Quizás La Navidad Sea Un Asunto De Voltaje 185h56

Quizás la Navidad sea un asunto de voltaje

Jaime Palacios Chapa

Quizás la Navidad sea un asunto de voltaje Jaime Palacios Chapa

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© Jaime Palacios Chapa, 2020

Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

www.universodeletras.com

Primera edición: 2020

ISBN: 9788418385780

El técnico de luz, turno navideño

Quizá sea un mito; tal vez un duende, ángel, espíritu, genio… o un muy oportuno inoportuno. El hecho es que estás en la cena navideña en el típico momento en el que el resentido se acuerda, el dolido se soba, el lastimado llora y entonces los recuerdos, los malos, ganan su sitio en la mesa al abrazo y al momento. Luego una voz opaca al villancico, seguida por otra que aplasta las risas y una más que hasta sacude las esferas del pino. Justo en ese instante, cuentan, dicen, porque en mi casa no ha sucedido, la luz se apaga y el silencio se impone. Entonces se enciende una pequeña vela, acompañada, según algunas versiones, por una risa seca, de viejo sin dientes, llama que captura las miradas y los pensamientos. La voz de la oscuridad dice “Feliz Navidad a todos”… y la luz se enciende. Cuando esto sucede, ven al técnico de la Compañía de Electricidad junto al interruptor, diciendo que todo era cuestión de encenderla. La luz. El hombre se despide y deja a los pensamientos urdiendo mitos. Quizá no sea cierto que tiene las orejas puntiagudas. Quizá, tal vez, sólo sea el resultado proyectivo de una generación que creció viendo películas navideñas. O fue, pudiera ser, simplemente un inoportuno justificado por el momento.

Piten pastores, piten

Hay tres cosas que se puede hacer durante un embotellamiento navideño en Monterrey:

1.agredir a los de adelante (y todos lados) con el claxon 2.textear 3.como en el cuento de Cortázar, bajar del coche y socializar mientras resulta posible volver a avanzar unos centímetros.

Decidí experimentar lo último. Mi vecina de fila era una mujer de más de 60 años, quien fumaba y filosofaba al mismo tiempo: “Las luces navideñas son la risa de la oscuridad. Digo, al menos lo hace una vez al año…”, me dijo sonriente, viendo hacia la zona habitacional a lado nuestro. “Oiga, ¡qué bonito! ¿Y… de qué ríe la oscuridad?”, le pregunté. La furia salvaje de los claxons nos avisó que el auto adelante nuestro acababa de avanzar tres milímetros. “No estoy segura de querer saberlo”, respondió antes de volver a tomar el volante.

Dickens se equivocó

Creo que ha sido la mejor esfera de Navidad que he visto jamás. No tenía color, ni emitía sonidos; su tamaño era indigno de cualquier consideración. Fabricada artesanalmente en una, por así decirlo, opaca transparencia, contenía algo que ninguna otra esfera ha contenido nunca, hasta donde mis conocimientos llegan: un puro, denso e imperturbable silencio. Y si permanecías en su interior un tiempo prolongado, era posible experimentar la auténtica noche de paz; mejor aún, conocer y gozar de los dones del Fantasma de las Navidades Pasadas (el cual, por cierto, no es en absoluto como Dickens lo describió).

Cumple todos tus deseos

La escena fue enmarcada por las guirnaldas luminosas que rodeaban nuestra puerta: Paty en el asiento del conductor helada por el cañón de una pistola y una voz que le ordenaba: “¡La bolsa y las llaves, pendeja!”. La repentina aparición de un ser voluminoso de cabello blanco interrumpió el robo; su uso certero de un bate de béisbol infantil canceló el disparo. Dos detonaciones provenientes de la oscuridad desgarraron el abrigo blanco del hombre grande. Escuchamos algunos golpes secos y luego reapareció. La sangre había coloreado su ropa. Tras limpiarlo con su gorro de dormir, nos entregó el bate, aún con etiqueta: “El regalo de Fernandito”. Desapareció dejando una estela de risas sonoras en la noche. Seguramente eran suyas.

Estrellas invitadas

El astrónomo enfocó su instrumento sobre una de las infinitas esquinas del cielo. Localizó una galaxia e hizo una llamada. Del otro lado de la línea, un hombre apagó una sola de todas las luces del alumbrado navideño municipal. La galaxia desapareció ante la lente. El científico repitió el experimento óptico-telefónico en otro barrio del Universo, y de nuevo miró desaparecer a una constelación. Anteponiendo el interés de la ciencia a la posible oscuridad de los posibles habitantes de los posibles mundos afectados, el hombre de estrellas ejecutó tres, cuatro, ocho veces más el ejercicio. El resultado fue el mismo siempre. Cuando se sintió conforme, invirtió el proceso. Entonces las galaxias desaparecidas, una a una, volvieron a ser parte del firmamento. El astrónomo se separó del telescopio y caminó hacia un grupo de intrigados y fríos espectadores. “Caballeros”, les dijo solemne, “en este momento, todas las luces del cielo están presentes entre nosotros.” El hombre se puso su chaqueta y una bufanda. Empezó a despedirse de mano de cada uno de los testigos. “Eso es lo que quiero creer”, murmuró al partir.

El regalo

Recibí con emoción la caja envuelta en papel verde atado con listón rojo. Antes de abrirla, por el puro peso, supe que mi compadre el que es alcalde estaba cumpliendo su promesa a todos los que votamos por él. Acaricié la pistola automática, brillante y nuevecita, con un escudo de la istración de mi compadre y los colores de su partido. Ansío que terminen las vacaciones para poder llevarla a la escuela donde trabajo. Voy a enseñar a los niños a usarla. Quisiera que algunos lleguen a ser adultos y, de ser posible, hasta gente de bien.

Experiencia mística en 3D

El artista duranguense Jesús Vela Cornejo asegura haber pasado una Navidad “aterrorizante y a la vez maravillosa” en lo alto de la sierra. Según sus palabras, las estrellas descendieron y se posaron a lado y encima de su cabaña, “junto a los árboles, frente a mi puerta, en mi terraza, en medio del camino. Y repito para que no se piense que exagero: las estrellas, estrellas del cielo grandes y brillantes bajaron y se expusieron ante nosotros. Vaya, ¡las podíamos tocar!” Cuestionado sobre si no se trataría de algún tipo de fenómeno extraterrestre, Vela Cornejo comentó que su hijo le hizo el siguiente reclamo: “Y tú decías que eran aviones”, refiriéndose a la explicación que normalmente le daba cuando el niño decía ver objetos moviéndose en lo alto. “Pero menos mal que no lo fueron”, finalizó el duranguense, quien también dijo que el fenómeno duró hasta los primeros días de enero, cuando los astros retomaron su sitio en el firmamento. “Una cosa sí les aseguro” moralizó, finalmente, el esposo y padre de familia, “y es que jamás volveré a bajarle el cielo, las estrellas (o nada más) a mujer alguna, con excepción de a mi esposa, por supuesto”.

El narco que creía en Santa Clos

Esta Navidad, Santa Clos murió dos veces. Y en ambas, fue ejecutado. En la segunda ocasión, la última, el hombre de rojo expiró después de recibir más de 20 heridas de bala, sin contar las que, debido al grosor de su abrigo no alcanzaron a ser tales. Sus últimas palabras fueron: “Tamos a mano, Gordo”. Minutos antes, quizá 10, quizá 15, Santa Clos y sus duendes fueron emboscados mientras descargaban regalos en un fraccionamiento residencial. Los disparos provinieron de varias cocheras, el interior de una camioneta, una casa para perros y una azotea. Una bala atravesó el bonete del duende Gasparín y éste cayó el primero, con el cráneo roto como piñata. Instantes después, todos los duendes menos uno yacían exánimes en sendos charcos de sangre. El sobreviviente escapó herido, no sin antes haberle mentado la madre a su colorado patrón. En la primera ocasión, Santa Clos era un hombre naturalmente gordo, de mejillas sonrosadas, cabello y barba blancos que vendía hamburguesas en el lugar equivocado. Fue la víctima colateral de un ajuste de cuentas entre bandas. Para el capo de una de las agrupaciones criminales, no valieron la insistencia ni las razones, de por sí limitadas, de sus sicarios. Él se inclinó ante el hombre muerto, visiblemente consternado y guardó silencio durante un tiempo largo. El capo accedió a partir cuando la llegada de la policía era ya inminente. Se le escuchó decir: “Te la debo, Gordo”.

La tarjeta de navidad del Dr. Néstor Hass T.

“Para el nuevo año, deseo sinceramente que logres detener al tiempo, domesticarlo, ponerle riendas y conducirlo. Yo ya casi lo logro. Tan sólo esta mañana, cuando lo llevé a la práctica salí a la calle corriendo y antes de que una hoja que empezaba a caer tocase el suelo yo besé a tres muchachas, derribé al agente de tránsito que multaba mi auto, compré un café en la tienda de la esquina y estuve de vuelta. Cuando lo dominas, parece que las cosas transcurren muy despacio, aunque en realidad van tan rápido como deseas; todo luce nítido, como si tus ojos fuesen nuevos; el parpadeo de las luces es eterno y sientes que no necesitas dormir, ya que el mundo lo está haciendo por ti. Sinceramente, espero que puedas lograrlo”, y firmó, justo cuando la policía lo conminó a entregarse, acusado de faltas a la moral, violencia pública y posible intoxicación*. * Pero con tan mal tino, o quizá tal lentitud, que él escapó antes de que terminaran de decir “preso”.

Lluvia lúcida

En diciembre llovió saliva y lodo, o cualquier otra sustancia ajena a la composición normal de la lluvia. Los efectos químicos se dejaron sentir desde las primeras gotas. Unos veían a los rostros y sabían quién sería capaz de robar una cartera, quién de clavar un puñal. Alguien notó que el cielo es más profundo en esta época del año. Una voz exclamó: “¡Veo su tristeza, la veo…!” Entonces estalló el aguacero y el grado de intoxicación rebasó todos los niveles conocidos. Empezamos a escuchar a las plantas, a las nubes, hasta a las estrellas. Alguien dijo: “Acepto tu prisa y la lamento”, y alguien más “Entiendo tu enojo”. Todos podíamos ver quién había salido a la calle con la intención de hacer daño y quién no; podíamos verlo. Conocíamos la condición de los alimentos antes de comerlos y empezamos a entendernos sin hablar: una mirada sostenida bastaba para que arregláramos cualquier malentendido. “Comprendo que me hayas robado…”, dijo una víctima, y “Supe que era inocente desde que lo trajeron”, expresó un juez. Alguien pidió disculpas por no poner atención: “Es que estoy viendo a Dios”, se justificó con sinceridad. La energía del cuerpo, los átomos y el pensamiento se mostraban impúdicamente a nuestros sentidos. Al día siguiente, nos unimos a la marcha para exigir el cierre de todas las plantas contaminantes y la devolución del aire y la lluvia a los que estábamos acostumbrados. Esa vez, la contaminación colmó nuestra paciencia.

Adolf Klaus vs Los Impuros de Temporada

Elevó sus ojos al cielo y planeó amarrar moños rojos de gruesos listones de terciopelo en las ramas vacías de los árboles. “Y mi gobierno no tendrá fin” murmuró mientras sacaba su vieja e infalible Lugger para apuntar con ella al tembloroso Gerardo Segovia. “El 24 de diciembre es muy buena fecha para que te despidas ¿estás de acuerdo?” Ni el llanto ni las súplicas lo conmovieron. “Tus depresiones, tus quejas y amarguras ensucian mi tiempo y eso no puedo permitirlo. Te di un plazo y fallaste. Ya fue mucho...”. El disparo arrojó a Gerardo sobre el árbol de Navidad y, en su caída definitiva, rompió esferas y figuras. Abandonó el lugar por donde había llegado: la chimenea. “Calidad Total: Una Navidad limpia para el nuevo milenio. Ésa es la meta”, se dijo mientras guardaba la pistola en el interior de su abrigo y buscaba la dirección del siguiente hogar a purificar. “Martha Laura Zermeño: duelo prolongado y melancolía. Se le avisó que tenía de plazo hasta hoy para ser feliz y no cumplió. Hay que borrarla”. De hecho, son pocos los que lo logran, sólo los realmente buenos. Se apegan tanto a las emociones desagradables... Pero en fin, él les brinda la oportunidad de dejarlas, y el que quiere, siempre puede. “Los que lo hacen, son el tipo de ciudadanos que necesito”. Golpeó dos veces al viejo reno antes de hacerlo volar. “Definitivamente: este año va al rastro. Y con él todos aquellos que ensucian mi tiempo de tristeza, coraje, frustración y lamentos. Bastante trabajo me ha costado el extender mis dominios a noviembre y enero como para que me los vengan a ensuciar”. Mientras cambiaba el cargador de su Lugger, externó con fuerza su risa a todo lo ancho del estrellado cielo de diciembre. Y voló.

Era luminadicto, el pobre

Suponías que la única víctima de tu imprudencia cuando saliste borracho de la fiesta había sido el poste, pero vas a ver que no. Fernando se estaba quedando a oscuras, y por eso había conseguido un salvavidas que lo ayudaba a pasar los para él tristísimos días de fiestas. Desde niño fue un cuate raro, pero las depresiones empezaron a volverse más frecuentes cuando pasó de los treinta años. Él sentía como que algo se apagaba por dentro, al principio quizá una lamparita, mas en sus últimos años el pobre realmente conoció las tinieblas. Que era un solterón sin amistades, porque los pocos amigos que tuvo y lo toleraban, ya se habían casado; que su infancia de hijo único y consentido lo había echado a perder; que era un egocentrista desahuciado, incapaz de sostener una relación afectiva verdadera; se decían de él muchas cosas. El asunto es que en sus días finales le escuchamos el rollo ése de que se le iba la luz, que de tanto en tanto sufría verdaderos apagones, yo suponía que anímicos. Luego descubrimos que la luz de afuera y la de adentro, aunque no se las cobraban en el mismo recibo, se alimentaban del mismo cable. Discúlpame, pero tú tienes la culpa. Fernando gozó de la feliz coincidencia de que uno de sus momentos oscuros se diera justo cuando la ciudad estalló en luces navideñas. Salió a la calle en pantunflas a lamer foquitos, inhalar pinos brillantes y llenar sus pupilas de verde, rojo, azul, amarillo luminosos. Lo hizo toda la noche, con riesgo de enfermarse o de ser arrestado, pero escapó de sus tinieblas. ¡Culpable!: Tú lo hiciste. Ahí fue el comprar de foquitos y demás arreglos luminosos, pasarla mirando aparadores y casas bien decoradas, todo ello con una necesidad de pervertido (antes no lo denunciaron; les ahorraste el trabajo). Llegó a sentirse contento. Había encontrado una tablita flotante de la cual sostenerse mientras transcurrían los melancólicos días de invierno, especialmente los de Navidad. Ya hasta tenía pensadas una serie de buenas razones para convencer a los comercios y familias de que extendieran el esplendor de las festividades de perdido hasta el Día de la Candelaria. Por lo pronto, él prefería correr el riesgo de electrocutarse, durmiendo con luces sobre su cama, luces en su baño y regadera, en su cocina.

El cuerpo de Fernando fue encontrado cuando se restableció el servicio de energía eléctrica, después del prolongado apagón causado por un irresponsable, sin agraviar, que se llevó de encuentro a un poste de electricidad cuyos cables arrastraron en su caída a varios transformadores, lo que dejó a la ciudad, prácticamente, a oscuras, la noche en que los empleados de la luz prefirieron seguir festejando su posada con velas y bengalas. Y luego preguntan que por qué la gente se suicida en Navidad.

Un solo deseo se hará realidad

Santa no ríe. Santa llama a Gran Concilio. Acuden todos. Duendes chicos y duendes grandes. Duendes nuevos y duendes jubilados. Hay crisis de deseos. Los hombres piden lo mismo desde hace siglos. El encuentro se da en el Gran Salón de la Mansión Galleta Pecanchip, la que se yergue recargada en la panza del glaciar totémico. Sí, el más viejo. La chimenea ríe. Los trenecitos están encendidos. Suenan pequeñas campanas. Todos se sientan alrededor. Santa expone el problema, pero la puerta se abre. El Señor del Muérdago, Gran Barón de los Vientos del Norte, los hiela con su presencia. Entra seguido por todos los que siempre lo siguen, mientras Santa se convierte en un muñeco inflable que oscila hacia los lados y los duendes en simpáticos peluches. Entonces se abre la Gran Puerta, la que fue tallada con madera de árboles anteriores a la Edad del Hielo, la que siempre niega y ahora permite el paso a la panza del glaciar totémico. La Dama y los Señores de los Tiempos y los Vientos acceden a la Habitación en la que no existe el sonido, aquella cuyas ventanas sólo muestran el gris de la piedra y el blanco del hielo y de sus inmensos candelabros penden hermosos cristales de agua congelada desde el principio de las eras. Es tanto el apuro que ninguno nota que Santa, el muñeco inflable que oscila hacia los lados, suda, ni que uno de sus duendes parpadea de una manera que no indica un mecanismo, sino más bien un singular nerviosismo. Constará en las actas que al Señor del Muérdago, de mirada helada como el Atlántico lo acompañaron la Dama del Velo de Escarcha, La Cabeza de Pez Cuyo Cuerpo es Humo, dos seres transparentes y alados, uno de los genios amarillos, el Emisario de los No Nacidos y todos juntos discutieron en palabras largas y sibilantes como el viento polar de ciertos mediodías, inalcanzables como algunas de las estrellas el problema más acuciante de los hombres de buena voluntad: su incapacidad para desear con la forma, propiedad y precisión debidas. Entonces eligieron ellos para nosotros todos, los mortales, qué deseos habrían de ser atendidos, cuáles de entre miles serían premiados con su realización. Y los guardaron, fueron depositados bajo setenta y ocho llaves que aún al más hábil de los duendes volverían arduo su alcanzar. Los potentados del invierno, una vez terminada la misión que los reunió por vez primera en siglos muchos, regresaron a sus sitiales cardinales con la esperanza puesta en un descanso largo, porque deseos como esos difícilmente serán alguna vez deseados por miembro alguno de la Humanidad. Deseados por un duende, quizás.

Santa respira. Los hombrecitos orejones corren y caminan. Suenan de nuevo las pequeñas campanas y han vuelto a marchar los trenes. Un duende sabe. Él ha visto y escuchado lo hablado por los Grandes. Lo decidido. Sabe que premiarán con su realización a quien desee la máquina de todos los deseos, la que agote las posibilidades (ellos aman el deseo original y sincero). Sabe también que concederán lo pedido a quien solicite bebés con mayores virtudes y cualidades que sus padres. Lo mismo harán con quien clame por nochebuenas genéticamente modificadas para tener propiedades de la cannabis en su aroma (flores que desaparezcan la prisa y hagan reír). Quizá algo más. La Navidad es una fantasía con permiso. Tal vez concedan que otras fantasías lo tengan. El duende no para de hablar y de correr. Quiere salir. Quiere viajar. Quiere contarnos toda la verdad. Santa no ríe. Escuchar la historia de Prometeo es insuficiente para detener al pequeño orejón. El duende busca alertarnos. El duende aborda el camino. Largo y ventoso, como el de la canción. Ahora es un peluche en una vitrina de una gran tienda comercial en la Quinta Avenida de Nueva York. El más gustado por los niños, tal vez, pero un peluche mudo, al final de todas las cuentas. Por cierto, no fue el Señor del Muérdago quien lo redujo a dicha condición. Santa sonríe. Santa respira tranquilo. Aún lo aguardan muchas navidades iguales en el futuro. Nada va a cambiar. Las mismas cartas. Los mismos deseos. Los mismos regalos, para dicha de la cadena productiva polar. Pero si el Gordo muestra la brillante dentadura, alguien más ostenta la suya, invisible toda en medio de la helada brillantez del éter. Siempre será bueno que haya a quien culpar. Mejor aún, que ni se comprendan ni se sepan buscar los orígenes primeros de la causalidad. Feliz Navidad.

Del cielo al suelo

¡La gente ya está corriendo! No lo hizo cuando empezaron a bajar las estrellas, cuando veíamos cómo se hacían más y más grandes, hasta parecer que nos iban a aplastar. Tampoco corrió la primera vez que miramos montañas de diamante en medio de nuestras avenidas, sobre los cerros, los techos, en la plaza; en las canchas, en las fuentes, encima de los monumentos. Todos muestran un miedo que no externaron cuando comprobamos que, efectivamente, eran estrellas esos objetos que brillaban ante nosotros, a nuestro lado o ligeramente arriba. Nadie entró en pánico al descubrir que los motores, radios, televisores y computadoras dejaban de funcionar en presencia de los astros, ni hubo terrores radioactivos. Cayeron encima de nosotros, pero como lo hicieron atravesando las nubes se habló de una gran lluvia de centellas y los espantosos objetos negros que han quedado cuando algunas se apagan, se han querido explicar como el núcleo anteriormente desconocido de los luceros. Pero repentinamente, el miedo... ¿es la consecuencia de que alguien haya dicho que más que estrellas son los alfileres que sostienen contra la nada a la negra túnica de la noche? Este argumento es deleznable, porque no nos ha envuelto la oscuridad. De hecho, ha seguido saliendo el sol (y cuando sucede, resulta imposible saber a dónde se van las estrellas). Vista con buenos ojos, ésta pudo haber sido una navidad maravillosa: decoración y luces gratuitas y descomunales. Pero ahora la gente corre encima de la gente, conductores sobre otros conductores buscando refugio contra algo tan sin precedente. Existe otra posible explicación: “Bajar el sol, la luna y las estrellas”, según el decir popular, que por lo visto no por popular es menos causal. De hecho, están empezando a subir las mareas, a dar a luz las embarazadas y a festejar los lunáticos...

Ojitos switch

Off

Fue una noche de ironías, paralelismos y, en un descuido, hasta de dobles sentidos. Por si fuera poco, fría y brillante, como esperamos que sea la navidad. Cientos de peregrinos de fiestas de temporada, compras de última hora o de un rutinario regreso a casa fueron hechos prisioneros por un estreñimiento vial que, en esos días, pudo deberse a muchas causas (un accidente, un semáforo descompuesto, el acto violento de cada día). Es casi seguro que absolutamente todos los que aguardaban por su libertad esa noche desearon recibir posada, una posada real y con cimientos, con baño, cama y cocina, no motorizada, pero difícilmente alguien lo sintió con mayor fuerza que la pareja aquella que abordo de un taxi se dirigía al hospital apurada por las primeras señales de un alumbramiento.

Click

No habría sido algo nuevo que una mujer diera a luz en un transporte público. Sí lo fue que la ocasión y el papá de la futura criatura compartieran el sentido de la ironía, accedieran a descender y vivir el parto en el pesebre tamaño natural de una plaza pública. El muchacho pateó al buey, puso al niño dios en el suelo y acomodó a la casi madre en la cama de paja. Levantó una tela que servía de base a las figuras y la usó de sábana y cobija para su esposa. Algunas personas también descendieron de sus coches y se acercaron.

On

El niño nació con prisa. Una criatura sietemesina que apenas abría los ojos. La preocupación pasó a ser la de darle calor. La noche estaba helada y la ambulancia, a menos que fuera un trineo volador, iba a tardar. Un hombre alto, de abrigo oscuro largo, gorra de esquiador y en esos momentos cálida barba quitó algo de paja del techo y les reveló una inusual pantalla en 3D. El sujeto se puso en cuclillas junto a la madre, que abrazaba con desesperación al neonato, y le mostró el cielo, profundo como sólo puede verse en esta época del año. “Cuando un niño abre los ojos y estos reflejan por primera vez la luz, hay un breve instante en el que se unen el cielo y la Tierra. La vida es un rayo que atraviesa el universo instantáneamente y brilla en dos lugares al mismo tiempo: unas pupilas y una estrella”. El hombre guió la mirada de la madre, y la de todos los pastores urbanos que ahí reunidos aportaban, además de curiosidad, calor, hacia el oscuro horizonte superior, y señaló un pequeño destello que poco antes no se notaba entre las constelaciones. “Hubo un error en la traducción de la biblia”, agregó el hombre, “no es que una estrella señalara el nacimiento de un niño. Fue el nacimiento de un niño el que la hizo brillar a ella.” Entonces miraron a la criatura y vieron que sus ínfimos párpados hacían el esfuerzo de abrirse. Arriba, muy arriba, una intermitencia luminosa hacía eco de dicha lucha. “El cielo es el álbum de recuerdos de la Tierra. Deberíamos ceder los telescopios a los historiadores”, dijo el tipo alto algo que pareció ser broma, aunque nadie podría asegurarlo. Lo sí cierto era que la criatura respiraba y abría sus ojitos. “Dar a luz es encender un switch intergaláctico; esta noche todos ayudamos a hacerlo”, se despidió de ellos cuando llegaron los paramédicos.

Ya en la maternidad, la mamá nueva lo recordó: ¿Quién era? Deberíamos buscarlo, darle las gracias… Ironías, paralelismos; coincidencias y reflejos, como la iluminación navideña, que evoca la del cielo. Si cruzan el infinito, también pueden atravesar el tiempo: “¿Agradecerle qué? A ciencia cierta, sólo sé que te mantuvo tranquila con sus cuentos mientras llegó la ambulancia. Además, no creo que vayamos a encontrarlo…” ¿Por qué? “Seguramente subió a su camello y fue a reunirse con los otros dos, el del elefante y el del caballo…”.

La Navidad y la niña índigo

Como si fuera una de esas grandes y tremendas epopeyas germánicas, pero con villancicos de las Ardillitas en lugar de música de Wagner; o una trilogía de Tolkien, pero en muchísimas palabras menos, un anillo perdido desató una inmensa conflagración entre las más altas fuerzas cósmicas en el mínimo espacio del departamento de los Villarreal. ¡Santa Rita me lo ha devuelto!, exultó jubilosa la señora de la casa elevando la mano al cielo, o bueno, al techo. La santa de los objetos extraviados, asegura, jamás le ha fallado. La santa tuvo algo que ver, pero no todo, dijo la pequeña sentada con las piernas cruzadas al pie del árbol navideño. ¡Fue el sagrado pentagrama de Salomón! Su magia es poderosa y obra maravillas cuando es invocada por sus iniciados, presumió el cabeza de familia ostentando una sortija, acariciando su barba y reprimiendo un erupto. El sello poderoso tuvo algo que ver, pero no todo, dijo la niña abriendo su manita y mostrando otro anillo. En ese momento, hubo paz en la tierra entre los hombres de mucha curiosidad. Santa Rita corrió con todas sus fuerzas tras un duende luminoso que huía con el anillo, pero ese librote lo aplastó, y la niña señaló el grueso tomo de Teoría Conductual que yacía en el piso. Del duende sólo quedaron unas chispitas, pero el anillo fue atrapado por el hocico babeante y colmilludo de uno de los tres perros negros de la envidia que gruñían de manera horrible a Santa Rita para que no se acercara, describió simulando garras y dientes con su carita y manos. La magia de Salomón los volvió mansos. Entonces encendí el pino así, dijo, y de lo alto de sus ramas cayó un anillo como éste, que ya es el cuarto. ¿Cuál es el verdadero?, preguntaron todos cuando la niña lo mostró. El árbol de navidad encendido manda al cielo una señal de luz. La señal rebota en la cobija morada de nubes que cubre la ciudad y la reciben todos los pinos iluminados. Cuando encendí el de nosotros, pregunté por el anillo; del resto se

encargaron los hermanos verdes con luces. ¿Pero cuál es el verdadero?, corearon presurosos los Villarreal. Entonces la pequeña tomó los cuatro anillos y los apretó en su mano. El que cuenta con la bendición de Santa Rita, la protección de la sabiduría de Salomón, está vacunado contra las envidias y ha sido auxiliado por la nueva ciencia, dijo abriendo su puño. A partir de ahora, los símbolos serán monedas de cambio, agregó cuando se los entregó. Enseguida, la niña se acostó junto al pesebre.

Nochebuena en el cuerpo de Andrés

El cuerpo de Andrés está dispuesto para la última lucha por salvarlo. En la cama, inconsciente, con respirador artificial, múltiples sondas y una conexión eléctrica en la nuca, depliega los clósets de su memoria en las paredes laterales y frontal de la habitación. En una esquina, un pino de navidad adornado con títeres y un nacimiento cuyo pesebre son libros, asocian la temporada a la esperanza de que exista un remedio dentro de él. El enfermero de guardia contribuye a la violación de las reglas, pero sólo lo hará durante 40 minutos. Están presentes la mamá de Andrés y el hombre de la chaqueta bermellón, el de la iniciativa. El enfermero los apresura. Sobre las paredes se proyecta un mapa del cerebro del moribundo. El pasado está a la izquierda, el presente en la pared frontal; los deseos se localizan en la restante. El hombre de la chaqueta señala una mancha de color intenso. El enfermero la amplía. Andrés tira un penalty. Su madre lo recuerda: ese gol lo tuvo contento por meses. Cada elección es una pieza jugada, y sólo tendrán derecho a unas cuantas, las que permita el corazón del paciente: “¡Tiro a gol!”, deciden. Andrés vuelve a experimentar el partido, a los espectadores ansiosos, el olor a pasto, la fuerza del sol. Ve al portero, siente las piernas y el o con la esfera. Mira con seguridad la proyección imparable de la pelota, el salto inútil del guardameta. Los gritos, la satisfacción que alcanza a reflejarse en su rostro, visible a través del respirador. El enfermero los regaña. La presión cardiaca rebasa los límites de peligro. La mamá deja de escenificar ella misma el penalty, como si esperara la respuesta imitativa de su hijo; sugiere acudir a la infancia. Buscan manchas intensas en la pared izquierda. Andrés se agita; la fantasía lo enfrenta con la real carencia de sus piernas, sacrificadas a la gangrena hace apenas unas semanas. El rostro dormido deja escapar un gesto de dolor. Eligen una mancha colorida; la ampliación lleva al paciente comatoso a sus 12 años. La fiesta infantil, globos y refrescos; él dirige y actúa una breve comedia. Siente el gozo del escenario, del ingenio valorado. Escucha los aplausos. La satisfacción es inevitable. Vuelve la sonrisa a transparentarse por el respirador. El hombre de la chaqueta bermellón ordena intensificar aún más la experiencia;

un disparo de energía vivifica los recuerdos. Andrés, maquillado, pretende apoderarse de la atención de una niña rubia. Los ojos azules ceden gradualmente al insistente llamado del gracioso que está en el escenario. La voz del niño actor aumenta su volumen; ella lo mira, sonríe. Hay risas y aplausos. El corazón late en armonía. El hombre de la chaqueta señala una mancha cercana. El enfermero los apura; amplía otro recuerdo de fiesta. Andrés usa traje y baila con una muchacha. Su mamá reconoce la graduación; la señora se preocupa. La música disco regresa a la memoria auditiva del enfermo, junto con el perfume de su acompañante, el calor del salón y la sed. El hombre de la chaqueta desea vivificar aún más el recuerdo; la mujer duda. Andrés vuelve a recordar la pérdida de sus piernas; las sensaciones revividas de amontonamiento, baile y calor, dificultan su respiración. El enfermero alza la voz: están adelantando la muerte. La señora señala a gritos una mancha en la pared de enfrente. La gran plaza, un mantel pequeño sobre unos escalones, una botella de vino blanco. Andrés poeta declama acompañado de una guitarra; Lourdes disfruta del intento de conquista. Orden de intensificar el recuerdo. El enfermo siente las cuerdas de la guitarra, el espíritu del trago, las hormonas inquietas por la compañía. La gente los mira; un guardia los apresa con la mirada. El viento le vuela el cabello, levanta el mantel y bromea con la falda de ella. Andrés respira profundamente y expone su sonrisa en la vitrina del respirador. El enfermero se levanta. Dice que lo buscan en su puesto. El hombre de la chaqueta lo detiene: no saldrá hasta agotar el tiempo, o la vida del paciente. El enfermero protesta, quiere alzar la voz, pedir ayuda. La mamá de Andrés suplica: es por un desahuciado. La presión baja; el moribundo apenas respira. La señora, sin habla, camina de prisa hacia la pared derecha y señala con aspavientos desesperados una mancha brillante. El enfermero regresa a sus aparatos; ella toma la mano de Andrés. El cuerpo convulsionante recupera despacio su normalidad a medida que en el lóbulo frontal de su cerebro se vivifica un auditorio lleno, él de traje y corbata ante un podio, arreglos florales, luces intensas, un vaso lleno de agua y una pila de libros sobre una mesa que, aun distante, le salpica orgullo. Andrés autor vuelve a vivir la noche cuando se confirmó como eso. Hay

cámaras, trajes, escotes, vino y aplausos. Hay un libro, hijo que no llora, criatura nacida madura que lo hace sentir grande. Están junto a él amigos, familia, maestros y seguidores. Es un buen final. El enfermero lo declara formalmente muerto. El hombre de la chaqueta bermellón abraza a la madre. Fue un buen intento. Lamentablemente, el mapa cerebral estaba lleno de caminos bloqueados por enojo, fatalismo; rotos por el miedo. El enfermero lo increpa con furia: ¿Qué pretende con este tipo de aventuras sin destino? El hombre de la chaqueta bermellón responde que recuperar la confianza de un sector de la población, el de los enfermos, que hace mucho tiempo dejó de creer en él (ni en nada). El enfermero le dice que, por lo pronto, empiece por recuperar la suya y extiende su mano abierta, en espera del pago acordado.

De cómo fue descubierto el Gran Sueño

La Navidad de 1909 la pasé dormido en el iglú en que fui hospedado por una de las Tribus Invisibles del Océano Ártico. Ellos piensan que el año es un día y diciembre su noche, así que se acuestan el 15 de dicho mes para no levantarse hasta el 6 de enero, los más madrugadores. No logré ser el primer mexicano en alcanzar el Polo Norte, pero sí creo que soy el único que ha descubierto que nuestra Navidad es apenas una pobre evocación del sueño. De ese largo sueño. Fue otro gran acontecimiento el que me salvó de rendir cuentas de la fracasada expedición a mis auspiciadores. Los fondos habían llegado tanto del gobierno del General Díaz como de ricos hacendados con perspectivas cosmopolitas como, no creo que lo hayan adivinado, Francisco I. Madero. Y de tal acontecimiento me enteré de antemano gracias al sueño. El sueño del año. Preferiría no afirmar que mis compañeros murieron en el naufragio. Mi esperanza está puesta en que hayan tenido un destino similar al mío, pero que su decisión haya sido la de permanecer allá arriba, en la cabeza de la Tierra. Dios quiera que ahora sean los encargados de soñar por el mundo y no viandas en la despensa de algún monstruo marino. Sé bien que se ha hecho tarde en el tiempo de la historia para andar hablando de monstruos. Mas aún es temprano para que la ciencia dé otro nombre a una tormenta en la que el viento y el hielo se unieron de tal modo que originaron poderosos arietes, increíbles puñetazos helados que despedazaron nuestros mástiles y escoriaron el casco de la nave. No puedo decir más, porque no lo recuerdo. Si acaso, la visión del agua helada y el aturdidor crujido de la destrucción. Luego, el despertar abrigado por pieles en el interior de un iglú. Creo que las Tribus Invisibles han llegado a ser tales más por conveniencia de sus vecinos que por poseer alguna propiedad inexplicable. Hay leyendas esquimales que cuentan la historia de ancestros desaparecidos misteriosamente. Tiempo después, prosiguen los mitos, algún miembro de la tribu atrapaba un pez o mataba una foca en cuyo vientre venía un mensaje. En el escrito, el desaparecido saludaba a su familia y amigos y se despedía de ellos, anunciándoles que pasaría el resto de sus días entre mis salvadores. Si son o no descendientes de una de las 12 tribus bíblicas, me fue negado

comprobarlo. Pude hablar más con los sirvientes esquimales que con los somnolientos . Después de todo, se me había ocurrido naufragar en la plenitud de su única noche anual. Para acceder al gran iglú del sueño, debí cruzar un campo de hielo sembrado de obeliscos hechos de hueso de ballena. “Unir a la nieve del suelo con la nieve del cielo” fue la explicación que me dieron acerca de estas erecciones, por las que vi descender a eléctricos rayos de luz, azules, violetas o amarillos. Y del sueño sólo puedo decirles que jamás había visto tantos ni tan intensos colores, escuchado melodías tan hermosas ni experimentado tales sentimientos al yacer dormido. Nuestra Navidad es un presentimiento, Platón diría que un recuerdo, de dicha experiencia. Pero mientras nuestras almas presenciaban auroras boreales, el nacimiento de estrellas y la muerte de muchos planetas, también soportaban la responsabilidad de conocer el futuro del mundo para el nuevo año. Yo conocí de antemano que un gran acontecimiento de sangre enfermaría a mi país y, al menos a mí, me beneficiaría con no tener que rendir cuentas. También supe que podría regresar en un barco noruego. Si el gran sueño reemplazó a la Navidad, esos fueron mis regalos.

(Luminosos entre)

La mitad de lo que él me cuenta lo guardo entre ( ), en espera de la mínima comprobación que deslinde lo verdadero de lo alucinado. Esta navidad -felicidades- voy a abrir para ustedes uno de dichos( ), uno brillante, puesto que recientes acontecimientos compartidos con mi amigo me han hecho dudar de mis propias dudas, generadoras de paréntesis. Sucede que platicó con las luces. Y parece que hasta convivió con ellas. “Estaba tan solo y tan desesperado por hablar con alguien que de pronto mi vista se clavó en una de las luces del árbol de navidad y que empiezo a hablar con ella ¡y que me responde!” Las nuevas amistades suelen ser maravillosas. “Son bien elegantes; casi aristocráticas. Tras ellas hay todo un mundo que sólo después de un rato empiezas a percibir, un mundo finísimo y refinadísimo en el que la gente, o los seres luminosos esos se desplazan como si bailaran un vals y usan trajes antiguos llenos de perlas de colores y peinados altos y peluquines como en la corte de los Luises ¡y hay mujeres! ¡Y son bellísimas! Fíjate que todos los luminosos aparentan una cierta madurez, como si hubieran vivido mucho tiempo, a la vez que son muy atractivos. Ellas son como Gina Lollobrigida, Elizabeth Taylor o Joan Collins, maduras pero muy guapas”**. Igual que en la psicología del desarrollo, a la emocionalidad siguen los juicios. “¿Qué crees? Estábamos hablando de Navidad y los muy herejes me salen con que no existe la Virgen. Resulta que por alguna razón atmosférica o magnética o astral en esta época del año nuestras dimensiones están muy cerca una de la otra, y ellos dicen que hace pocas Navidades, porque para ellos el tiempo pasa muy despacio, las dimensiones estuvieron tan próximas que un luminoso embarazó a una humana; se refieren a María, porque dicen que el hijo que tuvo fue una bolsa de maravillas. Ahora ando tratando de conocer al supuesto galán, (cuyo nombre en clave será Holy Spirit ¿OK?)”. Contento porque al fin le conozco a mi amigo amistades que brillan, le pregunto por ellas cada que lo veo. Así me entero de que encontrárselas en la calle una vez que se aprende a reconocerlas, se presta a confusiones místicas (“En serio, creí que eran ángeles”) o mágicas (“sabes ¡desde que las vi en el parque creo en las hadas!”).

Me imagino que esto que me contó es algo similar a cuando se poncha una llanta; todo el aire en ella contenido se agolpa por salir a través de un agujerito. “Me acerqué a sacarle plática a las luces de un pino de navidad y como eran intermitentes, pues primero saludé a las ya encendidas, una por una; iba a seguir con las aún apagadas, cuando vi que cada luz saludada se revelaba ante mí como un ser completo, matizado en su vestido y en su temperamento por el color del foquito. Sucede que al encenderse las faltantes, las primeras no se fueron, así que de pronto el arbolito soportó a una verdadera multitud encima y yo me descontrolé. No me quedó más remedio que arrojarme al suelo, temiendo que me aplastaran.” Pero al lapso de sondeo sigue, conozco a mi gente, el de aventura y conquista: “Hay una que me mira insistentemente y se me aparece en todos lados. Creo que se me está insinuando...”. Luego, la etapa de experimentación: “Pues sí, lo hicimos ¡y vieras qué difícil me es describirlo!” Finalmente, la de revelaciones evangélicas: “Dará a luz a un hijo mío,— y se llamará no sé cómo.” (Y a veces, como colofón, puede darse una etapa de ego: “Me pregunto si alguna antigua profecía de ellos lo habrá anunciado...”). ** Fue escrito antes del año 2000.

Episodio en la orilla superior del tiempo (que también podría ser la punta de un diente)

“Diciembre es un piso 12, ayer está abajo y los límites de nuestra vida los establecen las cuatro esquinas de esta hermosa terraza”, dijo el anfitrión Ricardo Montalbán, refulgente en su tuxedo blanco. “Patrañas pitagóricas”, le respondió un molesto Marlon Brando. “¿Lo dudas? Te reto entonces a regresar a noviembre; ahí están las escaleras”, desafío que es ignorado por su destinatario, pero gratuitamente aceptado por Susan Sarandon, bella en brillante escarlata. “El elevador no responde; ¡desaparecieron las escaleras!”, descubre. “Esto es diciembre, estimados amigos. No hay vuelta al pasado, salvo al más extremo mediante un salto al vacío. Y créanme, arrojarse cobra aquí un valor metafísico”, continúa el anfitrión, quien descubre bajo su traje una túnica griega. “Empezaste a beber muy temprano”, agrede Brando. “¿Dices que no hay forma de salir? ¿Somos tus rehenes?”, se interesa Sharon Stone, glamour audaz en mínimo atuendo rojo carmesí. “Digo que no nos daremos cuenta cuando lo hagamos, como nunca lo hicimos en ninguno de los años nuevos vividos anteriormente. Mañana amaneceremos en el lobby del edificio que están terminando de construir a lado del nuestro, queramos o no”, y los invitados se acercan a contemplar lo que los rodea. Desde la terraza del piso doce de la espléndida mansión, se aprecia la joyería de fantasía con la que la noche urbana juega a ser grande. El cielo está igualmente cercano. Las estrellas miran a los astros y los ven cada vez más brillantes y próximos, a medida que se convencen de que diciembre es la orilla superior del tiempo, y la fiesta de luces allá abajo apenas un balbuceo de eternidad. Michelle Pfeiffer sufre un ataque de asfixia; la cercanía del cielo le roba el aire. “Sentí que nos movíamos hacia arriba”, dice al recuperar el aliento, ella

impecable en blanco Siberia. “Primera cosa sensata que escucho esta noche”, ruge Brando. “Yo no veo ningún edificio a lado”, lamenta Penélope Cruz, ingenuidad avalada por escote y collar de perlas. “Es difícil hacerlo con tanto polvo que levanta la construcción acelerada. Tomen en cuenta que faltan apenas unas horas para su inauguración”, concede Montalbán, ahora en túnica. “¡Vean cómo se acerca el cielo! ¡Sientan la asfixia de la bóveda que se cierra con nosotros adentro!”, catequiza Marlon. “¿Pero cuál polvo? ¿y cómo que el cielo se acerca?”, duda mirando antes al interior de su bebida Danny Glover. “Jim murió en el piso 11 de 1971 y Lennon en el primero de 1980, ¿recuerdan?”, evoca convincente el anfitrión. “¡Estamos parados en la punta de un diente que inevitablemente nos ha de convertir en papilla!”; Brando, insolente. “Cada uno de nosotros es un edificio. Y todos juntos formamos un conglomerado de construcciones poblando un piso 12, límite superior de otro edificio, cuya forma no podremos conocer hasta que estemos fuera. Seguramente la realidad es una especie de paisaje arquitectónico indescriptible…”, postula Montalbán. “Papilla, dientes, quijadas; todo lo demás son pendejadas”; Marlon Brando arroja al aire su bebida y muestra bajo su ropa una sotana violeta manchada de sangre. “Bien, si de decir mierdas de la Navidad se trata, escuchen ésta: Santa caga regalos; ¡es buena! ¿no?”, contribuye Eddie Murphie. “La vida es un edificio de edificios y seguramente, en algún lado, debe haber una oficina de bienes raíces”, delirante evangelio en cemento cósmico, a cuenta del anfitrión.

“La vida es el lapso que sobrevivimos incólumes en la superficie de un diente. Lo que nos mueve de abajo a arriba no es la escalera o elevador de un edificio, sino una gran quijada que intenta convertirnos en papilla al oprimirnos contra el cielo, contra las estrellas, que no son más que el destello de la dentadura superior”, escupe Brando, despertando inquietud e histeria. Fin de la fiesta: “Lo más lamentable, es que ambos podrían tener razón, y sin embargo estar equivocados”, último pensamiento de Danny de Vito, antes de la contemplación extática del escote de Pamela Anderson, quien se inclina amistosa para susurrarle que aún es temprano, muy temprano…

Qué cromosomas los de aquel huizache

Ésta es la historia de un árbol, pero no la de cualquiera. Es la historia de un árbol que llegó más lejos que ningún otro miembro del reino vegetal en toda la historia de la vida sobre la Tierra. La saga de este especimen nos llena de esperanza en la futura supervivencia de la Naturaleza. Cuando la esposa del alcalde decidió que las especies nativas que daban sombra en los parques no iban de acuerdo con la futura decoración navideña, ordenó a Jardines Públicos que dejara de regarlas. Una vez secas, serían erradicadas para abrir paso a las coníferas canadienses electrónicas con luz y sonido que estaban por cruzar la frontera de un momento a otro. Sólo que la elegante mujer no contaba con la voluntad evolutiva de nuestro humilde huizache. Fue uno de los jardineros quien llamó la atención acerca de la primera manifestación de sus proezas biológicas. Llegó de madrugada con su cuadrilla a obedecer las órdenes de cortar y mutilar, para encontrarse con un huizache que se rebelaba a la penumbra con iridiscencias color carmesí. Es decir, el árbol se las había arreglado para convertirse en una especie bioluminiscente. Para el buen hombre del servicio público municipal aquello era una señal inequívoca de que la planta luchaba para evitar ser pasada por el hacha; ¡ella misma estaba emitiendo luz navideña! Luz navideña que, sin embargo, no conmovió a la mujer con aspiraciones estéticas septentrionales. Ella respondió que seguramente se debía a algún tipo de plaga; y a final de cuentas, sus propios árboles emitirían luces no sólo rojas sino hasta blancas. El hacha, o un serrucho eléctrico, debería cumplir su cometido a la mañana siguiente. Si la vez anterior un solo hombre dio fe del suceso debido a que el resto de su cuadrilla batallaba para sostenerse en pie por ser lunes y la noche anterior haber correspondido a un feliz domingo, en la segunda ocasión el grupo completo testificó que los folículos iridiscentes del huizache ahora emitían tanto luz roja como blanca. El arbolito estaba librando una valerosa batalla solitaria, brillante pero, hasta el momento, silenciosa, contra su indeseada extinción, y eso los llenó a todos de iración y respeto: si no por su valor biológico natural, ¡merecía vivir por sus méritos! Pero la primera dama no estaba para fenomenitos; la decoración debía encenderse justo el primero de diciembre y ese huizache estorbaba sus planes.

¿Que emitía luces blancas y rojas? Sus importaciones canadienses, aparte de ser más elegantes y emitir una luz más intensa, tocaban música navideña. Se prohibió a los empleados de Jardines y Parques volver a tratar el asunto, y recibieron la orden terminante de cumplir la otra orden que, por si no lo sabían, también era terminante y habían dejado ya dos veces de obedecer. Fue en este momento del desarrollo del drama que yo entro a formar parte de la historia. Como fitotecnista que soy, recurren a mí de tanto en tanto a lo largo de las estaciones para cuidar la salud de los jardines. Siendo así, el jardinero descubridor del suceso tuvo a bien, tanto para su conciencia como para el futuro de la vida sobre este planeta, avisarme. Así que aquella mañana un servidor madrugó también para ser testigo del futuro crimen contra la vida (la de todos y, por supuesto, la del huizache). Contrario a lo que es habitual en su especie, el árbol había desarrollado elongaciones tubulares en sus hojas e insólitas oquedades en sus espinas que, óiganlo bien así como lo hicimos nosotros, al soplar el viento producían música. Blanca navidad, para ser más precisos. Interpuse mi cuerpo a la acción de los serruchos y me ofrecí a explicar a la señora lo trascendental de la variante bioluminiscente y melódica del aparentemente simple —y “prescindible”— huizache. La mujer del alcalde me adelantó una demostración de sus fantásticos reemplazos para la flora local. Las coníferas eran unos auténticos cyborgs, felices injertos de microchips y citoplasma. El producto resultante no sólo era más bello sino también más resistente al clima. Además, un amigo de su gobierno –y sobre todo, de la campaña que los llevó al gobierno— era el principal y único importador. Sin embargo, y como muestra palpable de su sensibilidad y aprecio al descubrimiento de un posible milagro científico, estaba dispuesta a brindar al “arbolito” una “nueva” oportunidad: que fuera capaz de tocar otra melodía, y aparte en un género musical cuya ejecución no dejara lugar a dudas de que realmente se trataba de un fenómeno; digamos que algo en reggaetón le demostraría la importancia de conservar al especimen. El árbol ya había demostrado capacidad para percibir las intenciones y al mismo tiempo los intereses y necesidades de quienes lo cuidaban, así que debía ser capaz de entenderme. Sin dudarlo siquiera, me dirigí al parque y expliqué al huizache la situación: debía tocar una canción navideña en reggaetón para la mañana siguiente, o perecer. Me alejé de él respetuoso del posible pudor de sus

milagros evolutivos, e hice mi muy personal apuesta a su favor. Como si todas su mitocondrias, vacuolas, núcleos, membranas y demás componentes de lo más profundo de su ser biológico estuvieran realizando un esfuerzo supremo de sensibilidad, inteligencia y creatividad existenciales, el huizache reflejaba ya por la mañana la tensión interior consecuencia de haber recibido mi mensaje y estar respondiendo a él. Paulatinamente empecé a escuchar un sonido apagado primero, eco lejano del roce de todos los componentes intracelulares que trabajaban al unísono para lograr su objetivo. Sé que tuvo la capacidad de lograrlo y también sé, aunque nunca podré mostrar evidencia alguna, que finalmente se negó a hacerlo. En algún momento de ese amanecer frío, silencioso y épico —me declaro desde ahora el bardo de sus hazañas—, el muy digno hijo del semidesierto norestense mexicano tomó la decisión de no avergonzar a la suprema inteligencia natural que lo había protegido hasta el momento, obedeciendo a una orden absurda y humillante. Tras prolongadas horas de tensión intracelular y orgánica, y en suprema congruencia con la Gran Sensibilidad a la cual representaba, se despidió dignamente tocando Noche de paz… en el más enternecedor homenaje que jamás se haya hecho a sus creadores. Me presento hoy ante ustedes para rendir testimonio de este caso único en los anales de la botánica, y para solicitar su apoyo económico para proceder a investigar minuciosamente los restos del árbol. Me adelanto a afirmar la existencia del “cromosoma MKT” (cromosoma mercadotecnista), al cual podríamos atribuir esa capacidad inagotable de adaptación y cambio. De poder aislarlo y descifrarlo, los beneficios consecuentes para la preservación de las especies no necesitan ser enumerados. Quedo a la espera de su justa decisión.

La visitación

Fue la primera navidad en que desperté de madrugada desde aquella, a los tres años, en la que la firme intención de atrapar a Santa Clos infraganti me hizo abrir los ojos cuando no lo había hecho ni el sol. Esta mañana tuvo algo de aquella otra, la de mi remota tercia de aniversarios. Yo al tiempo perdido no lo busco, porque hace mucho que lo encontré en casa de mis papás; ahí rincones completos se preservan hasta con la misma luz (ya solicité a la ONU declare esta casa reserva memoriosa de mi humanidad, estoy a la espera de su respuesta). Sentaditas junto al pino que no fue apagado esa noche, en los mismos sillones en que siempre lo hacían, estaban mis tías Adela y Nydia, sus manos en el regazo como si esperaran desde ya el café que todavía ni de la bolsa salía. Perfectamente peinadas, con su cabello en alto y maquilladas para salir, las dos miraban el nacimiento, los colguijes en las ramas y parecían a punto de hacer un comentario. Parte por la modorra, parte por la sorpresa, no supe saludarlas de forma adecuada. —Tía... tú... ustedes... ¿por qué ahora? —Ni modo que el 2 de noviembre, mijo. Esa fecha es muy triste. Quizá sería la influencia de la literatura inglesa de fantasmas. El hecho es que cuando acabó de decir eso, la vi dar un sorbo a una taza de café.

Los ángeles colorados

La luz de diciembre es tan antigua, supongo, como el Big Bang. El Sol guarda la que le sobró en un frasquito y nos la presume, como reliquia familiar, cada que el invierno le da permiso de asomarse. Es sólo bajo esta condición lumínica que es posible ver a un ángel colorado, esos que son tan sutiles y oscilantes como el humo del incienso… pero en rojo. Son tan bellos e insólitos que se siente la obligación de creerles cuando afirman que nunca han leído el Apocalipsis, que su mensaje es de paz y fiesta para la Tierra y que nunca, jamás, anunciarían calamidades. Para eso están los cometas y los eclipses. Ah, y los periódicos.

La plegaria vegetal

En su último vuelo nocturno, entendió con toda claridad que la única plegaria urgente es la de terminar con la violencia de los hombres. Enamorado de las estrellas y ansioso de reunirse con ellas, entendió también que los árboles sí florecen en invierno. Comprendió además, mientras descendía, el motivo y la manera. Los hay que se convierten ellos mismos en una única gran flor. Vistos desde el cielo, como los vio antes de cubrirlo la noche el piloto que una vez pobló a los asteroides de pequeños príncipes, rosas egocéntricas y reyes solitarios, los árboles que florecen en invierno son explosiones amarillas cuyo único ruido es el color; o erupciones doradas con que la Tierra saluda al espacio exterior. A los que la Naturaleza no permite el cambio cromático, inducen a los hombres para que los cubran de luces. Los árboles iluminados son cupcakes envueltos por grageitas destellantes que los hacen más apetitosos al deseo de alguien mucho mayor que nosotros. En ambos casos, los árboles que florecen en invierno elevan al cielo una plegaria. El piloto francés enamorado de las estrellas lo supo y eligió sumar su sacrificio a la natural y sincera oración con la que la Naturaleza clama porque termine la violencia de los hombres. Esa fue su pacífica venganza del piloto de la Luftwaffe que contribuyó a la maquinaria de la locura al destruir su motor (y su existencia) con atinados disparos de ametralladora.

Será que el frío transparenta al aire, será que la noche es más profunda y estrellada, el hecho es que en este tiempo, con suerte, se nos concede el don de percibir un destello, más chico o más grande, de eternidad.

Índice

El técnico de luz, turno navideño 7

Piten pastores, piten 9

Dickens se equivocó 11

Cumple todos tus deseos 13

Estrellas invitadas 15

El regalo 17

Experiencia mística en 3D 19

El narco que creía en Santa Clos 21

La tarjeta de navidad del Dr. Néstor Hass T. 23

Lluvia lúcida 25

Adolf Klaus vs Los Impuros de Temporada 27

Era luminadicto, el pobre 29

Un solo deseo se hará realidad 32

Del cielo al suelo 36

Ojitos switch 38 Off 38 Click 39 On 39

La Navidad y la niña índigo 42

Nochebuena en el cuerpo de Andrés 45

De cómo fue descubierto el Gran Sueño 49

(Luminosos entre) 52

Episodio en la orilla superior del tiempo (que también podría ser la punta de un diente) 55

Qué cromosomas los de aquel huizache 59

La visitación 64

Los ángeles colorados 66

La plegaria vegetal 68