Diseño colección: Josep Bagà Associats Ilustración de cubierta: Paula Vargas Salazar Departamente de Grupo Planeta
©Daniel Ángel 2019 ©Editorial Planeta Colombiana S. A., 2019
Calle 73 N.° 7-60, Bogotá
ISBN 13: 978-958-42-7956-9 ISBN 10: 958-42-7955-6
Primera edición: agosto de 2019
Impreso por xxxxxxxxxxxxxx Impreso en Colombia -Printed in Colombia
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«Que trite que etá la noche, la noche que trite etá; no hai en er Cielo una etrella… ¡Remá, remá!».
Canción der boga ausente – Candelario Obeso
«La luz vaga... opaco el día, la llovizna cae y moja con sus hilos penetrantes la ciudad desierta y fría. Por el aire tenebroso ignorada mano arroja un oscuro velo opaco de letal melancolía, y no hay nadie que, en lo íntimo, no se aquiete y se recoja al mirar las nieblas grises de la atmósfera sombría, y al oír en las alturas melancólicas y oscuras los acentos dejativos y tristísimos e inciertos con que suenan las campanas, ¡las campanas plañideras que les hablan a los vivos de los muertos!».
Día de difuntos – José Asunción Silva
«Las cosas viejas, tristes, desteñidas, sin voz y sin color, saben secretos de las épocas muertas, de las vidas que ya nadie conserva en la memoria, y a veces a los hombres, cuando inquietos las miran y las palpan, con extrañas voces de agonizante dicen, paso, casi al oído, alguna rara historia que tiene oscuridad de telarañas, son de laúd, y suavidad de raso». Vejeces – José Asunción Silva «Algo se muere en mí todos los días; la hora que se aleja me arrebata, del tiempo en la insonora catarata, salud, amor, ensueños y alegrías. Al evocar las ilusiones mías, pienso: «¡Yo, no soy yo!» ¿Por qué, insensata, la misma vida con su soplo mata mi antiguo ser, tras lentas agonías? Soy un extraño ante mis propios ojos, un nuevo soñador, un peregrino que ayer pisaba flores y hoy... abrojos. Y en todo instante, es tal mi desconcierto, que, ante mi muerte próxima, imagino que muchas veces en la vida... he muerto».
Resurrecciones – Julio Flórez
Índice
I: Mañana-mediodía
II: Tarde-noche
III: Mediodía–tarde
IV: Madrugada-mañana
V: Noche-madrugada
I
MAÑANA-MEDIODÍA
Desde hace días llueve. Quizás años o desde la misma fundación del mundo. Aunque está acostumbrado a aquella constante lluvia que cae sobre su ciudad en formas diferentes, en ocasiones como un aguacero desgajado, otras veces como una leve brizna o como afiladas agujas que penetran las ropas y las carnes de los transeúntes; está harto de la lluvia, en especial esta mañana en que no ha amanecido del mejor humor. La lluvia es el símbolo de su muerte, él lo sabe. Si no lo matan, él mismo halará el gatillo. También se siente cansado, la falta de sueño lo doblega y por eso su rostro está demacrado. Peor con la lluvia. Tener que atravesar los barrizales que se arman en las calles y que ensucian sus botines de charol, justo los importados de Londres, le produce ira contra aquella ciudad inclemente. Da un último salto hasta la entrada de la casa y se siente ridículo. ¿Qué dirían sus amigos poetas y pintores y políticos si lo vieran saltar como un niño pálido y sucio bajo la lluvia? Alcanza la puerta de la casa de dos pisos donde tiene su oficina, se detiene bajo el dintel y extrae del bolsillo trasero de su pantalón un pañuelo de seda color lila. Se inclina, pero antes de limpiar sus zapatos echa una nueva mirada a la calle. La lluvia se precipita como si nunca fuera a cansarse de inundar esa ciudad, de llenarla de malos olores —en especial los exhalados por el arroyo de San Bruno, donde todos los borrachines, obreros y habitantes del bajo mundo arrojan sus excrementos—, como tampoco se cansará de traer enfermedades y plagas. Mejor, piensa, mejor que existan esas enfermedades y plagas para acabar con toda esta miseria. Por «miseria», ¿se refiere a su vida, a la situación insalubre de su ciudad, a la pobreza que merodea en los ojos de los niños que pasan de tanto en tanto y piden limosnas, descalzos y vestidos con harapos por la calle Real? ¿O quizás se refiere a los borrachines y demás rufianes que salen de las chicherías y que siempre encuentra por la carrera del Perú, arrojados sobre la calle, bajo la inclemencia del frío y de la lluvia por falta de la voluntad y la dignidad que han perdido en ese licor siniestro? ¿O a los aguadores, con las múcuras en sus espaldas, que descienden de los cerros con los pies y las caras manchadas por el
barro? Seguramente la miseria a la que se refiere es por todo lo anterior, pues todo ello hace parte de su vida. Solloza, vuelve la mirada a sus zapatos y los limpia. Se restablece y no sabe qué hacer con el pañuelo que ha quedado embarrado. Decide tirarlo a la basura cuando entre a su oficina. Abre la puerta, entra a la casa y un olor a madera vieja impregna su nariz. El contraste no es tan fuerte. Afuera olía a humedad, a tierra mojada y a mierda, adentro huele a madera recién aserrada, un poco a la misma tierra y a humedad. Nunca agarra la baranda lateral de las escaleras. Le produce escozor, siempre está llena de polvo y no sabe cuántas personas ponen constantemente sus manos sobre ella. A pesar de la lluvia, el piso de la casa está seco. Mira la baranda y, para su asombro, está limpia, ni un rastro de polvo, ni siquiera en el cristal que pende de la pared. Sube las escaleras que traquetean bajo su peso. Alcanza el segundo piso, levanta la mirada y una mujer de espaldas, agachada y con las rodillas abiertas, friega el adoquinado. Se queda quieto para hacer el menor ruido posible y mira las nalgas de la mujer que se mueven acompasadamente. Observa también el trozo de carne de las pantorrillas que deja entrever su falda y aflora una erección que no lo sorprende ni lo avergüenza. Al parecer, la mujer siente que alguien la mira por detrás porque voltea bruscamente su rostro. El poeta la detalla de forma cínica y pega sus ojos a las nalgas y a la cintura. La mujer se sonroja, se incorpora, se voltea y, con la cara pegada al piso, saluda con un murmullo débil al poeta, que no responde y que, con lentitud, sigue de largo por su lado para inhalar su aroma, el sudor que se desprende de sus poros. Entra a la oficina. Está cansado y se deja caer sobre su sillón forrado en terciopelo rojo. Cierra los ojos y respira hondo. Se echa hacia atrás y siente la tibieza y el bienestar que le procuran la soledad. La ira se ha disipado, la erección ha desaparecido y la zozobra de aquella mañana se adormece como una ciudad luego de una tormenta. Está mejor, todo puede estar mejor, piensa. El nuevo negocio, aunque no ha producido mayores ganancias, las dará. Será rico y pagará sus deudas. Tiene confianza en sí mismo, tiene fe, no en un dios, tampoco en ninguna iglesia ni pastor. Solamente tiene fe, lo habita como una llama interior que muchas veces ha sido expuesta a la intemperie, pero jamás se ha apagado, y, por el contrario, bajo la tempestad ha incrementado su fluir candente. Con los ojos cerrados busca en el bolsillo izquierdo de su saco la petaca de plata martillada en la que guarda sus cigarrillos egipcios. La encuentra junto con la boquilla dorada. A tientas coloca uno de los cigarrillos en la boquilla y lo enciende. Deja que el humo se apodere de él, que llegue a la inextinguible llama
que lo habita y la haga más fuerte. Este ejercicio también le produce bienestar, fumar siempre lo ha tranquilizado, y cuando la vida se ha puesto ruda con él, prefiere encerrarse en su estudio, que alguna vez estuvo atiborrado de libros, tomar uno al azar —preferible si llega a sus manos algo de Goncourt o de Renan y mejor aún si llegan los poemas de Tennyson—, encender un cigarrillo, y, bajo la luz de un débil fanal, quedarse leyendo por horas, hasta que lo encuentre la madrugada. Da una, dos, tres y hasta cinco largas caladas a su cigarrillo. Abre los ojos cuando intuye que la ceniza está pronta a desprenderse. Busca con la mirada el cenicero atiborrado de colillas y arroja allí la ceniza. Se yergue y coloca los antebrazos sobre el escritorio. Tan solo con ver el sello de la notaría en la esquina superior de uno de los documentos reaparecen la angustia y la zozobra. Muerde de nuevo su labio y siente cómo el sabor herrumbroso de la sangre, que sale de la llaga que él mismo se ha abierto, se mezcla con su saliva. Nunca lo malo pasará del todo, piensa, seré siempre el desafortunado, quien no podrá vivir tranquilo. Apaga el cigarrillo y extrae la boquilla, que deja sobre el escritorio. Acaricia el pelambre de su abundante barba. Pasa las palmas de sus manos abiertas por el rostro, lo hace con fuerza en sus ojos. Tiene dos opciones, él lo sabe, no tiene escapatoria. Una, hacerles frente a sus deudas, a sus acreedores, en especial al recalcitrante católico y fastidioso anciano, Guillermo Uribe. Dos, hacer como si nada de aquello ocurriera, salir de inmediato de la oficina, echar a correr hasta el palacio, hablar con el presidente gramático y decirle que aquella misma tarde saldrá para la legación de Guatemala o adonde sea con tal de que lo saque de inmediato de la ciudad. Pero no. ¿En qué demonios piensa? ¿Qué pasaría con su madre y con la Chula? Él es su único sustento económico y moral. Estás loco, murmura, jamás podrías abandonar a tus dos viejas. ¿Qué libro, qué libro, qué libro?, se pregunta. ¿Cuál es el libro que ha prestado y a quién? Cierra los ojos y frunce el ceño. ¿Cómo olvidar dónde tiene y a quién presta sus libros? Los problemas económicos en realidad están afectando su lucidez. El libro lo tenía sobre su nochero. De París trajo una copia en castellano que regaló quizás a su amigo Sanín Cano, luego importó otro de la casa comercial Foul Frères, de la misma ciudad, que se extravió en el maldecido naufragio; sin embargo, no hace mucho la casa comercial de Rodolfo Samper le regaló una copia en francés forrada en marroquí rojo, como a él le gusta, el mismo que tenía en su cuarto. El último que estuvo en su cuarto y con quien dialogó hasta altas horas de la noche fue su primo. Su primo le pidió prestado aquel libro días atrás. Arguyó que el título lo llenaba de curiosidad. No creo,
piensa el poeta, además es muy probable que no lo lea, y si lo lee, que no lo entienda, porque ni siquiera conoce bien el francés. Pero terminó por acceder y se lo entregó. El triunfo de la muerte, de Gabriel D’Annunzio, recuerda. Se pone de pie y camina hasta la ventana cerrada. Hala el pestillo y abre el rectángulo de madera biselada hacia su costado derecho. Mira el cielo pétreo y de tono endrino. Los nubarrones estáticos amenazan con fiereza y desgajan su lluvia sobre los techados de las casas. Solamente hasta ese momento presta atención a los sonidos que invaden su ciudad. Unos jovencitos vocean abajo los diarios locales, en la oficina contigua algunos hombres cuchichean, las ruedas de un coche giran sobre la tercera calle Real y levantan el agua empozada. En la tercera calle de la Florián, algunos emboladores ofrecen sus servicios, y él aguza su oído hasta escuchar a la mujer de anchas caderas que sigue fregando el adoquinado. ¿Sería capaz de salir de su oficina y decirle que se acercara y entrara para ayudarle con algún oficio? ¿Quizás barrer o sacudir el polvo, tan solo para verla moverse y tomarla en forma desprevenida por la espalda, subirle la falda y desfogar en ella toda su pesadumbre? ¿Sería capaz de engañarla? Lo piensa por un segundo y sacude su cabeza en señal de desaprobación. ¿Desde cuándo se le vienen a la cabeza aquellas ideas? ¿Desde que su amante de ojos diamantinos regresó a París? ¿Desde que murió Elvira? ¿Desde que perdió su obra en altamar? No, no puede ser, murmura y camina hasta el escritorio, toma entre sus manos los documentos que tiene encima y los examina. Mejor ocuparse de lo importante y urgente, piensa. Revisa una veintena de ejecuciones, de las cincuenta y dos que llegaron a recaer en su contra. La gran mayoría firmadas por el señor Guillermo Uribe, el viejo dadivoso, el rezandero que todas las noches, antes de cenar, sometía a su familia y a los comensales e invitados casuales a rezar el rosario, de forma que los hacía aguantar hambre. Y si, por desventura, le sonaran las tripas a alguien, podía estrangularlo con su mirada. O si alguno de sus invitados, fuera niño o viejo, hablara o no le diera la importancia inmaculada al acto, llegaba a sacarlo de su casa. Y siempre con la palabra de Dios en su boca, con el Nuevo Testamento bajo el brazo, hablaba como un pastor a su rebaño sobre las bienaventuranzas que recaerían sobre quienes sufrían. Por eso cuando la segunda y más amada hermana del poeta murió de forma repentina —tanto que no logró creerlo y mucho menos superarlo—, el señor Guillermo le aconsejó un sinfín de lecturas místicas y el acercamiento a Dios, además de que se comprometió a acompañarlo a la sagrada eucaristía, primero a las cinco de la mañana en la iglesia de San Agustín, luego al mediodía en el Templo de San Carlos, y por
último a las seis de la tarde en la iglesia de Santo Domingo. El poeta accedió por un tiempo, pero al comprobar la ineficacia del método, desistió y se fue en ristre no solo contra el mismo Guillermo, quien posteriormente le enrostró todos los favores que le había hecho a él y a su padre, sino que al mismo Dios le propuso duelo. Una batalla que daría, aunque estuviera perdida de antemano. Deja las ejecuciones sobre el escritorio, extrae otro cigarrillo de la petaca y lo enciende. Debe concentrarse en su nuevo negocio. Los baldosines con diseños novedosos y artísticos que copié de París serán un furor, piensa. Ya tiene en su poder la propiedad intelectual de aquel invento y las facultades legales para explotarlo durante veinte años, poder que firmó el propio presidente del país. Se sienta de nuevo en su sillón y saca el cuaderno de contabilidad de uno de los cajones del escritorio. Revisa las cuentas pendientes, los saldos y los pasivos. Ya ha entregado a Pío, su ayudante y vigilante en la fábrica, el tornillo faltante para la máquina que cose el barro. Todo debe andar a las mil maravillas. Dentro de poco terminará de pagar las deudas a Guillermo, y podrá pasar delante de su casa en un coche, mientras fuma de una pipa tallada, importada de Viena, acompañado de su madre y de la Chula, con dirección a las afueras de la ciudad, a su casa de campo bautizada Chantilly para disfrutar de unas merecidas vacaciones. Años atrás, antes de la muerte de su ser más amado, casi todos los fines de semana caminaban hasta la calle Real, donde alquilaban un coche particular y salían de la ciudad rumbo a Chapinero, donde el aire puro descendía desde los cerros, corría con libertad por el valle, atravesaba su casa de campo y traía consigo el olor virginal del camellón de los Eucaliptos y el agua de la quebrada de las Delicias, que se encontraba libre de la putrefacción de los hombres de la ciudad, y arrastraba las hojas que la lluvia había arrebatado a los árboles. El sonido de la naturaleza, de las ramas de los eucaliptos que se mecían con el fluir del viento, el crepitar de las luciérnagas y el croar de las ranas le producían una profunda sensación de introspección. Salvo los paseos que daba con su amada hermana por los caminos empedrados de Chantilly y de las extensas conversaciones sostenidas sobre pintura, literatura y música, a las que ella respondía con tal inteligencia e integridad como cualquiera de sus amigos parisinos, salvo aquella compañía, prefería estar solo, sentarse en una gran piedra o recostado contra el tronco de un árbol, cerca del pozo o de la fuente, cerrados los ojos, concentrado únicamente en el sonido del agua circundante o en imaginar la implosión de las estrellas que morían. Algunas veces, llevaba consigo la libreta de tapas de hule negro donde tomaba apuntes y escribía
algunos versos, impresiones o simples preguntas sobre botánica o astronomía, que con presteza resolvía al regresar a la ciudad. Pero los tiempos habían cambiado, no solo después de la muerte de su padre y de su hermana adorada, de los fracasos económicos que lograba sortear de cualquier manera, sino después del naufragio. Tantos años había trabajado en una obra bella, concienzuda, para que esta fuera a perecer en el fondo del mar Atlántico y todo por culpa de un marinero ebrio, de un «capitán borrachín», como irónicamente lo llamaron algunos periódicos locales. Sacude el cigarrillo sobre el cenicero y deja caer la ceniza, sonríe y recuerda el Barco ebrio, de Rimbaud, recuerda la tarde lluviosa en que lo leyó en un «martes de poesía» en casa de Mallarmé. Pero esa es otra historia, murmura y vuelve su recuerdo a la pacata Bogotá, a la ignominiosa y culta ciudad en la que confluyen los grandes gramáticos de toda América, pintores e intelectuales que rieron a carcajadas cuando leyeron sus mejores versos publicados en una revista de poca monta y de poca circulación en la caribeña Barranquilla. Siente seca la boca. Apaga el cigarrillo y deja el cuaderno de contabilidad sobre el escritorio sin prestar mayor atención a los números y nombres que aparecen ubicados en las casillas. No ha traído su té, también importado de Londres. Tendrá que salir a buscar algo de beber. Se pone de pie y se da cuenta de que no se ha quitado el saco. Nunca le había pasado. Es un mal augurio, quizás aquel seguirá siendo un mal día. Vuelve a sentarse. Se siente incómodo. Una zozobra ya conocida se apodera de él. Quiere salir de allí y sentarse en el restaurante El Castillo y beber algo y conversar un rato con alguien, con la primera persona que encuentre. Mejor si la conversación se sostiene con intrascendencias y chismes, de eso sí saben aquí, piensa, en realidad es de lo único que saben, de eso y de gramática. Pero sigue lloviendo y no tiene paraguas y no quiere ir por las calles como un loco bajo la lluvia. Ya mucho se ha comentado de él por ahí en cada esquina y han sido tantas que puede numerar aquellas habladurías: su supuesta sodomía, sus relaciones incestuosas, las burlas que hace a los demás, su dandismo y refinamiento exagerados y sus declives económicos. Tal ha sido su desespero que en varias ocasiones se ha sobreactuado manchándose la nariz con tinta antes de salir de casa, para que cuando alguien se acercara a hablarle primero se fijara en la mancha y le dijera que tenía dicha mancha, y él pudiera fingir sorpresa y pena, y disculparse con el pretexto de regresar a casa a limpiarse. Pacatos y cobardes, concluye, solo se fijan en eso, en lo que llevas puesto, en la forma en cómo hablas y en el dinero que tienes. Necesita un té, pero no quiere salir. Mira por la ventana y llueve cada vez con
más fuerza. Se pone de pie y saca cinco centavos de su pantalón. Camina hasta la puerta, la abre y observa el zaguán. Descubre a la mujer que limpia ahora las paredes. Ella lo advierte y él la llama. Ella baja la mirada cuando se acerca. Su cabello es negro y brillante, las facciones de su rostro son fuertes, lo que le da un toque de rudeza y sensualidad. Su vestido desleído, que alguna vez fue blanco, tiene manchas amarillentas en sus costados. —¿Podría usted traerme un té de El Castillo? —Sí, doctor —responde ella con la mirada pegada al piso. Le da la moneda de cinco centavos y la observa alejarse. Sus caderas son anchas y se balancean rítmicamente. De nuevo quiere aparecer la erección que se amilana cuando piensa que es un canalla al no importarle hacer mojar a esa pobre mujer que deberá caminar dos cuadras bajo la lluvia tan solo por satisfacer un deseo vano. Ese es el problema de las nuevas economías, se dice. Lo aprendió muy bien en el viaje que hizo a Europa y hasta ahora lo constata. El dinero lo es todo, el ser es nada. Da la vuelta, entra a la oficina y deja la puerta entornada. Tiene pocas cosas por hacer, pero no quiere hacerlas. Su primo le ha pedido con insistencia el informe de la fábrica de baldosines, desea saber cómo va el negocio para una posible inversión, quizás participar en las sedes que instalará en Caracas y la Costa Atlántica colombiana, sin embargo, está seguro de no querer aceptarlo como socio, porque, además de carecer de inteligencia, es facilista y tramposo. Mejor le llevo el libro de contabilidad y que saque sus propias conclusiones, con eso me lo quito de encima, piensa. No ve la necesidad de repetir la discusión sobre moral y dignidad que sostuvo con él poco tiempo atrás, ante la proposición de comprar la maquinaria y la materia prima con billetes falsos que producía algún conocido. Hasta cuentas hizo de la ganancia exuberante que tendrían, pero no aceptó, y menos lo haría si sabía que los billetes falsos los producía su propio primo. Por el contrario, lo exhortó para que dejara de andar en malos pasos y se dedicara a otra cosa, quizás entrar en la gendarmería o en el ejército, dadas su fortaleza y sus habilidades para el tiro. Pero no lo quiso escuchar y hasta ese momento seguía sumergido en sus negocios turbulentos. Lo saca de su reflexión la mujer que llama a la puerta con tres tímidos golpes de sus nudillos.
—Pase. La mujer entra. Está emparamada y su pobre figura se torna más desamparada aún con sus cabellos resbalándole por el rostro. Quiere ponerse de pie y abrazarla y besarla, darle calor y compañía, pero solo lo piensa y lo desea, jamás sería capaz de hacer algo parecido. La mujer deja el té sobre el escritorio, él le da las gracias y le dice con un tono de voz frágil, como susurrando. —Al salir, cierre la puerta, por favor. Acerca el té a su nariz y aspira su aroma. No es del que acostumbra a beber, pero le da un sorbo y luego otro. No está del todo mal. ¡Cuánto desea en ese momento uno de sus tés negros de la compañía United Kingdom Tea, que bebía en Londres por allá en agosto o septiembre de 1885! ¿Por qué recuerda con tanta claridad fechas de sucesos que ocurrieron hace tiempo y los lugares a los que concurrió?, mas le cuesta trabajo acordarse a quién le prestó tal o cuál libro hace una semana. Quizás porque los recuerdos que conserva de aquellos momentos, si no todos, sí en su mayoría, son recuerdos de momentos felices, y aquella temporada sí que estuvo llena de eventos, casualidades y encuentros afortunados. Si bien es cierto que a su arribo a Londres había gran agitación a causa del uso que daban del Canal de Suez, ya que los socialistas y los fabianos, en cabeza de William Morris, Grant Allen y John Ruskin, entre otros, criticaban con fuerza la intervención de la corona en Egipto y consideraban la usurpación del canal como un acto de piratería, por lo que presenció actos anarquistas y de rebelión en las calles de Londres. Pero aquellos eventos no hicieron mella en su asombrado espíritu como para dejar de visitar museos y galerías, donde se extasió con las pinturas de E. Burne Jones, Holman Hunt, Dante Gabriel Rossetti y en especial aquella pintura de Waller, El duelo, que conserva fresca en su memoria desde aquellos lejanos días. Luego de su estancia en Londres y de presenciar los problemas que afrontaba esa sociedad, conoció parte de Bélgica, Italia, Holanda y Suiza, países más sosegados en los que se abstrajo en hermosos y agrestes paisajes, llenos de colorido y de historia. Cada día que pasaba en Europa comparaba de forma malintencionada las deficiencias de su país con las riquezas de los otros. Especialmente, cuando leía las cartas enviadas por su padre desde Bogotá en las que narraba los graves problemas políticos y militares que asolaban aquella pobre patria, y que arrastraban, como consecuencia, el negocio familiar a una quiebra inminente.
Por esa misma época, justo diez años antes de esta lluviosa mañana de mayo, él quería olvidarse de todos los problemas que afrontaba su país, pero esto era imposible, ya que el año de su partida a Europa las cosas no pudieron estar peor y afectaron directamente el negocio familiar. El mayor problema surgió cuando el encargado del poder ejecutivo en el Estado de Santander, Narciso González Lineros, disolvió la Convención del Estado, se levantó en armas con los del Partido Liberal y terminó así con el tratado de paz que se había proclamado unos pocos años atrás, lo que significaba que el propio González Lineros afrentaba al presidente Núñez. Los levantamientos también se dieron en los Estados de Antioquia, Cauca, Tolima, Boyacá y Panamá, y se concibió así una nueva guerra civil que dejó para la posteridad cientos de muertos, viudas y huérfanos. Un año más tarde, las tropas del liberal centralista Zenón Figueredo ocupaban Honda junto con su puerto, las del rebelde Ricardo Gaitán se dirigían dispuestas a ocupar Barranquilla, y en Bogotá se daban reclutamientos forzados mientras las patrullas vigilaban día y noche la ciudad y se daban varios enfrentamientos por semana. Como su padre sufría de una extraña aflicción y en aquellos momentos era el único responsable de su familia, en varias oportunidades debió pagar considerables cantidades de dinero al Estado para salvaguardarse de prestar el servicio militar. Por lo tanto, le escribía su padre, las importaciones estaban frenadas, las mercancías con los pianos Apollo y los paños negros; el grano de pólvora y los paños ingleses para flux; el papel de colgadura y los bronces de arte para regalo, quedaban atascadas en medio del fuego cruzado luego de descargarlas en el puerto de Honda, y así pasaban semanas y meses, hasta que llegaban a la ciudad ya deterioradas. El día que llegué a París, uno de los primeros de diciembre de 1885, también estaba lloviendo, como hoy, piensa el poeta, que bebe otro sorbo de té y enciende un cigarrillo. Allí lo recibió don Onofre Vengoechea, un anciano de ademanes elegantes, vestido perfectamente de traje negro, con la noticia de que su tío abuelo había muerto hacía unos meses. ¿Sintió zozobra?, sí, ¿sintió desazón?, también, ¿se sintió desamparado?, por supuesto. Su tío abuelo, Antonio María Silva Fortoul, era un anciano adinerado, solterón empedernido e insufrible misántropo, que pese a todo había invitado al poeta a pasar una temporada en Europa. Le indicó que se despreocupara por el hospedaje, la alimentación o gasto alguno, ya que correrían por su cuenta. Sin embargo, ni bien había arribado, se enteró de su muerte. ¿Qué haría? Tenía amigos y se hospedó algunos días donde ellos y la mayor parte del tiempo en una buhardilla de la Rue Laffitte, desde donde espiaba a las bailarinas que salían en madrugada de los cabarés. Lo bueno de todo ello, piensa el poeta, fueron los ochenta mil francos (unos
dieciséis mil pesos colombianos) que les dejó a él y a su papá como herencia. También su tío abuelo, en un acto de misericordia con su padre y familia, condonó las deudas que había adquirido en su último viaje a París. Aunque aquel dinero de la herencia tardó en llegar a sus manos y a las de su padre hasta un año después de la muerte de Antonio María, debido a las argucias que su familia utilizó para no dejarlos ver un solo centavo, pudieron disponer de él para pagar las cuentas pendientes a los acreedores y abastecer la tienda con la compra de mercancía. El poeta se mueve en el sillón, incómodo. Con el libro de contabilidad abierto, repasa con la mirada algunos de los nombres que allí aparecen, los de sus socios del nuevo negocio, el de Pío Alfaro y otros tantos, y el registro de la última compra que había efectuado, las flores que le envió a la Chula. Cuando funcionaba el almacén Ricardo Silva e hijo, aquellas cuentas y anotaciones las llevaba con más orden y pulcritud. Pasado el tiempo, con las quiebras y las catástrofes ocurridas en su vida, se dejó llevar por un desinterés que lo acongojaba y que le hacía hacer anotaciones fuera de las columnas, o mezclar los gastos con los ingresos, o escribir al lado de las columnas de pérdidas los nombres de Elvira y Julia con una letra desleída y casi ininteligible, y hasta hacer tachones, algo que antes no se permitía, pues consideraba que la disciplina en los negocios era fundamental. Pero ¿para qué el dinero?, se pregunta mientras enciende otro cigarrillo que, al aspirar, le produce dolor en el pecho. Cree que está enfermo del corazón y que la Muerte llegará en cualquier momento ataviada con su levita y blandiendo su hoz a preguntarle qué tal ha estado su día, y él le responderá que mal y que no esperaba verla tan pronto. Así llegará la Muerte, pronto, aquel mismo día, se dice el poeta y se sumerge de nuevo en su rojo sillón color sangre, y el dinero, aquel fantasma, no servirá de nada. ¿Será que, al llegar la Muerte por Guillermo Uribe, podrá este darle un cheque y comprar un par de días más de vida? No, la Muerte es implacable, no se equivoca jamás, como cuando llegó por su abuelo José Asunción, en la finca que su familiar Francisco de Paula Santander usurpó a la Independencia, tras recordarle al general Bolívar todo lo que había entregado por la liberación de su pueblo, y que, por lo tanto, merecía una recompensa. Bolívar, para sacárselo de encima le dio aquella hacienda llamada Hatogrande en la que años después también moriría su primo Guillermo Silva, quien cometió suicidio. El crimen de su abuelo logró resolverse hasta 1869, retardado y lento, como todo en este país, dice el poeta, cuando apresaron a Raimundo y Florentino Avellaneda, a Trinidad y Eufracio Casas y al indio Guayambuco, quienes hacían
parte de la guerrilla conservadora de Guasca. Confesaron que, a eso de las ocho y treinta de la noche del doce de abril de 1864, alrededor de veinticinco hombres habían llegado a la hacienda Hatogrande, provistos unos con armas de fuego y otros con lanzas, para que los dejaran pasar allí la noche. Al recibir una negativa como respuesta, irrumpieron en el predio y vieron a los dos propietarios que trataban de escapar por el lado de las queseras del hato. Se trataba de José Asunción y Antonio María Silva Fortoul, abuelo y tío abuelo del poeta, respectivamente. El poeta se distiende en su sillón y esboza una sonrisa. Increíble, piensa, el mismo revólver que sí le sirvió a mi primo para matarse no le sirvió a mi tío abuelo para defender a su hermano. Los dos hermanos fueron alcanzados por aquellos hombres más jóvenes y fuertes. Los sometieron, los robaron y les golpearon las cabezas con los fusiles. Antonio María logró escapar y, minutos después, regresó con el mayordomo de la hacienda en busca de su hermano, al que encontraron ya moribundo. Así llegó la Muerte por su abuelo, recuerda, y de la herencia que le dejó a su padre no le dejaron ver un solo centavo. Todo por culpa de las mismas familias Suárez Fortoul, Suárez Lacroix, Valenzuela y Vengoechea, que por poco también roban la herencia que les dejó su tío abuelo casi veinte años después. Por eso se sintió desamparado al llegar a París y recibir la noticia de la muerte de Antonio María, porque conocía la calaña de su familia, lo ruin y avara que podía llegar a ser. Pero eso tampoco le importó, y logró mantenerse más de un año en la Ciudad Luz. Suspira sin desearlo porque una suerte de melancolía lo invade cada vez que recuerda París, en especial sus noches, acompañado por Consuelo, aquella hermosa e inteligente mujer de ojos castaños y boca apretada, con quien recorría las calles y callejones, los boulevards y parques que se apiñaban en pequeños pasadizos que desembocaban en los prados donde se levantaría la Tour Eiffel, cuando concurrían al teatro de la Porte Saint-Martin y luego salían a cenar en cualquier restaurante de la Rue de Rome, la misma calle en la que vivía Mallarmé, a quien acompañó en varios de sus «martes de poesía», y de quien recibió como regalo los estupendos dibujos de Mareau y el libro A Rebours, de Huysmans. Recuerda la casa de Mallarmé, en especial la sala donde los recibía, adornada con flores, con pinturas, repleta de viejos divanes, estantes con estatuillas de
bronce y cerámica y otros estantes atiborrados de libros. En el centro, un piano en el que los mejores maestros de la época interpretaban las obras de Chopin, Beethoven y Mozart. Los ceniceros atestados de ceniza y petacas colmadas de cigarrillos, frascos ventrudos con vino, las copas sobre un mesón de madera tallada con formas jónicas, y la luz, previamente graduada para que saliera tenue, un poco oscura, como la propia voz del anfitrión que leía sus textos y daba consejos a los jóvenes poetas. Se entusiasmó allí con los estudios de Ramón y Cajal sobre el sistema nervioso. Leyó con avidez las obras de Nietzsche, Schopenhauer, Baudelaire, Rimbaud, Leconte de Lisle, Gautier, Moréas, Mauant —quien ya presentaba sus obras en el teatro de la Porte Saint-Martin, a las que él concurría con Consuelo—, Goncourt, Verlaine, Merimée, Stendhal, Flaubert, Bourget, Lemaitre y Zola. Se extasió con los ensayos de Hippolyte Taine, Faguet y Ribot, y con los estudios filológicos de Renan, de quien discutía con los hermanos Cuervo, radicados también en aquel país. Recuerda, del mismo modo, las caminatas por la Rue Laffitte y la Rue de la Rochefoucault, donde las prostitutas ofrecían sus servicios, hasta llegar al L’Arc de Triomphe, donde fue llevado el cuerpo de Víctor Hugo, que dejó el mundo el 23 de mayo de 1886, acompañado por un millón de personas que acudieron para despedir al más grande escritor en lengua sa de todos los tiempos. Por supuesto, él también estuvo allí. Acompañado por Consuelo vitoreó el nombre de Víctor Hugo, arrojó magnolias blancas entre la multitud y lloró de tristeza por aquella voz que había desaparecido. Apaga el cigarrillo contra el cenicero y enciende otro. Su rostro gesticula incertidumbre. Cambia, expresa una sensación de extrañeza o de incomprensión por la forma como deviene la vida. Cumplía exactamente diez años de haber asistido al entierro del mayor poeta francés, diez años de encontrarse rodeado por las mentes más brillantes del mundo, para luego volver, por necesidad o quizás por miedo, murmura, por miedo a que su padre, que se encontraba enfermo, se muriera sin despedirse de él. Cobarde, siempre tras los pantalones de tu padre primero y luego tras las faldas de tu madre, nada hubiera cambiado si te hubieses quedado en Europa, piensa con seguridad, quizás no solo tu situación económica sería más estable, también tu obra habría adquirido la importancia que merece. Saca su reloj del bolsillo secreto del chaleco y mira la hora. Las doce menos quince. El té se ha enfriado. El cigarrillo se deshace entre sus dedos, deja escapar una humareda violácea que se ondula frente a su rostro y finalmente golpea sus
ojos. Aún llueve, pero ahora es una llovizna fina la que cae y lo empapa todo afuera. El libro de contabilidad sigue abierto y enseña símbolos para él incomprensibles. Esperará a que el reloj marque las doce para salir de allí e ir a almorzar. Le da una larga calada al cigarrillo y le duele el pecho. La garganta le hace fuego, y un dolor agudo, como si lo presionaran con un cuchillo o una espada en el pecho, lo hace doblegarse un poco, toser con fuerza y cambiar de expresión. Es el corazón, murmura con el ceño fruncido, es el corazón el que ha empezado a fallar, a pesar de ser joven y haber sorteado mayores impases. Da otra calada al cigarrillo para comprobar si el dolor existe en realidad y no es otra simple representación de su angustia, pero al expulsar el humo por la boca y la nariz, el dolor se acentúa con más fuerza, cobra vida y genera un cosquilleo agudo en su garganta, por lo que tose de nuevo con desgarramiento. Se reclina contra el espaldar de la silla, aún con el cigarrillo en la mano. ¿Por qué no lo apago?, ¿por qué no arrojo el paquete por la ventana para que se destruya?, se pregunta. No sabe por qué no lo hace, como tampoco sabe por qué fuma. Muchos de sus familiares, amigos y conocidos le han aconsejado dejar el cigarrillo, pero ni siquiera se le ha pasado por la mente sopesar dichos consejos. Lo único que sabe es que el cigarrillo le produce bienestar y placer. El dolor mengua lentamente, pero él no cesa de sudar. Se reincorpora, mira el cigarrillo consumido en su totalidad y lo aplasta contra el cenicero. Se acoda sobre el escritorio con los ojos cerrados y junta su quijada contra el pecho. Exhala, pasa sus manos por entre su abundante cabellera y abre los ojos. Una nieve muy pequeña se desprende de su cuero cabelludo. No lo puede creer, así que repite el ejercicio, pero ahora incrusta sus dedos por entre el cabello, y un montoncito de caspa cae sobre los hombros de su saco y sobre su escritorio. Lo que faltaba, ahora tiene caspa. Él, que tanto ha cuidado de su apariencia, que se ha adulado y ha sido adulado por los demás por su pulcritud y elegancia, ahora con una inmundicia como aquella prendada de su cabello y de sus hombros. Se pone de pie y atraviesa un par de sillones de color vino tinto que rodean una mesilla de centro sobre la cual reposan varios libros y ceniceros, un perchero y una cómoda donde conserva el vino de oporto que ofrece a sus invitados. En la pared del extremo opuesto a su escritorio hay un espejo de un metro por uno veinte. La luz que entra por las ventanas es débil, pero es suficiente para comprobar en el reflejo la silueta de un hombre acabado, con ojeras prominentes y la boca reseca. Mira los hombros de su saco y allí está la caspa que cae todavía, autómata. Pasa las manos por el cabello y mira en detalle el cuero cabelludo. Está invadido por pequeños trozos de piel muerta que retozan
entre sus cabellos. Siente asco y una sensación de pánico que nace en su pecho dolorido asciende hasta su rostro. ¡Maldita sea!, exclama delante del espejo. Aquel hombre que se mueve igual que él, que usa su misma ropa, es un desconocido. ¿En qué momento me convertí en esto?, se pregunta. Y por «esto» hace referencia a una escoria, a un trozo de inmundicia. ¿Será el anuncio de la vejez?, vuelve a preguntarse y murmura el verso inicial de su poema Vejeces: «las cosas viejas, tristes, desteñidas…», pero si apenas tengo treinta y un años… No importa, se increpa, lo que envejece es el alma, y el alma, al final de cuentas y sin caer en preceptos religiosos, es el sustrato del cuerpo. ¿Para qué tantas noches en vela, entregado al oficio de la lectura y la escritura, si todo se lo llevó el mar bravío? ¿Para qué tanto amar a esas tres mujeres si a todas se las llevó la distancia, el destino y la muerte? Esto es lo que te ha quedado, poeta, murmura y sonríe con sarcasmo, esto fue lo único que te quedó de la vida: un cuerpo que se marchita, unos ojos que se apagan y unas esperanzas moribundas. ¿No te has dado cuenta de que tu vida ha sido una burla?, ¿no te has dado cuenta que desde tu nacimiento has estado marcado con el sello imborrable de la tragedia? ¿Recuerdas aquella mañana de tu infancia cuando te sentiste Dios, corriste hasta el solar de tu casa e intentaste alzar esa gran piedra para aplastar el nido de gorriones recién nacidos que se guarecían tras la sombra del brevo? ¿Cuántos años tendrías, poeta? ¿Seis, siete?, y ya pensabas que tenías la libertad y, sobre todo, el poder para acabar con la vida y la belleza. Dime ¿qué hubieras hecho luego de extinguir el canto de las aves? ¿Qué hubieras hecho si aquella mujer hubiera decidido casarse contigo? ¿Qué pensarían tu padre y tu hermana si aún estuviesen vivos? Tendrían lástima de ti si te vieran y comprobaran que eres una sombra que se extingue entre la lluvia, un guiñapo, un presumido que solo vive de sus glorias pasadas. ¿Por qué no reaccionas de una vez y te pegas un tiro? ¿Por qué no acabas cuanto antes con todo este engaño, con esta puesta en escena a la que te sometieron un atajo de dioses mordaces? No eres capaz. Mira cómo te tiemblan las manos tan solo al pensar en acabar con tu vida, y no es que sientas miedo porque tus creencias religiosas te lo hayan inculcado, sientes miedo porque eres un cobarde, un hombre de poca monta, un niño débil y frágil que todos los días antes de salir de casa debe ponerse su maravilloso traje y su máscara para parecer el hombre fuerte y seguro de sí que se burla de los defectos de los demás, pero lo único que hace este hombre es ocultar la podredumbre que lo habita, su ‹‹yo›› verdadero que no pudo con el mundo en el que le tocó vivir. Todo esto lo piensa mirándose al espejo. Su expresión ha cambiado por una más
fuerte, de ira quizás, que siente contra sí mismo. Aún tiene las manos sobre la cabeza, y cuando reacciona se siente ridículo y las baja. Echa una última ojeada a la imagen que se reproduce en el espejo. Se reincorpora. Hala las solapas de su saco, limpia con la parte externa de sus manos las hombreras invadidas aún con los minúsculos copos de caspa, y sonríe, pues debe salir y nadie debe saber que ha sido derrotado. Vuelve al escritorio, toma la petaca con los cigarrillos que guarda en el bolsillo izquierdo de su saco, toma la chequera del cajón y el libro de contabilidad. No quiere encontrarse con algún conocido y que se dé cuenta de la caspa que se adhiere su cabello y sus hombros, así que sale rápidamente de la oficina, cierra de un portazo y desciende las escaleras. Cuando va a alcanzar el último tramo, la mujer de anchas caderas le sale al paso, con un trapo sucio en una mano y un sobre en la otra. — Doctor —le dice con la mirada pegada al piso—, le han dejado esto. La mujer estira su mano fibrosa, como de anciana, con el sobre blanco, que al parecer es una invitación a cualquier evento social, como una nueva fiesta en casa de los Kopp o algún acto de beneficencia a los que aún acostumbran a convidarlo. El poeta agarra el sobre sin revisarlo, lo guarda en el bolsillo derecho de su saco y sigue de largo sin pronunciar palabra a la mujer, que se queda paralizada mientras el hombre pasa por su lado. Alcanza la puerta externa de la casa y mira la fachada de la casa de enfrente, amarillenta, cubierta en su parte alta por una mancha ocre debida a la lluvia que cae levemente y ladeada hacia el norte de la ciudad. Maldice por haber regalado su paraguas y guarece el libro de contabilidad bajo su saco. Camina pegado a la pared hasta la tercera calle Real, y de allí se encamina hacia el norte. El olor de la calle es el mismo que el de la mañana. Un olor descompuesto y viejo, a humedad y a tierra que de nuevo se filtra por su nariz. Para ser mediodía, la calle está sola. Debe de ser por la lluvia, piensa el poeta que mira a lado y lado, a fin de no tropezar con algún conocido. Las palomas regurgitan sobre los alféizares de las casas, y las mujeres, que toman sus faldas por los prenses, caminan bajo sus paraguas. Pasan algunos jóvenes que bajo la lluvia siguen voceando los diarios La Reforma y La Nación, y hay unos pocos hombres bajo los dinteles de los comercios. De uno de aquellos comercios sale una voz que lo llama: «¡Silva!, ¡Silva!», pero él solamente levanta una mano, a modo de saludo y sigue de largo sin voltear a ver. Cruza el Puente de San Francisco, que vio
correr la disentería en el 72 que diezmó a la población, y ve las aguas turbulentas y ennegrecidas bajar con fiereza y arrastrar basura, basura y más basura. Esto es Bogotá, dice en un murmullo, sin quitar la mirada del río. Llega a la plazuela de San Francisco y observa la estatua de Bolívar, en la que estuvo sentado por varias horas mientras escribía una oda al Libertador para una de las fiestas a la que fue invitado años atrás por el canciller de Venezuela. Pendolfi, murmura sonriendo. Contempla los árboles mecerse al compás de la lluvia, las tres iglesias con fachadas de calicanto, la pila con algunos estibadores que recogen agua en sus múcuras, y, a uno de sus costados, la casa de su infancia. Un leve dolor, distinto al producido por el cigarrillo, se agolpa en su pecho. Es la melancolía producida por los recuerdos del tiempo vivido en aquella casa, cuando aún estaban todos, piensa, cuando la muerte no había llegado a llevarse con ella a ninguno de los seres a quienes había amado. Fue allí donde a los seis o siete años intentó aplastar el nido de gorriones, pero su madre lo sorprendió y lo reprendió. Le dijo que aquellos pajarillos eran creación divina y que nunca un ser humano debía acabar con lo que Dios, con su sabiduría infinita, había puesto sobre la tierra. Fue allí donde su padre le enseñó a leer y a escribir, donde se reunían los académicos e intelectuales más reconocidos de la ciudad, y donde comprendió la importancia de saberse inteligente, de presentarse como un hombre más cultivado que los demás. En aquella casa, de tres plantas en su frente pero de dos en su fondo, de amplios zaguanes adornados en sus costados con geranios, margaritas y hermosas orquídeas que su madre regaba todos los días, porque son seres vivos como nosotros y necesitan comer, le explicaba, en aquella casa de enorme solar donde se levantaban novios, cachacos, un viejo cerezo y un brevo, supo lo que era la felicidad, cuando estaba también su hermano Guillermo, muerto cuando aún era un niño, víctima de la epidemia de sarampión que asoló a Bogotá en 1875, y donde también moriría su hermana Inés Soledad, de forma repentina, tres años más tarde. En una de sus ventanas se conserva aún el recuerdo más antiguo del poeta, recuerdo que lo estremece, ya que esa mañana, al despertar, se acodó contra el alféizar entretanto miraba a su tío político Salustiano Villar, con un quepis francés y en actitud de acecho, en el momento del apresamiento del general Mosquera, pues su familiar era uno de los conspiradores. Se queda quieto bajo la lluvia con la mirada fija en su antigua casa. Los recuerdos y la melancolía lo han paralizado. Pero qué ridículo te has vuelto, piensa, mientras ve a su padre salir de aquel amplio portón, con un niño que va tomado de su mano y que camina de forma extraña, como si trastabillara, y
dirigirse a la casa de la imprenta en la carrera del Perú, donde presenciarán, minutos más tarde, a través del artificio del optorama, las imágenes del congreso de obreros en Barcelona, del inicio de la guerra Franco-Prusiana, del ejército francés vencido en Sedán y de la figura estoica de Luis Bonaparte que proclama la República por medio de la guerra y del levantamiento de su pueblo. Reacciona al sentir las pisadas de un par de hombres que atraviesan el puente, los mira, y aunque los ha visto un par de veces antes, no los conoce y no tiene obligación de saludarlos. Sigue su camino y desciende del puente, entra en una angosta calle y en la casa número 3 ingresa por una puerta de madera color verde. Bajo el dintel sacude la lluvia que lleva en su saco y en su pantalón. Adentro, hay algunas sillas para los pacientes que esperan, aunque en ese momento se encuentran desocupadas, una mesilla de centro con algunas revistas de anatomía y medicina general, un gran escritorio de color marrón con un frasco con agua, un libro y un candelero, y tras él un enfermero de anteojos que levanta el rostro cuando oye el arribo de otro cliente. —Don José Asunción —dice el enfermero y se pone de pie. —¿Cómo está? —responde el poeta, malhumorado—. ¿Juan Evangelista se encuentra en su oficina? —Atiende a una paciente en este mismo momento —responde ahora el enfermero, sin cambiar su expresión serena y amable—. ¿Tiene cita con él? —No —dice el poeta, huraño, entretanto deja su libro de contabilidad sobre la mesilla—. ¿Sabe si tarda? —No creo, don José Asunción —dice el enfermero, que vuelve a sentarse—. ¿Desea una consulta o es una visita personal? El poeta lo mira fijamente con algo de desidia. —¿Desde cuándo una visita al médico no es una visita personal? —pregunta en tono irónico. El enfermero lo mira y se sonroja, quizás por la vergüenza al no saber qué responder o porque aquel tono irónico le produce ira. —Es rutina —responde tranquilo y se recompone—, debo registrar todas las
citas médicas que atiende el doctor Juan Evangelista. —Entonces escriba allí mi nombre y justifique que es una visita de vida o muerte. Al parecer, el enfermero no comprende, levanta suavemente los hombros, y ya sin importarle escribe su nombre en el cuaderno con una bella caligrafía. El poeta se sienta, está incómodo y mira de soslayo las manos finas y pálidas del enfermero. Este joven debe de ser sodomita, piensa, y debe de estar enamorado de Juan Evangelista. Una sonrisa se asoma por las comisuras de sus labios, pero la niega, la detiene. Echa una ojeada a la sala de espera. Una pequeña sala de color verde oliva y blanco, con unos pocos sillones, la mesilla de centro y enfrente el escritorio del enfermero inmaculado. Le parecen de mal gusto las astromelias que reposan dentro de un jarrón verde en una esquina, además de los cuadros que penden de sus paredes, en primer lugar, porque todos son reproducciones, malas reproducciones, y en segundo lugar porque con el dinero que tiene Juan Evangelista y por el hecho de haber vivido buena parte de su vida en París, le parece el colmo que no sea capaz de adquirir buenas obras. Aunque Juan Evangelista, así se haya graduado con honores de la Facultad de Medicina de la Universidad de París, no es que sea del todo un genio, piensa el poeta. Es más, en aquel momento el poeta podría decir que desconfía de su médico, no solo por no haber dado un dictamen preciso y mucho menos un tratamiento indicado cuando su hermana adorada enfermó y luego murió, sino también por lo pretencioso y ególatra que se ha mostrado siempre, en especial cuando coincidieron en París. Qué lástima que mi confesor laico se haya marchado hoy de la ciudad, piensa. Extrae su petaca del bolsillo izquierdo del saco y enciende un cigarrillo. El enfermero alza su mirada y observa la lumbre del cigarrillo encenderse en la boca del poeta, que suelta una bocanada de humo que sale por la puerta en busca de libertad y lluvia. El poeta mira hacia la calle. La lluvia sigue cayendo, incesante, y rebota hasta que pequeñas gotas de agua atraviesan el alero de entrada del consultorio. Aspira de nuevo el cigarrillo y el dolor en el pecho reaparece. Es como una estalagmita que le clavan en el corazón. Siente algo de congoja, además por recordar a su hermana, a la que más quiso y que para su desgracia y de todos quienes la conocían, murió joven y de forma intempestiva. Cuando supo de la enfermedad de su hermana rogó a Dios y a todos los santos que la salvaran, incluso les propuso entregar su vida por la de ella, pero no aceptaron aquel negocio y se ensañaron contra él, ya que ella se agravó. Juan
Evangelista, el médico graduado con honores en París, dio un dictamen falso, mediocre, y recetó algunas medicinas y dieta, lo que la empeoró. ¿Pero qué habrá aprendido este hombre?, se preguntaba el poeta, que llegó a odiarlo por años, incluso en aquel momento, sentado en un sillón de su consultorio mientras siente que el rostro le hierve por el malestar que le genera la presencia de aquel tipo. ¿Cómo pudo graduarse con honores este zoquete?, se preguntaba desvelado aquella noche, sentado en una banca afuera del cuarto de su hermana moribunda que daba de cara al primer patio interno de su casa, entretanto oía caer el agua de la pila y el canto de algunas aves nocturnas. Y años después no sabe qué hace allí, quizás es un mal médico pero me conoce de toda la vida, piensa el poeta, que recuerda las tardes que pasaba en su compañía en París, donde hablaban sobre los nuevos descubrimientos del sistema nervioso, y el aprendiz de médico, Juan Evangelista, con su tono de voz suave, imperturbable y con su lenguaje refinado, le decía que no malgastara su tiempo, que no había que comprender aquellas cosas tan sumamente complejas, incluso para él, que tenía sus estudios en alta medicina. Imbécil, murmura el poeta, al parecer más fuerte de lo que hubiese querido, porque el enfermero vuelve a mirarlo con expresión de sorpresa. Se cruza de piernas y deja caer la ceniza del cigarrillo sobre la madera reluciente de la sala de espera. No le importa que se ensucie esa mierda de consultorio, que su amigo, el mequetrefe de Juan Evangelista, mande a limpiarlo todo, hasta su alma retorcida. Cuando estuvo en el colegio de Ricardo Carrasquilla, hermano del escritor Tomás, estudió junto con José Rivas Groot, Alirio Díaz Guerra —el poeta que, afanado por el reconocimiento, publicó desde muy joven sus versos, sus malos versos—, Andrés de Santamaría, Eduardo Espinoza y Juan Evangelista, quien desde la infancia se creía el mejor de la clase, hasta que llegó él, el poeta. Recuerda las finas maneras del médico, sus impecables cuadernos, la sutileza y lambisconería con que se dirigía a sus profesores. Aunque él también era un inmaculado, pues sus padres se esmeraban por vestirlo de la mejor manera y sus formas también eran delicadas y finas, nunca lo hizo por apariencias, sino porque él mismo era así, no como el otro, quien quería ufanarse delante de quien fuera, sin darse cuenta de que todo lo que hacía, y esto se comprendía a leguas, era una ridícula impostura. Arroja el cigarrillo contra la madera y lo pisa histriónicamente con la suela de sus zapatos. Oye la puerta del consultorio abrirse y ve salir por ella a una mujer joven, de tez blanca, ojos verdes, nariz respingada, vestida con un cubierto azul oscuro y en la cabeza una trenza amarrada por detrás, que simulaba una flor. Se
pone de pie y la saluda, ella lo reconoce y estira su mano, el poeta la besa y sonríe con malicia porque sabe que el doctor lo mira. La mujer lleva un paraguas colgado de su antebrazo, se acerca a la puerta y, bajo el dintel, lo abre y camina hasta desaparecer bajo la lluvia. El poeta vuelve la cabeza, y el médico, que habla en voz baja con el enfermero mientras revisan el libro de consultas, lo mira ahora. —José Asunción —dice con su habitual tono de voz delicado—, qué sorpresa — sonríe—. ¿Qué te ha traído por estos lares? El poeta agarra su libro de contabilidad y se acerca mientras observa la pulcritud del médico: sus zapatos lustrados y brillantes, su pantalón planchado de manera que pueden verse perfectamente los pliegues, la bata blanca sin rastro de polvo o mancha, sus manos níveas, adornados un dedo de cada mano con un anillo de oro, su corbata ajustada al cuello inamovible, su rostro rasurado y terso, sus ojos negros invadidos por un toque de misterio, su cabello peinado hacia atrás con pulcritud y una aureola que señala su disciplina. Antes que el poeta, responde con diligencia el enfermero. —Viene a una cita, doctor. —Si es así, pues sigue al consultorio —dice el médico, se hace a un lado y palmea el hombro izquierdo del poeta. La oficina huele a colonia y a alcohol. El poeta mira el escritorio ordenado, al lado derecho de este, una vitrina con frascos transparentes con brebajes y compuestos, al lado izquierdo una camilla, tres sillas, y detrás de la silla del médico, una silla veneciana la cual reconoce de inmediato, y una copia de la Curación del ciego, de El Greco. Se sienta en una de las sillas y oye desde la puerta que el médico le pregunta. —¿Quisieras un té? —Sí, por favor —responde—. Si es negro, estaría mejor. El médico ordena a su enfermero traer dos tés. Deja la puerta entornada, pasa por detrás de la silla donde se encuentra el poeta y se sienta. Sonríe y cruza los dedos de las manos sobre el escritorio. Le arroja una mirada llena de curiosidad, como si contemplase a una nueva especie. El poeta le sostiene la mirada hasta que Juan Evangelista la baja y la posa sobre el libro de contabilidad.
—¿Trabajando? —pregunta y señala el libro. —Todos los días. —¿Cómo va tu negocio? —De maravilla, no podría estar mejor —responde mientras saca su petaca, la abre, ofrece un cigarrillo al médico, que lo rechaza con la palma de la mano abierta y también con la cabeza, lo enciende y arroja una bocanada de humo. —¿Cuándo conoceremos por fin tus maravillosos diseños? —pregunta Juan Evangelista—. Ya ves cómo este consultorio necesita un cambio. —Lo veo, Juan Evangelista —asiente—. También parece que has ido perdiendo el gusto. Juan Evangelista abre los ojos y se reclina en su silla, como siempre lo hace cuando se siente incómodo ante alguna situación o como en todos los encuentros que sostiene con José Asunción, porque aquel hombre que se hace llamar y al que llaman poeta, de belleza inmaculada, de rostro pálido, de maneras finas y elegantes, le producía arcadas cuando pronunciaba esa ‘s’ sibilante a la sa —costumbre que ni siquiera él adquirió, aunque vivió más tiempo en París—. Lo irritaba sobremanera cuando imitaba a los demás, burlándose de ellos de la forma más grotesca, como lo hizo por tantos años con Gandolfi, el viejo canciller venezolano. Cuando de la manera más inconsciente gastaba el dinero en simplezas, aunque tenía prioridades. Importaba sus cigarrillos, sus tés, sus libros, sus zapatos y aquello cuanto pudiera indicar al resto de los ciudadanos que él era el más refinado y culto de todos en esa deplorable provincia. Y cuando recordaba la muerte de la hermana del poeta, pensaba en los problemas y las habladurías que se dieron en contra de su buen nombre como médico, y que de seguro nacieron en la boca de quien ahora lo mira fijamente porque sabe todo lo que piensa. —¿Por qué lo dices? ¿Por el Greco que tengo atrás? —pregunta e intenta anticiparse. —No —lo corta el poeta—, no es por esa copia, lo digo por todo —aspira su cigarrillo y esboza una sonrisa—. Tú viviste muchos años en Europa, estudiaste allí, deberías ser el más culto y refinado de esta ciudad.
—No me interesa —responde enérgico Juan Evangelista—, me interesan mis pacientes, el bienestar de ellos. El poeta escruta con la mirada el lugar exacto donde se ha resquebrajado su antiguo amigo. Lo comprende, es un hombre al que nada le hace falta y, por temor, nada arriesga. Como todos esos cobardes que viven suspendidos en la atmósfera perfecta de sus comodidades y mantienen sus vidas bajo un estricto cálculo. Así es su querido médico, piensa con ironía, se levanta todos los días a la misma hora, desayuna lo mismo, se viste y viene por la misma ruta a su oficina, atiende a sus pacientes y ni siquiera sabe cuánto dinero se habrá ganado en el día. Infeliz. El enfermero de maneras delicadas llama a la puerta. Juan Evangelista lo hace pasar. Deja la bandeja con los tés y un frasco con el azúcar sobre el escritorio, cierra la puerta a su salida y desaparece. El poeta toma uno de los pocillos y, antes de saborearlo, se lo lleva a la nariz y aspira el aroma que exhala. —El camellón de los Eucaliptos —murmura. El médico lo mira con expresión de confusión. Intenta comprender lo que dice. —El camellón de los Eucaliptos —repite—, el que se encuentra al norte de Chantilly —le explica. El médico asiente. —Ahora sí me contarás qué te ha traído por estos lares —pregunta Juan Evangelista que tiene la mirada clavada en el té mientras revuelve el azúcar con una cucharita de plata. El poeta bebe a sorbos lentos y ruidosos, que le producen ardor en la herida que tiene en su labio, y aspira su cigarrillo sin quitar la mirada de la copia de El Greco. Tose. —¿Sabes qué es lo que más me gusta de aquel cuadro? —enuncia y señala La curación del ciego, ante la sorpresa de Juan Evangelista, que arquea su cuerpo para mirarlo, y, sin dejarlo responder, prosigue—. A nadie le importa que Jesús cure al ciego. Al fondo a la izquierda hay quienes hablan de banalidades, quizás de las últimas embarcaciones que llegaron por el Mediterráneo con las mejores mercancías del mundo; al fondo al centro, un hombre de edad seduce a una
joven mujer, le ofrece dinero, regalos, y ella accede a entregar su cuerpo por cualquier bien material; a la derecha, están quienes sí se interesan por el milagro, pero de mala intención —el poeta se detiene, aspira el cigarrillo, que le produce una punzada en el pecho, arroja la ceniza sobre el cenicero y, con lágrimas en los ojos, prosigue—. A los fariseos sí les interesa el milagro, pero para argumentar que Jesús es un enviado de Lucifer o quizás un nigromante, nada importa qué tan bueno o malo sea lo que esté haciendo aquel hombre de cabellos largos y barba protuberante, lo que importa es que no es uno de ellos y lo señalan y se sienten indignados porque él sea capaz de autodenominarse «el hijo de Dios». Se produce un largo silencio entre ambos. El médico aún está mirando la pintura, asiente y quizás piensa que aquel hombre que ha ido a visitarlo está mal de la cabeza. El poeta apaga el cigarrillo. —Al mundo no le importa la intención con la que hagas las cosas, ni siquiera le importa demasiado sin son cosas buenas o malas, la forma de obrar es una simple decisión personal, lo que sí le importa al mundo es que alguien valide lo que hagas, que exista un grupo de personas que legalice tus acciones. Al parecer, Juan Evangelista se cansa en aquella posición y se voltea. Lo mira fijamente con expresión de desconcierto, como si quisiera comprender a qué va todo ello. ¿Será que de forma indirecta le dice que es un fariseo?, ¿o quizás le dice de manera implícita que es un ser fútil? El poeta sabe que Juan Evangelista se hace estas preguntas, pero no es su intención atacarlo. —¿A qué va todo esto, José Asunción? —Es un comentario —responde el poeta, que se siente mareado y con sueño. —No te entiendo, pero bueno —expresa Juan Evangelista con un hilillo de voz fino e imposta una sonrisa—. ¿Ahora sí me dirás cuál es el motivo de tu visita?, porque no creo que hayas venido a hacer un análisis de una réplica de un cuadro. —Claro que no, Juan Evangelista, tengo un problema terrible y eres el único que puede ayudarme. —¿De qué se trata? —pregunta—, recuerda que solo soy médico. —¡Mira esto! —exclama el poeta poniéndose de pie y enseñándole la caspa que se adhiere a su cabello—. ¡Es una inmundicia! —Vuelve a exclamar, excitado—.
Dime tú, ¿cómo puede uno vivir con una inmundicia como esta? Juan Evangelista se pone de pie tranquilamente y ausculta la cabeza del poeta. —No es nada grave, José Asunción —dice para calmarlo—. Es solo una resequedad del cuero cabelludo, nada más. —Es repugnante —lo corta—, no puedo seguir viviendo con esta caspa. Juan Evangelista toma su recetario y escribe la prescripción: una loción y un ungüento para la resequedad. La firma y se la entrega. —¿Solo esto? —inquiere, brusco, el poeta, mientras mueve el papel en su mano. —No es nada grave, te repito. —La práctica te ha hecho empírico, querido amigo —reclama el poeta que se sienta, respira profundo y tose de nuevo. —¿Hace cuánto tienes esa tos? —Habrá empezado esta mañana o anoche. —No me gusta para nada —indica, preocupado, Juan Evangelista—. Quiero hacerte un chequeo general. Se pone de pie e invita al poeta a sentarse en la camilla. Abre una de las puertas de la vitrina y extrae su estetoscopio. El poeta se quita el saco y lo deja colgado del perchero. —Respira profundo —indica Juan Evangelista y ubica el aparato en el pecho del poeta. —Me duele el corazón —señala. —No es el corazón —indica Juan Evangelista y esboza una sonrisa—. Puede ser una angina. —Es el corazón, Juan Evangelista —discrepa. —Tú corazón está bien, José Asunción, lo que debes hacer es relajarte, dejar de
vivir la vida como la llevas, dejar de preocuparte tanto y, por supuesto, dejar el cigarrillo. —Pero siento que me duele la punta del corazón —repite. —No es así —comenta y gesticula una sonrisa burlona e irónica—. El corazón es este —le indica y marca con un lápiz dermográfico la región del pecho donde se encuentra ubicado dicho órgano. —¿Entonces cuál es la punta del corazón? —vuelve a preguntar el poeta. —Esta —le dice Juan Evangelista, y marca con una X una región de su pecho. El poeta se siente cansado y se abotona la camisa. No quiere estar un minuto más allí, así que toma su libro de contabilidad, su receta contra la caspa y se despide, presuroso, de Juan Evangelista. —Gracias —le dice—. La cuenta me la puedes enviar a la oficina o a la casa. —De nada, y no te preocupes por esas cosas —le dice Juan Evangelista, extrañado por la pronta partida de su amigo, pero este estira su mano y lo aprieta muy arriba, en el antebrazo, como acostumbra a hacer el poeta. El poeta sale del consultorio y, sin despedirse del enfermero, alcanza la puerta. Aún llueve, pero cada vez con menos intensidad. Busca la petaca con sus cigarrillos, introduce su mano en el bolsillo derecho, donde halla el pañuelo con el que limpió los zapatos aquella mañana. Había olvidado arrojarlo. Pero también encuentra allí el sobre blanco con la invitación que le entregó la mujer al salir de la oficina. Lo abre y extrae la invitación que reza:
«Doña Vicenta Gómez de Silva comparte su inmenso i terrible dolor al invitarlo a usted a las exequias de su amado hijo, que ha partido de este mundo a los brazos del señor. Gran hombre, bardo ejemplar, deudor moroso i contertulio de las altas esferas políticas del país, José Asunción Silva Gómez, que descanse en la gloria i paz del Señor.
Calle 14, casa 13, a la medianoche». José Asunción se queda con la amenaza en las manos, sin moverse y sin musitar palabra. Una paloma vuela bajo la lluvia y genera un sonido sordo con el revolotear de sus alas. El poeta mira ahora hacia los cerros cubiertos con un velo grisáceo de nubarrones. Esculca en su bolsillo y encuentra los cigarrillos, enciende uno y murmura luego de dar dos y tres caladas. ¿Quién podrá ser? ¿Quién será de nuevo? ¿Quién querrá matarme? Aspira de nuevo el cigarrillo, mira la amenaza que envuelve dentro del pañuelo embarrado, da media vuelta y le pide al enfermero un cesto de basura, para arrojar aquello que le estorba.
II
TARDE-NOCHE
Sale y cierra la puerta de madera de color amarillo a su espalda. Mira alrededor, siente miedo, pero ¿qué puede hacer al respecto? Si tan solo llevara el revólver con él. Saca la petaca de plata de su bolsillo izquierdo, la abre y la mira. Solo queda un cigarrillo. Lo extrae y lo enciende. Su estómago regurgita, se sacude con fuerza, como un torbellino. Oye cómo suenan sus tripas y un dolor agudo lo punza en el vientre. Un líquido amargo asciende por su esófago hasta su garganta y se asoma a las comisuras de su boca. Se aleja del alero de la puerta y vomita. Una, dos y hasta tres arcadas lo doblegan. Se reincorpora, asqueado, y observa cómo la lluvia disuelve el líquido amarillento que ha expulsado. Menos mal no he comido nada durante todo el día, murmura. Limpia su boca con la manga derecha del saco y da una larga calada al cigarrillo, que le quema la garganta. Un leve escalofrío le recorre la espina dorsal y se prende de sus hombros, no sabe si por el miedo o el malestar estomacal. Siente cómo un sudor frío se adhiere a su frente, que limpia con la otra manga del saco. Dentro de pocos minutos llegarán algunos invitados a su casa y tiene el tiempo justo para limpiarse y cambiarse. Le ha hecho daño el café que su tía le brindó, no está acostumbrado a dicha bebida, pero nunca había sido capaz de rechazar cualquier cosa que ella le ofreciera. Está oscuro. Si no fuera por unos pocos y débiles fanales que iluminan desde los portales de algunas casas, las calles se sumergirían en una penumbra absoluta. Mira hacia los cerros y una mancha endrina los oculta, solo que él conjetura su silueta porque los sabe de memoria, al igual que con la luna, oculta tras nubarrones plomizos y extensos. Echa a andar despacio y mira hacia atrás para verificar que el sombrerero alemán no lo persigue. Decide cambiar la ruta tradicional por la que regresa a casa. De tanto en tanto, se deja hipnotizar por el efecto producido por algunas sombras que se alargan, se contraen y se distorsionan sobre el suelo embarrizado. Se siente ebrio, se tambalea, no solo por tener más larga la pierna izquierda que la derecha, sino por una sobresaturación del hígado, o eso cree luego de haber leído en París algunos estudios sobre este órgano.
Mala suerte la mía que a esta hora mis amigos ya están encerrados en sus casas, murmura con la lengua arenosa. En menos de una hora iniciaría el toque de queda y a los sospechosos, es decir a los pobres, que la policía encuentre merodeando por las calles se los llevará al panóptico, a fin de interrogarlos. No siempre ha sido así. Cuando había tranquilidad en el país y en la ciudad, las personas podían caminar libremente y a la hora que quisieran, pero desde el año anterior, cuando el ejército liberal, en cabeza de sus más avezados líderes, intentó tomar el poder a la fuerza, una de las principales medidas adoptadas por el Gobierno fue el toque de queda. Los liberales se alzaron de nuevo en armas porque estaban en desacuerdo con la política centralista del presidente poeta. Entre los alzados se encontraba el amigo de Silva, el coronel Rafael Uribe Uribe, quien junto con el general Santos Acosta y su hermano Aurelio lograron ocultarse de la policía encubierta y del ejército conservador. Lo hicieron en la misma capital, en una casa cercana a la suya, la de los Rueda Vargas, y se salvaron así del allanamiento que hicieron las fuerzas militares en el que apresaron a la mayoría de los conspiradores el veintidós de enero de 1895, mismo año en que el vicepresidente gramático censuró el derecho a la libre expresión y cerró el periódico El Relator, de tendencia liberal. —Logré escapar y llegar a Subachoque donde me encontré con los generales Siervo Sarmiento, Rafael Camacho y Vicente Lombana, y junto con quinientos hombres mal armados marchamos hacia Gramalote, en el Tolima, donde nos unimos a las fuerzas del general Patrocinio Falla —le contó su amigo, el coronel Uribe Uribe, sentado en el diván de seda roja de su estudio a inicios de ese año. Las manos le temblaban en aquella ocasión, al parecer a causa del nerviosismo, y el tono de su voz, de tanto en tanto, se alzaba más de lo que debía, precisamente cuando recordaba los momentos de mayor suplicio que había vivido en la guerra—. Sin embargo —prosiguió el coronel—, en el corregimiento La Tribuna, se interpuso el general conservador Rafael Reyes, quien nos derrotó de forma abrumadora. Pero no me doblegué —le dijo y encendió un cigarrillo, subió el tono de su voz y movió sus manos—, y acompañado por un pequeño grupo, seguí hacia el norte hasta llegar a Muzo, en busca del general Próspero Pinzón. Cuando llegamos al campamento de Pinzón, se libró la batalla de Enciso, y como mis hombres estaban mal armados, cansados y con hambre, me vi obligado a tomar por Vélez y huir por las selvas del Carare, hacia el río Magdalena. —Fue allí donde me traicionaron —recuerda que le dijo el coronel Uribe, con voz apagada y bajando la mirada—. Al llegar al Magdalena, acompañado por
dos de mis más leales hombres, y al embarcarnos en una chalupa pesquera que nos sacaría de allí, los dos pescadores, en un rápido movimiento, asesinaron a mis hombres, luego los arrojaron a los caimanes y a mí me apresaron. Ascendimos por el Magdalena hasta Mompox, donde me entregaron al ejército conservador. Luego me llevaron hasta Cartagena, donde fui puesto preso. Posterior vino la agonía de mi padre —prosiguió su amigo el coronel Uribe Uribe la conversación con la voz quebrada—, quien viajó enfermo hasta Cartagena para liberarme, y llevaba consigo una misiva de indulto escrita por el mismo Caro. El viaje de regreso a Bogotá con mi padre fue terrible, debido a que su condición empeoró en medio de un encallamiento del vapor en un banco del Magdalena. No imaginas, José Asunción, lo terrible que es para un hombre ver morir a quien ama y respeta y no poder hacer nada —recuerda que le dijo Uribe Uribe con los ojos anegados en lágrimas—, se siente uno el ser más débil e insignificante sobre la faz de la tierra —afirmó con un suspiro su amigo que, pasado un segundo y tras haber tomado aire, prosiguió—. A los pocos días de llegar a Bogotá, mi papá falleció. Esto nunca lo he perdonado —dijo esto último el coronel, quien apuró de un solo trago la copa de vino de oporto, se llevó el cigarrillo a la boca y dejó escapar un hilillo violáceo por su nariz. Entretanto recuerda la entrevista que sostuvo con su amigo el coronel Rafael Uribe Uribe, José Asunción llama a una pequeña puerta con los nudillos de sus dedos para que la señora Alma le venda unos cigarrillos. La señora Alma, una anciana de casi ochenta años, de rostro ajado y boca desdentada, le entrega una cajetilla de cigarrillos marca Estrella de Bogotá. Los extrae para depositarlos en su petaca de plata, recibe el cambio y se despide de la anciana que responde con un sonido seco y extraño. Enciende uno de los cigarrillos y el mareo se disipa, pero siente cómo la congoja que había desaparecido esa mañana vuelve a apoderarse de él, quizás por recordar los problemas y las amarguras que tuvo que sobrellevar su amigo militar durante aquellos terribles días. José Asunción arroja el cigarrillo sobre un charcal empozado en medio de la calle y mete las manos en los bolsillos, ya que desde los cerros baja impetuosa una ráfaga de viento helado que lo congela. Vuelve la mirada por sobre sus hombros para verificar que nadie lo persigue para matarlo. Siente miedo y teme a la muerte, por lo que una sensación de vértigo lo invade, especialmente al pensar que alguien conocido fuese tan vil y traicionero para atacarlo, peor si es por la espalda. Y ahora con la irrupción del sombrerero alemán, dice y suspira. No hay nadie, solo descubre una amplia calle vacía, un árbol agitado por la violencia del viento, la fina llovizna que cae y algunas partículas de caspa que
reposan sobre las hombreras de su saco. ¡Vaya porquería!, exclama con voz queda. Aguza su oído y escucha el croar de una rana, el aullido de un perro, el golpeteo del agua contra los charcos de las calles y contra las tejas de barro de las casas y el resonar de sus pasos en medio de la noche. La distancia que separa la casa de su tía de la suya es corta, pero le duelen los pies y se siente cansado y sucio, por lo que le parece un tramo inconmensurable, además cree que también le ha salido un callo en la planta del pie izquierdo. Menos mal tengo estos finos botines, piensa y esboza una sonrisa, al menos no les entra el agua y así no me da también mal olor de pies. Pasa en frente de una casa de una sola planta, pintada su fachada de color blanco y que a sus costados tiene dos ventanales custodiados por alforjas de color verde, de las que sobresalen tres macetas con geranios. Mira de nuevo alrededor y hacia atrás. Siente un nudo en la garganta al pensar en la mujer que mora allí. Se trata de Julia Holguín, una hermosa mujer de tez blanca, ojos marrones, nariz afilada y boca delineada y carnosa, de quien se enamoró. Un año atrás estuvo cerca de casarse con ella, algo que no hizo por dos motivos. El primero porque la familia Holguín, una de las más influyentes y adineradas del país, tras conocer su inminente quiebra, hizo todo lo posible por impedirlo y alejarlo de ella, por eso el presidente gramático, amigo de los Holguín, le concedió la legación de la Secretaría de Venezuela y lo sacó del país lo más pronto posible, exactamente diez días antes del cumpleaños de Julia. Y segundo, porque él no tuvo la valentía suficiente para raptar a Julia y casarse con ella a escondidas, y quizás perderse para siempre de todos los problemas económicos en una lejana región de Colombia. Durante mucho tiempo estuvo convencido de que si le hubiese propuesto matrimonio y una posible fuga, ella habría accedido, pero lo dominaron el miedo y la cobardía, y por eso los rumores de su supuesta sodomía y por eso él estaba solo, solo como el perro que en ese momento aúlla a lo lejos. Sin embargo, el tiempo se encargaba lentamente de borrar varios de sus sufrimientos, en especial el dolor que le produjo la noticia del casamiento de Julia con un hombre adinerado y con mucho prestigio en el país —prestigio y dinero que él no tenía—, por eso ese sufrimiento se transmutó en odio, y siempre que la recordaba y recordaba lo acontecido, sentía ira e imaginaba cómo pudo haber sido su vida, en especial el momento en que tentativamente le propusiera la fuga y su posible respuesta. Sé bien que no tengo nada, pero ni todo lo que hay en el mundo es suficiente para demostrarte cuánto te amo. Sí, sí, tienes razón, sé también que de amor
nadie vive, pero si conocieras lo que habita en mi corazón sabrías que no existe el imposible. No es solo poesía, son tus ojos que me atormentan en las noches cuando revolotean unas alas de mariposa, son tus manos que tocan en el aire la música más dulce, son tus pies que demarcan el camino hacia el infinito, es tu cabello que trenza el canto de las aves que reposan a lo lejos. No estoy loco, simplemente estoy enamorado y eso me llena de melancolía. No me mires así, no atravieses mi pecho con tus dagas, no te despidas sin permitirme entrar en tu noche. Yo no tengo la culpa de haber sufrido el mal del siglo, de ser un apesadumbrado que los domingos desea arrojarse al abismo, no tengo la culpa de haber caído en desgracia, de haber quebrado y no poder brindarte las casas y los viajes y las joyas que tu familia quisieran para ti, pero en todos mis sueños siempre oigo tu nombre que me llama desde el lugar donde nace el agua, siempre tu voz que canta a la madrugada del viento. ¿Qué otra riqueza quieres? No me respondas, solo quiero que sepas que todos los mares que he atravesado siempre van a buscarte en el horizonte, que todos los árboles que me han ofrecido su sombra tienen sus raíces en tu alma y que todas las aves que han hecho sus nidos en sus copas poseen el mismo perfume de tu boca peregrina. Sí, tienes razón, quiero atormentarte porque ningún otro hombre llegará a conocer el color de tus besos, ningún otro hombre ha navegado por los ríos de tus pupilas dilatadas. No necesito que me lo repitas, sé bien que tu familia no permitirá que estemos juntos, por eso te propongo que huyas conmigo lejos, quizás al rincón del universo donde nacen las estrellas, al vuelo de los murmullos de los que se aman, al lugar donde resplandecen las luciérnagas. Yo sé que me quieres y jamás dejarás de hacerlo, pero si no vienes conmigo, serás desdichada por toda tu vida. Mira la casa con tristeza y resignación, como si fuera la última vez que pudiese hacerlo. Mueve la cabeza lentamente en señal de desaprobación y sigue de largo con paso rápido. ¿Para qué atormentarse con aquellos recuerdos?, peor aún, ¿para qué atormentarse con suposiciones de vidas no vividas? Quizás ella sí sea feliz con su marido adinerado, quizás solo necesita viajes, joyas y nada de amor. Quizás sí quiere llevar una de esas vidas baladíes y vacías, con un hombre baladí y vacío como aquel, como el mismo Juan Evangelista. Muy pronto los hombres perderán lo poco que les queda de libertad y dignidad, piensa, cuando trabajen durante toda su vida, compren una casa para su esposa e hijos, y, cuando se sientan viejos, se retiren para disfrutar de sus ahorros, concluye con parsimonia. Él no es así, tampoco lo sería, ni por aquella mujer ni por otra. El arte iba más allá de cualquier estado de la materia y cualquier sujeto que quisiese crear debería estar dispuesto a perderlo todo. Él ya lo había comprobado y todos los días perdía un poco más de tranquilidad y de vida, y no solo lo piensa por la
amenaza que recibió aquel mediodía o por el sombrerero alemán que lo persigue. Sabe que en su ciudad hay muchos canallas que desean verlo muerto, pero también sabe que la mayoría son cobardes y no tienen la suficiente valía para matarlo, y por eso contratan a un profesional. Lo piensa también porque la vida es en realidad un momento efímero que no brinda el tiempo necesario para escribir todo aquello que denotan la belleza y la melancolía. Llega a la esquina de su casa, en la calle del Rosario, mira en derredor para comprobar que no lo siguen. El olor descompuesto y pútrido se incrementa cuando desciende una ráfaga de viento directamente desde el arroyo. Al fondo, en la esquina oriental, algunos fanales iluminan a varios hombres que con palas intentan vadear el arroyo de San Bruno, que por las fuertes lluvias se ha desbordado de su cauce. Aquella imagen lo conmueve, no sabe con exactitud por qué, pero lo conmueve. Quizás porque de ese modo comprueba que los hombres no son del todo ególatras y perversos, que, por el contrario, pueden trabajar por un bien común, o quizás porque él no tiene un amigo que fuese capaz de quitarse la chaqueta para ayudarle a vadear un río o un arroyo anegado. Se posa bajo el dintel de la puerta de su casa con la llave que empuña en su mano derecha y observa de nuevo a los hombres cavar con fuerza bajo el frío y la lluvia inclementes. Los observa con mayor nitidez y comprende por qué siente aquella nostalgia por esos hombres, pues son los pobres de la ciudad a quienes, de tanto en tanto, les toca realizar ese ejercicio para que el agua putrefacta del arroyo no inunde sus casas. Si no fuera así, dejarían que aquellas aguas desaparecieran esta ciudad, piensa entretanto gira la llave y abre la puerta. Entra en casa, pero antes de cerrar la puerta mira hacia la esquina, para observar a los hombres que aún trabajan en el arroyo. Una luz débil que parpadea ilumina el pasillo de la casa. Al costado izquierdo, sobre una mesilla, hay un velón encendido rodeado de pétalos de rosa. Cómo le gustan estas cosas a la Chula, murmura sonriendo. Seguido de la mesilla, un banco también de madera se extiende a uno de los costados del primer patio de la casa, custodiado este último por un barandal de color verde. De varias alforjas alrededor del patio penden novios y cachacos, algunos jazmines y en especial dos orquídeas, una blanca y otra violeta. José Asunción bordea el patio acariciando el barandal y aspira el aroma que exhalan las plantas. Aquel aroma perfumado le produce bienestar, es el mismo aroma de su infancia. A su costado izquierdo está la cocina donde se encuentra Carolina Donjean, la cocinera sa que prepara los alimentos cuando tienen invitados, y la negra Mercedes, su criada. Sigue de largo, sigiloso, como un fantasma, hasta el cuarto posterior, donde encuentra a su madre, que se
peina sentada frente al espejo. José Asunción se recuesta contra el marco de la puerta y la mira. Es una mujer hermosa aún, su rostro blanco y terso no está ajado. Desde que tiene memoria, su madre siempre ha sido bella y fuerte, jamás ha perdido la compostura, ni siquiera lloró cuando murieron sus hermanos y su padre. Su madre mira de soslayo y voltea su rostro pálido, de cejas pobladas y finas. Esboza una sonrisa. —¿Llegaste? —Sí, madre. —¿Cómo estuvo tu día? —pregunta y se vuelve hacia el espejo. —Bien —responde José Asunción y enciende otro cigarrillo. —¿Cómo va la fábrica? —Los clientes siguen haciendo pedidos. —¿Almorzaste? —Sí. —Anoche tuviste una tos terrible. —Ya pasó. —Debes dejar de fumar. Pareces una de esas lavanderas del San Agustín. —Lo haré, madre. —La semana próxima debe pagarse la renta. —Ya tengo el dinero. —Además necesito que llames al maestro, hay una gotera en el cuarto de enseguida. —Mañana lo llamaré. —Mañana es domingo —se voltea para mirarlo y entrecierra los ojos—. Llámalo
el lunes. —Así será. —Mira que facha traes. —Me mojé —responde José Asunción y se lleva el cigarrillo a la boca—. Llovió todo el día. —¿Y tu paraguas? —Se dañó y lo arrojé. —Estás terrible —indica su madre y lo mira con el ceño fruncido—. ¿Estás seguro de haber almorzado? —Claro, madre, ¿quién si no yo podría estar seguro de eso? —No parece, estás pálido. —Es el frío —da una larga calada al cigarrillo. Arroja el humo por la boca y pregunta—. ¿La Chula? —Está en su cuarto, se viste —lo mira de nuevo, frunciendo el ceño—. Tú deberías hacer lo mismo, pronto llegarán los invitados. —Ya voy. —¿No pensarás recibirlos así? —No, madre. —No querías que invitara a nadie, ¿cierto? —¿Cómo se te ocurre? —Sé bien que varios no son de tu afecto. —No, madre, si son tus invitados, estoy de acuerdo. —¡Ah! —Exclama y se vuelve hacia el espejo— tampoco se le ha pagado a
Carolina. —Mañana, madre. Mañana en la tarde voy hasta su casa y le pago. Se queda un momento en la puerta, con el libro de contabilidad bajo el brazo derecho y con el cigarrillo entre los dedos. Mira fijamente a su mamá. ¿Qué tal que supiera de la amenaza?, piensa. Se pondría histérica y le enrostraría su desorden con el dinero y las deudas que tiene. También se preocuparía, así que resulta mejor no contarle nada. Su madre vuelve a mirarlo, inquisitiva. —¿Te pasa algo? —Nada, madre. —Pareces un espanto. —No me pasa nada. —¿Por qué entonces no te vas a cambiar? —Eso haré, madre. Echa una rápida ojeada al cuarto de su madre y observa los muebles atestados de ropa importada de Europa. Las cómodas con cremas y perfumes también importados. Algunos retratos de seres queridos, o quizás no tan queridos, pero con fama y éxito en la historia del país. Ella se enorgullecía siempre de aquellos familiares de prestigio y dinero que jamás le habían servido a su familia para nada. Observa la amplia cama nupcial, en la que dormía y también murió su padre. El tallado bucólico de aquella cama lo había hecho uno de los carpinteros que vivía a orillas del río San Agustín, un hombre muy pobre que tenía un pequeño hijo que siempre parecía muerto del hambre. Desdichado hombre, ¿qué será de su vida?, piensa. Da media vuelta y se dirige a su cuarto. Si su madre supo que no almorzó, lo mismo sabrá su hermana, pero ella sí le echará una retahíla abrumadora sobre su salud. Siempre se preocupaba por él, más de lo necesario. Entra en su cuarto y cierra la puerta. Deja el libro de contabilidad sobre una mesilla en la que reposan varios ceniceros limpios. Huele a humedad y a humo de cigarrillo. Se sienta en el diván de seda roja. Mira los anaqueles con libros que se sostienen contra los muros, su escritorio con algunos bronces, el vade de tafilete rojo con el monograma en oro de su nombre y el cuadro La Primavera, de Botticelli. Cómo le gusta aquella pintura. Enciende y gradúa la luz
de la lámpara, se distiende en el diván y cierra los ojos. Sabe lo que encontrará si sigue mirando un poco más a su derecha, así que prefiere no hacerlo. Suspira y el cansancio se disipa. Alguien llama a su puerta. —José Asunción. Es la voz de su hermana. —Dime, Chula. —No sabía que habías llegado. —Lo hice hace un momento —responde, abre los ojos y enciende un nuevo cigarrillo. — Mamá pregunta que si ya estás listo. —No tardo. —Ha llegado nuestro primo —hace silencio—. Mamá le ha dicho que te estás cambiando. —En un momento estoy con él. —Dice tener una reunión contigo antes de que lleguen los invitados. —En dos minutos estoy listo. Se pone de pie y, sin pasar la mirada por aquella pared donde sabe que encontrará el inefable objeto de su sufrimiento, se acerca hasta la mesa donde reposa el aguamanil. Se mira al espejo y encuentra su rostro demacrado y con la sombra de una turbulencia espiritual innegable. Revisa su cuero cabelludo y siguen allí los residuos de caspa que caen lentamente. Se quita la chaqueta y la deja colgada del perchero, hace lo mismo con el chaleco y la camisa. Se mira de nuevo al espejo y observa las marcas que hizo Juan Evangelista en su corazón aquel mediodía. Sonríe. Se queda en camisilla y lava primero su rostro y luego moja su cabello para ocultar la caspa. Se seca con una toalla que se encuentra doblada al lado del aguamanil. Se despoja del pantalón, deja sobre la mesilla la
petaca con los cigarrillos, al lado de su libro de contabilidad, y busca en su guardarropa otro traje negro. Encuentra uno con finas rayas blancas. Se quita las medias y se pone unas de punzó de seda y otro par de zapatos de charol. Vuelve al espejo y se peina la protuberante cabellera con cuidado, a fin de que no le caiga caspa sobre su traje limpio. Peina también su barba y se aplica agua de colonia parisense. Vuelve a la mesilla por la petaca de plata y recuerda que aún le queda un paquete de cigarrillos turcos. Se acerca a su nochero, donde encuentra el libro Trois stations de psychothéraphie, de Maurice Barrès, libro donde se incluye un ensayo sobre Leonardo Da Vinci, de María Barshkitseff, autora que conoció en París, y otro sobre Quentin de la Tour. Abre el libro en cualquier página, pasa sus ojos sobre dos de sus líneas y lo vuelve a cerrar. Al lado del paquete está el viejo revólver Smith & Wesson que utiliza para cuidar la fábrica, envuelto en un trozo de seda de un rojo fuerte. Como la sangre, murmura. Saca los cigarrillos de la mesa de noche, los guarda en la petaca de plata y por un acto reflejo, azar o por simple ley física, pasa sus ojos por la pared en la que reposa el contundente objeto de su dolor: el retrato de Elvira. Fue en la madrugada del seis de enero de 1891 cuando empezó el viacrucis. La noche anterior habían sido invitados el ministro de Italia, el conde Gaspar Gloria, su hermano José y Jorge Isaacs a la casa de los Silva. Durante aquella velada, Elvira, hermosa como siempre, tocó algunas piezas de Beethoven para los invitados. José Asunción recordaba constantemente dos momentos de su vida junto a Elvira. El primero, en el que ella caminaba de noche por los senderos pedregosos de Chantilly, delante de él, y hablaba con autoridad sobre arte, y de repente volteaba su rostro, lo miraba y le sonreía. Aquella imagen llegaba acompañada de una escenografía bastante particular, una escenografía vívida que emergía para él en los momentos más inesperados, ya fuera en un baile o en una cena o mientras bebía un té, o cuando veía los ojos almendrados de Elvira en el reflejo del líquido, o cuando paseaba por la calle Real y oía el fustigar del viento contra las ramas de los árboles, al igual que en Chantilly, y trepidaba entonces el aroma desde el camellón de los eucaliptos, el sonido furioso del agua y la luna alta y redonda, que realzaba con su brillo plúmbeo la silueta de ella. No pudo hasta ese momento —aunque tampoco lo había intentado como con Julia Holguín o con su amante sa—, borrar el recuerdo de la sonrisa de su hermana. Lo acompañaba a todas partes y a toda hora, lo perseguía y él se convertía en un poseso contra el destino. Y el segundo momento que jamás pudo olvidar es el de aquella tarde de 1891, cuando Elvira, con su vestido blanco de encajes que dejaba apreciar la protuberancia maravillosa de sus senos y delineaba las curvas que ceñían su cintura, se sentó al piano, como una hoja
arrojada por el otoño, y empezó a tocar algunos valses y sonatas de Beethoven. La música que nació de la frugalidad de sus manos y que se mezclaba con el sonido agreste de la lluvia siempre lo atormentaba, especialmente en ese momento en que quiere llorar y no puede, cuando sabe lo impotente que se siente para cualquier cosa importante de la vida. Aquel cinco de enero se quedaron hasta la madrugada esperando ver el planeta Venus —la Bella Americana o la Estrella de los Reyes Magos, como le llamaban los más románticos en los diarios nacionales—, que pasaría por los cielos de Bogotá. José Asunción recuerda con nitidez aquella madrugada. Como procura no malgastarla en sus días aciagos, prefiere, por el contrario, acudir a ella cuando se siente feliz y en paz con la vida. Estuvieron sentados en una banca de madera tallada mientras bebían té, iluminados por un débil fanal, y hablaban de arte, especialmente de la pintura Orfeo y Eurídice, de Rubens, que se encontraba reproducida en una de las revistas que cada tanto les llegaban de París, y que aquella madrugada Elvira tenía en sus manos. Recuerda el pijama de Elvira, que dejaba entrever el nacimiento de sus senos, y que, al paso del viento, levantaba la parte inferior y enseñaba sus muslos blancos como la espuma del mar. Solo en dos ocasiones la había visto desnuda y podía decir que era la imagen más hermosa que la vida le había dado. En la primera ocasión apreció su piel entera cuando, por error, entró en su cuarto sin llamar y ella se estaba bañando. Entonces vio sus cabellos negros y trenzados que caían por la espalda tersa y nívea, las nalgas abultadas que delineaban el contorno de unas piernas fuertes. Elvira, al presentir que alguien la observaba, se volteó y dejó ver sus senos perfectos, que brillaban como dos nácares y, como la reacción más natural del mundo, siguió bañándose, a diferencia de José Asunción, que estuvo atormentado por meses con la imagen de su hermana adorada desnuda. En las noches soñaba con ella, pero jamás llegó a sentir un deseo de la carne, solo una obsesión con su belleza, por eso la segunda vez que la encontró sola con su piel, fue deliberadamente. Conocía las horas de su baño nocturno y se dio a la tarea de abrir una pequeña hendija en la pared de su cuarto para poder verla. Aquella noche del arribo de Venus, se extasió con el particular brillo que el agua y la luz de la luna le daban a ese cuerpo majestuoso. Ella se puso su pijama y salió al traspatio para presenciar la aparición del planeta, y antes de la llegada de Venus, José Asunción reprodujo para ella la historia de Orfeo. —Orfeo es hijo de Apolo y de Calíope y se enamora perdidamente de Eurídice,
una de las ninfas de los valles de Tracia —dijo José Asunción a Elvira, que lo miraba fijamente—. Aristeo, otro de los hijos de Apolo, observa una mañana a la bella ninfa bañarse desnuda en un río de Tracia, y se enamora perdidamente de su cuerpo. La atosiga por días, hasta una tarde en la que ella, desesperada, huye y tropieza con la mordida de una serpiente que la asesina. Al conocer la noticia, Orfeo, desesperado, llora a orillas del Estrimón y canta a los dioses, quienes se apiadan de él. Desciende hasta el río Estigia y con sus canciones convence a Caronte de que lo ayude a cruzar el metafísico río. Allí se presenta ante Hades y Perséfone, quienes se apiadan de aquel hombre enamorado y prometen devolver a la vida a su bella y joven esposa, con la única condición de que no puede volver la vista para cerciorarse de que Eurídice viniese con él, hasta que hubiesen llegado al mundo y la luz del sol iluminara completamente la faz de su amada. Pero el camino de retorno es largo y, al llegar a la superficie, Orfeo no aguantó y se volteó para asegurarse de que Eurídice estuviese detrás. Sin embargo, ella, que aún tenía un pie a la sombra, se desvaneció en el aire. Orfeo suplicó perdón a los dioses, perdón que no concedieron. —¿Qué pasó luego con Orfeo? —Hay dos versiones. —¿Cuáles? —La primera es la de Virgilio, y es trágica. Dice que Orfeo vuelve al reino de los vivos con deseos de suicidarse por haber perdido dos veces a su esposa, y la segunda es de la ópera de Gluck y Calzabigi, donde Cupido, al ver el sufrimiento de Orfeo, resucita a Eurídice y son felices por el resto de sus vidas. —¿Y cuál de las dos es cierta? —Las dos. Tú eliges en cuál creer. Esa fue la conversación, murmura José Asunción y enciende un cigarrillo sin quitar la mirada del retrato. Luego, en silencio, vieron pasar a Venus, y solo hasta que fueron a dormir, se despidieron, pero no musitaron otra palabra, como si dentro del alma de Elvira se hubiese abierto un abismo de preguntas que no se arriesgaba a hacer luego de conocer la historia de amor entre Orfeo y Eurídice, o simplemente como si aún debatiera por cuál de los dos finales se inclinaba. A la mañana siguiente, Elvira despertó encendida por la fiebre y casi delirante. Llamaron a los médicos, quienes dieron dictámenes diversos y erróneos, hasta
que al mediodía falleció. Fueron días terribles, susurra el poeta, que se sienta en el diván con el cigarrillo en la boca. Te fuiste de la forma más intempestiva, le dice al retrato, los días se volvieron noches y las noches días para mí, no tuve calma por un segundo ni conciencia del tiempo, todo fue tan rápido y misterioso, y me dejaste solo, solo con esta miseria de vida que llevo, solo con todos mis dolores y sufrimientos. Hasta quieren matarme, ¿puedes creerlo? Dime tú, exclama por fin, ¿qué hago para sobrellevar esta vida que me pesa más que mil de tus muertes? Respóndeme, ¿cómo fuiste capaz de abandonarme cuando más te necesitaba? Limpia las lágrimas que han caído hasta su barba. Se incorpora y apaga el cigarrillo contra el cenicero. Mueve la cabeza de un lado a otro y se sacude como espantando la amargura. Siente el sabor herrumbroso de la sangre mezclarse con la saliva. Se ha mordido de nuevo la llaga del labio y la sensación de la sangre le produce escozor. Todo debe ir bien, debe estar mejor, se dice y le dice al retrato. Limpia de nuevo sus ojos, se acerca al espejo para verificar que la caspa no ha caído de nuevo, se pone un sombrero de copa alta para disimular aquella inmundicia, agarra el libro de contabilidad y sale de su cuarto. Su primo está sentado rígidamente en un diván de la sala de estudio. Viste un largo sobretodo claro con esclavina, zapatos brillantes, y en las manos y sobre las piernas tiene un sombrero de copa alta que no para de mover. Se pone de pie cuando aparece en la puerta. —José Asunción. —¿Cómo estás? —Bien, a pesar de este terrible frío. José Asunción estrecha su mano muy arriba, le indica que tome asiento y deja el libro de contabilidad y la petaca de cigarrillos sobre la mesa de centro, donde también se encuentra un frasco ventrudo de vidrio con vino de oporto. —¿Quieres un vino? —Sí, gracias. Las manos de su primo tiemblan. Lo escruta detalladamente, observa esos ojos
oscuros que brillan cuando llegan a ellos ideas perversas. Está nervioso. ¿Será él, su primo, sangre de su sangre, quien querrá matarlo? Eso es imposible, piensa José Asunción que sirve el vino, este mequetrefe es un inútil, no tiene las agallas para hacerlo. No pone el vino sobre la mesa, sino que se lo ofrece para que lo tome con la mano. Sigue temblando. —¿Pasa algo? —pregunta José Asunción, que se sienta y abre la petaca de los cigarrillos. —El frío, es el frío —repite. —No alcancé a hacer el informe —dice José Asunción entretanto enciende un cigarrillo y ofrece uno a su primo, que lo rechaza—, tuve un día lleno de complicaciones y de trabajo —lo mira con fijeza—. Pero traje el libro de contabilidad para que tú mismo revises las cuentas. —No hay necesidad —dice el primo, que apura de un solo trago la copa de vino —. Si tú me cuentas cómo va la fábrica, me conformo —sonríe—. No hay otra persona en el mundo en quien más confíe. José Asunción oye la lluvia caer sobre el techado de su casa y sobre las calles y el péndulo del reloj del salón contiguo. Entrecierra los ojos y siente un profundo bienestar. Abre de nuevo los ojos, respira hondo y mira las manos temblorosas de su primo. —Deberías ir al médico. —¿Por qué? —Mira cómo te tiemblan las manos. Habrás perdido ya tu puntería. El primo sonríe. —Para nada, querido José Asunción, solo es el frío que me cala hondo. —La fábrica va muy bien. En un par de meses estableceré el negocio en la costa y en Venezuela. Solo esperan mi arribo. —¿Aquí cómo van los pedidos?
—Todos los días recibo nuevos —se inclina, toma el libro de contabilidad y lo abre en una página cualquiera—. Por el momento tenemos doce. —Es una grata noticia —dice su primo, que ahora mira al escritorio. —Juan Evangelista ha solicitado algunos diseños hoy. —¿Estuviste allí? —Me mandó llamar porque quiere hacer unos cambios en su oficina —miente José Asunción, que fuma de su cigarrillo y oye en el pasillo los pasos de la negra Mercedes y de su madre. Ya deben estar preparando la mesa, piensa. —¿Cómo va tu novela? —pregunta el primo, que se distiende en el diván y oculta sus manos bajo el sombrero. —Bien. La he terminado. —¿Cuándo la leerás? —La semana que viene, quizás, cuando haya superado todo lo inmediato. Llaman a la puerta. Su primo suspira y se pone de pie. —Creo que han llegado el resto de los invitados. José Asunción también se pone de pie y abre la puerta. Es su hermana, vestida con un hermoso traje azul, quien le sonríe y lo abraza. —Gracias por las flores —le dice su hermana aún con la sonrisa en el rostro. —De nada, Chula. —Han llegado los invitados, solo faltan Daniel y ustedes dos —remata, da media vuelta y se dirige hacia el comedor. José Asunción la mira y la sigue. Piensa en lo bella que es. Ningún hombre de esta cloaca la merece, susurra. Vuelve la mirada y su primo, que esboza otra sonrisa, lo sigue. ¿Será posible?, se pregunta. No, no es posible, concluye. Aspira el aroma que emana de la cocina. Colaciones, bizcochuelos, chocolate y té para la noche. Su familia siempre había sido buena anfitriona y él jamás
perdería aquella costumbre, por eso dispone su mejor sonrisa. Los problemas, o más que los problemas, la pesadumbre que aquella mañana lo había aprisionado debía ser anulada y encerrada en lo más profundo de su ser, como cuando tuvo que seguir adelante luego de las muertes de Elvira y de su padre. Enjaular a la fiera, diría su confesor laico. Sabía de memoria el truco para que nadie conociera los misterios que habitaban en su alma. Era fácil: sonreír siempre, burlarse de los demás, hacer uso de sus conocimientos en arte, hablar en otras lenguas y encumbrar su refinamiento. Así nadie sabría que aquella mañana le había llegado a la oficina otra amenaza, y que minutos antes lo perseguía un hombre con aspecto de sombrerero alemán. Las anteriores amenazas supo manejarlas y nadie se enteró de nada, nunca dijo nada a nadie y mucho menos dio aviso a la policía. Aunque reconoce, entretanto mira los rostros de sus invitados que esperan en la sala de su casa, que la primera amenaza lo puso muy nervioso por unos días y hasta llegó a encerrarse durante una semana sin querer salir, con el pretexto de terminar una de las novelas que perdió en el naufragio. Luego comprendió que en aquella ciudad no serían capaces de asesinarlo físicamente, y que a diferencia buscaban acabar con sus nervios y su tranquilidad, y él no caería en ese juego. Cuando pasaron la segunda y la tercera amenaza, las recibió con un poco más de calma y ya no se encerró, pero sí andaba por las calles como un maníaco mirando de tanto en tanto hacia atrás para cerciorarse de que nadie lo perseguía. Por eso siempre cargaba su pistola en uno de los bolsillos de su pantalón, para defenderse de cualquier tipo extraño que se le apareciera, y cuando llegó la cuarta amenaza desconfió por vez primera de su familia. Por eso, le producía alguna tensión el presentimiento que llegó a él esta mañana al despertar y al encender el cigarrillo —sin ser él un hombre supersticioso—, y luego la aparición del sombrerero. Con el cigarrillo en la mano y bajo el marco de la puerta de la sala, reconoce a cada una de las personas que conversan y se miran entre sí. No escucha el parloteo de aquellas personas, pues hablan en una algarabía estridente e incomprensible. Afuera aún llueve y se concentra entonces en el sonido del agua. Imagina por un momento las tumbas de sus hermanos y de su padre, cubiertas en ese momento por el musgo y la humedad. Mañana iré al cementerio, piensa. Sigue hacia el interior de la sala, iluminada por tres elegantes candeleros de guardabrisa, acomodados sobre una mesa central en la que también hay bizcochos y dos jarras con vino. Los rostros se vuelven hacia él y sonríen. De izquierda a derecha se encuentran sentados doña Viviana Vargas de Rueda, una mujer aristocrática y hermosa aún, vestida con un traje negro con brocado
blanco en forma de mariposas, en seguida sus hijos Julio y Paulina, quienes hablan entre sí; junto a ellos se sienta su primo, que le dice algo al joven Tomás Rueda, que se encuentra de pie junto a él, en seguida de María Jesús Arias Argáez, una joven bella, reconocida por su carisma, pues trabaja en beneficio de los pobres de la ciudad y con quien el poeta bailó en la fiesta de los Kopp años atrás, y además fue con practicó algunos juegos eróticos cuando aún eran niños; la silla del centro se la han dejado a él, al anfitrión que aún no toma asiento; al lado se encuentra Rafael Roldán; a su costado derecho, el joven estudiante de jurisprudencia y novio de Paulina Rueda, Domingo Esguerra; seguido de Oliverio Ramírez, que fuma un cigarrillo y habla con Domingo; luego están su madre y su hermana, que hablan con el ministro de España en Colombia, el barón La Barre, de Flandes, quien primero observa a su anfitrión y luego otea la sala. —Somos trece —dice el barón La Barre con un tono de voz seco y su particular acento catalán—. El mismo número de esta casa. —No hay nada de qué preocuparse, barón —dice José Asunción—. Aquí no creemos en supersticiones. —En mi país es de mal augurio este número —vuelve a decir el barón y enseña una sonrisa amplia. —Siendo así, y para su tranquilidad, distinguido barón, seré entonces yo quien sirva el té. —No te incomodes, José Asunción —interviene doña Viviana Vargas—, Tomás, que es el menor, puede ir a tomar el té en la sala contigua. —No es ninguna incomodidad, para mí es un placer atenderlos —dice José Asunción, que sale de la sala. En la cocina, la negra Mercedes, vestida con un traje blanco sencillo y una cinta también blanca en la cabeza, y Carolina Donjean, con un traje azul con rayas blancas, ya tienen todo dispuesto sobre el mesón. Ambas voltean a verlo y le sonríen. José Asunción toma una de las bandejas y la lleva hasta la mesa del comedor. Se siente extrañamente cómodo al atender a unas personas a las que en verdad poco aprecia, porque ese tipo de actos, que él puede calificar como penitencias, suelen sacar todas las ideas mórbidas y de encono que lo habitan. Sin embargo, y es algo que no puede ocultar, siente un dejo de inquietud —o es
que durante muchos años ha venido incubando un deseo de venganza que él no quiere reconocer— hacia algunos de los allí presentes, como por ejemplo cuando recuerda que el doctor Francisco de Paula Rueda, esposo de Viviana Vargas y padre de Tomás, Julio y Paulina, fue el magistrado que dictó el fallo con el cual se le negó la herencia que su abuelo dejó a su padre, o con su primo, ya que el padre de este fue quien ejecutó un préstamo que casi deja sin casa a su abuela Mercedes Diago, que le había servido de fiadora. Mejor, piensa el poeta, que mira la reproducción de La última cena, de Leonardo Da Vinci que su tío abuelo Antonio María le regaló a su padre en París, y deja la bandeja sobre la mesa del comedor. Por mayor que sea la penitencia, más grande el perdón recibido, concluye. José Asunción no cree en ninguna religión y tampoco en dios alguno, pero le gusta pensar que la vida está constituida por un orden y un equilibrio que el mismo ser humano debe buscar. Una suerte de balanza existencial que se inclina de acuerdo con las buenas y malas acciones que los hombres ejecutan en sus vidas. Por eso, sus actos morales no están determinados por preceptos inamovibles, dogmáticos. La situación determina la acción, murmura, y se dirige ahora hacia el estudio donde ha dejado sus cigarrillos, y si servir a estas personas, que de cierto modo han obrado con malicia en contra de mi familia y de mí, es hipócrita, también es un acto de pureza de mi ser, libre de encono, y lo seguiré haciendo, remata. Esboza una sonrisa y recuerda la escena siguiente a la reproducción de La última cena: el lavatorio de pies. Vuelve al comedor donde ya se han sentado los invitados. Hablan de intrascendencias, en especial de los días lluviosos que se han sucedido unos a otros sin detenerse. —Si esto sigue así, Bogotá va a desaparecer —comenta una voz masculina de uno de los invitados que José Asunción no mira. —He tenido gripe dos veces en un mes —dice ahora el barón La Barre, siempre sonriente—. Ni siquiera en los inviernos de Castilla me he visto más enfermo. —Debe beber infusiones de yerbas —interviene la madre de José Asunción—, y de eucalipto. —Así lo haré en adelante, porque de seguir así, pronto tendrán que enterrarme. Los asistentes se persignan cuando el barón La Barre dice esto último. Algunos,
como doña Viviana, lo exhortan para que no diga esas cosas. Mientras, José Asunción oye un aullido de un perro a lo lejos y el gotear de la lluvia en el patio. —Recuerdo una de mis primeras visitas a Venezuela, llegué con muchas ropas encima —comenta de nuevo el barón La Barre—, no sabía que aquel país era el mismísimo infierno. El camino de ida hacia el hotel fue espantoso, ya que me encontraba en compañía de su excelencia el comandante de las fuerzas venezolanas, y mientras más me sofocaba con aquella temperatura, mayor era la impresión de que el comandante me enseñaba la ciudad más lento. —José Asunción fue el secretario de la legación colombiana en Venezuela — interviene la Chula. —¿Cómo soportaste tanto calor? —pregunta el barón La Barre. —Casi no lo soporto, barón, por eso estuve seis días en altamar, obligado por el naufragio del Amèrique. Todos ríen menos la Chula. —Perdiste buena parte de tu obra, ¿no? —pregunta Rafael Roldán y le da una calada a un cigarrillo. —Algo —responde José Asunción y simula una sonrisa—, pero la he reconstruido con buena fortuna. —Mi hermano me ha contado que ya reescribiste una de tus novelas —comenta María de Jesús Arias. José Asunción asiente y lleva el té a su boca. Bebe lentamente un sorbo sin quitar la mirada de María de Jesús y de sus senos maduros, y siente el ardor de la bebida al hacer o con la llaga de su labio. —¿Nos honrarás esta noche con alguno de tus versos? —pregunta el barón. —Por supuesto, barón, ¿cuál será de su gusto?, ¿o me dará el gusto de elegir a mí? —responde José Asunción intentando ser cordial. —Quisiera escuchar Don Juan de Covadonga o Los maderos de San Juan, y luego lo que a tu merecer nos ofrezcas. Cualquier cosa de tu refinada pluma.
José Asunción recuerda Los maderos y la escena que lo conmovió aquella mañana, se pone de pie y respira profundo. Mequetrefe, podría haber dicho que recitara el Nocturno o Vejeces o Crisálida, pero siempre quieren escuchar aquello que exalte lo que son, siempre mundanos, sin nada de seso, aquello que eleve su egolatría como humanos, piensa antes de iniciar. Entrecierra los ojos e inicia con un tono de voz agudo y arrastrando la s, como él sabe hacerlo. «Don Juan de Covadonga, una calavera, sin Dios, ni rey, ni ley, y cuyo hermano…» Aplauden cuando finaliza. José Asunción agradece el gesto, enciende un cigarrillo y de nuevo su estómago le duele con una fuerte punzada en el vientre. Procura no hacer el gesto delator, pero cree no conseguirlo porque su hermana lo mira, extraña, como preguntándole si le pasa algo, y él le responde con una sonrisa para tranquilizarla. La negra Mercedes y Carolina Donjean sirven las colaciones y el aroma del chocolate inunda el lugar, aroma que le produce náuseas a José Asunción, que hasta ese momento ha estado de pie porque recitaba el poema y también porque no había otro puesto en la mesa. Al percatarse de ello, doña Viviana Vargas hace poner de pie a su hijo menor, Tomás, y le indica sentarse en una silla al lado de la mesa comedor. —Nadie se debe incomodar —reacciona José Asunción—, yo me siento allí. —Déjalo, José Asunción —lo interrumpe la aristocrática señora, que se quita los guantes—. Los más jóvenes deben dejar hablar con tranquilidad a sus mayores. Depende, piensa José Asunción, porque en la mayoría de ocasiones, son los jóvenes quienes dicen las cosas más interesantes, cuando los mayores solo dicen simplezas. Aquella deducción la había hecho cuando iba de visita al palacio presidencial y encontraba al presidente gramático con varios ancianos, quienes hablaban únicamente de las revistas literarias traídas de París y de los trajes que usarían en sus galas. Diferencia que halló cuando conoció a Baldomero, quien podía sostener una conversación inteligente por horas sin llegar a fatigarse. Pero es tarde, Tomás se ha puesto de pie y se ha sentado con su chocolate en una silla al rincón de la sala. José Asunción lo observa, quizás él si puede llegar a ser alguien importante, piensa. —He ido perdiendo la memoria —comenta el barón La Barre sin que José Asunción se percatara hacia qué dirección habían dirigido la conversación los
invitados—. Los años, que no llegan solos —concluye y sonríe. —La memoria empieza cuando los seres humanos pierden la pureza —interviene doña Viviana Vargas—, y se acaba cuando regresa la pureza. —¿Por qué lo dices? —pregunta María de Jesús. — Porque mi primer recuerdo data cuando presencié el asesinato de un liberal, amigo de mi padre, frente a mi casa —responde la señora, deja su pocillo sobre la mesa y las manos a los lados—. Allí perdí mi pureza, cuando descubrí la maldad que habita en los hombres. —¿Tú qué piensas, José Asunción? —le pregunta su primo. — No podría afirmar si la memoria empieza con la pérdida de la pureza — responde y enciende un cigarrillo—. Por ejemplo, mi primer recuerdo cumple hoy veintiocho años, el mismo veintitrés de mayo, pero de 1867, cuando mi tío político y padrino, Salustiano Villar, asomó su cabeza por la ventana de su casa —da una larga calada al cigarrillo y pasa su mano izquierda por la barba—. Tenía mi tío, recuerdo con exactitud, un quepis francés de esos tan usados en la época, y su mirada era penetrante, como si intentase escrutar más allá de lo que su sentido le permitiera, pues se encontraba al acecho —se queda callado y los mira—. ¿Saben ustedes qué ocurrió en aquella fecha? Los invitados se miran entre sí sin saber qué responder. —Aquel día apresaron al general Mosquera —prosigue José Asunción—, y mi tío fue uno de los conspiradores —los asistentes asientan de una cabezada—. Además, ¿saben ustedes qué ocurrió de gracioso aquella noche? —su mamá lo mira extrañada y, sin dejarlos responder, continúa—. Mosquera preguntó, a las tres de la madrugada, al conspirador que posó la mano sobre su hombro para apresarlo, «¿qué fecha es hoy?», y el conspirador le respondió, es veintitrés de mayo, señor. El dictador, saliendo de su estupor, dijo entre dientes «el día de Santiago Apóstol». Los invitados sueltan una carcajada al unísono, lo que hace comprender a José Asunción que ninguno de ellos conoce la historia de su país y mucho menos los motivos que llevaron a algunos patriotas a derrocar al dictador, que en aquel año de 1866 había sido nombrado por cuarta vez presidente de los Estados Unidos de Colombia. Ni siquiera estaba aquí, piensa José Asunción, estuvo primero en
París y luego en Londres, donde publicó el libro Compendio de geografía general, política, física y especial de los Estados Unidos de Colombia. Tampoco entendieron el doble sentido del ateo que tiene presente las fiestas religiosas, piensa y arroja la ceniza del cigarrillo en el cenicero, porque debido a la fuerte intervención de la Iglesia contra el Gobierno de Mosquera, este no solo era un anticlerical reconocido, sino que también tomó medidas dictatoriales como el cierre del Congreso, en abril 1867. Por eso la oposición decidió, en marzo de aquel mismo año, derrocarlo en cabeza del coronel Daniel Delgado París, que permitió la toma del poder al general Santos Acosta, entonces comandante del ejército. ¿Cómo no van a saber esto?, se pregunta José Asunción, que apaga el cigarrillo contra el cenicero y pasa su mirada por los rostros de sus invitados. ¿Cómo demonios no saben que este país siempre ha tenido los mismos problemas y que siempre los tendrá? —María de Jesús, ¿por qué no vino Daniel? —pregunta la Chula por cambiar de forma drástica el tema. La voz de su hermana lo saca de su reflexión. —Salió esta mañana muy temprano y me dijo que nos encontraríamos aquí — responde. —¿Está trabajando? —vuelve a preguntar la Chula. —No sé, ayer también salió temprano de casa y regresó en la noche. Siguen hablando de intrascendencias, haciendo comentarios sin ninguna continuidad, hasta que terminan sus colaciones y su chocolate. Al finalizar, las mujeres se ponen de pie y caminan hasta la sala, y los hombres se quedan en el comedor para proseguir con la charla. Sin embargo, María de Jesús llama aparte a José Asunción, que detalla sus senos abultados y maduros y su rostro de formas finas, adornado con dos pendientes que brillan en sus orejas. —Mi hermano ha estado muy extraño de unos días para acá, ¿tú sabes algo? —No, querida María, hace algunos días no me entrevisto con él. —Mi mamá me hizo caer en cuenta esta mañana de los cambios de mi hermano —dice con expresión de preocupación.
—¿De qué cambios hablas? —No sé, parece nervioso y sale muy temprano de casa, regresa tarde y parece malhumorado. —No sé qué le ocurre, pero en tanto logre entrevistarme con él, le preguntaré y te lo haré saber. —Muchas gracias, José Asunción. —De nada, querida. José Asunción observa a su invitada seguir hacia la sala con el resto de las mujeres, mira el movimiento de sus nalgas y se queda allí, de pie, al lado de la puerta, mientras piensa en las palabras que acaba de oír. ¿Será posible que fuera él? Es bastante improbable, siempre han tenido una buena relación y Daniel es un hombre correcto que sería incapaz de hacer algo semejante, además, eran amigos de hacía muchos años. Pero no confíes en nadie, piensa arrojando una bocanada de humo sobre la llama de una de las veladoras. ¿Qué tal si fuese Daniel el que te estuviera amenazando?, ¿o si fuese la familia Rueda Vargas la que envió la amenaza, en cabeza de su madre, por algún comentario malintencionado que alguien les llevó y dijo que era de mi autoría? Tal vez podría ser Rafael o Domingo, quizás Oliverio. Vuelve su mirada hacia la mesa donde se encuentran sentados sus invitados y observa sus manos y el movimiento de sus ojos para descubrir algún gesto sospechoso o delator, pero en todos observa naturalidad. Su primo llegó nervioso a casa, ¿quién sabe por qué?, pero no lo cree capaz de amenazarlo. El barón nada tiene que ver con él, así que lo descarta. ¿Quién sería capaz de hacerme llegar esa invitación a mi propio velorio?, piensa y por vez primera se arrepiente de haber arrojado el sobre con el trozo de papel blanco. ¿Dónde imprimieron aquella invitación? No pudo haber sido en una imprenta reconocida porque los dueños comprenderían de inmediato que se trataba de una amenaza. Quien lo haya hecho debe tener una en casa o ser dueño de toda una tipografía. Pero quienes tienen estas máquinas son los que imprimen los diarios, y los que no son mis amigos, me atacan de otra forma, con ideas y argumentos, con los paliques que publicamos con seudónimos, aunque todo el mundo sepa quién es el autor real de los escritos. Regresa con los hombres y se sienta a la mesa. Los escucha hablar sobre las acusaciones concebidas por el jefe liberal Avelino Rojas a quienes estaban
emitiendo billetes falsos —mira a su primo, que no parece inmutarse con aquel tipo de comentarios—, billetes que ya habían inundado el país, y de otras cosas a las que José Asunción responde con elocuencia, pero sin dejar de pensar en el autor de la amenaza. Jorge Holguín, ministro de Relaciones y padre de Julia, de unos meses atrás venía presionando para que él e Ismael Enrique Arciniegas fueran a tomar posesión de las respectivas legaciones que el Gobierno les había dado, pero eso no es motivo, piensa José Asunción y enciende otro cigarrillo, además, tampoco me casé con su hija para que se ensañe en mi contra. Mira la hora que marca el reloj de pared de la sala. Las once de la noche. Mira ahora el cenicero a punto de rebosar de colillas y las tazas de té y chocolate desocupadas sobre la mesa. Su madre, acompañada por las demás mujeres, irrumpe en el comedor para despedirse y los hombres se ponen de pie. José Asunción también se pone pie y toma uno de los candeleros de guardabrisa de la sala y camina hacia la puerta. En la calle mira hacia los costados, revisando que no haya alguien sospechoso. Las calles están vacías. Se posa bajo el dintel y se despide de cada uno de los invitados. No ha dejado de llover, pero es casi imperceptible la llovizna que gotea del cielo oscuro y sin estrellas. El viento helado baja desde los cerros y aúlla a su paso. Penúltimo sale Tomás Rueda Vargas, quien estrecha su mano. —Espero que sigas escribiendo —aconseja José Asunción al joven de quince años, vestido con sobretodo negro y sombrero de ala corta del mismo color. —Sí, señor —responde Tomás. De último queda su primo, que espera que todos se vayan. José Asunción ilumina la calle con el candelero y sale un poco de la casa. Su primo se acerca y se pone a su lado. —Gracias por todo, José Asunción. —Es un real placer servirles. —¿Quedamos para la semana que viene la lectura de la novela? —Claro, te aviso con tiempo para que ordenes tus tareas —le responde José Asunción, que ve perderse a sus invitados al doblar la esquina. Tomás vuelve su rostro y se despide agitando la mano.
—Te veo pensativo —comenta su primo. —Problemas que siempre me andan buscando —dice y lo mira de lleno a los ojos—. Quizás los problemas tengan nombre propio —remata, irónico. —¿Qué quieres decir? —pregunta de nuevo su primo sin realizar ningún gesto. —Nada. Tonterías que me suelen venir a la cabeza. Oye los pasos de alguien que corre. Es Daniel Arias Argáez, que desciende por la calle del Rosario. José Asunción extrae la petaca del bolsillo izquierdo de su saco, enciende un cigarrillo y siente otra punzada en el estómago. Su primo se pone el sombrero y Daniel se ubica delante de ambos. —Lo siento por haber llegado tarde —dice Daniel con la respiración agitada. —Por no haber llegado —corrige José Asunción. —Estaba ayudando a un amigo a imprimir unos folletos —dice Daniel y enseña sus manos manchadas con tinta. —No te preocupes —señala José Asunción, que busca los ojos de Daniel—. En otra ocasión podremos compartir. —¿Y mi hermana? —Acaba de partir —responde su primo. Daniel mueve sus manos y sus pies de manera extraña. Mira de un lado a otro y su respiración no se restablece. —¿Te pasa algo? —pregunta José Asunción. —No, nada —responde Daniel sin mirar a los ojos de su interlocutor. —Iré a los servicios, José Asunción —dice su primo alejándose y dejándolos solos. José Asunción mira a Daniel fijamente. —¿Estás seguro de que no te ocurre nada?, tu hermana me ha dicho que te has
comportado de forma extraña estos últimos días. Daniel lo mira por vez primera al rostro y su expresión es de desconcierto. Intenta hablar, pero balbucea. —Es una mujer, José Asunción. —¿Qué pasa con la mujer? —Creo estar enamorado —responde Daniel, a quien se le restablece el ritmo de la respiración. —Pero no hay nada de malo en ello. —Es que… es una mujer de la mala vida. —¿Alguien más sabe? —Nadie más, solo ella y yo. Ahora tú. José Asunción posa su mano izquierda sobre el hombro derecho de Daniel. —Debes dejarla, ¿qué pasará con tu familia si se entera? —Lo sé, pero no puedo —contesta con tono de voz débil, casi con un susurro, y mueve de nuevo sus manos. —¿Por qué tienes entonces las manos manchadas? —pregunta José Asunción, que quita la mano del hombro de su amigo. —Porque ella tiene una casa de perdición y hacen allí mismo el trago. La ayudaba a marcarlo. —Eso es un delito doble —comenta con tono fraternal y se lleva el cigarrillo a la boca. —También lo sé. —Es solo un capricho. —No es solo un capricho —responde Daniel y le arroja una mirada compasiva
—. Es amor de verdad —se queda callado un momento como si buscara las palabras o la frase adecuada para expresarse—. Ella no me pide nada material. Una mujer como ella no espera nada más de mí que mi presencia, mi compañía —vuelve a quedarse en silencio, mira hacia el interior de la casa y le pregunta—. ¿No fue eso lo que te ocurrió con la Holguín? José Asunción lo mira con asombro, no esperaba que le diera ese ejemplo, pero tiene la razón. La relación con Julia jamás prosperó porque él no tenía dinero, no contaba con los recursos que la familia Holguín exigía para que se efectuara la unión y ella se casó con un hombre adinerado. Por eso le produjo tanto dolor volver a verla luego de su matrimonio, casi un año y medio después, en una reunión en el restaurante El Castillo. Su mirada parecía distinta, sus ademanes eran más seguros, al igual que el tono de su voz. Era otra, la mujer de la que se había enamorado con obstinación era otra, no esa que veía lucir a su potentado marido, sus costosos trajes, sus joyas y demás atavíos. Aquel día comprendió, en medio del dolor por ese amor ya irrecuperable y más imposible que nunca, que él no amaba con una proyección hacia el futuro, como lo hacían el resto de los hombres, sino que él amaba hacia el pasado, estaba atado a los recuerdos y a todo lo que idealizó desde su juventud. Era un amor anacrónico. También comprendió por esto que no tenía esperanzas en un porvenir, pues todo estaba oscuro, especialmente cuando Julia, delante de los comensales aquella tarde en el restaurante El Castillo, luego de que le pidiesen a José Asunción que recitara un poema, a viva voz, le dijo: —Vamos a ver si tu creación merece todas las penurias restantes de tu vida. Y sonrió. José Asunción no lo pudo creer. La jovencita tierna, de mirada conmovida, se había convertido en una arpía más de la clase dirigente del país. Sus tutores se habían encargado de enseñarle cómo debían ser las mujeres que estaban al lado o detrás del poder, y había aprendido la lección de una forma abrumadora y hasta cínica. —Tienes razón —responde José Asunción a su amigo suspirando sin querer—. Te entiendo, porque ¿qué puedes hacer con el amor? —Gracias —le responde Daniel y suspira también, con una expresión de mayor tranquilidad en su rostro—. Sabía que eras el único en quien podía confiar. Se quedan callados porque su primo llega.
—Gracias, José Asunción —dice Daniel y le estrecha la mano. —Sin embargo, espero pienses en lo que te he dicho —reitera. —Así lo haré —dice Daniel mientras camina con dirección a su casa y le arroja una sonrisa llena de complicidad. —¿Qué te ha dicho? —pregunta su primo. —No pudo venir por estar con una mujer. —No me hagas reír —comenta su primo con tono sarcástico—. Todos sabemos que a él le gustan los muchachitos. —A mí no me consta —dice José Asunción, que lo mira directo a los ojos y arroja el cigarrillo a la calle. —¿Irás hoy a la fábrica? —Sí, dentro de poco saldré. —Que te vaya bien, José Asunción —dice su primo y le estrecha la mano—. Siempre te agradeceré por todo. —No hay nada que debas agradecerme. —¿Y mañana quisieras ir a casa a comer? —No —responde, tajante—. Por estar delicado del estómago debo declinar tu invitación, pero en la noche sí puedo pasar a tomar el té. —Te espero —dice su primo, que se aleja. José Asunción se queda en el umbral de su casa, mira primero a su primo, que dobla la esquina a la izquierda, pues vive en la casa trasera a la suya, confirma que no esté el sombrerero alemán esperándolo, luego mira el cielo oscuro y neblinoso que no permite la presencia de una sola estrella, voltea su rostro y ahora observa el arroyo de San Bruno, donde se encontraban los hombres que lo vadeaban, y donde en este momento solo se encuentran algunas luciérnagas que revolotean mientras cantan sobre el campo. Aspira profundo, le duele el pecho,
pero el hedor a mierda ha desaparecido, un olor a campo virgen, a plantas recién bañadas por el rocío, inunda sus pulmones. Debo alistar todo para esta larga noche, murmura, da media vuelta, cierra la puerta tras de sí y camina por el pasillo hacia su cuarto.
III
MEDIODÍA–TARDE
El enfermero arroja el pañuelo y la amenaza en un cesto de basura. José Asunción le agradece, da media vuelta y sale del consultorio. Sigue lloviendo. ¿Hasta cuándo?, se pregunta, ¿hasta cuándo seguirá lloviendo? Ríos de fango descienden y lodazales se arman en medio de las calles y traen consigo un olor descompuesto y nauseabundo. A su derecha algunos niños sin camisa y descalzos juegan entre los barrizales, siente asco por aquellos niños que al parecer son inmunes a cualquier enfermedad. Mira hacia los cerros y una capa neblinosa los oculta, pasa luego su mirada por el cielo y su color gris, plomizo, enseña sus fauces, amenazante. Una sola nube alcanza para tapar todo el firmamento. Oye el agua crepitar como fuego sobre los techados de las casas y sobre los charcos de las calles. Se detiene bajo el dintel de una casa porque arrecia el aguacero. Saca la petaca de plata del bolsillo derecho de su saco, extrae un cigarrillo y observa algunas personas correr bajo sus paraguas en busca de un lugar donde guarecerse. Aunque está debajo de aquel portal, el agua rebota y cae en sus zapatos y pantalón. Qué desastre, piensa. Enciende el cigarrillo con dificultad debido a la fuerza con la que pasa el viento, que también aúlla cuando golpea contra las casas. El árbol que está frente a él se mece con violencia, sus hojas retozan, caen y se arrastran por las canaletas donde también bajan los desechos. Un caballo relincha y se sobresalta cuando un rayo genera un destello que ilumina el cielo. Un hombre resbala en la calzada y por poco cae sobre la canaleta. José Asunción da una larga calada a su cigarrillo y cierra los ojos, a fin de concentrarse en el sonido de la lluvia para apaciguar sus nervios. El mundo es sordo o todo es silencio, murmura con el cigarrillo en la boca y las manos temblorosas. Solo se escucha el golpeteo furioso del agua contra la tierra y la intermitencia del viento que serpentea en las esquinas. Bien podría quedarse todo el día allí, escuchando la estridencia de la lluvia y el soplido del viento. Aunque es un poco más de mediodía no siente hambre, hace tiempo ha perdido el apetito y la comida le produce náuseas. A diferencia, otra suerte de hambre se ha apoderado de él, una de éxito económico y sobre todo del
reconocimiento que deben dar a su obra. Aquí eso no interesa, piensa mientras abre los ojos y ve cómo uno de los niños se arroja sobre el lodazal y con sus manos salpica a los demás. París también es una ciudad oscura, llueve constantemente y también huele a mierda, piensa, pero luego de la lluvia los prados y las flores de los jardines reverdecen. Pero aquí solo hay maleza, solo la maleza y las plagas, murmura. Observa de nuevo al grupo de niños que ríen de forma desaforada, parecen felices, pero no tienen futuro ni esperanzas, el mundo los arrojó a un desierto donde ya todo estaba perdido. Lo peor es que ellos no saben lo que les espera, murmura José Asunción, que recuerda a su hermano Guillermo, que murió pequeño, el tres de marzo de 1875, cuando a Bogotá llegó una epidemia de sarampión. Si su hermano hubiese sido uno de aquellos niños pobres y escuálidos como los que juegan en el barrizal bajo la lluvia, no hubiera muerto, pero aquellos niños que no se enfrentan a la miseria, enferman fácilmente y mueren. Como los hombres que no sufren y no aman, piensa, al primer dolor se sienten derrotados y claudican. Ha mantenido a flote su vida hasta ese momento por un milagro, no un milagro como prueba física de la existencia de algún dios caritativo, por el contrario, el milagro es el del padecimiento. El mismo que experimentó Prometeo, castigado por toda la eternidad a estar encadenado, sin llegar jamás a morir, mientras un ave de rapiña come sus entrañas. Su vida es la reformulación del milagro de Prometeo, la concesión de la vida para el sufrimiento eterno, pues no murió cuando era un pequeño por el sarampión o por la disentería que llegó a Bogotá en el 72 y que acabó con un tercio de la población, ni con el conato de cólera que se acercó primero navegando por el Magdalena, siguió por tierra surcando las agrestes montañas de la cordillera, para luego deslizarse como la serpiente del mal por la sabana, hasta arribar a la pequeña urbe de gramáticos y chismosos. No murió de aturdimiento y desazón cuando su padre falleció y le dejó por herencia, además de decenas de deudas, la responsabilidad de sacar adelante a su familia. Tampoco lo hizo de pena tras la muerte de su amada Elvira —aunque su espíritu sí murió aquel mismo día en que Elvira dejó de habitar este mundo— y mucho menos logró arrebatarle el trozo de vida que le quedaba el mar Atlántico en el naufragio. Por mucho fue víctima de la plaga de pulgas que en el 75 atacó a ricos y pobres de Bogotá. Recuerda aquellas mañanas, cuando avergonzado llegaba al Colegio Alemán con el cuello, los brazos y hasta las manos colmadas de picaduras rojas y ampollas. Las pulgas y sus piquetes, meses atrás el símbolo inenarrable de los pobres, la marca indeleble de la miseria, después de la plaga se convirtió en fuente vergonzante para los adinerados, y como él había sido criado en medio de ostentosidad y lujo, cubría su cuello con finos pañuelos de
seda, los brazos con las mangas de los sacos importados de Francia y las manos con guantes de piel de perro. Amaina la lluvia, pero el cielo continúa encapotado. Tose y se lleva una mano al pecho. Es el corazón, piensa. Camina pegado a las fachadas de las casas para cubrirse con los aleros que sobresalen. Oye cómo sus pasos caen sobre charcos de agua empozada y levantan gotitas en el aire que pronto vuelven a caer a tierra y aguza su oído al chapoteo de la lluvia, como si fuera esta una interminable sinfonía del desasosiego. Recuerda algunas de sus tardes y noches encerrado en su buhardilla de la Rue Laffitte durante el invierno, desde donde veía pasar a la gente bajo la lluvia. Imaginó durante aquella temporada, e intentó narrarlo sin conseguirlo, los últimos días de su tío abuelo Antonio María, sentado en una terraza enfrente del teatro de la Porte Saint-Martin, bebiendo un té negro, fumando uno de sus largos tabacos, viendo llover entretanto recordaba la figura, ya diluida en su memoria, de su hijo Guillermo. ¿Qué pensaría por aquellos días su tío abuelo estando solo y a dos décadas y media de haber perdido a su hijo?, quizás se preguntaría por qué realmente se mató al cumplir tan solo veintidós años, aquella tarde en la hacienda maldita. José Asunción había oído algunos rumores sobre el suicidio de su primo, como que lo había hecho porque su padre le había negado el permiso de pasar las fiestas navideñas en Bogotá, o tras haberse enamorado de una de las criadas de Hatogrande, pues su padre, al descubrir el imposible romance, había despedido y enviado lejos a la joven, y su primo, en un acto de rebeldía, al mejor estilo de Werther, se había pegado un tiro con el mismo revólver que ahora José Asunción poseía. Lo cierto es que su tío abuelo prefirió irse de Colombia, de esa tierra malagradecida y asesina, para jamás volver. ¿Para qué iba a regresar si esa tierra solo le brindaba dolor y sufrimiento?, se preguntaba José Asunción en sus días invernales, entretanto leía a Spinoza y a Spencer, y reflexionaba sobre los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, modelos de análisis moral que fortuitamente fortalecieron su alma para afrontar todo lo que se le venía encima a su arribo a Bogotá Llega al Parque de Santander, atraviesa el puente del río San Francisco y observa sus aguas turbulentas precipitarse hacia abajo como una sola masa oscura y uniforme. Arriba a la tercera calle Real, donde el aire hiede a ropa mojada y donde la gente se aglutina dentro de los comercios esperando a que atempere un poco más la lluvia. Llega a la segunda calle y de frente se encuentra con el local 291-293, donde alguna vez estuvo ubicado el almacén Ricardo Silva e hijo. Suspira, muerde la herida de su labio, mueve sus manos dentro del pantalón y saca la derecha para pasarla por su barba. Se detiene bajo la lluvia como un
desquiciado y observa el portón de madera biselada del local —donde ahora hay una sombrerería—. Saca un cigarrillo de su petaca, lo enciende y mira el local sin parpadear. Del templo de Santo Domingo sale una mujer que tiene cubierto el rostro bajo un velo negro, acompañada por un joven sacerdote también vestido de color negro cuya sotana revolotea como las alas de un cuervo. ¿Hace cuánto ya del almacén, de la muerte de su padre y de su quiebra? Varios años, han transcurrido varios años y aún se arremolina la sangre en su corazón, aún confluyen los fantasmas que lo habitan en las noches cuando logra conciliar el sueño, y a las dos o tres de la madrugada lo sorprende la pesadilla de su caída al abismo donde aparecen sus hermanos Guillermo, Elvira y su padre, donde todos estiran las manos para salvarlo, pero él no logra alcanzar ninguna por más esfuerzos que hace, hasta que cae al vacío perpetuo. Por eso, la mayoría de sus días se han convertido en la reproducción de sus sueños, y por lo tanto su humor depende de la forma como devienen. ¿Qué había soñado aquella mañana? No lo sabe y tampoco quiere recordarlo. Solo nueve años han pasado desde la muerte de mi padre, murmura, el miércoles primero de junio de 1887, casi a la medianoche. Parece que hubiera sido ayer, piensa José Asunción, pasmado, con el cigarrillo que se consume entre sus dedos. Aquella noche, cuando su madre llamó a su cuarto —algo que jamás hacía—, y con calma le dijo que fuera en busca del doctor Abraham porque su padre estaba enfermo, él imaginó lo peor. Al regresar a su casa acompañado por el doctor, su padre ya había muerto. Lo recuerda ahora con el rostro tranquilo y pálido, como si durmiera. Lo que más lo aterró o quizás confundió fue la sobriedad demostrada por su madre, que no lloró ni se exaltó durante el velorio y el entierro. No supo, ni sabe a ciencia cierta en aquel momento, si la actitud de su madre fue producto de la frivolidad o de la impresión generada por la muerte repentina del hombre con el que vivió durante tantos años, pero al hacer un repaso y al repararla con atención durante las honras fúnebres, comprendió sin mucho esfuerzo que su madre siempre había sido dura y fría. Por eso llegó a odiarla, pues su padre hizo cuanto estuvo a su alcance para complacerla, y en pago no recibió una sola lágrima de su parte. Así, esa misma noche, a él, a su hijo mayor, le tocó soportar la visita en su casa de gente intolerable y fantoche, tan solo por complacer el deseo de su madre, para que se diluyeran los rumores que corrían en Bogotá, de que la familia Silva estaba en quiebra y no tenían ni siquiera qué comer. Luego de la muerte de su padre casi todo fue desgracia y problemas con los prestamistas, los acreedores, los bancos, las casas comerciales y los
representantes de los acreedores. Hasta el malnacido de Luis Parisot lo había retado a un duelo cuando él le confesó que no tenía con qué pagar lo que debía a su casa comercial Despalangues & Tardif. Por lo tanto, el símbolo más claro de aquella tragedia económica es la tienda que ahora mira con los ojos entrecerrados. Saca su reloj del bolsillo secreto del chaleco y revisa la hora. Las tres de la tarde, murmura, a esta hora abríamos de nuevo el local luego del almuerzo familiar. Y observa a su padre detrás del mostrador, sonriente siempre, hablar con los clientes sobre diversos temas, comentar con sus compañeros sobre los últimos libros leídos y recibir los elogios de sus amigos por los cuadros de costumbres que Ricardo Silva había publicado en El Papel Periódico Ilustrado. Lo felicitaban por el genio de su hijo José Asunción, por sus traducciones de los poemas de Tennyson. José Asunción, el mismo que en este momento hace una mueca extraña por los buenos y malos recuerdos que conserva en su memoria, y el mismo que da media vuelta para proseguir con su camino. Si bien es cierto que los problemas económicos en que su padre lo había dejado sumaban un poco más de dieciséis mil pesos papel moneda —dinero que pidió prestado a don Guillermo Uribe y que este negó, y por el contrario le dio una retahíla escalofriante sobre la fe y además el maravilloso consejo de especular en minas o apostar en la lotería—, lo cual lo dejó en la cuerda floja, como al gran equilibrista Santrich, que por poco se mata aquí en Bogotá, el mismo año de la muerte de su padre, en una de las funciones de su circo Pabellón; pero los recuerdos de los momentos vividos con su padre en su mayoría son bellos, lo llenan de alegría y por eso la quiebra y los problemas económicos toman menos importancia. Como con todo lo malo que hicimos en vida, empieza a borrarse con nuestra muerte, murmura. Camina hasta su oficina. Ingresa de nuevo a la casa de tablado de madera. Cuando está en el zaguán de la primera planta, mira hacia todas las direcciones en busca de la mujer de anchas caderas, sin hallarla. Sube por las escaleras que traquetean bajo su peso, mientras pasa su mano izquierda por la baranda. Alcanza la segunda planta y otea a lado y lado. Tampoco la encuentra allí. Al fondo de la casa, a la derecha, hay un cuartucho donde guardan chécheres y algunos enseres. Se dirige allí. Llama a la puerta y nadie responde, toma la manija que gira y abre la puerta. De un perchero viejo y de color café desteñido, cuelga el vestido que la mujer tenía puesto aquella mañana, se ha ido, murmura entretanto mira hacia atrás para confirmar que se encuentra solo, agarra la parte inferior del vestido con ambas manos, lo acerca a su rostro y lo pega a su nariz. Cierra los ojos y aspira el olor que emana de aquel trapo sucio. Huele un poco a
humedad, a tierra bañada por la lluvia, a sudor de la entrepierna y a alguna planta que no reconoce. Su miembro se entumece, pero al oír las pisadas de alguien que se acerca suelta el vestido y cierra la puerta. Se queda quieto esperando que la persona que camina por ahí desaparezca. Los pasos se pierden cuando descienden las escaleras y alcanzan la calle, él hace lo mismo y sale de la casa. Afuera, bajo la lluvia intermitente, algunos jóvenes fatigados toman aliento en medio de la vía, unos sobre las parihuelas y otros sobre tercios de estera que han venido cargando. El pequeño carro de la basura pasa, tirado por una mula la cual tiene una campana colgada al cuello que repica con cada paso de la bestia. José Asunción observa la escena de la ciudad pasando bajo la lluvia, como si se tratara de una obra de teatro vulgar que pretende humillar a cada uno de sus personajes, tantea en el bolsillo interno de su saco la chequera del Banco de Bogotá, y sigue de largo hacia la floristería de Kalbreyer, mientras piensa, si tan solo supiera dónde vive, iría de inmediato a buscarla. Camina enfrente de la botica del doctor Rosas y entra. Tiene el mismo olor a antiséptico y a perfume del consultorio de Juan Evangelista. Los estantes están llenos de frascos ventrudos con inscripciones hechas a mano. El doctor Rosas habla con un hombre mayor, de bigote, vestido con traje negro y sombrero del mismo color. El hombre, que se despide del boticario, al salir arroja una mirada despectiva a José Asunción. Nunca había visto a ese hombre y no entiende por qué lo miró de tal modo, hecho que le produce una profunda desconfianza. A diferencia, el boticario esboza una amplia sonrisa y lo saluda. —¿Cómo estás, José Asunción? —Bien, doctor Rosas. —¿Qué te trae por aquí? —Estoy buscando una loción, para uno de mis trabajadores que padece de un mal terrible —le dice y le entrega la receta. El boticario acomoda sus anteojos y la revisa, da una cabezada y se dirige detrás de un aparador. —La letra de Juan Evangelista es inconfundible — dice ahora el boticario que se empina y alcanza uno de los frascos del estante—. Esto es para la resequedad del
cuero cabelludo. A José Asunción se le anudan las palabras en la garganta, le tiemblan y le sudan las manos. —Es repugnante —señala José Asunción, que toma el frasco entre sus manos. —No es para tanto —explica el boticario—, es más común de lo que crees. Es por el uso del sombrero que se produce esa resequedad. —Quisiera comprársela a mi trabajador. ¿Qué precio tiene? —Cuesta cuatro pesos. José Asunción mira el frasco y siente que el boticario escruta con la mirada su cabello. ¿Compra la loción o paga las flores que le envió el día anterior a la Chula? Mejor las flores, piensa. —En la tarde, luego de pasar por el banco, vengo a llevármela —explica. —Está bien, José Asunción, aquí estará esperándote —comenta el boticario, que sonríe y toma de nuevo el frasco. Sale de la botica, convencido de que el boticario no le creyó que la loción era para uno de sus trabajadores. Sabía que era para mí, piensa, por eso miró mi cabello con tanta minucia, ahora deberá de creer que soy un perro con sarna. Las manos le tiemblan y le sudan de nuevo. Es bastante extraño e inusual que sienta ira, por el contrario, siempre ha sido un hombre tranquilo, que frente a las situaciones incómodas ha demostrado calma y serenidad con sus respuestas, en especial cuando ha sido víctima de amigos y conocidos, y, en vez de defenderse violentamente, lo ha hecho por medio de la burla y la ironía. Formas elegantes de violencia. Qué más da, se oye decir, el mundo puede pensar y creer lo que le venga en gana. Llega a la floristería y empuja la puerta que se encuentra entornada. El florista se encuentra inclinado sobre un mesón en el que tiene una maseta con un tronco de media altura del que se ramifica una orquídea, a la que corta con cuidado algunos pies que han salido de sus costados. José Asunción observa la floristería que está adornada por maravillosos colores, refulgentes y vivos, que le producen tranquilidad. A la derecha, sobre algunos estantes, los azahares
extienden sus ramas violáceas, naranjas o verdes, y expelen un aroma cítrico y cautivador; a la izquierda, los novios, los jazmines y las rosas se muestran como un tupido valle colorido e incandescente; y al fondo las orquídeas, sus flores preferidas por su belleza y sobriedad, se agolpan multicolores bajo una placa de barro cocido que les brinda sombra. José Asunción observa la ancha espalda de aquel hombre que bien podría tirar de dos coches con la sola fuerza de sus brazos y piernas, pero que prefiere podar sus plantas, con la delicadeza del amante que acaricia el vientre de su amada luego de las horas del amor. —Guillermo Kalbreyer, el hombre de las orquídeas —dice a modo de saludo José Asunción. El florista se voltea, está vestido con un elegante traje gris, sin saco, tiene un delantal colgado de la cintura y unos guantes blancos en las manos. Su cabello cano, su rostro adusto y su amplia figura generan una imagen de hombre fuerte, adornada con un aura que le proporciona un toque de respeto, pero a la vez los ojos pequeños y nítidos, la mirada brillante y la textura pálida de su piel lo hacen ver como una persona amable y sensible. —El poeta de las noches —responde el florista, que sonríe. —Gracias por las flores —le dice José Asunción, que se acerca hasta el mesón donde el florista ha retomado su trabajo. —De nada —responde y corta con exactitud una ramita que adquiere un tono grisáceo en la flor. —¿Qué nombre lleva esta orquídea? —Es conocida como la Flor de mayo o Lirio de mayo —comenta el florista, que ahora humedece el tronco fibroso de la orquídea—. Su nombre científico es Cattleya Trianne —dice con un tono de voz muy bajo, como si observara a un recién nacido que se encuentra dormido—, es una planta epífita. —¿Epífita? —repite José Asunción, que observa las laboriosas manos del florista. —Sí, quiere decir que vive prendada de los árboles —explica el florista, que
ahora riega la planta—. ¿Ves estas hojas? —Claro que las veo —responde José Asunción, irónico. —Tócalas, son carnosas. José Asunción pasa las yemas de sus dedos de la mano derecha por las hojas y piensa que aquella extraña textura es igual a la de un cielo encapotado. —Los colores son hermosos. —Son bellísimos —comenta el florista y abre un poco los pétalos de la flor—. Amarillo y rojo por dentro, colores que contrastan a la perfección con el lila del exterior. —Es más bella que la del regalo a Mallarmé. —La que le enviaste al maestro Mallarmé fue una Cattleya Mossiae, una orquídea de Ávila. De una sola hoja —explica el florista, que toma la maceta por la base y la acomoda junto a las demás, a la sombra. —Huysmans estaba encantado con las orquídeas de América. —Son maravillosas —dice el florista, que se quita los guantes. —Vine a pagarte el ramo que le enviaste a la Chula —comenta José Asunción y extrae su chequera del bolsillo interno del saco—. Son cuatro pesos, ¿verdad? —Cuatro pesos por una docena de milagros de la naturaleza. José Asunción firma el cheque y la colilla. Piensa en los cuatro pesos de la loción para la caspa y en que le quedan apenas unos pocos centavos en el banco. Ni siquiera tiene para pagar los servicios que aquella noche prestará Carolina Donjean. Se pondrá furiosa mi madre, murmura. —¿Has dicho algo? —Nada —responde José Asunción, que piensa que debe tener más cuidado pues está enunciando sus pensamientos a diestra y siniestra, como hace un momento en el consultorio de Juan Evangelista.
—Toma —le dice el florista y le obsequia dos ramitos de azucenas—. Unas para Elina y las otras para que adornes tu estudio y te inspires. José Asunción siente algo de nostalgia al recibir los ramitos, porque recuerda que en cada cumpleaños de su madre, de su abuela y de sus hermanas, su padre las despertaba obsequiándoles un gran ramo con varias flores, pero de las que sobresalían las azucenas, por su número y sus colores refulgentes. —Gracias —responde y le entrega el cheque—. Vengo mañana por algunas flores, iré al cementerio a visitar a mis muertos. —Tendré listas para ti las flores más hermosas. Unas de mi parte para Elvira. —Gracias —dice de nuevo José Asunción, que siente gratitud y respeto real por aquel hombre que valora las cosas simples de la vida. Puede él comprender la poesía, piensa, es más, podría escribirla si quisiera. —De nada y te espero en la mañana. José Asunción sale de la floristería con dos ramitos de azucenas y cuatro pesos menos en el banco, los únicos que tenía. El contraste de olores lo confunden y apabullan. Adentro, los aromas perfumados que emanan de las flores lo habían sumergido en un trance de tranquilidad, y afuera, los olores putrefactos de la ciudad lo abofetean y lo hunden en una realidad que cada día le resulta más apabullante. No quiere ir a casa tan pronto, mucho menos quiere visitar a ninguno de sus antiguos amigos. A fin de cuentas, en aquel momento puede asegurar que no tiene un solo amigo, a todos los ha abandonado y todos lo han abandonado. Mejor, piensa, mejor estar solo que en mala compañía. La llovizna todavía cae, cada vez en menor cantidad, así que decide pasar hasta la casa de su tía Elina, entregar las flores que le envía el florista, de quien es cliente y, de paso, saludarla, porque sabe que no irá aquella noche a su casa, inicialmente porque no fue invitada. Camina por la calle de la Florián hacia el sur y asciende por la calle del Rosario. Los lodazales que aquella mañana había encontrado al salir de casa han disminuido, pero al parecer el arroyo de San Bruno ha tomado más fuerza, pues oye el paso violento de sus aguas. Algunas palomas gorjean en las cunetas de
desagüe de la casa de su tía, tres perros cruzan por su espalda y ladran con insistencia a una recua de burros que bajan de los cerros cargados de arena, dos borrachos pasan por su lado hablando de la buena chicha que hacen en El Pilar, mientras él revisa si en sus manos llevan algún arma con que lo puedan atacar, y oye como en una de las casas cercanas un piano arranca melodías en medio de la algarabía de la escena. Chopin, murmura José Asunción, que reconoce la Sonata para piano número uno, y entretanto enciende un nuevo cigarrillo, entrecierra los ojos y se extasía por la belleza de las flores, del agua que cae y de la música que trepida sobre el mundo y sus desastres. Abre los ojos y en la esquina superior de la casa de su tía, ve a un hombre de sombrero negro de copa alta, circular, descolorido, agujereado, repleto de manchas ocres, de bordes deshilachados y lleno de hundimientos que, recostado contra la fachada de una casa, lo observa detenidamente. Siente un escalofrío cuando observa la expresión del hombre que le arroja una mirada extraña, perturbada e inquisitiva. Cree perder la respiración cuando el hombre se mueve, lo detalla con minucia y levantando esta vez la quijada, le dirige un gesto que no entiende. Es él, piensa José Asunción, es él, el que quiere matarme. Llama con angustia a la puerta de color amarillo tres veces. Golpea con el aldabón que tiene forma de cabeza de león. Escucha pasos que se acercan, el ritmo acelerado de su corazón que quiere salirse del pecho y luego la puerta que cruje cuando la abren. Es la empleada de su tía, que lo recibe con una sonrisa. Suspira. —La señora Elina se pondrá muy feliz de verte — dice la empleada, a quien le brillan los ojos. Le sonríe y luego pasa la mirada por todo su cuerpo—. Pero mira nada más cómo te encuentras, José Asunción —comenta y se hace a un costado para dejarlo pasar—. Parece que hubieras visto a un fantasma y que luego te hubieras arrojado al San Agustín con todo y ropa —vuelve a decir sonriente—. Ya te traigo una toalla para que te seques. José Asunción pasa al recibidor de la amplia casa. Respira profundo, restablece sus nervios y piensa que debe calmarse. ¿Quién será ese hombre?, se pregunta. El aroma a pan recién horneado y a café recién colado le produce náuseas. Ya no soporta la comida. Deja los ramitos con las flores sobre una mesilla que se encuentra a su lado derecho, donde hay una veladora encendida y sobre ella una pequeña escultura de la Virgen del Carmen. Aparta del saco la petaca con los cigarrillos y los guarda en el bolsillo de su chaleco. Deja su saco en el perchero
que se encuentra a su lado izquierdo, al lado de una reproducción de La Natividad, de Botticelli. Observa los tres planos o niveles que aparecen en el cuadro. En el centro se reproduce el nacimiento del Niño Jesús, al lado izquierdo la Virgen María en posición de oración, y al lado derecho su padre putativo, José, en cuclillas, como si estuviera dormido o demasiado cansado. Al fondo están el burro y el buey, que calientan el pobre lecho del niño. El resto del cuadro lo completan ángeles que, en la parte inferior, se abrazan en parejas; al costado izquierdo, un ángel comenta el nacimiento del niño a tres hombres que bien podrían ser los Reyes Magos; y al costado derecho, otro ángel corona con laureles a dos hombres que, por su vestimenta, podrían ser pastores; sobre el techo de paja de la pesebrera, se ubican tres ángeles; en la parte superior, doce más que, tomados de las manos, hacen una ronda y cantan melodías celestiales; y dos infiltrados en los costados inferiores del cuadro, dos demonios en tono grisáceo blanden la hoz, pero son tan pequeños que nadie se percata de su presencia. Del cielo abierto llueven coronas de laurel. Nunca todo estará completamente bien, piensa José Asunción un poco más tranquilo, y observa ahora el fondo del zaguán adornado con jarrones en los que hay varios tipos de flores. Una poltrona parda se ubica enfrente del primer patio de la casa, y en el segundo, más flores y una fuente de piedra atestada de agua. La empleada de su tía aparece por el zaguán con una toalla blanca y se la entrega. Se seca el rostro, las manos y, con mucha precaución, la cabeza. Todo esto lo hace bajo la mirada severa de la mujer ya entrada en años y con rostro ajado que su tía había traído en uno de sus viajes a la costa, precisamente del puerto de Mompox. —Siga, joven José Asunción —le dice la empleada, que recibe la toalla y se encamina delante de él con vitalidad. Atraviesan dos salones en penumbra pero que él conoce de memoria, repletos de chécheres y chucherías, pues es a esta tía a la que más ha querido de todos los parientes que le quedan vivos y a la única que ha visitado desde pequeño. Y la quiere esencialmente por su espíritu batallador y su fuerte carácter, porque jamás la ha visto doblegada frente a ninguna persona y cuando ha tenido que enrostrar a alguien lo ha hecho sin mayor vacilación, cualidad que él no tiene, porque siempre ha preferido la diplomacia, y cuando se trata de situaciones extremas, utiliza la ironía. Doblan a la derecha por un rellano espacioso que desemboca en un gran salón. Las puertas están abiertas y al fondo se ve uno de los pianos Apollo que él y su padre vendían en su tienda, y que Elvira tocaba en su casa
cuando tenían invitados, como esa noche, pero ya sin el piano y sin Elvira. Sobre el piano reposan dos jarrones con flores y un retrato de una mujer joven y bella. Oye el golpeteo ahora difuso de la lluvia y, con claridad, la voz de su tía y la de un hombre que hablan tranquilamente en la sala. Entra primero la empleada al salón y él la sigue. Su tía lo mira, se pone de pie y sonríe. —Corazón de mi vida —le dice su tía y camina hacia él con los brazos abiertos. —¿Cómo estás, tía Elina? —Vaya alegría la que me produce tu visita —exclama su tía, le da un beso en el costado izquierdo de la cara y lo abraza. —A mí también me produce alegría verte, tía Elina —dice y estira sus manos con el ramito de azucenas—. Estas te las ha enviado Guillermo. —Siempre tan especial Guillermo —dice su tía y vuelve a su sillón forrado de color violeta y adornado con pequeños topacios de color morado en sus costados. Le indica con un gesto de la mano una silla contigua a la suya para que tome asiento—. Te presento al doctor Calderón. —Mucho gusto. Benigno Calderón, a su orden —dice el doctor, se pone de pie e inclina levemente su cabeza. José Asunción hace lo propio y detalla la elegancia y juventud del doctor, que vuelve a tomar asiento. —He leído algunos de sus poemas —comenta el doctor— que han aparecido publicados esporádicamente en varios periódicos del país. Déjeme decirle que soy un seguidor de su obra, en especial de sus Gotas amargas. —Gracias —responde José Asunción e inclina de nuevo la cabeza—. Pero debe saber que lo mejor de mi obra aún no ha visto la luz. —Espero ansioso que llegue ese día. —Corazón, ¿y a qué se debe esta sorpresa? —interrumpe su tía. José Asunción esboza una sonrisa, pero cree que hace un gesto monstruoso, pues siente su rostro entumecido, además, ¿no habrá olvidado sonreír?
— Por tres motivos, tía. El primero para traerte las flores que te ha enviado Guillermo, el segundo porque sé que no asistirás a las onces de esta noche en mi casa y tercero porque siempre me alegras los días. —Sabes muy bien por qué no voy a tu casa —dice su tía, toma la campanilla que tiene sobre una mesilla a su lado y la hace sonar. —Lo sé muy bien, pero la Chula y yo no tenemos la culpa. —Claro que no, corazón, pero debes tener cuidado con esa gente. Esa calaña es de lo peor. La empleada entra al salón con una bandeja y tres pocillos de café. La deja sobre la mesa y sale de nuevo. —La que sí tiene la culpa es tu mamá, por invitar a esos mequetrefes a tu casa — comenta su tía, que ahora se inclina y toma uno de los pocillos, al que agrega azúcar. —Eso también lo sé, tía —comenta sin convicción. —¿Quiénes irán? —Los Rueda Vargas, el barón La Barre de Flandes, María de Jesús y Daniel Arias, Rafael Roldán, Domingo Esguerra, Oliverio Ramírez y mi primo. —¡Qué séquito, por Dios! —exclama de forma histriónica y lleva el dorso de la mano derecha a la frente. —Son los amigos de mamá. —Esos no son amigos de nadie —comenta de nuevo su tía y mira ahora al doctor, que asienta de una cabezada—. O dime, cuando tu padre enfermó, ¿qué hicieron ellos por ayudarlos? José Asunción mira a través de la ventana. El mismo nubarrón de esa mañana se extiende por el cielo, inamovible, rígido y compacto, como un dios vengativo y sereno que espera un momento de vacilación para atacar. Piensa en las palabras de su tía. Tiene razón. Cuando su padre enfermó en 1883 y tenían el almacén en la acera norte de la Plaza de Bolívar, pidió ayuda a todos sus supuestos amigos y
ninguno de ellos se la concedió, así que debió recurrir a su tío Antonio María, a quien le envió una carta con Roberto Suárez Lacroix, que por aquellos días viajaba a París, en la que le pedía en préstamo seis mil pesos. Con aquel dinero se mantuvieron a flote por algunos meses y pagaron los importes y las mercancías a las casas comerciales. Sin embargo, la quiebra era inminente y poco duró la tranquilidad. Luego todo fue zozobra, en especial cuando su padre viajó a París para reunirse de nuevo con su tío, y él debió quedarse a cargo del almacén y de su familia. Fue el encargado, con apenas dieciocho años, no solo de mantener económicamente a su madre y hermanas, sino también de sortear las deudas que día tras día se acumulaban sobre el escritorio en forma de ejecuciones y números de déficits en los libros de contabilidad. —No hicieron nada, tía —responde José Asunción, extrae un cigarrillo de la petaca y lo enciende. —Todo el mundo hablaba maravillas de tu papá —dice de nuevo su tía—, que era un gran escritor, un gran señor y una amable y estimada persona, pero jamás ninguno de sus conocidos le sirvió para nada —repite y lleva ahora el café a la boca—. Y si te digo esto es porque sabes cómo te quiero y no deseo ningún mal para ti, por el contrario, quiero que estés libre y te alejes de toda esa porquería que habita en esta ciudad. José Asunción da una calada a su cigarrillo y bebe el café. No está acostumbrado a beber café, pero sería incapaz de rechazar algo que su tía le ofreciera. El sabor agridulce de la bebida le produce escozor y ardor en el estómago, y además le quema la herida que tiene en el labio. —Lo mismo pasó con el robo —reitera su tía, incisiva—. ¿Quién hizo algo después del robo que le hicieron a tu papá en el 85? Porque tú estabas en Europa en aquel año y no te diste cuenta de nada de lo ocurrido. Yo sí lo vi con mis propios ojos y puedo decir que nadie hizo nada, nadie llamó a la puerta de tu casa para solidarizarse con un mercado o con mil pesos para ayudar a tu familia. Por el contrario, puedo asegurar que más de una sanguijuela de estas se regodeó con la desgracia de Ricardo —comenta excitada, hasta el punto en que le falta el aire. Fuma de nuevo y arroja la ceniza del cigarrillo a un cenicero de cristal que se encuentra sobre la mesilla de centro, rodeado de revistas en francés y de un platillo también de cristal, lleno de pétalos de rosas rojas. Elvira le llevó unas
rosas cuando él llegó de Europa y le obsequió la cadena con la medalla de plata en la que se reproduce la forma de la Venus de Milo, que siempre lleva colgada del cuello. Las flores tenían el mismo color que estas, piensa. Lo ocurrido después del saludo con su familia fue que su padre lo llevó a su estudio y le narró los acontecimientos del cinco de diciembre del año anterior, 1885. —Han robado nuestro almacén —recuerda que le dijo haciendo referencia al que se encontraba situado en la tercera calle del Comercio—. Se llevaron lo más valioso que teníamos y ya comprenderás que estamos en quiebra —comentó con un hilillo de voz y bajó la mirada, como si le diera vergüenza. —No hay problema, papá. Ya verás cómo salimos de este impase. —Es terrible, todo esto es terrible, José Asunción — volvió a decir su padre con la mirada llena de angustia. —¿Qué se llevaron? —Se llevaron el aderezo de diamantes, compuesto de una cruz de siete diamantes que pendía de una cadena muy delgada, un par de zarcillos, un prendedor, un aderezo de esmeraldas y perlas, rosarios, cadenas, anillos, medallones de ónix, un medalloncito de oro con mi retrato y un par de zarcillos formados de los dientes de un niño que parecían de marfil —respondió preocupado. El 20 de enero del 86, José Segundo Peña, jefe de la policía, capturó a un hombre llamado Juan Niño, recuerda José Asunción, que pasado un mes se fugó del panóptico, como lo había hecho ya en cuatro ocasiones. Y ya en el 87, el 20 de junio, lo volvieron a arrestar. Proceso que debió llevar él mismo tras la ausencia inminente de su padre. Observa las manos de su tía, blancas y huesudas, de las que se entrevén las líneas púrpuras de sus venas, por las que transita su sangre ya cansada, piensa. Observa al doctor que lleva la taza de café a su boca y mira con los ojos pequeños, atrapados tras los cristales de sus lentes, todos los movimientos y gestos de su tía. Pasa su mirada por el reloj que pende de la pared y genera con su péndulo un sonido que le cala hondo, hasta el alma. Mira hacia la puerta, como si buscara el cuadro de La Natividad de Botticelli, pero bien sabe que está fuera de su alcance la imagen de los pequeños demonios que se muerden sus colas por la ira, por la envidia, y que intentan herir a los ángeles que no se
inmutan ante su diminuta presencia. Su tía llama por segunda vez a su empleada con la campanilla, pero esta no aparece, así que se pone de pie con dificultad y dice algo que él no entiende porque está abstraído en sus pensamientos. Solo la ve salir del salón. —Su tía tiene razón —le dice el doctor, que se cruza de piernas y lo saca de su embotamiento—. Muchas personas de esta ciudad quieren el mal para usted y su familia. —¿Por qué lo dice? —Rumores —dice cortante—. En los despachos judiciales, en las notarías y, sobre todo, en los cafés, se escuchan rumores sobre sus deudas y sobre posibles amenazas que ha recibido. Hasta dicen que ya se ha gastado el sueldo anticipado que le dio el Gobierno por su trabajo en la legación en Guatemala —se quedan en silencio un segundo, el doctor descruza sus piernas y se inclina hacia José Asunción para proseguir, esta vez con un tono de voz muy bajo—. No quiero que su tía lo sepa, pero si es así debería dar aviso a la policía. Sería terrible para ella, su mamá y su hermana si le llega a pasar algo. Solo imagínese qué hará su familia. —No me pasará nada —responde y lleva de nuevo el cigarrillo a su boca y recuerda la imagen del sombrerero alemán que lo vigilaba hacía solo unos minutos—. Además, como usted mismo lo dice, solo son rumores. —He oído de gente importante, pudiente y mala que quiere hacerle daño. —¿Quién? —Personas allegadas a usted que tienen influencias. —¿Quiénes? —No puedo decirle con total certeza porque sería un delito, pero lo mejor es que se aleje de buena parte de su familia, como se lo recomienda su tía. Su tía ingresa de nuevo al salón, tras ella viene la empleada con un canasto en el que trae colaciones y pastelillos que deja sobre la mesa de centro.
—Me tocó a mí traer los pastelillos —comenta su tía. —Ya era hora —dice el doctor. —En un momento traen el chocolate —dice de nuevo su tía. —Perfecto para la ocasión y para el frío —interviene de nuevo el doctor, que toma uno de los panecillos del canasto y se lo lleva a la boca. José Asunción no quiere comer nada. Se siente indispuesto y cansado. Si no fuera por los invitados de esta noche, llegaría a casa y me acostaría a leer, piensa, pero él se sabe incapaz de actuar de forma grosera y mucho menos de hacer sentir mal a su mamá. Se restablece en su silla y enciende otro cigarrillo. Su tía lo mira. —Estás fumando mucho. —Siempre, tía, siempre he fumado mucho. —Debes saber que es malo para tu organismo. —Lo sé, tía, como también sé que vivir es malo para el organismo. El doctor sonríe y su tía le lanza una mirada llena de perplejidad. De seguro está pensando que me volví loco, piensa. —De todos modos, deberías procurar dejarlo. —No lo sé, tía —responde y aparta el cigarrillo de sus labios—. Lo he pensado, pero me produce placer, además me da una cálida sensación de ensimismamiento que puedo encausar en reflexión, análisis y versos. —Bueno —dice su tía y sonríe—. Por lo menos tu vicio no afecta a los demás y no eres adicto al alcohol o al dinero, como el primo ese tuyo. —¿Cuál primo? —pregunta José Asunción, aunque sepa de quién le habla. —El primo ese tuyo, que irá esta noche a tu casa. —Pierde cuidado, además de despistado es perezoso.
—Eso es lo que tú crees —dice la tía, que se dirige ahora al doctor que tiene otro panecillo en sus manos—. ¿Por qué no le cuentas de lo que te enteraste esta semana? El doctor deja el panecillo sobre el plato donde tiene su café, acomoda sus anteojos y mira a José Asunción. —Hace pocos días cayó una carga con billetes falsificados, producidos por la Casa Comercial de Vicente Villa e hijos, en Medellín —dice el doctor, que hace una pausa—. No se ventiló el asunto ni resultó nadie preso, porque los mismos implicados dieron una cuantiosa cantidad de dinero a las autoridades para que callaran. —¿Sí ves de lo que te hablo? —le dice su tía con tono recriminatorio. José Asunción asiente. Él ya lo sabía. No todo, sabía que ellos falsificaban billetes porque su propio primo, al enterarse del nuevo negocio de baldosines que estaba por emprender, le propuso usar este dinero falso para comprar los materiales y la maquinaria, propuesta que él rechazó enfáticamente, y luego hizo una reflexión sobre moral y ética que su primo no quiso atender. Allá él, piensa. Sin embargo, se sintió ofendido y estuvo a punto de retirar aquella amistad que antaño le entregó. Lo que no sabía era lo del cargamento que pocos días atrás había caído en Medellín y que, además de falsificar billetes, también aquella parte de su familia sobornara a las autoridades. Todo eso le producía pena y vergüenza. —Pero ¿qué te sorprende de ellos? —pregunta su tía. Nada. No le responde a su tía, pero no le sorprende nada, porque ellos mismos, Vicente Villa y sus hijos, cinco años atrás, fueron capaces de embargar la casa número 228 de la carrera sexta con cuadra novena que pertenecía a su abuela Mercedes Diago, que meses atrás le había servido de fiadora a un préstamo que los Villa le habían hecho. Se apiadaron de su quiebra, pero no le dieron más espera y se fueron lance en ristre contra la casa de su abuela. Eso lo atormentó, pero terminó por perdonar a su primo que lo buscó con insistencia y, luego de hallarlo, o mejor aún, cuando él quiso dejarse hallar, le explicó que no tenía nada que ver con los negocios de su papá. Pero era falso, ¿porque entonces cómo le ofrecía los billetes para la nueva empresa? Ni siquiera se sintió tentado en aceptar dicho dinero, aunque tenía pleno
conocimiento de las personas y casas comerciales a quienes les debía. En ese mismo momento, luego de revisar por noches y madrugadas enteras su libro de contabilidad, puede detallar la lista y el lugar de residencia de sus acreedores. En Honda le debe a Henry Hallan, Delfín Álvarez y a Joaquín León. En Barranquilla a los Vengoechea y Co. En Manchester a David Midgley & Sons, a Kessler & Co., y a Steinthal & Co. En Hamburgo a Aepli & Co. En Reims a Veuve Binet y a Fols & Cie. En Londres a H.C. Bock. Y en París a Fould Frères, a Dormevil Frerès, a Lazard Frerès, a Guichard Potheret, a Fils & Cie., a Fourquez & J. des Montis, a Rigaud & Cie., y a Rodolfo Samper. Ni siquiera con todos esos acreedores consideró un solo instante en hacerse partícipe de la distribución de los billetes falsos. Por eso, luego de comprender que no tenía otra opción, porque esta vez su quiebra era más real e inminente que nunca, decidió entregar sus bienes a sus acreedores. Por lo tanto, debió desprenderse de varios muebles que poco le importaba poseer, pero también entregó muchas de sus pertenencias más preciadas, que aun ahora, sentado en uno de los salones de la casa de su tía, le duele haber perdido. Así entregó el libro El Ismaelito, de pasta de marroquí rojo, esquinas de oro y firmado por José Martí; el libro Saulo, de cuero de Rusia con esquinas de plata que le regaló Jorge Isaacs; A Rebours, en pasta de marroquí rojo, regalo de Mallarmé; veintiocho dibujos de Gustav Moreau; la primera edición de Les Fleurs du Mal, regalo de Flaubert, y la colección de la hemeroteca que había conservado con su padre durante tantos años. José Asunción vuelve la mirada sobre la ventana y el cielo se torna más oscuro. Siente un agudo dolor en el vientre. Tose una y otra vez. Siente cómo los jugos intestinales ascienden por su esófago y buscan una salida. Se contiene y tapa la boca con su mano derecha. Sus ojos lagrimean cuando se ha detenido la tos, los limpia con la manga de la camisa. —Debes dejar de fumar —insiste su tía, que se pone de pie y le sirve un vaso de agua. —No es el cigarrillo —le responde—. Es el estómago, he estado bastante delicado. —Bebe un poco de agua. Quizás solo te atoraste. Bebe un sorbo y siente cómo ingresa a su organismo y mitiga un poco el ardor
de su estómago. Se restablece y maldice por no llevar consigo un pañuelo, pues el que había sacado aquella mañana de casa lo había usado para limpiar sus zapatos. Siente que la cara le arde y que espasmos le sacuden el vientre. Suda frío y su mirada se pierde por un momento en la habitación. Las imágenes ahora son borrosas y amorfas. Algunas de las cerámicas de bailarinas con una pierna extendida en el aire, que reposan sobre una saliente del salón, pierden sus cabezas y giran y giran hasta producirle náuseas. Respira profundo y bebe otro poco de agua. Las manos le tiemblan, pero hace un esfuerzo para que ni su tía ni el abogado se percaten de lo enfermo que se encuentra. Recuerda que tiene caspa y que esos minúsculos trozos de piel muerta reposan en su cabello y caen ahora, por voluntad propia, sobre las hombreras de su camisa. Sería terrible que también se dieran cuenta de ello, piensa. Mira a su tía, que habla con el doctor, y la imagen se distorsiona al enseñar salientes en el rostro, como decenas de narices que le hubiesen nacido de las orejas y la frente. Me estoy enloqueciendo, piensa, o el café produce este efecto en mí, como una suerte de alucinógeno. Pero así no se sintió cuando probó los hongos y el opio en París, en compañía de los bohemios, que, inclinados por la figura de Baudelaire, encontraron en las drogas un camino para llegar a los más altos estados de la percepción. Esto es distinto, piensa, estoy enfermo y mi organismo está fallando, el simbolismo es solo una fantasía de los sentidos. Se pone de pie y, con la lengua arenosa, pide excusas para ir al baño. Dobla a la derecha y encuentra el cuarto de baño invadido por la oscuridad. Enciende uno de los quinqués que penden del madero horizontal superior del cuarto. Enfrente de él hay un espejo que reproduce la fisionomía de un hombre acabado y viejo, con prominentes ojeras y una línea difusa en la boca. Busca con su mirada el aguamanil de cerámica. Lo encuentra a un costado y sumerge allí sus manos, que cobran vida. Hace canastilla con ellas y lava su rostro una y otra vez. Cierra los ojos y respira profundo. Lleva un poco de agua a la boca y la bebe a sorbos lentos. Abre los ojos y la imagen del hombre derrotado sigue allí. Toma una toalla doblada sobre un poyo de cerámica y seca sus manos, su rostro y su barba. ¿Qué ha pasado con toda tu poesía?, se pregunta. ¿Qué ha pasado con los versos maravillosos con los que soñaste?, se pregunta en voz alta para confirmar su existencia, para desmentir la imagen que parece la de una sombra, la de un fantasma. Se restablece y se dice, no puedo seguir así, no tiene sentido llevar una vida como esta. ¿A qué tipo de vida se refiere?, ¿a la llevada desde su quiebra?, ¿a la que siguió, como una balsa en medio de una tormenta, luego de la muerte de su hermana y de su padre?, ¿a la posterior al naufragio?, ¿a que no hayan
valorado hasta ese momento su obra? Es todo, se dice, todo está mal y ni siquiera la muerte puede remediar los sufrimientos que se han padecido en la vida. Y ahora quieren matarte, le dice a la imagen del espejo, no les basta con la muerte diaria a la que te inducen, al asesinato al que te han sometido con sus habladurías y sus chismorreos. Ahora mandan a un sombrerero alemán, primero para asustarte y luego para matarte. Pero no creas, no van a dejarte en paz luego de morir, allí empezarán a atormentarte de tal modo que ni en la muerte encontrarás reposo. ¿Qué hago entonces?, le pregunta al hombre demacrado que lo mira con tristeza, ¿qué hago para sobrellevar esta vida? Aguanta, aguanta, le responde la imagen, hazlo por tus viejas queridas, hazlo por tus versos memorables, hazlo por la pureza de tu espíritu. Sale del baño mareado. Trastabilla con un marco de madera de la parte inferior del zaguán. Respira profundo de nuevo. Debe vomitar e ir a su casa a descansar antes de que lleguen sus invitados. Se restablece, no quiere que su tía y el abogado se den cuenta de su estado. Entra al salón, que se ha oscurecido un poco más desde que salió. Su tía y su invitado siguen hablando, ahora tienen tazas de chocolate que humean entre sus manos. A él también le han dejado una taza de chocolate sobre la mesa de centro. Si llega a probar solo un sorbo, sería capaz de vomitarse allí mismo. ¿Cómo se excusará? Debe decir que se le ha hecho tarde para ir a casa y que su madre lo espera. Se queda bajo el marco de la puerta. Su tía lo mira. —¿Viste un espanto?, mira cómo estás de pálido, corazón. El doctor, que está de espaldas, arquea su cuerpo para observarlo y asiente de una cabezada. —Estoy algo cansado, tía, mucho trabajo, muchas labores y debo ir a casa. —¿No vas a beber el chocolate? —No, tía, me disculpo contigo, pero me es imperante ir ya a casa. —No puedo retenerte, corazón, pero recuerda todo lo que te he dicho ahorita — repite su tía y enfatiza lo último—. Solo quiero que te cuides y te alejes de esas arpías.
—Lo haré, tía. Te lo prometo. —Salúdame a la Chula. Dile que le envío muchos recuerdos. —Lo haré. —José Asunción, es un placer compartir con usted —dice ahora el doctor, que se pone de pie y le estrecha la mano. —Placer que es mío —responde. —Espero tener pronto una copia de su nuevo trabajo. —Así será. Se acerca a su tía, que lo obliga a inclinarse, lo que le produce un escozor mayor en el estómago y el deseo de vomitar se incrementa. Le da un beso en la frente y le persigna en el espacio existente entre su pecho y su cabeza. —Recuerda que esta es tu casa y que tienes una tía que siempre se alegrará de verte —dice la anciana de ojos vidriosos. —Lo recuerdo muy bien, tía. Sale del salón y dobla a la izquierda. Respira profundo de nuevo y apoya su mano en una viga gruesa de madera. La empleada de su tía lo alcanza. —¿Le pasa algo joven José Asunción? —Nada, no me pasa nada. —Está pálido, ¿quiere que le haga una bebida de hierbas? —No, tranquila, estoy bien, solo un poco cansado. —Debería descansar un momento, joven. —Ya iré a casa a descansar. —Si quiere le empaco unas hierbas que son benditas para cualquier malestar — insiste la anciana.
—No quisiera molestarla, además en casa dormiré, con un poco de descanso ya pasará —le dice y se acerca al perchero. —No es ninguna molestia, joven. José Asunción agarra su saco y se lo pone. Mira de nuevo La Natividad de Botticelli, y encuentra otros tres demonios que huyen por zanjas que se abren de la tierra con dirección a los infiernos. Quita la mirada de la pintura porque sus colores le producen náuseas. Estoy muy mal, debo ir de nuevo al médico, pero ¿qué dirá Juan Evangelista si voy todos los días a su consultorio?, se pregunta. Agarra el ramito de azucenas que Guillermo le regaló aquella tarde, lo mira y prefiere dejarlo allí, sin dueño. Revisa que tenga la petaca con sus cigarrillos en el bolsillo de su chaleco. Extrae su reloj y mira la hora. Es hora de ir a casa. Antes de que lleguen los invitados debo asearme y cambiarme, piensa. La anciana abre la puerta y una bocanada de viento putrefacto y congelado le golpea en el rostro. Qué día, por dios, qué día, murmura. —Y así seguirá el resto del año —comenta la anciana. —Querrás decir de la vida —le responde intentando ser gracioso y lo consigue, ya que la anciana sonríe. —Toda la vida no, el invierno es solo una temporada. —Pero a veces es una temporada tan larga y la vida es tan corta que puede el invierno durar toda una eternidad. La anciana lo mira extrañada, como si no hubiera entendido lo que acababa de oír. José Asunción sube las solapas de su saco y pone un pie en la calle. Piensa que el sombrerero alemán lo debe esperar en alguna esquina. —Buenas noches, joven. —Buenas noches —responde José Asunción tiritando a causa del frío. —Venga más seguido que esta es como su casa. —Lo haré. —A su tía y a mí nos hará muy bien verlo seguido.
—A mí también me hace bien verlas. —Vaya con Dios, mijo. —Gracias, siempre ando buscándolo, pero nunca se deja encontrar. La anciana no responde nada, lo mira un instante y cierra la puerta. José Asunción mira primero hacia la esquina oriental y no ve a nadie, voltea el rostro hacia la otra esquina y solo ve una calle vacía. De seguro está escondido por ahí, piensa. Mira ahora hacia los cerros. El firmamento está oscuro, ni una sola estrella, pronóstico de que mañana también será un domingo terrible de soledad, angustia y lluvia. Solo oye el soplido del viento atravesar el mundo y el sonido del agua que todavía cae, pero ahora más despacio, con desidia.
IV
MADRUGADA-MAÑANA
Se despierta sobresaltado y jadeando. No ve nada. La profunda oscuridad y el adormilamiento no le permiten saber dónde está. Recupera el ritmo de su respiración, mueve su cabeza de un lado a otro y recuerda que está en su casa, en su alcoba, acostado en su cama. Aún debe de ser de madrugada, piensa. Hace días las pesadillas no le permiten conciliar el sueño, hace años no duerme bien. Se reclina y respira hondo. Acaricia con las palmas de las manos la seda del edredón que lo cobija. Es azul, murmura. Oye afuera el repiquetear de la lluvia contra las calles que desde la noche anterior se encuentran empantanadas y contra los techados de barro de las casas. Se concentra en el sonido del agua, pero ahora oye nítido el bramido del arroyo de San Bruno que galopa con violencia y se sale de su cauce. Respira hondo de nuevo. Un olor a cigarrillo y a frutas silvestres emana de los pomos que deja siempre antes de dormir sobre el nochero y la mesa de trabajo. Siente pesados los párpados, pero sabe que no podrá conciliar el sueño. Es lo que ocurre todos los días desde su juventud. Se duerme tarde, tras horas que dedica a leer y a escribir, y en ocasiones simplemente se desvela con la pluma en las manos y la hoja en blanco, pero sentado frente a ella, la abominable, el certero espejo del alma, sin haber escrito una sola línea. Solo piensa, reflexiona, recuerda. Desde que terminó de reescribir su novela se pasa las noches así, en blanco, sin hacer nada, solo suspira y maldice. Tantea con la mano derecha sobre el nochero hasta encontrar la petaca de plata con sus cigarrillos. Enciende uno y en medio de la oscuridad observa la lumbre resplandecer, como un sendero de luciérnagas que se desprende de la noche, se oye decir. Aspira el cigarrillo y arroja la ceniza en el cenicero que tiene dispuesto siempre en el mismo lugar, sobre la mesilla de noche. A pesar de la oscuridad, entrevé las ondulaciones del humo que se distorsionan hasta desaparecer un poco más arriba de lo que él cree es el perchero, ondulaciones metafísicas, piensa. Se reclina contra la cabecera de la cama, coloca su mano izquierda sobre el pecho, que se mueve cadenciosamente, y mira de lleno la
penumbra de su cuarto. Quizás aquella escena es la representación más fiel de su vida. Un cuarto repleto de cosas inútiles en medio de la penumbra. Un camino oscuro sin un fin determinado porque la oscuridad no le permite percibir el horizonte, o una bóveda, una cueva diminuta en la que no encuentra salida. Pero todo cambiará, susurra como un loco mientras acaricia el pelambre de su barba con la mano derecha. Suspira y comprende que de nuevo se ha acercado al borde de aquel abismo insondable de la melancolía. Un ave canta en el alféizar de su ventana. Es un silbido extraño, angustioso, agudo. Canta bajo la lluvia, ¿será el cuervo de Poe que habrá arribado a mi casa?, se pregunta y recuerda a Eleonora muerta y a Elvira muerta. Imagina entonces a Elvira en medio de la noche, bajo la lluvia, que camina por un sendero pedregoso de Chantilly, con un vestido blanco y una flor también blanca atada a su cabello. La luna alta, rebosante de luz que entorna su silueta. La imagina impasible, tranquila, como si levitara sobre el canturreo de las luciérnagas y del crepitar de la lluvia. Imagina el rostro de ella, lo recuerda, lo reconstruye y en especial su sonrisa luminosa. Con este recuerdo ha caído de nuevo en el abismo de su melancolía. La sumisión a la que lo enfrentan sus recuerdos, en especial el de su hermana, lo deja sin fuerzas. Se pone de pie y camina hasta el marco cerrado de la ventana, gira del pestillo y hala. Es un ave negra que, al oír el crujir del marco de la ventana, abre sus alas y emprende el vuelo bajo la lluvia. Mira ahora las calles empantanadas. Las canaletas descienden atestadas de deshechos hacia la Plaza de Bolívar. Los cerros se ocultan tras la niebla espesa y las fachadas de las casas de enfrente, casi imperceptibles debido a la lluvia y a la oscuridad. Allí, enfrente de la ventana y de madrugada, recuerda la escena de la que fue espectador de primera fila, cuando su tío político Salustiano Villar estaba frente a su casa, con un quepis francés de moda y en actitud de acecho, el día del apresamiento del general Mosquera. Cree que es el recuerdo más antiguo que conserva en su memoria, ese y el del intento de exterminio de los gorriones en el patio trasero de la casa de su infancia. Deja entornado el marco de la ventana y regresa a su cama, se recuesta sobre el edredón azul y repasa lo que deberá hacer aquel día. Debe ir a su oficina, hacer el informe para su primo, traer consigo el libro de contabilidad. Antes de regresar a casa debe pasar por la floristería de Guillermo para cancelar el ramo de flores que le envió a la Chula por motivo de su cumpleaños. En la tarde, entrevistarse con su primo, revisar las cuentas,
recibir a los invitados, pasar por buen anfitrión y despedirlos. Si no debe ir a cuidar de la fábrica en Fontibón, se desvelará hasta entrada la madrugada y leerá, pensará o intentará escribir algunos versos —ejercicio que cada vez le resulta más difícil—, antes de acostarse, dar vueltas en la cama, despertar sobresaltado por alguna pesadilla que de seguro querrá olvidar, y levantarse en pijama, como ahora está, a fumar, a pensar en lo que hará aquel día para concluir que no habrá nada diferente y que el sopor de los días con sus horas lo consume. Aplasta el cigarrillo contra el cenicero. El sabor amargo de su boca le produce náuseas, por lo que se pone de pie, calza las pantuflas negras de felpa y camina hasta la cómoda, donde tiene un jarrón ventrudo con agua. Sirve un vaso lleno y lo bebe. Enciende el candil que tiene junto a su cama, gradúa su luz para que ni su mamá ni su hermana, que duerme en la habitación contigua, se despierten. Observa los estantes con algunos libros, el diván de seda roja, algunos bronces que reposan sobre su escritorio, el vade de tafilete rojo con el monograma en oro de su nombre y la reproducción del cuadro La Primavera de Botticelli. El reino del amor de Venus, que ocupa el centro de la pintura, al que arriba la primavera —la que aquí nunca llegará, piensa—, vestida de flores multicolores. Al costado derecho, Eolo, el dios del viento, infla las mejillas para soplar su aire cálido, que bañará con su perfume a las ninfas. Al costado izquierdo, bailan las tres Gracias, y tras ellas Mercurio, que luce sus sandalias aladas y su bastón en la mano derecha, con el cual enrolla a dos serpientes y aleja a las nubes que traen consigo el invierno. Pero aquí nunca pasará el invierno, murmura, enciende otro cigarrillo y se sienta en el diván. Sobre la mesilla de centro encuentra el manuscrito de su novela que tituló De sobremesa, lo toma y acaricia la tapa que tiene la incrustación de un relicario con un dibujo de una mariposa. Piensa en la obra que perdió en el naufragio, recuerda sus Cuentos negros. Siente nacer de nuevo la ira que se ha mantenido durante tantos años agolpada en su interior, en especial cuando recuerda el naufragio. Mi vida se ha convertido en un cúmulo de fracasos y de tristezas, susurra con el cigarrillo consumiéndose entre sus dedos. Entrecierra los ojos, tiene la novela en las manos y se concentra en el sonido de la lluvia, en el sonido del agua. La primavera, piensa, ¿qué hubiera pintado Botticelli de haber vivido aquí, en Bogotá, en medio de la inmundicia y de la lluvia, rodeado de montañas infranqueables, ríos innavegables y alejado de toda civilización? No sabe, por eso niega de una cabezada, pero está seguro de que no hubiera pintado La primavera sino ‹‹El infierno››. Acerca el candil al reloj que pende de la pared. No necesita mirar la hora que
marca el reloj para saber que aún es de madrugada y que tardará para que salga el sol, si le da la gana de salir en algún momento por entre las montañas. Al inclinarse sobre la mesa de centro para agarrar el cigarrillo, la cadena de la que cuelga una medalla de plata con la figura de la Venus de Milo dormida y que pende de su cuello, se balancea. Aquella cadena fue el último regalo que recibió de Elvira a su regreso de Europa y la única pertenencia que logró rescatar del naufragio la madrugada del 28 de enero del año anterior, cuando a las tres de la mañana se encontraba encerrado en su camarote finalizando la novela que había titulado Amor y que entregaría al Cojo Ilustrado a su arribo a Barranquilla. Completaba el sexto día en altamar, cuando salió de su camarote y, recodado sobre la baranda del puente, se quedó contemplando el horizonte. Empezaba a anochecer y, al fondo, el sol era devorado por una gruesa línea que adquiría un tono violáceo. Al costado derecho del paisaje, que él dedujo era el norte, otro buque pasaba lentamente, casi detenido o como si levitara sobre el agua, con las luces de defensa titilando como si fueran luciérnagas o pequeños ojos de gato que también devoraban la noche. Una ráfaga de viento densa y extraña fustigó su rostro y agitó su cabello. Miró hacia el cielo y lo encontró negro, más negro que de costumbre, como si alguien hubiese tapado con un velo toda luz posible, en particular la de las estrellas, arrinconadas en quién sabe qué lugar del universo. Se sintió perplejo cuando el buque comenzó a bambolearse con el oleaje agitado. Pasó su lengua por los labios y un sabor a sal y a herrumbre quedó prendado de sus papilas. Oteó de nuevo hacia el horizonte y el sol ya había desaparecido por completo y no quedaba rastro de él sobre la tierra. Oyó pasos y unas risotadas a su espalda, se volteó y observó al capitán William Holley, absolutamente borracho, arrastrado por dos de sus subalternos, que lo llevaban a su camarote, mientras el capitán, con palabras en inglés, los injuriaba. Al pasar por su lado, el capitán lo miró un segundo mientras sonreía y balbuceó algunas palabras que no logró entender. José Asunción volvió la vista al horizonte, pero nada se veía y pensó en la vida como en un viaje hacia adelante, hacia la luminosidad; luego pensó en los seres vivos como en peregrinos que buscaban la luz o la belleza o el amor; y por último pensó en la muerte. Así será la muerte, se oyó decir, un oleaje frío, casi imperceptible, que te arrastra hasta los confines del misterio, hasta el otro lado de la luz. Extrajo de su petaca de plata un cigarrillo que encendió con dificultad, arrojó una bocanada de humo que de inmediato fue disuelta en el aire. Se sintió mareado, un poco indispuesto. Además, la imagen del capitán Holley ebrio lo llenó de inseguridad. Arrojó el cigarrillo aún encendido por la borda. Dio media vuelta y caminó de regreso a su camarote.
Se encerró bajo llave. El vaivén del buque había arrojado su lapicera del pequeño escritorio donde tenía una lámpara, un tintero y un cuaderno de tapas de hule negro. Se inclinó sobre el suelo de linóleo, a fin de recoger su lapicera, y al lado halló, también arrojada, la cadena con la medalla de la Venus de Milo dormida, que diez años atrás Elvira le había regalado a su regreso de Europa. Agarró la cadena entre las manos, la llevó a la boca, la besó y luego la apretó fuerte entre los dedos de la mano derecha. La dejó al lado del tintero y regresó a las páginas de la novela que había titulado Amor. Eran ya las tres de la mañana cuando un golpe seco, acompañado de un poderoso estruendo y un griterío por los pasillos del buque lo sacaron de su abstracción. El golpe no solo lo había arrojado a un metro del escritorio, hasta hacerlo golpear con un costado de la cucheta, sino que había mandado todo al suelo, incluida la cadena con la medalla. Azorado y perplejo, recogió la cadena y al ponerse de pie comprobó que el suelo de linóleo se había inclinado de treinta a cuarenta grados hacia la popa del barco. Abrió la puerta con dificultad, y asido del marco, con las piernas abiertas para conservar el equilibrio, oyó correr por el puente y con dirección a la cabina a varios de los tripulantes de la nave. Se restableció como pudo y colgó la cadena a su cuello, salió del camarote y la oscuridad lo invadió todo, dio un par de pasos y otra sacudida lo arrojó al suelo. Logró agarrarse de una de las barandas del puente, cuando sintió que se mojaba primero los pies, las piernas, el vientre y el pecho. El agua alcanzó a humedecer su barba, y cuando pasó la lengua por ella, comprobó que era agua de mar. Se puso de pie de nuevo y oyó más gritos y pisadas que, a trompicones, se abrían paso. Corrió asido de la baranda hasta que llegó al puente y se estrelló con la espalda de alguien que bruscamente se volteó y le dijo algo que no comprendió con claridad, algo así como que se habían estrellado y que el buque se iría a pique. Luego sintió que más tripulantes se sumaban al grupo, pero no logró entender lo que ocurría hasta que una voz débil pidió silencio, primero en francés y después en inglés, y explicó que el barco había colapsado con una roca de la Isla Mayorkín, frente al Cabo Augusta, lo que hizo que se precipitaran sobre un banco de arena, cerca de Bocas de Ceniza. También dijo en su mal inglés que debían tener calma, ya que se encontraban en cercanías de Puerto Caimanes y pronto vendrían a rescatarlos. José Asunción no creyó lo que dijo aquella voz, y muchas personas no entendieron, por no conocer el idioma en que se narró lo sucedido. Después de un pequeño silencio, una ola golpeó de nuevo la nave y la sacudió con fuerza. Asido de la misma baranda, miró hacia el infinito negro y maldijo en voz baja su destino. El griterío de los demás, las voces de auxilio, los murmullos de los
creyentes que ya empezaban a rezar algunas oraciones, el viento fuerte y pesado que lo golpeaba, las gotas de agua salada que caían sobre su rostro con cada vaivén del buque, el agua que ya se había filtrado y empezaba a apoderarse del puente y el frío aterrador por el que tiritaba hicieron que solo pensara en la muerte; pero cuando recordó el baúl con toda su nueva obra y el cuaderno de tapas de hule negro que se había caído junto con su lapicera a un costado del escritorio, agarrado a la baranda, caminó jadeando ante cada traspié hasta su camarote. La oscuridad era igual o peor, pero sus ojos se acostumbraron rápidamente a ella y logró ubicar su camarote. Primero soltó su mano derecha de la baranda y estiró las piernas, pero una nueva sacudida lo arrojó directamente a la puerta de su camarote, que se encontraba abierta. La oscuridad allí adentro era más profunda, así que de rodillas palpó con sus manos buscando el cuaderno, sin hallarlo. Su mano se topó con la lapicera, la agarró y la apretó con su mano izquierda. Recordó dónde tenía el baúl donde guardó lo más reciente de su obra, y con esfuerzo creyó llegar al lugar, pero no halló nada, solo el agua que ya alcanzaba su quijada, por lo que dio media vuelta y salió de allí. Regresó hasta el lugar en el que se encontraban los demás tripulantes que aún emitían quejidos y ruegos. Movió la cabeza de un lado a otro en señal de negación como si le pareciera imposible todo lo que estaba ocurriendo o como si no creyera, como si fuera un sueño. Sintió frío cuando una oleada de viento arremetió contra su cuerpo y contra la nave que emitió una suerte de gruñido fantasmal, pues sus maderos crujieron y arriba algo se desmembró de tajo. La sacudida lo hizo desprenderse de su lapicera y perderla por la borda. Maldijo. Volvió a mirar al firmanento y oyó sin atender a la misma voz que narró lo acontecido pocos minutos antes, y descubrió que una sola estrella parpadeaba en el cielo, en un lugar desconocido del espacio. Suspiró, recordó a Elvira y se sintió muy cansado, con sueño y con deseos de dormir. Solo el día de la muerte de Elvira había sentido tal desasosiego. Una mezcla de desesperanza, de frustración y de ira lo invadió aquella noche, recodado sobre un pequeño tramo inclinado de la popa del buque. Lloró y maldijo entretanto observaba el movimiento del mar y el reflejo de la estrella sobre este. No logró conciliar el sueño, porque cuando estaba a punto de quedarse dormido, lo despertaba bruscamente una ola que golpeaba contra el costado del buque, o simplemente llegaban a su mente las imágenes de sus seres queridos muertos y del baúl con su obra que arrastraba la corriente. Días antes al naufragio, había pedido al presidente gramático una licencia de su cargo como secretario de la legación colombiana en Venezuela para regresar a
Bogotá y adelantar así su fábrica de baldosines y de paso visitar a su madre y hermana. El presidente le había concedido la licencia y por lo tanto había embarcado en aquel vapor, llamado el Amèrique, de la Compañía General Trasatlántica, y que cubría el recorrido La Guaira—Cartagena—Panamá. Recordó entonces la firma del presidente gramático y sintió náuseas, y maldijo el momento en que abordó aquel buque que se estremecía con más fuerza a medida que cambiaba el oleaje. Dio un par de arcadas y apretó su vientre contra una de las barandas del puente. Respiró profundo y divisó a uno de sus costados un fino hilo de luz que esclarecía las aguas antes turbias y amenazantes. Se sintió más tranquilo cuando llegó el amanecer y pudo observar el rostro abotagado y trémulo de los demás tripulantes. Decidió ir hasta su camarote de nuevo para salvar cualquier cosa, sus cuadernos con las novelas y los poemas, su petaca de plata con los cigarrillos, alguna prenda para vestir; pero cuando comprobó con sus propios ojos el desastre de los camarotes, como si hubiese visto una marejada o un huracán, sintió una profunda tristeza. Calculó el recorrido que pudo llevar el baúl con sus pertenencias sobre el mar y allí dirigió la mirada. Solo encontró agua y espumarajos que se levantaban cuando las olas se agitaban sobre el océano. Consternado por su pérdida irreparable, regresó al puente. Se sintió acongojado y frustrado. Se asió a la baranda y desde allí reparó en dos hombres con aspecto de delincuentes que yacían arrinconados contra la esquina del puente; también en una señora que llevaba a una niña en brazos que no paró de llorar en toda la madrugada y que, al parecer, por fin había conciliado el sueño; en otros dos hombres que, en ropa de dormir, hablaban en voz muy baja, aferrados a la baranda del puente. Subió la mirada y encontró a dos marineros que también hablaban entre ellos y a su lado a una señora con el cabello enmarañado y las bolsas de los párpados abultadas, acompañada de una joven de ojos verdes, tez pálida y labios carnosos, que de inmediato le recordó a su amante sa y que en ese instante lo miró con estupefacción. José Asunción se acercó a la señora, que lloraba con el rostro oculto entre las manos, entretanto decía algo como que nunca se acabarían las desgracias para ella y para su hija, que hasta cuándo debían soportar tantas penurias. No supo nunca por qué, ni lo sabe ahora que fuma su cigarrillo, arroja una bocanada de humo por su boca y muerde la llaga de su labio en medio de la oscuridad del cuarto, se posó delante de la señora y puso la mano derecha sobre su hombro. La señora, sobresaltada, apartó las manos de su rostro y lo miró a los ojos. La jovencita que la acompañaba tampoco dejaba de mirarlo, pero su mirada era fría e inexpresiva, actitud que lo
impresionó. —Pronto pasará —comentó José Asunción con un tono de voz suave. —Al parecer para nosotras la desdicha nunca pasará, joven —respondió la señora que de nuevo se atacó a llorar. —No sirve de nada llorar —dijo sin saber por qué lo hacía, pues tenía muy claro que era lo único que podían hacer los tripulantes, antes de ponerse a rezar y perder de este modo el tiempo—. He viajado con esta empresa en varias ocasiones y es la primera vez que me ocurre, pero de seguro pronto enviarán ayuda por nosotros — volvió a mentir, porque en ese momento estaba seguro de que nada ni mucho menos nadie los salvaría y, que allí, en medio de un encallamiento, serían alimento de los tiburones o serían asesinados unos a manos de otros. —Usted no me entiende, joven —balbuceó la señora, que lo miró de nuevo y tomó de la mano a la niña que escuchaba la conversación con expresión adusta. —¿Qué debo entender? —Hemos sufrido bastante —volvió a decir la señora y besó las manos de la joven—. No imagina por todo lo que hemos pasado. —Todos hemos sufrido en algún momento de nuestras vidas, mi querida señora —dijo tranquilo y sintió unos deseos infinitos de encender un cigarrillo, pero la petaca de plata también había sido arrastrada por el mar—. Ahí está la cuestión de la vida —volvió a decir tras un silencio en que la señora clavó la mirada en sus ojos—. En la forma como sorteamos el dolor, como lo afrontamos para seguir adelante. —Eso lo entiendo, joven, créame —sollozó la señora—, pero tanto sufrimiento a la vez es un golpe muy fuerte —la señora miró a la joven y luego lo volvió a mirar—. Si tan solo usted conociera la historia, comprendería nuestros dolores. —Mi señora, creo que todos los dolores humanos son los mismos en cierta medida —repuso serio y arrojó una nueva mirada hacia el mar que se esclarecía en su totalidad y dejaba algunas filigranas bruñidas entre las olas—, cuando perdemos a un ser amado, cuando somos engañados por alguien de confianza, cuando fracasamos en una empresa en que hemos puesto todo nuestro empeño
—suspiró y sintió otra arremetida del mar contra el buque, por lo que los tres se agarraron con más fuerza de la baranda, pero, sin perder la solemnidad, prosiguió—. Esas son las clases de dolores que nos afrentan diariamente, en mayor o menor medida, pero todos los seres humanos sufrimos y debemos reponernos ante estas calamidades. —Pero no ocurre lo mismo cuando han robado nuestra dignidad —dijo la señora, ya sin llanto, aunque con la voz resquebrajada—. Vea, le contaré. Mi hija —dijo y abrazó a la joven que permanecía inmutable— hace un par de meses fue raptada por un grupo de saltimbanquis en las costas venezolanas. Nadie sabe qué hicieron con ella, porque desde que la encontré no ha querido hablar —repuso la señora y contuvo el llanto—, solo sé que no fue nada bueno, porque antes era una niña alegre, que conversaba con todos y sonreía, tocaba el piano y hablaba inglés y francés, pero ahora no quiere decir ni una palabra en castellano y cuando la rescaté era otra, su mirada cambió por completo, su expresión también cambió, ni siquiera sé si me recuerda. José Asunción miró primero a la señora y luego escrutó a la joven que seguía imperturbable, como si no escuchara o como si le contaran la historia de otra persona. —Debe tener paciencia —remató—. No sabe cuánto daño pudieron causarle esos malhechores. Pero si la trata con el suficiente amor, de seguro pronto la recuperará. La señora abrazó a su hija y se quedó allí, aferrada a ella. José Asunción atisbó de nuevo hacia el horizonte, y a lo lejos descubrió las siluetas de algunos árboles y de una playa que el mar acariciaba tranquilamente. Oyó algo de agitación sobre la cubierta, en el puesto de mando, y se volteó para observar cómo uno de los tripulantes tomaba por el cuello al capitán Holley, y lo acusaba de ser el responsable de aquella situación. Dos marineros tomaron por la espalda al hombre y lo arrojaron a un lado de la cubierta, el capitán se restableció y, con voz ronca y en inglés, le dijo al grupo de tripulantes que ya había dado la señal de auxilio y que pronto llegarían a socorrerlos. José Asunción sintió de nuevo náuseas, ahora por el sol canicular que golpeaba su costado derecho. Se volvió a inclinar sobre la baranda y miró hacia el mar, que se encontraba teñido de un azul claro. Observó también que el buque estaba inclinado en toda su longitud sobre un banco de arena y sintió cómo las olas picantes tomaban posesión del puente, en especial cuando mojaron sus pantorrillas.
Pasado el mediodía y tras comer algunos de los alimentos que alcanzaron a rescatar, se sentó en el pasillo y miró hacia abajo, donde el pasadizo de babor se encontraba inundado. Pensó de nuevo en su obra, en el tiempo invertido en ella, pero, sobre todo, pensó en que jamás podría rescribirla de forma idéntica, en especial sus poemas, todos ellos nacidos en momentos de desesperanza absoluta. Un nudo se atravesó en su garganta y sintió deseos de llorar, de maldecir a viva voz, no solo al buque y su capitanía y al mar, sino deseos de maldecir su existencia. Uno de los tripulantes que se encontraba a su lado lo llamó por el hombro, José Asunción volteó el rostro. No quería hablar con nadie, quería estar solo bajo la pequeña frazada que habían improvisado los marineros para que los tripulantes no sufrieran escaldaduras peores. El hombre estiró su mano, en la que tenía un paquete de puros cubanos y le ofreció uno. José Asunción lo agarró, lo encendió, le dio las gracias con un simple cabeceo y fumó en silencio. Necesitaba aquel puro, apaciguó sus nervios y su desesperación, dejó de morder la llaga de su labio, entrecerró los ojos y se quedó dormido con el vaivén del buque. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, el vigía divisó a la distancia al vapor La Popa, enviado desde Colombia en ayuda. El capitán, restablecido completamente de su borrachera, izó la bandera roja de máximo peligro y la blanca y roja de clamor de auxilio. Colocó las banderas de Francia y Colombia a media asta y disparó cinco cañonazos, que de inmediato espantaron a La Popa. José Asunción sonríe en medio de la penumbra de su cuarto, arroja la ceniza del cigarrillo sobre el cenicero y oye el golpeteo constante del agua contra la calle. Solo a mí podría ocurrirme algo así, murmura, entretanto recuerda que solo ocho días antes al naufragio, en Colombia había estallado otra de las interminables guerras civiles y, por lo tanto, el vapor La Popa, al oír los cañonazos del Amèrique, pensó que se trataba de una trampa por parte del ejército liberal. Con las ondulaciones que marcaba La Popa en el agua mientras se alejaba, se desvanecían también las esperanzas de los tripulantes que desde ese momento empezaron a arrojar sus pertenencias por la borda para quitarle peso al barco, pero él nada tenía por arrojar, sus pertenencias ya habían sido devoradas por el mar hambriento y en ese momento solo conservaba el medallón que Elvira le había regalado a su regreso de Europa. Se reclinó de nuevo contra la baranda del puente. Se sentía mareado, no solo por el movimiento cadencioso del buque, sino por el olor que los demás tripulantes y él empezaban a exhalar, pues se trataba de un olor a berrinche y a sudor que exhalaban sus cuerpos y que en las noches disipaba el fuerte oleaje, pero en las
mañanas reaparecía con más fuerza y generaba estragos en la boca de su estómago. También se sentía exasperado aquella tarde, ya que, recodado sobre la baranda, percibía el crujir de los maderos del buque, como si fuera un tormentoso lamento que auguraba el fin de la catástrofe con otra catástrofe peor. Vio a lo lejos a un par de gaviotas que descendían en picada desde el cielo, se zambullían entre la espuma blanca del mar y luego sobrevolaban con alguna presa bañada en sangre entre sus largos picos. En ocasiones, algunos tripulantes de la flota se acercaban hasta el rincón del que se había apoderado e intentaban charlar, pero él los evitaba de forma brusca. Intentó buscar, a su vez, a la señora con la que había hablado la primera mañana del naufragio, quizás solo para calmar su ansiedad observando los ojos de la bella joven que la acompañaba, pero se sentía tan cansado y tan lleno de ira, que prefirió quedarse sentado con las rodillas pegadas al pecho. De cuando en cuando, el hombre que le había regalado el puro cubano se acercaba y le ofrecía otro, el cual recibía casi con displicencia. Aquel mismo día, el capitán envió a su contramaestre con siete de sus mejores marineros para que cruzaran hasta la playa y llevasen un cable a tierra. José Asunción se puso de pie y observó cómo los marineros se hicieron a altamar, pero pasados unos pocos minutos una fuerte ola golpeó la lancha y la volcó. El contramaestre, en un acto de estúpida valentía, como lo pensó José Asunción bajo el sol inclemente que ya empezaba a formarle llagas en los pies, intentó salvar la lancha, con tan mala fortuna que se golpeó la cabeza y murió ante la estupefacción de los tripulantes. A brazo partido, los marineros restantes lucharon contra la ola, y lograron, pasada media hora, arribar hasta la isla. Sin embargo, a la mañana siguiente, los marineros seguían atrapados en la isla sin alimentos ni bebidas, doblegados bajo el sol que golpeaba con más fuerza sobre sus cuerpos doloridos y ya llenos de llagas. En la tarde de la muerte del contramaestre, José Asunción sintió que su energía había sido revitalizada, como si el hecho de ver con sus propios ojos a la muerte le hubiese dado la fuerza para seguir viviendo. Así que se puso de pie y fue en busca de la señora y de su bella hija, para hablar un momento sobre lo acontecido. Cuando el sol empezó a declinar, se encontraba hablando tranquilamente con la hermosa joven de nombre Angélica, con la madre de esta y con el español José Nadinyá, hasta que apareció el escritor guatemalteco Enrique Gómez, con su pedantería y estupidez, a terminar de arruinar el naufragio. Lo que faltaba, pensó José Asunción cuando lo vio acercarse.
—¿Qué opinan ustedes de estas claridades opalinas? —preguntó Gómez, que, a pesar de su traje oscuro maltrecho, su camisa blanca desteñida y sus prominentes ojeras, esbozaba una amplia sonrisa. —Es terrible —respondió la madre de Angélica. —A pesar de este impase, trato de disfrutar de la belleza tropical de este escenario —dijo Gómez. —No podría disfrutar de este sol ni de estas condiciones tan deplorables en las que nos encontramos — respondió José Asunción, enardecido tras el comentario del guatemalteco. —Es por tu pesimismo, querido poeta —dijo el guatemalteco y le palmeó un hombro—. A todo hay que encontrarle su lado bueno. —¿Qué de bueno puedes encontrar en una situación como esta? —preguntó José Asunción, exaltado. —La belleza del escenario. —Este paisaje es abominable —reiteró José Asunción levantando la voz—. El calor infernal que no te deja pensar con claridad, el sopor del aire, el agua salitrosa que moja tus zapatos, la insalubridad en la que nos encontramos… —Por eso te digo, querido amigo —dijo de nuevo el guatemalteco cortándolo en seco y sonriendo—. Eres demasiado pesimista y estás muy acostumbrado a las brumas de Santa Fe. —Querrás decir de Bogotá —lo corrigió José Asunción. —De Bogotá o Santa Fe, como sea. Esos paisajes son muy lúgubres para mí, que tengo un alma tan festiva y libre. —Es un ambiente apto para leer y para escribir, en el trópico no hay forma de pensar con claridad, pareciera que las ideas se deslíen en el pensamiento. —Es por eso que tu poesía es tan amarga, como tu espíritu. —Es por lo que ha sido mi vida —interpeló José Asunción, ya cansado de
aquella conversación. —Suelo ser más optimista y eso se nota en mis versos. —Al parecer el optimismo es tan incurable como el pesimismo —dijo a modo de conclusión. —Pero es más fácil sobrellevar la vida si se es optimista. —Eso es engañarse, Enrique. La vida es un tormento, es un cúmulo de tristezas innegables. Cuando pasen los años y tu cabello ya esté invadido por el blanco de la vejez, volverás la mirada por sobre tus hombros y solo te darás cuenta de una cosa inexorable, solo quedará una palabra de todos los días que te antecedieron y esa palabra será ‘dolor’. —No lo creo, José Asunción —dijo, dubitativo, el guatemalteco—. La vida es una sola y debe disfrutarse en su máxima expresión. —La vida es corta y es una constante pérdida de todo, desde nuestra juventud, nuestro ímpetu, nuestras ganas de seguir luchando, hasta de nuestros seres amados y queridos, que dejamos yertos en los camposantos. —Pero siempre llevamos a los que queremos en nuestra alma, en nuestro espíritu, con la alegría y la satisfacción de que dimos lo mejor por ellos. —Eso no sirve de nada, Enrique, no seas ingenuo —dijo José Asunción, cansado, con los ojos abotagados, mirando al mar—. No queda nada de ellos, todos los días en nuestro pensamiento se deforman las sonrisas y los gestos de los que perdimos. Es una lucha diaria contra el olvido, poder recordar las palabras precisas, los lugares y los sucesos tal como ocurrieron en su compañía. Al final de cuentas estás solo, solo contigo mismo y con tus dolores. —Creo que no podré hacer cambiar tu parecer. —No lo harás y tampoco lo quiero —dijo y volvió la mirada sobre el rostro escaldado del guatemalteco y suspiró—. Las personas como tú viven vidas falaces y engañosas, y me pregunto qué podrán escribir si no conocen el dolor. Enrique lo miró, también con expresión de tedio, dio media vuelta y se alejó. José Asunción condujo de nuevo su mirada hacia el mar, que se encontraba a esa
hora impasible, imperturbable. A lo lejos vio a los marineros, como pequeños títeres del destino, sentados bajo una palma, que se resguardaban de los rayos del sol. Sintió cómo la brisa caliente golpeaba sus rojas mejillas. Este zoquete no sabe lo que es vivir, pensó. Durante aquella noche, José Asunción no logró conciliar el sueño y la desesperación comenzó a apresarlo. El hecho de pensar que tendría que pasar otra noche y otro día allí, en medio del mar, bajo la inclemencia del sol y aturdido por el salitre que devenía con las olas, le hicieron preferir la muerte. Cerraba los ojos y escuchaba la respiración de los pocos tripulantes que lograban dormir a la intemperie, los murmullos de quienes, desvelados, esperaban, como él, el anuncio del nuevo día y la truculenta sinfonía del océano, el vals del mar taciturno que desplegaba su silencio como un batir de alas en medio de la noche. Al cuarto día del naufragio comenzó su malestar estomacal. Fuertes espasmos en el vientre y retortijones lo obligaban a levantarse a toda prisa y buscar un lugar apartado para poder hacer sus necesidades en paz. A pesar del sol, se encontraba pálido, se sentía débil, no quería comer de lo poco que le brindaban, pero sí tenía mucha sed. Sus labios estaban cuarteados. Cuando abría la boca, así fuera para hablar, terminaban de romperse, sangraban y le ardían. Tenía los ojos pegados por gruesas lagañas que, al ser removidas, arrancaban también sus pestañas. Tenía los ojos rojos y la lengua arenosa, le carraspeaba la garganta y la cabeza le dolía. Además, sus esperanzas por ser rescatados disminuían, pues no pasaba nada y ninguna otra nave se había acercado para ayudarlos. Pero fue aquel día en que vio un gran acto de heroísmo, cuando uno de los marineros, que ya llevaban cuarenta y ocho horas en la playa de Mayorkín sin comer y sin beber nada, se aventuró hacia el mar, pasó el canal de doscientos metros que separaba la isla del desembarcadero y llegó sano y salvo a Puerto Colombia para buscar ayuda. Desde el puente del vapor, José Asunción y los demás tripulantes vieron cómo una pequeña mancha color piel se batía dentro del mar, contra la corriente y contra los espumarajos blanquecinos que se levantaban hasta alcanzar la playa portuaria. Muchos aplaudieron, otros gritaron y la gran mayoría suspiró, como si hubiesen descansado de un gran peso, ya que en puerto era más fácil conseguir ayuda. Este acto heroico, además de levantar el ánimo de José Asunción, también le produjo un profundo deseo de fumar. Así que se desprendió de la baranda del puente y caminó lentamente hasta el costado derecho de la cabina, donde se encontraba un hombre con el habitual aspecto de náufrago, pues tenía los
cabellos desordenados y su barba estaba poblada por pequeños gránulos de sal, tenía los ojos rojos, las bolsas de los párpados inflamadas, los labios resecos y las ropas maltrechas. Sin embargo, recuerda José Asunción, que enciende otro cigarrillo en su cuarto mientras oye llover, este hombre tenía algo especial, ya que, al tenerlo en frente viéndolo fumar un cigarrillo con tranquilidad, mirando impasible hacia el horizonte como si nada de aquello lo afectara, le preguntó si tenía un cigarrillo que le regalase, y el hombre volvió la vista y lo entornó con una mirada vacía, sin brillo, como si no tuviese alma. En seguida José Asunción supo que aquel era uno de los dos hombres que habían deportado de Venezuela. Este por ladrón. —Al parecer no hay escapatoria —dijo José Asunción y recibió el cigarrillo que le ofreció el ladrón. —¿De qué? —preguntó y volvió la mirada al mar. —Del océano. El ladrón aspiró el cigarrillo y arrojó una humareda por su boca y nariz. —Ni de la vida —dijo con un tono de voz débil. —¿Por qué te deportaron? — preguntó, aunque conocía la respuesta. —Por ladrón —respondió impasible y sin despegar su mirada del azul del mar. —¿Qué robaste? —preguntó recordando el robo que diez años atrás les habían hecho a su padre y a él. —Muchas cosas —dijo el ladrón dándole otra calada al cigarrillo—. Joyas, dinero, plata, oro, comida. Todo lo que encontraba lo robaba. —¿Por qué robabas? —Por hambre. —¿Por qué en Venezuela? —Porque si no había qué comer en Colombia, mucho menos había qué robar — respondió y le dio la espalda, como si no quisiera seguir con la conversación.
José Asunción lo miró con algo de conmiseración, se volteó y se alejó. Aquella noche estuvo silencioso y abstraído, alejado del resto de la tripulación, observando cómo cada cual se consumía en su propio infierno. Comprobó el temor que todos ellos tenían a la muerte. Él mismo se enfrentó con el miedo a morir, con el miedo de no volver a ver la forma del cielo, de no volver a oír el canto de las luciérnagas, de no volver a abrazar a su madre y hermana, de nunca recordar el rostro de Elvira; pero quizás estaré con ella, pensó, quizás estaré con ella. También sintió en el ambiente del trópico la desazón, el olor dulzón que llegaba con el viento, el almizcle que se deslizaba entre su barba y su cabello, y la sensación incómoda de respirar aquel aire denso, salitroso y dañino. Antes de dormir pasó sus manos por su cabello, que ya tenía apelmazado y quemado por el sol canicular. Le parecía increíble cómo luego de días tan calurosos, llegaran en las noches vientos tan fríos que lo hacían toser con fuerza y tiritar. A la madrugada siguiente se despertó jadeando y sudando por la fiebre. Cuando abrió los ojos y levantó la mirada, vio a su madre y la llamó Vicenta, solo para caer dormido de nuevo. Lo despertó una arcada que lo doblegó, y era la madre de Angélica que lo tenía acunado entre sus piernas y volteó su cabeza para que vomitara. Al mediodía despertó por completo, trastornado y sediento y fue la misma señora quien le dio agua de una vasija que habían dispuesto únicamente para él. Se restableció, se sintió apenado por la incomodidad que causaba a la señora, pero también porque no sabía que podía ser tan débil. —Debe comer algo, joven —le dijo la señora. José Asunción solo asintió, pero no tenía hambre, sentía que su estómago estaba cerrado, y a diferencia lo doblegaba el sueño y sentía los párpados pesados, así que volvió a dormir. Lo despertaron los rayos del sol que traspasaban la frazada bajo la cual se protegía. Abrió los ojos y se sintió mejor, con ánimo, incluso la esperanza emergió de nuevo cuando se puso de pie y al lado de los demás tripulantes observó que, desde la playa de Mayorkín, varias personas izaban la bandera sa en señal de ayuda. Tiempo después del naufragio, se enteró de las personalidades que habían estado allí: M.O. Berne, cónsul de Francia en Colombia, junto con algunos acompañantes del mismo consulado. Bebió un poco de vino que le produjo acidez estomacal y comió un trozo de jamón y pan que repartieron algunos de los marineros. La calma, o más que la calma, el cansancio y el abotagamiento de los tripulantes y de la flota se notaban a flor de piel. Los rostros cansados y los ojos soñolientos, las pieles escaldadas por el sol y por el viento salitroso, las ropas desleídas y casi traslúcidas, como si fueran
harapos atávicos de otros tiempos, los hacía ver como un hatajo de piratas o de filibusteros venidos de las tierras de nadie. También la desesperación hizo mella en algunos, como el espectáculo que presenció José Asunción cuando un médico salvadoreño de apellido Padilla amenazó al capitán Holley con un revólver. Si no lo enviaba junto con el segundo comisario y el segundo lugarteniente al encuentro de una goleta cartagenera que se estaba acercando, lo mataría allí mismo. Los enviaba, explicó el capitán al médico Padilla intentando calmarlo para que bajara el arma, para que no ocurriera lo mismo que La Popa, que salió espantado; pero el médico no hizo caso de dichas observaciones y se hizo parte de la tripulación que se dirigió hacia la goleta. Sin embargo, que el capitán Holley hubiera enviado una de las últimas lanchas que quedaban para pedir socorro, no sirvió de nada. Los tripulantes, aferrados a la baranda del puente, observaron cómo la goleta solo se encargó de recoger a los navegantes de la pequeña lancha, los ayudó a subir a bordo, viró su rumbo y regresó por donde venía. José Asunción volvió a perder sus esperanzas. Estaba harto de estar allí bajo el sol inclemente y en un estado deplorable. Observaba su reflejo en el agua cristalina y veía su barba desordenada, igual que su cabello, y su ropa hecha jirones como si fuera un vagabundo. En las noches le era insoportable estar consigo mismo y sentir el hedor que exhalaba cada poro de su cuerpo, pues olía a berrinche, a ajos y a pescado. Nunca le había ocurrido nada similar, nunca había dejado de bañarse por más de dos días seguidos y jamás había dejado de aplicarse agua de colonia, ni siquiera en la Semana Santa, cuando su mamá se lo reprochaba. Además, estar así, sin cigarrillos, con la boca seca y arenosa, con los ojos rojos y los párpados pegados por grandes lagañas que le producían ardor, y, sobre todo, con la sensación de humedad en cada pliegue de su cuerpo, le daba asco, y durante las noches, luego de acostarse en cualquier rincón como un perro, las arcadas lo levantaban y vomitaba en el mar. Llegada la tarde del quinto día del naufragio, algunos tripulantes y marineros tuvieron otras dos ideas para llevar el cable a tierra. La primera era amarrar el cordel al cuello de un cerdo que había sobrevivido al naufragio y arrojarlo al agua para que nadara y alcanzara la playa, pero ante la desilusión de los tripulantes que observaban desde el puente del vapor, el cerdo sucumbió al poder de las aguas, pues no sabía nadar. La segunda idea fue enviar a uno de los marineros con el cable, pero este fue remolcado por una ola alta hasta debajo del buque, donde se estrelló contras las hélices inertes que le cercenaron las piernas.
José Asunción no confiaba en el capitán desde la noche anterior al inicio del naufragio, cuando lo vio trastabillar por la borrachera en dirección de su camarote, sostenido por dos de sus marineros, así que cuando aquella tarde el mismo capitán informó que se marcharía en una lancha, junto con otros marineros para pedir ayuda y así rescatarlos, José Asunción supo de inmediato que si zarpaba, jamás regresaría, como en efecto ocurrió. La tarde cayó de la nada, pues de repente el cielo se tiñó de un azul oscuro y luego todo fue oscuridad. La desesperación y la desesperanza se adueñaron de nuevo de los tripulantes que ya creían no tener otro destino que el de morir. Uno de los pasajeros, un comerciante peruano, ante la fatiga y decepción, arrojó al mar una fortuna que llevaba consigo. Otro tripulante intentó lanzarse por la borda para suicidarse, pero lo rescataron algunas manos caritativas. Los únicos que seguían impertérritos ante la situación eran Angélica y el español José Nadinyá, al parecer entre ellos había nacido algo más que una simple relación producto de la unión en el infortunio. De resto, los ánimos estaban por el suelo. Así que, a primera hora de la mañana siguiente, el señor M. Blanchard, otro de los tripulantes del vapor, decidió embarcarse junto con los demás pasajeros en la única lancha que quedaba. La lancha en mención solo tenía espacio para veinticinco personas y quedaban dentro del vapor cuarenta y seis pasajeros y treinta y seis tripulantes y criados. La decisión no fue difícil de tomar. Ante la desesperación, todos los pasajeros decidieron subir a la lancha y aventurarse hacia la playa. José Asunción quedó aprisionado entre Angélica y José Nadinyá, y confirmó lo que ya había sospechado, pues iban tomados de la mano y, de tanto en tanto, se miraban con una estúpida expresión de ternura. Ninguno de los cuarenta y seis que allí iba conocía de las artes de la navegación, así que, entre gritos de espanto, oraciones ante cada ola que se levantaba por encima de ellos e imprecaciones, se dieron mañas para llegar, luego de dos horas, a Puerto Camacho. José Asunción se sentía cansado, destruido, arruinado. Tal era su estado de debilidad física y emocional, que mientras los demás tripulantes se abrazaban y corrían y daban gracias a los cielos, él solo desembarcó de la lancha y caminó por la playa. Aunque le quemaba las plantas de sus pies, la suavidad de la arena le produjo bienestar. Fueron días terribles, piensa José Asunción entretanto deja su novela De sobremesa sobre la mesilla de centro, agarra otro cigarrillo y lo enciende. Recordar aquellos momentos arremolinaba sus sensaciones. Por una parte, sentía
tristeza, ira y hasta conmiseración por su mala fortuna al perder lo mejor de su obra y por otra, sentía esperanza, alegría y fuerza, si había sobrevivido a aquella ensenada de la vida, podría soportar todo lo que viniese luego. Fuma en calma y en silencio. De tanto en tanto mira hacia el marco de la ventana entornada para comprobar que el sol aún no ha salido, y que a diferencia una mancha oscura se apodera del mundo. Termina el cigarrillo y lo aplasta contra el cenicero. Entrecierra los ojos y escucha el gorjeo lejano de algunas aves, el soplo del viento y el traqueteo de la lluvia. Se pone de pie y camina hasta la cómoda, llena el aguamanil con el agua que Mercedes le ha dejado desde la noche anterior junto con las bayetillas de baño, agrega una pastilla perfumada de flores, se quita la ropa y mira su cuerpo, el cual empieza a suspenderse por su propio peso. Moja una de las bayetillas blancas dentro del agua perfumada y la pasa por su cuerpo. Primero por las axilas y muslos, luego por las piernas, brazos y cuello. Toma otra bayetilla y lava su rostro y sus orejas. Aquel aroma a flores le produce bienestar, además el agua lo tranquiliza y lo saca de su estado de melancolía. Toma la toalla y se seca. Camina desnudo viendo cómo su miembro se balancea de un lado a otro y golpea la entrepierna. Sobre el diván de seda azul, tiene también, dispuesto desde la noche anterior, el traje que utilizará. Es un traje negro de paño inglés. Se coloca primero los largos calzoncillos, las medias de punzó de seda y por último el traje. Anuda la corbata a su cuello y hala las solapas de su saco. Regresa a la cómoda, toma el cepillo y se peina lentamente, hasta amoldar su abundante pelo. Se lava los dientes con pasta dentífrica importada de Francia y se aplica agua de colonia sobre el rostro, el cuello, las manos y el saco. Regresa hasta su mesilla de noche por los cigarrillos, guarda la petaca de plata en el bolsillo de su saco y, por una reacción inconsciente, abre el cajón, busca el revólver y lo empuña. Lo mira como si fuera un artefacto sagrado, como un creyente observa el libro que conserva su credo, acaricia el revólver y luego se lo lleva a la sien. ¿Sería capaz? Luego abre la boca y coloca allí la boca del revólver, el sabor es herrumbroso y el o frío del metal con la llaga de su labio hace que lo aleje de inmediato. Estás loco, murmura. Deja el revólver en el cajón de la mesilla de noche y se aleja. Se mira al espejo. Se considera atractivo y vital, no es momento para morir, piensa, sonríe, da media vuelta, mira la hora en el reloj de pared y sale del cuarto. Los candiles de la cocina ya están encendidos como todas las mañanas a la misma hora. Mira hacia el patio, la lluvia cae sobre las flores de su madre. Camina hasta la cocina y entra. Mercedes, de espaldas, atiza el fuego y mueve sus anchas caderas de raza morena. Desde que tiene uso de razón, Mercedes ha
estado en su casa y por lo tanto la considera parte de la familia. Es ella quien siempre ha servido sus alimentos, quien todas las noches prepara su baño y quien lava su ropa. También le gusta hablar con ella, sobre todo por la sabiduría que la habita, aquella brindada por los años y Mercedes ya tiene muchos encima. La mira avivar el fuego de la estufa y le silba suavemente para no despertar a nadie en su casa. Mercedes se voltea y sonríe. —Pero ¡mira qué hermoso estás! —exclama. —Ya ves, Mercedes, ya ves. —Pondré a calentar el agua para tu té —le dice, se pone de pie y camina hasta el poyo donde tiene la tetera. —No te preocupes —responde y saca un cigarrillo de su petaca—. Hoy no hay ningún afán. —¿Por qué te levantaste tan temprano entonces? —Debo ir a la oficina a recoger algunos documentos —responde y enciende el cigarrillo. —Tienes que descansar un poco más —le dice, lo mira y pone las manos en forma de jarra en la cintura—. ¿Hace cuánto no duermes hasta la nueve de la mañana? —Muchos años, quizás desde que era niño. —Por eso. No exageres, que el cuerpo después a uno se las cobra. Mírame nomás a mí, cómo estoy de vieja. —Pero eres una vieja muy linda. Mercedes suelta una carcajada y lleva la mano a la boca para ahogarla. —Eso solo lo pensarás tú. —No creo, Mercedes —comenta en tono burlesco—, he visto cómo te miran varios hombres en la calle. —Esos cuentos con los que sales.
—No son cuentos. José Asunción voltea su rostro y clava la mirada en un pajarillo de colores que se posa sobre una de las plantas de su madre. —¿No dormiste por las pesadillas otra vez? —No es eso. —¿Estás preocupado por algo? —No pasa nada. Solo que hay días en que me canso de todo. —¿De tu trabajo? —No, Mercedes, de todo —responde y lleva el cigarrillo a la boca, lo aspira y vuelve la mirada a la cocina—. De la vida. —No digas esas cosas, eres muy joven, guapo, inteligente, tienes toda la vida por delante. —No creo. Ya he perdido mucho, no sé cuánto más habré de perder. —La vida no es fácil y es cierto que nos apabulla con tantos problemas, pero también está llena de cosas bonitas —le dice Mercedes, que no le quita la mirada de encima—. Debes conseguirte una mujer que te quiera, tener hijos, formar un hogar. ¿Sabes cuánta falta le hace a esta casa un niño, un hijo tuyo? José Asunción sonríe. —Qué cosas dices, Mercedes, no puedo conmigo mismo, me estorbo cada día, ahora podré con un niño. —Eso es lo que tú piensas, pero los niños cambian para bien la vida de una familia. —Ya lo creo —responde y apaga el cigarrillo—. ¿Por qué nunca tuviste hijos? —Los tengo —responde Mercedes de inmediato—. A la Chula y a Elvirita y a ti los considero como mis hijos.
—Elvira —susurra José Asunción y suspira. —Yo sé que para ti no ha sido nada fácil haber perdido a tu hermana, pero todos prometimos seguir adelante. —Lo sé, pero hay días en que no puedo. La tetera silba y Mercedes la agarra y sirve en un pocillo que le alcanza a José Asunción. Lo mira y acaricia su cabello. —Debes ser fuerte. No todos los días pueden ser buenos. —Eso también lo sé, Mercedes —responde sonriéndole. —¿O estás así por los invitados de esta noche? —No, no, son los invitados de mi madre, ¿qué puedo decirle yo al respecto? —Como sabemos que varios de ellos no te caen muy bien. —Es cierto, pero no por eso mi madre debe dejar de ofrecer sus cenas — responde y le da un sorbo al té —. Está delicioso —le dice de nuevo sonriendo. —Como todo lo que uno hace con amor. Con amor, todo lo que uno hace con amor es lo que al final resulta más doloroso, piensa José Asunción, entretanto deduce que el naufragio del que fue víctima fue también el resultado de un acto de amor. Tener que salir de su país y de su casa para aceptar un trabajo que le diera el dinero suficiente para mantener el elevado estilo de vida de su familia, soportar a un jefe ignorante y vulgar, aguantar el calor y el bochorno de Venezuela y los diálogos de nimiedades con el presidente poeta y el vicepresidente gramático para conservar su cargo, eso es hacer algo por amor. También mantener durante más de siete años su casa comercial en quiebra, lidiar con sus acreedores diariamente, pedir crédito aquí y allá, y soportar las humillaciones de la bruja de su abuela y del anciano fastidioso y católico recalcitrante de Guillermo Uribe, eso también es hacer algo por amor. Pasar noches y noches en vela trabajando en su obra, perfeccionándola, leyéndola y releyéndola para que el mar voraz se la llevara consigo; amar a Julia hasta el cansancio, ofrecerle hasta lo imposible para que luego se fuera con un hombre adinerado , y llorar para dentro por más de cinco años la muerte de su
hermana; asistir a misa todos los días, orar hasta entrada el alba para quitarse ese dolor de encima causado por su pérdida, eso es amor y todo lo hecho por amor le ha resultado en definitiva más doloroso que la vida misma, porque hacer las cosas con o sin amor no tiene sentido, son vacuas y efímeras, piensa. Enciende otro cigarrillo y observa que el pajarillo que se había posado hace un segundo en una de las ramas del patio vuela bajo la lluvia. Yo también quisiera salir volando, piensa. Sacude el cigarrillo sobre el cenicero que está sobre el poyo de la cocina, pero, en lugar de caer la ceniza, cae la lumbre y lo apaga. Mercedes lo mira. —Es de mala suerte —comenta José Asunción sonriendo. —Eso dicen, pero no hay que creer en esas cosas —responde Mercedes, toma el cenicero y arroja su contenido a la basura. —¿En qué crees entonces? —Creo en ti, ciegamente —dice de nuevo y sonríe, enseña su perfecta y blanca dentadura. José Asunción sonríe, deja el pocillo sobre el poyo de la cocina y le da un beso en la frente a Mercedes. —Regreso en la tarde. —¿Dónde almorzarás? —Por ahí, en El Castillo, quizás. —¿Quieres que te lleve el almuerzo a la oficina? —No, Mercedes. Hoy lloverá todo el día y no quiero que te enfermes por mi culpa —le dice y sonríe. —Y yo tampoco quiero que te enfermes por no comer, mira nada más cómo estás de flaco. —Estoy perfecto.
—Ni tanto, anoche tuviste una tos terrible. —Alguna resequedad en la garganta. —No olvides llevar el paraguas y no te vayas a mojar por ahí. —Tranquila, Mercedes, regreso en la tarde. Da media vuelta y sale de la cocina. Camina hasta la puerta del cuarto de su madre, pega el oído a esta y oye su respiración lenta y profunda, hace lo mismo en el cuarto de su hermana, que al parecer también duerme. Al costado izquierdo del patio está su paraguas negro, extendido y aún mojado. Lo agarra, lo cierra y camina por el zaguán hasta la puerta de la casa. Hala del pestillo y abre la puerta. Lo reciben un vaho nauseabundo y una ráfaga fuerte y congelada. ¡Por Dios, qué días!, piensa. Sale de su casa y se queda bajo el quicio, observando los deshechos que descienden por las canaletas. Mira ahora el árbol diagonal a su casa, que se estremece y del que caen algunas hojas sobre el suelo embarrado. Posa su mirada sobre los cerros orientales oscuros, cubiertos tras una gruesa capa grisácea. Abre el paraguas y camina calle abajo, pegado a los frentes de las casas. Escucha a dos hombres hablar en el interior de alguna y a varios jóvenes que se aproximan a la segunda calle Real voceando los diarios. Siempre compara las calles de su ciudad con las de París o las de Caracas, y siempre ha preferido las de París, por su concurrencia, la elegancia de sus gentes y su antigua arquitectura. Además, las calles de Caracas olían mal y se encontraban sucias todo el tiempo, o quizás no estaban sucias, sino que él las recordaba así, como recordaba todo lo ocurrido durante su estancia en aquella ciudad. Quiere a Caracas, pero siempre que la recuerda, viene su olor a mango que atraviesa las plazas principales y luego el tedio con la imagen del jefe que le tocó en suerte, un general regordete, ignorante y vulgar que ni siquiera sabía hablar bien el español, llamado José del Carmen Villa, ministro plenipotenciario en Venezuela, que además también tenía a su hijo trabajando allí, otro ignorante y lame suelas que buscó por todos los medios desposeerlo de su cargo como secretario de la legación, hasta que lo consiguió. Otros recuerdos que llegaban a él regularmente cuando pensaba en Venezuela eran los del naufragio y los días espeluznantes que pasó en altamar. En ocasiones consideraba que lo único bueno sacado de Venezuela fue el análisis de moneda y
libre cambio que tuvo oportunidad de realizar, pues el oro y la plata corrían a la par y la inversión en infraestructura y en vivienda estaban al alza; y nadie se había dado cuenta de los montones de negocios por explotar. Además, en aquella ciudad habían construido cuatro mil casas, funcionaban veintidós teatros y el costo de vida se reducía al trescientos por ciento a diferencia de Bogotá. Estos análisis de economía y algunos pocos amigos, como Pedro Emilio, fueron lo único bueno que saqué de mi estancia allí, piensa. Y, por último, los recuerdos del país hermano llegaban cargados con el anuncio de la muerte inesperada del presidente poeta justo cuando Silva acababa de enviar el estudio crítico de su obra al Cojo Ilustrado. No le gustaba para nada la obra de aquel presidente retoriquillo que hasta había tenido el descaro de componer el himno nacional de su país, pero necesitaba ganar su buena voluntad y se dedicó durante más de quince días, encerrado en su cuarto del hotel Saint Amand de Caracas, a hacer un análisis complejo en el que valoraba de forma exagerada las pocas cosas buenas que tenía la obra de aquel anciano, al que había conocido meses antes en su finca El Cabrero. No le sirvió de nada escribir aquel análisis porque el presidente poeta murió antes de su publicación. Arriba a la segunda calle real y observa al doctor Antonio Vargas Vega, su confesor laico, como lo llama, con quien hace varios años sostiene una agradable amistad y por quien conserva un respeto especial, precisamente por su carácter, su moralidad definida, alejada de cualquier dogma religioso y por su capacidad para comprender la vida y sus avatares de una manera sencilla y llana. Por ejemplo, el doctor es uno de los que considera que el sino de la existencia de los hombres no se debe a ninguna manipulación divina, como lo representaban los antiguos griegos en sus tragedias, o de la forma en que creen los católicos, como una consecuencia del proceso de acto-castigo-recompensa. El sino tampoco está determinado por un azar inexplicable o una superstición como regar la sal de la mesa, pasar debajo de una escalera o que al sacudir la ceniza del cigarrillo se caiga su lumbre y este se apague. Por el contrario, cree que es el hombre el dueño de su propia existencia y con ayuda de su razón demarca su destino. Sin embargo, es consciente de que el dolor, la tristeza o los problemas son también sensaciones y estados importantes para el crecimiento del humano, porque según su experiencia, un hombre que todo lo ha tenido, que nada ha perdido y que no conoce el dolor es un hombre que está supeditado a ver la vida y a actuar en ella de una forma deshonesta, inconsciente y hasta ridícula. José Asunción lo ve acercarse con su peculiar paso cansino. Viste un traje negro, sombrero del mismo color y un paraguas gris que adquiere un tono más oscuro debido a la lluvia.
—José —dice con acento paisa, estira su mano y sonríe, por lo que su bigote se arquea. —Doctor Antonio, ¿cómo se encuentra esta mañana? —Muy bien, pero este terrible frío me está congelando los huesos. —Hace días no para de llover —comenta y se acerca al quicio de una casa—. ¿Será el segundo diluvio universal? —Falta poco para eso. —Y preciso a trabajar con este clima —comenta y saca la petaca con los cigarrillos del bolsillo derecho de su saco, le ofrece uno al doctor, que lo recibe, y él toma otro. —Toca, José, hay que ganarse la comida de cada día. —Dígamelo a mí. —¿Cómo va la fábrica de baldosines? —pregunta el doctor, enciende el cigarrillo y esboza una sonrisa. —Produciendo, pero hay poca demanda. —Debes tener paciencia, José, ningún negocio da ganancias recién iniciado — comenta el doctor palmeando su hombro—. Nunca te he contado sobre todos los problemas que tuve cuando llegué de Medellín. —Nunca. —Ya tendremos tiempo para esa conversación. Pero dime, ¿muchas pérdidas? —Todas, doctor —responde y bota una humareda por su boca—. He tenido paciencia, esperanza, he llamado a mis os. Tengo especial fe en la sede que pondré en la costa y en Venezuela, pero necesito que algo se concrete pronto, porque la fábrica no aguantará dos meses más. —¿Y tus socios ya conocen la situación? —No les he dicho.
—¿Qué piensas hacer entonces? —Esperar, la semana que llega concretan un pedido. De ser así no habrá problemas de dinero. Un coche arrastrado por dos caballos negros pasa por la calle Real y levanta agua de un barrizal que cae en los zapatos del doctor y de José Asunción, que maldice con un susurro. —Veo que estás un poco alterado. Debes tener paciencia entonces, pero si ves que no hay soluciones a tu alcance, es mejor que dejes así. Ya has vivido suficiente esa situación desde la muerte de tu padre. —Lo sé, doctor, pero ¿qué haría para seguir sobreviviendo con mi madre y mi hermana? —Debes seguir luchando por lo pronto con tu fábrica de baldosines, lo que no debes dejar es que la desesperación te aprisione. —Antonio, la verdad me siento mal, llevo una vida inverosímil, nada tiene sentido para mí, ni siquiera he logrado un par de versos desde hace meses. —Eso les ocurre a todos los genios, José —dice el doctor y sonríe—, no te preocupes que pronto regresará tu musa. —No quisiera incomodarlo con mis preocupaciones, Antonio. —No es ningún problema —dice el doctor que arroja el cigarrillo aún encendido a la calle—. ¿Por qué no pasas el lunes por la farmacia, o en la noche a mi casa? Hablamos, sacamos algunas conclusiones y de paso te invito a tomar el té. Hoy no te convido porque salgo de inmediato para Faca, a visitar a una hermana que se encuentra delicada de salud. —El lunes será, entonces. —Te espero a eso de las seis en la farmacia y salimos juntos para mi casa. —Gracias, Antonio. —De nada, José. Deja de preocuparte estos días y haz cuentas, echa números de
forma minuciosa, observa las cosas con objetividad y verás cómo todo empieza a solucionarse. —Lo haré, Antonio. —Recuerda que solo los hombres que hemos sufrido tenemos la valentía para superar todos los percances —sonríe—. Al menos tenemos más experiencia en la lucha contra el sufrimiento. —Antonio, nosotros también tenemos derecho a cansarnos. —Dices verdad, José, pero si no fuera por aquellos traspiés de la existencia, de aquellas malas jugadas, ¿qué sería de nosotros?, se nos acabarían las ideas y las ganas de seguir luchando. —Preferiría una vida más tranquila. —Y la tendrás, te puedo jurar que la tendrás. Oyen sonar las campanas del templo de San Carlos, y el chirriar de las ruedas del tranvía, por lo que el doctor le da la mano de nuevo y camina más rápido, a fin de tomar el transporte que se divisa a unos pocos metros. Lo ve cerrar el paraguas y subirse al tranvía arrastrado por cuatro mulas. Uno de los conductores debe bajarse y con un trozo de madera sacar las patas de una mula que han quedado atascadas en el barrizal. El doctor ya está sentado en una de las sillas junto a la ventana, lo mira y mueve su mano despidiéndose. José Asunción hace lo mismo y observa partir el vehículo. Arroja también el cigarrillo al suelo y piensa en las palabras del doctor Antonio. Echar números de forma minuciosa, pero si ese es el problema, piensa, pues cuando echo números es cuando empieza la desesperación, ese es realmente el problema. Todavía llueve y no piensa quedarse allí, bajo el quicio de aquella casa, viendo pasar a la gente que corre para no mojarse, así que camina por la acera oriental. Al llegar a la orilla se detiene y mira hacia el oriente. Primero observa las montañas de la ciudad que lo vieron nacer, altas, verdes, ocultas por una espesa nube endrina, luego observa la canaleta de desagüe descender con fuerza, arrastrando deshechos y agua y más agua pútrida, y, por último, reclinada contra la fachada de una casa, una mujer, una indígena con un niño en brazos que canta.
Siente un nudo en la garganta. Nunca lo afecta de tal modo la pobreza, la mendicidad y la humillación a la que deben someterse cientos de personas para sobrevivir, pero en aquel momento una gran tristeza lo abruma, le pone los pelos de punta, casi hasta el extremo del llanto. La observa vestida con uno de los particulares trajes que usan los indígenas, lleva también una capa desleída sobre los hombros, bajo la cual guarece a una criatura, a la que arrulla con la canción. Preciso esa canción, piensa, ¿cómo puede conocer esta mujer esa canción? Está cantando Los maderos de San Juan, uno de sus poemas. Es terrible para él observar a una indígena, bajo la lluvia, descalza, con un niño entre sus brazos, cantar uno de sus poemas. Quizás lo hace porque pide queso y pan, además intenta dormir a la criatura, piensa. Se acerca y observa la tez morena de la mujer, que lo mira por un segundo con unos ojos negros y grandes, pero que luego baja la mirada, la pega al piso y deja también de cantar. José Asunción busca en sus bolsillos y encuentra algunas monedas, las saca y estira la mano. La mujer las recibe, pero no es suficiente, piensa, no es suficiente, no es todo lo que puedo hacer para una mujer que, en medio de las penurias de su vida, canta uno de mis poemas a su hijo, así que también le entrega su paraguas. Además, ya estoy cerca de la oficina, concluye. Si lo vieran sus amigos, pensarían y dirían que ha enloquecido del todo, pero qué importa, ¿cuándo el resto del mundo ha tenido la razón? La mujer recibe el paraguas y no dice nada, él tampoco dice nada. Se queda de pie, delante de ella, mirando sus manos amoratadas por el frío y sus pies sucios y embarrados. Siente lástima, indignación por el país en el que a mala hora debió nacer. Primero fueron los españoles que llegaron a destruirlo todo, a saquear sus riquezas, a despojarlos de sus tierras y cosechas, y luego hemos sido nosotros con nuestro uso de la razón, con nuestra objetividad y racionalismo los que hemos olvidado a estos indígenas, piensa. Y ahora pasan los grandes caballeros, vestidos correctamente, con total pulcritud, acompañados de sus señoras, emperifolladas con joyas y adornos estériles, a mirar mal a esta indígena. Qué tragedia, murmura sin importarle que la indígena siga allí, delante de él, si los extraños somos nosotros, los sucios y aberrados somos nosotros. Ellos ya estaban aquí de mucho antes y todos llegamos a hacerles daño, a arrebatarles lo que tenían. Está sin sombrilla, bajo la lluvia, delante de la indígena y hablando solo como un desquiciado. Posa una mano sobre uno de los hombros de la indígena, que se sobresalta. Quiere abrazarla y besarla y llevarla a su casa para que Mercedes le
prepare algo de alimento, y le caliente agua para que se bañe y quiere acostarla con la criatura en su cama, bajo sus cobijas, para que sienta el calor de un hogar y olvide el desconsuelo. Pero no hace nada de ello, tan solo quita la mano del hombro y la pasa por la mejilla, la roza con las yemas húmedas de sus dedos y la sensación es evocadora, pues la indígena tiene la mejilla igual de fría a la de Elvira cuando murió. Quita la mano y mira alrededor. La calle se encuentra sola, no oye a nadie aproximarse, las campanas de la iglesia han cesado, solo el ruido de la lluvia que cae todavía y que ha embarrado por completo sus botines ingleses y el retozar de las hojas de los árboles cuando pasa el viento. Se restablece como si hubiera tropezado con una piedra o como si se hubiera quedado dormido por un momento, quita la mano del rostro de la indígena, que sigue allí inmutable, como muerta, da media vuelta y camina en dirección de su oficina. Estoy perdiendo los estribos, murmura moviendo la cabeza bajo la lluvia. Llega a la esquina de la segunda calle Real y debe saltar para cruzar la calle, y al final de esta, salta de nuevo para alcanzar la calle posterior. ¿Qué pensarían sus amigos políticos, médicos y poetas si lo vieran hablar con una indígena, caminar bajo la lluvia sin paraguas y saltar de calle en calle como un loco? No importa. No importa lo que digan, además ya ha llegado a la casa donde tiene ubicada su oficina.
V
NOCHE-MADRUGADA
Entra en su cuarto y suspira. Es tarde, no tiene sueño, aunque sí se siente cansado, ¿desde hace cuándo ha perdido el sueño y el apetito? Duerme dos o tres horas al día y da tres o cuatro cucharadas a la comida y se siente estable, como si hubiese descansado lo debido o queda tan pesado como si hubiese comido toneladas. Es malo para mi salud, piensa. Además, con la cantidad de cigarrillos que fuma complementa su falta de amor propio. ¿Amor propio? Qué tontería, murmura sonriendo, mucho hacen los seres humanos con seguir viviendo, ya significa demasiado que todos los días se levanten a dar la pelea para que vengan con la tontería aquella de no tener amor propio, remata sarcástico. Mira la hora en el reloj que saca del bolsillo de su chaleco. Las once y treinta de la noche, exactamente la misma hora que marca el reloj de pared. Según la amenaza, me queda media hora de vida, piensa mientras se quita el saco y lo cuelga en el perchero. Mira de nuevo el retrato de Elvira, pero en esta ocasión no siente el dolor que acompaña siempre la forma de aquellos ojos y de aquella boca inamovibles. A diferencia, lo invade un toque de extraña alegría y de orgullo producido por la buena fortuna de haber vivido al lado de esa maravillosa mujer y sentirse amado por ella. Recuerda de nuevo las palabras de su confesor laico y considera que tiene razón. Si no fuera por sus problemas no tendría ideas novedosas y tampoco tendría por qué seguir luchando. Vivir entonces significa entregarse al dolor, a la pérdida, al desfallecimiento, pero vivir también significa amar, ser feliz, sentirse deseado, porque aquellos breves pero luminosos momentos sustentarán todos los dolores venideros, y a la vez estos dolores exaltarán los momentos de felicidad. Una relación simbiótica, murmura. Por eso, una palabra de Elvira que silba en su pensamiento, una mirada llena de complicidad, el recuerdo de su sonrisa en medio de las noches en Chantilly, su cuerpo desnudo o sus manos blancas como dos palomas que vuelan sobre el teclado del piano valen cien naufragios y mil quiebras más, concluye.
Y, ¿para qué entonces el dinero, las excentricidades, los lujos? Para nada, se responde a sí mismo entretanto se observa en el espejo. Todo perecerá como lo hará su cuerpo y sus recuerdos y cada uno de los de su familia. Quizás lo único que quedará, piensa, son mis versos, mis palabras, que sobrevivirán al fango del tiempo y a la lascivia de los gusanos que no dejarán rastro de mi cuerpo en la tierra. Enciende un cigarrillo y lo fuma mientras observa el reflejo violáceo del humo en el espejo. Lo apaga y lava su rostro. El agua fría siempre le ha producido tranquilidad, incluso en el naufragio, cuando iban los cuarenta y seis pasajeros apretujados en la pequeña lancha, el sol golpeaba en su rostro y de repente una gota caía en su mejilla, cerraba los ojos y llegaba entonces la calma. En especial le gusta el agua cuando la siente aferrarse y evaporarse lentamente en sus párpados, como si de esta forma se deshicieran los malos recuerdos y las horribles imágenes que ha compilado del mundo. Seca su rostro y sus manos con la toalla que Mercedes le ha dejado sobre el diván. Camina hasta el guardarropa y saca una ruana de color negro tejida en Guachetá, los guantes de piel de perro que usa cuando cabalga y hace frío, un pañuelo de seda también de color negro que amarra a su cuello y el sombrero de jipijapa de alas anchas y copa alta. Vuelve al espejo, se pone la ruana, revisa la caspa que todavía cae de su cabello como si fuera ceniza de un volcán que está pronto a hacer erupción sobre un pueblo fantasma. Se pone el sombrero y deja los guantes colgando de su antebrazo izquierdo. Camina alrededor de la cama hasta la mesa de noche, de donde extrae los cigarrillos que guarda meticulosamente en la petaca de plata martillada, y luego saca el revólver al que le da vuelta en la mano para brillar su cañón con la ruana. Si aparece de nuevo el sombrerero alemán, le pego un tiro, piensa. Guarda el revólver aprisionado contra la pretina de su pantalón, y antes de salir del cuarto echa una última ojeada a su estante atiborrado de libros. En la mesilla de centro donde ha dejado el libro de contabilidad, está la copia de su novela De sobremesa, que tiene en la tapa un relicario con un dibujo de una mariposa, el cenicero a rebosar de colillas de cigarrillo y la cadena con la medalla de la Venus de Milo, que alcanza para colgarla de su cuello. Observa ahora su escritorio donde tiene su correspondencia y algunos poemas que debe corregir. Sobre su mesa de noche reposa la revista trilingüe Cosmópolis y otro cenicero. Siente una nostalgia extraña apoderarse de él, como quien parte de un lugar amado y sabe de antemano que tardará mucho tiempo en regresar. Sale del cuarto, todas las luces de la casa están apagadas. Pega la oreja en la alta puerta de madera del
cuarto de su hermana y escucha su respiración profunda. Se acerca a la puerta del cuarto de su madre y escucha el mismo ritmo de su respiración. Ya todos están dormidos y olvidó decirle a su familia que aquella noche debería ir a cuidar la fábrica. ¿Para qué interrumpo su sueño ahora?, se pregunta, mejor mañana hablo con ellas. Conoce de memoria su casa, por lo que puede pasearse por ella en completa oscuridad sin estrellarse con nada y sin hacer el menor ruido. Atraviesa el zaguán que da de cara contra el patio y aspira el aroma exhalado por los novios y las rosas. Oye las últimas gotas de agua resbalar de los pétalos de las flores hasta restallar contra el suelo. Aspira el aroma que han dejado los pastelillos que ha preparado Carolina Donjean para esa noche, mañana deberé conseguir el dinero para pagarle, piensa y reconoce el aroma del chocolate, que también ella preparó, que circunda el aire. Abre la puerta que da a la calle y una ráfaga de viento helado le fustiga el rostro. Da un paso afuera y cierra la puerta tras de sí, mira alrededor para comprobar que el sombrerero alemán no anda por ahí. Siente miedo y mira hacia el cielo. Aunque es una noche oscura y sin estrellas, ha dejado de llover. Mira la casa de enfrente iluminada con la débil luz de un fanal. Observa ahora los cerros custodiados por la niebla que empieza a descender por la calle y alcanza ya los treinta o cuarenta centímetros. Como en Londres, piensa. Echa andar hacia abajo y de su boca se escapa, con cada exhalación, un vaho espeso, que bien podría ser residuos de su alma. Arquea el cuello para comprobar que nadie lo persigue. Se coloca los guantes y mete las manos dentro de la ruana. Solo oye sus pasos resonar al otro lado de la noche, porque al parecer el resto del mundo está dormido o muerto, y el sonido del agua que desciende por las canaletas y el bramido sereno del arroyo de San Bruno, como si fuera un dragón que también duerme. Se siente tranquilo, el miedo se evapora como la lluvia en las calles, además, andar de noche por las calles de Bogotá le produce bienestar, por lo que recuerda los paseos de uno y dos años atrás que hacía caminando hasta Chapinero. Se levantaba a las tres y media de la mañana luego de dormir un par de horas y caminaba por los senderos desolados mientras aspiraba el aroma virgen que solo puede concebirse durante aquellas horas. Siempre le ha gustado el olor de la ciudad en madrugada, aquel que no está contaminado por las inmundicias humanas, además que tiene la posibilidad de reconocer en medio de estos paseos el sonido propio del mundo: una hoja que cae, el viento que silba, las aves que regurgitan en su nido, el agua que corre, las alas que emprenden vuelo, la música de las luciérnagas, la soledad del transeúnte que se pierde en medio de sendas inhóspitas.
A pesar de la oscuridad, también reconoce las calles de su ciudad. Puede decir que las conoce de memoria y que cada una de ellas le habla de un momento de su vida. Aquella cuadra anterior a la suya le habla de la muerte de su padre y de su hermana, como también le habla del restaurante El Castillo, donde participó de noche durante tantas veladas; la Plaza de Bolívar le trae a la memoria el recuerdo de su amigo Rafael Uribe Uribe; la primera y segunda calle Real le hablan del almacén Ricardo Silva e Hijo, de su quiebra inexorable y ahora de su fábrica de baldosines; la tercera calle Real le habla de sus amigos de antaño, los del colegio del presbítero Tomás, de sus amigos escritores y de la Librería Nueva de don Jorge Roa, con quien durante muchas tardes entabló avivadas discusiones sobre literatura; la Plazuela de San Francisco, de la casa en la que nació, sus tres iglesias y la pila a la que concurrían las lavanderas, los artesanos, los aserradores y todo tipo de personas que lo despertaban a tempranas horas de la mañana con su algarabía y su jerga vulgar, y el puente con el mismo nombre por el que pasó con los cuerpos muertos de sus seres amados hacia el cementerio; la carrera séptima que lo conducía hasta Chapinero, a su casa de campo Chantilly, ya fuera en uno de los tranvías de la empresa que dirigía su amigo Sanín Cano, quizás el único que vale la pena de todos estos, junto con Flórez, murmura, ya fuera caminando o en coche particular, y así puede seguir enumerando para darle vida a cada una de esas calles, hasta que oye algunas pisadas resonar y observa la silueta de una sombra acercarse por la espalda. Piensa en la amenaza que recibió aquella mañana y en lo que más le produce terror, ser atacado por la espalda. Saca una de sus manos de la ruana y busca el revólver, lentamente lo carga y lo empuña de nuevo bajo su ruana. Su respiración se agita y el corazón le da uno y otro vuelco de forma violenta. Se eriza su piel, una gota de sudor desciende por la columna y las manos le tiemblan. ¿Me volteo o no me volteo?, se pregunta azarado. Si no quiero que me maten a traición es mejor darme la vuelta, concluye. Los pasos se acercan y piensa que sí le tiene un miedo terrible a la muerte. No, no le teme a la muerte, le teme a la traición, en especial si es por parte de alguno de sus pocos amigos. Aguza el oído y cree escuchar que se trata de unos zapatos femeninos que resuenan con más fuerza sobre la calle empedrada, como también cree escuchar la respiración agitada del posible asesino que resopla en su nuca. La débil luz de un fanal de una de las casas adyacentes a la segunda calle Real parpadea y proyecta una sombra difusa que se agranda cuando se encuentra a su lado, y siente temblar todo su cuerpo cuando un brazo se cuelga de sus hombros. Aspira profundo, entrecierra los ojos y recupera el control. Vida amarga la mía,
piensa, entretanto reconoce el perfume barato que se desprende de la ropa y del cuello de aquella mujer y el aliento alcoholizado que expulsa su boca. Abre los ojos y mira a su costado unos brazos regordetes, unas manos ajadas y unas uñas largas pintadas de color rojo. Sube la mirada y ve un cuello grueso, una quijada abultada y por fin un rostro abotagado. En los ojos se desprende el maquillaje al igual que en la boca, como en las cabareteras de París que salían exhaustas de trabajar en la madrugada y el sudor les apelmazaba los rubores de las mejillas y desleía el rímel de sus labios. Quita bruscamente de su hombro el brazo de la mujer cuando ella le habla expulsando sobre su rostro un repulsivo olor a aguardiente y a chicha. —El poeta más hermoso de todo este país —dice la mujer, que trastabilla. —Buenas noches —responde y mira la ropa de la mujer. —Qué honor encontrarse en la calle, solo y a esta hora, al poeta más hermoso del país —repite con esfuerzo. —¿Qué quieres? —¿Qué no quiero contigo?, deberías preguntar —dice la mujer y se abalanza de nuevo sobre él, que la rechaza con una mano—. Así no se trata a las damas. —Creo no poder ayudarte con lo que necesitas. —¿Es que no te gustan las mujeres? —pregunta de forma extraña pues las palabras se le enredan en la lengua—, ¿o prefieres a los hombres? José Asunción la mira detenidamente y siente compasión por ella. Quisiera alejarse y dejarla allí abandonada, porque si algún conocido los viera…, no desea imaginar las habladurías que se levantarían, en especial en esta ciudad, piensa, donde lo único que saben es de gramática y de chismes. —Me gustan las mujeres —le responde sonriendo. —Por eso, amor, vamos a algún lugar y me lo demuestras. —En este momento no puedo, debo ir a trabajar. —No pareces poeta —dice la mujer mirándolo con el ceño fruncido—. Además, los poetas no trabajan.
—¿Qué quieres decir? —Los otros poetas, tus amigos, son apasionados, no trabajan, se embriagan con nosotras y siempre están dispuestos a jugar nuestros juegos. —Eso lo hacen ellos. —Acabo de dejar a tu amigo en la casa —se ríe de forma estridente—, estaba tan borracho que no sabía ni dónde vivía. —¿A quién acabas de dejar en la casa? —pregunta por seguirle el juego. —A tu amigo el poeta de ojos hermosos. —No sé a quién te refieres. —A Flórez, al poeta Flórez —dice y se ríe de nuevo—. Siempre que me hace el amor, me recita poemas y luego se sienta desnudo en la cama y me canta canciones —vuelve a reír—. Creo que me voy a casar con él. José Asunción sonríe e imagina por un breve momento a Julio sentado al borde de la cama de una prostituta, desnudo, con la guitarra a cuestas, cantándole sus canciones. De seguro no le cobrarán, piensa. —¿Entonces te casarás con Julio? —Claro que me casaré con él, y nos iremos a vivir a algún pueblo de la costa y mientras él escribe sus poemas, yo haré su comida y cuidaré de nuestros hijos — dice la mujer que de nuevo trastabilla y que ya habla con los ojos entrecerrados. —¿Quieres que te acompañe a algún lado? —A mi cama —responde la mujer y le guiña un ojo. —No podría hacerle eso a un amigo. —¿Hacerle qué? —Eres la prometida de mi amigo Julio, no podría traicionarlo de esa manera — responde sonriendo.
—No iré a ningún lado —dice la mujer, seria—. Me quedaré aquí hasta que llegue la madrugada. —Si te encuentra la policía, te llevará al panóptico. Dime dónde es tu casa y te acompaño. —Es muy lejos y quiero estar sola, Julio me ha abandonado —comenta la mujer y aprieta los labios como si fuera a llorar. José Asunción la mira abstraído, contempla sus cabellos desordenados y su piel marchita y siente algo de tristeza. La mujer se acerca y le da un beso en la comisura de los labios, da media vuelta y camina trastabillando calle arriba. Limpia el rímel que ha dejado la mujer en su boca, pero no puede deshacerse de su aliento alcoholizado. No es asco lo que le produce el olor del licor, es una mezcla de sensaciones que devienen, primero de tristeza por los hombres y mujeres que deben recurrir al trago para sobrellevar sus precarias existencias y negar la realidad a la que se vieron sometidos, y segundo de alegría por algunos buenos recuerdos, especialmente de fiestas a las que asistió en su juventud. Otra ráfaga de viento sopla con fuerza, por lo que debe agarrar su sombrero con la mano izquierda para que no salga volando. Guarda y ajusta el revólver en la pretina de su pantalón. Observa la lumbre del cigarrillo encenderse con mayor ímpetu, como una luciérnaga que se extingue en medio de la noche. Piensa en la mujer que acaba de doblar por la boca calle, en su mirada triste, llena de soledad y de desamor. El aliento alcoholizado que ha expulsado por la boca le hace recordar también algunos días de París, cuando se quedaba despierto hasta la mañana, mirando por la ventana de su buhardilla de la Rue Laffitte a las prostitutas y bailarinas que, a esa hora, un poco ebrias y cansadas descendían de los cabarés a beber algo caliente en los cafés que se extendían al final de esa concurrida calle que nunca dormía. Todas ellas mujeres hermosas, piensa, tan acostumbradas a la noche que en sus ojos se reflejaban las estrellas que ya sabían de memoria como un marinero. Solo con algunas tuvo la oportunidad de entablar conversación, lo que le confirmó que la vida nocturna, entregada a las pasiones y mundanidades, fortalecían el espíritu de esas mujeres y les brindaba una suerte de sabiduría moral y práctica, que por supuesto no tenían las mujeres de su ciudad, que pocas veces trasnochaban y mucho menos bebían. ¿Cómo será el cuerpo en las horas del amor de la mujer de anchas caderas que hacía el oficio hoy en mi oficina?, se pregunta e imagina la combustión de la
carne, de los gruesos labios que lo muerden, de la entrepierna que lo sujeta con fuerza por la cintura. Recuerda a su amante, recuerda las tardes lluviosas cuando se sumergía con ella en la marisma de la pasión, encerrados en su garçoniére de la calle diecinueve. Los senos duros y blancos como dos piedras de río, sus muslos bañados en caudales de sudor, la forma de expresar su placer en francés, el olor de su pubis de arena, la espalda blanca y caliente por el humor de su boca, las lenguas atrapadas como dos peces en la misma red, y en definitiva los cuerpos, el suyo ya entrando en la adultez y el de ella grácil y terso, como una fruta que nace en la primavera. Cada encuentro con ella lo llenaba de vitalidad, le restaba horas a su muerte, en especial cuando, desnuda, se levantaba de la cama y se sentaba al piano y tocaba algunas sonatas de Beethoven y de Chopin. La espalda desnuda, cubierta tan solo por unas gotitas de sudor que brillaban sobre la piel nacarada, las parábolas que demarcaban la cintura y el cabello amarrado con una cinta que dejaba escapar hilos castaños por sobre los hombros. Luego de la música regresaba a la cama y le juraba no abandonarlo nunca mientras besaba lentamente sus párpados y su pecho. Entonces él se levantaba, desnudo, con el cabello desordenado y le entregaba otra mariposa de muzo que ella colgaba de la cortina roja que se movía cuando la golpeaba el viento. A veces, bebía ella unas copitas de champán, de coñac o de vino de oporto que él mismo llevaba, y cuando surtía efecto el alcohol, lloraba recordando sus momentos infelices en París, a su familia que dejó por venir a buscarlo, juzgando siempre su falta de decisión para casarse con ella o irse de una vez por todas al otro lado del mundo. Recuerda entonces la boca roja que balbuceaba, en medio del llanto, palabras en francés que él desconocía, y luego los ataques de ira que la sobresaltaban cuando le decía sentirse sola y abandonada en un mundo que no le pertenecía. Pero así mismo estaba cuando la conocí, murmura, arroja la colilla ya apagada y enciende un nuevo cigarrillo, cuando luego del sepelio de Víctor Hugo, la halló sentada en las escalinatas de la iglesia de Saint Étienne du Mont, con los ojos rojos de tanto llorar. En un inicio él pensó que era debido a la pérdida del gran poeta francés, pero cuando se sentó a su lado y la consoló y luego fueron caminando hasta un café de la Rue Laffitte, y por último, cuando terminaron desnudos sobre el diván de su buhardilla, agitadas las respiraciones, y ella por fin habló con más serenidad, comprendió el origen de su tristeza: el padre muerto cuando aún era muy joven, la madre ebria, el mundo atormentado en el que vivía. Él pensó que se había enamorado de sus ojos verdes y diamantinos, de su lengua carnosa, pero a su regreso a Colombia comprendió que se había enamorado de su sufrimiento, de su alma doliente, de su ser angustiado. Y así no se puede amar a nadie, le dijo
en francés a modo de despedida, cuando supo que ya todo, luego de haber germinado, había muerto. Ella, ebria, con los ojos abotagados y con una expresión de inenarrable sufrimiento, lo único que le dijo fue que él era un hombre estéril para amar, que jamás podría ser feliz con mujer alguna, y le prometió, todavía llorando y bebiendo directamente de la boca de una botella de coñac, que nunca la volvería a ver, ni siquiera en sus sueños. Por todo esto, por las mujeres, por el aliento alcoholizado de la prostituta que acaba de doblar la esquina, por la noche en la que se encuentra sumergido como en un ensueño, recuerda una de las fiestas más nombradas durante años en Bogotá y a la que asistió junto con sus padres y Elvira, en calidad de invitado. Se trata de la fiesta que ofreció don Leo Kopp, el millonario de origen alemán, el ocho de mayo de 1887, y a la que concurrieron las mejores familias de la capital. José Asunción recuerda entonces la mansión número noventa y nueve de la calle dieciséis, el vestíbulo adornado con las banderas de Alemania y Colombia, el zaguán del que se desprendían, a sus costados, los dos salones principales de baile, el de la izquierda adaptado como museo, donde se expusieron piezas precolombinas de los chibchas y bellos tunjos de loza, los muebles de la corte del virrey Solís y cuadros espirituales de Murillo. El zaguán desembocaba en el patio de la casa, entablado, alfombrado y cubierto por toldos como protección para la lluvia que arreciaba. En la puerta del patio las banderas de decenas de naciones que subían en fajas, se juntaban en el centro del techo y se sostenían de un racimo de luces. Alrededor del patio los adornos con flores, arbustos y palmeras. Los salones de baile arreglados con un lujoso mobiliario a lo Luis XV y cortinas de exquisito brocado. Contiguos a los salones de baile, los dos comedores, uno para el té, bebidas y bocadillos y el otro para la cena. Al fondo, el maestro Conti que dirigía la orquesta. A su lado, las hermosas bogotanas, que lucían sus mejores ropas y sonrisas y enseñaban sus habilidades para la danza y la coquetería, y los hombres, todos galantes y ataviados de forma exótica, que hablaban entre ellos de sus negocios y de sus fortunas, y él, que cavilaba siempre, observaba el comportamiento de sus coterráneos y disfrutaba de las futilidades que le brindaba la vida. Entre todas las jóvenes que concurrieron aquella noche a la fiesta, se encontraba Julia Holguín, su Julia, hermosa y radiante, vestida con largo traje azul oscuro, prensado por un tejido artesanal de flores, su rostro pálido del que sobresalía el carmesí del rímel de sus labios y el cabello que caía desbocado por sobre sus hombros desnudos. Bailó con ella un par de cuadrillas. Intentaba, con cada paso
que los aproximaba, ocultar el deseo por morderle aquellos labios de avena y apretarla contra su talle. Luego del baile, de los brindis, de improvisar unos versos en honor a la belleza de las mujeres capitalinas que se vio forzado a hacer, la invitó a dar un paseo por los jardines humedecidos por la lluvia. Detrás de un árbol la besó con pasión, sin dejarla hablar. Ella lo apartó con su brazo y le dijo: —Alguien puede vernos. —Todos están disfrutando de la fiesta y nadie se interesará por nuestra ausencia. —Mi padre saldrá a buscarme en cualquier momento —dijo ella y limpió el rímel que había dejado en la boca de José Asunción—. Será mejor regresar. —No tan pronto —respondió y la agarró por la cintura, luego la besó de nuevo y sintió las respiraciones agitadas encontrarse en algún lugar de los rostros. Ella se volvió a desprender de un empellón. —No, José Asunción. Debemos tener calma —dijo y limpió de nuevo la boca de él—. Ya tendremos oportunidad de hablar con nuestras familias. —Tu padre no quiere que estemos cerca —repuso jadeando y acarició su brazo. —Tendrá que entender. —No lo entenderá —comentó con tono de súplica—. Quiere casarte con un hombre que tenga dinero y propiedades. —Pero tú y tu familia ya saldrán adelante —dijo ella y le acarició el rostro—. ¿No es eso lo que me has dicho? —Sí, pero no sé cuándo será. —Debemos tener paciencia y mesura. —Yo no puedo —respondió con furia—. No imaginas los deseos que siento de besarte y abrazarte cuando te siento cerca, no imaginas las noches en vela que paso recordando tu nombre, no puedes comprender la ansiedad que me ataca cuando no te veo.
—Te entiendo, te entiendo —respondió y lo abrazó—, por eso quiero que hagamos las cosas bien. —Eso no importa, Julia, hacer las cosas bien por amor es lo menos importante. —¿Por qué dices eso? —Porque en esta ciudad no importa si eres bueno o malo, si eres católico o ateo, si eres inteligente o no, si eres liberal o conservador, lo único que les interesa es si tienes dinero, si tienes propiedades y si conoces al presidente. —Pero tú tienes propiedades, un almacén, una quinta en Chapinero y también eres amigo del presidente —comentó sonriendo. —Todo eso es de mi padre. —Algún día será tuyo. —No quiero nada de eso —dijo con resignación al oír que alguien se aproximaba—. Lo único que quiero es tenerte por siempre a mi lado. Cruza la segunda calle Real, arriba a la segunda calle de la Florián y mira alrededor. Mueve la cabeza en señal de negación para espantar aquellos recuerdos. La desolación se apodera de la noche. Al fondo se levantan las montañas que custodian la ciudad, al otro costado, una sábana oculta tras la niebla se extiende hasta lo que parece el horizonte. Desciende en la tercera calle de la Florián con los brazos dentro de la ruana, y siente el frío metal de su revólver rozar su estómago. Oye el soplido del viento como si fuera el aullido de un animal moribundo y el retozar de las ramas de los árboles como cientos de alas de mariposa que emprenden vuelo. Es una noche tranquila, solitaria, negra. Si aparecieran unas cuantas estrellas en el firmamento sería una noche perfecta, murmura y levanta la cabeza. No siente miedo, ya no siente miedo, sino una suerte de valentía que jamás lo había acompañado. De tanto en tanto, copos renegridos de nubes se mueven y dejan entrever la silueta circular de la luna, que rebosante ilumina su cabeza y proyecta una sombra indefinida y vaga sobre el camino empedrado. Observa cómo la sombra se distorsiona debido a las estribaciones de las piedras oblicuas que arman el sendero. Respira profundo, saca los brazos de la ruana y los extiende hacia los lados para descubrir la forma que adquiere la sombra. Es la de un
crucificado que se bifurca por un sendero silencioso y solitario hasta desaparecer en la oscuridad cuando la luna vuelve a ocultarse. Es una premonición, piensa, o quizás un símbolo de lo que ha sido mi vida. Llega a San Victorino con el recuerdo de Julia en su pensamiento. Un par de hombres que se encuentran sentados al lado de la pila se quitan el sombrero a modo de saludo cuando lo ven aparecer. Uno de ellos se pone de pie y se acerca. —Don José Asunción, pensé que ya no vendría. —También lo pensé por un momento —responde y esboza una sonrisa. —¿Cuál de los dos montará hoy? —pregunta el hombre y se dirige con paso rápido a la caballeriza. —El tordillo —responde y lo sigue. José Asunción camina detrás del hombre que abre la verja de madera y sigue de largo. El hedor a paja y a bosta invade su nariz y por un momento se siente mareado. El hombre se detiene y abre la portezuela donde se encuentra el caballo tordillo de ojos color azabache y crin brillante y larga. Se inclina para sacar una caja de la que extrae los atavíos del caballo. Coloca las acciones de cuero crudo, los estribos de cola de pato, las bridas, la retranca, el cabestro de rejo tejido y el freno de Suesca. Le entrega los zamarros de cuero de león y el zurriago. Quita de la pared la soga con la que estaba atado el animal y se lo entrega a José Asunción que primero lo acaricia y luego lo monta. —Gracias —dice, se acomoda el sombrero con una mano y con la otra empuña las riendas. —De nada, don José Asunción —responde el hombre, que cierra la puerta de la caballeriza con lentitud—. Para servirle. José Asunción empuña con la otra mano el zurriago y fustiga el lomo del caballo que relincha suavemente, arroja saliva y un vaho espeso por la nariz y emprende el trote. Acaricia la crin del tordillo y mira hacia los costados, una condensada capa de niebla se apodera de la llanura. Si apareciera el sombrerero alemán, jamás podría alcanzarme, piensa. De tanto en tanto, el centellear de las luciérnagas que se extiende por el valle y que corta la penumbra le hace volver la vista sobre el sendero. También siente el nítido aroma que se desprende de los
campos sembrados, un olor a tierra virgen, a flores y a rocío. Percibe, en medio de las florestas, el revolotear de las alas de las mariposas, el correr tranquilo de las aguas por los riachuelos y los arroyos que atraviesa, los cascos de su caballo que dejan filigranas en el barro, y su respiración, la de él, lenta y regular, y la de su caballo, frenética. En medio del camino siente ansiedad. ¿Por la oscuridad, por la soledad, por los malos tiempos? Quizás por todo, piensa. Desacelera el trote del caballo tras halar las riendas con la mano izquierda, y con la mano derecha saca la petaca de plata del bolsillo de su saco e intenta, en varias ocasiones hasta que lo consigue, encender un cigarrillo. Lo aspira y recuerda a la prostituta que minutos atrás encontró cerca de su casa y sonríe. Es una sonrisa llena de conmiseración por la mala fortuna. Él no ha sido un bienaventurado en la vida, al igual que aquella mujer. Todos los poetas y artistas cargan una cruz de infinito padecimiento, una cruz anegada por el dolor. Si los artistas no sienten el padecimiento del mundo, si están alejados de la realidad que es el sustento de su obra, si no sienten como propio el dolor ajeno, no podrán manifestarlo en sus pinturas y en sus poemas, piensa. Lo más sublime y hermoso que existe en esta tierra debe nacer del sufrimiento, murmura, de resto todo es pueril y estéril, inacabado. Arroja una bocanada de humo por la boca y observa cómo se pierde lentamente y se ondula en medio de la niebla. Recuerda a sus amigos poetas y a su mente llegan las imágenes de Alirio Díaz, con quien estudió en el colegio del presbítero Tomás; de Jorge Isaacs, con quien compartió tantas tardes de charlas en su propia casa y a quien también ayudó económicamente para su viaje definitivo a Argentina; de Rafael Pombo, que terminó por calumniarlo de forma injusta; de Julio Flórez, el prometido de la prostituta, y del poeta negro Candelario Obeso. A los únicos que recuerda con aprecio y real cariño es a Flórez y a Obeso. A los otros los considera un atajo de viejos chismosos, camorristas, envidiosos y malos poetas que se han hecho de forma inmerecida con el título de poetas, y que no han desaprovechado oportunidad para acusarlo y juzgarlo de forma punzante. En cambio, Julio, llegado de un pueblo dejado de la mano de Dios, logró difundir sus versos entre la gente que los canta, y Candelario, asesinado por propia mano, padeció el flagelo de una sociedad timorata que nunca le brindó una sola oportunidad, tan solo por ser de raza prieta. Qué bien hiciste en matarte, Candelario, dice mirando al horizonte, qué coraje y sabiduría tuviste para dejar este mundo de pendencieros y corruptos que nunca valorarían tu obra. La suya, su obra, tampoco ha sido valorada. Cuando escribió el Nocturno, que
considera el fin de un camino doloroso, de un sendero de martirio que debió atravesar para hallarlo en medio de la desolación, no solo sintió al releerlo que era uno de los mejores poemas que se habían escrito en su lengua, sino que era una afrenta a la poesía decimonónica de los viejitos pendencieros que pronto se le vinieron encima, junto con los ignorantes, por la versificación utilizada y las imágenes propuestas. Le contaron, luego de dicha publicación a su regreso a Bogotá, que en muchas fiestas los sodomitas, encubiertos por sus esposas e hijos, tras haber bebido algunas copas de más, tomaban una sombrilla y se paraban sobre una butaca y declamaban de forma histriónica y amanerada su poema. En verdad no lo afectó que en aquella ciudad pacata y grotesca se burlaran de su poema, por el contrario, sintió piedad ante tanta ignorancia reunida en medio de un mismo chiquero, porque él sí comprende cada palabra del poema, él sí conoce el dolor que sugirió en cada uno de aquellos versos, él sí estuvo esa noche allí y sí escuchó los murmullos y la música de alas, él sí sintió la febrilidad de las luciérnagas resplandecer en su interior, él sí vivió el frío de las mejillas y las sienes y las manos adoradas, y él sí observó a la sombra amada perderse para siempre por la estepa solitaria en esa noche tibia de la muerta primavera. Lleva la mano que le ha quedado libre al pecho, de donde cuelga la cadena que le regaló Elvira. Sonríe. Piensa en ella y en su padre. Los dos mejores seres humanos que jamás alguien podrá conocer, dice. Trae a su memoria el recuerdo de su padre que, tomándolo de la mano, lo llevaba por la carrera del Perú a ver las últimas noticias de la guerra franco-prusiana, en imágenes fantásticas que reproducía el optorama, y recuerda a su padre de perfil, con su bigote perfecto, que hablaba con sus amigos sobre literatura y política o leía apasionadamente sus cuadros de costumbres. Ahora trae a su memoria la imagen de Elvira que camina delante de él en medio de los caminos empedrados de Chantilly, y de repente ella se voltea y sonríe. Esa sonrisa lo vale todo, dice. Se siente tranquilo y feliz, reconciliado con la vida, lleno de fe y optimismo por un destino a favor. Piensa en lo que debe hacer al siguiente día. Aunque aborrece los domingos, regresará temprano a casa, desayunará con su madre y con la Chula, revisará concienzudamente el libro de contabilidad, como se lo aconsejó su confesor laico, se pondrá un elegante traje y visitará las tumbas de su padre y Elvira. En la tarde escribirá las cartas a sus posibles socios de Venezuela y de la costa, donde les explicará con minucia cómo va aquello de la fábrica. En la noche escribirá y corregirá un par de horas y luego leerá metido en su cama hasta que llegue la madrugada.
Sonríe de nuevo. Siente la sangre del caballo hervir bajo sus piernas. La brisa fresca sobre su rostro, el viento que golpea su cabello, lo despeina y le quita toda la inmundicia. Si revisara su cabello, está seguro, la caspa habría ya desaparecido por un efecto mágico de aquella brisa sagrada. Mira hacia la sabana que se extiende como los cabellos de una mujer por sobre una almohada, hacia sus bosques incendiados y su aroma a selva virgen. Observa la sombra de su caballo y la suya alargarse, difuminarse y perderse en medio del pedregoso camino. Mira ahora al cielo endrino, sin nubes aparentes y sin estrellas, incólume y silencioso como un recién muerto. Todos los muertos no son iguales, piensa. Aquellos que mueren acaudalando riquezas, sin jamás haber conocido el dolor, morirán atormentados porque nunca se han preguntado por el sentido real de la existencia y temerán a la desconocida muerte, a diferencia de los hombres que han estado en la guerra, que han asesinado por necesidad de sobrevivencia y ya no le temen. A diferencia de las prostitutas que han sacrificado sus cuerpos y sus noches y se han asesinado a sí mismas, al igual los poetas que todo lo han entregado por la palabra, por la belleza de la escurridiza palabra, ellos que no solo conocen el dolor y el infortunio, sino que han vivido y dormido con él en las ciudades y en los campos, ellos comprenderán a la muerte porque solo será el último escalón del descenso, solo será la confirmación real de que alguna vez estuvieron vivos y amaron y sufrieron por la pérdida y, por lo tanto, comprenderán en aquel último suspiro de su trasiego que valió la pena haber padecido por esos labios, por la imagen de esa montaña, de ese valle, por haber bebido de esos senos el néctar de la noche, a pesar de tener el estómago vacío, por haberlo perdido todo por unos versos que en cien años leerá o recordará algún niño melancólico que querrá quitarse la vida, y entonces aquel llorará al comprender que muchos otros sufrieron ya por él y querrá seguir viviendo para que algo en su vida, en lo que quede, valga enteramente la pena. El sonido de las pisadas de un caballo que no es el suyo lo sacan de la abstracción. Mira hacia adelante y un hombre que camina al lado de un pequeño rocín o de un burro cargado con lona se acerca. José Asunción jala las riendas del tordillo, busca su revólver en la pretina y espera a mitad del camino. La escasa luz de la luna deja entrever la silueta del hombre, hasta que por fin se define su rostro redondo y lampiño, vestido con un sombrero de fieltro desgastado, una ruana, un pantalón de liencillo blanco y alpargatas. El hombre lo mira, detiene al burro que rebuzna agitando la cabeza y se quita el sombrero. —Buenas noches, patrón —dice el hombre arrastrando las últimas sílabas, con acento campesino.
—Buenas noches, caballero. —Es tan raro encontrarse a alguien a esta hora en medio del camino. —Bastante extraño. —Pero se debe madrugar para poner el mercado en la plaza —dice el hombre, que se voltea hacia su burro, deja el sombrero sobre una de las lonas y busca algo en una cesta de mimbre. —¿Tiene un puesto en la plazuela? —pregunta sin quitarle la mirada a las manos al hombre, que extrae un recipiente de la cesta. —Sí, patrón, hace años trabajo en la plazuela — responde el hombre que saca ahora dos pocillos de la cesta—. ¿Le provoca un agua de a para este frío? José Asunción lo mira con desconfianza, pero es solo un campesino, piensa, y se apea del caballo. —Claro —responde y recibe el pocillo de esmalte blanco—. Muchas gracias. —Hay que conservar energías para el camino y la jornada —dice el hombre y se lleva el pocillo a la boca. —¿Desde dónde viene? —pregunta, saca la petaca de plata con los cigarrillos del bolsillo del chaleco y extiende uno al hombre que lo recibe. —De estos son finos —dice el hombre, le enseña el cigarrillo y lo enciende—. Vengo de Fusa, de una vereda como a cinco kilómetros de la plaza principal. —¿Qué cultiva? —pregunta y aspira su cigarrillo. —Verduras, patrón —responde el hombre y arroja una bocanada de humo por la boca y la nariz—. Mi tierra es muy buena, brota todo lo que uno le eche. —Flores, ¿tiene flores? —Muchas flores, de todas las clases, con unos colores que no se imagina —dice el hombre y mueve la mano en la que tiene el cigarrillo—. Por las noches inundan toda la finca con sus olores.
José Asunción imagina una gran extensión de valle que desciende por una colina, cubierto todo por cientos de pétalos multicolores que se alzan hacia los cielos. Suspira y mira de nuevo al hombre que aspira por segunda vez el cigarrillo. —Lo imagino. Debe de ser hermoso. —Patrón, cuando quiera vaya —dice el hombre—. Usted parece un hombre de bien, estudiado y todo, mi casa es humilde, somos pobres, pero cuando quiera también será su casa. —Muchas gracias —dice y le entrega el pocillo—. Debo seguir mi camino. —Gracias por el cigarrillo, muy fino —dice el hombre, sonríe y enseña su boca desdentada—. También debo llegar pronto para que no me quiten el puesto. José Asunción da media vuelta hacia su caballo. —Por allá lo espero en la finquita, patrón —dice el hombre, guarda los pocillos en la cesta y se pone el sombrero. —Eso también espero —responde, arroja el cigarrillo, lo aplasta con el tacón de la bota izquierda y monta de nuevo el caballo. Cabalga lentamente. Voltea su rostro y la silueta del hombre desaparece entre la niebla. Ojalá todos los seres humanos fueran así, desinteresados y humildes como este campesino, piensa. Hace frío y siente cómo se entumece su rostro. Mira hacia adelante y descubre ahora la silueta de tres jinetes detenidos a mitad del camino. Dos de ellos fuman porque la lumbre de los cigarrillos se enciende. Del tercero solo se entrevé su silueta. Allí está el sombrerero alemán, es uno de los que fuma, la silueta del sombrero, de copa alta y redonda, se ve perfectamente. Saca el reloj del bolsillo de su chaleco y mira la hora. Doce y cuarto. Sonríe. Lleva su mano derecha a la pretina y empuña el revólver. Una ráfaga de viento levanta la ruana de sus costados. Debe poner de nuevo su mano sobre el sombrero para que no salga volando. La luna brilla tímidamente y arroja una luz plúmbea sobre el sendero. Al costado derecho de José Asunción, el valle se encuentra invadido por cientos de luciérnagas que pululan. De su costado izquierdo le llega un fuerte aroma a flores, como debe de ser el terreno del campesino, piensa, y el sonido del batir de alas de mariposas. Mira de nuevo las siluetas de los hombres que han arrojado los cigarrillos al camino y que lo
esperan. Así que esto era, murmura. Si pudiera escribiría un poema ahora mismo, piensa. Enciende un nuevo cigarrillo con dificultad y quita por un segundo la mano del revólver. Da una y dos caladas. Entrecierra los ojos y recuerda a Elvira. Observa cómo su sombra se funde con la del caballo, aspira de nuevo el cigarrillo, sonríe y murmura, «y mi sombra, por los rayos de la luna proyectada, iba sola, iba sola, ¡iba sola por la estepa solitaria!, y tu sombra esbelta y ágil, fina y lánguida, como en esa noche tibia de la muerta primavera, como en esa noche llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas, se acercó y marchó con ella, se acercó y marchó con ella, se acercó y marchó con ella»…, levanta la mirada, arroja el cigarrillo a un costado del camino, fustiga al animal y el viento golpea con fuerza su rostro.
AGRADECIMIENTOS
Agradezco a la Biblioteca Luis Ángel Arango y a algunos de sus trabajadores, quienes me ayudaron en la investigación que realicé durante más de dos años para este libro. Al maestro Fernando Vallejo, por su extraña y hermosa biografía Chapolas negras, almas en pena, de la que extraje material de suma importancia, pero sobre todo, por ayudarme a comprender el espíritu enrevesado de José Asunción. Al señor Enrique Santos Molano, a quien también felicito por su biografía El corazón del poeta, rica, documentada, eficaz y completa, con la que alimenté algunos pasajes de mi novela. A mi amigo Sebastián Pineda Buitrago, único ser en su especie, ya que dejando de lado sus ocupaciones múltiples, leyó y comentó la novela de forma desinteresada. A mi amigo el escritor Pablo Estrada, por las tardes de charla y de lectura, por el apoyo incondicional, por creer aún sin creer, por su profunda honestidad y por su certeza a la hora de luchar por lo que nos pertenece. A Angie Rodríguez, por su paciencia, por soportar mis estados de ánimo, por solventar el mismo ánimo, por comprender que los más de tres años invertidos en esta novela no fueron de ausencia y por su apoyo económico cuando quise desistir de la escritura para buscar cualquier empleo. A mis amigos Andrés González y David Flórez por los cigarrillos y las conclusiones lógicas, a Fernando Iriarte, Rubén Hernández y demás lectores primarios de la novela, por sus comentarios y las charlas sobre el tema. Y claramente a José Asunción Silva, el poeta de los Nocturnos y de los Maderos de San Juan, por su poesía nueva, por la luz de sus versos, por su lucha irascible, por su amor infatigable y por su alma pura y difícil como un río.
Daniel Ángel
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Daniel Ángel
Daniel Ángel nació el 2 de agosto de 1985, en Bogotá. Además de poeta y narrador, es docente de literatura y artista formador de IDARTES en el área de creación literaria. Es autor de las obras Montes de María (2013, ganadora de la convocatoria de novela del Festival Internacional del libro de Saltillo, Coahuila, México), País de colores (2015), Rifles bajo la lluvia (2017) y En esa noche tibia de la muerte primavera (que ganó el II Concurso Nacional de Novela Universitaria UIS 2017, y que ahora Seix Barral reedita con el título Silva). Ángel ha publicado artículos en las revistas Casa Tomada (Nueva York) y El Malpensante, en el diario El País y en el mensuario Desde abajo. Sus poemas salen en el libro Poetas que hay que morir antes de leer (México, 2014) y fue incluido en la antología nacional de crónicas sobre el conflicto armado Nosotros no iniciamos el fuego (2017).
Ilustración de cubierta: Paula Vargas Salazar Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño
Cuando publiqué la biografía de Silva El Corazón del poeta (1992), con la hipótesis extraña (extraña, como la muerte misma del poeta) que contradice la versión tradicional del suicidio, recibió el rechazo unánime por los iradores del poeta que llevaban décadas especulando acerca de las muy variadas causas que habrían motivado el suicidio.
Sin embargo, con el paso de los años, la teoría del asesinato que se sustenta en El Corazón del poeta ha ganado numerosos adeptos agudos. Daniel Ángel se ubica en el último día de la vida del autor del Nocturno. Por la mañana Silva recibe un sufragio amenazante que lamenta con anticipo su muerte, la cual habrá de ocurrir en la madrugada del día siguiente.
Con la habilidad detectivesca de un Hercules Poirot, el novelista desenvuelve las circunstancias dolorosas de la historia de José Asunción, cansado de vivir, pero no de luchar por la vida, como buen strugleforlífero que era. La novela de Ángel, bien escrita, meditada con deseo sincero y profundo de asir la personalidad del gran poeta, prende luces nuevas en el misterio de la muerte de Silva, que ayudan a entender el por qué.
Enrique Santos Molano, escritor