lo más hondo del corazón, pienso en él, lo deseo, le añoro.
Al recordarle me abrasa la pasión, y yo, mi amor le manifiesto.
Mi corazón está cautivo, mi aflicción no tiene remedio.
Mi mal de amores no se cura, derrotada, no hallaré victoria.
¿Hasta cuándo estará lejos mi amor? ¿Cuándo volverá y será de nuevo mío?
Madre e hijo se fundieron en un abrazo, llorando sin parar. Mientras, llegó el anciano visir Shamsaddín, quien, al interesarse por su desesperación y tener conocimiento de lo que había ocurrido, salió apresuradamente hacia el palacio real. La angustia y el sufrimiento del visir eran tales que, después de hacer las reverencias acostumbradas ante el sultán, le pidió permiso para salir de viaje en dirección a la ciudad de Basora con el fin de indagar el paradero de su sobrino. Asimismo, pidió al soberano que enviara mensajes a todos los rincones del país autorizándole a custodiarlo, en caso de que lo encontrara. El sultán le concedió inmediatamente lo que le pedía, y el anciano visir, después de agradecérselo de
todo corazón, regresó a casa e inició los preparativos del viaje. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué sorprendente historia!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más maravilloso todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 90
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, el visir Shamsaddín no inició el viaje solo sino acompañado de su hija Sittalhusn y de su nieto Aguib. Al cabo de veinte días de viaje, llegaron a la ciudad de Damasco, donde pudieron contemplar su exuberante vegetación y los abundantes pájaros de todas clases que allí se podían encontrar. La imagen que presenciaron la describió así un poeta:
En Damasco pasé un día, y una noche, y sé que jamás lo olvidaré.
Dormí bajo las serenas alas de la noche, y desperté con su grisácea cabellera.
Las gotas de rocío enganchado en las ramas
eran perlas abatidas por el céfiro.
El estanque era página que los pájaros leían: el viento escribía, y las nubes punteaban.
El visir y su comitiva acamparon en un lugar llamado Explanada de las Piedras, con la intención de tomarse dos o tres días de descanso. Los sirvientes y esclavos se dirigieron a la ciudad para realizar sus tareas habituales de compraventa, aprovechando también la ocasión para acudir a los baños. Y el pequeño Aguib sintió la necesidad de explorar aquella nueva ciudad, de modo que salió acompañado de uno de sus sirvientes. Éste le seguía de cerca, caminaba unos pasos por detrás de él y en la mano llevaba un grueso bastón rojizo de madera de almendro que más parecía un severo azote para camellos. Sin embargo, los habitantes de Damasco se quedaron maravillados al contemplar la extraordinaria belleza y la perfección del pequeño Aguib, a quien el poeta describió con todo detalle:
Aroma de almizcle, boca de perla, mejilla de rosa, saliva de vino.
Talle de rama, cadera de duna, cabello de noche, cara de luna.
A su paso por las calles, una multitud de gente se congregaba a su alrededor, pues quien le veía no podía dejar de contemplarle. Y el destino quiso que pasara por delante del establecimiento que regentaba su padre, Badraddín Hasan, quien, por entonces, ya llevaba viviendo en Damasco doce años y se había convertido,
a la muerte del cocinero que lo había adoptado, en el propietario del negocio. En este tiempo, también su aspecto físico había sufrido importantes cambios: ahora llevaba barba y parecía una persona mucho más madura. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué sorprendente historia!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más maravilloso todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 91
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, el pequeño Aguib y su sirviente se detuvieron delante del establecimiento. Badraddín, aunque ajeno por completo al hecho de que el jovenzuelo era su hijo, sintió una fuerte atracción hacia él, además de la iración lógica que le causó su extraordinario aspecto. En verdad Dios es Todopoderoso. Por azar, aquel día Badraddín había preparado dulce de granada, y, al ver a Aguib y al sirviente de pie ante su establecimiento, se dirigió a aquél con estas palabras: —Hijo, me has robado el corazón, ¿por qué no aceptas entrar para que pueda ofrecerte algo de la comida que he preparado? Dicho esto, no pudo contener un emotivo llanto, especialmente al recordar su felicidad pretérita como hijo de visir, y recitó:
Al recordar los seres queridos,
mis ojos destilan lágrimas.
Al no poder verlos, les añoro tanto que la pasión me abrasa mortalmente.
Pero no me preocupa, ni me desagrada, mi amor es racional, y consciente.
Aguib también sintió una especial atracción por Badraddín, y así se lo manifestó al sirviente: —Este hombre parece que está profundamente triste. Parece que ha perdido a un ser querido, como un hermano, o un hijo. Aceptemos su invitación y entremos, quizás así contribuyamos a que se le disipe el pesar. —¡Ni hablar! —protestó el sirviente, encolerizado—. ¿Dónde se ha visto que un hijo de visir frecuente un establecimiento tan vulgar como el de este cocinero? Además, si mi misión es protegeros de las miradas indiscretas con este bastón, ¿cómo puedo dejaros entrar en semejante establecimiento? Badraddín, al oír la reprimenda que el sirviente dedicaba a Aguib, recitó:
Me maravilla que un esclavo os guarde, cuando vuestra belleza a muchos esclaviza.
Barba de arrayán, lunar ambarino, mejilla de rubí, boca de perla.
Y, dirigiéndose al sirviente, le dijo: —¡Oh, noble señor! Vos que sois negro por fuera y tenéis ese corazón tan blanco, como una castaña, y os parecéis a aquel a quien el poeta dedicó un verso, ¿por qué no entráis en mi establecimiento? —O sea que incluso nos han dedicado versos —respondió el sirviente, riendo—. Oigámoslos, pues. Y Badraddín recitó:
Si no fuera tan educado y correcto, en la corte no serviría.
Ni harén guardaría con tanto celo que incluso los ángeles de él aprenden.
Su negrura exterior destaca y resalta su blanca belleza interior.
Al sirviente le gustó el poema, e incluso lo encontró divertido, de modo que todas sus reticencias desaparecieron y decidió entrar, con el pequeño Aguib. Badraddín les ofreció un gran plato, y bien caliente, de dulce de granada. —Sentaos a comer con nosotros —dijo el pequeño Aguib al cocinero—. Así se os hará más soportable la añoranza de los vuestros. —Por cierto —le dijo Badraddín—, tengo la impresión de que también tú te has
visto obligado a estar lejos de los seres queridos. —Tenéis razón. Mi corazón sufre también los reveses de la separación. Precisamente, mi abuelo y yo estamos buscando a la persona querida. ¡Cuánto deseo volver a reunirme con él! Puesto que Aguib no pudo contener las lágrimas, también Badraddín rompió a llorar, a causa del recuerdo de la patria y de su propia madre. Y recitó:
Si algún día nos volvemos a ver, ¡cuántas quejas tendré!
Ninguna voz suple la del amado, ninguna carta consuela.
Los censores critican mi llanto, pero las lágrimas no son remedio.
¿Cuándo querrá Dios que nos veamos y que huya este sufrimiento?
Mas aun en el reencuentro, me quejaré, pues nadie podría expresar mi pesar.
Si bien los versos despertaron la compasión del sirviente, cuando él y Aguib acabaron de comerse el delicioso plato que Badraddín les había ofrecido, partieron sin más dilación. Pero Badraddín sintió un irreprimible impulso de seguirles y, obedeciendo a sus sentimientos, cerró el establecimiento y salió tras ellos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué sorprendente historia!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más maravilloso todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 92
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, Badraddín siguió a su hijo Aguib —sin saber que era su hijo— y al sirviente hasta las puertas de la ciudad de Damasco. —¿Se puede saber qué quieres? —le increpó el sirviente, al ver que les seguía. —Cuando os habéis ido, he tenido la impresión de que mi alma me abandonaba para irse con vosotros —explicó Badraddín—. Y puesto que tengo trabajo pendiente fuera de la Puerta de la Victoria, he decidido salir tras de vosotros. —Esto es culpa vuestra —dijo el sirviente a Aguib—. Yo ya me temía que si entrábamos en el establecimiento de ese cocinero pagaríamos las consecuencias. Al haber comido lo que nos ha ofrecido, ahora se toma la libertad de seguirnos a todas partes. Aguib volvió la cabeza y, efectivamente, vio que el cocinero les seguía. —Déjalo —gritó, enrojecido de cólera, a su sirviente—. No hace ningún daño. Si cuando llegamos a la Explanada de las Piedras y nos acercamos a las tiendas,
aún viene detrás de nosotros, entonces sí que podremos decir que nos está siguiendo. Y Aguib continuó caminando cabizbajo, seguido por el sirviente. Por su parte, Badraddín no dejó de pisarles los talones hasta que llegaron a la Explanada de las Piedras y tomó, como ellos, la dirección del campamento. El joven Aguib, al comprobar que el cocinero no cejaba en su propósito, montó de nuevo en cólera, pues temía que su abuelo se enterara de que había estado en el establecimiento de algún cocinero y se enfadara. Padre e hijo estuvieron unos momentos mirándose fijamente, aunque a Aguib le dio la impresión de que el hombre, que le pareció un alma en pena, era un malvado o tenía alguna intención poco honesta. Así que tomó una piedra del suelo —debía de pesar aproximadamente medio arrelde— y se la lanzó a Badraddín, abriéndole la frente de ceja a ceja. Badraddín cayó al suelo inconsciente y con una fuerte hemorragia que le cubría todo el rostro. Mientras, Aguib y el sirviente se dirigieron al campamento. Al cabo de un rato, al recuperar el conocimiento, Badraddín se limpió la sangre del rostro y se quitó el turbante para vendarse con él la herida. Sacando fuerzas de flaqueza, regresó a su establecimiento, diciéndose: «El joven ha reaccionado así conmigo porque creía que le seguía con mala intención». Y al encontrarse de nuevo solo en su local, la añoranza por su madre, que estaba en Basora, hizo que recitara estos versos:
Si esperas que el destino sea justo, yerras, pero no lo culpes, pues para ello fue creado.
Mas procura ser feliz y no te preocupes porque en la vida hay días buenos y malos.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.
«¡Qué extraordinaria historia!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más maravilloso todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 93
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, Badraddín siguió regentando su establecimiento como antes y el anciano visir Shamsaddín, con Aguib y todo el séquito, permanecieron en el campamento, en las afueras de Damasco, durante tres días más. Al emprender viaje, se dirigieron primero a la ciudad de Homs, luego a Hama, Alepo —allí permanecieron dos días—, y prosiguieron camino, a través de Diarbakir, hacia Mardín, Mosul y la región del Singar. En todas estas ciudades, preguntaron por Badraddín, pero nadie les supo dar razón ni de su identidad ni de su paradero. Al llegar a Basora, lo primero que hizo el visir Shamsaddín fue solicitar audiencia al sultán, quien le recibió con todos los honores y le preguntó por el motivo de su visita. Shamsaddín le explicó que era el hermano del que fuera visir de Basora, Nuraddín. —Señor, siento deciros que murió hace quince años, pero que dejó un hijo. Sin embargo, hace mucho tiempo que no sabemos nada de él, ni dónde se encuentra. Pero su esposa, y madre del hijo que le sobrevivió, aún vive entre nosotros, pues era hija de otro visir que estuvo al servicio de nuestro reino. Al saber que la esposa de Nuraddín aún vivía, Shamsaddín solicitó el permiso correspondiente para reunirse con ella. Al dirigirse a la casa recordó a su hermano con profunda melancolía. Observó detenidamente la que había sido residencia de su querido hermano, besó el dintel y, rememorando su muerte en tierras extrañas, recitó:
Al pasar por la morada de Lailá, beso los muros que la forman.
Pero yo no quiero a las residencias, sino a quienes en ellas vivieron.
Y pasó el portal, que daba entrada a un gran patio con una arcada de piedra de granito, adornada con mármol multicolor. El maravilloso aspecto de la mansión, en la que se encontraba escrito repetidamente el nombre de su hermano Nuraddín con letras de oro y lapislázuli, sorprendió a Shamsaddín. Se acercó a una de las múltiples menciones del nombre para besarlo y, al recordar a su ausente hermano, recitó:
Al sol pregunto qué sabe de vos, y también al rayo, cuando centellea.
De noche, la pasión me abrasa pero no me quejo del amor enardecido.
Si nuestra separación dura más, mi corazón perecerá, rendido.
Mas si mis ojos os pueden ver,
será casi como si nos reuniéramos.
No penséis que otro amor encontré, pues a nadie más puedo querer.
Vuestra partida el corazón me rompió, y ahora está lesionado de pasión.
Si el destino vuestra compañía me depara, ese día le daré mis sinceras gracias.
Dios castigue a los que mal nos desean, y no guarde a los que nos separen.
Siguió examinando las estancias y, en una sala, encontró a la esposa de su hermano Nuraddín, que, desde la desaparición de su hijo, no había dejado de llorar, día y noche, ante un mausoleo que se había hecho construir en la misma casa en memoria de Badraddín. El anciano visir Shamsaddín oyó cómo la mujer, reclinada sobre la tumba, mencionaba repetidamente a su hijo y recitaba, llorosa:
Dime, tumba, si aún conserva su encanto, ¿o es que tú ya no eres tan bella?
Tumba, si no eres jardín ni firmamento, ¿cómo puedes albergar sol y luna?
Shamsaddín se acercó a ella y, después de saludarla respetuosamente, le contó el motivo de su búsqueda. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué extraordinaria historia!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más maravilloso todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 94
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, Shamsaddín explicó a la anciana esposa de Nuraddín la increíble historia que había protagonizado Badraddín —el matrimonio con Sittalhusn, su posterior desaparición y el hijo fruto del matrimonio, que viajaba acompañando al visir—. Ella se alegró enormemente de saber que su hijo seguía con vida y había incluso dejado descendencia. De modo que se levantó, se echó a los pies de su cuñado, y, profundamente emocionada, recitó:
Dios bendiga al que anuncia su llegada, es lo mejor que he oído nunca.
Si fuera un trapero le regalaría mi corazón, desgarrado por su partida.
Shamsaddín quiso consolar a su cuñada, diciéndole que lo mejor que podía hacer era unirse a su caravana y emprender con ellos viaje a Egipto, quizás así conseguiría reunirse con su hijo definitivamente. Así pues, la mujer preparó todos sus enseres personales y, después de despedirse ambos del sultán, quien les ofreció valiosos regalos para el soberano de Egipto, regresaron al campamento para emprender el viaje de vuelta. El encuentro de la anciana con su nieto Aguib fue conmovedor, pues se fundieron en un caluroso y prolongado abrazo. La primera pausa del viaje de vuelta la realizaron en Alepo, donde permanecieron tres días. Posteriormente, emprendieron el camino de Damasco y allí atendaron y permanecieron el tiempo suficiente para comprar regalos y tejidos para el sultán de Egipto. Pero, mientras Shamsaddín estaba ocupado en sus tareas, el joven Aguib propuso a su sirviente que entraran en la ciudad de Damasco para dar una vuelta y averiguar qué había sido del cocinero que, en el viaje de ida, les había invitado a dulce de granada y a quien habían tratado con gran desprecio. El sirviente se mostró de acuerdo con la propuesta y se dirigieron a la ciudad. Aguib, anheloso de ver de nuevo a su padre —sin saber que lo era —, pues los vínculos de sangre le reclamaban, se dirigió decidido a la Puerta de los Paraísos, cruzó el gran mercado, pasó por delante de la mezquita omeya y se dirigió directamente al establecimiento del cocinero. Casualmente, también aquel día el cocinero había preparado dulce de granada con otros ingredientes, entre los cuales había agua de rosas, y estaba a punto de empezar a servirlo a los clientes. Aguib miró fijamente al hombre y sintió compasión por él, pues aún tenía en la frente una negra cicatriz, de ceja a ceja, consecuencia de la pedrada que él mismo le había propinado. —La paz sea con vos —lo saludó Aguib—. He pensado mucho en vos. A Badraddín, las palabras de Aguib le conmovieron las entrañas, y quiso responderle, pero, como si se le hubiera anudado la lengua, sólo fue capaz de hacerle una reverencia. Al poco, levantó la cabeza y, mirando al joven Aguib, recitó:
¡Cuánto deseaba ver a quien amo! y, al conseguirlo, ciego y mudo me quedé.
Le hice una profunda reverencia, sin poder disimular mi aprecio.
Muchas preocupaciones tenía dentro, pero ni una palabra pronuncié.
—Señor —dijo Badraddín, dirigiéndose a Aguib—, ¿por qué no entráis con vuestro sirviente para que os pueda ofrecer un plato de la comida que he preparado? Desde la última vez que os vi, no he podido dejar de pensar en vos. Y, en aquella ocasión, una fuerza superior me empujó a seguiros. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué extraordinaria historia!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más maravilloso todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 95
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, el joven Aguib dijo a Badraddín que, puesto que la otra vez les
había querido seguir con alguna mala intención, en esta ocasión sólo probarían su comida si les prometía que no les perseguiría. —Sabed, buen hombre, que vamos a permanecer en la ciudad unos días porque mi abuelo quiere comprar regalos para el sultán de Egipto. Y si nos seguís, no volveremos —concluyó Aguib. Badraddín se mostró de acuerdo y se lo prometió, por lo que Aguib y el sirviente entraron en el establecimiento, se sentaron y se dispusieron a tomarse el gran plato de comida que les sirvió. Aguib, muy amablemente, invitó al cocinero a sentarse en su mesa y comer con ellos, invitación que él aceptó encantado, en especial porque así tendría la oportunidad de contemplar largamente a quien era su hijo sin que ninguno de los dos lo supiera. —Pero ¿no os he dicho que no soporto que estéis tan encima de mi? ¿Por qué me miráis tan fijamente? —se le quejó Aguib. Y Badraddín recitó:
La pasión por vos yace en el corazón, allí está encerrada, al abrigo de miradas.
Vuestra belleza a la luna avergüenza, y el claro día de vos es reflejo.
Vuestro nítido rostro no tiene par, cada día es más hermoso, y perfecto.
En ardor me consumo, mas vuestra cara es edén;
me muero de sed, mas vuestra saliva es Kauzar.
Después de recitar los versos, Badraddín se quedó mirando alternativamente a Aguib y al sirviente, que, al acabar, se levantaron para regresar al campamento. Pero antes de que partieran, Badraddín les trajo agua para lavarse las manos, una toalla para secarse y les ofreció agua de rosas. Incluso salió apresuradamente del establecimiento para irles a buscar un dulce refresco de agua de rosas con hielo, deseándoles buen provecho. Aguib y el sirviente bebieron con fruición, hasta saciarse, incluso más que de costumbre. Seguidamente, le dieron las gracias y regresaron al campamento, saliendo de la ciudad por la Puerta del Este. Nada más llegar, Aguib corrió a los brazos de su abuela, quien le besó cariñosamente, recordando a su añorado hijo. Las lágrimas pronto le humedecieron las mejillas, y entonces recitó:
Si no hubiera creído que nos reuniríamos, mi vida no hubiera tenido sentido.
Juro que sólo a vos os amo, y Dios de ello es testigo.
Por azar, también aquel día la abuela de Aguib había preparado dulce de granada —si bien con menos azúcar—, de modo que, después de preguntarle dónde había estado, le dio a comer un buen plato del mismo con un pedazo de pan. —Come con él —dijo la abuela al sirviente que había acompañado a Aguib. «Dios mío, pero si no soportaré ni el olor del pan», se dijo el sirviente, a la vez que se sentaba a comer.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué extraordinaria historia!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más maravilloso todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 96
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, también Aguib se sentía aún saciado con todo lo que habían comido y bebido. Sin embargo, no tuvo otro remedio que sentarse a probar el dulce de granada que su abuela había preparado. —¡Pero qué bazofia es ésta! —exclamó al encontrarlo tan poco dulce. —¿Así es como agradeces la comida que yo misma he preparado? —protestó la abuela—. Pero si nadie es capaz de cocinar como yo, excepto mi hijo Badraddín. —De verdad que este dulce de granada no sabe a nada, abuela —insistió Aguib —. Justo ahora venimos de la ciudad, donde hay un cocinero que nos ha invitado a un apetitoso y riquísimo dulce de granada. Este que vos habéis preparado no se le puede ni comparar. —Tú tienes la culpa —gritó la abuela, fulminando con la mirada al sirviente que había acompañado a Aguib—. Eres un sinvergüenza, te has llevado al pequeño Aguib a la ciudad y has permitido que entrara en esos locales de cocineros poco recomendables. —No, señora, no —respondió el sirviente, asustado—. No hemos comido nada, hemos pasado de largo por delante de todos los establecimientos. —Que sí, abuela —intervino Aguib—. Hemos entrado en casa de un cocinero y hemos comido, como hicimos en el viaje de ida, el delicioso dulce de granada
que prepara y que es mucho mejor que el que vos nos habéis ofrecido. La abuela, muy enfurecida, se apresuró a informar de lo sucedido a su sobrino el visir Shamsaddín, y le instigó contra el sirviente de Aguib. —¿Se puede saber a dónde has llevado a mi nieto, desgraciado? —le inquirió el visir. —Por Dios, señor, no hemos ido a ninguna parte —respondió el sirviente, terriblemente asustado y temiendo por su vida. —Que sí, abuelo —intervino de nuevo Aguib—. Hemos entrado en el establecimiento de un cocinero y nos hemos puesto las botas comiendo. Además, incluso nos ha ofrecido una dulce y fresquísima agua de rosas. —Veamos, despreciable sirviente —insistió Shamsaddín—. ¿Es verdad que habéis entrado, o no? Y, al obtener nuevamente una respuesta negativa, el visir desafió al sirviente a que se comiera el plato de dulce de granada que tenía delante, así se dilucidaría la verdad. El sirviente no tuvo otra alternativa que empezar a comer, pero un solo bocado bastó para ponerle en evidencia, pues fue incapaz de tomar un segundo. —Señor, aún estoy repleto de lo que comí ayer —se excusó. Así pues, el visir supo toda la verdad y sólo hizo falta que ordenara que lo apalearan para que reconociera que, efectivamente, habían entrado en el establecimiento de un cocinero y se habían hartado de un dulce de granada mucho más delicioso que el de la abuela de Aguib. —¿Cómo se atreve? —gritó la abuela, escandalizada—. ¡Dios mío, haced que pueda reunirme de nuevo con mi hijo! Joven, ahora mismo me traerás un plato de este dulce de granada que dices y se lo daremos a probar al señor Aguib, quien nos dirá cuál de los dos es más delicioso. Acto seguido, la abuela le dio un recipiente y medio dinar para que fuera a la ciudad a buscarlo. —Querido cocinero —dijo el sirviente a Badraddín, nada más llegar—. En casa de mi señor hemos hecho una apuesta con tu comida. Por este motivo he venido
a comprar medio dinar de tu dulce de granada. Y más vale que me lo pongas bueno porque ya he recibido una buena paliza por su causa y no tengo ganas de recibir otra. —Pues sabed, señor —dijo Badraddín, riendo—, que nadie sabe preparar el dulce de granada como yo lo preparo. Bueno, excepto mi madre, pero ahora está en tierras muy lejanas. El sirviente tomó el plato de dulce de granada, bien envuelto y resguardado, y se lo llevó al campamento. La anciana abuela de Aguib fue quien primero probó el plato, pero una sola cucharada fue suficiente para que se diera cuenta de la maestría con que había sido elaborado y reconociera al cocinero que lo había hecho. La mujer, pues, profundamente emocionada, se desmayó. Pero el visir Shamsaddín la reanimó de inmediato con agua de rosas. —Ésta es prueba evidente —dijo la anciana al recobrar la conciencia— de que mi hijo Badraddín Hasan sigue con vida, pues sólo él, y nadie más en la faz de la tierra, es capaz de preparar este dulce de granada. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué extraordinaria historia!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más maravilloso todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 97
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, cuando el visir Shamsaddín oyó el comentario de la anciana se alegró enormemente de la buena noticia. —¡Querido sobrino mío! —exclamó—. Por fin parece que, gracias a Dios, pronto nos reuniremos.
Inmediatamente ordenó a cincuenta de sus hombres, entre los que había sirvientes, esclavos, palafreneros y porteadores, que se proveyeran de palos, maderas y cualquier otro objeto y se dirigieran al establecimiento del cocinero para destrozarlo: según las órdenes que les dio, no debían dejar nada en pie, incluso tenían que romper los estantes, los platos y los vasos. Hecho esto, debían prender al cocinero, atándole con su propio turbante, y debían explicarle que el motivo de la detención era el horrible dulce de granada que había preparado. El visir, sin embargo, les dio instrucciones estrictas de no hacerle ningún daño, sólo debían llevarlo a su presencia a la fuerza. Mientras, Shamsaddín se dirigió a la sede del gobierno en Damasco, donde fue recibido por el virrey, para identificarse y explicarle lo que se proponía. El virrey, al saber que el visir Shamasaddín pretendía detener al cocinero, no puso ninguna objeción. Es más, él mismo ordenó a un chambelán que se dirigiera al establecimiento en compañía de cuatro guardianes, cuatro alabarderos y seis soldados para supervisar la operación. Sin embargo, cuando los emisarios del virrey llegaron, los hombres del visir ya habían cumplido las órdenes y en el establecimiento no quedaba nada en pie. Badraddín no entendía qué ocurría. —¿Puedo saber de qué se me acusa? —preguntó a los que le habían detenido. —¿Tú has preparado el dulce de granada que ha comprado el sirviente? —Efectivamente, ¿por qué? Seguro que nadie sabe hacerlo mejor. Antes de obtener respuesta alguna, una multitud se había concentrado ante el establecimiento para presenciar el terrible espectáculo de la demolición. «Debe de haber un buen motivo», murmuraba la gente. —Por Dios, hombres de bien, ¿podéis decirme qué le ocurre al dulce de granada que he preparado para que yo merezca este terrible castigo? Sin embargo, nadie le dio ninguna explicación, se limitaron a insistir de nuevo si era él el responsable de haber cocinado el dulce de granada. Y él no se cansaba de insistir que le explicaran qué defecto tenía el dulce de granada para merecer que le destrozaran el establecimiento y lo aprehendieran. Pero los hombres del visir le quitaron el turbante, lo ataron con él y, rodeándolo completamente, lo condujeron ante Shamsaddín. Badraddín se sentía tan impotente que no podía
hacer más que llorar, quejarse y pedir auxilio. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué extraordinaria historia!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más maravilloso todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 98
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, Badraddín no acertaba a adivinar por qué motivo le detenían, sin darle ninguna explicación, por el simple hecho de haber preparado el dulce de granada. A medida que se acercaban al campamento, el chambelán no dejaba de interrogarle, e incluso golpearle, para asegurarse de que, efectivamente, era él quien había cocinado el dulce de granada objeto de todo el alboroto. En una continua pugna, donde no faltaron los azotes y los consiguientes lamentos del desconcertado Badraddín, llegaron a la tienda del visir Shamsaddín, quien ya había regresado de solicitar el permiso al virrey de la ciudad para emprender viaje y llevarse al cocinero. —Señor, os ruego por Dios que me digáis de qué soy culpable —imploró Badraddín a su tío Shamsaddín. —¿Tú eres el cocinero que ha preparado el dulce de granada? —Sí, sí, soy yo —gritó Badraddín, ya desesperado—. ¿Pero por eso es necesario que me maltratéis así? —Pues éste es el castigo más leve que te podemos infligir —repuso Shamsaddín, sin darle mayor importancia. —Pero, señor, ¿no me diréis qué error he cometido?
Shamsaddín le respondió que no se preocupara, que pronto lo sabría. E inmediatamente ordenó al chambelán y a los sirvientes que levantaran el campamento y que lo dispusieran todo para partir. De modo que, en un santiamén, los camellos estaban preparados para cargar en ellos los fardos, incluido un enorme baúl en el que habían encerrado a Badraddín. Durante el trayecto de Damasco a El Cairo, hicieron varias pausas para avituallarse, descansar y comer. Y cada vez que eso ocurría sacaban a Badraddín del baúl, le daban alimento y lo volvían a encerrar en él. Al llegar a las afueras de El Cairo, el visir Shamsaddín ordenó a sus sirvientes que sacaran a Badraddín del baúl y que se lo entregaran. Cuando lo tuvo delante, mandó llamar a un carpintero para pedirle que confeccionara un juego de tablas de madera. —Señor —preguntó Badraddín—, por favor, ¿qué pensáis hacer con este juego de maderas? —Pues pienso crucificarte en ellas y pasearte por toda la ciudad para que todos sepan que has sido incapaz de cocinar un dulce de granada con la cantidad justa de pimienta para que resultara un plato comestible. —Vaya, vaya, de modo que el motivo de todo este trastorno ha sido la poca pimienta que he puesto en la granada —dijo Badraddín, sorprendido en gran manera. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan maravillosa!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más extraordinario todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 99
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato:
Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, Badraddín recriminó al visir el severo castigo impuesto —la destrucción del establecimiento, la rotura de todos los enseres, su detención y posterior reclusión en el baúl, y la amenaza de crucifixión— por el simple hecho de haber preparado un plato con poca pimienta. —Maldito sea el dulce de granada, ojalá hubiera muerto antes de prepararlo — exclamó Badraddín, desesperado, echando de nuevo a llorar. Mientras, el carpintero ya había preparado el juego de maderas y lo había entregado al visir. Badraddín, al verlo, no pudo contener el llanto, pues estaba convencido de que moriría crucificado. Sin embargo, la noche estaba a punto de caer y el visir dio órdenes de que lo encerraran de nuevo en el baúl, puesto que ya era demasiado tarde para crucificarlo y era mejor dejarlo para el día siguiente. —Dios mío, Todopoderoso y Excelso —exclamó Badraddín—, ¿cómo es posible que merezca ser crucificado? No he cometido ningún crimen, no he hecho ningún daño, no he incurrido en herejía ninguna. ¿Por qué debo ser castigado tan cruelmente? ¿Por haber preparado dulce de granada con pimienta insuficiente? Cuando los mercados hubieron cerrado, el visir decidió entrar en la ciudad, con toda la comitiva de camellos y sirvientes, y trasladar a Badraddín a su casa. —Hija mía —dijo Shamsaddín a Sittalhusn—, gracias a Dios hemos localizado a Badraddín, mi sobrino y esposo tuyo. Y, sin perder un momento, ordenó al servicio que amueblaran y arreglaran la casa de la misma forma que estaba dispuesta aquella noche de bodas, hacía ya doce años. Una vez colocados los muebles en su sitio, encendieron las velas y las antorchas y el visir recuperó la hoja donde había inventariado todos los enseres de la habitación, uno a uno, para volver a situarlos en el mismo lugar. Cuidaron hasta tal punto los detalles que nuevamente colocaron el turbante encima de la silla, tal como había hecho Badraddín, y escondieron debajo del colchón los zaragüelles y la bolsa con los mil dinares. El visir, además, quiso que su hija se recostara en la cama nupcial ligera de ropa, exactamente igual que la noche de bodas, y que esperara la llegada de Badraddín. —Hija —dijo el visir a Sittalhusn—, cuando entre, dile que ha tardado mucho en el retrete, y luego invítale a acostarse a tu lado e inicia una animada conversación con él. Mañana por la mañana le contaremos la verdad de esta
historia tan extraordinaria. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan maravillosa!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más extraordinario todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 100
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, el visir Shamsaddín desató a Badraddín, lo sacó de su encierro, le quitó toda la ropa, excepto la camisa, y dejó que se dirigiera a la habitación nupcial, donde Sittalhusn le esperaba. Badraddín no tardó en reconocer la casa, y especialmente la habitación, con todos los muebles en el mismo lugar: el lecho nupcial, el armario y la silla. No dando crédito a lo que presenciaban sus ojos, daba un paso adelante y otro atrás, dudando de si estaba despierto o era un sueño. «Dios mío, soy incapaz de discernir si estoy despierto o estoy soñando», se decía, frotándose los ojos. —Amor mío —le dijo Sittalhusn—, has tardado mucho haciendo tus necesidades. Vuelve a la cama. —Es cierto —dijo Badraddín riendo desconcertado—, he tardado mucho. Y avanzó sin dejar de observar todos y cada uno de los rincones, pues le recordaban lo que había vivido hacía ya doce años. Sin embargo, en su desorientación, no acertaba aún a adivinar si era realidad o si se trataba sólo de un sueño. Fue sólo al acercarse a la silla, donde aún estaba su turbante, y recuperar los zaragüelles y la bolsa con el dinero de debajo del colchón, cuando se convenció de que estaba en el mismo sitio, y sonrió.
—¿De qué te ríes, amor mío? —le preguntó Sittalhusn— ¿Y por qué lo observas todo con esta cara de sorpresa? —¿Durante cuánto tiempo he estado fuera? —preguntó de nuevo Badraddín, sonriente. —Dios Clemente y Misericordioso te ampare, amor mío. Sólo has salido para ir al retrete, ¿acaso no estás en tus cabales? —Por el amor de Dios, créeme —dijo de nuevo, riendo—, tengo la impresión de que he ido al retrete, me he quedado dormido allí y he soñado que estaba en Damasco, ejerciendo de cocinero durante diez años. También he soñado que venía un joven, acompañado de un sirviente, y… En ese momento se pasó la mano por la frente y pudo palpar las secuelas de la cicatriz. —¡Dios mío! —exclamó—. Parece que ha ocurrido de verdad, porque ese joven me lanzaba una piedra y me abría la frente de ceja a ceja. Pero no —continuó, caviloso—, después de abrazarme a ti y dormirme en tus brazos, soñé que me encontraba en Damasco, sin ropa y sin turbante, y allí ejercía de cocinero. Y creo que preparaba un dulce de granada con poca pimienta. Sí, sí, no hay duda de que me he dormido en el retrete. Pero en realidad he tenido un sueño larguísimo. —Dime, amor mío, ¿y qué más has soñado? —le preguntó Sittalhusn. —Pues, si no llego a despertarme, me crucifican. —¡Oh!, ¿y por qué? —Por haber cocinado dulce de granada con poca pimienta. Y también creo recordar que me han destrozado el establecimiento, me han roto todos los utensilios, me han detenido, me han encerrado en un baúl y han encargado a un carpintero que hiciera los maderos para crucificarme. Y todo por culpa del dulce de granada. Pero gracias a Dios que sólo ha sido un sueño. Sittalhusn le abrazó fuertemente y se echó a reír, ante lo cual Badraddín se convenció de que no se había tratado de un sueño como él creía sino que, en realidad, había ocurrido tal como él lo recordaba.
—Sólo Dios, Excelso y Omnipotente, lo puede haber dispuesto así. ¡Qué extraordinario! —exclamó Badraddín. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan maravillosa!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más extraordinario todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 101
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que Gafar siguió contando al califa Harún Arrashid, Badraddín pasó la noche en vilo, observando todos los objetos de la habitación y contemplando a Sittalhusn, con quien no había conseguido aún estar una noche entera. Por la mañana, su tío, el visir Shamsaddín, se presentó en la habitación para desearles los buenos días. —¡Eh! ¡Pero si vos sois el que ha ordenado apalearme y ha estado a punto de crucificarme por el asunto del dulce de granada que contenía poca pimienta! —Hijo mío, toda la verdad ha salido a la luz —dijo el visir—. Ahora tengo la certeza de que eres mi sobrino, el hijo de mi difunto hermano Nuraddín. Todo esto lo he organizado yo mismo adrede para asegurarme de que eras tú quien había pasado la noche de bodas con mi hija. Y no hay duda de que lo eres, pues has reconocido el turbante, la ropa y la bolsa de dinares que en ella estaba envuelta. —Y recitó—:
El destino presenta siempre mil caras,
a veces trae alegrías, y a veces penas.
El visir Shamsaddín hizo entrar a la anciana madre de Badraddín, que, al verle, se le echó en brazos profundamente emocionada y recitó:
Cuando nos encontremos nos complaceremos en quejas.
Pues nadie más que nosotros las puede fielmente expresar.
Y sólo quien siente la pena de ella puede hablar.
Ningún enviado podría decir lo que yo misma diré.
Ninguno de los dos tenía palabras para contar al otro las experiencias vividas desde que el destino decretara su separación, ni para dar gracias a Dios por el feliz reencuentro. Al día siguiente, el visir Shamsaddín se presentó ante el sultán para contarle los detalles de la sorprendente historia, y decidieron registrarla en los anales del reino para que las generaciones futuras conocieran aquel extraordinario legado. Y así fue cómo el visir Shamsaddín consiguió vivir en la más completa felicidad
con su hija, su yerno y su nieto, hasta que les llegó la hora de beber la copa de la muerte. De modo que ésta es la historia del visir Shamsaddín con su hermano Nuraddín, majestad —concluyó Gafar. —Es el relato más extraordinario que he oído jamás —dijo Harún Arrashid. Como en la historia que acababa de oír, también el califa dispuso que se escribiera en los anales, ordenó que el esclavo fuera liberado y ofreció una de sus concubinas al joven y le asignó un sueldo, convirtiéndole también en uno de sus contertulios habituales hasta que les llegó la hora de la muerte. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan maravillosa!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y el rey me lo permite, os contaré otra mucho más extraordinaria todavía», afirmó Shahrasad.
El enano jorobado y otros tipos de cuidado
Noche 102
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad relató: Cuentan, majestad, que en la capital de la antigua China, en la zona de Kashgar, vivían felizmente un sastre y su esposa, una pareja alegre y despreocupada, amante de bromas y chanzas y que gustaba de los placeres de la buena vida. En los días de ocio, siempre que les era posible, les encantaba salir a pasear y disfrutar de los juegos y tertulias que tenían lugar en los parques y jardines de la ciudad. Una tarde que regresaban a casa después de pasar un placentero día en el campo, se toparon en el camino con un personaje de lo más estrafalario y singular: un enano jorobado, ataviado con un llamativo jubón de colores y un cucurucho verde con lunares ambarinos en la cabeza, la fiel personificación del contrahecho al que el poeta Antar dedicó sus sarcásticos versos:
La rutilante belleza del jorobado aparece cual lustrosa perla dentro de la concha,
como una rama de ricino maloliente de la que cuelga una enorme toronja.
El jorobado, cuyo aspecto provocó el asombro y las risas del sastre y su esposa,
saltaba y daba tumbos por el camino y, con la palma de la mano, golpeaba un adufe que sostenía con la otra, mientras a pleno pulmón cantaba enardecido:
Trae ya el zumo de la tinaja y acércamelo. Llévalo como novia en cortejo con una canción. Tráelo tan puro como la novia y sírvemelo, para que honre a los amigos con este licor. Amigo mío, si de la vida buscas siempre lo mejor, llena mi copa con largueza y sin rubor. ¿No ves la floresta, tunante, alrededor?
Saltaba a la vista que el enano andaba con una cogorza de campeonato, borracho como una cuba. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad.
«Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 103
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el sastre y su esposa intercambiaron una mirada significativa y él, ni corto ni perezoso, se acercó al jorobado para invitarle a cenar a su casa, cosa que aceptó el beodo sin hacerse de rogar, mientras la mujer se frotaba las manos pensando en la divertida velada que pasarían a costa del grotesco personajillo. Juntos los tres, los unos riendo y el otro cantando, continuaron la marcha en dirección a casa del sastre que, al ver que anochecía, se desvió del camino para ir al mercado a comprar lo que faltaba para la cena antes de que cerraran las tiendas. Compró pan, rábanos, limones, pescado frito, miel y unas velas en previsión de lo que pudiera alargarse la sobremesa. Al llegar a casa, el sastre colocó el pan y el pescado en la mesa y llevó el resto de comida y las velas a la cocina donde su mujer, con expresión risueña, le comentó: «¡Cómo nos vamos a reír hoy con este retaco!» Cuando estuvo todo dispuesto se sentaron a la mesa, empezaron a comer animadamente y, siguiendo el tono de buen humor y chacoteo que reinaba en el ambiente, el sastre pellizcó un buen pedazo de pescado frito y, sin miramientos, se lo endilgó al invitado en la boca diciendo: «¡Trágatelo entero, venga, sin masticar!» Y el jorobado, que no se hallaba en situación de controlar sus actos, lo engulló entero. Mas el bocado, que además de grueso estaba plagado de espinas, se le atragantó al pobre jorobado y éste, tosiendo y carraspeando, intentó en vano sacárselo hasta que, cada vez más y más morado, lanzó un espeluznante estertor, entornó los ojos y cayó de espaldas, muerto. —¡Por todos los diablos! —exclamó el sastre, al que se le había helado la sonrisa en los labios—, ¿qué le pasa a este hombre?
—¿Que qué le pasa? —replicó su esposa, contemplando el cuerpo del finado con expresión ceñuda—, ¿no ves que ha estirado la pata, el mamarracho? —¡Que Dios nos asista!, ¡le hemos matado! —se azaró el sastre. —¿Y qué quieres? —le reprochó su mujer—. ¿No has oído nunca lo de «quien con fuego juega, a buen seguro se quema»? Bueno, pues ahí tienes el resultado. El sastre, blanco como la cera, no quitaba los ojos del cuerpo sin vida del jorobado y con voz temblorosa añadió: —¡Ay, válgame Dios!, ¿y ahora qué haremos? Su esposa se levantó muy decidida y, dominando la situación con mucho desparpajo, le sugirió: —Yo te diré lo que haremos, escucha: le envolveremos en una tela, le sacaremos de casa y, mientras tú vas dando voces de que buscamos un médico, yo iré gritando: «¡Pobre hijo mío, tiene la viruela!» ¿Entendido? —Perfectamente. —Venga, pues, ¡en marcha! La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 104
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el sastre, con el jorobado en brazos y envuelto en una
tela, salió de su casa a todo correr, seguido de su mujer que no paraba de repetir a voz en grito que su hijo tenía la viruela y necesitaban con urgencia la asistencia de un médico. Los vecinos se asomaban a puertas y ventanas al oír semejante alboroto y, cuando oían las voces de la mujer, volvían a meterse dentro de su casa temerosos del contagio, hasta que, por fin, un alma caritativa se acercó a ellos para indicarles la dirección de un galeno judío que vivía en el barrio. De esa guisa, los supuestamente atribulados padres llegaron a casa del médico y llamaron a la puerta. Salió a abrirles una vieja sirvienta que, con cara de sueño, les invitó a entrar en el vestíbulo y les preguntó el motivo de la intempestiva visita. La esposa del sastre, muy puesta en su papel de afligida madre, le soltó la patraña y le entregó una pieza de cuarto de dinar a la vez que le rogaba que se diera prisa en ir a buscar a su amo, porque el niño estaba muy grave. La sirvienta, después de echar una ojeada al bulto que el sastre llevaba en brazos, tomó la moneda y, lo más deprisa que le permitía su avanzada edad, subió las escaleras hacia el piso de arriba donde, al parecer, se hallaba el médico. Y en cuanto hubo desaparecido, la pícara esposa ordenó a su marido: —Deja el paquete en el suelo y larguémonos de aquí cuanto antes, ¡rápido! El sastre lo depositó en la escalera, dio media vuelta y salió a la calle corriendo tras su mujer, como alma que lleva el diablo. Entre tanto, la sirvienta fue a la habitación de su amo, dio con los nudillos en la puerta y, cuando aquél la abrió, le informó de lo sucedido. Al médico judío le brillaron los ojos al ver la moneda que le había entregado la criada como adelanto del servicio y, sin dudarlo un instante, se precipitó escaleras abajo para ir a atender al enfermo. Con tanta premura olvidó llevarse una vela y, en la oscuridad, tropezó con el cuerpo del jorobado, que rodó por los escalones con gran estrépito y quedó tendido en el suelo del vestíbulo, al descubierto. —¡Por Moisés, Aaron y Josué! —exclamó el judío, alarmado y, al acercarse al cuerpo y comprobar que estaba muerto, pegó un brinco y dijo consternado—: ¡Por la pezuña del asno de Esdras!, ¡le he matado! Convencido de ser el autor accidental de la muerte del paciente, el judío subió las escaleras con el corazón en un puño y, arrancando la vela de manos de la sirvienta que en aquellos momentos bajaba para ver qué había pasado, volvió a su habitación, despertó a su mujer y la puso al corriente de los hechos.
—Ha sido sin querer, pero ¿quién me creerá? —se lamentaba el judío—, ¿qué voy a hacer ahora con un cadáver en casa? —¡Desgraciado!, ¿piensas pasarte toda la noche así, quieto como un pasmarote y lloriqueando como un niño? —le riñó su esposa—, ¡Hay que ver qué necio eres! Recuerda lo que dijo el poeta:
¡Qué inconsciente vivías los días benignos!, sin pensar en los males que trae el destino.
Te dejaste seducir por las noches tranquilas, que con su engañosa placidez acarrean desdichas.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 105
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el médico judío replicó a su esposa, muy apesadumbrado: —¿Y qué puedo hacer, pobre de mí?
Y la mujer, sin inmutarse, le apuntó inmediatamente la solución: —Llevemos el cadáver a la azotea y arrojémoslo al patio del vecino, ese musulmán solterón y mojigato, ¡que cargue él con el muerto! El vecino del médico era un honrado musulmán que estaba adscrito al servicio del rey de la China y trabajaba como intendente en la cocina del palacio real. A menudo traía a casa las sobras de comida que recogía en la cocina de palacio, las dejaba en el patio para que se mantuvieran al fresco y frecuentemente se quejaba de que los gatos y los ratones se las zampaban. Al judío le pareció buena la idea de su mujer, así que entre los dos cargaron con el cadáver, lo subieron a la azotea y, sujetándolo por los brazos, procuraron que se deslizara por el muro con el menor ruido posible y lo soltaron, de manera que el cuerpo del jorobado quedó encajado, de pie, en uno de los ángulos de la pared del patio. Justo en el momento en que el cadáver acababa de caer en el patio, alrededor de la medianoche, el intendente musulmán llegaba a casa, después de pasar una agradable velada con unos compañeros con los que se reunía de vez en cuando para recitar el Corán y cenar juntos. Según tenía por costumbre en tales casos, el hombre encendió una vela nada más entrar, se fue directo a la cocina para comprobar si todo estaba en orden y, como quiera que había dejado abierta la ventana que daba al patio, vislumbró la silueta del cuerpo del jorobado que había quedado empotrado en el ángulo. Apagó la vela inmediatamente y pensó: «¿Conque eran gatos y ratones los que me robaban la comida, eh?, ¡vaya por Dios, a cuántos bichos inocentes he matado por error!, si resulta que el culpable era un miserable hijo de su madre que anda sobre dos piernas como yo. Espera, rufián, espera, que te voy a dar una lección». Decidido, empuñó una gruesa maza que había en la cocina, salió sigilosamente al patio y, pegado a la pared, se acercó de puntillas al cuerpo del que había tomado por un ladrón y le arreó un fuerte mazazo en el pecho que hizo que se desplomara en el suelo. Y no satisfecho con esto, le propinó seguidamente otro mazazo en la espalda que, naturalmente, no causó ninguna reacción en el muerto. Extrañado por la falta de respuesta del agredido, ni siquiera un leve chillido, el intendente se aproximó al cuerpo, lo volvió boca arriba y, presa de un súbito pánico, exclamó: —¡Dios Todopoderoso, está muerto!, ¡me lo he cargado!
Seguro de que, aunque involuntariamente, había causado la muerte al ratero, el intendente soltó la maza y se dejó caer, abatido, al lado de la víctima. «¡Que Dios maldiga la hora en que se me ocurrió agarrar la maza! Ojalá hubiera llegado un poco más tarde y no lo hubiera visto, ¡ay, qué desgracia!, por un poco de comida haberme convertido en un asesino…Y ahora, ¿cómo me las voy a apañar con este fiambre en casa?», se dijo. Con sólo imaginarse las nefastas consecuencias que podría acarrearle su impulsiva acción se le ponían los pelos de punta La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 106
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el intendente, con la vista ya más acostumbrada a la oscuridad, se fijó en el hombre que yacía a su lado, al que creía que había matado, y pensó: «¡Maldito seas, granuja!, y además de ladrón, enano y jorobado, ¡vaya gracia!, ¿quién te mandaba venir a diñarla a mi casa, bribón? ¡En menudo lío me has metido!» A medida que pasaba el tiempo el hombre se iba serenando y, superado el susto inicial y temperados los nervios, le daba vueltas a la cabeza para encontrar la manera de desembarazarse del molesto cadáver. Finalmente, dio con la solución que juzgó más adecuada: se cargó el muerto a la espalda, lo llevó al zoco y allí, de pie y apoyado en la puerta de una tienda cerrada, lo abandonó. Era ya muy avanzada la noche, próxima a dar paso a la madrugada, cuando un comerciante cristiano, que poseía un establecimiento en el zoco y era comisionista del rey, dobló la esquina y embocó la calle en la que el intendente
había abandonado el cuerpo del jorobado. El caso es que el individuo en cuestión llevaba encima unas copas de más y recién había salido de su tienda con la intención de ir a los baños. La embriaguez le había hecho ver la luz antes del alba y, creyendo que faltaba poco para la hora de la misa, pretendía asearse para asistir a la ceremonia bien pulcro y acicalado. En su estado, pues, caminaba con dificultad, tambaleándose, y cerca del lugar en que se hallaba el cuerpo exánime del jorobado se paró a orinar. Y fue entonces, mientras se aliviaba, que advirtió su presencia y se cruzó por su mente embotada la idea de que el gracioso que horas antes le había estirado el turbante en plena calle le estaba esperando, oculto en las sombras, para gastarle la misma broma pesada. Resuelto a ajustarle las cuentas, se lanzó como una flecha contra el cuerpo del jorobado, le pegó un puñetazo que lo dejó tumbado en el suelo y, acto seguido, se le abalanzó encima y, agarrándole del pescuezo con las dos manos, empezó a sacudirlo mientras llamaba a gritos al sereno para que acudiera al lugar a auxiliarle. El sereno no tardó en presentarse y, al ver lo que estaba ocurriendo, profirió con voz de mando: —¡Alto ahí, cristiano!, ¡suelta a este hombre! —Este sinvergüenza ha intentado robarme el turbante, señor guardia —alegó el comerciante sin quitar las manos del cuello del jorobado. —¡Suéltalo de una vez y levántate! —ordenó el guardia, tajante, al advertir el trastabillar propio del habla de un borracho. Fue levantarse el comerciante y hacerse cargo de la situación el sereno en el mismo instante. Ante él, el representante de la ley tenía a un hombre, cristiano por su indumentaria y a todas luces ebrio y, a sus pies, yacía el cadáver de otro, musulmán en apariencia, que según todos los indicios había sido estrangulado por el primero momentos antes. —¡Muy bonito! —le censuró el sereno en tono sarcástico—, un ciudadano que mata a otro con la sola acusación de haber intentado hurtarle un turbante que, si mi vista no me engaña, veo muy bien puesto en su cabeza. Acompáñame a comisaría, bergante, y procura despejarte, pues me parece que tendrás que dar muchas explicaciones para librarte del castigo ejemplar que mereces. El comerciante se quedó helado al oír las palabras del sereno, clavó la vista en el cuerpo inanimado del jorobado y la borrachera se le esfumó de inmediato al
darse cuenta de que, efectivamente, el hombre al que había agredido estaba muerto. Así pues, el comerciante cristiano y el cuerpo del delito acabaron de pasar la noche en comisaría y, encerrado en el cuartelillo, el presunto homicida se tiraba de los pelos sin poderse explicar cómo un simple puñetazo y cuatro zarandeos habían podido dar muerte a aquel sujeto. Al día siguiente, por la mañana, el valí tomó en su mano las riendas del caso, informó al cadí de lo ocurrido y la máxima autoridad legal decretó el ahorcamiento del culpable. Mientras se preparaba el cadalso, el pregonero hizo pública por toda la ciudad la hora y el lugar de la ejecución y, llegado el momento, una multitud de curiosos se congregó ante el patíbulo. El verdugo condujo al condenado al sitio preciso, le puso la soga al cuello y, cuando iba a proceder con el ajusticiamiento, se escuchó una voz entre el público asistente que gritó con toda claridad: —¡Parad la ejecución, por lo que más queráis, este hombre es inocente!, ¡yo soy el asesino! Ante semejante revelación, un murmullo de exclamaciones de sorpresa se levantó entre la muchedumbre, el valí hizo parar la ejecución inmediatamente y ordenó a los guardias que trajesen al hombre que acababa de declararse culpable del asesinato. El que se había autoinculpado no era otro que el intendente, que al oír el pregón había acudido a presenciar el ahorcamiento y, al ver el cuerpo del jorobado que había sido colocado también en la tarima como prueba evidente del delito, comprendió el error de que era víctima el acusado y no pudo soportar que colgaran a un inocente. —Vamos a ver, explícate —le exigió el valí cuando le tuvo delante—, ¿por qué afirmas que eres tú el asesino de este pobre enano jorobado? —Os lo aclararé ahora mismo, señor —respondió el intendente, muy compungido—, aunque fue involuntariamente, yo fui el causante de la muerte del jorobado. Y seguidamente le detalló los hechos tal como habían ocurrido, según su versión, en la noche de autos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.
«¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 107
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, después de escuchar las explicaciones del intendente, el valí ordenó al verdugo que soltara al comerciante cristiano y que, en su lugar, ahorcara al culpable confeso. Mas cuando la soga había sido colocada ya en el cuello del intendente, otra voz se alzó de entre el público gritando: —¡Parad la ejecución, os lo ruego, este hombre es inocente!, ¡yo soy el asesino! El valí, de lo más desconcertado, hizo un gesto al verdugo para que no siguiera con la ejecución e indicó a los guardias que le trajeran al individuo que, a duras penas, intentaba abrirse paso entre el alborotado gentío para acercarse al patíbulo. Y el individuo en cuestión resultó ser ni más ni menos que el médico judío, al que le había sucedido otro tanto que al intendente y había decidido confesar la verdad antes de que pesara sobre su conciencia la sangre de un inocente. A requerimiento del valí, y ante la sorpresa mayúscula de los presentes, el judío contó su versión de los hechos y, como consecuencia, el valí ordenó al verdugo que pasara la soga del cuello del intendente al cuello del médico que acababa de confesarse públicamente culpable de la muerte del jorobado. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 108
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el verdugo, siguiendo las órdenes del valí, puso la soga alrededor del cuello del judío y cuando estaba a punto de cumplir la sentencia, de nuevo se vio interrumpido por una voz que surgió de entre el público gritando: —¡Parad la ejecución, en nombre del Señor, este hombre no es el culpable de la muerte del jorobado!, ¡yo soy el asesino! Llegado el asunto a aquel extremo, la excitación se apoderó de la concurrencia y el valí, cada vez más tenso e irritado, detuvo la ejecución al momento y mandó a los guardias que le trajesen al nuevo culpable que, como habréis adivinado, no era sino el sastre burlón dispuesto a reconocer la autoría del crimen para impedir que colgaran al médico inocente. El valí le interrogó seriamente y el sastre le contó los acontecimientos que habían tenido lugar la noche anterior en su casa y habían acabado, de forma tan imprevista como sorprendente, con la muerte de su invitado, el enano jorobado, y, posteriormente, con el abandono del cadáver en casa del médico judío. —¡Increíble! —exclamó el valí varias veces a lo largo del relato y, cuando el sastre concluyó, dijo asombrado—: En todo el tiempo que llevo en el cargo, nunca me había ocurrido nada parecido; este hecho merece ser consignado en los anales de la historia con tinta indeleble. Y a continuación ordenó al verdugo que soltara al judío y procediera con el ahorcamiento del verdadero culpable. El verdugo, con gesto cansino y visiblemente contrariado, libró al cuello del judío del roce estremecedor de la soga de la horca mientras refunfuñaba: «¡Vaya mañanita que llevo! Ahora cuelga a este fulano, ahora al otro y, a este paso, al final no ahorcaré a ninguno». Pero dejemos por unos momentos el escenario del cadalso y permitidme, majestad, que haga un inciso para contaros que el tan traído y llevado enano jorobado no era un ciudadano cualquiera, sino el bufón favorito del rey de la China y un personaje muy apreciado en la corte. Resulta que la tarde anterior
había bebido en exceso y se había escapado de palacio, adufe en mano, para poder disfrutar de los efectos de la cogorza a sus anchas en las afueras de la ciudad, hasta que el encuentro casual con el sastre y su esposa torció su destino. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 109
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que aquella mañana el rey de la China andaba muy preocupado por la desaparición de su bufón preferido, cuando un cortesano bien informado, pues las noticias y rumores de lo que ocurría en la ciudad llegaban a palacio con la velocidad del viento, le puso al corriente de los sucesos que tenían lugar en la plaza donde solían acontecer las ejecuciones públicas. Al oír los pormenores de la historia e identificar al jorobado muerto con su querido bufón, el rey mandó inmediatamente a un chambelán a la plaza con la orden de que detuviera cualquier ejecución en curso, la de quien fuese, y que volviera a palacio con el valí, todos los implicados en el extraordinario caso y, por supuesto, con el cadáver del malogrado, al que pensaba ofrecer un entierro digno. El chambelán salió como una exhalación de palacio y llegó a la plaza justo en el momento en que el verdugo se disponía a ahorcar al sastre, a tiempo pues de transmitir las órdenes del rey al valí e impedir la ejecución del condenado. Y así fue como el sastre, el judío, el intendente y el cristiano, precedidos por el valí, que llevaba en brazos el cuerpo del finado, y el chambelán, enfilaron el camino de palacio, entre los comentarios más o menos jocosos de sus perplejos conciudadanos, y poco después se presentaron ante el rey.
Cabe decir que el rey escuchó con suma atención la detallada narración del valí sobre los hechos del caso y, a pesar del disgusto que le había ocasionado la muerte del bufón, itió que era la historia más peregrina, asombrosa y divertida que jamás había escuchado y ordenó a sus escribas que tomaran buena nota de ella y la registraran con letras de oro en los anales de palacio, para que la posterioridad tuviera constancia del excepcional suceso. —¿Habéis oído alguna vez una historia tan sorprendente como la de este jorobado? —preguntó el rey a los presentes. Sin advertir el tono más bien retórico de la pregunta, el comerciante cristiano se dio por aludido y, después de hacer una reverencia y besar el suelo ante el soberano, contestó: —A decir verdad, majestad, a mí me ocurrió algo tanto o más sorprendente que lo que ha pasado con el jorobado. Si me permitierais contarlo, os aseguro que os causaría una profunda impresión, así como a todos los oyentes. Al rey le pudo la curiosidad ante semejante aseveración y, pasando por alto la impertinencia en la que había incurrido el cristiano al osar contradecirle, concedió: —Adelante, cuéntalo, soy todo oídos. Pero te advierto que si la historia no está a la altura de lo que dices, tendrás que atenerte a las consecuencias. Y el cristiano, con la venia del rey, explicó:
Historia del joven manco
—En primer lugar, quizás habréis observado, majestad, que, a pesar de que ahora soy súbdito vuestro, en realidad soy de origen extranjero. Nací en Egipto, en el seno de una familia copta, y mi padre, que Dios tenga en su gloria, era uno de los más respetados comisionistas de El Cairo, cargo que yo heredé a su muerte y ejercí durante años en mi ciudad natal. Cierto día, me encontraba desempeñando las labores propias de mi oficio en el mercado de los cerealistas, cuando se me acercó un apuesto joven, pulcro y elegante, montado en un jumento de bella estampa. El joven me saludó cortésmente, sacó un pañuelo que llevaba en el bolsillo, lo desanudó y, mostrándome su contenido, una almozada de grano de sésamo de excelente calidad, me pidió: —¿A cuánto está la arroba de sésamo en el mercado? La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 110
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el cristiano siguió explicando al rey de la China: —Le contesté al joven que, puesto que se trataba de grano de calidad, podía llegar a venderse por cien dirhemes la arroba. Mi respuesta pareció satisfacerle y,
con vistas a cerrar el negocio sin más trámites, me dio la muestra y me citó para que me presentara más tarde en el caravasar de Gauali, en la zona de Bab Annasr, a fin de pesar los sacos de sésamo que allí guardaba y confiarme la distribución y venta del cargamento en el mercado. Di unas vueltas por el zoco, ofreciendo el producto a los vendedores de sésamo y conseguí que me ofrecieran hasta ciento diez dirhemes por arroba. Luego alquilé los servicios de cuatro equipos de porteadores, tomé las pesas y me dirigí al caravasar de Gauali, donde el joven me estaba esperando. Entramos en el almacén y, mientras él y yo pesábamos el grano, los porteadores iban cargando los sacos en las acémilas. Al final, resultó que había cincuenta arrobas de sésamo en total, con lo que su valor ascendía a cinco mil quinientos dirhemes. Acordamos que mi comisión sería de mil dirhemes y quedamos en que cuando hubiera vendido el sésamo, él pasaría a recoger sus cuatro mil quinientos dirhemes en el almacén que yo tenía en el zoco. Sin más, cerramos el trato y me despedí de él, pensando que había sido muy generoso y que, quizás debido a su inexperiencia y juventud, algo candoroso y poco avezado al regateo. El sésamo era tan bueno que los compradores casi me lo quitaron de las manos y en unas horas lo hube vendido todo. Pero el joven comerciante, en cambio, no tuvo ninguna prisa en pasar a cobrar el dinero, pues no apareció por mi almacén hasta un mes después. Enseguida que le vi llegar, le saludé efusivamente y le invité a comer a mi casa, ya que consideré que la confianza que había mostrado en mi gestión y la generosa comisión lo merecían. Sin embargo, él rechazó la invitación muy educadamente y se limitó a decirme que, mientras iba a hacer unas diligencias, le guardara el dinero y más tarde pasaría a recogerlo. Por mi parte no tenía ningún inconveniente en guardárselo más tiempo y el caso es que se tomó con mucha calma lo de «más tarde», pues empezaron a pasar los días y no daba señales de vida. «¡Qué ingenuo es este muchacho!», me dije; la verdad es que otro tipo más avispado no hubiera dejado cuatro mil quinientos dirhemes al cuidado de nadie por tanto tiempo. Empezaba ya a preocuparme, pues yo siempre he procurado ser muy serio y responsable en los negocios, cuando por fin le vi aparececer de nuevo por la calle, montado en su asno, tan elegante y atildado como siempre, o tal vez más, puesto que estaba claro que recién había salido de los baños. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad.
«Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 111
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el cristiano siguió explicando al rey de la China: —En cuanto le avisté me acerqué a saludarle y le pregunté si quería que le entregara su dinero, a lo que él respondió, con una frescura que me dejó asombrado, que por qué tenía yo tanta prisa. Me dijo que tenía unos negocios pendientes y que cuando hubiera acabado con ellos pasaría a buscar el dinero, en el tiempo de una semana. Aquel muchacho me tenía desconcertado y decidí que la próxima vez que hablara con él, sin falta, insistiría en invitarle a mi casa de manera que no pudiera negarse; no era para menos. Pero lo más desconcertante fue que no le volví a ver el pelo en una semana, ni en dos ni en tres, ¡a saber lo que entendía él por una semana! Pasaron las semanas y los meses y el incauto no aparecía, de forma que resolví invertir la cantidad que me había confiado y, en el plazo de un año, obtuve pingües beneficios. Finalmente, pasado un año y cuando creía que tal vez no le volvería a ver en mi vida, se presentó en el almacén, le di la más cordial bienvenida y le dije que si quería el dinero y los beneficios que de él había obtenido, tenía que venir a cenar a mi casa o, de lo contrario, me daría un gran disgusto. Y como cristiano que soy, invoqué el Evangelio para que se viera obligado a aceptar la invitación. No la rechazó, en efecto, pero me puso una condición: que pagara los gastos del convite de su propio dinero. Para no contrariarle condescendí a su deseo, le di mi dirección y quedé que le esperaría en casa a la hora de la cena. Aquella tarde me dediqué a limpiar y ordenar convenientemente la casa para cumplimentar al joven invitado. Fui al mercado, compré lo que me faltaba para redondear la velada y preparé una mesa bien surtida de manjares y bebida, con deliciosos pollos rellenos y pasteles y dulces de todas clases. Cuando se presentó
el invitado, le recibí con todos los honores y le acomodé en su sitio ante la mesa. Después que intercambiamos unas frases de cortesía, le dije que se sintiera como en su casa y, pronunciando el «buen provecho» de rigor, le indiqué los platos para que se sirviera a placer. Fue entonces cuando el joven hizo algo que provocó mi extrañeza y es que, contraviniendo todas las normas de la buena educación en la mesa, se sirvió con la mano izquierda. Bien es cierto que nadie es perfecto, pero aquel gesto, procedente de una persona que por lo demás gastaba tan buenos modales, me confundió. Y así continuó a lo largo de toda la cena, obstinado en no sacar su mano derecha del bolsillo. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 112
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el cristiano siguió explicando al rey de la China: —Terminada la comida, le acerqué el aguamanil y se lavó la única mano que había utilizado, la izquierda. Yo no había dejado de observarle con curiosidad creciente a lo largo de la cena y el asunto llegó a intrigarme de tal modo que no pude evitar preguntarle la razón por la cual no hacía uso de la mano derecha. Intenté plantear la cuestión con delicadeza, sugiriendo que quizás había sufrido algún accidente que se lo impedía, pero mi pregunta le causó una evidente desazón, palideció de súbito y, con voz melancólica, declamó:
No ocupa Salma el lugar de Laila por capricho, amigo mío, sino por imperativos del destino.
Seguidamente sacó la mano oculta del bolsillo, se arremangó y… ¡horror!, en lugar de la mano apareció un repulsivo muñón, ¡el pobre era manco! Mi azoramiento fue tal que mi invitado tuvo que tranquilizarme, me llenó la copa de vino, bebí un trago reconfortante y, una vez disipado mi inicial estupor, el joven se dispuso a explicarme el motivo por el cual había sufrido tan dolorosa amputación. Con la mirada lánguida, lanzó un profundo suspiro y, a continuación, me contó: —Yo soy de Bagdad, amigo, hijo de un rico hacendado que, a su muerte, me legó una importante fortuna. Desde niño me habían fascinado los relatos de trotamundos y viajeros, que contaban maravillas de Egipto y la ciudad de El Cairo, y en cuanto tuve ocasión, vendí las propiedades que me habían correspondido en herencia, compré bienes transportables, especialmente telas de Bagdad y Mosul, y me puse en camino en dirección al Egipto soñado. Después de un viaje sin contratiempos llegué a El Cairo, me instalé en el caravasar de Masrur, donde almacené las mercancías y, para recuperarme de la fatiga del trayecto, me tomé un día de descanso, comiendo y durmiendo en la fonda y, luego, paseando por la zona de Bain Alcasrain, que me pareció aún más pintoresca y animada de lo que me había imaginado. Al día siguiente de mi llegada decidí hacer una incursión en alguno de los mercados de la ciudad, para averiguar los precios de las telas y tomar un primer o con la vida comercial de la impresionante urbe. Con esa intención abrí uno de los paquetes que había guardado en el almacén, tomé algunas muestras y, bien limpio y arreglado para que mi aspecto personal causase una buena impresión, me fui a la alcaicería de Garkis. Los comisionistas del lugar me rodearon nada más pisar el zoco, en tan poco tiempo se habían enterado ya de mi presencia en la ciudad y, al parecer, del buen estado de mis finanzas. ¡No podía creerlo! Como fuese, los precios que me ofrecían por la mercancía eran demasiado bajos, ni siquiera cubrían el valor inicial de coste, por lo que, en principio, me sentí bastante decepcionado. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite,
os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 113
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven manco siguió explicando al comerciante cristiano: —Al fin uno de los comisionistas, viendo mi desconcierto, me propuso la forma de sacar el mejor rendimiento de mi género. Se trataba de confiar las telas a uno o más vendedores, por un período fijo y bajo contrato firmado y que, dos veces por semana, acudiera a cobrar las ganancias que su venta hubiera generado. Me pareció una buena idea, pues este sistema me permitiría disponer de más tiempo libre para disfrutar de los muchos alicientes que ofrecía la vida en la capital del Nilo. Volví al caravasar, alquilé los servicios de unos porteadores y llevé la mercancía al zoco, donde la distribuí y la vendí del modo que me había indicado el amable comisionista, quedando con los detallistas que pasaría los lunes y los jueves a cobrar las ganancias. Liberado así del trabajo, me dediqué a la buena vida: comilonas, paseos y otras delicias. Todos los lunes y jueves acudía al zoco, arreglaba las cuentas con los comerciantes y, de paso, me quedaba un rato de palique en la tienda de uno u otro, de manera que los días me pasaban muy agradablemente conjugando el placer y los negocios. Un lunes por la mañana me fui a los baños y, de regreso a la fonda, tomé mi habitual desayuno: pollo hervido y un vaso de buen vino, y luego, limpio y perfumado, me encaminé como todos los lunes al zoco, donde me quedé conversando en la tienda de un tal Badraddín Albustani. Y mientras hablaba distraídamente con Badraddín, entró en el establecimiento una clienta de esbelta figura, ricamente vestida y perfumada, que atrajo de inmediato mi atención. La mujer, muy coqueta ella, se bajó ligeramente el velo que le cubría el rostro, mostrando unos magníficos ojos negros de finas y largas pestañas, y con una voz dulce y melodiosa que me sonó a música celestial, saludó a Badraddín y le preguntó si tenía algún retal de tela bordada con escenas de caza.
Badraddín le mostró precisamente una de mis telas y le pidió mil doscientos dirhemes por ella. La mujer aceptó el precio sin regatear, aunque le dijo que se la pagaría el próximo día que viniera al mercado, a lo que Badraddín replicó: —Lo siento pero no es posible, señora, tenéis que pagarme ahora porque debo entregar el dinero hoy mismo sin falta al señor aquí presente, que es el propietario de la tela, yo no soy más que un simple intermediario. La dama se tomó a mal la negativa y, muy contrariada, le respondió: —¿Qué formas son ésas de tratar a la clientela?, ¿acaso no te he traído el dinero las otras veces que me has fiado? Pero Badraddín, si bien no descuidó los buenos modales, no dio su brazo a torcer y ella, al ver que el tendero no estaba dispuesto a ceder, arrojó bruscamente la tela sobre el mostrador. —¡Puedes quedarte con tu preciosa tela! —le espetó—, ¡qué falta de respeto!, los de vuestro gremio sois todos iguales, sólo os importa el dinero. Y, con evidente disgusto, nos volvió la espalda y se fue de la tienda. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 114
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven manco siguió explicando al comerciante cristiano:
—Yo había seguido con interés la discusión y me supo muy mal que la mujer se fuera tan ofendida, de modo que me levanté, corrí tras ella y le supliqué que volviera, pues hablando se entiende la gente y yo estaba dispuesto a hablar con Badraddín para que pudiera llevarse la tela. Ella se ablandó más rápidamente de lo previsto y, tratándome con una confianza que me halagó en extremo, me dijo: —Bien, de acuerdo; pero si reconsidero mi actitud es por ti, tenlo en cuenta, y no por ese mequetrefe de Albustani, que no merece que vuelva a poner los pies en su tienda. De vuelta a la tienda, le extendí a Badraddín un recibo por valor de mil doscientos dirhemes, como si ya me los hubiera pagado, le di cien dirhemes más como comisión añadida y entregué la tela a la dama diciendo: —Por favor, acéptala como un regalo de tu más humilde servidor. Ella se emocionó con mi gesto y, mientras doblaba la tela con sus delicadas manos, se llenó la boca de alabanzas hacia mi persona, cosa que me sentó como si todos los ciudadanos de El Cairo me hubieran rendido honores, o como si los ángeles custodios me hubieran abierto las puertas del paraíso, vamos. Su entusiasta actitud, de hecho, me animó a pedirle por favor que tuviera la deferencia, aunque fuera por unos breves instantes, de mostrarme su rostro, petición a la que ella accedió complaciente, apartando con un grácil movimiento el velo de su cara y colmando así todas mis expectativas. Si hasta entonces había mantenido todos mis sentidos en vilo, puedo asegurarte que a partir de aquel momento caí locamente enamorado de ella. Mantuvimos la conversación durante un rato más hasta que, sin dirigir ni una palabra al tendero, ella se despidió de mí con la esperanzadora frase de «¡Hasta la vista!» A todo esto, Badraddín me miraba con expresión divertida y, sin hacer caso de los irónicos comentarios que me dedicó una vez que ella se hubo ido, le pregunté qué sabía de aquella muchacha que tan profunda impresión me había causado. El comerciante me contó que, según había oído, era una joven rica, hija de un potentado ya fallecido, y que, decían las habladurías, había heredado de su padre una inmensa fortuna de la que disponía sin límites, aunque no tenía ni idea de dónde residía. Fuese quien fuese, yo ya no podía quitármela de la cabeza; pasé el resto del día deambulando en el zoco y callejeando por la ciudad, con mi mente totalmente absorbida por la turbadora experiencia que había vivido y, de regreso al caravasar, no probé bocado en la cena pensando en la muchacha.
A la mañana siguiente me levanté más pronto de lo habitual, casi sin haber pegado ojo en toda la noche, y me vestí con una sola idea fija en mi cerebro. Tomé un desayuno ligero y, a pesar de que no era jueves, ni mucho menos, me encaminé al zoco, directamente al establecimiento de Badraddín Albustani, con la esperanza de que la muchacha volviera a aparecer por la tienda. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 115
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven manco siguió explicando al comerciante cristiano: —Badraddín, nada más verme, se imaginó el motivo de mi inusual visita y empezó a burlarse, mas yo hice caso omiso de sus bromas hasta que, a media mañana, con el corazón en ascuas, vi entrar en la tienda a la mujer de mis sueños, acompañada de una sirvienta. Mejor vestida aún que el día anterior, más encantadora, me saludó y, sin dirigir al tendero ni siquiera una mirada, me dijo que tenía intención de pagarme la tela, pues era muy valiosa y no quería perjudicar mis finanzas. Yo me negué a aceptar el cobro, naturalmente, y en el toma y daca sobre el tema se nos fue un tiempo, aunque pronto adiviné que no era ésa la razón que la había traído de nuevo a la tienda. De la charla puramente comercial en voz alta pasamos a los cuchicheos sobre asuntos más personales y, al notar en sus gestos y palabras su buena disposición hacia mí, me atreví a insinuarle mis sentimientos y le confesé que mi único anhelo era estar a solas con ella. Mi proposición le causó un nerviosismo evidente y, sin contestar ni afirmativa ni negativamente, hizo una señal a la sirvienta y salió a la calle. Yo no supe cómo interpretar su actitud, en principio, pero dejándome llevar por mi
instinto, me fui tras ellas y las anduve siguiendo un rato hasta que, para mi desesperación, las perdí de vista entre la muchedumbre del bullicioso gentío que a aquellas horas de la mañana abarrotaba las callejuelas del zoco. Me quedé parado unos instantes, confundido y angustiado, sin saber qué dirección tomar. Pero mientras vacilaba, he aquí que escuché detras de mí una voz de mujer que me decía: —Mi señora quiere hablar con vos, caballero. Sobresaltado, me di la vuelta y, con la excitación del momento, no reconocí en ella a la sirvienta de mi amada, de manera que le dije bastante alterado que no tenía el gusto de conocer a su señora. La sirvienta soltó una carcajada y, después de aclararme que su señora no era otra que la que había estado conversando conmigo en la tienda de Albustani, cosa que cambió mi estado anímico al instante, me indicó que la siguiera. Así pues, caminando tras los pasos de la criada, llegué al zoco de los cambistas y, a la vuelta de una esquina, en un pasaje estrecho y sin establecimientos comerciales, me encontré cara a cara con la mujer que me había robado el corazón y el entendimiento. En la intimidad de aquel apacible rincón, libre de miradas indiscretas, me confesó que también me quería, que no había dormido en toda la noche pensando en mí y que deseaba ardientemente encontrarse conmigo a solas dondequiera que fuese, en mi casa o en la suya. ¡Imaginaos mi alegría!, me costaba creer que no estaba soñando. Tuve que decirle, sin embargo, que no disponía de una casa en El Cairo, puesto que era extranjero y me hospedaba en el caravasar de Masrur. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 116
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven manco siguió explicando al comerciante cristiano: —Acordamos entonces que iría a su casa el viernes siguiente, después de la oración comunitaria, y me dio las indicaciones precisas para que pudiera encontrarla. Tenía que dirigirme al barrio de Habbaniya, a la calle de Takua y, una vez allí, preguntar por la casa del síndico Barkut, conocido como Abú Shama. Me separé de ella prometiéndole que acudiría a la cita sin falta y regresé al caravasar convertido en el hombre más feliz de toda la ciudad. Los días se me hicieron muy largos esperando el momento de la cita, pero al fin llegó el anhelado viernes; me aseé, me perfumé, me puse un vestido de gala para la ocasión, tomé una bolsa de cincuenta dinares de entre mis caudales y, enormemente ilusionado, salí del caravasar en dirección a Bab Sauila. Allí alquilé un asno y le dije al acemilero que me llevara hasta la calle de Takua, en Habbaniya. Cuando llegamos a la calle en cuestión, le indiqué al acemilero que preguntara por la casa del síndico Barkut, conocido como Abú Shama, y, una vez enterado, me condujo delante de la misma y desmonté enfrente de la entrada. Antes de despedir al acemilero, le entregué un cuarto de dinar y quedé con él para que pasara a recogerme a la mañana siguiente y me llevara de vuelta al caravasar de Masrur. Esperé a que el acemilero doblara la esquina y entonces, sintiendo que los latidos de mi corazón se aceleraban, llamé a la puerta. Me abrieron dos jóvenes criadas blancas, me invitaron a pasar y, cuando entré en el vestíbulo, una de ellas me dijo: —La señora está impaciente por recibiros, lleva unos días que casi no come ni duerme por vuestra causa. Sus palabras, para qué no decirlo, me llenaron de satisfacción y orgullo. Seguidamente pasamos a un salón espléndido, con grandes ventanales que daban a un patio interior, de exuberante vegetación, desde el que llegaba el agradable sonido del borboteo del agua de las fuentes y el melodioso trinar de los pájaros. El marco ideal para nuestro encuentro, sin duda. Mientras esperaba que la dama hiciese su aparición, me asomé a una de las ventanas y me quedé irado al
contemplar la magnificencia de la fuente que había en el centro, con cuatro surtidores en forma de serpientes doradas de cuyas bocas brotaba el agua cual si fuese una ristra interminable de perlas y abalorios. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 117
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven manco siguió explicando al comerciante cristiano: —Después de mirar un rato por la ventana, me acomodé en uno de los divanes de la sala y, al poco tiempo, ella entró. ¡Qué bella y seductora estaba, Dios mío! Vestida con una túnica preciosa, cubierta de alhajas y tocada con una primorosa diadema en el pelo. Nada más entrar me sonrió y, dejándose de saludos y otros protocolos a todas luces innecesarios, se lanzó a mis brazos y nos besamos apasionadamente. —¿Eres tú, amor mío?, ¿es verdad que has venido? —dijo en cuanto nuestras bocas se separaron. —¡Claro que sí, querida, estoy aquí, contigo! Soy tu adorador, tu enamorado, el que por ti ya no saborea la comida ni conoce las delicias del sueño, soy tu rendido servidor, tu esclavo —le respondí, en el mismo tono emocionado. Y de esa guisa, tiernamente abrazados, continuamos intercambiándonos las dulces palabras y las lisonjas propias de los enamorados, hasta que ella ordenó a las criadas que nos sirvieran la comida.
Las criadas prepararon una mesa llena de bandejas y platos de suculentos manjares: guisados de carne, pollo relleno, pasteles de miel, tartas de pistacho… y otras delicias de las que le hacen a uno la boca agua. Comimos, pues, hasta hartarnos, después nos lavamos las manos y, al terminar, las criadas nos rociaron con perfume de agua de rosas almizclada. En aquellos momentos, cualquier cosa en el mundo carecía de valor para mí, excepto el hecho de disfrutar de la compañía de mi amada, y a fe que gozamos juntos de la velada. Para la sobremesa nos trajeron vino y, entre copa y copa, hablamos, nos reímos y jugueteamos, hasta que las palabras dieron paso a los besos y las caricias y, llegada la noche, nos acostamos, hicimos el amor ardientemente y nos dormimos abrazados, en la noche más feliz que recuerdo de mi vida. A la mañana siguiente, al despertarme, dejé la bolsa con los cincuenta dinares bajo la almohada y esperé que ella también se despertara mientras la observaba embelesado. A la hora del adiós, se nos hacía difícil separarnos. —¿Cuándo volveré a verte, amor mío? —me preguntó ella, tierna y lánguida. Y yo le contesté que no dudara ni por un momento que al anochecer volvería a su casa. Me acompañó hasta la puerta, me dio un beso y, antes de pronunciar un «hasta la noche» de despedida, me encargó que trajera la cena, encargo que me propuse cumplir de la forma más espléndida. Al salir de la casa encontré al acemilero que me esperaba, tal como habíamos acordado, y me condujo de vuelta al caravasar de Masrur. Cuando llegamos le di una buena propina y quedé con él para que pasara a buscarme por la noche con el fin de hacer el mismo trayecto. Tomé un desayuno ligero en el caravasar y a continuación salí con el objeto de comprar todo lo necesario para la cena. Encargué un cordero asado, arroz dulce y unos pasteles y, cuando todo estuvo preparado, lo mandé con un porteador a Habbaniya, a casa de mi amada. Al anochecer me arreglé de nuevo, me cambié de ropa, me perfumé, tomé otra bolsa con cincuenta dinares y, cuando se presentó el acemilero, le di medio dinar para que me condujese a la calle de Takua, a la casa del síndico Barkut, y quedé con él para que me esperara allí a la mañana siguiente, como la vez anterior. Mi amada, más hermosa y exultante que nunca, me recibió con un enternecedor: «Te he echado de menos, cariño», y aquél fue el inicio de otra noche inolvidable de amor y placer. A la mañana siguiente, me despedí de ella después de dejarle la bolsa con los cincuenta dinares bajo la almohada y con la promesa de hacerme
cargo de nuevo de la cena. Y sabe Dios que no escatimé el dinero para la ocasión, pues le mandé con unos porteadores una bandeja de filetes de oca, arroz especiado, ñame frito con miel de abeja, frutas y aperitivos de todas clases. Y así, día tras día, me dediqué por completo a complacer a la mujer que amaba y descuidé totalmente mis negocios, de manera que en el zoco ya no me veían el pelo. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 118
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven manco siguió explicando al comerciante cristiano: —Se puede decir, amigo mío, que durante una temporada viví en una nube y sin tocar de pies al suelo. Gasté mi dinero en comidas, regalos, porteadores y acemileros y, contando que cada día le dejaba a mi amada cincuenta dinares, llegó el momento en que me encontré sin un mísero dirhem en el bolsillo. Cuando me di cuenta de la triste realidad, una mañana en el caravasar, fue como si de repente hubiera despertado del sueño de los benditos y hubiera recuperado el juicio; me di a todos los diablos, me reproché una y mil veces por mi inconciencia y, con el corazón en un puño, salí del caravasar sin rumbo definido, vagando por las calles como un alma en pena. Así, cuando quise darme cuenta, me encontré en Bain Alcasrain, atrapado entre una multitud de gente que bloqueaba la puerta de Bab Sauila como piojos en costura. Por más que lo intentaba, no lograba zafarme de la presión de aquella masa humana y, para peor suerte, un camello cargado de leña, cuyo camellero a
duras penas se abría camino entre la muchedumbre, empujó a un guardia alto y corpulento que había enfrente mío y me lo echó encima. Para no caerme me agarré a su jubón y, de forma totalmente fortuita, mi mano fue a deslizarse en un bolsillo interior en el que el hombre guardaba una bolsa con algo que tintineaba dentro. Fue cosa de breves instantes de irreflexión, producto del agobio del momento y de la angustiosa situación que me ofuscaba por completo; el caso es que el diablo me tentó, tiré de la bolsa y, a la velocidad del rayo, la pasé de su bolsillo al mío. Sin embargo, el guardia se percató del tirón y, apenas nos separamos, se palpó el bolsillo y, al notar la falta de la bolsa, levantó instintivamente la porra y me arreó un porrazo que me dejó tendido en el suelo, casi inconsciente, al tiempo que gritaba hecho una furia: —¡Devuélveme mi dinero, maldito ratero! Inmediatamente se formó un círculo de curiosos alrededor nuestro, algunos me ayudaron a incorporarme increpando al guardia por su acción y otros, por el contrario, se pusieron de su parte y le alentaban con comentarios del estilo de «¡Así se hace!» o «No hay otro modo de tratar a los delincuentes». La discusión subió de tono y, cuando los dos bandos estaban a punto de llegar a las manos, el valí y el almocadén, que en aquellos momentos pasaban casualmente por Bab Sauila, se acercaron para imponer orden y preguntar por los motivos del tumulto. —¡Silencio todo el mundo!, ¿qué pasa aquí? —inquirió con firmeza el valí. —Señor, este joven es un ladrón, ¡me ha robado la bolsa del dinero! —me acusó el guardia, sofocado por la ira. —¿Es verdad esto? —me interrogó el valí con cara de pocos amigos. Yo estaba muerto de miedo, bajé la cabeza y fui incapaz de articular palabra. —¿Hay testigos? —dijo entonces el valí recorriendo con la mirada a los presentes. Y aunque de hecho nadie lo había visto, algunos partidarios del guardia fueron capaces de mentir y asegurar que habían sido testigos del tirón. —Bien, pronto saldremos de dudas —afirmó el valí y, dirigiéndose al guardia,
preguntó—: ¿Cómo era la bolsa que dices que te ha quitado? —Una bolsa de seda azul, señor —respondió él—, y con veinte dinares dentro. —¡Registra al muchacho! —ordenó el valí al almocadén. Te juro que nunca he pasado tanta vergüenza en mi vida como en aquel momento. El almocadén me registró y, como no podía ser de otra manera, encontró en mi bosillo la bolsa de seda azul con los veinte dinares dentro. Entonces deseé con todas mis fuerzas que me tragara la tierra. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 119
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven manco siguió explicando al comerciante cristiano: —No pude negar la evidencia y, por más que intenté justificar la presencia del dinero del guardia en mi bolsillo por intervención del azar o enajenación temporal, mis argumentos eran muy débiles y columbré que el valí, que me miraba con expresión ceñuda, estaba dispuesto a castigarme en serio. Ordenó al almocadén que fuera en busca del sayón y lo trajese a Bab Sauila, cosa que me dejó el alma en vilo, y cuando el sayón se presentó, a instancias del valí y mientras el almocadén me sujetaba, me cortó la mano derecha de un tajo. Caí al suelo, mareado, al tiempo que la sangre salía a borbotones de la herida y algunas de las personas que había a nuestro alrededor, compadecidas de mí, se apresuraron a atenderme, me cortaron la hemorragia y me trajeron un vaso de vino para que me recuperara. Incluso al guardia que me había acusado del robo
le supo mal que el valí hubiese actuado de un modo tan expeditivo conmigo e intercedió a mi favor cuando aquél amenazó con cortarme también un pie. Finalmente, ejecutado el terrible castigo y aplacadas las iras, el valí, el almocadén y el sayón se alejaron de Bab Sauila y yo, como ves, me quedé manco para toda la vida. Después de todo, le di tanta pena al guardia que terminó por entregarme la bolsa de los veinte dinares diciendo: —Toma, muchacho, es tuya; hoy la lección ha sido muy dura, pero un joven como tú no puede acabar convertido en un vulgar ladrón. Poco a poco, la reunión se fue disolviendo, el guardia se marchó y yo, sintiéndome más desgraciado y desvalido que nunca, envolví el muñón en un trapo, me lo puse en el bolsillo y, a pesar de que me producía una vergüenza enorme que me viera de aquel modo, enfilé camino hacia Habbaniya, a casa de mi amada, ¿dónde, si no, podría encontrar el afecto y el consuelo que en aquellos momentos necesitaba más que nada en el mundo? La mujer, al verme llegar tan pálido y a hora desacostumbrada, se dio cuenta enseguida de que algo grave me había ocurrido, pero cuando me preguntó qué me pasaba no tuve valor de confesarle la verdad y le dije que me dolía mucho la cabeza y que me permitiera acostarme, pues tal vez con el reposo se me aliviaría la jaqueca. Me eché en el catre y ella se sentó en la cama, a mi lado, sin dejar de mirarme, visiblemente preocupada. El cuento del dolor de cabeza al parecer no la había convencido mucho, pues no cesaba de interrogarme sobre lo que había hecho aquella mañana, pregunta a la que yo no contestaba, encerrado en un obstinado silencio. —Por Dios, dime qué te ha pasado —insistía ella. Y yo seguía sin abrir boca. —¿Quizá te has hartado de mí? Nuestra relación te aburre, ¿no es eso? — aventuró para sonsacarme. —No, claro que no es eso, querida —dije, finalmente—, sólo que tengo una jaqueca horrible; déjame descansar, te lo ruego.
Vencida por mi testarudez, salió de la habitación y me dejó solo. Así pasé todo el día, tirado en la cama aunque sin poder conciliar el sueño, hasta que por la noche entró de nuevo en la alcoba con una bandeja en la mano. —Te he traído algo de comer —dijo con suavidad. —No tengo hambre, déjame —farfullé yo, ásperamente. —Pero tienes que comer algo, vida mía —insistió—, o al menos bebe un poco de vino, te animará. Me acercó la copa y me di cuenta de que estaba perdido. No tendría más remedio que asirla con la mano izquierda. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 120
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven manco siguió explicando al comerciante cristiano: —Bueno, pues tomé la copa con la mano izquierda y, con evidente desgana, sorbí un poco de vino. —¿Por qué usas la izquierda para beber? —preguntó ella clavando la vista en mi mano. —Porque me ha salido un grano muy feo en la derecha —me inventé—, y me duele mucho.
Por su expresión noté que la trola no había colado, mas ella no dijo nada y, al cabo de poco rato, sentí que un pesado sueño me cerraba los párpados y me quedé dormido. Cuando abrí de nuevo los ojos ya había amanecido y, al lado de la cama, encontré una bandeja con el desayuno listo: pollo hervido y un vaso de vino, mi desayuno preferido. Supuse que mi amada me lo había preparado y lloré enternecido por el amor y las atenciones que la noble muchacha me prodigaba. Me incorporé, comí algo y, sacando del bolsillo la bolsa con los veinte dinares, quise dejársela debajo de la almohada como siempre, pero ella entró en la habitación en el preciso instante en que me disponía a hacerlo. Me miró con cara de pena y me dijo: —Guárdate la bolsa y no te preocupes, amor mío, lo sé todo. Ayer cuando te dormiste levanté la sábana, descubrí lo que te había pasado y te aseguro que no he dormido en toda la noche pensando en tu desgracia. Me imagino que te arruinaste por mi causa y, en tu desesperación, quizás quitaste esta bolsa a alguien, te pillaron y te cortaron la mano. Pero no pienses que por eso dejaré de amarte, al contrario, si por tu amor hacia mí has sido capaz de arriesgar tanto, yo te recompensaré como mereces. Ahora, mi único deseo es formalizar mi relación contigo, he mandado llamar al cadí y a unos testigos y nos casaremos. La comprensión que mostró aquella muchacha me dejó atónito y me conmovió en lo más profundo e, incapaz de expresarle con palabras mis sentimientos, la abracé emocionado. Aquella mañana, en efecto, comparecieron en su casa el cadí y los testigos y nos casamos. Además, en el contrato matrimonial hizo constar por escrito que todo lo suyo era mío. Cuando el cadí y los testigos se hubieron marchado, ella me condujo a una habitación en la que había un gran baúl, lo abrió y vi que dentro había guardado todas las bolsas con cincuenta dinares que, desde la primera noche que pasé en su casa, le había dejado debajo de la almohada. —Aquí tienes tu dinero, querido, recuerda que a partir de hoy todo lo que tengo en esta casa también te pertenece. Espero que de esta manera podré compensarte en algo las tribulaciones y la cruel amputación que por mí has sufrido —me dijo. Pensé que en realidad era yo el que tendría que estarle agradecido toda la vida, pues no todas las mujeres hubieran aceptado a un manco arruinado como marido.
Así pues, iniciamos nuestra vida en común, que fue feliz mientras duró, aunque, por desgracia, no fue por mucho tiempo. Pocos meses después del matrimonio, mi mujer enfermó gravemente y, a pesar de que la puse en manos de los mejores médicos de la ciudad, murió sin remedio. ¡Ay, no somos nada, compañero! En fin, el caso es que después de su muerte me quedé como único de sus bienes y comprobé que, además de mucho dinero, me había dejado propiedades y una cantidad enorme de género y mercancías de toda clase, entre ellas los sacos de sésamo que me vendiste, cristiano. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 121
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven manco siguió explicando al comerciante cristiano: —La verdad es que desde el fallecimiento de mi mujer ya no tengo interés en quedarme en El Cairo, comprenderás que la casa y la ciudad me traen recuerdos demasiado dolorosos. Por eso llevo una temporada ocupado en vender las mercancías y las propiedades, mi idea es irme de aquí cuando haya terminado y dedicarme a recorrer el mundo. Dinero, como puedes comprobar, no me falta, y de aquí mi despreocupación con respecto a los cuatro mil quinientos dinares que me has guardado. Es más, puedes quedarte con ellos y con todos los beneficios que han generado, no son sino una pequeña porción de lo que Dios me ha dado, ¿y para qué quiero yo tanto? —acabó el joven, demostrando una generosidad conmovedora—. Y eso es todo, amigo, ahora ya sabes por qué soy manco. Aquella noche, majestad —continuó el cristiano—, invité al joven manco para
que se quedara viviendo en mi casa todo el tiempo que permaneciera en El Cairo, invitación que él aceptó complacido y, a partir de entonces, entablamos una gran amistad. Cuando concluyó las ventas que tenía pendientes, me propuso que le acompañara en sus viajes, a mí me gustó la idea y así fue como, después de recorrer toda suerte de regiones y parajes, llegamos a vuestro acogedor país. Cansado al fin de errar por el mundo, decidí instalarme aquí, en la capital, donde hasta ahora he vivido la mar de bien y me he hecho un nombre como comisionista, prestando también mis servicios a la corte real. El joven manco, no obstante, resolvió seguir su camino y continuar viajando; sabe Dios por dónde andará ahora, pero ande donde ande, le deseo lo mejor. Sin duda, mi encuentro con él ha sido lo más extraordinario que me ha ocurrido en mi vida, y su historia, ¿no es más sorprendente que la del jorobado? —¡Qué va! —le contradijo el rey—, es de lo más corriente y anodina, ¡os haré ahorcar a todos para que paguéis la muerte del jorobado!, con él sí que me divertía… —Permitid, majestad, que os cuente algo excepcional que me ocurrió anoche, antes de mi encuentro con el jorobado —intervino con presteza el intendente—, y si os complace la historia, os ruego que nos perdonéis la vida. —De acuerdo, cuéntalo —accedió el rey—, pero sólo os la perdonaré si la historia es más sorprendente que la del jorobado, que quede claro. Y el intendente relató:
Historia del joven bagdadí y la protegida de la señora Subaida
—Ayer por la noche, majestad, estuve en casa de un amigo junto con unos compañeros, entre ellos algunos alfaquíes y otros ciudadanos distinguidos, que, de vez en cuando, nos reunimos para recitar el Corán en grupo. Después de las recitaciones, el anfitrión nos ofreció la cena y, entre los platos que trajeron a la mesa, había un estofado de cordero con salsa de pistacho y azúcar quemado, bien presentado y tan rico como para chuparse los dedos. Casi todos nos servimos una generosa ración y ponderamos las virtudes del exquisito guisado, y digo casi todos porque uno de los presentes, un joven al que yo nunca había visto antes, puso cara de asco al verlo y, por más que el anfitrión insistía, él se negaba rotundamente a probarlo. El resto de los invitados nos unimos a los esfuerzos del amo de la casa para conseguir que al menos lo catara, pues era hacerle un feo rechazar la degustación de tan elaborado y delicioso plato. Pero él, manteniéndose en sus trece, se obstinaba en no hacerlo y, finalmente, nos dijo: —No me forcéis, por favor, que ya he sufrido bastante en mi vida a causa de un estofado de cordero. No es bueno obligar al prójimo a hacer algo en contra de su voluntad, como dicen:
Si te pican los ojos, toma tu hatillo y vete, y si no quieres, pues ponte colirio y quédate.
Palabras a las que el anfitrión, visiblemente molesto, replicó: —Perdona, pero no me parece de recibo que lo rechaces sin ni siquiera probarlo. No sé qué estofados habrás probado anteriormente para que te produzca tanto repeluz este plato, pero te aseguro que el que tienes delante está hecho con la carne más fresca del mercado y ha sido cocinado de forma excelente por manos cuidadosas y expertas.
—De acuerdo, no te enfades, si te pones así, lo probaré —condescendió el joven —, pero no sin advertirte que, después de hacerlo, tendré que lavarme cuarenta veces con jabón blando, cuarenta con jabón duro y cuarenta más con lejía; en total, ciento veinte veces. —Bien, te proporcionaré todos los desinfectantes que me pidas con tal de que comas algo —dijo el anfitrión, tan sorprendido como el resto de los comensales. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 122
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el intendente siguió explicando al rey de la China: —El anfitrión mandó a sus criados que trajesen los jabones y la lejía que había pedido el quisquilloso invitado, se los dejaron al lado, junto con la palangana de agua y una toalla, y el joven, con cara de prestarse a un duro sacrificio, extendió su mano derecha hacia el plato. Entonces, mis compañeros y yo observamos que le faltaba el dedo pulgar de aquella mano y contemplamos cómo, con evidente repugnancia, se llevó a la boca un par de pellizcos de carne, los engulló casi sin masticarlos e inmediatamente después se lavó las manos y se las secó exactamente ciento veinte veces. Al lavarse las manos, por cierto, advertimos que también le faltaba el pulgar de la izquierda y, sumamente intrigados, no pudimos más que preguntarle el porqué de tal hecho y de su irracional aversión hacia aquel plato que le había llevado a lavarse las manos de forma tan inusual. —No sólo me faltan los pulgares —dijo él con expresión triste—, mirad esto. Se descalzó y, para nuestro asombro, vimos que también tenía cortados los dedos
gordos de ambos pies. En medio de un silencio expectante, se puso los zapatos de nuevo y se dispuso a explicarnos cómo había sufrido la amputación de los cuatro dedos y la razón de su odio hacia el estofado de cordero. Y esto fue lo que nos contó: —Para empezar, compañeros, tenéis que saber que yo he nacido en Bagdad, hijo de uno de los comerciantes más conocidos de la capital. Mi padre, que Dios le haya perdonado, tenía un establecimiento en el zoco y era un buen hombre, pero muy dado a los placeres mundanos: la buena comida, el juego, la música, el vino… en fin, que después de que por sus manos hubieran pasado cantidades apreciables de dinero, murió más pobre que una rata. Yo mismo me hice cargo de que el sepelio fuese lo más digno posible, dentro de las circunstancias, y despúes de guardarle el luto correspondiente, me fui al zoco y reabrí la tienda. Al repasar los libros de cuentas, comprobé que, aparte de unos retales de tejidos de poco valor que había en el local, lo único que me había dejado mi padre eran deudas. De todos modos, como un reto personal, decidí tomar las riendas del negocio y levantarlo de nuevo. Hablé con los acreedores para pedirles que tuvieran paciencia, solicité un préstamo y, pasado un tiempo, conseguí devolver el préstamo, saldar todas las deudas y, además, empecé a obtener beneficios reales con el comercio. Dedicado en cuerpo y alma al negocio, solía ser el primero de la calle en abrir la tienda cada mañana y, un día de tantos en que la había abierto muy temprano y me encontraba sentado a la puerta de mi establecimiento en espera de los clientes más madrugadores, vi aparecer al principio de la calle una espléndida muchacha, como no había visto ninguna antes, luciendo un precioso vestido y una colección de rutilantes joyas. Iba montada en una mula, ostentosamente enjaezada, y acompañada de dos sirvientes. Nada más embocar la calle, la muchacha desmontó y empezó a recorrerla a pie con los dos sirvientes al lado, ¡no podéis imaginar qué andares más elegantes gastaba! Como quiera que a esas horas de la mañana los demás negocios estaban aún cerrados, vi que ella señalaba el mío y los tres dirigían sus pasos hacia donde yo me encontraba. Me levanté inmediatamente, con una amplia sonrisa en los labios, dispuesto a atenderla como merecía. Gracias a Dios, tengo el oído muy fino y, cuando se acercaron, escuché a uno de los sirvientes que le decía a la muchacha en voz baja: —Señora, no digáis quién sois o tendríamos problemas.
Aquel comentario despertó mi curiosidad en extremo, pero, fuese quien fuese la distinguida dama, lo cierto es que me saludó muy cortésmente y, seguida de los dos criados, entró en mi tienda. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 123
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven bagdadí siguió explicando al intendente: —Ofrecí asiento a la joven y ella, después de acomodarse, se descubrió el rostro, cosa que me turbó sobremanera, y me preguntó si podía mostrarle algunos retales de las telas que tenía a la venta. Le dije que en aquellos momentos no disponía de todo el género de las muestras, pero que si le gustaba alguna de las que no tenía almacenadas, esperara a que abrieran los negocios de los mayoristas y se la proporcionaría en el acto. Y así, contemplando las muestras, hablando y comentando, se nos fue un rato y a mí se me nubló el juicio, pues he de itir que me enamoré perdidamente de ella. Enseguida que abrieron las tiendas fui a buscar las telas que me había pedido, que justamente eran de las que no tenía disponibles en el almacén, y se las entregué. En total valían cinco mil dirhemes, pero en ningún caso la muchacha pidió el precio y a mí me dio vergüenza mencionarlo sin que lo hubiera pedido, de manera que, en un momento dado, se levantó, se despidió de mí y, tan alegremente, ella y los criados se fueron de la tienda sin haberme pagado. A pesar de que el comportamiento de la muchacha había sido poco ético, por decirlo de alguna manera, y me había ocasionado una considerable deuda, no le
di importancia al hecho comparado con la profunda huella que había dejado en mi corazón y que me tenía sorbidos los sesos. No me la pude quitar de la cabeza en todo el día y, por la noche, no concilié el sueño pensando en ella. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 124
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven bagdadí siguió explicando al intendente: —Pasaron los días y a la semana siguiente, como es lógico, el mayorista me reclamó la deuda. La verdad es que, con tanto beber los vientos por la desconocida dama, había descuidado el negocio y, con gran contrariedad por mi parte, me vi obligado a rogarle que me ampliara el plazo de tiempo para pagarle. Ya empezaba a desesperar de volver a ver a la mujer que me había quitado la razón y el sueño cuando, en el momento menos esperado, se presentó de nuevo en la tienda en compañía de los dos sirvientes y un eunuco. Se mostró muy educada y complaciente y me pidió disculpas por haber tardado tanto en venir a pagarme las telas, me preguntó el precio, se lo dije y me abonó inmediatamente los cinco mil dirhemes, cosa que me sosegó enormemente, aunque lo que más valoré fue el hecho de poder disfrutar de su presencia. Después de conversar un rato, me hizo otro pedido de telas de las que no disponía en el almacén, por lo que fui a buscarlas al local del mayorista con la tranquilidad de poder pagarle la deuda, aunque por las telas del nuevo pedido, que eran mucho más caras, le quedé debiendo nada más y nada menos que mil dinares. Pero como el hombre enamorado se torna más burro que el asno, como bien dicen, dejé que la historia se repitiera y la mujer se fue de la tienda sin pedirme el precio de las telas y, por supuesto, sin pagarlas.
De nuevo a solas en la tienda, empecé a dar vueltas al asunto y, como si de golpe hubiera bajado de las nubes, me arrepentí de haberla dejado ir tan frescamente, pues de cara al mayorista era yo el deudor y no ella, ¡y ni siquiera sabía quién era ni dónde vivía! Me maldije una y mil veces por mi cabeza de chorlito y me dije que tal vez había caído en las redes de una engatusadora que me había encandilado y se había aprovechado de mi buena fe. En verdad que los hombres, a veces, no somos más que títeres en manos de las mujeres. Pasó una semana, pasaron dos, pasaron tres… y ella sin aparecer. El mayorista, con razón, me exigía el pago de la deuda y me vi en el brete de tener que poner mi casa en venta. Al fin, al cabo de un mes de tribulaciones, la muchacha y el eunuco volvieron a asomarse por la tienda. He de reconocer que, nada más verla, todo el resentimiento que había acumulado se disipó en un instante y volví a caer rendido ante sus encantos. Con gran alivio por mi parte, me pagó al contado los mil dinares que costaban las telas que había adquirido la vez anterior y, viéndome así libre de mis cuitas, me relajé e inicié con ella una animada conversación que, si bien en un principio se centró en asuntos del negocio, poco a poco fue derivando hacia temas más personales, hasta el punto que ella me preguntó si yo estaba casado. Su pregunta me tomó por sorpresa y, sin poder ocultar mi rubor, le aclaré que estaba soltero y sin compromiso. Dicho esto, me pareció notar en su mirada un brillo especial y, dispuesto a no dejar pasar semejante oportunidad, me excusé un momento diciéndole que tenía que ir a buscar algo en la trastienda e hice una seña al eunuco para que me siguiera. Allí le di unos dinares al criado y le pedí que tuviera a bien hacerme de intermediario a fin de que la dama, de la que me había enamorado locamente, me concediera sus favores. ¡Y vaya carcajadas que soltó el individuo al oír mi proposición! Al principio creí que le faltaba un tornillo, pero cuando se repuso del ataque de risa me dijo: —La dama, señor, está más loca por vos de lo que vos estáis por ella, podéis tener la certeza, ¿o pensáis que necesita realmente todas estas telas que ha comprado? ¡Qué va!, han sido sólo la excusa para entablar relación. De hecho, pasando por el zoco, ya se había fijado en vos antes que vos la conocierais. Creedme, es mejor que vos mismo le declaréis abiertamente vuestros sentimientos y os aseguro que no os rechazará. Fue oír estas palabras y sentir que se me abrían las puertas del cielo. Volví inmediatamente a la tienda y, en cuando tuve ocasión, le declaré a ella mis sentimientos. Las mujeres, ya se sabe, poseen una intuición especial y me
pareció que ya se lo esperaba, se mostró muy halagada y confesó que por mí sentía lo mismo. Seguros, pues, de lo que queríamos, el único problema era encontrar el lugar y el momento para reunirnos a solas. No quiso ni oír hablar de venir a mi casa y, aunque quedamos en que yo acudiría a la suya, se negó a indicarme dónde estaba y se limitó a decirme que tuviera paciencia, que en los próximos días enviaría al eunuco y él me daría las instrucciones oportunas para lograr nuestro objetivo. Así las cosas, con tanto misterio de por medio, se fue y me dejó sumido en una angustiosa incertidumbre. Si bien pude cancelar la deuda que me había amargado la existencia y, por supuesto, no tuve que vender mi casa, los próximos días se me hicieron más largos que una condena; no dormía por las noches y comía apenas, hasta que, gracias a Dios, el eunuco se presentó de nuevo en la tienda. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 125
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven bagdadí siguió explicando al intendente: —En cuanto le vi me apresuré a preguntarle por ella y, después de asegurarme que se encontraba bien, nada más que suspirando por mí y deseosa de verme, le pedí por favor que me revelara de una vez por todas quién era la mujer que se había adueñado de mis pensamientos. Y el eunuco me explicó: —La muchacha que amáis, señor, es una protegida de la señora Subaida, la esposa del califa, la crió desde muy niña y vive en el harén de palacio. De ahí sus reservas a revelaros su identidad, ¿comprendéis? La señora Subaida le tiene mucha confianza y le encarga normalmente que le haga las compras en el zoco,
especialmente en lo referente a ropa y joyas, pues la muchacha tiene muy buen gusto. Por lo que respecta a vuestro asunto, ella le ha hablado de vos a su señora, le ha confesado sus sentimientos e, incluso, le ha dicho que desea casarse. Claro que la señora Subaida, antes de dar su consentimiento, desea conoceros, para ver si sois digno de ella. Será cuestión, pues, de introduciros secretamente en el serrallo y no es otra la misión que me ha traído hoy aquí. No os ocultaré, por otro lado, que la operación entraña cierto peligro pues, si sois descubierto, es posible que os juguéis el cuello. Así que depende enteramente de vos el aceptar o no el riesgo y, en caso de que decidáis aceptarlo, yo os transmitiré las instrucciones oportunas. Desde luego que estaba dispuesto a correr todos los riesgos necesarios para poder reunirme con mi amada, así se lo hice saber al eunuco y él me dio las pertinentes instrucciones. —Cuando se haga de noche, acudid a la mezquita de Subaida, a orillas del Tigris, y esperad allí —dijo—. Esto es lo que tenéis que hacer y lo único que puedo comunicaros, de momento. Todo se andará. Al anochecer, pues, después de cerrar la tienda, me fui hacia el río, recé la oración vespertina en la mezquita de Subaida y luego me quedé esperando, sentado a orillas del Tigris. Durante toda la noche estuve alerta, con los ojos bien abiertos y los nervios a flor de piel, pero no fue hasta el despuntar del alba que vi aproximarse un bote por el río. El bote amarró en el embarcadero que había junto a la mezquita, desembarcaron unos hombres y empezaron a descargar cajas. Cuando hubieron terminado la descarga, uno de los hombres me hizo una seña para que me acercara y, al llegar junto a ellos, reconocí al eunuco y, a su lado, a mi amada en persona que, algo excitada, señaló una de las cajas, que estaba vacía, y me dijo: —¡Métete dentro, deprisa!, tenemos que llegar cuanto antes a palacio. Así que me metí sin rechistar dentro de la caja y ella la cerró. Oculto en su interior, oí que llegaban otros hombres que, al parecer, hicieron entrega de ciertos artículos a los del barco que, rápidamente, los colocaron en las otras cajas y, cuando estuvieron todas llenas, las cerraron y volvieron a cargarlas en la embarcación, incluida la caja en la que yo me había ocultado. Entonces oí a la muchacha que se dirigía a los hombres con voz de mando y, al poco tiempo, noté que el bote se deslizaba de nuevo por las aguas. Reconozco que en aquellos
momentos me invadió el miedo, me arrepentí de haberme dejado enredar en asunto tan peligroso y puesto que, por más que lo lamentara, los hechos ya no tenían vuelta atrás, recé con toda mi alma para que Dios Todopoderoso me ayudara a salir con bien del atolladero. Al llegar al embarcadero de palacio, los sirvientes descargaron las cajas del bote y las transportaron hasta que una potente voz masculina les detuvo diciendo: —¡Alto ahí!, ¿dónde vais con estas cajas? Supuse que se trataba de uno de los guardias del harén, tal vez el jefe, y se me pusieron los pelos de punta. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 126
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven bagdadí siguió explicando al intendente: —Por lo que pude entender de la conversación que tuvo lugar entre la muchacha y el guardia, éste estaba empeñado en inspeccionar las cajas antes de que fueran introducidas en el harén y, con gran susto por mi parte, noté que se acercaba precisamente a la caja en la que yo estaba y, después de pegarle un puntapié que me cortó la respiración, ordenó: —¡Abrid ésta primero! ¡Santo Dios!, creí que iba a morir de miedo, y llegó a tal extremo mi terror que, sin poder evitarlo, me oriné encima. El líquido comprometedor, como es natural,
rezumó de la caja y humedeció el suelo y entonces, en una reacción rápida y digna de la astucia del pícaro más taimado, escuché que la muchacha decía con soltura al guardia: —Capitán, ¡os habéis lucido! Me habéis arruinado a mí, a varios comerciantes de la ciudad y, de paso, os habéis comprometido vos mismo. ¿Sabéis qué contiene la caja?, pues unos vestidos de la señora Subaida recién teñidos y una alcuza de agua sagrada, traída expresamente del mismísimo pozo de Samsam en La Meca para la esposa del califa, ni más ni menos. Mirad lo que habéis conseguido con vuestro golpe, que se derrame el agua y, muy probablemente, que dañe el tinte de los vestidos, ¡no quiero ni pensar en la bronca que nos espera! La voz que oí a continuación, la del guardia, había cambiado totalmente de tono, era la voz débil y temblorosa de un hombre asustado que, después de pedir disculpas a la muchacha por lo ocurrido, indicó a los porteadores que siguieran adelante. Así fue como entramos en el harén y, andaríamos por uno de los pasillos, cuando los sirvientes que transportaban la caja en la que yo estaba encerrado pararon la marcha de sopetón, dejaron la carga en el suelo y escuché que uno de ellos le cuchicheaba al otro: —¡Atiza, ahí viene el califa! Y el susto no me mató en el acto de puro milagro, ¡qué miedo pasé, madre mía! Inmediatamente después escuché una voz grave, con toda seguridad la del califa Harún Arrashid, que decía: —¿Dónde vais por aquí a estas horas, tan cargados y con tantas prisas? ¿Se puede saber qué hay dentro de estas cajas? —Vestidos, telas y otras cosas para la señora Subaida —contestó, con celeridad, la muchacha. —Muy bien, pues abridlas —les instó el califa. Si me hubieran pinchado en aquel momento, no me hubieran encontrado sangre en las venas, os lo juro.
Los sirvientes empezaron a abrir cajas que, por los comentarios que me llegaban, contenían, en efecto, vestidos, telas y otros objetos hasta que, fatalmente, le tocó el turno a la mía que, por motivos obvios, se resistían a abrirla. —¿A qué esperáis para abrir ésta?, ¡he dicho que quiero ver lo que hay en todas! —se enojó el califa. Y yo, agazapado dentro de la caja, temblando como un conejo asustado y empapado en sudor frío, sentí el aliento de la muerte en el cogote. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 127
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven bagdadí siguió explicando al intendente: —Pero entonces mi ángel salvador, la bella e inteligente muchacha, intervino y dijo: —Permitidme que os sugiera, majestad, que mejor sería abrir esta caja en presencia de la señora Subaida. Su contenido es un secreto, ni yo misma lo sé, y me ha encomendado que bajo ningún concepto la abra. Fue pronunciar estas palabras y el califa cambió de actitud de forma instantánea, le deseó un buen día a la protegida de su esposa y ordenó a los sirvientes que cerraran las cajas y las llevaran a la señora Subaida. ¡De buena me había librado!, respiré profundamente y me relajé después de tanta tensión acumulada. Finalmente, franqueados todos los obstáculos, los porteadores continuaron su
camino hasta que depositaron la caja en el suelo, la muchacha la abrió y me dijo: —Sal rápidamente, sube por estas escaleras y espérame en la puerta que encontrarás al final. No me lo hice repetir, me levanté, salí zumbando de la caja, subí por las escaleras que me había indicado y me quedé sentado en el último peldaño, delante de una puerta cerrada. Mientras tanto, la muchacha se encargó de conducir a los porteadores quién sabe dónde dentro del laberinto del harén y volvió al poco rato al lugar en que me hallaba. Con una sonrisa de triunfo en los labios, sacó una llave de su bolsillo y abrió la puerta al tiempo que me decía que el peligro había pasado. Entré con ella en una alcoba que, según me explicó, formaba parte de sus aposentos dentro del serrallo y, una vez dentro, me dijo que teníamos que quedarnos esperando la visita de la señora Subaida que, enterada de nuestra llegada, aparecería de un momento a otro. Yo, con todo el miedo que había pasado, tenía la boca seca todavía y un nudo en la garganta y, en semejantes condiciones, no estaba seguro de causarle una buena impresión a la esposa del califa, por lo que me era difícil controlar los nervios. Menos mal que la señora Subaida no tardó en presentarse, escoltada por un cortejo de jóvenes y bellísimas esclavas y ataviada con tal lujo de vestimentas recargadas y pesadas joyas que apenas le permitían avanzar entre ellas. La señora se sentó en una silla que mi amada le ofreció, yo hice un esfuerzo por sobreponerme al miedo y los nervios, besé el suelo ante ella y me dispuse a pasar el examen. Me sometió a un interrogatorio bastante exhaustivo, con toda clase de preguntas relacionadas con mi vida y mi persona, a las que yo respondí con una soltura y un aplomo que incluso a mí me sorprendieron, hasta que al fin, satisfecha, me dijo: —Tengo la impresión de que mi protegida ha sabido escoger al hombre adecuado, me parece que puedo quedarme tranquila si la dejo en tus manos. Con gran alegría por mi parte, la señora Subaida se mostró predispuesta a consentir el matrimonio de su protegida conmigo, pero como las cosas de palacio van despacio, me dijo que todavía tendría que esperar diez días para la confirmación definitiva. Así pues, dispuso que me prepararan una habitación en el harén en la que yo permanecería, sin poder salir de ella, hasta que se resolviera el asunto y, por supuesto, sin tener ningún o con mi futura esposa.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 128
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven bagdadí siguió explicando al intendente: —Durante diez días, pues, permanecí en la habitación esperando noticias, bien atendido por un excelente servicio de esclavas pero sin ver a la mujer que más deseaba. En ese tiempo, la señora Subaida consultó al califa respecto al matrimonio de su protegida y, al décimo día, me informaron de que Harún Arrashid había dado su permiso para que se celebrase la boda y nos había asignado diez mil dirhams a propósito. Compareció el cadí, que redactó el contrato en presencia de los testigos y, acabados estos formulismos, se iniciaron los festejos. Otros diez días más duró la fiesta en palacio, con jolgorio, música y suculentos banquetes, pero sin que me permitieran bajo ningún concepto ver a la novia. Francamente, a pesar de que las celebraciones fueron muy lucidas, lo que yo más anhelaba era unirme a mi esposa y poder consumar el matrimonio de una vez por todas. Por fin, al cabo de veinte días de espera, las esclavas me dijeron que habían llevado a la novia a los baños, lo que significaba que pronto la conducirían a la habitación nupcial y nos dejarían a solas, ¡qué ganas tenía! Mientras tanto, me trajeron la comida y el plato principal era un exquisito estofado de cordero bien condimentado, con salsa de pistacho y azúcar quemado. Yo quería estar en forma para cuando llegase el momento tan deseado y comí hasta hartarme del rico guisado. Al anochecer encendieron las velas y las esclavas cantoras, entonando canciones
al son de los adufes y lanzando sus albórbolas al aire, recorrieron todo el palacio escoltando a la flamante novia hasta que, al final del recorrido, la trajeron a mi habitación, la aligeraron de ropa y nos dejaron solos. Estaba tan ansioso por poseerla que, en cuanto nos echamos sobre la cama, la atraje hacia mí y la estreché fuertemente entre mis brazos. Pero cuando iba a besarla, la muchacha me apartó bruscamente y empezó a chillar como una endemoniada, de una forma que provocó mi total perplejidad y alarma. Al momento, las esclavas irrumpieron en la habitación y, asustadas, preguntaron qué pasaba. Mi amada, lanzándome una mirada llena de ira y señalándome como si yo fuese un apestado, gritó: —¡Quitad de mi vista a este loco!, ¡llevaos de aquí a este cerdo asqueroso! Me levanté de la cama, confuso y anonadado, y le dije con voz temblorosa: —Pero, amor mío, ¿qué te he hecho yo?, ¿por qué me tratas así? —¡Se huele a distancia que has estado comiendo cordero y no te has lavado las manos, cochino!, ¿cómo te has atrevido a abrazarme sin lavarte las manos?, ¡qué asco! La suciedad es lo que menos soporto en una persona y por ello mereces ser castigado —respondió ella, henchida de rabia. Comprendí que había cometido un descuido al no lavarme las manos después de comer, seguramente producido por la ansiedad y los nervios de la espera, pero me pareció que su reacción era del todo exagerada y estaba siendo muy dura e injusta conmigo; aunque de todos modos, viéndola tan enfurecida, no me atreví a decir ni pío. Seguidamente ordenó a las esclavas que me sujetaran y me tiraran al suelo, agarró un zurriago y me molió la espalda a zurriagazos, hasta que se le cansó el brazo. Y por si no me hubiera castigado ya bastante con semejante paliza, les dijo luego a las esclavas: —¡Llevadlo al valí y que le corte la mano!, así aprenderá a no descuidar su higiene, el muy cochino, ¡por poco me mata con tanto olor! Nunca me había sentido tan desgraciado en mi vida, todo mi gozo y mis ilusiones se habían ido al traste; humillado y dolorido, maldije el estofado de cordero y la hora en que lo había comido. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.
«¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 129
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven bagdadí siguió explicando al intendente: —Menos mal que las esclavas tuvieron compasión de mí e intercedieron a mi favor para que la muchacha no me hiciera cortar la mano por el único delito de no habérmela lavado después de comer. Tras un largo tira y afloja dialéctico con las sirvientas, la muchacha desistió de su cruel propósito, pero no por ello dejó de insultarme y lanzarme toda clase de amenazas e invectivas, pues según ella yo no había recibido todavía mi merecido. ¡Qué temperamento, Dios mío! Al fin, sin que disminuyera un ápice su enfado, salió enfurruñada de la habitación dando un portazo. En los días que siguieron las esclavas me cuidaron y procuraron calmarme y animarme, cosa que no era fácil dado el monumental disgusto que había sufrido y el dolor de espalda que me recordaba continuamente el brutal vapuleo al que había sido sometido. Cuando me encontré más recuperado, les comuniqué mi intención de abandonar el palacio, pero ellas me convencieron para que me quedara. Me dijeron que tuviera paciencia, pues habían visto a su señora muy taciturna y apesadumbrada y estaban seguras de que ya se había arrepentido. Al fin, un día me informaron de que la muchacha había pasado la tarde en los baños y que por la noche me visitaría. Y por la noche vino a la habitación, efectivamente, pero nada más verle la cara supe que no había venido precisamente a hacer las paces. Me saludó con un rudo y cortante «Maldita sea tu estampa» y después añadió en tono de amenaza: —No me quedaré tranquila hasta que no tengas tu merecido, primero debes pagar por tu garrafal error y luego ya hablaremos, en todo caso.
O sea, que de arrepentirse, nada de nada. Dio un par de palmadas y en el acto dos de sus servidores se presentaron en la habitación, uno de ellos con una daga en la mano, cosa que me alarmó en extremo. Temí que algo gordo iba a sucederme y, desgraciadamente, mis temores se confirmaron. Los dos servidores me sujetaron, uno por los pies y otro por las manos y ella, sin mostrar el más leve signo de piedad, empuñó la daga y me cortó los dedos gordos de pies y manos. Después de sufrir tan atroz amputación perdí el conocimiento y, cuando abrí de nuevo los ojos, las esclavas me dieron unas medicinas para calmar el dolor y vi que me habían puesto unos polvos en las heridas para cortar la hemorragia. La muchacha seguía también en la habitación, a mi lado, y, aun dentro de mi estado crítico, acerté a decir: —Juro por Dios Todopoderoso que no volveré a comer estofado de cordero sin lavarme después ciento veinte veces las manos, cuarenta con jabón blando, cuarenta con jabón duro y cuarenta con lejía. Ella me hizo repetir el juramento dos veces más y, satisfecha por fin, distendió el semblante, esbozó una leve sonrisa y me dijo: —Bien, espero que hayas aprendido la lección y de hoy en adelante no te olvides de lavarte las manos después de comer. ¡Vosotros sois testigos de que aprendí la lección, compañeros! ¿Comprendéis ahora por qué me ha cambiado la cara nada más ver el estofado de cordero? Es un plato que odio y no sin motivo, sólo lo he probado porque habéis insistido tanto, pero, por si acaso, me he lavado después ciento veinte veces las manos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 130
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven bagdadí siguió explicando al intendente: —Después de aquello, la muchacha cambió totalmente su actitud para conmigo, volvió a tratarme con afecto y cariño, y cuando mis heridas cicatrizaron, las de manos y pies me refiero, porque las del corazón tardarían algo más en hacerlo, consumamos el matrimonio y me convertí, a todos los efectos, en esposo de la protegida de la señora Subaida. Pasado un tiempo, viendo que yo no salía del todo de mi decaimiento, ella propuso que nos fuéramos a vivir fuera del harén y lejos de palacio. La señora Subaida le había dado cincuenta mil dinares y me entregó diez mil para que fuese a la ciudad a comprar una casa para nosotros. Así lo hice, compré una bonita mansión en uno de los mejores barrios de la ciudad y allí nos trasladamos. Ciertamente que la vida en la ciudad y la vuelta a los negocios consiguió animarme, de manera que viví felizmente con mi esposa durante un año, al cabo del cual ella falleció y yo, libre de nuevo, decidí vender todas mis propiedades y dedicarme a viajar por el mundo, hasta que no hace mucho me instalé en vuestro país —concluyó el joven. El relato del joven bagdadí nos dejó a todos bastante trastornados, de forma que acabamos de comer en silencio y nos despedimos hasta la próxima sin hacer nuestra habitual tertulia después de la cena —terminó de contar el intendente—, y luego, cuando llegué a casa, me ocurrió el accidente con el jorobado, pero ¿no es la historia del joven bagdadí y la protegida de la señora Subaida la más sobrecogedora que jamás hayáis escuchado? —¡Nada de eso! —replicó el rey de la China—, no es más que un tostón comparada con la historia del jorobado. Y antes de que el rey llegara a pronunciar cualquier sentencia en su contra, tomó la palabra el médico judío y dijo: —Yo puedo contaros una historia mejor que la que acabamos de oír, majestad. Si tenéis a bien escucharla, juzgaréis por vos mismo. —De acuerdo, cuéntala —concedió el rey que, después de todo, se hallaba de buen humor y predispuesto a escuchar más historias.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré la que refirió el médico judío, que es una historia mucho más sorprendente todavía», aseguró Shahrasad.
Noche 131
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el médico judío refirió:
Historia del joven de Mosul
—Lo más extraordinario que me ha sucedido en mi vida tuvo lugar en la ciudad de Damasco, donde había estudiado medicina y en la que residí durante largo tiempo. Cierto día vino a mi consulta un sirviente del alcalde y me pidió que acudiera cuanto antes a su domicilio particular, pues en casa del alcalde necesitaban de mis servicios. Al llegar a la casa, una mansión señorial propia del cargo que ostentaba su dueño, me condujeron a una habitación en la que, tendido en la cama, había un joven bien parecido aunque pálido y algo desmejorado, sin duda por los efectos de la dolencia que le aquejaba. Me senté a un lado de la cama y le dije que me diera la mano para tomarle el pulso. El joven me miró con aire triste y sacó la mano izquierda de debajo de las sábanas, cosa que me dejó perplejo, pues me extrañó que una persona de familia distinguida mostrase tan escasa educación. Sin embargo, me abstuve de hacer ningún comentario en voz alta, le tomé el pulso de la mano izquierda y le receté los medicamentos que me parecieron oportunos. En los días siguientes le traté como mejor supe, me dediqué a él con preferencia sobre otros pacientes y no dejé de visitarle con asiduidad hasta que se recuperó. Fijaos si hice bien mi trabajo que el alcalde, satisfecho y agradecido, me nombró director general de los hospitales de Damasco. Una vez restablecida su salud, le recomendé que fuera a los baños y me ofrecí a acompañarle, cosa a la que él accedió gustosamente. En el día que fijamos, el alcalde alquiló uno de los baños públicos de la ciudad, para que pudiéramos hacer uso de él con total privacidad, y hacia allí nos dirigimos. Bañeros y demás empleados se pusieron a nuestro servicio exclusivo y antes del baño, cuando nos quitamos la ropa en el vestuario, observé con consternación que el joven tenía la mano derecha cortada y evidentes marcas de azote en la espalda que, aunque habían sido tratadas con ungüentos, habían dejado huella en su cuerpo. Entonces comprendí por qué no me había tendido nunca su mano derecha y sentí una enorme pena por él, ¡tan joven! Y aunque no dije nada, él se percató enseguida de mi desazón y me dijo: —Doctor, si os apetece y tenéis tiempo después del baño, podemos ir a dar un paseo por los jardines del Guta y allí os contaré mis desventuras. Así sabréis por
qué soy manco y tengo señales de azote en la espalda. Acepté su proposición de inmediato, pues, aparte de que su compañía era muy agradable, tenía curiosidad por escuchar sus explicaciones. Después del baño y antes de irnos al Guta, pasamos por su casa y nos llevamos una cesta con algunas frutas, dulces y aperitivos, y cuando hubimos paseado un rato, nos sentamos bajo un árbol y, mientras picábamos algo de comida, me contó: —Para empezar, doctor, tenéis que saber que yo no soy de Damasco, sino que nací en Mosul y allí me crié. Mi abuelo, que en paz descanse, dejó a su muerte diez hijos varones, el mayor de los cuales era mi padre. Los diez hermanos se casaron, pero sólo mi padre recibió la bendición de un hijo varón, un servidor de vos, y por eso crecí entre las atenciones y los mimos de toda mi extensa familia. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 132
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven de Mosul siguió explicando al médico judío: —Un viernes que yo había ido a rezar con mi padre y mis tíos, una vez que ya había alcanzado la mayoría de edad, me quedé con ellos al salir de la mezquita, nos fuimos a unos jardines cercanos y allí, sentados en redondel, iniciamos una animada tertulia. Mis tíos, que eran comerciantes y muy viajeros, sacaron enseguida a relucir su tema preferido: hablar de las rarezas y maravillas de los países y ciudades que conocían, tema sobre al que a mí me entusiasmaba oírles hablar. Hicieron un buen repaso de muchos lugares, mencionando ciudad tras
ciudad hasta que se centraron en El Cairo, ciudad a la que uno de mis tíos calificó con apasionamiento como «la más hermosa del mundo». Otro le contradijo alegando que Bagdad, como metrópoli imperial y sede del califato, nada tenía que envidiarle a la capital de Egipto, pero enseguida saltó mi padre alegando: —Quien no ha visto El Cairo no ha visto nada en este mundo, hermano. La tierra de los alrededores es la más fértil, sus mujeres las más encantadoras, simpáticas y juguetonas y el Nilo, ¡qué maravilla!, no hay río más impresionante ni aguas tan dulces. Y para dar más énfasis a su discurso, recitó:
Disfruta hoy de la belleza del Nilo y del hombre que se te ofrece, rendido.
El agua que fluye sin cesar por el río, no es más que el llanto que por ti prodigo.
Continuó largo rato deshaciéndose en elogios sobre el Nilo, las islas que contiene, los frondosos vergeles de los alrededores y, especialmente, sobre un lugar llamado la laguna de los abisinios, a orillas del río, cuyos jardines esplendorosos, verdes y floridos, parecían según él topacios incrustados en lingotes de plata. E ilustró sus afirmaciones con esta poesía:
¡Qué día pasamos en la laguna de los abisinios!, entre luces y sombras, ¡qué lugar tan divino!
El agua fluyendo en medio de las plantas, como en la retina el reflejo de una espada.
Nosotros y el jardín, ¡qué placer sin igual!, bordado con destellos y resplandores sin par.
Sobre nosotros las nubes tejieron su manto y bajo él como en las sábanas nos cobijamos.
En copas grandes tomamos el vino fresco, contra los sinsabores no hay mejor remedio.
Generosamente y sin mezquindad lo escanciamos, tan grande era mi sed como las copas que llenamos.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 133
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven de Mosul siguió explicando al médico judío: —Mi padre no ahorraba saliva ponderando los múltiples atractivos de El Cairo y, después de despacharse a gusto con la laguna de los abisinios, habló con emoción del observatorio, las noches de fiesta en las que se celebraba por todo lo alto la crecida anual del río y la belleza sin par del parque de Rauda. Sin duda estaba inspirado ya que, al mencionar ese parque, dijo: —Disfrutar del ocaso o el amanecer en Rauda es una de las experiencias más gozosas y gratificantes que un hombre puede vivir; el paisaje es soberbio, la brisa refrescante y la luz crepuscular reflejada en el río da la sensación de estar ante una inmensa y rutilante cota de mallas. Escuchando estas pláticas mi imaginación se desbordaba, no hacía más que soñar en viajes y, sobre todo, ardía en deseos de conocer Egipto y ver con mis propios ojos las maravillas de El Cairo y la magnificencia del legendario río Nilo. Tantas ganas tenía de ver mundo que, cuando me enteré de que mis tíos estaban preparando un viaje, no paré de dar matraca a mi padre con súplicas y lloriqueos hasta conseguir el permiso para unirme a ellos. A tal efecto, mi padre me proporcionó unas mercancías y cuando todo estuvo dispuesto, antes de partir, les recomendó a mis tíos: —Cuide al muchacho, por favor, y no le llevéis a Egipto, que todavía es muy tierno y no me gustaría que aprendiera malos hábitos. Dejadle en Damasco, en todo caso, es un buen lugar para curtirse como comerciante y con menos tentaciones para un joven de su edad y, a la vuelta, le recogéis y me lo traéis sano y salvo. Emprendimos, pues, la marcha hacia Siria y seguimos una de las rutas caravaneras que nos condujo hasta Alepo, localidad en la que permanecimos algunos días y, luego, continuamos el camino hasta llegar a Damasco, donde nos hospedamos en un caravasar. La ciudad me causó muy buena impresión, limpia, segura y rodeada de frondosas arboledas y esplendorosos jardines que me recordaron el dicho de: «Es un lugar tan fructífero como los vergeles del paraíso». Con la ayuda de mis tíos vendí mis mercancías en el zoco obteniendo pingües beneficios, de cinco dinares por dinar invertido, como mínimo, de
manera que con mi recién adquirida fortuna, me sentí el hombre más rico del mundo. Una vez concluidos sus negocios, mis tíos decidieron proseguir el viaje hacia Egipto y a mí, cumpliendo con lo prometido a mi padre, me dejaron en Damasco, después de darme múltiples consejos y recomendaciones, y quedamos en que me recogerían en su camino de vuelta a Mosul. Me quedé solo en Damasco, pues, como dueño y responsable de mis actos. A los pocos días de la partida de mis tíos alquilé una casa, por una módica cantidad, a un tal Saudún Abdarrahman. Era una casa bastante grande, con mosaicos en las paredes y pavimento de mármol; tenía un amplio vestíbulo, una sala de estar, cocina con despensa, un gran dormitorio con armarios, un patio, y disponía además de agua todo el día, ya que en el patio había una fuente de agua que manaba sin cesar. Así que me instalé cómodamente en mi nuevo domicilio y, como no tenía problemas económicos, en lugar de ponerme a trabajar para aumentar mi capital me dediqué a la buena vida sin escatimar el dinero: buena comida, buena bebida, saraos y diversiones. Un día que estaba sentado en el porche de mi casa, distraído viendo pasar la gente y sin dar un golpe, como hacía habitualmente, me fijé en una muchacha que, vestida lujosamente y con andares provocativos, apareció por la calle. No le quité los ojos de encima desde que la avisté y, cuando pasó delante de mi casa, le dediqué una galantería y le hice una seña como queriendo decir «acércate, preciosa», aunque suponía que no tendría la menor trascendencia ¡Y cuál no fue mi sorpresa ante la reacción de la muchacha!, se paró, me miró y, ni corta ni perezosa, dio media vuelta, dirigió sus pasos hacia mi y ¡entró en casa! La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 134
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el
relato: Cuentan, majestad, que el joven de Mosul siguió explicando al médico judío: —Imaginaos mi alegría y excitación al ver que entraba. Me levanté de un salto, entré tras ella, cerré la puerta y la invité a que pasara al salón. Sin cortarse y muy desenvuelta, la muchacha se acomodó en el diván y se quitó la mantellina y el velo de la cara. ¡Válgame Dios qué bonita era!, al instante me quedé prendado de ella y, para atenderla como merecía, preparé una bandeja de frutas y bebida. Lo cierto es que para la edad que representaba, la muchachita hablaba con mucho desparpajo y enseguida abandoné mi inicial timidez y nos enzarzamos en una agradable charla en la que se nos pasó la tarde. Por lo que vi, no tenía prisa en marcharse y, cuando se hizo de noche, encendí las velas y traje más bebida para que el ambiente no decayera. Y a fe que no decayó de ninguna manera, al contrario, seguimos bebiendo hasta que el vino se nos subió a la cabeza y acabé la noche en sus brazos, gozando con ella como no había gozado en mi vida. A la mañana siguiente llegó la hora de despedirnos, saqué diez dinares de una bolsa y quise entregárselos, pero ella, en lugar de aceptarlos, se enojó y me dijo muy ofendida: —¿Qué te has creído, jovencito, que soy una de ésas? ¡No señor!, si estoy contigo es porque me da la gana y nada más que por eso. Guárdate el dinero y utilízalo para preparar otra velada como la de ayer; si te apetece, de aquí a tres días volveré y podremos divertirnos otra vez juntos, ¿quieres? ¿Que si quería? No deseaba otra cosa que repetir la placentera noche que había pasado con ella, así que me guardé el dinero y le dije que la esperaría los días que hiciera falta. Quedamos, pues, que volvería dentro de tres días, en el tiempo que va entre la oración del ocaso y la vespertina, y se fue, llevándose consigo mi corazón y mi dicha, ¿cómo podía estar yo seguro de que volvería? Los días y las noches se me hicieron larguísimos esperando el momento de la cita, pero tal como habíamos quedado, tres días después y pasada la hora de la oración del ocaso, ella se presentó de nuevo en mi casa, vestida para la ocasión y exhalando un perfume que quitaba el sentido. Pasamos una velada de ensueño, charlamos, comimos, bebimos, hicimos el amor y terminamos durmiendo abrazados en mi cama como dos tortolitos. Al cabo de tres días repetimos el encuentro, otra noche más de felicidad y deleite, y, al amanecer del día siguiente,
cuando ella se aprestaba a irse, haciéndose la coqueta me dijo: —¿Te gusto, amor mío?, ¿te parezco bonita? —¡Pues claro que sí, pequeña! —respondí yo, enérgicamente—. ¿Cómo puedes preguntar eso?, ¡eres la más bonita del mundo! Y entonces me sorprendió con esta réplica: —Pues yo conozco a otra muchacha, más joven que yo y no menos linda, a la que le gustaría participar en nuestra próxima reunión. La pobre hace tiempo que está encerrada y, como nos tenemos mucha confianza desde niñas, le he comentado lo nuestro y me ha rogado que le permitamos asistir como contertulia a la velada. ¿Te importaría que la trajese conmigo el próximo día? Yo no vi ningún inconveniente en que viniera también la otra muchacha, le di de buena gana mi consentimiento y ella me entregó veinticinco dinares para que preparase una buena cena y comprase bebida con vistas al próximo encuentro que sería, como de costumbre, dentro de tres días. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 135
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven de Mosul siguió explicando al médico judío: —Preparé un buen banquete para recibir a las muchachas y, a la hora de siempre, se presentaron las dos, arregladas y compuestas. La nueva invitada me llamó enseguida la atención pues, si bien quizás era más joven, no se quedaba atrás en
donaire y formas seductoras. Y cuando se quitó el velo me dejó de una pieza, casi no podía creerlo, era la criatura más bella que había visto nunca. Pronto me di cuenta de que era igual de simpática y despabilada que su compañera y, lejos de sentirse intimidada por mi presencia, se dirigía a mí como si me hubiera conocido de toda la vida. Les ofrecí la cena y, durante la comida, yo no quitaba la vista de la más joven que, mostrando una malicia impropia de su edad, me sonreía, me guiñaba el ojo de vez en cuando y me hacía claras insinuaciones con la mirada o se pasaba sensualmente la lengua por los labios, de manera muy provocativa. A la otra no le pasó por alto nuestro juego y, al acabar los postres, me preguntó: —¿No es un primor esta niña? —Desde luego, es preciosa, para volver loco a cualquiera —le respondí yo, inocentemente. —¿Te gustaría acostarte con ella? —propuso, la muy pícara. ¿Y a qué hombre no le hubiese gustado? Loco estaba yo en aquel momento, sin duda, porque respondí sinceramente que sí a su tentadora propuesta y ella, en lugar de molestarse, me sugirió con atrevimiento: —Pues duerme esta noche con ella, hombre. Después de todo, hoy es nuestra invitada y merece que le dediques todas tus atenciones. No te preocupes por mí, yo dormiré aquí en la sala, en el diván. Si a uno le dan tantas facilidades, es de estúpidos no aprovechar la ocasión, así que me llevé a la jovencita a la cama y gocé de su compañía. Recuerdo que me desperté con las primeras luces del alba y noté que todo mi cuerpo estaba empapado con lo que creí que era sudor, pues no había todavía suficiente claridad en la habitación. Me giré entonces hacia mi compañera de cama y, al abrazarla, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, pues sentí como si la cabeza se le separara del tronco. Pegué un respingo, me levanté de la cama, abrí la ventana y, ¡horror!, la muchacha había sido degollada. Lo que empapaba mi cuerpo y el suyo no era sudor, ¡sino sangre! Me puse a chillar como un demente y me precipité hacia la sala en la que pensaba que la otra muchacha estaría durmiendo, pero en la sala no había nadie. Y entonces comprendí la pavorosa verdad: la malograda muchacha había sido degollada por su propia amiga, seguramente cegada por los celos, ¡qué crimen tan horrible!, ¡qué dañinos son
los celos, Dios mío! Me quedé un buen rato paralizado de miedo, sin saber cómo reaccionar, rogando a Dios que me iluminara para hallar una solución a tan desgraciado asunto y maldiciendo la perfidia de las mujeres. Aunque yo no había asesinado a la muchacha, si la encontraban muerta en mi casa, ¡vaya azote que me caería! Poco a poco me fui serenando y empecé a discurrir con lógica de nuevo. En primer lugar me lavé y luego cavé una fosa en el patio, donde enterré a la muerta y la ropa manchada de sangre, después limpié mi habitación, para que no quedara ni rastro del crimen y, finalmente, me puse ropa limpia, tomé todo mi dinero y salí de mi casa cerrándola con llave. Mi idea era huir de Damasco lo antes posible, por lo que me fui a ver a Saudún, el casero, le pagué el alquiler de un año y, seguidamente, me dirigí al caravasar más próximo y me uní a la primera caravana de comerciantes que partía para Egipto. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 136
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven de Mosul siguió explicando al médico judío: —Al llegar a El Cairo busqué a mis tíos y no me fue difícil encontrarles, ya que eran bastante conocidos en la ciudad. Me recibieron con la consiguiente sorpresa y, a pesar de que me riñeron al principio por haber contravenido las órdenes de mi padre, se alegraron de verme y me ofrecieron todo su cariño y su ayuda para lo que me hiciera falta, ¡y eso que no sabían hasta qué punto la necesitaba! En fin, decidí que lo mejor era correr un tupido velo sobre el desagradable suceso que había vivido recientemente en Damasco y me dediqué a disfrutar de los
placeres de El Cairo. Cuando uno lo pasa bien, sin embargo, es increíble lo deprisa que pasa el tiempo y llegó el día en que escuché a mis tíos hacer planes para volver a Mosul, vía Damasco. La sola idea de volver a pasar por Damasco me producía pánico y lo único que se me ocurrió fue escaparme del hostal en que nos alojábamos y esconderme en una posada de mala muerte a la espera de que se hubieran ido. En El Cairo hay mil rincones donde ocultarse cuando uno no quiere ser encontrado y mis tíos, por más que me buscaron, al final desistieron, pensaron que tal vez yo habría regresado a Damasco sin avisarles y allí les estaría esperando tan campante, por lo que empaquetaron sus cosas y se fueron. Pero yo no había regresado a Damasco, ni mucho menos, me quedé en El Cairo y seguí llevando una vida disipada hasta dilapidar casi todo mi dinero. Cuando me di cuenta de que mis caudales flaqueaban, habían pasado tres años desde mi salida de Damasco, claro que mientras tanto había tenido buen cuidado de enviar periódicamente a Saudún Abdarrahmán, por correo, la suma correspondiente al alquiler de mi casa. Juzgué entonces que había llegado el momento de tomar una decisión y, después de darle muchas vueltas, me gasté el último dinero que me quedaba en el pasaje de una caravana que se dirigía a Damasco. Lo primero que hice al llegar a Damasco fue ir a ver al casero que, por si no lo he mencionado antes, era joyero de profesión. El hombre me recibió con los brazos abiertos y, después de departir con él un rato, me fui a mi casa. La casa, tal como tuve ocasión de comprobar, estaba tal como la había dejado, nadie había entrado en el tiempo que había estado ausente. Lo primero que hice fue ventilarla, que bien lo necesitaba, y a continuación me puse a quitar el polvo, barrer y fregarla a fondo. Y fue durante la limpieza que, debajo del colchón en el que había dormido con la muchacha degollada, encontré una cadena de oro con un colgante precioso, fabricado por algún orfebre experto con una amalgama de gemas y que, a todas luces, había pertenecido a la difunta. La sola visión del collar me recordó el hecho luctuoso y me entristecí pensando en el trágico final de la bella muchacha. Pero la vida continúa, como dicen, y no tuve más remedio que seguir fregando y pensar cómo me las compondría en adelante para mantenerme, pues me había quedado sin dinero. Y fue en una de esas cavilaciones que el diablo se metió por medio y me sugirió la idea de vender el collar que había encontrado debajo del colchón. Terminada la limpieza de la casa, tomé el collar, lo envolví en un pañuelo y me fui al zoco. Allí me puso en o con un intermediario que, después de echarle un vistazo al género, certificó que el collar tenía mucho valor y
quedamos en que, mientras él me buscaba un comprador, yo le esperaría en la joyería de Saudún Abdarrahmán. A la hora en que el mercado estaba en su apogeo, el intermediario apareció en la joyería y, con un mohín de disgusto en los labios, me dijo: —Señor, nos habíamos equivocado, resulta que el collar no vale un pimiento, la cadena no es de oro, sino sólo chapada, y las gemas del colgante son falsas. Lo máximo que me han ofrecido por él han sido mil dirhemes, ¿qué os parece?, ¿aceptáis el precio? En aquel momento no me di cuenta, pero os adelanto que el intermediario me estaba engañando y le habían ofrecido en realidad dos mil dinares, y como yo estaba realmente necesitado de dinero, le dije que aceptaba el precio, que ya sabía yo que el collar no valía lo que aparentaba. No obstante, el intermediario, como buen chalán, se olió que en el asunto había gato encerrado y, en lugar de ir a vender el collar como me había dicho, lo llevó al síndico del zoco, ambos comentaron el caso y fueron a denunciarlo el valí. Al parecer le contaron que el collar había sido robado y que tenían localizado al ladrón, un joven que se hacia pasar por comerciante y estaba esperando en la tienda de Saudún Abdarrahmán. Figuraos la desagradable sorpresa que recibí cuando la policía irrumpió en la joyería de Saudún con una orden de detención contra mí. Para mi vergüenza, me acusaron delante del casero de ladrón y me llevaron detenido a comisaría. El valí me interrogó duramente al respecto y, al ver que yo negaba el cargo, ordenó que me flagelaran para comprobar si eran ciertas mis palabras, de aquí las señales del flagelo que, desgraciadamente, todavía conservo en la espalda. Aguanté el tormento todo lo que pude, pero cuando el dolor fue insoportable, me confesé culpable del robo, escribieron la confesión y me obligaron a firmarla. Y después llegó lo peor, porque según lo previsto por la ley en tales casos, el valí hizo que me cortaran la mano. Pocas cosas recuerdo de los momentos posteriores a la dolorosa amputación, puesto que me desmayé y, al recobrar el conocimiento, vi que me había cauterizado el muñón con aceite hirviendo. Saudún Abdarrahmán, que tambien se había presentado en comisaría para interesarse por el caso, se hizo cargo de mí, me dio un vaso de vino para que me reanimara y, cuando estuve en condiciones de andar, me acompañó a casa. —Muchacho, no te creía capaz de hacer una cosa así, me has defraudado —me dijo por el camino—. A nadie le hace gracia tener como inquilino a un ladrón, o sea que, a partir de hoy, búscate otro lugar para vivir.
Le pedí que me concediera tres días de plazo para encontrar casa y, aunque no de muy buena gana, se avino finalmente a ello. Triste y abatido, me encerré en casa, sin ánimos de salir para ir a buscar otra vivienda, porque, aparte de otras consideraciones, ¿con qué dinero la pagaría? Y para más desgracia, tampoco podía regresar a Mosul, ¿con qué cara me presentaría ante mi padre con una mano cortada?, ¿quién creería en mi inocencia? Agobiado hasta el límite, lloré amargamente por mi aciago destino. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 137
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven de Mosul siguió explicando al médico judío: —Llevaba dos días encerrado en casa, sin ni siquiera asomarme por la ventana, cuando de improviso llamaron a la puerta. Fui a abrir, con el corazón en un puño, y me encontré a Saudún Abdarrahmán y al intermediario al que había confiado la venta del collar, ambos con cara de mala uva, acompañados de cinco agentes de policía. Sin mediar palabra, uno de los policías me puso una cadena al cuello y me indicó con un gesto que caminara tras ellos. Ante mis desesperadas peticiones de que me aclararan cuál era el motivo por el que me llevaban de forma tan deshonrosa, pues yo ya había pagado por mi supuesto delito, el intermediario me dijo: —El asunto del collar ha traído cola, muchacho, ¿no sabes a quién pertenecía la joya?, pues a una hija del alcalde que desapareció hace tres años de su casa. Ahora vamos a la alcaldía y allí tendrás que soltar la lengua y dar muchas explicaciones, granuja.
Sentí como si la tierra se hundiera bajo mis pies, ¡el colmo de mis desdichas! Mientras los policías me arrastraban de mala manera por la calle, expuesto a la vergüenza pública, pensé que le confesaría al alcalde toda la verdad y que fuera lo que Dios quisiera. Llegados ante el alcalde, sin embargo, no encontramos al hombre airado y enfurecido que yo me esperaba, sino todo lo contrario. El alcalde, con expresión adusta pero muy sereno, ordenó que me soltaran inmediatamente y dijo: —¿Éste es el joven al que acusasteis de haber robado el collar? ¡Pobre desgraciado!, el valí le ha hecho cortar la mano injustamente. Sus palabras me envalentonaron y me atreví a hablar. —Señor, me obligaron a confesar bajo tortura —articulé, no sin dificultad—, pero os juro que no había robado el collar. El desconcierto de Saudún y el intermediario era evidente, y más cuando el alcalde les comunicó: —Tendréis que pagar una fuerte indemnización por ser los causantes de que este joven perdiera la mano por un delito que no cometió. Los policías se llevaron a los dos de la sala y, a solas con el alcalde, éste me pidió que le contara mi versión de los hechos, con la verdad por delante. Y le conté toda la verdad y nada más que la verdad sobre el asunto de las dos muchachas, el horrible crimen, mi huida de Damasco y cómo, a mi regreso, había encontrado el collar en mi casa y había decidido venderlo por falta de dinero. El alcalde se quedó consternado al escuchar la historia y, con lágrimas en los ojos, pronunció un patético «de Dios venimos y a él volvemos» al fin de mi explicación. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 138
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven de Mosul siguió explicando al médico judío: —Después que hube hablado, el alcalde permaneció unos momentos en silencio, cabizbajo, se secó las lágrimas que le rodaban por las mejillas y, muy afectado, me dijo: —Has de saber que las dos muchachas que invitaste a tu casa eran hijas mías. A la mayor la crié de acuerdo a las normas de la decencia y en la más estricta reclusión, hasta que, cuando tuvo la edad, la casé con un primo suyo que vive en El Cairo. Su marido murió prematuramente, por desgracia, y cuando volvió de El Cairo ya no era la misma, había adquirido malas costumbres y tú mismo pudiste comprobar hasta dónde llegaba su desvergüenza. La otra muchacha era su hermana carnal y, como estaba muy unida a su hermana mayor y quería imitarla en todo lo que hacía, aquella acabó corrompiéndola. El día después de la desgracia, recuerdo que a la hora de comer eché en falta a mi segunda hija y la mayor me contó que la noche anterior había salido sola de casa y todavía no había aparecido. Imagínate mi preocupación al saber la noticia. Durante días la buscamos por toda la ciudad sin resultado y, mientras, la mayor no dejaba de llorar y rechazaba la comida hasta que, en un momento de desesperación, se quitó la vida. Ahora comprendo el porqué, su conciencia no pudo soportar el peso del vil crimen que había cometido. Convendrás conmigo, joven, en que en este mundo todo es vanidad y el hombre un simple juguete en manos del destino. Estaba completamente de acuerdo con la reflexión del alcalde y así se lo hice saber. Su relato me había dejado anonadado. Pero no terminó allí la cosa, puesto que el alcalde continuó diciendo: —Siento que te hayas visto acusado injustamente y ahora estés manco a causa de ello, por eso te debo una recompensa y te ofrezco la mano de mi hija menor, una muchacha muy decente y formal, hija de madre distinta a las otras dos, que Dios
las haya perdonado. Me harás muy feliz si aceptas casarte con ella, pues sé que eres un buen muchacho a pesar de todo. Podrás quedarte a vivir en mi casa si así lo deseas y, además de la manutención, te asignaré un sueldo. Ten por seguro que, más que como a un yerno, te trataré como a un hijo, el hijo varón que siempre anhelé y que Dios no me ha concedido. Acepté su oferta sin pensarlo dos veces, pues consideré que era la solución idónea para mi futuro, y aquel mismo día el alcalde mandó llamar al cadí y los testigos y me uní a su hija en matrimonio. Desde entonces vivo en su casa, sin mayores preocupaciones, y a eso debo añadir que también llegué a cobrar la indemnización prometida por daños y perjuicios a cuenta de Saudún Abdarrahmán y el ruin intermediario. Hace poco recibí desde Mosul la noticia de la muerte de mi padre y me han mandado por correo la parte correspondiente de mi herencia, así que, gracias a Dios, ahora mismo no tengo motivos de queja, excepto que, por razones obvias, doctor, nunca podré ofreceros mi mano derecha y espero que me disculpéis por ello. Así concluyó su historia el joven de Mosul —prosiguió el médico judío—, con el que continué manteniendo muy buenas relaciones mientras viví en Damasco. Posteriormente me trasladé a Bagdad, donde trabajé una temporada y luego viajé por Irak y Persia hasta que, camino de Oriente, me instalé definitivamente en vuestro país, majestad, y en esta ciudad he sido un médico respetado hasta que anoche me ocurrió el accidente con el jorobado, pero ¿no es asombrosa la historia del joven de Mosul? La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 139
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato:
Cuentan, majestad, que el rey de la China frunció el entrecejo y dijo: —¡Bah!, no es nada del otro mundo. Me parece que lo tenéis muy mal vosotros cuatro para libraros de la horca. El único que no ha hablado eres tú —añadió dirigiéndose al sastre—, o sea, que como no nos cuentes una historia mejor que las que hasta ahora hemos oído, acabaréis todos colgados. El sastre era un hombre de recursos y, a pesar de lo delicado del compromiso, asumió el riesgo y se puso a narrar:
Historia del joven cojo de Bagdad y el barbero
—Antes de ayer, majestad, asistí a una cena, a la que había sido invitado por uno de mis amigos, y tuve ocasión de escuchar la historia más insólita que jamás he oído. En la reunión éramos unos veinte y, cuando ya nos habíamos sentado alrededor de la mesa para disfrutar del banquete, llamaron a la puerta y se presentó un último invitado, que se disculpó ante el amo de la casa por haber llegado tarde. Era un joven apuesto y elegante, al que yo no tenía el gusto de conocer y, si no hubiera sido por la ostensible cojera que afeaba sus andares, le hubiera calificado como el perfecto galán, un típico rompecorazones, guapo y distinguido. Correspondimos, pues, a su amable saludo y, cuando se disponía a sentarse, fijó la mirada en uno de los comensales (un barbero con el que yo, personalmente, no había tenido tratos), torció el gesto y, visiblemente alterado, le comunicó al anfitrión que se marchaba. Extrañado de su actitud, el anfitrión le agarró por el brazo y le exhortó a que nos aclarara los motivos de su repentina espantada, a lo que el joven, señalando al barbero, respondió: —No lo tomes a mal, por favor, pero me niego a permanecer en el mismo lugar que este pernicioso y nefasto individuo, ¡maldita sea su estampa, rapador de mal agüero! Sus palabras nos dejaron mudos de asombro y todos a una, excepto el aludido, claro está, volvimos la mirada hacia el sujeto al que el joven lisiado había atacado tan duramente. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 140
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el sastre siguió explicando: —Respondiendo a los requerimientos del anfitrión, que se negaba a soltarle el brazo a menos que expusiera el porqué de semejantes aseveraciones contra uno de sus invitados, el joven dijo: —Este hombre arruinó mi vida, señores. Si ahora cojeo es por su culpa, y fue por su culpa que tuve que abandonar mi país e irme lo más lejos posible, ¿pretenderéis que me quede tan tranquilo en su presencia? ¡No puedo verle ni en pintura! Los hechos a los que me refiero sucedieron hace algún tiempo en Bagdad, mi ciudad natal y, si he llegado hasta aquí huyendo de él, no dudéis de que esta misma noche empaquetaré mis cosas y me iré mañana, ¡al fin del mundo si es necesario!, con tal de librarme de su maligna influencia. Tales acusaciones acrecentaron aún más nuestra curiosidad, como es natural y, después de mucho rogar e insistir, ya que no estábamos dispuestos a probar bocado ni a dejarle ir sin que nos lo contara, el joven accedió a sentarse para referirnos lo ocurrido. El barbero, por su parte, no había soltado prenda, aunque daba muestras de cierta inquietud, y, en medio de la expectación general, el joven explicó: —Como ya os he dicho, soy de Bagdad, hijo único de uno de los más importantes comisionistas del mercado de la capital. Cuando mi padre falleció, poco después de haber alcanzado yo la mayoría de edad, me dejó la casa y muchísimo dinero, lo que me permitía vivir de renta, holgadamente y sin quebraderos de cabeza. Una sola cosa, sin embargo, empañaba mi existencia, y es que, por aquel entonces, yo tenía muy mala opinión de las mujeres y sentía una irracional aversión hacia el sexo femenino. Entenderéis, pues, que, un día que paseaba tranquilamente por la calle, me causase pavor la visión de un arrollador grupo de matronas que se acercaba en dirección contraria y ocupaba todo el ancho de la vía pública. Por no cruzármelas, di media vuelta, eché a correr y me metí en un callejón sin salida con el objeto de esperar a que pasaran y me dejaran el camino libre. Mientras esperaba, observé que en la casa de enfrente se abría una ventana y por ella
aparecía una muchacha de portentosa belleza, una beldad como jamás había soñado que existiese alguna sobre la faz de la tierra. Me quedé embelesado contemplándola y la muchacha, con garbosos movimientos, se puso a regar las macetas que había en el alféizar. Al terminar, levantó la cabeza, se percató de mi presencia y, antes de cerrar la ventana y desaparecer tras ella, me dedicó una sonrisa que dejó mi pobre corazón en ascuas. En un instante, señores, todo el odio que había sentido anteriormente por las mujeres se trocó en amor por aquella dulce y delicada criatura, cuya imagen había quedado grabada en mi mente como marca de hierro candente en la piel. Tan trastornado me dejó, que me quedé todo el día clavado en el callejón, sin quitar la vista de la ventana, por si tenía oportunidad de volver a verla. Y aunque esto, desgraciadamente, no ocurrió, sí que tuve ocasión de ver, al caer la tarde, cómo el gran cadí de Bagdad llegaba acompañado de su séquito, se paraba delante de la casa, desmontaba de su cabalgadura y entraba en ella, por lo que conjeturé que la hermosa muchacha debía de ser la hija del ilustre personaje. Sólo cuando las sombras de la noche envolvieron por completo la ciudad abandoné mi puesto y regresé a casa, atormentado por los ardores de la pasión y apesadumbrado por el hecho de que la hermosa doncella fuese un bien inalcanzable. Al llegar a casa me metí en cama y, al día siguiente, no tuve fuerzas para levantarme. Sumido en mis tribulaciones, rechazaba la comida y permanecía en un silencio obstinado, de modo que, cuando mis parientes se enteraron por el servicio de que me aquejaba una extraña dolencia, se preocuparon y vinieron a visitarme. Lo cierto es que me avergonzaba revelarles la auténtica razón de mi enfermedad, y, por más cuidados que me prestasen, yo no mostraba ni el más leve síntoma de mejoría. Pasaron los días y continuaba empeorando, hasta que, una tarde en que me encontraba solo en casa, recibí la visita de una anciana, una vieja conocida de la familia, que nada más verme adivinó la causa de mis males, no en vano dicen que sabe más el diablo por viejo que por diablo. La señora, pues, se sentó en la cama y, en tono maternal, me dijo: —Querido, me temo que los dardos del amor han hecho mella en tu tierno corazón, ¿verdad que no me equivoco? Pero arriba el ánimo, hombre, que si de eso se trata, ten por seguro que haré todo lo posible para aliviarte; confía en mí y
cuéntamelo todo, anda. Al ver que la perspicaz anciana me había calado, y también por necesidad de desahogarme, me sinceré con ella y le conté todo lo ocurrido, de cabo a rabo. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 141
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven cojo siguió explicando: —La vieja escuchó atentamente mi confesión, sin interrupciones, y cuando terminé de hablar, me tomó tiernamente de la mano y, como para demostrar que había comprendido mis sentimientos, recitó esta poesía:
¡No!, por su frente radiante y la rosa de sus mejillas, cuando hizo ademán de marcharse no le quité los ojos de encima. Tras ella me fui, trastornado, por la belleza que había visto,
dando tumbos, confuso y alterado, tropezando allí donde pisaba. Mas ella era una gacela fugitiva, ligera y acostumbrada a la huida. ¡Qué dureza la de su corazón!, más fuerte y recio que una piedra. Dejó ardiendo mis entrañas y a mi alma envuelta en llamas. En un perturbado me convertí, solo y alejado de mis semejantes, las mejillas anegadas en lodo de la copiosa lluvia de mis ojos, evocando siempre los días pasados y en la pasión del todo ahogado. ¡Qué desdicha la mía, qué mal trago, que mi bien me haga desgraciado! Acabado y muerto estoy sin ella, a pesar de no estar enterrado, mi corazón se hunde en la miseria y mi espíritu se resquebraja. Pero mientras me quede un soplo de vida,
de ella no pienso olvidarme, aunque su corazón sea un cuenco de plata y sus entrañas un bloque de mármol, y su rostro, impertérrito siempre, no muestre de emoción ninguna traza. Víctima soy de su cruel amor, no sé hasta cuándo podré soportarlo, mas veo que mis rivales en la contienda también soportan mal la espera. ¿Volverán los días del pasado?, ¿volverá la felicidad de antes? Yo mismo me lancé al abismo, y tal vez redención no merezco. ¿Cómo volveré a recuperar mi ánimo?, ¿cómo lograré la paz de espíritu? ¡No!, no puedo olvidar su cuerpo, ni la belleza de su rostro altanero. Su hermosura es tan resplandeciente que deslumbra a quien la contemple. Recuerdo cuando dulcemente la abrazaba y el fulgor del alba brillaba en su cara,
cuando el destello de una luz furtiva, el deseo en la noche acrecentaba, rodeados por la frondosidad de un jardín de vegetación pletórica y exuberante. Recuerdo la tersura de sus mejillas, suaves, tiernas y sonrosadas, mi mano con ansia las acariciaba, como si fueran moneda en mano avara, tan suaves como un velo de seda con flores y guirnaldas recamado. Con todo mi cariño yo las bordaba, de besos y caricias las llenaba, y cuando nuestros cuellos se unían, le juraba fidelidad de por vida. Nunca jamás he dejado de amarla y no hay peligro de que lo haga, por ella no me arredro ante nada, no soy un frívolo galán a la usanza. Mi amor es solamente para ella, para nadie más he guardado nada, y mantendré hasta el fin mi juramento,
pues mi fidelidad no se tambalea. Juré que si tenía que morir por ella de mi suerte no me quejaría, pues no soy un amante voluble de los que se rinden al primer embate, ni estoy en el pelotón de los enamoradizos que renuncian a las primeras de cambio, nadie como yo es tan firme en el amor, nadie ha demostrado tanto aguante; si disfruté de los buenos tiempos, afrontaré ahora también los malos. Todo lo abandoné, todo lo he dejado, por un amor que no me corresponde, creí que al menos en parte me compensaría y que en la indigencia no me dejaría, pero en la más absoluta pobreza me abandonó, ¡nada en ella me hacía sospecharlo! ¡Qué felices fueron los días que pasé con mi delicada gacela al lado! Si por ventura a mis brazos volviera y me concediera lo que tanto deseo,
en ayunas permanecería el resto de mi vida, pues para vivir sólo a ella la necesito. Si me vieras ahora, en mi lamentable estado, dirías: ¿a dónde va ese desahuciado? Si, como afirma, el amor es su medicina, no sanará aunque viva mil años.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 142
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven cojo siguió explicando: —Acabada la recitación del largo poema, la anciana dijo: —Hijo, por lo que me has contado, la muchacha no es otra que la hija del gran cadí de Bagdad, la conozco, a ella y a su familia. Como tengo amistad con algunos del personal de servicio y frecuento la casa, sé que su padre la mantiene en la más estricta reclusión, en la habitación por cuya ventana la viste asomarse. Pero no te preocupes, muchacho, te conseguiré una cita con ella, no lo dudes: lo que no consigue una servidora no lo consigue nadie. Así que, alegra esa cara, déjate de tonterías, y ponte en forma para disfrutar del momento que
tanto anhelas. Las palabras de la vieja surtieron más efecto que cualquier medicina y, tras su visita, me levanté de la cama, empecé a comer y, para alegría de mis parientes, recuperé de forma espectacular la salud y la lozanía. Esperaba con impaciencia la próxima visita de mi benefactora, pero cuando al fin ésta se produjo, la cara de vinagre que traía me hizo temer que no era precisamente portadora de buenas noticias. Así fue, desgraciadamente, y, bastante alterada, me dijo: —Muchacho, no me preguntes qué ha ocurrido. Conseguí entrevistarme con la niña, en efecto, pero ¿sabes cómo reaccionó la mojigata cuando le hablé de ti y de tus sentimientos hacia ella? ¡Me mandó al diablo!, me insultó, me llamó vieja alcahueta y, encima, me amenazó diciendo que si volvía a mencionarle el tema, se quejaría a su padre. ¡La muy boba!, ¿qué se ha creído? En fin, no te preocupes, muchacho, que yo no me rindo tan fácilmente y menos me dejaré amedrentar por una mocosa, ¡todavía no ha nacido la que sea capaz de hacerlo! Lo intentaré otra vez y juro que la doblegaré, ya lo verás, ten paciencia. ¡Mi gozo en un pozo! Después de aquel jarro de agua fría, lo que menos estaba dispuesto a tener era paciencia y caí de nuevo enfermo de pura tristeza y melancolía. Mis familiares se asustaron de veras con mi recaída y, con la mejor intención, enviaron médicos y doctores eminentes para que me trataran, sin que ninguno de ellos lograra nada positivo respecto a mi caso. Me hallaba postrado en el lecho del dolor, completamente hundido, cuando al fin apareció la vieja con el rostro risueño, me besó la mano y, exultante de alegría, me comunicó: —¡Albricias, hijo mío!, me merezco albricias por las noticias que te traigo. Le dije que si me traía las noticias que esperaba, le daría lo que quisiera y ella, visiblemente satisfecha, me contó: —Ayer pasé por casa del señor cadí y procuré que su hija me viera de lo más triste y alicaída. Con lágrimas en los ojos, le hablé de ti y le dije que estabas al borde de la muerte por su culpa, que los médicos te habían desahuciado y que, a menos que tuviera un gesto misericordioso contigo, te quedaban pocas horas de vida y las estabas consumiendo, en estado de total enajenación, entre suspiros y declamaciones de lánguidos poemas de esta guisa:
Por el vigor de tu preciosa cara, no menosprecies a quien así te ama.
Mi cuerpo se marchita, atormentado, y mi espíritu por ti anda borracho,
por tu talle esbelto, tus curvas voluptuosas y tu perlada boca que a las perlas abochorna.
De los arcos de tus cejas lanzaste la flecha que acertó mi corazón y lo hizo pedazos.
Tu delicada cintura es tan fina y estrecha como el cuerpo del amante que por ti pena.
Ten piedad de mí, por el ambarino lunar que reluce en tu mejilla como una estrella.
Ten compasión y dame tu amor, hermosa, por los aladares que tus sienes adornan,
por el néctar de tu saliva y las gemas que tras el coral de tus labios centellean,
por los sensuales pliegues de tu vientre que doblegaron mi razón, ¡enternécete, por favor!
No seas tan dura, por tus piernas tan firmes y por Dios, libera a este pobre siervo del dolor.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 143
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven cojo siguió explicando: —Y la vieja continuó diciendo: —Conozco a esa clase de gazmoñas y, ya puestos, cargué las tintas y le dije que eras pariente mío, el más querido de todos, y que la familia iba a llorar durante mucho tiempo tu pérdida. Tal como había previsto, con este sencillo ardid le
llegué al alma y se ablandó como la cera, de manera que fue ella la que acabó llorando y me pidió que te rogara que fueras a verla, ¡así como lo oyes! Y ahora, escucha con atención, porque viene lo más importante: el momento de la cita será el próximo viernes, en su casa, a la hora de la oración del mediodía, puesto que es el tiempo en que su padre, con toda seguridad, está ausente. Debes presentarte allí, dar tres toques a la puerta y entonces te abrirán y podrás pasar a su habitación para hablar con ella, ¿entendido? Ni que decir tiene que no hizo falta que me lo repitiera y, con semejantes nuevas, me restablecí de golpe y me sentí mejor que nunca. Le di una buena propina a la eficaz mediadora y, más contento que unas pascuas, me dispuse a esperar el gran momento sin escatimar cuidados a mi persona. Una vez más, les di una sorpresa mayúscula a mis parientes con mi recuperación milagrosa. Amaneció, por fin, el prometedor viernes y, a la mañana temprano, pasó por casa la anciana que me había concertado la cita, para saludarme y ver si todo andaba bien. Imaginad cuán grande era mi impaciencia que, a esas horas, ya me había vestido, acicalado y perfumado para la ocasión. La vieja, muy sonriente ella, me miró de arriba abajo y dijo: —¡Caramba, qué guapo te has puesto! De todas maneras, muchacho, quizás te convendría ir a los baños, para estar bien limpio y aseado y, de paso, procurar que desaparecieran del todo algunos trazos que todavía te quedan de la enfermedad, como esas ojeras que desmerecen tu cara, ¡tienes tiempo de sobra! Yo no tenía ganas de ir a los baños, pues ya me había lavado a conciencia, pero, para no contrariar a la señora, le dije que tendría en cuenta su sugerencia y, así, más tranquila, se despidió deseándome suerte. Luego decidí que lo que realmente me convenía era un buen corte de pelo y, como no quería salir de casa para no estropear en nada mi aspecto hasta la hora justa, mandé a uno de mis criados a buscar un barbero, advirtiéndole que me trajera un maestro eficiente y discreto, uno que no me molestara con la cháchara típica de los de su oficio. El criado, señores, volvió acompañado de este individuo —enfatizó el joven, señalando despectivamente con la cabeza al barbero que compartía la mesa con nosotros—, que, después de los saludos de rigor, se metió enseguida con mi aspecto. —Estáis un poco pálido, señor, y bastante delgado, por cierto —dijo—, parece
que… —He estado enfermo —le corté, secamente. —¡No!, ¿de verdad? ¡Dios quiera que os restablezcáis del todo! —continuó—, y que el Señor os mantenga la salud, que no hay bien más preciado en esta vida. —Desde luego, que así sea —convine. —Gracias a Dios, parece que vais por el buen camino y pronto estaréis como una rosa, seguro —comentó él—. Bueno, bueno, y ahora, decidme, ¿para qué me habéis llamado?, ¿queréis que os corte el pelo o que os practique una sangría? —Córtame el pelo, por favor —le pedí sin rodeos—, lo más rápidamente posible, que acabo de salir de una larga enfermedad y no estoy para cuentos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 144
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven cojo siguió explicando: —El barbero puso la mano en su zurrón y, en lugar de la navaja que yo esperaba, sacó un astrolabio de plata, se dirigió sin ninguna prisa hacia el centro de la sala, lo enfocó hacia los rayos de sol que entraban por la ventana y, ante mi desconcertada mirada, se pasó un buen rato observando no sé qué sobre el instrumento. Y cuando ya empezaba a impacientarme e iba a decirle algo, me salió con esa perorata:
—Os anuncio que en el día de hoy, viernes, dieciocho del mes de safar del año seiscientos cincuenta y tres de la hégira, lo que equivale al siete mil trescientos veinte de la era de Alejandro, el ascendente, de acuerdo con mis cálculos, está a ocho grados y seis minutos de Marte y, si el astrolabio no me engaña, en conjunción con Mercurio, lo que indica que éste es un momento propicio para un corte de pelo o un afeitado. Por otro lado, los astros me informan que en el día de hoy tenéis intención de encontraros con otra persona, y permitidme que os diga que dicho encuentro se presenta mal aspectado, por lo que, en mi opinión, os recomendaría que lo dejarais para otro día en que los astros os sean más propicios, no fuera que… —¡Déjate de monsergas! —le corté, de mal humor—, no te he hecho venir para que me levantaras el horóscopo, sólo quiero que me cortes el pelo, ¿entendido? Si estás dispuesto a ello, ponte manos a la obra y listo y, si no, mandaré llamar a otro barbero. —¡Ni aunque me lo pidierais de rodillas me iría! —contestó él, en tono ligeramente ofendido—, habéis solicitado a un barbero y aquí me tenéis, todo un maestro en el oficio dispuesto a serviros. Y no soy sólo eso, porque, para que lo sepáis, soy también astrólogo y médico y, además, tengo profundos conocimientos de alquimia, matemáticas, gramática, lógica, historia y teología, y me sé al dedillo las tradiciones proféticas, según constan en las recopilaciones de Muslim y Albujarí. ¿Tal vez conocéis a alguien más que pueda presentarse a vos con semejante currículum? Os aseguro que no sólo he leído muchos libros y conozco a la perfección la teoría, sino que en todas estas ciencias he demostrado mi pericia y en toda suerte de artes prácticas mis habilidades han sido probadas y reconocidas. Modestia aparte, tendríais que dar gracias a Dios por haberos topado conmigo y no con uno de esos charlatanes que tanto abundan en el mercado. Es más, os ofrezco mis servicios desinteresadamente, sin cobrar ni cinco, y eso porque vuestro padre, que en paz descanse, era cliente mío y me tenía en gran consideración y estima, y en su memoria, que sea para siempre honrada, pondré a vuestra disposición mi arte y mi ciencia de forma totalmente desinteresada, o sea que olvidaos de ir a buscar a otro barbero, porque no pienso marcharme sin haber cumplido con mi trabajo. —¡Dios mío, ayúdame! —exclamé, apabullado por tanta verborrea—, ¡con qué badajo he tropezado! La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.
«¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 145
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven cojo siguió explicando: —Al escuchar mi poco amable comentario, el barbero replicó: —Pues siento decepcionaros, señor, porque no soy nada hablador e, incluso, para vuestra información, os diré que la gente me apoda «el Taciturno», porque soy hombre discreto, de pocas palabras y más bien reservado, y no como mis hermanos, a cual más parlanchín y chismoso. Tengo seis hermanos, por cierto, al primero le llaman «el Charlatán»; al segundo, «el Cotorra»; al tercero, «el Loro»; al cuarto, «el Bocazas»; al quinto, «el Cotilla» y al sexto, «el Deslenguado». ¡Menuda familia! Dios sabe cuánto llegué a desear que el mal llamado Taciturno hiciera honor a su apodo, aunque estaba claro que pedir tal cosa era como pedir peras al olmo. Con semejante labia se me habían pasado todas las ganas de hacerme cortar el pelo y, con el fin de quitarme de encima lo más pronto posible el fastidioso desuellacaras, me rasqué el bolsillo, llamé al criado y le cuchicheé: —Toma, dale estos cuatro dinares al barbero y que se largue, ¡no aguanto más! Mas el muy bribón tenía fino el oído y, sin dar tiempo a que el criado se le acercara, inmediatamente dijo: —¿Acaso pretendéis pagarme por un servicio que no he prestado? ¡De ninguna manera!, ¡por la gloria de vuestro padre que no pienso cobrar nada sin haber cumplido con mi deber! Si vos no sabéis apreciarme en lo que valgo, vuestro difunto padre sí que lo sabía, y es en recuerdo de sus muchas virtudes que os
tengo en gran consideración y respeto. Tal vez vuestra juventud e inexperiencia os impidan valorar el tiempo que conlleva el trabajo bien hecho, escuchad esto:
Me recibió el señor en su casa para sangrarle, pero observé que el momento no era propicio.
Me senté con él y le hablé de mil prodigios y ante él desplegué mis vastos conocimientos.
Asombrado de mi elocuencia, el señor exclamó: ¡tu sapiencia no tiene límites, es increíble!
Y yo le dije: el mérito no es más que vuestro, que con cortesía me habéis permitido lucirme,
os agradezco vuestra generosidad y munificencia, si yo soy pozo de ciencia, vos lo sois de paciencia.
Bien, pues cuando se lo recité a vuestro padre —añadió—, después de levantarle el horóscopo y esperar el momento propicio para la sangría, que le practiqué con mi habitual destreza, le ordenó a su criado que me diera ciento tres dinares por mis servicios y un regalo, y al preguntarle, extrañado, por qué se mostraba tan espléndido y me había asignado tal cantidad de dinero, respondió: «Un dinar por el horóscopo, uno por la agradable conversación, uno por la sangría y cien
dinares, más el regalo, en premio por vuestra profesionalidad y buen servicio, con el que espero contar en un futuro las veces que haga falta». —¡Pues que Dios no bendiga a mi padre si hizo eso! —estallé, incapaz de contener mis nervios. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 146
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven cojo siguió explicando: —El barbero soltó una carcajada y, sin arredrarse, me dijo tan fresco: —¡Válgame Dios, qué barbaridades decís!, ¡que el Señor no os lo tenga en cuenta! Me parece que la enfermedad os ha afectado mucho, y sobre todo a la cabeza, pues andáis con el entendimiento algo flojo. Aunque dice la gente que «a más años, más sesos», permitidme que lo dude en vuestro caso. Y a propósito de enfermedades, dijo el poeta:
Reconforta al pobre con dinero, alíviale y no seas cicatero,
que la pobreza es la peor enfermedad
y solamente el dinero la puede curar.
Deséales salud a tus compañeros y a tus padres guárdales respeto,
Ellos por ti han sufrido desvelos rogando a Dios, que nunca duerme.
Sólo la enfermedad puede excusar vuestro comportamiento —continuó, dale que te pego—, y de veras que me preocupáis, porque me caéis bien y os tengo cariño, aunque seáis tan cabezota que os cueste entenderlo. ¡Ay, juventud! Se nota que echáis de menos los consejos de un buen mentor. Vuestro padre, ¡qué gran hombre vuestro padre!, solía decir: «Otro gallo le cantara, si buen consejo tomara», y ahí está el conocido refrán de «quien no oye consejo, no llega a viejo» o el no menos juicioso proverbio de: «Antes de dar un paso, escucha consejo del experimentado». Y a fe que ante vos tenéis a un buen consejero, experto y bien dispuesto, y no entiendo por qué os enojáis conmigo. Desde luego que estaba enojado y, harto de tanta garrulería, le espeté: —También dicen que «barbero, loco y parlero», ¡y por Dios que es bien cierto! Lo único que quiero es que me cortes el pelo y no que me lo tomes. —¡Hay que ver qué enfadado estáis! Apaciguad ese mal genio, hombre, que no os traerá nada bueno —contestó él con pachorra—. Menos mal que yo soy hombre de carácter sereno y, por mi parte, podéis estar tranquilo, que no os tendré en cuenta vuestros disparates. A todo esto el tiempo corría y mi desespero iba en aumento, pero, haciendo un esfuerzo, procuré calmarme y le dije en tono más sosegado: —Por favor, te lo ruego, córtame el pelo de una vez que se me hace tarde y me
esperan en otro sitio, tengo que salir de casa cuanto antes. Por fin, vi con cierto alivio que sacaba la navaja del zurrón y empezaba a afilarla, pero como no podía estarse callado ni un momento, mientras la afilaba continuó hablando: —Prisas, prisas, ¿tantas prisas tenemos? Las prisas, señor, son malas consejeras y aliadas del diablo. Escuchad esto:
No te apresures en hacer nada, amigo, si tienes paciencia, la tendrán contigo.
Por encima de todo está la mano de Dios y no hay tirano que no tenga opresor.
¿Acaso no es cierto? Lo primero que hay que valorar en este mundo es el trabajo bien hecho, cosa que yo puedo ofreceros, y el trabajo bien hecho no se mide por el tiempo y es enemigo de la urgencia —sentenció y, dejando por momentos el primoroso afilado al que estaba sometiendo a la navaja, me miró fijamente y preguntó—: ¿Por qué tenéis tanta prisa, si puede saberse? —Porque tengo prisa y punto —respondí bruscamente—, tengo que salir de casa antes de la oración del mediodía. Eso es todo. —Olvidaos de la prisa, pues todavía queda mucho para la oración del mediodía y lo que sobra es tiempo —dijo el barbero con aquella inconmovible flema que me sacaba de quicio—. Dicen que el apremio sólo conduce al arrepentimiento, y tienen razón. Está claro que hay algo que os preocupa en extremo y a mí lo que me preocupa es veros tan inquieto. Deben de faltar todavía unas tres horas para la oración del mediodía, pero como a mí no me gustan las conjeturas al uso de la mayoría de astrólogos, sino las afirmaciones hechas con base científica, lo comprobaré de inmediato.
Y para mi exasperación, soltó la navaja y volvió a tomar el astrolabio. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 147
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven cojo siguió explicando: —Empleando una parsimonia que hubiera sacado de sus casillas al hombre más templado, el latoso rapabarbas asió el instrumento y se entretuvo un rato en sabe Dios qué cálculos, sin dejar de contar una y otra vez con los dedos, al parecer muy concentrado en la operación, hasta que levantó la cabeza y me informó: —Efectivamente, faltan unas tres horas para la oración del mediodía, mi intuición no me engañaba. Y eso que no me he limitado a contarlo con un solo sistema de cálculo, sino que he utilizado los métodos de distintos sabios astrólogos y matemáticos. —¡Al diablo con los astrólogos y matemáticos! —prorrumpí, irritado—, por la misericordia divina, ¿me cortarás el pelo de una maldita vez o qué? Con un mohín de contrariedad, como si yo le obligara a realizar un gran sacrificio, agarró de nuevo la navaja y se dispuso a cortarme el pelo. —¡Ya era hora! —no pude más que exclamar al notar que empezaba su trabajo. —De verdad que vuestra excitación me tiene sumamente preocupado —insistió el muy ladino, incapaz de guardar silencio—, ¿por qué tenéis tanta prisa? Tal vez, si me hicierais saber cuál es el motivo, os podría echar una mano,
cualquiera que sea el asunto que tanto os angustia. Vuestro padre nunca hacía nada sin consultarme. Yo, además de desquiciado de los nervios por su cachaza y la incontenible verborrea que gastaba, empezaba a estar realmente angustiado por el asunto del tiempo; al paso que iba, se me pasaría el momento de acudir a la cita y, pensando que si satisfacía su curiosidad quizás se apuraría, le solté esta patraña: —Mira, tengo prisa porque hoy me han invitado unos amigos a su casa y no quiero llegar tarde. Les dije que llegaría apenas llamaran a la oración del mediodía y yo siempre cumplo mi palabra. —¡Alabado sea el Señor!, ¡que Dios os bendiga! —exclamó él para mi sorpresa —, acabáis de recordarme que ayer invité a unos amigos para que hoy vinieran a comer a casa, ¡lo había olvidado por completo! Ayer no fui al zoco y, claro, hoy no tengo nada que ofrecerles, ¡madre mía, qué vergüenza!, ¡qué mal voy a quedar! Por fin avisté una oportunidad de quitármelo de encima lo antes posible y, sin pensármelo dos veces, le dije: —Si es por eso, quédate tranquilo. Como ya te he dicho, hoy no voy a comer en casa, por lo que puedes llevarte toda la comida que quieras de la que tengo en la despensa y, si acabas pronto de cortarme el pelo, todavía llegarás a tiempo de prepararles un buen banquete a tus amigos. —Gracias, señor, ¡que Dios os lo pague! —me lisonjeó. Pero, al contrario de lo que había previsto, interrumpió su trabajo y me preguntó: —¿Puedo saber qué clase de comida y en qué cantidad me vais a dar? Nada más que para hacer mis cálculos y saber qué les voy a ofrecer a las amistades. —Claro, cómo no. Tengo cordero asado y diez pollos fritos —especifiqué—, puedes llevártelo todo si quieres. No sólo declaró su intención de llevárselo todo, sino que me pidió que le mostrara la comida para que pudiera hacerse una idea exacta de lo que había. Aunque, evidentemente, su petición me pareció de bastante mala educación, con tal de que se quedara tranquilo y volviera a la faena lo antes posible, le dije al
criado que la trajera y el barbero la examinó a placer, tomándose un tiempo que juzgué exagerado. —¡Perfecto! —dijo, al fin, y, sin pelos en la lengua, añadió—: Con esta comida será más que suficiente. De todos modos, no hay que olvidar un detalle importante: la bebida. Si no es mucho pedir, ¿podríais darme también algo de bebida? De poder, le hubiera estampado la comida en su cara dura pero, para no perder más tiempo, le ordené al criado que trajese dos garrafas de vino y le dije que eran suyas. El barbero, aún no satisfecho, me pidió aperitivos y frutas, cosa que el criado también trajo y, además, en prevención de más peticiones, le hice traer áloe, ámbar, almizcle y otros perfumes que él, frasco por frasco, destapó y olió con deleite sin reparar en mi evidente indignación. —¡Qué generosidad la vuestra! Está claro que, en el fondo, sois un buen muchacho, un alma noble y desprendida. No se podía esperar otra cosa de vos, desde luego, teniendo en cuenta vuestros orígenes y la familia de la que procedéis. No sé si agradeceros a vos el gesto o agradecerlo a vuesto padre — dijo, y, para redondear, recitó:
La educación del padre se refleja en el hijo, pues lo que hace crecer al árbol son las raíces.
El tiempo se nos echaba encima y yo, con el pelo a medio cortar, estaba al borde de un ataque de nervios. Me controlé no sin esfuerzo, le mandé al criado que pusiera la comida y los perfumes en una caja y le dije al barbero: —Acaba de cortarme el pelo, por lo que más quieras, y después toma todo esto y vete. Sin prisas, por supuesto, agarró de nuevo la navaja y continuó su trabajo; eso sí, sin dejar de darle a la sin hueso, continuó diciendo: —¡Qué gran banquete nos daremos hoy en casa!, y todo gracias a vos, ¡que Dios
os conserve el bienestar y la abundancia por muchos años! Aunque, a decir verdad, entre mis huéspedes quizás no haya ninguno que merezca tanto; son gente humilde, pero honrada, eso sí. Fijaos a quién he invitado: a Santut, que es bañero; Salí, cerealero; Salut, vendedor de habas; Akrasha, verdulero; Said, camellero; Suaid, porteador; Hamid, basurero; Abú Makarish, portero de unos baños; Cusaim, sereno y Karim, que es palafrenero. Son hombres sencillos, sí, pero entre ellos no hay ninguno que sea desagradable, antipático, cotilla o pendenciero. Cada uno cuenta sus chistes, recita los versos que quiere y tiene su canción preferida, que canta y baila como le apetece. Pero su mejor cualidad, sin duda, es que no son gente que hable por hablar ni dada al comadreo; como un servidor de vos, vaya. El bañero, por ejemplo, toca el tamboril y canta con mucha gracia la canción de «Llena la jarra, madre, que ya he vuelto», y el cerealero… La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 148
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven cojo siguió explicando lo que el barbero, alias «el Taciturno», le había dicho: —…bueno, el cerealero canta y baila mejor que nadie la tonadilla de «¡Oh, plañidera querida!, ¡oh, señora mía!, conmigo no fuiste esquiva, no, no…», etcétera. Os aseguro que al oírle todo el mundo se queda sin resuello, de tanto reír. Y el basurero, ¡ay, el basurero, un tipo increíble!, toca el pandero y canta: «En mi vecindario, señores, todo se guarda en un cajón, en un cajón sin fondo, sin trampa ni cartón…», en fin, qué deciros de Hamid, el basurero, tendríais que conocerle, un hombre alegre, ingenioso y divertido, al que dedicaría sin dudarlo
los versos de:
Mi vida daría por ti, gentil basurero, que con tu gallardía me has cautivado.
El destino te ha traído a mi y te digo: día a día por ti crece mi sentimiento.
En mi corazón tu llama prendiste y me dices: no es raro que un basurero una pira encienda.
Todos los que asistirán al convite, de hecho, son gente sana y jovial, y con ellos la diversión está asegurada —prosiguió el barbero, a la vez que me cortaba, con una indolencia exasperante, el pelo—. ¿No os gustaría venir conmigo y participar en nuestra reunión? En vuestro estado os conviene distracción; pura, llana y simple distracción, cosa que quizás vuestros amigos no puedan proporcionaros y, además, conoceríais a gente nueva y simpática, ¿qué os parece?, ¿os apuntáis? Naturalmente, rehusé la invitación y le dije: —Creo que por hoy ya he tenido suficiente diversión. Otro día, si Dios quiere, me reuniré con vosotros, pero hoy no es posible, tengo compromiso. Lo que deberías hacer ahora es apresurarte a terminar el trabajo, que seguramente tus amigos ya te están esperando. —Me gustaría presentároslos —reiteró él—, estoy seguro de que apreciaríais la compañía de un grupo de hombres discretos, sensatos y ni pizca de chismosos, nunca se meten donde no les importa y, además, os quitarían todas las
preocupaciones de encima con sus historias y sus bromas. Dudo mucho que con vuestros amigos os divirtáis tanto. Fastidiado de su machaconería, le deseé que se lo pasara muy bien con sus amigos y le repetí que, por más que insistiera, aquel día yo no podía reunirme con ellos, que ya tendría más adelante ocasión de conocerles. —Me sabe mal que no vengáis hoy, de verdad —dijo el barbero—, pero, si tan ineludible es vuestro compromiso, lo dejaremos para otro día. ¡Es una pena! Y entonces, para colmo de males, propuso: —De todos modos, cuando acabe de cortaros el pelo, iré a casa a llevarles la comida y luego volveré para acompañaros al lugar en el que habéis quedado. Veo que todavía estáis bastante débil y no os conviene ir solo a ninguna parte; si algo os ocurriera, me sentiría responsable. Por otra parte, mis amigos pueden empezar a comer sin mí, hay confianza entre nosotros y estoy seguro de que no les importará. —¡De ningún modo! —exclamé, horrorizado ante semejante amenaza—, no necesito para nada que me acompañes. Vete a tu casa tranquilamente, atiende a tus invitados y a mí déjame en paz. —¡Dios me libre de dejaros ir solo por estas calles! Os acompañaré hasta la casa de vuestros amigos y no se hable más —se obstinó. Tenía que quitarle aquella idea de la cabeza como fuese y se me ocurrió decirle: —Mira, la reunión a la que voy a asistir es estrictamente privada, no es una fiesta cualquiera y no puedo revelar a nadie el sitio en el que tendrá lugar o, de lo contrario, mis amigos se enfadarían conmigo, ¿entiendes? O sea que no insistas. —¡Ah, pícaro! Tened en cuenta que soy gato viejo y a mí no se me engaña tan fácilmente —replicó en tono burlón—. Si fuerais simplemente a una reunión de amigos no tendríais inconveniente en que os acompañara, ¿no será que tenéis cita con alguna moza? La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad.
«Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 149
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven cojo siguió explicando: —Me quedé mudo de asombro, tanto por su sagacidad como por su impertinencia, y el barbero, sin darse por vencido, siguió hablando: —Si es así, tal como sospecho, no debéis preocuparos, porque también yo puedo ayudaros en eso. Os acompañaré para que nadie os vea entrar solo en casa de una dama, sería peligroso, y más teniendo en cuenta que es viernes. Ya sabéis lo estricto que es el valí de la ciudad y si alguien os denunciara… Llegado a este punto, perdí los estribos y le grité: —¡Cierra el pico, viejo alcahuete! ¿Quién te has creído que soy? ¡A otro perro con ese hueso! —¡Alto, parad el carro!, ¿no os da vergüenza insultarme de esta manera? Lo único que quiero es ayudaros, con toda mi buena intención, ¡no tenéis derecho a tratarme así! —respondió, indignado. Con la discusión, nuestro tono de voz había subido mucho y, temeroso de que nos oyeran los vecinos y se montara un escándalo, decidí callarme. Entonces empezaron a resonar las voces de los almuédanos proclamando el «Dios es Grande» y el corazón me dio un vuelco, ¡había llegado la hora de la oración! y, casi al mismo instante, el insoportable barbero me anunció que había terminado el trabajo. —Bien, pues toma la comida y vete a tu casa —le dije, adoptando una actitud conciliadora— y, por si aún quieres acompañarme, te esperaré aquí hasta que
vuelvas. Yo no tenía ni la más remota intención de esperarle, se lo dije solamente con el deseo de perderle de vista y poder escaparme en cuanto se hubiera marchado. Pero el viejo astuto se olió la tostada. —Por supuesto que quiero acompañaros, pero mucho me temo que lo que vos queréis es darme esquinazo —manifestó—. Por favor, os ruego que me esperéis o, de lo contrario, podríais meteros en un lío gordo. Sólo pretendo asegurarme de que no os pase nada. —Claro que te esperaré —mentí—, vete tranquilo y lleva la comida a tus amigos, que ya se estarán impacientando. El barbero tomó la caja de comida por un lado y las garrafas de vino por otro y, después de repetirme que hiciera el favor de esperarle, se fue. ¡No sabéis el alivio que me produjo verle desaparecer por la puerta! Lo que yo no sospechaba era que él no pensaba irse a su casa, pero no quiero adelantaros acontecimientos, ya veréis lo que ocurrió. Acabé de vestirme en un periquete, salí de casa precipitadamente y me fui corriendo a casa del gran cadí, a la que llegué a la hora en que los creyentes estaban escuchando el sermón del imam en la mezquita. Di los tres toques a la puerta y me abrió la vieja mediadora que, con muestras de impaciencia, me recriminó el hecho de haber llegado tarde, a lo que yo respondí que ya tendría ocasión de explicarle el porqué de mi tardanza. Subimos por una escalera para dirigirnos a la habitación de la muchacha y, como quiera que en el rellano del primer piso había una ventana, eché un vistazo a través de ella y, ¿a qué no sabéis a quién vi, plantado en medio de la calle, delante de la casa del cadí? ¡Al maldito barbero entrometido! Me quedé clavado en el sitio, observándole con odio y preguntándome cómo se habría enterado de lo mío, sin hacer caso de los ruegos de la vieja para que me apresurara a subir. Conjeturé que habría confiado la caja y las garrafas a manos de algún porteador y habría estado al acecho, escondido en algún portal cercano a mi casa, para seguirme y averiguar dónde iba realmente. El muy canalla me había seguido, no tenía otra explicación, era más porfiado y vivo de lo que me había figurado y, desde luego, más ligero de lo que su avanzada edad hacía suponer. A todo esto, la oración comunitaria del viernes tocó a su fin y, por las voces que nos llegaron desde el vestíbulo, supimos que el cadí había regresado a casa. La vieja, nerviosa y enojada, me
indicó que me ocultara tras un baúl que había en el rellano de la escalera y así lo hice, muerto de miedo, todo hay que decirlo. Desde mi escondite, escuché una discusión que tuvo lugar entre el amo de la casa y una esclava, que acabó con el azotamiento de la muchacha y de otro sirviente que había intervenido a su favor. Al parecer, los gritos de los azotados se oyeron desde la calle, porque al poco tiempo oí, con horror, la inconfundible voz del barbero que se desgañitaba reclamando auxilio al vecindario pues, según lo que proclamaba a voz en grito, el cadí estaba moliendo a palos a su señor e iba a matarle. «Su señor», desgraciadamente, no era otro sino yo, según entendí, pues el cretino había creído que era a mí a quien estaban azotando en casa del cadí. Los vecinos acudieron a la llamada y se formó un tumulto increíble frente a la casa. Y no contento con eso, el barbero se fue a buscar a mis criados que, junto a él, se presentaron chillando como locos y reclamando al cadí que les devolviera a su señor, vivo o muerto. En definitiva, por culpa del insensato barbero, entre todos organizaron un escándalo de mucho cuidado. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 150
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven cojo siguió explicando: —Entre la alterada muchedumbre pronto corrió el bulo de que el cadí me había matado a golpes y, con gran espanto, oí gritos de «¡Asesino!» dirigidos contra el cadí, que, sorprendido por semejante alboroto, mandó a uno de sus criados para que se enterara de qué era lo que estaba sucediendo en la calle. El criado le
informó de que una multitud de gente exaltada le acusaba a él de haber golpeado hasta la muerte a un inocente ciudadano y el cadí, indignado, se precipitó hacia la calle para aclarar el asunto. —¡Orden, calma! —vociferó hasta lograr que los gritos se apagaran—, ¿qué significa todo este alboroto?, que alguien me aclare inmediatamente el embrollo. —¡Habéis matado a nuestro señor! —le increpó uno de mis criados. —¿Qué disparate dices?, ¿a qué señor te refieres? —replicó el cadí, desconcertado—, no entiendo nada de nada. —¡No os hagáis el despistado! Sabéis perfectamente de qué os estamos hablando —intervino, cómo no, el dichoso barbero—, yo mismo oí cómo golpeabais brutalmente a mi señor, un joven noble y honrado, hasta causarle la muerte, no intentéis eludir vuestra responsabilidad. —Repito que no sé de quién me hablas —se defendió el cadí que, por su tono de voz, parecía intimidado—, yo no he golpeado a ningún señor y mucho menos le he causado la muerte, ¿cómo podría haber entrado un desconocido en mi casa sin que yo me enterara? —¡Venga, no disimuléis! —le reprochó el barbero. Y, erigido ya en portavoz de la multitud, continuó diciendo: —Os advierto que conozco bien todos los pormenores del asunto. Vuestra hija y mi señor están enamorados, se habían encontrado hoy en vuestra casa sin que lo supierais, les habéis descubierto y, de forma totalmente injusta, habéis descargado vuestra ira contra él, golpeándole hasta la muerte, ¡por el único delito de estar enamorado! Pero este caso no acabará aquí, os lo aseguro, porque pienso denunciarlo al gobernador. Al menos, si es que tenéis vergüenza, entregad el cuerpo del finado a la familia para que pueda recibir un entierro digno. Si no lo hacéis vos, yo mismo entraré a buscarlo. Su amenaza debió de asustar al cadí, porque algo más apocado le dijo al barbero: —Entra, pues, adelante, ve a buscar el cadáver de tu señor y veremos si es verdad lo que dices.
El barbero no se lo hizo repetir y entró en la casa, y a mí, al oír sus pasos en la escalera, no se me ocurrió otra cosa que meterme dentro del baúl para que no me encontrara. Pero el sinvergüenza parecía tener un sexto sentido, porque nada más pisar el rellano del primer piso, vino directamente hacia el baúl y se lo cargó a la espalda. Con el baúl a hombros descendió por la escalera y salió a la calle y yo, desesperado por librarme del acoso de aquel bellaco, abrí el baúl y salté, con tan mala suerte que, al apoyar el pie en tierra, me lo quebré. Aprovechando el desconcierto de la multitud, arrojé al aire el dinero que llevaba en el bolsillo y así, con la gente entretenida recogiendo monedas del suelo, empecé a correr como pude, a pesar de que el pie roto me dolía enormemente. Pero ni de este modo conseguí zafarme del barbero que, al verme salir huyendo, no hizo otra cosa que soltar el baúl y correr detrás de mí. El condenado me perseguía sin darme respiro y yo, gimiendo y renqueando, me metía por calles y callejas sin lograr despistarle. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», replicó Shahrasad.
Noche 151
Así pues, llegada la noche y a instancias de su hermana, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el joven cojo siguió explicando: —Enzarzados en esta persecución de locos, el barbero no cesaba de gritarme: —¡Señor, por favor, parad un momento y escuche! ¿A dónde queréis ir? ¡En casa del cadí querían mataros y yo os he salvado! ¿No os dije que no fuerais solo? ¡Qué poco razonable sois! ¡Yo sólo quiero protegeros!
De esta manera llegamos al zoco y cuando me encontraba exhausto, al borde de mis fuerzas, me metí en un almacén al doblar una esquina y, por fin, conseguí esquivar a mi contumaz perseguidor. Le conté mi problema al encargado del almacén que, muy amablemente, se ofreció a esconderme durante el tiempo que fuera necesario. Sin embargo, yo era consciente de que no podía permanecer escondido siempre y que, tarde o temprano, si me quedaba en Bagdad, volvería a toparme con el infausto barbero, por eso tomé una resolución drástica. Con la ayuda del encargado, que mandó llamar a un escriba y testigos, redacté en el almacén un testamento por el cual dejaba mi casa y mi dinero a mis familiares y, con la intención de irme lo más lejos posible de Bagdad, me uní a una caravana de viajeros con la que llegué a vuestro país y donde he vivido muy tranquilo, hasta el día de hoy —recalcó el joven, lanzando una mirada de resentimiento al barbero—, en que, ¡vaya fatalidad la mía!, he tropezado de nuevo con este pájaro de mal agüero. Después de lo que os he contado, ¿cómo queréis que me quede tranquilo en su compañía?, ¿entendéis por qué no sólo quiero abandonar cuanto antes la reunión, sino también el país? Sobrecogidos con la historia del joven, todos miramos con antipatía al singular barbero y el amo de la casa le preguntó: —Maestro, ¿es verdad lo que nos ha dicho este joven? Lo cierto es que el barbero, impasible, había escuchado el relato del joven sin interrumpirle ni un momento y, aprovechando la oportunidad que le brindaba el anfitrión, adoptó un aire muy digno y, con actitud desafiante, contestó: —Pensad lo que queráis, pero si no hubiera hecho lo que hice, este joven no estaría cojo, ¡estaría muerto! Yo no le quería ningún mal, todo lo contrario, actué siempre con la intención de favorecerle. Sabe Dios que soy un hombre de bien y no un vulgar charlatán ni un chismoso. Si lo creéis oportuno y estáis dispuestos a escucharme, puedo contaros algunas anécdotas relacionadas con mis hermanos que os dejarán patitiesos, para que veáis que quien tenéis delante no tiene nada que ver con el tipo de persona que os ha pintado este joven que, con todos los respetos, ha demostrado ser bien poco juicioso. Picados por la curiosidad, nos mostramos dispuestos a atenderle, y el barbero nos contó:
El barbero de Bagdad
Yo viví en la Bagdad califal de Mustansir Bilah —hijo de Mustadí Bilah—, quien, por cierto, era una persona sensible hacia los problemas de los pobres y desamparados y le gustaba departir con intelectuales y hombres de bien. En una ocasión, creo recordar que era un día de fiesta, encargó al alguacil que detuviera a diez salteadores de caminos que eran el terror de las vías públicas. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Shahrasad.
Noche 152
Por la noche, Dinarsad pidió a su hermana que, si no dormía todavía, les siguiera contando la historia para que la velada fuera más agradable. Shahrasad accedió encantada. Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero dijo al grupo que le escuchaba: —El alguacil, cumpliendo estrictamente las órdenes del califa, los detuvo en las afueras de la ciudad y los trasladó en barca hasta palacio. Yo, al verlos, pensé que se trataba de un grupo que se había reunido para celebrar algún acontecimiento y que tenían intención de pasarse el día comiendo y bebiendo en la barca. Así que, en un arrebato, decidí invitarme a mí mismo y me deslicé al interior de la embarcación. Ante mi gran sorpresa, en el desembarcadero real nos esperaba un funcionario de la policía con un grupo de colaboradores, que nos encadenaron —a mí también— de inmediato para presentarnos ante el califa. Yo, puesto que me considero una persona discreta y educada, no me atrevía a
protestar. Pero el califa, nada más tenernos en su presencia, ordenó que cortaran la cabeza a los diez hombres, sin percatarse de que, en aquel momento, eran once los que tenía delante. El verdugo nos hizo arrodillar allí mismo, en presencia del califa, desenvainó la espada y empezó a cortar cabezas, hasta un total de diez, dejándome a mí con vida. Su majestad, al ver que yo seguía vivo, se dirigió al verdugo con estas palabras: —¡Maldito seas! ¿Se puede saber por qué has cortado la cabeza solamente a nueve? —Bien sabe Dios —replicó el verdugo— que si su majestad me ha ordenado que cortara diez cabezas yo no habría cortado solamente nueve. —Pues éste que sigue vivo es el décimo —dijo el califa. —¡Dios mío! No puede ser, os juro que he cortado la cabeza a diez. Y, para salir de dudas, hicieron el recuento de las cabezas cortadas, que, efectivamente, resultaron ser diez. Ante la evidencia de los hechos, pues, el califa me miró y me dijo: —¿Qué haces tú aquí? ¿Podrías decirme cómo es posible que un hombre de tu edad se haya mezclado con una banda de salteadores? Desde luego, esto significa que no tienes dos dedos de frente. La verdad es que este comentario del califa hirió mi amor propio. De modo que me puse en pie inmediatamente y le dije: —Con la venia, majestad, os diré que yo soy una persona extremadamente discreta —tanto que me llaman el Taciturno—, precisamente porque soy una persona educada y tengo unos conocimientos tan vastos de ciencia, filosofía y retórica que difícilmente alguien me puede igualar. Es más, soy un hombre comprensivo, mesurado, inteligente, metódico y escrupuloso hasta límites insospechados. Ahora, pues, voy a explicaros las circunstancias precisas de mi encuentro con este grupo de malogrados rufianes. Me encontraba yo en las afueras de la ciudad cuando he visto la barca en la que iban los diez delincuentes y, creyendo que se disponían a celebrar una fiesta, me he unido a ellos. Y, al desembarcar, he podido ser testigo del desgraciado fin que les esperaba.
Creedme, majestad, yo siempre he procurado hacer el bien a todo el mundo, y, aun así, más de una vez he recibido escarmiento. El califa se echó a reír a carcajadas. Quizás porque se dio cuenta de que, en realidad, yo era una buena persona, y de pocas palabras. —¿Y en tu familia todos son como tú, Taciturno? —me preguntó el califa Mustansir. —¡Ni pensarlo, majestad! Sólo os diré que ninguno de mis seis hermanos se parece en nada a mí, ni físicamente ni de carácter. Para empezar, todos tienen un defecto físico —uno es jorobado, el otro cojo, otro ciego, otro tuerto, el quinto es desorejado y el sexto es labihendido— y, además, todos son mucho menos íntegros y más parlanchines que yo. Si os parece bien, majestad, os contaré la historia de cada uno para que sepáis como se produjeron sus respectivos defectos. Mi hermano mayor era sastre. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Shahrasad.
Noche 153
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana que, si no dormía todavía, siguiera contando la historia para que la velada fuera más agradable. Shahrasad accedió encantada. Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero explicó al grupo que le escuchaba lo que había narrado al califa: —Mi hermano mayor, el jorobado, era sastre y ejercía en Bagdad, en un local que había alquilado justo delante de la casa de un hombre acaudalado. Y en el patio que los separaba había un molino de sangre. Un día, mientras mi hermano
estaba atareado tejiendo, alzó un momento la vista y vio, en la casa de enfrente, a una bellísima mujer que contemplaba a los transeúntes. Aquella visión hizo que se le inflamara el corazón de pasión y en todo el día no pudo hacer nada más, pues sólo estaba pendiente de la hermosa mujer que asomaba por la ventana. Huelga decir, pues, que, al atardecer, mi hermano se retiró a casa con una profunda tristeza. Pero, a la mañana siguiente, en lugar de empezar a trabajar se puso también a vigilar la ventana. Efectivamente, al poco rato, la mujer volvió a aparecer y, sólo cruzarse sus miradas, él perdió el conocimiento. Pero, aun al recuperarlo, fue incapaz de ponerse a trabajar, por lo que regresó a casa, triste y desconsolado. El tercer día empezó de idéntica manera, sólo con la particularidad de que ella se dio cuenta de que mi hermano no le quitaba los ojos de encima, y se echó a reír. Mi hermano le correspondió también con una discreta sonrisa. Aunque la mujer desapareció pronto de la ventana, mi hermano tuvo noticias de ella porque mandó a una de sus doncellas con un pañuelo en el que había un pedazo de tela envuelto y le transmitió el siguiente mensaje: «Mi señora os saluda y os pide que le confeccionéis un vestido de esta tela». Mi hermano accedió encantado y aquel mismo día lo cortó y cosió. A la mañana siguiente, nada más llegar a la sastrería, mi hermano recibió nuevamente la visita de la doncella, que le traía un nuevo encargo: «Mi señora os envía sus saludos y quiere saber cómo habéis pasado la noche, ya que ella no ha pegado ojo pensando en vos. Además quiere que le confeccionéis unas calzas a tono con el vestido». Mi hermano puso manos a la obra y cortó y cosió las calzas con la mayor diligencia, sobre todo porque la mujer apareció de nuevo en la ventana y no dejó que se fuera hasta que no las tuviera listas y se las entregara. Al caer la tarde, el pobre regresó a casa completamente turbado, hasta tal punto que, viéndose incapaz de procurarse nada para la cena, pidió algo de comer a un vecino. El día siguiente por la mañana, la doncella le hizo otra temprana visita para hacerle llegar otro mensaje: «Mi señor quiere hablar con vos». A mi hermano, la mención del señor le produjo más bien pánico y pensó que se habría enterado de que había tenido trato con su esposa. —No temáis —le dijo la doncella—, no ocurre nada. Mi señora quiere, sencillamente, que conozcáis al señor.
De modo que mi hermano se dirigió a casa de su acaudalado vecino con la tranquilidad de que nada ocurría y los dos hombres se saludaron afectuosamente. Así, pues, el hombre sencillamente entregó a mi hermano un gran retal de tela de calidad superior y le pidió que le confeccionara camisas. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Shahrasad.
Noche 154
Llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato. Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero siguió explicando al grupo que le escuchaba lo que había narrado al califa: —Mi hermano puso manos a la obra y, hasta la noche, cortó veinte camisas con los correspondientes zaragüelles al tono sin hacer pausa alguna, ni siquiera para probar bocado. Al entregárselos al cliente y preguntarle éste por el coste final del trabajo realizado, mi hermano pidió oro por valor de veinte dirhemes. El hombre pidió a una doncella que le trajera la balanza para pesar el precioso metal y, mientras tanto, apareció la señora, quien, con semblante mas bien irritado, reprochó a mi hermano que aceptara los dirhemes. De modo que mi hermano, aun teniendo imperiosa necesidad de cobrar —durante tres días no pudo comer nada más que dos piezas de pan ácimo—, se resignó a no aceptar nada y, sin más, se retiró. Sin embargo, la doncella, a instancias del acaudalado cliente, acudió a su casa para preguntarle por qué se había empeñado en rechazar la paga. Una vez más, el cliente quiso pagarle el trabajo realizado, pero mi hermano, temiendo la reacción de la señora, se volvió a negar a aceptar nada y, por supuesto, aquella noche no durmió de ansia y de hambre. A la mañana siguiente, nada más abrir el establecimiento, se le presentó de
nuevo la doncella para que acudiera a casa de su amo. El acaudalado vecino quería encargarle la confección de unos cuantos trajes, que, finalmente, fueron cinco. Mi hermano se pasó el día cortando y tejiendo y, al entregárselos al cliente, se vio nuevamente obligado a no aceptar la cantidad que el hombre le ofrecía porque la señora —situada detrás de su marido— le hizo señal de que se fuera sin cobrar. —No os preocupéis, no hay prisa, podéis pagarme otro día —incluso dijo al cliente. Mi hermano regresó a casa totalmente abatido: estaba enamorado sin ser correspondido, estaba arruinado, hambriento, cansado y se sentía desamparado. Pero es que, además, la mujer había informado a su marido de que mi hermano se había enamorado de ella y ambos se habían conchabado para hacer trabajar a mi pobre hermano gratuitamente. En efecto, la situación siguió así, cada vez que mi hermano entregaba al cliente el trabajo finalizado, ella le conminaba a no aceptar ni una onza de oro. Con el tiempo, marido y mujer se las ingeniaron para que mi hermano se casara con su doncella. Pero la noche de bodas no dejaron que durmiera con ella, le obligaron a pasarla en el establo, diciéndole que la debía desflorar al día siguiente. A medianoche, encontrándose mi hermano solo en el molino, apareció el molinero —seguía instrucciones del dueño— para empezar a moler trigo. Con la oscuridad, el hombre sólo apercibió que la mula —mi hermano— no se movía. —¡Maldito animal —gritó—, con la cantidad de trigo que tenemos que moler y no se mueve del sitio! Y lo ató a la rueda. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Sharasad.
Noche 155
Llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero siguió explicando al grupo que le escuchaba lo que había narrado al califa: —El molinero empezó a golpear a mi hermano en las piernas para que no parara de dar vueltas. Y, como si no supiera que estaba golpeando a un ser humano, cada vez que mi hermano quería descansar, le azotaba con más fuerza y le decía: —¡Maldita bestia!, ¿acaso has comido demasiado o qué? Al rayar el alba, el molinero se fue, dejando a mi hermano tan exhausto que se habría dicho que estaba muerto. Pero, al poco, se le presentó la doncella. —Siento mucho lo que os ha ocurrido. Y os aseguro que mi señora, preocupada por vos, no ha dormido en toda la noche —le dijo. Sin embargo, mi hermano estaba tan abatido que no pudo ni contestarle; se levantó a duras penas y regresó a su establecimiento. Aquella misma mañana, el funcionario que había celebrado el matrimonio de mi hermano con la doncella le hizo una visita y, después de saludarle afectuosamente, le dijo: —Dios os dé larga vida, señor. Veo que tenéis aspecto de haber pasado una placentera noche entre dulces caricias y abrazos. —¡Maldito mentiroso! —replicó mi hermano—. Pero si me he pasado la noche dando vueltas al molino, como si fuera una mula. Y le contó lo que le había ocurrido. —Es evidente que vuestro horóscopo y el de esa joven son incompatibles. Dicho esto, el funcionario se fue, dejando a mi hermano en el establecimiento a la espera de recibir clientes para poder trabajar y ganarse la vida. Pero de nuevo se le presentó la doncella diciéndole que su señora quería hablar con él. —No quiero saber nada de ninguno de vosotros —le contestó mi hermano,
irritado. La doncella transmitió el mensaje a su señora, quien, de nuevo, se asomó por la ventana y, entre suspiros y lágrimas, se dirigió a mi hermano con estas palabras: —Amor mío, ¿qué te ocurre? Te aseguro que yo no soy en absoluto responsable del trato que has recibido. Y aunque mi hermano hizo caso omiso de estas palabras, al verla de nuevo y contemplar su extraordinaria belleza no pudo evitar olvidar todo lo que le había ocurrido, aceptar sus disculpas y volver a sentir por ella el mismo aprecio de antes. Transcurridos unos días, la doncella se presentó ante mi hermano para hacerle llegar el siguiente mensaje de su señora: «Mi señora os saluda y os hace saber que su esposo va a pasar la noche fuera, en casa de un amigo. Aprovechando, pues, esta ausencia, os invita a venir a casa y pasar la noche con ella». La verdad, no obstante, era otra, y muy distinta. De hecho, marido y mujer se habían puesto de acuerdo en jugarle otra mala pasada a mi pobre hermano para ponerlo en evidencia delante de toda la ciudad. Mi hermano, ajeno a las triquiñuelas del matrimonio, al caer la tarde se dirigió, acompañado de la doncella, a casa de su acaudalado vecino. —¡Amor mío, estoy locamente enamorada de ti! —le dijo la esposa del vecino, a la vez que le brindaba una calurosa bienvenida. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Shahrasad.
Noche 156
Llegada la noche, Shahrasad reanudo el relato:
Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero siguió explicando al grupo que le escuchaba lo que había narrado al califa: —Así, pues, mi hermano también pidió a la señora que le diera un afectuoso beso. Pero antes de poder hacerlo, el marido salió de una habitación de la casa y empezó a amenazarle con llevarlo ante el valí. Todas las súplicas de mi hermano fueron inútiles, hasta tal punto que, sin dejar de proferir amenazas, el hombre llevó a mi hermano ante el valí, quien le infligió cien latigazos y ordenó que fuera montado en un camello y se recorrieran todas las calles de la ciudad para ponerlo en evidencia. El pregonero que acompañaba al séquito anunciaba: «Éste es el castigo más leve que recibe todo aquel que se atreve a molestar a las esposas de otro». Pero el castigo no acabó aquí. Fue desterrado, y, entonces, como no sabía a dónde ir, yo me hice cargo de él. El califa se rió a gusto con las peripecias de mi hermano, y me dijo: —Esta historia es genial, Taciturno. Y ordenó que se me entregara una remuneración y que me alejara. Pero yo le contesté: —Majestad, si me lo permitís, de ninguna manera podría irme sin antes contaros lo que les sucedió al resto de mis hermanos. De modo que, sin más dilación, pasé a contarle la historia de mi segundo hermano, Bacbaca, el cojo. Un día, al dirigirse a sus obligaciones, una anciana se le interpuso en el camino y le dijo: —Joven, si tienes un momento, me gustaría proponerte un asunto. Y si te parece bien, te lo encargo inmediatamente. La única condición —prosiguió la anciana, antes de que mi hermano le respondiera— es que no hagas preguntas. Te llevaré a un lugar fascinante, como por ejemplo una lujosa casa con jardín, agua corriente, árboles frutales, abundante vino a tu disposición y una encantadora joven presta a complacerte. ¿Qué te parece? —¿Y eso existe? —preguntó Bacbaca, entre sorprendido y escéptico.
—Ya lo creo. Y, si no haces preguntas y eres cuidadosamente discreto, puede ser tuyo. Mi hermano, sin pensarlo dos veces, se mostró de acuerdo y siguió a la anciana. —Esta muchacha que vamos a visitar ahora es muy testaruda, no se te ocurra llevarle nunca la contraria. Si la complaces y estás siempre de acuerdo con ella, la podrás poseer fácilmente. —No os preocupéis, así lo haré —dijo Bacbaca. Al llegar a las puertas de la casa, que, ciertamente, era enorme y suntuosa, los numerosos sirvientes apostados en la entrada interrogaron a mi hermano acerca del objetivo de su visita. —No hagáis preguntas —respondió en su lugar la anciana—. Es un operario que necesitamos. Prosiguieron hasta el interior y lo primero que encontraron fue un bello patio ajardinado, con un aspecto nunca visto. La anciana ordenó a mi hermano que se acomodara allí y que esperara. No había transcurrido mucho rato cuando oyó el vocerío de un grupo de jóvenes que se acercaban y que acompañaban a una joven de aspecto radiante. Al pasar junto a él, mi hermano se levantó en señal de respeto. La muchacha se dirigió inmediatamente a mi hermano y, después de saludarle con efusión, le invitó a sentarse de nuevo. —Dios nos ha bendecido con tu presencia —le dijo la joven. —La bendición es mía por haberos encontrado —respondió él. Una vez sentados los dos, la joven ordenó que les trajeran la más exquisita comida. Durante el ágape, ella no cesó de reír ni un momento, y cuando mi hermano la miraba parecía mover la cabeza en dirección a las doncellas como si se burlara de ellas. Esta espontánea actitud no sólo hizo que mi hermano se encariñara con ella sino que también le hizo pensar que se había enamorado de él. Llegado el momento de servirles el vino, aparecieron otras diez bellísimas doncellas con los respectivos laúdes y empezaron a cantar con una voz y un tono que emocionaron a mi hermano. Mientras escuchaban las melodías, la joven
llenó su copa y la de mi hermano y se levantaron para brindar. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Shahrasad.
Noche 157
Llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero siguió explicando al grupo que le escuchaba lo que había narrado al califa: —Estando ambos de pie con la copa en las manos, y sin motivo alguno, ella le asestó un golpe en la cabeza. Mi hermano quiso alejarse y huir, pero la anciana le hizo señal de que se mantuviera firme. Así, la joven le ordenó que se sentara de nuevo y, como si el golpe que ella misma le había asestado no hubiera sido suficiente, ordenó a sus doncellas que también le pegaran. —Esto es lo mejor que he visto en mi vida —comentó la joven. —Por supuesto, señora —asintió la anciana. Cuando consideró que ya le habían azotado suficientemente, la joven ordenó a las mismas doncellas que lo perfumaran con incienso y le rociaran agua de rosas. —Que Dios te pague tu discreción. Has venido a mi casa y has cumplido al pie de la letra con mi condición, porque de no haberlo hecho te hubiera echado, como hago con todo aquel que no tiene la paciencia que yo exijo. De modo que puedes aspirar a conseguir tu objetivo. —Estoy a vuestras órdenes, señora —dijo Bacbaca.
Acto seguido, la joven ordenó a todas las doncellas que cantaran alegremente y dio instrucciones a una de ellas de que se llevara a mi hermano para ocuparse de él. —Decidme —preguntó mi hermano a la anciana—, ¿qué pretenden hacer conmigo? —Nada malo, no te preocupes —respondió la anciana—. Solamente te van a teñir las cejas y te van a rasurar el bigote. —El tinte de las cejas me lo podré quitar lavándome, pero lo de rasurarme el bigote ya es más problemático —objetó mi hermano. —Más vale que procures no contrariar a tu anfitriona —le advirtió la anciana—. Creo que se ha enamorado de ti. Así, pues, mi hermano no tuvo más remedio que resignarse a que le tiñeran las cejas y le afeitaran el bigote. Con la misión cumplida, la doncella regresó ante su señora, quien le ordenó que le afeitara también la barba. Y así lo hizo. —Deberás alegrarte —dijo la anciana a Bacbaca—, todo esto es señal de que se ha enamorado locamente de ti. Si tienes un poco más de paciencia, podrás conseguir de ella lo que quieres. La doncella, después de afeitarle la barba, presentó a mi hermano a su señora, quien se mostró encantada con su nuevo aspecto, se rió largamente y a gusto y le dijo: —Tu buena conducta me ha sorprendido gratamente. Te has ganado mi confianza. A continuación le conminó a que se pusiera a bailar, cosa que mi hermano Bacbaca hizo gustoso, pero encontrándose con la sorpresa de que la señora y sus doncellas le empezaron a lanzar todo tipo de objetos que tenían al alcance de la mano. Y tan fuertemente se los lanzaban que mi hermano cayó al suelo desmayado a causa de los golpes y las contusiones. Al recobrar el conocimiento, la anciana le dijo, en tono muy seguro: —Vas a conseguir lo que te propones.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Shahrasad.
Noche 158
Llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero siguió explicando al grupo que le escuchaba lo que había narrado al califa: —La anciana dijo a mi hermano Bacbaca que entonces, para conseguir su deseo, sólo le quedaba una cosa por hacer, y le explicó: —Debes saber que esta joven, cuando se emborracha, tiene la costumbre de no permitir a nadie que la posea sin antes desnudarse completamente y perseguirla, con el pene totalmente erecto, por todos los rincones de la casa. Así pues, ya puedes empezar a desnudarte. Mi hermano, siguiendo el consejo de la anciana, se quitó toda la ropa, quedándose como Dios lo había traído al mundo. Por su parte, la joven hizo exactamente lo mismo, quedándose solamente con los calzones, y dijo a mi hermano: —Si quieres poseerme, debes seguirme hasta darme alcance. Y, sin más, empezó a correr de estancia en estancia para que mi hermano, ahora ya con la verga erguida, la persiguiera como un enajenado. Pero la joven entró de repente en una habitación donde reinaba la más absoluta oscuridad y mi hermano la perdió de vista. Sin embargo, guiándose por un leve destello de luz, consiguió salir. Pero ¡qué sorpresa!, pues se encontró en medio del mercado de pieles, que en aquellos momentos estaba abarrotado de vendedores y público. Evidentemente, la reacción de quienes le vieron de aquella guisa —
completamente desnudo, con el miembro erecto, sin barba y las cejas teñidas de color rojo— fue de rechazo y censura. Y, como una sola persona, empezaron a gritarle y a golpearle con los objetos que tenían a mano hasta que cayó desmayado. No obstante, aun no contentándose con este castigo, lo montaron en un burro y lo llevaron hasta las puertas de la ciudad. El valí acudió para cerciorarse de lo acontecido y, al ser informado de que Bacbaca había salido con aquel aspecto de la casa del visir, ordenó que le infligieran un castigo de cien latigazos y que fuera expulsado de la ciudad. Así fue cómo yo, majestad, me hice cargo de él. Conseguí, secretamente, hacerle entrar de nuevo en la ciudad y, muy generosamente, le cuidé. No dudéis, pues, de mi talante desinteresado. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Shahrasad.
Noche 159
Llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato. Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero siguió explicando al grupo que le escuchaba lo que había narrado al califa: —Mi tercer hermano, majestad, era ciego. Un buen día, la Providencia le llevó a una casa enorme a cuya puerta decidió llamar con la esperanza de que el dueño le abriera y le pudiera pedir una limosna. Pero cuando el dueño preguntó quién llamaba, mi hermano no respondió. Transcurridos unos instantes, mi hermano volvió a aldabear, pero tampoco esta vez contestó a la correspondiente pregunta del dueño de la casa. Finalmente, ante la insistencia de mi hermano, el propietario se acercó con paso acelerado a la puerta y la abrió. —¿Se puede saber qué queréis? —le inquirió en tono airado.
—Una limosna, por el amor de Dios. —¿Sois ciego? —Sí, señor. —Pues de la mano —le dijo el amo de la casa. Mi hermano creía que el propietario le daría algo de comer, pero se equivocaba. El hombre le tomó de la mano para ayudarle a entrar y le condujo por tramos y tramos de escaleras hasta que llegaron a la parte más alta de la casa. Mi hermano estaba convencido de que allí, finalmente, el hombre le daría algo de comer. Pero también su suposición resultó ser errónea porque le invitó a sentarse y le interrogó de nuevo acerca del motivo de su visita. —Solamente quiero una limosna, por el amor de Dios Excelso —repitió mi hermano. —Dios os proveerá —se limitó a decir, escuetamente. —¿Y por qué no me habéis dado esta respuesta abajo? —preguntó mi hermano, sorprendido. —¿Y por qué, abajo, no habéis dado respuesta a mi primera pregunta? —replicó el hombre. Mi hermano no supo qué responder, lo único que se le ocurrió fue preguntarle qué pretendía hacer con él, ya que le había invitado a sentarse. —Absolutamente nada —dijo el propietario, sin inmutarse—. Es más, no tengo nada que ofreceros. —Así, pues, ayude a bajar hasta la calle —le rogó mi hermano. —Adelante, tenéis el camino libre —respondió el hombre, sin moverse de su asiento. De modo que mi hermano no tuvo más remedio que iniciar solo el descenso, pero cuando le faltaban aún una veintena de escalones para llegar a la puerta resbaló y se cayó de bruces, rodando hasta la calle y propinándose un fuerte
golpe en la cabeza. Casualmente, dos colegas suyos, también mendigos ciegos, pasaban por allí cuando mi hermano intentaba incorporarse y le preguntaron qué le había ocurrido. —No queráis saberlo —les dijo, antes, por cierto, de contarles con todo detalle la peripecia que acababa de vivir, y añadió—: Hoy necesitaría una parte del dinero que tenemos en común. Pero mi hermano no sabía que, cautelosamente, el propietario de la casa le había seguido y estaba escuchando la conversación que mantenía con sus colegas. Y tampoco supo que el hombre les seguía en su camino hacia el escondite donde la pandilla se repartía y guardaba la recaudación de sus mendicidades. Nada más entrar, mi hermano ordenó a sus colegas que cerraran la puerta y que registraran palmo a palmo todos los rincones para asegurarse de que no se había escondido allí ningún intruso. El propietario de la casa, que había conseguido infiltrarse entre ellos, tuvo miedo de que lo encontraran y, viendo una soga que colgaba del techo, se encaramó en ella para quedar fuera del alcance táctil de los mendigos ciegos. Así, pues, después de inspeccionar minuciosamente el escondite y no encontrar a nadie, se dispusieron a contar la recaudación conseguida hasta aquel momento y que resultó ser, nada más y nada menos, de diez mil dirhemes. Mi hermano se quedó la parte que le correspondía porque la necesitaba para comer y el resto lo guardaron en un agujero bajo tierra. Después del reparto, se sentaron a comer y, de repente, a mi hermano le pareció percibir, a su lado, una manera extraña de masticar. —Creo que entre nosotros hay un intruso —dijo. Y, sin más dilación, alargó la mano y sujetó al propietario de la casa, que, efectivamente, se había sentado con ellos a comer. Mi hermano lo agarró con fuerza, asegurándose de que no podría huir, mientras sus compañeros se le echaban encima y le golpeaban con fuerza. —¡Socorro! —gritaron los asustados ciegos. —Nos ha entrado un ladrón en casa que nos lo quiere robar todo! Una muchedumbre acudió al lugar para ver qué pasaba, pero el intruso tuvo la precaución de fingir que también era ciego y que formaba parte del grupo para que la gente no pudiera también acusarle de lo que le acusaban los mendigos.
—Sólo Dios y el sultán tienen autoridad para declarar culpable a alguien —dijo mi hermano. Así consiguió que se presentaran los guardianes de turno y que los condujeran a todos ante el valí. Cuando el valí les preguntó qué problema tenían, el intruso se le dirigió con estas palabras: —Dios salve al sultán. Por mucho que seáis vidente, señor, nada conseguiréis ver sin antes infligirnos un castigo ejemplar. De modo que ya podéis empezar a flagelarnos, primero a mí y luego a éste —y señaló a mi hermano. Y lo que ocurrió, majestad, fue que el intruso que se hacía pasar por ciego recibió inmediatamente cuatrocientos dolorosos azotes. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Shahrasad. Y el rey pensó: «No la mataré hasta que no haya oído lo que les sucedió a todos los hermanos de este pesado barbero y al rey de la China con el sastre, el médico judío, el cristiano y el intendente. Pero cuando lo sepa, la mataré, como a las otras».
Noche 160
Llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero siguió explicando al grupo que le escuchó lo que había narrado al califa: —Los cuatrocientos azotes que recibió el ciego fingido le causaron tan terrible dolor que abrió un ojo y, transcurridos unos instantes, abrió el otro.
—Pero bueno —exclamó el valí al verlo—, ¿se puede saber qué es esto? —Señor, si me prometéis el perdón, os lo contaré todo. —Y prosiguió, habiendo conseguido que el valí le diera su palabra de que le perdonaría—: Sabed que los cuatro somos videntes, pero que nos hacemos pasar por ciegos para entrar impunemente en casa de la gente, acometer a sus mujeres y robar todo lo que podemos. Con esta práctica picaresca hemos conseguido un botín de diez mil dirhemes. Pero hoy, al reclamar mi parte de lo recaudado, es decir, dos mil quinientos dirhemes, mis colegas se han vuelto contra mí y, en lugar de darme lo que me correspondía, me han propinado una fuerte paliza. Ahora, señor, sólo me queda apelar a vuestra ayuda y a la de Dios. De todos modos, si queréis verificar lo que os acabo de decir no tenéis más que azotarles el doble de lo que me habéis azotado a mí y veréis cómo abren los ojos. El valí, creyendo que el individuo decía la verdad, ordenó a sus esbirros que dieran una fuerte paliza a los otros tres. El primero en recibir su merecido fue, precisamente, mi hermano, a quien ataron a una tabla para inmovilizarlo y azotarle más cómodamente. —Conque fingís ser invidentes, ¿eh? —les dijo el valí. —Por Dios, señor, ninguno de nosotros ve absolutamente nada, podéis creerme —replicó mi hermano. Sin embargo, recibió los azotes que había ordenado el valí y cayó desmayado a causa del dolor. —Esperad que recupere el conocimiento —dijo el intruso al valí—, y volved a azotarle, pues éste soporta muy bien las palizas. Mientras, los otros dos recibieron también su merecido: más de trescientos golpes. «Si no abrís los ojos, os pegarán otra vez», les decía el intruso. Pero ninguno de los dos pobres ciegos pudo. —Señor —dijo entonces el intruso al valí—, podéis estar seguro de que no quieren abrir los ojos para no ponerse en evidencia delante de la gente, y no conseguiréis que os entreguen el botín. Pero el valí decidió entrar en el escondite para hacerse con el dinero, entregó al intruso la cuarta parte exactamente de lo que había en la alforja y se quedó el
resto. Por último ordenó que mi hermano y los otros dos ciegos fueran expulsados de la ciudad. Al enterarme, yo salí en busca de mi hermano y conseguí introducirlo nuevamente, con todo sigilo, en la ciudad y, a partir de aquel día, me hice cargo de su manutención. El califa soltó una gran carcajada con la historia de mi tercer hermano, y dijo: —Dadle la paga que le corresponde y que se vaya. —Por Dios, majestad —repliqué yo—, sabiendo que soy hombre de pocas palabras, no dejéis que me vaya sin antes contaros lo que les ocurrió a mis otros hermanos. Mi cuarto hermano, el tuerto, ejercía de carnicero en Bagdad. El negocio le iba viento en popa porque, además de criarse él mismo el ganado, tenía una selecta clientela de gente rica. Y, con los pingües beneficios conseguidos con los años, había logrado hacerse con un importante patrimonio de fincas rústicas y urbanas que le permitían vivir desahogadamente. Un día, estando él en su carnicería, se le presentó un venerable anciano con largas barbas que, alargándole unos dirhemes, le dijo: —De carne por esta cantidad. Mi hermano se dispuso a cortarle la carne correspondiente y se la entregó. Cuando el anciano se hubo alejado del establecimiento, mi hermano observó irado el nítido brillo de las monedas de plata con que el anciano le había pagado la carne y las guardó en un compartimiento aparte. Durante cinco meses, el anciano acudió regularmente a la carnicería de mi hermano, quien guardó siempre las brillantes monedas que aquel cliente le daba en una caja especial. Pero al cabo de un tiempo, mi hermano tuvo necesidad de comprar más reses y abrió la caja donde había guardado las monedas. Sin embargo, tuvo la desagradable sorpresa de encontrarse simplemente con unos recortes circulares de papel. Desesperado, se llevó las manos a la cabeza y, cuando el vecindario acudió a ver qué le ocurría, les contó lo sucedido. No obstante, mi hermano no tenía más remedio que seguir con el negocio. Así,
pues, sacrificó otro de los animales que aún le quedaban en el redil y, una vez desollado, lo colgó en el interior de la carnicera. Y tuvo también el cuidado de colgar fuera unos pedazos de la mejor carne como reclamo. «Ojalá volviera este maldito anciano», se decía. Efectivamente, el hombre no tardó en aparecer por la carnicería con las mismas monedas de plata. Sin pensárselo dos veces, mi hermano lo sujetó fuertemente por el brazo y gritó: —Gente de bien, venid a ayudarme con este farsante. —¿Qué preferís —le preguntó el anciano, con toda la serenidad—, dejarme libre o que yo os ponga en evidencia delante de todo el mundo? —¿Ponerme en evidencia delante de todo el mundo? ¿Por qué? —preguntó mi hermano, sorprendido. —Porque vendéis carne humana en lugar de carne de cordero. —¡Maldito mentiroso! —le insultó mi hermano, enojado. —Este carnicero tiene a un hombre colgado en su establecimiento —anunció el anciano, en voz alta. —Por mi vida y por todo lo que tengo juro que lo que decís no es cierto — afirmó mi hermano con rotundidad. —Quien quiera asegurarse de la veracidad de mis palabras sólo debe entrar en el establecimiento —insistió el anciano. Y una muchedumbre se precipitó al interior de la carnicera, donde, efectivamente, el cordero se había convertido en el cadáver de un ser humano. —¡Hereje! ¡Descreído! —gritaron unos, huyendo despavoridos. —¿Cómo os habéis atrevido a darnos carne humana? —le increparon otros, asestándole golpes sin parar. Y también el anciano se unió a los agresores, de tal suerte que, de un puñetazo, le vació el ojo derecho. La muchedumbre enfervorizada agarró al cadáver que colgaba de la tienda y a mi hermano y se presentó ante el comisario de policía, diciéndole:
—Señor, os traemos a un hombre que sacrifica a seres humanos y vende su carne haciéndola pasar por carne de cordero. Queremos que reciba el castigo que se merece. Mi hermano, en un desesperado intento de autodefensa, explicó que aquel anciano le había pagado con unas monedas de plata que se habían convertido en simples círculos de papel. Sin embargo, nadie quiso escuchar una palabra de lo que decía, ni el comisario, quien ordenó de inmediato que le infligieran quinientos latigazos. Y no acabó ahí la desventura de mi hermano, porque aquel mismo día se dictó orden de desahucio contra él, de modo que se encontró sin dinero, sin propiedades, sin carnicería y sin ganado en cuestión de horas. Además, de no haber sido porque aún le fue posible pagar una fianza, le hubieran condenado a muerte. El castigo recibido se completó con su exposición pública durante tres días, para que sirviera de ejemplo a todos los ciudadanos, transcurridos los cuales fue definitivamente expulsado de la ciudad. Así inició mi hermano un largo éxodo que le llevó a otra gran ciudad donde se instaló como zapatero remendón. Alquiló un pequeño local y allí comenzó una nueva vida, mucho más austera. Un buen día, yendo por la calle para hacer un recado, oyó detrás suyo los relinchos y el galope de un grupo de caballos. Con la normal curiosidad de quien no sabe qué ocurre preguntó por el motivo de aquel desfile y averiguó que se trataba de la comitiva real, que salía de cacería. Mi hermano no quiso perderse la oportunidad de ver al rey, con sus elegantes atavíos, y esperó a que pasara por delante suyo. Sin embargo, cuando el rey se dio cuenta de que un tuerto del ojo derecho le observaba, gritó: —¡Dios me libre de este nefasto día! —Y tiró de las riendas de su caballo, dio media vuelta y emprendió el camino de regreso a galope tendido, seguido por toda su comitiva. Para gran sorpresa suya, mi hermano se encontró con que, al poco rato, un grupo de pajes del rey, siguiendo las instrucciones de éste, se le acercaban y se ensañaban con él a golpes hasta dejarle medio muerto. Mi hermano, ignorando el motivo de tan cruel paliza y sacando fuerzas de flaqueza, regresó a su pequeño establecimiento y decidió ir a visitar a una persona del entorno del rey. Al contarle lo ocurrido, causa de su deplorable estado, el hombre soltó una fuerte carcajada y le explicó:
—Debéis saber que el rey no soporta ver a un tuerto, y mucho menos si lo es del ojo derecho, como vos. Cree que trae mala suerte y no se da por satisfecho hasta que le da muerte. Mi hermano, al oír estas palabras, huyó de aquella ciudad con la rapidez que su malogrado cuerpo le permitió. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Shahrasad;
Noche 161
Llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero siguió explicando al grupo que le escuchaba lo que había narrado al califa: —Mi hermano decidió dirigirse a una ciudad donde no le conociera nadie. Allí pasó un tiempo vagabundeando por las calles hasta que, un día, oyó el estrépito de unos galopes que le venían detrás. Asustado y creyendo que había llegado su hora, buscó enseguida un lugar donde esconderse. Empujó una puerta cerrada y se adentró en el largo pasillo al que daba paso. Sin saber exactamente cómo, a los pocos minutos notó que dos hombres le agarraban y le decían: —Gracias a Dios que hemos conseguido atraparte, bandido. Hace tres noches que no nos dejas pegar ojo y nos condenas a la agonía de la muerte. —Pero, ¿de qué me habláis? —preguntó, atónito. —Del tormento que nos habéis estado infligiendo y de vuestros planes por liquidar al dueño de la casa. ¿No creéis que ya basta, habiendo conseguido, con vuestros compañeros, que se convierta en un mendigo? Y ahora entregadnos el
cuchillo con el que nos amenazáis todas las noches. Los dos hombres registraron a mi hermano de pies a cabeza y, efectivamente, encontraron que en la cintura llevaba un cuchillo. —Por Dios os ruego que escuchéis quién soy yo y lo que me ha ocurrido —les suplicó mi hermano. Pero los dos hombres, haciendo caso omiso de sus palabras, le desgarraron la ropa para propinarle una fuerte paliza, mas se encontraron con las marcadas huellas de los azotes anteriores en su espalda. —No hay duda de que estas son señales de un castigo anterior —comentaron. Y, sin más dilación, le condujeron ante el valí. «Esta vez sí que voy a pagar todos mis pecados, ahora sólo Dios puede salvarme», pensaba mi hermano, por el camino. —¿Se puede saber por qué motivo has entrado en su casa y les has amenazado de muerte, bribón? —le interrogó el valí. —Señor, por el amor de Dios os ruego que, antes de condenarme, tengáis a bien escuchar mi historia —dijo mi hermano. —¿Cómo vamos a escuchar y a creer las palabras de un sinvergüenza que amenaza a la gente y que lleva en el cuerpo las señales del castigo? —replicaron los dos acusadores. —Es cierto —afirmó también el valí, al ver que tenía la espalda marcada—, estos azotes sólo los puede haber recibido quien ha cometido un terrible crimen. Así, pues, el valí ordenó que le dieran cien latigazos más y que lo montaran en un camello para pasearlo por toda la ciudad, anunciando: «Éste es el castigo que recibe todo aquel que se atreve a infiltrarse en casa ajena». También en esta ocasión, mi hermano fue expulsado nuevamente de la ciudad. Y, yo, majestad, al enterarme de que erraba sin rumbo salí en su busca y lo llevé secretamente a mi casa, haciéndome cargo de su manutención a partir de aquel mismo momento. Como podéis ver, esta es otra prueba de mi inmensa magnanimidad, que he demostrado a todos mis hermanos.
El califa, con evidente regocijo, ordenó que me pagaran una buena suma por mi historia, pero yo me negué a aceptarla argumentando que debía explicarle aún la historia de mis otros dos hermanos para que su majestad se convenciera de mi parquedad de palabra y de la extrema generosidad de que había hecho gala con todos ellos. Además, le dije que mis historias eran dignas de pasar a formar parte de los anales del reino. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Shahrasad.
Noche 162
Llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero siguió explicando al grupo que le escuchaba lo que había narrado al califa: —Mi quinto hermano, majestad, el desorejado, era un mendigo que pedía limosna por la noche para vivir de lo que recaudaba durante todo el día. Cuando nuestro anciano padre murió nos dejó en herencia setecientos dirhemes, que nosotros nos repartimos a partes iguales, es decir, cien dirhemes cada uno. A mi hermano, el mendigo desorejado, le costó decidir qué haría con el dinero y, pensando, pensando, se le ocurrió invertirlo en cristal de distintos tipos para revenderlo y sacar algún beneficio. Y así lo hizo. Compró cristal y lo colocó en un gran recipiente, apostándose junto al establecimiento de un sastre en cuya entrada había una balaustrada. De modo que sentado allí, con la espalda apoyada en la mencionada balaustrada, empezó a divagar: «Aquí tengo un capital de cien dirhemes invertido en cristal, que, al venderlo, puede aportarme doscientos dirhemes. Y si los doscientos los invierto de nuevo en cristal, obtendré cuatrocientos. Repitiendo la misma operación una y otra vez,
puedo llegar a conseguir cuatro mil dirhemes. Este capital me permitirá comprar una importante cantidad de mercancías que podré vender, como mínimo, por ocho mil dirhemes, o incluso diez mil. Entonces será un buen momento para proveerme de joyas y refinados perfumes, que, sin duda, me proporcionarán elevadas ganancias. Con estos beneficios podré adquirir la casa de mis sueños, con sirvientes y esclavos incluidos. Comeré y beberé todo lo que me plazca y no habrá en la ciudad cantor ni cantora que no vengan a amenizar las veladas que organizaré en mi casa. Dios mediante, mi capital llegará, fácilmente, a los cien mil dirhemes. Y con cien mil dirhemes en mi haber ya puedo aspirar a pedir la mano de una mujer de noble estirpe, como una princesa o una hija de visir. Sí, me casaré con la hija del visir. Según parece es una mujer de una especial belleza, y le ofreceré una dote de mil dinares. Si el visir consiente nuestro compromiso, mejor que mejor, pero si no está de acuerdo, da igual, la tomaré en matrimonio contra su voluntad. Al iniciar la nueva vida matrimonial, compraré diez eunucos, vestidos propios de reyes y la montura de mi caballo será de oro y pedrería fina. Además, me pasearé por la ciudad con un séquito de sirvientes para que todo el mundo me preste atención y me salude y me haga las reverencias que corresponden. Y, al presentarme ante el visir, acompañado de mis pajes, no tendrá más remedio que cederme su puesto y pasar a obedecer mis órdenes, pues, al fin y al cabo, seré el marido de su hija. Para que se convenza de mi alto poder adquisitivo y de mi generosidad, los dos esclavos que me acompañen llevarán sendas bolsas con dos mil dinares: mil de la dote y mil de regalo. Así, de paso, el visir se dará cuenta de la poca importancia que para mí tienen los bienes materiales de este mundo. Además, no tengo ninguna intención de aceptar los regalos que me puedan ofrecer los familiares de la novia, para mí sería una gran ofensa hacerlo. Pero si alguno viene a mi casa con la intención de obsequiarme, muy gentil y generosamente seré yo quien le haga todos los honores y le brinde la oportunidad de recibir mis regalos. El día de la boda, daré órdenes de que en casa no falte absolutamente ningún detalle y yo esperaré a la novia, vestido con los más lujosos trajes que encuentre y sentado en un diván de brocado, con toda la solemnidad que la ocasión requiere y envuelto en un halo de majestuosidad. Cuando el cortejo nupcial se acerque y deje a la novia, espléndidamente vestida y enjoyada, delante de mí, yo no me inmutaré, mantendré mi actitud arrogante sin mirarla siquiera. Y no le haré caso hasta que los presentes me imploren: «Señor, vuestra esposa y esclava está delante de vos, tened a bien concederle una mirada, porque está sufriendo». Pero yo sólo atenderé sus súplicas cuando todos hayan besado el suelo ante mí repetidas veces. Entonces le daré una rápida y distante mirada y recuperaré mi postura circunspecta. Una vez se haya retirado, yo me vestiré con ropas más elegantes
aún y esperaré que me la presenten con el segundo vestido. Tampoco en esta ocasión la miraré; como antes, esperaré que me lo supliquen una y otra vez. Finalmente, le daré una ojeada de reojo y volveré a bajar la cabeza. Y mantendré la misma actitud hasta que se acabe la ceremonia de presentación de la novia. » La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Shahrasad.
Noche 163
Llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero siguió explicando al grupo que le escuchaba lo que había narrado al califa: —De acuerdo con lo que me contó mi hermano, sus pensamientos no se detuvieron aquí. «Al acabar la ceremonia de presentación, ordenaré a mis sirvientes que me traigan una bolsa de quinientos dinares para dárselos a las doncellas que acompañen a mi esposa al lecho nupcial —siguió fantaseando—. Cuando la tenga ante mí, solamente le concederé una mirada y, una vez en el lecho nupcial, me estiraré a su lado sin hacerle caso; ni le hablaré, para que vea que soy un hombre orgulloso. Con este comportamiento conseguiré que su madre venga a verme y, después del preceptivo besamanos, me ruegue: “Señor, mirad por lo menos a vuestra esclava, pues se siente profundamente afligida por vuestra distante actitud. Dirigidle la palabra, por Dios, no la hagáis sufrir”. Pero yo no le haré ni caso, y mucho menos depondré mi actitud. Entonces la mujer me besará repetidamente los pies y me dirá: “Señor, mi hija no ha visto nunca a un hombre y este trato que le dispensáis la desespera. Por el amor de Dios os ruego que no la ignoréis tan cruelmente”. Y, en otro intento de captar mi atención, la madre
dará a su hija una copa de vino para que ésta me la ofrezca humildemente. Pero yo dejaré que permanezca de pie ante mí con la copa en las manos, ignorándola, para que se dé cuenta de que soy un hombre respetable y con un profundo sentido del amor propio. Y la tendré así hasta que se desaliente para que se convenza de que soy su amo y señor. “Por Dios, señor, os ruego que no rechacéis la copa de mis manos. Soy vuestra esclava”, me dirá. Pero como yo no daré respuesta a su súplica, ella lo intentará de nuevo y me dirá que por favor beba de la copa que me ofrece, e incluso me la acercará a la boca. Entonces yo le daré una bofetada y también un puntapié, ¡así!» Y justo en el momento que pensaba esto, mi hermano levantó el pie y dio de lleno en el recipiente que contenía el cristal, y ya que la balaustrada donde estaba sentado era un poco alta, el cristal se desparramó por la calle hecho añicos. Puesto que, en algún momento de sus divagaciones, mi hermano había levantado la voz, el sastre le reprendió: —¡Bien merecido! Esto os ocurre por querer ser tan engreído y fanfarrón. Si yo pudiera, os castigaría con cien latigazos y os expulsaría de la ciudad, ¡sinvergüenza! Las palabras del sastre, majestad, hicieron que mi hermano volviera a la realidad, dándose cuenta de que acababa de destruir no sólo sus sueños de grandeza sino también los cien dirhemes de cristal. Desesperado, se llevó las manos a la cabeza y echó a llorar amargamente. Aquel día era viernes y la mayoría de los viandantes se dirigían a la mezquita para cumplir con el precepto de la oración, razón por la cual algunos se detuvieron ante él interesándose por su estado. Otros, sin embargo, no le hicieron ni caso. Al poco rato, pasó por allí una hermosa mujer que iba montada en una mula engalanada con tela de brocado y exhalando perfume de almizcle y a quien acompañaba un grupo de sirvientes. Al ver a mi hermano en aquel estado de desesperación, la mujer se detuvo y se interesó por su desgracia. La gente que había presenciado la escena la informó de que acababa de romper cristal por valor de cien dirhemes, y que eso era todo lo que el pobre poseía. La mujer dio órdenes a uno de sus sirvientes de que entregara a aquel mendigo todo lo que llevara encima, que resultó ser, nada más y nada menos, que una bolsa con quinientos dinares. Mi hermano no daba crédito a sus ojos, y, ciego de alegría, pudo regresar a casa convertido en un hombre rico. Mi hermano seguía aún absorto en su euforia cuando oyó que llamaban a la
puerta. Al preguntar quién era, una voz femenina le respondió que quería hablar con él. Así, pues, mi hermano abrió la puerta y se encontró con una anciana a quien no había visto nunca. —Perdonad, señor, pero es la hora de la oración y yo aún no he hecho las abluciones. ¿Podríais dejarme pasar para cumplir con el ritual? —Por supuesto —respondió mi hermano, invitándola a entrar y ofreciéndole inmediatamente una jofaina con agua. Mi hermano, mientras la anciana hacía las abluciones, siguió contando los dinares una y otra vez y se los escondió entre la ropa. Y cuando la mujer acabó, se presentó ante él, hizo dos genuflexiones e invocó la bendición de Dios. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Shahrasad.
Noche 164
Llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero siguió explicando al grupo que le escuchaba lo que había narrado al califa: —Mi hermano agradeció la buena fe de la anciana y le ofreció dos dinares como recompensa, diciéndose: «Ésta es mi paga». —Pero, por Dios —protestó la anciana—, ¿acaso me habéis visto aspecto de mendicante? No puedo aceptarlos, no sólo porque no los necesito sino porque, además, soy yo quien quiere ofreceros la oportunidad de conocer a una joven rica y hermosa que vive en esta ciudad.
—Y ¿por qué debo conocerla? —preguntó mi hermano, sorprendido. —No hagáis preguntas. Limitaos a tomar todo vuestro dinero y a seguirme. Cuando estéis a su lado no escatiméis ni una pizca de amabilidad ni seáis parco en palabras, así conseguiréis disfrutar de todos sus encantos y compartir su vida regalada. Ante los argumentos de la anciana, mi hermano, eufórico de alegría, se fue tras ella con todo el dinero que había conseguido reunir. Al llegar a una casa enorme, la anciana llamó a la puerta y al instante salió a abrir una doncella que tenía aspecto de ser bizantina. Primero entró la anciana, y luego ésta hizo pasar a mi hermano. Una vez dentro de la casa, mi hermano se aposentó en una amplia estancia cubierta de alfombras y tapices, puso ante él todo el dinero que llevaba y se quitó el turbante y se lo colocó encima de las rodillas. Al poco rato, apareció una hermosa y elegante doncella como él nunca había visto, y se levantó en señal de respeto. Por la amplia sonrisa de la joven, mi hermano pensó que se alegraba de encontrarle allí. Después de ordenar que se cerrara la puerta, la joven tomó a mi hermano de la mano y lo condujo a una habitación donde se sentaron los dos. La joven aprovechó para coquetear con él unos momentos, luego se levantó y pidió a mi hermano que esperara a que volviera. Durante la ausencia de la joven, un corpulento esclavo negro entró en la estancia con la espada desenvainada e increpó a mi hermano: —¿Se puede saber qué haces aquí? A mi hermano el miedo le trabó la lengua y fue incapaz de responder. Y el esclavo, mostrando gran decisión, lo agarró por el brazo, le desnudó y empezó a propinarle violentos sablazos hasta que, a causa del fuerte dolor, cayó al suelo inconsciente. El esclavo negro, convencido de que mi hermano estaba muerto, gritó: —¡Traed la sal! Y, al punto, se acercó una doncella con una gran bandeja llena de sal con la que el esclavo cubrió casi completamente las heridas de mi hermano, causándole tan fuerte dolor que, habiendo recobrado el conocimiento, volvió a desmayarse. Sin embargo, no protestó ni hizo movimiento alguno, temiendo que el esclavo, si se
daba cuenta de que aún seguía con vida, le causara definitivamente la muerte. Acto seguido, la doncella se retiró y entonces el esclavo negro reclamó la presencia de la encargada del sótano, que no resultó ser otra que la misma anciana que había conducido a mi hermano a la casa. Así, pues, la anciana agarró a mi hermano por los pies y lo arrastró hasta la puerta del sótano, donde lo echó, escaleras abajo, encima de un montón de cadáveres. Mi hermano permaneció en aquel depósito de cadáveres dos días enteros, inconsciente y sin moverse. Pero Dios Excelso y Todopoderoso quiso que la sal de las heridas tuviera un infalible efecto terapéutico, pues le paró la hemorragia y se recuperó. A duras penas, consiguió incorporarse y, caminando muy lentamente y con toda la precaución, llegó a un pasillo y allí se escondió hasta el amanecer. Con las primeras luces de la mañana, aquella malvada anciana salió por la puerta —mi hermano dedujo que salía en busca de otra víctima como él— y él salió detrás suyo, tomando todas las precauciones para no ser visto, y consiguió llegar a casa. Aunque mi hermano estuvo un mes entero convaleciente, no dejó ni un momento de controlar a la anciana, que no se cansaba de salir en busca de víctimas, a las que conducía indefectiblemente a aquella casa. Mi hermano en ningún momento denunció los hechos, pero al recobrar enteramente la salud y las fuerzas se hizo con una bolsa de tela y la llenó con pedazos de cristal. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Shahrasad.
Noche 165
Llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero siguió explicando al grupo que le escuchaba lo que había narrado al califa:
—Mi hermano se ató la bolsa con los cristales a la cintura, se disfrazó de extranjero, se escondió una espada debajo de las ropas y salió al encuentro de la anciana. Nada más verla, se acercó a ella y, simulando un marcado acento extranjero, le pidió una balanza para pesar oro por valor de unos quinientos dinares, de los cuales le daría una cantidad para recompensarle el favor. —Habéis dado con la persona adecuada, forastero —le dijo la anciana—. Precisamente yo tengo un hijo que es cambista y, por supuesto, tiene balanzas de todas las medidas. Si me acompañáis, llegaremos a su establecimiento antes de que abra al público y os podrá pesar el oro con toda tranquilidad. —Muy bien, os acompaño —respondió prestamente mi hermano. Y la anciana delante y mi hermano detrás se encaminaron, como era de suponer, hacia la casa de la joven. Cuando la misma joven que mi hermano ya conocía les abrió la puerta, la anciana le dijo: —Hoy os traigo uno bien rollizo y apetitoso. La joven agarró a mi hermano del brazo y lo condujo a la misma estancia, donde de nuevo se entretuvo con él un buen rato. Como si la ceremonia de la vez anterior se repitiera de manera idéntica, la joven se ausentó dándole instrucciones de que la esperara allí sentado. Efectivamente, el maldito esclavo negro, con la espada desenvainada, no tardó en aparecer y conminó a mi hermano a que se levantara y le siguiera. Él obedeció sin rechistar, pero al poco rato de caminar detrás del esclavo sacó la espada que llevaba escondida bajo la ropa y, de un fuerte y certero sablazo, le cortó la cabeza en redondo. Mi hermano se apresuró a arrastrar el cadáver hasta las escaleras del sótano y allí lo arrojó. Acto seguido, pidió que trajeran la sal y el destino de la muchacha que lo hizo fue exactamente el mismo que el del esclavo negro: después de una corta persecución, mi hermano le separó la cabeza del cuerpo. Y cuando reclamó la presencia de la encargada del sótano, al instante apareció la anciana. —¿No me conocéis, vieja arpía? —le preguntó mi hermano. —No, señor, no. —Pues soy el de la casa donde el otro día hicisteis las abluciones y a quien luego trajisteis aquí.
—Os ruego que me perdonéis —se apresuró a decir la anciana. Sin embargo, mi hermano hizo caso omiso de la súplica de la mujer y le asestó repetidos golpes de espada hasta dejarle el cuerpo seccionado en cuatro partes. Ya sólo le quedaba la joven. De modo que salió en su búsqueda, pero, muy astutamente, ella huyó despavorida y pidiéndole a la vez que la perdonara, cosa que mi hermano le concedió. —¿Cómo caíste en manos de ese esclavo negro? —le preguntó mi hermano. —En realidad —le contó la muchacha— yo era la esclava de un comerciante cuya casa frecuentaba la vieja bruja. Con el tiempo trabamos una estrecha amistad hasta que, un buen día, me convenció para que asistiera a una boda que debía celebrarse precisamente en esta casa. Yo me vestí con mis mejores galas, me enjoyé como requería la ocasión, tomé una bolsa con cien dinares y dejé que me llevara a la ceremonia. Pero, ¡qué sorpresa!, al llegar aquí me encontré con que no había boda alguna. Acababa de caer en manos del esclavo negro. Así, pues, he vivido tres años en esta terrible reclusión, y todo por culpa de la vieja, ¡Dios la maldiga! —¿Y tú sabes si tiene dinero u otras cosas de valor escondidas en la casa? —Ya lo creo —dijo la muchacha, haciéndole señal de que la siguiera—. Hay tal cantidad de dinero y objetos de valor que no sería nada fácil cargar con ello y sacarlo. Y lo condujo a una especie de almacén repleto de baúles que estaban llenos de bolsas de monedas de oro y objetos de valor. —Si te lo quieres llevar, será mejor que vayas a buscar uno o varios porteadores —le dijo la joven. Mi hermano salió inmediatamente a la calle para contratar a diez mozos, pero al regresar a la casa se encontró la puerta abierta. Entró dando grandes pasos para dirigirse deprisa hacia el lugar donde estaban almacenados los baúles y he aquí que había desaparecido todo: la joven y las bolsas. Entonces comprendió que la muchacha le había engañado y traicionado. Pero no queriendo regresar a casa con las manos vacías, abrió uno a uno los armarios de las otras habitaciones y se llevó todo lo que en ellos había, principalmente ropas y tela.
A la mañana siguiente, después de pasar una placentera noche en su casa, se encontró veinte oficiales que, apostados ante su puerta, le esperaban para detenerle. —El valí os reclama —le dijeron, mientras le ataban y esposaban fuertemente. Mi hermano les suplicó que, por favor, le dejaran un poco más de tiempo para arreglar sus asuntos en casa, e incluso les llegó a prometer una recompensa si accedían. Pero los hombres se mostraron firmes en el cumplimiento de la misión que el valí les había encomendado y, haciendo oídos sordos a sus ruegos, lo condujeron ante la autoridad competente. Casualmente, por el camino se encontraron con un viejo amigo de mi hermano, buen conocedor de su situación, a quien él se apresuró a pedir ayuda, rogándole que le liberara de las manos de sus aprehensores. El amigo, orgulloso de poder interceder por él, preguntó a los oficiales de policía cuál era la causa de la detención, pero la respuesta que obtuvo fue que, sencillamente, cumplían órdenes del valí. —Pues yo puedo conseguir de él lo que vosotros queráis —dijo—, a condición de que lo dejéis en libertad. Y cuando el valí os pregunte, respondedle que no habéis podido encontrarle. Sin embargo, los oficiales hicieron caso omiso de la petición del amigo de mi hermano y, sin más dilación, lo condujeron ante el valí. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato extraordinario!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más sorprendente aún», afirmó Shahrasad.
Noche 166
Llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato. Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero siguió explicando al grupo que le escuchaba lo que había
narrado al califa: El valí preguntó inmediatamente a mi hermano cómo había conseguido todas las posesiones que tenía, a lo que mi hermano respondió que sólo accedería a darle explicaciones si se le garantizaba el perdón. El valí, pues, no dudó un instante en concedérselo. Acto seguido, mi hermano le narró, con todo lujo de detalles, su encuentro con la anciana y la posterior huida de la joven. Pero, ademas, mi hermano ofreció al gobernante todo lo que llevaba encima, a condición de que le dejara la cantidad suficiente para poder vivir holgadamente. El valí aceptó la oferta de manera grata escogiendo para sí las mejores telas y el dinero. No obstante, siendo consciente de haber actuado de forma poco correcta y temiendo, por tanto, las posibles represalias del califa, el valí ordenó que mi hermano fuera expulsado de la ciudad. En su huida sin rumbo fue asaltado por unos maleantes que le despojaron de todo lo que llevaba. Y, así, enterado yo de su desventura, me apresuré a socorrerle, proporcionándole cobijo y sustento en mi casa, tomando las debidas precauciones para que no se supiera que estaba de vuelta en la ciudad. Mi sexto hermano, majestad, el labihendido, vio su suerte truncada de tal forma que tuvo que salir a pedir limosna. Y así fue cómo, deambulando por las calles, pasó por delante de una lujosa e imponente mansión, con unas puertas y una entrada enormes ante las que se apostaban guardianes y criados. La curiosidad por saber a quién debía pertenecer tan distinguida residencia le llevó a plantear esa pregunta a un transeúnte. Enterado, pues, de que el dueño era un miembro de la familia de los barmequitas de Bagdad, se dirigió a los sirvientes que custodiaban la entrada para pedirles una limosna. La respuesta que obtuvo fue que entrara con toda libertad en la casa, pues el dueño le daría lo que pidiera. Mi hermano entró decidido. Justo después de haber cruzado el portal se encontró en medio de un precioso patio ajardinado, con alfombras en el suelo y tapices colgados de las paredes. Pero como allí no había nadie que pudiera orientarle acerca de la dirección que debía tomar, decidió entrar en una sala que parecía estar destinada a recibir visitas. Allí había una persona de agradable aspecto, con unas prominentes barbas, y a ella se dirigió. El hombre se mostró especialmente amable con mi hermano y no sólo le dio la bienvenida sino que se interesó por su situación. Al explicarle mi hermano la extrema necesidad en que se encontraba, el rostro del anfitrión ensombreció y, agarrándose desconsolado los vestidos, exclamó:
—¿Cómo es posible que yo pueda vivir en una ciudad donde alguien como vos se ha visto condenado a pasar hambre? Es intolerable. De modo que prometió a mi hermano que le proporcionaría todo lo que necesitara y le invitó a compartir mesa con él. —Mucho os lo agradezco, señor —respondió mi hermano—, pero no creo que pueda esperar hasta la hora de comer. Me muero de hambre. Y el dueño de la casa, sin pensarlo dos veces, ordenó a un sirviente que les trajera el aguamanil para que pudieran empezar a lavarse las manos. Pero, curiosamente, el sirviente se presentó sin jarro y sin jofaina, aunque simulando que los llevaba. El anfitrión, por su parte, hizo ver también que se lavaba las manos e invitó a mi hermano a lavárselas. Acto seguido, ordenó que les presentaran la mesa repleta de exquisitos manjares y, ante la total ausencia de mesa y comida pero con gesto de llevarse exquisitos manjares a la boca, dijo a mi hermano: —Comed todo lo que queráis, con toda libertad. Sé que estáis hambriento de veras. Mi hermano, que estaba realmente estupefacto, siguió el ejemplo de su anfitrión y empezó a fingir que se llevaba comida a la boca. —Comed, comed —le insistía el dueño de la casa—. Fijaos qué pan tan exquisito, es de puro color blanco. Sin embargo, mi hermano seguía sin ver alimento alguno. «Este hombre se burla de mí», se dijo. —Efectivamente, señor —comentó—. Nunca había visto ni probado un pan tan blanco y tan exquisito. —Sabed que la esclava que lo ha amasado —dijo el anfitrión— me costó quinientos dinares. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato extraordinario!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os
contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más sorprendente aún», afirmó Shahrasad.
Noche 167
Llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato. Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero siguió explicando al grupo que le escuchaba lo que había narrado al califa: —El dueño de la casa prosiguió con la parodia del banquete, ordenando a un criado que sirviera en primer lugar el potaje de carne con abundante mantequilla. —¿Habíais sido invitado alguna vez a comer un plato de potaje tan exquisito como éste? —preguntó a mi hermano. Y añadió—: Por Dios, no debéis reprimiros, comed hasta saciaros. Acto seguido, el anfitrión ordenó que les presentaran el pato guisado a la vinagreta. Mi hermano, para hacer honor a la invitación del dueño de la casa, empezó a simular que se llevaba comida a la boca y que la masticaba. Y así siguieron, el primero mandando a los criados que les sirvieran la más variada comida, y mi hermano fingiendo que comía con buen apetito. —Traed los pollos asados —dijo el anfitrión, para añadir, dirigiéndose a mi hermano—: Estos pollos sólo han comido grano, estoy seguro de que nunca habéis probado un manjar tan exquisito. —Son realmente deliciosos, señor —respondió mi hermano, fingiendo que comía un buen bocado. El anfitrión empezó, además, a simular que acercaba porciones de comida a la boca de mi hermano, quien, por su parte, estaba tan hambriento que se hubiera contentado con un mendrugo de pan de cebada. —Que nos traigan los fritos, con las salsas que los acompañan. Ya veréis qué
combinación tan suculenta. Comed sin reparos. —Señor, os aseguro que ya no puedo más. —Servid, pues, los dulces —dijo el dueño de la casa a los criados. Y, una vez los tuvieron delante, el anfitrión sugirió a mi hermano que se sirviera una porción de almendrado y que no dejara de probar las tortas bañadas con miel. —Ojalá pudiera confiar siempre en vuestra generosidad —comentó mi hermano, pasando enseguida a preguntarle por el intenso aroma de almizcle de las tortas. —En casa siempre las preparamos así, pues es como me gustan —explicó el anfitrión, mientras mi hermano seguía moviendo las mandíbulas. E inmediatamente añadió—: Ahora traed el dulce de almendras. Tenéis que probarlo y comer sin reparos. —De verdad, señor, que ya no me cabe nada más en el estómago —se disculpó mi hermano. —¿Preferís quizás un poco de vino para alegrar la sobremesa? —preguntó el dueño de la casa. «Juro que le haré pagar cara esta pesada broma», se dijo mi hermano. Y, aunque no mostró ningún entusiasmo por la bebida, el anfitrión ordenó a los sirvientes que se lo trajeran. —Probadlo y decidme qué opináis —dijo el anfitrión, sirviendo una copa a mi hermano. —Tiene un exquisito aroma, pero he probado otros que tienen mejor sabor. —Pues traed otra variedad de vino —ordenó al punto el anfitrión, y se dirigió a mi hermano—: Salud y buen provecho. Pero en aquel momento, mi hermano fingió estar ya borracho y no sólo rechazó la fingida copa, sino que asestó una bofetada tan fuerte a su anfitrión que retumbó en todos los rincones de la sala. Y, seguidamente, le asestó otro fuerte manotazo. —¿Se puede saber qué os ocurre? —exclamó el anfitrión.
—Señor —explicó mi hermano—, sois vos quien me ha acogido en vuestra casa. No os debe, por tanto, extrañar que con tanta comida y tanta bebida me haya emborrachado y ahora actúe irracionalmente. Tened paciencia y soportad mi actitud insolente. —Hace mucho tiempo que me burlo de la gente —dijo el anfitrión, en medio de una gran carcajada—, pero nunca nadie había mostrado vuestro ingenio y vuestro sentido del humor. Por este motivo, no sólo os perdono vuestro comportamiento sino que ahora mismo os convertiré en mi comensal de verdad. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato extraordinario!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más sorprendente aún», afirmó Shahrasad.
Noche 168
Llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de acuerdo con lo que el sastre siguió contando al rey de la China, el barbero siguió explicando al grupo que le escuchaba lo que había narrado al califa: Así, pues, el anfitrión de mi hermano ordenó inmediatamente a los sirvientes que dispusieran ante ellos una mesa auténtica, repleta de los más exquisitos manjares. Después de llenar el estómago con comida auténtica, el anfitrión le hizo pasar a una sala contigua para tomar tranquilamente unas copas de vino mientras presenciaban la actuación musical de unas bellas doncellas. Y estuvieron bebiendo y charlando hasta que los efectos del alcohol se hicieron evidentes. Pero la hospitalidad del anfitrión no acabó aquí, pues a la mañana siguiente, y durante diez días, continuaron con la misma fraternal relación y disfrutaron de un ininterrumpido banquete donde no faltaron ni los más exquisitos manjares ni la mejor bebida. Además, el dueño de la casa confió todos sus bienes a mi hermano, quien actuó
como durante veinte años. Transcurrido este tiempo, y habiendo fallecido el barmequita, el califa ordenó la confiscación de todos los bienes de mi hermano. De modo que, de la noche a la mañana, se encontró con lo puesto y se vio obligado a salir a mendigar de nuevo. Y fue precisamente mientras deambulaba por las afueras de la ciudad cuando le salieron al encuentro unos beduinos, que le aprehendieron y le golpearon para amedrentarle: —Entréganos todo lo que tengas o no te dejaremos con vida. —Por Dios os juro que no tengo nada. Hacedme lo que queráis, soy vuestro prisionero. El beduino, que no se creyó una palabra de lo que le dijo mi hermano, sacó un puñal y, en un nuevo intento por conseguir arrebatarle lo que pudiera llevar, le hendió los labios. Los beduinos mantuvieron a mi hermano cautivo en el campamento durante un tiempo. Fue entonces cuando una preciosa mujer que resultó ser la esposa del individuo que había mutilado a mi hermano empezó a insinuársele, aprovechando la ausencia del marido. Mi hermano, evidentemente, rehuyó en la medida que pudo cualquier relación con ella. Pero la mujer insistió, día tras día y con tanta vehemencia que consiguió hacerle caer en la tentación. Para mayor desgracia, el beduino regresó al campamento en un momento en que los dos se habían enfrascado en una apasionada relación carnal. La reacción del beduino no pudo ser más violenta y, haciendo uso de su puñal por segunda vez, cortó el pene a mi hermano. Y aun no contentándose con esa nueva mutilación, lo montó a lomos de un camello para trasladarlo hasta la ladera de un monte, donde abandonó su cuerpo exhausto. Afortunadamente, unos viajeros que pasaron por allí le reconocieron, le dieron de comer y de beber y vinieron a mi encuentro para comunicármelo. Así me enteré de su paradero y salí inmediatamente en su busca para llevármelo a casa y cuidar de él, tal como había hecho con los otros hermanos. Por este motivo, majestad, creo que habría cometido un gran error si me hubiera ido sin contaros la historia de los seis hermanos que mantengo. Al califa, la historia de mis hermanos le causó una grata impresión y se echó a
reír a grandes carcajadas. Sin embargo, me dijo: —En verdad sois taciturno, reservado y nada curioso. Pero debéis abandonar la ciudad de inmediato y trasladaros a vivir a otra. Al ser expulsado, me vi obligado a errar sin rumbo fijo. Y sólo regresé a Bagdad cuando me enteré de que el califa había muerto y su sucesor había ocupado ya el trono. Desgraciadamente, por aquel tiempo todos mis hermanos ya habían muerto. Y fue entonces cuando conocí a este joven, a quien yo sólo he hecho favores que él me ha pagado con malas acciones. De verdad que si no hubiera sido por mi ayuda, ya habría muerto. Pero el muy desagradecido huyó de la ciudad y sólo después de haber andado errante por estos mundos de Dios he conseguido reencontrarme con él, precisamente aquí. Por eso puedo deciros que de lo que dice de mí no hay nada cierto, pretende convenceros de que soy un farsante y no es verdad. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato extraordinario!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más sorprendente aún», afirmó Shahrasad.
Noche 169
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les contara alguna de las historias que sabia para pasar más agradablemente la velada. «Que sea la continuación de la historia del enano jorobado», dijo el rey. Y Shahrasad accedió encantada. Cuentan, majestad, que el sastre siguió contando al rey de la China: Después de haber escuchado la historia del barbero, y al darnos cuenta de que era un charlatán, lo encerramos. Y seguimos disfrutando del banquete hasta bien entrada la tarde. Cuando regresé a casa de madrugada, me encontré con que mi mujer,
profundamente molesta porque yo había tardado tanto, me amenazó con abandonarme si no salía a pasear con ella. De modo que no tuve más remedio que salir con ella a dar un paseo. Y cuando, al atardecer, regresábamos a casa, nos encontramos al jorobado, completamente borracho, por la calle. Pero a pesar de su lamentable estado decidimos invitarle a cenar a casa. Puesto que aquel día comíamos pescado y el hombre, a causa de la aguda borrachera, no podía comer solo, agarré un pedazo de pescado que resultó contener una gruesa espina y se lo metí en la boca. Al poco, me di cuenta de que se le había cortado la respiración y que tenía los ojos cerrados. Me levanté inmediatamente para darle unas palmadas en la espalda, pero todos los esfuerzos resultaron en vano: la espina se le había clavado en la garganta y el hombre había muerto. Lo primero que se me ocurrió fue cargármelo a la espalda y llevarlo a casa de este médico judío, quien, a su vez, lo llevó a casa del intendente, y éste decidió dejarlo en casa del comerciante cristiano. Así, pues, ésta es la historia de lo que me ocurrió ayer. ¿Acaso no es más extraordinaria que la del enano jorobado? —En efecto —asintió el rey de la China—, lo que les ocurrió a este joven y al barbero es mucho más sorprendente que la historia del jorobado. Inmediatamente, pues, el rey ordenó a uno de sus chambelanes que, en compañía del sastre, fuera a buscar al barbero y lo liberara de su lugar de reclusión. —Quiero ver con mis propios ojos a este barbero tan taciturno —añadió el rey —, y escuchar de sus labios todo lo que ocurrió. Sólo así os pondré a todos en libertad. Además, quiero que este enano jorobado, que murió ayer al caer la noche, tenga un entierro digno. Sus órdenes fueron cumplidas inmediatamente: el chambelán y el sastre regresaron de inmediato con el barbero. Sin embargo, para sorpresa del rey, el barbero resultó ser un anciano de más de noventa años, con unas largas barbas blancas, prominentes cejas, orejas gachas y afilada nariz. —Querido Taciturno —le dijo el rey, en medio de una gran carcajada, provocada por el solo hecho de ver el aspecto que tenía—, me gustaría que nos contaráis una de las numerosas historias que, supuestamente, sabéis. —Majestad, ¿puedo preguntaros por qué motivo están aquí este cristiano, este judío, este musulmán y este jorobado muerto? ¿Y a qué viene esta pequeña
reunión de gente? —¿Y por qué lo preguntáis? —prosiguió el rey, con la misma sonrisa. —Lo pregunto, majestad, para que os convenzáis de que no soy tan curioso como dicen y para demostraros que no es cierto que sea un charlatán, al contrario, soy tan discreto que, de hecho hago buen honor a mi apodo: el taciturno. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es un relato extraordinario!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más sorprendente aún», afirmó Shahrasad.
Noche 170
Llegada la noche, Shahrasad reanudó el relato encantada: Cuentan, majestad, que el rey de la China ordenó a los que le acompañaban que contaran al barbero la historia del jorobado. —Es absolutamente increíble —exclamó el barbero, moviendo la cabeza, y añadió—: ¿Podríais, por favor, retirar la mortaja del cadáver? Dicho esto, el barbero se sentó junto al jorobado, le agarró la cabeza, se la colocó en el regazo, le observó atentamente el rostro y, ante la sorpresa de todos los presentes, se echó a reír a carcajadas diciendo: —¡Es extraordinario! Todas las muertes tienen una causa, pero, verdaderamente, la de este jorobado merece ser registrada con letras de oro en los anales del reino. Estas palabras sorprendieron en gran manera a todos los presentes. —¿Qué queréis decir, Taciturno? —preguntó el rey de la China.
—Quiero decir, majestad, que este jorobado aún vive. Dicho esto, el barbero sacó una cajita de una pequeña bolsa que llevaba atada a la cintura, la abrió y untó el cuello del jorobado con el ungüento que contenía. Acto seguido, y sirviéndose de unas pinzas metálicas que introdujo hasta el fondo de la garganta del jorobado, sacó el trozo de pescado con la espina, todo cubierto de sangre. Inmediatamente, el jorobado reemprendió la respiración y se incorporó, refregándose la cara con las manos. Huelga decir que tanto el rey de la China como el grupo que le acompañaba se quedaron boquiabiertos ante la total recuperación de aquel enano jorobado que había estado muerto un día entero y que, sin la mediación del barbero y la ayuda de Dios, no hubiera conseguido volver a la vida. Y, como había sugerido el mismo barbero, el rey de la China ordenó que la historia del enano jorobado se registrara con letras de oro en los anales del reino. Además, antes de que se retiraran, ofreció todos los honores al intendente, al cristiano, al sastre, y al judío y convirtió al barbero en uno más de sus contertulios habituales, asignándole el sueldo correspondiente. Ésta fue, pues, la vida que llevaron a partir de aquel momento y hasta que la muerte acudió, destruyendo toda la felicidad y todo el bienestar que habían conseguido. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues la que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinaria aún. Se trata de la historia que cuenta lo que les ocurrió a Abulhasan Alí ben Táhir, apodado el Perfumero, y Nuraddín Alí ben Bakkar con la esclava del califa, llamada Shamsannahar. Es un relato que sorprende indefectiblemente a todo el que tiene el privilegio de escucharlo», afirmó Shahrasad.
Noche 171
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les contara alguna de las historias que sabía para pasar más agradablemente la velada. «Que sea la historia que cuenta lo que les ocurrió a Abulhasan Alí ben
Táhir, apodado el Perfumero, y Nuraddín Alí ben Bakkar con la esclava del califa, llamada Shamsannahar», dijo el rey. Y Shahrasad accedió encantada:
Historia de Nuraddín Alí Ben Bakkar con la esclava Shamsannahar
Cuentan, majestad, que en la ciudad de Bagdad vivía un perfumero llamado Abulhasan ben Táhir. Rico como pocos, apuesto, hombre de palabra y de cuidado aspecto, era apreciado por todos y buen amigo de sus amigos. Gracias a todas esas virtudes, había conseguido ganarse la confianza del califa Harún Arrashid y frecuentaba palacio con asiduidad, porque las esclavas y concubinas del califa tenían una especial predilección por el hombre, quien las complacía como a ellas les gustaba. Además, recibía en su casa a los descendientes de príncipes y grandes del reino, uno de los cuales, Nuraddín Alí ben Bakkar, era hijo de un monarca persa. A este joven Dios le había agraciado con los más destacados atributos de belleza, elocuencia, buenas maneras, inteligencia, generosidad, hombría y honestidad y se sentía tan ligado a Abulhasan ben Táhir que no se separaba de él ni un instante. Un buen día, encontrándose ambos sentados en la tienda de Abulhasan ben Táhir, vieron pasar por la calle a un grupo de diez doncellas vírgenes, bellas como el astro rey, que rodeaban a otra cuya hermosura no sólo eclipsaba a la de las demás, sino que hubiera avergonzado a la mismísima luna llena. Esta última doncella iba montada en una mula de color gris engalanada con lujosos arreos, entre los que destacaban unas albardas de seda roja recamadas con perlas y piedras preciosas. Así la describió el poeta:
En justa medida fue creada, como quería, con absoluta perfección.
Su cuerpo parece perla líquida, con lunas que asoman por doquier.
Rostro de plenilunio, talle de rama, perfume de almizcle, no tiene parangón.
Cuando la comitiva llegó justo delante del establecimiento de Abulhasan, la doncella desmontó y Abulhasan se apresuró a besar el suelo ante ella, puso a su disposición un almohadón de tela de seda recamada en oro y permaneció en pie a la espera de recibir órdenes. Pero la muchacha le invitó a sentarse y empezó a exponerle sus necesidades de mercancía. Alí ben Bakkar, por su parte, solamente con verla se había quedado prendado de ella y su rubor inicial se había tornado ahora palidez. Incluso hizo gesto de levantarse e irse, pero a punto estuvo de caer desmayado y se quedó. Al darse cuenta de su turbación, ella le dedicó una insinuadora mirada con sus ojos de narciso y su dulce sonrisa, y le dijo: —¿Ahora que acabamos de llegar vos queréis iros? —Señora —replicó Alí ben Bakkar, besando el suelo ante ella—, vuestra presencia me ha trastornado, tal como dijo el poeta:
Es el sol que en el cielo mora, tened, pues, temple y paciencia.
Ni vos a ella podéis ascender ni ella hacia vos puede bajar.
La doncella sonrió, mostrando una blanquísima dentadura cual destello de luz y se dirigió a Abulhasan: —Abulhasan, ¿de dónde es este joven que os acompaña?
—Señora, este joven se llama Alí ben Bakkar y es de linaje real. —¿Es persa, pues? —Efectivamente, señora. —Escuche bien, Abulhasan —prosiguió la joven—, mandaré a mi sirvienta a la tienda para que este joven y vos vengáis con ella a casa, pues no quiero que un forastero piense que en Bagdad no hay gente generosa. Ya sabéis que no soporto la tacañería, el peor de los defectos del hombre. Y por favor no me desobedezcáis, porque si lo hacéis no os volveré a dirigir la palabra. —Estad tranquila, no ocurrirá, Dios me libre de ello —asintió Abulhasan. E inmediatamente la joven volvió a montar su mula y partió, dejando detrás suyo algún que otro corazón roto. Alí ben Bakkar estaba tan alterado que no hubiera sido capaz de decir si se encontraba en el cielo o en la tierra. Y, aquel mismo día, al caer la tarde, la sirvienta de la doncella se presentó en la tienda de Abulhasan para que la acompañaran a casa de su señora. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 172
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: —Abulhasan, mi señora Shamsannahar, la favorita del califa Harún Arrashid, me envía a deciros que os espera a vos y al joven Alí ben Bakkar en sus aposentos.
—Muy bien —dijo Abulhasan, levantándose e invitando a Alí ben Bakkar a seguirle. Así pues, se vistieron adecuadamente para pasar desapercibidos y siguieron a la sirvienta, quien los introdujo en el palacio del califa Harún Arrashid y, una vez dentro, los condujo hasta los aposentos de la doncella Shamsannahar. Alí ben Bakkar se quedó estupefacto ante la suntuosidad de palacio, pues, a pesar de sus nobles orígenes, nunca había visto muebles, tapices y rios de tal calidad y belleza. Justo cuando Abulhasan y el joven Alí ben Bakkar tomaron asiento, la misma sirvienta negra les presentó una mesa repleta de los más exquisitos manjares: cordero lechal, pollo, palomino, perdiz y toda clase de aves, acompañado con verduras en vinagre y complementado con la más extensa variedad de dulces. Alí ben Bakkar degustó la comida con auténtica fruición, pues no salía de su asombro. Y es que no había para menos. Después de disfrutar de tan abundantes y deliciosos manjares, les presentaron unos lujosos aguamaniles dorados para que se lavaran las manos, les ofrecieron también fragancias aromáticas y agua de rosas perfumada con almizcle, todo ello en fastuosos recipientes de oro y cristal en los que había bajorelieves de alcanfor y ámbar e incrustaciones de pedrería fina. Después de lavarse y perfumarse, la sirvienta les invitó a pasar a una sala contigua, cuyo techo era una impresionante bóveda que se sostenía sobre cien pilares al pie de cada uno de los cuales se alzaba la figura de un animal salvaje moldeado en oro puro. Recubría el suelo una enorme y elegante alfombra, cuyos motivos ornamentales eran la reproducción exacta de las rosas rojas y blancas que figuraban en la cúpula. La estancia estaba a punto para recibir a los comensales: en un sinfín de mesas se habían dispuesto más de un centenar de bandejas de oro y cristal con piedras preciosas incrustadas. En el centro de la sala había también un impresionante conjunto de cojines y almohadones de fina tela en vivos y variados colores, dispuestos de tal forma que estaban orientados hacia el patio exterior. Un patio en el que había un impresionante jardín, cuyo suelo parecía estar recubierto por la misma alfombra que reproducía los motivos ornamentales de la cúpula. Pero el elemento más destacado del vergel era el agua, que corría desde una gran alberca que la almacenaba hasta otra alberca pequeña. Ambas estaban completamente rodeadas por plantas y flores aromáticas que crecían en jardineras de oro puro: arrayanes, nenúfares y narcisos. Los árboles frutales que allí también crecían estaban cargados de frutas
que, con la fuerza del viento, se precipitaban sobre el agua de las albercas. Y, como atraídos por el movimiento, pájaros multicolores y de variopinto aspecto volaban detrás de las piezas maduras con rápidos movimientos de alas y armoniosos trinos. A derecha e izquierda del patio, aposentadas en bancos de madera de sándalo con damasquinados de plata, se encontraba un florilegio de hermosas doncellas, elegantemente vestidas y sosteniendo un laúd o cualquier otro instrumento musical. Las melodías que entonaban se mezclaban en perfecta sintonía con los trinos de los numerosos pájaros que voloteaban por el patio, el susurro de la brisa, el murmullo del agua y los suaves golpes de las frutas al caer. Ni Abulhasan ni Alí ben Bakkar tenían palabras para describir lo que sus ojos podían contemplar: tanto la estancia donde primero se habían aposentado como el patio interior habían cautivado sus mentes y sus corazones. Así se lo expresó Alí ben Bakkar a su compañero Abulhasan: —Querido amigo, un hombre que esté en sus cabales, que sea clarividente, inteligente y cultivado tiene que estar maravillado ante este panorama. Yo, personalmente, estoy fascinado de veras y tengo la impresión de que, aun siendo tremendamente afortunado, el destino me ha jugado una mala pasada al hacerme enamorar con una pasión tal que sólo me causa aflicción. Ya sé que ésta es la suerte de quien ama, y puesto que nada me impide decirlo, me gustaría saber qué intención tiene mi amada al convocarnos aquí, en la morada del mismísimo califa. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 173
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y
Shahrasad accedió encantada: —No tengo la más remota idea de cuáles son sus intenciones —dijo Abulhasan, de acuerdo con lo que contó Shahrasad—. La verdad es que yo tampoco conozco tanto a esa joven como para saber qué pretende. No obstante, creo que pronto lo sabremos, para eso nos encontramos aquí. Y, de todos modos, no hay nada que temer, pues lo que hemos visto hasta ahora sólo puede ser calificado de maravilloso. Estaban los dos manteniendo esta conversación cuando la sirvienta ordenó a las doncellas allí presentes que cantaran. Y una que tocaba el laúd, lo afinó y recitó estos versos:
Con locura amo, sin conocer al amor; la pasión me abrasa corazón y entrañas.
Sólo una falta he cometido: dejar que las lágrimas me delataran.
Al obtener la aprobación y los vítores del joven, la esclava prosiguió:
Añoro, desesperado, tu cercanía; pero ¿de qué sirve si lejos estás?
Hacia ti se elevan mis suspiros de amor, y el más frío no es más que fuego vivo.
Nuraddín Alí ben Bakkar aplaudió de nuevo la excelente actuación de la esclava. Incluso repitió los versos que la joven acababa de recitar y no pudo contener las lágrimas. Y la esclava siguió cantando:
Vuestro amor en mí crece, y pronto de mí dueño será.
Para mi solitario corazón el frío desdén es fuego ardiente.
Tomad lo que queráis, bueno y malo, el premio del amante es el martirio.
De nuevo, Nuraddín Alí se puso a repetir los versos de la muchacha, sin poder contener el llanto. De repente, las esclavas se levantaron para afinar sus instrumentos y, con una sola voz, entonaron estos versos:
Alabado sea Dios por haber creado esta luna, y por haber unido a amante y amado.
Quien vio Sol y Luna a la vez vio el Paraíso terrenal y celestial.
Abulhasan y Nuraddín Alí se dieron cuenta de que la joven que había ido al establecimiento a buscarles estaba también junto a las doncellas, en el centro del jardín del patio. Mientras, un grupo de diez sirvientas sacaban un gran diván de patas y respaldo de plata y lo colocaban a la sombra de los árboles. Hecho esto, permanecieron de pie allí mismo, en espera de que salieran otras veinte doncellas, radiantes de belleza, con espléndidos vestidos y joyas y provistas de variados instrumentos musicales. Se alinearon a derecha e izquierda del diván e iniciaron una nueva melodía, cantando al unísono, de tan bella forma que aquel lugar vibraba con las notas musicales. Pero aún salió otro grupo de doncellas, esta vez diez, que se quedaron de pie a ambos lados de la puerta, como dando la entrada a otro grupo de diez doncellas, entre las que caminaba ampulosamente Shamsannahar. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 174
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Shamsannahar estaba radiante de belleza. Al caminar entre las otras doncellas, su abundante cabello resaltaba aún más con los elegantes movimientos del cuerpo. El vestido de brocado azul que la cubría dejaba entrever las joyas y las ropas que llevaba debajo. Así pues, como el sol que aparece de debajo las nubes, llegó hasta el diván y tomó asiento. El joven Nuraddín Alí ben Bakkar, al contemplar tan deslumbrante belleza, no pudo evitar que los nervios le indujeran a morderse compulsivamente las uñas hasta arrasárselas.
—¡Vivir para ver! —exclamó, y, acto seguido, recitó:
Ella es el motivo de mi pena, de mi desespero, de mi añoranza.
Sólo con contemplar su rostro se me corta la respiración.
Y a Dios ruego que mi alma mi maltrecho cuerpo abandone.
—Querido amigo —prosiguió Nuraddín Alí ben Bakkar, dirigiéndose a Abulhasan y sin poder contener el llanto—, considero que me habrías hecho un gran favor avisándome de la situación. Puesto que no me lo esperaba, no venía preparado para ser sometido a una prueba como ésta y ser paciente. —Lo he hecho con la mejor intención —le contestó Abulhasan—. Tenía miedo de que si te avisaba, tu enamoramiento y tu pasión por ella serían aún mayores y no podrías soportar el encuentro. De modo que mi consejo sincero es que no te alteres y procures ser amable y cariñoso con ella. Y, sobre todo, no le hagas ningún reproche, pues me consta que te ve con buenos ojos. —¿Sabes qué lugar ocupa en palacio? —preguntó Nuraddín Alí. —Shamsannahar es la esclava preferida del califa Harún Arrashid, y el lugar donde nos encontramos forma parte de su nuevo palacete denominado Palacio de la Eternidad. Si Dios quiere, y así debemos rogárselo, esta estratagema de reuniros de improviso dará los frutos deseados. Nuraddín Alí ben Bakkar permaneció en silencio unos instantes, y luego
comentó: —A veces, nuestra autoestima nos lleva a sobreprotegernos. Pero en mi caso, tengo ya el corazón roto, y me da igual si es el amor o si es un tirano quien acabe conmigo. Y de nuevo se refugió en el silencio. Shamsannahar, por su parte, aprovechó aquel momento para observar, de reojo, a Nuraddín Alí, quien estaba absorto en sus pensamientos. Incluso sin haber hablado y sin haberse manifestado su naciente amor mutuo, los rostros y los movimientos de ambos reflejaban, en silencio, la pasión que albergaban en sus corazones. Finalmente, se cruzaron una larga y tierna mirada. Shamsannahar ordenó al primer grupo de doncellas que ocuparan sus respectivos asientos y también dio órdenes a las sirvientas de que trajeran más divanes, para que pudieran acomodarse las doncellas que aún permanecían de pie. Así, situadas todas las jóvenes alrededor del patio, ordenó a una de ellas que iniciara una melodía. La joven se apresuró a afinar el laúd y recitó:
Los corazones del amante y el amado como un solo corazón palpitan.
El agua del amor los sacia, pues nada para ellos es más dulce.
Y cuando juntos reposan, con lágrimas en los ojos dicen:
«El culpable es el destino,
y no el amor que nos embarga».
Aquella recitación fue tan espléndida que hubiera curado a un enfermo y hubiera animado a un desvalido. Nuraddín Alí ben Bakkar, profundamente impresionado, pidió a otra de las doncellas que cantara estos versos:
La pasión que me abrasa me ha llenado los ojos de llanto.
Y por Dios os ruego, amor mío, querido corazón,
que tengáis piedad de un solitario desesperado
que su amor en secreto guarda y en silencio lo sufre.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 175
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Shamsannahar, al oír el poema que Nuraddín Alí había encargado a la esclava, también solicitó a una doncella que cantara, en su nombre, estos versos:
Si compartiera mi amor, y como yo sufriera, ya se habría vuelto loco.
De ello a Dios me quejo, y no al hombre que no sabe de pasión ni compasión.
Si humanos y demonios lo conocieran, a ambos por igual afectaría.
La doncella interpretó los versos y la melodía con tanta maestría que Nuraddín Alí ben Bakkar solicitó a otra joven que, en su nombre, recitara los siguientes:
Sus ojos lánguidos denotan añoranza, y también deseo e impaciencia.
Tú eres su único anhelo, sólo por ti sufre y vive con ansia.
Y es así porque tu precioso cuerpo esconde un corazón pétreo.
También esta vez la joven realizó una destacada interpretación, al final de la cual Shamsannahar se dirigió a la doncella que estaba a su lado para pedirle que cantara otra canción. Y así lo hizo:
Si haces oídos sordos a mis súplicas no creeré que me amas.
Yo no sé si podré soportarlo, pues mi paciencia tiene límites.
Me apena tanto esta situación que por ti el corazón tengo inflamado.
Escuchando la melodía, tanto Shamsannahar como Nuraddín Alí ben Bakkar sintieron que se amaban aún más apasionadamente. Y el joven solicitó una vez más a una doncella que estaba a su lado que recitara, en su nombre, estos versos:
El tiempo de la unión ¡qué breve es!
Vuestra extraordinaria belleza no se aviene con el desdén.
Shamsannahar, al oír estos versos, decidió levantarse, y lo mismo hizo Nuraddín Alí ben Bakkar. Ambos se encontraron junto a la puerta de la sala y se abrazaron apasionadamente. El espectáculo no podía ser de mayor belleza: era como si el sol abrazara a la luna. Tanta era la pasión que sentían el uno por el otro que pronto se sintieron débiles y se desmayaron. El grupo de doncellas los retiró a un rincón y les roció con agua de rosas y almizcle hasta que recobraron el conocimiento. Abulhasan se había escondido disimuladamente detrás de uno de los divanes, y fue Shamsannahar quien notó su ausencia. Al oír que preguntaban por él, Abulhasan salió del escondite y Shamsannahar le saludó y le expresó su agradecimiento. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 176
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Shamsannahar expresó su agradecimiento a Abulhasan
con estas palabras: —Debo daros mis más sinceras gracias por el favor que me habéis hecho, pues es muestra de una generosidad sin parangón. Abulhasan inclinó la cabeza humildemente en señal de respeto y le deseó la bendición de Dios. Shamsannahar se dirigió también al joven Nuraddín Alí ben Bakkar: —Ahora podéis conseguir lo que vuestro corazón desea. Sólo debéis tener confianza en Dios, acatar lo que el destino os dicte y soportar pacientemente esta carga. —Señora, poder contemplaros y estar a vuestro lado no apaga la llama que me inflama el corazón —respondió Nuraddín Alí ben Bakkar—. Por este motivo estoy seguro de que nunca dejaré de amaros, hasta que la muerte me arrebate el alma. Nuraddín no pudo contener el llanto, y tampoco pudo hacerlo Shamsannahar. Así pues, las lágrimas, cual gruesas perlas resbalaron por sus mejillas: se hubiera podido decir que parecían rosas empapadas de lluvia. —Vuestra situación es extraordinaria —dijo Abulhasan—. Si, estando juntos, os vence el desasosiego, ¿qué será de vosotros cuando os separéis? Creo que lo mejor para vosotros será que olvidéis pena y aflicción y disfrutéis del amor que os profesáis, pues los momentos de felicidad a veces resultan fugaces. Ambos dejaron de llorar, y Shamsannahar hizo una señal a una doncella, quien se ausentó para volver acompañada de dos sirvientas que traían una bandeja de plata repleta de deliciosos manjares. —Por favor, servíos —dijo Shamsannahar, ordenando a la muchacha que la dejara ante los invitados—. No hay nada más agradable y satisfactorio que departir alrededor de una buena mesa. Y se dispusieron a degustar los exquisitos platos. Shamsannahar y Nuraddín Alí ben Bakkar se sirvieron mutuamente hasta quedar satisfechos. Cuando acabaron, la sirvienta retiró la bandeja y les presentó el aguamanil de plata y la jarra de oro para que se lavaran las manos. Shamsannahar también dio órdenes a otra doncella para que les sirvieran la bebida. Así, la joven se ausentó unos
momentos y regresó acompañada de tres sirvientas que llevaban sendas bandejas de oro en las que había distintas clases de vino en frascos de cristal. Y mientras servían a los invitados, Shamsannahar ordenaba a diez doncellas que se pusieran de pie y a otras diez que prepararan los instrumentos para empezar a cantar. Las doncellas restantes se retiraron. Shamsannahar tomó una copa, la llenó de vino y se dirigió hacia una de las jóvenes para pedirle que cantara una canción. La muchacha, pues, recitó:
Al devolver el saludo riéndose me ha hecho desear de nuevo la unión.
Al verle no he podido disimular mi profundo amor por él.
Las lágrimas han expresado nuestra pasión, como si ellas mismas sufrieran.
Shamsannahar apuró la copa, y tomó otra, la llenó, la besó y se la ofreció a su querido Nuraddín Alí ben Bakkar. Él la tomó delicadamente y también la besó, pidiendo enseguida a una doncella que recitara, en su nombre, estos versos:
Mis lágrimas a vino tinto se asemejan, se diría que mis ojos en copa beben.
Yo mismo no sé si vino bebo
o es llanto lo que me alimenta.
Después de que el joven se bebiera la copa, Shamsannahar tomó otra, la llenó, la besó y la ofreció a Abulhasan ben Táhir, quien la tomó gustosamente y también la besó. Acto seguido, ella tomó el laúd de una de las doncellas y le dijo: —Abulhasan, sólo yo puedo cantar ante esta copa que os bebéis, pues nadie más es merecedor de este privilegio. Y recitó:
Sorprende verle lágrimas en las mejillas, y pasión inflamada en el corazón.
Estando juntos teme la separación, y llora, también en la lejanía.
Su excelente voz sorprendió agradablemente a los dos hombres, para quienes la preciosa melodía sonó como el agradable trino de un pájaro. Nuraddín Alí ben Bakkar, siguiendo el ritmo de la voz de la joven al son de las cuerdas, se dejó llevar por las notas musicales y su cuerpo empezó a moverse a derecha e izquierda. Sin embargo, pronto se presentó una doncella, ágil como una abeja y esbelta como una palmera, quien les interrumpió esos placenteros momentos. —Señora, los eunucos de su majestad el califa, Afif, Masrur y Wasif, acompañados de un grupo de sirvientes están en la puerta —anunció a Shamsannahar. Tanto la joven Shamsannahar como sus dos invitados temieron haber sido
descubiertos y el miedo recorrió sus cuerpos. Por unos momentos, vieron cómo el resplandor de su buena estrella se apagaba y el fin de tan hermosa aventura se acercaba. Pero Shamsannahar, como si no diera ninguna importancia al asunto, se echó a reír. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 177
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Shamsannahar ordenó a la muchacha que los entretuviera unos momentos, para que tuvieran tiempo de dejar todas las cosas en su sitio y nadie notara que allí habían hecho acto de presencia los dos jóvenes. Así pues, Shamsannahar ordenó a las sirvientas que corrieran las cortinas, cerraran las puertas de la sala inmediatamente y retiraran todos los divanes del jardín, excepto el suyo. Entonces salió fuera, se acomodó en el diván y pidió a una de sus doncellas que se le acercara y le diera masajes en los pies. —Diles que ya pueden entrar —dijo a otra doncella. Los tres eunucos, acompañados por otros veinte sirvientes, todos con sus vestidos de gala, los cinturones con hebillas de oro y las espadas envainadas, se presentaron ante Shamsannahar y la saludaron con las reverencias de costumbre. Shamsannahar les devolvió el saludo con toda su amabilidad y, dirigiéndose a Masrur, preguntó: —¿Cuál es el motivo de esta visita?
—Señora, su majestad os saluda y os comunica que hoy ha sido un gran día para él, por lo que desea pasar esta noche con vos. Su voluntad es que dispongáis todo lo necesario para recibirle en vuestros aposentos. —Los deseos de su majestad son órdenes para mí —afirmó Shamsannahar. E inmediatamente, y en presencia de los eunucos, ordenó a las sirvientas que acondicionaran la estancia. Esta orden la dio solamente para demostrar a los enviados del califa que cumplía con los deseos de su majestad, ya que los aposentos estaban perfectamente: Shamsannahar ya había hecho colocar las cortinas, alfombras y tapices en su sitio para recibir a sus invitados. Sin embargo, las sirvientas se entregaron al trabajo con solicitud, y, al poco, Shamsannahar permitió a los eunucos que se retiraran. —Id con Dios —les dijo— e informad a su majestad de que mis aposentos pronto estarán a punto para recibirle. Y los eunucos se retiraron prestamente. Shamsannahar se precipitó hacia la sala donde Nuraddín Alí ben Bakkar y Abulhasan permanecían expectantes, como dos pájaros atemorizados. Cuando ella abrazó calurosamente a Nuraddín Alí ben Bakkar, éste exclamó: —Esta separación será la causa de mi muerte. Sólo pido a Dios que me infunda la paciencia y el temple suficientes para poder soportar los días que pasaré lejos de vos. —No os preocupéis —intentó consolarle Shamsannahar—. Podréis salir de aquí sin problemas y si guardáis bien vuestros sentimientos y disimuláis el sufrimiento que os causa la pasión, nadie sabrá cómo os sentís. Pero yo sí que debo preocuparme, pues mi situación es grave. ¿Cómo podré satisfacer al califa si mi cuerpo y mi alma sólo os pertenecen a vos? ¿Cómo podré hablar con él si vos ocupáis mi pensamiento en exclusiva? ¿Cómo podré dedicarle mis canciones y mirarle a la cara si para mí sólo vos existís? ¿Cómo podré tener valor para servirle? ¿Y cómo podré hablar con su séquito y persuadirles para que intercedan por mí ante su majestad? —Por Dios os ruego, señora —le dijo Abulhasan—, que saquéis fuerzas de flaqueza para hacer frente a esta noche. Si Dios quiere, vosotros dos pronto os volveréis a reunir.
—La comitiva del califa se acerca —dijo una de las doncellas. —¡Deprisa! —instó Shamsannahar a las doncellas—. Llevaos a Nuraddín Alí ben Bakkar y a Abulhasan a las dependencias superiores, las que dan al patio, y cuando caiga la noche acompañadles a casa. Las jóvenes así lo hicieron. De modo que, en un santiamén, Abulhasan y Nuraddín Alí ben Bakkar se encontraron en una de las habitaciones que, por un lado, daba al patio interior del palacete y, por el otro lado, daba al río Tigris. Allí permanecieron, sentados y en silencio, hasta que se hizo de noche. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 178
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Nuraddín Alí ben Bakkar y su amigo Abulhasan permanecieron en el mismo lugar hasta bien entrada la noche, sin saber cómo ni cuándo podrían regresar a casa. De modo que lo único que podían hacer era contemplar desde aquel lugar privilegiado lo que ocurría en el jardín. Lo primero que vieron fue un cortejo formado por un centenar de eunucos ataviados con sus uniformes de gala, los cinturones con hebillas de oro y las espadas envainadas. A continuación, hicieron su entrada cien pajes, con las correspondientes velas de alcanfor en las manos, precediendo al califa Harún Arrashid, quien parecía estar en un lamentable estado de ebriedad, y a quien acompañaban Masrur y Wasif. Detrás de tan enorme comitiva salieron veinte doncellas de una belleza radiante como el sol, elegantemente vestidas y adornadas con lujosas joyas que les embellecían cuello y cabeza. Las jóvenes
avanzaron hasta llegar al pie de los árboles, donde se encontraban Shamsannahar y las otras doncellas con sus instrumentos musicales. Cuando el califa llegó al lugar donde se encontraba Shamsannahar, ésta besó el suelo en señal de respeto y Harún Arrashid le dijo: —¡Qué feliz momento, vida mía, alegría de mi corazón! Y, tomados del brazo, se dirigieron hacia el diván de plata, donde el califa tomó asiento. Asimismo ordenó que colocaran los otros divanes alrededor de la fuente para que se sentaran en ellos las doncellas que habían entrado con la comitiva real, mientras Shamsannahar tomaba asiento al lado de su majestad. Después de contemplar largamente el jardín, Harún Arrashid ordenó que se dispusieran velas a derecha e izquierda para que la oscuridad de la noche se tornara claridad. A continuación, los sirvientes empezaron a ofrecer vino a los allí reunidos. Para Abulhasan, el espectáculo que se ofrecía a sus ojos era del todo inédito. Nunca había visto joyas tan valiosas y lujosas, nunca una escena le había conmovido tan profundamente. De modo que no pudo dejar de comentar a Nuraddín Alí ben Bakkar, que yacía en el suelo a causa del trastorno que le había provocado el enamoramiento: —Tendrías que ver al califa. —Él precisamente es la causa de todas mis desgracias —repuso Nuraddín Alí— y, ciertamente, de mi triste final. A mí ahora sólo podría consolarme, después de la separación, la pronta y apasionada unión. Y, en lugar de esto, que es lo que realmente necesito, lo que tengo es miedo por encontrarme en este lugar inseguro del que no sé cómo ni cuándo podré escapar. Por lo tanto, el único consuelo que me queda es confiar en la voluntad de Dios Todopoderoso y desear que sea Él quien me saque de este aprieto. —Sí, es cierto —añadió Abulhasan, dirigiendo nuevamente su mirada hacia el jardín—. El único remedio posible es tener toda la paciencia que la situación requiere. En aquel momento, Harún Arrashid se dirigía a una de las doncellas que habían entrado con él y le pedía que cantara para ellos. La joven tomó el laúd y recitó:
Si el agua hace crecer verdes prados, con el llanto, mis mejillas vergeles serán.
Yo sólo lágrimas derramó porque el alma del cuerpo se me va.
La muerte es mi único consuelo, y ya la bienvenida le doy.
Abulhasan y Nuraddín Alí ben Bakkar pudieron ver cómo Shamsannahar se desplomaba, terriblemente afectada, al suelo, y cómo las doncellas se apresuraban a levantarla y a rociarle agua de rosas para que recobrara el conocimiento. «Realmente, el destino les ha deparado el mismo desgraciado fin a los dos», se dijo Abulhasan. —¡Vamos, deprisa! —interrumpió la sirvienta que les había dejado en aquella estancia—. Tenéis que iros, pues si permanecéis aquí corréis un grave peligro. —Pero ¿cómo podemos partir mientras Nuraddín Alí se encuentre en este estado? —dijo Abulhasan. La mujer, sin más dilación, roció el rostro del joven con agua de rosas y le frotó insistentemente las manos hasta que volvió en sí. —Despierta, Nuraddín, pues tanto tú como yo corremos grave peligro. Debemos irnos inmediatamente. Y, dicho esto, Abulhasan y la mujer acarrearon el cuerpo de Nuraddín Alí desde la galería hasta una pequeña puerta de hierro que daba al río, donde una barca les esperaba. Una vez hubieron embarcado y cuando ya se alejaban de palacio, Nuraddín Alí ben Bakkar levantó una mano en señal de despedida y, con la otra
sobre el corazón, recitó:
Adiós os digo con mano extenuada, y con la otra sobre ardiente corazón.
Espero que éste no sea mi último esfuerzo, y tampoco nuestra despedida para siempre.
Y el barquero avanzó remando con la sirvienta, Abulhasan y Nuraddín Alí ben Bakkar. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 179
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada. Cuentan, majestad, que el remero les condujo velozmente hasta la otra orilla del río. Allí, la sirvienta se despidió de ellos, diciéndoles que, a partir de aquel momento, le era imposible acompañarles. Abulhasan, pues, se encontró ante un exhausto Nuraddín Alí ben Bakkar, quien yacía en el suelo, incapaz de mantenerse en pie.
—Querido amigo, en este lugar no estamos a salvo, al contrario, estamos a la merced de maleantes y forajidos —dijo temeroso Abulhasan. Y, en tono de reproche, siguió conminándole a que se levantara para poder emprender camino. Nuraddín Alí ben Bakkar se incorporó a duras penas y, con enorme dificultad, consiguió empezar a andar al lado de su compañero. Casualmente, Abulhasan tenía varios amigos que residían en aquella parte de la ciudad, de modo que decidió dirigirse a casa de uno, con quien le unía una estrecha amistad y a quien tenía la máxima confianza. Al oír que llamaban a la puerta, el amigo de Abulhasan abrió y les recibió con enorme alegría: —¡Hombre, Abulhasan! ¿Qué te trae por aquí? —Pues, verás —explicó Abulhasan—, resulta que he tenido noticia de que cierto individuo pretendía arrebatarme el dinero, a mí, y también a otros, y he decidido salir a su encuentro. Pero, la verdad, como no me inspiraba ninguna confianza, me he hecho acompañar por este joven —y señaló a Nuraddín Alí ben Bakkar—. Sin embargo, todos los esfuerzos han sido en vano, pues ni hemos conseguido dar con él, ni tenemos referencia alguna de cuál es su paradero. Como puedes comprobar, este pobre joven está exhausto, y por eso he decidido venir a verte. Y no sólo por eso, la verdad es que también tenía ganas de hacerte una visita, ¡hacía tanto tiempo que no nos veíamos! El anfitrión les ofreció su generosa hospitalidad y allí pasaron la noche. Pero al romper el alba, los dos huéspedes decidieron regresar a la ciudad, cruzando de nuevo el río en barca. Una vez llegaron a la otra orilla, se dirigieron directamente a casa de Abulhasan, quien tuvo que convencer a Nuraddín Alí ben Bakkar de que se quedara con él para descansar placenteramente. Y así lo hizo, porque estaba tan exhausto a causa de la añoranza y del enamoramiento que se echó inmediatamente en la cama. También Abulhasan se tomó un descanso, y, al despertar y después de dar gracias a Dios por haber salido sanos y salvos de aquella comprometida situación, se dijo: «Ahora tendré que entretenerle como sea para que se olvide de la pena que le causa el recuerdo de la amada». Cuando Nuraddín Alí ben Bakkar recobró la conciencia, lo primero que hizo fue pedir que le trajeran agua para hacer las abluciones, pues durante aquella noche y parte del día anterior no había cumplido con el precepto de la sagrada oración. Aunque a medida que pasaban las horas Nuraddín Alí ben Bakkar parecía
sentirse más relajado, Abulhasan le propuso que aquella noche se quedara con él, así podrían conversar tranquilamente y el tormento se le haría más llevadero. A Nuraddín Alí ben Bakkar la idea de su amigo le pareció excelente, por lo que inmediatamente Abulhasan envió a un sirviente a buscar a sus amigos, a sus pajes y ordenó que trajeran también a una doncella cantora. Aquel atardecer disfrutaron mutuamente de su compañía y, cuando se hizo necesaria la luz de las velas para iluminar las tinieblas de la noche, la joven recitó:
Alejarse de la persona amada es flecha en el corazón.
La paciencia me ha dejado, la enfermedad me ha sobrevenido.
Las bellas palabras del poema causaron tal impresión a Nuraddín Alí ben Bakkar que se desmayó emocionado y no volvió en sí hasta que despuntó el alba. Al recobrar el conocimiento expresó su deseo de regresar a su casa, por lo que los sirvientes le prepararon la mula y, en compañía de Abulhasan, emprendió camino del hogar. Abulhasan, por su parte, dio gracias a Dios Todopoderoso y se congratuló de que el joven hubiera podido regresar a casa y estuviera ya fuera de peligro. Sin embargo, el joven Nuraddín Alí ben Bakkar no consiguió disfrutar de la tranquilidad esperada, por lo que Abulhasan, ante la imposibilidad de consolarle y ayudarle más de lo que ya había hecho, decidió dejarle y volver a casa. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 180
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que cuando Nuraddín Alí ben Bakkar vio que su amigo Abulhasan partía, le encomendó la misión de averiguar qué le había ocurrido a Shamsannahar después de que ellos la dejaran en compañía del califa Harún Arrashid. —Su sirvienta se comprometió a mantenernos informados —dijo Abulhasan, y regresó raudo a su establecimiento. Pasaron las horas, pero la sirvienta de Shamsannahar no dio señales de vida. Abulhasan pasó la noche en casa y, a la mañana siguiente, hizo una visita a su amigo. Para su sorpresa, se encontró la casa llena de gente, sobre todo médicos que, rodeando al lánguido Nuraddín Alí ben Bakkar, recetaban toda clase de pócimas y medicinas. Pero cuando el enfermo vio a Abulhasan le dedicó una mirada de agradecimiento y le sonrió, especialmente porque este último se interesó por su estado de salud, por cómo había pasado la noche y le dijo también cuánto le había echado de menos. Mientras, todos los presentes se retiraron y dejaron a los dos amigos solos. —Pero ¿a qué viene esta multitud de visitas? —preguntó Abulhasan. —Los sirvientes han proclamado a bombo y platillo que yo estaba enfermo y han acudido todos a visitarme. Lamentablemente, en este estado en que me encuentro, me ha sido imposible impedirlo. Pero, pasando al tema que nos interesa, ¿has conseguido hablar con la sirvienta? —Aún no la he visto, pero tengo la esperanza de que hoy acuda al establecimiento. Nuraddín Alí ben Bakkar no pudo ocultar su decepción al escuchar las palabras poco esperanzadoras de su amigo Abulhasan.
—No debes desesperar —intentó consolarle Abulhasan—. Además, no es conveniente que manifiestes tus sentimientos tan abiertamente. En tu caso, la discreción es lo más recomendable. Pero Nuraddín Alí siguió lamentándose y recitó:
Aunque intenso, escondí mi amor, pero el llanto me delató.
Sin embargo, vergüenza no sentí al verme lágrimas derramar.
Revelar la pasión que me abrasa es lo que me hace más feliz.
—El destino me ha deparado un grave conflicto —prosiguió—, del que sólo con la muerte podré escapar. Sólo la muerte podrá proporcionarme el descanso necesario, y ser el remedio a todos mis sufrimientos. —Que Dios te sea buena ayuda —le replicó Abulhasan—. No eres el único que ha vivido un amor apasionado y se ha visto inmerso en esta angustia. Y siguieron conversando hasta que Abulhasan decidió regresar a su establecimiento. Pero justo después de abrir, se le presentó la doncella de Shamsannahar y le saludó con semblante afligido y expresión desganada. —Bienvenida —le dijo Abulhasan contento de verla—. ¡Cuánto tiempo!, ¡deseaba tanto tener noticias vuestras! Decidme, ¿cómo se encuentra vuestra señora?
Abulhasan, sin darle tiempo a contestar, le contó con todo lujo de detalles cómo se encontraba su amigo Nuraddín Alí ben Bakkar. —Mi señora se encuentra aún peor —explicó la joven—. La verdad es que, cuando escapasteis, yo no me quedé tranquila, pues temía por vosotros. Y con este recelo regresé junto a mi señora. Pero qué sorpresa la mía cuando me la encontré desmayada junto a su majestad. El califa no sabía qué hacer, no entendía la situación ni nadie le podía explicar de qué mal sufría su amada. Las doncellas la rodeaban, sin dejarla ni un momento, hasta que recobró el conocimiento. El califa le preguntó entonces acerca de la dolencia que la aquejaba y ella, besándole los pies, le contestó que algo de lo que había comido le había provocado ardores. El califa quiso saber qué había tomado, y ella se lo explicó. Fingiendo estar ya recuperada, ordenó a las doncellas que les sirvieran más vino y pidió a su majestad que siguieran disfrutando de la velada. Así pues —prosiguió la doncella—, el califa se sentó de nuevo en su diván y la invitó a hacerle compañía. Cuando yo llegué, ella, disimuladamente, me preguntó por vosotros dos y le conté cómo habíais conseguido escapar. También le recité los versos de Nuraddín Alí ben Bakkar, y ella, no pudiendo contener la emoción, se echó a llorar. Además, en aquel preciso instante, una de las jóvenes cantoras, que respondía al apelativo de Mirada de Amante, recitó:
Con vuestra partida, mi vida se agrió, me pregunto cómo vos os sentís.
Si no lamentáis amargamente mi ausencia, yo, por no teneros, lloraré sangre.
Al oír estos versos, Shamsannahar se desmayó de nuevo, y yo hice todo lo posible para que volviera en sí cuanto antes. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.
«¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 181
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que la doncella siguió contando a Abulhasan: —Le di masajes en los pies y le rocié agua de rosas por todo el cuerpo, y cuando recobró el conocimiento le dije que tenía que ser paciente, que si seguía con aquella angustia lo pagaría caro, y no sólo ella sino también todos los que la rodeaban. Además, le hice ver que, por el bien de su amado, tenía que sacar fuerzas de flaqueza para vencer tan terrible tormento. Sin embargo, ella insistió en que lo único que la podía calmar y que le devolvería la tranquilidad era, precisamente, la muerte. Mientras, otra doncella, llamada Alba del Errante, entonó los siguientes versos:
Me dicen: «Ojalá la paciencia te sosiegue», pero ¿cómo voy a tenerla si me abandonó?
En realidad, ya hicimos un pacto: cortar las cuerdas de la resignación.
Shamsannahar, de nuevo afectada por las poéticas palabras, se desmayó de
nuevo. El califa, sin embargo, se mostró prestamente dispuesto a atenderla, y no sólo hizo todo lo posible para que recobrara el conocimiento sino que también ordenó a las asistentas que retiraran el vino y que regresaran a sus respectivas habitaciones. El objetivo de Harún Arrashid no era otro que pasar la noche a solas con ella. Al amanecer, y viendo que Shamsannahar seguía aún entre la conciencia y la inconciencia, su majestad convocó a todos los médicos para que le proporcionaran el tratamiento más adecuado y entonces, aprovechando que Shamsannahar estaba ya en compañía de sus doncellas y sirvientas, el califa partió para cumplir con sus obligaciones. No obstante, lo primero que hizo ella al librarse de la presencia de su majestad fue enviarme a vuestro establecimiento para que me pusierais al corriente de cómo se encuentra su amado Nuraddín Alí ben Bakkar. Abulhasan dijo a la sirvienta que saludara a Shamsannahar de su parte y que mantuviera, por todos los medios, el secreto de su relación con el joven Nuraddín Alí ben Bakkar. También se comprometió a mantener informado a este último con las noticias de Shamsannahar que ella le había traído. Después de que la sirvienta de Shamsannahar partiera, Abulhasan permaneció en el establecimiento dedicado a su cotidiana tarea de comprar y vender. Al atardecer visitó de nuevo a su amigo Nuraddín Alí ben Bakkar, quien se encontraba en el mismo estado de desfallecimiento. Pero, a pesar de la languidez, tuvo fuerzas para pedirle excusas por no haberle librado de la carga de ocuparse de él y de mantenerle al corriente de lo que le ocurría a Shamsannahar. Al mismo tiempo, le confesó que todo lo que hacía por él, se lo agradecería hasta el final de sus días. —Por favor, Nuraddín Alí —le dijo Abulhasan—, no digas eso. Tú sabes bien que yo sería capaz de dar la vida por ti, de modo que haré lo que sea para ayudarte. He venido a decirte que hoy he recibido la visita de la sirvienta de tu amada Shamsannahar. Abulhasan le repitió, al pie de la letra, las palabras de la sirvienta. Pero Nuraddín Alí, en lugar de animarse sabiendo cómo se encontraba Shamasannahar, se deprimió y desesperó más aún. El joven no pudo contener el llanto, preguntándose qué podía hacer ante tanta desgracia. Finalmente, rogó a su amigo Abulhasan que pasara la noche con él. Con las primeras luces del alba y sin apenas haber dormido, Abulhasan regresó a
su establecimiento, donde ya le esperaba nuevamente la sirvienta de Shamsannahar. Casi sin saludarse previamente e incluso sin abrir la tienda, la mujer quiso saber cómo se encontraba Nuraddín Alí ben Bakkar. Abulhasan le explicó que seguía en el mismo estado de languidez y se interesó, a su vez, por la joven Shamsannahar. —Ella se encuentra bastante peor —explicó la sirvienta—. Pero le ha escrito una carta para que se la hagamos llegar y quiere una respuesta. Además, me ha pedido encarecidamente que haga lo que vos creáis más conveniente. —Pues vamos a su casa inmediatamente —dijo Abulhasan. Y los dos se dirigieron a casa de Nuraddín Alí ben Bakkar. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 182
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Abulhasan y la sirvienta emprendieron camino, en dirección a la casa de Nuraddín Alí ben Bakkar. La sirvienta permaneció de pie ante la puerta mientras él entraba para anunciar a su amigo la visita. —¿Qué te trae por aquí? —preguntó Nuraddín Alí nada más ver entrar a su amigo Abulhasan. —No te preocupes —respondió Abulhasan, guiñándole un ojo—. Un amigo tuyo ha enviado a su sirvienta con una carta en la que, según parece, expresa su añoranza y te explica los motivos de su tardanza en visitarte. ¿Puedes, pues,
darle permiso para que pase? —Por supuesto —asintió Nuraddín Alí ben Bakkar, dando órdenes a uno de los sirvientes de que la hiciera pasar. Nuraddín Alí se alegró enormemente de ver a la sirvienta de Shamsannahar y, guiñándole también un ojo para disimular ante los sirvientes, le preguntó: —¿Cómo se encuentra vuestro amo, Dios le depare salud y bienestar? La mujer le entregó la carta, que él tomó ilusionado, la besó y, alargándola a Abulhasan, le pidió que se la leyera. Decía así:
En el Nombre de Dios Excelso,
Pregunta al que mis noticias te trae, y que en sus palabras puedas verme.
Al partir, me dejaste el corazón en ascuas y los ojos en permanente vigilia.
Sólo me quedan paciencia y resignación, pues nadie al destino se puede oponer.
Pero alégrate porque en mi corazón estás y siempre reinarás en mis pensamientos.
Mirándote el cuerpo, consumido de deseo, sabrás cómo el fuego del amor devora el mío.
Amor mío, si no hubiera sido por el irrefrenable deseo de comunicarte cómo me encuentro, qué sufrimiento me causa tu ausencia y el grado de mi añoranza, no me hubiera atrevido a pronunciar palabra ni a escribir una sola línea. Pero quería abrirte completamente mi corazón, anunciarte mis penas físicas y sentimentales, pues si pudieras verme, ello te bastaría. En otras palabras, quiero decirte que mis ojos no encuentran descanso, que en mis pensamientos únicamente tú existes, que tengo el corazón destrozado y que mi alma sufre amargamente. Tanto llego a sufrir que tengo la impresión de que no he vivido nunca un momento feliz, de que nunca he conocido la tranquilidad y de que he estado siempre abandonada. Ojalá pudiera llorar siempre ante quien comparte mis lamentos y mis lágrimas, y ante quien mis quejas comprende. Por eso te dedico estos versos:
De tu compañía no puedo disfrutar, no conozco alegría, lejos de ti.
El destino nos ha separado, y mis lágrimas por ti derramo.
Que Dios Excelso nos una de nuevo, como a todos los amantes. Pero mientras este momento no llega, escríbeme unas palabras de consuelo. Y tú sé paciente, hasta que Dios Todopoderoso tenga a bien facilitar nuestra tan deseada unión. Saludos a Abulhasan.
A Abulhasan la carta le pareció escrita con tanto sentimiento que le conmovió profundamente y a punto estuvo de revelar en voz alta el contenido de la misma. —Quien ha escrito esta carta —dijo a su amigo Nuraddín Alí ben Bakkar— se ha excedido en delicadeza y afección. Se merece una pronta y adecuada respuesta. —Pero ¿qué podré yo decirle? —replicó Nuraddín Alí ben Bakkar, intentando vencer su debilidad—. ¿Con qué voz puedo yo lamentarme y con qué mano puedo agarrar la pluma si cada momento que pasa mi sufrimiento se agrava? No obstante, Nuraddín Alí ben Bakkar se incorporó y tomó una hoja de papel. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 183
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Nuraddín Alí ben Bakkar pidió a su amigo Abulhasan que sujetara, abierta ante él, la carta de Shamsannahar. Y así, a medida que la iba leyendo, iba escribiendo la respuesta en la hoja de papel que tenía en la mano, a pesar de que no era capaz de escribir sin que el llanto le obligara a hacer pausas de vez en cuando. Al terminar, se la dio a Abulhasan para que la leyera y la entregara a la sirvienta de Shamsannahar. Abulhasan pudo leer:
En el Nombre de Dios, Clemente y Misericordioso:
He recibido una carta de amor, ¡qué resplandeciente regalo!
Contiene dulces palabras, cual brisa floral.
Me ha aligerado el sufrimiento, mi pena ha menguado.
Entre la piedad y la precaución sus palabras se encuentran. Vos conocéis mi gran amor, vos conocéis mi gran pasión.
Mis ojos, ardientes, no se cierran; mi maltrecho corazón se consume.
Aunque derramo llanto sin cesar,
en mi interior sólo hay fuego.
Por el amor que os profeso, por la pasión que por vos siento
os digo que en mi pobre corazón sólo vos, aunque lejos, tenéis cabida.
Vuestra carta ha traído paz a mi atormentada mente y ha sido cura ideal para mi lacerado y enfermo corazón. Me ha alegrado los ojos y el corazón, y, después de un largo silencio, me ha permitido volver a hablar. He disfrutado de las dulces palabras que habéis escrito, y cuanto más detenidamente las he leído y mejor las he comprendido, más aliviado me he sentido. Desde que nos separamos he vivido continuamente en el más terrible de los tormentos, a causa de la pasión y el deseo avasalladores que me dominan completamente. En verdad os digo que me siento tal como dijo el poeta:
Sentimientos de tristeza, pensamientos de desespero, ojos de vigilia y cuerpo exhausto.
Estando solo no tengo ya paciencia, mis entrañas sufren, también mi mente.
Desde que partisteis, en mi soledad
me he sentido, siempre, desamparado.
Aunque ninguna queja sirve para extinguir el fuego de la pasión, sí que, por lo menos, puede consolar a quien el amor consume y la separación destruye. A quien así se encuentra, sólo le queda esperar el momento de reunirse con el amado, momento en que también encontrará los medios para recuperarse. Con los más afectuosos saludos.
Aquella carta conmocionó profundamente a Abulhasan. Tan fuerte sintió el dolor en su interior que no pudo contener el llanto. Finalmente, entregó la carta a la sirvienta de Shamsannahar. Antes de que se fuera, sin embargo, Nuraddín Alí ben Bakkar le pidió que se acercara a él y le dijo, en voz baja: —Haced llegar mis más afectuosos saludos a vuestro amo y señor, informadle de mi terrible enfermedad, de mi sufrimiento y de mi aprecio por él. Decidle que me duelen la carne y los huesos, decidle que soy un pobre hombre a quien el destino ha deparado lo peor. El sentido tono con que Nuraddín Alí ben Bakkar encomendó el mensaje a la sirvienta de Shamsannahar, provocó el llanto emocionado de Abulhasan y la sirvienta. Poco después ambos partieron, ella para regresar junto a su señora y él para dirigirse a su establecimiento. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 184
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño,
les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Abulhasan regresó a su tienda profundamente deprimido, inmerso en tristes pensamientos y convencido de que el trance amoroso que atravesaba su amigo con la favorita del califa Shamsannahar le arrastraría, junto a ellos dos, a la ruina. Estos turbios pensamientos ocuparon su mente toda la noche. Al amanecer, quiso visitar de nuevo a su amigo Nuraddín Alí ben Bakkar, quien seguía postrado y rodeado de amigos y curiosos. Abulhasan esperó pacientemente a que todo el mundo se fuera para acercarse a él y le dijo: —Querido amigo, yo nunca había visto que un enamorado sufriera como tú sufres. Sobre todo teniendo en cuenta que tu amada te corresponde, te es fiel y sólo desea estar a tu lado. ¿Qué ocurriría si ella, en lugar de sentir este apasionado amor por ti, se mostrara esquiva y te rehuyera? Créeme, amigo mío, es necesario que vuelvas a tu vida normal, que salgas y converses con la gente. De lo contrario, un día u otro se sabrá toda la verdad y entonces será demasiado tarde. Creo que debes procurar no llegar a extremos irreversibles. Abulhasan obtuvo una respuesta positiva de su amigo Nuraddín Alí ben Bakkar, aunque no supo hasta mucho más tarde cómo se había reintegrado a la vida normal. Resulta que Abulhasan tenía un amigo joyero que frecuentaba su establecimiento y que se enteró del asunto de Nuraddín Alí ben Bakkar con la joven Shamsannahar y de la implicación de Abulhasan en el mismo. Así pues, un día que Abulhasan recibió la visita del joyero y éste le comentó el asunto, Abulhasan le respondió, evasivamente, que las únicas noticias que tenía de Shamsannahar eran que no se encontraba muy bien. —Esto es todo lo que sé —prosiguió Abulhasan—. Pero a propósito de este tema, quería comentarte mis intenciones. Ayer mismo tomé la determinación de desentenderme del asunto. Como tú bien sabes, yo soy una persona conocida y bien relacionada. Por eso temo que si la gente descubre la relación de mi amigo con Shamsannahar y mi implicación en ella, mi familia y yo nos veamos condenados a la desposesión de todos nuestros bienes, a la ruina total, a la muerte. Sin embargo, teniendo en cuenta mi larga relación con ambos, tampoco puedo marcharme de la noche a la mañana. De modo que he resuelto saldar todas mis deudas, poner todos los asuntos en orden y prepararme para emprender
viaje hacia la ciudad de Basora, donde tengo la intención de vivir tranquilamente en el anonimato. Allí podré llevar una vida sosegada, estando igualmente al corriente de cómo evoluciona su relación y de cómo Dios Excelso la resuelve. Aunque mucho me temo que, en vista del profundo amor que se profesan, su fin sea la muerte causada por la añoranza. Hasta este momento, la sirvienta que actúa de intermediaria entre ambos ha guardado muy bien el secreto, pero no quiero ni pensar qué me ocurrirá a mí si, por cualquier circunstancia, se enfada con ellos y lo divulga. Además, no hay duda de que ni Dios ni nadie me lo perdonarían nunca. —Querido amigo —dijo el joyero—, lo que me acabas de confesar es un asunto suficientemente grave como para escandalizar a la persona más cabal. En mi opinión, has tomado una sabia decisión. Que Dios te proteja de cualquier posible daño y te dé el valor necesario para encontrar el mejor remedio. —Por favor te ruego —le dijo Abulhasan— que mantengas esta conversación en el más estricto secreto. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 185
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Abulhasan ben Táhir, después de confiar el secreto a su amigo el joyero, se preparó para el viaje y emprendió camino hacia Basora. Cuatro días después, el joyero acudió al establecimiento de Abulhasan y lo encontró ya cerrado. Así contó él mismo la historia:
Ante la ausencia de Abulhasan empecé a pensar cómo podría ganarme la confianza de Nuraddín Alí ben Bakkar. Para ello, lo primero que hice fue dirigirme a su casa. Al llegar, dije a uno de los sirvientes que pidiera el permiso correspondiente a su amo para que me permitiera hacerle una visita. Efectivamente, Nuraddín Alí se encontraba postrado sobre un gran cojín, pero al verme se levantó para saludarme con gran afecto. Yo le pregunté por su estado y le pedí excusas por la tardanza de mi visita, cosa que él agradeció complacido. —¿Puedo hacer algo por vos? —me preguntó. —Veréis, Abulhasan —Dios le proteja— y yo hemos sido amigos y colegas de negocios durante mucho tiempo. Nuestra relación se ha basado siempre en el aprecio y la confianza mutuos y nunca nos hemos faltado al respeto el uno al otro. Pero hoy, al llegar a su establecimiento, después de unos días de ausencia por motivos de trabajo, lo he encontrado cerrado y los vecinos me han informado de que Abulhasan partió hacia Basora hace unos días porque tenía que resolver personalmente algunos asuntos. Sin embargo, la explicación que he recibido no acaba de convencerme, pues él nunca me había comentado que tuviera intención de dejar el negocio para instalarse en Basora y empezar allí una nueva vida. Por ello, sabiendo que vos sois un íntimo amigo suyo, he venido a preguntaros si sabéis a qué se debe tan repentina partida. —¡Dios mío! —exclamó Nuraddín Alí ben Bakkar, visiblemente afectado y con una súbita palidez de rostro—. No sabía nada. Vuestras palabras son la primera noticia que tengo de su partida. Si lo que acabáis de decirme es cierto, os aseguro que para mí constituye un importante motivo de aflicción, disgusto y tristeza. Y, sollozando, recitó estos versos:
En el pasado mucho llegué a llorar, con los seres queridos junto a mí.
Y hoy que ya no los tengo a mi lado,
también lágrimas derramo, y así seguiré.
Seguro que nadie mi llanto tiene: lo comparten los vivos y los muertos.
Después de recitar los versos, agachó la cabeza y se dirigió a uno de sus sirvientes, diciéndole: —Ve a casa de Abulhasan ben Táhir y averigua si está o no. Si, tal como dice mi amigo, es cierto que ha partido, pregunta a quien pueda explicarte los motivos de tal decisión y con qué propósito lo ha hecho. Mientras el sirviente salía en dirección al establecimiento de Abulhasan, yo me quedé conversando con Nuraddín Alí ben Bakkar, quien tan pronto me escuchaba como no me prestaba atención alguna. —Señor —dijo el sirviente, nada más llegar—, al interesarme por el paradero de Abulhasan ben Táhir, los vecinos me han informado de que hace dos días que partió hacia Basora. Lo curioso es que allí también había una mujer, a quien yo no había visto nunca, que preguntaba por él y que enseguida ha querido saber si yo era un sirviente de Nuraddín Alí ben Bakkar. Cuando le he contestado afirmativamente, ella me ha dicho que tenía una carta con un mensaje para vos de parte de una persona a quien vos apreciáis sinceramente, así que, sin dudarlo, he permitido que me acompañara y ahora se encuentra esperando fuera. —Hazla pasar —le dijo inmediatamente Nuraddín Alí. Nada más entrar, reconocí a la doncella, pues ya me la había descrito Abulhasan. La muchacha, que me pareció aún más bella que en la descripción de mi amigo, entró y saludó a Nuraddín Alí ben Bakkar. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario
aún», dijo Shahrasad.
Noche 186
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido: La enviada de Shamsannahar se acercó a Nuraddín Alí ben Bakkar y le habló largamente en voz baja. La única reacción del joven fue jurar y exclamar que no había oído ni palabra de lo que la mujer le decía y cuando, después de informarle detalladamente, ella partió, Nuraddín Alí ben Bakkar se quedó tan destrozado que parecía que estuviera fuera de si. —No hay duda de que tenéis algún asunto pendiente o algún trato con la familia del califa —le dije, en cuanto tuve la oportunidad de hablarle. —¿Y cómo lo sabéis? —me preguntó. —Por la doncella que os acaba de visitar. —¿La conocéis? —Por supuesto —afirmé yo—, es la doncella de la esclava Shamsannahar, la preferida del califa Harún Arrashid, pues no tiene otra esclava tan culta, inteligente y bella como ella. Hace unos días, ella misma me mostró una carta que, según me dijo, sospechaba que algún sirviente le había escrito a Shamsannahar. Y entonces repetí para Nuraddín Alí ben Bakkar el contenido de la carta. El joven, al oír las palabras que yo le dije que contenía, se indignó de tal manera que llegué a pensar que se desmayaría a causa del disgusto. Sin embargo, pronto recobró el temple y me instó a explicarle cómo sabía tantos detalles acerca de la identidad de la joven.
—No me gustaría que me obligarais a decíroslo. —Pues no tengo intención de dejar que os vayáis sin contármelo —insistió Nuraddín Alí ben Bakkar. —Muy bien, os contaré todo lo que sé —le dije finalmente—. No quiero esconderos nada, para que veáis que soy una persona honesta y no sospechéis de mí ni tengáis una mala impresión de mi persona. Por Dios os juro que, mientras viva, no traicionaré vuestra confianza ni dejaré de aconsejaros de la mejor manera posible. Y entonces le conté cómo me había enterado de su situación, añadiendo que lo que hacía lo hacía con la mejor intención: por el afecto que le tenía y porque su sufrimiento me preocupaba y me inspiraba compasión. Además, me puse personalmente y con todos mis bienes a su disposición, para todo lo que pudiera necesitar. Le dije asimismo que podía considerarme un fiel amigo que le daría apoyo en cualquier circunstancia difícil y que debía alegrarse por ello y animarse. Él me respondió invocando para mí la bendición de Dios y añadió: —No sé qué decir, sólo que confiaré en vuestra generosidad y os encomendaré a Dios. Y recitó:
Si digo que su ausencia no me importa, las lágrimas pronto me traicionan.
Pero me pregunto si lloro por un amigo o mis lamentos a mi amor dedico.
Mi llanto amargo que no cesa,
¿es por un amigo o por un amante?
Después del poema, Nuraddín Alí ben Bakkar permaneció en silencio unos momentos y me preguntó: —¿Sabéis qué me ha dicho la sirvienta? —No, por supuesto. ¿Cómo iba a saberlo? —pregunté yo. —Pues me ha dicho que Abulhasan y yo nos peleamos y que fui yo personalmente quien le instigó a que partiera hacia Basora. Yo se lo he negado rotundamente porque no hay nada de verdad en esta afirmación, pero ella ha insistido y me ha acusado de haber sido la causa de que mi querido amigo se fuera. Aparte de esto, ahora tengo un grave dilema, pues no sé cómo podré mantener el o con Shamsannahar si Abulhasan no está. Mi amigo era el mejor intermediario porque ella le apreciaba y le tenía toda la confianza necesaria para tan delicada misión. —No os preocupéis —le dije, para consolarle—. Quizá yo pueda hacerme cargo de esa tarea. —Os advierto que no es fácil —me dijo. —No importa, estoy dispuesto a hacer todo lo que sea necesario para resolver el problema. Os prometo todo mi apoyo y me comprometo a no poneros en ninguna situación difícil, a evitar que nadie os haga daño y a mantener la máxima discreción. Con la ayuda de Dios Excelso y Omnipotente, os ayudaré a hacer realidad vuestros deseos. Y cuando le pedí permiso para retirarme y regresar a casa, me dijo: —Os agradezco vuestro sincero ofrecimiento y vuestra amabilidad. Veo que os hacéis cargo de mi situación y que sentís un profundo respeto por mi intimidad. Por eso no tengo ninguna duda de que sabréis guardarme el secreto y estoy convencido de que, con vuestro inestimable apoyo, conseguiré hacer realidad todos mis deseos. Así pues, nos abrazamos calurosamente y nos despedimos.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 187
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido: Al salir de casa de Nuraddín Alí ben Bakkar, la verdad es que no sabía a dónde dirigirme ni qué hacer e incluso estaba indeciso acerca de si confesar o no a la sirvienta de Shamsannahar que yo estaba al corriente de la relación de los dos enamorados. Mientras andaba dándole vueltas al asunto, vi en el suelo un papel que resultó ser una carta que decía:
En el Nombre de Dios, Clemente y Misericordioso:
El enviado me trajo buenas noticias, pero mucho temí que se equivocara.
Y en lugar de alegría, penas me ocasionó, pues tomó malas noticias por albricias.
Querido amigo —Dios os dé larga vida—, supongo que ya sabéis por qué motivo se ha interrumpido nuestra correspondencia. Si la culpa es vuestra porque así lo deseáis, lo aceptaré con resignación, y sabed que yo os seguiré siendo fiel y os perdonaré incondicionalmente. Si seguís instando a vuestro amigo a partir, sabed que sin un fiel y buen compañero os quedáis. Y, ciertamente, no seré yo la primera que gusta el amargo sabor de la desesperación y acaba en el delirio por no haber conseguido aquello que tan ardientemente deseaba. Que Dios, Clemente y Misericordioso, me dé el remedio más adecuado y me depare una pronta recuperación. Afectuosamente.
Leí la carta con verdadero asombro y preguntándome a quién se le debía haber caído. Pero pronto salí de dudas, porque la tenía aún abierta en las manos cuando se acercó la sirvienta de Shamsannahar, mirando ansiosa a derecha e izquierda, y al ver que sostenía el papel me dijo: —Señor, esta carta se me ha caído a mí. ¿Seríais tan amable de devolvérmela? Yo no le hice caso, simplemente reanudé mi camino en dirección a casa. Pero ella me siguió, entrando en mi casa detrás de mí y, una vez dentro, me dijo, en tono de reproche: —Esta carta a vos no os sirve de nada. Si no sabéis ni quién la ha escrito ni a quién va dirigida, ¿por qué os empeñáis en quedárosla? —Calmaos —le dije—. ¿Por qué no os sentáis y charlamos tranquilamente? ¿Acaso no está escrita del puño y letra de vuestra señora Shamsannahar y no va dirigida a Nuraddín Alí ben Bakkar? —le pregunté, cuando se sentó. Su rostro se tornó pálido al instante y, encolerizada, dijo: —¡Nos hemos puesto en evidencia! Él mismo se ha puesto en evidencia. Seguramente, la delirante pasión le ha llevado a confesar su amor a amigos y conocidos, sin prestar atención a la confianza que podía depositar en unos y otros y sin pensar en las consecuencias que podría acarrearle. Y se levantó para partir. Pero yo, antes de permitir que se fuera en aquel estado
de excitación, que sólo podía causar más daño aún a Nuraddín Alí ben Bakkar, le dije: —Todas las personas se ven obligadas a mantener el secreto de sus asuntos amorosos, pero al mismo tiempo sienten la irreprimible necesidad de compartir con los demás sus más íntimos sentimientos. Hay que tener en cuenta que sólo explayándose consiguen aliviar su sufrimiento. Además, los síntomas del amor difícilmente se pueden esconder. Vos habéis acusado injustamente a Nuraddín Alí ben Bakkar cuando él nunca ha traicionado vuestra confianza y nunca se ha portado mal con vos. Si queréis yo puedo explicaros el motivo de su comportamiento, con lo cual espero poder saciar vuestra curiosidad. Tan sólo os pondré una condición: que no me escondáis nada de lo que sepáis referente a vuestra señora Shamsannahar. Yo soy un hombre que sabe guardar secretos y cumple a rajatabla con su palabra, especialmente en las relaciones con los amigos. Además, siempre cumplo con mi obligación en los compromisos que asumo. —Estoy convencida de que así es —me dijo—, y de que nadie puede sentirse decepcionado al confiaros sus intimidades. Ahora bien, el secreto del que sois poseedor no debe ser revelado más que a la persona interesada. Me gustaría que me contarais toda vuestra historia, y, si lo hacéis, a Dios Excelso pongo por testigo que os daré cuenta de todo lo referente a mi señora Shamsannahar. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 188
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada:
Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido: Así pues, le conté todo lo que había dicho a Nuraddín Alí ben Bakkar, la conversación que había mantenido con Abulhasan ben Táhir y cómo había encontrado la carta que a ella se le había caído. —Como podéis ver —añadí—, todo esto demuestra mi buena voluntad y mi reticencia a mezclarme en este asunto. Ella me prometió nuevamente no divulgar nada acerca de la relación de los dos amantes, al tiempo que yo la conminaba a que no me escondiera ni un detalle referente a aquella relación. La mujer tomó la carta, la selló y me dijo: —Ahora mismo voy a visitar a Nuraddín Alí para entregarle la carta. Le diré que Shamsannahar me la ha entregado sellada y que quiere su respuesta también sellada, así eludo cualquier responsabilidad. Cuando regrese con su respuesta, vendré a mostrárosla antes de entregarla a mi señora Shamsannahar. Seguidamente se fue, dejándome con el ansia de saber qué mensaje iba a contener la carta. Pronto salí de dudas, pues no tardó mucho en llegar con una hoja sellada que decía así:
En el Nombre de Dios, Clemente y Misericordioso:
El mensajero que nos guardaba el secreto pronto nos ha traicionado.
Elige a otro, en quien podamos confiar, que aborrezca la falsedad y sea leal.
Yo a nadie he traicionado, a nadie he sido infiel y no he dejado de cumplir ninguna promesa. Desde que os fuisteis, sólo he conocido la aflicción, la añoranza y el sufrimiento. De la persona que me habláis no sé nada, no he recibido ninguna noticia ni sé dónde se encuentra. Pero lo que a mí me importa es estar al lado de la persona que quiero, y que, desgraciadamente, está lejos de mí. Si sólo deseo esta unión, ¿cómo podré conseguirla? ¿Cómo hacen realidad sus deseos los amantes? En cuanto a mi, sabréis cómo me encuentro por las palabras que reflejo en estas páginas, y que plasmaré en mi triste mirada y mi deplorable aspecto. Afectuosamente.
La carta me emocionó. Y también emocionó a la sirvienta de Shamsannahar, que me dijo: —No visitéis a Nuraddín Alí ben Bakkar ni salgáis de casa hasta que yo vuelva mañana. En estos momentos no es lo más recomendable puesto que él sospecha de mí y yo también le he perdido la confianza. Haré todo lo posible por reuniros con mi señora, a quien he dejado en ascuas, en espera de noticias de su amado. Y, dicho esto, se fue. Al día siguiente regresó con un aspecto estupendo. —¿Qué noticias traéis? —le pregunté. —Cuando mi señora leyó la carta —me explicó—, su semblante cambió repentinamente, pero yo me apresuré a decirle que la ausencia de Abulhasan ben Táhir no tenía por qué afectar a su relación con Nuraddín Alí ben Bakkar, especialmente porque yo había encontrado a una persona que lo substituiría. De modo que le conté cuál había sido vuestra relación con Abulhasan y cómo habíais llegado a conocer a Nuraddín Alí y le expliqué también el incidente de la carta y vuestra predisposición a mantener en secreto su asunto. La verdad es que se ha quedado muy impresionada e inmediatamente me ha manifestado su deseo de conoceros, para oír de viva voz este compromiso. De modo que ya podéis prepararos para hacerle una visita y confirmarle personalmente que estáis dispuesto a brindarle toda la ayuda necesaria. Que Dios os sea buena ayuda. Escuchando las palabras de la sirvienta, me di cuenta de que el asunto en el que estaba a punto de comprometerme era mucho más trascendente y delicado de lo que yo podía imaginar. Por eso le dije:
—Debéis saber que yo no tengo la categoría social de Abulhasan, y, por lo tanto, no podré entrar en palacio con la facilidad que él lo hacía, aprovechándose precisamente de sus os y con el pretexto de vender su mercancía. A veces, yo mismo me escandalizaba al oírle contar cómo conseguía entrar y moverse por las reales dependencias. Así pues, si vuestra señora Shamsannahar desea hablar conmigo, tendremos que concertar la cita en algún lugar que no sea palacio. Yo no tengo valor para acercarme a la morada de Harún Arrashid. No obstante, la mujer intentó persuadirme e insistió una y otra vez que debía acompañarle a palacio. A fe que lo intenté, pero cada vez que yo quería dar un paso a su lado, las piernas me flaqueaban y las manos me temblaban. Finalmente, ella me dijo que no me preocupara, que si yo no podía ir, Shamsannahar acudiría a mí, que yo no me moviera de casa. La sirvienta partió rauda y veloz y no tardó mucho en regresar. —Aseguraos de que en vuestra casa no hay nadie que pueda develar el secreto de la visita —me dijo. —No os preocupéis, estoy solo —la tranquilicé. La sirvienta salió de nuevo y, en unos momentos, regresó acompañada de una doncella y dos muchachas. El perfume que desprendía todo su cuerpo llenó de agradable fragancia la casa y su indescriptible belleza iluminó todos los rincones. Yo me apresuré a hacerle una delicada reverencia y le ofrecí un cojín para que tomara asiento. Yo también me senté, justo delante de ella, en espera de que hablara. Transcurridos unos minutos, que ella aprovechó para relajarse, se quitó el velo que le cubría la cara —realmente se asemejaba al plenilunio— y, dirigiéndose a su sirvienta, le dijo: —¿Éste es el hombre del que me has hablado? —Efectivamente —le respondió. Acto seguido, nos intercambiamos un cortés saludo y ella empezó: —He acudido a vos por la confianza que me inspiráis. Huelga decir, pues, que estoy dispuesta a confiaros mi secreto con la seguridad de que sabréis guardarlo. Y ahora que os conozco personalmente, sin duda me parecéis una persona cabal, fiel y generosa.
También me preguntó acerca de mi situación personal, mi familia y mis amigos y conocidos. Yo le di las más detalladas explicaciones y añadí: —Debéis saber, señora, que tengo otra casa en la que suelo reunir a amigos y colegas, y que normalmente está deshabitada. En este punto, ella me preguntó acerca de mi relación con Abulhasan y, al comentar su ausencia, expresó su tristeza por haber perdido el o con él e invocó la bendición de Dios. —Es cierto —prosiguió— que todos los seres humanos compartimos los mismos deseos, aunque nuestra situación y nuestros objetivos sean diferentes. Y también es cierto que nada se consigue sin llegar a un acuerdo y sin esforzarse y que sólo después del duro trabajo llega el descanso. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
¿Noche 189
¿Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido: Shamsannahar siguió hablándome con toda franqueza: —Ningún secreto puede ser revelado a una persona que no sea de confianza, todos los pasos que se dan en algún asunto requieren la máxima cautela. Y, aun así, no es posible conseguir el éxito sin la ayuda de las personas generosas, nobles y de honor, como vos. Bien sabéis que cada persona merece ser valorada por sus méritos, y yo aprecio en gran manera que seáis capaz de comprender mi
delicada situación. En cuanto a mi sirvienta, aquí presente, os diré que he puesto en ella la máxima confianza y siempre me ha sido fiel. Por ese motivo puedo aseguraros que vos también podéis fiaros de sus actuaciones, y así me gustaría que lo hicierais. Obedeced cualquier orden que ella os dé, y actuad tal como ella os indique, no os arrepentiréis. Además, si lo hacéis, no correréis peligro alguno, pues ella nos mantendrá en o y será nuestra única confidente e intermediaria. Después de decirme esto, se levantó a duras penas y partió. La impresión que en mí dejó fue realmente extraordinaria desde todos los puntos de vista: su belleza, su elocuencia y su educación me cautivaron. Sin perder más tiempo, decidí mudarme de ropa y partir hacia la casa de Nuraddín Alí ben Bakkar. Los sirvientes salieron a recibirme y me condujeron ante él, que seguía postrado en la cama. —¡Bienvenido seáis! —exclamó tan sólo verme—. Habéis tardado tanto en volver que estaba realmente preocupado. Desde la última vez que os vi, no he pegado ojo. Ayer, además, me vino la sirvienta de Shamsannahar con una carta sellada. —Y me contó el episodio de principio a fin, añadiendo—: Os aseguro que se me acaba la paciencia, creo que ya no tengo capacidad ni valor de recuperarme. Para mí, la ausencia de Abulhasan es irreparable, puesto que nos conocía bien a los dos y, además, ella le tenía confianza. Yo sonreí porque acababa de conocer a Shamsannahar, quien me había expresado también su confianza. Pero puesto que él no estaba al corriente de este acontecimiento, me recriminó mi actitud y recitó:
¿Quien sonríe ante mi pena, debería llorar, pues demuestra no entender de sufrimiento.
¿Pero nadie de mí puede sentir compasión, a menos que haya vivido mi gran tristeza.
Entonces le expliqué a Nuraddín Alí ben Bakkar todo lo que había ocurrido desde mi última visita. Él no pudo contener la emoción y exclamó: —Estoy desorientado, lo único que deseo es acabar pronto. La ilusión y la paciencia me han abandonado, y de no haber sido por vuestro interés ya habría muerto de pena. Por eso os ruego que seáis mi consejero hasta que los designios de Dios, a quien debemos toda nuestra adoración y nuestro agradecimiento, se hagan realidad. Yo, por mi parte, me comprometo a no contradeciros en nada y a hacer todo lo que vos creáis más conveniente. —Señor —le dije—, estoy seguro de que este enorme sufrimiento sólo tiene un remedio: el encuentro entre vos y Shamsannahar. Desgraciadamente yo no puedo ofreceros mi casa, porque no goza de la privacidad necesaria y las consecuencias podrían ser imprevisibles. Sí puedo, sin embargo, poner a vuestra disposición otra vivienda que normalmente está deshabitada. Allí podéis reuniros y conversar con toda tranquilidad, consolaros mutuamente y reafirmar vuestras promesas de amor. Nadie os molestará. Nuraddín Alí ben Bakkar se mostró de acuerdo con mi propuesta y seguimos conversando durante toda la noche, hasta que la luz del alba se propagó por doquier. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 190
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada:
Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido: Por la mañana regresé pronto a casa, y casi sin haber tenido tiempo de sentarme, se presentó la sirvienta de Shamsannahar. Le expliqué la conversación que había mantenido con Nuraddín Alí ben Bakkar y ella enseguida quiso comunicar a su señora lo que yo acababa de decir, invitándola también a la cita en mi casa, tal como habíamos acordado con Nuraddín Alí. No tardó mucho en volver y me dijo inmediatamente: —Ya podéis ir preparando la residencia. —Y, sacando una bolsa con monedas, añadió—: Con este dinero, comprad comida y bebida. Sin embargo, yo me negué a aceptar nada y ella tomó nuevamente la bolsa y se fue. Para mí era ya hora de hacer todos los preparativos en mi otra residencia. Así pues, tomé todos los útiles que tenía en mi casa habitual, pedí prestadas toda clase de piezas de oro y plata a mis amigos, además de tapices, alfombras, cortinas y todo lo que hacía falta para vestir las dependencias del modo más adecuado. Cuando la sirvienta de Shamsannahar acudió y vio que yo lo tenía ya todo a punto, se congratuló y, a instancias mías, fue de inmediato a avisar a Nuraddín Alí ben Bakkar. Poco después, regresó con cautela en compañía del joven, que iba fina y elegantemente vestido. Yo le recibí tal como establecen las normas de cortesía, le hice tomar asiento en un diván y le ofrecí bebida en una lujosa copa, sentándome también a charlar con él. La sirvienta se fue y no regresó hasta la hora de la oración vespertina, en compañía de su señora Shamsannahar, y dos de sus doncellas. El encuentro de los dos enamorados fue estremecedor. Primero, apenas se sostenían en pie para abrazarse, pero una vez establecieron o físico se desmayaron y se desplomaron al suelo. Yo, por mi parte, me apresuré a reanimar a Nuraddín Alí ben Bakkar, mientras la sirvienta corría al lado de su señora Shamsannahar. Al poco rato, cuando ya habían recuperado parte de sus fuerzas, hablaron unos momentos en voz baja. Entonces aproveché la ocasión para ofrecerles vino y comida, que ellos agradecieron con vehemencia. Al ver que comían y bebían con tan buen apetito, les sugerí que nos trasladáramos a otra de las estancias de la casa, donde les ofrecí más vino y comida. Allí pronto
parecieron olvidarse de todas las preocupaciones y los malos momentos pasados, se entregaron a disfrutar de su mutua compañía y de su felicidad y me agradecieron con sinceras palabras lo que yo había hecho por ellos. —¿Tenéis algún laúd o instrumento musical? —me preguntó, al poco, Shamsannahar. Yo fui a buscar un laúd y se lo entregué. Ella afinó las cuerdas y empezó a tocarlo con gran maestría. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 191
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido: Shamsannahar recitó, al son del laúd, los siguientes versos:
Mensajero, limítate a dar el mensaje.
No digas nada,
sólo lo que al amante afecte.
Si no contesta, yo seguiré teniendo paciencia.
Evitándome, sólo ganarse mi aprecio consigue.
Y siguió recitando:
No duermo, como si estuviera enamorado, y sufro, como si el mal fuera mi destino.
Y aun con lágrimas en las mejillas, ardo, pero, ¿quién se consume sumergido en agua?
Los poemas me sonaron a gloria, pues yo nunca había tenido ocasión de escuchar nada igual. Entonces, en aquellos precisos instantes, se oyó un terrible ruido, mezclado con fuertes gritos. Tuvimos la sensación de que la casa se derrumbaba sobre nosotros. Inmediatamente, uno de los sirvientes a quien yo había ordenado que hiciera guardia ante la puerta, vino corriendo hasta la estancia donde nos encontrábamos y nos dijo:
—Unos desconocidos han derribado la puerta y ahora están registrando toda la casa. —Diez hombres enmascarados —gritó una doncella, desde el desván—, armados con espadas y dagas, seguidos por otros diez hombres, nos están atacando. Ante la alarmante noticia, yo decidí huir y refugiarme en casa de unos vecinos. Por el ruido que pude oír posteriormente, deduje que habían encontrado a los dos amantes y los detenían. De modo que yo permanecí en mi refugio hasta medianoche, momento en que el dueño de la casa, espada en ristre, me localizó escondido en un rincón y, terriblemente encolerizado, me preguntó quién era y qué hacía allí. Al identificarme y explicarle lo sucedido, el hombre me pidió disculpas enseguida y dejó la espada que llevaba. También me explicó que los que habían asaltado mi casa eran unos delincuentes comunes que habían cometido varios robos y habían asesinado a varias personas y que seguramente habían visto cómo yo, aquel día, había trasladado valiosos objetos a la casa. Según me dijo, por este motivo él temía que acaso hubieran secuestrado a mis invitados y les hubieran dado muerte. Mi vecino me acompañó para ver qué había ocurrido, y nos encontramos la casa patas arriba: todos los enseres revueltos, las puertas derribadas y las ventanas arrancadas. Ver el aspecto que ofrecía mi casa me resultó decepcionante y me causó una gran preocupación, sobre todo por los objetos de valor que mis amigos me habían prestado y que, de repente, habían desaparecido. La pregunta que entonces me hice fue qué excusa podría darles para justificar la pérdida de las piezas. Otra gran preocupación era, evidentemente, la suerte que habían corrido Shamsannahar y Nuraddín Alí ben Bakkar. Mucho me temía que si la noticia había llegado a oídos del califa, por boca de alguno de los sirvientes, hubiera ordenado su ejecución inmediata. —¿Qué me aconsejáis que haga? —pregunté a mi vecino. —Lo mejor es no precipitarse. Confiad en la voluntad de Dios Excelso. Además, estos bandidos han asesinado a familiares del jefe de la policía y a de la mismísima guardia del califa Harún Arrashid. Por lo tanto, no debéis preocuparos porque hay orden de busca y captura contra ellos. El problema es
que aún no han podido detenerles porque son una banda muy numerosa. Ante estas palabras, decidí apelar a la protección de Dios Todopoderoso y regresé a casa. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 192
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido: Mientras volvía a casa, pensé que lo que me acababa de ocurrir era precisamente lo que Abulhasan temía que le ocurriera a él. Al llegar a casa, gente de toda condición acudió a mí, bien para consolarme bien por curiosidad, o para pedirme que les devolviera lo que me habían prestado. Y así tuve que dar explicaciones a unos y defenderme ante otros, con lo cual me sentí tan desgraciado que no probé bocado en todo el día. Al poco rato de haber regresado a casa, uno de mis sirvientes vino a decirme: —Señor, en la puerta hay una persona a quien yo no había visto nunca que pregunta por vos. Yo salí a ver quién era, y el hombre me saludó afectuoso y enseguida me dijo que quería hablar conmigo, por lo que le invité a pasar. Ante mi sorpresa, rechazó la invitación y me dijo: —Vayamos a vuestra otra casa.
—¿Acaso tengo otra casa? —intenté despistar. —Lo sé todo de vos —afirmó, seguro de lo que decía—. Pero no temáis, vengo para ayudaros. «Si es así, iré a donde me lleve», me dije. Y salimos en dirección a mi otra residencia. Al llegar y ver el estado en que se encontraba, el hombre me dijo que allí no nos podíamos quedar porque no podríamos hablar tranquilos. Y así me fue llevando de lugar en lugar, sin que nos quedáramos en ninguno, hasta que cayó la noche. Yo le seguía sin hacerle ninguna pregunta, y así llegamos a las afueras de la ciudad y a orillas del río. De repente, él se puso a andar a toda prisa y me dijo que le siguiera. Al poco, llegábamos, por la misma orilla del río, junto a una barca con un barquero que nos llevó directamente a la otra orilla. El hombre, tomando mi mano, me ayudó a desembarcar y me condujo por una calle tan desconocida para mí que no sabía ni en qué barrio de Bagdad se encontraba. De pronto, el hombre se detuvo ante una puerta, la abrió y me hizo pasar, cerrándola a mis espaldas con una enorme llave de hierro. Una vez dentro, me llevó ante diez hombres que tenían exactamente el mismo aspecto y quienes me saludaron muy amablemente, invitándome a sentarme. La verdad es que yo les saludé y me senté temblando de miedo. Pero enseguida me sentí cómodo, pues me trajeron agua para que me lavara las manos y la cara y me invitaron a tomar vino y a comer. «Si quisieran hacerme algún daño, no me invitarían a compartir su comida», me dije. Así pues, al acabar de comer y tras habernos lavado las manos, tomé asiento delante de ellos. —¿Nos conocéis? —me preguntaron. —No os conozco de nada, ni a vosotros ni al hombre que me trajo aquí. Y tampoco tengo ni idea de dónde nos encontramos. —Contadnos todo lo que os ha ocurrido —me dijeron—, y sin mentir. —Pero ¿acaso no lo sabéis ya? —Sí, en efecto —me explicaron—. Nosotros somos los que ayer asaltamos vuestra casa y detuvimos a los dos jóvenes. —Decidme, por Dios, ¿dónde están mi amigo y la muchacha?
Y me indicaron dos puertas, una enfrente de la otra, diciendo: —Están allí, uno en cada habitación. Los dos han insistido mucho en que sólo estaban dispuestos a hablar con vos porque sois el único que conoce bien su situación, y por este motivo os hemos traído, sin pedirles ninguna explicación. Además, sabed que no les hemos dado muerte por el buen aspecto que tienen y por las ropas que llevan. Si nos contáis toda la verdad, no tenéis que temer nada, ni por vos ni por ellos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 193
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido: La verdad es que las palabras de aquellos hombres no me parecieron nada tranquilizadoras, y precisamente por este motivo les dije: —Realmente sólo en vosotros se puede encontrar valentía. Sólo vosotros sois dignos guardianes de secretos y sólo vosotros sois capaces de dar solución a los más complicados asuntos. Y seguí elogiando sus virtudes, al tiempo que me convencía de que sería mucho más provechoso confesar toda la verdad desde un principio, puesto que igualmente se llegaría a saber, un momento u otro. De modo que les conté toda la historia de principio a fin, sin omitir ningún detalle. —O sea, que los dos jóvenes que encontramos en vuestra casa son Nuraddín Alí
ben Bakkar y la esclava Shamsannahar —me dijeron. —En efecto, y os acabo de contar su impresionante historia. Contrariamente a lo que a mí me había parecido desde un principio, los hombres expresaron su pesar y su disgusto por lo que habían hecho y se dirigieron a los dos enamorados para pedirles perdón. Acto seguido, me explicaron que parte de los enseres que me habían robado ya habían desaparecido pero que otra parte, principalmente las piezas de oro y plata del servicio de mesa, estaban aún en su poder y tenían intención de devolvérmelas, y de llevármelas a casa. Los hombres se dividieron en dos grupos, uno de los cuales se unió a nosotros tres —Nuraddín Alí ben Bakkar, Shamsannahar y yo mismo— y emprendimos el camino de regreso a casa. Hay que decir que los dos enamorados, presas del pánico, estaban ansiosos por huir. —Y, ¿dónde están la sirvienta y las dos doncellas que os acompañaban? — pregunté a Shamsannahar, mientras íbamos andando. —No lo sé —respondió, preocupada. Al llegar a la orilla del río, los hombres nos hicieron subir en la misma barca que nos había trasladado allí y el remero nos dejó en la otra orilla. Para gran sorpresa nuestra, nos esperaban unos jinetes que pronto nos rodearon. Y los forajidos, al verlos, emprendieron la huida con la barca. Nosotros tres nos quedamos inmóviles, y el que parecía ser el jefe de los jinetes nos preguntó por nuestra identidad. —Pues, ayer —expliqué yo, más bien dudando—, esos malhechores que acaban de escapar nos secuestraron y después de mucho suplicarles, finalmente nos han dejado en libertad. —Mentís —dijo el jinete—. Veamos, ¿cómo os llamáis y dónde vivís? Yo no supe qué responder, pero Shamsannahar me sacó del apuro. Se dirigió al jinete y le habló en voz baja, alejándose un poco de nosotros. Shamsannhar aún no había acabado de hablar cuando el hombre se apeó de su caballo y la ayudó a montar en él, conduciéndola con las riendas por la orilla del río. Inmediatamente, dos de sus hombres hicieron lo mismo con Nuraddín Alí ben Bakkar y conmigo para llevarnos hasta otro pequeño embarcadero donde dos barqueros se pusieron
a nuestra disposión. El jinete ordenó que, en una barca, nos fuéramos Nuraddín Alí ben Bakkar, Shamsannahar y yo mismo, mientras en la otra embarcaban él y sus hombres. El primer destino fue un embarcadero, no muy lejos de palacio, donde el jinete ayudó a Shamsannahar a poner los pies en tierra firme. A nosotros, en cambio, nos llevaron hasta un embarcadero próximo a nuestro barrio. Con todo, nos habíamos quedado con una incógnita: saber en manos de quién habíamos dejado a Shamsannahar. Una vez pusimos pie en tierra firme, dos guardianes se encargaron de acompañarnos hasta la casa de Nuraddín Alí ben Bakkar y allí se despidieron de nosotros. Nuraddín Alí y yo estábamos exhaustos. En realidad, nos quedamos profundamente dormidos, sin despertarnos en todo el resto del día y toda la noche. A la mañana siguiente, nada más abrir los ojos, vi a Nuraddín Alí postrado en la cama, sin hacer ningún movimiento, y rodeado de hombres y mujeres que lloraban por él. Al ver que yo me había despertado, todos los allí presentes me instaron a explicarles qué le ocurría a Nuraddín Alí y me acusaron de ser la causa de su deplorable situación y de su ruina. —Por favor… —les dije. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 194
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido: —Por favor —les dije, al oír sus acusaciones—, no pretendáis que os dé explicaciones en público. Lo que le ocurre debe ser mantenido en secreto a toda
costa. Pero mientras les rogaba que no me obligaran a hablar, insistiendo en el peligro de que se pudiera armar un escándalo, Nuraddín Alí se movió levemente en la cama y toda aquella gente se reunió junto a él para ver si, por fin, recobraba el conocimiento. Aunque la alegría se generalizó, no dejaron que yo me fuera a mi casa, pues primero quisieron rociarle agua de rosas perfumada con almizcle para que volviera pronto en sí. Entonces, algunos empezaron a partir, mientras otros le interrogaban acerca de su estado. Sin embargo, Nuraddín Alí estaba aún tan débil que apenas podía contestarles. Lo que sí hizo fue implorarles que me dejaran regresar a mi casa. Salí a toda prisa, sin acabarme de creer que volvía a mi casa, acompañado de dos hombres. Toda mi familia me esperaba y, al verme, todos mis parientes empezaron a proferir gritos, llevándose las manos a la cabeza. Yo les rogué que cesaran y me despedí de las dos personas que me habían acompañado. Lo que realmente necesitaba era dormir. Y así lo hice, toda la noche de un tirón, sólo que al despertar, mis familiares estaban aún a mi lado, pendientes de mi estado. —¿Se puede saber qué te ha ocurrido? —me preguntaron. Yo no contesté. Simplemente pedí que me trajeran agua para lavarme la cara y las manos, un poco de vino para beber, me mudé de ropa y, agradeciéndoles su interés, les dije: —Todo ha sido consecuencia de los efectos del vino. Aprovechando que familiares y amigos estaban allí reunidos, les pedí disculpas por haber perdido parte de los enseres que tan desinteresadamente me habían prestado. Entonces me enteré de que, en parte, ya los habían recuperado, pues alguien se había acercado a la casa y los había abandonado en la entrada, desapareciendo rápidamente. Me sentía tan desmejorado que durante dos días fui incapaz de hacer nada de provecho. Solamente cuando noté una leve mejoría, aunque preocupado por la suerte de Nuraddín Alí y Shamsannahar, decidí ir a los baños. Aquellos días, mis visitas se limitaban a lugares más bien alejados de la casa de Nuraddín Alí, ya que no me sentía tranquilo pensando que alguien pudiera relacionarme con su desgracia.
Un día, decidí hacer una visita a unos amigos para charlar un rato. Me dirigí al mercado de las telas, me senté con uno de ellos y, al levantarme, vi ante mí a una mujer que me observaba fijamente: resultó ser la sirvienta de Shamsannahar. Tuve la impresión de que mi pesadilla no había tocado aún a su fin, e intenté huir, pero ella me acosó, diciendo: —Señor, señor, deteneos y escuche. La verdad es que a mí me apetecía tan poco y me daba tanto miedo verme de nuevo involucrado en aquel asunto que seguí corriendo hasta llegar a una solitaria y poco frecuentada mezquita, en la que entró también la sirvienta, ansiosa por saber qué nos había ocurrido a mí y a Nuraddín Alí ben Bakkar desde la última vez que nos había visto. Yo, por mi parte, le pregunté por lo que les había ocurrido a ella y a Shamsannahar a partir del momento que ésta se había separado de nosotros. La sirvienta me contó lo que les había ocurrido desde el momento que los hombres habían asaltado la casa: —Temiendo que aquellos hombres fueran oficiales del califa Harún Arrashid, las dos muchachas y yo decidimos subir hasta el tejado y, desde allí, emprender la huida. De tejado en tejado, llegamos a un refugio donde la gente que había nos acogió y, por la mañana, nos ayudó a llegar a casa. Yo estuve todo el día ansiosa y preocupada, y por la noche abrí la pequeña puerta de palacio que da al río y dije a un barquero que intentara localizar una barca con una joven. A medianoche vi que se acercaba una barca con un hombre que remaba, otro de pie y una joven postrada. Al amarrar, vi que, en efecto, se trataba de mi señora, de lo cual me alegré enormemente. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 195
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido: La sirvienta me continuó diciendo: —Shamsannahar me pidió que diera mil dinares al barquero que la había trasladado hasta allí y yo le entregué la misma bolsa de dinero que antes os había ofrecido a vos y habíais rechazado. Después de que el hombre partiera, cerré la puerta y, con la ayuda de dos doncellas, trasladé a una exhausta Shamsannahar hasta sus aposentos. Mi señora permaneció en la cama toda aquella noche y todo el día siguiente. Para facilitarle el descanso, incluso prohibí a sus doncellas que entraran en su habitación. Cuando se despertó, más que de una cama hubiéseis dicho que se levantaba de una tumba. Le rocié agua de rosas perfumada con almizcle para reanimarla, le lavé manos y pies y la mudé de ropa. También le di un poco de vino para beber y, después de mucho esfuerzo, conseguí que comiera un bocado. Tan pronto como recobró el conocimiento, me explicó todas las vicisitudes por las que había pasado y que tanto sufrimiento le habían causado. Me dijo que la muerte hubiera sido mucho más leve que todas las penas que había vivido, pues había llegado a pensar que la matarían. Me contó que, cuando los bandidos asaltaron la casa, ella se hizo pasar por una joven cantora y Nuraddín Alí ben Bakkar escondió sus nobles orígenes. Pero cuando les llevaron a su escondite empezaron a dudar de su identidad y les instaron a decirles la verdad, pues no creyeron que, por las ropas que llevaban fuesen gente normal y corriente. Aun así, se negaron a revelar su auténtica identidad y entonces les preguntaron por la del dueño de la casa. Cuando les dijeron que era el joyero, enseguida afirmaron que lo conocían y que sabían incluso dónde vivía. E inmediatamente resolvieron salir en su busca y captura, mientras a ella y a Nuraddín Alí les encerraban, por separado, en dos habitaciones distintas. El cabecilla de la banda les aseguró que no les ocurriría nada malo y que sus posesiones estaban a buen recaudo. Al poco rato, uno de ellos regresó en compañía del joyero. Le interrogaron y fue él quien les reveló la auténtica identidad de la pareja. Al saber que pertenecían a los círculos reales, se apresuraron a pedirles perdón y los embarcaron en una barca para trasladarlos a la otra orilla del río. Allí se encontraron con unos jinetes de la guardia nocturna,
a quien Shamsannahar explicó quién era y que, bajo los efectos del vino, había decidido salir a visitar a unas amigas y, por el camino, había conocido a los dos hombres que la acompañaban. A ella la condujeron hasta un embarcadero no muy lejos de palacio, pero no pudo averiguar qué había sido de vosotros. Shamsannahar me ha dicho que por eso quería que yo tomara este dinero y viniera a preguntaros a vos, señor joyero —por quien también sufre, porque habéis perdido parte de vuestros bienes—, qué noticias tenéis de su querido Nuraddín Alí. Por supuesto, yo he aconsejado a Shamsannahar que fuera prudente y que tuviera paciencia, a pesar de que no ha querido escucharme, y casi se ha enfadado conmigo. Así pues, yo he salido a buscaros, porque no me atrevo a dirigirme a casa de Nuraddín Alí ben Bakkar. Por favor, aceptad este dinero para compensar a vuestros amigos de las pérdidas que este asunto les ha ocasionado. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 196
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido: Cuando la sirvienta acabó su larga explicación, salimos juntos de casa en dirección a un lugar para mí desconocido donde ella me pidió que esperara. La mujer no tardó en regresar, acarreando una gran bolsa de dinero. —Que Dios os tenga de la mano —me dijo, entregándome la bolsa—. ¿Dónde nos encontraremos? —En mi casa. Ahora mismo voy a intentar localizar a Nuraddín Alí ben Bakkar
para concertar la cita. Además, iré a buscar a un carpintero para reponer las puertas y ventanas con el fin de que podamos reunirnos allí con la tranquilidad necesaria. Yo regresé a mi casa habitual, seguro de que el dinero, que ascendía a dos mil dinares, me sacaría de apuros. Y así fue, pues lo repartí entre los familiares y amigos que me habían prestado útiles. Hecho esto, me dirigí, con dos sirvientes y los operarios, a la otra casa. Di órdenes de que se pusiera todo a punto, de que limpiaran las estancias y de que los sirvientes dispusieran todo lo necesario para recibir las visitas. Mientras, yo fui a buscar a Nuraddín Alí a su casa. Saludé a sus sirvientes, quienes me dieron la bienvenida y me condujeron ante Nuraddín, que seguía postrado en la cama. A duras penas se incorporó y, no sin dificultad, abrió los ojos, me tendió la mano y me dijo: —Bienvenido seáis. —Y añadió, sentándose—: Doy gracias a Dios por volver a veros. Hice todo lo que pude para ayudarle a ponerse en pie. A continuación se mudó de ropa y bebió un poco de vino, pasando, enseguida, a comentar la situación conmigo. Y cuando vi que se encontraba ya mejor, le dije: —Conozco bien lo que ha ocurrido y os aseguro que sólo debéis alegraros, pues los acontecimientos han evolucionado de manera favorable para vos. Entonces hizo una señal a sus sirvientes para que se retiraran y pudiéramos hablar con desahogo. Así fue como le pude contar todo lo que me había ocurrido desde que nos habíamos separado y lo que le había ocurrido a Shamsannahar. Nuraddín Alí agradeció a Dios el hecho de que ella, una mujer valiente, se encontrara en perfecto estado. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 197
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido: Nuraddín Alí ben Bakkar, después de elogiar el coraje de Shamsannahar, me dijo que me repondría todos los utensilios que había perdido en el robo. Y, en aquel mismo momento, ordenó a uno de los sirvientes que trajera tapices, telas y piezas de oro y plata, en mucha más cantidad que la que en realidad había perdido. La verdad es que llegué a sentirme incómodo ante tanta generosidad, y lo único que pude hacer fue agradecérselo vivamente y decirle: —Poder haceros felices a los dos es mucho más importante para mí que recuperar todo lo que haya podido perder. Sabed que sería capaz de sacrificar mi vida por vosotros. Aquel día estuve con él, sin dejarle ni un instante, incluso pasé la noche a su lado. Al romper el alba, aún con la tristeza que le había embargado durante toda la noche, me dijo: —En esta vida todo tiene un fin y el amor sólo puede tener dos fines posibles: la muerte o el disfrute de la unión. La verdad es que yo estoy más cerca de la muerte que de otra cosa, pero lo prefiero así porque es mejor morir que vivir continuamente con esta insoportable ansia. Lo que más deseo en esta vida es conseguir un poco de tranquilidad y descanso y poner fin a este triste destino. Desgraciadamente, ya habéis visto qué ha ocurrido en nuestro segundo encuentro, y mucho me temo que en el tercero suceda lo mismo. ¿Cómo puedo pasar nuevamente por una situación tan terrible? Ahora sólo me queda agradecer a Dios, Excelso y Magnánimo, que nos haya librado del escándalo. Si no fuera porque temo a Dios, yo mismo buscaría la muerte, sabiendo que ambos estamos destinados a perecer, aunque seguramente esto no ocurrirá antes del momento que el destino haya dictado. Y, profundamente dolido, recitó:
Quien está triste sólo puede llorar, así revela su amor y su desgracia.
Y se pasa la noche en vigilia, diciendo: «Estrellas, no os mováis, así no se hará de día».
—Tened paciencia —le dije—, debéis saber soportar alegrías y penas a la vez. Él me miró y, con la misma tristeza, recitó:
Sus ojos se han acostumbrado al llanto, ¿o quizás la pena les ha acabado la paciencia?
Solía guardar siempre sus secretos, pero ahora sus tristes ojos le han delatado.
Y cada vez que las lágrimas quiere evitar, algún impedimento en su amor interfiere.
—Me gustaría ir a la casa —le dije—, para ver si la sirvienta de Shamsannahar nos trae noticias. —De acuerdo. Pero, por favor, volved pronto. Ya veis en qué estado me encuentro.
Apenas había tenido tiempo de acomodarme en casa cuando llegó la sirvienta de Shamsannahar con semblante triste y descompuesto. —¿Qué ocurre? —le pregunté. —Ha pasado lo que nos temíamos —me contó—. Ayer, cuando os dejé y regresé junto a mi señora, me la encontré dando órdenes de que apalearan a una de las dos doncellas que nos habían acompañado la otra noche. Parece que la muchacha consiguió escapar, pues la puerta estaba abierta, con tan mala fortuna que uno de los guardianes de las concubinas la detuvo y se la llevó con él, dándole un trato exquisito. Lo que consiguió el individuo con su amabilidad fue que la muchacha hablara acerca de lo que habíamos hecho las dos noches anteriores. Finalmente, la llevó ante el califa Harún Arrashid, quien la obligó a confesar toda la verdad. Como consecuencia de la confesión, el califa ordenó que Shamsannahar fuera encerrada en sus dependencias y, para impedir que recibiera visitas, dispuso una guardia de veinte eunucos. Desde entonces, el califa se ha desentendido completamente de ella y ni se ha interesado por su estado ni ha manifestado el auténtico motivo de su reclusión. Yo, por mi parte, he conseguido escapar de palacio pero, en realidad, no sé qué hacer para ayudarla, teniendo en cuenta, especialmente, que soy su persona de confianza, su única persona de confianza —recalcó. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 198
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido:
La sirvienta de Shamsannahar me dijo que fuera a visitar a Nuraddín Alí ben Bakkar para avisarle de que debía estar muy atento hasta que encontráramos una salida a su situación, y que, en caso de no conseguirlo, él debía procurar escapar para salvar su vida y sus bienes. La verdad es que las palabras de la sirvienta me preocuparon enormemente y, después de que se fuera, salí corriendo en dirección a casa de Nuraddín Alí ben Bakkar para informarle de lo que había ocurrido y aconsejarle que, si quería salvar la vida y las posesiones, se armara de valor y se olvidara de tristezas y languideces. De repente, le cambió el color de la cara y me dijo que le contara todo lo que supiera. —¿Qué debo hacer? —me preguntó, después de escuchar atentamente mis palabras y sentarse sin fuerzas. —Os aconsejo que reunáis todos vuestros objetos de valor y que, en compañía de los sirvientes que os merezcan absoluta confianza, partáis. Si me lo permitís, yo haré lo mismo y os acompañaré. Sería necesario que saliéramos en dirección a Alanbar antes de que anochezca. Nuraddín Alí ben Bakkar no lo pensó dos veces. Sacando fuerzas de flaqueza, se preparó al vuelo, se despidió de su familia, les dio instrucciones de lo que debían hacer en su ausencia y partimos juntamente con nuestros sirvientes. Viajamos en dirección a Alanbar durante todo aquel día y toda la noche. Estaba a punto de amanecer cuando hicimos un alto en el camino para descansar, y, aunque atamos las patas de nuestros camellos, no tomamos ninguna otra precaución. He aquí que unos bandoleros nos atacaron, nos robaron los camellos, los objetos de valor, el dinero que llevábamos en los cintos e incluso nos quitaron la ropa, dejándonos desnudos. Lo más grave, no obstante, fue que dieron muerte a todo el servicio. —¡Qué desgracia! —exclamó Nuraddín Alí ben Bakkar—. Ya no sé si es mejor morir o seguir viviendo con este infortunio. —Paciencia. No podemos luchar contra la voluntad de Dios Excelso. Y, con una enorme sensación de impotencia, decidimos seguir camino andando hasta que, bien entrada la mañana, llegamos a una mezquita. Allí nos quedamos, sentados en un rincón y sin ver a nadie durante todo el día y la noche siguiente. Al alba, entró un hombre para cumplir con el precepto de la oración y nos dijo…
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 199
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido: Después de hacer la plegaria, aquel hombre se dirigió a nosotros y nos dijo: —Que Dios os dé larga vida. Sois forasteros, ¿verdad? —Sí —contestamos al unísono—. Hemos sido víctimas de un asalto por parte de bandoleros y nos hemos refugiado aquí, en la mezquita. —Si queréis, podéis venir a mi casa —nos propuso, muy amablemente. Yo me acerqué a Nuraddín Alí ben Bakkar y, en voz baja, le dije que lo mejor que podíamos hacer era aceptar su invitación porque quedándonos en la mezquita sólo nos arriesgábamos a que entrara alguien que nos reconociera, y, además, allí no conocíamos a nadie a quien pedir ayuda. Nuraddín Alí se mostró de acuerdo conmigo y cuando el hombre nos preguntó qué decidíamos le dijimos que nos íbamos con él. —Vamos —nos apremió, quitándose un par de prendas de ropa para cubrirnos —, a estas horas no encontraremos a nadie. Así fue como nos llevó a su casa. Al llamar a la puerta, un sirviente vino rápidamente a abrir y nos hizo pasar. Nuestro anfitrión ordenó que nos trajeran ropa para vestirnos, incluidos turbantes blancos, y nos hizo sentar en una sala
donde enseguida una sirvienta nos preparó una bandeja de comida, y nos la presentó diciéndonos: —Comed, con la bendición de Dios Excelso. Una vez que hubimos picado algo, la doncella retiró la bandeja y permanecimos sentados, charlando con nuestro anfitrión hasta el atardecer. El semblante de Nuraddín Alí era cada vez más triste, y, en un momento dado, me dijo: —Vos sabéis bien que me espera un triste final. Por este motivo, quiero encomendaros una misión. Cuando muera, por favor, avisad a mi madre, rogadle que venga a amortajarme y a enterrarme. Y decidle también que acepte mi muerte con paciencia y resignación. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 200
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana Shahrasad que, si no tenía sueño, les siguiera contando la historia para pasar más agradablemente la velada. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joyero siguió narrando lo que había ocurrido: Después de manifestar la voluntad de que fuera su madre quien lo enterrara, se desmayó, permaneciendo inconsciente un buen rato. Pero ya había recobrado el conocimiento cuando oímos que una doncella recitaba los siguientes versos:
Después de gozar de amor y felicidad,
la separación dolor nos ha traído.
Estar juntos, y separados luego, no puede más que destrozar amantes.
Mejor es el breve momento de la muerte que los largos días de distanciamiento.
Aunque Dios a todos los amantes reúne, de mí se ha olvidado y en ansia vivo.
Casi sin darme cuenta, la doncella acabó el poema en el mismo momento que Nuraddín Alí ben Bakkar hacía un estertor y su alma abandonaba el cuerpo. Yo mismo amortajé el cadáver y dejé que nuestro anfitrión lo custodiara. Dos días después, emprendí el camino de regreso a Bagdad. Mi obligación era dirigirme, tan pronto como me fuera posible, a casa de Nuraddín Alí ben Bakkar. Y así lo hice. Los sirvientes me recibieron con gran parabién, pero yo tenía intención de hablar con la madre de Nuraddín Alí inmediatamente y pedí el permiso correspondiente. La mujer me recibió con cortesía y me invitó a sentarme. —Que Dios Excelso os tenga de su mano —le dije, al poco rato—. Dios es quien dicta el destino de todos nosotros, y nadie puede eludir lo que Él dispone. —Me estáis diciendo que mi hijo ha muerto, ¿no es así? —me dijo mientras lloraba amargamente. La verdad es que no pude contestarle porque también a mí el llanto me impedía hablar. El cuerpo de la mujer se desplomó inconsciente, pero pronto acudieron
un grupo de doncellas para reanimarla. —¿Qué le ha ocurrido? —me preguntó, al volver en sí. No tuve más remedio que explicarle la larga historia de sufrimiento y dolor de mi buen amigo Nuraddín Alí y le expresé mi más profundo pesar por haberle perdido. —Nunca me había revelado su secreto —dijo la mujer—. ¿Cuál ha sido su última voluntad? Le repetí las palabras que Nuraddín Alí me había dicho antes de morir y me fui, dejándola triste y desconsolada. Iba yo inmerso en mis pensamientos, triste y desconsolado por la pérdida de mi amigo, recordando los días en que tan a menudo lo visitaba, cuando de repente una mujer me agarró de la mano. Era de nuevo la sirvienta de Shamsannahar. Esta vez vestía de negro y tenía aspecto de estar profundamente afectada por alguna desgracia. No tardé en comprender que Shamsannahar también había muerto y no pude contener las lágrimas. Así pues, la sirvienta y yo intentamos consolarnos mutuamente para no derramar más llanto y sufrir más de lo necesario. Nos dirigimos a mi casa y allí le conté cómo había muerto Nuraddín Alí y me interesé por las circunstancias que habían rodeado la muerte de la joven Shamsannahar. —Tal como os dije —me contó la sirvienta—, el califa la había encerrado en sus aposentos pero, por lo que parece, su majestad en ningún momento dio crédito a las acusaciones de que era víctima Shamsannahar. Además, el califa la quería tanto que no cesaba de elogiar sus virtudes, físicas e intelectuales y de insistir que, para él, era completamente inocente y que la quería como a ninguna otra persona. De modo que, al cabo de unos días, ordenó que fuera trasladada a una espléndida habitación con detalles de oro por todas partes. Esta decisión, sin embargo, no fue del agrado de Shamsannahar. Aquella misma tarde, el califa se dispuso, como de costumbre, a disfrutar de la compañía de sus concubinas e hizo que Shamsannahar se sentara en lugar preferente para que a nadie le quedara ninguna duda de que seguía ocupando un lugar preeminente en su corazón. Pero Shamsannahar estaba triste, no podía disimular el respeto y el miedo que le inspiraba el califa. Y una de las doncellas recitó:
El amor ha hecho una llamada a mis lágrimas,
y han contestado, esparciéndose por mis mejillas.
Mis párpados soportan el peso de la desgracia, mostrando la pena y escondiendo el amor.
¿Cómo podré disimular mi profunda pasión si este deplorable aspecto mío me delata?
Si la persona amada está lejos, prefiero la muerte, y me gustaría saber si a ella lo mismo le ocurre.
—Shamsannahar perdió el control de sí misma —siguió contándome la sirvienta —, se puso a llorar amargamente y cayó desmayada. El califa dejó la copa que tenía en la mano y levantó a Shamsannahar, pero ya era demasiado tarde, había muerto. La desesperación del califa se hizo evidente, y las demás doncellas se unieron a su llanto. Incluso les ordenó que rompieran todos los instrumentos musicales. El califa, queriendo estar cerca de ella, ordenó que el cuerpo sin vida de Shamsannahar fuera trasladado a sus habitaciones y pasó la noche a su lado. A la mañana siguiente, ordenó que la lavaran y la amortajaran y fue enterrada dignamente. En ningún momento, por otro lado, preguntó por la causa de tan repentina muerte. La sirvienta me rogó que le comunicara el día del entierro de Nuraddín Alí ben Bakkar. Así fue como me enteré de que el califa había manumitido a todas sus esclavas, incluida ella misma, y que, en aquellos momentos, se había instalado cerca de la tumba de su difunta señora. Los dos fuimos hasta el cementerio, pues yo quería visitar la tumba de la joven. Al cabo de cuatro días, el cuerpo de Nuraddín Alí ben Bakkar llegó de Alanbar a
Bagdad. Para la ciudad, fue un día memorable. Ciudadanos de todas las clases sociales, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, salieron a la calle a recibir el cortejo fúnebre. Puedo aseguraros que nunca había visto un acontecimiento semejante en Bagdad. La sirvienta de Shamsannahar se unió al dolor de la familia de Nuraddín Alí ben Bakkar, situándose a su lado en el entierro. Los llantos y lamentos de la mujer durante el trayecto fueron los más sentidos y los que más rompieron los corazones de los asistentes. Desde aquel entonces y hasta ahora he venido visitando con frecuencia la tumba de mi amigo Nuraddín Alí ben Bakkar, cuya triste historia acaba aquí. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues la que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinaria aún», dijo Shahrasad.
Noche 201
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les contara otra de las magníficas historias que sabía. Y Shahrasad accedió encantada:
Historia de la esclava Anís Algalís y Nuraddín Alí Ben Jacán
Se cuenta, aunque Dios es Quien conoce lo que pasó y les ocurrió a las generaciones pasadas, que en Basora vivía un rey llamado Muhammad ben Sulaimán Alsainabi. Según parece, era muy querido por todos sus súbditos, sobre todo porque se mostraba especialmente caritativo con los pobres y desamparados. Tanto era así que para todos era un orgullo considerarse súbditos suyos, pues para él resultaba un honor compartir todas sus riquezas y privilegios con los demás. Además, era tan valiente que se parecía al que así describió el poeta:
Es un rey que, al ser atacado, con gran furia y coraje responde.
Derriba a los jinetes, fila tras fila, como si en renglones escribiera:
las espadas, letras, los venablos, puntos, y las líneas, jabalinas.
Los caballos son un mar de sangre, que fluye de todas sus partes vitales.
Un mar cuyas lanzas son mástiles, las gumías, velas, y los yelmos, perlas.
De cada uña tres ríos le fluyen, y de cada uno mil leones salen.
El Tiempo prometió crear uno semejante, pero se ve que mintió, y debe corregir.
Este soberano tenía dos visires a sus órdenes: uno llamado Almuín ben Sauí y el otro, Fadeladdín ben Jacán. Este último era una persona de noble espíritu y ejemplar conducta y era querido por todos, hombres y mujeres, sin excepción. Quien de él hablaba le deseaba próspera y larga vida, pues no conocía más que el bien y su bondad era infinita. Un poeta dijo de él:
Es persona noble y generosa, siempre de él ayuda obtendrás.
Si a su puerta llamas una vez, lo que desees te dará.
Por el contrario, el otro visir, Almuín ben Sauí, era una persona avariciosa, malintencionada, vil e insolente. En otras palabras, era un hombre indigno de ser considerado persona. Así lo describió un poeta:
No es digno de confianza, es maligno, es pérfido dondequiera que vaya.
Pensad que cada pelo de su cuerpo representa a una de sus víctimas.
De modo que todo el amor y aprecio que la gente del reino sentía por Fadeladdín ben Jacán, se convertían en odio y rechazo cuando se trataba de Almuín ben Sauí. Un día que el rey Muhammad ben Sulaimán Alsainabi estaba reunido en audiencia con sus colaboradores más cercanos, dijo a su visir Fadeladdín ben Jacán: —Me gustaría poseer a la esclava más bella, más refinada, más culta y más inteligente que haya existido nunca. —Majestad —dijeron rápidamente algunos de sus consejeros—, una esclava de estas características os puede costar, como mínimo, diez mil dinares. —Pues entrega diez mil dinares a Fadeladdín ben Jacán —ordenó el monarca a su tesorero. El tesorero cumplió inmediatamente las órdenes y el visir Fadeladdín ben Jacán empezó su periplo diario, con un grupo de asesores, por los mercados de esclavas en busca de la que reuniera los atributos que el rey exigía. Para tener la seguridad de que ninguna joven se le escapaba, el visir dio órdenes a todos los subastadores de que no vendieran ninguna esclava por más de diez mil dinares sin antes mostrársela. De modo que el visir tuvo la oportunidad de ver a todas las esclavas que sobresalían por sus virtudes y que pudieran alcanzar una alta cotización.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 202
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que conseguir la esclava que el rey había solicitado no fue tarea fácil. Hasta que, un día, el visir ya había montado su caballo para abandonar el mercado de esclavas cuando uno de los subastadores se le acercó y, agarrando las riendas, le detuvo y le recitó:
Vos sois el visir invicto, el que ha preservado el reino.
Si no hubiera sido por vos, hoy el reino no existiría.
—Honorable visir —prosiguió el subastero—, hemos conseguido lo que su majestad solicitó. —Traédmela —dijo el visir Fadeladdín ben Jacán, sin vacilar.
El subastero se fue y regresó poco después acompañado de la esclava. Era una muchacha alta y corpulenta, de pechos turgentes, fina cintura, caderas redondeadas, ojos de azabache, mejillas de rosa y delicados labios. Y se hacía irar por su gallardía, gentileza, soltura y agilidad airosa del cuerpo para andar. Parecía rama de sauce y flor a la vez, y de su boca salían dulces y melosas palabras. Así la describió un poeta:
Es tan bella que parece luna llena, es graciosa como antílope y gacela.
Dios la ha agraciado con todas las virtudes, tanto espirituales como físicas.
Siete estrellas guardan su rostro, para protegerlo de extraños.
Si alguien osa robarle una mirada, ella lo fulmina con estrella fugaz.
El visir Fadeladdín ben Jacán se quedó irado. Nunca había visto belleza semejante, y se interesó inmediatamente por la cantidad que costaba. —Señor —explicó el subastero—, su dueño pide diez mil dinares y dice que esta suma no llega a pagar ni los pollos que se ha comido, ni el vino que se ha bebido ni los lujosos vestidos que ha regalado al maestro que la ha instruido. El dueño dice que esta esclava ha estudiado caligrafía, dicción, gramática, lexicografía, retórica y sintaxis de la lengua árabe, además de medicina, jurisprudencia y
música, llegando a dominar todos los instrumentos musicales. —Traedme al hombre que la vende —ordenó el visir. El subastero regresó inmediatamente con un anciano persa para quien el tiempo no había pasado en balde: tenía la piel demacrada y reseca y estaba tan delgado y débil que una corriente de aire le hubiera hecho tambalear. Un poeta dijo de él:
El tiempo me ha abatido, su fuerza es inconmensurable.
Antes, el andar me cansaba, y ahora me canso sin andar.
—Me gustaría que aceptarais por ella diez mil dinares —le propuso el visir—. El rey Muhammad ben Sulaimán Alsainabi desea comprarla. —Con mucho gusto —replicó el persa—, pero si es para el rey, mi obligación es cederla sin aceptar nada a cambio. Sin embargo, el visir contó diez mil dinares y los entregó al anciano. El subastero, por su parte, se dirigió al visir y le dijo… La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 203
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada. Cuentan, majestad, que el subastero dijo al visir: —Si me lo permitís, señor, me gustaría deciros algo. —Adelante, hablad. —En mi opinión, señor —explicó el subastero—, hoy no deberíais entregar la esclava a su majestad porque acaba de realizar un largo viaje y el cambio de aires le ha afectado mucho y tiene aspecto de cansada. Yo, de vos, la tendría unos quince días en palacio reposando y comiendo bien y luego la llevaría a los baños y la vestiría elegantemente. Hecho esto, ya estaría en condiciones de ser presentada a su majestad. Al visir, las palabras del subastero le parecieron muy sensatas. De modo que, al regresar a palacio con ella, ordenó que se dispusiera todo lo necesario para que fuera bien atendida: comida y bebida en abundancia y elegantes ropas. Y así permaneció unos días. Resulta que el visir tenía un hijo muy agraciado: rostro lunero, mejillas de anémona y una preciosa peca como el ámbar. La descripción que le dedicó el poeta es de lo más acertada:
Es luna de atractiva mirada, es sauce de fina elegancia.
Su cuerpo es de hermosura refinada, dulce la color, y formas esmeradas.
Corazón grande y cintura delicada, mejor si al revés fuera.
Pues con delicado corazón no preocuparía tanto al amante.
Perdone por quererle tanto, pero es que en mi corazón mora.
La culpa es de mis ojos y mis entrañas, nadie más que yo por ello debe sufrir.
El visir, que conocía a su hijo mejor que nadie, avisó a la joven esclava con estas palabras: —Debes saber que te he comprado para su majestad el rey Muhammad ben Sulaimán Alsainabi, y por eso desearía que tuvieses mucho cuidado con mi hijo, porque es un mujeriego que ha ido detrás de todas las mujeres del barrio. Procura, pues, que no te vea la cara ni te oiga la voz. La muchacha le dio la seguridad de que así lo haría, cosa que tranquilizó al visir. Unos días más tarde, la joven fue a los baños de palacio, donde una de las sirvientas se encargó de lavarla y perfumarla. Al salir, su belleza resaltaba aún más, especialmente porque llevaba un elegante y lujoso vestido. De esa guisa se fue directamente a ver a la esposa del visir.
—Que Dios te conceda sólo beneficios, querida Anís Algalís —le dijo la esposa del visir. —Gracias, señora, que Dios os bendiga y os llene de felicidad. —¿Cómo estaba el baño a estas horas? —preguntó la esposa del visir. —Perfecto, señora —replicó Anís Algalís—. El agua estaba al punto y sólo he echado de menos vuestra presencia. —Pues vayamos —dijo la señora a sus doncellas—. En realidad hace días que no voy a los baños. —Nosotras también pensábamos lo mismo —dijeron las jóvenes. Y la señora y sus doncellas se fueron a los baños. Antes de partir, no obstante, la señora ordenó a otras dos doncellas, las más jóvenes, que hicieran guardia ante la habitación de Anís Algalís y que estuvieran vigilantes para que no entrara nadie. De modo que mientras Anís Algalís descansaba tranquilamente a solas en su habitación, Nuraddín Alí, el hijo del visir, se acercó al harén y, al ver a las dos doncellas ante la puerta, les preguntó por su madre. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 204
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que las dos doncellas explicaron a Nuraddín Alí que su madre había ido a los baños. Casualmente, Anís Algalís, al oír la voz del joven,
se dijo: «Me pregunto si ésta es la voz del joven del que debo precaverme». Y se acercó rápidamente a la puerta, exhalando aún el frescor del baño por todos los poros de su cuerpo. Anís Algalís se quedó prendada: el joven que tenía ante los ojos le pareció como la luna llena. En aquel preciso instante, Nuraddín Alí volvió la cabeza y sus miradas se cruzaron. El amor hizo mella en los dos jóvenes, que se enamoraron locamente. Sin más dilación, Nuraddín Alí se acercó a las dos doncellas en tono amenazador. Las muchachas, presas del miedo, huyeron pero se escondieron no muy lejos de allí para ver qué ocurría. —¿Tú eres la esclava que me ha comprado mi padre? —dijo Nuraddín Alí, abriendo la puerta. —Sí, señor —contestó Anís Algalís—, soy yo. Y Nuraddín Alí, que actuaba bajo los efectos del alcohol, se acercó a ella, la agarró por las piernas y se las colocó en su cintura, mientras ella le abrazaba fuertemente y le besaba con pasión. Seguidamente, el joven la desnudó de cintura para abajo y la desvirgó en un santiamén. Las dos doncellas, que habían presenciado la escena, gritaron escandalizadas, por lo que Nuraddín Alí, temiendo las consecuencias, se dio a la fuga. La esposa del visir, que había oído los gritos de las jóvenes doncellas, acudió corriendo al lugar de los hechos. —¿Se puede saber qué ocurre? —les preguntó. —Ha venido el señor Nuraddín Alí y nos ha pegado para que nos marcháramos. Y como nosotras no hemos podido detenerle, ha entrado en la habitación de Anís Algalís, la ha abrazado y luego ha salido corriendo. Esto es todo lo que sabemos. La esposa del visir entró enfurecida en la habitación de Anís Algalís y le preguntó qué había ocurrido exactamente. —Pues, veréis, yo estaba aquí sentada cuando ha entrado un apuesto joven que me ha preguntado si yo era la esclava que su padre le había comprado. Yo, pensando que así era, le he respondido que sí y entonces me ha abrazado. —¿Y qué te ha hecho?
—Pues me ha penetrado, pero sólo tres veces —respondió Anís Algalís. La señora y las doncellas se echaron a llorar y se llevaron las manos a la cabeza, temiendo que, aquella misma noche, el visir decidiera dar muerte a su hijo. Y precisamente en aquel momento llegó el visir. —¿Se puede saber qué ocurre? —preguntó, al encontrarse a su esposa y a las doncellas en aquella situación. Pero nadie tuvo valor de contarle lo que había sucedido. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 205
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que ante la falta de respuesta, el visir planteó directamente la pregunta a su esposa, instándola a que le dijera la verdad. —De acuerdo, os lo diré —respondió ella—. Pero debéis prometerme que me escucharéis atentamente y que sabréis conteneros. Puesto que el visir se mostró de acuerdo con la condición, su esposa dijo: —Vuestro hijo Nuraddín Alí ha entrado en la habitación de Anís Algalís y la ha poseído. El visir, con evidente desesperación, se arrojó al suelo, empezó a golpearse la cara hasta que le sangró la nariz y se tiró con furia de los pelos de la barba.
—No os hagáis mala sangre, señor —dijo ella—. Yo misma os recompensaré, de mi propio dinero, con los diez mil dinares que ha costado la esclava. —¡Me importa un comino el dinero! —gritó exasperado y levantando la cabeza —. Lo que me preocupa es mi vida y mis bienes. Quizás lo pierda todo. —Pero ¿por qué decís esto? —preguntó la esposa. —¿Acaso no sabéis que tenemos un enemigo siempre al acecho llamado Almuín ben Sauí? Lo primero que hará al enterarse del asunto será ir al encuentro del rey y decirle que yo, que aparentemente tengo en gran estima a su majestad, he utilizado los diez mil dinares del tesoro real para comprar una esclava de inefables atributos y la he entregado a mi hijo, diciéndole que se la merecía más que el rey. Le dirá, además, que mi hijo la ha desvirgado. El rey mostrará su incredulidad, pero ordenará que le presenten a la joven. Entonces Almuín ben Sauí no tendrá ningún reparo en registrar, con violencia si es necesario, nuestra casa para llevársela. Y cuando el rey la interrogue acerca de lo que ha ocurrido realmente, ella no podrá negar los hechos. Así, el malvado Almuín ben Sauí tendrá argumentos de solvencia para demostrar al rey que es merecedor de su confianza y que sólo le desea bienestar. Y aprovechará la oportunidad para reclamar a su majestad el puesto de responsabilidad que hasta ahora le ha sido negado en mi favor. Estoy seguro de que, ante estas acusaciones, el rey ordenará mi ejecución inmediata y todos mis bienes serán confiscados. —Pero, señor —dijo su esposa, para consolarle—, ¿acaso no sabéis que Dios Excelso no desampara nunca a nadie? —El visir asintió, pero ella continuó—: Encomendaos a Dios Excelso, como yo misma haré, rogándole que haga lo posible para que nadie se entere del asunto de la esclava. Sabed que a Dios Omnipotente nada se le puede esconder. Las palabras de su esposa le tranquilizaron, y para acabar de calmarse pidió que le trajeran una copa de vino. En cuanto a Nuraddín Alí, se pasó el día en los jardines de palacio y lugares de recreo, lejos de las personas que le conocían, y, por la noche, regresó disimuladamente a palacio, procurando que no le vieran más que los sirvientes, y se acostó. Pero, poco antes del alba, partió de nuevo de incógnito y así vivió durante un mes entero, durante el cual no vio a su padre ni a su madre. —Señor —le dijo su esposa al visir—, perdisteis a la esclava, pero ahora estáis a
punto de perder también a vuestro hijo. De seguir así, un momento u otro acabará huyendo para siempre. —¿Y qué puedo hacer? —Si me permitís un consejo, yo de vos esta noche esperaría despierto su llegada. Atrapadle y, sin hacerle nada, entregádmelo a mí para que yo le reúna con la esclava, pues se han enamorado profundamente. Así, vos y vuestro hijo os habréis reconciliado y él obtendrá lo que tanto desea. El visir escuchó atentamente el consejo de su esposa y, por la noche, esperó escondido a que llegara su hijo. Cuando el joven llamó a la puerta, que abrieron las esclavas, el visir se lanzó sobre él y lo tiró al suelo. Y, al levantar la cabeza, Nuraddín Alí se dio cuenta de que quien le había derribado era su padre. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 206
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el visir agarró a su hijo Nuraddín Alí por el pecho, sacó un cuchillo y se lo apuntó al cuello. Afortunadamente para el joven, en aquel momento irrumpió su madre y, asustada, le gritó al marido: —¿Qué le vais a hacer? —Voy a matarle —respondió él. —¿Os parece sensato dar muerte a vuestro propio hijo? —protestó Nuraddín.
Al oír estas palabras, el visir, tremendamente conmovido, no pudo contener el llanto. —Hijo mío —replicó el visir—, ¿y a ti te parece sensato que por culpa tuya yo pueda perder todas mis posesiones? —Padre, escuchad lo que dice el poeta:
Como buen juez, perdone las faltas, pues a los ofensores hay que dispensar.
Ante vos reconozco todos mis pecados, porque el perdón me sabréis dar.
Quien a Dios pide misericordia, a sus semejantes ha de exculpar.
Estos versos despertaron en el visir la compasión por su hijo, quien, al verse liberado, besó manos y pies a su padre. —Nuraddín Alí —dijo el visir a su hijo—, si supiera que has de tratar bien a Anís Algalís permitiría que se quedara contigo. —¿Qué debo hacer con ella, padre? —Sólo quiero que no tomes a ninguna otra como esposa, que la respetes y que no la vendas. Nuraddín se comprometió a aceptar las condiciones que le impuso el visir. E inmediatamente se fue a buscar a la esclava Anís Algalís, con quien compartió
un año entero de feliz convivencia, gracias también a que, por designio divino, el rey se olvidó completamente del asunto de la esclava. Por otra parte, el malvado visir Almuín ben Sauí no tuvo ocasión de intervenir porque el rey seguía otorgando la máxima confianza al visir Fadeladdín ben Jacán. Casi había transcurrido un año entero cuando, un día, al salir de los baños, todavía sudando, el visir Fadeladdín ben Jacán se resfrió, de tal suerte que le subió la fiebre y se vio obligado a guardar cama. En lugar de experimentar una progresiva mejoría, se fue debilitando poco a poco. Por este motivo, un día requirió la presencia de Nuraddín Alí y, llorando, le dijo: —Hijo mío, debes saber que el destino de todos nosotros está escrito. Como dijo el poeta, nadie puede escapar a la muerte:
Soy un mortal, sé que moriré, pues sólo Dios es Eterno.
Sólo Dios, que no muere, es Rey; quien ha de morir nada puede ser.
—Hijo mío —prosiguió el visir Fadeladdín ben Jacán—, sólo quiero decirte que seas temeroso de Dios, que seas consecuente en tus acciones y que te ocupes con esmero de Anís Algalís. —Padre, nadie como vos ha hecho única y exclusivamente el bien, nadie como vos ha merecido las invocaciones hechas desde las mezquitas. —Hijo mío —le interrumpió el visir—, ahora sólo deseo que Dios me lleve junto a él. Dicho esto, le empezaron los estertores de la muerte y su alma se separó del cuerpo. La noticia causó gran desazón en palacio, y no sólo entre los más
allegados sino también entre la familia real y los ciudadanos. Tan pronto como se hizo público el fallecimiento, pequeños y mayores, hombres y mujeres lloraron la pérdida del noble visir Fadeladdín ben Jacán. Nuraddín Alí se ocupó personalmente de los preparativos para el entierro de su padre, al que asistieron los grandes del reino, visires, príncipes y numerosos súbditos. Al ser enterrado, con todos los honores que se merecía, un poeta le dedicó estos versos:
Un jueves a los míos dejé, y me lavaron sobre madera.
Me mudaron de ropa y me pusieron otro vestido.
Sobre cuatro hombros me llevaron a la mezquita, y rezaron por mí.
Me dedicaron una plegaria, reunidos todos a mi alrededor.
Y me alojaron en una casa cuya puerta permanecerá cerrada.
Después de la ceremonia, familiares y amigos regresaron a casa, y también Nuraddín Alí, quien, entre lágrimas, recitó:
Un jueves al atardecer me dejó, y así nos despedimos para siempre.
Al ver que su alma con él se iba, quise convencerla del regreso.
Mas ella contestó que no podía permanecer en un cuerpo sin carne y sin sangre,
en un cuerpo con ojos cegados de llanto, en un cuerpo cuyas orejas ya no oían.
Nuraddín Alí guardó luto por la muerte de su padre durante una larga temporada. Un día… La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 207
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que un día que Nuraddín Alí estaba en el palacete de su padre, sentado en el mismo lugar que el difunto visir Fadeladdín ben Jacán solía ocupar, oyó que alguien llamaba a la puerta, y, al levantarse a abrir, se encontró con un viejo amigo de su padre. El hombre le saludó cortésmente, le besó la mano y le dijo: —Quien se fue dejando un heredero como vos no se puede decir que haya muerto. Señor Nuraddín Alí, deberíais dejar ya de lamentaros y rehacer vuestra vida. Y aquel mismo día, Nuraddín Alí, siguiendo el consejo del amigo de su padre, reunió en el palacete a un grupo de amigos, todos hijos de familias adineradas, e invitó también a Anís Algalís. La tertulia se prolongó largamente, con comida y bebida abundante. Pero aquel banquete fue sólo el primero de una serie de festejos semejantes que se repitieron con asiduidad, y con el agravante de que Nuraddín Alí se inició en la costumbre de hacer valiosos y numerosos regalos a todos sus contertulios. Así fueron pasando los días, hasta que llegó un momento en que el de los bienes del joven Nuraddín Alí tuvo que llamarle la atención por los cuantiosos gastos: —Señor —le dijo—, ¿no sabéis aquel refrán que dice «Quien guarda siempre tiene»? Mucho me temo que, en vuestro caso, señor, tengáis que ser cuidadoso con los gastos. El despilfarro puede acabar con la más grande de las fortunas. —No intentéis persuadirme de que cambie mi actitud —le respondió Nuraddín Alí—. Seguiré viviendo del modo que más me plazca. ¿No habéis oído nunca las palabras del poeta?:
Si teniendo riqueza no soy generoso, no merezco tener manos ni pies.
Mostre un tacaño que merezca respeto, y un generoso que, por dar, perezca.
—Mientras tenga lo suficiente para almorzar —añadió Nuraddín Alí—, no me preocupa lo más mínimo la cena. —¿Es esto lo que deseáis? —le preguntó el . —Sin ninguna duda. De modo que, haciendo caso omiso de las advertencias del , Nuraddín Alí siguió con su desenfrenado ritmo de vida, organizando convites por la mañana, por la tarde y por la noche. Además, cada vez que alguno de sus amigos o conocidos dedicaba un elogio a alguna de sus posesiones o propiedades, él se la ofrecía generosamente, y tampoco dudaba en avalar a cualquiera que se lo pidiera. Y así llegó a regalar huertos, fincas, mansiones y casas de baños, sin ton ni son. Un día, mientras estaba escuchando atentamente estos versos, de boca de Anís Algalís:
Pensaste que el destino te sonreía, no temiste a sus eventuales reveses.
Disfrutaste de apacibles noches, no pensaste que se podían girar.
Uno de sus invitados le avisó de que llamaban a la puerta.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 208
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Nuraddín Alí se levantó para ir a abrir la puerta, sin darse cuenta de que uno de los invitados le seguía a hurtadillas para averiguar quién llamaba. Era de nuevo el del joven. —¿Qué ocurre? —le preguntó Nuraddín Alí. —Ha ocurrido lo que me temía, señor. —¿Qué queréis decir? —Quiero decir que ya no os queda ni un dirhem de patrimonio, señor —dijo el —. Aquí tenéis los documentos acreditativos. —Ésta ha sido la voluntad de Dios —dijo Nuraddín Alí, sacudiendo la cabeza—. Sólo Él es Todopoderoso. El invitado que había seguido a Nuraddín Alí hasta la puerta y que había oído la conversación que éste había mantenido con su , se apresuró a volver junto a los demás compañeros para informarles de lo sucedido. —Nuraddín Alí se ha arruinado completamente —dijo, excitado—. De modo que, vosotros mismos, decidid qué hacéis. —Ahora mismo nos vamos —dijeron al unísono.
Y cuando, después de despedirse del , Nuraddín Alí se reintegró al grupo con cara de circunstancias, sus diez invitados empezaron, uno a uno, a excusarse para abandonar la casa. —Si me lo permitís, señor, me iré —dijo uno. —¿Por qué? ¿Qué ocurre? —preguntó Nuraddín Alí, ajeno al auténtico motivo. —Es que mi esposa tiene que dar a luz hoy y me gustaría estar a su lado. Y, así, los nueve restantes. Todos se inventaron una excusa u otra para partir, dejándole solo. A Nuraddín Alí no le quedaba otro consuelo que la compañía de Anís Algalís, a quien mandó llamar para que se sentara junto a él. —¿Sabes qué me ha ocurrido? —le preguntó Nuraddín Alí. Y, acto seguido, le contó lo que le acababa de explicar el . —Señor, vuestras personas más allegadas os habían ya avisado de que vuestra actitud podía traeros graves consecuencias. Hace unos días, quería precisamente hablaros del tema, pero no lo hice porque os oí recitar estos versos:
Si la suerte te sonríe, sé generoso, antes de que el destino te cambie.
La generosidad no hace nunca daño, pero la avaricia puede ser fatal.
—Anís Algalís, tú sabes que me he arruinado por querer favorecer a mis amigos, y no creo que ahora todos me vuelvan la espalda.
—Yo creo, señor —le dijo ella, modestamente—, que ninguno os ayudará. —Ahora mismo lo comprobaré. Iré a llamar a la puerta de cada uno de ellos, quizás así consiga reunir un pequeño capital para rehacerme de la quiebra y saldar las deudas. Nuraddín Alí, pues, salió de casa en dirección a la calle donde, por casualidad, vivían sus diez amigos. La primera puerta a la que llamó, la abrió una doncella. —Decid a vuestro amo que Nuraddín Alí ben Jacán desea saludarle —dijo a la muchacha. La doncella entró en la casa y anunció Nuraddín Alí a su amo, quien respondió: —Dile que tu amo no está en casa. La joven salió de nuevo y así lo hizo. Para Nuraddín Alí, aquella respuesta fue tremendamente decepcionante. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 209
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Nuraddín Alí pensó que aquel amigo suyo debía ser un despreciable, pero que los demás quizás lo ayudarían y, con esta esperanza, llamó a la segunda puerta. Pero la escena se repitió: la doncella que le abrió la puerta le dijo que la persona por la que él preguntaba no estaba en casa. Sin perder aún la esperanza, Nuraddín Alí se dirigió a la tercera puerta, en la que
encontró también la misma respuesta. Profundamente decepcionado y arrepentido de haber confiado en sus amigos regresó a casa, recitando estos versos:
Un hombre generoso es como el árbol frutal, a él acuden todos mientras frutos da.
Pero cuando no quedan frutos, abandonado y triste se ve.
De diez, ninguno es mi amigo; ninguno, pues, merece vivir.
Al regresar junto a Anís Algalís con un semblante tan triste, ella le dijo: —Señor, ¿os habéis dado cuenta de que no me equivocaba? —Sí —itió Nuraddín Alí—, ninguno de ellos se ha dignado tan sólo a invitarme a entrar. —Quizás podríais vender los muebles y enseres de la casa —le sugirió Anís Algalís—, en espera de que Dios, Excelso y Omnipotente, os favorezca. Nuraddín Alí escuchó el consejo de Anís Algalís y empezó a vender, poco a poco, todos los enseres de la casa, hasta que no quedó nada en ella. —¿Qué más podría vender? —preguntó un día a Anís Algalís. —Señor, creo que deberíais llevarme al mercado de esclavas. No olvidéis que vuestro padre pagó por mí diez mil dinares, por lo que estoy convencida de que,
con la ayuda de Dios Todopoderoso, podríais recuperar buena parte de esta cantidad. Pensad, además, que si estamos destinados a reunirnos de nuevo, sin duda volveremos a encontrarnos. —Por Dios, Anís Algalís, yo no podría vivir separado de ti. —Yo tampoco, señor, pero la necesidad obliga. Escuchad los versos del poeta:
La necesidad nos lleva a actuar de un modo nada bien visto.
Nadie hace nada en balde, siempre hay causa conocida.
Nuraddín Alí, con lágrimas en los ojos, se abrazó a Anís Algalís y recitó:
Antes de iros, mire por última vez, pues tengo el corazón destrozado.
Pero si para vos supone una carga, dejad que me muera de pasión.
Muy a su pesar, Nuraddín Alí se fue al mercado de esclavas con Anís Algalís y la entregó a un subastero.
—Señor Hasan —dijo Nuraddín Alí al subastero—, ya sabéis el valor de la esclava que os encomiendo. —Por supuesto, señor Nuraddín Alí, podéis estar tranquilo. —Y añadió—: Ésta es la esclava llamada Anís Algalís, la que vuestro padre compró hace tiempo por diez mil dinares, ¿verdad? —Efectivamente —respondió Nuraddín Alí. El subastero, pues, esperó a que el mercado se llenara de gente y empezara la subasta de esclavas de todas las razas: nubias, persas, turcas, griegas, bizantinas y circasianas, entre otras. Y así que aumentó la concurrencia, el subastero se dirigió a los mercaderes. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 210
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el subastero dijo: —Señores comerciantes, no todo lo que es redondo es una nuez, ni todo lo que es alargado es un plátano, ni todo lo que es rojo es carne, ni todo lo que es blanco es grasa. Aquí os presento una perla única, ¿qué cantidad de salida ofrecéis por ella? —Cuatro mil dinares —gritó uno de los comerciantes. Y el subastero abrió la subasta con cuatro mil dinares. Pero mientras se
desarrollaba la puja, pasó casualmente por allí el malvado visir Almuín ben Sauí y vio, apostado en una esquina, a Nuraddín Alí. «Éste es Nuraddín Alí, pero ¿le debe de quedar algún dinero para comprar esclavas, a este desgraciado?», se dijo Almuín ben Sauí. Sin embargo, al ver el subastero en medio del mercado, rodeado por todos los mercaderes, pensó: «Creo que Nuraddín Alí se ha arruinado y ha venido al mercado para vender a su esclava Anís Algalís. ¡Ésta sí que es una buena noticia!» Y se acercó al subastero, besó el suelo ante él y le pidió que le enseñara la esclava que estaba subastando. El hombre no pudo negarse, de modo que fue a buscar a Anís Algalís y se la mostró. El visir Almuín ben Sauí se quedó gratamente sorprendido ante la belleza de la joven y dijo al subastero: —¿Cuánto pedís por ella? —La suma de salida es de cuatro mil dinares. —Yo también os ofrezco cuatro mil dinares —dijo Almuín ben Sauí. Al oír la oferta, ninguno de los mercaderes, conocedores de la perfidia del malvado visir Almuín ben Sauí, se atrevió a anunciar una cantidad más alta. —¿A qué esperáis? —le instó el visir—. Entrege la esclava por cuatro mil dinares. El subastero se dirigió, pues, a la esquina donde se encontraba Nuraddín Alí y le dijo: —Señor, no conseguiremos vender a Anís Algalís por un precio razonable. —¿Por qué decís esto? —quiso saber Nuraddín Alí. —El malvado Almuín ben Sauí ha pasado casualmente por aquí al inicio de la puja y quiere compraros la esclava por cuatro mil dinares —le explicó el subastero—, estoy seguro de que sabe que es Anís Algalís y que sois vos quien quiere venderla. Por esta razón temo que no consigáis ni un dinar por ella. Este perverso visir os entregará un pagaré falso y os enviará a uno de sus agentes a cobrarlo, y, desgraciadamente, cada vez que reclaméis vuestro dinero os dirán que vayáis otro día y así os harán pasar el tiempo hasta que os canséis de intentarlo. De modo que os quedaréis sin esclava y sin dinero.
—¿Y qué puedo hacer? —preguntó Nuraddín Alí, con evidente desesperación. —Yo puedo sugeriros una actuación que os solucionará el problema. —Veamos, ¿de qué se trata? —Mirad, yo volveré ahora al lugar de la subasta con ella. Venid inmediatamente, dadle una bofetada y quitádmela de las manos, diciendo: «¿Lo ves, desgraciada, cómo he cumplido mi promesa de traerte a subasta?» Así, tanto el visir como los mercaderes creerán que la habéis traído al mercado sólo en cumplimiento de una promesa. —Es una buena solución —dijo Nuraddín Alí. Así pues, el subastero, seguido por Nuraddín Alí, se dirigió al lugar de la subasta con Anís Algalís y dijo al visir Almuín ben Sauí: —Aquí viene su dueño, señor. Entonces, Nuraddín Alí dio una bofetada a Anís Algalís y, agarrándola de la mano, se la llevó. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 211
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Nuraddín Alí se llevó a Anís Algalís, diciendo, en voz alta:
—¡Maldita esclava!, ya te había advertido que si seguías comportándote de aquel modo te llevaría al mercado para venderte. No te creas que necesito el dinero que me puedan dar por ti, desgraciada, pues cualquier mueble de la casa tiene más valor que tú. —¿Acaso tenéis algo más para vender, aunque sea por valor de un dinar o un dirhem? —intervino el malvado visir Almuín ben Sauí, dirigiéndose a Nuraddín Alí, y avanzando hacia él en actitud amenazadora. Pero Nuraddín Alí, lejos de amedrentarse, se dirigió a los mercaderes, subasteros y comerciantes allí presentes y, sabedor de que todos le tenían en gran aprecio, les dijo: —Si no fuera por vosotros, le mataría. Todos, sin excepción, hicieron gesto de que actuara como él creyera conveniente, pues no estaban dispuestos a mediar en una eventual pelea. Así pues, Nuraddín Alí, que era un joven fuerte y corpulento, agarró al visir, le hizo caer del sillín y lo tiró al suelo, en medio de un charco. Acto seguido, se abalanzó sobre él y empezó a abofetearle y a darle puñetazos. Nuraddín Alí le asestó un fuerte golpe en los dientes, dejándole todo el rostro cubierto de sangre. Los esclavos que acompañaban al visir Almuín ben Sauí, al ver cómo Nuraddín Alí atacaba cruelmente a su amo, desenvainaron las espadas para interponerse entre los dos. Sin embargo, los comerciantes y demás personas allí presentes les aconsejaron que no se metieran en las trifulcas de un visir y de un hijo de visir, porque, al ser los dos del mismo rango, si algún día se reconciliaban, todos ellos recibirían su merecido. —Es mejor que os mantengáis al margen —les dijeron todos. Así pues, Nuraddín Alí, después de atacar con saña al malvado visir Almuín ben Sauí, tomó a la esclava Anís Algalís y regresó a casa. El visir se levantó con un deplorable aspecto: en él se distinguían el color negro del lodo, el rojo de la sangre y el blanco de las ropas. Al verse con aquella pinta, se ató una cadena al cuello, tomó dos manojos de hierba, se dirigió al palacio del rey Muhammad ben Sulaimán Alsainabi y gritó, bajo una de las ventanas: —Majestad, soy un desgraciado. El rey dio órdenes de que le presentaran al hombre que gritaba y, cuando lo tuvo
delante y lo reconoció, le dijo: —Dios mío, visir, ¿quién os ha hecho esto? Y el visir, profundamente compungido, recitó estos versos:
¿He de vivir en la opresión, y vos en el poder? ¿Han de comerme los lobos, siendo vos león?
¿Por qué, si todos de vuestra fuente pueden beber, he de seguir sediento ante tanta generosidad?
—Majestad —prosiguió el visir—, en esta situación se encuentra quien no ha hecho más que luchar por vuestro bienestar y serviros en todo momento. —Dios maldiga a quien os haya hecho esto, visir —dijo el rey—. Decidme cómo ha ocurrido, pues vuestra integridad es la mía. —Veréis, majestad —empezó el visir Almuín ben Sauí—, hoy he ido al mercado de esclavas con la intención de comprar una cocinera. Una de las que se subastaban me ha llamado especialmente la atención por sus atributos de belleza, y, al preguntar por el precio y por su amo, ha resultado que pertenecía a Nuraddín Alí ben Jacán. Entonces me he acordado, majestad, de que, hace tiempo, vos ordenasteis al padre de Nuraddín Alí que os comprara la mejor esclava del mercado por diez mil dinares. Así pues, he llegado a la conclusión de que aquella excepcional esclava debía de ser la misma que el difunto visir compró para vos pero que, en lugar de entregárosla, la regaló a su hijo Nuraddín Alí. Ahora es de todos bien conocido que el joven está arruinado, y hoy ha entregado la esclava a un subastero para que se la vendiera. La puja ha empezado en los cuatro mil dinares, que es la cantidad que yo he ofrecido a Nuraddín Alí argumentando que quería comprarla para vos, majestad, porque sois quien realmente se la merece, sobre todo teniendo en cuenta que fue con
vuestro dinero que su padre pudo comprarla. Pero cuando Nuraddín Alí ha oído mis palabras, me ha mirado y me ha dicho… La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 212
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el visir Almuín ben Sauí explicó al rey Muhammad ben Sulaimán Alsainabi: —Nuraddín Alí me ha mirado e, insultándome, me ha dicho que antes de vendérmela a mí, la vendería a un cristiano o a un judío. Y yo, sin poder contener la rabia, le he dicho que no podía pagar así a una persona como vos, majestad, que sólo habéis procurado el bien tanto para mí como para su difunto padre. Su reacción, majestad, ha sido impropia de un hijo de visir: me ha hecho caer del caballo y, una vez en el suelo, ha empezado a golpearme, dejándome en este lamentable estado, majestad, y todo esto me ha ocurrido por querer favoreceros. Dicho esto, el visir Almuín ben Sauí se dejó caer al suelo, temblando, gimoteando y fingiendo desmayarse. Al rey, la rabia y el odio hacia Nuraddín Alí se le reflejaron en los ojos. De modo que ordenó a cuarenta guardias de palacio que se prepararan para ir hacia la casa de Nuraddín Alí y registrarla, detenerlo a él y a la esclava Anís Algalís y traerlos ante su presencia. Los guardias se prepararon inmediatamente y salieron en dirección a la casa de Nuraddín Alí. Entre los presentes en la sala de audiencia, escuchando lo que le había ocurrido
al visir Almuín ben Sauí, estaba un chambelán del rey, llamado Alamaddín Singar, que anteriormente había estado también al servicio del difunto visir Fadeladdín ben Jacán. El hombre, que sentía aún un gran aprecio por su antiguo señor, se marchó de la sala de audiencia, montó su caballo y se dirigió directamente a casa de Nuraddín Alí, para informarle de las intenciones que tenían sus enemigos. El joven le abrió la puerta él mismo y le recibió con todos los honores, pero el anciano Alamaddín Singar le dijo que no había tiempo para saludos y recitó las palabras del poeta:
Si sois víctima de injusticia, salvaos; dejad la casa a quien la construyó.
Pronto encontraréis otra tierra, pero vida no hay más que una.
No debéis confiar en nadie más, el mejor consejero es uno mismo.
Si el león no luchara por sí mismo, no merecería ser llamado así.
—¿Qué ocurre, Alamaddín? —preguntó Nuraddín Alí. —Señor Nuraddín Alí, debéis apresuraros a salvar la vida, vos y vuestra esclava Anís Algalís. El malvado visir Almuín ben Sauí os ha tendido una trampa y, si no actuáis con celeridad, vuestra vida corre peligro. En estos momentos, cuarenta guardias reales vienen, cumpliendo órdenes de su majestad, hacia
vuestra casa para registrarla y deteneros a vos y a la esclava Anís Algalís. Os aconsejo que huyáis inmediatamente, antes de que lleguen. Alamaddín Singar se puso la mano en el bolsillo, sacó cuarenta dinares y los entregó a Nuraddín Alí, diciendo: —Señor, aceptad de mí este dinero, para el viaje. Si tuviera más os lo daría, pero ahora no es momento de lamentos y reproches. Así pues, Nuraddín Alí fue enseguida a buscar a la esclava Anís Algalís y le contó lo que ocurría. Al emprender la huida, a la joven le temblaban las manos de miedo. Sin embargo, con la protección de Dios Excelso, pudieron llegar a las puertas de la ciudad y dirigirse al río, donde una embarcación estaba a punto de zarpar. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 213
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el capitán del navío, de pie en la cubierta, anunciaba: —Señores comerciantes, ¿tenéis algo más que hacer en la ciudad? ¿No habéis olvidado nada? —Ya hemos terminado todas nuestras tareas —respondieron al unísono. Después de preguntar adónde se dirigía el barco y saber que navegaba en dirección a Bagdad, Nuraddín Alí y Anís Algalís subieron a bordo. Y la
embarcación inició su ruta, como si sus velas fueran alas, tal como dijo el poeta:
Mirad el velero, ¡qué hermoso es! ágil y ligero como el rayo.
Parece pájaro sediento que en el mar se abreva.
Mientras, los guardias reales ya habían forzado la puerta de la casa de Nuraddín Alí y habían iniciado la búsqueda de la esclava Anís Algalís por todos los rincones. Pero al no encontrar ni rastro de la pareja, derruyeron la casa y regresaron a palacio para informar al rey. —Seguid buscando —les dijo su majestad—, y no paréis hasta encontrarlos. Mientras los guardianes proseguían la búsqueda, el rey Muhammad ben Sulaimán Alsainabi se despedía del visir Almuín ben Sauí, diciéndole que él se ocuparía personalmente del asunto. Así pues, el visir regresó a su casa y el rey ordenó al pregonero que anunciara por toda la ciudad lo siguiente: «Por orden de su majestad el rey Muhammad ben Sulaimán Alsainabi, se comunica a todos los ciudadanos que quien encuentre a Nuraddín Alí, el hijo del difunto visir Fadeladdín ben Jacán, será recompensado con lujosos vestidos y mil dinares. Por el contrario, se anuncia también que quien se atreva a esconderlo en su casa o a darle protección se atenga a las consecuencias». Volviendo a Nuraddín Alí y a la esclava Anís Algalís, que habían partido a bordo del velero, acababan ya de llegar, sanos y salvos, a Bagdad, la Ciudad de la Paz, gracias a los favorables vientos que habían facilitado la navegación. —Señor —le dijo el capitán a Nuraddín Alí—, os felicito por haber llegado sanos y salvos a Bagdad, esta apacible y agradable ciudad llena de vida que acaba de pasar ya el invierno y se adentra ahora en la agradable primavera. Los
árboles están ya cargados de frutos, hay flores por todas partes y los pájaros trinan alegremente. El panorama que se os ofrece es semejante al que describió el poeta:
Ciudad de paz, y de tranquilidad.
Por las maravillas que encierra, se asemeja al Paraíso.
Antes de desembarcar, Nuraddín Alí pagó cinco dinares al capitán y, junto a Anís Algalís, emprendió un camino desconocido. Vagaron largamente por la ciudad hasta llegar a un lugar donde un amplio jardín les llamó la atención. Era un paraje limpio y fresco, con largos bancos que invitaban a sentarse, y una noria cuyos cangilones llenos de agua fresca alegraban el pasaje, al final del cual había una puerta cerrada. —¡Es un sitio encantador! —exclamó Nuraddín Alí. —Señor, sentémonos en este banco a descansar un rato —dijo Anís Algalís. Y así lo hicieron, si bien antes bebieron agua y se lavaron las manos y la cara. Con las agradables caricias de la brisa, el trino de los pájaros, los variados aromas de las flores que surgían por doquier y el susurro del agua, se quedaron dormidos al instante encima de aquel banco. Casualmente, aquel jardín era el más bello y bien cuidado de Bagdad. No en vano formaba parte del llamado Palacio de las Estatuas, que pertenecía al califa Harún Arrashid. Su majestad lo llamaba Jardín de las Delicias y en él solía pasar largos ratos, especialmente cuando estaba deprimido o preocupado. En el mencionado palacio había ochenta ventanas, en medio de cada una de las cuales había una gran lámpara colgada; y, entre cada dos lámparas, había un
enorme candelabro con una vela gigante. Cada vez que el califa acudía al lugar ordenaba que se abrieran todas las ventanas y que se encendieran todas las velas. Asimismo ordenaba al músico Ishak ben Annadim que cantara y tocara para él, que se deleitaba escuchándole rodeado de concubinas de todas las razas. El jardinero era un anciano llamado jeque Ibrahim, un hombre a quien el califa apreciaba de veras y era de su máxima confianza. Normalmente, el jeque Ibrahim debía ausentarse para hacer encargos en la ciudad, y, cuando regresaba, solía encontrar grupos de curiosos y vagabundos a las puertas del palacio. Al hombre le molestaba terriblemente tener que obligarles a retirarse, pero nunca había informado al califa del asunto, hasta que un día… La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 214
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que, un día, el jardinero se decidió a informar al califa de la situación. —Jeque Ibrahim —le dijo el califa—, tenéis mi permiso para hacer lo que queráis a todos los que encontréis en el jardín. De modo que, aquel día, al regresar de la ciudad, el jeque Ibrahim se encontró a Nuraddín Alí y a Anís Algalís sentados en el banco. Al ver a dos personas, cubiertas con una pieza de ropa, durmiendo sobre el banco, el jeque Ibrahim se dijo: «¡Perfecto! Se conoce que éstos no saben que el califa me ha dado permiso para matar a todos los que encuentre merodeando por los aledaños del palacio. Pues ahora verán, les daré un castigo ejemplar para que nadie más se atreva a
intentarlo». Y entró en el jardín, cortó una hoja de palmera y se fue decidido al banco donde se encontraban los dos jóvenes. Alzó el brazo hasta dejar a la vista toda la axila con la intención de asestar unos cuantos golpes a los durmientes, pero, antes de hacerlo, pensó: «Ibrahim, estás a punto de pegar a unas personas que quizás sean forasteras o viajeras y que sencillamente han hecho un alto en el camino. Antes de hacerles nada, más vale que les descubras la cara para ver quiénes son». Y con este pensamiento en mente, tiró la hoja de palma que llevaba en la mano y procedió a retirar la pieza que les cubría los rostros. Aquellas dos caras, que eran como dos plenilunios, le recordaron los versos del poeta:
He visto a dos que dormían, ¡ojalá sobre mis párpados andasen!
Eran luna creciente y sol brillante, eran bella gacela y esbelta rama.
«Son una bellísima pareja de jóvenes», se dijo el jeque Ibrahim, cubriendo de nuevo sus rostros. Seguidamente, se puso junto a los pies de Nuraddín Alí y empezó a hacerle cosquillas para que se despertara. Al abrir los ojos y ver junto a él a un respetable anciano, Nuraddín Alí sintió vergüenza, encogió los pies para ponerse de pie y besó la mano del jeque Ibrahim, diciéndole: —Que Dios os bendiga, señor. —¿De dónde sois? —preguntó el jeque Ibrahim. —Somos forasteros, señor. —Pues a partir de este momento sois mis huéspedes —dijo el jeque Ibrahim—. Pasad al jardín, allí podréis descansar con tranquilidad.
—Señor, ¿a quién pertenece este precioso jardín? —preguntó Nuraddín Alí. Para que no se sintieran incómodos, el jeque Ibrahim se inventó una mentira: —Es mío, lo heredé de mi padre. Si os invito a pasar es porque os veo cansados y preocupados. Espero que aquí podáis reposar y recuperar la tranquilidad perdida. Nuraddín Alí agradeció la hospitalidad del anciano y, junto a Anís Algalís, entraron en el jardín. ¡Y qué jardín! De la arqueada puerta principal colgaban los frondosos vástagos de una parra, cargados de atractivos racimos de uvas de todas clases: rojas como el rubí, negras como negros rostros y, entre ellas, las blancas como perlas. A medida que se iban adentrando en el jardín, podían contemplar ejemplares, uno a uno o de par en par, de las más variadas plantas. Además, las aves entonaban agradables melodías: pajaritos que piaban, jilgueros y gorriones que trinaban dulcemente y palomas que gorjeaban sin cesar. Los árboles estaban cargados de fruta madura: granadas y manzanas dulces y ácidas y deliciosas peras, de un color tan bello que era imposible describir. Nadie había visto nunca un jardín como aquél. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 215
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que aquel delicioso jardín le recordó a Nuraddín Alí los viejos y agradables tiempos que solía pasar con sus amigos. —¿Cómo os llamáis? —preguntó al anciano.
—Ibrahim, señor. —Dios os bendiga, Ibrahim —le dijo Nuraddín Alí—. Tenéis un jardín precioso. Puesto que habéis tenido la amabilidad y la generosidad de invitarnos, ya no os podemos pedir nada más. Pero, por favor, tomad estos dos dinares y salid a comprarnos pan, carne y buena comida. El jeque Ibrahim se alegró de que Nuraddín Alí le diera los dos dinares porque pensó: «En comida no voy a gastar más de diez dirhemes, y el resto me lo quedaré». Y se fue a comprarles abundante comida. Mientras el jeque Ibrahim estaba fuera, Nuraddín Alí y Anís Algalís, dejándose llevar por la curiosidad, se dedicaron a inspeccionar el lugar. Así fue cómo el destino quiso que fueran a parar al palacio donde el califa solía pasar sus ratos de ocio, el llamado Palacio de las Estatuas. Ambos se quedaron boquiabiertos ante la belleza y firme estructura del palacio y les hubiera gustado entrar, pero la puerta estaba cerrada. —Jeque Ibrahim —le dijo Nuraddín Alí cuando el jeque volvió del mercado—, ¿no nos habíais dicho que el jardín era vuestro? —Por supuesto —respondió el jeque Ibrahim. —Y el palacio, ¿a quién pertenece, pues? El jeque Ibrahim pensó que si no se reconocía también amo del palacio, tendría que darles profusas explicaciones, por lo que contestó: —El palacio también me pertenece, evidentemente. —Si es así, jeque Ibrahim —le dijo Nuraddín Alí—, y puesto que somos vuestros huéspedes, ¿por qué no nos invitáis a entrar? El jeque Ibrahim se encontró ante un buen dilema. Sin embargo, se ausentó unos momentos y luego volvió con una enorme llave, con la que abrió la puerta del palacio y les invitó a entrar. Nuraddín Alí y Anís Algalís siguieron al anciano por las dependencias del palacio, hasta llegar a la sala superior, en la que había las ochenta ventanas, las lámparas y los candelabros. Al joven, aquel lugar le devolvió al tiempo en que solía organizar fiestas para sus amigos y no pudo evitar una exclamación de iración.
Después de contemplar detenidamente la estancia, se dispusieron a disfrutar de la comida. Y al acabar, y después de lavarse las manos, Nuraddín Alí se acercó a una de las ventanas, la abrió, invitó a Anís Algalís a unirse a él y ambos se deleitaron observando el maravilloso paisaje que se ofrecía a sus ojos: una enorme extensión de árboles cargados de fruta madura. —Jeque Ibrahim, ¿tenéis algo para beber? —preguntó Nuraddín Alí. —¿Por qué queréis beber, ahora que ya habéis comido? —preguntó el anciano, sorprendido—. Normalmente, la gente bebe antes de comer. —Pero queremos aquella bebida que la gente toma después de comer —precisó Nuraddín Alí. —¿No os referiréis al vino? —exclamó el jeque Ibrahim, sorprendido. —Claro que sí —le confirmó Nuraddín Alí. —Dios me libre, hijo mío. Yo he hecho la Santa Peregrinación trece veces y esta palabra no puedo ni pronunciarla. —Permitidme que os diga una cosa, jeque Ibrahim —dijo Nuraddín Alí. —Adelante, ¿de qué se trata? —Supongamos que aquel asno que se encuentra atado en el rincón del jardín está maldito, ¿a vos os afecta en algo su maldición? —No, en absoluto —dijo el jeque Ibrahim. —Entonces, tomad estos dos dinares y estos dos dirhemes y montad el asno. Id a la bodega y esperad a que llegue un cliente. Apearos del asno, dadle dos dirhemes y pedidle que con los dos dinares os compre vino. Cuando salga con las garrafas pedidle que os las cargue a lomos del asno y regresad. Aquí, nosotros mismos descargaremos el vino. De este modo, vos no lo habréis comprado ni transportado, por lo que podréis estar completamente tranquilo. —Os aseguro —dijo el jeque Ibrahim— que nunca había oído un argumento tan ingenioso, ni había conocido a una persona tan graciosa como vos.
Y el jeque Ibrahim hizo lo que Nuraddín Alí le había sugerido. Al regresar con las garrafas, los dos jóvenes las descargaron y, acto seguido, Nuraddín Alí pidió al jeque Ibrahim: —Puesto que somos vuestros huéspedes, debéis traernos todo lo que necesitamos. —¿Y qué necesitáis? —Pues los útiles necesarios para servirnos y beber. El jeque Ibrahim entregó las llaves de las despensas y los armarios a Nuraddín Alí y le dijo: —Vosotros mismos, tomad todo lo que os haga falta. Mientras, yo iré a buscar fruta. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 216
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Nuraddín Alí, con el permiso del jeque Ibrahim, abrió todos los armarios en busca de los recipientes y copas que necesitarían para servirse la bebida. Y cuando el anciano regresó con una excelente selección de frutas y flores, Anís Algalís procedió a preparar la mesa: dispuso copas y jarras de oro y plata, de todas las formas y diseños y llenó platos de frutos secos y de fruta madura y jarrones de flores. Y los dos jóvenes empezaron a servirse mutuamente. Nuraddín Alí, llenando la copa de Anís Algalís, le dijo: —¡Qué suerte hemos tenido al encontrar este jardín!
Y recitó:
Éste es un día extraordinario, estupendo, perfecto y feliz.
En la mano derecha tengo la copa, a la izquierda tengo la luna.
¿Qué más puedo yo pedir? Que nadie me lo reproche.
Nuraddín Alí y Anís Algalís compartieron la bebida y disfrutaron juntos hasta que cayó la noche, momento en que el jeque Ibrahim acudió de nuevo para averiguar si necesitaban algo más y, desde la puerta de la estancia, les dijo: —Hoy es un día muy feliz para mí porque tengo el honor de disfrutar de vuestra presencia. Ya lo dijo un poeta:
Si la casa supiera quién la ha visitado, no dudaría a besarle los pies, con alegría. Y, si pudiera, las gracias le daría: «Bienvenidos seáis, valientes y generosos».
—Por Dios, jeque Ibrahim —dijo Nuraddín Alí, que ya sentía los efectos del alcohol—, somos nosotros los que debemos agradeceros vuestra hospitalidad. —Señor —dijo en aquel momento Anís Algalís, dirigiendo su mirada a Nuraddín Alí—, ¿qué ocurriría si invitáramos al jeque Ibrahim a una copa? —¿Tú crees que lo conseguirías? —Por supuesto —dijo Anís Algalís. —¿Cómo? —Vos, señor, le invitáis a sentarse con nosotros, y, si acepta, fingís que el sueño os vence y me dejáis actuar a mí. Así pues, Nuraddín Alí se dirigió al jeque Ibrahim con estas palabras: —Jeque Ibrahim, esta conducta vuestra no es propia de un anfitrión. —¿Qué queréis decir? —preguntó el jeque Ibrahim. —Quiero decir que siendo nosotros vuestros huéspedes, deberíais sentaros a charlar con nosotros para hacernos la velada más agradable. El jeque Ibrahim los observó detenidamente: bebían vino sin parar, tenían la frente sudorosa, el pelo revuelto, los ojos fuera de órbita y las mejillas enrojecidas. Aún así, se dijo: «¿Qué puede ocurrirme por unirme a ellos? Además, quizás no vuelva a tener oportunidad de gozar de tan agradable compañía». Y, sin darle más vueltas, se sentó en un rincón. —Por Dios, jeque Ibrahim —protestó Nuraddín Alí—, deberíais acercaros y sentaros junto a nosotros. Y el anciano se sentó al lado de Nuraddín Alí, quien le invitó a una copa. —Dios me libre, hijo —se excusó el jeque Ibrahim—. Soy abstemio. Pero Nuraddín Alí sí que se bebió una copa más y enseguida fingió caerse, profundamente dormido. —¿Os dais cuenta de lo que me hace mi compañero? —preguntó Anís Algalís al
jeque Ibrahim. —¿Qué os hace, señora mía? —Pues sólo bebe un poco y se queda dormido. Y entonces yo me quedo sola, sin nadie que me sirva. Acto seguido, Anís Algalís llenó una copa y la ofreció al jeque Ibrahim, que, ya acomodado y completamente relajado, la aceptó en el acto y se la bebió. Anís Algalís le ofreció enseguida otra, y también se la bebió. —Ya basta —dijo el jeque Ibrahim. —Es lo mismo beberse una que beberse cien —le persuadió Anís Algalís, ofreciéndole la tercera copa. Así, el jeque Ibrahim se bebió una tercera copa, y cuando estaba a punto de beberse la cuarta que le ofrecía Anís Algalís, Nuraddín Alí se despertó y se incorporó. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 217
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Nuraddín Alí, al despertarse y ver al jeque Ibrahim con una copa en la mano, exclamó: —¿Qué es esto, jeque? ¡Pero si cuando yo os he invitado me habéis dicho que
sois abstemio! —No ha sido culpa mía —respondió, avergonzado. Nuraddín Alí soltó una carcajada y siguió compartiendo la bebida con Anís Algalís. —Sigamos bebiendo sin hacerle caso, ya verás cómo reacciona —murmuró Anís Algalís a Nuraddín Alí. Y, efectivamente, el jeque Ibrahim, al ver que se servían mutuamente sin invitarle, protestó: —¿Se puede saber por qué no me invitáis? Los dos jóvenes se rieron de nuevo y, a partir de aquel momento, compartieron el vino con él, hasta que cayó la noche. La oscuridad avanzó rápidamente, por lo que Anís Algalís se levantó y pidió por favor al anciano que le dejara encender una de aquellas velas gigantes de los candelabros. —Pero solamente una —le recalcó el jeque Ibrahim. Sin embargo, Anís Algalís hizo caso omiso del ruego del jeque y las encendió todas. Al poco rato, Nuraddín Alí se levantó y solicitó al jeque hacer lo mismo con una de las lámparas. El anciano insistió de nuevo en que fuera solamente una, pero también esta vez Nuraddín Alí hizo caso omiso de sus palabras y las encendió todas. Y, con el palacio completamente iluminado, el jeque Ibrahim, también bajo los efectos del alcohol, se levantó a abrir las ochenta ventanas de la estancia, diciendo: —Veo que vosotros estáis aún más borrachos que yo. El destino quiso que, en aquellos precisos momentos, el califa Harún Arrashid estuviera en el palacio real, que daba al río Tigris y que quedaba enfrente del Palacio de las Estatuas donde se encontraban los dos jóvenes y el anciano jardinero. Casualmente, el califa dirigió su mirada hacia el mencionado palacio y, para gran sorpresa suya, vio que estaba completamente iluminado. Hecho una furia, hizo presentarse inmediatamente a su visir Gafar y, con incontenida rabia, le dijo:
—¡Despreciable visir! ¿Cómo es posible que alquien nos haya arrebatado la ciudad de Bagdad sin que yo me enterara? —Por Dios, majestad —dijo Gafar, atónito—, éstas son palabras mayores. —¡Infeliz! ¿Cómo te explicas, pues, que el Palacio de las Estatuas esté completamente iluminado y con las ventanas abiertas? Esto sólo puede haber ocurrido si alguien me ha destituido del califato. —Majestad —dijo Gafar, temblando de miedo—, ¿y quién os ha dicho que el Palacio de las Estatuas está iluminado y con las ventanas abiertas? —¡Maldito seas! ¡Ven aquí y obsérvalo tú mismo! —dijo Harún Arrashid, montado en cólera. El visir Gafar se acercó a la ventana y pudo ver, al otro lado del río, el resplandor del Palacio de las Estatuas, en medio de la densa oscuridad de la noche. Lo primero que se le ocurrió fue que algo le debía haber sucedido al jardinero Ibrahim y, temiendo por su seguridad ante la reacción del califa, intentó excusar al anciano inventándose una justificación: —Majestad, el jeque Ibrahim vino a verme el pasado viernes. Me dijo que nada le haría más feliz que poder circuncidar a sus hijos, en vida vuestra y en la mía. Y cuando yo le pregunté qué le hacía falta exactamente, me dijo que quería vuestro consentimiento para celebrar el evento en el Palacio de las Estatuas. Yo le dije que podía utilizar el recinto sin ningún problema y que os lo comunicaría cuando tuviera ocasión de hacerlo, pero me olvidé, majestad. —Gafar, hasta ahora pensaba que sólo habías incurrido en una falta, pero en realidad has incurrido en dos: la primera es no haberme comunicado la solicitud del jeque Ibrahim y la segunda es no haber comprendido qué había detrás de sus palabras. Estoy seguro de que el jeque Ibrahim, al solicitar el Palacio, quería también pedir alguna ayuda económica para sufragar los gastos de la celebración. Y no sólo tú no le has dado nada sino que, al no habérmelo comunicado, has impedido que yo pudiera ayudarle. Si lo hubiera sabido, le hubiera ofrecido personalmente algún dinero. —Lo siento, majestad, se me olvidó —se excusó el visir Gafar. —Por las tumbas de mis antepasados, juro que pasaré esta noche junto a ellos.
Espero hacerles felices, tanto como yo lo seré asistiendo al acontecimiento. Además, así tendré ocasión de conocer a todos los hombres piadosos que allí se habrán reunido hoy. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 218
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el visir Gafar, con la intención de disuadir al califa de su propósito de asistir a la supuesta circuncisión, le dijo: —Majestad, es muy tarde, ya deben de haber acabado. —No importa, tengo que ir. Gafar se quedó atónito, sin saber cómo actuar. Pero el califa se levantó decidido, seguido por el mismo Gafar y el eunuco Masrur y los tres, vestidos de comerciantes, atravesaron las calles de Bagdad en dirección al Palacio de las Estatuas. La primera sorpresa la tuvieron al llegar al jardín, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. —Gafar —comentó el califa Harún Arrashid—, es extraño que el jeque Ibrahim haya dejado las puertas abiertas. A estas horas, siempre las tiene cerradas. Se le debe de haber olvidado, con el ajetreo de la fiesta. Y prosiguieron su camino hasta el pie del Palacio de las Estatuas. Allí el califa expresó a Gafar su deseo de espiar a hurtadillas qué hacían los allí reunidos:
—Antes de unirnos a ellos, me gustaría ver cómo actúan. Fíjate con qué recato celebran su fiesta, no se oye ni un ruido, ni una voz. Acto seguido, el califa dio una ojeada a su alrededor y vio, muy cerca de allí, un árbol de considerable altura. —Este árbol es el lugar ideal, desde las ramas se puede ver perfectamente a través de las ventanas. Me encaramaré a él para ver, con mis propios ojos, qué hacen. Y así lo hizo. Harún Arrashid trepó de rama en rama hasta situarse en una de las que quedaban más cerca de las ventanas. Dentro del recinto, el califa pudo ver a dos atractivos jóvenes, con rostros bellos como plenilunios, y al jeque Ibrahim sosteniendo una copa en la mano y diciendo: —Señora mía, el vino sin canciones no tiene ningún sabor, ya lo dijo el poeta:
Pasadlo en menudas y grandes copas, tomadlo, como plenilunio, de mi mano.
No bebáis sin poesía, ni sin música; también el caballo bebe al son del silbido.
El califa, ante el panorama que se ofrecía a sus ojos, arrugó el ceño y descendió rápidamente del árbol. —Ya he visto, con mis propios ojos —dijo al visir Gafar—, a los piadosos hombres que aquí se han reunido. Sube tú también al árbol, no vayas a perderte sus bendiciones. A Gafar, las palabras del califa le hicieron sospechar que algo ocurría y se encaramó al árbol para observarlo. Al ver a Nuraddín Alí y a Anís Algalís
bebiendo con el jardinero Ibrahim, se tornó pálido, pues temía pagarlo con la muerte. De nuevo en el suelo junto al califa, éste le dijo: —Menos mal que hemos llegado a tiempo para la circuncisión. Pero Gafar, que estaba muerto de miedo, no pudo pronunciar palabra. —Me pregunto —añadió el califa Harún Arrashid— quién ha dejado entrar a esta pareja en mi palacio, dejándoles actuar libremente. Pero, la verdad, yo nunca había visto a unos jóvenes tan bellos y apuestos. —Tenéis razón —asintió el visir, un poco más tranquilo. —Gafar, subamos de nuevo al árbol y disfrutemos viendo cómo se sirven la bebida. Y así lo hicieron. Una vez situados de nuevo enfrente de la ventana que les permitía ver lo que ocurría en el interior de la estancia, oyeron que el jeque Ibrahim decía a la doncella Anís Algalís: —Señora mía, ¿qué más nos hace falta para disfrutar más placenteramente de esta velada? —Señor —respondió Anís Algalís—, con algún instrumento musical nuestra felicidad sería completa. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 219
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y
Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el jeque Ibrahim se levantó para ir a buscar algún instrumento musical. Pero el califa, que vio cómo se levantaba y se iba, preguntó al visir Gafar: —¿Qué ha ido a buscar? —No lo sé, majestad —respondió Gafar. Al poco tiempo, el jeque Ibrahim regresó con un laúd, que el califa creyó reconocer: se trataba del laúd del gran músico Ishac Annadim. —Gafar —dijo el califa Harún Arrashid—, esta joven va a tocar el laúd. Por las tumbas de mis antepasados juro que si canta bien les perdonaré la vida, y te crucificaré a ti, pero, si canta mal os crucificaré a todos. —¡Dios mío! —exclamó Gafar—, haz que cante mal. —¿Por qué dices esto? —preguntó Harún Arrashid. —Porque si nos crucificáis a todos juntos, nos consolaremos mutuamente. El califa Harún Arrashid soltó una sonora carcajada. Mientras, Anís Algalís se disponía a afinar el laúd para empezar a tocar una preciosa melodía que les dejó a todos prendados. Los versos que recitó decían:
Con vuestro amor me condenáis a la miseria, merezco sufrir por lo que vos hacéis.
Vos que tenéis compasión de los pobres, yo por vos, con vos y para vos me lamento.
No me castiguéis, pues no lo merezco; pero temed a Dios por lo que me hacéis.
No me da miedo perecer por vuestra causa; temo, sin embargo, que me mintáis de nuevo.
—Nunca en mi vida había oído una canción tan deliciosa —dijo el califa, gratamente sorprendido. —Tenéis razón, majestad —se atrevió a confirmar Gafar, al darse cuenta de que Harún Arrashid ya no estaba enfadado—, lo ha hecho maravillosamente bien. Una vez hubieron descendido del árbol, el califa Harún Arrashid dijo a Gafar: —Me gustaría sentarme con ellos y oír cómo la esclava canta para mí. —Majestad —objetó el visir Gafar—, si entramos, el jeque Ibrahim se morirá del susto. —No te preocupes, no dejaré que me reconozca. Y, dejando al visir Gafar allí de pie, el califa Harún Arrashid empezó a andar por la orilla del río Tigris. Así, paseando, absorto en el pensamiento de cómo entrar sin ser reconocido, se encontró a un pescador junto a los muros del castillo. Hacía ya tiempo que el califa, molesto por el vocerío de los pescadores que acudían a aquel lugar a pescar, había dado órdenes estrictas al jardinero, el jeque Ibrahim, de que no permitiera que nadie pescara allí, e incluso le había amenazado de muerte si no hacía cumplir su mandato. El jeque Ibrahim, pues, había prohibido a todos los pescadores que se acercaran allí y, por la cuenta que le traía, estaba siempre vigilante. Pero aquella noche, un pescador llamado Karim pasó casualmente por los alrededores del castillo y, al ver la puerta del jardín abierta, se dijo: «El jardinero se debe de haber dormido, dejándose la puerta abierta. Traeré la red y, aprovechando su desidia, burlaré la orden del
califa. A estas horas, con el silencio, los peces están muy tranquilos». La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 220
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que cuando el pescador vio que se acercaba el califa, su cuerpo empezó a temblar irremediablemente, y se apresuró a decir: —Majestad, no creáis que he venido a pescar para burlar vuestras órdenes. Lo he hecho por necesidad. —No temáis —le dijo el califa—. Por favor, tirad la red por mí. El pescador tiró la red y, al recuperarla, encontró en ella numerosos peces. El califa le ordenó que los limpiara y que se quitara la ropa que llevaba: un estropeado jubón con noventa remiendos y un turbante. El califa, a su vez, se quitó las ropas que llevaba y las dio al pescador para que se vistiera y se fuera. Acto seguido, colocó los peces limpios en una cesta, sobre unas hojas verdes, y regresó al lugar donde se había quedado el visir Gafar. Se paró delante de su visir y, al darse cuenta de que lo tomaba realmente por un pescador, soltó una carcajada. —¿Sois vos, majestad? —preguntó. —Por supuesto. —Pues realmente tenéis el aspecto de un pescador que se llama Karim, majestad.
—Espérame aquí, ahora vuelvo —dijo el califa. El califa Harún Arrashid llamó a la puerta del Palacio de las Estatuas. —Jeque Ibrahim —dijo Nuraddín Alí—, llaman a la puerta. —¿Quién es? —gritó el jeque Ibrahim. —Soy Karim, el pescador —respondió el califa—. He sabido que tenéis invitados y os traigo unos peces fresquísimos. —¡Qué bien! —exclamó Anís Algalís, pues tanto a ella como a Nuraddín Alí les gustaba el pescado—. Abrid la puerta y hacedle pasar, nos trae pescado. El jeque Ibrahim abrió la puerta, pero al saludo cortés del califa respondió con estas palabras: —¡Bienvenido, ladrón de poca monta! A ver, ¿qué nos traes? Cuando el califa les mostró los peces que llevaba, Anís Algalís vio que tenían un aspecto inmejorable y exclamó: —Son estupendos, pero estarían mejor fritos. —¿Y por qué no los has traído fritos? —preguntó el jeque Ibrahim al que creía era el pescador Karim—. ¿Qué quieres que hagamos con ellos? Ya puedes irte, freírlos y traerlos de nuevo. El califa regresó junto a Gafar y le dijo que querían el pescado frito. —Yo mismo lo freiré —se ofreció Gafar. —No, por las tumbas de mis antepasados. Seré yo mismo quien lo haga — afirmó Harún Arrashid. Y se dirigió a la cabaña del jeque Ibrahim, donde encontró todo lo necesario para freír el pescado: desde la sartén y la sal hasta las especias. Agarró la sartén, puso en ella un poco de aceite, encendió la lumbre y se dispuso a freír los peces. Después los colocó en una fuente, con limones y nabos, y se dirigió al Palacio de las Estatuas.
Los tres, Nuraddín Alí, Anís Algalís y el jeque Ibrahim disfrutaron de lo lindo degustando el pescado. —Nos habéis hecho un gran favor —dijo, al acabar de comer, Nuraddín Alí al califa disfrazado de pescador. Y se sacó una pequeña bolsa del bolsillo. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 221
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Nuraddín Alí entregó al que creía que era un pescador los treinta dinares que había en la bolsa, y que era la que el antiguo chambelán de su padre le había entregado antes de huir. —Lo siento, pescador —se excusó—, esto es todo lo que tengo. Si os hubiera conocido antes de gastarme todo lo que heredé, hubiera puesto fin a vuestra pobreza. De todas maneras, aceptad estos dinares como muestra de mi gratitud. El califa tomó los dinares, los besó y se los guardó. Sin embargo, puesto que su deseo era oír cantar a la esclava, le dijo a Nuraddín Alí: —Señor, os lo agradezco, pero me gustaría que la esclava me dedicara una canción. —Anís Algalís —dijo enseguida Nuraddín Alí—, canta una canción para este pescador. Y ella tomó el laúd, lo afinó y recitó:
Al tocar las cuerdas con los dedos conmueve entrañas y corazones.
Con sus cantos cura a los sordos, y los mudos hablan, para elogiar.
Casi sin parar, entonó otra sorprendente melodía y recitó este poema:
Vuestra visita nos honra, se siente vuestro perfume.
Yo mi casa deberé aromatizar con almizcle, agua de rosas y alcanfor.
—Nunca había oído a nadie que cantara tan bien —dijo el califa. —Aceptadla como un regalo mío —respondió Nuraddín Alí. Y se levantó para vestirse y partir. PeroAnís Algalís, sorprendida, le pidió que no se fuera antes de escuchar otra de sus melodías:
Mi amor, mi pasión y mi añoranza me han debilitado hasta el extremo.
No creáis que os he olvidado, sigo sufriendo como siempre.
Si alguien en lágrimas nadara, yo sería la primera.
Vuestro amor llena mi corazón, como el vino llena la copa.
La tan temida separación me separa el alma del cuerpo.
Querido Nuraddín Alí ben Jacán, amor siempre os profesaré.
Os enemistásteis por mí, y por mí de la patria huisteis.
Deseo que Dios os proteja aunque a Karim me regaléis.
Cuando el califa Harún Arrashid oyó el poema… La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 222
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que cuando Anís Algalís acabó de recitar el poema, el califa preguntó a Nuraddín Alí por qué Anís Algalís había hecho referencia en los versos a la enemistad y al exilio. —¿Con quién os enemistasteis? ¿Quién os persigue? —preguntó el califa. —Pescador —respondió Nuraddín Alí—, mi historia con esta joven es realmente extraordinaria. —Pues contádmela. —¿Cómo queréis oírla, en verso o en prosa? —Señor, la prosa son palabras y la poesía es ritmo. Y Nuraddín Alí agachó la cabeza y recitó:
De mi patria un día huí,
no sin gran pena y fatiga.
Mi querido padre me dejó, la otra vida le reclamaba.
Y pronto a esta desgracia otra mayor se unió:
Compré una atractiva esclava, esbelta como rama de sauce.
Todo lo que heredé en placeres lo invertí.
La pobreza me obligó a venderla en la subasta.
Pero de ella no me desprendí, pues un malvado la codició.
Y, gritando desesperado,
al subastero la arrebaté.
Tan vil persona me insultó y yo, con rabia, le contesté.
Con derecha e izquierda no dudé en asestarle golpe.
Pero, muerto de miedo, en casa me encerré.
Y el rey ordenó detenerme pero el chambelán me salvó.
Me aconsejó que me fuera, que buscara otra patria.
Así, una noche, ella y yo, partimos y llegamos a Bagdad.
Aquí fuimos a parar,
donde ahora nos encontramos.
Sabed que no tengo nada más, excepto lo que os acabo de regalar.
Pescador, ella es lo que más quiero, ella lo es todo para mí.
Tomadla pues sin reticencia, con ella os doy mi corazón.
—Me gustaría conocer más detalles de vuestra historia —dijo el califa. Y Nuraddín Alí le contó de nuevo sus peripecias, de principio a fin. —¿Y adónde pensáis ir? —preguntó Harún Arrashid. —Partiré sin rumbo, por estos mundos de Dios. —Yo os escribiré una carta de recomendación para el rey Muhammad ben Sulaimán. Cuando la lea, dejará de perseguiros. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 223
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el califa aseguró a Nuraddín Alí que, con la carta de recomendación que le escribiría, el rey Muhammad ben Sulaimán dejaría de perseguirle. —¿Pero es posible que exista un pescador que se cartea con reyes? —preguntó Nuraddín Alí, sorprendido. —El rey y yo estudiamos en la misma escuela, con el mismo maestro —le dijo el califa Harún Arrashid—. Y por los designios del destino, él se convirtió en rey y yo en pescador. No obstante, siempre que le pido un favor o le recomiendo a alguien me concede lo que le pido. —Muy bien, veamos cómo escribís —dijo Nuraddín Alí. Y el califa tomó pluma y un papel y, después de la invocación al Nombre de Dios, escribió: «Éste es el mensaje que yo, el califa Harún Arrashid ben Almahdi, dirijo a mi querido primo, el rey Muhammad ben Sulaimán Alsainabi. Quien os trae esta carta es Nuraddín Alí, hijo del visir Fadeladdín ben Jacán. Así pues, tan pronto la tengáis entre las manos debéis abdicar y renunciar a todos vuestros cargos para que él ocupe vuestro lugar. Por favor os ruego que no desobedezcáis mis órdenes. Afectuosamente.» El califa entregó la carta a Nuraddín Alí, quien, después de besarla, se la colocó entre los pliegues del turbante y partió. Volviendo al anciano jeque Ibrahim, cuando Nuraddín Alí hubo partido, se dirigió con desprecio al califa, a quien creía un pescador, diciendo: —¡Qué vergüenza! Nos has traído dos pececitos que no valen cuatro chavos, has cobrado una bolsa de dinero y ahora te quedas con la esclava. Hay que decir que el califa, cuando había salido del Palacio de las Estatuas para freír el pescado, había dicho a Gafar que fuera a palacio a buscarle las ropas
reales y que regresara con Masrur y un grupo de guardianes. Y que, al volver, esperara fuera del recinto hasta que el califa pidiera socorro desde dentro. En aquel momento, debía entrar con Masrur y los guardianes y vestirle con las ropas reales. Gafar, pues, había cumplido las órdenes y estaba a la espera. —Muy bien, abuelo —dijo el califa al jeque Ibrahim—, os daré la mitad del dinero pero me quedaré la esclava. —De ninguna manera —replicó el jeque Ibrahim—. Sólo tienes derecho a media esclava. Y en cuanto al contenido de la bolsa, veamos primero qué hay: si es plata, quédate un dirhem y dame el resto, pero si es oro lo quiero todo para mí. Por el pescado te pagaré un dirhem que llevo en el bolsillo, ya que los pececitos no valen más. —No pienso compartir nada con vos —dijo el califa. El jeque Ibrahim, sin mediar palabra, agarró un plato de porcelana y se lo tiró a la cabeza, pero el califa tuvo la habilidad de esquivar el golpe y la porcelana se estampó contra la pared. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 224
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el jeque Ibrahim consiguió un garrote, con el que tenía la intención de pegar al califa disfrazado de pescador. Pero éste, al percatarse de las
intenciones del anciano, dio un grito de socorro desde la ventana. Gafar y los guardianes acudieron prestos en ayuda de su majestad, le vistieron las ropas reales y le sentaron en el trono. Y cuando el jeque Ibrahim, garrote en mano, salió de la habitación donde lo había conseguido y se dirigió al pescador se quedó tieso de sorpresa al ver que éste se había convertido en el mismísimo califa Harún Arrashid, flanqueado por el visir Gafar. «¿Estoy despierto o estoy soñando?», se dijo el jeque Ibrahim, mordiéndose las uñas, nervioso. —Jeque Ibrahim —le dijo el califa, al ver el estado de embriaguez en que se encontraba—, creo que no os debéis de encontrar bien. El jeque Ibrahim hizo esfuerzos por recobrar la serenidad y, rodando por los suelos, recitó:
El sirviente pide perdón a su señor, pues ha cometido una falta, por error.
Lo reconozco, he actuado indignamente, por eso os pido clemencia y perdón.
El califa perdonó al anciano jardinero y ordenó que Anís Algalís fuera trasladada a palacio. Dispuso una habitación para su uso exclusivo, le asignó sirvientes y le dijo: —Anís Algalís, tienes que saber que he enviado a Nuraddín Alí a Basora para que ocupe el trono. Dios mediante, inmediatamente después de enviar la orden de su investidura, te enviaré a ti a Basora para que te reúnas con él. Y sigamos con lo que le ocurrió a Nuraddín Alí ben Jacán al partir de Bagdad para dirigirse a Basora. Llegó a la ciudad y se fue directamente a palacio con el fin de entregar la carta de recomendación del califa al rey, quien, al leerla, la besó, se levantó y se sentó tres veces y dijo:
—Yo obedezco a Dios Excelso y a su majestad el califa. Estaba ya preparado para abdicar cuando se presentó el malvado visir Almuín ben Sauí, a quien el rey dejó leer la carta. El visir la leyó, invocó el Nombre de Dios, Clemente y Misericordioso, se la puso en la boca y empezó a masticarla. —¿Por qué hacéis esto? —preguntó el rey. —Señor, ¿vos creéis de verdad que esta carta la ha escrito el califa de su puño y letra? —¿Y no lo ha hecho? —repuso el rey, atónito. —Por supuesto que no, majestad —aseguró el malvado visir—. Esta carta es obra de este demonio, que ha falsificado la letra del califa. Además, ¿vos creéis que el califa lo hubiera enviado a ocupar el trono sin una orden de investidura? —Y ¿qué debo hacer? —preguntó el rey al visir Almuín ben Sauí. —Dejad que os aconseje lo mejor, majestad: me lo entregáis para que yo lo custodie y si, en un plazo razonable, no llega la orden de investidura sabremos que miente. Entonces, majestad, le haré pagar un alto precio por todo lo que ha hecho. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 225
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada:
Cuentan, majestad, que el rey dio permiso al visir Almuín ben Sauí para que se llevara a Nuraddín Alí. Al llegar a su palacio, lo primero que hizo Almuín ben Sauí fue ordenar a sus sirvientes que lo tiraran al suelo. Los golpes que le asestaron fueron tan violentos que Nuraddín Alí pronto perdió el conocimiento. Luego, el visir Almuín ben Sauí ordenó al carcelero Catit que lo encerrara en una aislada y oscura celda. Y Catit no sólo cumplió las órdenes del visir sino que, por propia iniciativa, le golpeó hasta bien entrada la noche. Nuraddín Alí se desmayó de nuevo, y al volver en sí, en plena noche, recitó compungido:
En espera del destino que Dios me asignó, seré paciente, agotaré mi paciencia.
Quien diga que vivir es todo alegría sin duda conocerá la amargura de los días.
Nuraddín Alí estuvo sometido a aquel cruel tratamiento durante diez días seguidos. Finalmente, el visir decidió que ya era hora de hacerle pagar con la muerte todo lo que había hecho. Así, entregó valiosos regalos a un grupo de beduinos para que los ofrecieran al rey y, cuando éste los recibió, el malvado visir Almuín ben Sauí le dijo: —Majestad, estos regalos no eran para vos, sino para el nuevo soberano, Nuraddín Alí. —Ahora que me lo recordáis —dijo el rey—, deberíamos cortarle el cuello. Traedlo. —Majestad, puesto que cuando me dio la paliza mis enemigos se alegraron, ¿me permitiréis que anuncie por toda la ciudad que quien quiera presenciar la ejecución de Nuraddín Alí ben Jacán acuda al palacio real? —solicitó el malvado visir Almuín ben Sauí, y añadió—: Nada me hará más feliz que ver cómo la gente presencia su muerte.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 226
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el rey no puso objeción alguna a la solicitud del malvado visir Almuín ben Sauí e inmediatamente ordenó al pregonero que anunciara la ejecución de Nuraddín Alí por toda la ciudad. Y todos, hombres y mujeres, pequeños y mayores, lloraron por él, pues le apreciaban de veras. Mientras, el visir Almuín ben Sauí, acompañado de diez guardianes, acudía a la prisión a buscar a Nuraddín Alí. —Traedme a ese joven —ordenó al carcelero Catit. Cuando Nuraddín Alí abrió los ojos y se encontró delante de su temido enemigo Almuín ben Sauí dispuesto a acabar con su vida, le dijo: —¿No os da miedo desafiar al destino? Escuchad aquellas palabras del poeta:
Mucho tiempo gobernaron injustamente, pero en un santiamén su poder se eclipsó.
—¿Me amenazáis, quizás? —dijo el visir Almuín ben Sauí— Desgraciado,
después de tener la satisfacción de cortaros el cuello delante de toda la gente de Basora, me importa un comino lo que el destino me depare. Así lo dice un poeta:
Sobrevivir un día a tu enemigo es como alcanzar la gloria.
Acto seguido, el malvado visir Almuín ben Sauí ordenó que montaran a Nuraddín Alí a lomos de un asno para pasearlo por toda la ciudad. Pero la gente de Basora se solidarizó inmediatamente con él, y, a su paso, Nuraddín Alí pudo oír frases de coraje: —Señor Nuraddín Alí, dadnos permiso para apedrear a este malvado visir y a sus colaboradores hasta la muerte, aunque ello suponga poner en peligro nuestras vidas. Si conseguimos salvaros, no os debe preocupar lo que pueda ocurrir. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 227
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que los colaboradores del malvado visir Almuín ben Sauí llevaron a Nuraddín Alí hasta el lugar de la ejecución, junto a los muros de palacio. El verdugo le obligó a arrodillarse bajo la guillotina, le vendó los ojos y le preguntó por dos veces cuál era su última voluntad. Pero contrariamente a lo
que Nuraddín Alí se esperaba, el verdugo se postró a su lado, le quitó la venda de los ojos y le dijo: —Señor, yo sólo soy un sirviente. No tengo más remedio que cumplir las órdenes que me dan, de modo que cuando el rey así lo decida deberé daros muerte. Nuraddín Alí, extremadamente sediento, miró a su alrededor y, al percatarse de que ninguno de los allí presentes podía ayudarle, recitó:
Mi vida se acaba, se acerca la muerte; ¿nadie tendrá piedad de mi?
¿Nadie me ofrecerá un vaso de agua para calmar este tremendo dolor?
Si muero de sed, moriré mártir, como, un día, murió el hijo de Alí.
Los lamentos de la gente allí presente se hicieron aún más evidentes al oír el poema que acababa de recitar Nuraddín Alí y el mismo verdugo fue quien tuvo el valor de ofrecerle un vaso de agua. Mas cuando el malvado visir lo vio, de un manotazo hizo que el vaso se le cayera de las manos y lo rompió. —¡Córtale el cuello! —le ordenó, furioso. —¡Es una injusticia! —se oía por doquier— ¡Es una injusticia! Pero en aquel preciso instante, una polvareda enorme y un estruendoso ruido sorprendieron a los allí congregados.
—¡Córtale el cuello! —ordenó de nuevo el visir, encolerizado. —¡Espera! —gritó el rey—. Veamos qué ocurre, primero. Quien se acercaba era nada más y nada menos que el visir Gafar en persona, acompañado de sus colaboradores. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 228
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que una noche el califa se dirigía a sus aposentos cuando oyó una voz que recitaba:
La pasión me ha destrozado cuerpo y alma, porque el destino nos ha separado.
Dios a todos los amantes reúne, pero a mí me ha condenado a la lejanía.
—¿Quién es la doncella que recita desde esta habitación? —preguntó Harún Arrashid. —Es la esclava Anís Algalís, majestad —le dijeron—. Vos enviasteis a su amo, Nuraddín Alí, a Basora para que ocupara el trono de Muhammad ben Sulaimán Alsainabi. Así fue cómo el califa recordó que debía enviar la orden de investidura a Basora, y lo comunicó a su visir Gafar. —Me olvidé completamente de Nuraddín Alí ben Jacán —dijo Harún Arrashid a Gafar—. Dirígete de inmediato a Basora con la orden de investidura, pues mucho me temo que su acérrimo enemigo haya conseguido condenarle ya a muerte. Si así ha sucedido, colgad al visir en el acto. Pero en caso de que Nuraddín Alí aún siga con vida, traedlo, junto con el rey y el visir, tal como lo encontréis, y por favor, es importante que no tardéis más de lo estrictamente necesario. Gafar se preparó de inmediato para emprender el viaje hacia Basora con un grupo de colaboradores, y llegó, tal como hemos dicho, en el momento en que el verdugo había ya desenvainado la espada y estaba a punto de ejecutar a Nuraddín Alí. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 229
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el visir Gafar, nada más llegar a Basora y ver lo que
estaba ocurriendo, pidió explicaciones al rey acerca de la situación de Nuraddín Alí. Habiendo averiguado lo que ocurría, Gafar ordenó que le presentaran a Nuraddín Alí. Gafar ordenó inmediatamente que sacaran a Nuraddín Alí del patíbulo y que lo desataran para condenar en su lugar al malvado visir Almuín ben Sauí, al que pusieron una soga alrededor del cuello. De esta guisa, emprendieron el camino de Bagdad para entregarlo al califa y contarle lo sucedido. —Nuraddín Alí —le dijo el califa Harún Arrashid—, toma esta espada y corta el cuello a tu enemigo Almuín ben Sauí. Nuraddín Alí, espada en mano, se acercó al visir, y éste, asustado, lo observó diciendo: —Nuraddín Alí, yo actué contigo de acuerdo con mi malvada naturaleza. Por favor te pido que tú actúes conmigo de acuerdo con tu bondad. Nuraddín Alí se desprendió de la espada y recordó al malvado visir los versos del poeta:
Con engaños ha querido convencerme, pues a los nobles las buenas palabras persuaden.
—Masrur —ordenó entonces el califa—, ¡córtale la cabeza! Y el verdugo Masrur, de un sablazo, cortó la cabeza al malvado visir Almuín ben Sauí. —Pídeme lo que quieras —dijo entonces el califa a Nuraddín Alí ben Jacán. —Majestad, no necesito para nada el trono de Basora. Lo único que quiero es poder tener el honor de disfrutar de vuestra compañía. Así pues, el califa dispuso todo lo necesario para que Nuraddín Alí y Anís
Algalís pudieran reunirse de nuevo y convirtió a aquél en uno de sus contertulios habituales. Y la joven pareja vivió felizmente hasta que les sobrevino aquella que destruye la dicha y separa a los seres que se aman. Cuando nos llegue este día, que Dios nos asista. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues la que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más sorprendente aún», dijo Shahrasad.
Noche 230
Llegada la noche, Dinarsad pidió a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada:
Historia de Gulanar del mar
Cuentan, majestad, que había una vez un poderoso soberano persa, un hombre religioso, justo, sensato e inteligente, a quien todos los señores y grandes de su vasto reino rendían honores. Vivía en la ciudad de Jurasán, en un inmenso palacio donde tenían cabida el centenar de esclavas, de todas las razas, que poseía, y las cuales disfrutaban de aposentos individuales. Sin embargo, una gran pena afligía, desde hacía mucho tiempo, al soberano, pues no había conseguido engendrar ningún hijo varón. La falta de descendencia masculina le tenía tan preocupado que todas sus buenas obras, todas sus ofrendas y todas sus acciones estaban encaminadas a rogar a Dios Excelso que le proporcionara un hijo varón que pudiera heredar el reino cuando él faltara. «Me da miedo pensar que pueda morir sin descendencia. Sería terrible que nuestra familia perdiera el reino y pasara a manos de extraños», se decía a menudo. Todos los comerciantes conocían bien su gusto por las doncellas, de modo que acudían a él, desde los más lejanos países, siempre que tenían una joven de sobresalientes cualidades. Y el soberano no sólo pagaba por ellas el más alto precio sino que ofrecía a los comerciantes grandes beneficios en forma de recomendaciones o exención de tributos, y les concedía máximo reconocimiento y estima. Pero a pesar de todos los esfuerzos, nada conseguía aplacar su ansia por engendrar el tan deseado hijo. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 231
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más
agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que nada conseguía aplacar el ansia del rey por engendrar el tan deseado hijo varón que pudiera sucederle en el reino. Y se iba haciendo viejo con esta angustia. Un día, estando él en el trono rodeado de todos sus colaboradores, grandes del reino, emires, chambelanes y su ministro de confianza, entró un sirviente y se le dirigió con estas palabras: —Majestad, en la puerta hay un comerciante con una esclava de la que dice que os puede interesar. Según parece es una joven extremadamente bella, de unas características extraordinarias, y el hombre dice que si estáis interesado en ella os la puede mostrar y vender. El rey, pues, dio las órdenes oportunas para que el comerciante entrara con la esclava. El comerciante entró en la sala de audiencia y besó respetuosamente el suelo ante el soberano, quien enseguida le dio conversación para que no se sintiera extraño, cosa que, hay que decirlo, ocurría siempre a todos los plebeyos ante la presencia de reyes y máximas autoridades. Así pues, el soberano se dirigió al comerciante y le dijo: La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 232
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada:
Cuentan, majestad, que el soberano preguntó al comerciante: —¿Dónde está la doncella que, según decís, puede interesarme? —En la puerta, majestad —respondió el hombre—, custodiada por los sirvientes. La he traído porque su indescriptible belleza me parece digna de vos, y, si me lo permitís, os la mostraré. Así pues, el rey accedió y quedó gratamente sorprendido al ver a una alta y esbelta joven vestida con elegantes ropas de seda recamadas en oro. Tanto fue así que el soberano se levantó de inmediato y ordenó al comerciante que le acompañara, con la doncella, a una de las estancias privadas de palacio. Allí, el soberano hizo que la joven se descubriera el rostro. Su belleza era tan impresionante que no tenía parangón: la misma luna se hubiera avergonzado a su lado. Sin el velo, el rey pudo apreciar la perfección de la joven en todo su esplendor: siete largas y elegantes trenzas, negras como la noche; ojos azabache; suaves mejillas; prominentes caderas y fina cintura. Al verla, al rey le vinieron a la mente los versos del poeta:
Me impresioné al verla sin velo ante mí, con flema y dignidad.
No era demasiado alta, ni baja, la perfección era su gran cualidad.
Su ajustado vestido la figura le resaltaba: fina y esbelta, de estatura ideal.
Negras trenzas hasta la cintura,
que la más sana envidia despertaban.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 233
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el soberano, maravillado ante la portentosa beldad de la doncella e indefectiblemente enamorado de ella, dijo al comerciante: —¿Cuánto pedís por ella? —Majestad —explicó el hombre—, hace tres años que la compré por dos mil dinares y, en este tiempo, he gastado mil dinares más para mantenerla y viajar con ella hasta aquí. Pero la he traído para ofrecérosla como humilde regalo de un súbdito a su irado soberano. El rey, al oír las buenas intenciones del comerciante, ordenó que le asignaran lujosos vestidos y que le hicieran entrega de un caballo de su cuadra privada y de diez mil dinares. El comerciante besó el suelo en señal de agradecimiento y salió de la sala de audiencias. El soberano, por su parte, dejó a la doncella en manos de las sirvientas y peinadoras, ordenándoles que se ocuparan de ella y que la acomodaran en uno de sus aposentos privados de palacio. El servicio así lo hizo, procurando que a la esclava no le faltara nada de lo que podía necesitar, incluida la comida y la bebida. Además, se ocuparon de lavarla en los baños, y la vistieron y enjoyaron
con las telas y objetos más valiosos. En aquella época, el rey residía en un palacio, a orillas del mar, situado en la Isla Blanca, y la estancia en la que habían acomodado a la esclava recién adquirida daba justamente al mar. De modo que, aquella tarde, cuando el rey fue a verla, la encontró de pie ante la ventana, con la mirada perdida hacia el mar. Sin embargo, ante la presencia del rey, no hizo el menor gesto de reverencia, ni se volvió para saludarle, permaneciendo inmóvil ante la ventana, de cara al mar. El soberano, aunque sorprendido ante esta actitud, no le dio mayor importancia, atribuyendo el hecho al posible origen humilde de la doncella, y, por tanto, a su normal desconocimiento de las normas de cortesía. Pero al observar con más detenimiento su aspecto externo y darse cuenta de que las magníficas ropas que llevaba realzaban aún más su inusitada belleza, le dijo: —Ciertamente, Dios Excelso te ha creado a partir de una gota de agua. Y, dicho esto, se acercó a ella, que seguía de pie ante la ventana, la abrazó, se acomodó en el diván y la hizo sentar en sus rodillas para disfrutar besándola y contemplando su espléndida belleza. Asimismo, ordenó a las doncellas que les sirvieran comida y bebida, en platos y copas de oro y plata. Y así lo hicieron, colocando en el centro de la mesa una bandeja de cristal blanco con dulce de almendra. El soberano degustó el dulce y empezó a dar a la doncella bocados del mismo, pero ella comió cabizbaja, sin levantar la cabeza bajo ningún pretexto, hasta tal punto que ni le prestó atención ni se dignó mirarle a la cara. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 234
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más
agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el soberano siguió dándole de comer con la mano, pero ella en ningún momento hizo gesto alguno: siguió cabizbaja, sin prestarle ninguna atención, y sin dignarse mirarle a la cara ni hablarle. De modo que la esclava permaneció inmóvil hasta que las sirvientas retiraron la mesa y les trajeron los aguamaniles para que se lavaran las manos. El rey, estupefacto ante la actitud de la joven, que ni se dignaba a contestar a sus preguntas, se dijo: «Alabado sea Dios Todopoderoso. Esta joven es de una belleza extraordinaria, pero o es muy ignorante o es muda. Debe ser eso, pues sólo Dios Excelso es perfecto. Ciertamente, si hablara sería la perfección personificada». Al preguntar a las sirvientas acerca de esta extraña actitud, le confirmaron que ellas tampoco la habían oído pronunciar palabra. —Majestad —le explicaron, al percibir su profunda preocupación—, nosotras tampoco sabemos qué voz tiene, pues en ningún momento hemos conseguido sacarle una sola palabra. Siempre está callada, majestad, tal como vos la veis. El rey, en un intento desesperado por conseguir que la joven hablara, reunió a todas las concubinas y esclavas de palacio para que cantaran, acompañándose de los más variados instrumentos. Mientras el soberano disfrutaba con el espectáculo, la doncella seguía cabizbaja, sin sonreír, sin expresar ninguna emoción. Y, al finalizar la sesión, el soberano, profundamente triste por la actitud de su querida esclava, conminó a todas las doncellas y sirvientas a que les dejaran solos. Así, el rey decidió desnudarla y acostarla en la cama, junto a él. Entonces tuvo oportunidad de contemplar su cuerpo, fino como pura plata, y de descubrir que aquella hermosa joven, a pesar de ser una esclava que había tenido varios amos, aún era virgen. «Es un misterio. ¿Cómo es posible que una esclava que ha pasado de mano en mano haya conservado la virginidad?», se dijo el soberano. A pesar de que la joven no pronunciaba palabra, el rey se enamoró perdidamente de ella, hasta tal punto que empezó a despreciar a todas las otras concubinas y esclavas de palacio. La joven esclava, pues, pasó a ocupar, en exclusiva, el corazón del soberano y convivió con ella un año entero, que transcurrió con la fugacidad de un solo día, pero durante el cual no consiguió arrancarle una sílaba, y por mucho que le habló y le habló, ella nunca le dio una respuesta.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 235
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que, transcurrido aquel año, durante el cual el amor que el soberano sentía por la esclava, a pesar del permanente silencio de ésta, no había hecho más que aumentar, un día se le dirigió con estas palabras: —Te juro por Dios, amor mío, que, cuando te veo incapaz de dirigirme la palabra, todo mi reino carece de importancia. Precisamente porque te quiero como a mí mismo, he dispuesto que sacaran las doncellas y concubinas de mi harén, pues ahora para mí tú eres la única, objeto de todas mis atenciones y cariño. Ruego a Dios con todo mi fervor que ablande tu corazón y que me conceda la gracia de oír cómo me diriges la palabra, y en caso de que no puedas hablar, de que seas muda, que me dé la fortaleza suficiente para soportarlo. Has de saber que lo que más deseo es que me des un hijo, porque no tengo familia, no tengo a nadie que pueda sucederme en el reino. Me estoy haciendo mayor, ya no tengo fuerzas para seguir llevando las riendas del reino. Por eso te ruego, por favor, que si eres capaz de hablar me contestes. Para mí sería un gozo oír tu voz antes de morir. La esclava permaneció cabizbaja y pensativa unos momentos. Luego levantó la cabeza, miró al soberano, sonrió y, finalmente, dijo: —¡Oh valiente y excelso soberano! Que Dios os proteja de vuestros enemigos, os dé larga vida y haga realidad vuestros deseos. Creo que el Todopoderoso os ha escuchado, pues estoy encinta de vos y por ese motivo os hablo. No sé si voy
a daros un hijo o una hija, pero, en todo caso, el día de dar a luz no está lejos. —Querida mía —exclamó el soberano—, Dios acaba de concederme las dos cosas que más ardientemente deseaba: oírte hablar y saber que llevas a mi hijo en tu vientre. Acto seguido, el soberano se levantó rebosante de alegría, se dirigió a la sala de audiencias y, sentado en el trono, ordenó a su visir que distribuyera cien mil dinares entre los pobres, desamparados, huérfanos y necesitados. Y mientras el visir cumplía con la misión encomendada, el rey regresó junto a la esclava y le dijo: —Querida mía, ¿cómo es posible que, durante el año entero que lo hemos compartido todo, estando juntos día y noche, no me hayas dirigido la palabra? ¿Por qué? —Majestad, sabed que yo soy una esclava, que estoy lejos de mi tierra, de mi hogar, de mi familia, que llevo conmigo la profunda pena de no tener la compañía de padre ni hermano. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 236
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que, al oír las desesperadas palabras de la joven esclava, el rey dijo: —¿Por qué dices que eres una esclava y que estás lejos de tu tierra, abandonada
de todos los seres queridos? En realidad, ahora mi reino está también en tus manos, y yo soy tu esclavo. Pero, dime, ¿dónde está tu familia?, ¿de dónde procedes?, ¿cómo te llamas? —Me llamo Gulanar del Mar y soy hija de un rey marino. Desgraciadamente mi padre murió, y entonces mi madre, mi hermano y yo heredamos el reino. Sin embargo, otro rey marino pronto nos lo arrebató. Debéis saber que toda nuestra familia está compuesta por marinos, no terrestres. Un día, mi hermano Saih y yo tuvimos una fuerte discusión, motivo por el cual yo abandoné el mar, jurando por Dios Excelso que me entregaría a un hombre terrestre. Así, salí del agua y me quedé en la Isla de la Luna, donde un anciano me recogió para llevarme a su casa. Una vez allí, el hombre intentó aprovecharse de mí, pero yo le di una paliza tan fuerte que casi se muere. Por ese motivo me vendió, con tan buena suerte que el comprador fue el bondadoso comerciante que pagó dos mil dinares por mí y luego me vendió a vuestra majestad. También debéis saber, majestad, que yo no hubiera permanecido ni un minuto a vuestro lado si no hubierais prescindido de todas las demás doncellas y concubinas. De no haber sido así, ya me hubiera tirado desde la ventana de palacio al mar para regresar junto a mi familia. Además, para mí hubiera sido vergonzoso regresar con un hijo, mi familia hubiera pensado mal de mí y no se hubieran creído que un rey me había comprado con su propio dinero y que, por mí, había prescindido de todas sus concubinas y esclavas. —¡Querida mía! —exclamó el rey, besándole la frente—. Amada mía, si me dejaras un solo instante, me moriría de pena. Pero dime, ¿cómo es posible que podáis vivir en el agua sin ahogaros? —Para nosotros, majestad —explicó Gulanar—, el mar es como la tierra para vosotros. Ni nos hace daño, ni nos mojamos la ropa ni los cuerpos, todo ello gracias a las palabras que Salomón, hijo de David —la paz sea con ellos—, lleva inscritas en su anillo. Y ahora que el día de mi alumbramiento se va acercando, majestad, me gustaría que mi madre, mis primas y mi hermano pudieran venir aquí a palacio. Así no tendrían ninguna duda de que estoy encinta de vos, un rey terrestre que me ha comprado con su dinero y que me ha dado un trato exquisito. Sólo de esta manera podría reconciliarme con ellos. Además, las mujeres de la tierra no saben atender los partos de las mujeres del mar como yo. Desearía que vinieran para que vos también os convencierais de que yo soy, efectivamente, una mujer del mar, hija de un rey marino.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 237
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el soberano se mostró de acuerdo con la petición de la joven Gulanar y así se lo dijo: —Haz lo que te plazca. Todo lo que tú hagas, me parecerá bien. —Majestad —siguió contando la joven—, debéis saber que nosotros caminamos por el mar y dentro de él abrimos los ojos, sin dificultad alguna, de modo que durante el día vemos el cielo, el sol y todo lo que hay en la tierra, y por la noche vemos las estrellas y la luna, como vosotros. Además, en el mar hay criaturas de todas clases, incluso más que en la superficie de la tierra. El rey estaba maravillado. Entonces la doncella sacó, de una bolsa que llevaba, un pedazo de madera de áloe; desgarró una astilla, la tiró al fuego, dio unos silbidos y empezó a hablar en un lenguaje ininteligible, a la vez que se elevaba una tupida humareda. —Majestad —dijo entonces la joven Gulanar—, si os escondéis en esta habitación podréis ver a mi hermano, a mi madre, a mis primas y a toda mi familia, pero ellos a vos no os verán. Quiero que contempléis las maravillosas criaturas que Dios Excelso puso en las profundidades marinas. El rey se escondió prestamente en la habitación que le había indicado la joven y, en el acto, el mar se agitó con violencia y se abrió. De él surgió un apuesto joven, bello como un plenilunio, con tupidos bigotes, rojas mejillas y dientes
perlinos. Era, en fin, tan hermoso como su hermana Gulanar. Seguidamente surgió de las aguas una anciana mujer de pelo canoso y cinco doncellas como soles resplandecientes. Y el rey pudo ver con sus propios ojos cómo el joven, la anciana y las cinco doncellas andaban sobre la superficie de las aguas. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 238
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el rey pudo ver cómo el joven, la anciana y las cinco doncellas andaban sobre la superficie de las aguas y se dirigían hacia las proximidades de palacio. Gulanar se asomó a la ventana que daba al mar para que la vieran y entonces se elevaron y empezaron a volar como pájaros para llegar rápidamente hasta ella. El encuentro fue emotivo: se abrazaron largamente, muy emocionados. —Querida Gulanar —le dijeron—. En estos tres años que no has estado con nosotros te hemos añorado tanto que no hemos comido ni bebido con fruición. Gulanar besó a su hermano en la cabeza, las manos y los pies, y lo mismo hizo con su madre y sus primas. A continuación, se sentaron y empezaron a hablar animadamente acerca de lo que había ocurrido durante el largo período que habían estado separados. Ellos se interesaron también por la suerte de Gulanar y le preguntaron a quién pertenecía el palacio donde se encontraba en aquellos momentos y cómo había ido a parar allí. —Cuando os abandoné —les explicó Gulanar— salí del agua enseguida y me quedé en la Isla de la Luna, donde un anciano me recogió y me vendió, con tan
buena suerte que el comprador fue un bondadoso comerciante que me vendió al rey de esta ciudad por dos mil dinares. Junto a él soy muy feliz, pues incluso ha prescindido de todas sus doncellas y concubinas para dedicarse exclusivamente a mí. —Querida hermana —le dijo el joven—, ¿por qué no regresas con nosotros a casa? Estas palabras exasperaron al rey, pues temió que Gulanar hiciera caso de la sugerencia y le abandonara. «Si me abandona me moriré de pena. La quiero con locura y no podré soportar estar lejos de ella y del hijo que lleva en sus entrañas», se dijo el rey. —Querido hermano —replicó Gulanar, sonriente—, soy muy feliz al lado del hombre que me ha acogido. Has de saber que es una persona íntegra, respetuosa y generosa. Nunca le he oído pronunciar una palabra malsonante, siempre me complace y procura que no me falte de nada. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 239
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Gulanar prosiguió: —Él, como yo, también es hijo de rey. Lo que ocurre es que hasta ahora no ha tenido descendencia, aunque debéis saber que estoy encinta. Llevo en mis entrañas al que, Dios así lo quiera, un día podrá heredar el reino de su padre.
—Tú sabes bien que te queremos —respondieron su hermano, su madre y sus primas—; y si tu deseo es quedarte a su lado, nosotros no te lo impediremos. Gulanar les confirmó que, en efecto, lo que más anhelaba era permanecer junto a su protector. Y entonces el rey, que había escuchado atentamente toda la conversación, sintió una gran alegría, se lo agradeció en su fuero interno y su amor por ella creció aún más. Gulanar ordenó que les sirvieran toda clase de exquisiteces, dulces y frutas. Pero mientras estaban degustando los platos, los familiares de Gulanar le hicieron esta observación: —Hemos entrado en casa del hombre que te acoge sin su permiso, y ni le hemos visto ni se ha dignado a compartir la mesa con nosotros. Estas palabras eran sólo la expresión del enfado que anidaba en sus entrañas por lo que consideraron una falta de respeto por parte del rey, por lo que empezaron a proferir imprecaciones. El rey, que lo oía todo, temblaba ya de miedo cuando Gulanar entró en la habitación y le dijo: —Majestad, supongo que habéis oído cómo os daba las gracias por vuestra generosidad. Sin embargo, ya podéis ver que ellos quieren que regrese al mar, junto a los míos. —Gulanar, que Dios te bendiga. Ahora sí que me he convencido de que me quieres de veras. —Mi amor corresponde al que vos sentís por mí —replicó Gulanar—. Vos os habéis mostrado tan generoso y amable conmigo que no podría dejaros por nada del mundo. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 240
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Gulanar prosiguió: —Majestad, sabed que no podría dejaros por nada del mundo. Y, además, mis familiares están deseosos de conoceros. Así me lo han manifestado, y no piensan regresar al mar sin tener la oportunidad de saludaros. —Sí, pero al oír lo que decían me he asustado. Casi me muero de miedo. Gulanar sonrió e intentó tranquilizarle: —No debéis preocuparos. Se han ofendido porque les he invitado a comer sin vuestra presencia. Así pues, Gulanar tomó la mano del rey para conducirle ante sus familiares, que le esperaban sentados degustando la deliciosa comida. El monarca les dio una vehemente bienvenida y ellos le correspondieron, levantándose de inmediato para besar el suelo ante él. —Majestad —le dijeron—, sólo queremos pediros que acojáis y respetéis a nuestra querida Gulanar del Mar, hija de rey como vos. Sabed que ella es merecedora de vuestra majestad, tal como vos lo sois de ella. Debéis saber también que otros monarcas de las profundidades marinas habían ya pedido su mano, pero siempre nos habíamos opuesto a su matrimonio para no separarnos de ella. Estamos, pues, convencidos de que Dios os ha concedido la gracia de su compañía porque sois un hombre íntegro, generoso y piadoso. Sólo así se entiende que Dios Excelso haya querido agraciaros con el respeto y la estima mutuos para formar una pareja como la que describió el poeta:
Él sólo la merece a ella, ella sólo lo merece a él.
Si otro pide su mano, la tierra temblará.
El rey agradeció las palabras de la familia de Gulanar y, de este modo, pasaron a disfrutar del banquete todos juntos. Después, el rey les invitó a alojarse en unas dependencias especialmente ambientadas para ellos. Al final, los familiares de Gulanar permanecieron en palacio, disfrutando de la hospitalidad del monarca, un mes entero. Por las mismas fechas, Gulanar llegó al final de su embarazo, de modo que el rey dispuso todo lo que pudieran necesitar tanto ella como el recién nacido, especialmente medicinas y toda clase de pócimas. El parto fue un feliz acontecimiento que culminó con la llegada al mundo de un precioso varón que hizo enormemente dichosa a la madre, Gulanar del Mar. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 241
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que la madre de Gulanar del Mar quiso comunicar inmediatamente la buena noticia al rey. Ni qué decir tiene que la alegría del soberano fue inmensa, y no sólo agradeció a Dios Excelso el feliz nacimiento de su hijo sino que también lo celebró concediendo favores y haciendo regalos por doquier.
El rey decidió que el pequeño se llamaría Badr y las celebraciones por el acontecimiento se prolongaron durante diez días. Con ocasión de los festejos, se engalanó toda la ciudad, los huérfanos y viudas fueron objeto de especiales atenciones, los prisioneros fueron puestos en libertad y los esclavos manumitidos. A los banquetes no sólo acudieron los príncipes y personalidades relevantes, sino que el pueblo llano tuvo también allí un puesto reservado. Cuando se cumplió el decimoprimer día de su nacimiento, el rey y Gulanar del Mar se reunieron con los familiares de ésta para disfrutar del recién nacido. Y así fue cómo el hermano de Gulanar agarró al pequeño Badr y, jugueteando y haciéndole caricias, lo elevó con las manos y, ante la sorpresa de todos, arrancó a volar con él en dirección al mar y se sumergió en las profundidades. El rey casi se muere de desesperación al perder de vista a su querido vástago, así se podía deducir de sus enloquecidos gritos, del abundante llanto que destilaban sus ojos y de cómo se rasgaba las vestiduras y se ponía las manos en la cabeza. —Majestad —le dijo Gulanar, para consolarle—, no debéis desesperaros, no hay nada que temer. Yo quiero a mi hijo quizás más que vos, pero estoy tranquila porque se lo ha llevado mi hermano. Podéis estar seguro de que no le ocurrirá nada. Mi hermano nunca hubiera hecho nada que pudiera poner en peligro a nuestro hijo. No temáis, ya que, Dios mediante, no tardará en regresar con él. Efectivamente, el mar pronto se agitó y de él surgió Saih, el hermano de Gulanar, con el pequeño Badr en brazos, tranquilo y relajado como el plenilunio. Saih voló de nuevo hasta la habitación donde se encontraban los demás y se dirigió al rey con estas palabras: —Supongo que no os habéis asustado al ver que me lo llevaba y lo sumergía en las aguas. —Pues la verdad es que sí —reconoció el rey—, pensaba que ya nunca volvería a verle sano y salvo. —Me lo he llevado para ponerle en los ojos el alcohol que nosotros utilizamos y que lleva las bendiciones de los nombres escritos en el sello de Salomón, hijo de David. Porque si el pequeño hubiera nacido… La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os
contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 242
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Saih, el hermano de Gulanar del Mar, siguió diciendo al rey: —Nosotros a todos los recién nacidos les hacemos lo que os acabo de decir. De modo que podéis estar tranquilo porque, de ahora en adelante, será inmune al agua, no se ahogará y podrá hacer en ella la vida normal que vosotros hacéis en la superficie de la tierra. Acto seguido, Saih agarró una bolsa que llevaba colgada en la cintura, la abrió y sacó de ella un impresionante conjunto de joyas hechas con las más variadas perlas y gemas. Entre ellas cabía destacar rubíes y trescientas esmeraldas y trescientos brillantes del tamaño de un huevo de paloma que refulgían como soles espléndidos. —Majestad —prosiguió Saih—, estas joyas son un obsequio para vuestro hijo Badr y para vos, ya que vinimos sin traeros nada porque no sabíamos ni dónde estaba ni en qué situación se encontraba nuestra querida Gulanar. De vez en cuando os haremos regalos como éste ya que el mar está lleno de piedras preciosas y podemos conseguirlas fácilmente. Además, yo sé dónde acudir para encontrar las mejores. El rey, asombrado al ver la ingente cantidad de refinadas piedras preciosas, agradeció el obsequio a Saih. «Una sola joya de las que me acabas de regalar tiene más valor que todo mi reino», pensó. —Casi me da vergüenza aceptar el regalo de tu hermano —dijo a Gulanar—. Éste es un obsequio que pocos en la tierra podrían obtener.
Gulanar del Mar dio las gracias tanto al rey como a su hermano, quien justificó tan generoso donativo diciendo al rey que se lo merecía por el trato de favor que había dispensado a su hermana Gulanar y porque les había brindado su hospitalidad. Y acabó con las palabras del poeta:
Si por su amor antes que ella hubiese llorado, sin duda se me habrían aliviado las penas.
Pero ella mostró primero su llanto, así, su actuación tiene preferencia.
—Majestad, aun estando a vuestro servicio mil años —prosiguió Saih—, no podríamos pagaros todo lo que habéis hecho por nuestra familia. El rey agradeció de nuevo tan halagadoras palabras y les invitó a quedarse en palacio una larga temporada. Y así lo hicieron, permaneciendo junto al rey y Gulanar del Mar por espacio de cuarenta días. Transcurrido este período, Saih se dirigió al rey y, besando el suelo ante él, le solicitó permiso para partir: —Majestad, os habéis mostrado extremadamente generoso con nosotros y Dios sabe que se nos hace difícil separarnos tanto de vos como de nuestra hermana Gulanar. Pero, como comprenderéis, nosotros nos hemos criado en el mar y vivir en la tierra no es lo más adecuado para nuestra naturaleza. No obstante, debéis saber que aunque regresemos junto a los nuestros, siempre podéis contar con nosotros, estaremos siempre a vuestra disposición. El rey se levantó del trono para despedirse de Saih, su madre y las jóvenes, y lo mismo hizo, emocionada, Gulanar. Pero antes de emprender el vuelo de regreso al mar, les prometieron que les visitarían con frecuencia. Visto y no visto, los familiares de Gulanar desaparecieron, sumergiéndose en las profundidades marinas.
A partir de aquel momento, el rey se mostró incluso más cordial y generoso con Gulanar y dejó al pequeño Badr en manos de un nutrido grupo de sirvientes. El amor que el padre sentía por el hijo creció sin cesar día a día, especialmente porque el pequeño también adquiría más bellas facciones. Durante sus primeros quince años de vida, además de disfrutar de las visitas de su tío, abuela y primas, que se prolongaban regularmente durante un mes o dos, el pequeño Badr aprendió a leer y a escribir; memorizó el Corán; aprendió gramática y lexicografía; y se instruyó en las artes de la caballería, especialmente en tiro con arco y en lanzamiento de alabardas. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 243
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joven Badr aprendió las artes de la caballería, especialmente el tiro con arco, el lanzamiento de alabardas, el juego de la pelota y todas aquellas habilidades propias de un hijo de rey. No había en la ciudad hombre o mujer que no hablara elogiosamente de él, pues se parecía al que así describió el poeta:
El bozo en sus rojas mejillas parece un bordado que alegra la vista.
Es como un candil en plena noche, con gruesas cadenas suspendido.
De forma que cuando el joven Badr estuvo preparado para asumir las tareas de gobierno, el rey reunió a emires, visires y señores y grandes del reino para tomarles juramento de que aceptarían a su hijo como su señor y soberano. Todos acogieron de buen grado la petición del anciano rey, pues era una persona amable y justa que siempre estaba atento a las necesidades de su pueblo y dispuesto a sacrificarse por él. El día siguiente a este acontecimiento, el joven Badr tomó posesión del trono. Montado en su caballo se dirigió, acompañado por una comitiva real en la que participaron también emires, visires y señores y grandes del reino, hasta la plaza mayor de la ciudad. Luego regresó a palacio, donde su padre le cedió, en solemne ceremonia, el trono. Todos, incluso su padre, como un emir más, desfilaron ante él para rendirle homenaje. A pesar de tratarse del primer día de gobierno, el joven Badr emitió algunos edictos, condenando a los injustos e indultando a los justos. Llegado el mediodía, se dirigió, con aspecto resplandeciente y luciendo la regia corona, a los aposentos de su madre Gulanar del Mar. Ella se levantó para besar a su hijo y felicitarle; felicitó también al padre, que le acompañaba, y les deseó a ambos larga vida. Badr permaneció junto a Gulanar hasta la hora de la oración de la tarde, momento en que regresó a la plaza mayor de la ciudad acompañado de su padre y los grandes del reino para jugar a la pelota hasta el anochecer. Luego regresó, con toda la comitiva, a palacio. Y lo mismo hizo, a partir de entonces, cada día. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 244
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joven rey Badr, durante el primer año, se dedicó única y exclusivamente a impartir justicia. Luego empezó a practicar las artes del gobierno y a recorrer todos los rincones de su vasto reino. En su periplo por los dominios reales, hacía gala de fortaleza, gallardía y justicia e inspiraba confianza en sus súbditos. Un buen día, su anciano padre fue a los baños, con tan mala suerte que se resfrió y le afectó la fiebre. La enfermedad se le fue agravando hasta tal punto que vio la muerte muy cerca y llegado este momento, el anciano soberano requirió la presencia de su hijo Badr para encomendarle que no descuidara nunca a su madre Gulanar, al reino entero y a todos los súbditos. Quiso también que acudieran al lecho de muerte los emires, visires y grandes del reino para rogarles nuevamente que aceptaran a su hijo Badr como soberano. El anciano ya no vivió mucho más. Pronto lanzó el último suspiro y entregó el alma a Dios. Tanto el joven soberano Badr como Gulanar del Mar sintieron enormemente tan sensible pérdida, y a su dolor se unió el de los emires, visires, grandes del reino y súbditos todos. Las ceremonias del duelo y el consiguiente entierro se celebraron con la solemnidad que requería el deceso de tan querido monarca. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 245
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más
agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que, transcurrido el mes de luto oficial, también el hermano, la madre y las primas de Gulanar acudieron para expresarle sus condolencias: —Gulanar —le dijeron—, aunque él hay muerto debe consolarte el hecho de que haya dejado un sucesor capaz y apuesto como tu hijo Badr. También las personalidades más destacadas del reino hicieron una visita a Badr: —Majestad, no debéis afligiros de este modo. Llorar no sirve de nada, y no es propio de los hombres. Pensad que quien muere dejando descendencia, en realidad no muere. Y decidieron acompañarle a los baños, de donde salió con un elegante y suntuoso vestido bordado en oro y adornado con brillantes y rubíes. A partir de aquel momento, volvió a lucir la corona real e impartió justicia desde el trono, ocupándose en especial de los pobres y de los débiles y protegiéndoles de la prepotencia de los poderosos. La etapa de su gobierno fue especialmente pacífica porque disfrutaba de la confianza y del cariño tanto de los grandes del reino como de los súbditos. Los familiares de Gulanar, por su parte, siguieron visitándoles con la misma regularidad. Pero he aquí que, una noche, Saih, el hermano de Gulanar, se presentó ante ésta y, después de saludarse cordialmente, ella le invitó a sentarse, mantuvieron la siguiente conversación: —¿Cómo os encontráis? ¿Cómo está nuestra madre? —preguntó Gulanar. —Perfectamente, y lo que más anhela es verte cuanto antes. Les sirvieron algo de comida y bebida y, al acabar, siguieron conversando. Hablaron del difunto rey, evocando de nuevo su benevolencia y generosidad, sus cualidades en todos los aspectos de la vida y su perfección física e intelectual. Por casualidad, Badr se encontraba no muy lejos del lugar donde Gulanar y Saih mantenían la conversación. Y, puesto que estaba tumbado y fingía estar dormido, siguió escuchando con atención.
—Querida Gulanar —empezó Saih—, tu hijo ha cumplido ya los dieciséis años y aún no se ha casado. Sería conveniente empezar a pensar en ello, pues podría ocurrirle algo y morir sin descendencia masculina. Me gustaría que contrajera matrimonio con una reina marina que fuera tan bella y apuesta como él. —Es cierto, querido Saih —dijo Gulanar, pensativa—, yo no había caído en la cuenta. Y, dime, ¿qué jóvenes princesas marinas crees que serían dignas de él? Saih le enumeró, una por una, a todas las jóvenes princesas marinas en edad matrimonial. Pero a Gulanar ninguna le pareció digna de su hijo Badr. —Sólo consentiré que se case con una joven de su categoría, belleza, finura y clase —dijo. —Por Dios, hermana —exclamó Saih—, te he nombrado a más de cien jóvenes y ninguna es de tu agrado. Por cierto, ¿Badr está dormido o no? —Creo que está dormido, pero ¿por qué lo preguntas? —dijo Gulanar, sorprendida. —Porque acabo de acordarme de otra joven que sería perfecta para él, pero si nos oye mencionarla y se encapricha de ella y luego no podemos conseguirla fácilmente, tanto él como nosotros y los grandes del reino deberemos luchar tenazmente para alcanzar nuestro objetivo. Así lo dice un poeta:
En principio, el amor no cuesta nada, pero luego resulta ser tarea ardua.
—Tienes razón, Saih —asintió Gulanar—. Pero, dime, ¿quién es ella? ¿Cómo se llama? Si conozco a todas las jóvenes princesas marinas, también la conoceré a ella y, si creo que se merece a mi hijo Badr, no dudaré en pedir su mano, aunque nos cueste todas las riquezas que poseemos. Habla sin miedo, porque Badr está durmiendo. —No me gustaría que estuviera despierto. Escucha las palabras del poeta:
Por los oídos el amor entra, a veces antes que por los ojos.
—Se trata —prosiguió Saih— de la joven Gauhara, hija del rey Samandal. Creo que es la más apropiada para Badr, pues es bella y refinada como ninguna otra. No creo que tenga parangón en el mar ni en la superficie de la tierra. Piensa que sus facciones son perfectas, tiene mejillas de rosa, frente reluciente y dientes perlinos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 246
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Saih continuó describiendo para su hermana Gulanar los atributos de la joven Gauhara: —Tiene ojos de azabache, rostro perfecto, caderas prominentes y fina cintura. Es tan elegante y delicada que las gacelas, a su lado, sienten vergüenza. —Es cierto —corroboró Gulanar—, la recuerdo perfectamente. De pequeñas éramos compañeras, pero ahora ya hace dieciocho años que no la he visto. Efectivamente, es la persona más adecuada para él.
Sin embargo, el joven Badr estaba despierto, y al escuchar la conversación que mantenían su madre y su tío acerca de Gauhara, la hija del rey Samandal, se enamoró perdidamente de ella. A pesar, pues, de que el corazón le ardía de pasión por Gauhara, Badr siguió fingiendo que dormía. —No hay otro rey ni en el mar ni en la tierra —prosiguió Saih— que tenga una hija tan bella como Gauhara. Pero puesto que el rey Samandal es un necio, aunque es fuerte y poderoso, es mejor no comentar el asunto a Badr. Primero hay que solicitarle la mano de su hija para ver si está de acuerdo o no en que se case con Badr. Si no tiene inconveniente, podremos dar gracias a Dios, pero si se niega a concedernos la mano de su hija, entonces buscaremos otra joven para él. —Me parece perfecto —ratificó Gulanar. Aquella noche, el joven Badr no hizo más que pensar en la princesa Gauhara, pues se había enamorado profundamente de ella. No obstante, tomó la precaución de no comentar sus sentimientos íntimos ni con su madre ni con su tío Saih. A la mañana siguiente, Badr y su tío Saih acudieron a los baños y luego tomaron, como de costumbre y en compañía de Gulanar, abundante comida y bebida. Pero para Saih se acercaba el momento de la partida, y así lo manifestó a su hermana y a Badr: —Os echaré mucho de menos, pero debo regresar junto a nuestra madre, pues hace días que estoy con vosotros y debe de estar preocupada. Allí me esperan todos. El rey Badr se despidió de su tío Saih e inmediatamente montó su caballo con la intención de dirigirse, incluso sin la compañía de los sirvientes, hacia un lugar solitario. Así, llegó a un paraje, junto a un riachuelo, poblado de árboles que daban una densa sombra. Allí desmontó y se dispuso a dormir, aunque no consiguió conciliar el sueño porque enseguida le vino a la mente la descripción que su tío Saih había hecho de la joven Gauhara. Y al imaginar la belleza y finura de la muchacha, no pudo evitar suspirar por ella. Sin que él lo supiera, no obstante, su tío le había seguido antes de regresar al mar y le estaba espiando. «Tengo que descubrir qué hace», se dijo, sospechando que Badr había oído la conversación que había mantenido con su hermana Gulanar. Así pues, Saih pudo oír cómo Badr recitaba, junto al riachuelo, los siguientes versos:
¿Quién me ayudará a calmar mi pasión por una joven más bella que el sol?
De la hija de Samandal me he enamorado, ya sólo a ella mi corazón pertenece.
Por siempre jamás la tendré presente, a ella y sólo a ella podré yo amar.
Al oír los versos que acababa de recitar Badr, Saih dio una palmada, exclamando: —¡Alabado sea Dios! Y, acto seguido, salió del escondite y se dirigió a Badr con estas palabras: —Os estaba escuchando, Badr. Oísteis la conversación que mantuvimos vuestra madre y yo acerca de Gauhara, ¿verdad? —Sí, la oí. Y me enamoré irremediablemente de ella. Me robó el alma y el corazón. —Regresemos, pues, junto a vuestra madre para informarla de la situación y pedirle que os permita venir conmigo al mar para pedir la mano de la princesa Gauhara. Porque si nos vamos sin decirle nada a vuestra madre, se enfadará conmigo. No quiero ser la causa de vuestra separación sin su consentimiento, sobre todo teniendo en cuenta que ahora vos sois el rey y soberano de estas tierras y que si os vais, el reino queda desprotegido. No querría, por nada del mundo, que, por alguna razón, alguien os pudiera arrebatar el trono durante vuestra ausencia.
—De ninguna manera —replicó Badr—. Iré con vos sin decirle nada a mi madre. Sé que si regresamos para decírselo no me dará permiso para partir con vos. —Y, llorando, añadió—: Ahora mismo podemos irnos, sin que ella sepa nada. —Muy bien —dijo Saih—, confiemos en la benevolencia de Dios Excelso. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 247
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el joven rey Badr dijo a su tío Saih que estaba dispuesto a irse con él al fondo marino. Así pues, Saih se quitó del dedo un anillo sobre el que estaba grabado uno de los nombres de Dios Excelso y le dijo: —Poneos este anillo, pues no sólo impedirá que os ahoguéis sino que os protegerá de las ballenas y demás animales marinos. Acto seguido, Badr y su tío Saih se sumergieron en las aguas, en dirección al palacio de este último. Allí se encontró a la madre de Gulanar, sentada entre todos sus familiares. La saludó, besando el suelo ante ella, y le hizo llegar los saludos de Gulanar. Ella le dispensó una calurosa bienvenida, besándole cariñosamente la frente, diciendo: —Bienvenido seas, hijo. ¿Cómo se encuentra tu madre, Gulanar? —Se encuentra perfectamente, y os manda sus más sinceros saludos a vos y a todas sus primas.
Saih pasó a informar inmediatamente a su madre de que el joven rey Badr se había enamorado, solamente al oír hablar de ella, de Gauhara, la hija del rey Samandal. Y le contó, con todo lujo de detalles, cómo se había producido la situación. —Por ese motivo Badr ha venido conmigo. Pediremos al rey Samandal la mano de su hija Gauhara. A la madre de Gulanar la noticia la sorprendió sobremanera. —Hijo, has cometido un gravísimo error —respondió, contrariada—. Mencionar a la princesa Gauhara delante de mi nieto Badr ha sido una imprudencia. ¿No sabes que el rey Samandal tiene un difícil temperamento? No te debía haber pasado por alto el hecho de que, a pesar de haber recibido numerosas peticiones de matrimonio por parte de hijos de reyes, siempre se ha negado a conceder la mano de su hija Gauhara. Y su argumento es siempre el mismo: nadie tiene suficiente categoría como para merecer a su querida hija. Mucho me temo, pues, que nuestra petición recibirá también una respuesta negativa, con lo cual nuestro honor y nuestro orgullo se verán dañados. —¿Y qué podemos hacer? —preguntó Saih, preocupado—. Desde el día que oyó cómo yo la describía a su madre Gulanar, Badr está locamente enamorado de ella. No creo que pueda soportar no conseguirla, pues me ha manifestado su intención irrenunciable de casarse con ella, aunque ello le cueste el reino. Además, su sentimiento es tan profundo que, si no lo consigue, perecerá de amor. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 248
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más
agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Saih prosiguió: —Madre, vuestro nieto Badr es muy superior a ella. No olvidéis que su padre fue rey y que él ha ocupado ahora su lugar, de modo que ninguna otra muchacha le conviene más que Gauhara, y que ella no puede encontrar mejor pareja que Badr. Mi intención es reunir una buena colección de joyas, rubíes, collares y regalos para presentarlos al rey y pedirle la mano de su hija Gauhara. Si argumenta que él es un rey, le diremos que también Badr regenta un vasto territorio y tiene más colaboradores y un ejército más numeroso que el suyo. Mi obligación es hacer realidad los deseos de Badr, ya que, al fin y al cabo, he sido yo el causante de su enamoramiento, he sido yo quien le ha hecho caer en las redes del amor. Ruego a Dios Excelso que me ayude en mi propósito. —Haz lo que te plazca —replicó su madre—, pero cuando hables con Samandal debes ser cauteloso al máximo. No olvides que tiene un fuerte temperamento y con sus reacciones viscerales puede dejarte en ridículo. —No os preocupéis, lo tendré en cuenta —dijo Saih. Y, acto seguido, llenó dos bolsas con piedras preciosas, collares de perlas, esmeraldas y un gran diamante y ordenó a dos sirvientes que las llevaran y le acompañaran hasta el palacio del rey Samandal. Una vez obtenido el permiso para presentarse en la sala de audiencia, Saih entró en palacio y besó el suelo ante su majestad. El rey Samandal se levantó para recibirle e invitarle a sentarse y le dio una calurosa acogida. —Bienvenido seáis —le dijo—. Ya añoraba vuestra presencia, hacía mucho tiempo que no os veía por aquí. Decidme cuál es vuestro deseo y os complaceré. Saih se levantó y, besando de nuevo el suelo ante el rey Samandal, dijo: —Majestad, en primer lugar quiero pedir lo que necesito a Dios Excelso, y luego a vuestra augusta majestad, gran rey de renombre en todas las ciudades y países y en los más recónditos lugares.
Al tiempo que elogiaba al rey Samandal con estas palabras, Saih abría las dos bolsas repletas de joyas, rubíes, perlas y diamantes y las exponía ante su majestad. —Majestad —prosiguió Saih—, será para mí un gran honor si aceptáis este regalo. —¿Y por qué debo aceptarlo si no sé por qué motivo me lo hacéis? Si me obsequiais con un regalo de estas características, significa que queréis algo de mí. Podéis estar seguro de que si está en mi mano, os ayudaré. Si, por el contrario, no puedo ayudaros, Dios me excusará, pues Él nunca nos pide nada que no esté dentro de nuestras posibilidades. —Majestad —dijo Saih—, sé con certeza que vos podéis colmar mi deseo. A mí nunca se me ocurriría pediros algo que, con vuestro enorme poder, no pudierais conseguir. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 249
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Saih siguió dirigiéndose al rey Samandal con estas palabras: —Vos sabéis bien, majestad, que un sabio consejo dice que si se quiere obtener una negativa, sólo hace falta pedir un imposible. Pero yo, majestad, os voy a pedir algo que está perfectamente a vuestro alcance.
—Muy bien, decidme qué necesitáis y qué queréis —replicó el rey Samandal. —Sabed, augusta majestad, que he venido en busca de la más preciosa y cara perla: vuestra hija Gauhara. Y os pido que no decepcionéis a quien con esta petición se ha dirigido a vos. El rey Samandal soltó una sonora y larga carcajada y respondió: —Sinceramente, Saih, creía que erais un hombre sabio y razonable, sólo capaz de pronunciar sensatas palabras. Por eso no me explico qué os ha pasado por la cabeza y cómo os habéis atrevido a hacerme precisamente esta delicada solicitud. ¿Os dais cuenta de que aspiráis a la hija del más grande, poderoso y fuerte soberano? ¿Habéis perdido acaso la razón? ¿Hasta ese punto os sobrestimáis? —Majestad —dijo Saih—, que Dios os tenga de su mano. Sabed, además, que no os pido la mano de vuestra hija para mí, aunque si lo hiciera, creo que sería un acertado pretendiente. Por más que ahora nuestro poder haya menguado, yo también soy hijo de rey marino, y mi padre era un gran soberano, como vos. Por lo tanto, majestad, debéis saber que os pido la mano de vuestra hija para mi sobrino Badr, dueño de un vasto reino terrenal, de cuya fama y prestigio sin duda habéis oído hablar. De modo que si os mostráis contrario a la propuesta, argumentando que sois soberano de un enorme reino, el reino de Badr es sin duda más extenso. Y si argumentáis que vuestra hija Gauhara es de una belleza nunca vista, no tengáis duda alguna de que mi sobrino Badr la supera también en atributos de hermosura, educación, elegancia y finura. Por este motivo, majestad, si accedéis a mi petición y concedéis la mano de vuestra hija a mi sobrino Badr habréis actuado correctamente. No debéis olvidar, majestad, que a vuestra hija le conviene un esposo, así lo dice el refrán: O esposo o al foso. De modo que si queréis casarla, mi sobrino es la persona que más le conviene. Pero si decidís rechazar nuestra oferta y menospreciar a nuestra familia, sed consciente de que quizás vuestra hija no reciba oferta mejor. Al rey Samandal las palabras de Saih le sacaron de quicio. —¡Hijo de perra! —exclamó enfurecido—. ¿Cómo os atrevéis a dirigiros así a un rey de mi categoría? ¿Cómo osáis pronunciar alegre y públicamente el nombre de mi hija, argumentando que vuestro sobrino es la persona que más le conviene? ¿Quién os habéis creído que sois, vos, vuestro padre, vuestra hermana
y vuestro sobrino para hablarme de forma tan poco respetuosa, tan irreverente? ¡Guardianes! ¡Agarradle y cortadle el cuello! Y los guardianes desenvainaron prestamente las espadas con la intención de ejecutar la orden recibida. Afortunadamente, Saih puso pies en polvorosa y regresó a palacio, donde le esperaban todos sus familiares y parientes. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 250
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que cuando Saih llegó a las puertas de palacio, se encontró, además de sus parientes, a sus seguidores, amigos, sirvientes y de la guardia, en total más de mil jinetes armados con cotas de malla, lanzas y alabardas. Al ver que llegaba tan precipitadamente, se interesaron por la reacción del rey Samandal, y así fue como llegaron a la conclusión de que era un necio arrogante. Sin más dilación, todos los de la guardia, que habían acudido en ayuda de Saih por orden de su madre, se dispusieron a acompañarle de nuevo hasta el palacio del rey Samandal. Una vez llegados allí, desmontaron y, armas en mano, entraron en el palacio. El rey Samandal, que en aquellos momentos estaba sentado en su trono rodeado de todos los colaboradores y de su guardia personal, no se dio cuenta de la presencia de Saih y los suyos hasta que estuvieron ante él. —¡A por esos canallas! —ordenó enfurecido a su guardia personal, al ver que los hombres de Saih se le dirigían con las armas en la mano.
Sin embargo, todos los esfuerzos del soberano fueron inútiles, pues no pudo impedir que los colaboradores de Saih le aprehendieran. La hija del rey Samandal, Gauhara, al enterarse de que su padre había caído prisionero y de que todos sus colaboradores habían muerto en manos de los hombres de Saih, huyó despavorida de palacio en dirección a una isla, donde buscó refugio en la densa copa de un árbol. Un poco antes, mientras los hombres de Saih combatían a los del rey Samandal, un sirviente de aquél se había apresurado a regresar a palacio para informar a la madre de Saih de lo que ocurría. Y el joven Badr, al oír la noticia, había decidido huir, sin saber siquiera adónde se dirigía. El destino quiso que Badr fuera a parar a la misma isla donde la princesa Gauhara se acababa de refugiar, y, además, se puso a descansar bajo el mismo árbol que Gauhara había escogido como refugio. Badr estaba tan agotado que se tumbó boca arriba y, al abrir los ojos, vio a una espléndida joven, bella como la luna, acurrucada entre las ramas. «¡Dios mío! Esta joven parece la mismísima princesa Gauhara. Por su belleza, no puede ser otra. Quizás se ha enterado de que su padre y mi tío se han enfrentado y ha huido de palacio. Desde luego, si no es ella, es una joven de una belleza peregrina», se dijo Badr. Y decidió dirigirse a ella para preguntárselo, y, en caso de que resultara ser la princesa Gauhara, la pediría personalmente en matrimonio, pues, al fin y al cabo, era lo que más deseaba. —¿Quién sois? ¿Cómo habéis llegado aquí? —le preguntó Badr. —Me llamo Gauhara —respondió ella—, y soy la hija del rey Samandal. He huido de palacio a causa de la disputa que han mantenido mi padre y Saih, y a consecuencia de la cual mi padre ha caído prisionero. El miedo a perder la vida me impedía seguir allí. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 251
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que cuando Badr oyó que Gauhara había huido de palacio porque temía por su vida y había buscado refugio en aquella isla, se maravilló de la coincidencia y no tuvo ninguna duda de que su tío Saih había conseguido someter al rey Samandal. —Bajad, señora —le dijo Badr—, pues yo siento un profundo amor por vos. Sabed que yo soy el rey Badr, soberano de lejanas tierras, y que el enfrentamiento entre vuestro padre y Saih se ha producido por nuestra causa. Sabed que Saih es mi tío, quien acudió a vuestro padre para pedirle que consintiera vuestro matrimonio conmigo. Sabed también que procedo de lejanas tierras, donde he dejado a mi madre, parientes y amigos para emprender este viaje en busca de vos. Ciertamente, haber coincidido en este lugar ha sido un capricho del destino. Por favor, Gauhara, bajad del árbol para que podamos regresar junto a vuestro padre. Una vez allí, pediré a mi tío Saih que le libere y os convertiré en mi legítima esposa. Pero a Gauhara las palabras de Badr no la convencieron. Al contrario, pensó que se trataba de un pobre infeliz por culpa del cual la guardia de su padre había conocido la derrota y a su padre le habían hecho prisionero. Así pues, la princesa Gauhara pensó que debía ingeniárselas para no caer en sus manos, pues estaba convencida de que si él, tal como le había dicho, se había enamorado perdidamente de ella, podría actuar con la impunidad que se concede normalmente a los amantes. —Querido Badr —fingió ella, dedicándole una tierna y amorosa mirada—, ¿sois de veras el hijo de la reina Gulanar del Mar? —En efecto —respondió Badr. —Que Dios corte la mano a mi padre y le deponga del reino que ostenta por no haber consentido nuestro compromiso. ¿Cómo no se ha dado cuenta de que no
existe joven más apuesto, elegante y hermoso que vos? Ciertamente, no está en su sano juicio. —Y prosiguió, con el mismo tono afectado—: Majestad, si vuestro amor por mí es grande, el mío por vos es infinito. He caído en las redes de vuestro amor y os quiero tanto que por vos podría morir. Mi amor por vos es mucho más profundo que el amor que vos sentís por mí. Y, acto seguido, descendió del árbol. Al poner los pies en el suelo, se acercó a él para abrazarle y besarle calurosamente. Tanto fue así que Badr se convenció de que los sentimientos de Gauhara eran sinceros, y también la abrazó y besó apasionadamente, pensando que, al describirla, su tío Saih había omitido buena parte de sus extraordinarias cualidades y atributos de belleza. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 252
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que la princesa Gauhara, casi sin que Badr se diera cuenta, se le acercó, lo agarró fuertemente apretándole contra su pecho y pronunció unas palabras ininteligibles. Seguidamente, le escupió en la cara y dijo, en voz alta: —¡Oh, insensato!, abandona tu forma humana y conviértete en el más hermoso de los pájaros: plumaje blanco y pico y patas rojos. Así fue como el rey Badr se convirtió instantáneamente en un hermoso pájaro blanco que se quedó contemplando a la princesa Gauhara. Ella, por su parte, se dirigió a una doncella que la había acompañado en su huida y que aún estaba en la copa del árbol, diciéndole:
—Si no fuera porque su tío Saih ha hecho prisionero a mi padre, y ahora temo por su vida, le daría muerte aquí mismo. ¡Que Dios no tenga compasión de él! ¡Qué desgracia nos trajo al venir a nosotros! Todo este embrollo se ha producido por culpa suya. —Y ordenó a la doncella—: Trasládalo a la Isla de la Sed, abandónale allí y regresa prestamente. La doncella agarró a Badr, que tenía aún forma de pájaro, y se lo llevó hacia la Isla de la Sed. Una vez allí, lo abandonó, pero cuando se disponía a regresar, se dijo: «Por Dios, este joven tan apuesto no merece morir de sed». Y, sintiendo una profunda compasión por él, lo agarró de nuevo y lo trasladó a una frondosa isla donde había abundante agua y abundantes frutos. La doncella lo dejó allí y regresó de inmediato junto a la princesa Gauhara, para informarla de lo que había hecho con Badr. Mientras, en el palacio del rey Samandal, Saih, después de haber dado muerte a los guardianes y colaboradores del soberano, iniciaba la búsqueda de la princesa Gauhara. Al no encontrarla regresó a palacio, junto a su madre, donde, para gran sorpresa suya, tampoco encontró a su sobrino Badr. —Hijo mío, no sé nada de él —le dijo su madre, afligida—. Sólo puedo decirte que, al enterarse de la disputa surgida entre el rey Samandal y tú, ha huido despavorido de palacio. —¡Dios mío! —exclamó Saih, con profunda tristeza— Quién sabe si le habrá ocurrido algo. Si ha huido, puede que alguno de los colaboradores del rey Samandal, o incluso la misma princesa Gauhara, lo detengan y le den muerte. Si así ocurriera, ¿qué explicación daríamos a Gulanar? Sobre todo teniendo en cuenta que Badr vino conmigo sin que ella lo supiera. Saih ordenó inmediatamente a sus sirvientes, soldados y colaboradores que salieran en busca de su sobrino Badr. Y así lo hicieron, iniciando una infatigable tarea por todos los rincones del mundo conocido. Sin embargo, todos los esfuerzos resultaron infructuosos y tuvieron que regresar junto a Saih sin ninguna noticia de Badr. La tristeza y la preocupación de Saih aumentaron aún más si cabe. De todos modos, decidió ocupar el trono del rey Samandal, a quien mantuvo prisionero, y ejerció el poder sin dejar de preocuparse ni un instante por el paradero de su sobrino Badr.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 253
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Gulanar del Mar seguía esperando el regreso de su hijo Badr. Así pues, transcurridos varios días desde que Badr partiera con su hermano Saih, Gulanar empezó a preocuparse y decidió dirigirse a las profundidades marinas para averiguar qué había ocurrido. Al llegar al palacio de su familia, fue la madre quien la recibió. Gulanar la saludó afectuosamente, igual como a sus primas, interesándose enseguida por lo que le había ocurrido a su hijo. —Llegó aquí con su tío Saih —le contó la madre—, quien decidió tomar una ingente cantidad de joyas y rubíes para ofrecerlos al rey Samandal y pedirle la mano de su hija, la princesa Gauhara, para Badr. Pero Samandal se negó a concederle la mano de su hija, lo cual dio lugar a una terrible discusión entre él y tu hermano Saih. Sin embargo, con la ayuda de los guardianes que yo mandé en ayuda de Saih, Samandal cayó prisionero. Badr, por su parte, al enterarse de que su enamoramiento por Gauhara había sido la causa de la terrible batalla en la que habían perecido todos los hombres de Samandal, huyó de palacio sin mi consentimiento. Desde aquel momento, no hemos tenido ninguna otra noticia suya. —Y Saih, ¿cómo se encuentra? —le preguntó Gulanar. —Ha ocupado el trono de Samandal, a quien sigue manteniendo como prisionero, y ha mandado a un nutrido grupo de sus hombres en busca de Badr y de la princesa Gauhara, quien, por cierto, también huyó despavorida.
La noticia sorprendió a Gulanar, pues no sabía que su hijo Badr se hubiera ido a las profundidades marinas con Saih. Y, a la vez, se enfureció con este último por haber partido con Badr sin informarla debidamente. —Por favor, madre —le imploró Gulanar—, no dejéis de pensar en Badr ni un instante y haced todo lo que esté en vuestras manos para que podamos recuperarle sano y salvo. Yo no puedo quedarme aquí por más tiempo. Me he ido sin avisar a nadie y no puedo arriesgarme a que alguien me deponga del trono. Por eso os ruego encarecidamente que estéis atenta a lo que le ocurre. Sabed, madre, que si mi hijo Badr muere, yo tampoco podré seguir viviendo. Y pidió a su madre que enviara más hombres en busca de Badr. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 254
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que la madre de Gulanar envió a un contingente de hombres en busca de su nieto Badr, mientras Gulanar del Mar regresaba, profundamente triste y desconsolada, a su reino terrenal. En cuanto a lo que el destino le deparaba a Badr, ya hemos dicho que la doncella de la princesa Gauhara lo había abandonado en una frondosa isla, repleta de frutos y con agua abundante. Y allí había pasado ya varios días, en su forma de pájaro, comiendo y bebiendo, aunque sin saber cómo levantar el vuelo para dirigirse a otra parte. Sucedió que un día, mientras Badr estaba acurrucado en la rama de un árbol,
llegó a la isla un cazador. Apenas ver el agradable aspecto que ofrecían su plumaje blanco y sus patas y pico rojizos, el hombre se le acercó, cautivado por tanta belleza, diciéndose: «¡Qué hermoso es este pájaro! Nunca había visto uno igual» Y, sin más dilación, preparó la red para darle caza. El hombre, pues, se dirigió, con el rey Badr en forma de pájaro cautivo, al mercado de la ciudad con la intención de ponerlo a la venta. —¿Por cuánto lo vendéis? —le preguntó un comerciante. —Si os lo vendiera, ¿qué haríais con él? —quiso saber el cazador. —Pues lo sacrificaría y me lo comería. —¿A quién se le ocurre hacer cosa semejante con un pájaro como éste? — protestó el cazador. —¿Y qué otra cosa se puede hacer con un pájaro? —preguntó el hombre, atónito. —La verdad—argumentó el cazador—, prefiero ofrecerlo al rey. Él seguramente sabrá apreciar su belleza y me dará una buena cantidad sólo por el placer de contemplarlo. Si tenéis estas intenciones, no os lo venderé, aunque me paguéis por él un dinar. Pero estoy seguro de que vos, por un pájaro que os pensáis comer, no me ofreceríais más que un dirhem. Así pues, el cazador se dirigió al palacio real y esperó que apareciera su majestad para que viera con sus propios ojos la extraordinaria belleza del pájaro. Efectivamente, cuando el monarca se dio cuenta de la presencia de un pájaro de tan níveo plumaje, que contrastaba bellamente con sus patas y pico rojizos, dijo a uno de sus sirvientes que, si estaba a la venta, lo comprara. —Buen hombre —dijo el sirviente al cazador—, ¿queréis vender este pájaro? —La verdad es que quiero ofrecerlo como regalo a su majestad el rey — respondió. De modo que el sirviente tomó el pájaro y lo llevó al rey, diciéndole que el cazador se lo regalaba.
—Pagadle diez dinares —ordenó el monarca. Y el cazador, dinero en mano, hizo una profunda reverencia de agradecimiento, besó el suelo y se fue. Por su parte, el sirviente real buscó una lujosa jaula en la que colocar el pájaro, le proporcionó comida y bebida y lo colgó en un lugar preeminente de palacio. Más tarde, el rey, al regresar de sus tareas, se interesó por el hermoso pájaro y ordenó al sirviente que se lo trajera para poder contemplarlo. —¡Qué bello es! —exclamó el monarca. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 255
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el sirviente, al dejar la jaula del rey Badr en forma de pájaro ante su majestad, se dio cuenta de que la comida que le había puesto estaba intacta. Y así se lo dijo: —Majestad, no ha probado ni una pizca de la comida que le puse. Y, la verdad, no sé que otra cosa puedo darle. El rey estaba ensimismado contemplando la extraordinaria belleza del pájaro y no le dio respuesta alguna. Lo que sí hizo fue ordenar que le trajeran comida para él. Y justo cuando se disponía a degustar los deliciosos platos que le acababan de poner delante, el pájaro aleteó con fuerza, se escapó de la jaula y empezó a picotear, una a una, las fuentes de pan, carne, guisados, dulces y frutas.
La sorpresa del rey y de todos los que le acompañaban fue mayúscula. —Nunca en mi vida había visto un pájaro que comiera lo que come éste — comentó su majestad a los sirvientes y colaboradores que le rodeaban. Y, acto seguido, quiso que su esposa viera aquel pájaro tan excepcional. Uno de los sirvientes, pues, se fue en busca de la señora y le dijo: —Señora, su majestad desea que veáis un extraordinario pájaro que ha comprado. Es un ave de espléndida hermosura, que, además, al ver la comida que tomaba su majestad, se ha escapado de la jaula y ha empezado a picotear todos los platos. La esposa del rey se dirigió inmediatamente a la sala donde se encontraba el rey para observar el pájaro. Pero, nada más llegar y clavar sus ojos en él, la mujer se tapó la cara con el velo y se retiró de la sala. —¿Por qué os tapáis la cara con el velo? —le preguntó el rey—. Aquí no hay nadie más que yo y vuestros sirvientes y doncellas. —Majestad —respondió ella—, esto no es un pájaro sino un hombre. —Imposible —replicó el rey—. ¿Cómo puede un pájaro ser un hombre? Es una broma de las vuestras, ¿no? —Por Dios, majestad, no es ninguna broma, es la verdad. Este pájaro no es otro que el hijo de la reina Gulanar del Mar, el rey Badr, soberano de un vasto reino terrestre. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 256
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que la esposa del rey prosiguió: —Es el rey Badr, hijo de Gulanar del Mar, sobrino de Saih y nieto de Farasha, y ha sido objeto de encantamiento por parte de Gauhara, la hija del rey Samandal. Y contó a su majestad la historia con todo lujo de detalles, desde la huida de Badr del palacio de Gulanar del Mar hasta el enfrentamiento entre Saih y el rey Samandal, que acabó con el aprisionamiento de este último. El rey se sorprendió en gran manera y pidió por favor a su esposa, que era una de las hechiceras más competentes de su tiempo, que deshiciera el encantamiento del joven Badr. —No consintáis que sufra de este modo —dijo el rey a su esposa—. Dios maldiga a esa malvada Gauhara que lo ha encantado. ¡Qué pérfida y artera es! —Majestad —dijo la esposa—, ordenad al pájaro que entre en aquella habitación. Y el pájaro, tan sólo oír pronunciar estas mismas palabras de boca del rey, voló hacia el interior de la habitación señalada. La esposa del rey también entró en la habitación con un tazón de agua en la mano. A continuación, pronunció unas palabras ininteligibles para todos los presentes, al mismo tiempo que rociaba sobre el pájaro el agua del tazón. —Por el poder de los divinos nombres y los solemnes votos —añadió a las palabras del conjuro—, por el poder de Dios Excelso, creador de los cielos y la tierra, el que resucita a los muertos y nos proporciona el sustento, abandona tu forma de pájaro y recupera la forma en la que Dios te creó. Apenas había acabado de pronunciar estas palabras, cuando el pájaro hizo un brusco movimiento y recuperó de inmediato su forma humana. El rey pudo entonces contemplar un hermoso joven, de aspecto nunca visto. —¡Gracias a Dios Creador de todas las cosas, Todopoderoso y Excelso! — exclamó Badr, al verse liberado de su aspecto de ave.
Y, acto seguido, besó los pies y las manos al rey, diciéndole: —Que Dios os recompense esta buena obra. El rey, por su parte, le besó la cabeza, le pidió que le explicara todo lo que le había ocurrido, sin omitir ningún detalle, y le preguntó también qué pensaba hacer. —Os agradecería, majestad —dijo Badr—, que fletarais un barco para mí, con el que pudiera regresar, acompañado de sirvientes y con todo lo que pueda necesitar para la ruta, a mi reino. Hace largo tiempo que lo dejé todo, y mucho me temo que si tardo más en regresar ya será demasiado tarde. Quizás pierda definitivamente el trono. Y quién sabe si mi madre ha perecido ya de pena a causa de mi prolongada ausencia, ya que desconoce dónde me encuentro y si estoy vivo o muerto. Os lo agradecería infinitamente. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 257
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que ante la petición de Badr, tanto el rey como su esposa se quedaron prendados de su elocuencia, buena educación y elegancia. De modo que el rey no tuvo inconveniente en acceder a lo que le solicitaba y ordenó que se fletara un barco, en el que se embarcaron todas las cosas necesarias para hacerse a la mar y también un nutrido grupo de los sirvientes personales del rey. El rey Badr, pues, se despidió de ellos y se hizo a la mar. Durante diez días, los vientos le fueron favorables, pero el decimoprimer día empezaron a soplar
fuertes vientos, el mar se agitó y el barco empezó a navegar a la deriva, ante la impotencia de los sirvientes que formaban la tripulación. De modo que navegaron a merced de las olas hasta que el barco chocó contra unas rocas y se partió en dos. Parte de los que acompañaban a Badr perdieron la vida, y otros pudieron salvarse. También Badr pudo agarrarse a uno de los maderos del barco y evitar, así, ser engullido por las aguas. Durante tres días y tres noches flotó a la deriva sobre el trozo de madera, sin saber dónde se encontraba ni a dónde le llevaba la furia del oleaje. Por fin, el cuarto día, las olas le acercaron a la orilla. Allí, en la mismísima orilla del mar, Badr vio una ciudad de bella construcción y de un precioso aspecto blanco, parecía una blanca paloma. Y aunque estaba rodeada por unas altas murallas contra las que colisionaban fuertemente las olas, Badr, que estaba muerto de hambre, cansancio y sed, dejó el tablón de madera e intentó salir del agua para escalar la muralla. Sin embargo, un enorme tropel de mulas, asnos y caballos le salió al encuentro, impidiéndole avanzar hacia la ciudad. Ante la imposibilidad de salir del agua, decidió nadar hacia la parte posterior de la ciudad, pero al llegar a la orilla no vio a nadie. Y pensó, sorprendido: «¡Qué extraña ciudad!, parece que no la habita nadie. Se diría que no tiene ni rey. Pero ¿de dónde habrán salido los animales que me han impedido encaramarme en las murallas?» Aun así, decidió proseguir su camino en dirección a la misteriosa ciudad. Y he aquí que Badr andaba inmerso en sus pensamientos cuando vio a un anciano. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 258
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada:
Cuentan, majestad, que Badr vio a un anciano verdulero sentado en la puerta de su establecimiento y le saludó. El hombre levantó la cabeza, le devolvió el saludo y, al ver que quien le había hablado era un apuesto joven, le preguntó de dónde venía y cómo había llegado a la ciudad. Badr le contó su sorprendente historia, y el anciano, maravillado, le preguntó: —¿Y no te has encontrado a nadie por el camino? —No, en absoluto. Y me ha sorprendido hallarme en una ciudad deshabitada. —Pues mejor será, joven —le dijo el anciano—, que entres en la tienda, ya que tu vida está en peligro. Badr, siguiendo el consejo de su inesperado anfitrión, entró en la tienda, donde el anciano le sirvió comida. —Come y permanece escondido en esta tienda —le dijo el anciano—. Puedes dar gracias a Dios Excelso, que te ha salvado del maleficio de esa malvada. Estas palabras asustaron a Badr, quien, no obstante, comió con apetito la comida que le ofreció el anciano, y, al acabar y después de lavarse las manos, le preguntó: —¿Por qué me decís eso, buen hombre? Me habéis asustado, hablándome así de esta ciudad. —Has de saber, hijo, que esta ciudad se llama Ciudad del Hechizo porque en ella habita una reina hechicera, aunque bella como la luna, que embruja a todo aquel que se acerca aquí. Los animales que has visto son seres humanos como tú y como yo, embrujados por ella. Además, cuando ve a un joven apuesto como tú, se lo lleva a su casa para disfrutar con él durante cuarenta días y el día cuadragésimo primero… La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 259
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada. Cuentan, majestad, que el anciano prosiguió: —El día cuadragésimo primero los embruja, convirtiéndolos en mulas o asnos o cualquier otro de los animales que has visto en los aledaños de la ciudad. Estos animales sirven a los habitantes oriundos de la ciudad, que son todos hechiceros como esa malvada reina llamada Lab, cuyo nombre significa «Sol», para trasladarse de un lugar a otro. No te ha de sorprender, pues, el hecho de que cuando has intentado escalar la muralla, estos animales te lo hayan impedido. Lo han hecho para evitar que cayeras en manos de Lab. Badr empezó a temblar de miedo, y se dijo: «Justo acabo de librarme de un embrujo y ya me veo involucrado en otro, aún peor». Y, mientras pensaba qué podría hacer, el anciano le dijo: —Si quieres, puedes sentarte ante la puerta de mi establecimiento para observar a los habitantes de la ciudad. No debes tener miedo, pues aquí todos, incluida la reina Lab, me respetan y me aprecian. Y Badr decidió seguir el consejo del anciano. De modo que se instaló ante la puerta de su establecimiento para observar a los habitantes de la ciudad. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 260
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Badr, desde el lugar donde se acababa de instalar, pudo contemplar un incontable número de habitantes. Un grupo de aquella gente, al ver su atractivo aspecto, se dirigió al anciano para preguntarle si aquélla era su última presa cautiva. —No, por Dios —respondió él—, yo tenía un hermano que vivía lejos de aquí y hace poco murió. Al saberlo, mandé a buscar a su hijo, mi querido sobrino, que no es otro que este joven que veis aquí. Teniéndolo aquí conmigo, a mí también se me hace más llevadero el dolor. —Es un joven muy apuesto —le dijeron—. Ya podéis ir con cuidado porque a la reina Lab le gustan los jóvenes atractivos y puede que de noche venga a buscarle. —No creo que la reina Lab me haga eso —replicó el anciano—, me aprecia mucho. Y cuando sepa que este joven es mi sobrino, no le hará ningún daño. El rey Badr permaneció junto a su anfitrión, quien además de ofrecerle comida y bebida le tomó sincero aprecio, durante un mes. Un día, mientras estaba ante el establecimiento del anciano, como de costumbre, vio cómo se acercaba un grupo de jinetes empuñando espadas, vestidos elegantemente con cinturones incrustados de piedras preciosas y montados en caballos de pura raza árabe, con sillas doradas. Al pasar por delante del establecimiento, saludaron educadamente al anciano, quien les devolvió el saludo. Detrás de ellos, aparecieron de inmediato mil sirvientes de bello aspecto, ataviados con elegantes ropas y empuñando brillantes espadas desenvainadas. Al pasar junto al anciano, también le saludaron. Pero la comitiva no acababa aquí, ya que, detrás de ellos, aparecieron mil doncellas bellas como lunas, ataviadas con ropajes de seda, con incrustaciones de piedras preciosas y bordados de oro. Las jóvenes iban armadas con lanzas y escudos y, en medio de todas ellas, iba la reina, montada en un caballo de pura raza árabe, con silla de oro con inscrustaciones de piedras preciosas y rubíes. Después de que todas saludaran al anciano, la reina también se detuvo ante él para saludarle. Y él besó el suelo ante ella, en señal de respeto. —Abú Abdalah —le dijo ella—, este joven tan atractivo y apuesto que está con
vos debe de ser vuestro nuevo prisionero, ¿verdad? ¿Cuándo lo capturasteis? —De ninguna manera, majestad —se apresuró a negar el anciano—. Este joven es mi sobrino. Sabed que lo he traído aquí porque le añoraba, pues vivía muy lejos. Además, hace poco que su padre, mi hermano, murió y como yo ya soy viejo, me cuidará mientras viva y, cuando yo muera, heredará lo poco que tengo en este mundo. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 261
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que la reina Lab dijo al anciano: —Me gusta, ¿os importaría regalármelo? Prometo por el poder del fuego, de la luz, de la sombra y del calor que lo protegeré siempre. Sabed que soy capaz de perjudicar a cualquier criatura viviente, pero no a él. Sobre todo en honor al respeto que vos y yo nos profesamos mutuamente. —Majestad —respondió el anciano—, lo siento, pero no os lo puedo regalar ni entregar. —Prometo por el poder del fuego, de la luz, de la sombra y del calor, y por mi fe que no me marcharé sin él. Y os prometo que no lo encantaré y que le complaceré en todo lo que desee. El anciano temió por la suerte que podía correr el joven a manos de la reina hechicera, pero no supo cómo contradecirla, pues también temía por su propia
vida. Lo único que consiguió fue que la reina le prometiera que no haría ningún daño al joven, y que se lo devolvería sano y salvo. —No os preocupéis —le dijo él—, mañana, cuando regreséis de la liza, os lo entregaré. La reina Lab le dio las gracias y regresó a palacio. El anciano, habiéndose librado de la presencia de la reina, miró al joven Badr y le dijo: —Ésta es la reina hechicera de la que te había hablado y de la que temía que te embrujara. Pero ahora que me ha prometido que no lo hará, estoy tranquilo. Puedo fiarme de su palabra porque me aprecia sinceramente y no haría nada que pudiera perjudicarme. Si no fuera así, ya te habría llevado ahora mismo por la fuerza. Así se comporta siempre con los foráneos, y les hace lo que ya te he dicho. ¡Qué pérfida e insidiosa es! ¡Dios la maldiga! —La verdad, señor —dijo Badr, con tristeza—, le tengo miedo. Como ya os he dicho, hace poco más de un mes que he probado el sabor del encantamiento, por parte de la princesa Gauhara, la hija del rey Samandal, y sé cómo se sufre. Suerte que la esposa de un rey me libró de aquel tormento. El anciano sintió compasión de Badr, quien estaba profundamente compungido, y le dijo: —No temas, sé que incluso es capaz de hacer daño a su propia familia, pero a ti, por el respeto que me tiene a mi, nunca te hará nada, créeme. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 262
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que el anciano siguió diciendo a Badr: —De verdad, esta descreída es capaz de hacer daño a su propia familia, pero a mí puedes estar tranquilo que no me hará nada. ¿No has visto cómo todo su séquito se detenía ante mi establecimiento y me saludaba respetuosamente? Piensa que me tiene más respeto que a los mismísimos reyes, a quienes niega el saludo. En cambio, a mí me dirige la palabra con toda naturalidad. A la mañana siguiente, la reina Lab, acompañada del numeroso séquito de doncellas, sirvientes y guardianes, todos con espadas desenvainadas y lanzas en las manos, se presentó al establecimiento del anciano y le saludó afablemente. Y mientras el anciano besaba el suelo ante ella en señal de respeto, la reina Lab le dijo: —Ahora debéis cumplir vuestra promesa. —Pero antes, majestad —replicó el anciano—, debéis prometerme de nuevo que no lo encantaréis ni le haréis ningún daño. Y la reina Lab así lo hizo. Acto seguido, se descubrió el rostro, que era bello como el plenilunio, y le dijo: —¿Cómo podéis estar tan orgulloso de la belleza de vuestro sobrino? ¿Acaso no soy yo más hermosa que él? El extraordinario aspecto de la reina sorprendió tanto a Badr que a punto estuvo de perder el conocimiento, y pensó: «¡Dios mío!, ¡pero si es mucho más bella que Gauhara! Si quiere casarse conmigo, estoy dispuesto a renunciar a mi reino e incluso a no volver jamás junto a mi madre. Y si no, ya vale la pena sólo disfrutar de su compañía cuarenta noches. Si la noche cuadragésima primera me mata o me embruja, no me importa, porque una sola noche a su lado vale más que una vida entera sin ella». Así pues, el anciano tomó la mano de Badr y, entregándosela a la reina Lab, dijo: —Os entrego a mi sobrino Badr, a condición de que me lo devolváis sano y salvo y de que no me separéis de él.
La reina Lab le prometió por tercera vez que no le haría ningún daño y que no lo embrujaría. Y, acto seguido, ordenó que le trajeran un caballo con los más lujosos arreos y silla de oro y dio mil dinares al anciano. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 263
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que la reina Lab, después de entregar mil dinares al anciano verdulero, le dijo: —Que Dios os lo pague. Luego tomó la mano de Badr y se lo llevó. Al pasar por las calles, la gente se quedaba irada de su belleza peregrina y comentaban: —Este apuesto joven no se merece que esta maldita hechicera lo embruje. Por supuesto Badr oía lo que decía la gente, aunque, totalmente resignado, no hizo ningún comentario. Así llegaron a las puertas de palacio, donde los emires, señores del reino y sirvientes les esperaban para rendirles honores. Una vez ambos, ella y Badr, ocuparon el lugar que les correspondía, ordenó a los emires, chambelanes y señores del reino que se retiraran. De modo que besaron el suelo ante ellos y se fueron. A continuación, la reina Lab entró en palacio, de la mano de Badr y acompañada por todo el séquito de doncellas y sirvientes. A Badr le dio la impresión de entrar en el paraíso. El palacio real parecía, efectivamente, el edén: sus muros eran dorados, en el patio interior había una
enorme alberca de agua, rodeada por un inmenso y precioso jardín en el que se oían trinar pájaros de todas clases, con sus multicolores melodías. Además, las estancias que rodeaban el patio estaban bellamente decoradas con preciosas telas y objetos de valor. «Alabado sea Dios Excelso que se muestra generoso y magnánimo incluso con los que adoran a otros», se dijo Badr, al ver tanta magnificencia. La reina Lab tomó asiento ante el jardín, en un diván de marfil con mullidos cojines, e invitó a Badr a sentarse a su lado. Y, enseguida, empezó a abrazarle y a besarle, apretándolo fuertemente en su pecho. También ordenó a las doncellas que les trajeran una mesa de oro rojo, con incrustaciones de gemas y perlas, repleta de exquisitos manjares y dulces de todas clases. Después de comer y lavarse las manos, la reina Lab ordenó a las doncellas que les trajeran jarras y vasos de vino de oro y plata; recipientes de cristal llenos de flores y perfumes; y platos de frutos secos. Asimismo, la reina Lab solicitó la presencia de otras diez doncellas, todas bellas como lunas, que hicieron su entrada con los más variados instrumentos musicales. Mientras, la reina Lab llenaba su copa, se la bebía y se disponía a llenar otra. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 264
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que la reina Lab llenó una segunda copa y se la ofreció a Badr, quien la tomó con delicadeza y se la bebió. Y estuvieron bebiendo hasta que el alcohol les hizo efecto. La reina Badr ordenó
a sus doncellas que entonaran las más bellas melodías, de tal modo que Badr tuvo la impresión de que todo el palacio real bailaba al son de los acordes musicales. Estaba tan alegre que incluso olvidó que se encontraba lejos de su patria, y llegó a pensar: «Esta reina Lab es una joven muy hermosa, más que la princesa Gauhara, y su reino es mucho más vasto que el mío». Las copas rodaron hasta bien entrada la noche, momento en que encendieron las velas y esparcieron incienso y otros agradables aromas. El ambiente que rodeaba a Badr y Lab se parecía al que describió el poeta:
¡Qué bello y agradable día! ¡cuántos placeres nos ha proporcionado!
Arroyo vivaz, mirtos celestiales, gloriosos narcisos y rosas excelsas.
Vino cristalino, copa oscura, sonora música y silencioso incienso.
Y así permanecieron, escuchando las melodías que entonaban las doncellas, hasta altas horas de la madrugada. La reina Lab, completamente ebria, se dispuso a dormir en el mismo diván donde estaba sentada. Sin embargo, antes de que el sueño la venciera ordenó a sus doncellas que les quitaran la ropa, tanto a ella como a Badr, y ambos se quedaron con sendas prendas interiores bordadas en oro. Cuando las doncellas se hubieron retirado, Badr y Lab empezaron a disfrutar de una inolvidable noche de placer. Por la mañana, al despertar, la reina Lab acompañó a Badr a los baños de palacio. Al salir, las doncellas les vistieron con elegantes ropas y les sirvieron nuevamente copas de vino, que ellos degustaron con fruición. Luego, la reina Lab tomó a Badr de la mano y, en compañía de las doncellas…
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 265
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que la reina Lab tomó a Badr de la mano y, en compañía de las doncellas, se dirigieron a una sala donde se sentaron a descansar unos momentos. Allí mismo les sirvieron comida y, al acabar, se lavaron las manos y la mesa fue retirada. A continuación, les presentaron las copas y las jarras de vino; frutos secos y fruta fresca; y flores. Degustaron buen vino, al son de las variadas melodías que entonaban las doncellas, hasta el atardecer. Durante cuarenta días, la reina Lab y Badr no hicieron otra cosa que comer, beber y entregarse a los placeres corporales. —Querido Badr —le preguntó ella—, ¿qué es más agradable, este lugar o el establecimiento de tu tío el verdulero? —Por Dios, querida reina —respondió Badr—, este lugar no tiene comparación con la mísera tienda de mi tío. Y la reina Lab soltó una sonora carcajada. Aquella noche fue una de las más felices que pasaron juntos en la cama. Pero cuando Badr se despertó al amanecer y no encontró a Lab a su lado, se preguntó dónde podía haber ido y, al ver que no regresaba, se levantó, se vistió y recorrió el palacio, aunque infructuosamente. Pensando que quizás se encontrara en el jardín, hacia allí se dirigió. Lo primero que le llamó la atención fue un pequeño arroyo, junto al que pudo ver un pájaro negro y otro blanco y también un enorme árbol sobre el que había pájaros de otras clases. Badr se dispuso a
contemplarlos desde un lugar donde no pudiera ser visto y observó una insólita escena. El pájaro negro montaba tres veces consecutivas al pájaro blanco, que resultó ser una hembra. A los pocos minutos, la hembra se convertía en un ser humano que no era otro que la mismísima reina Lab. Badr, sorprendido, llegó a la conclusión de que el pájaro negro era un ser humano encantado y, con el fin de tener relaciones amorosas con él, la reina Lab también se había convertido en un pájaro. Así pues, Badr, víctima de unos desorbitados celos, regresó a la habitación y se acostó de nuevo en la cama, esperando que ella regresara. La reina Lab se reunió de nuevo con él como si nada hubiera ocurrido, pues le abrazó y besó cariñosamente, como antes. Sin embargo, al notar la frialdad con que Badr la recibía, imaginó que Badr estaba al corriente de su relación con el pájaro negro, pero optó por no hacerle ningún comentario. —Querida reina —le dijo Badr, bien entrada la mañana—, me gustaría pedirte permiso para regresar junto a mi tío, pues hace más de cuarenta días que no sé nada de él y tengo necesidad de verle. —Vete cuando quieras —dijo ella, solícita—, pero, por favor, no tardes en volver porque no puedo vivir sin ti ni un solo instante. Badr le aseguró que volvería pronto, montó su caballo y regresó al establecimiento de su tío. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 266
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada:
Cuentan, majestad, que Badr regresó raudo y veloz al establecimiento del anciano verdulero, quien le brindó una calurosa bienvenida. —¿Cómo te ha ido con esa descreída? —le preguntó. —Pues muy bien, la verdad —replicó Badr—. Sólo que esta pasada noche, al despertarme, no la he encontrado a mi lado. Me he vestido y he salido a dar una vuelta por palacio para ver si la encontraba. Y contó al verdulero que había visto que la reina Lab tenía relaciones amorosas con un pájaro negro en el jardín. —Esta mujer es peligrosa —aseveró el anciano—, guárdate de ella. Los pájaros negros que has visto en la copa del árbol, eran todos jóvenes venidos de fuera de los que ella se enamoró y convirtió en aves. El pájaro negro que tú has visto no es otro que uno de sus sirvientes. Según parece, el joven había puesto el ojo en una de las doncellas de palacio, pero Lab se enamoró perdidamente de él y, para evitar aquella relación, lo convirtió en pájaro. Y ella, cada vez que quiere intimar con él se transforma también en pájaro, pues aún le ama. Ahora que sabe que tú te has enterado de esta relación, no debes esperar nada bueno de ella. Sin embargo, no debes preocuparte, porque yo te protegeré. Has de saber que también yo soy conocedor de las artes mágicas, de hecho soy uno de los mejores hechiceros. Lo único es que sólo hago uso de mis facultades en caso de necesidad perentoria. De hecho, he liberado a muchos jóvenes de las manos de esa maldita, porque ella no sólo no tiene poder sobre mí, sino que me teme. Has de saber también que todos los habitantes de esta ciudad son adoradores del fuego, como ella. Regresa ahora junto a ella, y ten cuidado porque esta noche intentará matarte, pero no temas, no te ocurrirá nada. Vuelve mañana y te diré qué debes hacer exactamente. Badr se despidió del anciano verdulero y regresó a palacio, donde la reina Lab, nada más verle, se dispuso a darle una calurosa bienvenida. Inmediatamente, ordenó a las doncellas que les sirvieran abundante comida y bebida y se ocupó cuidadosamente de que Badr no dejara de beber vino ni un momento, de modo que, a medianoche, la embriaguez le dominaba por completo. Al ver que Badr estaba prácticamente inconsciente, le dijo: —¿Prometes que, si te hago una pregunta, me contestarás la verdad? —Por supuesto —respondió Badr, aunque sin saber qué decía.
—Querido Badr, cuando te has dado cuenta de que no estaba a tu lado, has salido al jardín y me has visto en forma de hembra de pájaro negro, teniendo relaciones amorosas con otro pájaro negro, ¿verdad? Y también has visto cómo yo recuperaba mi forma humana, ¿no es cierto? —Sí, así es —dijo Badr. —Pues has de saber que el pájaro negro era uno de mis sirvientes, que se enamoró de una doncella de palacio. Pero puesto que yo le amaba, lo convertí en pájaro para poder tener relaciones con él, siempre que me apeteciera. En cuanto a la doncella, le di muerte. Ésta es, pues, la situación: como no puedo vivir sin él, cuando tengo necesidad de su amor, me convierto en pájaro para unirme a él. Ya sé que estás enfadado y celoso, pero has de saber que te quiero más que nunca, de veras. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 267
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que la reina Lab dijo a Badr que, a pesar de aquella relación con el pájaro negro, le quería más que nunca y era la persona más importante de su vida. —Sí —respondió Badr—, ya me había dado cuenta de que era así. La reina Lab, al oír esta respuesta, le abrazó fuertemente, aparentando tenerle una gran estima y se acostó a su lado. Pero a medianoche, Badr, que sólo fingía estar durmiendo, se dio cuenta de que ella se levantaba de la cama.
Así, Badr pudo ver cómo la reina Lab tomaba arena roja de una bolsa, y la esparcía por el suelo del palacio. Aquella arena se convertía, de inmediato, en un riachuelo de cristalinas aguas. A continuación, tomaba un puñado de cebada, lo sembraba en la orilla, lo regaba con el agua del riachuelo y los brotes de la planta hacían su aparición, creciendo tan rápidamente que cosechaba el grano enseguida, lo molía y lo dejaba, a punto para comer, junto a la cama. Luego se acostaba de nuevo junto a Badr, hasta el amanecer. Al levantarse, Badr se lavó la cara y pidió permiso a la reina Lab para regresar junto al anciano verdulero. Al llegar al establecimiento, Badr le contó con todo lujo de detalles lo que había ocurrido aquella noche en el palacio de la reina Lab. —Esta descreída te está preparando una trampa —dijo el anciano, a la vez que soltaba una sonora carcajada—. Pero no te preocupes, ni la temas. Acto seguido, el anciano dio a Badr un arrelde de cebada lista para comer y le dijo: —Llévate esta cebada, y si te pregunta por qué la has traído, dile que siempre es mejor una doble ración. Tú come solamente de ésta y cuando ella te ofrezca la suya, finge tomarla, pero ni la pruebes. No se te ocurra tomar ni una pizca, porque si lo haces estás perdido. Si cree que has comido de su cebada, intentará embrujarte tan pronto como pueda, despojándote de tu forma humana para transformarte en lo que se le antoje. Ahora bien, si no comes de su cebada, puedes estar tranquilo, porque sus poderes mágicos no serán efectivos. Has de estar muy atento, porque ella se mostrará extremadamente cariñosa contigo para convencerte, así que no te dejes engañar. Al contrario, lo que debes hacer es mostrarte también cariñoso con ella e intentar persuadirla de que coma de esta cebada que te llevas. Y aunque sólo tome una pizca, estarás a salvo, porque entonces, podrás rociarle el rostro con agua, pronunciar un conjuro y hacer que abandone su forma humana para convertirla en lo que tú quieras. Siguiendo el consejo del anciano verdulero, Badr regresó al palacio de la reina Lab, quien, al verle, se apresuró a recibirlo con extrema cordialidad, besándole y diciendo: —Bienvenido seas, ¡cuánto te he echado de menos! —He visitado al anciano verdulero, y me ha dado esta cebada molida para comer.
—Yo tengo una mejor —dijo la reina Lab. Puso su cebada en un plato y la que traía Badr en otro, y le dijo que comprobara que la de palacio era mejor que la del anciano verdulero. Pero él, siguiendo el consejo del anciano, fingió comer cebada de la que ella le ofrecía. La reina Lab, convencida de que sí se la había tomado, le roció el rostro con agua y dijo: —¡Abandona tu forma humana, desgraciado! ¡Conviértete en una horrorosa, coja y pestilenta mula! Mas al darse cuenta de que Badr no se transformaba, se acercó a él cariñosamente, le besó y se excusó: —No hagas caso, querido, sólo te lo decía en broma para ver cómo reaccionabas. —Querida —replicó el—, sé muy bien que me quieres y nada cambiará mi actitud respecto a ti. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 268
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Badr dijo a la reina Lab que la quería y la invitó a probar la cebada que le había dado el anciano verdulero. Y Lab, sin sospechar nada, tomó un puñado y se lo comió. Enseguida su cuerpo empezó a convulsionarse, momento que Badr aprovechó para rociarle el rostro con agua, diciendo: —Abandona tu forma humana y conviértete en una mula moteada.
Y Lab se convirtió inmediatamente en una mula. Al ver el aspecto que acababa de adoptar su cuerpo, no pudo contener la emoción. Las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas y se las refregó con las patas delanteras. Badr intentó colocarle las riendas de inmediato, pero al no conseguirlo regresó junto al anciano verdulero y le contó lo ocurrido. El hombre le hizo entrega de unas riendas y le dijo que se las colocara, porque, con ellas, la reina convertida en mula obedecería cualquier orden que le diera. Badr regresó junto a ella con las riendas y, sin dificultad alguna, se las colocó. Luego la montó para dirigirse de nuevo al establecimiento del anciano verdulero. —¡Maldita seas! ¿Ves lo que Dios ha hecho contigo? —la increpó el anciano, nada más verla. Y prosiguió, dirigiéndose a Badr—: Lo mejor que puedes hacer es huir de esta ciudad, aquí no tienes nada que hacer. Monta la mula y emprende camino. Pero, sobre todo, no dejes que nadie agarre las riendas. Badr le dio las gracias por todo lo que había hecho, se despidió de él y emprendió la marcha. Al cabo de tres días de andadura, llegó a otra ciudad donde se encontró a otro anciano canoso. —¿De dónde vienes, joven? —le preguntó. —De la Ciudad del Hechizo. El anciano le invitó a quedarse en su casa y, estaban aún intercambiando estas palabras, cuando se les acercó una vieja. —Esta mula se parece a la que tenía mi hijo —dijo la mujer, con lágrimas en los ojos—, la que, desgraciadamente, se le murió. ¿Por qué no me la vendes, joven? Que Dios te lo pague. —No puedo hacerlo, señora —dijo Badr. —Por Dios, joven, si no me la vendes mi hijo morirá. Y tanto insistió la mujer que, finalmente, Badr le dijo: —Sólo os la vendería por mil dinares. —¿Cómo? ¿Dices que me la venderías por mil dinares? —preguntó la vieja.
Antes de dar una respuesta definitiva, Badr se dijo: «¿De dónde sacará mil dinares? Le diré que se la vendo para ver cómo se las arregla para conseguirlos». —Vuestra es —le dijo Badr. Pero, para su sorpresa, la mujer sacó mil dinares de una bolsa que llevaba colgada en la cintura. Al ver el dinero, Badr se apresuró a rectificar: —Sólo era una broma, buena mujer. No os la puedo vender. —Joven —intervino el anciano—, en esta ciudad no miente nadie. Y quien lo hace, lo paga con su vida. Badr, pues, no tuvo más remedio que desmontar. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 269
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Badr no tuvo más remedio que desmontar y entregar la mula a la vieja. La mujer le quitó las riendas inmediatamente, tomó un recipiente con agua y le roció la cabeza, diciendo: —Abandona este cuerpo y recupera tu forma humana. La mula se convulsionó y se convirtió en el acto en la reina Lab. Ambas mujeres se abrazaron cariñosa y largamente, de lo que Badr dedujo que
aquella vieja era la madre de la reina Lab, que le había tendido una trampa. Lo primero que se le ocurrió a Badr fue huir, pero la verdad es que no sabía adónde ir. Y mientras él estaba pensando qué hacer, la vieja mujer dio un fuerte silbido. Al punto, apareció un genio gigante, a cuyas espaldas montó la vieja, llevando con ella a la reina Lab y al asustado Badr. El genio remontó el vuelo con los tres en la espalda y, transcurrido un rato, llegó al palacio de la reina Lab. Ella se acomodó en el trono de nuevo y, mirando fijamente a Badr, le dijo: —¡Desgraciado! Por fin he conseguido lo que quería y ahora te voy a demostrar lo que soy capaz de hacerte. Ahora vas a ver cómo os trato a ti y a ese viejo verdulero desharrapado que sólo me ha perjudicado, pagándome así los favores que yo le he hecho. Sólo gracias a él has conseguido hacerme lo que me has hecho. Muy enojada, tomó agua y le roció la cara, diciendo: —Abandona tu forma humana y conviértete en el pájaro más horrible que existe. Así fue como Badr adquirió la forma de un pájaro de aspecto horroroso y la reina Lab lo encerró en una jaula, sin darle nada de comer ni de beber. Sin embargo, a espaldas de la reina, una doncella tuvo compasión de él y le ofreció comida y bebida. La misma joven decidió también ir hasta el establecimiento del anciano verdulero para informarle de lo que había ocurrido, insistiendo en que la reina Lab quería deshacerse de Badr. El anciano verdulero estuvo considerando qué actitud tomar y, después de reflexionar largamente, llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era usurparle la ciudad. Así pues, también él dio un fuerte silbido que atrajo la presencia de otro genio gigante con cuatro alas. —Genio Relámpago —le dijo el anciano verdulero—, te ordeno que tomes a esta doncella que ha tenido compasión del rey Badr y que la lleves hasta la ciudad de la reina Gulanar del Mar. Puesto que ella y su madre Farasha son las hechiceras más competentes que existen en estos momentos, deben estar al corriente de que Badr ha caído en las garras de la reina Lab. El genio obedeció las órdenes del anciano verdulero, y, en un abrir y cerrar de ojos, dejó a la doncella en el tejado del palacio que ocupaba Gulanar del Mar. La joven descendió inmediatamente del tejado y se dirigió a la sala del trono para exponer a Gulanar la situación, contándole con todo lujo de detalles lo que le
había ocurrido a Badr. Gulanar se mostró profundamente agradecida con ella, la besó en la mejilla y dio orden de que se difundiera la buena noticia de que habían encontrado a Badr. Después, Gulanar del Mar, su madre Farasha y su hermano Saih reunieron a todos los genios y guardianes del mar, que, desde la captura del rey Samandal, les obedecían incondicionalmente, y volaron en dirección a la Ciudad del Hechizo. Al llegar, se dirigieron de inmediato a palacio para eliminar a todos los que allí vivían, y acabaron también con la vida del resto de habitantes de la ciudad. Luego, la doncella les condujo hasta el lugar donde se encontraba Badr. Gulanar del Mar tomó la jaula donde, en forma de horripilante pájaro, estaba encerrado Badr, la abrió, le roció la cabeza con agua y pronunció las siguientes palabras: —Por el poder del Dios de la Tierra, abandona esta forma falsa y recupera tu forma humana. Badr recuperó en el acto su forma humana. Gulanar del Mar le abrazó, sin poder contener la emoción del reencuentro, y también su abuela Farasha y su tío Saih, al igual que sus primas, le besaron conmovidos. Por otra parte, al anciano verdulero le habían respetado la vida, y Gulanar del Mar no sólo le agradeció sinceramente todo lo que había hecho por su hijo sino que, además, hizo que se casara con la doncella que le había traído la buena noticia de la localización de Badr. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 270
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y
Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que, a propuesta de Gulanar del Mar, el anciano verdulero se casó con la doncella que había comunicado el paradero de Badr a su familia. —Ahora sólo desearía casarme —dijo Badr a su madre, Gulanar—. Así podríamos vivir todos juntos y felices. —Muy bien, Badr —respondió Gulanar—, pero primero debemos encontrar a la princesa más adecuada para ti. —Nosotros haremos todo lo posible para que la encuentres —le dijeron su abuela Farasha, su tío Saih y sus primas. Así, todos iniciaron la búsqueda de la joven princesa más adecuada para Badr. Gulanar del Mar, además, envió a todas sus doncellas, que viajaron a lomos de gigantes genios, por todos los países, regiones y palacios reales en busca de la más bella muchacha. Sin embargo, Badr dijo a su madre que estaba seguro de que ninguna le complacería. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», dijo Shahrasad.
Noche 271
Llegada la noche, Dinarsad dijo a su hermana que, para pasar más agradablemente la velada, les siguiera contando aquella magnífica historia. Y Shahrasad accedió encantada: Cuentan, majestad, que Badr dijo a su madre que estaba seguro de que ninguna le complacería, excepto la hija del rey Samandal, la princesa Gauhara, porque era realmente la mujer más bella que jamás había visto.
—Si así lo deseas, cásate con ella —respondió Gulanar. E inmediatamente dio órdenes de que le presentaran al rey Samandal, quien, al llegar ante Gulanar, besó el suelo respetuosamente. Luego Gulanar también mandó a buscar a su hijo Badr para informarle de que Samandal estaba presente. Así pues, Badr pudo pedir personalmente a Samandal la mano de su hija Gauhara. Samandal se mostró encantado con la propuesta y accedió en el acto. También ordenó a sus sirvientes que fueran a buscar a su hija Gauhara, y los sirvientes emprendieron el vuelo por los aires y, en un abrir y cerrar de ojos, regresaron con la princesa. El encuentro entre padre e hija, después de la larga separación, fue enormemente emotivo. —Hija mía —le dijo el rey Samandal—, acabo de concederte en matrimonio a Badr, hijo de Gulanar del Mar, porque es la persona que más te conviene. Desde luego no hay rey más poderoso, apuesto y valiente que él. Y creo que te merece, como tú te lo mereces a él. —Padre —respondió Gulanar—, si así lo queréis, no puedo contradeciros. Sin más dilación, convocaron a los testigos para celebrar la ceremonia nupcial y los signos de celebración se multiplicaron por doquier: sonaron tambores; se liberaron prisioneros; se ofreció ropa a viudas y huérfanos; y se regalaron lujosos vestidos a emires y grandes del reino. Los banquetes y los festejos se prolongaron por espacio de diez días. Después de vestirla con los siete vestidos rituales, llegó el momento de que Badr poseyera a su esposa Gauhara. Qué decir tiene que el momento fue emocionante, sobre todo teniendo en cuenta que la joven conservaba aún su virginidad. Badr y Gauhara se amaron apasionadamente e iniciaron una feliz vida juntos. Además, Badr dispuso todo lo necesario para que el rey Samandal pudiera regresar a su país con todos los honores, e incluso le ofreció riquezas. Y los dos permanecieron junto a Gulanar del Mar y toda su familia, viviendo placenteramente hasta que llegó la que destruye los placeres y separa a los seres que se quieren. Y aquí acaba su historia. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Es una historia excelente!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues la que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinaria aún. Se trata de la historia de Camar Asamán», dijo Shahrasad. Y el rey pensó:
«Por Dios que no la mataré, primero quiero oír las cosas maravillosas que ocurren en esa historia».
Camar Asamán
Noche 272
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que había una vez, en el lejano país de Jalidán y en tiempo remoto, un poderoso rey llamado Shahramán, dueño de extensos territorios de la costa y el interior, respetado y obedecido por todos sus súbditos, ya fuesen plebeyos o nobles. Contaba en su ejército con una caballería impresionante, que era la envidia de todos los reyes y señores de la época. En edad provecta y después de haberlo anhelado durante años, Dios le bendijo con un heredero, un hermoso hijo varón al que impuso el nombre de Camar Asamán. El muchacho creció sano y fuerte y, a medida que se desarrollaba, se hacía más evidente su extraordinaria belleza, de manera que nadie escatimaba elogios a la hora de referirse a él y le comparaba con la rama de sauce o la delicada gacela, igual que el mancebo que así describió el poeta:
De mirada hechicera, con sus ojos alcoholados, de las rosas obtuvo el color más preciado.
De azabache su pelo, como la noche negra, con la luz de su frente disipa las tinieblas.
Sin duda es el príncipe de los gallardos
y con su talento deslumbra a los versados.
Por él juran todos, por el amor que sienten, por él juran todos, por su vida presente.
Y le rinden honores los jóvenes más bizarros, pues su hermosura es tal que causa estragos.
En el cristal, si con la mano toma el espejo, verá de la pura belleza el más fiel reflejo.
Desde muy niño, Camar Asamán había mostrado unas dotes excepcionales para el estudio. Era ducho y aplicado, tanto en ciencias como en letras, aprendió a leer y a escribir con una facilidad pasmosa, dominaba la historia y las biografías de personajes ilustres, sabía gran cantidad de poemas de memoria y recitaba los versos como los mejores rapsodas. Al alcanzar la mayoría de edad poseía una formación envidiable y era la iración de la corte de Jalidán, no sólo por su vasta sapiencia, sino también, y sobre todo, por su belleza arrolladora. Cuando el bozo juvenil despuntó en su rostro, destacó aún más el color sonrosado de las mejillas y el lunar que en una de ella lucía, parecido a un botón de ámbar, tal como siempre lo han ensalzado los poetas en sus versos:
Entre el cabello y la frente, ¡qué portento! luces y sombras aparecen al mismo tiempo.
No critiquéis el lunar de su mejilla, pues toda amapola tiene un punto negro.
Shahramán, el orgulloso padre, le quería con locura y procuraba separarse de él lo menos posible. Un día que se encontraba departiendo con el visir, la conversación giró en torno al príncipe y el rey, con aire serio y circunspecto, le dijo a su ministro: —Creo que ha llegado el momento de abdicar en su favor, querido visir, yo me estoy haciendo viejo y me gustaría ver a mi hijo como rey coronado antes de que ocurra lo inevitable. —Cierto, majestad, pero permitidme que os diga que, antes de encomendar al príncipe la responsabilidad del gobierno, convendría que le casarais debidamente, para asegurar de este modo la continuidad de la dinastía —le sugirió el visir. —Sí, tienes razón —convino el rey—, así me quedaría más tranquilo. Impaciente por comunicárselo a su hijo, el rey mandó llamar a Camar Asamán apenas el visir se hubo retirado. El joven compareció de inmediato, besó el suelo ante el soberano y permaneció en un respetuoso silencio en espera de que su progenitor le hablara. —Hijo mío, he tomado una decisión muy importante para tu futuro y debes saberlo cuanto antes —le dijo Shahramán, risueño—, ¡he decidido casarte! ¿No te parece una gran noticia? La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 273
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Camar Asamán, en lugar de demostrar la consiguiente alegría que su padre esperaba, recibió la noticia con un sobresalto, se sonrojó, frunció el entrecejo y, en tono firme, declaró: —Lo siento, padre, pero no tengo ninguna intención de casarme. No siento inclinación por las mujeres, todo lo contrario, he tenido ocasión de leer largo y tendido sobre sus trazas y mañas y la verdad es que las aborrezco. Como dijo el poeta:
¿Me preguntáis por las mujeres?, en el tema soy experto, de sus añagazas conocedor y, de sus males, médico.
Si el pelo del hombre encanece o escasea su riqueza, no hay motivo en él para que una mujer le quiera.
—¿Casarme yo? ¡Jamás! —aseveró el joven—, ¡antes muerto! ¡Shahramán se quedó de una pieza!, el disgusto había sido mayúsculo, pero, antes que discutir con su hijo, prefirió correr un velo de silencio sobre el tema y, sin añadir nada más, le pidió que se retirara. Pensó que con el tiempo el muchacho cambiaría y moderaría sus opiniones y prefirió dejar el asunto para otro momento más propicio. El tiempo siguió su curso, naturalmente, y Camar Asamán, cada día que pasaba, era más atractivo y apuesto, de forma que rompía el corazón y arrebataba el juicio de todo aquel que tenía el privilegio de conocerle. Era un manantial de elocuencia y un prodigio de belleza, fuente de estímulo de almas sensibles y
musa de poetas, la viva imagen del galán que inspiró al versificador:
¡Alabado sea Dios!, exclamaron al verle, que se esmeró creándole de forma excelente.
Cumbre de la belleza, rey de los seductores, los hermosos en sus esclavos se convierten.
Fuente inagotable de dulzura es su saliva, una ristra de perlas adorna sus encías.
Único y perfecto es en su hermosura, la luz en su resplandor se diluye.
No en vano la belleza escribió en su frente: En el mundo no hay otro que a él se asemeje.
Un año después del fallido intento, Shahramán juzgó oportuno llamar a su hijo para proponerle de nuevo la cuestión del matrimonio. —Hijo mío, ¿tienes un momento para escuchar a tu anciano padre y seguir sus consejos? —le planteó con delicadeza. —Por Dios, padre, decidme lo que tengáis que decirme y no dudéis de que os
escucharé con toda mi atención —contestó el muchacho, educadamente. —Bien, la cuestión es que ya va siendo hora de que abdique a tu favor, pero, antes de dar este trascendental paso, me harías muy feliz si aceptaras casarte, pues la descendencia es imprescindible para todo rey que quiera ver continuado en el trono su linaje. Un tenso silencio siguió a sus palabras y, finalmente, Camar Asamán, sosteniendo la mirada de su padre con altivez, dijo: —Ya os dije que no me interesa casarme, no insistáis. He leído mucho sobre las desgracias y adversidades que traen las mujeres y no quiero convertirme en otra de sus víctimas. A propósito, recuerdo unos versos que dicen:
Las uñas pintadas y teñidas las trenzas,
el velo torcido y trabada la lengua.
Las mujeres, amigo, no son más que eso.
¿Acaso puedes pescar la luna con una jábega?
¿Acaso puedes meter
el agua en una jaula?
Shahramán recibió otro duro golpe. Abatido, ordenó a su hijo que le dejara solo y, acto seguido, mandó llamar al visir. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 274
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el rey contó al visir lo que le había pasado con su hijo. —Tú fuiste el que me aconsejó que le casara y, ya ves, por dos veces ha rehusado mi proposición de forma tajante —le dijo—. ¿Qué debo hacer ahora? ¡Dímelo! —Tranquilizaos, majestad —respondió el visir sin inmutarse—, esperad un tiempo más y ya veréis cómo el príncipe habrá reconsiderado su actitud. Mi sugerencia es que la próxima vez que le habléis del asunto no lo hagáis en privado, haced que comparezca cuando el consejo en pleno esté reunido y se lo planteáis como una cuestión de vital importancia para el reino. En presencia de las autoridades del país no osará contravenir vuestros deseos y lograréis vuestro propósito. Al rey le pareció una buena idea, agracedió al visir su consejo y, pensando que a la tercera va la vencida, se armó de paciencia para esperar el momento oportuno. Entretanto, el príncipe Camar Asamán cumplió los veinte años y, en la flor de la
juventud, alcanzó la cima del vigor, encanto y bizarría que de forma tan acertada describe la poesía:
Por la encantadora mirada y las finas pestañas que de seducción nos arrojan las infalibles saetas.
Por la delicadeza de su esbelta y grácil figura, el cabello oscuro y la amplia frente esplendorosa.
Por las cejas que del dulce sueño nos desvelan, por el poder que ejercen y la voluntad que doblegan.
Por los aladares de las sienes cual escorpiones, que a los enamorados con su separación envenenan.
Por la rosa de los pómulos y el mirto del mentón, el coral de los labios y las perlas de su interior.
Por el perfume del aliento y las dulces cadenas que a él nos unen y de la pasión dan prueba.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 275
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que una vez que Camar Asamán hubo cumplido los veinte años, el rey reunió al consejo de emires, visires, delegados, chambelanes, próceres del reino y altos cargos militares, y le mandó llamar en presencia del pleno. Cuando el joven apareció en la sala, entre los cuchicheos y comentarios de iración de los congregados, cumplimentó con los saludos y reverencias de rigor al rey y éste le dijo: —El motivo de tu comparecencia, hijo, es porque debo comunicarte algo de extrema importancia para el futuro del reino y quiero que las autoridades aquí reunidas sean testigos de ello. Ha llegado el momento de que contraigas matrimonio, para el bien de nuestro pueblo, puesto que es mi deseo cederte la corona, una vez cumplimentado dicho trámite, para que asumas el poder real y yo pueda vivir tranquilo el resto de mis días. Mientras escuchaba las palabras de su padre, el enfado de Camar Asamán iba en aumento y, cuando aquél terminó de hablar, le espetó con expresión hosca y malos modales: —¿Otra vez con la dichosa historia del matrimonio? ¿Cuántas veces os tengo que decir que no quiero casarme? Parece que con la edad se os acorta el entendimiento, padre, y os estáis convirtiendo en un viejo chocho y despistado. Las exclamaciones de sorpresa de los presentes, ante tamaña insolencia y falta
de respeto, se hicieron audibles por toda la sala y el rey, molesto y avergonzado, perdió los estribos y ordenó a los guardias que sujetaran al príncipe y le pusieran de rodillas. —¡Te arrepentirás de tu osadía, deslenguado! —le gritó Shahramán, fuera de sí —, ¿es éste el comportamiento propio de un hijo para con su padre?, ¿dónde está la educación que te he procurado? Inmediatamente después, resuelto a castigarle y aconsejado por el visir, el rey mandó a los guardias que llevaran a su hijo a una de las torres más desvencijadas del castillo y le encerraran en ella. La torre en cuestión, situada en uno de los extremos de la ciudadela, hacía años que estaba en desuso, era una construcción destartalada y ruinosa y, en la parte superior, había una tétrica celda que sería la destinada a albergar al díscolo principe durante el tiempo que durase su reclusión. De todos modos, antes de que los guardias le introdujeran en ella, unos criados se encargaron de adecentarla, la barrieron, instalaron un lecho con sábanas limpias, una colcha y una almohada y, al lado, dejaron un candil grande y una vela, pues el antro, aun a la luz del día, era lóbrego de veras. Terminado el trabajo de los criados, los guardias dejaron a Camar Asamán solo en la celda, con un lacayo apostado a la puerta, para que le vigilara y le sirviera en lo que le hiciera falta. El imprudente joven, ¡demasiado tarde!, se había arrepentido ya de su comportamiento. Apesadumbrado, se echó encima de la cama sin dejar de reprocharse por lo que había hecho. «¿Quién me mandaba a mí responderle de mala manera a mi padre en presencia del consejo en pleno? Tendría que haber sido más comedido con mis palabras, ¡maldito sea el matrimonio!», se dijo. Al atardecer, en otro lugar del castillo, un cariacontecido Shahramán se reunió con el visir. —No tendría que haberte hecho caso —le dijo el rey, disgustado, al visir—, mira dónde nos ha llevado tu maravillosa idea: yo he sido humillado delante del consejo y mi hijo se ve obligado a permanecer en aquella inhóspita celda. —Majestad, permitidme que os diga que al príncipe no le vendrán mal unos días de encierro —se defendió el visir, sin perder la calma—, dejadle unos quince días en la torre, que tenga oportunidad de reflexionar sobre sus errores, y ya veréis cómo al cabo de ese tiempo le hallaréis cambiado y dispuesto a
obedeceros. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 276
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Shahramán, a pesar de estar dolido por su mala conducta, quería tanto a su hijo que aquella noche no logró conciliar el sueño, preocupado por él. Dio vueltas y más vueltas sobre la cama, sin dejar de pensar en su amado Camar Asamán, recluido en el tenebroso recinto de la vieja torre, y, atormentado por el insomnio y los lúgubres pensamientos, en un momento dado se acordó de estos versos:
La noche se alarga mientras los delatores descansan y mi corazón, por la separación forzosa, se desgarra.
En esta noche sin fin, odiosa y amarga, digo: ¡Oh, luz del alba, ojalá pronto vuelvas conmigo!
Por su parte, Camar Asamán tenía todo el tiempo del mundo para dar vueltas al asunto en el reducido espacio de la celda. Al caer la noche, el sirviente le
encendió el candil y la vela y le dejó una bandeja con la cena. Sin embargo, el joven tenía el estómago encogido y apenas probó bocado. «Alguien tenía que haberme advertido de los estropicios que al hombre le puede causar la lengua», pensó de lo más decaído, y entonces le vinieron a la memoria los versos que en alguna parte había leído:
Por un tropiezo con la lengua muere el hombre y no por haber tropezado con la pierna.
Por tropezar con la lengua pierde el cuello, por tropezar con la pierna va más lento.
Cuando el sirviente calculó que habría comido, le trajo la palangana y el aguamanil y Camar Asamán se lavó las manos, hizo las abluciones oportunas y rezó la oración vespertina. Acabada la oración, tomó el ejemplar del Corán que le habían dejado en la celda y leyó un rato. La lectura de las aleyas del Libro le tranquilizó bastante y, finalmente, notando que el sueño le cerraba los párpados, se tendió en la cama y se quedó profundamente dormido. Resulta que justo al pie del viejo torreón había un pozo en el que habitaba una genio de la estirpe de Iblís, una tal Maimuna, hija de Dimriat, uno de los soberanos más poderosos de entre los reyes de los genios, y, como cada noche a la misma hora, salió del pozo para revolotear un poco por los alrededores. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 277
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Maimuna se quedó la mar de sorprendida al avistar un reflejo de luz por la ventana superior de la torre, ya que Camar Asamán se había dejado la vela y el candil encendidos. Hacía tiempo que la genio moraba en el pozo y nunca hasta entonces había visto luz en la torre. Extrañada y empujada por la curiosidad, se acercó a la ventana y penetró a través de ella dentro de la celda. Enseguida puso los ojos sobre la cama y se dio cuenta de que, bajo las sábanas, había alguien durmiendo. Se aproximó sigilosamente al lecho, apartó con cuidado las sábanas y se quedó boquiabierta al contemplar la belleza del humano que sobre la cama dormía plácidamente. Era el ser más hermoso que jamás había visto, el que más se ajustaba a la descripción del poema:
De almizcle el aroma y de rosa las mejillas, perlada la boca y cual vino la saliva.
Una rama es el talle, una duna las caderas, color de noche el pelo y de aurora la cara.
—¡Bendito sea el Creador de esta maravilla! —exclamó, fascinada. Se quedó un buen rato observándole, resistiéndose a quitarle los ojos de encima. «¿Qué habrá hecho este pimpollo para que le hayan confinado en este lugar tan horrible?», se preguntó, y pensó que si había sido cosa de genios, mataría al demonio que hubiera cometido semejante tropelía. A la postre, le dio un beso en la frente, volvió a cubrirle con las sábanas y, todavía en éxtasis, desplegó las alas, salió volando por la ventana y ascendió hasta casi tocar el techo del cielo.
Revoloteando por las alturas, aún bajo la impresión del prodigio que había tenido oportunidad de contemplar, escuchó el rumor de un aleteo. Sin duda, había otro alígero desplazándose por la zona. Maimuna tomó la dirección de la que provenía el rumor y no tardó en encontrarse frente a frente con otro genio. Lo reconoció en el acto: era Danhás, hijo de Shamhurús, juez de los genios infieles. También Danhás la reconoció al instante y, temeroso de que la poderosa Maimuna quisiera jugarle una mala pasada, le dijo: —Por el inefable y grandioso nombre, júrame que no me harás ningún daño, Maimuna, yo nunca me he metido contigo. —Lo juro, bobo, lo juro por el gran nombre —dijo Maimuna, mirándole con menosprecio—, pero respóndeme, ¿de dónde vienes ahora? —Vengo del cielo de Kashgar, de la lejana China —le informó Danhás—, y para que lo sepas, allí he visto lo más maravilloso que jamás haya podido imaginar genio alguno. Te lo contaré si me prometes que me escribirás un salvoconducto para que pueda moverme libremente por todos los cielos, sin ser molestado por ninguno de los súbditos de tu padre. —Lo haré si vale la pena lo que tengas que contarme. Pero no mientas, bellaco, porque si lo haces, juro por el talismán grabado en el sello de Salomón, hijo de David, que te cortaré las alas, te despellejaré, te descuartizaré y te romperé los huesos. ¿Está claro? —Por supuesto que te diré la verdad —aseguró Danhás, cohibido. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 278
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey,
Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el genio Danhás explicó a Maimuna: —Como te he dicho, vengo de muy lejos, de los territorios gobernados por el pujante rey Gayur, dueño y señor de grandes regiones. Dicho rey, por cierto, tiene una hija que es un portento de belleza y hoy, por primera vez en mi vida, la he visto. Es la criatura más hermosa de la tierra, te lo juro, una beldad indescriptible, no hay palabras para definirla. No obstante, para no defraudarte, haré un esfuerzo e intentaré con mi pobre lenguaje hacer un esbozo de sus múltiples encantos. En primer lugar me referiré al pelo, pues tiene una mata de pelo impresionante, que lleva sujeto en graciosas trenzas y enmarca una frente amplia y luminosa, como un espejo pulimentado, y unos ojos hechiceros donde los haya, con el blanco bien destacado cual blanca nube algodonosa y unas pupilas negras como las tinieblas de una noche sin luna. Entre ambos faroles, surge una nariz finísima, tan fina como el filo de una espada bruñida, bien proporcionada, ni larga ni corta, y, a sus lados, unas purpúreas mejillas que adornan su cara hasta las comisuras de la boca. ¡Y qué boca, señora mía!, de labios rojos como racimos de grosella y dientes brillantes como sarta de perlas, una boca que encierra una lengua dotada de afabilidad y elocuencia y una saliva tan dulce como la miel. Y el cuello, ¿qué decir del cuello?, delicado y esbelto como el cuello de una alcuza de plata y unido a un cuerpo que quita el sentido de tan perfecto. Para empezar, los brazos, soberbiamente formados y engalanados hasta los codos de suntuosos brazaletes de preciosa factura y, como remate, las refinadas manos, dos argénteas extremidades revestidas de oro puro. Y en el torso, firmes y bien contorneados, los pechos, ¡ay, los pechos!, como dos cúpulas de mármol desafiando con su fulgor a las sombras. Más abajo, el vientre, cual brocado con pliegues como encarrujado terciopelo, y una cintura casi invisible de tan estrecha sobre unas generosas caderas, de las que obligan a sentarse cuando su dueño hace gesto de levantarse o rompen el lecho cuando se arrellanan en el catre. Y más abajo aún, dos piernas espléndidas, de ostentosos muslos, finos tobillos y, como colofón, acabadas en dos sublimes pies, sutiles cual dos puntas de lanza, de los que nadie, ni hombre ni genio, es capaz de entender cómo soportan el peso de tan escultural cuerpo. —Cabe añadir a lo expuesto —prosiguió Danhás, enardecido por su propia verborrea—, que el padre de la agraciada, el corajudo rey Gayur, es un paladín animoso e intrépido, de los que no temen ni a la muerte. La única debilidad del rey es el infinito amor que siente por su hija, para la que hizo construir, años
atrás, siete palacios, cada uno de forma diferente, de los que la bella pudiera disfrutar a placer. Todos ellos, sin excepción, con suelos y paredes tapizados de seda y dotados de preciosos ornamentos de oro y plata. En fin, como puedes suponer, cuando la hermosa muchacha llegó a la edad de merecer, los pretendientes de uno y otro lado, a cual más noble y opulento, se agolparon a su puerta. Según me han contado, sin embargo, cuando su padre le propuso el asunto del matrimonio, ella se negó en redondo a obedecerle, pues, al parecer, quería seguir siendo dueña y señora de sus actos sin tener que responder ante un marido. Por más que su padre insistió, ya que había recibido proposiciones y regalos de altos dignatarios, ella seguía empecinada en permanecer soltera y, después que amenazara con el suicidio antes que casarse, el rey Gayur la encerró en su habitación como castigo, custodiada por diez viejas sirvientas y privada de libertad de movimientos, de forma que no pudiera trasladarse a ninguno de los siete palacios que para ella había construido. Indignado, Gayur escribió a los pretendientes informándoles de que su hija estaba aquejada por una locura pasajera y que, tan pronto estuviese restablecida, se pondría en o con ellos. La belleza de su hija, de todos modos, es incomparable, y yo puedo dar fe de ello. Si te apetece, te invito a que me acompañes a su país y la veas con tus propios ojos, para que juzgues si mis palabras, al referirse a ella, han sido lo suficientemente veraces. Maimuna llevaba un buen rato riéndose por lo bajo y, al terminar Danhás su perorata, estalló en carcajadas y, a continuación, dijo: —¡Bah!, no sé por qué has gastado tanta saliva describiendo a semejante perifollo, ¡vaya birria! Para que te enteres, majadero, esta noche, con mis propios ojos, he visto al ser más hermoso que existe bajo la capa del cielo. ¿Crees que puedes impresionarme con tanta palabrería? ¡Pobre desgraciado!, que el Omnipotente te conserve la vista, porque como observador eres un cero. —¿Y quién es este ser tan fuera de serie? —preguntó Danhás, herido en su orgullo. —Mira por dónde, pues es alguien al que le sucedió algo parecido a la niña de tus ojos. Se llama Camar Asamán y es un príncipe que rehusó de todas el matrimonio, a pesar de que su padre, el rey Shahramán, le propuso varias veces contraerlo. Cuando le he visto por primera vez lo ignoraba, pero ya sabes que los genios tenemos recursos para enterarnos, en un abrir y cerrar de ojos, de todo lo que acontece a los humanos.
—¿Y no podrías mostrármelo, querida Maimuna? Si lo viera, tal vez podría certificar que es más hermoso que la hija del rey Gayur, aunque lo dudo. —¿Lo dudas, insensato? —se enojó Maimuna—, yo te demostraré que Camar Asamán es el ser más bello de este mundo, sin ningún género de duda. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 279
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Danhás insistió para que Maimuna le mostrase a Camar Asamán y, a su vez, le propuso que luego le acompañara a Kashgar para ver a la hija del rey Gayur y decidiera después quién de los dos era más hermoso. —Vendré contigo con una condición —manifestó Maimuna—, que si Camar Asamán resulta ser más hermoso, como seguramente así será, sepas reconocerlo y aceptes que has perdido. Si no es así, no te escribiré el salvoconducto que me has pedido. —¡Por supuesto que lo reconoceré! —dijo Danhás, en tono ligeramente ofendido —. Volemos hacia Kashgar, pues. —No, primero veremos a Camar Asamán, que está en un castillo situado justo debajo de donde ahora nos encontramos, luego nos dirigiremos hacia Kashgar. —Bueno, como quieras. Los dos genios descendieron hasta la torre, penetraron por la ventana en la celda en la que Camar Asamán seguía durmiendo como un bendito y se posaron al
lado de la cama procurando no hacer ruido. Maimuna apartó las sábanas y apareció el deslumbrante rostro del apuesto príncipe. —Míralo bien, estúpido —dijo, girándose hacia Danhás con gesto altivo—, y reconoce que es el ser más bello que has visto nunca. Danhás le observó con atención durante un rato y, finalmente, declaró: —¡Que Dios le bendiga! Ciertamente que es muy hermoso. No obstante, querida Maimuna, debes itir que la percepción de la belleza es distinta según el sexo del observador y, para mí, la hija de Gayur es tanto o más hermosa que él, aunque reconozco que es la persona que más se le acerca en cuanto a belleza, casi podrían ser gemelos en este sentido. Enfadada, Maimuna le clavó un bofetón al genio y le dijo: —¡Cretino! Te reto a que traigas aquí a tu princesa, ahora mismo, y la pongas al lado de Camar Asamán para que los comparemos. Vete ya o te arrojaré mis dardos de fuego y morirás abrasado. —Está bien, de acuerdo —acepto Danhás, asustado—, voy a buscarla. Extendió las alas y salió volando inmediatamente hacia el palacio de Gayur, al que llegó en el tiempo de un suspiro, como sólo los genios pueden hacerlo. Aterrizó en la habitación de la muchacha, que dormía profundamente, vestida con una fina camisa de seda en cuyas mangas había bordados, con hilo de oro, estos versos:
El amante que mucho quiere es vituperado y su cuerpo por la pasión es atormentado.
Si me preguntan a qué sabe el amor, diré que unas veces es dulce y otras veces amargo.
Danhás la contempló con ternura y iración unos momentos, luego la tomó en sus brazos con sumo cuidado y, sin que ella se enterara, se la llevó volando hacia el castillo de Shahramán. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 280
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que cuando Danhás llegó de nuevo a la celda, con la muchacha en brazos, la depositó en la cama, al lado de Camar Asamán, y los dos genios les estuvieron observando durante un rato. En honor a la verdad, hay que decir que ambos jóvenes era igualmente bellos y puestos así, uno al lado del otro sobre la cama, parecían los durmientes a los que se refiere el poema:
A dos durmientes observé, sobre la tierra fresca, y a los dos amé, como si en mis ojos durmieran.
Dos gacelas eran, dos soles radiantes y luminosos, dos ramas en flor, dos prodigios en belleza.
—Bien, queda claro que la hija de Gayur es más bella —se pronunció Danhás sin dar su brazo a torcer. —¡Mientes, desgraciado! —se encolerizó Maimuna—, ¡Camar Asamán es más hermoso! ¿Acaso estás ciego? ¿No ves que es perfecto? Escucha lo que soy capaz de improvisar en su honor, dudo que ella te inspire nada igual, idiota, escucha:
Enfermo de amor por ti, esbelta rama, de los censores recibo críticas con saña.
Envuelto, por ti, en manto de tristeza, sobre ti gira mi lamento y mi pena.
Nadie más que yo con tanto ardor te desea, sólo mi corazón se apasiona con la belleza.
Como el más puro colirio, tu pupila negra, me desvela cuando de mí se aleja.
Tu sugestiva mirada penetra en mis entrañas, como no lo haría la bruñida espada.
Prometiste unirte a mí, ¡oh, amor esquivo!
¿No llegará nunca el momento propicio?
Con el peso del amor me cargaste un día y yo no puedo ni cargar con la camisa.
Mi pasión por ti me consume, me desespera, y la larga espera debilita la paciencia.
Mi corazón no es como el tuyo, piedra dura, mi cuerpo es ya tan fino como tu cintura.
¡Qué desgracia la mía! Por un ser cual plenilunio, que encierra toda la belleza del mundo.
Los criticones me preguntan: ¿por quién languideces?, yo soy el que sufre, el demacrado, el que padece.
¡Oh, corazón duro! De tu cintura aprende la delicadeza, ten compasión de mí y apiádate de mi pena.
Por ti, príncipe mío, soy adorador de la hermosura,
¿por qué me desprecias? Muéstrame algo de ternura.
Toma mi mano en la tuya, sólo tú puedes calmarme, ¿no oyes la queja?, ¿acaso pretendes matarme?
De ti espero, aunque sea leve, una señal de afecto, para que así se mitigue de una vez mi tormento.
Mintió el que puso a José como ejemplo de belleza, pues la tuya no es menor que la del profeta.
Yo no soy humano, soy un genio y deberías temerme, pero es mi corazón el que tiembla al verte.
Luminosa y radiante frente, cabello negro, encantadora mirada de hurí y cuerpo esbelto.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 281
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Danhás no se arredró después de oir la recitación de Maimuna y, muy envarado, dijo: —Tus versos han sido conmovedores, en efecto, pero yo no pienso quedarme atrás y también improvisaré unos en honor a la princesa. Escucha:
Con dureza reprochan el amor apasionado y dedican invectivas al enamorado.
¡Dios mío!, protege a una gacela herida, como rama de arce, delicada y fina.
Con la cercanía del amado, el amante enferma, mas seguro que muere con su ausencia.
Tu corazón con mis lágrimas no se enternece, mis ojos ni siquiera parpadean al verte.
Por ti lloro de tal modo que el censor dice: este desgraciado por los ojos echa sangre.
No es asombroso que con delirio te ame, lo asombroso es que mi cuerpo aguante.
Si no puedo unirme a ti, una de dos: o se rompe el amor o se rompe el corazón.
—No está mal —dijo Maimuna, con aire de perdonavidas—, aunque de menor enjundia que mi poesía. Y ahora, dime, ¿reconoces que Camar Asamán es el más hermoso? —No, yo creo que la hija de Gayur es más bella. —¡Mentira podrida!, Camar Asamán le supera en todo. —Pues a mi entender no es así, la princesa es más hermosa. La discusión se acaloró y cuando Danhás se dio cuenta de que, de un momento a otro, la furiosa Maimuna se le iba a echar encima, suavizó el tono y dijo: —Mira, así no vamos a llegar a ninguna parte, si cada uno se mantiene en sus trece. Necesitamos la opinión de un tercero, un mediador que decida cuál de los dos tiene razón y cuya decisión ambos acatemos. —No me parece mala idea —itió Maimuna. Acto seguido golpeó el suelo con el pie y, al instante, apareció un tercer genio, un monstruo deforme y horripilante, jorobado, tuerto, con siete cuernos en la cabeza y cuatro greñas de pelo que le llegaban hasta los talones. Tenía las manos semejantes a las garras de una fiera y los pies, grandes como los de un ogro, con pezuñas iguales a las de un burro. El monstruo hizo una reverencia, besó el suelo ante Maimuna y dijo humildemente: —¿Qué se os ofrece, señora? Estoy aquí para serviros.
—Escucha, Cascás —le dijo ella, pues tal era el nombre del horrible genio—, quiero que hagas de mediador en una discusión que hace rato sostengo con este cabezota de Danhás. Le puso al corriente de los hechos y Cascás, dispuesto a mediar en el delicado asunto, se acercó a la cama y observó a los jóvenes dormidos atentamente. Luego se volvió hacia sus congéneres y, visiblemente emocionado, recitó:
Ve con tu amado y no hagas caso del censor, que la voz crítica no conviene al amor.
El Omnipotente no creó imagen más hermosa que las de dos amantes en el mismo lecho.
Las cabezas en la almohada, tiernamente abrazados, y los cuerpos unidos en plena satisfacción.
¡Ay del que reproche el amor a los enamorados!, no es más que un degenerado sin corazón.
—La verdad es que me veo imposibilitado de emitir un veredicto, ambos son igualmente hermosos —declaró Cascás—, pero se me ocurre algo que puede ayudaros a dirimir la cuestión. Haced que los dos se despierten, no al mismo tiempo, sino por turnos, primero uno y luego el otro, y el que de los dos demuestre más pasión por el dormido será el perdedor. Maimuna y Danhás aceptaron la proposición de Cascás y, con el objetivo de
despertar primero al príncipe, Maimuna se transformó en una pulga y picó en el cuello a Camar Asamán. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 282
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Camar Asamán se despertó sobresaltado, se rascó el lugar de la picadura y, extrañado, oyó una respiración profunda y acompasada a su lado. Extendió la mano y, al notar la presencia de otro cuerpo, abrió los ojos y, boquiabierto y alelado, contempló a la hermosa mujer que dormía a su lado, vestida solamente con una fina camisa de seda que transparentaba todos sus encantos. —¡Válgame Dios, qué maravilla! —exclamó. Temblando de emoción, le desabrochó los botones de la parte superior de la camisa y dejó al descubierto el esbelto cuello de la muchacha y los turgentes pechos. La llama del deseo prendió en su interior con fuerza y quiso despertarla, mas los genios habían infundido un profundo sueño a la princesa y, por más que la zarandeó, no logró que ella abriera los ojos. «Quizás ésta sea la mujer con quien quería casarme mi padre y a lo que yo me negué rotundamente, ¡qué estúpido fui! Mañana por la mañana le haré saber que accedo complacido al matrimonio, si es que ella ha de ser mi futura esposa», se dijo. Con delicadeza, se inclinó sobre ella y la besó en la frente, pero cuando iba a besarla en la boca, ante el regocijo de Danhás y la preocupación de Maimuna, se echó hacia atrás y pensó: «Cuidado, tengo que controlarme. Tal vez ella, siguiendo instrucciones de mi padre, se hace la dormida y se niega a abrir los
ojos. Sí, debe de ser una treta del viejo Shahramán, seguro. La habrá traído aquí mientras yo dormía, para ver cuál sería mi reacción al verla y, si me propaso con ella, tendré que aguantar sus reproches. No la tocaré mientras no se haya aclarado el asunto, puedo esperar hasta mañana». Le abrochó los botones de la camisa y, con sumo cuidado, quitó el anillo de oro que lucía la muchacha en el dedo anular de la mano derecha y se lo puso en su meñique. Hecho esto le volvió la espalda, apoyó la cabeza en la almohada y se quedó otra vez dormido. —¡Ha! —exclamó Maimuna, mirando a Danhás y Cascás con gesto triunfal—, ¿habéis visto eso? Simplemente un casto beso en la frente, ¡casi ni la ha tocado! —Sí, hay que reconocer que se ha comportado como un caballero —aceptó Danhás, sin ocultar su decepción. —Bien, pues ahora te toca a ti —le instó Maimuna, de lo más satisfecha. El genio se transformó en pulga e, introduciéndose debajo de las sábanas, picó a la muchacha en el muslo. Al sentir la punzada, ella se despertó en el acto, abrió los ojos y, con enorme sorpresa y espanto, observó que no se encontraba en su cama ni en su habitación y que, a su lado, había un hombre durmiendo. —¿Dónde estoy? ¿Qué significa esto? —murmuró—. Un hombre aquí… ¡qué escándalo! No obstante, cuando se acercó a él y vio su hermoso rostro, dejó a un lado los temores y se concentró, absorta, en la contemplación de sus cejas, perfectamente arqueadas, la nariz bien proporcionada, el suave contorno de la barbilla, los finos labios y las sonrosadas mejillas, semejantes a dos manzanas, y, mientras lo devoraba con la mirada, se acordó del poema:
Con la belleza a la suya quisieron compararla y la belleza bajó la cabeza, avergonzada.
Le preguntaron: ¿has visto nunca algo semejante?, y contestó: nunca he visto nada comparable.
[Noche 95]
Continuación de la historia de Camar Asamán
«Si hubiera sabido que existían hombres así, no hubiera rehusado casarme», pensó y, con la intención de despertarle, le puso la mano en el hombro y le zarandeó. —Vamos, por favor, despierta —dijo, inquieta—, abre los ojos y mírame, por lo que más quieras. Los genios, igual que anteriormente hicieran con ella, habían infundido a Camar Asamán un sueño muy profundo y, a pesar del zarandeo, el joven permaneció sumido en su letargo, sin enterarse absolutamente de nada. —¿Quién eres? ¿Qué te pasa? ¿Por qué no me respondes? —insistía ella—. ¡Háblame, por favor, dime algo! Finalmente, al ver que el joven no reaccionaba, renunció a despertarle y pensó que quizá todo aquello no era más que un ardid de su astuto padre para convencerla respecto al asunto del matrimonio al que ella se había mostrado tan contraria. «La verdad, si éste es el novio, no tengo ningún inconveniente en enmaridarme. Quizá por eso no quiere hablarme y se hace el dormido, para mantenerme en vilo. Mañana se aclarará todo, supongo. ¡Dios mío, qué guapo es!», se dijo. Entonces se fijó en la mano de Camar Asamán, en el anillo que lucía en su dedo meñique, y se dio cuenta de que era el suyo. —¡Mi anillo, lleva mi anillo! —exclamó, sorprendida. Y, expresando en voz alta sus pensamientos, farfulló: —¡Santo Dios! Esto prueba que… ¡ay, señor!, a saber lo que me habrá hecho mientras dormía… Lo cierto es que la muchacha ardía en deseos, pues ya se sabe que la concupiscencia de las mujeres es mayor que la de los hombres e, imaginándose
lo que el joven habría hecho con ella mientras dormía, mucho más de lo que realmente había sucedido, no pudo dominarse y le besó apasionadamente en los labios. Seguidamente le desabrochó la camisa y le besó en el cuello y en el pecho mientras con la mano, juguetona, le acariciaba el vientre y luego, dejándose llevar por la excitación, le acarició las piernas y le palpó los firmes muslos hasta que, inevitablemente, llegó a la entrepierna y tocó su miembro viril, cosa que le provocó un estremecimiento e hizo que su corazón se acelerara por momentos. Sin embargo, el pudor la contuvo a tiempo y, ruborizada, retiró la mano y, no sin antes besarle de nuevo en la boca, se apartó del apetecible cuerpo. Más calmada, pensó que al día siguiente tendría oportunidad de averiguar todo lo referente a aquel misterio y, procurando pegarse lo más posible a Camar Asamán, se acurrucó a su lado, le rodeó con el brazo y se quedó dormida de nuevo. Maimuna estaba radiante después de presenciar las fogosas acometidas de la muchacha sobre el dormido príncipe, todo lo contrario de Danhás que, muy alicaído, aceptó su derrota sin rechistar. —¡Has perdido! —le espetó la victoriosa Maimuna—, tu linda princesita ha llegado mucho más lejos que mi bello príncipe. Él es el más hermoso, sin duda. Como estaba de un humor excelente, le escribió a Danhás el salvoconducto que le había pedido y ordenó a Cascás que le acompañase a Kashgar, a fin de llevar de vuelta la princesa al palacio de Gayur. Los genios tomaron a la muchacha con cuidado, uno por los brazos y otro por las piernas, se despidieron de Maimuna y salieron volando en dirección al lejano Kashgar. Por su parte, Maimuna se quedó un rato más contemplando a Camar Asamán y cuando se apercibió de que la luz de la aurora despuntaba en el horizonte, levantó el vuelo y se retiró a su guarida. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 96
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que apenas se despertó, Camar Asamán se acordó de la muchacha. Al ver que había desaparecido, supuso que aquello formaba parte del plan tramado por su padre y, de mal humor, le gritó al criado que seguía durmiendo al otro lado de la puerta: —¡Eh, tú, lirón!, ¡despierta y ven inmediatamente! El criado, aún somnoliento y con los ojos legañosos, entró al poco rato con la palangana y el aguamanil. Después de las oportunas abluciones, el príncipe rezó la oración de la mañana y, una vez concluida ésta, le dijo al criado: —No me mires con esa cara de bobo y dime quién se ha llevado de aquí a la muchacha. —¿Qué? —preguntó el buen hombre, de lo más desconcertado—, ¿qué muchacha? —¿Cómo que «qué muchacha»? No te hagas el despistado ahora, ¿quién va a ser? ¡La que ha pasado la noche conmigo! —¿Cómo? Pero, alteza, ¡eso es imposible! Nadie ha entrado en vuestra habitación esta noche. Yo he dormido al pie de la puerta, cerrada con llave, por cierto, ¿cómo queréis que entrara nadie sin enterarme? —¿Serás embustero? O sea, que tú también estás en el ajo, maldito gusano. Responde inmediatamente: ¿quién era la muchacha a la que pusisteis en mi cama anoche y por qué? ¿Dónde está ahora? Mira que no tengo mucha paciencia… —Os juro por mi vida que yo no vi a ninguna muchacha anoche ni sé de qué me habláis —mantuvo el cada vez más asustado sirviente—, por Dios Todopoderoso. —¿Pretendes reírte de mí? —le gritó el encolerizado príncipe—, ¡acércate, desgraciado!
Entonces Camar Asamán perdió los estribos y, hecho una furia, empujó al criado, le tiró al suelo y, echándose encima de él, le propinó un par de puñetazos y le agarró por el cuello hasta casi ahogarle. Y no contento con eso, le ató a la cuerda de la polea que pendía del dintel de la ventana y le echó directamente al pozo haciendo caso omiso de sus insistentes súplicas. Cabe decir que era pleno invierno y al desdichado sirviente casi se le paró el corazón cuando su cuerpo entró en o con el agua helada. Cual si fuera el pozal, Camar Asamán lo izaba y lo sumergía, una y otra vez, sin dejar de chillarle: —¡No te subiré hasta que confieses! Tras el cuarto o quinto chapuzón, al pobre hombre ya no le quedaba más aguante. «El príncipe se ha vuelto loco, tendré que decirle cualquier cosa para que se calme o me matará», pensó y, con todas las fuerzas de las que pudo hacer acopio, gritó: —¡Me rindo! ¡Subidme y os lo confesaré todo! —¡Así me gusta! —dijo Camar Asamán mientras le izaba. El estado del sirviente era deplorable: calado hasta los huesos, con la ropa chorreando, los dientes rechinándole y una tos convulsa que le impedía articular palabra. Cuando Camar Asamán le hubo desatado y con la voz todavía cortada por la tos, acertó a decir: —Por favor… alteza… permitid que vaya a secarme y… cuando vuelva… os lo contaré todo. —Escúchame bien, gusano —le enjaretó el príncipe—, ve a secarte y vuelve rápidamente, como el rayo, y con la lengua bien suelta o, de lo contrario, te arrepentirás de haber nacido. —¡Vengo enseguida! —aseguró el aterrorizado sirviente. Y echó a correr como alma que lleva el diablo. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite,
os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 97
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el sirviente no tuvo más piernas que para correr hacia la sala del trono. En aquellos momentos, precisamente, Shahramán se encontraba en ella, reunido con el visir, y poco antes, refiriéndose al asunto del encierro de su hijo, el rey había dicho: —No me hace ninguna gracia que mi hijo esté recluido en aquella insalubre celda del viejo torreón. No sé, temo que enferme o le ocurra algo malo. —No temáis, majestad —le había tranquilizado el visir—, al príncipe no le ocurrirá nada, está bien atendido, y unos días en soledad no le vendrán mal para que reflexione sobre su mal comportamiento. Justo acababa de decir eso cuando hizo su aparición el criado encargado de atenderle, chorreando agua y hecho un manojo de nervios. —Ma… majestad… su… su alteza el prí… príncipe… —balbució. —¡Válgame Dios! —exclamó Shahramán, sobresaltado—, ¿dónde vas así?, ¿qué ha sucedido? El criado respiró hondo y, esforzándose para hablar de forma coherente, explicó: —¡El príncipe se ha vuelto loco! Dice que esta noche ha dormido con él una muchacha y me ha golpeado y luego me ha atado a la cuerda de la polea y me ha echado al pozo para que yo le confesara quién era la muchacha y quién se la había traído. —¡Hijo mío de mi alma! —se alarmó el rey y, volviéndose hacia el visir con el semblante demudado, le dijo—: ¿Lo ves, miserable? ¡Ahí tienes el resultado de
tus malditos consejos! ¡Ve a ver inmediatamente qué le ha pasado! El visir se levantó en el acto y salió corriendo hacia la torre. Cuando llegó a la celda encontró a Camar Asamán mucho más tranquilo, enfrascado en la lectura del Corán. El visir le saludó y el príncipe, dejando el Libro a un lado, le devolvió el saludo educadamente. En apariencia, nada hacía pensar que el joven se hubiera vuelto loco. —Perdonad la molestia, alteza —le dijo el visir—, pero vuestro padre me envía porque, cuando estábamos reunidos en la sala del trono, se ha presentado el criado que os atiende, hecho una sopa, y nos ha largado una sarta de tonterías sobre vos. Vuestro padre, naturalmente, se ha preocupado y me ha enviado para averiguar qué ha pasado, aunque seguramente no ha pasado nada y todo son invenciones suyas, excusas para justificar su deplorable estado. —¿Y qué os ha dicho el criado sobre mí? —¡Nada más que desvaríos y mentiras! Ha dicho que vos le habíais golpeado y arrojado al pozo para hacerle confesar no sé qué cosa, algo relacionado con una muchacha que, según él, asegurabais que había dormido con vos la noche pasado. ¡Qué disparate! —Muy bonito, señor visir, ¿conque ésas tenemos? ¡Otro que quiere hacerse también el despistado! —replicó Camar Asamán, endureciendo el tono—. Ya que no he podido sonsacar al criado de marras, me lo dirás tú. A ver, ¿quién es la muchacha que durmió conmigo anoche y quién la trajo a mi celda? El visir se quedó helado, ¿habría enloquecido realmente el príncipe? —¡Que Dios nos asista! —exclamó— Es imposible que nadie durmiera con vos anoche, sed razonable. Quizás hayáis tenido visiones, no hay otra explicación. —¿Visiones? ¿Cómo te atreves? ¡Yo te haré ver a ti visiones! —se sulfuró Camar Asamán—. Sabes perfectamente que esta noche, aquí, en esta cama, conmigo, ha dormido una muchacha preciosa, ¡y no lo niegues! —¡Dios nos libre! Quise decir, alteza, que tal vez lo habéis soñado, es lo más lógico. —¡Ha! ¿Soñado, dices? ¿Crees que no distingo entre la realidad y un sueño? La
he visto con mis propios ojos, bien abiertos por cierto, la he visto, la he contemplado y la he tocado incluso, aunque sin propasarme en ningún momento, por supuesto. Y por más que lo he intentado no se ha despertado, o no ha querido abrir los ojos ni hablarme, vaya, porque, seguramente, mi padre y tú le habéis ordenado que actuara de tal modo. Así que, déjate de tonterías y cuéntame la verdad. —La verdad es que no sé de qué me habláis, os lo repito, tiene que haber sido un sueño. —¡Maldita sea! ¿Quieres hacerme creer que lo he soñado? ¡Pues no señor, no cuela! ¡Confiesa de una vez! Camar Asamán se había acercado amenazadoramente al visir y, enfurecido, lo agarró sin miramientos por su luenga barba, se la retorció y, tirándole de ella, lo arrojó sobre la cama. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 98
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el visir lanzó un tremendo alarido de dolor, mas no terminó allí la cosa. Camar Asamán se abalanzó sobre él, le retorció el brazo con una mano y, con la otra, le agarró del pescuezo apretándoselo con fuerza hasta casi ahogarle. —¡Solte, por favor, confesaré! —logró articular el agredido a duras penas. Convencido ya de que el príncipe, a todas luces, había perdido el juicio, decidió
que lo mejor era decirle algo para salir del paso o acabaría estrangulándole. —Habla, bellaco —le espetó Camar Asamán, aflojando la presión. —Ayude a levantarme, os lo suplico, y os lo explicaré todo —le rogó el visir, lloriqueando—. Yo ya soy mayor y algo torpe de movimientos y, después de semejante sacudida, no sé si podré sostenerme. Camar Asamán, no sin refunfuñar, hizo lo que le pedía y, cuando el visir estuvo de nuevo en pie, dijo mientras se frotaba el dolorido brazo: —Todo lo que puedo deciros, alteza, es que anoche, efectivamente, el criado trajo a la bella muchacha para que se acostara a vuestro lado, pero respecto a los motivos de que hiciera tal cosa o a la identidad de ella, os aseguro que es algo que ignoro, sólo vuestro padre lo sabe. Permitid que vaya a hablar con él y tal vez nos lo aclare. —Bien, ve a hablar con mi padre, pero vuelve cuanto antes con la respuesta o no respondo de mis actos. El visir no se lo hizo repetir, salió disparado de la celda y, todavía con el miedo en el cuerpo, pues estaba seguro de que había salvado el pellejo por pelos, se presentó en la sala del trono con el semblante de lo más alterado y temblando como una hoja. —¿Y bien? ¿Qué ha pasado? —le interrogó con aspereza un impaciente Shahramán. —Majestad, ¡es horrible! —¿Qué es horrible? ¡Habla, maldito! —Siento deciros que el príncipe ha perdido el juicio. El criado tenía razón. —¿Qué dices? ¡Válgame Dios! ¡No es posible! —Así es, desafortunadamente. Afirma que ayer por la noche se despertó y encontró a una bella muchacha dormida a su lado, una muchacha que, al parecer, se ha esfumado. Id a verle, majestad, y os convenceréis de mis palabras. Con deciros que me ha retorcido la barba, el brazo y el pescuezo, ¡y casi me mata!,
para obligarme a confesar quién era la muchacha y quién se la había traído, tenéis una muestra de dónde ha llegado su desvarío. ¡Qué desgracia, Dios mío! —¡Desgraciado tú, visir del demonio, cuervo de mal agüero! Fuiste tú el que me aconsejó encerrarle allí, ¡ay!, ¡que Dios me perdone por haberte hecho caso! Y ahora, acompáñame y vayamos inmediatamente a ver a Camar Asamán. Te aseguro que si es cierto que el príncipe ha perdido la cabeza, rata inmunda, tú también perderás la tuya, ¡porque te la haré cortar de cuajo! El visir soportó lo más estoicamente que pudo la lluvia de insultos y, atemorizado por la amenaza que Shahramán había proferido en su contra, siguió sus apresurados pasos sin decir ni pío hasta que ambos llegaron a la celda del viejo torreón. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 99
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el rey Shahramán se precipitó al interior de la celda y el joven príncipe, que se encontraba tendido en la cama, se levantó nada más verle, le saludó cortesmente, le besó la mano y, adoptando una actitud sumisa, declamó:
Si causante fuisteis de lo sucedido, decidme la verdad de vuestros motivos.
Por mi parte os pido perdón por lo que hice y clemencia, ya que ofenderos no quise.
Emocionado, el rey abrazó a su hijo y le besó en la frente y, dirigiendo una mirada de odio al visir que, muy prudentemente, se había quedado en el umbral de la puerta, preguntó a Camar Asamán: —Vamos a ver, hijo ¿qué día es hoy? —Hoy es sábado —respondió sin vacilar el joven— y mañana, domingo; pasado mañana, lunes; el siguiente, martes y luego vendrán miércoles, jueves y viernes. —¡Gracias a Dios!, parece que tienes la mente clara y despejada —dijo Shahramán con alivio y, a continuación, preguntó—: ¿Y en qué mes estamos? —En el mes de dulcada, del calendario musulmán. El mes que viene será dulhigga y después seguirán, exactamente por este orden, muharram, safar, los dos meses de gumada, rabí primero, rabí segundo, ragab, shabán, ramadán y shaual. —¡Bravo! —exclamó el rey y, dirigiendo otra mirada desafiante al visir, añadió —: ¿Te convences de que mi hijo está perfectamente y en sus cabales? El único loco aquí eres tú. «Espera y verás», pensó el visir que, después de ser víctima de la ira del príncipe, guardaba las distancias y un cauto silencio. Sabía que, de un momento a otro, Camar Asamán mencionaría el tema de la muchacha y las ilusiones del rey se irían a pique. Y así fue, efectivamente, porque lo siguiente que dijo el joven fue: —Padre, sé que os he decepcionado y os he causado muchos sinsabores con la cuestión de mi rechazo al matrimonio y reconozco que ayer os di un gran disgusto ofendiéndoos públicamente por ese motivo, pero ahora estoy dispuesto a casarme. Me casaré con la muchacha que durmió aquí conmigo anoche, sé que la mandasteis vos para convencerme y a fe que me habéis convencido. Os juro
que no la toqué más allá de un simple beso en la frente y sigue siendo virgen. La sonrisa con la que Shahramán había escuchado las primeras palabras del príncipe se diluyó inmediatamente cuando oyó las últimas. —¡Cielo santo! ¿Qué historia es ésa de la muchacha? —dijo, preocupado—. Entra en razón, hijo, y deja de creer que una mujer ha dormido esta noche a tu lado, ¡es imposible!, y mucho menos que yo haya tenido nada que ver en el asunto. Seguramente lo has soñado, hay sueños así, tan vívidos que parecen reales. Debiste de quedarte dormido dándole vueltas a la cabeza sobre el matrimonio y por eso soñaste lo que soñaste. —¡Nada de eso, padre!, no fue un sueño —aseguró Camar Asamán, contrariado —, de nada estoy más convencido, la muchacha era tan real como nosotros, ¡de carne y hueso! ¿De verdad que no tuvisteis nada que ver en el asunto? —De verdad, te lo juro, y sigo pensando que fue un sueño. —Bueno, pues, si alguien os dijera que ha soñado que estaba luchando en una batalla y se despertara con una espada ensangrentada en la mano, ¿diríais que fue un sueño? —Hombre, no, claro que no, pensaría que estuvo luchando realmente. —Entonces echad un vistazo a este anillo. Camar Asamán se quitó del meñique el anillo que había pertenecido a la bella desconocida y lo puso en la palma de la mano de su padre. —Este anillo no es mío, ¿verdad que no? Lo sabéis perfectamente, igual que yo. Pues bien, lo tengo porque se lo quité a la muchacha mientras dormía, o hacía ver que dormía, no sé. ¿Qué decís a eso? El rey se quedó de piedra. Tomó el anillo con la otra mano, lo hizo girar entre el pulgar y el índice y, de lo más desconcertado, dijo: —Ahora sí que me dejas estupefacto, hijo; verdaderamente, sólo Dios conoce los extraños vericuetos por los que discurren a veces las cosas de este mundo. Esto es increíble, ¿qué puedo decirte yo, pobre de mí?, estoy anonadado. No nos queda más remedio que esperar a que el Señor nos ilumine para aclarar este
misterio. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 100
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el rey Shahramán, bajo la impresión del misterio del anillo que estaba en poder de Camar Asamán, recitó:
Ojalá que el destino las riendas afloje y nos ofrezca tiempos mucho mejores.
Que se cumplan nuestras esperanzas y anhelos y que se resuelvan para bien los misterios.
—No estás loco, es cierto —siguió hablando el monarca—, pero yo no puedo decirte nada que aclare mínimamente esto. Sólo Dios lo sabe. —Pues yo sólo sé que si la muchacha no aparece, moriré de pena —aseguró un Camar Asamán súbitamente abatido.
Y con la tristeza marcada en las facciones de su hermosa cara, el príncipe recitó:
Cumple lo que prometiste y ven a verme, ven al encuentro de tu doliente enamorado.
¿Permitirás que se consuma el cuerpo de un hombre que desde que te vio del sueño está privado?
Solo me dejaste el día que te fuiste, con la llama de la pasión en mis entrañas.
Los envidiosos me reprochan que por tu causa hasta la saciedad de abandono me queje.
El llanto brota de mis ojos como una fuente, la nostalgia me desgarra el corazón.
Aguanta la paciencia, resiste la pasión, mas con el tiempo ambas se derrumban.
El apesadumbrado rey tomó la mano de Camar Asamán y dijo:
—Vamos, querido, salgamos de este fatídico antro. Con el visir delante, marcando el paso, los tres abandonaron la torre, cruzaron el patio y luego, mientras el visir se encaminaba a su lugar de trabajo, padre e hijo se dirigieron a sus dependencias privadas. Ya en su cuarto, Camar Asamán se tendió en la cama y el rey, tomando una silla, se sentó al lado de la cabecera y, sin apartar la vista del afligido joven, recitó:
El destino actúa como si fuera mi rival y con sus calamidades me azota sin cesar.
Si por casualidad un día me da alegría, al día siguiente otra vez me la quita.
A partir de aquel funesto día la existencia de ambos cambió totalmente. Camar Asamán, postrado en el lecho del dolor y sumido en una profunda melancolía, no hacía más que llorar y lamentarse, comía solamente lo justo para mantenerse con vida y apenas dormía. Por su parte, Shahramán no se separaba de él, ni de noche ni de día, atendiéndole en todo momento y descuidando totalmente sus tareas de gobierno. Llegó un momento en que el príncipe sólo abría la boca para declamar tristes y sentidas composiciones, de este estilo:
Os advierto que no es más que una hechicera y no hay forma de liberarse de sus encantos.
Sus ojos negros lanzan continuos conjuros, más contundentes que el filo de una espada.
Que no os engañe la dulzura de sus palabras, con ellas nubla la mente y el juicio arrebata.
Si la tersa y sutil rosa rozara su mejilla, de puro placer por su tacto lloraría.
El suave perfil por su belleza seduce y prende el fuego que así nos consume.
La perfumada brisa rodea el esbelto talle y con su aroma para bien se confunde.
Si tintinearan las ajorcas tocando los pendientes, ¡qué goce sentirían las largas trenzas!
El censor por amarla me denosta y critica, no prosperan las miradas sino las cuitas.
¡Ay, Señor!, ¿por qué conmigo no eres justa?, haz que mi vista se complazca en tu hermosura.
De vez en cuando el visir les visitaba y, aunque era recibido con extrema frialdad por parte del monarca, le informaba de los asuntos más importantes que afectaban al reino, informes que eran escuchados con indiferencia y desgana. —Majestad, ¿hasta cuándo permaneceréis aquí encerrado? —se atrevió a decirle un día—, los mandos militares se muestran cada vez más nerviosos por vuestro alejamiento del poder y temo que en cualquier momento estalle una revuelta. Comprendo vuestro dolor pero, en mi opinión, deberíais dejaros ver de vez en cuando en la sala del trono o presidir algunos plenos del consejo, un par de veces por semana, pongamos. En cuanto al príncipe, ¿no sería mejor trasladarlo a una de las dependencias del castillo con vistas al mar? Es posible que la brisa marina le revitalice y, además, por mucho que nos empeñemos, los humanos nada podemos hacer contra la fatalidad del destino. Como dijo el poeta:
Bien hiciste en disfrutar de los buenos momentos, sin temer los crueles reveses del hado funesto.
Alegres eran las noches mientras las gozabas, sin pensar que de las sombras surgen desgracias.
El rey, muy a su pesar, tuvo que itir que las palabras del visir eran acertadas y le hizo caso. Mandó que trasladaran a su hijo a una habitación con vistas al mar y, aunque siguió sin apartarse de su lado los demás días, decidió que los lunes y los jueves se dedicaría a sus tareas de gobierno. La habitación, por cierto, era espaciosa y alegre, con grandes ventanales y una vista excepcional sobre la costa y el puerto, pavimentada de mármol y con paredes y techo cubiertos de mosaicos decorados con preciosos dibujos grabados en oro y lapislázuli. Le prepararon al príncipe una mullida cama, con sábanas y colcha de seda, mas ni el bello entorno ni el confortable lecho afectaron en lo más mínimo el decaído ánimo del joven, cada vez más pálido y delgado por la falta de sueño y la
frugalidad de sus comidas. Camar Asamán no era más que una sombra del vigoroso y gallardo mancebo que había sido. Pero, mientras tanto, ¿qué había sido de la bella muchacha que minaba su salud y le había precipitado al abismo de la melancolía? Volviendo atrás en el tiempo, la mañana después de la noche en que los genios la trasladaron de Kashgar a Jalidán, de ida y vuelta, para comparar su belleza con la de Camar Asamán, la princesa, que, por si no lo he mencionado antes, se llamaba Budur, se despertó con una sola imagen en la cabeza, la del apuesto joven que la había cautivado, y el vivo recuerdo de su extraordinaria experiencia nocturna. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 101
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Budur llamó a gritos a las sirvientas que, asustadas, irrumpieron en la habitación con la vieja ama de llaves que las mandaba a la cabeza. —¿Pasa algo, señora? —preguntó la anciana—, ¿por qué habéis gritado de esa manera? —¿Y tú me lo preguntas?, ¡no me hagas reír! —replicó la crispada Budur—, soy yo la que tengo que preguntarte dónde diablos me llevasteis anoche y dónde está el hombre en cuya cama me metisteis. —¡Santo Dios! —exclamó el ama, escandalizada—, ¿a qué hombre os referís? —Al joven con el que he dormido, al menos buena parte de la noche. Tú sabes
mejor que yo a quién me refiero y quiero que me aclares inmediatamente el asunto. —Por Dios, señora, no os burléis de mí, no soy más que una pobre anciana con un pie en la tumba. No sé de qué me habláis, os lo aseguro. —¡Vieja embustera! —la insultó Budur—, no te hagas la inocente ahora, ¡eres tú la que se burla de mí! La impetuosa Budur no pudo contener la furia, se levantó de la cama hecha un basilisco y, sin miramientos de ninguna clase, propinó un violento empujón a la anciana, que dio con sus gastados huesos en el duro suelo. La vieja ama cayó en posición comprometida, boca arriba y con la falda arremangada y, como quiera que no usaba enagua, enseñó todas sus vergüenzas. La misma Budur, a pesar de su enfado, no pudo reprimir una carcajada al observar que las partes pudendas de la señora hacía tiempo que no recibían un buen baño de agua clara y ofrecían un aspecto sucio y roñoso. Pero pronto la hilaridad de las criadas, que habían coreado con sus risas el estallido jovial de la princesa, quedó cortada al ver que Budur se lanzaba encima del ama de llaves y le clavaba un par de bofetadas mientras les ordenaba: —¡Sujetadla de pies y manos, deprisa! Algunas de las criadas se aprestaron a cumplir sus órdenes, pero las más, francamente asustadas, huyeron despavoridas hacia la habitación de la madre de Budur para informarla de la sorprendente escena de la que habían sido testigos. Ante las alarmantes noticias que le transmitieron atropelladamente las criadas, la madre de Budur corrió a ver a su hija, pero cuando entró en su alcoba la situación parecía haberse tranquilizado. Budur estaba bastante más calmada y el ama de llaves, otra vez en pie, la miraba desde la puerta, cohibida y atemorizada, presta a salir corriendo ante cualquier indicio de un nuevo ataque por parte de la princesa. —Buenos días, Budur —la saludó su madre con dulzura—, ¿estás bien, hija? Las criadas me han contado que desbarrabas diciendo no sé qué historia de que habías dormido con un hombre, que las acusabas a ellas de haberlo traído y que, en un arrebato de mal genio, has maltratado a la pobre ama de llaves, ¿es eso cierto? —Es cierto que le he dado un par de tortazos al ama, madre, pero bien merecidos
y por motivo justificado, y en cuanto a eso de que desbarraba, nada de nada — respondió Budur con firmeza—. Anoche me desperté mientras dormía y me encontré en una habitación y una cama extrañas, y con un hombre acostado a mi lado, ¡y qué hombre!, el joven más apuesto y hermoso que existe. No sé si vos sabéis algo de esto, cómo es que fui a parar allí y quién era dicho joven; si algo sabéis, contádmelo, os lo suplico, porque sea quien sea, el caso es que me he enamorado de él, le quiero con todas mis fuerzas y siento por él lo que sintió el poeta que compuso:
La belleza moldea sus espléndidos atributos, el encanto se plasma en sus movimientos.
Si la luna llena hablara le diría que ante él su esplendor se disipa.
Si el creciente lunar besara su rostro, besaría de lleno la cara del plenilunio.
El resplandeciente lunar de su mejilla resalta como una de sus cualidades.
En la seducción se ampara para cautivarnos, ¡Que Dios nos libre de su hechizo!
Le pido al destino que de nuevo a él me una, aunque luego nos separe la luz del día.
Al azar perdono por habérmelo traído y le suplico que otra vez nos reúna.
Juntos y abrazados pasamos la noche, en la embriaguez de la dulce ternura.
Le abracé como el avaro abraza su riqueza y hacia él me incliné sin reservas.
Con mis brazos le rodeé como si fuera un cervatillo temeroso del peligro.
—¡Hija mía! ¿Acaso has perdido el juicio? —se horrorizó su madre después de oírla—, ¿no te da vergüenza decir lo que dices? Por supuesto que yo no tengo nada que ver en semejante asunto, todo son imaginaciones tuyas y deberías desterrar de tu cabeza esta locura. —No son imaginaciones mías ni yo estoy loca; el joven existe, estoy segura — recalcó Budur—, y decid a mi padre que si no me casa con él, soy capaz de quitarme la vida. —¡Válgame Dios, qué disparate!, entra en razón, hijita, ¿cómo quieres que un hombre durmiera anoche contigo? Lo más probable es que haya sido un sueño,
¡y vaya pesadilla que nos ha traído! —¡Basta ya, todos me estáis mintiendo! —se exasperó Budur—. Pretendéis hacerme creer que desvarío. ¡Traedme de una vez al joven, traédmelo! Presa de un violento ataque de nervios, la princesa empezó a correr de un lado a otro de la habitación, dando patadas y manotazos y rompiendo cualquier objeto rompible que encontraba a su paso. La desesperada madre pidió a gritos el auxilio de las criadas, que acudieron prestas y, no sin esfuerzos, lograron sujetarla. Y mientras las sirvientas hacían cuanto podían para intentar calmarla, la madre corrió a buscar a su esposo, el rey Gayur, para ponerle al corriente del infortunado suceso La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 102
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que cuando el rey Gayur se presentó en la habitación de su hija, ésta se había tranquilizado, aunque la congestión de su rostro reflejaba la mezcla de enojo, disgusto e impotencia que sentía por dentro. Al saludo de su padre, la princesa respondió cortésmente y, en señal de respeto, se cubrió con un velo la cabeza. —Budur, hija mía, cuéntame lo que te pasa. Las palabras de tu madre me han asustado y estoy muy preocupado —le dijo Gayur con toda cautela. —No disimuléis, padre, sabéis perfectamente qué me pasa, pues seguramente vos mismo fuisteis el organizador de lo de anoche, en vuestro empeño por casarme —contestó Budur encarándose a su padre—. ¿Quién, si no, pudo hacer
que me llevaran a la cama en que dormía aquel joven? ¿Quién pudo aleccionarle para que fingiera estar dormido por más que yo intentara despertarle, ni siquiera cuando le besé y le abracé? El rey se llevó las manos a la cabeza, ¡su bienamada Budur se había vuelto loca de remate! Muy a su pesar y con todo el dolor de su corazón, mandó que trajeran unos grilletes y una cadena e hizo sujetar a su hija, por el cuello, a una anilla que pendía de una de las paredes del aposento. Hecho esto, encargó a un guardia que se apostara a la puerta de la habitación para impedir el paso a las sirvientas, e incluso a la madre de la princesa, y entrara sólo para llevarle agua y comida. No podía soportar la idea de que nadie viera a Budur en tan lamentable estado. Antes de salir de la habitación, dirigió una última y lánguida mirada a su hija y luego, cabizbajo, cerró la puerta tras él, dio las oportunas instrucciones al guardia y se alejó con pasos lentos y pesados, convertido en la viva imagen de la desolación. Al día siguiente, Gayur se dirigió a la sala del trono y convocó con urgencia una reunión del consejo del reino. Emires, visires, chambelanes y altos cargos del gobierno acudieron con prontitud a la convocatoria y en cuanto todos hubieron cumplimentado el trámite de saludos y reverencias al monarca, el rey les comunicó la triste noticia de la locura que había atacado a la princesa Budur en forma de algún maligno genio que, adoptando la figura de un hermoso joven, se había intruducido en su cabeza y le había producido el estado de enajenación en que se hallaba sumida. Seguidamente, muy serio, les anunció su intención de remover cielo y tierra para encontrar a alguien que fuera capaz de curarla y dijo: —Os prometo, y todos sois testigos, que aquel que logre sanarla obtendrá su mano, pues la casaré con él, pero, atención, el que lo intente y no lo consiga, será decapitado, que quede claro. No voy a permitir que nadie que la haya visto vaya contando por ahí las intimidades de la princesa y manche su honor. La consternación se apoderó de toda la sala y, uno a uno, los presentes expresaron al rey sus deseos de pronta recuperación de la princesa. Uno de ellos, no obstante, además de miembro del consejo era un reconocido y competente astrólogo y, sin dudarlo, ofreció al rey sus servicios. —Majestad, permitidme que visite a la princesa —expresó con valentía—, tengo experiencia en estos casos y creo que estoy en condiciones de liberarla de su dolencia.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 103
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el rey Gayur le obligó a acatar bajo juramento la condición que había puesto para cualquiera que quisiera enfrentarse al reto de curar a la princesa y, una vez que hubo jurado, le permitió ir a su casa para que trajera a palacio los instrumentos de trabajo. Conque armado de sus instrumentos y precedido por el rey, el astrólogo penetró en la habitación de la princesa. —¿A qué ha venido este hombre? —dijo Budur, dirigiéndose airadamente a su padre—, ¿cómo es que permitís que entre aquí un extraño? —Calma, hija, calma; este buen hombre ha venido para ayudarte. Es un experto astrólogo y va a intentar liberarte del demonio que se ha metido en tu cabeza. —¡Ni astrólogos ni demonios! ¡Yo no estoy enferma ni endemoniada, padre! Lo único que quiero es que me traigáis al joven que anoche durmió conmigo, el que hizo conmigo lo que refleja el poema:
¿Acaso quieres desgarrar mi corazón?, tus flechas en él has clavado.
¡Oh, tú, dechado de cualidades! ¿por qué de saludarte me impides?
¿Acaso quieres acabar con mi vida?, ¡cede un poco en tu cruel rigidez!
Si al menos una sonrisa me dedicaras, de mi sufrimiento me liberarías.
Pero si mi vida es lo que quieres, di solamente que todo fue un sueño.
Al escuchar estas palabras, el astrólogo comprendió en el acto cuál era el verdadero problema de la muchacha: se había enamorado, lo que no podía saber era si se había enamorado de un ser real o de una imagen que su mente había creado y, desde aquel momento, supo que nada podría hacer por sacarla de su obsesión. Resignado a su suerte y viendo que el hecho de decírselo al rey no le salvaría el pellejo, se limitó a declarar: —Majestad, lo siento, pero lamentablemente la curación de la princesa no está en mis manos. Con esto había sellado su destino. Gayur, fiel a la condición que él mismo había impuesto, dictó su sentencia de muerte ante el resto de del consejo y el astrólogo fue decapitado. Pasaban los días y al rey le rompía el corazón el sufrimiento de su hija, por lo que resolvió hacer pública una proclama convocando a los astrólogos, médicos y curanderos del país para que acudieran a palacio a prestar sus servicios e
intentaran curar a la princesa de su locura. Dejó claro, en todo momento, que todo aquel que se presentara con tal objetivo y no lo consiguiera, sería decapitado. En breve, gran cantidad de doctores y entendidos en la materia, procedentes de todas las regiones del reino, se reunieron en la capital prestos a jugarse la vida por obtener la mano de la princesa y fueron congregados por Gayur en el palacio real, donde, puestos en fila y al unísono, juraron que acatarían la condición impuesta. A continuación, el primer aspirante, un afamado astrólogo, fue enviado por el rey en compañía de un guardia a la habitación de Budur. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 104
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el docto personaje fue recibido con semblante hosco y total mutismo por parte de la princesa, que seguía encadenada y recluida en su cuarto. El astrólogo, sin embargo, la saludó como correspondía a su alteza real y, seguidamente, sacó de su zurrón un pebetero de bronce, unas tabletas de plomo, un lienzo con talismanes grabados, cálamos y papeles e inició su trabajo. En primer lugar puso incienso en el pebetero, lo quemó y, mientras esparcía el humo por el lugar con ayuda del lienzo, empezó a soltar una retahíla de ininteligibles conjuros. —¿Qué diablos estás haciendo? —le interrumpió Budur, rompiendo así su silencio. —Alteza, por orden de vuestro padre, estoy intentando liberaros de la locura que os aqueja.
—¡Largo de aquí, maldito estrellero de pacotilla! —le increpó la muchacha—, no sé cómo se atreve mi padre a mandarme semejantes individuos, ¡fuera, he dicho! —Tranquilizaos, princesa, estáis poseída por un genio maligno y yo os ayudaré a quitároslo de la cabeza. —¡Yo no estoy poseída por ningún genio! Vete de aquí ahora mismo y dile a mi padre que no me envíe más nigromantes ni aprendices de brujo, lo único que quiero es que me traiga al apuesto joven que una noche durmió conmigo, al que le dedico los versos del poeta:
Por tu preciosa cara, no traiciones nuestro pacto, alivia mi sufrimiento y únete a mí en el acto.
Por la verdad de nuestros mutuos sentimientos, por la autenticidad de tu fe, sé sincero.
Por la fidelidad que te prodigo, sé fiel, te pido, y que a las palabras vanas no prestes oídos.
—Bien, por lo que veo, el único que puede reuniros con el joven del que os habéis enamorado es vuestro padre, el poderoso rey Gayur —expresó con disgusto el astrólogo, que había comprendido la verdadera naturaleza del mal que afectaba a la princesa. Contrariado, guardó sus instrumentos, salió de la habitaicón y se fue al encuentro del rey. —Majestad, vuestra hija no está loca, está enamorada —le dijo sin pelos en la
lengua— y mi ciencia nada puede en contra de ello. Lo único que la curaría sería que le permitierais unirse a su amado. —¿Cómo te atreves a hablar así de mi hija, rufián? —se encolerizó el rey—, lo que pasa es que eres un incompetente. ¡Guardias, llevadle al verdugo y que le corte el cuello! A continuación probó suerte otro astrólogo, que tuvo el mismo fin que el primero, y así también el tercero y el cuarto y toda la serie de astrólogos, médicos y curanderos, unos ciento cincuenta en total, que pasaron aquel día y durante los días siguientes por la habitación de Budur y luego bajo el montante del verdugo. Todos ellos sin excepción fueron decapitados y sus cabezas colgadas en el muro que circundaba el palacio, expuestas a la vergüenza pública. El rey estaba desesperado y extendió la proclama allende las fronteras del reino. Numerosos astrólogos de países y regiones vecinas acudieron a la llamada y todos acabaron decapitados, de manera que, en cuestión de diez días, las cabezas de otros doscientos astrólogos colgaron de los muros de palacio. Después de eso, cundió el pánico entre los del oficio y nadie más, ni súbdito ni extranjero, se atrevió a presentarse ante el rey para ofrecer sus servicios. A todo esto, resulta que la vieja ama de llaves, a la que Budur había agredido, había sido también su ama de cría en el pasado y tenía un hijo, llamado Marsauán, que era hermano de leche de la princesa. De niños, Marsauán y Budur habían jugado muchas veces juntos, hasta que de adolescentes les separaron. Marsauán era un joven curioso e inquieto, que se había dedicado a viajar por su país y el extranjero en busca de conocimiento, había aprendido mucho en los campos de la astrología, las matemáticas y la adivinación y se había convertido en un experto en el uso del astrolabio. Hallándose, pues, lejos de su tierra, le habían informado de la desgracia que había azotado Kashgar con la locura de la hija del rey Gayur y los muchos sabios que habían perdido la vida intentando curarla. Cuando Marsauán lo supo, emprendió inmediatamente el camino de regreso a casa y, el día en que llegó a la capital de Kashgar, todavía algunas cabezas de los infortunados que habían fracasado en su intento de curar a la princesa pendían de los muros de palacio. La madre de Marsauán le recibió con la consiguiente alegría pero, inevitablemente, antes que otra cosa, su primer tema de conversación fue el asunto que tenía a la corte y a todo el pueblo en vilo.
—Desgraciadamente, hijo mío, las cosas no van muy bien por aquí —le dijo su madre—, no sé si te has enterado de lo que ha pasado con Budur. —¿Que si me he enterado? Las noticias vuelan, madre, lo sé todo. Un viajero me comentó el caso cuando me encontraba en el extranjero y por eso he venido. De los muros de palacio todavía cuelgan algunas de las cabezas de los desdichados astrólogos, ¡qué calamidad! —Así es, hijo mío, estamos todos trastornados, al parecer Budur no tiene cura. —Por eso precisamente he venido, para intervenir en el asunto, la conozco bien y creo que algo puedo hacer por ella, al menos intentarlo, pero necesito vuestra ayuda. —¿Mi ayuda?, ¿y cómo puedo ayudarte yo, pobre de mí? —Pues podéis ayudarme a entrar en palacio y penetrar secretamente en la habitación de Budur, necesito verla. De todos modos, si no podéis, pediré audiencia al rey para que me permita visitarla y que sea lo que Dios quiera. —¡Ni se te ocurra! Claro que te ayudaré, hijo, cuenta conmigo. Lo único que te pido es un poco de paciencia hasta que encuentre la mejor manera de llevar a cabo nuestro propósito. En cuanto tuvo oportunidad, el ama de llaves habló con el guardián apostado a la puerta de la habitación de Budur y, después de entregarle una bolsa con cierta suma de dinero, le dijo: —Mi hija fue amiga íntima de Budur durante años, antes de casarse, y desde que se enteró de su estado de enajenación anda muy preocupada y no para de decir que quiere verla. Te ruego que, en cuanto sea posible, nos dejes entrar en el cuarto de la princesa. Naturalmente, puedes contar con nuestra total discreción, será un secreto entre nosotros. —De acuerdo, os facilitaré la entrada —accedió el guardián—, hoy mismo si queréis, pero venid de noche por favor, no fuera caso que apareciera el rey por aquí y nos pillara. —Claro, no te preocupes, vendré esta noche con mi hija.
La hija no era tal, por supuesto, sino su hijo Marsauán que, a la hora convenida con el guardián, llegó acompañado de su madre y convenientemente disfrazado de mujer, de manera que no habían despertado ninguna sospecha por los pasillos de palacio. El guardián les abrió la puerta de la habitación y, mientras la madre se quedaba esperando fuera, Marsauán entró libremente. La habitación estaba iluminada con dos velas y a Marsauán se le cayó el alma a los pies cuando vio a Budur encadenada. La insomne Budur observó con sorpresa cómo la inesperada visita se quitaba el velo y el vestido de mujer y debajo de él aparecía su hermano de leche, al que tenía en mucho aprecio. —¡Querido Marsauán! —exclamó, mostrando por fin una sonrisa en su rostro—, ¡qué agradable sorpresa!, hacía tiempo que no sabíamos nada de ti, infatigable trotamundos, ¿qué tal?, ¿qué me cuentas? —Lo importante es lo que tienes que contarme tú, Budur —replicó Marsauán con dulzura—, estoy muy preocupado por las noticias que circulan sobre tu salud y, enseguida que me enteré, lo dejé todo y vine a Kashgar inmediatamente, a ver si puedo hacer algo por ti. Como ves, he venido hasta aquí a escondidas, sin que tu padre lo sepa. —Dicen que estoy loca, hermano, pero no lo creas, no es cierto —se quejó amargamente Budur—, y ya estoy harta de que mi padre me mande hechiceros y matasanos para curar mi supuesta demencia. Lo que me pasa puede resumirse en estos versos:
Dicen que estoy loca, pero es amor lo que siento, ¿acaso en la locura no está lo mejor de la vida?
Dejaos de reproches y traedme a quien me enloqueció, pues mi locura por él no es más que de amor.
Marsauán no necesitó más explicaciones para saber que la princesa estaba enamorada. —No te atormentes más, Budur —la consoló Marsauán—, explícame todo lo relacionado con el caso y, Dios mediante, encontraré la forma de ayudarte. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 105
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, con toda confianza, Budur le contó a su hermano de leche lo que había pasado la noche en que, al despertarse repentinamente, se había encontrado acostada en una cama extraña y al lado de un hombre desconocido, el bello joven que la había cautivado y, a la mañana siguiente, como por arte de encantamiento, había abierto los ojos en su propia cama y sin el joven al lado, el cual parecía haber desaparecido sin dejar rastro. Le confesó que lo que más deseaba en este mundo era volverse a encontrar con él, pues se había enamorado perdidamente, y no olvidó contarle el importantísimo detalle del anillo que, a la fuerza, tenía que obrar en poder del joven que se lo había quitado. —Mientras tanto languidezco aquí, encadenada como una loca —concluyó Budur—, pues nadie cree en mi historia y piensan que estoy chiflada. No duermo bien ni me aprovecha la comida, te lo aseguro, y me paso el tiempo llorando o recitando composiciones como ésta:
Sufriendo de amores, mi vida ya no es grata,
¡ay ese ciervo que en mi corazón pasta!
Con la hierba de mis pensamientos se nutre, ¡ay ese amor que mis entrañas consume!
Del amor que prodigo, él cuenta con un alijo, mas yo de su parte indiferencia recibo.
A mis requerimientos no respondo y confieso lo que por él tan profundamente siento.
No hay motivo de asombro en mi empecinamiento, lo asombroso sería olvidar el tormento.
Envidia siento de quien le tiene a su lado y de tal sentimiento no noto cansancio.
¡Qué facciones tan hermosas y finas posee!, a la delicada rama del todo se parece.
De sus finas pestañas dispara las saetas
que en el centro del corazón aciertan.
Y en el centro de mi corazón ocupa el espacio que hasta ahora nadie había ocupado.
Le ofrezo mi vida, mi amor apasionado, y él no me ofrece nada a cambio.
Mi pasión oculto y vierto por él mi llanto, ¡qué arduo esfuerzo es el que hago!
Lejos se encuentra y cerca de mi corazón, cerca el recuerdo y lejos la unión.
—No te preocupes, Budur, yo sí creo en tu historia y te prometo que recorreré todo el mundo, si es necesario, hasta encontrar a tu amado y traerle a tu lado — manifestó Marsauán, conmovido—. Tu anillo me ayudará a reconocerle, puesto que es una joya única y me acuerdo perfectamente de cómo era. Venga, pues, confía en mí y arriba ese ánimo. Budur le agradeció de todo corazón su noble gesto y, con la llama de la esperanza reavivada en su interior, se despidió de su hermano de leche deseándole suerte. Por su parte, Marsauán tuvo buen cuidado de volver a ponerse las ropas de mujer antes de salir de la habitación y, una vez fuera, se reunió con su madre y ambos regresaron a casa. El intrépido Marsauán no quiso perder ni un día de tiempo y, a la mañana
siguiente de su encuentro con Budur, emprendió el viaje. Incansable, recorrió regiones, valles, pueblos y ciudades hasta que, al cabo de un mes, llegó a una ciudad costera, llamada Dairán, en la que, como en casi todas partes, habían llegado los ecos de la proclama del rey Gayur de Kashgar y se comentaba la locura de la princesa Budur y el mal fin de todos los que habían intentado curarla. Pero fue también en Dairán donde escuchó por primera vez la historia de un tal Camar Asamán, príncipe heredero del reino de Jalidán, que hacía meses estaba postrado en cama, aquejado de una extaña enfermedad que parecía no tener remedio y que había sumido a su padre, el rey Shahramán, en el dolor y la desesperación. Marsauán tuvo una corazonada y, al preguntar a qué distancia se encontraba de Jalidán, le informaron que se hallaba a seis meses de viaje por tierra y un mes por mar. Resuelto, pues, a llegar hasta Jalidán, tomó la vía más rápida y se embarcó en el primer velero del que tuvo noticia que zarpaba hacía aquel país. Navegaron sin problemas durante casi toda la travesía, hasta que, cuando el vigía ya había anunciado tierra a la vista y habían puesto proa hacia el puerto de la capital de Jalidán, se desató una fuerte tempestad y la nave naufragó, no lejos de la costa. Marsauán era buen nadador y luchó hasta el límite de sus fuerzas contra la corriente hasta que, exhausto, llegó a tocar las rocas del rompeolas que había justo bajo los muros exteriores de la ciudadela. Llegó tan fatigado, sin embargo, que por más que intentaba asirse al saliente de alguna roca, no lo lograba. En aquel preciso momento, dentro del castillo, el rey se encontraba en la habitación de Camar Asamán, sentado como siempre al lado de la cabecera de su cama. De pie junto a él, un paje le abanicaba con un flabelo y, con la mirada lánguida, contemplaba al doliente Camar Asamán que, desde hacía dos días, no había probado bocado ni había despegado los labios, de manera que en la corte se temía seriamente por su vida. El visir había acudido a visitarle y, como quiera que el rey no le hacía ningún caso, se había quedado un rato abstraído, mirando por uno de los ventanales cómo amainaba el temporal y, poco a poco, el cielo se despejaba y se tranquilizaba la mar. De pronto, algo le llamó la atención, fijó la vista en un punto del rompeolas y distinguió al extenuado Marsauán esforzándose sin éxito para encaramarse a las rocas. Inmediatamente se acercó al rey y, con voz tenue, para no molestarle, le dijo: —Majestad, ahí fuera hay un hombre que está a punto de ahogarse, con vuestro permiso iré a ver si puedo ayudarle a salir del agua.
—Ve, ya es hora de que hagas algo bueno —le contestó secamente el rey—, y si logras salvarle, tráele aquí; tal vez, ¿por qué no?, pueda indicarnos algún remedio para mejorar la salud de mi hijo, porque si él muere, cretino, ordenaré que te corten el cuello. Asustado por la contundencia de estas palabras, el visir salió a todo correr de la habitación y del castillo y, tomando el camino más corto, llegó al lugar en el que Marsauán estaba en un tris de ahogarse. —¡Ánimo, muchacho, voy a sacarte! —le gritó mientras extendía el brazo hacia él. Marsauán logró agarrarse de su mano, el visir tiró de él con fuerza y, cuando le tuvo más cerca, le agarró de los pelos con la mano libre y así consiguió sacarle del agua. El joven presentaba síntomas de asfixia, pero era un muchacho fuerte y el visir tardó menos de lo esperado en reanimarle. Cuando pudo sostenerse, le acompañó al interior del castillo y allí, después de ayudarle a secarse, le proporcionó ropa de recambio y un turbante. —Gracias, me habéis salvado la vida —le dijo Marsauán, ya recuperado. —Pues te daré la oportunidad de salvar la mía a cambio —replicó prestamente el dignatario. Y a continuación le informó de dónde estaba y le puso al corriente y con detalle de todo lo referente al príncipe Camar Asamán, con lo que Marsauán dedujo que, muy probablemente, se trataba del mismo joven por el que tanto suspiraba Budur. —Lleva seis meses encamado —acabó el visir—, y desde hace dos días que ni habla ni come, por lo que mucho me temo que, si Dios no lo remedia, esté en las últimas. Te ruego que vengas conmigo a verle, por favor. Quizá, por una de esas casualidades, tú puedas hacer algo, porque si muere, el rey ha amenazado con cortarme el cuello, puesto que me considera el culpable de lo que le ha acontecido al príncipe. Marsauán se felicitó interiormente porque, después de todo, la suerte le había conducido al hombre adecuado. El visir se había referido también al misterio del anillo y, con esta prueba, tenía muy pocas dudas respecto a que Camar Asamán no fuese el que buscaba.
Cuando el visir y Marsauán entraron en la habitación del príncipe, el joven hizo una reverencia y saludó con los cumplidos de rigor a Shahramán quien, sin responderle siquiera, le indicó con un gesto que se acercara. Marsauán se aproximó a la cama y, al ver a Camar Asamán, que, aunque muy desmejorado, conservaba todavía los rasgos de la belleza que poco tiempo atrás habían deslumbrado a todos, comprendió por qué Budur se había enamorado de él a primera vista. Lentamente, Marsauán fue avanzando hasta situarse junto a la cabecera, en el lado opuesto de aquel en el que el rey se hallaba, y, acercándose al oído del príncipe, que permanecía con los ojos cerrados, le susurró estos versos:
Lloro por aquel cuyo cuerpo adornó la belleza, como él nunca he visto a nadie parecido.
Esbelto y grácil como tallo cimbreante, de boca perfecta y mejillas cual amapolas.
De Lucmán tiene la sapiencia, de José la hermosura, de María la virtud y de David la dulzura.
Y yo de Jacob la tristeza, de Jonás la fatalidad, de Job la paciencia y de Adán la desgracia.
Si digo que le matéis, no me hagáis caso, que ni de ese modo de él podré librarme.
Cámar Asamán abrió los ojos, despegó los labios y, ante la sorpresa del rey y los demás presentes, articuló con dificultad: —Padre, permitid que este joven se siente aquí a mi lado. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 106
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el rey apenas podía creer que su hijo hubiera hablado. Temblando de emoción, indicó al criado que acercara una silla a Marsauán y, cuando éste se hubo sentado, le preguntó: —¿Cómo te llamas, joven? —Marsauán, majestad, para serviros. —¿Y de dónde eres? —De Kashgar, súbdito del gran rey Gayur. —Que Dios te bendiga y quiera que, gracias a ti, se salve mi hijo. —Esperemos que así sea, los caminos del Señor son imprevisibles. Con vuestro permiso, deje que siga hablando con él. —Por supuesto, adelante.
Marsauán se aproximó al oído del príncipe y le susurró: —Os traigo buenas noticias, príncipe Camar Asamán, noticias de aquella por la que penáis y que sufre igual que vos. Sé todo lo referente a la noche de vuestro encuentro y me place informaros que la mujer de quien estáis enamorado es la princesa Budur, hija del rey Gayur, soberano de Kashgar. La princesa se halla ahora en lamentable estado, encadenada en su habitación, porque cuando contó que había dormido con vos creyeron que se había vuelto loca. Pero yo sé que no es así y, si Dios quiere, todo terminará bien, puesto que he venido para ayudaros en vuestro propósito y conseguir que os reunáis con vuestra amada. De modo que confiad en mí y levantad el ánimo. Después de escuchar estas palabras, la reacción de Camar Asamán fue instantánea, y, con una sonrisa en los labios, pidió a su padre que le ayudara a incorporarse. ¡El rey no podía creerlo! Rebosante de alegría, hizo una seña al visir y éste acudió, igualmente satisfecho, para ayudar al príncipe a incorporarse. Le colocaron dos almohadas a la espalda, para que se sintiera más cómodo, y mientras el visir corría a extender por la corte la feliz noticia del restablecimiento del príncipe, el rey, con lágrimas de alegría en los ojos, dijo a Marsauán: —¡Has obrado un milagro! Te confieso que había perdido toda esperanza en la recuperación de mi hijo y, de paso, has salvado la vida del visir, pues tengo que reconocer que si previamente él no hubiera salvado la tuya, esto no hubiera sucedido. ¡Que Dios te bendiga, Marsauán, que nos bendiga a todos en este glorioso día! Dicho esto, ordenó que sirvieran inmediatamente una abundante comida y, lleno de gozo, observó cómo Camar Asamán comía con apetito después de tanto tiempo. A sus ojos, Marsauán, el salvador de su hijo, se había convertido en un héroe y, como tal, le honró debidamente y mandó que le prepararan un lecho al lado del príncipe, pues consideró que no merecía menos. Por fin aquella noche todos descansaron, aunque en la habitación de Camar Asamán los dos jóvenes tuvieron ocasión de hablar largo y tendido y Marsauán le contó con detalle todo lo que había acontecido con la princesa Budur durante aquel tiempo. Camar Asamán le escuchó embelesado y, para su total satisfacción, oyó de labios de Marsauán la promesa que había hecho de reunir a ambos, tal como expresan de forma tan atinada los versos del poema:
Si alguien tiene que separarse de su amigo, perplejo se queda, apesadumbrado y dolido.
Pero yo me complazco en unir a las personas como el clavillo las hojas de las tijeras.
A partir de entonces, los progresos de Camar Asamán fueron espectaculares y su rápida puesta en forma sorprendió agradablemente a todos los cortesanos y al pueblo de Jalidán. Marsauán se convirtió en su amigo íntimo, inseparable, y no cesaba de contarle anécdotas e historias o de recitarle poesías para mantenerle distraído. El día en que Camar Asamán se sintió con ánimos de ir a los baños, el rey lo celebró por todo lo alto, hizo que engalanaran la ciudad, repartió obsequios y regalos entre los del consejo y los mandos del ejército e hizo donaciones y obras de caridad destinadas a los pobres y mendigos del reino. A Marsauán, por otro lado, le trató con especial deferencia y le obsequió con suntuosos ropajes y mil dinares en efectivo. Shahramán procuraba separarse de los dos jóvenes lo menos posible y permanecía siempre con ellos, excepto cuando las obligaciones de su cargo se lo impedían. Cierto día, aprovechando uno de esos momentos, Camar Asamán le dijo a su fiel amigo: —Como habrás comprobado, el amor que mi padre me profesa es inmenso y su apego hacia mí es casi enfermizo, te confieso que me agobia con su afán de protección y, de seguir así, no lograremos nunca nuestro objetivo. Yo lo único que deseo es partir cuanto antes al encuentro de Budur, pero sé que si se lo comunico no me concederá su permiso, ¡y mi paciencia tiene un límite! —Es cierto, no podemos seguir esperando más tiempo —itió Marsauán—, pues sé que también Budur está sufriendo y yo he de cumplir mi promesa. Me temo que, para irnos de aquí, nos veremos obligados a utilizar una treta. —Sea como sea, hemos de irnos ya, querido amigo, ¿qué sugieres?
—Mira, dile a tu padre que tienes ganas de salir al campo, de cacería, y pídele permiso para ausentarte unos días en mi compañía, sin pajes, guardias ni criados. Supongo que el hecho de que yo te acompañe le inspirará suficiente confianza. Cuando obtengas su permiso, ordena que preparen cuatro caballos y otros tantos camellos, cargados de agua y provisiones, y nos iremos, aunque no de cacería, claro, sino directamente hacia Kashgar. A Camar Asamán le pareció una excelente idea y, sin perder más tiempo, fue a ver a su padre y le pidió permiso para salir unos días de cacería en compañía de Marsauán. —Sólo permitiré que os vayáis si me prometéis que no tardaréis más de un día en volver a palacio —puntualizó el rey, no de muy buena gana—Ya sabes hasta qué extremo me preocupo por ti, hijo, y después de lo delicado que estuviste, no me hace ninguna gracia que os quedéis pasando la noche en el campo. O sea que, no más de una noche, ¿entendido? —Entendido, padre, no paséis cuidado —prometió Camar Asmán en falso. Fuese por el tiempo que fuese, había obtenido el permiso para ausentarse del castillo sin otra compañía que la de Marsauán y eso era lo importante. Excitado con la idea de partir lo antes posible, se lo comunicó a Marsauán y ordenó a los palafreneros que prepararan las monturas y a los criados las provisiones. Y cuando todo estuvo dispuesto, ambos jóvenes fueron a despedirse del rey. Después de repetirles que les esperaría al día siguiente, Shahramán abrazó con fuerza a su hijo, le besó en la frente y, encomendando a Marsauán que cuidara del príncipe, les dio su bendición para que se fuesen. Contentos y alegres, Camar Asamán y Marsauán salieron del castillo, montaron en sus respectivos caballos y se alejaron de la ciudad a buen trote. Tal como era su intención, no volvieron al castillo de Jalidán al día siguiente, ni mucho menos, sino que siguieron su camino en dirección a Kashgar, cabalgando durante tres días casi sin descanso. Al anochecer del tercer día de viaje llegaron a un cruce de caminos, situado en medio de un verde y esplendoroso prado, surcado por un riachuelo, y Marsauán decidió que se detendrían allí a pasar la noche. Antes de dormirse, sin embargo, Marsauán le dijo al príncipe: —Estoy seguro de que tu padre, al ver que no regresábamos, habrá mandado a alguien en nuestra búsqueda, si es que no ha movilizado ya a todo el ejército.
Tendremos que ingeniarnos algo para despistarlos. —Piensa en algo, Marsauán, por favor, tú eres más ducho que yo en estos menesteres —le pidió Camar Asamán, cuyo último deseo era ser encontrado por los soldados de su padre y devuelto al castillo de Jalidán—, te secundaré en todo lo que hagas, no te quepa la menor duda. Al rayar el alba, Marsauán se despertó y, mientras todavía Camar Asamán seguía durmiendo, se aprestó a llevar a cabo el plan que había concebido para despistar a los posibles perseguidores. En primer lugar, sacrificó a dos de los camellos, tiñó con su sangre una de las camisas de Camar Asamán y la dejó tirada en el cruce de caminos, junto con algunos pedazos de carne de los animales muertos. Seguidamente enterró los restos de los camellos y despertó al dormido para poner en su conocimiento el plan, que no era otro que el de hacer creer a los enviados de su padre que el príncipe había muerto, pues de lo contrario aquéllos no cesarían en su persecución hasta encontrarles. Camar Asamán, obsesionado solamente con el objetivo final del viaje, no puso ninguna objeción a los métodos de su avispado compañero y, después de tomar un frugal desayuno, se pusieron de nuevo en marcha. Cuando llegaron a los dominios del rey Gayur, en territorio de Kashgar, Camar Asamán, exultante de alegría, besó el suelo y dio las gracias a Marsauán por todos sus esfuerzos, y pocos días después, agotados aunque felices, hicieron su entrada en la capital. Para recuperarse de la fatiga del largo viaje, descansaron tres días en un hostal, se fueron a los baños y Camar Asamán cambió su llamativo vestido de corte por ropa de calle. El momento crucial había llegado y Marsauán, viendo que su intervención en el asunto tocaba a su fin, puso en manos del príncipe algunos de sus instrumentos astrológicos: una valiosa tableta de adivinación fabricada con metales preciosos, un astrolabio chapado de oro, un tintero de plata, cálamos de esmeralda y un pliego de pergamino y, adoptando una actitud de lo más circunspecta, le dijo al príncipe: —Amigo, ahora te toca actuar a ti, yo ya no puedo hacer más de lo que he hecho. Toma todo este material, ve a la plaza que hay delante del palacio real y ofrece allí tus servicios como astrólogo, escriba y adivino. Estoy seguro de que tu llamada no pasará desapercibida al personal de palacio, que hace meses que no ven aparecer por aquí un astrólogo, y no tardarán en solicitar tu asistencia para el caso que afecta a la princesa. Cuando comparezcas ante Gayur, no tengas miedo, pues te puedo asegurar que tu sola presencia curará a Budur de todos sus males y
el rey te casará con ella. No me queda más que desearte suerte, pues, porque yo he de seguir mi camino. Camar Asamán y Marsauán, emocionados, se fundieron en un fraternal abrazo y, después de despedirse, el príncipe tomó todo el material que, con tanta generosidad, su amigo le había dado, y se dirigió a la gran plaza que se abría delante del fastuoso palacio real de Kashgar. Una vez allí, sin ningún remilgo, empezó a vocear: —¡Astrólogo, escriba, adivino, ofrece sus servicios a precio convenido! ¡Astrólogo, escriba, adivino! Los viandantes que a dicha hora cruzaban por la plaza escucharon sus gritos, entre asombrados y sobrecogidos, pues hacía tiempo que hasta sus oídos no llegaba similar pregón, y no tardó en formarse un apretado círculo de curiosos alrededor de Camar Asamán. Al observar la juventud y apostura del pretendido astrólogo, algunos no pudieron más que comentar en voz alta sus temores por el destino de tan gallardo joven y, finalmente, un ciudadano de buen corazón le advirtió: —¡Deja ya de gritar, joven, o te oirán en palacio! ¿No sabes lo que le espera a cualquiera que se declare astrólogo por estos andurriales? ¡Una muerte segura! ¿Quizá has venido precisamente para intentar curar a la princesa Budur y casarte con ella? ¡Ni lo sueñes! Su enfermedad es incurable y aquí sólo estás exponiendo tu vida. Como si nada hubiera oído, Camar Asamán siguió dando voces, hasta que otro ciudadano de buena fe le dijo: —¡Eh, tú! ¿Estás sordo? ¿No has oído lo que este hombre te ha dicho? ¡Te estás jugando el pellejo! Va en serio, amigo, ¡no seas imprudente y deja de anunciar a gritos tus servicios! Pero si bien Camar Asamán no estaba sordo, hizo como si lo estuviera y no dejó de anunciar a los cuatro vientos, y cada vez en voz más alta, sus servicios. —¡Que Dios se apiade de él, pobre insensato! —se oyó entre la multitud de ciudadanos que, cada vez en mayor número, se apiñaban a su alrededor. Naturalmente, la proclama no pasó inadvertida en palacio y, al poco tiempo,
Camar Asamán fue detenido por los guardias y conducido a la sala del trono. En presencia del rey Gayur, el príncipe de Jalidán rindió al monarca las oportunas reverencias y cumplidos y, después de humillarse y besar ante él tres veces el suelo, declamó:
Ocho cualidades poseéis, excelsa majestad, que os adornan y de las que nunca os apartáis:
Resolución, piedad, paciencia y generosidad, elocuencia, sabiduría, aplomo y bizarría.
Agradablemente sorprendido por su oratoria y gallardía, Gayur le dirigió una mirada de conmiseracíón y le dijo en tono paternal: —Muchacho, ¿eres consciente del peligro al que te expones ofreciéndome tus servicios? Mi hija está gravemente enferma, aquejada de una singular locura, y muchos han sido los astrólogos que, antes que tú, han perdido su vida en el empeño de curarla, pues, por si no lo sabes, para el que intente curarla y no logre hacerlo he dispuesto la pena de muerte. A ti te queda mucha vida por delante, eres joven y apuesto y me sabría mal verme obligado a decretar tu ajusticiamiento. Simplemente, con la mejor intención, te lo advierto. —Lo sé, majestad —replicó Camar Asamán sin perder la compostura—, sé a lo que me expongo y lo acepto. Permitidme que visite a la princesa. El rey no tuvo más remedio que permitírselo y, a pesar de que no confiaba en que el joven pudiera salir con bien de una empresa en la que otros más expertos habían fracasado, ordenó a un sirviente que acompañara a Camar Asamán a la habitación de Budur. Tanta era la emoción del joven príncipe al cruzar los salones y pasillos de palacio que, más de una vez, le pisó los talones al guía. —¡Calma, señor! No tengáis tanta prisa en precipitaros a la tumba —le espetó el
sirviente en una de ésas. Mas el impaciente Camar Asamán, como única respuesta, le ofreció esta recitación:
Es tanto el esplendor que alcanza tu belleza que no puedo expresarlo en palabras.
Si te llamara luna, corto me quedaría, pues tú eres más bella que la luna llena.
Si te llamara sol, tampoco acertaría, pues tú no te eclipsas nunca de mi mirada.
Llegados a la habitación, el criado abrió la puerta y, cuando iba a descorrer la cortina tras la cual se encontraba la princesa, Camar Asamán se lo impidió, agarrándole por el brazo, y le dijo: —Espera, no te precipites, te garantizo que soy capaz de curarla sin verla. —Como gustéis —acató el sorprendido sirviente—, hasta ahora sois el único que así me lo ha pedido. En fin, supongo que ya sabéis lo que hacéis. Camar Asamán se sentó en el suelo, sacó de su zurrón el tintero, un cálamo y el pergamino y sobre él escribió: «Gentil dama, éstas son las palabras que os dedica aquel que por vos vive sumido en la pena, en el tormento y la tristeza, el que por vos más de la muerte que de la vida está cerca, el de corazón roto, el doliente y afligido por causa del amor que os profesa, aquel cuyo día no es más que una incandescente llama y la noche una ardiente vela, el frágil y enjuto enamorado que por vos sin cesar recita:
Escribo al tiempo que mi corazón se inflama y los párpados de lágrimas se empapan.
Mi cuerpo, de pena y añoranza consumido, no es más que una sombra en camisa.
Sabe que aquel que ama es su asesino, mas ocultarlo no favorece su destino.
Debajo de la poesía añadió estas palabras: «Del solitario amante de la luna a su altiva enamorada, del miserable cautivo a su princesa adorada, del esclavo que en vela permanece mientra su señora descansa…» y después de una retahíla de frases de parecido estilo, continuó: «Sabido es que el corazón del enamorado sólo encuentra alivio en el encuentro con la amada, que la intensidad de su dolor es fruto de la separación de su idolatrada, que Dios pide cuentas a quien sus sentimientos traiciona, pues el traidor no es más que un vil despojo de la condición humana. Del amante fiel a la soberbia amada, del afligido enamorado a la gacela delicada, luna resplandeciente y perla esmerilada. A vos, gentil dama, permitidme que os salude, desde lo más profundo de mi corazón, pues solamente vos os ajustáis a la magnificencia de semejante descripción». Con la pluma suelta, al servicio de sus apasionados sentimientos, Camar Asamán siguió escribiendo hasta agotar el espacio del pergamino que Marsauán le había dado y, casi al final del pliego, apuntó estos versos:
Recibid mis palabras con una disculpa, libere de mi aflicción y mi dolor.
Las lágrimas empapan este pergamino y al papel el cálamo se queja de amor.
Y, como colofón, en una esquina añadió: «Entre los pliegues de este pergamino, noble princesa, encontraréis vuestro anillo y os suplico piedad para quien os lo quitó. Vuestro: Camar Asamán, príncipe de Jalidán». Terminada la carta, Camar Asamán se quitó el anillo de Budur del meñique, lo introdujo entre los pliegues del pergamino y, entregándoselo al sirviente, le dijo: —Entrega el pergamino a la princesa Budur, por favor, y pídele que tenga la bondad de leer lo que en él está escrito. El criado así lo hizo y Budur, al desplegar el pergamino, notó el tintineo de un pequeño objeto metálico que caía al suelo, lo recogió y, al observar que se trataba de su anillo, el corazón le dio un vuelco. Emocionada, leyó apresuradamente el pergamino y comprendió que, sin lugar a dudas, el hombre que había al otro lado de la cortina, el príncipe Camar Asamán, no era otro que aquel por quien durante tanto tiempo había suspirado y languidecido, el esperado, aquel por cuyo amor había sufrido y por el que había soportado la humillación de las cadenas con la esperanza de volver a verle algún día. Presa de la excitación y recuperadas sus energías, tiró tan fuerte de la cadena que rompió la argolla que la sujetaba a la pared, descorrió la cortina y se echó en brazos de su amado. ¡Qué conmovedora imagen la de los dos enamorados al fin fundidos en un apasionado abrazo colmado de ardientes besos! Pasadas las primeras efusiones del vibrante momento, intercambiaron atropelladas y emotivas frases en referencia a lo mucho que habían sufrido por su separación y recordaron los acontecimientos de aquella noche en que un misterioso azar, que no podían explicarse racionalmente, los había unido. El sirviente había seguido la escena sin poder salir de su asombro y cuando finalmente reaccionó, se echó a correr como un poseso en dirección a la sala del trono sin dejar de gritar: «¡Milagro, milagro!» —Majestad, majestad… ¡este joven astrólogo es un portento! ¡Ha curado a la
princesa! —anunció al llegar a presencia del monarca, con la voz alterada por la emoción—, ¡ha curado a la princesa sin ni siquiera verla! El rey no pudo contener su alegría al escuchar semejante noticia y, sin perder un instante, se levantó de un salto y se fue volando a la habitación de Budur. La princesa le recibió con una radiante sonrisa, besó la mano de su padre y le hizo saber que se encontraba del todo recuperada. Rebosante de satisfacción, Gayur besó a su hija en la cabeza y la frente y, dirigiendo una mirada llena de iración y agradecimiento hacia el apuesto joven que había obrado el milagro, le preguntó su nombre y de dónde venía. Camar Asamán le reveló quién era y, en breve, le contó lo que había sucedido la noche de su encuentro con Budur y cómo había conseguido llegar hasta ella. La revelación de que su futuro yerno era, ni más ni menos, que el príncipe heredero de Jalidán, colmó la dicha del exultante Gayur que, congratulándose por ello, le ofreció la mano de su hija y declaró que la maravillosa y extraordinaria historia de ambos jóvenes merecía figurar en los anales de palacio como uno de los episodios más memorables que habían ocurrido durante su reinado. El contrato matrimonial de Camar Asamán y Budur fue redactado aquel mismo día, el rey ofreció un gran banquete en palacio y, al propagarse la voz entre el pueblo de la curación de la princesa y su posterior casamiento con el apuesto joven que, pese al escepticismo inicial de todos, había conseguido la hazaña, engalanaron la ciudad y con gran alborozo se unieron a la alegría de la casa real. Los recién casados, por su parte, pasaron la noche juntos, en la cima de la felicidad y, al día siguiente, continuaron los festejos en palacio, en presencia de gran número de ilustres invitados venidos de todas las partes del país. Las — huelga decirlo— celebraciones se alargaron durante un mes entero. Pasada la luna de miel, sin embargo, Camar Asamán se acordó de su padre y empezó a sentir remordimientos por la forma en que se había escapado. El recuerdo de Shahramán, al que imaginaba con el corazón roto, le inquietaba y no le dejaba vivir tranquilo, hasta que una noche, su lánguido espectro se le apareció en sueños y le dijo: «¡Hijo mío! ¿Por qué me has hecho esto? Vuelve, hijo, y deja que te vea antes de morir». La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite,
os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 107
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que la desazón y el abatimiento del príncipe eran cada día más evidentes, y cuando su esposa le preguntó por los motivos, no dudó en confesarle sus sentimientos. Budur, de lo más comprensiva, se entrevistó con su padre y le comunicó los deseos de Camar Asamán de trasladarse a Jalidán, puesto que después de todo era el heredero del trono y algún día debía convertirse en rey de su país. —Mi deber de esposa es acompañarle, padre —añadió Budur—, aparte de que le quiero con toda mi alma y ya no concibo la vida sin él. Dadas las circunstancias, Gayur no puso impedimentos a su marcha, hizo prometer a Budur que al menos una vez al año le visitarían y ordenó inmediatamente que se iniciaran los preparativos del viaje. Organizó una nutrida cáfila de sirvientes, con camellos y mulas cargados de provisiones, hizo que armaran un palanquín para Budur y, cuando todo estuvo dispuesto, les acompañó con su séquito hasta las afueras de la ciudad para despedirles. Entre abrazos, recomendaciones y alguna que otra lágrima, Gayur se despidió de su hija y de su yerno, al que regaló un suntuoso vestido de corte y, después de desearles suerte y buen viaje, vio cómo la caravana se alejaba con Camar Asamán al frente. Al cabo de varias jornadas de trayecto, los viajeros llegaron a un verde y esplendoroso valle, en el que Camar Asamán ordenó que plantaran las tiendas para hacer así un alto en el camino y dar un merecido descanso a las acémilas. Mientras los animales pastaban, los cocineros prepararon un suculento ágape y, después de la comida campestre, todos se retiraron a sus tiendas para dormir una reparadora siesta. Budur se metió en la tienda antes que su marido, se puso la camisa de dormir y,
nada más tenderse en el jergón, sintió que el sopor la dominaba y se quedó dormida al instante. Cuando Camar Asamán entró en la tienda, la encontró profunda y plácidamente dormida, la contempló con ojos tiernos y se fijó en cómo la brisa entreabría ligeramente la pechera de la camisa, que ella había dejado sin abrochar, y permitía entrever los perfectos y bien formados senos de su bella esposa, blancos como la nieve y blandos como la mantequilla. Esta turbadora visión le trajo a la memoria los versos:
Si sediento estoy y me preguntáis qué prefiero, si beber agua o dejar que su amor me abrase,
os diré que, sin duda, prefiero arder en sus brazos antes que apaciguar mi sed con agua fresca.
Lentamente, Camar Asamán se acercó a Budur, se agachó y, cuando iba a besarla en la mejilla, se fijó en que llevaba un broche prendido en la camisa, con una piedra preciosa incrustada, reluciente y tan roja como la sangre de drago y con algo grabado en ella, dos líneas que resultaban ilegibles. Deslumbrado por la piedra, se dijo: «Budur debe de apreciar mucho este broche, si no, no se lo hubiera prendido en la camisa de dormir. Quizás use la piedra como talismán». Para verla mejor, a la luz del sol, desprendió el broche de la camisa y, tomándolo en la mano, salió fuera de la tienda. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 108
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Camar Asamán abrió la mano para ver la piedra y he aquí que, en aquel preciso instante, un pájaro se abatió sobre ella, se la arrebató y, con la piedra en el pico, voló hasta posarse en un arbusto cercano. Contrariado, Camar Asamán, con la intención de recuperarla lo antes posible, intentó dar caza al entrometido pajarraco, pero cada vez que estaba a punto de agarrarlo, el ave levantaba el vuelo e iba a posarse en otro arbusto. Obcecado en la infructuosa caza y captura del alado ladronzuelo, el príncipe se iba alejando más y más del campamento, hasta que las tiendas se perdieron de vista y se le pasó la tarde correteando detrás de él, pues el pájaro no dejaba de volar de árbol en árbol. Cuando empezó a oscurecer se dio cuenta de que se había perdido y, lamentablemente, no supo qué dirección tomar para volver al campamento, de modo que, con el corazón encogido y rendido por la fatiga, decidió tumbarse debajo del árbol en cuya copa se había posado el pájaro y, cuando las sombras de la noche envolvieron el valle, se quedó allí dormido. Con las primeras luces del alba Camar Asamán abrió los ojos a tiempo de ver cómo el pájaro alzaba de nuevo el vuelo e, incorporándose de inmediato, decidió seguirle, porque el pájaro volaba con tal lentitud que le era posible hacerlo sin apretar el paso. «¡Qué pájaro más raro! Parece como si estuviera cansado», pensó, y encomendándose a Dios, resolvió no perderle de vista. O bien le conduciría a un lugar habitado, en donde buscar ayuda, o bien le conduciría al desastre, pero no tenía otra alternativa. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 109
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, durante diez días, Camar Asamán se dejó guiar por el extraño pájaro, siguiendo su moroso volar durante el día y durmiendo bajo el árbol en que se posaba cada noche. Se alimentaba de hierbas y frutos silvestres y bebía el agua de fuentes y riachuelos que encontraba en el camino y que, gracias a Dios, no escaseaba por aquellos parajes. Al amanecer del undécimo día atisbó con alivio las murallas de una población, construida sobre un montículo, y hacia allí dirigió sus pasos al tiempo que el pájaro, misteriosamente, batió las alas con más fuerza, arreció el vuelo y se perdió de vista. Después de todo, Camar Asamán pensó que tenía que agradecerle el hecho de que le hubiera guiado a un lugar habitado, pues, de lo contrario, se hubiera extraviado irremediablemente y, quién sabe, tal vez hubiera perecido. Llegado al pie de las murallas, vio que allí había una fuente y, mientras se lavaba los pies, las manos y la cara, pensó en su amada esposa Budur y, sintiendo en su corazón todo el peso de la distancia, la soledad, el hambre y el cansancio, le invadió la melancolía y, con los ojos humedecidos por las lágrimas, se acordó de los versos que dicen:
Lo que por ti sentía intenté ocultar, pero mis insomnes ojos me delataron. ¡Mi afligido corazón te llama sin cesar!
¡Oh, destino!, no fuerces mi descalabro, ¡Ay, alma mía!, entre quebranto y desgarro.
Si el amor desalmado fuera justo sultán, de mis párpados el sueño no hubiera alejado. No sigas cavando mi fosa, ¡por piedad!
Compadécete del pobre amante humillado, depauperado por la ley del amor tirano.
Por ti he sacrificado mi débil corazón, me descarna y me consume la nostalgia. ¿No tienes de mis huesos compasión?
Si el secreto de mi pasión se revelara sería famoso como el loco amador de Laila.
No dejes que los delatores impongan su ley, pues en mí sus calumnias no hacen mella, Si me acusan de quererte, no lo negaré:
De las beldades yo quiero a la más bella, ¡qué hacer si a ellos les aflige la ceguera!
Secándose las lágrimas, Camar Asamán entró en la población, apesadumbrado, y empezó a vagar por las calles, todavía desiertas en hora temprana, sin rumbo definido. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.
«¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 110
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Camar Asamán cruzó toda la villa, sin encontrar ni un alma a lo largo del recorrido, y fue a parar al lado opuesto del lugar por el que había entrado. Atravesó la puerta del otro lado de la muralla y ante sus ojos apareció una extensa playa y la inmensidad del mar. Bordeando la muralla llegó a una huerta, protegida por una empalizada y, al pasar junto a la cancela de entrada, le salió al paso un anciano curtido, el cuidador de la huerta, que le saludó amablemente y le invitó a pasar dentro del recinto. —Entra, aquí estarás a salvo —le dijo. —¿A salvo? ¿Por qué lo dices? —se extrañó Camar Asamán. —Porque los habitantes de este pueblo son todos paganos recalcitrantes, amigo —le aclaró el hortelano—, ¡y muy peligrosos! Has tenido suerte de llegar hasta aquí sin ser visto; yo soy creyente, gracias a Dios, puedes confiar en mí, pero dime: ¿quién eres?, ¿cómo diantre has venido a parar por estos andurriales? Camar Asamán, deseoso de desahogar sus penas, le contó quién era y las peripecias que le habían llevado por aquellos ignotos parajes. —Me sabe mal informarte que te hallas muy lejos de los países musulmanes — le dijo el buen hombre, conmovido—, a cuatro meses de viaje por mar y un año por tierra, nada menos. Cada año, no obstante, atraca en este puerto un barco mercante con destino a la costa de Banús, en tierras del Islam, el país gobernado por el rey Armanús. Mientras tanto, si quieres, puedes quedarte aquí conmigo, compartiremos mi humilde cabaña y te enseñaré las labores del huerto, hasta que aparezca el próximo navío y puedas embarcarte hacia Banús y, desde allí, llegar
más fácilmente a Jalidán. Camar Asamán se quedó unos momentos pensativo, pero consciente de que no tenía otra salida, aceptó agradecido el ofrecimiento del hortelano y le dijo que se quedaría con él hasta que llegara el mercante. El hortelano le hizo un lugar en su cabaña, le proporcionó ropa adecuada y le enseñó a cuidar del huerto y los árboles frutales. Y así fue como Camar Asamán, el príncipe heredero de Jalidán, por imperativos del destino se vio obligado a vivir como un pobre hortelano. Día y noche, triste y nostálgico, no hacía más que recordar los felices días del pasado y sus seres queridos, especialmente su amada esposa Budur y su padre Shahramán. Pero ¿qué había sido de la bella Budur después que Camar Asamán se extraviara del campamento? Mañana, si Dios quiere, lo sabremos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 111
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que la princesa Budur, por una serie de claros indicios, no tardó en percatarse de la desaparición de su broche y, más grave aún, de la de su marido. Se le ocurrió que la desaparición de ambos podía estar relacionada y, sumamente afligida, maldijo el broche y los avatares del destino, que por tan poco tiempo le había permitido permanecer al lado de su querido Camar Asamán. «¿Cómo voy a anunciarles a los demás la desaparición de Camar Asamán? Hace tiempo que estos hombres no ven a una mujer y a saber lo que sucedería si se lo digo, yo soy la única dama aquí y ahora estoy sola e indefensa», se dijo. Pero Budur no era mujer de arredrarse fácilmente ante las adversidades, caviló durante un rato sobre la mejor forma de salir del atolladero y, al fin, pareció encontrar la solución adecuada. Ni corta ni perezosa, se puso la
ropa de su marido, se cubrió la cabeza con su turbante y salió fuera de la tienda para comprobar cómo reaccionaban los demás de la caravana. Todos ellos, sin excepción, la confundieron con el príncipe, pues las facciones de ambos eran muy parecidas y, una vez segura de que podía seguir adelante con el plan sin levantar suspicacias, afectó la voz y, en el tono más grave que fue capaz de emitir, dio la orden de partida. La caravana siguió su camino, pues, sin que nadie tuviera la más remota sospecha de que quien la dirigía era la princesa Budur y no su marido, hasta que llegaron a las afueras de una gran ciudad y decidieron acampar cerca. Preguntando a los lugareños, supieron que se encontraban a las puertas de la capital del reino de Banús, gobernado por el rey Armanús, el cual era padre de una hermosa muchacha llamada Hayatannufús. El rey Armanús, a su vez, se enteró de la presencia del campamento a las afueras de la ciudad y, al saber que al frente de la caravana de viajeros estaba el príncipe Camar Asamán, hijo del gran rey Shahramán, en ruta hacia Jalidán, salió de palacio con su séquito para darle la bienvenida y rendirle honores. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 112
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Budur, bajo la apariencia del príncipe Camar Asamán, y el rey Armanús se entrevistaron, intercambiaron los saludos de rigor y los mutuos cumplidos y, como fuera que el supuesto príncipe le cayó en gracia al soberano de Banús, éste le invitó a palacio para que se alojara en él durante el tiempo que durase su estancia en la ciudad. Budur, deseosa de disfrutar de las comodidades de la vida en palacio después de tantos días de duro viaje, aceptó la
invitación encantada y acompañó al rey al palacio de Banús. Armanús, además, ofreció hospitalidad en la ciudad a todos los de la caravana y, aquella noche, obsequió a su ilustre invitado con una cena de gala. Tres días después, Budur presentaba un aspecto inmejorable, pues había tenido oportunidad de bañarse y vestirse con los mejores trajes de Camar Asamán. La belleza, elegancia y excelentes modales del príncipe de Jalidán eran la comidilla de la corte y el rey, cada vez más complacido con su presencia y encariñado con el que creía que era Camar Asamán, le convocó a la sala del trono para comunicarle algo importante. Budur compareció, más hermosa y elegante que nunca, vestida con un precioso caftán y una capa de petigrís que despertó la iración de los presentes, dispuesta a escuchar lo que el rey tuviera que decirle. —Querido Camar Asamán —le dijo Armanús—, es evidente que yo ya soy viejo y, por desgracia, Dios no ha querido concederme un hijo varón, por lo que el reino de Banús no cuenta con un heredero. Pero no sé si sabes que tengo una hija, la princesa Hayatannufús, una delicada doncella, tan joven y bella como tú. Pues bien, mi deseo sería casarla con un hombre digno de su rango y cualidades y convertir a mi yerno en mi heredero, de manera que yo pudiera retirarme y traspasarle mis poderes. Dios sabe que sólo así me quedaré tranquilo y viviré en paz el resto de mis días, y parece que al fin el Altísimo ha escuchado mis oraciones y ha puesto en mi camino al hombre adecuado: tú. ¿Aceptarías casarte con mi hija y ser investido rey en mi lugar? Creo que con ello te ofrezco una oportunidad inmejorable para tus aspiraciones. Budur se quedó de piedra al oír semejante proposición, tragó saliva y unas gruesas gotas de sudor empaparon su frente y empezaron a deslizarse por sus mejillas. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 113
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Budur, en situación extremadamente comprometida, se quedó un rato muda y perpleja, pensando en cuál sería la respuesta más adecuada. Por un lado, sabía que contrariar los deseos de Armanús solía traer nefastas consecuencias a quien osaba hacerlo y, por otro, hacía días que le preocupaba la cuestión de llegar a Jalidán y presentarse en la corte de Shahramán sin la compañía de Camar Asamán. —Vuestra proposición me honra, majestad —declaró, finalmente—, y acepto encantado la responsabilidad que me conferís. Os aseguro que procuraré no defraudaros. «Que sea lo que Dios quiera», se dijo, resignada a asumir las consecuencias de todo aquel embrollo. La alegría de Armanús fue inmensa y el júbilo se desbordó en el palacio real y se extendió rápidamente a todo el pueblo en cuanto los ciudadanos tuvieron conocimiento de la magnífica noticia. Sin perder tiempo, el rey puso de inmediato en marcha los preparativos para el gran acontecimiento. En primer lugar, convocó una reunión urgente del consejo del reino y, con la oportuna ceremonia, abdicó en favor de su futuro yerno y nuevo soberano del país, el supuesto Camar Asamán. Seguidamente, convocó al juez y los testigos y se redactó el contrato matrimonial entre el flamante rey y la princesa Hayatannufús y, después del fastuoso banquete de bodas y las consiguientes celebraciones, condujeron a los novios a su habitación conyugal, encendieron los candelabros, prepararon el lecho con sábanas de seda y les dejaron a solas. Ambas mujeres, por cierto, eran muy hermosas, aunque Hayatannufús estaba lejos de imaginar que su marido no era un hombre, sino alguien de su mismo sexo. Budur miró a la exquisita novia con pena y, recordando a su querido Camar Asmán, recitó:
¡Oh tú, que lejos estás y mi corazón desgarras! Por ti de mi pobre cuerpo ya no queda nada.
Mas no te culpo a ti, sino a las veleidades del amor, pues él es quien nos hace sentir placer y dolor.
Con extremo cuidado, Budur se sentó al lado de Hayatannufús en la cama, la besó respetuosamente en la mejilla y luego, sin decir palabra, se levantó de nuevo, rezó una larga oración y se quedó meditando hasta comprobar que la princesa se había dormido. Entonces se metió también en la cama, dio la espalda a su compañera y, después de un buen rato de angustioso insomnio, logró conciliar el sueño. Por la mañana, un impaciente Armanús interrogó a su hija sobre el comportamiento de su marido durante la noche de bodas y ella, inocentemente, le informó de lo ocurrido. El rey se mostró de lo más extrañado ante el relato de la princesa, pero pensó que tal vez el joven debía de tener sus motivos personales y que a la noche siguiente consumaría el matrimonio. Entretanto, Budur se vio obligada a asumir sus responsabilidades como nuevo rey de Banús, presidió el consejo y empezó a dictar sus primeras disposiciones. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 114
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que los del consejo se asombraron de la belleza, energía y cualidades de mando del joven monarca, acataron sus resoluciones, le
prometieron la debida obediencia y le desearon larga vida. A lo largo de todo el día, pues, Budur estuvo ocupada en las tareas de gobierno, pero al caer la noche, fatalmente, tuvo que encerrarse de nuevo en la habitación conyugal para cumplir sus imposibles deberes como marido. Atribulada, se sentó al lado de la hermosa Hayatannufús, la acarició suavemente en la cabeza, le dio un beso en la frente y, consciente de que no podía ir más allá, recordó al auténtico Camar Asamán y recitó con melancolía:
¡Oh tú, que con tu ausencia me castigas! Sin ti mi cuerpo se consume y mi alma está vacía.
¡Si al menos me trataras con generosidad y clemencia! La generosidad de Ibn Saida y la clemencia de Muavia.
Igual que la noche anterior, se dedicó a rezar y meditar en espera de que la princesa se durmiera y cuando escuchó la respiración profunda y acompasada de Hayatannufús, se acostó a su lado y, sin tocarla, se quedó dormida a su lado. Al día siguiente Budur se sentó de nuevo en el trono y se ocupó de sus responsabilidades como rey, pero lo primero que hizo Armanús fue interrogar a su hija respecto al comportamiento de su marido durante la noche: —Mi marido es muy respetuoso, padre, ni siquiera me ha tocado —respondió la ingenua muchacha—, y muy devoto, pues se pasa la noche rezando y meditando. —¡Pues no me parece lógico ni natural! —estalló Armanús, con la mosca tras la oreja— Escúchame bien: si esta noche no consuma el matrimonio y no cumple como Dios manda, mañana le desposeeré del cetro y le expulsaré del país. Desconocedora de esta amenaza, aunque segura de que tarde o temprano se descubriría la farsa, Budur volvió de noche a la habitación conyugal, besó en la mejilla a la desconcertada Hayatannufús y, mientras le acariciaba la espalda y los
pechos, recitó:
El secreto no lo guarda más que el reservado, por eso a la buena gente hay que confiarlo.
Conmigo el secreto está a buen recaudo, bajo llave y candado, oculto y encerrado.
—¡Basta ya de tantos versos enigmáticos! —le reprochó Hayatannufús, dejando a un lado su timidez—. ¿Por qué no te comportas conmigo como todos los maridos con sus esposas? Por mí no tendrías que preocuparte, te lo aseguro, pero te advierto que mi padre está muy enojado y me ha dicho que si esta noche no consumas el matrimonio, mañana te desposeerá del cetro y te expulsará del país. Va en serio, querido Camar Asamán, conozco a mi padre y temo que en un arrebato de cólera te haga daño, ya sabes que «quien avisa, no es traidor». Budur no podía soportar por más tiempo aquella situación y, decidida a jugarse el todo por el todo, se sinceró con Hayatannufús y, midiendo bien sus palabras, le confesó la verdad. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 115
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Budur, entre sollozos, rogó a la sorprendida Hayatannufús que fuese comprensiva y le guardara su secreto hasta que consiguiera reunirse de nuevo con Camar Asmán. La joven y tierna Hayatannufús era una muchacha de buen corazón y, profundamente impresionada por los padecimientos y la valentía de la princesa Budur, la consoló con dulces palabras, prometió guardar el secreto y, además, le ofreció toda la ayuda que le hiciera falta para conseguir reunirse de nuevo con el verdadero Camar Asamán. —No llores más, Budur —la reconfortó—, conmigo tu secreto está a salvo, seré una tumba. Como dicen: «El secreto has de confiar a quien lo sabe guardar». Ya encontraremos la manera de mantener a mi padre engañado. Y ciertamente que encontró la manera de hacerlo. Amparada en las sombras de la noche, se fue al gallinero de palacio, mató a una gallina y con la sangre tiñó su enagua, de forma que al día siguiente la mostró a su madre como prueba de que su marido la había desflorado. La madre, muy complacida, bendijo a Camar Asamán y se apresuró a comunicar la buena nueva a sus damas de compañía. Los gritos de alegría y las albórbolas de las mujeres llegaron a oídos de Armanús que, al enterarse del motivo, acudió inmediatamente a felicitar a su hija y su yerno y, para celebrarlo, ordenó que preparasen un gran banquete. En el palacio de Banús todos estaban alegres y contentos, todos excepto Budur, que muy a su pesar, se veía obligada a fingir alegría, ocultando la pena que la afligía. Menos mal que en la persona de Hayatannufús había encontrado una buena amiga en quien confiar y, por las noches, en la intimidad de su habitación, se desahogaba con ella y recibía su ánimo y consuelo. Bien lejos estaba Budur de imaginar que su querido Camar Asmamán, también consumido por la tristeza, trabajaba de sol a sol como un simple hortelano en tierra de paganos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 116
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que mientras Camar Asamán y Budur se atormentaban y penaban, lejos uno del otro, había alguien más en otro lugar del mundo que tampoco sabía lo que era el descanso y había perdido completamente la alegría y las ilusiones: el rey Shahramán, que, en el palacio de Jalidán, se hallaba hundido y desesperado tras la desaparición de su hijo. Retrocedamos algo en el tiempo y os contaré lo que ocurrió en Jalidán a partir de aquel día en que el príncipe y Marsauán salieron de palacio con la excusa de ir de cacería. Los dos jóvenes, naturalmente, no se presentaron a la hora convenida y el rey Shahramán, que había pasado la noche prácticamente en vela, preocupado por su hijo, no estaba dispuesto a esperar con los brazos cruzados. Reunió con urgencia un escuadrón de caballería, se puso al frente y organizó una partida de búsqueda. Dividió el escuadrón en grupos y quedaron en encontrarse en un determinado cruce de caminos, que, sin saberlo, coincidía con el lugar en que Camar Asamán y Marsauán habían pasado la noche y en el que Marsauán había dejado la camisa ensangrentada de su compañero. Al cabo de dos días de búsqueda infructuosa por todos lados, al amanecer del tercer día se encontraron todos en el cruce y, con gran espanto, observaron los trozos de carne dispersos por el suelo y la camisa manchada de sangre. Shahramán reconoció en el acto la prenda y, como si le hubieran clavado un puñal en el corazón, lanzó un desgarrador «¡Hijo mío!» y cayó desmayado. Cuando volvió en sí, tomó inmediatamente conciencia de lo sucedido y, desesperado, se tiró de los pelos mientras repetía, con voz entrecortada por los sollozos: «¡Que Dios le tenga en su misericordia!» La evidencia parecía no dejar lugar a dudas y, seguros de que Camar Asamán había perecido víctima del ataque de alguna fiera, todos los presentes se unieron al dolor del rey y lloraron la desgraciada pérdida del príncipe heredero. El desconsolado padre, estrujando la ensangrentada camisa contra su pecho, se resistía a emprender el regreso y, hecho un mar de lágrimas, recitó:
El dolor del afligido no tiene límites, ahogado en el mar de su inmensa pena.
Llora sin cesar por la sentida pérdida y en el fuego de la desolación se quema.
Por la pérdida de la luna replandeciente, las nubes de los párpados empapa.
La separación no presagiaba nada bueno, nada más que dolor y tormento ha traído.
La desesperación es ahora su vestido, nefasto fue el día de la despedida.
El camino de vuelta a palacio, de hecho, fue un calvario para Shahramán, que nada más llegar a la ciudad, impuso el luto en todo Jalidán por la muerte del príncipe. En su honor hizo construir un mausoleo al que llamó, con toda propiedad, «hogar del desconsuelo», pues era allí donde el atormentado monarca iba a pasar en adelante la mayor parte de sus días, en doloroso recogimiento, excepto los momentos en que sus obligaciones como rey le mantenían alejado del mausoleo. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad.
«Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 117
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que mientras el rey Shahramán no dejaba de llorar en Jalidán la pérdida de su hijo, lejos de allí, en la capital de Banús, también la apesadumbrada Budur lloraba por la ausencia de su amado, ¿y qué le sucedía entretanto al malhadado príncipe, el objeto de sus desvelos? Camar Asamán, obligado a permanecer en tierra de infieles por las adversas circunstancias, continuaba su vida junto al benévolo hortelano, trabajando día tras día y duramente en el huerto, sin dejar de pensar en ningún momento en su querida Budur. Así pasaron los meses, hasta que, cercano el día de fin de año, el hortelano le comunicó que iba a pasar la fiesta con unos conocidos y le prometió que haría averiguaciones en el pueblo sobre la llegada del barco mercante que, según sus cálculos, estaría al caer. Armado de paciencia, como no podía ser de otra manera, Camar Asamán se quedó solo en el huerto, en espera de las ansiadas noticias y, lleno de nostalgia, se acordó de los versos:
¿Dices que el amor resplandece en día de fiesta? Quien sufre de ausencia no lo celebra.
Hoy no puedo unirme a ella, pues si pudiera la felicidad de este día sería eterna.
Cabizbajo y pensativo, no dejaba de dar vueltas y más vueltas por el huerto y, entre recuerdos del venturoso pasado y lamentaciones por el desdichado presente, sólo le reconfortaba la rememoración de poemas como éste:
Tu imagen dentro de mí está siempre presente y en mi corazón le he dado lugar preferente.
Si tu persona a mi vida no acude de nuevo, viviré toda mi vida con tu espectro.
Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que, sin advertir por donde andaba, tropezó con una piedra y cayó al suelo, con la mala suerte añadida de que se rasguñó en la mejilla y, mientras se secaba la sangre de la herida, mezclada con alguna que otra lágrima, recitó:
Tengo un amor que de pena me mata, su recuerdo me llena de nostalgia.
Si os digo que la pena ha desaparecido, es porque ella conmigo se ha reunido.
Entonces, atraído por el ruido de unos estridentes graznidos, alzó la vista y vio que dos pájaros se habían enzarzado en una singular pelea encima de la rama de un árbol. Los dos contendientes, en el fragor del combate, se acometían con fiereza y se propinaban unos tremendos picotazos, hasta que uno de ellos se
desplomó al suelo y Camar Asamán comprobó con horror que había muerto. Compadecido por la víctima, Camar Asamán quiso recogerlo, pero otros dos pájaros que se abatieron sobre el finado se lo impidieron. Uno de los pájaros se colocó a la cabeza del muerto y el otro a sus pies y ambos iniciaron un triste concierto de arrullos y gorjeos, como si expresaran así su pena por él, lo que conmovió profundamente a Camar Asamán, que tenía la sensibilidad a flor de piel. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 118
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que tras los canturreos, las dos aves la emprendieron a picotazos con el cadáver y, ante la perplejidad de Camar Asamán, lo desplumaron, lo descarnaron, le sacaron las tripas y, después de esparcir su sangre por el suelo con ayuda de las alas, remontaron el vuelo y se alejaron. La visión de aquella terrible escena había calado hondo en el ánimo del príncipe que, muy afectado, se acercó a los restos desparramados del pájaro y se vio sorprendido por un extraño brillo que se traslucía del interior del buche. Sin más demora abrió el buche y en su interior apareció una reluciente piedra roja que le deslumbró unos instantes. Camar Asamán la tomó en su mano y con gran sobresalto la reconoció: era la piedra roja que había estado incrustada en el broche de Budur, sin duda, y la luz de la esperanza brilló de nuevo en sus ojos. «Esto puede ser un buen augurio, tal vez una señal de que pronto volveré a reunirme con mi amada», se dijo con renovados ánimos y, después de besar la piedra, recitó:
Acongojado por la nostalgia, vierto un torrente de lágrimas
y me pregunto: ¿acaso el que nos separó permitirá nuestra próxima unión?
Apretándola con fuerza, metió la piedra en el bolsillo y, aferrado al sentimiento de esperanza que su hallazgo le había infundido, se dispuso a aguardar el regreso del hortelano bastante más calmado. Aquella noche, sin embargo, el hombre no apareció y cabe decir que, por fin, el atribulado Camar Asamán disfrutó de un sueño tranquilo. A la mañana siguiente, tomó la azada y el serón y volvió al trabajo. Con más brío que nunca se puso a cavar y, al llegar al pie de un algarrobo, notó que la azada chocaba con algo metálico. Retiró la tierra apresuradamente y ante sus asombrados ojos apareció una trampilla chapada de bronce. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 119
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Camar Asamán levantó la trampilla y vio los primeros peldaños de una escalera de piedra que, aparentemente, debía conducir a alguna parte bajo tierra. Sin dudar un momento descendió por ella y, al pie de la
escalera, de la que contó diez escalones, se encontró con una amplia cámara subterránea, de forma redonda como el interior de una cúpula, y en la que había amontonados una serie de cofres de bronce. Al abrir uno de ellos y ver su contenido, se quedó pasmado: el cofre estaba repleto de oro en polvo, puro y finísimo. «Gracias a Dios, parece que mi suerte va a cambiar y esto no es más que el principio», pensó, y recordó las certeras palabras del poeta:
Cuando se multiplican las desgracias y amenazan con fundir el corazón,
cuando las tribulaciones llegan al límite, aparece entonces la solución.
Veinte cofres había en total y, después de comprobar que todos ellos estaban llenos de oro, Camar Asamán volvió a la superficie, colocó la trampilla en su sitio y le echó tierra encima. Alrededor del mediodía volvió el hortelano que, con expresión risueña, le dijo: —Te traigo buenas noticias: ¡ha llegado el barco! Me han dicho que dentro de tres días zarpará hacia Banús y, desde allí, podrás regresar a tu país. De Banús a Jalidán, por tierra, hay seis meses de camino, según me han informado. Por mi parte, ya he avisado al arráez de que piensas unirte a los pasajeros y pasarán a buscarte en el momento oportuno ¿Qué te parece? —¡Excelente! —exclamó Camar Asamán y, sin reprimir su alegría, recitó:
No os alejéis de quien no soporta la distancia, no le castiguéis con la separación.
Si el penar de la ausencia en el tiempo perdura, sólo él cargará con el atroz dolor.
Emocionado, Camar Asamán besó la mano del viejo hortelano y le dijo: —Yo también tengo una buena noticia, escucha con atención porque es algo extraordinario. Sin ningún reparo, le informó del hallazgo del subterráneo y los veinte cofres repletos de oro que encerraba. El hortelano no daba crédito a sus palabras, pues no era para menos. —Ven y te lo mostraré —dijo Camar Asamán al observar sus gestos de incredulidad. —Te creo, hijo, te creo —recalcó el hortelano—, pero quiero que quede claro que el oro es tuyo, puesto que lo has encontrado. ¡Válgame Dios! Llevo ochenta años como arrendatario de este huerto, prácticamente desde que nací, ya que lo heredé de mi padre, y nunca había topado con la trampilla. Esto quiere decir que el oro no me estaba destinado, ¡qué le vamos a hacer! —¡Ni hablar! Lo dividiremos en partes iguales —replicó Camar Asamán, demostrando así su agradecimiento por la ayuda que el buen hombre le había dispensado—, ven, vamos a verlo. Descendieron al subterráneo y mientras Camar Asamán separaba los diez cofres que le correspondían, el hortelano le dijo con muy buen criterio: —No puedes llevarte todos estos cofres al barco, tal cual, seguro que despertarían la codicia ajena y sería peligroso para ti. ¿Sabes lo que haremos? Sacaremos el oro de los cofres y lo pondremos en sacos y, en cada saco, por encima del oro, colocaremos unas almozadas de aceitunas del huerto, para disimular. Las aceitunas de por aquí, sobre todo las conocidas como «verderonas», son muy apreciadas en el extranjero y nadie se extrañará de que lleves un cargamento para vender.
El consejo del anciano era, sin duda, acertado, y Camar Asamán se puso manos a la obra. Llenó varios sacos, cada uno con dos tercios de oro y uno de aceitunas que él mismo recogió en el huerto y, hecho esto, llevado por un extraño presentimiento, colocó en uno de los sacos la piedra roja del broche de Budur mezclada con el oro. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 120
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Camar Asamán dejó los sacos preparados en el huerto, apoyados en la empalizada, y se sentó a conversar con el hortelano. Por su cabeza, sin embargo, se cruzaban toda suerte de pensamientos en relación al paradero de su amada Budur, ¿habría llegado a Jalidán?, ¿habría vuelto a Kashgar?, no cesaba de preguntarse. «En cuanto llegue a Banús me pondré enseguida en marcha para Jalidán, ojalá Budur esté allí o si no… prefiero no pensarlo, ya veremos», se decía una y otra vez, y en los momentos en que se quedaba taciturno y ensimismado, recordaba composiciones poéticas como ésta:
Encendió la llama del amor y partió, se alejó de mí quien la prendió.
De mí se alejaron sus pertenencias,
abandonado y solo me dejó.
Mucho tiempo ha durado mi firmeza, el recio tesón y la paciencia.
Cuando se fue se llevó mi alegría, imposible recuperarla sin ella.
La cruel distancia mojó mis párpados con un torrente de lágrimas.
La añoranza crece con la espera, mas también la ternura aumenta.
Aparece siempre en mis pensamientos y el amor por ella se acrecienta.
¡Ay, amor! tu sola mención es mi lema, mi único motivo de supervivencia.
Comprended al afligido enamorado
y no digáis que fue un tropiezo.
Hasta el límite de mis fuerzas, la amo, y sin ella sólo conozco el espanto.
En medio de una de sus conversaciones, Camar Asamán contó también al viejo hortelano la estremecedora escena de la lucha de los pájaros, que tanto le había afectado, y de qué increíble forma había encontrado en el buche del pájaro muerto la piedra roja. Así, en entretenidas pláticas, pasaba mejor el tiempo de espera, pero, por desgracia y de repente, el hortelano se sintió mal y, como quiera que a su edad cualquier achaque podía complicarse de la peor manera, en cuestión de horas se agravó tanto su estado de salud que Camar Asamán empezó a temer seriamente por su vida. El joven, preocupado de veras, le prodigó afecto y cuidados a su benefactor, pero el anciano no reaccionaba y, desde el interior de la cabaña, oyó unas voces, salió fuera y vio un grupo de marineros en la cancela del huerto. Acercándose a ellos, Camar Asamán les rogó que fueran más discretos, pues el hortelano estaba gravemente enfermo, mas uno de aquellos rudos lobos de mar, sin hacer mucho caso de sus palabras, le dijo con poco respeto: —Bueno, ¿dónde está el gañán metido a comerciante que quiere viajar a Banús? —Servidor —respondió Camar Asamán, escuetamente, y señalando los sacos, añadió—: Éste es mi cargamento, unos sacos de aceitunas, ¿podríais trasladarlos al barco, por favor? Aunque algunos refunfuñaron, el que parecía llevar la voz cantante les ordenó a los demás que cargaran con los sacos y le dijo a Camar Asamán: —No tardes, pues de un momento a otro vamos a zarpar aprovechando que los vientos son favorables. Acabamos de cargar y, en cuanto lleguen los últimos pasajeros, arriamos velas y nos vamos. —De acuerdo, haré todo lo posible para embarcar cuanto antes, pero comprended que ahora no puedo dejar solo a un hombre moribundo.
Al volver a la cabaña, Camar Asamán encontró al viejo agonizando y, pocos momentos después, expiró en sus brazos. Le cerró los ojos, rezó por él y, como no quería dejar su cuerpo sin sepultura, se tomó su tiempo para enterrarle. Hecho esto preparó su ligero equipaje, se echó el hatillo al hombro y, después de dedicar un último recuerdo al finado, corrió al embarcadero. Pero cuál no fue su disgusto cuando al llegar el muelle vio que el velero ya había soltado amarras y su silueta se perdía rápidamente en el horizonte. La prisa de algunos comerciantes por partir había hecho que no le esperasen durante mucho tiempo, y más teniendo en cuenta que no se trataba de ningún influyente potentado, sino de un pobre hortelano que había embarcado solamente unos sacos de aceitunas. En el colmo de la desolación, Camar Asamán se dejó caer, sollozando de impotencia y completamente abatido. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 121
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Camar Asamán se quedó largo rato en el embarcadero, sin poder reaccionar, perplejo y con la mirada perdida en el horizonte. Finalmente, haciendo un esfuerzo, se levantó y, con paso lento, volvió al huerto, ¿adónde iba a ir si no? En los días que siguieron se puso en o con el dueño de la propiedad, le informó de la muerte del arrendatario y él mismo la alquiló, pues, como bien sabía, el barco mercante no volvería a aparecer antes de un año, ¡qué poco le había durado la alegría!, y, encima, se había quedado sin buena parte del oro y había perdido su talismán, la piedra roja. Como fuese, no le quedó más remedio que resignarse a su mala suerte, empleó a un mozo para que le ayudara en los quehaceres del huerto y allí se quedó, triste y apesadumbrado, en compañía de sus lánguidos pensamientos y los recuerdos que le atormentaban
noche y día. El barco que había perdido, por cierto, realizó la travesía sin contratiempos y, en el tiempo previsto, llegó a las costas de Banús y atracó en el puerto de la capital. Resulta que en el momento en que el velero hacía su entrada en el puerto, Budur se encontraba en una de las ventanas de palacio con vistas al mar, estuvo observando las maniobras del barco y, cuando los marineros empezaron a descargar, llevada por el impulso de un presentimiento, se dirigió al puerto acompañada de su séquito. Al llegar al muelle, preguntó por el arráez del barco que acababa de atracar y aquél se presentó humildemente ante su majestad el rey de Banús. —¿Qué tipo de cargamento lleváis? —le pidió Budur. —Majestad, llevamos artículos de todas clases y variado género: medicamentos, ungüentos, muselinas, brocados y otros tipos de telas, perfumes, almizcle, áloe, sándalo, caña, tamarindo, corales, condimentos, clavo, almendras… ¡ah, y algunos sacos de aceitunas verderonas! —¿Habéis dicho aceitunas verderonas? —Sí, en efecto. —¡Son mis preferidas! ¿Cuántas lleváis? —¡Oh!, pues… algunos sacos. El problema es que el amo de la aceitunas perdió el barco y no ha viajado con nosotros. —¿Ah sí?, ¡vaya por Dios! ¿Habéis descargado los sacos? —No, como viajan sin dueño… —¡Descargadlos inmediatamente! El arráez dio la orden y los marineros descargaron los sacos de aceitunas, aunque no contenían solamente aceitunas, como sabemos. Budur mandó que abrieran uno de los sacos y, después de probar una aceituna y saborearla con fruición, dijo: —Me los quedo todos, ¿cuánto valen?
—Sinceramente, no lo sé, majestad, no sé a qué precio pensaba venderlas su dueño, un pobre hortelano. Es posible que el precio de coste sea de unos cien dirhemes por saco. —Bueno, ¿y a cuánto calculas que podría venderse aquí todo el cargamento? —No sé, quizás a mil dirhemes. —¡Pues te lo compro por mil dinares! El arráez se mostró gratamente sorprendido, aceptó el dinero de manos del supuesto rey y ordenó a los marineros que trasladaran el cargamento a palacio. Por la noche, como de costumbre, Budur comentó a Hayatannufús los acontecimientos del día y le habló del cargamento de aceitunas verderonas que había comprado. Hayatannufús, que también era una entusiasta de aquella especie de aceitunas, no quiso acostarse sin probar algunas y Budur hizo traer uno de los sacos a la habitación. Las dos mujeres abrieron el saco con impaciencia y cuando Budur metió la mano en él para sacar un puñado de aceitunas, su mano se hundió en otra clase de género bien distinto, algo que tenía el tacto parecido a un montón de arena. Extrañada, retiró la capa de aceitunas y, muda de asombro, le mostró a Budur un puñado de oro puro. Después de comprobar que, excepto en la superficie, todo el saco contenía oro, Budur ordenó que trajeran los demás sacos del almacén a la habitación y, uno tras otro, los fueron abriendo para comprobar, perplejas, que todos contenían lo mismo. Pero más perpleja se quedó Budur cuando, al hundir la mano en uno de ellos, extrajo la piedra roja que, sin duda alguna, era la que había estado incrustada en el broche que le pertenecía y que había desaparecido el mismo día que Camar Asamán. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 122
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, bajo la fuerte impresión, Budur casi perdió el conocimiento, y cuando, con la ayuda de Hayatannufús, se recuperó y fue capaz de articular palabra, le mostró la piedra roja y le dijo: —Mira, ésta es la piedra roja de la que te hablé, ¿te acuerdas?, la misma que yo llevaba incrustada en mi broche y que, incomprensiblemente, se volatilizó aquella tarde en que Camar Asamán desapareció del campamento. —¡Oh! —exclamó Hayatannufús, atónita—, no hay duda de que es una buena señal, querida amiga, me parece que Camar Asamán y tú volveréis a reuniros muy pronto. Animada por aquellos buenos augurios, Budur besó la piedra y, a la mañana siguiente, sin perder tiempo, convocó a palacio al arráez del barco que había transportado los sacos que presumiblemente contenían sólo aceitunas. —¿Quién es el dueño de los sacos de aceitunas que adquirí ayer?, ¿dónde vive? —le interrogó apresuradamente Budur nada más verle. —Majestad, como os dije, el dueño es un humilde y joven hortelano —respondió el arráez algo intimidado—, no le conozco, pero sé dónde vive, en tierra de infieles. —Bien, pues, escucha: Ve a buscarle y tráele aquí, a mi presencia, ¿entendido? Si no haces lo que te digo, ten por seguro que hundiré tu barco, y no trates de huir poniendo rumbo a otro sitio, porque la flota de Banús es muy poderosa y te perseguiré hasta la muerte. —No será necesario, majestad —balbució el arráez—, zarparemos inmediatamente y volveré con el hortelano. —Eso espero. Y así fue como, después de tanto tiempo y tantas tribulaciones, Camar Asamán y Budur volvieron a reunirse de nuevo y, después del primer encuentro en secreto
y de una noche pletórica de felicidad, llegó el momento de revelar la verdad a Armanús, el padre de Hayatannufús. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 123
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Budur no eludió su responsabilidad llegado el momento crucial, se reunió con Armanús, al lado de Hayatannufús y Camar Asamán como testigos, y contó al anterior rey de Banús toda la verdad. Afortunadamente, la reacción de Armanús fue positiva y la sorprendente revelación le produjo más asombro que enfado. «Este suceso debe inscribirse en los anales de la historia con letras de oro», fue una de sus frases más repetidas a medida que escuchaba las explicaciones de Budur, con esporádicas intervenciones de Camar Asamán y Hayatannufús. Al concluir Budur el relato, Armanús se dirigió al auténtico Camar Asamán y le dijo: —De todo esto resulta que el matrimonio de mi hija es nulo. ¡Santo Dios, qué embrollo! Pero como dicen: «No hay mal que por bien no venga». Ya que estás aquí y eres el verdadero príncipe de Jalidán, me gustaría que la princesa Hayatannufús se casara «realmente» contigo y pudiera darnos la descendencia que merece nuestro rango. No me defraudes, hijo. —Nada más lejos de mi intención que contraveniros, pero no puedo hacer tal cosa sin el consentimiento de mi esposa Budur —alegó, respetuosamente, Camar Asamán. —Mi deseo es que tomes a la princesa Hayatannufús como segunda esposa — salió al paso Budur, ante la complacencia de Armanús—, no tengo ningún
inconveniente en que pases una noche con ella y otra conmigo; es más, Hayatannufús y yo hemos llegado a ser grandes amigas y me gustaría continuar viviendo con ella bajo el mismo techo. El asunto se solucionó, pues, a la satisfacción de todos. Armanús se encargó de convocar al consejo del reino y poner a los congregados al corriente de los hechos que, pasada la inicial sorpresa y superado el descontento de algunos por haber sido gobernados por una mujer, aceptaron al verdadero Camar Asamán como nuevo rey, le juraron fidelidad y le rindieron honores. El propio Armanús invistió a Camar Asamán con los atributos reales y de este modo el príncipe de Jalidán se convirtió en rey de Banús, hecho trascendental para el reino, que fue seguido de los consiguientes festejos populares. Cumplidos estos trámites, comparecieron en palacio el juez y los testigos y se redactó el contrato matrimonial entre Camar Asamán y Hayatannufús, que se convirtió así en la segunda esposa del rey. La boda se celebró por todo lo alto en palacio, con lucidas ceremonias y suculentos banquetes y, terminadas las celebraciones públicas, los novios se retiraron a la intimidad de la cámara nupcial y la princesa perdió su virginidad definitivamente. Cabe decir que Camar Asamán, con su manera justa y equitativa de gobernar, pronto se ganó la iración y el respeto de la corte y, lo que es más, la estimación del pueblo. Pero con todo el ajetreo de los acontecimientos, el encuentro con Budur, el casamiento con Hayatannufús y sus nuevas obligaciones como monarca de Banús, Camar Asamán se olvidó por completo de su padre, el desventurado rey Shahramán. Pasó el tiempo y los tres, Camar Asamán, Budur y Hayatannufús continuaron viviendo felices en el palacio de Banús hasta que, para colmar su felicidad, las dos esposas del rey dieron a luz dos hermosos hijos varones. A uno, el mayor, hijo de Budur, le llamaron Amgad y al otro, nacido poco tiempo después de Hayatannufús, le llamaron Asad. Los dos muchachos, bellos como dos soles, crecieron sanos y fuertes y recibieron una educación adecuada a su rango. Aprendieron, entre otras cosas, literatura y derecho y destacaron especialmente en caligrafía. Cuando hubieron completado su formación y alcanzaron la edad adulta, a los veinte años, se habían convertido en dos apuestos jóvenes, nobles, cultos y magníficamente preparados para el futuro que les aguardaba. Amgad y Asad eran inseparables, compartían incluso el dormitorio y siempre se mostraban de acuerdo en todo. Su
padre, Camar Asamán, considerando que habían llegado a la edad de asumir responsabilidades, delegaba en ellos las tareas de gobierno cada vez que, por uno u otro asunto, debía ausentarse de la corte. En ausencia del rey, pues, ambos ejercían sus funciones y gobernaban en días alternos, un día Amgad y al día siguiente Asad, de manera que así tenían igualdad de oportunidades para demostrar sus dotes. Todo hubiera ido viento en popa si no fuera porque el diablo nunca descansa y, envidioso de la paz y armonía que reinaba en el palacio de Banús, quiso perturbarla de la manera más ignominiosa. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 124
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el diablo tentó a las esposas de Camar Asamán y ocurrió que Budur se enamoró perdidamente de Asad, el hijo de Hayatannufús y ésta, a su vez, se enamoró de Amgad, el hijo de Budur. Día a día, el amor de ambas mujeres por los dos gallardos jóvenes aumentaba, hasta el extremo de perder el hambre y el sueño por ellos, y la pasión llegó a inflamarlas de tal modo que vivían obsesionadas por conquistar sus favores. Con este objetivo, cada una extremó sus muestras de cariño hacia el hijo de la otra y no perdían ocasión de prodigarles besos y abrazos, aunque Amgad y Asad, que ni de lejos sospechaban sus verdaderas intenciones, las recibían inocentemente y las interpretaban como efusivas muestras de amor maternal. Aprovechando, pues, que Camar Asamán se había alejado unos días de palacio para participar en una cacería y, según tenía por costumbre, había dejado el poder en manos de sus hijos, las dos enamoradas, hartas de que sus insinuaciones no fueran comprendidas, decidieron que había llegado el momento
de declararles abiertamente sus sentimientos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 125
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Hayatannufús, sabedora de que Amgad se encontraba en la sala de trono ejerciendo las funciones de monarca, resolvió confesarle su amor por medio de un mensaje escrito, tomó el tintero y el cálamo y escribió sobre papel: «Ésta es la carta de la enamorada, triste y afligida, la que por tu amor sufre y vive atormentada, la que llora día y noche por permanecer de ti separada, la que padece por tener que ocultar el inmenso amor que por ti siente y espera de ti un gesto de compasión hacia su débil y angustiada persona. Cielo y tierra la oprimen, la llama de la pasión la consume y nada la consuela más que la esperanza de que comprendas su suplicio y accedas a aliviarla. Más cerca de la muerte que de la vida, sin ti pena, desfallece y se desespera. No hay suficiente papel en el mundo para escribir lo que desearía expresar, los sentimientos que alberga su alma torturada, tal como dijo el poeta:
Si pudiera expresar por escrito lo que siento de amor, pasión, delirio y enardecimiento,
no habría material suficiente para escribirlo,
ni tinta, ni cálamos, ni papel ni pergamino.
Lo único que desea tu humilde servidora es estar entre tus brazos, porque te ama con locura y por eso te escribe, querido Amgad, mientras arden sus entrañas y sobre sus mejillas se deslizan las lágrimas. Lo único que anhela es estar a tu lado y entregarse a ti, adorado Amgad, pues el sueño ya no cierra sus párpados por tu causa y, rogando a tu bondad que accedas a confortarla, te dedica, desde el fondo de su dolorido corazón, esta sentida composición:
Esta pasión me llevará a la muerte, pues no cesa de avivar mi llanto.
Por ti dura y se afirma día a día y de mi enemigo hace las delicias.
Ten piedad de mí, que el amor me mata, ten compasión, te lo ruego, Amgad.
Si el destino fuese justo con el amante, no consentiría que su favor rogase.
¡Ay, qué tormento, qué violenta pasión! Señor mío, ¡haz que termine mi dolor!
Después de añadir otra serie de retóricas frases alusivas a su pena de amor, concluyó: «Te pido, te ruego, te suplico que accedas a mi requerimiento, vida mía, mi amor, comprende mi sufrimiento y respóndeme, ven a mi encuentro, por lo que más quieras, por favor. Tuya: Hayatannufús». Acabada la carta, enrolló el papel, lo ató con una preciosa cinta para el pelo, de seda roja, y lo entregó a uno de sus criados para que se lo llevara al destinatario. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 126
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el criado solicitó audiencia al rey en funciones y, una vez concedida, le entregó el rollo de papel. Amgad quitó la cinta, lo desenrolló y, a medida que iba pasando la vista sobre lo escrito, el semblante se le iba ensombreciendo hasta que, al llegar al final, su furia estalló. —¡Que Dios maldiga a las mujeres! —gritó como un energúmeno—, ¡harpías, traidoras, depravadas! Completamente fuera de sí, desenvainó la espada y encarándose amenazadoramente con el criado, espada en alto, le chilló: —¡Vil esclavo!, ¿cómo te has atrevido a poner en mis manos esta indecencia? ¿No tienes vergüenza? ¡Villano! En su exasperación, descargó toda la rabia sobre el inocente criado y, de un
fuerte mandoble, le cortó el cuello. Como tantas veces ocurre, el mensajero pagó los vidrios rotos. El impetuoso Amgad, sin embargo, ni con eso calmó su cólera y, hecho un basilisco, se presentó en la sala en la que se encontraba su madre y le soltó una retahíla de insultos y enfebrecidas invectivas contra el género femenino —¡Mujeres! ¡Todas sois iguales! —acabó, ante la atónita mirada de Budur—. Si no fuera por respeto a mi padre, ¡la mataría!, sí, la mataría así como he hecho con su vil emisario. Y, sin más, salió dando un portazo. Budur, aun sin conocer exactamente el motivo de su enfado, pensó que nada justificaba el comportamiento de su hijo y resolvió que, en el momento oportuno, le daría su merecido. Por su parte, Amgad no se atrevió a explicarle a Asad lo que había sucedido, para no avergonzarle, y pasó toda la noche insomne, dando vueltas a lo que él consideraba una desfachatez imperdonable y un rastrero acto de traición de Hayatannufús hacia su padre. La frustrada Hayatannufús, enterada de la explosión de cólera que su misiva había provocado y la desgraciada muerte del criado, tampoco pegó ojo aquella noche, aunque ella veía las cosas de otro modo y pensaba que Amgad se había comportado con una insensibilidad y una crueldad inhumanas. El día después Asad ocupó el trono y a Budur no se le ocurrió otra cosa, para confesarle su amor, que hacer lo mismo que Hayatannufús había llevado a cabo el día anterior. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 127
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey,
Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Budur tomó papel, tinta y cálamo y apuntó: «Te escribo, amor mío, porque mi paciencia ha llegado a un límite y ya no puedo vivir sin declararte sinceramente lo que siento por ti. Te quiero, Asad, mi cuerpo y mi espíritu se consumen por ti, ya no sé qué es el sueño, sólo el llanto y el dolor ocupan mi tiempo y mi única esperanza de vida es que accedas a unirte a mí». Las palabras de Budur fueron mucho más claras y directas que las de Hayatannufús y, entre la líneas de su ardiente declaración, incluyó estos versos:
El destino ha querido que te ame, a ti, de belleza sin parangón.
Mientras un hilo de vida en él late, es todo tuyo mi pobre corazón.
Escrita la carta, la firmó, enrolló el papel y lo dio a una vieja sirvienta de confianza para que la llevara a Asad. La vieja sirvienta, desconocedora del contenido del mensaje, obedeció sin chistar las órdenes de su señora y, tras obtener la correspondiente audiencia, lo entregó a Asad tal como se le había mandado, indicando al destinatario que esperaba respuesta. La reacción de Asad no fue menos enconada que la de su hermano y, sin atender a razones, decapitó de un espadazo a la mensajera y, acto seguido, fue al encuentro de su madre a la que dedicó, sin dar lugar a réplica, una sarta de injurias e insultos contra las mujeres. A diferencia de Amgad, sin embargo, Asad fue en busca de su hermano para contarle lo que había sucedido y Amgad, a su vez, se sinceró e hizo lo propio. Escandalizados, ambos pasaron toda la noche comentando el asunto y maldiciendo a sus madres y a las mujeres en general, pero ante la gravedad del caso, acordaron no mencionar a Camar Asamán lo ocurrido, por vergüenza y respeto hacia su progenitor.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 128
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, de regreso a palacio, Camar Asamán encontró a sus esposas tristes y cariacontecidas. Budur y Hayatannufús se habían confesado sus respectivos fracasos y habían tramado una despiadada venganza contra sus rebeldes y orgullosos hijos. Cuando Camar Asamán les preguntó qué les pasaba, Budur tomó la palabra y, afectando una expresión de mujer ultrajada, le respondió: —Si estamos así, querido Camar Asamán, es por culpa de tus hijos. Me sabe mal tener que decírtelo, pero en tu ausencia, Amgad y Asad…¡nos han violado! La noticia cayó como una pedrada sobre Camar Asamán. —¡Santo Dios! —exclamó, horrorizado—, ¡conte cómo ha sido! Y sin ningún escrúpulo, Budur inventó: —No te lo había dicho antes, por pudor y respeto a tu amor de padre, pero hacía tiempo que tu hijo Asad me enviaba cartas llenas de obscenidades y proposiciones indecentes, a las que yo, naturalmente, aparte del consiguiente escándalo, no hacía ningún caso. Bueno, pues, aprovechando que te habías ido de cacería, me atacó sin contemplaciones y, me duele añadir, en evidente estado de embriaguez. Hice todo lo que pude para resistirme, pero a una vieja sirvienta que intentó ayudarme la mató y yo, temiendo también por mi vida, no tuve más remedio que ceder a sus bajos instintos y me poseyó.
Hayatannufús le contó una historia parecida cambiando los personajes, Amgad por Asad y el criado por la vieja sirvienta y, al finalizar el truculento relato de la falsa violación, añadió: —Todo esto es muy grave, querido y, si no haces algo al respecto, me veré obligada a ponerlo en conocimiento de mi padre para que actúe en consecuencia. No sé cómo le sentará esto al anciano Armanús, ¡qué escándalo! Camar Asamán, visiblemente trastornado, no dudó ni un momento a la hora de actuar en consecuencia. Hecho una furia, desenvainó la espada y declaró a voz en grito que iba al encuentro de sus hijos para matarlos. De camino a los aposentos de Amgad y Asad, se topó con su suegro Armanús que, al verle en semejante estado, quiso que le aclarara inmediatamente los motivos de su arrebato de cólera y Camar Asamán, con los nervios deshechos y la voz alterada, se lo explicó. —Bien es cierto que los muchachos no merecen otra cosa que la muerte por la villanía que han cometido —dijo Armanús, también afectado pero con las ideas algo más claras—, no obstante, no te dejes llevar por la ira del momento y cometas una acción de la que tengas que arrepentirte en un futuro. Piensa que si los matas con tus propias manos incurrirías en parricidio. Mi consejo es que los ajusticie un verdugo, lejos de palacio si puede ser, pues «ojos que no ven, corazón que no siente». Algo más calmado, Camar Asamán pensó que Armanús tenía razón y resolvió llevar el asunto de acuerdo con su atinado consejo. Envainó la espada, dio media vuelta y se dirigió hacia la sala del trono. Una vez allí, convocó al emir Gandar, uno de sus más fieles y avezados consejeros, y le dijo: —Mis hijos son culpables de uno de los pecados más graves que el hombre pueda cometer, apreciado Gandar, y por ello merecen la muerte. No quiero darte más detalles para no hacer que el oprobio nos avergüence a todos, pero te aseguro que no hay otro modo de hacer justicia y tú serás el encargado de llevarla a cabo. Ve al encuentro de Amgad y Asad y detenlos, átalos, llévalos al bosque y, allí, ejecútalos. Sólo te pido que me traigas dos recipientes llenos con su sangre, uno con la de Amgad y otro con la de Asad, para probar que has cumplido con tu deber. —A vuestras órdenes, majestad —acató el obediente emir, muy a su pesar.
Así pues, el emir Gandar se fue en busca de Amgad y Asad, a los que encontró en uno de los pasillos de palacio en el momento en que se dirigían a la sala del trono para saludar y dar la bienvenida a su padre. Gandar, sin dar muchas explicaciones y alegando que cumplía órdenes del rey, los detuvo y los obligó a seguirle hasta las caballerizas, allí los ató de pies y manos, los montó encima de un caballo y, montando él en su propio caballo, se los llevó al bosque. Llegados a un claro del bosque, alrededor del mediodía, el emir paró la marcha, desmontó primero él, luego ayudó a bajar a los príncipes y, a continuación, con un temblor de voz que delataba su poca predisposición a llevar a cabo la cruel orden, les dijo: —Arrodillaos, por favor. Gandar desenvainó la espada y Amgad y Asad cruzaron una mirada significativa. Ambos habían entendido perfectamente cuál era el fin de haberlos conducido al bosque y, cada uno por su lado, en busca de una posible justificación, dio en la diana respecto a quién podía haber inducido a su padre a castigarles con la pena máxima. —Os pido disculpas por lo que voy a hacer —añadió el apesadumbrado emir—, pero no hago más que cumplir las órdenes del rey y es él quien me ha ordenado que os dé muerte. —Haz lo que se te ordenó —dijo Amgad, con una entereza encomiable—. En este caso, tú no eres el responsable de que se vierta nuestra sangre. Amgad y Asad se pusieron de rodillas, muy cerca el uno del otro, intercambiaron unas palabras de despedida y, en el momento en que Gandar alzó la espada, Asad dijo: —Por favor, mátame a mí primero, me siento incapaz de presenciar la muerte de mi hermano. —¡Nada de eso! —le contradijo Amgad—, yo soy el mayor y debo morir primero. Al observar al dubitativo emir, Asad se atrevió a preguntarle: —¿Por qué motivo te ves obligado a ajusticiarnos?
—El motivo no lo sé exactamente, el rey sólo me dijo que habíais cometido un pecado muy grave, que merecía la muerte —explicó Gandar—. Dios sabe que nunca hubiera querido encontrarme en semejante trance, pero yo sólo soy un mandado. —Supongo que nuestras madres han tenido algo que ver en todo ello —dijo Asad a Amgad, expresando en voz alta lo que los dos sospechaban—, que Dios tenga misericordia de nuestras almas. Y mirando fijamente a los ojos de su hermano, recitó:
¡Oh, luz de mis ojos, cuánto me duele! No puedo ver ni oír tu muerte.
Ojalá por ti pudiera sacrificarme, y estar presente en tu recuerdo.
—Por lo que más quieras, ¡mátame a mí antes que a mi hermano! —suplicó a Gandar un sobrecogido Amgad. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 129
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Asad replicó a la súplica de Amgad en los mismos términos y el hermano mayor, mirando con ternura al menor, dijo al encargado de ajusticiarlos: —Mátanos a los dos a la vez, entonces. Y acto seguido se acercó más a Asad, colocándose junto a él, mejilla contra mejilla. El emir Gandar estaba realmente impresionado por la entereza de los dos jóvenes y el sincero y profundo amor que demostraban el uno por el otro. —¡Que Dios me perdone! —exclamó al tiempo que alzaba aún más la espada—, ¿tenéis algo que decir antes de morir, queréis encargarme algo? —Te ruego que dejes mi cadáver encima del de mi hermano —respondió prestamente Amgad, girando la cabeza hacia el emir—, y que le repitas a mi padre, exactamente, los versos que declamaré a continuación, él sabrá comprenderlos. Son éstos:
Las uñas pintadas y teñidas las trenzas,
el velo torcido y trabada la lengua.
Las mujeres, amigo, no son más que eso.
¿Acaso puedes pescar la luna con una jábega?
¿Acaso puedes meter el agua en una jaula?
Amgad unió de nuevo el rostro al de su hermano y, con voz entrecortada por la emoción, recitó:
Ante la muerte somos iguales, los reyes y los miserables.
Cuando a alguien ves morir, tu muerte en él ves reflejada.
Todos tenemos que pasar por ella, los pequeños y los grandes.
Si ya no hay lugar para mí en la tierra, tampoco lo habrá para mis semejantes.
A Gandar le temblaba el brazo ante la responsabilidad de llevar a término el inexorable sacrificio y, justo en el momento en que se encomendaba a Dios para que le diera fuerzas, el ruido de un trote le distrajo. Bajó la espada y desvió la mirada a tiempo de ver cómo su caballo, un valioso purasangre, se adentraba peligrosamente en el bosque. El emir apreciaba tanto a su corcel, que no dudó ni un momento en soltar la espada y echar a correr tras él. En unos instantes desapareció de la vista de los dós jóvenes y, al poco tiempo, se oyó un escalofriante rugido procedente de la espesura en la que se había internado Gandar. Un feroz león rondaba por los alrededores. Amgad y Asad se miraron angustiados, el emir había olvidado su espada y ellos, atados de pies y manos, poco podían hacer para acudir a socorrerle. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 130
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Amgad y Asad, repentinamente, sintieron una extrema sequedad en la garganta, una sed atroz que les invadía. —¡Dios mío, nos moriremos de sed! Hubiera sido preferible morir de un espadazo —dijo Amgad. —Calma, hermano, no nos desesperemos ahora, que acabamos de librarnos, de momento, de peor trance —le tranquilizó Asad—. Tengamos esperanza, pues el hecho de que el emir haya soltado tan rápidamente la espada para correr tras su caballo es buena señal y, ahora, ya ves, su vida peligra más que la nuestra. El bravo joven, haciendo acopio de todas sus fuerzas, se agitó con brío y logró liberarse de la cuerda que le ataba las manos. Seguidamente, sin perder tiempo,
desató a su hermano, que, nada más sacudirse las ataduras, recogió la espada del suelo y dijo: —¡Voy a ayudar a Gandar, espérame aquí! —¡Voy contigo! —replicó Asad, echando a correr detrás de su hermano—, ¡lo que tenga que ocurrirnos nos ocurrirá a los dos! Siguiendo las huellas del caballo se internaron en el bosque y encontraron al emir en el momento crítico, justo cuando el león, erguido sobre sus patas traseras, iba a clavar sus garras en el cuerpo del acorralado Gandar que, con la mirada en el cielo, encomendaba su alma al Señor. Con un rápido movimiento y mostrando un coraje excepcional, el joven Amgad se interpuso entre el hombre y la fiera, se encaró al león, lanzó un alarido estremecedor y le clavó la espada en el pecho, con tanta fuerza que la punta de la espada salió por el muslo. El león, herido de muerte, tuvo una violenta convulsión y cayó al suelo fulminado. Todo había ocurrido con tanta celeridad que Gandar necesitó un tiempo para recuperarse del susto y darse cuenta de que sus salvadores no eran otros que los príncipes Amgad y Asad, con la misma arma con la que había estado a punto de sacrificarlos momentos antes. Conmocionado, se echó a los pies de ambos y les besó las manos diciendo: —¡Dios mío! ¿Cómo he podido? ¡Por poco no os he quitado la vida, a vosotros, que acabáis de salvar la mía! ¡Perdone! —Tenéis que cumplir las órdenes de nuestro padre —dijo Asad al tiempo que ayudaba a Gandar a levantarse. —¡Dios me libre! Ahora me siento totalmente incapaz de daros muerte, no puedo pagaros con un mal todo el bien que me habéis hecho —arguyó con firmeza el emir—. Lo único que os pido es que no volváis a palacio, pues el rey espera que le traiga una prueba de vuestra muerte. De simplemente vuestras camisas y yo me encargaré del resto. ¡Huid de aquí! ¡Huid cuanto antes e idos lo más lejos posible! Amgad y Asad se despojaron de sus camisas, las entregaron a Gandar y, después de despedirse de él con un abrazo, se perdieron en la espesura del bosque. El emir Gandar, todavía bajo la impresión de los terribles acontecimientos que acababa de vivir, manchó las camisas con la sangre del león muerto y con la
misma llenó los dos recipientes que había traído para presentarlos a Camar Asamán como prueba del sacrificio. Hecho esto, montó en su caballo y emprendió el camino de regreso hacia la ciudad. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 131
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que cuando Gandar compareció ante el rey, aún pálido y tembloroso, dejó los dos recipientes llenos de sangre y las camisas a sus pies. Camar Asamán miró de soslayo las pruebas y, con un débil tono de voz que denotaba el inmenso dolor que sentía, dijo: —Parece que has cumplido con tu deber. —Sí, majestad. —¿Cómo se comportaron mis hijos? —Ejemplarmente, majestad. Afrontaron la muerte con una entereza digna de su noble condición. —¿Expresaron una última voluntad antes de… el momento decisivo? —Sí, me dijeron que os transmitiera de su parte unos versos cuyo significado, afirmaron, vos sabríais comprender. Son éstos:
Las uñas pintadas y teñidas las trenzas,
el velo torcido y trabada la lengua.
las mujeres, amigo, no son más que eso.
¿Acaso puedes pescar la luna con una jábega?
¿Acaso puedes meter el agua en una jaula?
A Camar Asamán le dio un vuelco el corazón al escuchar los versos, pues comprendió perfectamente cuál era el sentido de los mismos y hacia dónde apuntaban. ¿Serían falsas las acusaciones que sus esposas habían vertido contra ellos? De sobra conocía las artimañas de que eran capaces las mujeres para salirse con la suya, pero no había podido imaginar que fueran capaces de llegar tan lejos. La sola duda le hundió en el abismo de los pesares. Pálido y consternado, recogió las camisas ensangrentadas del suelo, las estrujó contra su pecho y rompió a llorar como un niño. Al estrujar las prendas, por otra parte, notó que había algo en los bolsillos, puso la mano en ellos y sacó del bolsillo de la camisa de Amgad un papel arrugado y otro exactamente igual del bolsillo de la camisa de Asad. Los papeles arrugados no eran más que las apasionadas cartas
que los jóvenes habían recibido de Budur y Hayatannufús, respectivamente, y cuando Camar Asamán las leyó fue como si el mundo se desmoronara sobre su cabeza. —¡No, no! ¡He sacrificado a mis hijos injustamente! —prorrumpió en el colmo de la desesperación. Camar Asamán, convertido en la viva imagen de la desolación y el desconsuelo, se rasgó las vestiduras y profirió irrepetibles maldiciones contra sus esposas mezcladas con amargos lamentos por la enorme injusticia que había cometido con sus queridos hijos. En los días que siguieron, la consternación y el luto se ampararon de la corte de Banús. En homenaje a los que creía muertos, Camar Asamán hizo construir un panteón en el recinto de palacio y, en su interior, dos tumbas, con los nombres de Amgad y Asad grabados en ellas, bajo las que fueron enterradas las camisas. Durante las exequias que se les ofrecieron, el afligido rey dedicó a la memoria de su hijo Amgad esta composición fúnebre:
¡Oh, luna, que bajo tierra te ocultas! Todas la estrellas del cielo te lloran.
¡Oh, delicada rama, rota por el infortunio! El tronco que te sostenía se resquebraja.
Por ti mi mirada es fuente de tristeza, por ti lloraré hasta que llegue mi muerte.
Y a la memoria de Asad la siguiente:
Tu rostro, fulgurante luna, se eclipsó para siempre, tu cuerpo, rama de sauce, se quebró fatalmente.
¡Oh, tierna flor, arrancada en plena lozanía por la injusta mano del cruel recolector!
¡Oh, brillante perla, en la tumba encerrada por error de quien siente arder sus entrañas!
Tu alma estaba tan cerca de la mía que la palpaba y ahora, hasta el fin, palparé sólo mi dolor.
Así como su padre Shahramán había hecho por él, Camar Asamán tomó por costumbre retirarse cada día unas horas a rezar y meditar en el panteón, al que llamó con toda propiedad «morada de la tristeza», y en cuanto a Budur y Hayatannufús, se apartó totalmente de su lado. No quiso verlas más ni tener tratos con ellas, aunque ocultó su vil acción a los demás y pidió a Dios que las perdonara por el grave pecado que habían cometido y que tan fatales consecuencias había traído. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 132
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Amgad y Asad, mientras tanto, siguieron su camino por el bosque y, al salir de él, por estepas y valles. Se alimentaban de hierbas y frutos silvestres y bebían agua de las fuentes y manantiales que a su paso encontraban. Por la noche dormían bajo la estrellas y de día seguían una ruta que no sabían hacía dónde les llevaría. Al cabo de un largo mes de marcha llegaron al pie de una montaña de sílex y, por más que intentaron llegar a la cima, no lo lograron. Tampoco lograron bordearla, pues cuanto más avanzaban más agreste era el paraje y la vegetación escaseaba. Volviendo al punto de partida, descubrieron una gruta en la ladera y decidieron internarse para ver si la existencia de algún túnel subterráneo les permitía atravesarla. Así fue, efectivamente, y siguieron un camino subterráneo por el que discurría un arroyo de agua potable que les permitió no morir de sed, aunque la fatiga les abatía progresivamente y Amgad tuvo que llevar en brazos a su hermano Asad para que no se quedara atrás. Finalmente, salieron a la luz del día, al otro lado de la montaña y, para su alivio, encontraron un granado repleto de granadas maduras, al lado de una fuente. Rendidos, se sentaron al pie del árbol y saciaron su hambre con las jugosas y suculentas granadas. Ambos tenían los pies inflamados y todo el cuerpo dolorido, por lo que se quedaron dos días enteros junto al árbol, descansando, y cuando sus fuerzas se lo permitieron, reemprendieron la marcha. Cruzaron un valle excepcionalmente fértil, con cuya vegetación pudieron alimentarse, y siguieron caminando, día tras día, hasta que una mañana, con gran alegría, avistaron una ciudad en el horizonte. Acercándose a ella, vieron que era una ciudad costera, construida junto al mar y bien amurallada, y subieron a una colina próxima para observarla mejor. —Voy a ir a la ciudad a echar un vistazo —dijo Amgad a su hermano— y, de paso, compraré algo de comer en el mercado. Tú quédate aquí esperando, no tardaré. —Deja que vaya yo a la ciudad, por favor —le pidió Asad—, quizá esté algo más cansado que tú, pero tengo menos paciencia, ya lo sabes. No puedo soportar la idea de estar aquí esperando, me consumiría de ansiedad.
—Bien, de acuerdo, ve tú —consintió Amgad—, pero ten mucho cuidado y no tardes. —No te preocupes, el tiempo de averiguar dónde estamos y comprar algunas provisiones y vuelvo de inmediato. Asad tomó el dinar que Amgad le dio y, decidido, bajó del cerro y se encaminó hacia la ciudad. Justo cruzar la puerta de la muralla, le salió al paso un hombre de aspecto algo estrafalario, canoso y con una luenga barba que le caía sobre el pecho partida en dos mitades, cual si llevara colgando dos lingotes de plata. Iba ataviado con un aparatoso turbante, elegantes ropajes y se apoyaba al andar sobre un cayado. Asad le saludó educadamente y le preguntó: —Por favor, señor, ¿podríais indicarme hacía dónde está el mercado? —Eres forastero, ¿verdad? —dijo el hombre, esbozando una sonrisa. —Sí, no puedo negarlo. —Bienvenido seas, entonces, pero dime: ¿por qué tienes tanta prisa para ir al mercado? —Para comprar algunos víveres. Mi hermano está ahí fuera, esperándome, venimos caminando de muy lejos y hace días que no probamos comida decente. —¡Alabado sea Dios, qué casualidades! Precisamente hoy en casa tengo invitados y comida abundante. ¿Por qué no vienes conmigo? Te daré toda la comida que quieras para que la lleves a tu hermano, y gratis. Para mí será un placer ayudarte, me caen bien los extranjeros y me gusta ofrecerles hospitalidad, para que se lleven una buena impresión de nuestra tierra. —Os lo agradezco, señor. No me gustaría apuraros, pero debo deciros que tengo prisa; como os he dicho, mi hermano me está esperando. —Por supuesto, hijo, no se hable más y vamos allá. Sígueme. El hombre andaba con paso ligero y, por el camino, murmuraba de vez en cuando una frase que a Asad le pareció bastante enigmática. Decía: «Menos mal que has caído en mis manos». Cuando llegaron a la casa, el dueño le condujo a través de un largo pasillo hasta que desembocaron en una gran sala en la que
había un montón de extraños personajes, no menos de cuarenta hombres, todos con una pinta muy rara, por no decir siniestra, reunidos en círculo alrededor de una hoguera. El inocente Asad no acertó a adivinar en el acto de qué se trataba, pero saltaba a la vista que no era más que un conciliábulo de aviesos adoradores del fuego. El dueño de la casa hizo su entrada en la sala con una sonrisa radiante y, con gesto triunfal, señaló a Asad y dijo: —¡Compañeros, mirad qué pájaro he cazado! ¡Hoy es nuestro día de suerte! Sus palabras fueron saludadas por los reunidos con vítores y aplausos y, acto seguido, el malvado anfitrión, que era el cabecilla de la peligrosa secta, gritó: —¡Gadbán! Gadbán era el nombre de uno de sus esclavos, un negro de aspecto horripilante, alto como la torre de una alcazaba, de expresión ceñuda, nariz chata, parco en palabras y toscos ademanes. Cuando el esclavo apareció y dirigió una tenebrosa mirada a Asad, éste comprendió, demasiado tarde, que había caído en malas manos. Nada menos que en las del jefe de los paganos de la ciudad: el terrible Bahram. —A mandar, amo —dijo el esclavo con voz opaca. —Lleva a este pipiolo a la mazmorra y diles a Bustán y Cauam que se encarguen de torturarle y le mantengan a pan y agua, ya sabes, como siempre —le ordenó Bahram—. Agradezcamos a nuestro señor, el gran fuego sagrado, que nos haya traído carne fresca para el sacrificio anual. Llegado el momento, le llevaremos a la gran montaña de fuego y le ofreceremos su sangre. A Asad le cayó el alma a los pies al oír aquello. Bustán y Cauam, por lo demás, eran los nombres de la hija de Bahram y una de sus esclavas, respectivamente, encargadas de llevar a cabo el tormento de los destinados al horrendo sacrificio. Sin posibilidad de escapatoria, Asad se vio fuertemente agarrado por Gadbán y, con paso ligero, el esclavo le le condujo a una mazmorra bajo tierra. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad.
«Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 133
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Gadbán, sin miramientos, arrojó a Asad al duro suelo de la mazmorra, le colocó en los pies una pesada cadena y, sin decir una palabra, se fue y le dejó solo y encerrado en aquel antro. Bahram y sus secuaces estuvieron todo el día ocupados en sus repugnantes ritos y, al anochecer, después de que se fueran los invitados, fue al encuentro de Bustán y Cauam y les dijo: —Encargaos del prisionero musulmán y dadle una buena ración de azotes diarios, lo dejo en vuestras manos. Y recordad: un mendrugo de pan por la mañana, uno por la noche y una jarra de agua, lo justo para mantenerle con vida, nada más. Él es el destinado al sacrificio para este año. —Así lo haremos, señor —dijo Cauam. Y aunque habló en plural, fue ella sola la que tomó a su cargo la vil tarea de atormentar al prisionero. Aquella noche bajó a la mazmorra, le propinó al pobre Asad una severa tanda de azotes que le dejó sin conocimiento y dejó a su lado un mendrugo de pan seco y una jarra de agua. Hacia medianoche, Asad abrió los ojos, tomó conciencia de su triste situación y, recordando los días felices que había pasado en Banús junto a su hermano y su padre, recitó lánguidamente:
Reparad en las ruinas de la noble casa, antaño floreciente y hoy destrozada.
La placentera existencia que albergaba dejó su paso al oprobio y la desgracia.
La calamidad me aflige, ¡qué Dios me asista!, ni sombra de piedad hay en quien me atormenta.
Ojalá Dios alivie mi pobre corazón de penas y al lado de los seres queridos me devuelva.
Con todo el cuerpo dolorido por los azotes, alargó la mano, tomó el mendrugo de pan seco, lo engulló a duras penas y luego bebió algo de agua. Aunque lo intentara, era imposible dormir en aquella inmunda mazmorra, llena de pulgas, chinches y otros bichos, y permaneció desvelado toda la noche. Por la mañana, Cauam apareció de nuevo y le propinó la consiguiente tanda de azotes, arrancándole prácticamente la piel a tiras y dejándole ensangrentado, con la ropa pegada al cuerpo. —¡Dios mío, ayúdame! —gritó Asad, entre ayes y lamentos—, ¡no permitas que quien así me tortura se quede sin castigo! Insensible a sus gritos, la esclava le trajo otro mendrugo de pan, le llenó de agua la jarra y le abandonó a su terrible suerte. El infortunado joven no podía creer que fuera cierto lo que le estaba ocurriendo, lejos de los seres queridos y prisionero de unos desalmados que le habían condenado al sacrificio y le hacían víctima de sus tormentos. Buscando algo de consuelo en los recuerdos del feliz pasado, a su memoria acudieron estos versos:
¿Por qué así me afliges, vil destino? ¿por qué así te ensañas conmigo?
Si para soportarlo uno todas mis fuerzas, ¿enternecerá tu corazón mi sacrificio?
Dejemos por el momento al malhadado Asad en su cruel encierro y volvamos a Amgad, su hermano, quien le estuvo esperando unas horas en la colina, hasta que, preocupado, decidió ir a la ciudad a buscarle. Estuvo vagando un tiempo por calles y plazas, sin rumbo, hasta que llegó al mercado y preguntó a un transeúnte el nombre del lugar en que se encontraba. El transeúnte le informó que se hallaba en la capital del país de Maguncia y sólo la mención de aquel nombre le provocó un estremecimiento, pues indicaba que se encontraba en un lugar donde abundaban los magos y hechiceros y, seguramente, los paganos adoradores del fuego. Sin embargo, procurando alejar de él los malos pensamientos y juntando ánimos, compró algunos comestibles y fue a comérselos en un callejón apartado de los ojos de la gente. Poco le aprovechó el refrigerio, porque, pensando en su hermano, se le atragantaba el bocado y le costaba engullirlo. Dejando la comida a medias, optó por seguir caminando y ver si podía averiguar cuanto antes el paradero de Asad. Así fue como pasó delante de una sastrería y, al observar por algunos indicios que el dueño de la tienda era musulmán, entró en ella y preguntó al sastre si había visto a un joven con la descripción de Asad, pues era su hermano y le había perdido. —No he visto a nadie que responda a esta descripción, hijo —le contestó el sastre amablemente—. Dios quiera que tu hermano no haya caído en manos de los paganos, porque si es así, en fin, es difícil que lo encuentres. Viendo que el sastre era un hombre de bien, Amgad se sinceró con él y le contó de qué manera él y Asad habían llegado a la ciudad, después de días y días de andar perdidos por esos mundos de Dios, pasando hambre y toda clase de fatigas. El sastre se compadeció de él y le ofreció alojamiento durante el tiempo
que permaneciese en la ciudad, ofrecimiento que Amgad aceptó de buena gana, pues no tenía otro sitio a donde ir. Amgad se quedó en casa del sastre, que le proporcionó techo y comida muy generosamente y, además, para distraerle de sus cuitas, le enseñó el oficio. Un día, aproximadamente un mes después de su llegada a la ciudad, Amgad salió hacia la playa para lavarse la ropa y, una vez lavada y secada, se fue a los baños y se puso la ropa limpia. Cuando volvía a la sastrería, se cruzó por la calle con una mujer despampanante, esbelta, de seductoras formas y garbosos andares. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 134
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Amgad aflojó el paso para mejor observarla y la mujer, que no era precisamente una mojigata, reparó en su mirada y se quedó parada delante de él. Se bajó ligeramente el velo, le guiñó el ojo con picardía y, sin cortarse un pelo, le recitó:
Cuando te vi venir me quedé clavada, como si el sol me diera en la cara.
Eres el hombre más apuesto y sugestivo,
hoy más que ayer brilla tu atractivo.
Si la belleza se dividiera en seis, cinco partes serían tuyas y una para José.
Amgad se quedó cautivado por la dama y, para no ser menos, respondió:
Al verte me has encandilado y en ascuas me has dejado.
Arde por ti mi corazón, en el fuego de la pasión.
Te confieso mis pensamientos, ¿cuáles son tus sentimientos?
Con esto, la mujer ya no tuvo ninguna duda de cuáles eran los deseos de Amgad, que coincidían totalmente con los suyos, por cierto. Se bajó un poco más el velo, le mostró una encantadora sonrisa y le dedicó este requiebro: —¡Gloria al Creador de la percha que luce tan preciosos vestidos! Y, a continuación, declamó con soltura:
Por la sangre que hierve, por tu hechicera mirada,
para mí eres infierno y paraíso, fuente de seducción y deseo.
¿Qué maravilla puedo esperar de un rostro tan bello?
Si pronto no me liberas de malévolas habladurías,
mi cuerpo será sólo reflejo de tu cintura estrecha.
Amgad sintió que la sangre le hervía, como decía el poema y, sin pensarlo dos veces, le dijo directamente: —¿En tu casa o en la mía? —No queda muy bien que digas eso —respondió ella con descaro—, ¡el hombre debe tomar la iniciativa! Amgad le indicó con una seña que le siguiera, pero apenas hubo andado un pequeño trecho, se dio cuenta de la equivocación que había cometido y tuvo vergüenza de llevarla a casa del sastre. Atribulado, no supo cómo enmendar el
error y fue metiéndose por calles y callejas sin rumbo fijo. —¿Dónde está tu casa? —preguntó ella después de lanzar un bufido de impaciencia—, ¿en el quinto pino? —No… ejem… ya estamos cerca —musitó él, de lo más angustiado. Y para su horror, al doblar una esquina, fueron a parar a un callejón sin salida. —Bueno, ¿dónde diantre está tu casa? —dijo ella al ver que Amgad se había quedado clavado. —¡Allí!, ¡ya hemos llegado! —contestó Asad señalando la casa del fondo del callejón. La casa tenía todo el aspecto de ser una mansión señorial: una fachada hermosa, bien cuidada, y una puerta de doble batiente con una preciosa aldaba. Con pasos lentos e indecisos, Amgad se aproximó a la casa y, al ver que delante de ella había un banco, no dudó en sentarse. La mujer se sentó a su lado, le miró extrañada y dijo: —Bueno, ¿qué significa esto?, ¿a qué esperamos para entrar? —Esto… pues… tenemos que esperar a mi criado —se inventó Amgad—. Es él quien tiene la llave y le he encargado que fuera a comprar comida y bebida mientras yo iba a los baños. Pensé que no tardaría tanto, pero veo que todavía no ha llegado. Pensó que, tal vez, si esperaban un rato y el inexistente criado no aparecía, la mujer se cansaría y se iría. Pero ella no estaba dispuesta a renunciar tan fácilmente a su presa. —¡Ésta sí que es buena! —replicó en tono airado—. El criado que tiene la llave y el señor esperando en la calle, ¿dónde se ha visto? Se levantó muy decidida, levantó una piedra del suelo y, ante la horrorizada mirada de Amgad, empezó a golpear el cerrojo con ella. —¿Qué haces? ¡Para! ¿Has perdido el juicio? —gritó Amgad, asustado.
Se dirigió a ella con la intención de detenerla, pero cuando llegó junto a la puerta vio que era demasiado tarde: el cerrojo había cedido y la puerta estaba abierta. —¿Ves qué fácil? —dijo la mujer con expresión de triunfo—, ya está, problema solucionado. Entremos. Al ver que Amgad no reaccionaba, ella no dudó en darle un empujón. —¡Adelante, vamos! —le dijo—, ¿no es ésta tu casa? Pues no seas mal anfitrión y recíbeme como es debido. Amgad se encontró dentro del vestíbulo y, en un intento desesperado por convencerla de que no siguieran adelante, le dijo: —Mira, es que me temo que no puedo recibirte como es debido. Si mi criado no ha llegado, es que todavía la comida está por hacer y el salón de invitados no debe de estar preparado. Dejémoslo para otro día. —¿Pero qué remilgos son ésos? —le reprochó ella—, ¡ni que fuera yo una princesa! Déjate de bobadas y entremos. Estaremos mejor esperando a tu criado dentro que fuera, ¿no te parece? Muy a su pesar, Amgad embocó con pasos vacilantes un largo pasillo que, al final, les llevó a un espacioso y ricamente ornamentado salón. Al parecer en la casa no había nadie, en aquellos momentos, pero fuera quien fuese el dueño, era hombre de posibles, puesto que el aspecto del salón, pavimentado de mármol y cubierto de tapices, almohadones y cortinajes de seda, ofrecía pocas dudas al respecto. En el centro de la esplendorosa sala había un surtidor y, justo al lado, una mesa de bronce preparada con bandejas llenas de frutas y aperitivos, jarras de vino, jarrones de flores y un espléndido candelabro, con las velas dispuestas. Todo estaba a punto para recibir al más ilustre de los invitados y disfrutar de una placentera velada. —¡Atiza! —exclamó la mujer al entrar, deslumbrada por tanta magnificencia—. ¡Esto es un palacio! ¿Y decías que no estaría preparado? ¡Pero si no falta de nada! Tu criado se ha lucido, hay que reconocerlo, y aunque no lo hubiera dispuesto así para mí, me quedaría de buena gana, ni que fuese de sirvienta. Amgad, en medio de su preocupación, no pudo más que esbozar una sonrisa ante su comentario y, con pocas ganas pero sin otra alternativa, fue a sentarse en uno
de los almohadones que había al lado de la mesa. No quería ni pensar en lo que ocurriría cuando llegase el dueño. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 135
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que la mujer se sentó a su lado, se sirvió algo de comida y, ofreciéndole una bandeja a Amgad, le dijo: —Toma, come algo, hombre, a ver si te animas un poco. —No tengo hambre —respondió él, secamente. —¡Anda, aunque sólo sea para complacerme! —insistió ella—, no sé por qué de golpe te has puesto de tan mal humor. —Es que me preocupa que el criado todavía no haya vuelto. —¡Deja al criado en paz y disfrutemos de este momento! Amgad picó algunos frutos secos, pero se sentía totalmente incapaz de comerlos. Con un nudo en la garganta y el corazón acelerado, no apartaba los ojos de la puerta, seguro que de un momento a otro se abriría y aparecería el verdadero dueño, ¡y la que se organizaría cuando aquello sucediera! Ajena a sus tribulaciones, la mujer, a su lado, se servía generosamente y comía con ganas, hasta que una vez saciado el apetito, acercó una jarra de vino y llenó dos copas. Puso una de las copas en manos de Amgad y le instó a beber, aunque mientras ella vaciaba la suya en un periquete, él no pudo más que tragar un pequeño sorbo
sin dejar de pensar en la cara que pondría el amo de la casa al verles. A propósito, el amo de la casa era el comandante Bahadur, uno de los jefes militares más prestigiosos de la ciudad y consejero del gobernador. El salón en el que Amgad y la mujer se encontraban era el lugar en que solía recibir a las visitas íntimas y procuraba que siempre estuviera dispuesto para cualquier eventualidad. Bahadur era un hombre noble y generoso, amante de los placeres de la vida, la buena compañía y las bromas, si se terciaba, y, como no podía ser de otro modo, llegó el momento tan temido por Amgad en que volvió a su casa. En primer lugar, le extrañó ver la puerta abierta y la cerradura forzada y, nada más pisar el vestíbulo, escuchó una voz de mujer, procedente del salón, que le puso en guardia. Con pasos quedos, se acercó a la puerta del salón, la entreabrió ligeramente y asomó su cabeza. Al contemplar la insólita escena que tenía lugar en su salón privado se quedó boquiabierto, pero en lugar de irrumpir bruscamente y pedir explicaciones, como otros hubieran hecho, se quedó mirando a los intrusos con curiosidad hasta que su mirada, inevitablemente, se cruzó con la del angustiado Amgad que, de vez en cuando, echaba un vistazo hacia la puerta. El joven se quedó helado cuando vio la cara que asomaba tras la puerta, pero ante su asombro, el hombre se llevó un dedo a los labios en expresivo gesto de recomendarle que guardara silencio y, con la mano, le hizo claro ademán de que se acercara. Con las piernas como de mantequilla, Amgad se levantó y se dirigió hacia la puerta. —¡Eh! ¿Adónde vas ahora? —le dijo la mujer que, a todas luces, había bebido más de la cuenta. —Discúlpame, tengo una necesidad, vuelvo enseguida —se excusó él con un hilo de voz. Cuando se encontró a solas y cara a cara con el auténtico dueño, en otra sala de la casa, Amgad se puso de rodillas ante Bahadur extremadamente avergonzado, le besó la mano y dijo: —Señor, perdone. Antes de llevarme al valí, cosa que sin duda merezco, escuchad mis explicaciones, por favor. —Adelante, te escucho —accedió Bahadur, cuyo buen carácter le predisponía a ser comprensivo.
Amgad le contó su historia, de cabo a rabo. Le dijo quién era, cómo había ido a parar a su ciudad, cómo se había dejado engatusar tan estúpidamente por una pelandusca y de qué modo habían entrado en su casa. Se lo contó todo, en definitiva. Bahadur escuchó su relato con suma atención y, conmovido por la mala suerte que parecía perseguir al joven e impresionado por el hecho de que fuera de sangre real, le puso una mano en el hombro y le dijo con voz tranquilizadora: —Nada tienes que temer por mi parte, Amgad. Por supuesto que no te llevaré al valí, tus explicaciones han sido más que suficientes. Es más, esta noche tú y yo vamos a divertirnos de lo lindo a costa de esta buscona. Escucha bien lo que vamos a hacer. Al oír estas palabras, Amgad suspiró aliviado y resolvió seguirle la corriente al bonachón del dueño, fuese lo que fuese lo que iba a proponerle. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 136
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Bahadur le propuso a Amgad: —Lo que tienes que hacer ahora es volver al salón, como si no me hubieras visto, y decirle cualquier excusa a la mujer para disculpar tu tardanza. Relájate, ponte cómodo y disfruta de todo lo que puedas en su compañía. Bien, de aquí a un rato, yo entraré, pero no con estos vestidos que ahora llevo, sino con ropa de sirviente, y fingiré ser tu criado, ¿de acuerdo? Recuerda que mi nombre es Bahadur, no lo olvides. Cuando entre, ríñeme, por haber llegado tarde, y pon en ello todo el énfasis, que no se note que es una farsa, incluso puedes propinarme
algún golpe si te parece necesario, te aseguro que no me enfadaré. Luego me quedaré para serviros y seguiremos con la comedia hasta ver cómo y cuándo acaba, así será más emocionante. Esta noche, faltaría más, estás invitado a dormir en mi casa y mañana, una vez nos hayamos librado de ella, cosa que de un modo u otro conseguiremos, continuaremos hablando. Ánimo, pues, Amgad, vuelve al salón y haz como si estuvieras en tu casa. Mucho más animado, desde luego, Amgad volvió al salón y, con cara risueña, le dijo a la mujer: —¿Todo bien, preciosa? Esta velada promete, ¿verdad? —¡Vaya, qué cambio! —se sorprendió gratamente ella—, ¡pareces otro! Así me gusta, hombre, verte así tan alegre, ¿y por qué has tardado tanto en hacer tus necesidades, si se puede saber? —¡Oh!, en realidad no te he dejado sola por eso, disculpa, pero es que ante la tardanza de mi criado Bahadur, me preocupaba el hecho de que hubiera huido llevándose mis joyas, en especial un collar muy valioso al que tengo mucho aprecio. Sin embargo, lo he estado buscando y por fin lo he encontrado en un cofre, a buen recaudo, y me he tranquilizado. —¡Menos mal! ¿Bahadur dijiste que se llama tu criado? —En efecto. —Pues parece que lo que necesita es jarabe de palo, ese mequetrefe. Libre de las ansiedades que le habían impedido disfrutar del momento, Amgad comió y bebió a placer e intercambió frases picantes, bromas, mimos y carantoñas con la mujer, hasta que, al caer la tarde, Bahadur, vestido con ropa de sirviente, hizo su aparición en la sala. —¡Ah, tunante! ¿Dónde te habías metido? —le saludó en tono de reproche Amgad, el supuesto dueño de la casa. El fingido criado bajó la cabeza, como avergonzado, fue a besar la mano del fingido amo, y dijo: —Excuse, señor, por la tardanza, fui a lavar la ropa de la semana, no
esperaba que hoy tuvieseis visita; de hecho, lo había dejado todo preparado para mañana. —¡Qué bribón estás hecho! —le riñó Amgad, muy en su papel de amo ofendido —, ¡yo te daré tu merecido! Amgad se levantó, asió una fusta que había sobre uno de los muebles de sala y golpeó suavemente con ella las partes traseras de Bahadur, procurando no hacerle daño. La mujer, mientras tanto, contemplaba divertida la escena, pero impulsada por los efluvios de la bebida y juzgando que el amo no era lo suficientemente severo con el díscolo criado, se incorporó decidida, le quitó la fusta al desconcertado Amgad, la hizo restallar con furia en el aire y, a continuación, la descargó con todas sus fuerzas, una y otra vez, sobre la espalda del pobre Bahadur, hasta hacerle saltar las lágrimas y chillar de dolor. —¡Alto! ¡Basta ya! —gritaba Amgad, intentando sin éxito quitar la fusta de las manos de la excitada mujer. —¡Así aprenderá a no llegar tarde! —repetía ella, sin dejar de fustigarle. Al fin, Amgad consiguió quitarle la fusta y, con un empujón, la apartó de Bahadur, que, levantándose a duras penas, se secó las lágrimas y, frotándose la dolorida espalda de vez en cuando, se aplicó a la tarea de encender las velas, pues la noche había caído y la penumbra se había adueñado ya del lugar. Siguiendo sus movimientos, la mujer, que le había tomado manía, no paraba de refunfuñar y murmurar insultos contra el criado. —¡Déjale en paz, mujer! —le recriminó Amgad, harto de oírla—, está haciendo su trabajo como debe y no hay nada más que reprocharle. —¡Qué blando eres! —se quejó ella. Y a continuación soltó una sonora carcajada. Era evidente que estaba borracha como una cuba, pero no dejó de vaciar el contenido de las copas que Bahadur le continuó sirviendo, hasta que, alrededor de medianoche, el supuesto criado, cuyo sopor iba en aumento, se quedó dormido encima de un almohadón y empezó a roncar. La mujer le miró con desprecio y le dijo a Amgad:
—¡Córtale el cuello a ese cerdo! ¡No puedo soportar sus ronquidos! —¡Qué barbaridad! —exclamó Amgad, realmente molesto con su quisquillosa y embriagada compañera—, ¡no sabes lo que dices! —Si no lo haces tú, lo haré yo —afirmó ella mientras se levantaba y se dirigía hacia una de las paredes del salón en la que había colgado un sable. —¡Déjate de tonterías! La mujer, sin embargo, hablaba en serio y, resuelta a cumplir su amenaza, descolgó el sable, lo desenfundó y en actitud nada titubeante, se acercó con peligro al dormido Bahadur. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 137
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Amgad, asustado, llegó a tiempo de arrebatarle el sable de las manos y, cansado ya de sus sandeces, en un arrebato de ira, pegó un mandoble que le separó el cuello del tronco a la insensata. La cabeza de la mujer rebotó en el pecho de Bahadur que, sobresaltado, abrió los ojos y se incorporó al instante. —¡Válgame Dios! ¿Qué ha pasado? —articuló Bahadur, mirando con horror la cabeza segada. Amgad se lo contó todo y Bahadur, después de escuchar sus explicaciones, le dijo muy convencido:
—Me has salvado la vida, Amgad, no hay nada que objetar a tu acción ni creo que sea un delito, al contrario, te debo un favor; de todos modos, como sea, debemos deshacernos del cadáver antes de que amanezca Ambos se pusieron manos a la obra, y mientras Amgad limpiaba la sangre, Bahadur envolvió el cadáver en una sábana y lo metió en un saco. —Déjame a mí —le dijo Bahadur echándose el saco al hombro—, tú eres extranjero y no conoces el lugar, pero yo sí y sé dónde arrojar el cuerpo. Mientras hago el trabajo, quédate aquí esperándome y, si mañana por la mañana no he vuelto, ¡qué le vamos a hacer!, será que así estaba escrito: quédate entonces en la casa y considérate el dueño. Pero, si vuelvo, no dudes en que haré todo lo posible para ayudarte a encontrar a tu hermano. Bahadur, con el cadáver a cuestas, recorrió las desiertas calles de la ciudad, con la intención de llegar a un puesto de la muralla desde el que sabía que podía arrojarlo al mar, pero la mala suerte quiso que le interceptara una patrulla de vigilancia. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 138
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que los guardias detuvieron a Bahadur, con las manos en la masa, le llevaron al calabozo y, al día siguiente, le condujeron ante el gobernador, a él y al cuerpo del delito. El gobernador de la ciudad, un tal Narad Shah, se quedó de una pieza al ver al acusado, nada más y nada menos que el prestigioso comandante Bahadur, uno de sus más fieles consejeros, pero al conocer los detalles de cómo le habían detenido, de los que el alguacil le puso al
corriente, no pudo por menos que escandalizarse y, muy severamente, le dijo: —¡No esperaba eso de ti, Bahadur!, me has decepcionado. Tú, más que nadie, te habías quejado de que en esta ciudad quedan muchos crímenes impunes porque los cadáveres son arrojados al mar y ahora… ¡qué desagradable sorpresa!, resulta que tú eres uno de los criminales. Bahadur permaneció con la cabeza gacha, sin decir nada. —Dime, ¿quién mató a esa muchacha? —preguntó Narad Shah, que se resistía a creer que su consejero hubiera sido el culpable. —¡Yo! —se inculpó Bahadur, en un acto de valentía. El gobernador no tuvo más remedio que decretar la pena de muerte del consejero y, a media mañana, los pregoneros reales anunciaron por toda la ciudad la próxima ejecución pública del comandante Bahadur. Desde la casa de Bahadur, el preocupado Amgad escuchó el pregón y, resuelto a que la justicia prevaleciera, se fue corriendo al palacio de gobernación para aclarar los hechos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 139
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Narad Shah, enterado de que un joven que se declaraba culpable de la muerte de la mujer por cuyo asesinato iban a ajusticiar a Bahadur le pedía audiencia, le recibió inmediatamente y le exigió a Amgad que le contara
toda la verdad. El valeroso Amgad no tuvo inconveniente en contarle su historia, desde el principio, empezando por cómo había llegado a la ciudad y acabando con la narración de los sucesos ocurridos la noche anterior. Narad Shah se quedó consternado con su relato y, al ver que ante él tenía a un joven de indudable coraje, de sangre real y que había pasado injustamente por mil peripecias, no dudó en ofrecerle un cargo de consejero en su gobierno y, además, le prometió poner todos los medios a su alcance para que pudiera encontrar a su hermano Asad. Naturalmente, el comandante Bahadur quedó exculpado del crimen y, libre de cargos, se reintegró a sus quehaceres como consejero del gobernador. Una de la primeras órdenes que dictó, una vez reincorporado al cargo, fue la de encargar a sus subordinados la búsqueda del hermano del consejero Amgad. El desventurado Asad, por su lado, seguía prisionero del pagano Bahram, sometido a sus torturas y vejaciones, hasta que, cercana la fecha de la fiesta del sacrificio para los infieles adoradores del fuego, Bahram hizo preparar la embarcación con la que trasladaría a la víctima a su particular montaña sagrada. Embarcó a Asad encerrado en un baúl y Dios quiso que, en el momento de embarcarlo, el consejero Amgad, montado en su brioso corcel, pasara por el muelle y, guiado por una extraña corazonada, se fijara en el barco. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 140
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Amgad ordenó que inspeccionaran la embarcación, pero el pagano Bahram era muy listo y procuró disimular el baúl de manera que no
levantara sospechas, por lo que los soldados fueron a informar al consejero que, después de una minuciosa inspección, no habían encontrado nada. Aquella noche, Amgad se retiró a su casa muy deprimido y, fijándose en una de las inscripciones que había en la fachada del edificio, leyó:
No me olvidéis, aunque el tiempo me traicione, y de mi recuerdo nunca os separéis.
Me pedisteis que de vos estuviera cerca, y aquí me tenéis, hasta que el amor quiera.
Con el recuerdo de su querido hermano bien presente, a tenor de los versos, Amgad evocó estos otros:
De mí se alejó y con él se llevó mi corazón en llamas.
Me quejaré de la separación, hasta quedarme sin palabras.
A la mañana siguiente, no satisfecho con el informe de la inspección, volvió al puerto, se paró delante del barco de Bahram y mandó llamar al dueño. Bahram, como si nada, se presentó ante él con su habitual desfachatez.
—El corazón me dice que mi hermano se encuentra en tu barco —le dijo Amgad, sin rodeos—, subiré a bordo para inspeccionarlo en persona. —Como queráis, señor —contestó Bahram de lo más comedido y servicial—, comprobadlo por vos mismo, mi barco está a vuestra disposición. Amgad subió a bordo, inspeccionó a fondo todos los rincones del barco y, por casualidad, fue a sentarse encima del baúl en el que estaba encerrado su hermano. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 141
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que, por caprichos del destino, Amgad olvidó abrir el baúl sobre el que se había sentado y, después del infructuoso registro, regresó a su casa triste y abatido. Bahram, que había pasado un mal rato durante el registro, no quiso quedarse más tiempo en el puerto, expuesto al peligro, y cuando vio que el consejero se alejaba, ordenó soltar amarras y se hizo a la mar. A tres días de distancia de su montaña sagrada, sin embargo, se desató una violenta tempestad y la embarcación perdió el rumbo, de forma que en lugar de llegar a destino, acabó anclando en el puerto de una ciudad costera gobernada por una temible mujer: la sultana Morgana. Aconsejado por el arráez, Bahram se hizo pasar por musulmán, sacó a Asad del baúl y procuró adecentarle para que, en un momento dado, pudiera ofrecerlo como esclavo a la sultana y le sacara de apuros. En principio, no creía que llegara a encontrarse en tal situación, pero estaba equivocado, porque Morgana fue a recibir el barco con todo su séquito, subió a bordo y, en el
primero que se fijó, fue en el desgraciado Asad, quien a pesar de todos los sinsabores, seguía conservando una belleza envidiable. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 142
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que la sultana Morgana, a primera vista, se quedó prendada de los encantos de Asad y, clavando en él su mirada, le preguntó: —¿Cómo te llamas, muchacho? —No tengo nombre, señora, soy un simple esclavo —contestó el joven, aleccionado por Bahram. Esta respuesta le llegó a Morgana al fondo del alma, sintió compasión por él y, con extrema suavidad, le dijo: —¿Sabes leer y escribir? —Sí, señora, soy instruido. Para comprobar la veracidad de sus palabras, Morgana ordenó que le pasaran una hoja de papel y un cálamo y Asad escribió:
Quizá el ciego evite la fosa
en la que cae el vidente.
Quizá el ignorante sepa algo que ignore el sagaz letrado.
Quizá al creyente le cueste hacer la buena acción de un infiel.
¿Pero qué debe hacer el afligido para escapar a su cruel destino?
La letra de Asad y el contenido de los versos complacieron enormente a Morgana que, resuelta a hacerse con él, dijo a Bahram: —¿Cuánto pides por este esclavo? —No está a la venta, señora —repondió Bahram, contrariado—, es el último esclavo que me queda y lo quiero para mi servicio. —¡No te he preguntado si quieres venderlo o no! —se enfadó Morgana—, lo quiero para mí y, si no quieres vendérmelo, entonces regálamelo. —¡De ningún modo! —replicó Bahram, olvidando todas las precauciones que el arráez le había recomendado—, éste no se separará de mí, ni vendido ni regalado. Acto seguido, Morgana ordenó a los guardias que la acompañaban que se llevaran a Asad a palacio y, muy ofendida, le dijo a Bahram: —Te lo advierto: esta misma noche saca a tu barco de mi puerto, porque si
mañana lo veo por aquí, haré que lo hundan, ¿entendido? —¡Qué desastre de viaje! —refunfuñó Bahram, una vez que la sultana Morgana le hubo dado la espalda. Cuando la sultana y su séquito hubieron desembarcado, Bahram y sus hombres bajaron a la ciudad y, en el mercado, hicieron buen acopio de provisiones para el viaje. Entretanto, en el palacio de gobernación, Morgana instaló a Asad en uno de sus más lujosos salones, con espectaculares vistas al mar, y ordenó al servicio que les trajeran la comida. Asad, que hacía tiempo que no probaba un guisado como Dios manda, aprovechó la ocasión y comió hasta hartarse, bajo la mirada escrutadora de Morgana que, encandilada con el joven, no le quitaba los ojos de encima. Después de la comida, les sirvieron la bebida y Asad, poco acostumbrado al vino, no tardó en notar sus efectos. Sintiéndose mareado, pidió permiso a Morgana para ir a hacer sus necesidades y ella, la mar de divertida, se lo concedió sin reticencias. Caminando como si la tierra se moviera a su paso, Asad atravesó un pasillo, fue a parar a un vestíbulo y, al ver allí una puerta abierta que daba al jardín, no dudó en salir al exterior. La brisa fresca del atardecer le despejó un poco, alivió su vejiga entre unos arbustos y, luego, se sentó bajo un árbol. Desde allí divisó una fuente y, con la intención de refrescarse, se dirigió hacia ella, se lavó las manos y se echó agua a la cara. La modorra que se había apoderado de él, sin embargo, no le abandonaba, e intensificada por el murmullo constante del agua, le infundió un profundo sueño y se quedó dormido al lado de la fuente. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 143
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato:
Cuentan, majestad, que, cuando se hizo de noche, Bahram ordenó a los marineros que fueran a la ciudad a llenar sus odres de agua, pues iban a zarpar de un momento a otro. Los marineros dieron una vuelta por la ciudad y encontraron todos los establecimientos cerrados, pero al pasar al lado de los muros de palacio, oyeron el murmullo de la fuente del jardín y decidieron hacer una incursión en él para llenar sus odres vacíos. Saltaron por la tapia y se dirigieron hacia la fuente y, al llegar a ella, vieron a Asad, profundamente dormido. Seguros de que Bahram les recompensaría por la hazaña, además de llenar los odres se llevaron con ellos al joven y, al llegar al barco, lo arrojaron a los pies de Bahram, que, muy complacido, les felicitó por su captura, les obsequió con una paga extra y, sin más dilación, ordenó al arráez que el barco zarpara. En el palacio de la sultana Morgana, no obstante, hacía rato que los sirvientes buscaban a Asad por todos los rincones. La propia Morgana, inquieta por su demora, se puso también a buscarle y, al pasar al lado de la puerta abierta que daba al jardín, supuso que tal vez el joven la había cruzado y salió fuera. Al llegar a la fuente, vio las zapatillas de Asad, en las que ni siquiera habían reparado los marineros, y tuvo un mal presentimiento. Pasó en vela toda la noche, preocupada por la misteriosa desaparición de Asad y, al día siguiente, se fue al puerto a hacer averiguaciones. Por algunos testigos del hecho, se enteró de que Asad había sido visto de noche, conducido por unos marineros que pertenecían a la tripulación del barco extranjero que había atracado en el puerto el día anterior. Morgana supo entonces que su querido esclavo había sido secuestrado por Bahram, montó en cólera y organizó inmediatamente una escuadra de barcos de guerra, puso uno de sus mejores almirantes al frente y le ordenó que fuera tras el barco de Bahram, lo atacara y lo hundiera. Al cuarto día de viaje, la flota de Morgana divisó el barco de Bahram, justo en el momento en que el abyecto jefe de los paganos de Maguncia, en cubierta, le estaba propinando una paliza a Asad. Cuando el vigía advirtió del peligro e indicó que una escuadra de guerra, bajo la inconfundible bandera de Morgana, se acercaba, Bahram se puso hecho una furia, culpó de sus adversidades a Asad y, sin contemplaciones, lo arrojó al agua. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite,
os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 144
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Asad quedó a merced de las olas y la corriente, por intervención de la divina Providencia, le arrastró hasta llevarle de nuevo a las costas de Maguncia. Una vez en tierra, Asad se quitó la ropa empapada, la escurrió y, mientras se secaba, se quedó un rato tendido en la arena. Recuperadas sus fuerzas, se vistió de nuevo y emprendió la marcha, esperando que el destino le condujera a un lugar habitado. Diez días anduvo, alimentándose de plantas y frutos silvestres, hasta que, por fin, divisó una ciudad a lo lejos que resultó ser, ni más ni menos, que la capital de Maguncia. Puesto que ya había anochecido y habían cerrado las puertas de las murallas, se dirigió al cementerio, deambuló entre las tumbas y, al ver un panteón con la puerta abierta, se metió en él y allí se quedó dormido. Volviendo un poco atrás en el tiempo, el día en que Asad había sido arrojado al mar, Bahram había caído prisionero de la flota de Morgana, pero sobornó al almirante y, a cambio de todo el cargamento, consiguió que le dejaran libre y regresó a su tierra junto con algunos de la tripulación. Después de diez días de viaje, la casualidad quiso que llegaran a la capital de Maguncia justo la noche en que había llegado Asad y, viendo cerradas las puertas de la ciudad, Bahram tuvo la misma idea que el joven y, acompañado de los tripulantes del barco, se dirigió al cementerio a pasar la noche. Desafortunadamente para Asad, Bahram y los suyos pasaron al lado del panteón dentro del que se había dormido el joven y oyeron sus ronquidos. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite,
os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 145
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Bahram entró en el panteón, se acercó al dormido, que yacía boca abajo, le levantó la cabeza y se quedó de piedra al ver que se trataba de su odiado prisionero. —¡Maldito! —rugió el pagano—, ¡tú eres el que me ha estropeado la fiesta! Dio una orden a sus hombres, que inmediatamente ataron y amordazaron a Asad y, al amanecer del día siguiente, le llevaron a su casa. El desalmado Bahram le volvió a meter en la mazmorra y encargó a Bustán y Cauam de su custodia, lo que no quería decir otra cosa sino que le mantuvieran a pan y agua y le torturaran diariamente, con el fin de que el año próximo pudiera utilizarlo como víctima en la fiesta del sacrificio al fuego, puesto que en el primer intento había fracasado. El pobre Asad, pues, volvió a dar con sus huesos en la inmunda mazmorra, pero aquella vez, en lugar de Cauam, Bustán se ofreció a encargarse de él. Cuando la hija de Bahram bajó a la mazmorra para cumplir su cometido y empezó a azotarle, Asad se deshizo en gritos, lamentos y lágrimas y, en medio de su dolor, todavía tuvo fuerzas para declamar estas palabras:
No queda más que el alma sedienta y una mirada que nada advierte.
Bustán tenía más corazón que la dura e inflexible Cauam y se compadeció del
joven. Dejó de azotarle, le acarició tiernamente la cabeza y le preguntó: —¿Cómo te llamas? —¿Quieres mi nombre actual o mi nombre de antaño? —dijo Asad, melancólicamente. —¿Acaso has cambiado de nombre? —Sí. Antes me llamaba Asad, que en mi tierra quiere decir «venturoso», y ahora me llamo Atas, que quiere decir «desventurado». La muchacha comprendió todo el sufrimiento por el que había pasado el joven Asad y le dijo: —Deja de llorar, Asad, que tal vez yo pueda ayudarte a cambiar tu suerte. Yo no soy infiel, como mi padre, soy musulmana, aunque él no lo sabe. De pequeña, mi ama de cría me instruyó en las verdades del Islam, en secreto, o sea que soy de los tuyos. A Dios pido perdón por todas las calamidades que por culpa de mi padre has sufrido y desde hoy juro que intentaré liberarte de esta prisión. Bustán, sin que su padre ni la esclava Cauam lo supieran, empezó a tratar a Asad de forma más humana. Cada día, junto a la jarra de agua, le traía una bandeja de abundante y buena comida, que ella misma guisaba, se quedaba hablando un rato con él, le cuidaba y Asad la bendecía y daba gracias a Dios por haberla conocido. Cierto día, Bustán oyó a unos guardias que hablaban con un sirviente, a la puerta de su casa, y escuchó que decían que, por orden del consejero Amgad, estaban registrando todas las casas de la ciudad en busca del hermano del consejero, que se llamaba Asad. Detallaron su descripción y Bustán ya no tuvo ninguna duda de que se trataba del prisionero de su padre. Emocionada, fue a comunicar la noticia a Asad que, al enterarse de que su hermano era consejero, tuvo una enorme alegría. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 146
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que Bustán ayudó a Asad a salir de la mazmorra y le acompañó al palacio del gobernador Narad Shah. Cuando los dos hermanos, Amgad y Asad, se encontraron por fin, se fundieron en un abrazo y la emoción, no sólo la de ellos, sino también la de los testigos que presenciaron el feliz encuentro, fue indescriptible. Amgad le contó a Asad cómo había llegado a ser consejero de la ciudad y Asad, a su vez, relató todas sus desventuras a su hermano y al gobernador. Narad Shah, después de oírle, ordenó que detuvieran a Bahram, destruyeran su casa y respetaran tan sólo a su hija Bustán. El pagano Bahram, encadenado, fue conducido ante el gobernador. —¿Decretaréis mi muerte, señor? —preguntó Bahram que, por primera vez, parecía mostrar una debilidad humana. —¡Por supuesto, no mereces otra cosa! —le espetó Narad Shah—, ordenaré que te corten el cuello. —¿Y nada puede librarme de la pena máxima? —Nada, escepto que te convirtieras al Islam, pero dudo que lo hagas. Entonces, ante la sorpresa de los presentes, entre ellos Amgad y Asad, se obró el milagro. Bahram se arrodilló y, con el rostro demudado, pronunció la profesión de fe, declaró que se arrepentía de sus pecados y ofreció su barco y toda la ayuda posible para que Amgad y Asad pudieran regresar a su patria. Todos se felicitaron por la conversión de Bahram, especialmente Amgad y Asad, que aceptaron su ofrecimiento encantados.
Final de la historia de Camar Asamán y sus hijos: Amgad y Asad
Amgad y Asad durmieron tranquilos aquella noche y, a la mañana siguiente, desde el palacio de gobernación, oyeron un gran alboroto procedente de la calle. El chambelán, visiblemente alterado, irrumpió en la sala del consejo e informó al gobernador de que un gran ejército, en pie de guerra, se encontraba a las puertas de la ciudad. —Saldré a parlamentar con ellos —se ofreció Amgad—, dudo que quieran atacarnos sin motivo. Como emisario del gobernador, Amgad se dirigió en son de paz hacia las filas del ejército que se encontraba a las afueras de la ciudad, pidió hablar con su general y, para su sorpresa, le condujeron ante una mujer, pues el general de aquel ejército no era otro que la sultana Morgana. —No tengo nada en contra de vuestro pueblo —le hizo saber la sultana a Amgad —, pero sé que entre vosotros hay alguien que tiene en su poder un esclavo que fue secuestrado de mi palacio y me pertenece. O me entregáis al esclavo o, si no, habrá guerra. —¿A qué esclavo te refieres? —le preguntó Amgad. —Me dijeron que se llama Asad. Tras decir su nombre, Morgana le dio su descripción y Amgad supo que estaba buscando a su hermano, por lo que le contó a la sultana quién era realmente el esclavo y todo lo referente a su historia. Decir que Morgana se quedó pasmada sería poco y, comprensiva con los hechos, felicitó a Amgad por haberse encontrado felizmente con Asad, después de tantas penalidades, y anunció que se retiraría pacíficamente del lugar. Amgad fue a informar a Asad y al gobernador de lo ocurrido y, cuando Asad se disponía a salir con Amgad para ir a saludar a Morgana, se oyó un fragor estruendoso procedente de las afueras de la ciudad.
La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 163
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el chambelán informó que otro ejército, más numeroso y mejor armado que el de Morgana, había llegado a las puertas de la ciudad y parecía dispuesto a atacarla. De nuevo, Amgad fue designado como mensajero para ir a parlamentar con el general del recién llegado ejército, en nombre del gobernador. Cuando Amgad fue conducido ante el general de ejército, éste le dijo: —Yo soy el rey Gayur, soberano de las tierras de Kashgar y conocido como el señor de los siete palacios. He llegado aquí después de cruzar muchos países y regiones en busca de mi hija Budur, que hace años partió de casa en compañía de su marido Camar Asamán, hijo del rey Shahramán de Jalidán, y de los que no he vuelto a saber nada más desde entonces. Si tenéis alguna noticia de ella, te ruego que tengas a bien informarme. ¡Amgad no podía creerlo! El hombre que tenía ante él era su abuelo, el padre de su madre Budur. Con voz entrecortada por la emoción, le reveló quién era y el anciano Gayur, con lágrimas en los ojos, estrechó entre sus brazos al nieto de cuya existencia, hasta entonces, no había tenido conocimiento. A continuación, Amgad le contó que su madre Budur, por lo que él sabía, se encontraba bien y vivía en la capital de la tierra de Banús junto a su padre, Camar Asamán, que había llegado a ser rey de Banús, después de heredar el trono de Armanús. Amgad se extendió luego contándole su propia historia y la de su hermano Asad, que causó el asombro de Gayur. Acabada la conversación y
prometiéndose que muy pronto se verían de nuevo, Amgad regresó a la ciudad, exultante de alegría, e informó a Asad y al gobernador de lo sucedido. Narad Shah, halagado por la presencia de tan ilustre rey en sus tierras, le ofreció hospitalidad en palacio y mandó a Amgad y Asad que se dispusieran a salir a buscarle con el séquito correspondiente para rendirle los honores oportunos. Mientras se preparaba el séquito, sin embargo, otro estruendo perturbó la paz del lugar y el ruido de cascos de caballos, relinchos, gritos y tintineo de armas llegó hasta el palacio. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 164
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el chambelán informó que otro ejército, más numeroso y mejor armado que el de Gayur, había llegado a las puertas de la ciudad y parecía dispuesto a atacarla. —¡Qué día llevamos! —exclamó Narad Shah, desconcertado. Y seguidamente pidió a Amgad y Asad que fueran a parlamentar con el general del recién llegado ejército. Amgad y Asad atravesaron las filas de los ejércitos de Morgana y Gayur y, al llegar al tercero, reconocieron a algunas de las personalidades del reino de Banús, pues el ejército, para alegría de los jóvenes, no era otro que el de su propio país y, al frente del mismo, estaba su padre, Camar Asamán. Padre e hijos se fundieron en un abrazo en cuanto se vieron, y después de las lógicas efusiones del momento, llegó la hora de las explicaciones.
Camar Asamán les explicó a sus hijos lo que había ocurrido en Banús después del desgraciado día en que, injustamente, había decretado su muerte, les contó todos los sufrimientos que había pasado y de qué modo se había enterado de que al menos su hijo Amgad no estaba muerto y se había convertido en consejero del gobernador de la capital de la lejana Maguncia. Nada más saberlo, naturalmente, se había puesto en camino. Amgad y Asad, por su parte, le contaron sus peripecias y le informaron de la presencia del rey Gayur en el lugar. Camar Asamán y sus hijos fueron a saludar a Gayur, y todos se congratularon del casual y feliz reencuentro. Seguidamente, Amgad, Asad, Camar Asamán y Gayur pasaron a saludar a la sultana Morgana y, todos juntos, se dirigieron al palacio de Narad Shah, donde fueron recibidos por todo lo alto. Narad Shah ordenó preparar un banquete para sus invitados y, cuando se disponían a empezar el festín, les sorprendió un gran estrépito procedente de las afueras de la ciudad. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 165
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que el chambelán informó que otro ejército, más numeroso y mejor armado que el de Camar Asamán, había llegado a las puertas de la ciudad y parecía dispuesto a atacarla. —Bien, parece que hoy es el día de los ejércitos —dijo Narad Shah, no sin ironía —, a cada hora se presenta uno de nuevo. Esperemos que sean amigos y, si no, al menos contamos con tres ejércitos aliados para combatirlos. Mientras Narad Shah comentaba con sus invitados la extraordinaria casualidad
que había reunido el mismo día y en el mismo lugar a tantos ejércitos, se presentó un mensajero del ejército recién llegado e informó a los presentes que hablaba en nombre de su general, un rey que había perdido a su hijo hacía muchos años y le creía muerto, pero que recientemente se había enterado de que su hijo había llegado a ser rey en otra tierra y, nada más saberlo, había salido en su búsqueda. —¿Y cómo se llama vuestro rey y general? —preguntó Camar Asamán, expectante. —Shahramán, rey de Jalidán y padre del príncipe Camar Asamán, presunto rey de no se sabe dónde y al que su padre, hasta hace poco, creía muerto, y por el que todavía lleva luto. Camar Asamán casi se desmayó por el impacto que le causaron aquellas palabras. Cuando logró sobreponerse a la impresión, contó a los demás lo que había pasado años atrás en Jalidán, hasta el día en que se había escapado de palacio y, concluido su relato, se dirigió a Amgad y Asad y les dijo: —Hijos míos, id a saludar a vuestro abuelo, que no es otro que el rey Shahramán, mi padre. —¡Dios de los cielos! Todas estas historias merecen ser escritas en letras de oro y pasar a la posteridad como un hito de nuestro tiempo —dijo Narad Shah, expresando el sentir general. Amgad y Asad acompañaron al mensajero de Shahramán y, tras ellos, salió Camar Asamán, seguido del resto de personalidades. Cuando llegaron ante el rey Shahramán, vieron que, efectivamente, todavía vestía de luto y se había convertido en un venerable anciano. Primero hablaron con él Amgad y Asad, se presentaron y le contaron lo ocurrido. Por primera vez, Shahramán tuvo ocasión de besar a sus nietos y sintió renacer en su corazón las ilusiones y la alegría de vivir, pero el momento culminante fue cuando llegó Camar Asamán, y padre e hijo se abrazaron por fin y lloraron lágrimas de felicidad. Fue una escena conmovedora e indescriptible. El anciano Shahramán, en medio de la euforia del momento, aún fue capaz de declamar estos versos:
A mis párpados sumiste en la desgracia y a mis ojos empapaste de lágrimas.
Sólo tú podías librarme de la maldición de verme de ti apartado para siempre.
Después de aquel día de fuertes emociones, en que todos fueron invitados del gobernador Narad Shah en su palacio, al siguiente empezaron las despedidas. En primer lugar se despidió la sultana Morgana, a la que todos desearon larga vida y mucha suerte. Seguidamente, Camar Asamán y su familia regresaron a Banús y llegaron a la capital después de cuatro meses de viaje. Con gran alegría, fueron recibidos por el anciano Armanús, al que cada uno contó sus peripecias, y después Amgad y Asad fueron a ver a sus respectivas madres, Budur y Hayatannufús, que ya se habían arrepentido de su mala acción, y se abrazaron a sus hijos, contentas de haberlos recuperado. En el palacio de Banús dieron hospitalidad a Shahramán y Gayur, que por fin se reencontró también con su querida hija Budur, y ofrecieron un gran banquete en su honor. La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar. «¡Qué historia tan extraordinaria e increíble!», exclamó su hermana Dinarsad. «Pues si la próxima noche aún sigo con vida y su majestad el rey me lo permite, os contaré el resto, que es mucho más sorprendente todavía», afirmó Shahrasad.
Noche 166
Así pues, llegada la noche, a instancias de su hermana y con el permiso del rey, Shahrasad reanudó el relato: Cuentan, majestad, que después de unos días en que permanecieron todos
unidos, llegó el momento de las separaciones, aunque todos prometieron visitarse posteriormente cuando les fuera posible. Gayur volvió a Kashgar, acompañado de su hija Budur y su nieto Amgad, al que puso en su lugar en el trono, de modo que Amgad se convirtió en el siguiente rey de Kashgar. Camar Asamán, por su parte, cedió el poder y el cetro real de Banús a su hijo Asad, con el beneplácito de Armanús, y le encomendó que cuidara de su madre y de su abuelo, pues había pensado volver con su padre Shahramán a Jalidán. —Ya no quiero a más esposas ni hijos, padre —le dijo Camar Asamán a un emocionado Shahramán—, sólo quiero vivir mi vida junto a vos. Después de despedirse de Asad, Hayatannufús y Armanús, Shahramán y Camar Asamán regresaron a Jalidán. El pueblo de Jalidán recibió a su monarca y al príncipe heredero con grandes muestras de alegría, engalanaron la ciudad y tuvieron lugar grandes festejos populares, banquetes en palacio para los cortesanos y banquetes de beneficencia para los pobres y mendigos. Llegado su momento, Camar Asamán ocupó el trono de Jalidán y empezó a gobernar, con justicia y equidad, siendo respetado y apreciado por todos. Entre otras disposiciones, al llegar al poder decretó una amnistía general e hizo importantes obras de caridad para beneficiar a los desposeídos. Y así continuaron, viviendo en paz y felicidad, hasta que al anciano Shahramán entregó su alma a Dios y dejó en el trono de Jalidán a su hijo Camar Asamán, que siguió gobernando con justicia hasta que llegó su hora.