Índice Portada Fuego erótico Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Créditos Te enseño a amar Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Créditos
Audacia amorosa Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Créditos Inquietante Lauren Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Créditos Créditos
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Ada Miller
FUEGO ERÓTICO
1
Nicole Debout saltó del camastro y lanzó una breve mirada hacia el tragaluz.
Pensó: «O salgo o me acuesto sin comer».
No es que ella fuera una persona demasiado comilona, pero tenía un estómago como todo el mundo y una boca con deseos insufribles de tragar algo.
Se miró a sí misma con cierto sarcasmo. Estaba desnuda y sólo unas altas botas rompían la monotonía de su desnudez. Se sentó en el borde del camastro y empezó a reflexionar. Podía suponerse que, dado su modo de ser, Nicole no pensaba. Pero tenía su cerebro muy bien adiestrado para tales fines, aunque no fuera fácil creerlo.
Su mirada verde, de un verde oscuro transparente vagó por el cuarto.
El tragaluz despedía una luz mortecina hacia una esquina. Parecía resbalar por las paredes encaladas y caer descuidadamente en el suelo de madera, pasando en una rápida visión por el camastro, la mesita de noche, y una mesa con tres patas adosada a la pared y su tablero cubierto de libros, libretas y utensilios de estudio.
Nicole pensó que al día siguiente tenía un examen parcial fuerte. Serviría ya para finales de curso y si lo sacaba posiblemente no tuviera que volver a tocar aquella
asignatura. Hacía un calor sofocante y la luz del día iba desviándose del tragaluz.
Nicole se levantó con pereza y con la misma pereza procedió a vestirse.
Se puso una braga de encaje y luego unos pantalones vaqueros deshilachados por los bajos. Los fue doblando hasta dejarlos a media pierna, por la cual asomaban las botas, y de esa forma disimulaba un tanto su vejez. Luego se dirigió a las cortinas, las descorrió y buscó entre sus ropas algo que tapara su busto. Halló un blusón holgado de color ceniza y sin pensarlo demasiado se lo vistió, no usando siquiera sujetador.
Rápidamente se fue hacia un espejo que colgaba de la pared y se miró en él. No podía verse de cuerpo entero, pero tampoco Jo necesitaba demasiado. Se conocía de sobra y se sabía de memoria.
Era estilizada, esbelta, tenía su clase. Mucha. Nadie al verla pensaría de ella, salvo si la conocía bien, que comerciaba con su cuerpo, como cualquier otra comercia con trigo o centeno. Sus senos juveniles se erguían macizos, si bien no demasiado abultados. Eran más bien menudos, pero túrgidos y firmes.
Tenía un vientre liso y unas piernas largas y esbeltas, así como una pantorrilla muy bien formada.
El espejo le devolvió un rostro ovalado, de rasgos más bien exóticos. Un cabello rojizo peinado en melena, pero atado graciosamente tras la nuca formando un nudo con el mismo pelo. Unos ojos verdes como prados en primavera y una boca tentadora, de risa curvada, no muy fácil, que guardaba unos dientes blancos e iguales, no demasiado grandes.
En aquel momento Nicole se cepilló el pelo concienzudamente y después con ambas manos procedió a anudarlo de nuevo. No llevaba pintura en la cara. Ni cremas ni potingues. Pero sí llevaba veinte años. Y aquellos veinte años suyos frescos y lozanos ella sabía que psíquicamente podían contarse por cuarenta.
En experiencias, vivencias y andaduras sí que podía tener cuarenta o más.
Nicole se alzó de hombros.
No pensó en su padre ni en la mujer de su padre. Pensó que tenía hambre y que estaba metida en el corazón de la Sorbona, y que para comer aquella noche tendría que salir a la calle y buscar quien la invitara.
Curvó los labios en una sarcástica sonrisa y cuando oyó dos golpes en la puerta se percató de por qué además de comer, tenía ella necesidad de conseguir algún dinero.
No le quedaba ni un franco.
—Adelante —dijo.
Y continuó mirándose al espejo.
Apareció en la puerta una señora alta y seria.
—Nicole —dijo gangosa, pero con firmeza—, espero que pagues la mensualidad. Ando cobrando por los cuartos... Ayer me dijiste que me pagarías hoy. No puedo concederte más tiempo.
Nicole no se inmutó demasiado.
—Mañana, madame.
—Ayer me dijiste lo mismo.
—No he recibido el giro de casa.
La mujer entró por el cuarto y dio algunas vueltas en torno a Nicole, que seguía colocando bien el pelo tras la nuca.
—Te doy de plazo hasta mañana al mediodía —dijo—. Ni un minuto más.
—Lo tendré muy en cuenta. Es posible que regrese hoy bastante tarde, de modo que mañana al mediodía tendrá el dinero.
—Realmente se me antoja que nunca regresas antes de las cuatro, excepto estos
días que no has estado muy buena...
—Esas son cosas mías, madame.
—Por supuesto. Pero lo mío es cobrar y es lo que estoy haciendo o pretendo hacer.
Nicole no movió un músculo de su bello semblante.
Pero sus labios dijeron apenas sin abrirse:
—Si mañana no pago, coja usted mis cosas y póngalas en la puerta de la calle, madame.
—Es lo que haré sin duda alguna.
Nicole no se molestó en responder.
Recogió el bolso, una especie del bolsa «hippie» de color pardo, la metió por la cabeza y la dejó colgando a la altura del vientre.
Después pasó por delante de madame sin siquiera volver a mirarla.
* * *
Anochecía y Nicole decidió salir de aquel amplísimo recinto de la Sorbona. Ella prefería hacer sus trabajos lejos de su ambiente estudiantil. Perderse por los subterráneos, dejar atrás los music-hall de los contornos y buscar las amplitudes de las grandes avenidas o las anchas calles parisinas.
Pensaba en el examen del día siguiente y pensaba también que después de ganarse algo a su modo y manera, lo suficiente para comer y pagar la alcoba que ocupaba en casa de madame, regresaría al cuarto y estudiaría hasta el día siguiente.
Para ella no era ninguna novedad aquel estado de cosas.
Cuando dejó Epernay ya sabía a lo que se exponía. O se quedaba en casa de su padre soportando a Marle y renunciado para siempre a sus estudios, o se largaba sola y se dedicaba a vivir su vida.
No es que para entonces ella fuera aún una inocente virgencita.
Ya sabía de sus amarguras.
Y sus vivencias no fueron pocas.
El primero en penetrarla cuando sólo contaba diecisiete años fue un amigo de su padre, que además de producirle un daño horrible le dejó un mal sabor de boca con respecto al acto sexual.
—Eh, Nicole —llamó alguien tras ella deteniendo así sus pensamientos y su caminar—, ¿adónde vas?
Se volvió despacio.
La única persona que no hubiera ella querido encontrar era a Dan.
Una cosa era su vida y otra muy distinta su amigo Dan.
Dan se acercó a ella apurando el paso. Llevaba una guitarra y cubría la cabeza con una visera de color pardo, amén de una camisa azul marino y un pantalón de pana algo caído en las caderas. Calzaba botas tejanas, de mucho pico.
— Nicole, ¿adónde vas a estas horas?
Nicole lanzó sobre él una de sus quietas miradas.
—Al centro. Voy a dar un paseo.
—¿No tienes examen mañana?
—¿No lo tienes tú? — y mostraba riendo la guitarra.
Dan se alzó de hombros.
—Me he pasado el día estudiando en mi ático y ahora me toca trabajar. ¿Vienes hasta el music-hall? Yendo conmigo no te cobran la entrada. Y encima si me empeño comes gratis y ves un striptease bastante bueno.
—Prefiero dejarlo para otro día, Dan.
El hombre — no tendría más allá de los veinticinco años —, pasó un brazo por los hombros femeninos y la retuvo contra sí.
Era rubio y tenía los ojos canelas y una barba rizada casi tan rubia como su pelo, amén de un bigote de regulares dimensiones. No llevaba melena, pero su pelo distaba mucho de ser corto.
—Nicole —murmuró quedamente—, el otro día me prometiste que irías a estudiar a mi ático. ¿Por qué no viniste?
—Ya sabes lo que pasa. Dan...
—Mejor, ¿no? Nos entretenemos, gozamos y luego sosegadamente nos ponemos a estudiar. ¿Por qué no, Nicole?
Nicole pensaba que Dan afectaba demasiado a sus sentimientos emocionales.
Dan era lo único limpio de su vida. Y para ganársela, ella prefería vagar por el París nocturno, prostituirse y regresar al cuarto, comer y pagar la cuenta de madame, para al día siguiente presentarse en la Facultad como una estudiante cualquiera.
—No creas que te entiendo siempre, Nicole — decía Dan pesaroso—. A veces creo tenerte toda para mí y penetrar hasta el último rincón de tu alma, y después me doy cuenta de que apenas te conozco.
—Tú tienes que tocar en la orquesta, Dan —se apresuró a decir Nicole—. Y yo tengo cosas que hacer por ahí. ¿Te parece que nos veamos mañana en la Facultad?
—Tengo dos turnos para tocar, Nicole — decía Dan ansioso—. Espero que a las dos de la madrugada esté fuera con mi guitarra. Estudiaré hasta la hora de irme a la Facultad. ¿Qué te parece si nos citamos a la salida?
—Es posible.
Se veían muchas luces partiendo de un local del cual procedía un mido de música y muchas voces entremezcladas.
Dan se detuvo.
—Entra conmigo, Nicole. Puedes pasar un rato agradable.
—Lo siento, pero tengo una cita.
Dan se tensó.
—¿Con quién?
—Se trata de una familia de mi padre... Me han citado para comer —mintió—. De todos modos nos veremos mañana en la Facultad.
—No sabes cuánto lo siento, Nicole. Tú sabes lo que supones para mí.
Nicole se apresuró a despedirse y mientras Dan entraba en el music-hall, ella se alejaba calle abajo, alejándose de la Sorbona.
No había caminado ni dos manzanas cuando a pocos pasos de la boca del subterráneo, un hombre la detuvo.
—¿Me dice la hora, joven?
Nicole se detuvo.
Lanzó sobre el hombre una mirada aviesa.
Era un tipo alto y delgado, de aspecto saludable y dé ropas caras.
Nicole pensó que podía ser su hombre de aquella noche.
—No llevo reloj — dijo amable.
El hombre hizo un gesto vago.
—Yo me lo dejé en el hotel. Estoy de paso en París y he venido a dar una vuelta por aquí. No conozco la Sorbona y me hablaron tanto de ella...
—Es un barrio estudiantil como cualquier otro, salvo que éste es más grande, lleno de facultades y estudiantes.
—¿Es usted estudiante?
—De cuarto de Filosofía.
—Oh...
— Buenas noches — dijo ella, esperando ser retenida.
En efecto, el hombre, amablemente, dijo:
—Si no tienes nada que hacer, ¿aceptas tomar un gin-tonic conmigo?
Nicole, que ya se iba, dio sabiamente femenina la media vuelta y lanzó sobre el hombre su mirada verdosa cautivadora.
— Aquí — dijo él — hay una cafetería. ¿Te parece bien que entremos?
Nicole hizo como que lo pensaba.
Y pensaba en realidad. Pero pensaba que tal vez aquel tipo fuera un pobretón como ella y careciera de dinero para negarle sus servicios...
Decidió que no podía perder tiempo.
—De acuerdo — aceptó.
Y se fue con él
* * *
Dan Dupont estaba de mal talante.
Tenía la guitarra colgada con un cordón y la tocaba automáticamente, situado en medio mismo de la orquesta.
La culpa de su mal talante la tenía Nicole.
Él iraba mucho a Nicole.
Los dos cursaban el mismo año y se veían diariamente en la Universidad. Él procedía de Versalles y se instaló en la Sorbona estudiando y tocando en aquella orquesta para ganarse la vida y pagar sus libros.
Hacía cosa de seis meses que conoció a Nicole.
Fue un encuentro casual y no en la Universidad. Sin duda alguna no se había fijado en ella entre el enjambre de estudiantes que pululaban por el campus. El
encuentro tuvo lugar en plena calle.
Él iba distraído.
Pensaba en la forma de mantener el alquiler del ático, estudiar y trabajar. No era nada fácil la vida. Estaba solo, pues la única hermana que poseía se había casado hacía tiempo y tenía dos hijos gemelos y un marido que no congeniaba con él, de modo que Dan un buen día decidió vivir por su cuenta.
No era tan fácil
Cuando dejó, en Versalles, la casa de su hermana, pensó que merecía la pena abrirse camino. Tardó más de dos años en conseguirlo.
Es más, al principio conoció a un muchacho joven procedente de Burdeos que estudiaba en la Sorbona y cuyo padre, armador de buques, le enviaba mucho dinero para su vida particular. Dan se acercó a él, se hicieron amigos, y Lee le invitó “a subir a su cuarto.
Era lujoso y casi principesco. Para lo que conocía Dan, le pareció una suite de un gran hotel.
Lee le invitó a comer y juntos pasaron la velada, pero casi en seguida Dan se dio cuenta de que estaba ante un homosexual.
Por su gusto hubiera salido huyendo, pero Lee le demostró que o aceptaba su amistad o iba a pasarlo muy mal sin un franco y perdido en un mundo lleno de podredumbre. «Entré mi amistad y esa podredumbre, tú dirás.»
Dan aceptó aquella amistad durante un tiempo.
Pero descubrió dos cosas. A él le gustaban las mujeres, y no los homosexuales, y por otra parte. Lee era el más puerco de los puercos y encima tacaño.
Por una o dos comidas al día y un franco de vez en cuando no le merecía a él la pena prostituirse.
Así que un día dejó a Lee con su cuerpo lujoso y sus dineros y se lanzó a buscar trabajo. No fue tan fácil.
Estudiar y trabajar era de pena, pero él tenía que aceptar aquella penuria, a menos que dejara de estudiar, lo cual no quería ni pensarlo.
Iba un poco atrasado.
Comparado con Nicole, que tenía veinte años y cursaba el mismo año que él, sin duda alguna iba atrasado. Pero un sinfín de circunstancias le obligaron más de una vez a dejar el año en suspenso.
No obstante, a la sazón, y tras muchos sinsabores y disgustos y deambular de un
lado a otro, vivía bastante bien. No le sobraba un franco, pero al menos tenía lo indispensable para vivir, lo cual no podían decirlo todos los estudiantes de la Sorbona.
De una forma casi casual y por medio de una mujer con la cual vivió algún tiempo, consiguió trabajar por las noches en aquel music-hall donde igualenseñaban la cara que el culo.
Había aprendido a tocar la guitarra eléctrica ya desde niño y fue lo que le sirvió para entrar en aquella orquesta. No es que ganase mucho, pero sí lo suficiente para pagarse el ático e ir tirando.
Llevaba ya bastante tiempo empleado por las noches en aquel local, cuando un día conoció a Nicole en la parada de un bus.
Llovía y Nicole se tapaba con un ponche verdoso de flecos. Vestía pantalones y los llevaba arremangados, de modo que se le veían las botas de media pierna para abajo. Tenía el cabello empapado porque el agua se escurría por las rendijas de la marquesina bajo la cual ella se refugiaba.
Le pareció una joven lindísima, con pelo relamido y todo. Sus ojos le parecieron a Dan luminarias y su boca una tentación e invitación.
Él se acercó sacudiendo la zamarra de tela de gabardina forrada a cuadros rojos y negros.
—Si fuera un potentado — le dijo — ahora mismo ponía un automóvil a tu lado para que te refugiaras.
Ella sonrió mostrando dos hileras de perfectos dientes.
—Pero no lo eres, de modo que circula.
—¿No me permites quedar un rato a tu lado? Me parece que llevamos el mismo camino.
Como ella le mirara interrogante, él se apresuró a decir:
—Me llamo Dan y soy estudiante, y por las noches toco en un music-hall.
Ella se apresuró a responder:
— Yo me llamo Nicole y también estudio.
—¿Qué estudias?
—Empiezo cuarto de Filosofía.
—Anda, como yo. ¿En qué te vas a especializar?
—En Historia.
—Diantre, Nicole, tenemos muchos puntos de afinidad. Yo también. Aspiro a cátedra.
Ella rió de buena gana.
—Yo lo mismo.
—La sacaremos, ¿no crees?
Un bus llegaba y los dos se precipitaron dentro.
Nicole sacudió el pelo y deshizo el nudo que lo prendía, desparramándolo por la espalda.
—Si quieres un pañuelo para secarlo — ofreció él mostrando un pañuelo a rayas, con fondo blanco.
Nicole ya lo secaba con los bordes del poncho.
— Esto seca mejor.
— ¿Adónde vas?
—Vivo en casa de vecinos. Es decir, una especie de residencia para jóvenes estudiantes.
—¿Dónde?
—En la misma Sorbona. No lejos de la Facultad.
—Yo vivo solo en un ático. ¿Quieres venir a comer salchicha, pan y tomar vino? De todo eso tengo aunque no disponga de una sola lata de caviar.
Los dos rieron.
—Iré, Dan, claro. El caviar —dijo con guasa — no creas que me gusta.
—Yo nunca lo probé — apunto Dan tranquilo.
—Prefiero la salchicha y el vino — dijo ella.
Fueron...
Dan dejó de pensar a causa de un codazo que le dio un compañero, paró de tocar.
—Tú pareces en las nubes, Dan — refunfuñó el compañero.
Pensaba en Nicole.
No podía remediarlo.
Igual estaba horas y horas sin pensar en ella, pero cuando la veía se sentía deprimido y alentado al mismo tiempo.
Nicole era para él algo grandioso.
Ojalá un día decidiera ir a vivir con él.
Pero Nicole tan pronto era tierna, amante, apasionada como fría, distante y desconocida.
—Vamos a tomar una copa entretanto cambio el tercio — rió el compañero —.
Tengo la garganta seca.
Dan se dejó conducir hacia la barra.
En aquel instante la gente dejaba de bailar y dos parejas salían a bailar a la tarima.
Dan estaba tan harto de ver striptease que ni siquiera lanzó raía curiosa mirada hacia el escenario.
Pero la gente aplaudía de lo lindo y los concurrentes se divertían, entretanto el compañero pedía dos gin-tonic para ambos.
—Te veo desanimado, Dan. ¿Sigues estudiando?
Dan afirmó con la cabeza y cuando le pusieron el vaso delante, lo llevó a los labios y bebió casi la mitad.
—Pero no deben de irte bien las cosas, ¿verdad?
—Van como van, y no se le puede pedir más a la vida — refunfuñó.
Y quedó ensimismado.
* * *
El compañero se cansó de su mutismo y se fue con su vaso hacia otro compañero. Dan se quedó allí fumando reflexivo. Creía que aquel día en que conoció a Nicole fue el mejor de su vida.
Por lo menos no recordó otro que le produjera más goce y placer.
Claro que fueron juntos al ático.
Primero comieron salchichas y pan y tomaron vino. Después cambiaron impresiones sobre sus estudios. Nicole encendió una especie de hornillo y secó allí el poncho y el pelo.
Cuando Dan la vio despojarse del poncho, se dio cuenta de que el blusón que vestía Nicole se le pegaba a los senos. Eran redondos y macizos, no muy grandes.
Se le abrieron tanto los ojos, que no pudo por menos de exclamar:
—Eres guapísima. Qué senos los tuyos.
—Tengo mojada la blusa. ¿Te importa que me la quite?
Él mojó los labios con la lengua.
—Claro — susurró deslumbrado—, claro, Nicole.
La muchacha se quitó la blusa y quedó desnuda de medio cuerpo para arriba, con lo cual Dan, ya erecto y ansioso, se levantó y fue hacia ella.
Le asió los senos con las manos.
Nicole le miró a los ojos.
—Dan, ¿qué te pasa?
—¿Y me lo preguntas?
Ella sonrió y se apretó un poco contra él.
Dan se deslumbró del todo y se excitó muchísimo. Así que con dedos torpes le desabrochó el pantalón diciendo susurrante:
—¿No quieres secártelo también? Está húmedo.
—Pues tienes razón.
Y permitió que Dan se lo quitara.
Al segundo él también estaba desnudo y se revolcaba en la cama con Nicole enroscada en su cuerpo.
Fue deleitoso aquel momento.
Nicole era una chica apasionada y hábil.
No era virgen, claro.
Él se dio cuenta en seguida y le preguntó, después del primer orgasmo:
—¿Quién fue el primero?
Nicole soltó la risa.
—Si te lo cuento te mueres de pena.
—Cuenta, cuenta...
—Un cerdo, guarro amigo de mi padre que andaba siempre medio bebido. Me gustaba mucho el perfume y nunca podía comprarlo. Mi padre trabajaba en una fábrica de mármoles y está medio silicoso, pero no por eso deja de trabajar. Se quedó viudo joven y volvió a casarse. Me crió una madrastra déspota y sucia.
—Pobre Nicole mía —dijo Dan apartando el cuerpo tembloroso contra sí.
Nicole le siguió contando:
—De modo que aquel guarro me enseñó un día un frasco de perfume. Y me dijo que me lo daba si me iba al cine con él. Me fui.
—Y después te llevó a algún sitio.
—No. En la escalera.
—Oh...
—Fue un bestia.
—¿Y tú qué hiciste?
— Tenía diecisiete años y me graduaba para pasar a la Universidad. No creas, era muy avispada. En tres años aprendí lo mío, pero en aquel momento estaba como si dijéramos ciega. Total, que el día siguiente dejé mi casa y me vine aquí. Ingresé, y ese mismo año saqué con buenas notas el primer curso.
—¿Y tus padres?
—No sé.
—¿No has vuelto a saber de ellos?
—No. Ni quiero. Yo vivo mi vida y mi único fin es estudiar y sacar cátedra algún día. No sé si lo conseguiré, pero pongo los medios para ello.
— ¿De qué vives?
Ella dijo entre dientes:
—De lo que sale.
Y no explicó más.
Después se vistió y se fue. Dan la echó de menos constantemente, pero Nicole de vez en cuando iba a su ático y se revolvían en el lecho gozando muchísimo.
Él tuvo andaduras sin fin con mujeres, pero jamás gozaba tanto como con Nicole. Sin embargo pasaban días en que ni siquiera en la Universidad veía a Nicole.
—Nos toca, Dan — dijo el compañero dándole un codazo—. ¿Vamos?
Dan fue como un autómata.
Colgó la guitarra y se puso a tocar como si fuera un robot.
—Despabílate, Dan — le siseó el compañero —. Si sigues así el jefe te despide. Nos está mirando.
Dan empezó a tocar con bríos.
2
El hombre no dijo cómo se llamaba, ni Nicole se lo preguntó.
Entraron ambos en la cafetería y a la luz artificial, Nicole se dio cuenta de que el traje que vestía su nuevo compañero no era de mala calidad. Era mejor de lo que parecía en la oscuridad de la noche. Tenía las manos finas, delicados modales y un rostro agradable.
Asió a Nicole de un brazo y la llevó hacia la barra.
—Yo voy a tomar un whisky — dijo—. ¿Qué tomas tú?
—Si no te importa — dijo Nicole con vocecilla de niña buena — prefiero comer algo. Un plato combinado, por ejemplo.
—Pues encarámate a la banqueta — apuntó riendo—. Yo te acompañaré, pero a la vez me tomaré el whisky para hacer estómago. ¿Adónde ibas?
—Por ahí — murmuró Nicole pensando que al menos aquella noche iba a comer.
Pensó también que estudiar sin comer era una tragedia tremenda y que a ella con
sus veinte años, si no comía le era imposible concentrarse en el estudio.
Desde que dejó la casa de su padre y la madrastra (que por cierto nunca debieron de reclamarla) no dejó de prostituirse. Es posible que Dan no se diera cuenta de ello y que creyese cualquier cosa menos la realidad. Pero ella no tenía la culpa de que la considerara una mujer superior en cuanto a todo. También se decía que pudo ponerse a trabajar, pero no era fácil hallar trabajo y encima estudiar intensamente.
Creía que con tal de estudiar, los medios para conseguirlo no importaban demasiado.
—¿Qué haces en la vida además de ir por ahí?
— Preguntó él riendo.
—Estudio.
—Eres muy bonita y muy joven. ¿Qué te parece si nos fuéramos a comer a mi hotel? No está lejos de aquí. Entre comer un plato combinado, a comer confortablemente instalados en una alcoba de hotel, creo que la elección es obvia.
Y antes de que ella respondiera, por debajo de la barra le puso una mano en los muslos.
Nicole no se inmutó en absoluto. El hombre deslizó su mano más íntimamente y de súbito la soltó y descendió de la banqueta.
—Anda, vamos —le dijo.
Nicole no se hizo rogar. Presentía que podría sacarse un buen dinero aquella noche. Pensó fugazmente en Dan. Ella no sentía placer con ningún hombre, excepto con Dan. Pero la cosa no era para tomarla tan a pecho. El pobre Dan no podía solucionarle aquellas papeletas. Podía darle placer y goce, y los días, pasados a su lado, parecían minutos, pero... bastante tenía con mantenerse a sí mismo. Es más, no se explicaba cómo podía estudiar teniendo que tocar en aquella horrenda orquesta.
Porque Dan era un tipo de gustos exquisitos, adoraba la buena música y era capaz de estarse una tarde entera en un concierto extasiado y tembloroso de emoción, y, sin embargo, se veía obligado a aporrear la guitarra electrónica que producía, más que música, ronquidos.
Por otra parte Dan era un hombre tremendamente cultivado, con una cultura vastísima y profunda. Cuando ella iba a su ático de vez en cuando, más cuando se sentía mística y ansiosa que cuando necesitaba dinero y salía a ganarlo de la mejor forma que podía, eran capaces de estar hablando de literatura y música una tarde entera, aunque luego se desnudaran y se entregaran uno a otro como dos hambrientos. Pero además era especial aquello suyo con Dan.
Era casi celestial.
Producía un placer íntimo profundo y nunca gozaba tanto como cuando estaba
bajo las caricias de Dan.
Pero había que desechar tales pensamientos y añoranzas. Dan era un sacrificado como ella y hasta, según él, se había prostituido con un homosexual para sobrevivir. No podía extrañar a nadie que ella lo hiciera por la misma causa. Ella prefería los hombres a las lesbianas, aunque en sus andanzas también había tropezado con homosexuales que con acariciarla y sobetearla tenían más que suficiente...
Atravesó la calle junto a aquel hombre.
Caminaron en silencio unas cuantas manzanas y de súbito, ante los ojos femeninos apareció un hotel de no demasiada mala categoría, con el vestíbulo iluminado.
El hombre fue a recepción y pidió la llave.
— Estoy aquí de paso —le explicaba amable ya dentro del ascensor—. Pero tengo una semana de vacaciones y me gustaría que vivieras conmigo en el hotel esa semana. ¿Te apetece?
No.
Había una cosa que jamás dejaba Nicole de hacer. Estudiar y presentarse a examen. Todo lo demás aparecía por añadidura, pero no era la meta de su vida vivir el resto de su existencia a costa de la prostitución...
Por tanto, vivir una semana con aquel tipo que si bien no era mal parecido, no era su tipo, no entraba en sus cálculos, pero pensó que sería una estupidez por su parte decírselo. De modo que dijo:
—Ya veremos.
El hombre le cedió el paso para que saliera del ascensor y Nicole lo hizo esperándolo en el pasillo.
—Por aquí — murmuró él asiéndola de la mano.
Abrió una puerta y empujó a la joven. Encendió la luz del pequeño vestíbulo y apareció una alcoba de regulares dimensiones, con una cama en medio y dos armarios medio empotrados en la pared, amén de una puerta que daba a un baño interior y una mesa tras la cual había un televisor.
Nicole no había estado jamás en hoteles de primera categoría, pero pensaba que aquél, por supuesto, no lo era. Frunció el ceño. Si el hombre no tenía dinero, iba a pasarlo mal. Por una cena no merecía la pena desnudarse. Así que como era directa en sus cosas, cuando él se le acercó y le asió los senos, Nicole dio un paso hacia atrás y desabrochó los dos botones de la camisola holgada.
Él parpadeó deslumbrado.
No se veían del todo los senos, pero uno de ellos saltaba medio al aire.
El forastero dio un paso al frente dispuesto a apoderarse nuevamente de él, pero Nicole le frenó con un gesto.
* * *
Parecía imposible que aquella joven de aspecto exquisito y femenino, con uña clase y una distinción rara pese a sus ropas hippies, fuera lo que era.
El hombre la contempló asombrado.
—¿No quieres que te toque? — preguntó atragantado.
—Si te parece — dijo Nicole sentándose en el borde de la cama —, hablamos de negocios.
—¿Negocios?
—Ni más ni menos. ¿Qué das a cambio de la noche?
—La comida, ¿no? Puede ser exquisita y servida aquí. Pediré champaña.
—Las burbujas del champaña no me interesan — dijo Nicole con sequedad —. O pagas una cantidad respetable o me largo.
—O sea, que vives de eso.
—No pensarás que salgo de un altar.
—No, es evidente. Bueno, dime, ¿eres virgen?
—¿Tengo yo cara de santa?
—Eres un poco cínica, ¿no?
—La vida enseña. O aprendes o te mueres de asco. Yo he aprendido. Tengo en la vida una meta. Y no habrá fuerza humana que me aparte de ella. Tengo, además, mis inquietudes y todas las centro en mis estudios. No obstante puedo ser una buena amante por unas horas o raía noche. Para eso tengo mis habilidades.
—Pero por dinero —dijo él molesto.
Nicole movió los párpados, hizo un gesto expresivo muy femenino y alzó los hombros.
—Ni más ni menos — dijo con brevedad.
—O sea, que prostituyes tu vida además de estudiar.
—Verás, no es así exactamente. Para estudiar me prostituyo, si quieres llamarlo así. El día que termines mi carrera y consiga una cátedra, si la consigo, nadie va a preguntarme de qué forma la conseguí. Se supondrá que estudiando. ¿No te parece? ¿Tienes tú estudios?
—No demasiados. Pero sí los suficientes para ganarme la vida. ¿No sería mejor por tu parte, siendo tan joven y bonita, casarte?
Nicole soltó la risa.
Tan fuerte era que hubo de asir el liso vientre para carcajear más.
—¿Me imaginas cargada de niños y soportando a un marido baboso?
—No tiene por qué ser baboso — dijo él enojado —. Y si además le amas, pues habrás formado un hogar digno.
—Déjate de dignidades arcaicas. Cada uno, además, vive como le da la gana. Yo vivo a mi aire y el que no esté conforme que lo tome en dos veces. Pero aquí no estamos tratando de moralizar. Yo ni soy moral ni inmoral. Tengo un cuerpo. Es muy mío, de modo que uso de él como me da la santa gana. ¿Pagas?, de acuerdo.
¿No pagas?, me largo.
Iba a ponerse en pie.
Pero él se inclinó hacia ella y la sujetó por el hombro.
—No me conoces de nada. Estás en el cuarto de este hotel que pago yo. ¿No temes que te viole a la fuerza y no te pague?
Otra vez soltó Nicole la risa.
Se levantó y se vio mucho más pequeña que él, pero alzó un brazo, hizo un giro raro como de artes marciales, asió por el cogote al forastero, le dio una voltereta en el aire y lo derribó al suelo poniendo después la punta de la bota tejana sobre el cuello del hombre, que la miraba poco menos que espantado.
—Además de estudiar cuarto de Filosofía, de prostituirme y apreciar a un hombre determinado, tengo ratos libres para aprender artes marciales. Si quieres otra demostración de judo, avisa.
Quitó la punta de la bota del cuello acogotado del forastero y se echó a reír alegremente.
—Como observarás, no tengo veinte años en vano. Aprendí pronto y bien y sé cuidarme. Si en la Sorbona y en todo el París nocturno no sabes defenderte, te
comen. De modo que lo primero que yo hice al venir aquí, fue aprender a defenderme. ¿Algo más?
El hombre se levantó y sacudió el traje. Se quitó la chaqueta y sin dejar de mirarla fue hacia el teléfono.
—Suban dos comidas y champaña, vino de marca y la carta de los postres.
Después de dar las gracias colgó y miró de nuevo a Nicole.
—Tú dirás qué dinero debo darte además de la comida.
Nicole mencionó una cantidad con seco acento. Tal se diría que estaba vendiendo lentejas o cebollas, o pudiera ser, y más era eso que nada, langosta de la mejor.
No pidió una exageración. Lo bastante para pagar a la patrona y comer por módico precio dos días o tres.
El hombre asintió con la cabeza y al rato llamaron a la puerta y entró un camarero empujando una mesa.
—Les sirvo en seguida.
Se fue de nuevo y el hombre se acercó a Nicole a paso corto.
—Prefieres comer primero, ¿verdad? — preguntó, pero a la vez metía la mano por el blusón y le asía un seno y después el otro—. De tanto fornicar ya no te impresiona la caricia de un hombre, ni siquiera te excita.
Se equivocaba.
Emocionar, no la emocionaba, pero excitar sí.
Era sensible, y el acto sexual siempre tenía para ella un cierto encanto, aunque no se podía jamás comparar a sus encuentros con la posesión de Dan.
Pero había que marginar a Dan en casos así, y lo marginó de su mente para acercarse más al hombre y que aquél la tocase a su gusto. Mientras “con una mano le acariciaba los senos, con los labios la besaba y le deslizaba la lengua. Nicole, habilidosa, abrió su boca y el hombre se excitó tanto que si no hubieran llamado a la puerta, la hubiera tirado en aquel momento en la cama.
Dos camareros entraron con el servicio entretanto Nicole se subía un poco la camisola. Los camareros sirvieron, dejaron la carta, el champaña en un recipiente con hielo y una botella de vino de marca abierta.
Después se fueron.
—Tengo un apetito feroz — dijo Nicole sentándose y desplegando la servilleta —. Esto me gusta.
Comieron casi en silencio. Después, cuando ya habían pedido los postres y les habían sido servidos, nerviosamente el hombre levantó de nuevo el auricular.
—Por favor, vengan a recoger el servicio.
Después miró anhelante a Nicole, la cual alargó una mano y la dejó con la palma hacia arriba totalmente abierta.
—¿Qué es lo que quieres? — preguntó él asombrado.
—El dinero.
—Todo lo estropeas — refunfuñó —. Nunca conocí a una mujer como tú, tan interesada.
—La vida es así. O te cobras por adelantado o corres el riesgo de no cobrar jamás. Aunque de no pagar lo ibas a pasar mal debido a mi judo.
* * *
De mal talante el forastero, que al fin dijo llamarse Vic, sacó la cartera, contó los billetes y se los puso de mala gana sobre la palma.
—Quitas todo el encanto — farfulló.
—Pues si quieres me largo.
—¿Con el dinero la cena y yo sin nada?
—Tú me dirás. Si tan poco encanto ves al asunto...
Como entraban dos camareros guardaron silencio, y cuando la puerta se cerró tras ellos, Vic, con furia, empezó a quitarse la ropa hasta quedar en cueros. Era musculoso, fuerte, y si bien delgado, de firme contextura.
—Desnúdate tú — le gritó a Nicole.
Ella lo hizo recreativa, con calma y sabiduría. Primero la blusa y Vic dio un salto para asirle los pezones que al o masculino se erizaron temblorosos.
Después los pantalones y quedó en botas y braga. De un empujón, Vic la tiró en el lecho y empezó a trajinarla, de forma que él mismo le tiró de las botas y la braga, lanzándolo todo al suelo.
Tenía un cuerpo precioso aquella chica. Unos muslos mórbidos y jóvenes, una piel tersa y suave y unas intimidades que parecían incluso vírgenes. Ya sabía que no lo eran, pero con un poco de imaginación Vic pensó que podía suponérselo y hacerse a la idea de que la poseía por primera vez.
Pronto salió de su error.
Nicole era hábil y sinuosa, sabía estar con un hombre, sabía también cómo encenderlo y complacerlo y sabía, más que nada, penetrar en los anhelos masculinos.
Cuando Vic la penetró ella dio una sacudida.
Le gustó el asunto.
Vic no era un novato y sabía manejar a una mujer, hacerle gozar y que no pasara por su vida y por su cuerpo sin enterarse.
Nicole, aparte del dinero y de la cena, pensó que merecía la pena ver más días al hombre, incluso sin que le pagara. Hacía mucho tiempo que ella no gozaba así. Se convulsionó bajo él, gimió y suspiró y cuando se apartó y miró la cara de Vic, le oyó decir entre dientes:
— ¡Qué pena... ! ¿Cómo te llamas?
—Nicole.
—Es una pena, Nicole.
—¿De qué te da pena?
—De que seas tan cínica y tan perdida y que des al amor tan poca importancia. Podías aspirar al amor sincero de un hombre y podías, asimismo, despertar en el hombre una gran pasión.
Pasado ya el momento, Nicole pensó que había pagado con creces lo que aquél le había dado. De modo que se tiró del lecho y se fue al baño.
Dejó la puerta abierta.
—¿Me dejas que vaya a ducharme contigo?
—No merece la pena. En seguida estoy lista y me largo. Tengo otra cita.
Él, aún desnudo, se recostó en la puerta y la miraba entretanto el agua chorreaba por el mórbido cuerpo femenino, pegándole, incluso los pelos a la cara.
—No me digas que después de esto, vas a buscar otra cita amorosa.
—Yo no la llamo amorosa — dijo Nicole frotándose la cara vigorosamente — La llamo de otra manera.
—¿Cómo la llamas?
—Citas sexuales, pero no amorosas. Yo nunca me enamoré de un tipo. Puede gustarme más con unos que con otros, pero amor, lo que se dice amor, no he sentido jamás.
—¿Cómo empezaste en esto?
—¿Qué más te da?
Él la miró pensativo. No estaba ya excitado, pero sí que la delineaba con expresión extraña.
—Me gustaría verte otra vez, Nicole. ¿Es posible?
La joven salía de la bañera y se envolvía en una gran toalla. Se secó allí y frotó los pelos una y otra vez, hasta dejarlos sólo húmedos.
—Son tan largos — comentó — que no se secan con facilidad. Pero los voy a peinar y me haré moño.
—Eres tan particular, Nicole. Pese a tu perversidad calas muy hondo.
—Será por mi juventud.
—Y por tu vida interior.
Elevó vivamente la cabeza.
¿Tanto se había expresado?
No le gustaba hacerlo.
No le daba la gana que nadie la conociera, porque por no conocerla, ni el mismo Dan la conocía hasta el fondo.
Salió por delante de Vic y dejó caer la felpa al suelo. Vic la miró.
—A mi lado — le dijo — has sido feliz. Sin el dinero ni la cena. Marginando todo eso. O yo soy tonto y no conozco a las mujeres, y no soy tonto y conozco perfectamente a las mujeres.
—Yo soy feliz sexualmente con todos los hombres— dijo procediendo a vestirse.
Primero puso la braga, después las botas. Era chocante verla así, pero igualmente encantadora.
Tenía modales cuidados, no era grosera, y Vic pensaba que hasta cualquier cosa que hiciera o dijera resultaba encantadora en ella, deliciosa, sugestiva.
—Mira cómo estoy — dijo él—. Si quieres otra vez...
Y mostraba abultadas y erectas sus masculinidades.
Nicole dijo que no con la cabeza.
Ella no se sentía a gusto junto a hombres que la hacían feliz.
Prefería los brutos que no dejaban en ella más que malos recuerdos.
A los egoístas que iban a lo suyo y se olvidaban de los deseos femeninos. A los homosexuales que con masturbarse delante de ella o acariciarla por aquí y por allí se conformaban o con los impotentes que se conformaban aún con menos.
Pero cuando un hombre le gustaba un poco más de la cuenta, y en vez de pensar
en el dinero o en la comida pensaba en el hombre en sí, huía más que pitando.
Aquel hombre podía ser Vic...
Y eso en modo alguno.
Había hecho la noche y se largaba a estudiar.
Ató el pelo con el consabido moño, siempre vigilada por la mirada pensativa de Vic. Él se había tendido en la cama y estaba tapado con la colcha de medio cuerpo para abajo. Tenía las manos tras la nuca y contemplaba los movimientos de Nicole con expresión algo ida.
Le hacía una gracia enorme aquella chiquilla. Porque chiquilla era y, sin embargo, sabía más que una mujer madura y adiestrada en la vida más perra y más apasionante.
—Ven mañana y te pago más — le dijo.
Nicole lanzó una mirada verde sobre el espejo del armario y comentó sin responder:
—Cuando llegue a mi cuarto me lo suelto y se seca en un santiamén. Hace mucho calor.
—¿Vas a volver?
—¿No dices que sólo estarás una semana aquí?
—De momento. Pero tal vez vuelva pronto y me quede.
Nicole miró en torno.
—¿En este hotel?
—O a cualquier sitio. De todos modos si quieres verme ven a preguntar por mí a este hotel. Dejaré aquí mi dirección por si un día se te ocurre volver. Me gustaría.
—No te pongas sentimental — rió Nicole desenfadada—. Me sacan de quicio los sentimentales.
—Tal vez, en el fondo, lo seas tú. ¿Nunca te has analizado a ti misma?
—No. Ni quiero.
Y agitando la mano se lanzó a toda prisa, dejando a Vic en la misma postura.
Cuando llegó a la fonda era muy tarde. Por lo menos las tres de la madrugada. Contó el dinero. Lo metió bajo un libro y soltó el nudo de su pelo. Aún estaba húmedo. Lo sacudió unas cuantas veces y dispuso los libros para estudiar.
* * *
Andaba a finales de curso y tenía exámenes casi todos los días.
Por eso se pasaba el día estudiando. Bajaba a tomarse un bocadillo y una cerveza y después subía de nuevo hasta bien entrada la noche, cuando salía.
A Dan no le vio en aquellos tres días.
Ni pensó en Vic...
— No obstante — se dijo aquel anochecer —, se me va acabando el dinero y estos días no hice ni un franco.
No porque no saliera, sino porque topaba con pobretones que no disponían de un franco para ellos, y menos para dárselo a una fémina.
Y en los cálculos de Nicole no entraba el dar algo por nada.
Una de aquellas noches, un chuleta le salió al paso en una bocacalle y pretendió poseerla sin su consentimiento. Otra cosa que Nicole no toleraba.
De modo que hizo uso de sus artes marciales, pescó al joven por la nuca, le dio dos volteretas y luego de tenerlo tendido en el suelo, le aprisionó la rodilla de modo que casi se la cascó.
—¿Quieres algo más? —preguntó mirándole retadora.
—Tampoco es eso, caramba. Uno sólo pretendía hacerte una caricia.
Nicole le miró directamente:
—¿La pagas?
—¿Qué?
—Si pagas la caricia.
—¿Quién me dio a mí dinero?
—Pues si no lo tienes, te suelto y te largas, y si no te largas y aún sigues queriendo la caricia gratis, no avises, que te lo voy a notar en los ojos y del empellón llegas al Sena.
Dicho lo cual lo soltó y siguió su camino.
Fue una noche perra.
No sacó nada y encima tuvo dos o tres disgustos y hubo de hacer uso de sus artes para librarse de impertinentes.
Como había pagado el mes y estaba al caer otro decidió que iría al hotel a buscar a Vic...
¿Por qué no?
Parecía tener dinero y encima le daba gusto.
Mucho gusto, era la pura verdad.
Ella hubiera preferido que no se lo diera.
Le pasaba como con Dan. Y eso que ella a Dan no le cobraba ni un franco. El pobre Dan seguro que estaría pensando que después de violarla en la escalera aquel amigo de su padre, ella fornicaba por placer.
Pues no.
Prefería no sentir placer.
No sabía ella por qué le tenía miedo al placer sexual, porque seguramente también le temía a los sentimientos y no quería mezclar uno con lo otro, y de sentir placer, el sentimiento podía acudir a su sensibilidad por añadidura.
Y eso no.
No quería sufrir.
Y entendía que el amor era sufrimiento.
Tampoco entendía de casamientos, ni hijos, ni nada que se pareciese a una familia.
Familia había tenido. La de su padre y la mujer de su padre. ¡Puaff!
Por eso buscaba ella la independencia.
Tal vez por eso se afanaba en estudiar. Para conseguir algún día aquella independencia y después hacer lo que sintiera ganas de hacer, pero nunca forzada, ni por el amor, ni por el deseo, ni por la necesidad.
Era bastante anárquica.
Vivía a su aire y que nadie intentara, ni siquiera Dan, inmiscuirse en su vida o coartarla.
Pensaba que nunca podría atarse a un deber, ni a una obligación y menos a un placer que podía ser luego amor. Y ella no estaba por creer y vivir un amor.
Pensando en todo eso iba hacia aquel hotel de la avenida, al final de la Sorbona.
Podía ocurrir que en el camino encontrara un plan, y si lo encontraba por supuesto que no iría a buscar a Vic. Le daba algo de miedo.
Era demasiado hombre.
Sabía demasiadas cosas de las mujeres.
Cómo darles gusto, y cómo complacerlas y agitarlas, excitarlas y poseerlas.
Hum...
— Oye — le dijo alguien deteniendo su elástico caminar.
Se detuvo.
No tenía miedo a nada ni a nadie. Sí, a una cosa tenía ella miedo, aunque estuviera bien oculta en el más recóndito rincón de su ser. Al placer, al amor que podría engendrar aquel placer. Todo lo demás le resbalaba sin rozarla siquiera.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Y alzó, la barbilla.
Era desafiadora.
Bonita y femenina al ciento por ciento.
Delicada en sus modales, aunque sus ojos tuvieran un atisbo de cinismo.
—Te invito a una copa.
El tipo era regordete y algo fofo.
3
A la luz que procedía de un nigth-club pudo ver su cara en sombras.
Le calculó los años.
Por lo menos cuarenta.
Pensó que entre ver a Vic y sentir aquel miedo, o irse con Dan y volver a sentir el placer de ser poseída, mejor sería irse con aquel tipo que podría seguramente pagarle bien.
—¿Cuándo? —preguntó.
El hombre entornó los párpados.
La vio joven e indefensa.
Podría ser fácilmente engañada.
Pensó también que quizás se hacía la valiente y ponía aquel gestecillo de fierecilla para envalentonarse y que tal vez fuera la primera vez que paseaba sola por la noche por aquellas calles de la Sorbona.
Se relamió.
¡Una virgen!
Tal vez una jovencita deseosa de una aventura nocturna, que engañaba a su padre y le decía que le dolía la cabeza y se iba a buscar aspirinas...
—¿Cuánto pides? Si te invito a una copa... De momento no creo que sea para que me pidas nada, digo yo, vamos.
—A mí con ésas —rió Nicole—. Detrás de una copa viene la cama y después todo lo demás. ¿Pagas o no pagas?
—¿Qué pides?
—¿Por cuánto tiempo?
—Para eso no se cuenta el tiempo. Cuando a los dos nos parezca.
—¿Adónde vas a llevarme?
El hombre pensó en su esposa y en sus hijos.
Él quería a su mujer.
Aquellas eran aventurillas sin importancia. Se vivían y se olvidaban, y la esposa inocente y crédula nunca se enteraba de nada.
—Por aquí cerca hay una plaza — le dijo riendo manso y tibio —„ Un banco, el prado. Ya sabes. ¿O no sabes?
—¿Quieres que sepa o que no sepa? —preguntó ella igualmente mansa y tibia.
El hombre se las prometió muy buenas. Seguramente la chica usaba un lenguaje libre, pero a la hora de la verdad, sería una pavita. Sería, pues, fácil vivir a su lado una o dos horas entretenidas y placenteras y luego largarse sin pagar.
—Prefiero que sepas.
—Pues vamos. Pero antes — alargó la mano — pagas y después lo que gustes.
Él la miró pensativo.
—¿No vale que te pague después?
—Ahora.
—Oye...
—Ahora o nada.
El hombre alargó la mano y le asió un seno. Se lo palpó sin que Nicole se retirara.
—Es duro y joven...
—Por ello pagarás... — fijó una cantidad.
El hombre se apresuró a soltarle el seno.
La miró desconcertado.
—¿Es que te crees una reina?
—No creo que las reinas se prostituyan al menos físicamente. Políticamente, no lo sé... Pero de todos modos casi ninguna es joven. Yo lo soy. O pagas o me largo— giró sobre sí. El hombre la asió rudamente por el hombro.
Nicole sólo giró la cabeza y le miró riendo tenuemente.
—¿Qué quieres? ¿Pagas o me voy?
—Me estás tomando el pelo. Por ese dinero tendría yo doce prostitutas de la capital.
—Seguro. Pero no a mí, que tengo veinte años.
—Vamos — hacía más firme la presión —, vamos, no seas majadera.
Del hombro, la mano masculina bajó de nueve al seno.
Nicole hizo un movimiento hacia arriba y el brazo del hombre voló como si fuera a separarse del cuerpo.
Quedó tenso y medio encorvado.
Le dolían las articulaciones como si le clavaran un cuchillo.
Nicole lanzó sobre él una mirada interrogante.
—¿Aún te apetece seguir tocándome o prefieres que te dé una voltereta?
Él estaba tan excitado que casi se le salía del pantalón.
Nicole se dio cuenta.
Aquel tipo pagaba o tendría que irse corriendo a casa a buscar a su mujer, a su amante o a quien fuese.
El hombre metió una mano en el bolsillo y sacó unos francos. Los contó y Nicole a la par que él.
Rápidamente la joven giró sobre sí diciendo:
— Con eso no tienes ni para pagar la caricia de un dedo. Si no tienes más, adiós.
Y se alejó a grandes pasos elásticos. El desconocido empezó a gritarle que se detuviera, pero Nicole siguió adelante sin siquiera volver la cabeza.
* * *
Ella tenía sus normas.
Nunca más de un hombre cada noche.
Ella tenía que estudiar y no podía entretenerse, y si con el hombre que fuera no sentía nada, mucho mejor. Le daban terror los que le ayudaban a sentir placer, los que se recreaban en una caricia, tos que la excitaban.
Ella pretendía ser matemática hasta para hacer el acto sexual y, por supuesto, por eso huía de Dan. Dan le daba placer y goce y el modo de ser de Dan penetraba no sólo en su cuerpo, sino que incluso le parecía que le hendía el alma.
Y eso no.
Ella vivía de aquello.
Y el placer quedaba o debía quedar marginado. Y no porque ella no lo quisiera, sino porque le daba un miedo feroz prendarse del hombre que se lo proporcionaba.
Por eso no había vuelto al hotel donde vivía Vic...
Vic había sido para ella en una noche, algo como ruego vivo. Un erótico fogoso y ella sintió aquel fogonazo como una llama ardiente, como lava por todo ; 1 cuerpo.
De eso huía ella y lo supo nada más sentir como (dónde andaría aquél) el primer atisbo de placer sexual.
Aquella noche, decimos, encontró al fin un tipo lúe pagó lo que ella exigió. Hizo el acto sexual. No sintió nada. El hombre se recreó en su propio placer, y como todo hombre que anda a la caza de una aventura, la disfrutó con ella en cueros, la pagó y santas pascuas.
Nicole retornó a la fonda con unos cuantos francos para vivir el resto de la semana.
Estudió toda la noche y al día siguiente se vio con Dan a la salida de la Facultad.
Dan la asió por el codo nervioso y excitado.
—Tantos días sin verte. ¿Qué es de ti? Ni estos días te veo en la Facultad. ¿No te has presentado a exámenes?
—Por supuesto. Dan — respiró mejor. Ella con Dan se encontraba bien—. Pero nada más salir de la Facultad corría a tomar unos apuntes a la biblioteca.
—¿Por qué no vienes a comer conmigo, Nicole? Te hago yo la comida.
Nicole no quería lastimar a Dan. Ni lastimarse a sí misma.
Una cosa era su vida nocturna y sus asuntos y otra la vida y los sentimientos de Dan.
Dan era un buen chico.
Trabajaba duramente y se robaba horas al sueño y al descanso para estudiar. Pero no quería entorpecer aquella vida. Estimaba que Dan era muy distinto a ella.
Ajeno a sus pensamientos, Dan insistió apretando mucho su brazo.
—Te echo de menos, Nicole.
También ella a él.
Una cosa era vagar por las calles buscando un plan y dinero, y otra la posesión y penetración de Dan.
—Estuve con Liz ayer noche. Fue al music-hall con unas amigas. Me preguntó por ti — decía Dan aún nerviosamente—. Liz es una buena compañera tuya.
Nicole no pudo por menos de sonreír desdeñosa.
—Le paso todos los apuntes y las soluciones esquematizadas. ¿Por qué no va a ser amiga mía? Pero no es amiga, Dan. Yo la considero sólo compañera, pero en vez de vivir sin dinero, lo tiene porque sus padres se lo envían.
—También a ti te envían dinero, ¿no?
Mejor que Dan lo creyese así.
—Algo — dijo evasiva—. Lo demás me lo gano haciendo sobres para la Facultad o cosas así.
—Liz dijo que esta tarde daba una fiesta en su apartamento. ¿Por qué no vamos los dos?
—¿Quién habrá, Dan?
—No sé. Estudiantes o artistas... Ya sabes cómo es Liz.
No lo sabía demasiado bien.
Liz estudiaba cerca de ella y le pasaba cuanto podía. No la consideraba muy sobrada de inteligencia, pero a ella no le importaba ayudarla, siempre que no le costara dinero. De vez en cuando Liz la invitaba a comer, pero por más que la invitó a ir a su apartamento, ella nunca había accedido, y lo curioso es que no sabía por qué.
Liz le resultaba tremendamente hermética. Como algo sobona. Como muy lasciva. Seguro que tenía asuntos amorosos con cualquiera. Pero eso también lo tenía ella, por tanto no debía censurarla.
—¿Qué dices, Nicole?
Caminaban ambos hacia la parada del bus.
Nicole pensó en las cosas que tenía pendientes aquel día. Nada concreto. Dinero aún conservaba de su última aventura callejera, y cuando poseía algún dinero, no buscaba más. Le bastaba con vivir. Prosperar a costa de su prostitución no entraba en sus cálculos.
También sabía que el día que consiguiera el título, lo cual veía muy lejos, no volvería a prostituirse. Era evidente, y ella no lo ignoraba porque creía conocerse bastante a sí misma, que sólo pretendía sobrevivir. ¿A costa de qué? De lo que fuera, siempre que con ello no lastimara a nadie y sólo vendiera al mejor postor su cuerpo.
Que no dejaran huellas en él Ni visibles ni invisibles.
Prueba de ello era lo ocurrido con Vic...
No había vuelto, y si era sincera consigo misma tenía que pensar y pensaba y itía, que se retorcía para no volver...
-No lo sé, Dan. ¿Irás tú?
—Es a una hora buena. Yo la tengo libre. De siete a diez. Hasta las once no entro en el local nocturno. ¿Quieres que pase por la fonda a buscarte?
Lo pensó un segundo.
¿Por qué no ir?
No conocía el apartamento de Liz, pero a juzgar por el dinero que gastaba, debía ser estupendo. Sus padres, según ella decía, vivían en Brujas, y si la enviaron a la Sorbona era porque ella lo había pedido.
Sin duda sus padres tenían pasta. Pero a ella, no sabría decir por qué, la pasta de Liz le apestaba un poco.
—Está bien. No hace falta — decidió — que me busques tú. Nos veremos a las siete y media en el apartamento de Liz.
—¿Sabes bien dónde queda?
—Por supuesto.
Subieron ambos al bus. Dan se apretó contra ella en aquella esquina del vehículo. Le dijo al oído sofocado y ansioso:
=— Después podíamos volver por mí casa, Nicole, hace un. montón de tiempo que no te siento en mis brazos.
—Seguro que vendremos por tu casa, Dan — dijo ella algo excitada por la proximidad de su amigo.
* * *
A las siete iba camino de casa de Liz.
No es que tuviera empeño alguno.
Pero tampoco deseaba que a Dan le pareciera mal el que ella no acudiese a la
cita.
Llevaba una falda de flores, botas hasta. las rodillas y una camisola también estampada, amén de un chaleco sin mangas de lana tejida por ella misma.
Se preguntaba qué haría aquel verano.
Dar clases de inglés. Andaba con un magnetófono aprendiéndolo, y si bien carecía de acento nativo, por lo menos, dada su facilidad para el estudio y su cultura, casi, casi dominaba el inglés.
No faltaría quien quisiera recibir clases. De eso casi siempre se enteraba Dan. El año anterior se quedó en la fonda y mientras se prostituía, por las tardes daba clases a unos niños ricos de lo más remilgado, que habían suspendido la primaria.
Eso también la sacaba de quicio.
Dado su modo anárquico de ser no soportaba las horas lineales ni el horario de los demás, sino el suyo propio. Pero había que vivir.
Y así llevaba ella unos cuantos años. ¿Cuántos? Iba a cumplir veintiuno, de modo que cuatro enteros.
Caminando hacia el apartamento de Liz pensó de súbito en Vic.
Un tipo estupendo.
Un tipo que sabía manejar a una mujer.
Un tipo, creía ella, con ciertos sentimientos.
¿Qué haría?
¿Quién sería?
¿A qué se dedicaría?
¡Puaff, qué más daba!
No volvería a verlo en su vida.
Uno más, pero uno que en cierto modo dejaba huella en ella.
«Por esa razón no he vuelto», murmuró para sí.
Alguien que pasaba a su lado la miró sorprendido.
Y es que ella había dicho aquello en alta voz.
Siguió su camino y entró en el portal de la casa de apartamentos. Una estupenda casa. Sonrió desdeñosa. Liz carecería de Inteligencia, pero seguramente le sobraba dinero. De todos modos ella prefería vivir a su aire y ganarlo con su cuerpo, que suyo era, a depender de nadie.
Se perdió en el ascensor. Creía que era temprano, pero ya llegarían los otros si es que ya no estaban allí.
Cuando el ascensor se detuvo en el sexto piso, salió al rellano y pulsó un timbre. SI no era aquella puerta la del apartamento de Liz, por lo menos el que habitase allí sabría darle razón de su compañera de estudios.
Una mujer alta y delgada, uniformada de negro, le abrió la puerta.
—Busco a Liz Silton — dijo.
La doncella (eso le pareció a Nicole que era) le franqueó la entrada.
—¿Viene por la fiesta? —preguntó.
—Sí.
—Pase, pase.
—¿Quién es, Miss? — se oyó preguntar allá lejos.
—Dígale que soy Nicole.
La doncella lo dijo en alta voz.
—Que pase, que pase. A mi cuarto —oyó la voz atiplada de Liz.
—Tenga mi bolso —dijo a la doncella.
—Siga por el pasillo hacía el fondo. Está en su cuarto.
—Gracias — miró en torno contemplando el salón adornado—. ¿No ha llegado nadie?
—No. Aún no.
Nicole siguió su camino y vio una puerta ante ella y oyó la voz de Liz gritando:
—Pasa, Nicole.
La joven pasó.
Se vio en un cuarto precioso.
Con dosel, encajes, cojines, oliendo a colonia de baño.
Todo primoroso.
Nicole no pudo por menos de pensar, pero sin envidia:
«Los padres deben de tener pasta a montones.»
—¿Has entrado, Nicole? ¿Estás sola?
—Sí.
—Ah, bueno.
Y apareció Liz.
Nicole alzó una ceja de aquella forma suya un poco ingenua, un poco perpleja, un poco cínica.
Liz estaba desnuda.
Calzaba altos zapatos descalzos por detrás, y su cuerpo era una preciosidad. Nicole pensó que ni ella tenía un cuerpo tan perfecto como el de Liz. Pero resultaba que vestida no era tan bella.
—Hola, Nicole.
La estudiante de cuarto de Filosofía ni siquiera parpadeó.
Ver a una mujer desnuda no le llamaba en absoluto la atención. ¡Estaba tan habituada a verse a sí misma... !
—¿No ha llegado nadie aún? — preguntó Liz.
—Yo sola.
—Mejor. Así podemos hablar.
Nicole miró en torno.
—¿Te busco una bata?
Liz sonrió tibiamente.
—¿Para qué?
—Para cubrir tu desnudez.
Liz giró dando vueltas en torno a sí misma sobre los altos tacones.
—¿Es que no te gusto?
Nicole, que estaba de vuelta de todo, arrogó el ceño. Pensó que ya sabía por qué Liz no acababa de gustarle como amiga.
— No sé apreciar las bellezas femeninas, Liz — dijo indiferente—. Me gustan más las masculinas.
—Toca, toca — dijo Liz asiéndole la mano y apretándosela mucho—. Toca mis carnes. Verás qué duras, y qué suave es mi piel. ¿No te huele bien?
Nicole dilató la nariz.
—En cierto modo... —murmuró desdeñosa.
—¿No te gustan las personas que huelen bien?
—Me gustan las personas que merece la pena ser gustadas, pero el olor me es indiferente.
Liz empezaba a sobarse contra ella y Nicole amigó el ceño.
—¿Qué te pasa a ti? — preguntó alterada— ¿Qué buscas, Liz?
—Bueno, pues... ¿De veras no te gusto? —y antes de que Nicole pudiera decir algo, añadió—: Tengo mucho dinero. Mis padres no me escatiman nada.
—¿Sí? ¿Por qué? Será para no tenerte en Bélgica cerca de ellos.
Liz no apreció o no quiso apreciar el sarcasmo.
Estaba excitada y sus senos chocaban contra los de Nicole, que por lo visto tenía más andadura que ella y ya la había calado.
La apartó con la mano y un gesto agrio.
—Una cosa es que te pase los apuntes y otra que quieras hacerme tu amiga íntima. ¿No tienes algunas como tú en clase que se presten a tus juegos?
—Te pago lo que quieras, Nicole —gimió Liz dejándose ver por completo.
Nicole pensó de nuevo que jamás le gustaron las lesbianas. Ni por todo el oro del mundo hubiera ella cometido semejante estupidez.
Miró a Liz de arriba abajo, Liz temblaba.
Estaba exaltadísima, llevaba sus dos manos al sexo y se acariciaba los muslos.
— Nicole..., te doy lo que quieras.
* * *
Nicole se sentó sobre un puff y casi cayó al suelo debido a su blandura. Metió la mano en el bolsillo de su falda de flores buscando en el fondo de aquel la cajetilla y los fósforos.
—¿Siempre has sido así, Liz? — preguntó con voz impersonal.
Liz se había tirado al suelo y se retorcía sobre la moqueta.
—No sé.
—¿Te desviaste o naciste así, querida?
—Nicole, déjate de hacer preguntas. No ha venido nadie. Tenemos tiempo de querernos un poco.
Nicole no se movió.
Hizo un gesto desdeñoso.
Fumó aprisa y expelió el humo tan aprisa como lo aspiraba.
—Nicole — gemía Liz, rodando por el suelo y perdiendo la hermosura de sus zapatos —, sé que tienes apuros económicos. Yo tengo dinero de sobra. Puedes
vivir como una princesa. ¿Para qué vivir en una fonda? Puedes pasar aquí conmigo.
Y de nuevo apretaba los muslos convulsiva.
Nicole se levantó.
Le daba asco todo aquello.
Entendía que lo suyo era mucho más decente, con ser como era.
Al fin y al cabo ella nunca se preguntó si era decente o no, pero lo que no entendía, y nadie se lo haría entender, era la convivencia sexo con sexo y encima entenderse físicamente.
Miró a Liz aún retorcida en el suelo y dijo, riendo, jocosa:
—Pues estás tú arreglada. No, Liz, no. Yo no quiero tales cosas. Dame un hombre y olvídate de mí para mujeres.
—Puedo darte mucho dinero.
—Ni el capital de tus padres, que debe ser mucho, pagaría mis escrúpulos. Cada
uno es como es.
—Eh, escucha. ¿Es que te vas?
—¿Y no lo ves?
—Nicole — sollozaba Liz, torcida— yo te amo.
—No seas necia.
—Con todas mis fuerzas. Hace mucho tiempo, Nicole. Casi desde que te conocí, pero tú nunca has querido venir a mi casa.
Nicole ya estaba en la puerta.
—¡Nicole!
La aludida ni siquiera volvió la cabeza. Llegó al salón y vio a la doncella expectante.
¿Sabía aquella «celestina» lo que se traía su señorita entre manos?
La miró y pidió secamente:
—Mi bolso.
—¿Se marcha?
—Sí.
—¿No espera?
—Ya ve que no.
—La señorita Liz la está llamando.
—Pues vaya usted —lanzó sobre ella una aguda mirada—. ¿Cuánto tiempo hace que le sirve?
—Cuatro años.
Nicole curvó los labios en una sonrisa desdeñosa.
—Pues ya la conocerá bien.
Y salió sin esperar respuesta aunque ya en el rellano, oía los gritos de Liz, desesperados, llamándola, y después mientras esperaba en el ascensor, la voz de la doncella calmándola dulcemente.
¡Valientes pájaras las dos!
Asqueada salió a la calle y no se detuvo a esperar ni el subterráneo ni el bus. Se fue aprisa caminando.
Ni Dan ni nadie.
Suponía que la fiesta, en realidad, terminaría en una orgía.
Pues allá ellos y Dan.
Ella se fue a la residencia, entró en su cuarto y sin despojarse de la ropa, abrió el libro y se puso a estudiar.
Ni cuenta se dio de que el tiempo pasaba.
Y es que ella cuando estudiaba se olvidaba de todo, y sólo sabía concentrarse en
el libro.
De repente pensó en Vic.
¿Por qué no?
Dijo una semana y no había terminado aquella semana.
Después tal vez no le vería nunca.
¿No tenía ella derecho a sentir un atisbo de placer?
Vic...
Se levantó y cerró el libro, apagando la luz.
Posiblemente no lo encontrase en el hotel. Era lo lógico, pero por probar no se perdía nada.
Tenía sensibilidad. Podía creerse que no. Pero existía en ella y más después de ver a Liz retorcerse en locas convulsiones.
Salió a la calle y respiró a pleno pulmón. Era noche cerrada.
4
Suponía que Dan, al no encontrarla en casa de Liz, dejaría la fiesta e iría a buscarla a la fonda.
Decidió que no la encontraría
Pegaba demasiado Dan en ella para dejarse dominar por sentimientos que no fueran los puramente físicos.
De modo que se alejó de la fonda y se adentró en la Sorbona procurando salir de allí cuanto antes. Llevaba su falda floreada, su camisola igualmente estampada y su chaleco largo de punto, sin mangas. Con el bolso que parecía un trapo, tejido por ella colgado al hombro y cayéndole casi hasta la rodilla, se lanzó a la calle y pensó que Dan tal vez supiera ya del pie que cojeaba Liz.
«Este verano — pensó—, una vez termine el curso y lo apruebe todo, me largo de aquí. No daré ni clases. Me iré a Londres a perfeccionar mi inglés. Es lo mejor. Para prostituirme igual lo hago allí que aquí. Y si me apuran mucho, me voy a una comuna hippie donde se practique asiduamente el swing, con lo cual todo resultará más fácil.)
Con esta convicción pensó que no estaría mal verse con Vic aquella noche.
Fue un hombre que dejó en ella un buen recuerdo. Algo atosigante en las entrañas, en su piel, en lo más profundo de su ser.
Se alzó de hombros. Llegó al hotel y entró hasta recepción.
—El señor Vic...– se encontró con que ni siquiera sabía su apellido.
El recepcionista la miró desconcertado.
—¿Vic, qué?
—Pues no sé. Es un hombre alto, rublo, de ojos azules o grises... Es delgado.
—¿A qué se dedica?
—Lo ignoro.
—Aguarde, voy a ver en el libro de registro.
Puso allí la punta del dedo y fue pasando nombres.
—No tengo ningún Vic. Lo siento, señorita.
Giró sobre si
No es que se sintiese desilusionada, pero sí en cierto modo entristecida.
Salió de nuevo a la calle, no sin antes vagar por los salones de la plante baja y el vestíbulo por sí lo veía. No, claro.
Se había ido ya» o tal vez se llamase de otro modo.
Casi prefirió que fuese así.
De modo que salió de nuevo a la calle y miró en tomo como buscando en sí misma qué hacer.
—Si quieres compañía...
La voz era masculina. Algo ronca.
Lanzó una mirada hacia el que hablaba.
Era un tipo alto y flaco, de lánguida mirada.
Vestía una camisa de manga corta color pardo y un pantalón que en la noche no se sabía de qué color era. El pelo seco le caía en la frente y era más bien largo.
No tendría más allá de los treinta años.
Nicole, mentalmente, contó el dinero que le quedaba. Una aventura con aquel tipo podía darle la solución de una semana. Faltaban apenas veinte días para terminar sus estudios... es decir, los de aquel año. El siguiente se licenciaría y después, a vagar buscando la forma de conseguir, si no una cátedra, sí por lo menos una clase de Instituto o Universidad como adjunto, entretanto preparaba concienzudamente la cátedra. Se sabía capacitada para sacarla pronto.
—Si te aburres — dijo él ajeno por completo al examen de que era objeto — puedes divertirte conmigo.
—¿De dónde sales?
—De por ahí. Como tú, ¿no? Me llamo Janson.
—Yo Nicole — dijo ella
—Pues, si te parece, seguimos juntos el paseo.
Emparejaron.
Janson en seguida la asió del brazo desnudo y sus dedos rodaron axila arriba y después se deslizaron por el seno, introduciendo la mano por la abertura de la blusa
Nicole no se inmutó mucho.
—Es joven tu seno, duro y cálido... — dijo él, relamiéndose.
Nicole se alzó de hombros y le quitó la mano.
— Tendrás que pagar para tocarlo — le aseguró.
Janson se detuvo.
—¿Así dejas en el aire el encanto?
—¿Qué encanto?
—El de la posesión espontánea.
—Déjate de espontaneidades — farfulló ella, indiferente—, Yo cobro.
—O sea, que siendo tan joven te prostituyes.
—Como gustes llamarle.
— Por una vez en la vida que pretendo ser hombre y parecerlo y sentirlo como tal, sales tú y to echas todo a rodar.
Nicole le miró sin comprender.
Él tenía expresión triste y compungida.
—No te entiendo en absoluto — murmuró ella, y era verdad.
Janson se detuvo a la luz de un farol.
—¿Ves esa casa alta? En el ático vivo yo con unos amigos. Ahora no están... ¿Quieres subir conmigo?
* * *
Nicole no dio un paso.
Pero le miraba con creciente curiosidad.
—¿Quieres explicar eso de que por una vez que te sientes hombre...?
—Es largo.
—Yo no tengo nada que hacer.
—Pero no subes conmigo a ese ático. Los chicos se han ido y no volverán esta noche. Yo me he quedado solo y he salido a la calle con la idea de desahogarme. ¿Qué haces tú en la vida además de prostituirte?
—Estudio.
Él la miró alentado.
—Yo también. Intento ser arquitecto. No sabes el trabajo que me está costando soportar muchas cosas.
—Todos tenemos cosas que soportar. ¿Quién no tiene nada? La vida no es un campo lleno de rosas. Hay tantas espinas que no das abasto a quitarlas del medio.
Janson agachó la cabeza.
—Debo ser un sentimental empedernido —murmuró desalentado — pero vivo una realidad puñetera.
—¿Y cuál es?
—Tú te prostituyes, yo me prostituyo y se me antoja que a ninguno de los dos nos gusta.
Nicole se alzó de hombros.
—El que yo lo hago es bien cierto, pero no entiendo por qué tú...
—Vivo con dos homosexuales. No tengo piso ni dinero para pagar la fonda, pero sí una gran vocación de arquitecto. El día que lo sea rompo con todo esto y me largo de aquí. No querré recordar jamás la Sorbona ni cuanto con ella se relaciona.
Miró a lo alto sin que Nicole dijera nada.
—Esos dos cabrones me tienen la vida hipotecada. Pagan... ¿qué quieres que haga? Por eso me duele encontrarme con la sombra de mí mismo una noche que me sentía casi místico y dispuesto a poner de manifiesto mi hombría. Porque yo soy hombre, ¿sabes? Yo no soy un homosexual, pero vivo con esos dos. Pagan bien. Me dan vivienda, comida y cama... — hizo un gesto vago —. Tú me dirás qué puedo hacer. ¿Quieres que te cuente mi vida?
Nicole alzó una mano y la agitó en el aire.
Caminando habían llegado a una plaza.
—Tengo bastante con la mía — refunfuñó —. No me interesan las historias de nadie.
—No eres generosa.
—Tómame como gustes.
—¿Quieres que nos sentemos en un banco de esos? Hace una plácida noche. A mí me gustan estas noches así de apacibles y claras. Me gusta sentir el crujir de las hojas cayendo de vez en cuando y rodando por el suelo. Y el trinar de los pájaros por la mañana y ese olor a tierra húmeda por el rocío...
—Tú eres un romántico.
Pero se sentó en el banco y sacó cigarrillos y fósforos.
—Este verano — dijo de repente como si le agradara tener con quien hablar — me iré a una comuna hippie. Siempre será alentador vivir entre gente que ama la paz y que vive a su aire.
—Todos practican el swing, ¿no te importa?
—Será delicioso, ¿no?
—Es posible. Yo me quedaré en la Sorbona. No dispongo de un franco y en cambio tengo comida, cama y techo.
—Y dos homosexuales caprichosos.
—Muy caprichosos pero con dinero. Oye — se afanó de nuevo —, eres joven y bonita. Ellos no vendrán esta noche. Han ido a Versalles a ver a un pariente y estoy seguro que no regresan. ¿Por qué no subes conmigo al ático? —mostró un objeto que sacaba del bolsillo —. Es la llave de la vivienda... Por una vez que no cobres...
—Yo siempre lo hago cobrando.
—Mujer, compadécete de un pobre diablo.
—Lo siento, Janson...
El muchacho se volvió hacia ella ansiosamente y le tomó la cara entre las manos inesperadamente.
La miró a los ojos.
Los de él eran grises, muy claros. Resaltaban de forma extraña en su pálido rostro y bajo la mata de cabellos negros.
Era un tipo interesante.
Sintió los labios abiertos del muchacho en su boca y la lengua ondulante, deslizándose por entre sus labios.
No la soltó en seguida. Se gozó en besarla. Tanto y de tal modo que Nicole se estremeció de pies a cabeza. Salvo el día que el amigo de su padre le quitó la virginidad jamás volvió ella a hacer aquellas cosas sin cobrar previamente.
En aquel momento, en cambio, lo estaba haciendo. Era evidente que Janson no poseía ni un franco y no había que esperar nada aquella noche.
O salía corriendo o se quedaba y subía al ático con él.
En cierto modo, para ella era una novedad y a la vez una absurda tentación.
La consideraba absurda porque no era blandengue ni sentimental. Y mucho menos romántica, como parecía ser aquel joven.
Entretanto, Janson la besaba, le introducía la mano por la abertura de la camisa y le palpaba tibiamente los senos, de modo que Nicole a su pesar se agitó y se estremeció excitándose demasiado, según su modo de pensar, de ser y de actuar.
No quería complicaciones.
Ella prefería ir por la vida, ganar para vivir, sobrevivir, estudiar y no malgastar el tiempo en sentimientos.
Los sentimientos le parecían un lastre terrible que no cuajaba en su carácter y temperamento.
Realmente pensaba: «No me he conocido nunca, salvo cuando estoy con Dan, y no del todo. Y aquella noche que estuve con Vic... »
Lo demás todo mecánico y se podía decir que una de cada dos o tres noches, tenía ella una aventura sexual.
Cobraba y se olvidaba del asunto.
Janson dejó de besarla.
Suspirante y excitado asió la mano de la joven y la llevó al pantalón.
—Mira cómo estoy. A veces dudo de que sea un macho y tengo miedo que esos dos puercos me contagien, pero ya veo que lo has conseguido.
Nicole, que no era mala del todo, le dijo quedamente:
—Si quieres te consuelo y me dejas en paz.
—Como si hicieras una gracia a un pobre mendigo. No — dijo él, enojado—. De eso nada. Estoy harto de todo eso. Quiero un acto sexual normal y completo. Te aseguro que te gustará. No he perdido mis hábitos de hombre pese a vivir con esos dos maricas.
* * *
—¿Cómo es vuestra vida? — preguntó Nicole, curiosa, retirando la mano.
Pero él se la asió entre las dos suyas y la apretó de nuevo contra sus masculinidades.
La apretó allí y dijo suspirante:
—Se ponen como bestias. A veces me dan miedo, ¿sabes? Pero yo tengo que estudiar y no tengo más remedio que soportar esa vida.
—¿Qué te piden que les hagas?
—¡Qué sé yo! Unas veces los penetro por detrás Pero no siempre. Se masturban, hacen mil perrerías entre los dos y me meten a mí en el asunto.
—No te gusta esa vida.
—Nada.
—¿No tienes otra cosa que hacer?
—Claro. Estudiar.
—¿Qué año estudias?
— Él último. Luego me iré de aquí para hacer el proyecto de fin de carrera. Termino este año. ¿Te falta mucho a ti?
Había logrado que la mano de ella se introdujera en el pantalón.
Pero Nicole logró al fin desasirse de él.
—O te calmas — dijo — o me largo.
—A buscar alguien que te pague, ¿no?
— Pues es lo lógico.
—Nos parecemos, tenemos puntos de afinidad. AI menos los dos vivimos de lo que ganamos con nuestro cuerpo. Es doloroso eso, Nicole. ¿No piensas que te duele?
—Nunca me hice ese interrogante.
— ¿No tienes corazón?
—¿Qué es eso?
—Ni sentimientos.
—¡Bobadas!
—Yo tengo sentimientos. Yo sufro, ¿sabes? Me gustaría terminar cuanto antes y largarme y dejar bien lejos a esos dos maricas.
Nicole le miró con mayor curiosidad.
Tenía rasgos muy viriles. Se apreciaba en el fondo de sus ojos una sincera amargura. En el rictus de la boca una curva de tragedia.
—Fui un niño mimado. No te gusta que te hable de mí, ¿verdad? No quieres saber historias ajenas.
—No me interesan. Tengo suficiente con la mía.
—Eso se llama egoísmo.
—No te niego que lo soy. ¿Por qué había de negártelo?
—Siendo tan hermosa y con aspecto tan delicado...
—Hay que vivir.
Él bajó la cabeza.
—Claro, como yo. Vivía con mi abuela y yo pensé que ella tenía dinero. De modo que empecé la carrera entusiasmado. La vocación de toda mi vida. Pero un día falleció mi abuela y no dejó más que deudas. Pagué unas y dejé pendientes las otras. Me vine aquí. No poseía ni un franco, pero sí unos deseos locos de llegar a ser arquitecto. Hasta llegué a trabajar de barrendero en las noches para comer durante el día. Tengo veintiocho años. A esa edad cualquier hombre que estudia arquitectura, está trabajando ya. Lo intenté todo. Perdí años, lloré... Me desesperé. Busqué trabajo, intenté dar clases. Todo durante los años de estudio, y así iba perdiendo mi tiempo.
Guardó silencio.
Nicole tenía la mirada fija en el vacío.
Tenía la frente arrugada como si las cejas se le juntaran.
Ella no quería oír amarguras. Tenía bastante con las suyas.
¡Y no eran pocas!
Se dio cuenta que Janson, más que mujer para amar, necesitaba una confidente. Ella pensó que aún tenía algún dinero y que merecía la pena hacer algo por el prójimo, aunque no ganase aquella noche. Así que se quedó sentada oyendo la voz ronca de Janson.
—Cuando ya iba a desistir y ponerme a trabajar, lejos de este ambiente, estaba tal vez a punto de suicidarme, me topé una noche con dos amigos en una taberna. Me invitaron a beber una copa. Después debieron darse cuenta de que tenía hambre porque me ofrecieron una cena. Me fui con ellos a un restaurante.
Nicole le miraba y escuchaba.
Tenía un cigarrillo en la boca y fumaba casi sin darse cuenta.
—Te canso, ¿verdad? Tú que andabas dispuesta a ganar esta noche.
—Se puede perder una hora, ya vendrá otra —dijo Nicole, indiferente.
—No te conmueve mi historia.
—Tendría primero que conmoverme la mía y prefiero marginar la emoción o la lástima. Vivo, es lo único que importa.
—Ya. Ni siquiera viviendo yo como vivo perdí mi sensibilidad. Debo ser algo artista. A veces pinto, ¿sabes? Me gusta plasmar en el papel cosas que pienso, que siento, que veo a distancia relacionadas con mi vida. Cosas que sueño, que hubiera querido vivir, que presiento, que anhelo.
—¡Puaff, Janson, eres un soñador!
—¿Es pecado?
—¡Yo qué sé! Lo único que sé es que soy más práctica. Más material. Curso cuarto de Filosofía y deseo terminarlo. ¿La forma de conseguirlo? Estudiar. ¿De qué manera puedo estudiar algo tranquila? Ganando para sobrevivir. Es lo que hago. Ni miro aquí ni allí. Miro de frente y voy camino de mi objetivo. No me pierdo en divagaciones.
—No eres sentimental.
—Ni falta que me hace.
—Pues yo lo soy y reniego de la vida que hago. ¿Sigo contándote?
—Si ello te consuela...
—En cierto modo.
Suspiró.
Se había enfriado sexualmente. Pero sentimentalmente estaba entregado a sus añoranzas y sentimientos.
Nicole, algo ceñuda y asustada, pensó.
«Estoy ante un sentimental de cuidado. Ante un tipo sensible si los hay. Son los que me dan más miedo. »
Pero no se levantó.
Ella no era de hierro.
Podía parecer muy dura, pero tenía su sensibilidad aunque algo escondida. Presentís que si se iba, aquel joven iba a sentirse muy dolido.
Así que lo mejor era que se desahogase.
—Me dieron de comer aquellos dos y después me preguntaron si tenía a dónde ir y como dije que no, me ofrecieron su casa. Me fui con ellos — suspiró —. No
tenía otra alternativa. Ni cuenta me di, así de ciego estaba, que me hallaba ante dos homosexuales. Lo eran empedernidos. Uno de nacimiento, el otro por vicio. El caso es que sin darme cuenta me vi enredado con ellos.
—¿Hace mucho de eso?
—Oh, sí. Lo suficiente para sentirme acogotado. Ya te digo que termino este año la carrera y como no tengo por qué preocuparme de la comida, la vivienda ni de nada más, llevo el año perfectamente. Tan pronto termine haré el proyecto de fin de carrera, y me largo de aquí. Me iré de aquí y no cejaré hasta encontrar trabajo. Sueño ya con un estudio mío, con casas enormes, con bonitos chalets diseñados por mí. — De súbito le asió de la mano, se la apretó con ansiedad—. ¿Vienes conmigo al ático? ¿Qué más te da perder una noche, mujer?
Nicole dudó.
Le daba pena, pero también debía pensar en sí misma y no era como para echarse a reír de su situación.
—Te lo ruego — insistió él con desaliento —. Estoy solo. No sabes lo que daría por sentirme hombre junto a ti esta noche.
—¿No puedes pagar nada? —preguntó ella, que maldita la gracia que le hacía darse sin recibir a cambio su dinero.
* * *
Súbitamente Janson se levantó y metió las manos en los bolsillos del pantalón, sacando los forros y mostrándoselos.
—Saben bien lo que hacen esos cabrones. Cuando se van por un día o dos me dejan sin un franco, porque saben que no han logrado enviciarme en su vida y que a la mínima salto y me largo de su lado pero resulta que les gusto a los dos y me comparten.
—¡Puaff!
—Anda, por favor, ven...
Nicole se dejó llevar no supo por qué sentimientos compasivos.
«Una gracia — pensó — se le hace a cualquiera. »
¿Por qué no hacérsela a ese Janson?
Parecía un buen chico.
Se olvidó de Vic y Dan.
No fuera a ser cosa que Janson le diera también gusto.
Suponía que no, dado que estaba habituado a vivir con homosexuales.
De no recibir placer alguno, aún merecía la pena hacer el favor. Pero si recibía placer escaparía corriendo, ya que Janson como persona le agradaba bastante. Y ella hacía cuatro años que andaba huyendo de los sentimientos.
Sólo tenía uno y lo mantenía vital.
Los estudios.
Todo lo demás, era puro comercio, pura forma de vivir, de seguir viviendo.
Caminaban juntos en la calle tenuemente iluminada.
Janson apretaba la mano de Nicole casi hasta hacerle daño.
—¿Cuánto tiempo hace que no vas con una mujer, Janson?
—Bastante.
—¿No te dejan ellos?
—No me dan oportunidad. Uno de ellos estudia como yo y va conmigo a la escuela. Se diría que me tienen como cerrado, preso. Me vigilan...
—Entonces es posible que cuando termines...
La miró furioso.
—¿Piensas que una vez termine pueden retenerme?
—No lo sé. Te lo pregunto.
—No.
—Si te aman los dos...
—Al cuerno con ellos. Son dos puercos viciosos... Me tienen harto.
—¿No te ha gustado el plan nunca? Después de tanto tiempo...
—No me gusta el plan. Quisiera que los vieras en cueros, masturbarse uno a otro y retorcerse por el suelo o el lecho. Luego piden mi colaboración. Los mataría — alzó las dos manos y contempló sus puños cerrados—. Así — hizo que golpeaba —. Así los destruiría.
Respiró hondo.
Alzó la cara y miró el inmueble.
—Aquí vivo. En el ático. ¿Ves aquellos ventanales que parecen esfumarse en la noche? Es allí.
—Suponte que llegan cuando estés conmigo.
—No llegarán. Ya te he dicho que han ido a Versalles a ver a un pariente.
—Prefiero que vayamos a otro sitio, Janson.
—¿No quieres subir?
—Lo que no quiero son líos con tus amigos. Hace una noche espléndida y por ahí cerca se llega a un descampado. Es un prado precioso con montículos y hierbas secas amontonadas... Lo veo siempre cuando salgo a pasear.
— ¿De veras no quieres estar más cómoda ahí arriba?
—Por supuesto. Pero no estoy para líos y a mí me gusta la tranquilidad. La que yo puedo conseguir. Y puesto que esta noche nos unió el destino y estamos dispuestos a vivir juntos una aventura, aunque sea rápida y aislada de todo lo demás de nuestra vida, deseo que sea lejos del cubil de tus dos maricas.
Giraron ambos y asidos de la mano se perdieron calle abajo.
Torcieron a la izquierda.
Janson dijo bajo, amoroso:
—Ya sé dónde dices.
—No te pongas tierno.
—¿No te gustan los hombres tiernos y considerados?
—No.
Lo dijo con rabia.
Ella no quería complicaciones sentimentales.
Era lo que era.
Sabía lo que hacía.
Y quería seguir haciéndolo sin estorbos emocionales.
Janson levantó un brazo y se lo pasó por los hombros.
En voz baja, dijo:
—Gracias, Nicole.
—¿Gracias?
—Por estar conmigo esta noche. Te necesito. Necesitaba a alguien como tú...
Se perdieron por el prado y fueron a sentarse sobre un montón de hierba seca que al peso de sus cuerpos parecía hundirse.
Nicole, algo amedrentada por la forma de ser de su compañero, se dio cuenta de que dentro de Janson había un mundo de ternura que pretendía compartir con ella.
Pero ella no quería ser tierna, ni sentir nada parecido. Prefería que Janson hiciera el acto sexual, la poseyese, la penetrase cuanto antes sin preámbulos y largarse a la fonda a no pensar en lo ocurrido.
Pero sé estaba percatando de que con Janson eso no podía ser. Era hombre cálido, fogoso, apasionado y ardiente como una llama, todo ello aglutinado en un sentimiento casi puro y reverencióse.
Mal asunto.
No estaba ella para soportar ni aceptar tales demostraciones de cariño.
¿Cariño?
Pues sí, Janson era un tipo cariñoso, sentimental» maduro y sabía manejar a una mujer.
Tirado en la hierba junto a ella, juntó su cara a la de Nicole y con sumo cuidado, paciente y recreativo, le buscaba los labios y abría los suyos
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Sobre los de ella, deslizándole la lengua en un hacer casi candoroso dentro de su mismo apasionamiento.
Sus manos la sujetaban y le levantaban las faldas, deslizándolas por los muslos acariciantes sus intimidades más profundas.
Le acariciaron el sexo y Nicole se estremeció como si mil huracanes la sacudiesen.
—Estás temblando — dijo él, quedamente.
Nicole parpadeó.
Intentó escapar de aquel o que le agradaba. Tenía por norma huir de todo lo placentero porque vivía para ganar dinero y para estudiar. Su único anhelo era terminar la carrera y las satisfacciones sexuales debían tenerla sin cuidado.
Pero las sentía. Un goce íntimo indescriptible.
Él se recreó en prepararla. Nunca a Nicole le había ocurrido igual y eso que Dan
era un buen maestro en tales lides, y Vic lo había sido una vez, y algunos oíros que ella olvidó rápidamente. Pero aquello era diferente.
Aquello la tenía a ella apretada contra la hierba seca. El cuerpo se ondulaba subiendo sobre el suyo, mientras los labios masculinos la besaban en la garganta, en los ojos, resbalaban y se perdían de nuevo en su boca, sintiendo el o de la lengua, arrancando en ella un gemido de hondo placer y deleite.
Cuando ya estaba en éxtasis, raro y desconocido en ella, Janson la sujetó contra sí, le deslizó las manos por las posaderas y la apretó contra su cuerpo de tal modo que, muy despacio, recreativo, y deleitoso, la penetró.
Nicole jamás sintió sacudida de goce mayor.
No pudo evitarlo.
Se agitó y convulsionó y suspiró de placer infinito.
Él empezó a moverse.
Le decía frases quedas, temblorosas, cálidas, profundas, que parecían como caricias encendidas.
Un minuto o miles de minutos.
Nicole no quiso tasarlos.
Estaba furiosa consigo misma y, sin embargo, se agitaba bajo él sacudida por oleadas de placer incontenible.
Después, una última convulsión y él se quedó sobre ella desmadejado, pero cálido y emocionado.
—Nicole, hemos sido tremendamente felices.
Nicole estaba enojadísima.
Dejarse vencer por una emoción semejante cuando para ella aquello siempre fue una función mecánica que no quiso que ahondara jamás en su alma ni en su vida.
No condicionó su vida al placer, sino todo lo contrario.
Se sentó en la hierba y deshizo del todo y alisó el moño, que se le había caído un poco, anudándolo de nuevo con fuertes bríos.
—No me digas que no has sido feliz — murmuró él, dolido.
—Mierda — gritó ella, desaforada.
Y asiendo la braga que tenía al lado, se la puso y bajó las faldas.
Puesta en pie, miró a Janson, que la contemplaba desconcertado.
—Parece que te da rabia haber sentido placer a mi lado.
—Ya me largo, Janson.
—Oye, aguarda.
Y se levantaba para ponerse a su lado.
Pero Nicole dio una patada en el suelo.
Aún le parecía que el goce le hormigueaba en el cuerpo y era contra lo que ella luchó desde que saltó de la inocencia a la vida sucia.
—Será mejor que me largue — dijo aplacándose.
¿Para qué referirle a él lo que sentía?
¿Para qué demostrarle que lo vivido con él le molestaba y ofendía precisamente por haberle gustado tanto?
Allá se quedaba Janson. Seguramente no le vería jamás.
Y es que no iba a verle, porque no iba a querer verle.
— Nicole, te espero aquí a estas horas todos los días.
¡Ji!
¡Para eso estaba ella!
* * *
Echó a andar a paso largo. Pero Janson se unió a ella.
—Nicole, ¿nos veremos?
—Claro que no.
—Yo vendré. — ¿Adónde?
—Aquí. Todos los días. Nunca he sentido mayor placer. Eres maravillosa, Nicole.
Ella apretó el paso. Dijo, furiosa:
—No pretendo serlo.
—Pero es que hay cosas que uno no quiere y se sienten igual. Tú no querrás ser como eres, pero lo cierto es que sí lo eres.
—No me hables con esa voz tierna, Janson — gritó, exasperada.
—¿Qué tienes tú contra la ternura?
—Que no me gusta, ea, que la detesto.
—Yo soy un hombre tierno y cariñoso. —Pues guárdate tus ternuras.
—Mujer...
—Déjame en paz.
—¡Me gustaría tanto amarte!
Nicole se detuvo y lanzó sobre él una mirada incendiaria.
—¿Amor? ¿Qué es el amor? Déjate de majaderías.
—El amor es un sentimiento profundo, físico, sentimental, hondo, que te arrastra, te condena y te purifica.
—Tú eres un novelero.
—Yo soy un ser humano necesitado de realidades francas y sinceras. Un hombre que reniega de su vida, pero que contra viento y marea sigue en ella. Oye, Nicole...
La joven no quería oírle.
Se parecían.
También ella navegaba por una vida que detestaba.
Pero era su vida.
Cada uno tiene su parcela y ha de vivir en ella o tirarse por un barranco.
Apuró aún más el paso.
Salían de aquellos solitarios parajes y se metían de rondón en la Sorbona.
—Nicole, yo vendré todos los días. Te esperaré tirado en la hierba y con los ojos cerrados soñaré contigo.
—Tú eres un sentimental empedernido y yo no lo soy. ¿No te has dado cuenta aún? ¿No sabes que yo cobro por hacer eso?
—Pero yo no te he pagado y tú sabías que no iba a pagarte y te has emocionado en mis brazos y has temblado y hubo un momento crucial en que pronunciaste mi nombre como si lo besaras...
—¡Oh, no!
Soportar tanto, no.
—Vete, anda — dijo, apaciguándose —. Lárgate ya. Si quieres que te diga si he sentido orgasmo, vale, sí, pero lo siento todos los días y no me emociono y aunque tú creas lo contrario, tampoco me he emocionado hoy. ¿Quieres dejarme en paz? Tengo que ganarme el pan.
Él la sujetó por el brazo.
Se le enronqueció la voz al decir:
—¿Es que te vas hoy por ahí a ganártelo?
—¿Y quién puede impedirlo?
Janson puso expresión desolada.
Apretaba los labios con ira y dolor.
Nicole no quería verle la cara, ni la expresión de los ojos, ni el rictus amargo de su boca.
Así que giró y empezó a caminar en sentido inverso.
—Nicole.
—Te digo que me dejes en paz.
—No manches con una posesión pagada la entrega divina de esta noche. No lo hagas, Nicole.
—Buenas noches Tengo prisa.
—Por favor, ven a verme. Yo te esperaré allí. ¿Oyes? Allí...
Y como ella seguía caminando, Janson decía desgarradoramente, haciendo bocina con las dos manos
—Vayas o no vayas estaré allí, entre la hierba esperándote. Ya podré yo escapar todas las noches a esa hora. Te esperaré allí. ¡Te esperaré, te esperaré, te esperaré!
Nicole se tapó los oídos y echó a correr.
No se detuvo hasta llegar junto a la residencia donde tenía su cubil.
Vio a Dan. Estaba apoyado contra la pared y tenía una rodilla encogida.
—Dan — exclamó parándose y jadeando— pero ¿no has ido hoy a tocar a la orquesta?
—Pedí a otro compañero que me remplazara en el primer turno. Tenía que verte. No estabas en la fiesta....
Notó que Liz no había hablado de lo ocurrido. Mejor.
—No tenía ganas — dijo.
—Ven conmigo un rato.
¡Oh, no! Después de lo de Janson ella no podía ir con nadie más.
Se empalidecía la personalidad de Dan comparándolo con Janson. Pero como ella ya no quería detenerse a pensar en nadie determinado, hizo que bostezaba murmurando:
—Tengo que estudiar, Dan. Tenemos los últimos parciales encima. No quiero suspender nada. Me perdonas, ¿verdad?
Dan puso expresión angustiada.
—Al no estar tú en la fiesta aquello dejaba de tener interés para mí. Llevo apostado aquí más de dos horas.
Justo las que ella estuvo con Janson entre la hierba.
—Lo siento, Dan. Sabes muy bien lo que para mí significan los estudios.
—Claro, claro, Nicole. Pero un rato. Media horita... Podemos ir hasta el ático.
—Lo siento, Dan.
—¿No... hay forma? — suplicaba.
Ella le miró con bastante consideración.
Pero, en cambio, dijo con energía:
—No la hay. Dan. Los estudios son primordiales para mí. Ve a tocar en la orquesta, anda. Luego te llegará tu turno...
Dan se estiró desolado.
La contempló entre angustiado y complacido.
—¿Mañana, Nicole?
—Es... posible.
Pero no fue.
* * *
Procuró escabullirse de Dan.
Con un pretexto u otro no le vio en toda la semana.
Tampoco fue al prado.
Como si se escarneciera a sí misma, vagó por las noches por la Sorbona y se entregó a un -hombre y a otro, siempre por una cantidad que a ella le parecía respetable. Es más, en aquella semana ganó más dinero que en cualquier otra época en un mes. Y es que se diría que pretendía pervertirse más y más.
Los exámenes tocaban a su fin.
Le faltaban dos y tenía la certeza de que terminaría el año brillantemente. Una vez llegadas las vacaciones se iría con aquel dinero conseguido a Londres o a cualquier lugar de Francia donde hubiera una comuna. Eso no lo tenía decidido aún, pero lo que sí tenía más que decidido era que terminaría la carrera y entonces saldría rápidamente del hormigueo estudiantil de la Sorbona y se dedicaría a estudiar en firme para presentarse a cátedra.
Al cabo de aquella semana, una noche se sintió tremendamente deprimida.
«Es como si me faltara algo», se dijo lastimera.
No sabía qué era. Pero salió a la calle dispuesta a comerciarse como cualquier otra noche. Tenía los exámenes preparados y estaba firmemente segura de que no fallaría en nada. En la Facultad se la consideraba una buena estudiante y, para evitarse líos, ella nunca comerció entre los estudiantes con el fin de evitar situaciones equívocas.
Que el mercado de carne imperaba en la Facultad como imperaba la droga y muchas cosas más, ya lo sabía, pero ella nunca quiso entrar en aquel aglutinamiento desenfrenado.
Ella vivía su vida y la vivía mejor fuera de aquel núcleo estudiantil, donde nadie la conocía y pasaba por una damita prostituida más de las noches de la Sorbona.
A veces se adentraba, y paseaba, por los Campos Elíseos, pero no disponía de ropa lo bastante elegante como para venderse cara. No obstante consideraba que el precio que ella misma se había impuesto era aceptable.
Aquella noche, pues, se sentía deprimida o desazonada y se lanzó a la calle paseando. Varias veces intentaron detenerla, pero otras tantas, embebida en no sabía qué extraños pensamientos, ella no aceptó el requerimiento.
Caminaba firme y segura, a veces vacilante, a veces confusa y titubeante. Cuando se dio cuenta vio a lo lejos el prado y la hierba seca amontonada, perdida como en sombras que la luna, entre las nubes, proyectaba hacia aquel lugar.
Sonrió un poco desconcertada.
Pensó: «Después de una semana no hay cuidado de que Janson esté por aquí, y yo siento la necesidad de tirarme sobre la hierba, cerrar los ojos y quedar quieto, inmóvil, mi cerebro.»
Con este propósito caminó hacia allí. Atravesó el prado agitando en movimientos nerviosos el bolso de trapo de colorines y asas muy largas, que ella enrollaba entre los dedos.
De repente, cuando estuvo ante el montón de hierba seca, algo surgió de ella.
Un ser largo, vestido de hombre.
Nicole dio un paso atrás y se quedó inmóvil y rígida.
— Hola, Nicole — dijo Janson, quedamente —, pensé que no volverías.
Nicole hizo intención de echar a correr.
¡Oh, no, Janson allí era peor que una epidemia cayéndole encima!
¡No estaba ella para soportar a nadie aquella noche, y menos las ternuras, las novelerías y las ensoñaciones de su amigo!
—Nicole — decía él, quedamente—. Nicole querida.
—¡Maldita sea! —gritó ella.
Y no sabía contra quién maldecía.
Si contra sí misma, contra Janson o contra el sentimiento o la fuerza que la había empujado hacia allí.
Janson se acercó a paso corto y la asió por la cintura con las dos manos de forma que la pegó a su cuerpo Estaba erecto. Como si fuera aún aquella otra noche y Janson no se pusiera fláccido desde entonces.
Como era más alto, inclinó el cuello y sus labios abiertos, en aquel hacer suyo subyugante, estremecedor, y le tomó la boca.
Deslizó la lengua con sumo cuidado.
Se diría que temía lastimarla.
Nicole pensaba que estaba huyendo, que corría por el prado sola con el bolso bailando en el aire, pero lo cierto es que estaba apretada en los brazos de Janson y que su lengua iba enredándose en la de Janson tímidamente.
Una mano de Janson subió deslizante hacia arriba y se metió por la abertura del vestido floreado de su amiga, introduciéndose en los senos. Los palpó quietamente, cuidadoso.
Ni una palabra.
Nicole no quería hablar.
Le dolía hasta oír su propia voz.
Así que cuando él la deslizó hacia la hierba y empezó a acariciarla subiéndole las faldas y le quitó 3a braga, Nicole no suspiró siquiera.
El suspiro estaba dentro.
Lo aglutinaba ella en su garganta como si fuera un desahogo que no merecía la pena, ni quería itir.
Cuando quiso darse cuenta ya Janson se había quitado sus propios pantalones y se unía a ella sin dejar de acariciarla.
Nicole hubiera dado algo por tener valor, o fuerza, o cobardía para irse. Para correr. Pero Janson la prendía contra sí, y al tiempo de besarla en plena boca, le deslizaba las manos por los muslos y se perdían cálidas en su sexo.
Después subió sobre ella y sin dejar de acariciar la aún, se preparó para penetrarla.
Lo hizo con mucha calma.
Como si contuviese sus impulsos vehementes.
Nicole pensó que las sienes le iban a saltar y que el pulso se iba rodando por la
hierba y que los latidos de su corazón los sentía Janson en el suyo propio.
Era su debilidad.
Sabía que iba a serlo y que volvería al día siguiente y al otro y muchos más.
¿Cuántos?
Tal vez fuera fuerte y no volviera.
Pero en aquel momento no podía pensar en eso
Pensaba en Janson y sus brazos se alzaron.
Era la primera vez que ella rodeaba el cuello de un hombre y abría sus labios golosamente para recibir el deleite de un beso.
Ella se había prostituido por necesidad, pero jamás por placer y nunca había sido para un hombre lo que estaba siendo para Janson.
Ni con Dan, ni con Vic, que fueron los dos hombres que dijeron algo a su vida.
Pero Janson era diferente.
Pensó si sería que llevaba o atrapaba su sentimiento más profundo.
Se rebelaba contra ello, pero en aquel momento no era posible rebelarse contra nada.
Estaba siendo poseída por Janson y la posesión era como algo entrañable y hondo que rompía las carnes en pasiones desatadas.
Ardor y ansiedad se unían.
Janson decía quedamente, muy quedamente:
— Apasionada Nicole. Bonita mía. Querida muchachita descarriada...
Nicole no quería aquella ternura.
Le daba miedo.
Así que cuando se convulsionaron juntos y se perdieron por la hierba en un abrazo, ella se soltó de él y automáticamente bajó las faldas.
Después, a tientas, buscó las bragas y se las puso.
Janson aún estaba tendido en la hierba boca abajo. Junto a él estaban sus pantalones arrugados. La luna parecía formar arabescos no lejos de ambos.
Nicole hizo lo que en otra ocasión. Desató el nudo de su pelo, lo alisó maquinalmente y después de retirar el cabello, lo ató de nuevo, anudándolo con firmeza.
No volvería nunca más...
* * *
Pero volvió.
No una semana después. Al día siguiente.
Muda, estática, renegando de sí misma, pero volvió y de nuevo se perdió en los hábiles brazos del futuro arquitecto.
Era demasiada la atracción que Janson ejercía sobre ella.
La ternura de Janson, su desgarro interior, la pasión que compartían, el inmenso placer que ella creía casi desconocer...
Todo la llevaba a aquel lugar.
Janson decía casi todos los días:
—Cuando me sitúe...
No. Ella no quería hablar del futuro.
No sabía adonde iría a parar Janson, pero sí que sabía que el futuro de ella estaba trazado porque iba a dejar París.
Aquel último día tenía ya el pasaje en el bolsillo.
Se iba en un vuelo a Londres y continuaría prostituyéndose y olvidaría aquella semana en el prado junto a Janson.
Todo volvería a ser mecánico.
Todo a su cauce normal. Era posible, y así 5o creía ella, que jamás volviera a ver a Janson. Cuando ella regresara al curso siguiente, si es que regresaba y no pedía
la matrícula a cualquier otro lugar para evitar a Janson. El habría terminado y estaría en otro lugar de París trabajando en algún estudio.
No más sentimentalismos.
No más blandenguerías.
—Cuando me sitúe, vendré a buscarte, Nicole, y viviremos juntos.
Ni pensarlo.
Ella terminaría su carrera y después sacaría cátedra o no la sacaría, pero se pondría a trabajar y su vida cambiaría.
No había llegado su prostitución a pervertirla. No tenía vicios de nada.
Fumaba poco. No tomaba droga. Pero el sexo era algo con lo cual ella comerciaba y si lo compartía con Janson, por supuesto que era la primera vez que lo hacía sin cobrar dinero.
Tampoco se lo había cobrado a Dan.
Pero es que Dan pasaba a la historia.
No era más que un amigo al que había querido de corazón, pero del cual había huido por temor a enamorarse.
¿Es que estaba ella enamorada de Janson?
No quería.
Luchaba contra aquel sentimiento.
Se juró a sí misma no dejarse prender por él desde que el amigo de su padre le robó la virginidad apretándola contra la pared, a la salida de aquel cine.
—Nicole, ¿no me oyes?
—Ponte los pantalones — dijo ella, secamente—. Vas a pillar frío.
—Estoy descansando y reponiéndome. ¿No quieres otra vez?
Claro que no.
Arremetió contra el bolso y empezó a darle vueltas en el aire.
—Tengo que irme, Janson...
—Oye, ¿mañana?
La esperaría.
Pues que esperase.
Le odió por ser quien era y por ser como era.
Como se odió a sí misma por odiarlo a él.
Tierra por medio.
Era la mejor medicina. El mejor remedio.
«El tiempo todo lo borra y olvida», pensó.
—Vendrás, ¿eh?—murmuró él—. Pasado mañana no podré venir yo. Tengo el último examen... Después me iré a cualquier estudio y trabajaré gratis con tal de que me dejen algún rato para hacer allí el proyecto de fin de carrera. Luego
cuando gane algo vendré a buscarte.
—Ahora tengo que irme, Janson.
—Parece que no me oyes.
No quería oírlo.
Proyectos para el futuro, nada.
Ella tenía su vida y sus estudios y no iba a renunciar a ellos por nada del mundo.
Giró sobre sí y Janson le gritó:
— Te espero mañana, Nicole.
Bueno. Ya se cansaría de esperar.
Al día siguiente ella aterrizaría en Londres.
Bajaría del avión y empezaría durante aquellos meses estivales una nueva vida.
Se alejó a paso largo y Janson se apresuró a ponerse los, pantalones intentando alcanzarla. Pero ya Nicole subía la loma y corría perdiéndose en la avenida, entre los árboles.
6
La estancia en Londres no fue placentera, pero logró incorporarse a una comuna de las afueras londinenses, y si no se sintió como pez en el agua, al menos vivió a su aire. Tirada al sol, descalza y compartiendo la vida con sus compañeros de comuna.
Olvidó a Dan, a Vic, a Janson y a todos los hombres que pasaron por su vida. Si bien había otros, ninguno dejaba huella en ella porque así se lo había propuesto.
Por otra parte ya sabía que una vez pasado Janson en su vida íntima y emocional, nadie podría jamás comparársele ni desbancarlo, por lo cual caminaba por la vida mucho más segura que antes. Sabiendo a Janson lejos de ella y desengañado, harto de esperarla, seguro que la habría olvidado a su vez.
No fue una nueva experiencia aquélla-, pero en cierto modo era algo distinta, si bien al cabo de dos meses también se cansó de la comuna, cogió su saco de viaje y se alejó de allí.
No hubo en su vida nada digno de mención en aquel tiempo.
Por supuesto, que siguió prostituyéndose para sobrevivir, pero decidió que no trabajaría entretanto no terminara la carrera, pues a medias no quería nada y sabía que ni dando clases de francés en Londres podría mantenerse.
También pensó en no volver por París ni acercarse siquiera a la Sorbona, pero el traslado de matrícula iba a llevarle demasiado tiempo y molestias y decidió que al iniciarse el curso regresaría.
Un día, inesperadamente, cuando transitaba por una calle londinense, sintió un bocinazo tras ella.
Volvió la cabeza con presteza y vio la cara de Vic al volante de un lujoso automóvil.
Dio un salto.
—Vic — rió, acercándose.
Él sonrió a su vez.
—Para haberte visto un solo día, y en una noche, te aseguro que te conocí por el nudo de tu pelo y por tu forma airosa de andar. ¿Subes?
No lo dudó un segundo.
Recogió su bolso colgando por dos cordeles y se sentó junto al conductor.
—¿Eres chófer de algún ricachón? — preguntó divertida.
Se sentía tranquila.
Vic no la emocionaba.
Era como encontrarse con un viejo amigo que la entretuvo una noche, pero nada más.
—He prosperado — dijo él mansamente —. En realidad nunca fui un pobretón, pero hoy considero mi situación casi solvente. Exporto, ¿sabes? Vivo de eso.
Ella miró en torno con satisfacción.
—¿Es tuyo el cacharrazo?
—Mío, por supuesto. ¿Qué es de tu vida? ¿Qué haces en Londres lejos de tu Sorbona?
—Viajo. Es tiempo para eso.
—Y te prostituyes.
—Desde luego. ¿De qué voy a vivir?
—Nunca he conocido una chica tan cínica como tú, pero al mismo tiempo tan deliciosa. ¿Qué supone para ti el matrimonio?
—Preocupaciones e inquietudes debidas a un simple papel en el cual firmo yo, mi marido y un juez — sacudió la cabeza —. No, Vic. No estoy por ésas. ¿Pero quieres que te diga una cosa curiosísima?
—Dila. Todo lo tuyo resulta original y curioso
—Fui a verte.
—¿Al hotel aquel?
—Pues sí. No suelo hacer yo tales cosas. Pero en aquel entonces deseé verte. Comercio con mi cuerpo, ya lo sé, y tú lo estarás pensando. Para mí las sensaciones sexuales son todas iguales, y mejor que no existan siquiera aunque una finja sentirlas si el hombre lo desea o exige. Eso siempre se sabe, ¿no te parece? Hay tipos que van a ti, te pagan y se dedican al asunto sin más preámbulos. Sienten ellos con su cerrado egoísmo y santas pascuas. Pues yo los prefiero así a que sean sentimentales. Me cargan los sentimientos, los románticos, los soñadores, los demasiado ardientes. Tú fuiste un término medio y yo te recordé con cierto agrado. Así que volví y no estabas.
—Me llamo Vicente Sarmiento. Soy español.
Ella le miró curiosa.
—¿Español? Tengo yo ganas de conocer España. Es posible que el año próximo me dirija allí al finalizar la carrera. ¿Cómo es?
—Brillante y llena de sol, pero yo vine aquí hace muchos años y entre París y Londres paso la vida. De modo que no puedo decirte cómo es aquello hoy, aunque me imagino que el sol y la alegría seguirán existiendo. ¿Comes conmigo y pasamos un rato juntos, o prefieres que te deje en alguna parte?
—Como contigo si me invitas. ¿No tienes compromisos?
—Tengo esposa.
Nicole se echó a reír de buena gana.
—No me digas... ¿La tenías ya aquel día que me conociste?
—Claro. Y cuatro hijos.
—¡Dale!
—Además amo a mi mujer. Pero eso no impide que pase a tu lado un rato agradable. ¿Quieres que después de comer te lleve a un motel?
—Me agradará.
—Pagándote, claro.
Ella le miró riendo.
—Eso por supuesto — dijo —. Y fuerte si me quieres complaciente.
—No perderás nunca tu delicioso cinismo, Nicole. Me pregunto sí serás tan cínica como pareces o debajo de ti habrá una sensibilidad especial, mucho más agudizada que la de cualquier otra persona.
—Prefiero que lo dejes en cinismo. Me siento así más revestida con mi traje nuevo.
—No obstante —dijo él, conduciendo el auto hacia las afueras de Londres—, presiento que debajo de ti hay otra mujer.
* * *
Fue un día grato.
Pudo ser con Vic complaciente y amable y hasta ardiente.
Vic no le decía nada a sus sentimientos.
A sus sentidos lo que diría cualquier hombre muy agradable. Además, después de saberlo casado y amante de su familia, todo lo demás pasaba casi inadvertido.
Cuando Vic le estaba pagando la miró a los ojos.
— ¿Seguro que decides cobrarme, Nicole?
Ella sostuvo su mirada.
Sólo a tres personas no había cobrado en su vida, pero a una en especial. El hombre que le robó la virginidad casi violándola. Dan con su buen hacer de hombre bueno y trabajador y... Janson. Pero ése era un punto y aparte. Era el recuerdo más íntimo, sensible y grato que ella tenía de la andadura de su vida.
¿Por qué no cobrarle a Vic?
Por supuesto que sí. De modo que alargó la mano y sosteniendo la mirada masculina dijo con su medio cinismo:
—Paga y despidámonos.
—¿No quieres verme mañana?
—Mira la fecha. Con el dinero que me estás pagando me voy mañanita mismo a sacar el billete de avión para París. Espero que la patrona me dé la misma habitación, si de alguna forma hemos de llamarle.
—Me gustaría haberte encontrado hace mucho tiempo. ¿Cuánto, Nicole?
—No lo sé.
—Cuando eras pura y virgen.
—Entonces hace cinco años o más. ¿Quién se acuerda de eso?
Se apresuró a despedirse de él porque no quería ponerse sentimental.
Al día siguiente arribaba al aeropuerto de Orly y cuatro horas después se paseaba por la Sorbona como si todo el mundo fuera suyo.
Con su falda de flores, sus botas altas, su camisola holgada, también floreada, y su chaleco sin mangas, se fue tan pimpante en dirección a la residencia donde vivió.
Esperaba hallar un cuarto, si no el suyo, parecido, húmedo y frío, pero tenía techo y no goteaba, había una cama donde dormir y todo lo demás le pasaba inadvertido.
Hay que decir que nunca llevó hombres a la residencia, por lo cual ante la patrona tenía su buen cartel.
Ella presentía que la patrona, una cincuentona de buen ver, se lo pasaba divinamente de vez en cuando con sus amigos, pero no permitía que las clientes llevaran hombres a su casa.
Cosa que Nicole nunca había intentado ni le interesó hacer.
El comercio ella lo tenía en la calle o en cualquier piso.
Sonrió al verse de nuevo, después de una temporada estival movidita, en la Sorbona, dentro de su movimiento estudiantil y su fragor y aquel aire cultivado y a la vez pervertido.
Le gustaba aquel ambiente.
Era fácil y difícil, según se mirara.
La patrona la recibió sin demasiada gracia, pero le ofreció una habitación, que si bien no era la misma, se parecía.
— Ya sabes — le dijo—. Un mes por adelantado.
Nicole pagó con el dinero que le había dado Vic y que ella había cambiado nada más llegar a París.
Las libras cambiadas en francos se convertían en una cantidad para vivir un cierto tiempo, y como a ella, mientras tenía dinero, no le interesaba acumular más, se fue a la Universidad, sacó la matrícula y después a una librería a comprar los libros de segunda mano.
Una vez todo dispuesto para iniciar el último curso de su carrera, se fue hasta casa de Dan. Suponía, claro, que Dan seguiría en el mismo sitio y se habría pasado el verano tocando la guitarra eléctrica en el mismo music-hall.
Abrió la puerta un barbudo de mal talante. Le preguntó por Dan Dupont y el hombre le dijo que no sabía, que el único que vivía allí era él.
Se fue al music-hall a preguntar por él.
No tenía un interés especial en verle, pero era su amigo y lo fue casi desde siempre porque ella lo consideró así. Es más, hubo momentos en que creyó amarlo y por eso huía de él. A la sazón ya sabía que no le amaba, y que si ella llegó a querer a un hombre en particular fue a Janson.
Pero ¿dónde estaría Janson?
Donde quiera que fuera, no le interesaba encontrarle, por supuesto. Ella tenía un curso por delante y mientras no terminara no quería entretenimientos sentimentales.
En él music-hall le dijeron que Dan había enfermado y le habían llevado a un hospital. No supieron nada más de él. Ni siquiera pudieron decirle a qué hospital le habían llevado y Nicole pensó que no podía pasarse los días buscándolo.
Al iniciarse las clases sí preguntó a unos amigos comunes.
—No lo hemos visto en todo el verano.
—Dicen que está en un hospital. ¿Sabes qué enfermedad le aqueja?
—Es la primera noticia que tenemos — dijo uno de los compañeros —, Pensamos que Dan vendría a clase como todos los años.
No fue.
Nicole le echó mucho de menos.
Era un buen amigo.
Alguna vez antes de cerrarse del todo el invierno, Nicole, como impulsada por una fuerza superior, iba por aquel prado y contemplaba el verdor de la hierba alta y que aún no había sido segada. No había montículos de hierba amontonada. Todo era verde y diferente.
Nicole alzaba los hombros, giraba y se iba.
Olvidaba y continuaba viviendo y comerciando para sobrevivir.
Jamás hombre alguno prendió sus sentimientos.
Ni siquiera sus sentidos.
Ella tenía lo que tenía para ganar dinero y lo ganaba de la mejor forma que podía, pero estudiaba todas las noches hasta el amanecer y de paso que sacaba el curso, iba preparando las oposiciones para cátedra.
Ya sabía que no iba a ser fácil, pero ella no tuvo más nieta en su vida que llegar a un punto determinado, y aquél era una cátedra de historia.
Lo demás eran sucedáneos, añadiduras o formas de sobrevivir.
A medio curso se enteró de lo de Dan.
Un amigo se lo dijo:
—Oye, Nicole, ¿no preguntabas por Dan? Pues ha muerto de leucemia.
—¿Qué dices? — y sintió como una súbita sacudida.
—Lo que oyes.
— ¿Dónde está?
—No lo sé. Sé únicamente que vinieron unos familiares y lo reclamaron llevándose su cadáver.
7
Lo sintió.
Pasó más de una semana tendida en el lecho con la cara vuelta hacia arriba y con el cerebro lleno de negras filosofías.
¿Qué era la vida?
Un préstamo. Una hipoteca.
Nada.
La eternidad sí era la vida. De allí nunca volvías. ¿Qué habría tras todo aquello? Ni trino de pájaros, ni aleteos de mariposas, ni prados, ni amores, ni posesiones, ni placeres. ¿O habría mucho más que todo aquello?
No quiso averiguarlo.
Ni tampoco frenar su andar.
Volvió a ir por la Facultad y se empeñó en recuperar el tiempo perdido. Lo hizo fácilmente, tenía una inteligencia despierta. Sumamente despierta, y sabía adaptarse a los profesores. Con poco estudiar entendía todo lo que necesitaba y más.
No vamos a meternos demasiado en sus aventuras sexuales, ni en sus asuntos personales que ella marginaba cuando le convenía.
Aquel año, por supuesto, terminó el curso y no por eso se arredró.
Tenía veintidós años.
Para los efectos era una cría, pero psíquicamente podrían contarse por cuarenta o más sus años. Así que, decidida como estaba a ganar cátedra por su cuenta, riesgo y esfuerzo, se quedó en la Sorbona preparándose para presentarse en septiembre.
Se dio cuenta de que su voluntad para los estudios y otras cosas era mucha, pero también- mucho lo que pedían. No obstante no se arredró.
Solicitó clase personal de un catedrático y éste le dijo:
—Cobro mucho. ¿Tienes con qué pagar?
—No.
— ¿Entonces qué esperas de mí?
—Que me la dé.
— ¿Por nada?
—Cóbrese de otro modo.
El catedrático, que ya tenía sus buenos cincuenta años, hogar, familia y bienestar social y económico, la miró desconcertado.
Ella no se menguó.
Si no tenía cinismo, tenía cara, y si no belleza De modo que como además su frescura era mucha añadió al observar la sorpresa del profesor.
—¿Es que no le gusto, señor profesor?
El hombre parpadeó.
Nicole gustaba a cualquiera, pero debido a sus estudios llevados con precisión,
acierto y voluntad, él no concebía que la chica vendiera su cuerpo por unas clases.
No obstante era un buen pago, pensaba él.
Su familia era su familia, sus hijos, sus hijos; pero el placer de poseer a aquella joven encendía su sangre, ya un poco friolera.
Aceptó el trato.
No con demasiadas frases. Las menos posibles. Decidió ayudar a Nicole porque una vez que la conoció se dio cuenta de que merecía la pena.
Sus relaciones íntimas con Nicole le rejuvenecieron y hasta se sentía más considerado con sus hijos y más cariñoso con su mujer en desagravio al engaño al cual la tenía sometida.
Nicole era dicharachera, alegre, ardiente y sabía el asunto de maravilla.
—No sólo sabes lo que deseas — le dijo a finales de septiembre —. Es que además te lo mereces y con una carta mía lograrás la cátedra. Tal vez pongan de pretexto tu poca edad. Eres deliciosamente joven.
—Pero sé tanta historia como un viejo caduco. ¿A que sí?
—De eso no cabe duda. Has nacido para catedrática. No obstante, temo que tu edad frene tu saber. Ya veremos.
Se lo frenó, claro.
Le suspendieron un examen perfecto. Nicole trinó contra el tribunal y las discriminaciones, pero el profesor le aconsejó:
—Mejor que te calles y sigas estudiando. Cuando te presentes a examen en junio próximo no te hagas el moño anudado. Háztelo encima de la cabeza y pon cara de vieja.
—Si sé historia hasta reventar a cualquier profesor, y si me apuras les doy mil vueltas a todo el tribunal, ¿por qué se me niega lo que merezco?
—Paciencia. ¿Quieres seguir estudiando o prefieres descansar?
—Seguiré estudiando.
Y continuó prostituyéndose y entendiéndose íntimamente con el profesor hasta el junio siguiente.
Sacó la cátedra, claro, y además con nota.
Intentaron tumbarla por todos los medios pero al final imperó su conocimiento de la historia y cuanto ello conllevaba.
Fue destinada a un Instituto de enseñanza media de un arrabal de París.
Le agradó el cambio.
Empezó su nueva vida.
Nada de comerciar con su cuerpo.
Ya estaba bien.
Tenía que dar la impresión de una dama joven respetable y respetada, y así se personó en el Instituto al iniciarse el curso.
Su sueldo le daba para vivir y para más, pero aún se prostituyó un cierto tiempo, antes de iniciarse el curso, con el fin de ganar dinero para cambiar su imagen exterior.
Compró ropa adecuada. Daba la imagen de una mujer muy joven, pero con elegancia, sobriedad y gravedad.
Nadie al verla diría lo que fue Nicole en otro tiempo.
Se hospedó en una residencia perfectamente decente y allí vivía en un cuarto sin lujos, pero al menos confortable y muy a tono con su nueva personalidad.
Fue allí, ¿cuánto tiempo después?
Casi a finales de curso, cuando un día le dijo la encargada de las alcobas:
— Señorita Nicole, hay un señor en el recibidor que dice ser su amigo y desea verla.
Nicole alzó una ceja.
No tenía demasiados amigos.
Los estaba haciendo.
Y de los de antes no quedaba ninguno.
Por supuesto no se acordaba de Janson...
* * *
Apareció en el recibidor enfundada en una falda azul con una corta abertura delante y bastante ceñida. Una blusa blanca muy correcta y altos tacones.
Eso sí, el pelo seguía llevándolo anudado tras la nuca y cayendo como si fuera una especie de cola de caballo a medias.
Una sombra en los verdes ojos, una pincelada en los labios y apenas maquillaje en la piel de su fina cara.
Bonita, con su aspecto delicado de siempre y sin cinismo en los ojos.
Así apareció en el recibidor.
Estuvo a punto de echar a correr al ver al hombre.
Era Janson, claro. Un Janson distinto, casi elegante, metido en un traje holgado, una camisa blanca y una corbata a tono con el traje gris perla.
No pudo por menos de exclamar ahogadamente:
—Janson... ¿tú?
Él avanzó.
Emocionado. Con los ojos pardos o azules brillantes. La sonrisa abierta.
—Nicole, ¿no me esperabas?
—No — dijo ella juntando las dos manos bajo la barbilla—. Claro que no.
Janson se pegó a ella.
La miraba a los ojos con ansiedad.
—He ido a la Universidad. Lo demás fue fácil. Topé con un viejo profesor tuyo que te dio clases para conseguir la cátedra. Después volví al Instituto y allí me dieron tu dirección. Aquí me tienes.
—Janson... ¿Por qué has venido?
—¿Y me lo preguntas tú? He venido porque tenía que venir, porque no puedo vivir sin ti. Me he colocado en un estudio importante. No lo tengo propio, pero gano dinero y algún día tendré ese estudio por el cual me prostituí.
—Pero sabes que yo...
—¿Te has prostituido también? Claro. No tenemos nada que echarnos en cara uno a otro. ¿Por dónde empiezo a hacer tus maletas? ¿Te ayudo?
—Tú estás loco.
No lo estaba.
Se acercaba a ella y la tomaba en sus brazos.
Nada más rozarla ella sintió como una sacudida.
—Sé que me has querido. No has podido olvidarme porque yo a ti no te olvidé — dijo buscándole la boca y deslizándole la lengua entre los labios —. ¿Me reconoces? — preguntó después—. ¿Verdad que sí, Nicole? nunca dejé de echarte de menos. Pero tenía que situarme. No vivo demasiado lejos y tengo un apartamento precioso decorado por mí mismo. Entre vivir aquí sola o conmigo, ¿qué prefieres? Tendremos libertad uno y otro, pero hemos de vivir juntos y querernos libremente. ¿No te parece?
Sin esperar respuesta le deslizaba la lengua entre los labios.
—Nicole, ¿quieres que te lo pida por favor?
No. No era preciso.
Muchos hombres pasaron por su vida, pero entre toda la nebulosa de sus recuerdos una cosa imperaba. El prado, las hierbas amontonadas, Janson en sí, sus besos, sus caricias...
Aquellas emociones íntimas.
Aquellas sacudidas eróticas llenas de fuego.
¿Cuándo sintió ella sacudidas fogosas eróticas?
Con nadie, sólo con Janson.
Y además había como un peso en su alma.
Como un recuerdo que revivía al verle de nuevo.
—Nicole, ¿qué dices?
Ella se separó, pero no soltó su mano prendida.
—Sube conmigo.
—¿Quieres casarte conmigo, Nicole?
—Casarme... ¿Es preciso?
—No. Es más fuerte esto que un papel.
Y de nuevo la apretaba contra sí.
Lo sentía erecto, entregado, firme, cálido y tierno.
Era Janson.
Con sus ternuras, sus pasiones, sus vehemencias.
—Vamos a hacer las maletas, Janson. Yo seguiré dando mis clases en el Instituto. Y tú estarás en tu estudio. Pero viviremos bajo el mismo techo. Oye, ¿qué fue de los homosexuales?
Janson rió.
Una risa alegre y divertida y como algo acogotada.
—Nicole, ¿me dejas que te posea en tu cuarto antes de hacer las maletas?
Entraban ambos en aquel cuarto.
Janson afanoso, apasionado y cuidadoso le desprendió la falda.
—¿Aquí?
—Tanto tiempo esperando... ¿No quieres?
Quería.
Se daba cuenta de que lo había echado de menos.
Además, ¿no era la vida muy corta?
Por ejemplo, para Dan fue un corto viaje...
¿Qué quedaba después?
—Nicole, ¿no quieres?
Si ya estaba queriendo.
Si la tema tendida en el lecho y él la acariciaba y perdía sus manos en sus redondos muslos...
—Después — decía él sobre sus labios en los cuales deslizaba la lengua que se mezclaba con la de Nicole— haremos las maletas. Pero ahora...
Ella se agitaba bajo él.
Gemía, suspiraba.
Janson la penetraba con cuidado.
—Después — decía quedamente — nos iremos juntos. ¡Juntos! A vivir... a nuestro aire. ¿Qué me dices?
No decía nada. Se apretaba contra él cruzándole el cuello con el dogal de sus brazos y se entregaba ardiente y apasionadamente. Lo demás... ¿Quién pensaba en ello?
Fuego erótico Ada Miller
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Primera edición en libro electrónico (epub): febrero de 2017
ISBN: 978-84-9162-008-2 (epub)
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Ada Miller
TE ENSEÑO A AMAR
1
Roland y Mayra se hallaban enfrascados en la conversación cuando apareció Edgar en la puerta del living.
—A propósito, Edgar, pasa, estábamos hablando de algo que nos está ocurriendo.
Edgar entró y saludó a ambos. Se dejó caer en un sofá como apoltronado. Era un hombre joven, de unos veintiséis años, expresión distraída y pelo negro, ojos pardos, boca relajada y nariz aquilina.
Vestía traje beige holgado y camisa azul celeste sin corbata. Calzaba zapatos marrón y tenía las manos finas y cuidadas.
Encendió un cigarrillo entretanto miraba a sus padres interrogante.
—No sé si te hablamos alguna vez de los Dupuis.
Edgar hizo un gesto vago como diciendo que no tenía la menor idea.
—Son unos lejanos parientes a quienes apreciamos mucho —indicó Roland—.
Hace años que no les vemos, pero jamás dejamos de cartearnos ni comunicarnos. Cuando pasan por París jamás dejan de visitarnos.
Edgar volvió a hacer el mismo gesto vago.
—No recuerdo haberlos visto nunca — dijo—. Si bien sé que existen por habéroslo oído decir.
—La última vez que estuvieron a vernos — terció Mayra—, tú estabas haciendo el doctorado en Alemania. Ya entonces nos hablaron de sus propósitos con respecto a Marie.
Edgar alzó una ceja.
—¿Marie? — interrogó —. ¿Quién es?
—La hija.
—Ah.
—No tienen más hija que ésa y dado el negocio del padre, no les es fácil vivir en París; por eso lo hacen en Bayona. Ahora la chica ha terminado sus estudios superiores y parece ser que desea estudiar Medicina, por lo cual nos escriben una carta pidiéndonos que cuidemos de su hija, ya que la envían a París, si es que nosotros estamos de acuerdo.
Mayra dio una cabezadita corroborando las palabras de su marido.
Edgar no pronunció palabra.
Miraba a uno y a otro interrogante.
—¿Habéis contestado? — preguntó al rato.
—De eso se trata. Hemos contestado — indicó Roland — y nos han llamado a la tienda esta mañana para que recojamos a Marie en el aeropuerto de Orly. Llega esta noche.
—¿No es mucha responsabilidad eso? — preguntó Edgar—. Estas chicas jóvenes de hoy... son algo rebeldes.
—Marie fue educada en el seno de una familia honesta, trabajadora y bien avenida. El matrimonio formado por Marcel y Alice es estupendo. Según explican en la carta, Marie es una muchacha excelente y tiene verdadera vocación de médico. Nosotros — añadía el padre — habíamos pensado que puesto que tú eres médico en funciones, con tu clientela y tal, podíamos muy bien orientar a Marie. Es más, tu madre y yo estábamos hablando de que podías meterla de enfermera contigo para ir adiestrándola ya en ese mundo que ella desea conocer.
Edgar, se levantó y se acercó a la chimenea encendida. Como tenía un cigarrillo
apagado entre los labios, se inclinó y buscó un tizón candente, encendiendo y tirándolo entre las llamas, escapando de aquellos diminutos puntos encendidos que caían de nuevo sobre los leños.
—Yo no tengo objeción que hacer — murmuró—. El caso es que venga preparada a París.
—¿En qué sentido hablas tú de preparación, Edgar?— preguntó el padre.
—En todos — replicó Edgar indiferente—. No estaría bien que si os responsabilizáis de ella, os salga un día con un hijo o algo parecido.
Ni Roland ni Mayra se inmutaron demasiado.
La madre dijo:
—En el supuesto de que los padres no lo hayan hecho, tú te encargarás de ello, ¿no?
—Se lo preguntaré cuando la conozca — dijo fumando aprisa.
—Yo no creo que envíen a una chica de dieciocho años a la facultad sin antes prepararla — murmuró Roland —. Pero tratándose de una familia así, como son los Dupuis, pudiera ser que se olvidaran de ese detalle — lanzó una mirada al reloj—. El caso es que tu madre y yo recibimos ahora a unos viajantes y tenemos
que bajar a la tienda. ¿Te importaría a ti ir a Orly a buscar a Marie?
Edgar, que tenía sus planes propios, arrugó el ceño.
—Si no la conozco.
La respuesta de Mayra fue inmediata, como si estuviera esperando aquel pretexto de su hijo. Alargó una mano y recogió un ancho sobre del tablero de una mesa. Sacó de ella una cartulina y se la mostró a Edgar.
—Es ésta.
Edgar posó la indolencia de sus ojos en aquel retrato.
Linda joven.
Escandalosamente bella.
Mojó los labios con la lengua y parpadeó,
—De modo que ésa es Marie.
—Nos han enviado la fotografía para que no la confundiéramos — dijo el padre —. Cuando vimos a Marie por última vez era una cría. Ciertamente ha desarrollado lo suyo. Es una joven espléndida.
Edgar asió la cartulina y contempló el retrato de Marie. Era rubia, tenía los ojos azules, una boca tentadora de gordezuelos labios y una nariz fina y recta de aletas palpitantes.
Pensó: «Una bella muchacha. Una endemoniada belleza.»
Guardó la cartulina en el bolsillo y decidios
—Si hay que ir a esperarla, iré.
* * *
—Orly es muy grande — adujo la madre—. No vaya a ser que la pierdas y luego ella no sepa venir hasta aquí.
—No creo que sea tonta. Pero tampoco tiene por qué escapárseme — adujo a su vez el hijo.
—En realidad — advirtió el padre — presiento que ni Alice ni Marcel le habrán hablado a su hija como se requiere en estos casos. Marcel es hombre dedicado a sus negocios de armador de barcos de pesca y Alice está muy chapada a la
antigua. Me parece que no tienen ni idea de lo que supone una estudiante en París. Debes de tener eso muy en cuenta, Edgar.
—Se lo preguntaré cuando la vea.
—De todos modos — indicó Mayra —, será mejor que la pongas en antecedentes de muchas cosas. Una estudiante de Medicina debe saberlas y pienso como tu padre. Ni Marcel ni Alice están demasiado capacitados para hacerlo. Metidos en Bayona, en su mundo y su ambiente reducido, igual piensan que París es un barrio sin importancia.
—Cuando unos padres deciden enviar a su hija a París a estudiar, sabrán lo que se hacen.
—Indudablemente en un sentido, pero no en todos, Edgar. Los dos vivieron siempre en Bayona, allí se casaron y ambientaron su existencia. Hicieron dinero, se habituaron a vivir cómodos y cuando vienen por París, las pocas veces que han venido, siempre se hospedaron con nosotros. De modo que no creo que su hija se diferencie demasiado de ellos.
—Supongo que será virgen — apuntó Edgar desdeñoso.
—Dalo por supuesto — rió el padre—. De libertades sexuales no entienden ni Alice ni Marcel.
A la mirada interrogante del hijo, intervino la madre.
Era una señora alta y esbelta, aún joven y muy hermosa. Como gallardo y elegante, joven aún, era su marido.
—Ya te hemos dicho que están un poco chapados a la antigua. Recuerdo que la última vez que estuvieron aquí y yo me fui al teatro con aquel viajante amigo de tu padre, mientras tu padre se quedó en casa, haciéndoles compañía a ellos, se asombraron mucho.
—En otra ocasión —terció Roland—, yo tenía un compromiso con Miryam y por el hecho de salir con ella y dejar a tu madre en casa con ellos, nos miraron como si fuéramos animales de rara especie.
—Hay que suponer entonces — rió Edgar de buena gana — que la hija será digno retoño de esos dos retros.
—Pues sí. Pero habrá que ponerla al tanto.
Edgar volvió a apoltronarse en la butaca.
Era fuerte, no demasiado alto. Tenía la mirada clara, viva y una media sonrisa desdeñosa en los labios.
—Me hacéis un encarguito de cuidado. Pero, en fin, habrá que aceptarlo.
—Nosotros — dijo el padre — no teníamos demasiado inconveniente en ir a esperarla, pero mientras que tú ya has dejado la consulta, nosotros tenemos unas joyas que elegir y el viajante está al llegar —miró a su mujer—. ¿Bajamos a la joyería, Mayra?
La esposa se levantó, terminó de tomar el martini y después encendió un cigarrillo.
—Si al regreso de Orly ves luz en la tienda, entra con Marie, Edgar. Si no hay luz es que ya estamos aquí.
Aquí, era un tercer piso.
En el bajo tenían la joyería que atendían ambos.
En el primer piso algo como especie de almacén y en el segundo la consulta del hijo como médico especializado en pulmón y corazón. En cuanto a la tercera planta, grande, cómoda, confortable y espaciosa, vivían los tres.
El inmueble de veinte plantas les pertenecía y habían reservado del bajo al tercero para uso particular. Los demás pisos los tenían en alquiler, lo cual significaba que de dinero no andaban mal, aunque los tres trabajasen.
—No te demores mucho, Edgar — advirtió el padre—. Hay mucho tráfico a esta hora y de aquí al aeropuerto tienes tu distancia, que no es poca.
—Ten por seguro que estaré en Orly a la hora indicada. ¿En qué avión llega?
La madre abrió de nuevo la carta y miró.
—En el de las nueve en punto — consultó su reloj —, ahora son las siete y veinte.
—Me sobra tiempo.
—¿Tienes alguna visita pendiente?
—De momento, no.
El padre le miró afectuoso.
—Las cosas no te van mal, ¿verdad, Edgar?
—No demasiado. Para haber abierto la consulta hace un año escaso, ya tengo mis clientes. En un barrio comercial como éste nunca faltan enfermos que necesitan médicos cercanos. De todos modos sigo pensando que me gustaría tener mi policlínica en un sanatorio por las mañanas. Según Max, mi amigo, voy camino de conseguirlo.
—De todos modos, cuando llegue Marie bien harás llevándola contigo a la clínica. En cuanto a tus deseos de ir por las mañanas a las policlínicas, no creas que te dará más ganancias. Yo creo que estás bien así.
—Ya veremos.
—Tenemos que dejarte. Estamos citados con el viajante a las siete y media. No sea cosa de que esté esperando fuera, ya que la tienda está cerrada.
Se fueron ambos.
Edgar se levantó perezoso, fue hacia el bar y se sirvió un whisky.
Lo bebió con calma.
Terminó de fumar el cigarrillo y tiró la punta en la chimenea encendida levantando chispas voladoras que convertidas en cenizas caían de nuevo sobre los restallantes leños.
Sacó la fotografía del bolsillo de la americana y lanzó un vistazo sobre ella.
Una chica rubia preciosa.
Tenía expresión de ingenua en los ojos.
Tal vez la boca de labios gordezuelos no supiera de besos.
París era mucho París para una chica como aquélla.
Parecía algo hortera. Tan vestidita, tan fina, tan preparada... Ni un pelo sobresalía del otro.
Ya aprendería. La facultad era una escuela científica y humana y uno aprende aunque no quiera.
Sonrió divertido.
Recordó cuando él tenía aquella edad y empezaba a abrir los ojos.
Todo le parecía sorprendente, pero delicioso.
Otro tanto le ocurriría a Marie, seguro.
* * *
Se situó de forma que no le pasara un pasajero inadvertido.
Orly parecía un hormiguero humano. Los vuelos internacionales funcionaban sin. parar.
Entraba y salía la gente.
Por la aduana se escabullían grupos de viajeros.
Edgar había estado bebiendo una copa en el bar hasta que anunciaron el arribo del avión procedente de Bayona.
Pagó y se situó de forma que no pudiera pasar, sin verla, la beldad rabia, jovencita e inocente que iba a vivir en su casa.
Empezaron a salir viajeros por la puerta acristalada. Una señora muy elegante, pero con cara de maniática, con un perro pequinés en brazos. Una pareja de novios o tal vez de esposos abrazados y diciéndose no sabía Edgar qué ternezas al oído. Una joven sola, morena, de gran porte.
Edgar la miró hasta que hubo desaparecido al lado de un señor muy elegante que parecía estar esperándola. Pasó un grupo de pasajeros presurosos.
Detrás de éste, otro grupo que parecían artistas o titiriteros.
Después la vio a ella bajar por la escalera mirando aquí y allí.
Portaba un maletín y un bolso colgado al hombro.
Vestía un traje de chaqueta gris y sobre él, por los hombros, un abrigo de pieles baratas.
Era linda. Edgar no podía verla del todo bien desde el lugar donde se encontraba, pero de todos modos le pareció muy bella y escandalosamente joven.
Al llegar al suelo debió de sentir frío (lo hacía con ganas) porque dejó el maletín a un lado y sin soltar el bolso, se puso el abrigo y lo ató levantando un poco el cuello del mismo. Después lanzó otra mirada en torno y cargando con el maletín se dirigió a la única puerta que había de salida.
Cada vez se intensificaba más el movimiento en el aeropuerto. Era la hora de salida y de llegada de varios vuelos.
Edgar, como ya la tenía localizada, estaba tranquilo. La chica tenía que salir por allí sin remedio, puesto que no traía más equipaje que el maletín y sin duda traía lo otro facturado.
Aguardó, pues, dentro de su gabán azul y con una bufanda enrollada al cuello.
Marie lanzó la mirada aquí y allí como si esperara a alguien, y Edgar pensó que no esperaba verlo a él puesto que no le conocía.
Cuando Marie llegó a la puerta, Edgar se le puso delante y ella alzó vivamente la cabeza.
—Soy Edgar Bloch — dijo—. El hijo de Mayra y Roland.
Ella pareció respirar.
—¡Oh! —exclamó.
Y con ademán espontáneo alargó una mano y estrechó la que Edgar le tendía.
—Ya temí que no estuviera nadie esperándome.
—No faltaba más. ¿Tienes facturado el equipaje? ¿Sí? Dame los talones. Encargaré a un maletero que se haga cargo de él.
Como él le había tomado el maletín, Marie hurgó en el bolso. Sacó los talones y se los mostró.
—Son éstos. Dos maletas.
—Vamos pues.
La asió del brazo y sin soltar el maletín la llevó por la nave abajo dando codazos para que les dejaran paso.
Entregó después los talones a, un maletero oficial y le dijo que pasara al bar a buscarlos cuando se hiciera con las dos maletas.
—Le será fácil encontrarnos. Estaremos tomando algo en el bar.
—Sí, señor.
—Hasta ahora.
Después miró a Marie y sin soltarle el brazo la llevó entre la gente hacia la barra.
—No creo que podamos acercarnos — le dijo él—, esto está atestado. Los vuelos se suceden sin parar. Pero tú quédate aquí sentada en ese sofá que yo iré a buscar algo para tomar depositó el maletín en el suelo—. Puedes poner el bolso en este otro sofá — le advirtió —, de ese modo nadie se sentará en él y podré hacerlo yo cuando regrese. ¿Qué tomas?
—No sé... — dijo ella titubeante —. Un refresco.
—Mujer... ¿Por qué no una tónica con ginebra?
— Pues...
—De acuerdo. Eso para los dos.
Se fue y tardó en regresar. Cuando lo hizo ya llegaba el maletero con las dos maletas y Edgar hubo de llamarlo, pues el hombre continuaba buscándolos.
—Déjelas aquí. ¿Pesan mucho? —las tanteó —. No. Puedo bien con ellas. Yo mismo las llevaré al auto después — le dio una propina y cuando el malatero se hubo ido, y como había puesto las tónicas con ginebra en la mesa, se sentó y miró a Marie—. ¿Desconocías esto?
—Casi. Cuando estuve aquí no tenía una visión clara de las cosas. Ha pasado bastante tiempo.
Edgar le mostró la pitillera abierta.
—¿Fumas?
—No.
—¿No?
—Nunca lo hice.
—Fuma. Aprenderás. Calma los nervios.
—En todas partes anuncian lo nocivo del tabaco.
—Indudablemente todo el exceso es malo. Dímelo a mí que soy médico.
Ella pareció asombrarse.
—¿Médico?
—¿No te han dicho tus padres que el hijo de sus amigos era médico?
—No.
—Mis padres son así de despistados. Seguro que nunca lo mencionaron.
—Es posible.
—¿No fumas, de verdad?
—No sé. Haría el ridículo.
Él fumó aprisa y bebió un sorbo de la bebida.
—Tómate eso — le recomendó—. También con exceso es malo, pero de vez en cuando sienta bien al organismo.
Ella asió el vaso y lo llevó a los labios.
Edgar se fijó en sus cuidados modales, en las perfectas manos finas y de uñas largas. En el óvalo exótico de su cara y en todo el conjunto que era ciertamente sugestivo.
— Sabe amargo — dijo parpadeante.
—Pero es un amargor grato. ¿Qué hacías en Bayona?
—Estudian
—¿Sólo eso?
—Y pasear con mis padres. Salía de excursión alguna vez.
—Por lo que veo no tenías ni pandilla.
—No. Es decir, los compañeros de clase, pero sólo en clase y además nunca fui muy comunicativa, de modo que eran simples conocidos.
—Y novio menos aún, ¿verdad?
Marie abrió mucho los ojos. Eran azules, enormes, preciosos.
Edgar mojó los labios con la lengua y se apresuró a beber otro trago.
—No, claro — dijo ella asombrada.
—¿Cuántos años tienes?
—He cumplido dieciocho.
—Oh.
—¿Te parecen muchos?
—Muy pocos. —Y rápidamente, sin transición—: Bebe. Termina el contenido del vaso.
—Es que me marea un poco.
—Es la falta de costumbre.
Bebió y puso cara de repugnancia. Después preguntó amable:
—¿Cómo están tus padres?
—Muy bien. Tan metidos en su negocio que me encargaron a mí venir a buscarte.
—¿No será mejor marcharse ya? —preguntó ella.
—¿No terminas la bebida?
—Prefiero dejarla.
—Pues vamos. Tú carga con el maletín que yo llevo las maletas. Tengo el auto aquí cerca...
* * *
Ya al volante la miró de soslayo.
—De modo que ni novio ni amigos.
—No.
—¿Qué sabes de la vida?
Ella parpadeó.
—No sé. Supongo que lo que se debe saber a mi edad.
—Y vendrás pensando que la facultad es estar como en el instituto o el colegio de Bayona.
—A escala mayor, pero será parecido, ¿no?
—No. Será muy distinto — y bruscamente preguntó—: ¿Eres virgen?
Marie comenzó a desconcertarse.
—¿Cómo?
—Te pregunto si no has hecho el acto sexual nunca.
—¡Oh!
—¿Qué significa tu exclamación?
Y su mano se fue a poner sobre el muslo de la joven.
Marie se menguó.
Se quedó encogida en el asiento.
Él, riendo, le acarició el muslo deslizando la mano un poco hacia el interior de aquél.
Marie se replegó y con su mano le quitó la de él.
—Vamos, no seas tontita. ¿Qué daño te hago? ¿O es que realmente te lo hago?
—Soy virgen, claro — dijo ella sofocada—, y pienso seguir siéndolo.
—¿De verdad?
La miró desviando los ojos de la dirección.
Marie sostuvo aquella mirada.
—Sí — dijo con firmeza.
—Bueno, bueno. Cada uno tiene su modo de pensar. Pero no te olvides que hay formas de pensar que varían.
—Mamá dice...
Él se echó a reír no dejándole continuar.
—Ah. ¿Quieres decir que tu madre te habló de eso?
—¿De qué?
—De la virginidad y la necesidad de ella y todas esas cosas.
—Me habló como debía hablarme.
—Eso lo supones tú. Pero a mí me gustaría saber lo que te dijo para juzgar a mi modo y manera.
—No creo — dijo ella alterada — que a mí me interese lo que opines tú sobre el particular.
—Debiera interesarte. Voy a vivir contigo. Además soy médico y tengo clínica y supongo que te interesará ir adiestrándote en tu mundo. Ese mundo que vienes dispuesta a abrir para tu futuro.
Marie enmudeció.
El hecho de que fuera médico y ya tuviera clínica le impresionaba lo suyo.
Edgar continuó diciendo:
—Trabajando conmigo y yendo a la facultad por las mañanas aprenderás mejor y más pronto. Realmente no creo que sepas aún si la carrera va a tu carácter. Trabajando conmigo verás enfermos de todo tipo. Sangre y demás. Eso significa que así sabrás si no has equivocado tu vocación.
—He deseado ser médico desde que tengo uso de razón.
—Eso no significa que cuando conozcas el terreno sigas deseando serlo. ¿Vas o no vas a querer trabajar conmigo?
Y de nuevo le llevaba la mano al muslo.
Marie no se atrevió a quitársela.
—Desearé trabajar contigo — dijo cohibida.
—Eso es mejor.
Y su mano se introdujo más en los muslos femeninos que se juntaron instintivamente y aprisionaron los dedos masculinos.
Él rió y, despacio, retiró la mano para colocarla de nuevo al volante.
—La libertad sexual — dijo — es importante. Nadie debe aprisionar a nadie. Cada uno debe de hacer lo que guste. De modo que cuando quieras ejercitar la vida sexual ya te daré yo para protegerte.
—No voy a querer — susurró Marie atragantada.
—Eso lo dices ahora.
—Creo que lo diré siempre.
—Si no sabes lo que es, mujer. Si aún no sabes si te va a gustar o no. ¿Por qué lo afirmas así? Eso se dice cuando se ha probado.
—Yo no quiero probar.
—Bueno, bueno.
Y condujo al auto por la autopista camino del centro de París.
Marie iba muda, con el bolso posado en el regazo y la mirada azul algo distraída recorriendo el paisaje.
Edgar lanzaba sobre ella una mirada de vez en cuando, sonreía alentador y hacía un comentario baladí.
Cuando entraban en la ancha calle donde vivían, Edgar dijo:
—Esa casa tan alta es la nuestra.
2
Roland y Mayra recibieron a Marie afectuosamente.
El viajante de joyas se había ido, pero ellos aún no habían apagado las luces, de modo que Edgar llevó a Marie a la tienda.
Mayra la miró pensativa y le palmeó la mejilla como si se tratara de una niña. Roland la miró a su vez irado y pensó que era una criatura con expresión de niña ingenua.
Muy complacidos le mostraron la tienda y Mayra le dijo:
— Cuando te aburras y no quieras ir a trabajar con Edgar a su clínica, te bajas aquí y nos ayudas a despachar. Eso suponiendo que no tengas demasiado que estudiar.
Marie dijo que sí, que bueno, que bien y los cuatro salieron a la calle, cerraron la tienda y se fueron hacia el portal que les conducía al tercer piso.
Marie se sentía un poco encogida. Sus padres tendrían mucha confianza en ellos y según aseguraban eran unas excelentes personas, pero ella tenía sus dudas. No de que no fuesen buenas personas, sino que por lo que observaba tenían una forma de pensar distinta a lo normal o, al menos, a como ella pensaba.
El piso le pareció enorme, confortable y muy elegante. Había plantas y porcelanas por todas partes. Mullidas alfombras y dos sirvientes yendo de aquí para allá. Sofás cómodos, lámparas de pie, cuadros que suponía valiosos por las paredes y tanto en el salón, como en el living, como en el comedor resaltaban piezas casi de museo.
Mayra le explicaba a medida que le mostraba la casa.
—En realidad todos los objetos que ves los traemos de la tienda, pero si llega el momento de venderlos lo hacemos y luego traemos otros.
Entretanto Mayra la conducía a su alcoba, la que le habían destinado, Roland le preguntaba a su hijo, ambos en el salón:
—¿Qué tal?
—Lo que tú suponías. Una pavita con los ojos Henos de telarañas.
—Habrá que quitárselas poco a poco — opinaba Roland, mostrándole a su hijo una botella de whisky y un vaso—. ¿Quieres?
—Gracias.
Le sirvió.
Edgar se apoderó del vaso y lanzó una breve mirada al reloj.
—¿Tienes alguna cita, Edgar?
—Por supuesto.
—Cancélala. Yo creo que hoy, esta noche, debes quedarte en casa. Nosotros pensamos salir. Estamos invitados a una fiesta y no estaría bien dejar a Marie sola. Por otra parte es mejor que la vayas adiestrando en la vida real. No vaya a ser que luego la engañe cualquier estudiante y tengamos un disgusto con Marcel y Alice.
—Es posible que ellos prefieran mantener a su hija en la ignorancia.
—Nadie en París y en una facultad está mucho tiempo en la ignorancia. Además la ignorancia en tales casos suele resultar cara y molesta. Mejor que tú la adiestres, Edgar. ¿Le has preguntado si era virgen?
—Sí, y dice que lo es.
—Vaya, vaya.
—Ni siquiera tiene novio.
—Una flor de invernadero. Eso es grave, Edgar, tú lo sabes. Suponte que aparece un estudiante de los tantos que hay avispados y tal, y se apodera de la flor y encima la estropea —supiró—. Debes decirle con claridad lo que hay y darle prioridad para que luego no pase nada desagradable.
Edgar meneó la cabeza.
—Todo es cuestión de que quiera tomarlas.
—Si le explicas la situación querrá. ¿Qué otra cosa puede hacer?
—Ya veremos.
Mayra apareció seguida de Marie.
Roland dijo a su hijo al oído:
—Parece una jovencita muy bien vestida. ¿Pensará ir así a la universidad?
—También me ocuparé de eso.
Mayra entró diciendo alegremente:
—A Marie le gustó mucho la habitación — y mirando a la joven que asentía dando una cabezadita—. Hoy tendrás que quedarte con Edgar, porque Roland y yo tenemos un compromiso. Es mejor que comáis en el living, que es más acogedor. Yo voy a vestirme y tú, Roland, será mejor que me acompañes— miró de nuevo a la joven—. Nos disculpas, ¿verdad? Nosotros casi siempre tenemos compromisos y Edgar también, pero como se trata de que hoy es el primer día que estás con nosotros, Edgar se sacrificará. ¿No es así, Edgar?
El aludido hizo un gesto de resignación.
Marie se apresuró a exclamar:
—Por mí no dejéis de ir a donde queráis. Yo me quedo sola muy tranquila. Además mañana tengo que madrugar para ir a la facultad, ya que si bien tengo la matrícula sacada, he de hacer allí algunas cosas y saber cuándo empiezan las clases.
—Pasado mañana — dijo Edgar muy seguro de sí mismo—. Pero no te preocupes tanto; yo mismo te acompañaré mañana a la facultad. Yo no empiezo a trabajar en mi consulta hasta las once, así que tendré tiempo de llevarte y traerte y luego si te apetece entras conmigo en la clínica. Te aconsejo que no dudes en trabajar a mi lado. Tengo una chica para abrir la puerta, pero como está interina la despediré, con lo cual tú te ganas dinero y encima aprendes.
Como Marie no respondiera, se apresuró Mayra a insistir:
—¿No estás de acuerdo, Marie?
—Supongo que sí...
* * *
Los servía un matrimonio ya entrado en años.
Al marcharse Mayra y Roland, se quedaron los dos solos. Edgar dijo mirando a Marie de arriba abajo:
—Yo creo que debieras de ponerte más cómoda. ¿No te quitas la chaqueta?
Marie hizo un gesto vago.
Después murmuró:
—Iré a llevarla a mi cuarto.
—Dásela a June o a Pierre. Ellos la llevarán.
Y él mismo, galante y amable, le ayudó a despojarse de la prenda. Se quedó en falda y blusa. Edgar apreció sus senos duros y erectos, no demasiado voluminosos, lo justo para parecer muy femenina. Era esbelta y tenía las piernas largas y por la estrechez de la falda se apreciaban los muslos redondeados y mórbidos.
— Estás muy bien formada — ponderó él una vez entregada la chaqueta a June con el encargo de que la llevara a la alcoba de la joven—. Eres muy esbelta y femenina — la delineó con los ojos de modo que Marie enrojeció bajo aquella analítica mirada —. En la facultad vas a hacer pronto muchos amigos.
Marie no respondió. Se sentó ante la mesa y juntó las rodillas.
Edgar se sentó enfrente de ella comentando:
—Hay que tener cuidado en la facultad. Allí te suministran hachís o te invitan a ir a un swing.
Marie abrió mucho los ojos.
—¿Y eso qué es? —preguntó asombrada.
—¿El hachís? Una droga.
—Lo otro...
—Ah. Es el cambio de pareja o hacer el amor en comunidad...
—¡Qué horror!
—También puede ocurrir que te viole un fresco. De todo hay que estar preparado y parapetado — por encima de la mesa le asió una mano y se la apretó—. Si lo prefieres te adiestro yo.
—Oh...
Y con la exclamación rescató la mano.
Edgar sonrió divertido.
—No se puede ir a ciegas por la vida — comentó —. Es lo peor que hay. Que te abran los ojos poco a poco es una ventaja, pero que te los abran a la fuerza y de golpe puede causarte un trauma.
—¿Todo es así aquí en París?
—Todo no, pero mucho, sí. En la facultad uno se pilla los dedos por nada. O casi nada. Una chica con los ojos cerrados es como una subnormal indefensa. Te lo digo para que vayas enterándote. Si nunca hiciste el amor, es como si estuvieras ciega. Yo, si tú lo deseas, te adiestro en esas cuestiones. —Y con naturalidad, añadió—: A los quince años hice el amor por primera vez.
—¿A los quince años?
—Sí. No me había graduado aún cuando una chica mayor me invitó a una fiesta. Fui; claro que era la primera vez que alternaba así, con jóvenes de mi edad y mayores. La chica me llevaba tres años por lo menos — se miró riendo—. Realmente a los quince años era como soy hoy sólo que con menos barba. La chica se llamaba Jaqueline y no creas que me fue fácil olvidarla. Cuando haces el amor por primera vez te queda un cierto regusto y un recuerdo grato...
—¿Tienes que seguir hablando de eso? — susurró ella asustada.
—Come. No dejes de comer por lo que yo hable — dijo Edgar—. Pretendo abrirte los ojos. Como te decía, Jaqueline me invitó a su cuarto y empezó a quitarse ropa. No llevaba mucha, la verdad. Un pantalón, una blusa y dos prendas más. La braga y el sujetador. Yo la miraba deslumbrado. Confieso que hasta entonces no había visto a una mujer desnuda. Sabía de ciertas cosas porque a esa edad me masturbaba bastante. ¿Qué otra cosa puede hacer un chico de quince años? Desde el día que estuve con Jaqueline no volví a masturbarme más porque ya tenía chicas...
Marie estaba roja como la grana y encima, para colmo de males, muy excitada.
Edgar, como si no viera nada, comía y seguía hablando.
—Se quedó en braga y sujetador. Nunca podré olvidar aquel sujetador diminuto de color carne... Ni la braga de encaje. ¿Usas tú bragas de encaje?
—Pues...
—Casi todas las chicas las usan — dijo riendo—. De varios colores. Unas son azules, otras blancas... También hay chicas que no las usan. ¿Las usas tú?
Marie se atragantó con un trozo de carne. Tosió y respiró profundamente cuando tragó.
Edgar añadió jocoso:
—La de Jaqueline era color carne, haciendo juego con el sujetador. Se puso delante de mí. ¡No quieras ver cómo estaba yo! Erecto, completamente desconcertado. Como tú puedes estarlo ahora. No había visto cosa igual jamás. Creo que temblaba y estaba tan excitado que se me saltaban casi las lágrimas. Ella se despojó de las prendas íntimas y se tiró en la cama con las, piernas abiertas. Me puse negro. Hasta creo que perdí todo mi temor y respeto hacia mí mismo. Pero seguía rígido mirándola como un alucinado.
Marie bebió agua hasta vaciar el vaso.
Le temblaban los labios y sus dedos al sujetar el vaso vacilaban.
Edgar, como si no se enterara de nada, prosiguió:
—Entonces ella, observando mi inmovilidad, me gritó: «No seas marica... » Lo que yo no soporto es que me llamen eso, de modo que de un salto me encabrité sobre ella. Estaba tan excitado que ni atinaba a penetrarla. Hay que tener en cuenta que yo jamás había penetrado a una mujer y que no era de extrañar que sólo el instinto masculino me llevara a acertar. Viendo mi torpeza ella me ayudó y en poco tiempo la penetré y se lo hice. Ella dijo que era un buen inexperto y todo eso, y se rió de mí. Me daría de bofetadas por estúpido. Por eso intento abrirte los ojos a ti.
Marie se levantó de súbito.
—Ya me retiro — dijo a media voz.
—¿Sin tomar el café? No, mujer. Ahora — ya la tenía a su lado sujetándola por el brazo — nos vamos a una esquina y seguimos hablando. Si quieres, para hacer más íntima la conversación, apago las luces centrales y enciendo la lámpara de pie que da al living una cierta intimidad muy grata.
—Es que yo...
Edgar ya sabía lo que quería decir, pero no le daba la gana escucharla.
Así que la empujó hacia el rincón. Apagó la luz central y la llevó hacia la lámpara de pie y un sofá ancho y cómodo.
—Nos sentaremos los dos aquí — dijo.
—Yo... prefería irme a la cama.
June apareció en el umbral preguntando:
—¿Necesita algo más, doctor?
—No, June. Tú y Pierre podéis iros a la cama.
June giró y cerró tras de sí.
Marie hizo de nuevo intención de salir corriendo, pero Edgar la sujetó por el codo y la mantuvo sentada a su lado.
* * *
—Lo que trato es de introducirte en un mundo que desconoces — dijo amable—. Hablándote de mi aprendizaje algo aprenderás tú. ¿No crees?
—Es que yo prefiero ignorar ciertas cosas. Edgar se echó a reír con una risa íntima y baja. Una de sus manos se posó como al descuido en un seno femenino.
Ella se crispó y Edgar comentó quedamente:
—Estás jadeante. Mira cómo oscilan tus senos.
—Té digo...
—¿No quieres que te cuente lo que hice después de poseer a Jaqueline?
—No...
—No seas tonta. Es mejor que te cuente yo estas cosas para que tú vayas aprendiendo. París es mucho París, y aquí sobre todo en la facultad donde hay tanta diversidad de gente, el lenguaje es abierto y al pan se le llama pan y al vino, vino. Tienes que ir dándote cuenta de eso. Yo te estoy haciendo un gran favor abriéndote los ojos.
Marie hubiera querido escapar, pero al mismo tiempo una fuerza íntima superior a su voluntad la mantenía clavada en el sofá, sintiendo el costado caliente de Edgar en el suyo y los muslos pegados a los de él.
De vez en cuando Edgar la miraba y le sonreía y deslizaba su mano por el escote de modo que sus dedos tocaban los senos femeninos obligándola a ella a dar un salto y a escapar de aquel o, pero tampoco Edgar mantenía mucho aquel o. Se diría que pretendía adiestrarla gradualmente, y así era en realidad.
Él no pensaba violar a Marie ni mucho menos. Él tenía siempre una mujer para desahogar la excitación que su conversación con Marie pudiera provocar, de modo que esperaba que cuando hiciera suya a Marie la joven lo deseara tanto como él.
Pensaba Edgar que de momento Marie estaba muy verde, pero ya maduraría y poco a poco lo que en aquel momento le parecía casi una monstruosidad, después lo consideraría lo más normal del mundo.
Le lavaría el cerebro. Era fácil. Era un cerebro virgen igual que su cuerpo. Las dos cosas se lavarían a la vez.
Por eso añadió con voz contenida, siseante y algo lasciva:
— No se quedó Jaqueline contenta conmigo, pero ella ya debía suponer que era la primera vez para mí. De modo que se fue rezongando y reapareció luego junto a un joven mayor que ella. Yo aún tenía el pantalón abierto y estaba lo que se dice confundido. Jaqueline entró de la mano de aquel chico y me dijo: «Verás, Edgar. Verás lo que es un verdadero orgasmo.» Así que me pegué a la pared y estuve observando atontado como los dos se revolcaban desnudos por el suelo y luego se subían a la cama casi enzarzados y empezaban a funcionar. Jaqueline suspiraba y daba gritos guturales de felicidad. Él se agitaba tanto que yo tenía miedo de que reventase. Pero no reventó. Dio una sacudida y te digo que quedó jadeante, con expresión deleitosa, encima del relajado cuerpo de Jaqueline. Al rato me miraron ambos y mientras el chico jadeaba, Jaqueline me gritó
excitadísima aún: «¿Te has dado cuenta, pavo? Eso es lo que se hace.»
Marie se estremeció.
La mano de Edgar le iba por el escote.
Le llegaba a los senos.
Se retiró excitadísima y Edgar sonrió.
—¿No quieres que te acaricie? — preguntó con suavidad.
Marie respiró hondísimo.
Estaba tan excitada que no sabía dónde posar los ojos.
—Quiero irme a la cama — dijo con un acento débil de voz.
Edgar se alzó de hombros.
—Si no quieres que siga contándote mis primeras andanzas sexuales...
Quería.
Que le perdonara quien fuera, pero quería.
Por eso se quedó muda, inmóvil y atragantada.
Edgar, como quien no quiere la cosa, empezó a hablar de nuevo en aquella semipenumbra imitadora.
—Aquel día salí de la fiesta aquella como un loco desquiciado. Lloré, ¿sabes? Cuando llegué a mi casa y me cerré en el cuarto, lloré de rabia. El que otro chico supiera más que yo y que Jaqueline me llamara pavo y marica me sacaba de quicio. Por aquel entonces teníamos una dependienta de unos veintitantos años y yo pasaba muchas tardes en la joyería porque mis padres eran más jóvenes y andaban de fiesta en fiesta. Maud, se llamaba así la dependienta, recibió mi primera embestida al día siguiente. Le toqué el culo y me miró asombrada. Yo le mostré mi pantalón abultado y le dije que si quería pasar un rato a la trastienda.
Marie, como sugestionada, preguntó casi sin darse cuenta:
—Y no quería.
—No. En aquel momento no. Meneó la cabeza denegando. Yo no dejé la tienda. Anduve por el mostrador rozándome con ella cuanto pude y como había clientes ella no podía decirme nada. Por cualquier pretexto la rozaba con mi
abultamiento. Se me ponía erecto como ahora. ¿Ves?
Marie no miró.
Tenía un miedo loco.
Él riendo le asió la mano y la llevó allí.
—¿Ves cómo estoy? Sólo por contártelo.
Marie rescató su mano, pero le quedó temblando sobre el regazo.
Edgar, como si no se diera cuenta, siguió contándole:
—Cuando cerramos la tienda yo así a Maud por la cintura y, por la espalda, la apreté contra mí. La sentí temblar. Quiso empujarme, pero no me empujó y la llevé a la trastienda.. Había pasado una tarde negra, excitadísimo y tal. Me di cuenta de que ella no estaba menos excitada que yo, así que la tiré al suelo, le quité las bragas sin que ella opusiese resistencia. En seguida la penetré y quise hacer como el chico de Jaqueline, pero no sabía muy bien. Eso es instintivo, ya sabes, y si no sabes te lo digo yo. Pero hay cosas que la práctica y la experiencia mejoran sin duda. Maud sabía lo suyo de aquello.
—De modo que nada más empezar me dijo con voz que se volvía suspirante: «Así no, Edgar. Tienes mucho que aprender.» Y me enseñó, ella.
Marie le miró asustada.
—¿No lo supo tu madre?
Edgar, que ya la veía más confiada aunque muy excitada por dentro, le deslizó los dedos por los muslos y le llegó al sexo.
Marie dio un salto.
Edgar pensó que no estaba aún preparada y presentía que nada más dejarla tendría él que salir a la calle e ir a cierto sitio a desahogar.
Estaba dura Marie.
Seguramente que era aquélla la primera vez que oía hablar de tales cosas.
Él no quería violencias y forzamientos.
Ya llegaría todo por sus pasos contados.
—Siéntate de nuevo, Marie — dijo calmoso.
Y eso que estaba que luego no podía más. Pretendía excitarla a ella y resultaba que se excitaba a sí mismo de una forma alarmante.
—Ya me voy a la cama.
—¿Te vas a masturbar?
—¿Qué?
—¿Tampoco sabes eso?
—¡Oh!
—No lo sabes —rió él divertido—. Pues mejor que masturbarse ya te digo que es hacerlo conmigo. Ahora soy un experto. A los quince años podía ser un pavito como decía Jaqueline, pero ahora...
Y de nuevo pretendía tocarla.
Pero Marie se le escapaba. No obstante él la sujetó por una brazo y le hizo sentar de nuevo.
—Mujer — dijo convencido—, si es temprano. ¿Quieres que te hable de la masturbación?.
* * *
Marie quedó clavada en el sitio.
Edgar aprovechó para deslizarle su mano por el escote y palparle los senos. Eran duros y macizos.
No muy grandes. Como le gustaban a él.
Marie tenía los ojos muy abiertos y se mantenía inmóvil aunque parecía intentar quitarle la mano de allí.
Pero lo hacía débilmente.
Edgar pensó que un poco más y le quitaba las bragas sin que ella hiciera nada por impedirlo.
Así que continuó entretanto le sobaba los senos:
—Al cabo de un mes Maud me había enseñado todos los secretos de la posesión
anterior y posterior. No había cumplido los dieciséis cuando ya poseía prostitutas. Como nunca me faltó dinero, les pagaba bien y las muy idiotas creían que me engañaban. Ya sabes cómo son las prostitutas.
Marie había logrado deshacerse de los dedos que la tocaban y estaba a punto de salir corriendo, pero una nueva curiosidad la mantuvo alerta.
—No lo sé — dijo cohibida.
—Ellas cobran para dar placer, y aunque no sientan nada hacen que lo sienten. Y como yo quería que lo sintieran de verdad, hubo una en particular que no me la quitaba de encima. Las manejaba bien. A ellas van los hombres a contarles sus penas, o a poseerlas para desahogarse rápido, o a maltratarlas, que de todo hay. Yo iba porque quería ir y buscaba placer y me complacía en darlo. Por eso no irte quité a aquélla de encima en mucho tiempo. Un día, cuando ya no me interesaba Maud, ni las prostitutas, me fui a ver a Jaqueline.
—Ya... no la encontrarías.
—Claro que la encontré. Estaba en el mismo lugar. Era la hija de un potentado y poseía una mansión formidable. La cité por teléfono y se rió de mí, pero estaba donde yo la había citado. Se conoce que le picó la curiosidad.
Guardó silencio.
Marie le escuchaba sin parpadear.
Edgar, que lo sabía, guardó silencio.
—¿Y qué pasó? — preguntó Marie atragantada.
Antes de responder, Edgar le deslizó la mano por los muslos y le llegó al sexo.
Mantuvo allí los dedos un instante.
Marie se estremeció y se levantó de un salto.
—Mujer —dijo él—, ¿por qué te contienes? Si tienes ganas...
—No — gritó casi llorando.
Edgar sintió cierta piedad.
Pensaba que para ser la primera vez, había sido ya mucho.
Y para tranquilizarla, ya sin mandarle sentarse de nuevo, pues estaba él más excitado que ella, añadió casi corriendo:
—Se quedó asombrada. Claro que lo estaba. Durante más de un año nos entendimos de maravilla. Luego ella se fue a Londres a practicar el idioma y tardé más de cuatro años en verla.
—¿Y... cuando la viste?
—Estaba casada con un diplomático.
—Oh... ¿Se casó con otro?
Edgar miró en torno.
—¿No pensarás que iba a casarme yo con ella? Yo soy soltero y eso del matrimonio no entra en mí...
—¿Y cómo es que se casó con otro habiendo sido tuya y de otros más?
—Y seguirá siendo ahora de quien sea, aunque también de su marido.
— ¿Y lo sabe el marido?
—Él también tendrá otras.
—Oh...
—Eso es lo que pretendía decirte, Marie.
—No quiero saber esas cosas...
—Pues si vas a vivir en París tendrás que saberlas. Y lo raro es que viviendo en Bayona no las sepas ya.
—Mis padres...
—Claro. No me lo digas. Me lo imagino. Tus padres te tenían metida en un puño y de súbito abren el puño y tú sales a todo correr... Si hubiesen abierto el puño poco a poco tú te habituarías a la claridad y no necesitarías ir a buscar aire puro. Las cosas son así.
Marie no entendía bien. Ni quería.
Tenía bastante con pensar en todo aquello.
—Ahora sí me voy a la cama — dijo enojada.
Edgar se levantó y se miró a sí mismo. Le dijo
a ella, antes que saliera:
— Mira cómo me he puesto contándote esas cosas. Ahora tendré que ir a buscar una chica por ahí, ya que tú no quieres.
Marie debió temer querer, porque salió corriendo.
Edgar se alzó de hombros, dio una patada en el suelo, se dirigió al pasillo y se puso el abrigo.
Media hora después se revolcaba en un lecho junto a una amiga que siempre tenía dispuesta para tales casos.
Marie, en su cuarto, cerraba los ojos y juntaba las piernas desesperada.
3
El sueño y la reflexión le habían ayudado a tranquilizarse.
Pero sí sabía mucho más que cuando salió de Bayona. Dados sus estudios, por supuesto que si bien no había vivido, conocía las artes de la vida, aunque sólo fuese por teoría. Estaba muy advertida por su madre de aquel y aquel otro peligro, por tanto sabía cuanto creía que necesitaba para no fallarle a su madre; sin embargo... oyendo a Edgar pensaba que un día u otro iba a caer derrumbada su voluntad.
Por eso madrugó y decidió ir sola a la facultad, guiándose por un plano de París.
Cuando apareció en el comedor se encontró con Mayra que abría una caja de galletas para poner sobre la mesa.
—Ah — saludó al verla —. Buenos días, Marie. ¿Qué tal ayer con Edgar?
—Bien — dijo Marie, preguntándose si Mayra estaría al tanto de lo fresco y sexual que era su hijo.
—Edgar — decía Mayra — es un chico muy entretenido, culto y experimentado. Puedes contar con él para todo. Es un gran amigo. 0 lo será para ti además de médico. Cualquier duda que tengas se la consultas. ¿Vas a trabajar con él?
Marie no quería trabajar con él, aunque comprendía que le vendría de perlas para sus posteriores conocimientos.
—Ahora voy a ir a la facultad — dijo sin responder, como si no pretendiera soslayar la concreta pregunta—. Por mí no os preocupéis, pues voy sola — mostró el plano —. Me lo dio mamá, antes de dejar Bayona.
—Eso de ninguna de las maneras. Es muy temprano y Edgar puede ir contigo porque no abre su consulta hasta las once. Entre un plano de París y una persona que lo conozca como los dedos de su mano, la duda ofende. Tendrás que ir con Edgar. No quiero yo responsabilidades de ese tipo. París está lleno de gamberros y trata de blancas. No me falta nada más que tú desaparecieras. ¿Qué les diría yo a tus padres, que siempre te han cuidado como oro en paño? — meneó la cabeza —. Edgar no tardará en aparecer. Hace rato que le oí levantarse y estaba canturreando en su baño mientras se afeitaba.
Roland apareció también y al ver a su esposa la besó en la frente y al ver a Marie le palmeó la espalda.
—Supongo que les parecería fatal, como fatal le parecería a su madre si ella se lo refiriera.
Pero no pensaba hacerlo. Además de darle muchísima vergüenza, pondría a mal las dos familias y se llevaban demasiado bien, aunque a distancia, para que ella destruyera aquella amistad.
—Es muy entretenido — dijo amablemente.
Edgar apareció también. Fresco y mojado aún el pelo, rasurado y ligero.
Saludó a sus padres y después lanzó una analítica mirada sobre Marie.
— ¿Cómo has descansado, querida? Seguro que perfectamente. —Y sin transición, añadió—: Iremos a la facultad, ¿verdad?
No tuvo más remedio que asentir.
Sentados los cuatro a la mesa, la conversación la llevaron los padres y Edgar. Ella no decía nada.
No sabía qué decir.
Se imagina que nada más quedarse a solas con Edgar, él volvería a las andadas.
¿Qué aventuras le contaría?
De cualquier forma serían excitantes, lo presentía.
—Esta tarde — decía Edgar en aquel momento — despido a la enfermera. Realmente no es titulada ni nada que se le parezca, de modo que sólo me sirve para abrir y cerrar la puerta — miró a Marie —. Empiezas hoy a trabajar conmigo, ¿verdad?
Marie no se atrevió a decirle que no.
Además necesitaba aquel adiestramiento junto a un médico.
Ella iba a serlo y mejor saber de qué trataba la medicina viéndola de cerca.
Era bastante peligroso estar a su lado, pero pensaba que tal vez se cansara de hablarle de tales cosas y con el tiempo se convirtiera en un buen amigo espiritual tras convencerse de que con ella aquellas cosas no se podían hacer...
—Claro que empezará — dijo la madre por ella —. A tus padres les parecerá de perlas.
¡Seguro!
Si ella les contara cómo era el tal doctor no estarían de acuerdo. Es más, seguro que rápidamente iban a por ella.
—AL lado de Edgar — decía Roland — aprenderás muchísimo. Edgar, pese a su juventud, es un médico veterano. Hizo el doctorado en Alemania en un hospital
del estado y allí entraba de todo, de modo que aprendió lo suficiente como para darte a ti una que otra lección. Aquí de lo que se trata es de que no marches ciega a la facultad.
Ya veía que habían decidido por ella. De modo que sería del género tonto decir que no, pues nadie iba a aceptar su negativa considerando que le hacían un enorme favor. Y se lo hacían con vistas al futuro de su carrera, pero como mujer...
¡Hum!
Terminaron el desayunó y Edgar se levantó.
—Ya estoy listo, Marie. Cuando quieras vamos. ¿Llevas todos tus papeles? Tengo amigos allí y entraré por secretaría contigo para arreglarlo todo. De todos modos, los primeros días, mientras no conozcas el camino hacia la facultad, te llevaré yo en mi auto.
—Aún no sabes qué facultad le toca, Edgar — adujo el padre.
—Tan pronto vea los papeles lo sabré. ¿Quieres dármelos, Marie?
La joven lo hizo y Edgar los ojeó.
—No demasiado lejos, aunque sí lo suficiente para tardar más de una semana en
aprender a ir y volver.
* * *
Conducía Edgar. Era arrogante y olía a buena loción.
Además no era feo.
Marie estaba un poco asustada, porque si fuera feo o desagradable, estaría ella más segura de sí misma..
Pero aquel hijo de los amigos de sus padres era todo un tipo.
— ¿No me preguntas dónde estuve ayer después de irte tú a la cama? — preguntó él riendo mientras conducía por un París gris y lluvioso.
—No.
—¿No quieres saberlo?
—No — con voz confusa.
Edgar soltó la risa.
Hasta riendo era agradable.
Tenía una risa fuerte y varonil y todo él despedía masculinidad.
—De todos modos — dijo Edgar dejando de reír y poniéndose casi grave—te lo voy a contar. Así aprenderás más.
—¿Más de qué?
—De todo. Pero en particular de la vida sexual humana.
— Prefiero ignorar ciertas cosas.
—Con lo que te quedarás con los ojos cerrados y tropezarás en cualquier momento.
—No sé a qué tropezón te refieres — dijo con un hilo de voz —, pero sea como sea estoy preparada para no tropezar.
—Eso te lo crees tú. Evitar el tropezón es saber, no ignorar.
—De todos modos...
—Bien, como iba muy excitado — le cortó Edgar sin dejar de conducir — me fui a casa de una joven señora casada, cliente mía, que tiene un marido viajante y que la deja sola por menos de un franco...
—¿Casada? — se asombró Marie.
—Y cliente mía. ¿No te lo estoy diciendo?
—Es que tú con las clientes...
—Bueno, hay de todo, ¿sabes? Las que quieren y las que no. En seguida se sabe. De modo que Bettina, se llama así, ya la conocerás en la consulta pues va bastante por allí inventándose un soplo de corazón que no existe. Estaba sola. Nada más marcharte tú la llamé por teléfono. Es mi apaño a veces. Y yo prefiero lo malo conocido que lo bueno por conocer. Estaba sola, me dijo.
—¿Es que no tiene hijos?
—Durmiendo. Claro que los tiene. Dos nada menos.
—Oh...
— ¿Te asombra mucho?
— Sí — casi gimió —. Sí. Todo me asombra. Desde que llegué voy de asombro en asombro. ¿Qué dirían tus padres si supieran lo que haces?
Edgar la miró tan asombrado que ella abatió los párpados.
—Mis padres son gente libre. Liberada de muchas cosas. No se han engañado mutuamente porque se quieren. Y el cariño es el único lazo que une a las personas. Pero si no se quisieran, o se habrían divorciado o se engañarían mutuamente sabiéndolo ambos. Por otra parte, ellos saben muy bien que hay dos clases de cariños. Los que se gustan y los que se quieren de verdad. Ellos se quieren y eso no impide que mi madre salga alguna vez con un amigo y mi padre con una amiga.
—¿Solos? — se asombró—. ¿Sin el marido o la esposa?
—Por lo que veo tus padres son retrógrados del todo. ¿Sólo salen juntos?
—Por supuesto.
—Eso no es tener libertad. Y el hombre debe ser libre.
—Siempre somos esclavos de algo por libres que parezcamos...
—Eso es filosofía. Yo me estoy refiriendo a realidades como puños. Tú dices que si dijeras a mis padres cómo soy. Pues no les dirías nada nuevo. Mis padres me enseñaron a vivir desde que nací y si no empecé a hacer el amor hasta los quince años no fue por represiones, sino porque no había despertado en mí el deseo sexual. ¿Entiendes ahora?
Marie no pudo por menos de pensar que se había metido en un buen avispero.
Y lo peor es que no veía la forma de salir de él, a menos que dijera a sus padres la verdad y rompiera aquellas relaciones amistosas que las dos familias conservaban desde años ha.
—Bettina me esperaba en el recibidor — continuaba Edgar tranquilamente —. Estaba desnuda dentro de una bata larga, de algo que parecía espuma o encaje, transparente, y yo veía todo su cuerpo como en penumbra despertando aún más mi irrefrenable deseo. Hablando contigo me había puesto al rojo vivo. Iba a punto de estallar. Menos mal que Bettina es una mujer experta y sabe cómo tratar ciertos casos — suspiró —. Lo pasé divinamente.
Marie se pegó más al asiento.
Edgar lanzó sobre ella una tierna mirada conmovida y soltó una mano del volante.
La puso sobre el muslo femenino.
—Quita — dijo ella atragantada.
Edgar curvó los labios en una sonrisa y arrastró los dedos por el muslo hasta apartarlos.
—No sabes lo que te has perdido, Marie. Bettina se retorcía de placer, gemía y se convulsionaba y me ponía a mí más excitado aún. Esa mujer es formidable. Yo no entiendo como hay maridos tan egoístas que sólo piensan en ellos. Para su esposo, Bettina es frígida. ¿Sabes lo que eso quiere decir?
—Sí — gritó como si la ahogaran.
Edgar volvió a sonreír y metió el auto en el aparcamiento de la facultad,
—Bettina es una de las mujeres más apasionantes de las que conozco, pero en cambio con el marido no siente nada y es que el marido es un soberano egoísta.
—Tal vez te lo dice a ti para halagarte — replicó Marie sin poderse contener.
—¡Quiá! Estoy yo, de vuelta de todo para que me engañe una mujer.
—No digo que te engañe en un sentido, pero puede engañarte en otro.
Edgar frenó el auto ante el enorme edificio.
—¿En cuál?
— Diciéndote que con el marido es frígida.
—Ya ves, eso no me importa en absoluto. El caso es que conmigo no lo es, y si me engaña en ese sentido tiene dos trabajos, engañarme y desengañarme. Me importa un bledo. El caso es que yo la tengo cuando la necesito.
—¿Y si estuviera el marido cuando la llamaste?
—Oh — juntó los dedos—, las tengo así. Clientas, ¿eh? Si las hay que sólo van a la consulta para que las toque... A mí me gusta tocarlas. Cuando una mujer va sola al médico, yo ya sé lo que le ocurre. O está muriendo o quiere que la toque un hombre. Y en seguida se sabe cuando una mujer está muriendo.
Descendió y ella se apresuró a hacerlo por el otro lado.
* * *
Una cosa sí era cierta. Edgar entró por secretaría y arregló en menos de media hora todo el papeleo burocrático de Marie.
Antes de que Marie se diera cuenta, ya tenía el carnet de la facultad, la entrada para el día siguiente y cuanta documentación precisaba para iniciar sus clases. —
— Empiezas mañana. De momento sólo tienes clase por la mañana, de modo que por las tardes puedes trabajar conmigo. Eso quiere decir que no voy a despedir a la enfermera, la mantendré por las mañanas. Por las tardes te ocuparás tú del asunto.
— ¿Y si prefiero no ocuparme?
La miró asombrado.
—Te perderás una buena oportunidad de aprender...
Ya lo sabía.
—A una chica que abre y cierra la puerta se la tiene para eso, pero a una futura médico se la tiene para que vea, observe y aprenda. Tú tendrás a mi consultorio siempre que yo no te pida que salgas.
Marie fue mordaz.
También sabía serlo.
—Eso significa que cuando llegue una de tus dientas habituales que van solas...
—Eres muy inteligente — le cortó él.
Marie subió al auto y Edgar se sentó al volante. Dio la vuelta a la glorieta y se perdió de nuevo por las húmedas calles de París.
—Y como eres tan inteligente — añadió sin que Marie dijera nada —, pronto aprenderás cuando quiero estar solo con un cliente.
—Yo pensé que los médicos eran más sanos.
Edgar se miró sonriente.
—¿Es que estoy enfermo?
—Del espíritu.
—Déjate de acertijos.
—Un médico es más moral para sus enfermos.
—Por supuesto. Y nadie me gana a mí a eso cuando lo que recibo son enfermos. Pero cuando recibo mujeres neuróticas que necesitan una sesión sexual, no dudo en dársela. No me digas que soy mal médico.
—No entiendo vuestra forma de vivir.
Por toda respuesta Edgar soltó una mano del volante y volvió a ponerla en el muslo casi a la altura de la ingle.
—Quita esa mano.
—Vaya, vas despabilándote.
—Es que ya creo conocerte. De tanto tratar y poseer mujeres, ¿no has temido enamorarte nunca?
La respuesta de Edgar fue tajante:
—El día que me enamore me caso. No soy tan inmoral como tú supones. Yo no suelo violar, sino convencer. En cuanto a mi celibato, nunca tuve deseos de dejarlo. Si un día me enamoro y me cercioro de ello, me caso, pero eso no
indicará que le sea fiel a mi mujer todo el resto de mi vida. Una cosa no tiene que ver con otra. Puede amarse mucho a una mujer determinada y desear también a otra e ir con ella y gozar de veras, sin que por ello dejes de amar y considerar a tu esposa.
—No entiendo como, pensando así, esperas que tu mujer te sea fiel.
—¿Dije yo eso?
—Quita la mano de ahí
Edgar lo hizo, pero arrastró los dedos por el liso vientre femenino dejando en ella una huella de fuego.
Respiró hondo.
Dijo furiosa:
— Si no lo has dicho, te lo digo yo.
—Yo no voy a ser un moro para mi mujer. Pero sí digo que si la mujer ama de veras a un hombre determinado, no querrá serle infiel.
—¿Y por qué tú sí lo puedes ser?
—Verás, eso también es un poco complejo. Yo no he amado nunca a una mujer ni me he casado. Es posible que si me caso no tenga deseo alguno de cambiarla por otra. Todo depende de cómo sea ella y lo que signifique para mí. Por supuesto, nunca he sentido amor, ni un deseo tan ferviente por una mujer determinada. Lo siento por todas igual. Es decir, te pongo por ejemplo ayer mismo. Hablando contigo y contándote algún pasaje aislado de mí vida, me excité. Me servía cualquiera para desahogar. Siendo joven y bonita me era suficiente. Fue Bettina, pero si es Anne o Betty o cualquier otra, me hubiera servido igual. ¿Entiendes el galimatías sexual?
—Siempre soñé con amar a un hombre y serle fiel hasta la muerte.
Lo dijo con apasionamiento.
Edgar aminoró la marcha y la miró recreativo.
—Dará gusto ser amado por ti.
—No lo dudes.
— ¿Cómo vas a ser?
—Como el alma y el cuerpo me pida.
Edgar disparó la mano y se la pasó por los senos, retrocediendo ella para esquivar su o.
—No seas mema — dijo él—. No sabes aún si te gusta o no que te toque,
—Prefiero no saberlo.
—¿Y cómo vamos a conocernos tú y yo si ni siquiera permites que te toque?
Marie se replegó más.
Se daba cuenta de que Edgar podía gustarle,
Y mucho.
Demasiado.
Mejor pues, dado como era él, no probar.
La miró burlón y dijo jocoso:
— Igual me enamoro de ti, Marie.
Era como jugar al escondite.
Marie tuvo un miedo loco a enamorarse de él y que para Edgar fuera uno más de sus ligues o conquistas.
Por eso decidió ponerse en guardia.
—Ahora ya tengo que irme a la clínica — dijo riendo—. Subes conmigo, ¿no?
—No.
—¿Qué temes?
—¿Y no debo temer tu asedio?
—Vas despabilándote — rió divertido.
Y con suma gracia le palmeó el muslo de nuevo deslizando sus dedos hacia sus intimidades.
Ella vestía una falda de dos pliegues y una camisa bajo un suéter de cuello redondo, amén de un abrigo que llevaba desabrochado.
Calzaba botas.
De modo que los dedos de Edgar se deslizaron fácilmente hacia sus intimidades, pero Marie le dio un manotazo y él sacó los dedos como si le ardieran.
—Bestia — la llamó.
—No voy a subir contigo a la clínica.
—¿No te tocó nunca un chico?
—No — gritó fastidiada —. Ni quiero que me toquen.
La miró de nuevo con creciente burla.
—No me digas que eres lesbiana.
—Eres un...
—Hombre. Un tipo que se muere por las mujeres y el sexo. ¿Puede evitar alguien que yo sea erótico? Es lo lógico, ¿no? Y lo lógico asimismo es que a una mujer le gusten los hombres, de modo que si a tus dieciocho años no te tocó un hombre, una de dos, o eres lesbiana, o no has tenido quien te diga por ahí te pudras.
Frenaba el auto ante la acera.
Marie vio que salía Mayra presurosa.
—Subirás a ver la clínica de Edgar, ¿no? —preguntó suavemente.
Marie se encontró diciendo que sí, que bueno, que de acuerdo...
Y subió.
* * *
Ya en el ascensor, pese al breve recorrido, Edgar se pegó a ella y la apretó entre su cuerpo y el mamparo.
Después fue fácil asirle la cara entre las manos y besarla en la boca.
Los labios de Marie se cerraron con fiereza. Pero Edgar era hábil y sabía lo que hacía y presentía que aquella joven nunca había sido besada; le deslizó la lengua entre los labios de modo que se los abrió a la fuerza.
Después la aprisionó más y su lengua se onduló en la boca femenina que, quisiera o no, quedó abierta bajo la fuerte y cálida presión.
El ascensor se detuvo y Edgar la soltó riendo.
—Te ha gustado como un caramelo de miel. ¿A que sí?
—Eres un canalla.
—No digas sandeces — salió del ascensor aprisionándola por los hombros.
Marie se desprendió.
En un día había aprendido ella más que en sus dieciocho años.
Y lo peor es lo que temía que le faltaba por aprender.
Por eso se quedó en el rellano mirando desafiadora a Edgar.
—No pienso entrar.
—Pero si lo estás deseando —y luego siseante, al tiempo de abrir la puerta—: Por otra parte no estaremos solos... Dentro espera la enfermera.
Abrió la puerta y en seguida apareció una señora mayor vestida de blanco.
Edgar, con gran asombro de Marie, adquirió una gravedad extremada.
No le pareció un médico ni cuando fue a buscarla al aeropuerto, ni cuando iban en el auto camino de la facultad, ni en el ascensor, pero sí en aquel momento.
Observó que se dejaba quitar el abrigo por la enfermera y que decía con acento grave y serio:
—¿Hay alguien esperando?
—Sí, doctor. Seis clientes.
—Empiezo en seguida. Ah, Susan, le presento a mi prima Marie que va a estudiar medicina y trabajará conmigo por las tardes. Usted sólo vendrá por
las mañanas.
— Sí, doctor.
—Búsqueme la bata, hágame el favor.
Y caminó pasillo abajo llevando a Marie de la mano.
Al llegar al consultorio, la miró de nuevo sonriente.
Marie no salía de su asombro.
—Me pregunto qué harías si fuera joven tu enfermera...
Edgar soltó una risita bronca.
—Le haría el amor, ni más ni menos.
—Y como no te gusta para hacer el amor, sacas esa gravedad. ¿Dónde la tienes oculta?
—Donde debe estar. Una cosa es mí personalidad de doctor y otra muy diferente la de hombre.
Y volvió a sonreír divertido.
Pero como la enfermera llegaba en aquel instante con la bata extendida, se quitó la sonrisa y se quitó la chaqueta. Puso la bata y la abotonó entretanto la enfermera se hacía cargo de la chaqueta y la colgaba en el perchero.
—Gracias — dijo él grave y circunspecto.
La enfermera salió, pero antes dijo desde la puerta:
—¿Paso al primero, doctor?
—Desde luego.
Se fue y Edgar miró a Marie burlón.
—Tú quédate ahí y observa.
Claro que observó.
Nadie diría que aquél era el tipo sexual que ella conocía.
Entraban de dos en dos. O bien matrimonio, amigas o hermanos.
El caso es que no salió un segundo de su grave seriedad.
Trató la enfermedad con la misma seriedad y al despedirlos, entretanto no entraba otro enfermo, miraba a Marie, que parecía muda y paralizada pegada a la pared.
—¿Qué dices de mi entendimiento médico?
—Digo que eres un farsante.
—Ya sabes. Si entra una mujer sola y bonita, tú haces mutis por el foro.
—Eres...
—Déjalo para después.
Y como entraba una mujer sola, joven y hermosa, Edgar pasó una mirada por Marie y ésta de mal talante salió y se entretuvo en dar vueltas por la casa.
Cuando llegó a donde estaba la enfermera, aquélla dijo con una tibia sonrisa de comprensión:
—Es la última cliente, pero como viene todas las semanas suele tardar bastante en salir. Parece ser que tiene un soplo en el corazón y el doctor la mira concienzudamente.
Marie tuvo ganas de despabilar a la enfermera.
Pero se mordió los labios y salió del piso bajando hasta la tienda.
Se imaginaba a Edgar deslizando su lengua por los labios de aquella mujer y ello le sacaba de quicio.
Llegó a la tienda cuando Mayra y Roland vendían una sortija de brillantes a un señor mayor muy empingorotado y se quedó replegada contemplando el cuadro.
4
No volvió a ver a Edgar hasta la hora de almorzar.
La miró burlón y preguntó a media voz, inclinado hacia ella:
—¿Has tenido envidia?
Lanzó sobre él una mirada fulminante y decidió no responder.
Pero como ni Mayra ni Roland estaban en el comedor, Edgar riendo comentó, al tiempo de disparar la mano hacia sus senos y asirle uno con sumo cuidado, lo cual despertó en ella” como un conato de íntima excitación:
—Lo pasé divinamente. ¿Qué quieres? Son ellas las que me buscan y no pienses que soy vanidoso por hablar así. Es la pura verdad. O tienen novios estúpidos o maridos egoístas y sin instinto alguno... Yo las complazco. Por supuesto, a ese tipo de mujeres no les cobro la consulta.
— Vaya si se la cobras. En especie — dijo ella cortante.
Edgar dio algunas vueltas por el salón.
Era arrogante, aunque no demasiado alto. Fuerte, masculino, con una virilidad que empezaba a desconcertar a Marie.
Se situó tras ella y de súbito la asió con las dos manos a la altura de las axilas, de forma que cubrió los senos femeninos. La retuvo así, contra su abultamiento. No soltaba los senos ni Marie podía moverse dada la postura de él, forzada pero intimadora y deleitosa. Sujetándola así y sin dejar de mover los dedos sobre sus dos menudos pero túrgidos senos, inclinó la cabeza y metió la cara en la garganta femenina. La besó con los labios abiertos, le sobó una y otra vez la garganta, despertando en la pobrecita Marie un deseo insufrible.
Ella forcejeó y Edgar, que era más fuerte, la volvió de frente y la pegó a su cuerpo de modo que cuando le buscó la boca, la encontró muy cerrada; pero Edgar sabía la forma de abrírsela con sus labios y la lengua.
Se oyeron pasos y Edgar la soltó con brusquedad.
Pero aún dijo mirándola divertido:
—Eres una divinidad... Me encantan tus ojos azules y tu pelo rubio y ese cuerpo esbelto que tienes.
Mayra apareció hablando por los codos.
Venía discutiendo sobre una sortija que habían vendido. Roland decía que el
brillante era puro, sin un carbón. Pero Mayra no estaba conforme.
—Y no es cosa de engañar a un cliente bueno. Yo tengo mis dudas sobre la pureza del brillante, Roland. Creo que debiéramos advertirlo y que volviese a traerlo.
—Se empeñó en llevar ése, mujer.
—Pero tú te has callado.
—¿Y qué querías que hiciera?
—Advertirle de su dudosa pureza.
—Es bastante amigo mío, de modo que sí lo lleva a tasar ya le desengañarán y cuando vuelva a reclamar, si vuelve, le hablaremos claro. Olvida el asunto — miró a los jóvenes —. Esta noche tenemos una invitación para una fiesta. ¿Qué os parece si nos acompañarais?
Edgar dijo que prefería quedarse en casa.
A lo cual Marie se apresuró a decir:
— Yo iré.
Todo menos quedarse con él.
No es que ella se conociese tanto el terreno sexual, pero ya sabia que con Edgar nunca estaba segura y que por poco que Edgar se lo propusiese la vencería.
—De acuerdo, Marie — dijo Mayra—. Vendrás con nosotros. ¿Tienes ropa adecuada?
—¿Para qué?
—Para una fiesta multitudinaria de etiqueta.
—Mamá me metió dos vestidos de noche en la maleta.
—Ya iremos luego a verlos...
Y se sentaron todos a comer.
Después Mayra y Roland se fueron al salón y Edgar la invitó a ella a subir a su clínica.
—Ya sabes que despedí a la enfermera por la tarde. De modo que tienes que venir a ayudarme — consultó la hora—. Ya es el momento,
Marie apretó los labios.
Le miró desafiadora.
—¿Y si no quisiera ir?
—No veo las razones... Si son plausibles...
No lo fueron. No las pudo hallar en su mente. Las cosas estaban planteadas así, así había que hacerlas.
Eran las cuatro de la tarde y decidió salir con él hacia la consulta.
Al llegar al rellano él pulsó el botón del ascensor.
—Yo voy caminando. Para unos cuantos escalones— dijo Marie—, prefiero subirlos a pie.
Edgar rió de buena gana.
Parecía imposible que tuviera aquella risa guasona para ella y fuera tan grave y serio para sus clientes.
—Como gustes — dijo.
Y bajaron juntos hacia el segundo piso que era donde tenía él la consulta. Un piso precioso. La consulta a un lado. Consultorio, recibidor, baño, despacho. Y al otro lado, todo dentro de la misma planta, una vivienda preciosa, coquetona y confortable.
Cuando entraron en el piso, él le dijo con voz baja y suave:
—Te invito a una copa en el salón.
—He venido a trabajar. ¿Dónde está la bata blanca?
Y se fue a buscarla sin esperar su respuesta.
Pero Edgar apareció tras ella cuando Marie se ponía la bata de la enfermera, que tendría su misma estatura.
* * *
No había ningún cliente aún, de modo que Edgar no tenía necesidad de adquirir aquella personalidad suya inabordable y grave.
Se situó tras ella y la asió de nuevo por las axilas, de modo que la prendió contra su cuerpo.
— Nota cómo estoy — siseó en su garganta —. Palpa si quieres. Méteme la mano, mujer, tanto trabajo no te cuesta.
Sonaba el timbre y Marie dio un salto escapando de su o.
Fue una tarde dura, de mucho trabajo.
No llegó ninguna mujer sola, gracias a Dios.
Llegaron matrimonios, hombres viejos solos, dos hombres juntos, dos mujeres. Un niño con su madre...
Cuando Marie pasó al último cliente, había vivido ya una jornada interesante, incluso se había olvidado del erotismo de Edgar.
Vestido de blanco, serio y grave, allí sólo era un médico. Ni siquiera era muy hablador. Marie se dio cuenta de que como médico era un tipo listo, sabía su oficio, conocía el terreno que pisaba y hacía los diagnósticos adecuadamente. No es que ella supiera medicina, pero se daba cuenta de que Edgar era certero y que sus clientes le apreciaban de veras.
Cuando se cerró la puerta tras el último, vio a Edgar junto a ella, aún con la bata puesta y riendo, mostrando las dos hileras de perfectos dientes de león en acecho.
—La jornada ha terminado — y sin transición —: ¿De veras irás al tostonazo que es la fiesta a la cual están invitados mis padres?
Fue sincera.
Había que serlo con él.
Tenía que poner por medio su barrera.
—Antes que quedar sola contigo, lo prefiero todo.
Edgar era fuerte, más alto que ella y más poderoso.
Tenía unos músculos de acero, de modo que cuando se acercó antes de qué ella pudiera evitarlo, la tomó en sus brazos, la levantó en vilo y con ella caminó
furioso hacia el salón. La tiró en un diván y la sujetó allí.
Le levantó las faldas y empezó a tocarla por todas partes.
Le pasó los dedos por los muslos y Marie se agitó bajo aquella prolongada caricia que iba directamente a sus intimidades. Las palpó, la sujetó y la dejó lasa y plana.
Edgar no reía. La besaba tan pronto en la boca como en los muslos, como en la garganta, de tal modo que Marie sentía que se le iban las fuerzas y que dejaba de forcejear.
Pero tuvo miedo.
Sabía a donde iba a llegar Edgar y ella no quería llegar a parte alguna.
Pero estaba excitadísima.
Tanto que de quedarse allí presentía que Edgar iba a terminar poseyéndola.
Bajo sus besos y sus caricias se agitaba y retorcía. Le gustaban. Era inútil escapar a aquella realidad. A ella jamás la había acariciado un hombre y Edgar tenía algo que atraía y atontaba. Algo que paralizaba y destruía el deseo de escapar.
Pero sabía que debía escapar.
Edgar, arrodillado en el suelo, le metía la cara entre las piernas y Marie se estremeció de pies a cabeza tal cual la estuviera poseyendo y sintiera, un largo orgasmo.
No pudo más.
Un segundo y Edgar la penetraría.
Estaba dispuesto a saltar sobre ella, cabalgarla y penetraría.
Por eso se escurrió de sus dedos.
Y quedó erguida jadeante ante él, pálida y ojerosa.
Divina, pensó Edgar.
Excitante y hermosa como una leoncilla fiera.
—Te gusta — rió divertido —. Vaya si te gusta el asunto. No seas tonta. Vente
para acá. Verás lo que es bueno — y sin vanidad añadió, y ella suponía que no mentía para su desgracia—: No tienes idea de lo que las mujeres disfrutan a mi lado. Se retuercen de felicidad, gimen, suspiran, tiemblan. No es que yo me las dé de experto, pero debo serlo bastante por mi calidad de hombre viril o mi profesión... No lo sé. El caso es que suelo hacer felices a las chicas. Vente un rato. Es temprano y aquí estamos solos y nadie nos interrumpe.
—Eres un puerco.
—No seas tontita. Soy un hombre y tú eres una mujer. Es lo que cuenta.
Escapó de él.
Salió de la consulta quitándose la bata a zarpazos y la tiró en la puerta antes de salir. Cuando descendía oyó la alegre risa de Edgar.
Ya no lo vio el resto del día. Ella se metió en su cuarto y no salió de él hasta que la llamó Mayra:
—Marie, ¿dónde andas?
Apareció en el pasillo.
Le había pasado la excitación. Se había bañado en agua fría y se había frotado el cuerpo vigirosamente de modo que la calentura sexual habíase disipado.
—Estás pálida — le dijo Mayra— ¿Te ocurre algo?
—Estaba... preparando los libros para mañana.
—Te llevará Edgar. ¿Le has visto después de bajar de la consulta?
—No...
—Ha salido. Creo que vi su coche desaparecer por el recodo de la calle. Él no soporta este tipo de fiestas.
Tampoco ella.
No las conocía, pero prefería pasar sin ellas. Prefería quedarse en casa.
Se lo dijo así a Mayra, lo cual desconcertó bastante a la joyera.
—Pero... ¿no has dicho que venías?
—Prefiero acostarme.
—Oh...
—Comeré con vosotros y me acuesto.
—Pero si nosotros comemos en la fiesta. Es una cena fría seguida de un entretenido baile.
—Si no te importa me quedo, Mayra.
—Pues aquí no se fuerza a nadie. Todo el mundo debe hacer lo que tenga ganas.
Anda que si ella hiciera lo que tenía ganas estaría en los brazos de Edgar.
¿Absurdo?
Pues era así...
Mayra se fue y ella regresó a su cuarto.
Salió después para comer, deseando o no deseando toparse con Edgar.
No se topó. June le sirvió la comida diciendo:
—El doctor no creo que venga a comer. A veces ocurre que no regresa hasta el amanecer.
Se fue a su cuarto, se desvistió y se metió en el lecho desnuda, con el afán de dormir y olvidar y pensar tan sólo que al día siguiente empezaban sus clases en la facultad y que procuraría irse en un taxi y que no la acompañase Edgar...
* * *
Estaba conciliando el sueño cuando oyó un ruido.
Se sentó en la cama a oscuras, sujetando la ropa a la altura de la garganta.
Un rayo de luz penetraba por la rendija de la puerta.
Ella estaba bien segura de haberla dejado cerrada.
De súbito sintió una voz sugerente:
—Marie...
Dio un salto en el lecho y aún sujetó mejor la ropa bajo su garganta.
—¡Cielos! —exclamó—. Tú...
—Hola.
Y le vio sentado en el borde de la cama en pijama y batín.
—¿Qué haces aquí? — se sofocó.
—Me aburría en mi cuarto. Acabo de llegar y no tengo sueño. Podemos hablar un poco, ¿no? Si quieres te cuento de dónde vengo.
—De, con Bettina — dijo ella casi asfixiada.
Edgar soltó su risa burlona, sarcástica, baja y siseante, invitadora.
—No. Tiene ahí a su esposo. Fue la que estuvo esta mañana a verme, ¿recuerdas? Es bonita, pero no tan joven como tú. Venía a decirme que su marido había llegado. Que no me acercara a su casa esta noche. Pero tengo otras amigas...
— Márchate y déjame — gimió.
—¿Me tienes miedo?
—Te digo...
Él asió las ropas y se las retiró de un tirón.
La vio desnuda. Virgen, divina con aquel cuerpo ondulado y puro.
Marie no se atrevió a moverse. Sabía que si lo hacía, Edgar saltaría sobre ella y la desvirgaría en un santiamén.
Se mantuvo inmóvil, temblando. Edgar alargó la mano en la oscuridad y la pasó por el cuerpo femenino en cueros.
Con cuidado. Como si fueran alas sus dedos, como un aleteo erótico incontenible.
Se detuvieron sus dedos en la garganta femenina para bajar seno abajo, vientre y muslos y de súbito se le metieron entre ellos y le llegaron a sus intimidades.
Marie dio un salto felino.
Se apartó de él asustada y estremecida.
Le gustaba que la tocase.
La excitaba hasta el paroxismo, por eso huía, pero Edgar, como si no hiciera nada, llevaba su mano al encuentro del cuerpo joven que se retorcía.
Se levantó sin dejar de tocarla y mostró su pijama retirando el batín.
—Eres un sádico — gritó Marie abrumada, desesperada porque presentía que iba a caer en sus brazos.
Él mostró impudoroso su virilidad.
—Mira cómo estoy. Pero no quiero forzarte. O me dejas acostarme contigo o me tocas.
—¿Estás loco?
—Algún día tienes que aprender. ¿De qué te sirve reservarte? ¿Para qué te reservas? — metió la mano en el bolso del batín y sacó unas pastillas—. No
quiero líos. Eso no. Te tomas esto... ¿Oyes...? Y no pasará nada. No hay cuidado.
Dicho lo cual, con sumo cuidado, sin hacer aspavientos, se tendió a su lado en el lecho y la estiró y la mezcló con su cuerpo, sintiendo Marie que se le iban las fuerzas.
La aplastó bajo su cuerpo y empezó a acariciarla.
Marie sentía todo el abultamiento erótico y toda la fuerza de aquel poderío masculino. Perdía las fuerzas y experimentaba como una súbita locura.
De repente empezó a llorar.
Con roncos y ahogados sollozos.
De tal modo que Edgar se asustó y se separó de ella saltando del lecho.
—Vaya, ahora llorando.
—No tienes derecho — gemía Marie retorciéndose de dolor, desnuda, buscando a tientas la ropa para tapar sus desnudeces.
Edgar enmudeció. Quedó algo rígido y poco a poco se fue poniendo fláccido.
Él no quería forzar a nadie.
Pretendía persuadir y convencer por medio de sus caricias.
Ya veía que la cosa estaba dura. Que Marie era como una desvalida criatura y él no era un salvaje. De modo que la miró desconcertado.
—Pensé que te gustaba — dijo.
Le gustaba.
Precisamente por eso lloraba.
Porque aquello le gustaba demasiado y no quería que le gustase tanto.
Con la cara entre las manos, boca abajo en la cama, lloraba, agitándose sus nalgas y sus muslos.
Edgar no quería problemas de aquel tipo, de modo que subió el pantalón del pijama y ató el batín.
—Te han maleducado — dijo enojado—. El cuerpo nos lo dieron para que disfrutáramos de él. Si te dijeron otra cosa te engañaron. Es una lástima que una chica tan sensible como tú se reprima así. Yo creo que eres una reprimida.
Marie no respondía nada. Seguía sollozando con la cara entre las manos.
Edgar, algo harto, asió la ropa del lecho y la tapó.
Después se desperezó molesto.
—Yo con niñas bobas no me acuesto. Pero tú te lo pierdes.
Se iba en la oscuridad.
Marie sintió que algo le subía a la boca.
Como un grito, una llamada, un alarido.
Pero no salió sonido alguno, excepto un sollozo aún más fuerte.
No lloraba porque él estuviera dispuesto a hacerla suya.
Es que le daba miedo serlo.
No había sido educada para eso.
¿Estaría mal educada como decía Edgar?
Supuso que sí.
Cuando la puerta se cerró tras Edgar, giró la cara y el cuerpo y fijó los ojos en las sombras que se proyectaban en el cuarto.
Se estremeció de deseo.
Metió las dos manos entre los muslos y los apretó con fiereza.
Estaba húmeda.
Desesperada.
Estuvo a punto de salir corriendo, de ir tras Edgar, de llamarlo, de decirle...
Pero no.
No debía ni podía.
¿Qué cosa era ella?
¿Un animalito humano?
No quería ser un animalito en poder de los deseos excitantes de Edgar.
Para Edgar no había mujer, había mujeres, y ella no quería ser una más en los juegos eróticos de Edgar.
Su esposa sí lo sería.
Oh, sí. ¿Estaba enamorada de él?
No lo sabía. Pero ocultó la cara entre las manos y rompió a llorar como una criatura.
No supo cuándo se durmió.
Lo que sí supo es que a la mañana siguiente se levantó antes que nadie, cogió los libros y salió a la calle dispuesta a parar un taxi e irse sola a la facultad.
Lo hizo. Al regreso hizo otro tanto.
Cuando llegó a casa ya todos estaban en el comedor. La miraron desconcertados.
* * *
Sólo Edgar estaba mudo, de espaldas y mirando hacia la calle.
Mayra la contempló asombrada.
—¿Por qué has ido sola?
Enrojeció. Miró a Roland como pidiendo ayuda.
De Edgar no podía pretenderla, pues seguía mudo y de espaldas a ellos.
—Debo ir poniéndome al tanto de la vida parisina, mi vida estudiantil. No debo depender siempre de los demás. Por otra parte, Edgar tiene sus ocupaciones.
— De todos modos podía ocurrirte algo. Ni siquiera los taxistas son de fiar. Los hay que aparentan serlo y resulta que pertenecen a una pandilla que trata en blancas. Un día puedes subir a un taxi y desaparecer para siempre. Ten por seguro — continuaba Mayra con amabilidad y desconcierto — que suele ocurrir que a las chicas jóvenes, blancas y bonitas, las lleven a Oriente o a donde sea, y cuando desaparecen se desconoce su paradero, pero sí se sabe que su destino es terrorífico.
Se estremeció.
—Yo paré el taxi en esta misma calle.
—No lo dudamos — intervino Roland —, pero te advertimos. Edgar no tiene nada que hacer por las mañanas hasta las once...
Edgar se volvió parsimonioso.
No tenía expresión adusta, sino amable y comprensiva.
—Dejadla ya. Ha querido ir sola. Pues ha ido.
—Edgar, tú sabes...
—Sí, mamá, sé. Pero tal vez Marie se vaya desengañando poco a poco.
Se sentaron todos a comer.
Aquel día puso el pretexto de sus estudios para no ir a la clínica. Sin embargo Mayra dijo perpleja:
—Si no pensabas subir, no entiendo por qué permitiste que Edgar despidiera por las tardes a la enfermera.
—Me las apañaré solo — cortó Edgar de mal talante.
Ella entendió que o hacía lo que estaba previsto que hiciera, o tendría que irse de aquella casa. Y no le parecía prudente hacerlo. Tendría que referirle a su madre las causas y destruiría para siempre una amistad de años.
Había que hacerse la valiente.
De modo que dijo con vocecilla vacilante:
—Iré. Estudiaré después de cerrar la clínica.
Intervino Roland:
—Te conviene ir, Marie.
—Lo sé.
Sentía en su cara, como si fuese telepatía, la mirada serena de Edgar.
No quiso encontrarse con sus ojos.
Ya sabía lo que había bajo ellos.
Y el solo pensamiento de que la hubiese visto en cueros le ponía rojez en las mejillas y una rara expresión en toda su sensibilidad.
Era mucha aquella sensibilidad suya.
Los padres se despidieron para irse a la joyería.
Ella se quedó con Edgar en el salón.
Estaba sentada, pero Edgar de pie.
—No tengas miedo, mujer—dijo él desdeñoso—. Yo jamás he violado a una mujer. Pretendo tan sólo adiestrarte en un mundo para ti desconocido, pero tan conocido para mí que sé es muy placentero. Lo único que pretendo es enseñarte a vivir. Te pueden pillar de sorpresa y es muelo peor.
—De todos modos — dijo ella atragantada —, no quiero hacer lo que tú pretendes.
Tanto que te pierdes. ¿Vamos a la clínica o aún prefieres seguir estudiando?
Ella se levantó.
Edgar se acercó a ella y le pasó un brazo por los hombros inclinando la cabeza y mirándola a los ojos hasta que ella empezó a parpadear.
—Marie, no soy un sádico ni un criminal. Pero sí que me gustaría adiestrarte en un mundo nuevo. Un mundo lleno de placer, goces y deleites. ¿Por qué no? Pero allá tú si no quieres.
Era peor así.
Tierno y cálido para ella peor enemigo que exigente y traicionero, pillándola por sorpresa.
Caminó a su lado como un autómata.
—Iremos a pie — dijo él quedamente —. ¿Ves como no debes temer de mí?
Era cuando ella más temía.
Su acento tierno, dulce, pretendiendo ser comprensivo...
¿Lo era?
Prefería ignorarlo.
Pero sentía que su debilidad era mucha y que los dedos de él cayendo por un lado del hombro rozaban un seno.
No se atrevió a quitarle la mano pero notó cuán excitada estaba por aquel o.
Supo que iba a ser suya.
¿Cuándo?
No sabía cuándo, pero iba a serlo. Era estúpido pretender escapar de la
proximidad de Edgar, que iba calando en su vida como una llama.
5
No la forzó a nada. Pero en cualquier momento que tenía libre la acariciaba y le buscaba la boca con un cuidado que rayaba en la morbosidad, pero a lo que ella no sabía negarse. Fue cauto Edgar, habilidoso y persuasivo sin decirlo.
La fue adiestrando.
¿Cuándo?
A ratos.
No le hablaba de nada pecaminoso, no mencionaba sus aventuras, pero seguía en su plan cálido de tocarla, besarla y pasarle los dedos por los senos siempre que le era posible; y tenía mil oportunidades para hacerlo.
No volvió a entrar en su cuarto. Eso no
Edgar no quería llanto.
Quería risas y placeres, no penas y sinsabores.
Era un tipo alegre, grave en su profesión, pero tremendamente simpático, divertido y acariciante sólo. Un tipo humano desconcertante.
Marie nunca supo qué día, en qué instante, en qué momento se habituó a sus caricias, a sus besos, a sus toquetees.
Pero sí supo que no encontró razones de peso para escapar de aquéllas y que cuando quiso darse cuenta las necesitaba, las deseaba, estaba ya habituada a ellas.
Aprendió a besar con él, bajo sus besos, y supo deslizar la lengua en los labios de Edgar casi sin darse cuenta, y plegar su bonito cuerpo a los abultamientos que despertaba en Edgar su proximidad. No se negaba a sí misma que Edgar sabía convencer, adiestrar y atraer sin que nadie se percatara. Así ella se fue dando cuenta de que necesitaba su proximidad y sus caricias y si no las sentía un día, se lo pasaba fatal.
No intentó Edgar acompañarla nunca a la facultad. Eso no. Aprendió a ir sola. Primero en taxi, y a la semana siguiente ya tenía amigos y sabía el número de «bus» que debía coger, o el metro por donde perderse hacia la joyería.
Era por las tardes cuando Edgar se hacía con ella en la consulta. Entre visita y visita o antes de llegar los clientes.
Tanto es así que un día, casi tres meses después de iniciadas las clases, él la encontró tendida en un diván en su casa.
Los padres se habían ido como casi siempre de fiesta. También Marie observó que a veces Mayra se quedaba en casa y su esposo salía con una amiga. Otras veces era Roland el que se iba solo al cine entretanto su mujer salía con un amigo de ambos.
No entendía aquel galimatías de cambios de pareja, pero poco a poco y casi sin darse cuenta se iba habituando a aquel estado de cosas.
Escribía a su padres una vez por semana y si bien hablaba de sus estudios y de lo bien que se encontraba en casa de los Bloch, jamás mencionaba sus andaduras sexuales ni la forma de vivir de los ocupantes de aquel hogar.
Como decimos, aquella noche, Edgar regresó tarde de la calle.
Había comido fuera con unos compañeros y ella, que había comido sola, se tendía en un diván.
Vestía una falda de un pliegue por delante. Una camisa holgada y nada más. Funcionaba la calefacción en la casa y debía de estar bastante alta porque ella tenía calor. Se le abría la camisa hasta el principio del seno. Edgar entró y se detuvo en la puerta.
La estancia estaba medio en penumbra.
Una tenue luz partía de una lámpara de mesa situada en un rincón, y el diván
sobre el cual se hallaba tendida Marie, quedaba como si dijéramos envuelto en sombras.
Edgar se detuvo, sí, pero luego avanzó y se quedó erguido ante ella.
—Si quieres te cuento de dónde vengo. Fue todo muy peregrino.
La confianza que reinaba entre los dos era casi de amantes. Marie no intentaba ya escapar de aquello que creía necesitar su cuerpo y su espíritu. Estaba enamorada de Edgar y lo sabía, aunque Edgar lo ignorase.
Le vio sentarse en el borde del diván y alargar una mano, que metió por la ancha abertura de la blusa.
—No llevas sujetador — susurró.
—No — dijo ella a media voz.
—¿Por qué?
—Hace calor. Me estorba.
—Mejor que no lo lleves.
Y sus dedos se deslizaban por un seno y por el otro logrando que los pezones se pusieran erectos.
—Son sensibles a mis caricias — dijo.
Y se inclinó hacia ella sin quitar la mano de sus senos. La besó en plena boca. Sabía lo que se hacía. La tenía dominada. No lo ignoraba, pero no quería forzarla a nada. Ya caería ella madurita y dispuesta a mostrarse tal como era, y él pensaba que
era tremendamente apasionada, vehemente y voluptuosa. Pensaba que la había formado él. Hecha a su medida.
Pero ya llegaría el momento. El caso era excitarla, pero ocurría que cuando la excitaba a ella, se excitaba a sí mismo.
—¿Te has fijado en la mujer joven que estuvo hoy en el estudio?
—Sí...
—Me cité con ella en su apartamento.
—¿Te citó ella o la citaste tú?
—Ahora ya no estoy seguro de nada visto lo que ocurrió. El caso es que le pedí el teléfono y me lo dio.
Guardó silencio para besarla profunda y hondamente. Le deslizó la lengua y ella abrió los labios mientras las manos de Edgar se deslizaban de los senos hasta su liso vientre.
* * *
—Para — le dijo a media voz.
—Pero te gusta.
Claro.
Era estúpido negarlo.
— No obstante — dijo ahogándose —, es mejor que me cuentes y no sigas haciendo eso.
—¿Quieres que vayamos a tu cuarto y te lo cuente allí?
—No.
—Aún te resistes...
Cuanto pudiera.
Edgar dejó de acariciarla, aunque la sabía tan excitada como estaba él, pero tenía ganas de contarle a alguien lo que le había ocurrido.
—Fui, claro. Me personé allí a las nueve. Me abrió ella misma y estaba medio desnuda, de modo que le metí mano en seguida. Pero ella no parecía ni medio entusiasmada. No me había pagado la consulta. Realmente no había querido cobrársela yo...
—Porque pensabas cobrártela de otra manera.
—Así, así. Supongo que sería eso. Pensé también que ya me la estaba cobrando cuando la tomé en brazos, pero aprecié su pasividad. De repente, cuando yo más entusiasmado estaba, apareció otra mujer en cueros. Así, en porreta pura. Desnuda como su madre la trajo al mundo. Era hermosa y su cuerpo escultórico. Al vernos enlazados a su amiga y a mí frunció el ceño.. Llamó con ronco acento: «Nené». Yo me separé de la que supuse que se llamaba así. La llamada Nené se echó a reír. «Es que le consulté hoy y no me cobró», dijo.
Guardó silencio.
Estaba encendiendo un cigarrillo y parecía abstraído.
—Tengo mucha andadura, pero jamás me ocurrió cosa igual. Puedes creerme que viví el momento más extraño de mi vida. La desnuda avanzó y asió a la llamada Nené por el brazo. Me miró a mí furiosa... «Puede irse. ¿Cuánto le debemos por la consulta?» Yo me quedé asombrado.
—Si me dais una copa me basta — dije—.
La desnuda sin soltar el brazo de la otra se fue por el salón hacia un bar y sacó una botella y un vaso.
—Sírvase usted mismo.
Después, con gran asombro, vi que se volvía hacia su amiga y le acariciaba la cara y le besaba en la boca.
Marie se levantó de un salto y echó los pies al suelo, quedando sentada.
—Dos lesbianas...
—Ni más ni menos — rió Edgar—. Pero eso no fue todo. Ni que yo estuviera presente ni que no, se enzarzaron. La desnuda desvistió a la otra y no quieras ver cómo se hicieron el amor. Yo había visto cosas parecidas, qué duda cabe. Ya sé del pie que cojean los homosexuales y las lesbianas, pero tanta pasión no la
había presenciado nunca. Gemían, suspiraban, rodaban por el suelo una enzarzada en la otra. Algo casi macabro.
Marie se estremeció.
—¿Y qué hiciste tú?
—Nada. Mirarlas. Me excité viéndolas y la desnuda cuando terminó su faena y se quedó satisfecha, vino hacia mí, me sacó todo del pantalón y me empezó a sobar. Luego acudió la otra. Me tiraron en el suelo y cabalgaron sobre mí, que no pude penetrarlas.
Marie no podía más.
Si todo aquello era mentira y Edgar se lo contaba para excitarla, excitada estaba ya.
Edgar se echó a reír y la atrajo hacia sí asiéndole la cabeza por la nuca con su brazo.
Apretó aquella cabeza en su pecho y la besó en el pelo y se lo apartó para besarla en la nuca con los labios abiertos.
—Oh — gimió Marie.
—Te gusta, ¿eh?
—Por favor...
Edgar dijo, dejando de besarla pero sin soltarla:
—De todos modos me desahogué. De una manera pintoresca. ¿Sabes lo que me pidieron después?
—No tengo ni idea.
—Que les pagase.
—Oh.
—Le di unos francos y salí a toda prisa.
—Así vienes tú de excitado aún.
—¿Vamos a tu cuarto?
—No.
—Eres muy tonta.
Y la empujó blandamente hacia el diván, dejándola tendida allí y empezando de nuevo a traginarla.
Marie estaba inmóvil, pero agitada, nerviosa, temblando.
Edgar la tocaba por todas partes. Le metía las manos bajo la falda y escurría los dedos hacia su sexo. No haría el acto normal, pero ella ya sabía demasiadas cosas de lo que podría sentir si hacía el acto completo con Edgar.
Él la soltó de repente y Marie quedó temblando a medias.
—Edgar — suplicó.
Él la miró con dureza y mostró su pantalón.
—Mira cómo estoy. ¿Crees que hay derecho a que me dejes así? Si no quieres irte a tu cuarto, vamos a la consulta. Mis padres no regresarán hasta el amanecer. También ésos se lo pasan bomba — y dando una patada en el suelo añadió de mal talante—: Mañana me marcho a un congreso. ¿Sabes cuántos días estarás
sin verme?
—Oh...
Casi lloraba.
Edgar gritó exasperado.
—No te pongas a gimotear, porque ya sabes que las lágrimas me sacan de quicio. Estaré fuera más de quince días. Ojalá aparezca un sádico por ahí y te quite la virginidad. ¿Por qué no he de ser yo?
—No creo estar preparada para eso — siseó Marie temblando.
—Claro. Pero lo estás para que te toque y todo lo demás. Así sólo disfrutas tú. ¿Sabes lo que eres? Una egoísta...
Se fue a grandes zancadas.
Marie sollozante bajó las faldas y temblorosa se fue a su cuarto.
Se tiró en la cama.
Estaba más excitada que nunca.
De repente oyó un portazo y arrancar el auto en la calle.
Edgar se iba.
Iba a buscar una mujer, seguro.
Ella tuvo celos de aquella mujer, quienquiera que fuese.
Estaba enamorada de Edgar.
No era sólo un deseo ni un pensamiento. Era toda su vida recopilada en la vida íntegra de Edgar...
6
—Ahora podrás estudiar — le dijo Mayra cuando ella apareció a la hora de almorzar—. Edgar se ha ido a un congreso a Alemania y no volverá en quince o veinte días. De modo que como no tienes que ir a la consulta, estudia cuanto puedas,
—Eso haré.
Pero no era tan fácil hacerlo.
No se concentraba. Hasta casi estaba por pensar que odiaba la carrera. Conocida la vida que le mostró Edgar, no concebía nada más para ella. Pudo tener una aventura con sus compañeros de facultad, pero no le apetecía.
Lo suyo era Edgar y se imaginaba lo que estaría haciendo por Alemania y le entraban unos celos locos.
Se dio perfecta cuenta de que amaba a Edgar, no con amor de niña, que desde que Edgar empezó a entrar en su vida, se había convertido en mujer. También aquellos días sin las caricias y los besos de Edgar lo pasaba fatal.
Estaban próximas las fiestas de Navidad y como era de suponer se iría a Bayona. ¿Podría ella soportar la vida austera de su casa, las costumbres serias de sus
padres, los consejos de la autora de sus días?
No.
Todo había cambiado en su vida. Era estúpido pensar que ella pudiera retornar a aquel tiempo en que no contaba con el sexo para nada.
Mayra le dijo uno de aquellos días:
—He tenido carta de Edgar. Te manda recuerdos.
—Si le contestas, dale un abrazo. ¿Tardará mucho en volver? — titubeó.
Mayra se alzó de hombros.
—Es posible que pase las Navidades en Suiza. El congreso termina, pero a Edgar le gusta parrandear y aprovecha cualquier circunstancia.
Fueron unos días horrendos.
Edgar no regresó a los veinte días y ella hubo de trasladarse en avión a Bayona a pasar las vacaciones.
—Nosotros cerramos una semana —le dijo Roland cuando los dos la acompañaron al aeropuerto—. Nos vamos a España, a la Costa del Sol a pasar esa semanita como dos enamorados.
—¿Es que Edgar no regresa... aún?
—Pues no — intervino Mayra —. Se queda en Suiza esquiando y no regresará hasta después de las fiestas de Pascua.
Durante el trayecto de París a Bayona lo pasó fatal en el avión.
Le parecía que hacía mil años que dejó Bayona y resultaba que hacía apenas tres o cuatro meses. No creía que la austeridad de su hogar le diera ninguna satisfacción. Es más, estaba por asegurar que un día cualquiera pillaría a un amigo y se iría con él a cualquier parte a hacer el acto sexual completo, no a medias como se lo hacía Edgar habilidoso.
Pero no. Si ella entregaba su virginidad y la entregaría a no tardar mucho, sería a Edgar. En modo alguno podía hacerlo con ningún otro.
Su arribo a Bayona fue simple, aunque para sus padres fuera muy emocionante...
Le preguntaron un montón de cosas de Mayra, Roland e incluso Edgar...
Dijo sólo aquello que le convenía decir. No mencionó para nada la forma de vida que tenían Mayra y Roland, siempre de fiesta en fiesta y cambiando de pareja cada dos por tres. Y, por supuesto, silenció las lecciones amorosas que le daba Edgar todos los días.
Fueron unas vacaciones horrendas.
Tanto es así que su madre le dijo un día:
—Tal se diría que te aburres mucho.
No sabía su madre cuánto, pero dijo evasiva:
—Es que tengo tantos estudios pendientes que es posible que marche antes de lo previsto.
—Oh...
—La carrera de médico es dura, mamá.
—Haber elegido cualquier otra.
—Sí. Pero la vocación es la vocación. Además como trabajo con Edgar en su
consulta, aprendo más aprisa. Ya no me asombran demasiadas cosas. He visto de todo, hasta sangre en el cuerpo humano, y no he caído desmayada.
—Tu padre ha comprado un hermoso piso cerca de aquí, de nuestra casa, con el fin de que cuando seas médico montes tu consulta.
¡Justo!
Como si ella pudiera ya limitarse a una ciudad como Bayona.
Ni soñarlo.
Ella tendría que vivir en París y cerca de Edgar.
Lo demás todo eran planes de sus padres.
No lo dijo, claro.
Las amigas de siempre la invitaron a salir y ella salió alguna vez, pero las encontraba tan fuera de tono y de todo lo actual que prefería quedarse sola en casa soñando con Edgar que la tocaba por aquí y por allí.
No es que sus amigas fueran unas atrasadas. ¿A qué fin? Todas eran cultas y tal
vez muchas de ellas conocieran de la vida la parte sexual que ella conocía, pero de todos modos ella se consideraba la más hábil de todas y la más adiestrada y también la más necesitada de un hombre.
Un día a escondidas de sus padres, cuando faltaban dos días para terminar sus vacaciones, llamó por teléfono.
Se puso June.
—Soy la señorita Marie, June. ¿Han regresado los señores?
—Los señores no, pero el doctor ha llegado hoy.
Se estremeció de pies a cabeza.
—¿Está en casa? —preguntó anhelante.
—Sí.
—¿Podría decirle si no tiene inconveniente en ponerse al teléfono un segundo?
—Claro que no.
Al rato oyó la voz potente de Edgar.
Ella cerró los ojos.
Era como si estuvieran solos en la consulta y Edgar la estuviera acariciando y besando. Hasta los pezones de sus senos se pusieron erectos.
—¿Qué hay, retro?
—Hola.
—¿Cuándo vuelves?
Lo dijo espontáneo.
Mejor que estuviera solo.
Con voz ahogada murmuró:
—Mañana por la mañana. ¿Me esperarás en Orly?
—Claro. ¿En qué avión llegas?
—En el de las doce.
—Estaré allí. Oye... ¿estás más dispuesta?
La voz de Marie se agitaba:
—Sí — dijo titubeante —, sí.
—Ya veremos. Yo vengo ahíto de carne humana. Lo he pasado bomba por ahí. Oye, ¡ojo, eh! Ya sabes que eso es para mí.
Ella colgó sin responder.
Después fue fácil engañar a sus padres.
Lo dijo a la hora de comer:
—Tengo un examen pendiente para el primer día de clase y no he traído el libro. Tendré que irme mañana por la mañana.
—Oh.
—Ah.
Pero se fue.
Tomó el avión casi como si lo hiciera precipitadamente y quisiera ella empujarlo con sus propias manos.
7
Edgar estaba tapado hasta las orejas. Incluso llevaba como un pasamontañas para evitar el frío en las orejas. Hacía un frío infernal y las Navidades en París fueron impolutas, de modo que aún por las cunetas había nieve.
Cuando el avión tomó tierra, Edgar terminó de tomarse el martini y salió a la puerta acristalada. En seguida la vio. Vestía pantalones de lana no muy anchos y sobre ellos el abrigo de pieles abrochado hasta la barbilla. Y cubría la cabeza con un gorro de lana.
Portaba un maletín de viaje y un bolso colgado al hombro. Echó a correr cuando le vio a él y llegó a su lado jadeante.
Edgar la asió por los hombros y allí mismo la besó en plena boca fuertemente.
Ella se pegó a él y abrió los labios golosa bajo los suyos.
— Has reflexionado — rió él sobre su cara.
En vez de responder ella le dijo:
— ¿Cómo es que has vuelto antes que tus padres?
—Pensé que estarías en París —dijo riendo otra vez—. Al llegar y saber que estabas de vacaciones, me sentí molesto. Iba a llamarte cuando tú lo hiciste.
—Tus padres no han vuelto, ¿verdad?
—No — y sin transición—: ¿Traes más equipaje?
—Sólo esto.
—Pues vamos. Hace un frío de muerte. En casa se está bien. No pienso trabajar hasta el lunes, de modo que disponemos del día de mañana para hacer lo que nos guste.
Asida por la cintura la llevaba hacia el exterior donde aguardaba su coche.
—¿Me has echado de menos, Edgar? — preguntó ella a media voz.
—Yo creo que sí.
—Pero las alemanas o las suizas te llenarían ese vacío.
—Tú verás. Soy hombre de mujer diaria. No lo puedo remediar.
—Cualquiera que sea la mujer — murmuró ella dolida.
La miró pensativo.
Le ayudó a subir al auto dándole una palmada en las nalgas.
—Acomódate.
—No me has contestado.
—Cuando esté sentado ante el volante.
Tiró el maletín en la parte trasera y después dio la vuelta al vehículo sentándose ante el volante, arremangando un poco el abrigo.
—Cualquiera que sea mujer, ¿no? — preguntó ella de nuevo con reproche.
—Es según — rió Edgar, deslizando una mano por debajo del abrigo femenino y posándola en los muslos, que separó cuidadoso —. A veces vale cualquier mujer
que sea joven y bonita, y otras cuando tienes a esa mujer en brazos, notas que hubieras deseado que fuera otra.
—¿Me recordaste mucho?
—Más de lo que pensé al marcharme.
Introducía los dedos en las intimidades femeninas y ella separó un poco los muslos, a lo cual exclamó Edgar divertido:
—Ya veo que estás dispuesta.
—Yo te eché de menos.
—¿Sí?
—No tienes ni idea.
—¿Fuiste con chicos?
—Claro que no.
—¿De veras no te ha tocado ninguno?
—Por supuesto que no.
—Eso es bueno, Marie. Estupendo.
Y como venía una curva retiró la mano y asió el volante.
—Iremos a la clínica, ¿quieres? Una vez dejemos ese maletín en el piso, subiremos hasta la clínica. Estaremos más tranquilos.
—Edgar...
—¿Sí?
—Sigo teniendo miedo.
Él la miró, le guiñó un ojo y dijo tranquilamente:
—Se te pasará en seguida, ya lo verás. Todo es cuestión de hábito.
—¿Qué harás después de mí?
—¿Hacer?
—Una vez me hayas conseguido.
—Tenerte... ¿Por qué una cosa que empieza debe terminar? Si nos gustamos y nos necesitamos, ¿por qué dejarlo? Lo pasaremos bien juntos. Realmente no te conozco del todo y ardo en deseos de conocerte.
Instintivamente Marie se apretó contra su costado.
Edgar la miró amante y caluroso.
—Estás madurita, Marie. Perfecta para pasarlo bomba juntos.
El auto entraba en la calle y frenaba en el aparcamiento reservado a la joyería cerrada.
— Espero que mis padres — dijo Edgar descendiendo— vengan un día de éstos.
Luego subieron juntos hacia el ascensor.
* * *
La apretó nada más cerrarse las puertas automáticas. La metió en su cuerpo desabrochándole el abrigo y haciendo otro tanto con el suyo.
Después la sobeteó contra sí, poniéndose los dos excitadísimos.
—¿No paramos en el piso? — le preguntó él metiéndole los labios en la boca.
—No.
—Pues espera.
Y a tientas dio en el botón de parada y luego apretó el del segundo.
Casi en seguida llegó el ascensor y los dos salieron al rellano.
Edgar se había quitado el pasamontañas y lo tenía metido bajo el brazo. Asió el maletín y después introdujo el llavín en la cerradura.
—Nadie nos molestará — dijo excitado.
Entraron ambos y Edgar tiró el maletín al suelo, ayudando a Marie a quitarse el abrigo.
—Cuélgalo en el perchero mientras yo me quito el mío — dijo —. Aquí da gusto entrar. Hace calor. La calefacción reconforta.
Colgó el abrigo y después miró a la joven ceñida bajo la estrechez de los pantalones.
La asió por las caderas y goloso la apretó contra su abultamiento.
—¿Qué me dices?
—Oh...
— ¿Sigues teniendo miedo?
—No... Bueno, no sé.
—Claro que sabes — y la apretaba más y más. Después, de repente, la soltó y se quitó la chaqueta.
La colgó junto con el abrigo y empujó a Marie hacia el salón.
—Tengo un cuarto aquí cerca — dijo—. ¿Vamos a él?
Marie temblaba.
Estaba excitadísima.
—Desnúdate — dijo él entrando en el cuarto.
Marie no estaba del todo convencida.
Que quería a Edgar sí, pero ¿qué deseaba Edgar de ella?
¡Aquello!
Lo demás... no entraba un solo sentimiento.
Edgar era un tipo bravo y fuerte, masculino si los había, y no jugaba a querer, sino a poseer.
Eso a ella le daba muchísima pena.
Pero también sabía que a Edgar no se le podía pedir más de lo que daba.
Le vio ante ella desvistiéndose y quedando desnudo totalmente, descalzo y con el asunto erecto como un cuchillo.
Nunca lo había visto de tal guisa y Marie se agitó nerviosa y excitada, pero más que nada aún temerosa.
—Edgar he mentido a mis padres.
—¿Mentido?
—Para venir antes.
—Eso no importa ahora, Marie. ¿Te desnudas o te desnudo yo?
Y dicho y hecho, fue hacia ella y le asió el suéter quitándoselo por la cabeza.
La joven quedó enfundada en pantalones y blusa.
—¿Sigo? — preguntó él.
Era como un hércules desnudo.
Musculoso, erecto, firme.
Iba directo a lo que iba.
Marie, torpemente, empezó a desabrocharse el pantalón, pero a Edgar le pareció demasiado lenta y de un suave empujón la tiró en el ancho lecho. De forma que fue él quien se lo quitó y la descalzó y la despojó de la blusa, y al vería sin sujetador le besó los pezones mordisqueándoselos.
Se pusieron erectos, como erecta y excitada estaba ella.
No se precipitó sobre ella en seguida. La contempló arrobado.
Sabía mucho de mujeres, pero él jamás había tenido en sus brazos una virgen... Y le constaba que aquélla lo era. Ello producía en el ser de Edgar como un loco hormigueo. Además el cuerpo de Marie desnudo, relajado y casi desfallecido en el lecho, era una preciosidad. De formas delicadas y armoniosas.
Femenina entre las femeninas.
Bonita entre las bonitas.
Sensible entre las sensibles.
Alargó una mano y empezó a pasarla con lentitud por el cuerpo desnudo.
Después se inclinó hacia ella y la besó de los pies a la cabeza, recreándose en los labios, en los senos y en el liso vientre.
Le separó los muslos y metió allí la cara.
Marie dio un salto y lanzó un suspiro seguido de un gemido prolongado.
Edgar estaba como transfigurado. Había vivido muchas aventuras, pero como aquélla ninguna, así que se tiró sobre ella y empezó a sobarse.
—Marie...
— Sí — susurró ella con un suspiro —. Sí, Edgar, ¿qué?
—Te voy a hacer daño, pero poco, ¿eh? Para eso soy médico... Sé de estas cosas aunque jamás haya tenido en mis brazos una muchacha virgen.
Y como ella medio se levantaba hacia él y le cruzaba el cuello con los brazos, Edgar le dijo buscándole la boca:
— No temas. Estás tan excitada y eres tan joven que no te dolerá casi nada.
* * *
Dicho lo cual se metió entre sus piernas y empezó a penetrarla. La sintió crisparse por el dolor, pero él fue despacio y con suavidad, y al mismo tiempo la besaba y le decía cosas de modo que la excitación femenina crecía por momentos, hasta el punto de que cuando él la penetró lanzó un grito ahogado y después quedó muda.
Edgar sabía que si no se esforzaba ella iba a recibir una decepción, ya que era bastante improbable que sintiera el orgasmo la primera vez que la penetraba. Por eso salió y quedó a su lado acariciándola, contemplándola y diciéndole un montón de frases susurrantes.
Marie estaba excitada pero también dolorida, de modo que apretaba los muslos un poco temblorosa.
—No temas, Marie. Verás como es muy fácil.
— Sí, sí. Si no tengo miedo.
—¿Ya no?
—No...
Y su voz se hacía siseante.
Edgar se entusiasmó tanto que volvió a cabalgar sobre ella, de modo que la penetró de nuevo con cuidado y empezó a moverse con lentitud.
—¿Te hago daño?
—No. No sé.
Claro que no sabía.
Podía sentir dolor y sin duda lo sentía, pero el placer superaba a aquél, de modo que Edgar dándose cuenta fue aún más cuidadoso.
De repente perdió un poco su lenta compostura y la poseyó sin poderse contener.
Fue una agitación terrible.
Una sacudida erótica, deleitosa.
Luego quedó relajado y sudoroso junto a ella.
Marie tenía los párpados caídos y dos lágrimas le rodaban de ellos.
—¿Es por el dolor o por la pena, Marie? — preguntó él pasándole los dedos por la cara.
—Por las dos cosas.
—¿No has sentido nada?
—Sí, algo sí.
—Déjame que descanse y me reponga. Tenemos todo el día para nosotros, de modo que si no fue ahora, lo será después. ¿Quieres que me vista y vaya a comprar algo para comer?
—No, no. No tengo apetito.
— ¿Te da mucha pena haber perdido la virginidad conmigo?
Se aferró a su cuello y ocultó la cara en la garganta de Edgar.
—No, Edgar — dijo—. Yo te amo.
¡Cielos!
Edgar dio un salto.
Incorporado sobre un codo la miró desconcertado.
—¿Que me amas?
—Sí. No podría hacer esto contigo si no te amase.
—Pero, Marie... ¿Qué tiene el amor que ver con esto?
— Para ti nada, para mí lo tiene todo.
—Oh...
—¿No quieres que te ame?
Edgar no lo sabía.
Estaba tan perplejo que no entendía bien lo que aquella palabra en boca de Marie significaba.
—A mí nunca me amó una mujer, Marie — dijo perplejo—. Te aseguro que fueron o no felices a mi lado, pero jamás mujer alguna me habló de amor.
—No te habrán amado.
—¿Y estás segura que lo tuyo es amor?
—Sí, Edgar — suspiró quedamente —. Es amor de verdad. De dentro, muy de dentro. Es como si tuviera raíces en el fondo de mi ser. Como si naciera con ellas. No sé cuándo empezó, si el día que te conocí en el aeropuerto de Orly, o un mes después cuando empezaste a perseguirme, o el día que en el ascensor me diste el primer beso en la boca. No lo sé. Te juro que no lo sé. Pero también te juro que te amo. Que no hay equivocación posible en esto.
Edgar estaba tan asombrado y casi contrito que se tiró en la cama boca arriba mirando absorto el techo.
— Marie — dijo cuando ella se inclinó hacia él —. Marie — le pasaba los dedos por la cara y el pelo retirándoselo de las mejillas—. Marie..., ¿qué esperas de ese amor que dices sentir?
—No sé siquiera si espero nada.
—Ya sabes que yo hago estas cosas porque me gusta. Pero no soy de los que aman. No he amado jamás.
—Lo sé, Edgar.
—¿Y no te duele?
—Pues sí. Claro. Por eso me caían las lágrimas. No fue por el dolor, Edgar. Fue por la pena de darme tan entera a ti para que mañana me cambies por cualquiera de tus clientes.
Edgar pasó los dedos por el pelo.
Pensó que quizás aquello fuera un buen lío o problema.
De todos modos él no conoció jamás al amor salvo aquél: la posesión, la entrega, el placer, el goce.
¿Qué otra cosa podía haber debajo de todo aquello?
Miró a Marie pensativo y ya repuesto de su sofoco dijo quedamente:
—Vamos a vivir de nuevo, Marie. Eso del amor y lo demás, ya pensaremos en ello. Pero ahora estamos juntos, nos gustamos y nos necesitamos y somos felices juntos. ¿Qué importa todo lo demás?
Importaba mucho, pero Marie ya sabía que con Edgar no se podía pedir demasiado.
Así que se plegó en su cuerpo y sintió sus caricias cerrando los párpados.
Las sintió en lo más profundo de su ser estremeciéndose por dentro y por fuera. Edgar maravillado sintió aquel estremecimiento íntimo y físico y la penetró de una suave embestida.
Marie se aferró a su cuello y apretó el cuerpo contra el de él.
Edgar le preguntó si todo iba bien y ella le contestó con un suspiro.
No dejaron aquel apartamento hasta el día siguiente por la mañana,
Marie estaba pálida y él ojeroso.
Así se fue Marie al piso sola y se topó con Mayra y Roland, que se iban a abrir la tienda.
—Pero ¿cuándo habéis llegado? — preguntó.
Majara la miró algo confusa.
—Ayer noche. Pero ¿de dónde sales tú?
Marie mintió.
—Del aeropuerto.
—Chiquilla, ¿cómo no has llamado para que fuéramos a buscarte? ¿Has visto a Edgar?
—No — volvió a mentir.
—¿Qué te han dado en Bayona? ¿Es que no has comido? Estás pálida y ojerosa... Habrá que cuidarte un poco. Tendré que decirle a Edgar que te dé un vistazo y te recete unas vitaminas.
Marie casi cerró los ojos.
Después de charlar un rato con Mayra, cogió los libros y se fue a la facultad.
Era otra persona. Pero eso sólo lo sabía ella...
* * *
Marie y Edgar se hacían el amor cuantas veces podían. Es más, Marie notaba que Edgar ni siquiera se iba por las noches como hacía en ocasiones anteriores. Y en cuanto a las mujeres solas que iban a su consulta, si Marie hacía intención de marcharse, él la retenía con un...
— No te marches, Marie. Te necesito aquí — después mirando a la bella dienta explicaba someramente—: Es mi prima y está estudiando Medicina. Le conviene aprender...
Marie se daba cuenta de que de momento Edgar no necesitaba más mujer que ella, pero la verdad es que la necesitaba todos los días...
Casi al principio de iniciarse sus relaciones íntimas, le dio a tomar unas pastillas.
Le explicó también con parquedad:
—Eso evitará problemas posteriores.
Suponía que eran antibaby.
Las tomaba.
Tampoco ella quería problemas de aquel tipo y no tanto por ella como por sus padres y Mayra y Roland.
Nadie, desde luego, penetró en su secreto sexual.
Tenían múltiples ocasiones. Ni siquiera necesitaban esconderse. Casi siempre tenía lugar en el cuarto de la clínica después de cerrar aquélla.
Transcurrió bastante tiempo.
Se iniciaba la primavera cuando a la hora de almorzar Mayra dijo a su hijo después de mirar a Marie:
—Has de darle un vistazo a Marie. No me perdonaría que habiendo un médico en casa, Marie se marche este verano a Bayona enferma. Está flaca y descolorida.
Edgar pensó que la veía más hermosa que nunca.
¿Que se parecía a la Dama de las Camelias?
Es posible. Pero para él estaba divina y cada día que pasaba lejos de cansarse la necesitaba más y más en su vida íntima sexual.
—Me siento bien, Mayra — decía Marie aturdida.
—Eso lo dices tú. Pero tu cara está pálida y tienes muchas ojeras. De modo que esta tarde subo yo a la consulta y Edgar te dará un vistazo por rayos X y que mande hacerte análisis.
Edgar y Marie cambiaron una rápida mirada.
Ella le huyó en seguida.
Roland también puso al aire su opinión.
—No nos faltaba más que enviarte enferma a tu casa. Marcel y Alice nunca nos lo perdonarían. Un médico en casa y tú colándote por el corbatín.
—Os digo que me siento fuerte y sana y la prueba de que estoy bien la tenéis en que este año apruebo todo.
—Pues será de tanto estudiar.
¡Qué va!
Era de amar tanto.
De vivir tanto.
De entregarse tanto.
Edgar era un tipo insaciable.
Y ella no soportaba quedarse sin Edgar.
Le volvía loca el solo hecho de que Edgar recibiera a una dienta bella y joven, solo. Por eso le agradecía tanto que aquellos días la retuviera cuando recibía a una mujer hermosa y sola.
¿Qué pretendía Edgar demostrarle con ello?
Que sólo la tenía a ella y que sólo a ella necesitaba.
¡Pero es que ella necesitaba tanto más...!
Edgar no sabía darlo.
Amor o pasión, deleite, placer, goce, todo lo que se quisiera, y sabía darlo como seguramente no sabían muchos hombres, pero... ¿amor? No, no.
Edgar no amaba. Deseaba.
Así, en estas dudas, en estos quebrantos llegó el verano y las vacaciones. Aprobó todo el curso. Era inteligente y sabía estudiar. No cabía duda de que llegaría a ser médico. La anatomía, que tan difícil era, la sacó de una sola vez y en aquel mismo año, lo cual despertó la iración de todos.
A solas con Edgar, él le dijo maravillado:
—¿Cuándo estudias?
La tenía en sus brazos desnuda, frágil, bonita y sensitiva.
Ella suspiraba.
—Por las noches.
—Por eso enflaqueces.
—Es por todo.
—¿Por mí?
—Por todo junto.
—¿Qué temes?
—¿No debo temer?
Edgar no lo sabía.
La poseía con afán, con ansiedad, con voluptuosidad.
Lo peor fue la víspera de su marcha. La miraba desesperado.
—¿Pero de veras te vas?
Marie tenía los ojos húmedos.
¡Le quería tanto!
¡Más, imposible!
—¿Y qué otra cosa puedo hacer? — murmuraba desalentada y triste—. No pensarás que entere a mis padres de lo que tú y yo hacemos. Mamá estoy segura que me cree aún una inocente estudiante.
—Eso es una majadería. Ningún estudiante es inocente en París.
—Habrá de todo.
—¿Y qué hago yo?
—¿Tú?
—¿Sin ti? — se agitaba Edgar malhumorado.
—Si vas por Bayona se preguntarán mis padres por qué vas... De modo que me quedo allí todo el verano. No será nada fácil... No... nada fácil.
—Marie — y le asía la cara con las dos manos —, ¿de veras me amas?
—Claro.
— Es que no has vuelto a decirlo.
—No es posible contigo, Edgar. Sé que no me has sido infiel... pero me lo serás tan pronto yo te falte. Yo, en cambio, por nada del mundo te lo seré a ti. ¿Entiendes eso? No te seré infiel porque te amo. Tú lo dijiste una vez. Los papeles sobran, las promesas. Lo que cuentan son los sentimientos y la pareja humana. Pues para mí tú serás siempre mi pareja, al menos mientras te ame.
—Pero, cuando te falte el placer, ¿no sentirás amor por otro?
—Eso es lo que no sé, y tendré que aprenderlo en Bayona este verano.
Él se agitó.
—¿Vas a probar?
—No lo sé. No sé hasta qué punto me has convencido de que el cuerpo humano necesita esto...
Fue un día cualquiera que se despidió.
Edgar se dio cuenta de que no podría verse a solas con ella en el aeropuerto.
Sus padres le acompañaban a despedir a Marie.
—Iremos los tres — decidió Roland —. Le hemos tomado demasiado cariño a Marie.
Edgar hubo de aceptar la situación.
Marie casi lo prefería, pues así evitaba un dolor mayor al despedirse de Edgar.
Era el vuelo de las siete de la tarde, de modo que los cuatro iban mudos en el auto. Mayra decía algo nerviosa:
—Parece que vamos a un funeral.
Edgar conducía ceñudo.
Marie pálida y ojerosa pensando en el pesado y el triste verano que la esperaba.
Roland decía algo angustiado:
—Te hemos tomado cariño de verdad, Marie. Un sincero y profundo cariño. Eres una chica estupenda.
* * *
Fue un mes odioso.
Sus padres le compraron un auto para que se paseara por Bayona en compensación al esfuerzo realizado en los estudios.
Pero ni autos ni contemplaciones consiguieron barrer de aquellos azules ojos la nostalgia.
Fue un día cualquiera.
¿Cuál?
Uno. Su madre se lo dijo a gritos llamándola, cuando ella estaba cerrada en su habitación.
—Marie, Marie, mira, ven, mira quién está aquí.
Ni se movió.
¿Para qué?
Cualquier tontería de su madre.
Pero no. De repente se abrió la puerta de su alcoba y apareció algo, alguien, una persona.
—Marie.
¡Aquella voz!
Marie, que se hallaba tendida en la cama con un libro entre las manos, dio un salto.
Se tiró del lecho.
Miró a Edgar.
Después, súbitamente, corrió hacia él y se colgó de su cuello.
Se apretó contra él y así, espontánea, voluptuosa, apasionante como ella era, le besó en la boca con los labios golosamente abiertos. Apareció su lengua.
Se enredó en la de Edgar.
—Pero... —susurró pasado el primer momento—, ¿por qué?
—Vengo a casarme contigo.
Marie dio un salto.
Quedó tensa.
—¿Casarte... conmigo?
—Sí. Mis padres están abajo. No podía más. ¿Dices que sientes amor? ¿Qué es el amor? ¿No poder pasar sin la persona que te da gusto, que necesitas, que te da placer y goce? Pues entonces yo te amo. Les dije a mis padres que te quería y tomamos los tres el avión. Están abajo...
Marie respiró profundamente.
Se pegó a Edgar rodeándole la cintura con sus brazos y apoyando la cabeza en el pecho masculino.
—Nos casaremos hoy mismo. Tengo las licencias. Así que dejamos a los cuatro viejos solos. Tú y yo nos vamos en mi auto. Ya volveremos a París cuando nos convenga.
—Edgar...
—¿Por qué me miras así?
—¿Es verdad eso?
—¿Eso qué?
—Que me necesitas como dices.
—Más — la apretaba delirante —. Más, más que a nada en la vida. ¿Qué es esto: amor? Pues a casarnos y a sernos fieles uno al otro. ¿Que un día nos dejamos de amar? Nos separamos civilizadamente. Pero, de momento, lo que yo necesito es a ti — la besaba de nuevo como un loco desquiciado—. Marie, no soy capaz de pasar sin tus besos, sin la ondulación de tu cuerpo bajo el mío, sin tus caricias...
Se oían pasos.
Eran los cuatro padres.
Se separaron y salieron de la alcoba enlazados.
Marie miró a los cuatro.
—Pero... ¿desde cuándo? — preguntaba la madre asombrada.
Marie miró a Edgar. Apoyó la cabeza en su pecho.
—Desde que nos conocimos, pero no nos dimos cuenta hasta que nos separamos. Nos vamos a casar ahora mismo.
—¿Sin vestido blanco, sin cortejo, sin...? Tú estás loca, hija...
Edgar le pasó un brazo por los hombros y así enlazados se enfrentaron con los dos matrimonios que pretendían hacer una comedia social de su boda.
—Hoy, ahora. ¿Nos queréis acompañar?
—Pero...
—Tú estás loco.
—No hay derecho.
Ellos avanzaban...
—¿Nos acompañáis? ¿No? Pues nos vamos solos.
—Eh, un momento. Vamos, vamos — decía Roland tirando de los otros tres—. Claro que vamos. Casaros como os dé la gana.
Se casaron y se fueron.
Estaban allí, en el hotel, en penumbra, desnudos, agitados, poseyéndose de nuevo.
—Marie...
—Dime, Edgar...
—Es amor, ¿sabes? Debe ser amor.
Lo era.
O pasión, o deseo... ¿Qué más daba?
Era lo que era y ellos lo vivían...
Te enseño a amar Ada Miller
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Primera edición en libro electrónico (epub): febrero de 2017
ISBN: 978-84-9162-016-7 (epub)
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Ada Miller
AUDACIA AMOROSA
1
No es fácil que Lía Neil fuese una muchacha experimentada, pero tampoco era una ingenua.
Había hecho sus pinitos amorosos desde que a los diecisiete años empezó a campear sola por la ciudad costera de Brighton. Había tenido sus ligues y sus escarceos, pero la verdad es que jamás había llegado tan lejos como para consumar el acto sexual.
Y no es que Lía fuese una remilgada, ni una reprimida, pues más bien Lía Neil era una chica muy liberada ya a la edad de dieciséis años. Sin embargo, su padre, que era un hombre de vuelta de todo, viudo y sin deseo alguno de volverse a casar, pero siempre metido entre mujeres, sabiendo lo que significaba perder la edad de la inocencia y la virginidad, le tenía dados sus buenos consejos. De tal modo, que Lía aprendió a reservarse.
Como su padre (Jason le llamaba ella) además de vivir intensamente todo tipo de emociones, era un trabajador si los había, ganaba dinero y prefería que su hija en vez de ponerse a trabajar hiciera una carrera, ella estaba estudiando en la Facultad de Veterinaria porque se moría de amor hacia todo tipo de animales.
A los veinte años Lía cursaba el tercer año de veterinaria, porque hay que advertir que de tonta no tenía un pelo.
Era, si no hermosa, sí muy atractiva, de un atractivo casi estremecedor. Tenía el
pelo negro, de igual color los enormes ojos, su boca era una tentación, así como su naricilla recta, de palpitantes aletas, amén de un talle alto, unas piernas largas y un busto más que bien perfilado, pero no demasiado abundante. Pero lo más singular en la persona de Lía era el color cobrizo de su piel, lo cual le hacía parecer casi mulata.
Cuando ella le preguntaba a su padre si descendía de negros, Jason se echaba a reír campanudo, afirmando rotundamente:
—En modo alguno. Tus bisabuelos eran blancos, tus abuelos de idéntico color y tu madre y yo blancos, más que blancos. Eso es la Naturaleza, Lía, y puedes dar gracias a Dios porque estás de lo más precioso con ese color cobrizo de tu piel, que parece que estás todo el día tirada al sol.
Como el destino tiene jugarretas insospechadas, un día Lía conoció a un tal Frank Finch, representante de profesión, alto, fuerte, buen mozo y al parecer de buenas costumbres.
A Lía nunca se le había pasado por la cabeza el casarse, pero cuando conoció a Frank y éste, de buenas a primeras, se lo propuso, Lía empezó a pensar si le convenía o no matrimoniar.
Lo comentó con su padre y Jason, lo primero que dijo, fue: «Quiero conocer al fulano.»
El fulano en cuestión se personó en casa de Jason al día siguiente acompañado de Lía. Jason pensó que cuerpo, facha y altura tenía bastante, y pensó a la vez si todo ello sería lo bastante aprovechable como para colmar las aspiraciones de
Lía
No obstante, como no pretendió nunca sojuzgar a su hija ni detenerla en su camino por la vida, no dijo que sí ni que no. Pero aquella misma noche decidió hablar con Lía de aquel asunto.
—De modo que piensas seriamente en casarte.
—Yo creo que sí, Jason.
—Una cosa es que intentes creerlo y otra que lo creas de verdad.
—Me gusta Frank.
—¿Por qué? ¿Sólo porque es alto, grande, buen mozo y tiene los ojos brillantes y negros?
—No, me gusta además por su discreción. Es hombre de buenas costumbres, vive bien, gana dinero, es trabajador, tiene un piso para él, no se mete en honduras y además es honesto.
—Todo eso y aún más no hace plenamente la felicidad de una mujer si le faltan algunas otras cosas.
—¿A quién? ¿A mí o a él?
—A arabos, pero en este caso más a él que a ti. Y me refiero a la vida amorosa... ¿Qué años tiene Frank?
—Veintisiete y se pasó la vida trabajando. A los dieciocho años, cuando falleció su padre, le dejó esa representación de licores y Frank no hizo otra cosa que trabajar.
—Yo no tengo nada en contra del trabajo, porque a la vista está que soy un buen trabajador, pero... también vivo, que es lo que más experiencia me ha dado. Me pregunto si Frank habrá hecho en su vida algo más que trabajar.
Ya hemos dicho que Lía no era una ingenua, pero tampoco una joven excesivamente experimentada. Por lo cual no dio demasiada importancia a lo dicho por su padre, decidiendo su boda sin la plena aprobación del autor de sus días, que veía en Frank reminiscencias de alguna represión oculta.
Las relaciones amorosas entre Lía y Frank fueron corrientes y molientes. Un beso, un toqueteo, una mirada... no mucho más.
Jason, que estaba de vuelta de todo, pocos días antes de la boda preguntó a Lía;
—¿Qué tal tu novio en plan amoroso y sexual?
—Es correctísimo.
—También los homosexuales lo son y no sirven para maridos —farfulló Jason con su bocaza siempre abierta a las verdades o a las crudezas.
Lía miró a su padre molesta.
—Jason, Frank jamás se sobrepasaría, de modo que he de esperar a casarme para conocerlo en ese sentido.
Jason no volvió sobre el mismo asunto y el día de la boda apadrinó a Lía, junto con una dama que parecía un loro y que Frank presentó como una tía lejana suya a quien había ido a buscar a Londres para situarla a su lado en el momento de la ceremonia.
Jason no se andaba con chiquitas y como ganaba su buen dinero, decidió invitar a un buen puñado de amigos, acudieron también amigas de Lía, compañeras de Facultad y ningún amigo de Frank, pues según él no los tenía. Asistió, como queda dicho, aquella tía lejana traída de Londres, que según Jason tenía, además del parentesco con Frank, una nariz que casi le llegaba al juez cuando estaba éste recomendándoles fidelidad y mil cosas más a los recién casados.
La ceremonia fue breve y muy emocionante para Lía.
Una vez celebrada la boda, todos se fueron a un céntrico restaurante. Era casi noche cerrada y los invitados invadieron los salones donde estaba la mesa puesta
para la cena del banquete. Lía estaba de una sensibilidad tremenda y Frank parpadeaba asombradísimo, rodeado de amigos que nunca fueron suyos pero que toleraba con su habitual corrección.
—Lo mejor —le dijo Jason a su hija al oído— es que os larguéis. Yo cuidaré de hacer los honores a tus invitados.
—¿Sin comer, Jason? —siseó Lía.
—El día de mi boda a mí no se me ocurrió comer, pero sí que comí el doble dos días después.
Lía parpadeó y miró a Frank. Como se hallaba sentado a su lado le tocó en el hombro.
—Oye, Frank, Jason dice que podemos irnos.
A lo cual Frank puso expresión asombradísima.
—¿Sin comer?
—¿Tienes mucha hambre?
—De lobo —dijo Frank, atacando los entremeses.
Lía intentó imitarle, pero la verdad es que no le pasaba ni un trozo de jamón por la garganta; en cambio veía a Frank comer a dos carrillos como un hambriento.
Su padre no perdía detalle y veía al muchacho comer entusiasmado como si fuera lo único que verdaderamente le agradara en la vida. Bebía y comía a dos carrillos y de vez en cuando palpaba el vientre con satisfacción, lo cual le hacía pensar a Jason que aquella noche, Frank se la pasaría dando ronquidos feroces. Pero en modo alguno se lo imaginaba deleitándose sobre el bonito cuerpo de su hija.
No obstante, esperó. Y cuando vio que Frank ya quedaba repleto y satisfecho, se acercó de nuevo a su hija a quien no había visto comer nada, y le siseó al oído:
—¿Qué, tampoco ahora tenéis prisa?
Lía parpadeó. Dijo algo que Jason no entendió y después se inclinó hacia el que ya era su marido:
—Frank, cuando quieras podemos irnos.
—Me tomo este vaso de vino y esta zanca de pollo y en marcha —replicó Frank.
Lía vio que él se zampaba en unos pocos bocados la zanca del pollo dejando el
hueso pelado y se metía al coleto un vaso de vino tinto casi con cristal y todo.
—¿Ya? —preguntó.
Frank miró a Lía con expresión golosa.
—Un trozo de tarta y listo. ¿Vale?
Se tragó un enorme trozo de tarta palpándose el vientre, que de tanto comer parecía ya un barril. Lía, que tenía dolor de estómago de verle devorar, sentía casi náuseas y, por supuesto, una vaga desilusión, pues pensaba que lo lógico, una vez casada, sería que Frank se apresurara a estar solo con ella sin pensar en la comida.
Cuando casi ya no quedaba nada apetitoso en la mesa, Frank se levantó, palpó de nuevo su vientre, y comentó con enorme satisfacción:
—No hay nada mejor que una buena comida y un buen vino.
Jason, que lo oía, comentó siseando al oído de un amigo:
—Ese animal revienta esta noche sobre mi hija.
—No seas bestia, hombre.
—No te deshagas del traje, que seguramente tendrás que asistir pronto al divorcio.
—Tú estás loco.
—Al tiempo.
—¿En qué te fundas?
—«Hombre comedor, poco chingador», te lo digo yo.
La pareja se despedía.
Frank estaba rojo de satisfacción, le sudaban las sienes, y reía feliz.
Jason se preguntó qué cosa tendría aquel tipo para haber prendado a una mujercita tan sensible, buena y sensitiva como Lía, pero... algo tendría, en efecto, porque Lía no era de las que se casaban por casarse.
La vieja de nariz de loro dijo que se iba en el primer tren de la noche y Frank le prometió que en sus muchos recorridos como representante ya pasaría a verla
por Londres.
Las amigas de Lía y compañeras de Facultad la besaron, le desearon felicidad y esas mil cosas que se dicen en un caso así. Y una de ellas le preguntó:
—¿Vas a seguir estudiando?
—Claro —dijo Lía—. Frank se pasa la vida viajando
y yo me aburriría sin hacer nada. Y por otra parte estudio una carrera vocacional.
Les acompañaron al coche y una vez Frank allí, metió como pudo sus largas piernas en el vehículo al tiempo de sentar las nalgas en el asiento. De modo que debido a su enorme estatura y a todo lo que llevaba en el estómago hubo de asirse a aquél y comentar:
—Estoy lleno de veras.
Jason pensó que el muchacho tenía razón y que no iba a poder hacer el amor a su hija aquella noche. Con esta idea desagradable en verdad, Jason decidió irse de juerga con los amigos antes de retirarse a su casa.
* * *
Lía se sentía un poquitín desconcertada. Los ligues o novios o amigos que había tenido, la habían acariciado, le habían dicho cosas, habían intentado hacerle el amor. Pues Frank, no.
Mientras conducía, comentaba lo rica que había estado la comida, y lo frío que estaba el vino y lo mucho que le agradó participar en aquel banquete.
La llevaba sentada a su lado encogidita, femenina y muy linda. Pero salvo mirarla de vez en cuando, hacer un comentario baladí y conducir, no parecía dispuesto a hacer otra cosa, lo cual empezaba a poner nerviosa a Lía.
—Iremos a un hotel —dijo él cuando ya el auto llevaba rodando un rato—. Podíamos ir a mi piso, pero lo están pintando y preparando, de modo que hasta dentro de quince días que volvamos del viaje, es mejor dejarlo secar.
—Como gustes, Frank.
—¿Tienes algo en la voz?
Lía pensó que tenía emoción y que era muy raro que Frank no se diera cuenta.
Pero Frank no se la dio y dijo al rato:
—Será el frío. Hace mucho, ¿no te parece?
Lía lo sintió, como si aquél se le metiese en las venas.
—No lejos de esta calle hay un hotel de tres estrellas -murmuró—. Nos servirá.
Lía pensó que para una noche de bodas mejor era que el hotel fuese confortable y lujoso. Pero no hizo comentarios y sólo dio una cabezadita asintiendo.
—Hay que pensar —dijo Frank soltando una mano del volante y llevándola al vientre, que acarició con suavidad— que yo sólo soy representante de comercio y, aunque gano bastante, hay que hacer por ello.
—Dentro de dos años yo seré veterinario —replicó ella— y podré ayudarte mucho.
Frank hizo un gesto vago.
Por primera vez, pensó Lía, demostró ser algo «retro».
—Eso de estudiar una carrera así, no creas que es muy femenino.
—¿Qué tiene que ver la feminidad con la profesión?
—Digo yo, vamos...
—Pues yo digo —apuntó Lía sin alterarse, pero ya más desilusionada que antes —, que me gusta estudiar y espero que no tengas nada en contra.
—No, no...
Pero en la forma de decirlo se notaba que no estaba de acuerdo, si bien Lía decidió que no era el momento de discutirlo.
El coche se detuvo ante un hotel con aspecto de palacete antiguo y allá, como pudo, mal y pesado por todo lo que había comido, Frank descendió y Lía saltó al suelo con agilidad.
—Coge tu maletín, Lía —dijo él—. Yo ya tengo el mío.
Otra cosa que desconcertó a Lía.
Cualquier hombre galante, habituado a tratar mujeres, se habría hecho con los dos maletines. Pero Lía no dijo palabra, cargó con el suyo, mientras miraba cómo Frank daba vueltas al coche, contemplándolo con arrobo.
—¿Qué miras? —preguntó Lía.
Frank parpadeó gruñendo.
—No vaya a ser que me lo abollen...
—¿Y por qué iba a ocurrir?
—No me fío de la gente. Hay conductores con mala entraña y hay muchos otros inexpertos. Y este coche lo compré la semana pasada.
Lía pensó que en una noche de bodas, a un hombre, un coche le tiene sin cuidado. Pero también aceptó aquel estado de cosas.
Pensó también, porque ella era reflexiva en verdad, que se había casado con Frank por su corrección, su buen hacer, su silencio y su discreción y su aspecto, que era varonil en su totalidad. No obstante, y eso también lo pensó, nunca le hizo una mala proposición, nunca se sobrepasó en sus caricias, que fueron más bien tímidas que audaces, más bien precipitadas que hábiles.
Pero no era cosa en aquel instante de pensar en cosas pasadas.
Se había casado y estaba allí con su marido; era su noche de bodas y lo demás quedaba lejísimos.
Frank y ella entraron en el hotel y vieron a un señor mayor con levita detrás del mostrador de recepción.
Frank dejó el maletín en el suelo, sacó su carnet de identidad y le pidió a Lía el suyo.
—Somos matrimonio y necesitamos una habitación.
El hombre ni siquiera los miró.
Hizo anotaciones en un grueso libro, apuntó los números y nombres de los documentos y preguntó sin levantar la cabeza:
—¿Por cuántas noches?
—Una.
—De acuerdo.
Lía vio que Frank titubeaba antes de preguntar:
—¿No hay forma de guardar el coche en un garaje?
—Pues no.
—Es que ahí fuera, al rocío, lo pasará mal. Por otra parte igual me lo abollan.
—Lo siento. Todo el mundo lo deja ahí —replicó el hombre, indiferente.
A regañadientes, Frank asió de nuevo el maletín y cogió la llave que le entregaba el recepcionista.
—Segundo piso —dijo aquél.
En el primer escalón, pues no había ascensor, ya que se trataba de un palacete de tres plantas, Frank dejó el maletín en el suelo y miró a Lía.
—Toma la llave. Ve subiendo tú y lleva mi maletín. Yo voy a ver el coche.
Lía arrugó el ceño.
—¿Otra vez el dichoso coche?
—No puedo pensar que me lo abollen. Tengo una funda dentro y lo voy a tapar.
Lía pensó en Jason.
En muchas cosas más que su padre, con su experiencia, le había dicho.
Pero pensando que iba demasiado lejos en sus pensamientos, asió el maletín de su marido y la llave y se deslizó escalera arriba.
Cuando llegó ante la puerta de la habitación, dejó los maletines en el suelo y abrió.
Una luz mortecina apareció ante ella iluminando una alcoba amplia, pero corriente y vulgar. Una cama en medio, dos mesitas de noche a los lados, un gran ventanal cubierto por un grueso cortinón y un armario medio empotrado en la pared.
Lía entró con todo en la alcoba, dejando la llave sobre una consola.
Lo primero que buscó fue un baño y allí, metido en una esquina, vio un aseo con media bañera.
Procedió a deshacer el maletín y sacó sus ropas. Eran las escuetas de dormir y pensaba que no iba a necesitarlas porque seguramente Frank se las quitaría en cuanto entrase...
No obstante, se metió como pudo en el cuarto de aseo y procedió a cambiarse de ropa. Puso el camisón, una bata de espuma encima, se cepilló el negro cabello y como no tenía pintura en la cara, no necesitó desmaquillarse.
Aún estaba allí cuando oyó a Frank entrar bufando:
—Creo que con la funda he protegido bien el coche —murmuró.
* * *
Sintió después un crujido y se imaginó a Frank cayendo en la cama como un fardo.
Casi en seguida apareció ante su marido, el cual, en efecto, se hallaba tendido en el lecho pasando lentamente la mano por el abultado vientre.
Era guapo, Frank.
Tenía virilidad y parecía muy hombre. Era de pelo más bien castaño, los ojos marrones o negros y una boca bien perfilada.
—¿Ya estás lista? —dijo al sentir sus pasos.
Y levantó los párpados con indolencia. La miró y volvió a cerrarlos.
Lía se atrevió a preguntar:
—¿No habrás comido demasiado?
—Creo que sí —aceptó él, sentándose en la cama y echando los pies fuera—. Siempre me ocurre igual. Veo la comida y me pongo a comer sin acordarme de lo mal que me sienta.
Lía miró en torno pensando que cómo Frank no se le había abalanzado aún. Pero él se levantó con bastante trabajo y se dirigió hacia el aseo.
—Me voy a poner el pijama —dijo—. Es posible que cuando suelte el cinturón y me quite los pantalones, me sienta más holgado. Un segundo.
Y sacando del maletín el pijama a rayas, se perdió en el aseo.
Lía se sentó en el borde de la cama diciéndose que la suya era una noche de bodas muy apacible y particular.
Seguramente que Jason, cuando se casó, lo que menos recordó fue la comida, el coche, el pijama... Pero no todos los hombres podían parecerse a su padre, aunque ella había suspirado toda su vida por casarse con uno que se le pareciera. Porque, además de adorarle, le iraba como persona.
No cabe duda de que Frank, por su corpulencia, se !e parecía.
Pero distaba mucho de ser psíquicamente como su padre, pues éste era galante con las mujeres, cariñoso y apasionado, y a ella no le estaba pareciendo Frank ni galante, ni cariñoso, ni... apasionado.
Apareció bostezando.
Miró de refilón a su mujer, pero no detuvo sus ojos en ella más de dos segundos.
—Bueno —exclamó levantando los brazos como si así pretendiera facilitar la digestión—, ¿ahora qué hacemos?
—¿Hacer?
—Eso digo yo. ¿Por dónde empezamos? Por supuesto, del matrimonio no se puede abusar. Quiero decir del acto sexual. Desgasta mucho, ¿sabes?
Lía quedó de piedra.
Miró a Frank como si fuese un fantasma.
Él rió con aquella risa encogida añadiendo;
—Ya me entiendes, ¿verdad?
—No —dijo Lía que, como Jason, no tenía pelos en la lengua—. No has empezado y ya dices que eso agota. ¿Lo has hecho tú muchas veces y sabes que agota realmente?
—Lo oí decir.
—¿Lo oíste?
—Bueno, pues sí. El acto sexual perjudica si se abusa de él.
—O entontece si no se hace —dijo Lía, ya disparada.
Él volvió a reír.
—Bueno, no te enfades.
Y la sujetó por los hombros tirándola sobre la cama.
No le quitó el camisón, se lo levantó tan sólo y la apretó contra sí.
—No estoy en forma —dijo—. No lo estoy, y yo creo que la culpa la tiene la copiosa comida.
—Es muy posible —dijo Lía y tuvo ganas de salir corriendo y no parar hasta llegar junto a Jason y contárselo.
Ella sabía que lo primero que debe hacer un hombre no es prepararse él, sino preparar a su pareja. Pues no. Frank parecía tan desmayado a su lado, que decidió incorporarse y preguntarle con ironía:
—¿Debo dormir, Frank?
—¿Dormir?
—Eso te pregunto.
—No debes permitirme que coma tanto, Lía. Me quedo tan lleno que no puedo hacer nada excepto la digestión.
—O sea, que prefieres dormir esa digestión.
—Se eliminan toxinas durmiendo, ¿no? —Supongo que sí.
Pero Frank volvió a apretarla contra sí y dijo triunfal:
—Ya voy poniéndome en forma. Ni un beso, ni una caricia.
Notó que Frank la apretaba contra sí, pero sin más preámbulos.
Después se colocó encima de ella y le dijo;
—¿No separas las piernas?
—Pues...
Lía estaba muerta de miedo y de vergüenza.
¿Tenía que separarlas ella?
¿No era más lógico que él la traginara?
—¡Ay! —gritó ella.
—Si no te estás parada no acierto.
Otra intentona de Frank y Lía lanzó un alarido.
—Eh, mujer, ¿qué te pasa?
Lía estuvo a punto de gritarle: «Tu torpeza, animal.»
Pero se aguantó.
Esperaba que tal vez Frank estaba algo bebido. No olía a vino, pero sí bostezaba mientras intentaba poseerla causando un dolor agobiador en Lía. De repente él desistió diciendo: —No puedo. Tú te encoges y yo me bajo. Lo mejor es dormir y esperar.
Lía se puso de lado en la cama y cerró los ojos. Dos lágrimas le salían por las esquinas de los párpados.
2
Tal vez se había dormido. El caso es que no supo el tiempo que había transcurrido cuando sintió en su hombro los cinco dedos de Frank.
— Oye —le oyó decir—, creo que la digestión va bien y que ahora estoy en forma. Vamos a probar de nuevo.
Lía, lo que tenía era sueño. Por lo visto, para Frank el acto sexual era algo mecánico.
—Frank —dijo soñolienta—, ¿no es mejor mañana?
—Si está amaneciendo. A mí los amaneceres me enardecen...
Lía sintió entonces asco hacia el acto sexual, porque no lo concebía con semejante frialdad.
Pensó que tan pronto regresara a Brighton, si las cosas entre ella y Frank no cambiaban, le preguntaría a Alice si el matrimonio era así de simple.
Alice se había casado con Harry dos meses antes y como Harry era abogado y
tenía dos meses de permiso, no habían regresado aún de su luna de miel.
Lía pensaba que si el matrimonio era lo que Frank le ofrecía a ella, no le servía el matrimonio.
—¿Qué, te despiertas o no?
Y la mano de Frank le levantaba el camisón y la volvía de cara a él.
El o de su mano en la piel produjo en Lía un estallido. Se tiró sobre su marido y se quitó ella sólita el camisón, con lo cual Frank la miraba casi asustado.
—Pero, ¿qué haces?
—Eso —dijo Lía disparada—. ¿No te quitas tú ese blusón que parece de presidiario?
—¡Pero si tengo frío!
—Oh...
Lía reprimió su exaltación y el calor que bullía en su sangre.
Ella sabía que era apasionada, vehemente, que le gustaba el amor y deseaba vivirlo con intensidad.
Se tiró sobre ella y observando su torpeza, Lía se preguntó cuántas veces habría hecho Frank el acto sexual.
Dejó de pensar porque Frank, en la intentona, le hacía un daño insoportable.
—Si no callas, te dejo —farfulló Frank—. Comprenderás que con tus aullidos no voy a hacerte gran cosa. Oye, ¿no serás anormal?
—¿Qué dices? —estalló ella, indignada.
—Bueno —murmuró Frank—. Digo que si estás segura de que lo tienes...
—Pero, Frank...
—Bueno, perdona, pero yo...
Lía saltó del lecho y buscó la bata.
Como tenía una butaca enfrente se sentó en ella y le miró a él con firmeza.
—Oye, tú, dime. ¿Cuántas veces has poseído a una mujer?
—¿Poseído?
—Cuántas veces has hecho el amor con una mujer, quiero decir.
—Pues verás —y empezó a titubear—. Verás, Lía...
Guardó silencio para añadir con bríos:
—Oye, ¿por qué no subes a la cama de nuevo y probamos otra vez?
—Ahora no se trata de eso —farfulló Lía pensando en lo que diría su padre sí la viese—. Te pregunto si has hecho el amor muchas veces.
—Sí, muchas.
—¿Normalmente?
Lía observó que Frank se menguaba en el lecho. Estaba tan fofo ya, que no había que pensar en una nueva intentona.
—Verás, Lía, pues eso... no...
—¿Quieres decir que a tus veintisiete años... no has hecho nada con una mujer?
—Oh, no —exclamó Frank como muy ofendido—. He besado a mujeres y las he llevado bajo un puente y cosas así.
—¿Y qué les hacías?
—¿Yo? Ellas me lo hacían a mí, me ponían al rojo vivo y me desahogaba.
—¿Así? —se pasmó Lía encogiéndose de terror sobre sí misma—. ¿Sin poseerlas?
—No hagas tantas preguntas, Lía. Pareces saber tú muchas cosas de hombres y mujeres.
—Lógico, no soy idiota. Lo que son un hombre y una mujer, fisiológicamente, lo sabe un niño de nueve años. ¿Cómo no voy a saberlo yo que tengo veinte y curso tercero de una carrera universitaria? Por supuesto que estoy virgen y es por lo que tanto dolor me produce, pero yo creo que eso, tú debías de saberlo ya.
—Tal vez si vienes a la cama me ponga en forma.
Lía no se fue a la cama. No le daba la gana. Se levantó y fue hacia el aseo. Pero antes de entrar en él preguntó:
—¿Quieres decir que nunca has sentido un orgasmo?
—¿Un qué?
—Un placer sexual dentro de una mujer, Frank, y no acabes con mi paciencia.
Frank puso expresión algo atontada.
—Sí, sí, por supuesto que he sentido eso que dices, pero no dentro de una mujer.
Lía, que iba a entrar en el aseo, se detuvo en seco y le miró de nuevo como si fuera un fantasma.
Se apoyó contra la pared cruzando las manos tras la espalda y dijo:
—Fisiológicamente —explicó— un hombre y una mujer son distintos. Eso es
elemental. Una mujer puede llegar a vieja sin sentir una ansiedad o inquietud sexual, siempre, claro, que un hombre no la tiente o no la excite. Pero el hombre tiene necesidades sexuales sin que le toque nadie, porque le basta mirar a una mujer para excitarse. Me pregunto, pues, si tú no te has excitado nunca.
—Mucho sabes tú de esas cosas, ¿eh?
—Déjate de hacer observaciones tontas y responde, Frank, porque mi paciencia toca a su fin.
—Bueno, excitarme sí me excité, y sin excitarme, en la cama, muchas veces me voy solo.
—Es decir, que no te has desahogado jamás con una mujer.
—En una ocasión estuve con una mujer desnuda en la cama, pero salí volando y me fui al baño.
—¿Sin hacerle nada a la mujer?
Frank puso expresión muy grave.
—¿Y si la dejaba embarazada y me obligaban a casarme con ella?
—¡Cielos! —gritó Lía espeluznada—. Quieres decir que me encuentro ante un casto sucio. Porque además de no saber lo que es una mujer en toda regla, sabes lo que es un orgasmo a medias provocado por ti mismo.
—Bueno, ¿qué tiene eso de particular?
Lía pensó que no podía contarle todo aquello a su padre.
Tenía dos caminos a recorrer.
O quedarse y aguantar y evitarle así un buen disgusto
a su padre, o escapar corriendo como si la persiguiera el mismo demonio.
Optó por quedarse.
Así que se metió en el baño. Se lavó y volvió a la cama como si la empujaran a la fuerza.
La verdad es que Frank ya roncaba haciendo unos ruidos rarísimos.
En medio de todo y pese a lo ocurrido, ella estaba muy excitada. Se había casado aquel día y esperaba lo suyo de la noche, de modo que estuvo a punto de dejar a
Frank durmiendo y haciendo la digestión, eliminando toxinas, y largarse a la calle a buscar por ahí...
Pero se quedó.
Volvió a la ducha y puso un gorro de goma metiéndose bajo el agua para enfriarse. Seca ya, ligera y decepcionada, pero más tranquila y dispuesta a apechugar con lo que fuera, regresó al lecho y se dispuso a dormir al lado del hombre que roncaba tranquilamente.
Dos lágrimas se volvieron a deslizar por sus mejillas.
¿Qué hacer?
Podía pillar el montante y largarse, pedir el divorcio y mandar a Frank a paseo. Pero estaba Jason por medio y ella bien sabía lo que su felicidad suponía para su padre.
Amaneció un nuevo día y Frank abrió los ojos. Los restregó y se miró a sí mismo, despertando a su mujer.
—Mira, Lía, ahora sí que estoy preparado.
Ella abrió un ojo y lanzó sobre él una mirada asqueada.
Pero como ya Frank se disponía a poseerla, se aguantó sintiendo un dolor lacerante por la decisión de aquel animal con forma de hombre. Pensó que una montaña se le echaba encima y la desgarraba de pies a cabeza.
Lanzó un aullido y se escurrió de aquel cuerpo poderoso.
Frank quedó con la boca abierta, mientras la miraba desilusionado. —¿Tampoco ahora, Lía?
—Si me matas, hombre. ¿Qué te has creído? ¿Que soy una vaca?
Y volvió a tirarse de la cama por temor a que él la apresara a la fuerza. Pero no, Frank se fue desinflando tranquilamente, lo cual le hizo pensar a Lía que estaba ante un tipo frío que no se encendía más que a ratos.
Como Frank estaba despierto y ella se había incrustado en el sillón, decidió conocer algo de la vida de aquel hombre, pues se daba cuenta que poco o nada sabía y había cometido la locura de casarse con él.
—Veamos, Frank —dijo apaciguadora intentando ayudarle—, ¿cómo fue tu infancia?
—Oh... casi no la recuerdo.
—¿No recuerdas a tu madre?
—Sí, sí, ¿cómo no? Falleció cuando yo tenía dieciséis años.
—¿Eras hijo único?
—No. ¡Qué va! Todos se habían desperdigado por ahí. Pero lo cierto es que fuimos siete varones.
—Y de mujeres sólo tu madre.
—Eso es.
—¿Nunca has tenido novia?
—Sí, una vez. Pero mi madre decía que las mujeres eran la perdición de los hombres, así que un buen día mi madre me pilló, me habló del asunto y yo solté la presa y dejé a mi novia.
—Tu madre... ¿decía lo mismo a tus hermanos?
—Claro. Todos recibimos la misma educación.
—¿Y qué hicieron los otros?
—No lo sé. Eran todos mayores que yo, y no sé que ninguno se haya casado. La verdad es que cuando murió mi madre me quedé con mi padre y le ayudé en la representación comercial, por eso me la dieron a mí cuando él murió.
—¿También tu padre te hablaba mal de las mujeres?
—Ni bien ni mal. No me hablaba apenas. Era un tipo silencioso que iba a lo suyo.
—Y tú aprendiste de él. Dime, Frank, ¿cómo es que te fijaste en mí?
Frank agitóse en el lecho. Estaba más plano que una dama, de modo que Lía se dio cuenta de que, o era anormal, o las pasiones humanas le dejaban helado y por supuesto, la cercanía de una mujer no le excitaba en absoluto. También pensó, porque pretendía ser justa, si la culpa de lo ocurrido a Frank la tendría ella en parte, así que decidió rectificar. No cabía duda de que la educación dada por la madre podía influir y el silencio del padre hacer de Frank lo que era, un tipo egoísta y desapasionado. Pero la vida y ella misma podían cambiarlo.
Así que decidió acercarse a él y acariciarle un poco para ponerle en forma y saber hasta dónde daba de sí.
Dio, pero poco. Tiró de ella, intentó poseerla de nuevo y no lo logró por su
torpeza.
* * *
Así transcurrieron diez días.
Lo cierto es que a los diez días Lía aún era virgen, de modo que ella le sugirió la idea de ir a ver a un médico para que le explicase lo ocurrido y que el facultativo le aconsejase.
—Vendrás tú conmigo —dijo Frank.
—Yo no. Yo creo ser normal, irás tú sólo.
A todo esto la paciencia de Lía andaba a punto de estallar y más de una vez hubo de doblegarse para no echar a correr y dejar a Frank solo con sus traumas, que sin duda alguna los tenía.
Se dio cuenta también que Frank, de mente, no era ninguna lumbrera. Ella, una universitaria, casada con aquel animal. Jason se tiraría de los pelos si lo supiera y ella decidió que, de momento, no lo sabría.
Pero sí se las arregló para que fuera a ver al médico, y Frank, bendito de Dios al fin y al cabo, o demasiado vanidoso para echarle la culpa a su inhabilidad, se personó en el consultorio de un doctor y le explicó el caso. Cuando retornó al
hotel (se hallaban en Londres en aquellos días) le dio a Lía un libro y un tubito de vaselina.
—¿Qué es esto?
—Me lo dio el médico para que lo leyera.
—Es la vida sexual del matrimonio. Yo ya lo he leído, Frank, de modo que cuando puedas, y haz por poder, léetelo. ¿Qué más cosas te dijo? ¿Se lo explicaste bien?
—Sí que se lo he explicado. Dijo que lo anormal sería que llegara y entrara en ti sin dolor, que eso querría decir que ya antes habían entrado otros. Para facilitar la cosa dice que te pongas esta vaselina y que yo no deje de leer el libro.
—Pues empieza ya —farfulló Lía—. Yo me lo sé de memoria.
Frank dio varias vueltas al volumen entre los dedos y dijo que era muy grueso, que además no iba a entenderlo bien, pues él de lo que entendía era de representaciones y folletos relacionados con su profesión.
Total, no leyó el libro. Pero Lía utilizó la vaselina y aquella noche procuró aguantar el dolor, pensando que aún podía él aprender y llegar a ser un marido perfecto y hasta superior.
Pero pese a sus propósitos, ella no sintió nada ni aquel día ni en los diez que emplearon en andar por Londres.
Pero sí veía la vanidad de Frank porque creía hacer el acto sexual como nadie.
Lía tenía los nervios tensos y su excitación iba en aumento. De tal modo que estaba deseando llegar a Brighton y entrevistarse con Alice para saber si el matrimonio era así o es que Frank era, o seguía siendo, el animal con el cual se casó.
Debemos añadir también que Frank no era hombre de «todos los días». ¿Y dos veces por día o más? Ni pensarlo.
Ahora, sí, comer, comía como un camionero. Se recreaba en la comida y en la bebida y un día en que Lía, harta ya de aguantar, le dijo que no sabía qué tipo de hombre era, Frank le respondió muy ufano:
—Fíjate si seré hombre que puedo levantar un saco de cien kilos con una sola mano.
—Eso, mira, no me extraña. También un burro carga con más de cien y, sin embargo, no deja de ser un burro.
—Lía, me estás insultando.
—¿Te has enterado de que llevamos dieciocho días casados y yo no me enteré más que del dolor que me produces?
—Ah, eso es cosa tuya, yo me entero de todo.
Lía no echó a correr por no tropezar en Brighton con su padre, pero ganas no le faltaron.
Se ocultó sola para llorar y se preguntó por qué tenía ella que aguantar a Frank, o podía ocurrir, y eso ya se lo aclararía Alice, que el matrimonio fuese así, aunque no le cabía en la cabeza que tal cosa pudiera suceder.
Dos días después se encontró en el piso de su marido y, claro, inmediatamente con la visita de su padre.
Frank estaba comiendo cuando Jason apareció, y Lía se apresuró a correr hacia él y estrecharle en sus brazos. Jason quedó algo sorprendido. Lía era afectuosa y muy emotiva, pero no tan espontánea, y le extrañó aquella inmensa ternura que le demostraba y aquel brillo de lágrimas que asomaba a sus ojos.
Frunció el ceño preguntándose si le iría bien a Lía en el matrimonio. Lanzó entonces una aviesa mirada sobre el comilón, el cual lo hacía a dos carrillos teniendo una enorme chuleta con patatas fritas delante, un flan, dos huevos fritos con jamón y una botella de vino y fruta.
—No me digas —murmuró sorprendido sin soltar la cintura de su hija, que
seguía apretada contra él— que puedes con todo eso.
—Soy muy hombre —dijo Frank— y aún puedo con mucho más.
Jason tuvo sus dudas en cuanto a su hombría y decidió hablar con Lía, mientras el tragón se desahogaba comiendo, pues no creía él que, siendo comilón como era, dejara de comer para saber lo que él y Lía hablaban en la salita contigua al comedor.
—El piso no está mal —decía Jason mirando en torno—. Algo burda la decoración, ¿no? Para tu exquisitez se me antoja cargadita...
—Ya lo arreglaré yo a mi modo —dijo Lía—. Mañana se marcha Frank de viaje. Ya sabes que viaja constantemente, y yo iré como antes a la Universidad.
—¿No se opone tu marido a que estudies?
—No. Y si se opusiera, expondría mis razones para convencerle.
La miró a los ojos.
Lía no le dio jamás un disgusto a su padre y parte de su ignorancia sexual se la debía a él, pues si hubiera sido menos estrecho para educarla, seguro que hubiera ido preparada al matrimonio.
Como no le había dado jamás un disgusto, tampoco pensaba dárselo divorciándose. No obstante, sabía que tarde o temprano lo haría, pero mejor esperar y que su padre poco a poco fuese entrando por ello, no dárselo de golpe y que estrellase la mano contra la carota de Frank y sus virilidades tan inútiles.
De momento, pues, decidió ocultar la decepción que sentía y como tenía su cita con Alice aquella tarde, después pensaría lo que iba a hacer, para, poco a poco, ir lavándole el cerebro a su padre.
—¿Eres feliz, Lía?
—Por supuesto —dijo con súbita firmeza hasta el punto que convenció a su padre.
—O sea, que el tragón es tan hombre para comer como para hacer dichosa a una mujer tan sensible como tú.
—Desde luego.
—Me alegro, Lía. No sabes cuánto me alegro. Tu felicidad era para mí una obsesión. No eres una mujer corriente. Si Frank te comprende y te sabe hacer feliz, ten por seguro que tiene todas las simpatías que hasta ahora no le di.
Lía pensó que a Frank, la simpatía de su padre le tenía muy sin cuidado como le tenían otras muchas cosas; pero mejor que su padre se tragara la mentira y le
permitiera a ella razonar y decidir con tiempo.
—No me gusta interferir entre dos de distinto sexo que además son matrimonio y, encima, ella es mí hija. Así que ya me largo, Lía... Iré a despedirme de tu marido.
Frank seguía recreándose entre los huevos y el jamón, como si tardando más en comer le supiera mejor.
—Que tengas feliz viaje, Frank —le deseó Jason.
—Gracias —dijo él con la boca llena.
Alice era amiga de Lía desde que ambas fueron al colegio de monjas primero y al Instituto después. Lía decidió hacer una carrera universitaria y Alice se quedó con el graduado superior y después cortejó hasta que se casó, si bien no por ello dejaron de verse ni entrañar más y más su amistad.
El marido de Alice, Harry, era abogado de profesión, tenía bufete en una céntrica calle de aquella ciudad que los británicos llamaban LONDON BY THE SEA (Londres de Mar) y en aquel instante no se hallaba en casa, lo cual facilitaba la conversación abierta y franca de ambas amigas.
—¿No tienes celos de que Frank esté de viaje un día sí y otro también?
¡Celos!
¿De qué?
¿De que Frank buscara una mujer?
Ni pensarlo.
Frank no era hombre de mujeres ni placeres. Frank, lo que buscaría sería un buen restaurante y comería como un sibarita Y después a dormir, a roncar y a eliminar toxinas como él decía.
—Tengo que preguntarte una cosa.
—¿Sí? Pones cara de circunstancias.
—Puede que !a circunstancia no sea tan sencilla —dijo Lía con brevedad.
Ali se puso en guardia.
—¿Qué ocurre?
Se lo contó.
Todo. Desde el día que se casó y todo lo demás.
Hubo un largo silencio y una mirada inmóvil, asombradísima en los azules ojos de Alice.
—Oye... ¿y cómo aguantas eso?
—Llegué ayer y te cité nada más llegar porque quería preguntarte si las cosas son así.
Alice empezó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas.
—Claro que no, mujer, ¿cómo se te ha ocurrido que podían ser así? Yo me vi apurada para quitarme a Harry de encima y por supuesto, en dos días no salimos del cuarto del hotel. Y ya en el coche, camino del mismo hotel, me vi negra para evitar las cosas que me hacía...
—¿Qué te hacía?
—Lía... ¿qué cosas hiciste tú en tu noviazgo?
Lía quedó con la boca abierta,
—Nada. Casi nada.
—¿Besos?
—Sí.
—Pero ¿qué clase de besos? Porque yo beso a mis padres todos los días y me quedo tan tranquila. Pero cuando Harry empieza con la lengua a hacer filigranas, me pongo al rojo vivo. ¿Entiendes?
—Oh.
—¿No te ocurrió a ti de soltera? ¿No te acostaste con Frank antes de casarte?
—Oh, no.
—¿No te lo pidió él?
—Claro que no.
—Ni él se molestó en buscarte, afanoso...
—No.
—Ni bailando contigo se ponía excitadísimo.
—¡No, no, no! —se impacientó, gritando.
—Calma, calma, Lía, por el amor de Dios, no te excites, que yo no tengo la culpa de que tengas un anormal por marido. Tú lo que quieres saber es como es un hombre normal, ¿no? Porque ya has sacado la conclusión de que tu marido apenas lo es y si come tanto tampoco es normal, que comer mucho comen los cerdos y no por por eso hacen caricias a las mujeres.
—Eso es lo que quiero saber. De Frank, me tenía maravillada su discreción y buenos modales, aunque en el subconsciente pensaba si sería galante. Mira, Alice, yo creo que mi padre extremó sus cuidados para educarme sexualmente. La falta de madre, seguro, digo yo. Porque papá me ayudó a hacer una carrera que es la que hago, pero... salvo eso, nunca me coartó, pero tampoco me abrió las alas. En cuanto a lo sexual se puede decir que me previno en contra.
—También el mío, pero maldito el caso que le hice.
—Porque tu madre estaba casada con él, y te prestaba menos atención que a mí mi padre.
—Es posible, Lía, eso sí que es muy posible. Tu padre extremó su amistad contigo y de ahí que tú buscases un hombre que se le pareciera físicamente. Pero... ¿se le parece en lo demás? Qué disparate. Tu padre es todo un hombre, hay cosas que saltan a la vista. No obstante, contigo creo que se equivocó al educarte. O tú al obedecerle.
—Bueno, el caso es que le obedecí. Y si aún sigo junto a Frank es porque no quiero darle ese disgusto a mi padre. ¿Entiendes?
—De sobra, querida.
—Bueno, Ali, dime qué pasa de verdad entre un hombre y una mujer cuando se quieren y se necesitan...
—Todo. Todo lo que te dé la gana. Se supera el pudor, el miedo, la timidez. Todo. Una se convierte en audaz y se vuelve loca junto al hombre que ama. Pero a Harry jamás se le ocurrió llegar, desnudarse o ponerse el pijama, sin antes prepararme. Es decir, el pijama no lo vi, ni el camisón, porque me lo rompió en dos y quedó en el hotel, inservible.
-Oh.
—De modo que ya lo sabes. Eso de llegar y zas, es de bestias, y aún pienso que los animales preparan a sus hembras, cuánto más un hombre a una mujer. Su mujer legítima, además, con la cual puede tener hijos.
—Yo jamás he sentido nada. Daño, únicamente.
—Por culpa de ese bestia. ¿Quieres un consejo?
—Dámelo. ¿Qué puedo hacer?
—Con él poco. De nada serviría, salvo que le des de comer hasta que reviente. Esa clase de tipos que se las apañan solos hasta los veintisiete años, siguen toda la vida apañándose y le dan a la mujer la importancia de cinco dedos. No, no, Lía. El consejo que te doy es que te divorcies. Que anules el matrimonio, aunque eso es más difícil.
—¿Y Jason?
—Explícale lo que ocurre.
—No puedo. Se llevaría un disgusto grandísimo, porque él bien me advirtió antes de casarme.
—Mira, Lía, estabas ciega. ¡Decirte que el acto sexual desgasta! Hombre, si lo haces cada minuto terminarías en los huesos, pero bien dosificado es naturalísimo. Pues mira que si yo le voy a Harry diciéndole que me deje en paz, me planta. ¿Sabes lo que hace nada más llegar a casa al mediodía? Yo ya le conozco y tengo puesta la mesa, de modo que cuando le veo quitarse la chaqueta y la corbata ya me preparo. Pero él se las arregla de forma que cuando me doy cuenta estoy deseando lo mismo. Lía —su voz se hacía grave— o te libras de ese
animal con facha de hombre o... no sé. Piénsalo... Eso de que te pases la vida sin conocer el verdadero deseo, la excitación y todo lo que él conlleva, me parece una atrocidad. Es algo contranatural.
3
Max Mason había entrado de profesor en la Universidad a principios de aquel curso.
Daba clases de tercero y se había fijado en la morenita con piel de mulata. Una verdadera preciosidad.
No era nada tonta y estudiaba con entusiasmo. Él le tenía mucha simpatía y tal vez, tal vez algo más.
Pero no le gustaba meterse en líos amorosos dentro de su profesión, así que procuró marginar el tesón de su pensamiento para inhibirse.
No obstante, al faltar ella veinte días, preguntó a una compañera suya llamada Eva.
—Tú te sientas junto a Lía Neil... ¿Sabes lo que le ocurre? Falta ya veinte días.
—Se ha casado —respondió Eva, indiferente.
—Ah...
—Sí, señor. Hace veinte días justamente. Yo fui a su boda.
—Entonces, seguro... que no seguirá estudiando —dejó caer como al descuido.
Eva movió la cabeza.
—Sí, señor, seguirá.
—Pues si sigue faltando muchos días más, perderá el curso.
—No creo que a Lía le interese perder el curso. Al menos eso me ha dicho a mí.
—Suelen venir embarazos después de un matrimonio —dejó caer el profesor.
—Es posible. Esas son cosas previstas, pero de todos modos embarazada o no, Lía vendrá.
—Está bien, está bien...
Y se fue.
Era un tipo no muy alto. Fuerte. De no más de veintiocho años. Tenía el pelo liso de color castaño, casi negro, pero había en él el contraste de los ojos pardos que parecían casi blancos y que, cuando miraban, las alumnas se ponían nerviosas porque no sabían exactamente si las estaba mirando por fuera o por dentro.
Él no era un mujeriego, la verdad.
Le gustaban las chicas, naturalmente. Pero no le agradaba tener líos sentimentales ni pensó jamás en casarse aún.
Vivía solo en un apartamento, tenía clínica para perros, de su propiedad, y ejercía además su profesión en un sanatorio de lujo para animales de gente rica.
Ganaba su buen dinero y vivía como un soltero feliz.
Si algún día le apetecía una mujer iba por ella, la conseguía y se olvidaba después de, o bien pagarle si era una prostituta, o hacerle una cálida caricia si era una conquista facilona que no se pagaba a tanto la hora.
Por lo demás, los líos estaban de más para él.
Procedía de Londres y si vivía en la ciudad costera de Brighton era porque le había salido aquella clase en la Universidad y a la par el puesto en el sanatorio. Pero la clínica para perros la montó él nada más llegar.
Se pasaba la vida en el apartamento cuando no estaba en la Universidad, o en el sanatorio, o en la clínica de su propiedad. Como el apartamento lo tenía en el ático de la casa donde en la planta baja había abierto la clínica, se sentía casi feliz con su trabajo, su entretenimiento, sus libros y su música.
El caso es que estaba poniendo las notas trimestrales cuando decidió preguntar por aquella morenita linda con pinta de mulata.
Por tanto, puso un cero como una casa en su asignatura y se quedó tan feliz.
No se lo merecía la chica, pero él sintió el impulso de ponérselo por haberse casado y por faltar veinte días seguidos a clase.
Cuando Lía vio sus notas lanzó un improperio.
—¡Pero ese ganso... ! —le gritó a Eva, que fue quien se las llevó—. ¿Por qué? Yo falté veinte días, de acuerdo, pero esta evaluación corresponde al otro trimestre y sé que hice el examen perfecto.
—Pues discútelo con él —dijo Eva ante el sofoco de su compañera—. Como me mandaste que recogiera tus notas, fue lo que hice. Por supuesto, hoy mismo, antes de dar las notas, preguntó por ti.
—¿Por mí?
—Mujer, faltaste veinte días.
—Pero las notas se refieren al trimestre pasado.
—Lía, ¿qué quieres que haga yo?
—No tolero un suspenso así, por las buenas. ¿Sabes dónde vive el profesor ese?
—Claro. Tiene una clínica para perros en la calle Veintitrés. La verás nada más abordar la calle, casi jimio a la parada del bus. En el ático del edificio tengo entendido que vive él.
Lía hizo memoria.
—Oye, ¿no se trata de ese profesor mirón de los ojos de agua?
—Ese.
—¿Cómo se llama, que no me acuerdo?
—Max Mason o algo así. Sí, sí se llama así. Es bastante hueso. No le vayas con
altiveces, que te cuelas para todo el curso. Y una cosa es suspender una evaluación y otra muy distinta suspender todo el curso.
—No puedo ir hoy ni mañana a clase.
—¿Tampoco mañana? Volverá a preguntar por ti y disponte a recibir otro cero el trimestre próximo.
Lía se engalló.
Andaba por casa arreglando algunas cosas y esperaba tener la suerte de que Frank no regresara aquella noche, pero aún sin que regresara su marido, pensaba cambiar algunas cosas de su casa al día siguiente y era ésa la razón de que no pensara ir a la Universidad hasta pasado otro día.
Mientras andaba por la casa enfundada en pantalones vaqueros y camisa de manga corta, Eva iba tras ella recomendándole:
—Déjalo todo y ve a verle, hazme caso.
—¿Ahora?
—Mejor es. Dicen que escucha.
—¿Escucha, qué?
—¡Que no puedes mover sola esa mesa, Lía! Igual estás embarazada.
Lía dio un respingo.
Pensar que pudiera estar embarazada de Frank le ponía carne de gallina. Por otra parte, no aceptaba embarazos de actos sexuales durante los cuales quedaba solamente excitada, nerviosa y con ganas de aplastar la mesa.
—¿Embarazada, yo? —y dejó de empujar la mesa.
—Ah, eso dijo el profe.
—¿Cómo? ¿Qué dices? ¿Qué profe dijo eso?
—El que te puso el cero.
Lía se puso en jarras.
Miró a Eva sin entender nada.
Eva, aturdida, bajo la fiera mirada de Lía, explicó:
—Cuando preguntó por ti y yo le dije que te habías casado, él dijo que seguramente no seguirías estudiando, y yo le repetí que sí. Entonces él mencionó lo de que, después del matrimonio, por lo regular, llega un embarazo.
—¿Es soltero?
—¡Y yo qué sé! Supongo que sí, porque si estuviera casado miraría menos a las alumnas. Y las desnuda con la mirada.
—Ya... Pues le dices... No, es mejor que no le digas nada. Ya se lo diré yo...
Eva, que en el fondo era una tontaina, preguntó interesada:
—No estarás embarazada, ¿verdad?
Miró a Eva como si la fulminara.
—¡Qué embarazo ni qué porras! ¿Quién habló aquí de embarazo?
—El profe.
—¡Es que es un metomentodo! Pero eso, te digo que lo arreglo yo.
Y se cruzó de brazos esperando que Eva se fuera.
Pero seguía allí, mirando a un lado y otro.
—¿No está tu marido?
—No.
—¿Tan pronto y ya se fue?
—No seas pelma, Eva. Se fue de viaje. Es viajante y no nos dan de comer porque sí, ni comemos del aire como los camaleones. Y además, mi marido se come igual una tinaja llena de lentejas.
—Lo dices como si ello te disgustara.
Aquella compañera suya de pupitre era una necia.
Lía no se lo dijo así, pero, en cambio, preguntó:
—¿No tienes nada que estudiar? Déjame los apuntes por ahí y es mejor que te vayas a empollar.
—Yo no soy empollona.
—Pero sacas sobresaliente. Tú me dirás qué cosa es ser empollona.
—Tú nunca suspendes —se estiró Eva como si decirle «empollona» la hubiera ofendido.
—Salvo esta vez.
—Que ventilarás tú con el profe.
—Sin duda. Ten por seguro que no acepto ese cero. Lo discutiré en el momento oportuno.
—¿Irás hoy mismo?
—Iré cuando pueda y me acomode, Eva —intentó tranquilizarse—. Tú has traído las notas y de lo demás te olvidas.
—Pero ¿de veras no estás embarazada?
Lía ya perdió los estribos.
Entre lo que estaba pasando, el cero, el profe, lo que aquél opinaba y la morbosa curiosidad de Eva, estallaba aunque hiciera volatines para contenerse.
—¡Qué embarazo ni qué narices! ¿Qué más te da a ti que yo esté o no embarazada? ¿Qué cosa quieres saber?
—Frank tiene una pinta de macho...
De macho lleno de vaciedad, pero no iba decírselo a Eva. Pero sí que, sin poder contenerse, farfulló entre dientes:
—Los machos de verdad no creas tú que son los que parecen más fuertes. Los hay fofos.
—¿Es fofo Frank?
Lía se acercó a ella y la miró muy de cerca.
—¿Por qué no vienes y pruebas? Si quieres, te lo presto una noche.
—Lía, no seas grosera.
—¿No preguntas? Pues ahí tienes la respuesta.
Eva se fue más que corriendo, apretando los libros bajo el brazo, y Lía, cuando cerró la puerta, se quedó ante ésta jadeante y excitada.
Sí que lo estaba.
Por la cosa más nimia, y la culpa la tenía aquel marido inhábil que la dejaba con unas ganas locas.
Arrastró la mesa, cambió algo la decoración que, como decía su padre, era burda y de mal gusto, y después fue a sentarse con un cigarrillo en la boca junto al teléfono. Llamó a Alice, que se puso en seguida:
—Soy Lía.
—Ah, dime, dime. ¿Ya regresó el inmaduro?
—No. Lo hará por la noche, se echará sobre mí, me poseerá y se quedará felicísimo de su machismo.
—Lía...
—Ya sé lo que me aconsejaste.
—Y... ¿no...?
—De momento aguanto, después ya veremos. Pasado mañana empiezo las clases. Pero fíjate si será cabrito el profesor, que me puso un cero en su asignatura.
—¿Un cero tú?
—Como lo oyes. Pienso ir a verle mañana al atardecer, suponiendo que Frank no haya llegado. Y aun habiendo llegado iré.
—¿Te pide muchas explicaciones de lo que haces?
—¡Qué va! Viene rendido y muerto de hambre y lo que le pone frenético es no tener la mesa puesta y abundante comida. Si quieres verlo calmado, basta con que !e dilates las narices con un buen asado. ¡Se calla como un ahogado!
—¿No viene ansioso de verte? —preguntó Alice, que no le cabía en la cabeza que existiesen hombres del estilo de Frank.
—Sólo se ha ido y ha vuelto una vez y, por supuesto, no viene ansioso más que de comer y beber. Y cuando ya está a rebosar, recuerda que yo puedo darle el tercer gusto, así que a lo suyo. Termina en un santiamén y se olvida de preguntarme qué tal lo he pasado yo.
—¿Y no le dices tú nada?
—Ya no. ¿Para qué?
—Lía, conociéndote, no entiendo cómo lo aguantas.
—Por Jason...
—Pero tu padre, más que nadie, tendrá que entender tu postura.
—Y la entendería., pero no quiero que se lleve un disgusto y piense que yo soy una mujer frustrada.
—Pero por evitarle un disgusto a tu padre no te vas a pasar así toda la vida.
—No lo pienso. Dime, Alice, te llamo para que me des unas explicaciones.
—¿De cómo me hace el amor Harry?
—También... aunque ya bastante me has indicado.
Alice disfrutaba como si la poseyesen, hablando de su amor por Harry.
—Es recreativo, silencioso, lento, cuidadoso. Me sobetea, me pone al rojo vivo, me templa primero, ¿sabes? —qué iba a saber, Lía—. Cuando yo estoy que salto me hace rabiar y yo espero temblorosa. Entonces él me besa. Me besa por todas las partes, Lía. Te digo que es de locura. Me estremezco, lloro, río, gimo, suspiro. ¡Qué sé yo! A Harry le vuelve loco verme así y entonces nos entregamos al placer.
—¡Cállate!
—¿Qué te pasa, Lía?
—Nada —intentó tranquilizarse Lía—. Que me pones a mí la piel de gallina.
—Mujer, ¿por qué no le dices a Frank que está equivocado, que no es así como él hace ?¿Que la mujer es como un horno, que hay que calentarlo antes de cocer el pan?
—Dime, ¿evitáis los hijos?
—De momento, sí. Ya sabes, somos muy jóvenes y Harry no está bastante situado. Tiene clientela, pero no la suficiente para sentirse satisfecho. Un hijo cuesta caro.
Hizo una pausa y añadió:
—Tú tampoco quieres quedar embarazada.
—Mira, no. Estoy estudiando y me faltan tres años para terminar y pretendo ser veterinario.
Y después de recibir unos cuantos consejos más de
All, se despidió y colgó. Se prometió a sí misma hacer algo por despertar el interés de Frank.
A aquel paso, ella terminaba neurasténica, de modo que pensó que aquella noche, cuando llegara Frank, andaría por casa provocativa, en ropas menores y dispuesta a despertar los sentidos de su marido antes que sus ganas de comer.
Arregló la casa y después se fue al baño. Se dio un baño perfumado, se puso un camisón corto sin nada debajo y así se dispuso a esperar a su marido.
* * *
Con todo el lío que se traía consigo, se olvidó de poner la mesa y sacar el asado del horno. Y aunque ya estaba apagado, el asado se quedó un poco seco.
Muy a lo vamp esperaba a Frank.
También sería mala suerte que no regresara aquella noche, aunque le parecía imposible porque se había ido a Londres por la mañana y por la autopista de Londres a Brighton había unos cien kilómetros, que él podía recorrer en una hora no apurando mucho su «precioso» coche.
Pensaba que, de no regresar Frank, tal como estaba ella de excitada y enervada, era capaz de pillar el montante y lanzarse a la calle.
¿Qué sabía ella de hombres?
Nada.
Se cansaba ya de fumar y lavarse la boca para no oler tanto a tabaco, cuando oyó el zumbido del ascensor y en seguida el llavín en la cerradura.
Era Frank.
Lía le hubiera dado con algo en la cabeza, pero prefería poner todo lo que estuviera de su parte por despertar sus dormidos sentidos y los sentimientos. Porque entendía que todo en él, salvo las ganas de comer, estaba como aletargado o dormido.
Frank colgaba el abrigo en el perchero y entraba hinchando las narices.
Pero lo que vio no fue la mesa puesta, porque justamente Lía, en su afán de sentir el placer y de despertarlo en su marido, se había olvidado de aquel detalle, ignorando que, muchas veces, al hombre se le llega al placer por medio del estómago.
Frank entró en la salita sudoroso y anhelante.
Miró en torno y vio la mesa vacía.
No, no se detuvo en su mujer, que aparecía perdida en un diván medio desnuda.
—¡Lía! —gritó—. ¿Dónde está la comida?
Lía se movió felina.
Cualquier hombre menos comilón, egoísta y materialista que Frank, se hubiera olvidado de todo teniendo delante a su mujer casi desnuda.
Pero Frank sentía cosquillas en el estómago y si bien no estaba en contra de las desnudeces, antes prefería llenar el estómago.
—Frank —susurró Lía.
Frank lanzó sobre ella una mirada pasiva.
—Vas a pillar un frío de espanto, Lía —dijo, y volvió a mover la cabeza buscando la mesa y la comida—. ¿No hay que comer en esta casa?
Lía se iba hacia él.
Vestía un camisón corto transparente, y sus senos, sus intimidades y sus formas quedaban como para volver loco a cualquiera.
Pues a Frank no lo volvían.
Dejaba el portafolios sobre una silla y olfateaba.
—¿No has hecho la comida?
—Frank —susurró de nuevo Lía.
Él la besó en la nariz y siguió buscando cosas que comer.
Lía le cruzó los brazos por el cuello, yendo tras él.
Frank la besaba, sí, pero al mismo tiempo sus ojos, lejos de posarse en el cuerpo escultural, buscaban los manjares.
—No me digas —decía mientras la besaba— que te has olvidado de poner la comida.
Lía estuvo a punto de darle una patada pero se aguantó.
A todo esto y siempre yendo pegada a él, Frank llegó a la cocina y dilató más sus narices.
—¿Está en el horno, no?
Lía se separó de él.
Lo miró ceñuda.
Estaba hermosísima.
Para volver loco al más cuerdo.
Pero Frank no era ni loco ni cuerdo. Era un término medio. O más bien nada.
—No te preocupes, Lía —decía, mientras sacaba el asado fuera—. Yo lo prepararé. Tú ve a vestirte, que te vas a helar.
Lía ya daba diente con diente, pero no por frío. Por cosas bien diferentes...
Observó que Frank ponía el mantel individual, la botella de vino, el pan, la fruta, el queso... y luego sacaba el asado del horno y se sentaba dispuesto a tragarse , todo.
Lía se fue al baño a ponerse una bata, regresó a la cocina y tuvo la santa paciencia de ver cómo Frank se tragaba todo lo que se había servido.
Lo hacía con deleite. Como si estuviera poseyendo a una mujer.
Hablaba de su trabajo, de lo que había hecho. Y
guardaba largos silencios, mientras comía a dos carrillos.
Lía tuvo también la paciencia de esperar a que terminara de comer.
Ella no había comido. Pero no tenía ni pizca de apetito, y sí,. en cambio de otras cosas que, por Jo visto,–le estaban vedadas.
Esperó y cuando Frank terminó de comer y bostezó, preguntó con raro acento algo vibrante:
—¿Qué? ¿Ya estás mejor?
Frank la miró largamente:
—La comida es lo primero.
Lía pensó que también para los cerdos era lo primero.
Pero no lo dijo.
Vio que Frank se levantaba y que entonces pareció advertir las desnudeces que la bata había cubierto en parte.
Se acercó a ella y la miró desde su altura.
—Estaba rico el asado, Lía.
—Ya.
—¿Vamos a la cama? Anda, que te daré gusto.
Lía fue.
No le dio gusto.
Frank como siempre, se desvistió se tiró sobre ella y la poseyó en cinco minutos.
Luego, sin que ella sintiera nada, dejándola nerviosa, excitada y enervada, Frank respiró hondo, suspiró y, sudoroso y relajado, dijo como todas las noches:
—¡Qué sueño tengo! A eliminar toxinas, hala.
Y al rato roncaba como un bendito.
Un tipo feliz.
Convencido, eso sí, porque ni siquiera lo había preguntado ya que lo daba por sabido, que su masculinidad había hecho plenamente feliz a su mujer.
Lía decidió, entre lágrimas silenciosas, vuelta hacia la pared, que al día siguiente empezaría una nueva vida.
Y para empezarla, lo primero era eliminar el cero que tenía en su libreta de calificación trimestral.
4
Jason había ido a verla por la mañana.
Ya Frank se había ido, lo cual dejaba a Lía algo más tranquila, pero siempre dentro de un odioso resentimiento. A decir verdad odiaba ya a Frank, su afán por la comida, su egoísmo y su falta total de madurez. Por otra parte, y dado como era él, estaba segura que ante un buen chuletón o una espléndida mujer, su elección no tendría duda alguna: elegiría el chuletón.
No le consideraba capaz de olvidarse de comer por un ligue o un plan. Y si lo tuviera, tampoco ella sentiría celos. Es más, hubiera preferido que Frank llegara a casa complacido en este sentido, para que se olvidase de que debía de hacerlo con ella.
Como las clases en la Universidad tenían lugar por las mañanas, esperaba visitar al profe aquella tarde, pues de no hallarlo en la clínica de perros estaba segura, o así lo creía ella, de encontrarlo en su apartamento. Y le hablaría claro con respecto a aquel cero inmerecido.
La llegada de su padre la animó un poco. Ciertamente él era para ella algo esencial, aunque en aquellas circunstancias mejor hubiera preferido no verlo, para que el padre no atisbara en sus ojos su desilusión. Y para evitarlo, procuró dar a su expresión una alegría que en modo alguno sentía, pues la verdad es que estaba lo que se dice absolutamente decepcionada.
—Hola, hijita, ¿cómo anda eso?
Y miraba en torno buscando a su yerno, por lo cual Lía murmuró, al tiempo de ofrecerle asiento:
—Frank sale muy de mañana y además no regresa todas las noches. Es según la plaza que hace y lo que en ello emplea.
—Una mujer recién casada —dijo Jason pensativo— debe de tener cerca al marido el mayor tiempo posible.
—Pero hay que vivir, Jason, y el dinero no lo regalan.
—Eso es bien cierto. ¿Os falta algo? ¿Quieres que te ayude?
—Oh, no. Para nosotros ganamos y nos sobra.
—Siendo así... Dime, ¿continúa Frank comiendo tanto?
Lía no tenía ganas de meterse en honduras, así que respondió con brevedad:
—Según. A veces come mucho y otras menos...
—Yo le he visto comer una barbaridad —miró en torno—. Has cambiado algo la decoración. ¿No se mete tu marido en eso?
—No —dijo Lía muy segura de sí misma, porque además era verdad—. No se mete en nada. Yo creo que ni se ha fijado que cambié algunos muebles de sitio. Está mejor así, ¿verdad?
Jason se levantó y observó todo con curiosidad.
—La casa no es nueva y se nota que la han remendado un poco, pero puede pasar. Yo hubiera deseado algo mejor para ti, Lía, pero lo esencial no es el dinero ni el confort, sino la felicidad personal. Lo único que me tranquiliza es saber que has encontrado la pareja ideal para ti.
Lía pensó que parecía mentira que siendo su padre tan listo no se diera cuenta de que para ella, la pareja menos ideal, precisamente, era Frank. Ni para ella ni para cualquier otra mujer. Pero si Jason creía en lo que ella aparentaba, -no se extrañaba nada que la considerase dichosa, y mejor era que ocurriese así.
—La felicidad de dos personas de distinto sexo —seguía Jason apuntando— es lo esencial. Se pasa uno sin comer si hay que pasar sin lujos y sin mil cosas más. Pero sin amor y comprensión, con todo lo que esto lleva consigo, no se pasa.
Pues ella pasaba.
Pero no se lo dijo a su padre.
Hablaron de mil temas y al final Jason se despidió, con lo cual Lía se quedó tranquila de que su padre viviera en la ignorancia respecto a ella. Se dispuso a buscar las notas para personarse al atardecer en casa del profesor.
Posiblemente Frank no regresara aquella noche, lo que le daría a ella un respiro. Había ido a Dover y posiblemente no terminaría su trabajo y se quedaría allí dos o tres días, según había dicho antes de marcharse.
Si así ocurría, como esperaba que ocurriese, saldría al cine sola, daría unos paseos por Brighton y si encontraba un plan lo aceptaría pues al fin y al cabo era mujer, tenía sus necesidades precisamente despertadas por la inmadurez de Frank, y derecho a vivir y disfrutar.
Y cuando pasara algún tiempo, un año o año y medio, empezaría a preparar a su padre y lanzaría al aire la palabra divorcio.
¿Qué cosa aducir?
Inmadurez sexual y psíquica de su esposo, o incompatibilidad de caracteres o cualquier otra cosa. Y el divorcio sería fulminante.
Fue transcurriendo la mañana y parte de la tarde, y hacia las siete procedió a vestirse.
Puso un modelo de fina lana color caramelo, de línea deportiva, unas finas medias que perfilaban sus largas piernas. Zapatos marrón de tacón medio, más alto que bajo, un pañuelo en torno al cuello y buscó un abrigo sport de color también marrón, y así, atándolo a su breve cintura, más esbelta cuanto más apretado llevaba el cinturón, Lía salió de casa después de lanzar una mirada rápida al espejo.
La verdad es que no pretendía estar más o menos bella, pero lo cierto es que el espejo le devolvió una imagen juvenil de lo más atrayente, con aquel pelo largo sedoso y brillante, muy lacio, aquellos ojos rasgados y el dibujo sensual de sus labios húmedos, apenas demarcados con una pincelada de rouge que los hacía, si cabe, más palpitantes.
No se pintaba mucho. Una leve capa de maquillaje dorado, una sombra en los ojos haciéndolos mayores aún y su belleza que era auténtica, joven y sugestiva.
El bus la dejó como bien había dicho Eva, a la puerta de la clínica de perros.
Se acercó a los ventanales. Era invierno y ya noche cerrada a las siete, de modo que pudo ver la clínica por dentro a través de los cristales, porque había dos focos enormes encendidos, partiendo de una esquina e iluminando la clínica por dentro. En una jaula preciosa, bastante grande, había perros de todas las razas Sin duda aquel hombre, además de curar animales, los vendía. Había también pajaritos y gatos de Angora y todo era blanco y pulido y Lía sintió como ganas de colarse dentro y sentirse como un animalito más, pues todos tenían pinta de ser más felices que ella misma. Por lo menos carecían de sentido para sufrir la desdicha.
Con el bolso colgado al hombro, Lía buscó el portal, que era ancho y lujoso. Había plantas, un tresillo al fondo y una lámpara enorme colgada del techo. No
preguntó por el profesor.
Eva le había dicho que vivía en el ático.
Pues hacia el ático emprendió la marcha dentro del cómodo ascensor, el cual, al fondo, tenía un espejo que le devolvió su imagen.
«Estoy bien —pensó—. Ahora es cosa de que el pro- fe no sea un hueso y comprenda mi postura.»
La verdad es que Lía era una joven audaz, y si no lo era más con su marido se debía a que ya había probado a ser de todas las maneras sin resultado alguno. De modo que la estúpida situación vivida la noche anterior, dijera lo que dijera Ali, no pensaba repetirla.
¿A qué hombre con sentido común despierto, con hombría, con virilidad, se le ocurre decirle a su mujer que va a pillar frío, en vez de echarse sobre ella y hacerla feliz?
A Frank.
Porque todos los hombres no podían ser iguales y la prueba estaba en que Harry, el marido de Ali, era diferente.
Con esta convicción llegó al rellano y buscó en las tres puertas que había en
aquél.
Una de ellas estaba medio abierta y en letras negras ponía «Gestoría».
En la otra no ponía nada, y en la tercera, en letras doradas:
«Max Mason — Veterinario.»
Allí se encaminó, pulsando el timbre.
Oyó pasos lejanos y en seguida se abrió la puerta, apareciendo él en persona.
Lía vio ante ella un tipo no muy alto, moreno, de ojos desconcertadamente claros, casi como el agua. Tenía una boca sensual de labios algo relajados y una nariz aquilina que daba a su rostro una buena dosis de energía.
—Lía Neil —exclamó él al verla—. Pasa, pasa.
Lía pasó.
Miró en torno como abstraída.
El apartamento era un conglomerado de objetos artísticos, distintos. Formaban un conjunto muy confortable y de gran gusto. El piso tenía moqueta dorada y los muebles entre sí formaban el salón, lleno de cosas.
Miró al hombre.
Vestía pantalones canela algo caídos hacia las caderas, una camisa marrón de manga corta y abierta casi hasta el vientre dejando ver un pecho velludo y fuerte. Peinaba el cabello hacia atrás, pero como en aquel instante lo llevaba seco y era un cabello muy liso, se le iba hacia un lado de la frente formando una raya en lo alto de la cabeza.
—Pasa, pasa. Lo mejor es que te quites el abrigo —decía el profe.
Lía no lo dudó un segundo. Se quitó el abrigo. Allí dentro hacía calor. Él, muy galante, le ayudó a quitárselo y ya el roce de sus dedos en el cuello produjo en ella un leve estremecimiento.
Max se fue al vestíbulo que formaba parte del salón y colgó el abrigo en el perchero.
—Ponte cómoda. Ya sé por lo que vienes. ¿Qué pasa contigo? ¿Es que no piensas seguir la carrera por haberte casado? Ya me han dicho, sí, que te has casado...
Como Lía no respondía y sólo le miraba fijamente, él añadió riendo, mostrando
dos hileras de perfectos dientes:
—Será mejor que tomes asiento. ¿Quieres tomar algo? Ya me dirás después el objeto de tu visita.
sin esperar respuesta se fue hacia una mesa de ruedas que tenía situada al otro extremo y vertió whisky en dos vasos, volviendo un poco la cabeza.
—¿Quieres soda o hielo?
—Las dos cosas —dijo Lía como sugestionada por la buena acogida que le dispensaba el profe—. Dos cubitos.
—Como yo.
Después, con los dos vasos en la mano, regresó al lado de la joven y le entregó uno.
Con la misma galantería a la cual Lía no estaba habituada en aquellos días, asió una caja de la mesa próxima y la abrió ante ella.
—¿Un cigarrillo?
Lía tomó uno y esperó que él le diera lumbre.
—Ahora hablemos del objeto de tu visita.
—Ya sabe usted qué cosa me trae aquí.
—Oh, no, no... —rió él campanudo—. El «usted» queda para la Universidad. Aquí podemos discutir lo que sea, pero de tú a tú. No soy tan viejo, ¿verdad?
A Lía le estaba pareciendo un hombre maravillosamente joven y atractivo.
Sumamente atractivo.
Tenía una virilidad marcadísima y una masculinidad que se apreciaba apenas verlo.
Lía alcanzó el bolso que tenía próximo, lo abrió y extrajo las notas.
—Tú sabes —y pensó que le era muy fácil tutearle— que este cero yo no me lo merecí. Falté veinte días a clase, pero la evaluación de este trimestre estaba hecha cuando yo me casé, porque me casé, precisamente, esperando algunos días para dejar eso listo.
—¿Eres feliz? —preguntó él inclinándose hacia adelante, apoyando los dos brazos en las piernas abiertas y sujetando con las dos manos el vaso de whisky.
Lía se sintió perturbada ante aquellos ojos que la miraban como si le desnudaran el alma.
—¿Qué relación tiene eso con el cero que vengo a discutir?
—No mucha, pero es curiosidad.
—No me gustan los curiosos.
Él empezó a reír alegremente.
Lía se preguntó cuándo vio ella a Frank reír así.
No. Frank no reía.
Comía, presumía vanidoso de su machismo, cuando era todo lo contrario, y nada más.
Se sentía a gusto allí, aunque estuviera discutiendo lo del cero.
—No te enfades conmigo. Pero en tu cara no se refleja una gran felicidad.
—Eso es cosa mía —dijo ella enojada.
—Te pones preciosa cuando haces ese mohín de enfado.
—Bueno, ¿qué pasa con el cero?
—No vamos a hacer nuevas actas para quitártelo, ¿entiendes? Está puesto y puesto está. Ahora bien, como espero que no sigas faltando a clase, ya te recuperarás y sin duda aprobarás la asignatura. ¿Por qué estudias?
—¿Cómo que por qué estudio?
—¿Por vocación o por hacer algo que no te aburra demasiado?
. Lía llevó el vaso a los labios y bebió un trago.
Después miró de nuevo a su interlocutor, el cual, a su vez, no dejaba de contemplarla.
—No soy rica —dijo, enojándose un poco—. De modo que no puedo darme el gusto de pasar por la Universidad a entretener un aburrimiento que no siento. Por otra parte, estudio por vocación.
—Tu boda ha sido inesperada. Yo te veía allí todo el curso modosita, estudiando y atendiendo perfectamente y de súbito desapareciste. ¿Cortejaste mucho tiempo?
Lía pensó que nada tenía todo aquello que ver con !o que iba a discutir allí, pero Max la impresionaba bastante. A decir verdad, cuando apareció por la Universidad ya se sintió ella como atraída hacia su simpatía. Tratándolo ahora de igual a igual, resultaba infinitamente más simpático y atractivo.
No es que fuese un hombre guapo, que si se le miraba bien, era lo que menos tenía: belleza. Las facciones eran irregulares, su pelo demasiado lacio y su boca más grande de lo normal. Sólo los ojos pardos tenían como chispitas dentro, negras, rutilantes.
Lía desvió los ojos de aquellos otros y dijo:
—No cortejé mucho tiempo.
—¿Tu marido es... veterinario?
—Claro que no. Es representante de comercio,,
—Te adorará, ¿no?
—Es posible.
—¿Es que lo dudas?
Y sus dedos se separaron del vaso para tocar la mano de la joven.
Lía sintió como si todo se electrizara.
Se estremeció de pies a cabeza y miró hacia un lado, murmurando:
—Bueno, si no puedes quitarme el cero, debo irme ya. Venía dispuesta a decir un montón de cosas feas —se alzó de hombros—, pero no me salen.
—Puedes decirlas. Yo soy un hombre joven, dispuesto siempre a escuchar las palabras de una mujer joven y bonita como tú.
—De todos modos no sé a qué fin has puesto ese cero inmerecido.
—Tal vez era la única forma de atraerte a mi terreno. Conociéndote como te conozco un poco, lo suficiente, sospechaba que no te ibas a quedar rumiando el cero. Y acerté.
—O sea, que estabas pensando que vendría.
—No sabía cuándo, pero que tratarías de discutir conmigo el asunto sí que lo pensé. Y por eso te lo puse.
—Pero... ¿qué cosa deseabas de mí?
—Verte, ¿te parece poco? Verte de cerca —añadió sin darle tiempo a ella ni a responder ni a reflexionar—. Comprobar si eras tan bonita como me parecías de lejos.
—¿Y bien? —preguntó audaz.
Él rió y sus dedos volvieron a deslizarse hacia los de Lía, pero no se quedaron en su mano, se metieron como al descuido bajo la manga del vestido.
—Para.
Su voz era tenue.
Max, que tenía su experiencia y que no era poca, se dio cuenta de que aquella muchacha estaba falta de ternura y de atención masculina. ¿Qué clase de hombre sería su marido? Porque de ser feliz con él, no se estremecería bajo el o
de sus dedos.
—Eres infinitamente más hermosa de cerca—susurró.
Y sus dedos dejaron el brazo femenino y se alzaron hasta la cara de Lía, que parecía paralizada y sin saber qué hacer, así de desconcertada y temblorosa estaba.
—Oh, no —susurró Lía.
Pero no se movía.
Jamás había sentido aquello...
Era como si un calor desde dentro se le escapara hacia fuera, la envolviera toda y la estremeciera y la conturbara.
Max dejó el vaso sobre la mesa y se levantó.
Se fue a sentar junto a Lía, de modo que sus piernas rozaron las de la joven.
—Lía —dijo y sin más le quitó el vaso de la mano y le pasó un brazo por los hombros.
Lía se preguntaba qué cosa tendría que hacer.
Qué sería más prudente.
Escapar o quedarse allí esperando que él la besase al fin.
—Yo he venido... a discutir el cero —susurró.
—Claro.
Pero no separaba el brazo de sus hombros y su mano caída al otro lado llegaba al pecho.
Lía se agitó turbada e inquieta.
Max por su parte, pensaba que aquella muchacha no era feliz, la notaba muy sensibilizada.
Sí, era sensitiva y cálida y bastaba tocarla para sentirla temblar. De haber estado enamorada, hubiera echado a correr.
Se preguntaba qué esperaba él de todo aquello.
La verdad es que estaba estudiando cuando ella llegó y no se le pasó por la mente siquiera conquistarla. Sí que deseaba verla, pero también deseaba ver a muchas de sus alumnas y no por eso las cortejaba.
—Basta —susurró Lía viendo que los dedos de él se movían inquietantes y acariciadores—. Por favor, te ruego...
—¿No te hace eso él?
Lía se menguó.
Claro que Frank nunca la tuvo así.
¡Jamás!
—Deja, para —pidió y casi iba a llorar.
Max estuvo a punto de dejarla irse sin más.
Pero la tentación era muy fuerte.
Y ella muy bonita, y más que bonita sensitiva.
Por eso, de súbito, dejó de acariciarla y le volvió la cara hacia él con aquella misma mano. Con la otra le sujetó el mentón y le buscó los labios.
Asombrado notó que temblaban bajo los suyos.
Era apasionado y se encendía a medida que la besaba. Lía estaba tan asombrada y desconcertada, que no sabía qué cosa hacer.
De repente, él preguntó:
—Lía, ¿no quieres o qué te pasa?
No sabía qué hacer.
Temblaba, con ganas de salir corriendo antes de entregarse al placer de aquel instante.
Max no esperó respuesta. Notaba que ella estaba entre encogida y temblorosa y asiéndole la cara con las dos manos, abrió la boca y la besó apasionadamente, experimentando un goce raro.
Como nunca sintió junto a otra mujer.
¿Qué le ocurría a Lía?
O no sabía besar o se reprimía. Las dos cosas no podían ser. Reprimirse, tal vez.
—No la cierres...
Lía se menguó más. Casi se había escurrido por el diván, pero él la alzó con los dos brazos y la mantuvo perdida en ellos.
Los ojos de Lía estaban cerrados y él continuó besándola.
Un vapor ardiente le subió a la cara.
Frank jamás había hecho aquello con ella.
Como estaba temblando, agitada y perturbada, se separó de él.
Se levantó y abrochó el vestido con precipitación:
—No tienes... derecho —gimió.
—Perdóname, pero...
Lía se iba.
Pero Max iba tras ella.
—Oye, Lía, reflexiona. No creo que pase nada por entretenerse un poco.
—No tienes...
—¿Vergüenza?
—No sé. Lo que sea.
—Anda, ven... Me gustas tanto... Podemos pasar un rato juntos y luego nos olvidamos, si quieres.
Como si ella, después de vivir aquel instante, pudiera olvidarlo.
Pretendía escapar de aquella tentación, pero Frank, sin querer o creyéndose tan macho, iba a empujarla.
—A mí me gustas mucho, Lía —decía Max pegado a ella—. Me gustaste desde el momento de entrar en la Universidad. Eres diferente a todas en tu aspecto y ahora puedo comprobar que estás llena de sensibilidad. Perdóname, Lía —volvió a asirle la cara con las manos—, pero... se me antoja que no eres feliz.
—¡Cállate!
La besó de nuevo.
La deseaba, sí.
La había deseado siempre. Cierto que él no quería líos en la Universidad, pero en aquel momento estaba en su casa y allí hacía lo que tenía ganas de hacer, y tenía ganas de apoderarse de Lía como jamás tuvo de apoderarse de mujer alguna.
Lía que era fruto propicio, se debatía entre el deber y la ansiedad.
Pero ganaba el deber.
Cuando sintió los dedos de Max perderse por su cuerpo creyó que iba a
desmayarse, Se separó de él dando un grito y llegó a la puerta asiendo el bolso por los aires.
Max dijo con lentitud;
—Vuelve, Lía. Cuando vuelvas... ya sé a qué volverás. Tienes que volver.
Lía se ocultó la cara con el abrigo.
—¿Qué temes, Lía? Es natural. Dos personas se desean a rabiar, y a mí eso me ocurre, y me parece que a ti, por lo que sea, te ocurre igual.
Lía se puso el abrigo con precipitación. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Había que ser muy fuerte para escapar de aquella tentación, porque en ella el terreno estaba abonado para ceder.
Respiró con fuerza.
Max, no lejos de ella, repetía con cálido acento:
—Has de volver, Lía. ¿Oyes? Hoy, mañana, pasado. Pero tienes que volver.
Y como ella se ataba el cinturón tropezando los dedos nerviosos unos contra
otros, Max aún añadió:
—No eres feliz. Por lo que sea, creo que me necesitas a mí tanto como yo a ti. Los hombres hacen las leyes, y la vida los sentimientos. Estos son fuertes. Lo fueron desde el momento que te vi. No mereciste el cero ni mucho menos. Pero yo tenía que verte a solas y por eso te lo puse. Por favor, quítate el abrigo y quédate aquí. Si no te quedas hoy, volverás luego o mañana. Yo estoy seguro de saber hacerte feliz.
También ella lo sabía. Por eso huía.
Tenía un miedo atroz.
Y no a serle infiel a Frank, que se lo merecía, sino por sí misma, porque le daba vergüenza, y más que nada porque se sentía menguada ante aquellos estremecimientos de deseo incontenible que la sacudían.
Cuando ya tenía el abrigo puesto y Max estaba algo más calmado, fue hacia ella y la sujetó por los hombros. La miró así a los ojos, aunque los de ella huían temerosos.
—Por lo regular, una mujer enamorada que es feliz, no se estremece junto a otro hombre. Tú actúas como si desconocieras el amor y todos los ingredientes que consigo conlleva. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué clase de hombre has elegido que no sabe blandir la cuerda sensible de tu ser? ¿Qué hombre tienes tú por compañero Lía? No me digas nada. Tengo demasiada experiencia. He vivido lo mío desde muy joven... Conozco a las mujeres. Tú eres la más deliciosa ingenua que yo he conocido. Me da la sensación de que si fueras mía, sería la primera vez que
fueras poseída. ¿Te das cuenta, Lía? ¿A quién guardas tú consideración?
—Déjame... marchar.
Sí, seguro.
No podía evitarlo.
Sabía desde aquel momento dónde podría desahogar sus represiones, sus decepciones, sus frustraciones.
Max, casi adivinando lo que pensaba, la sujetó mejor y le buscó la boca con suavidad. No fue violento ni impetuoso. Pero fue peor.
Aquella suavidad de sus labios para moverse sobre los suyos.
—Dame tu boca, Lía.
¿Frank?
Ni pensarlo. Frank besaba juntando los labios con los de ella y después la poseía y luego se echaba a roncar.
Ali había dicho que el horno hay que calentarlo antes de cocer el pan.
Pues ya estaba caliente. Pero no por Frank. Por Max. Tuvo miedo.
Una vez más tuvo miedo de su debilidad y se separó de él, abrió la puerta y bajó corriendo las escaleras.
5
Iba tan excitada y nerviosa, que caminó de prisa, como si sus piernas pretendieran amortiguar el peso de sus súbitas ansiedades.
Comprendía la pasión de Ali y de muchas mujeres que no se separan de sus maridos. Comprendía incluso a las mujeres que prostituyen sus vidas por el placer. Comprendía las debilidades humanas, las pasiones de los hombres, las entregas de las mujeres.
En aquel instante lo comprendía todo.
Subió al bus como un autómata y cuando se pegó al mamparo y un hombre intentó pegarse a ella, de un empujón lo echó lejos y se fue a poner de espaldas en una esquina.
Se sentía tremendamente excitada. No creía que aquella noche, si Frank volvía, pudiera ella evitar echarse sobre él y luchar por su derecho a sentir placer. Pero bien sabía que el placer sólo lo sentiría él, que se pondría a roncar como hacía siempre.
Odió a Frank y se dijo que ni siquiera por la tranquilidad de su padre podría ella vivir mucho tiempo junto a aquel hombre cargado de ignorancia e inmadurez.
Tampoco podía serle fiel.
Había sentido aquella tarde lo que no creyó sentir jamás e iba a volver por ello. Sería inútil luchar.
Cuando entró en su casa se fue directamente al baño. Frank no había vuelto, lo cual facilitaba las cosas, pues no tendría necesidad de explicarle adonde había ido y seguro que si tuviera que decirlo, lo haría con torpeza y aun temblando.
Necesitaba despejar aquel ardor y se desvistió con precipitación. Se miró al espejo. Su talle esbelto, sus piernas largas, sus pantorrillas perfectas y sus caderas redondeadas.
Se metió en la bañera protegiéndose el cabello bajo un gorro de goma y se frotó con vigoroso brío.
Esperaba que todo aquello se le pasase. Necesitaba un desahogo y no sabía cómo lograrlo.
Se fue desnuda a la alcoba y buscó un vestido cualquiera. Era de tipo camisero y ató el cinturón con fiereza. El ardor no se le había pasado.
Por su mente corría un vapor destructivo y a la vez tan cálido que parecía iba a romperle las sienes y los pulsos.
Se calzó y sacudiendo el cabello se fue al salón a esperar por Frank.
¿Qué le diría?
No podría irse a la cama con él aquella noche. Porque de dejarla peor aún que estaba, ella era muy capaz de perder totalmente la paciencia.
Frank, si no regresaba a las diez, es que se quedaba en Dover. De modo que como un autómata, Lía se vio a sí misma poniéndose la gabardina.
Así.
Con la misma sencillez que aceptaba su derrota,
No podía aguantarse.
No era capaz.
No había tanta voluntad en ella para saber doblegarse ante aquella inmensa ansiedad que la agitaba, llevando su imaginación a los dedos de Max, a su o, sus labios en su boca...
No era tan fuerte, no.
Así que salió y cerró la puerta de su piso con cuidado y después bajó corriendo las escaleras.
Hacía frío.
Levantó el cuello de la gabardina y se fue a la parada de taxis sin pensarlo dos segundos más. No podía evitarlo.
Tenía que ver a Max.
Verlo de nuevo y sentir el o turbador de sus caricias, de su protección.
No se consideraba culpable de nada. Si ella estaba así no tenía ni siquiera la culpa Max, porque si ella hubiera sido mujer satisfecha, seguro que Max ni siquiera se hubiera propasado. Pero ella era una mujer reprimida y tenía veinte años y era humana, apasionada, palpitante, vehemente, excitante y sensitiva.
Todo lo cual formaba aquella amalgama de deseos incontrolados.
El taxi se detuvo en la dirección indicada y Lía no quiso mirar ni siquiera hacia el escaparate iluminado dé los perros, pájaros y gatos.
Se sentía peor que ellos.
Allí dentro, aquellos animales eran felices y en cambio, ella era una desgraciada total, una frustrada, una reprimida, y si había sido estrecha hasta entonces, no lo seguiría siendo porque creía tener derecho a la vida, al placer, al goce, al entendimiento con otro ser humano de distinto sexo y aquel ser humano estaba allí, detrás de aquella puerta cuyo timbre ella pulsaba con fiereza.
Apareció Max restregando los ojos, con los cabellos algo alborotados, en pijama de color cremoso, Al ver a Lía lanzó como una exclamación sorda, alargó la mano y tiró de ella hacia el interior cerrando después la puerta.
La miró en silencio.
Largamente.
Después, sin dejar de mirarla, sin pronunciar palabra pasó las dos manos por los cabellos y los alisó maquinalmente, para luego ayudarla a despojarse de la gabardina.
Lía no podía pronunciar ni una sola palabra, porque de hacerlo estaba segura que sería llanto lo que saliera de sus ojos y su boca.
Max debía de estar comprendiéndola, porque después de colgar él mismo la gabardina y el bolso, medio en penumbra, le puso un brazo por los hombros, la apretó contra sí y la llevó pegada a su costado.
Ella sentía como una nebulosa en sus ojos, pero aquéllos veían apenas- una tenue luz procedente de una esquina y se veía a sí misma en silencio, temblando, llevada por Max hacia aquella luz.
—No me gusta la luz fuerte —decía Max de modo raro, como si la voz fuera a fallarle de un momento a otro—. Me gusta esta luz azulosa que produce somnolencia.
Era una alcoba. Una cama enorme, tan ancha como larga, dos mesitas de noche a ambos lados y dos lamparitas que despedían una luz azulosa. No pudo ver nada más porque cerró los ojos.
Max la mantenía de frente contra sí y la besaba.
Después sus dedos desprendieron el vestido.
Lía temblaba.
No sabía qué palpitaba más en ella, si las sienes, los pulsos, los labios o un tremendo deseo que la excitaba al máximo por la forma de hacer de Max, a lo que ella no estaba habituada. Ni siquiera soñó que existiese.
Max la retuvo contra sí y deslizó sus dedos por todo el cuerpo femenino, acariciantes. Con esa suavidad de caricia lenta, como si lo que pretendiera fuese causar placer más que sentirlo. Pero lo sentía.
Siempre deseó a Lía desde su mesa de profesor.
Siempre en su mente había aquella muda interrogación. ¿Cómo era apasionadamente aquella muchacha? ¿Cómo correspondería al amor?
Lo estaba viendo en aquel instante. Se agitaba sobre sus dedos, bajo aquellas caricias y se daba cuenta de que aquella criatura no había sentido nunca el amor.
La besaba en plena boca y ella correspondía con ansias. Luego, la poseyó.
Max perdió un poco el control.
No esperaba tanto de su alumna.
Pero, por lo visto, aquella sensible muchacha jamás había sentido aquello.
Estaba sudoroso, pero relajado cerca del cuerpo tendido de Lía. Ni una palabra.
Se diría que ambos, por distintas causas, temían romper aquel silencio.
Él se volvió de lado y con suavidad la besó en la mejilla, el cuello y los senos.
Lía alzó una mano y apresó con cálida ternura aquella cabeza masculina y la retuvo así sobre su pecho.
Nunca supieron el tiempo que estuvieron así.
Fue él, con lentitud, el que inclinado hacia ella susurró:
—Es la primera vez que lo sientes, ¿verdad?
Ella movió la cabeza asintiendo.
—Entonces, él...
—No me hace sentir nada.
—Me lo imaginé. ¿Por qué no te divorcias? ¡Es lícito!
Se lo explicó.
Con voz tenue, empalidecida. Y él argumentó:
—Tal como retratas a Jason estoy seguro que de saber lo que estás pasando, ya había ido a tirar al mar al cabezota de Frank.
—Pero yo debo evitarle ese disgusto a mi padre. Él me adora, desea para mí lo mejor, nunca estuvo de acuerdo con mi matrimonio, pero... me he casado y no puedo ir a decirle ahora lo que me ocurre.
Se separaba de él y buscaba su ropa.
Bajo la tenue luz azulosa, Max la miraba con ansiedad.
—Lía..., ven mañana a clase.
Ella se estremeció como si aún la estuviera poseyendo.
—No sé si podré. Verte allí... será...
—Allí seré tu profesor. Aquí... lo que tú quieras.
Así fue la cosa.
Lía estaba ya vestida y Max aún quedaba tendido en el lecho viéndola alejarse.
—Lía...
Ella no se volvió.
Casi le daba vergüenza.
—Vuelve...
—Sí.
* * *
Nadie hubiera dicho, al verlo en clase tan serio, tan circunspecto, tan frío para explicar la lección, que aquel hombre era como ella lo conocía.
Las clases para Lía eran un puro nervio, y ni una sola vez sintió en su rostro los claros ojos del profesor, los equívocos, ansiosos, anhelosos o culpables...
Era su mirada serena y cuando tuvo que llamarla, la llamó y ella quedó tiesa y firme explicando lo que él preguntaba.
Sólo más tarde, al pasar por su lado, le entregó la libreta diciéndole con absoluta naturalidad.
—He corregido unos apuntes.
Lía sabía que su libreta no tenía nada que corregir.
Ni siquiera era su libreta. Era una cualquiera.
La metió entre los libros sin levantar los ojos y cuando pasó a la clase siguiente, abrió aquella libreta leyendo dos frases tan sólo con un claro francés, pues él sabía que Lía dominaba el francés como su propio idioma inglés.
«Estaré a las siete y diez minutos. No faltes.»
Rompió, la hoja y pasó a las demás clases como un autómata.
Se sentía distinta.
No era una mujer frustrada, no era una reprimida. Era una mujer liberada y había sentido el amor con toda la fuerza de su ser y el otro ser que se lo daba. Jamás creyó que el amor entre un hombre y una mujer fuera así, pero el hecho de conocerlo en toda su intensidad le daba a ella una savia fuerte, íntima, nueva y poderosa.
¿Frank?
Quizá no volviera tampoco aquella noche y si volvía, ya pondría un pretexto para evitarlo.
No se creía con fuerzas para pasar de la intensidad amorosa de Max a la pasividad absurda de Frank.
No obstante, después de romper la nota y tirar los papeles a la salida de clase, se fue sola a su casa, procurando no caminar junto a sus compañeras, pues tenía demasiadas cosas en que pensar, para liarse a hablar de estúpidas frivolidades, o incluso, de libros de texto.
Tampoco fue a ver a All.
Tenía miedo que todos vieran en su cara una felicidad distinta. En el brillo de sus ojos la dicha de haberse sentido mujer. Que vieran aquel secreto tan guardado de su vida.
Había terminado de almorzar cuando apareció Jason sonriente, gallardo e interesante como siempre.
Por lo que fuera, Jason no dejaba de visitar a su hija cada dos o tres días. Se diría que estaba a la expectativa y que como hombre, no acababa de gustarle.
Frank para marido de su hija. Ciertamente, pese a que Lía aseguraba ser feliz, Jason tenía sus dudas al respecto y no le cabía en la cabeza que una personilla tan suave, cálida, sensible y delicada como su hija, fuera feliz bajo el cuerpo de aquel hombre que a él se le antojaba un burro con dos patas.
Pero tampoco era nadie para meterse en la vida de su hija y menos aún para dudar de la felicidad que ella decía sentir.
—Hola, Jason —saludó la voz estampándole un beso en cada mejilla.
Jason le golpeó el hombro con ternura.
—¿Cómo anda eso, Lía?
—Bien, papá.
—Cuando me llamas papá se me antoja que soy más viejo,
—Tú presumes de joven, Jason, y eso te hace vanidoso.
Jason rió de buena gana y fijó los ojos en el semblante iluminado de su hija.
—Lía —murmuró— hoy sí que pareces feliz.
Lo era.
Que le diera Frank o Max aquella felicidad poco importaba. El caso es que ella la sentía.
—Lo soy, Jason —afirmó.
Y su voz era segura.
Jason dio dos cabezaditas mirando en tomo.
—¿Dónde anda tu marido?
—En Dover.
—¿Todo el día?
—Desde ayer mañana. No ha venido a dormir.
—No lo entiendo, ya ves. Yo tengo una esposa como tú y cruzo el Atlántico a nado si es preciso para estar a tu lado. Y no concibo que estando en Dover y teniendo el coche que tiene, no haya hecho el recorrido esta noche para estar a tu lado.
—No se puede abandonar una plaza a medias, Jason. Tú eres tú y Frank es Frank.
—Pues mira, qué quieres que te diga, no lo entiendo.
—He ido a clase hoy —dijo para distraerle.
—Bueno es que te reincorpores a la vida normal. ¿De veras crees que terminarás la carrera?
—Estoy segura de ello.
—¿Y si te quedas embarazada?
No había cuidado.
—Procuraré no quedar, Jason. De momento no me interesan los hijos. Soy bastante joven para tenerlos cuando realmente me convenga. Y los tendré, ya lo verás.
—Eso es verdad.
Tuvieron una conversación como siempre que se hallaba junto a su padre, entretenida. Pero Jason, que paraba poco en un lugar determinado, se fue y ella se dispuso a dejar todo dispuesto para irse a las siete al apartamento de Max.
Dejaría la comida de la noche hecha por si volvía Frank. La mesa puesta y en el caso de que Frank llegase antes que ella, ya teniendo la mesa puesta y la comida lista en el horno, quedaría complacido.
Después de dejarlo todo dispuesto y a punto, escribió una nota:
«He ido al cine. Si llegas antes que yo, tienes la comida en el horno. Basta que la calientes.»
Ni puso firma.
Pasó luego al baño y se duchó.
Sentía como si tuviera alas.
Como si todo el mundo le perteneciera. Sabía que era muy violento para ella dar clase con Max, pero ya se iría acostumbrando.
El solo pensamiento de que Max le faltara la destrozaba.
No le faltaría. Ella había sido feliz a su lado, pero ¿no lo había sido él a su vez? Parecía que sí.
Además, entendía que Max no era un veleta, ni un vividor, ni un cínico de esos que cambian de mujer cada dos días.
Se vistió con calma.
Recordó, mientras se vestía que jamás Frank se fijaba si cambiaba de vestido o no, o si llevaba un peinado diferente o un perfume distinto.
Las palabras que en voz baja le había dicho Max, no sólo la colmaron de feminismo, sino que además la halagaron y le hicieron sentirse más mujer.
Se miró al espejo y le devolvió su elegante figura esbelta, dentro de un modelo verdoso liso, modelando su cuerpo, tres collares colgando y calzaba botas negras, bolso del mismo color y un abrigo muy sport también de color negro, suelto.
De este modo salió de casa y atravesó la calle.
Sentía como si le volaran los pies hasta la parada del bus. Eran las siete en punto y entre que hacía el recorrido, descendía del bus en el otro lado y subía en el ascensor, serían bien las siete y media.
¿Qué diría Ali si supiera? Pero no iba a saberlo. Aquello sólo lo sabrían ella y Max.
Pulsó el timbre con firmeza. No había en ella un temblor o una vacilación. Y si alguien tenía culpa de lo que estaba pasando, no eran ni ella ni Max, sino Frank. Su inmadurez y su vanidad.
Frank no itía en modo alguno su falta de experiencia para tratar a una mujer. Ella tampoco era una frígida de nacimiento, porque bien se dice que no hay mujer frígida con -hombre hábil. Ella no tenía culpa alguna de que Frank le preguntara si estaba satisfecha, porque por descontado daba que se quedaba plenamente saturada de su amor sólo porque lo sentía él. Por otra parte, si en alguna ocasión lanzado el pudor al diablo se lo reprochó, Frank tenía siempre la misma estúpida respuesta:
«Haberte apurado, hija.»
Eso era todo.
Eso era su matrimonio.
¿Podía alguien, pues, reprochar el que ella buscara el consuelo en quien sabía
dárselo, el desahogo, la plenitud?
Nadie.
—Pasa, Lía —dijo Max asiéndola de la mano. Y seguidamente le ayudó a quitarse el abrigo.
—Hoy —dijo separándola para mirarla— estás preciosa. Te sienta ese vestido como un guante. Modela tus formas.
La apretó contra sí y le buscó la boca. Sus besos cálidos y hondos, deslizando la lengua como si buscara una golosina.
Ella correspondiéndole con anhelo.
La separó de sí y volvió a mirarla.
—¿Ha vuelto Frank? —preguntó riendo.
—No. Pero seguramente volverá hoy. Le dejé la comida lista.
—Entonces no te echará de menos —movió la cabeza empujándola suavemente hacia el interior del salón—. Lía, no entiendo cómo has podido cometer esa
equivocación, siendo una muchacha tan sensible como eres tú.
—El destino juega malas pasadas, Max.
Se sentó en un diván y echó la cabeza hacia atrás con desaliento.
—¿Estás desganada? —preguntó él, cariñoso—. Te traeré una copa.
—Me hará bien, no creas.
Mientras él, enfundado en unos pantalones azules y una camisa a rayas iba hacia la mesa de ruedas, ella murmuró:
—Se me hace violenta la clase. ¿No puedes pasar sin preguntarme nada?
—¿Y dar que pensar a las demás alumnas?
Ya volvía con dos vasos y se sentaba enfrente de ella.
—Bebe, Lía.
—Te digo que me pones muy nerviosa en clase.
—Es por lo que sabes, Lía. Por lo que sientes. Te habituarás poco a poco.
—Crees que lo nuestro va a durar...
—¿Esto? —preguntó—. Sí, todo el tiempo que tú quieras, y si me dejas sufriré —estaba serio—. Te metes dentro de uno, Lía. Calas, ahondas... No es fácil pasar por tu intimidad y olvidarte después. No es nada fácil. Ni fácil es para mí verte en clase y tener que mirarte con indiferencia. Y tener que preguntarte la lección y sentir tu voz sin poder cerrar los ojos para recrearme en su sonido. No —volvió a mover la cabeza con fiereza—, nada fácil. Si para ti no lo es, piensa que para mi es un puro suplicio. Es más, de buena gana te pediría que dejaras de estudiar.
—No —saltó—. No quiero dejar de estudiar. Me reprimiría. No sería yo. Tengo que seguir.
Él la miró fijamente.
—Lía... ¿has pensado en los hijos?
—Sí.
—No me gustaría que tuvieras uno mío y verme obligado a pensar si sería del
bruto de Frank.
—No tendré hijos mientras esté con él. Pero me voy a divorciar. No sé cuándo. Cuando no pueda tolerarlo más.
—¿Y aún puedes...?
—Desde ayer noche, posiblemente no pueda. Pero tampoco creo que sea difícil evitarle. Frank es un tipo desapasionado y mientras no se casó conmigo se las arreglaba solo.
—¡Qué bestialidad!
Se levantó y se acercó a ella, sentándose a su lado.
—Sabes, Lía, ahora a media luz luz me gustaría tenerte aquí, poseerte aquí... ¿Permites que te despoje de las botas?
Lo hacía ya.
Arrodillado a sus pies se las quitaba y después la acariciaba suavemente.
—Max... así estoy incómoda.
—Tiéndete...
El diván era ancho y podía con ambos, pero Max la deslizó con cuidado hacia la moqueta y los dos se quedaron mirándose.
Aquélla fue una tarde de locura.
Max resultó aún más cuidadoso, más recreativo, más lento en su hacer hasta ponerla cálida y en vilo.
Él se reía y su risa iba a morir cuidadosa en la boca, que se abría en la suya y sentía el cálido o de la lengua femenina rozar sus dientes y meterse por ellos, y los dedos de Lía rodearle el cuello y acariciarle los cabellos, bajando y subiendo nerviosos, como si se arrastraran por su espalda.
Nunca le pasó con otra mujer.
La sensibilidad de aquella criatura le sensibilizaba a él hasta extremos insospechados. Es más, sintiendo a Lía era imposible pensar en buscar amor en otra mujer. En aquella criatura se recopilaba todo como un aglutinamiento de deseo, de ansiedad, de posesión y sensibilidad.
Cuando quedó tendido, casi exhausto, sintió la caricia de las manos femeninas en sus cabellos, en su cuello, en su espalda y la tenue voz deslizarse por su oído:
—Max... me estarás llamando mala mujer.
—Calla, calla.
—No lo soy, Max. Es que... no he descubierto esto hasta ayer.
—Lo sé.
—Es que debo quererte mucho, Max,
—Sí, Lía. Yo también a ti...
—Vendré todos los días, a una hora u otra tendré que venir.
—Si no vienes un día, ten por seguro que voy & buscarte.
—No digas eso.
—Es que no concibo una mujer ya que no seas tú.
—Max, ¿crees que es amor?
—Es pasión, es amor, es ternura, es entrega, es todo entre dos, Lía. Es como si fuéramos uno solo pero a la vez dos y disfrutáramos uniéndonos.
6
Llegó tarde a casa. Eran casi las once y nada más entrar, ya vio el gabán de Frank colgado en el perchero de la entrada.
Se preguntó cuándo tendría ella valor para hablarle a su padre, para presentarle la papeleta a Frank.
Aún sonaban en sus oídos las últimas frases de Max: «Tienes que pedir el divorcio cuanto antes. No aguanto así, ocultando algo tan mío, que tanto necesito. Esto nuestro está muy por encima incluso de la sexualidad. Es verdadero. De dentro, de ambos, de nuestra más honda intimidad sentimental.»
Era así.
Ella ya lo sabía y no pensaba vivir como una ladrona, pero tampoco creía aquél el momento de decirle a Jason que se divorciaba, porque el decírselo a Frank era más fácil.
Es más, estaba por apostar que, con tal de no quitarle el piso ni pedirle pensión alguna, Frank se quedaría tan fresco. Claro que tendría que prescindir de su «muchacha de servicio» que en aquel caso era ella, y eso sí que no iba a agradarle tanto.
—¿Eres tú, Lía?
Tenía la boca llena.
Lía entró sin responder después de quitarse el abrigo negro y colgarlo en el perchero.
La miró en rápida ojeada y también ella a él.
Frank estaba sentado ante la mesa, recreándose en su comilona, bebiendo su vino y saboreando el rico manjar de la carne asada, los huevos con jamón y la fruta fresca.
—Está sabroso esto —farfulló—. ¿Qué tal?
—Hola, Frank...
Él siguió comiendo pero dijo:
—¿Que tal lo pasaste ayer noche sin mí? —y el muy engreído aún añadió—: No muy bien. Seguro que echas dé menos a tu macho.
Lía se fue hacia el cuarto sin responden
Era todo tan distinto...
Tan opuesto.
Apretó los labios y en el cuarto procedió a cambiarse de ropa.
La ropa olía a Max.
No soportaba que Frank la tocara.
—Eh, tú, ¿no me dices cómo lo pasaste ayer?
—Me estoy cambiando —gritó Lía.
Se puso rápidamente un pijama y una gruesa bata, calzó chinelas y apareció de nuevo ante él con el cabello prendido con una cinta detrás de la cabeza.
Frank terminaba su comilona y bostezaba.
—¿Qué tal el cine? Ya vi tu nota al entrar. No creas que viniendo cansado como vengo, me gusta tener que calentar yo la comida. Pero venía hambriento y lo
hice en un periquete.
—Me gustaría saber cuándo no estás tú hambriento.
—Ah, pues pese a lo que he comido, comería aún mucho más.
Lía sintió náuseas.
Se puso a recoger la mesa y Frank se repantigó en el sillón con un vaso de vino en la mano.
—No hay nada como una buena comida. ¿Qué? ¿No?
tienes ganas de irte a la cama conmigo Lo pasas estupendamente, ¿a qué sí?
Lo miró.
—Oye, Frank, ¿tú no notas que yo... nada de nada?
—Bueno —rió Frank vanidoso— qué vas a decir. Tú a la antigua, que si una mujer sentía el orgasmo, el marido la consideraba una fulana.
—Yo no soy una fulana y, por supuesto, jamás sentí eso que tú dices, el orgasmo.
—Anda ya.
—Y no pienso seguir mucho tiempo así, Frank.
—¿Qué dices?
—Que te estoy hablando en serio. No me lo haces sentir.
Frank se puso nervioso.
—Pues aligérate, anda rápida... Yo lo siento contigo y me gusta sentirlo.
—También lo sentías cuando estabas solo.
Lía se perdió en la cocina.
Sintió una frustración atroz.
Ella jamás pensó serle infiel. ¡Jamás! Pero ante se= mejantes circunstancias...
¡Era humana!
¿O es que se le consideraba un objeto?
No. Ella de mujer objeto, ni hablar.
De todos modos perdonaba toda la ignorancia de Frank, porque estaba llena de amor, de felicidad, de satisfacción... de Max.
Era para ella como un superhombre y a Frank, en cambio, le veía como un gusanito.
—Lía, ¿dónde andas?
Ella había recogido la cocina y se fue de nuevo al pequeño comedor donde aún Frank recreaba su comida pasando deleitoso la mano por el estómago.
—¿Qué quieres ahora? —preguntó apareciendo ante él.
Frank la miró vanidoso.
Hizo un gesto significativo, guiñándole un ojo.
—¿No quieres venirte a la cama, mujer?
—Hoy no puedo —dijo Lía con aplomo—. Supongo que ya sabrás por qué...
Frank, lleno como siempre de ignorancia, de vanidad, de engreimiento. Así que no supo por qué y se quedó casi con la boca abierta.
—¿Qué es lo que te pasa hoy para no venirte a la cama conmigo?
—Tendrás que arreglarte sólo, si quieres —dijo Lía impertérrita—. Yo tengo la regla.
—Ah... ¿Y no se puede con ella?
—No.
—De modo que aún no te dejé embarazada.
—Ya ves que no.
—Pues no creas, me gustaría tener un hijo.
Lía no respondió y se fue de nuevo a la cocina. Al rato sintió a Frank irse al cuarto de baño y después a la alcoba. Cuando ella llegó al lecho una hora después, él roncaba ya como un bendito.
Estuvo viéndose con Max un día y otro.
Todos los días.
Cada día que pasaba descubría algo nuevo en él.
Y sin duda Max en ella, porque si un día era cuidadoso, lento y voluptuoso, al día siguiente aún lo era mucho más.
Regresara Frank o no, ella iba todos los días a la misma hora. Sabía que las siete y cuarto era el momento porque Max cerraba su consulta y ya había ido por el sanatorio de animales.
La enloquecía aquel modo de ser de Max. Sus ojos claros que la delineaban al llegar y siempre tenía un halago a flor de piel. No se le pasaba, no, si ella cambiaba dé vestido, de peinado, de zapatos...
Se recreaba en su contemplación hasta ponerla roja de vergüenza.
Él reía.
Le metía la lengua entre los labios y se deleitaba una y otra vez en besarla así hasta encenderla de pasión y excitación.
—Tu excitación es íntima. Anda por dentro y cuando sale al exterior —solía decirle— te estremeces de pies a cabeza y yo siento dentro de mí tu estremecimiento.
Era lo que los unía más.
Aquella comunicación, aquel dar y tomar, aquella pasión que compartían y aquellos silencios largos, recreativos, que ninguno de ambos interrumpía.
Después, las clases en la Universidad como pinchazos en la piel.
No podía estudiar porque cuando él la llamaba y le mandaba ponerse en pie, las menos veces posible, para ambos era violento, pero nadie entraba en aquel secreto. Nadie diría que los dos se entregaban a sus pasiones a una hora determinada de la tarde.
Uno de aquellos días, él se lo dijo:
—-La vida así no puede continuar. Esto no es un juego de chiquillos ni una pasión pasajera. Es algo que emana de dentro, que está en nuestros espíritus igual que en nuestra carne. ¿Entiendes, Lía?
Y sin que ella dijera nada, pues aún estaba tendida en el lecho, suspirante y cálida, él añadió:
—Me vuelvo loco cada vez que pienso que puedes ser de ese bestia de Frank.
Lía se apoyó en un codo.
Le miró largamente.
—Frank no es un tipo apasionado. No me necesita. Le pongo un fútil pretexto o marcho a la cama dos horas después que él, y lo encuentro roncando. Desde que existe esto contigo, no he vuelto a ser suya.
—-Lía, el solo hecho de que vivas a su lado me destroza. No soporto que lo que yo toco y poseo, lo toque ese ignorante vanidoso.
—Hace seis meses que me he casado, Max, y dos que me veo contigo todos los días...
—Más de dos, Lía. Muy mal calculas el tiempo. Hace cinco casi...
—Bien, sea lo que sea. Ando preparando a papá. Me quejo todos los días, cuando va a verme, de no tener hijos. Primero le dije que los evitaba. Ahora le digo que los quiero y no los tengo.
—¿Y bien?
Lía empezó a vestirse.
—Aguarda —pidió él cálido—, me gusta verte así.
—A mí me da vergüenza que me veas.
—Si serás tonta...
—Deja que me vista y sigo hablando. Tengo a Jason a punto de decirle que me divorcio de Frank. Jason, no sé por qué, no le tiene simpatía a Frank. No le dolerá tanto que me divorcie si le digo que voy a casarme con el hombre que de veras amo.
—¿Sabe siquiera que existo?
—No, claro. No me atrevo a decírselo. No se lo diré nunca, salvo cuando vaya a casarme contigo.
—Nunca tuve intención de casarme —dijo Max pensativo—. Pero ahora es mi única ilusión y cada vez que pienso que a las nueve o las diez me dejas para irte a casa con ese animal de dos patas, me pongo nervioso y excitado y doy puñetazos en el aire como si estuviera rompiendo la cara de alguien... que en esté caso es Frank, seguro.
Lía se inclinó hacia él apoyándose con un codo en el lecho y le demarcó las facciones con la yema de su fino dedo.
—Ten calma. Se lo diré uno de estos días.
—¿Qué vas a decirle?
—Que le dejo. Pero antes tengo que hablar con Jason.
—¿Quieres que le hable yo, Lía? De hombre a hombre y, si tu padre es como tú dices, sin duda comprenderá mi postura y la tuya y la de ese tipo al cual según tú pese a toda la felicidad que cree te da, no le tiene ninguna simpatía.
—Ninguna. Pero, no, tú no le hables.
—Déjame quererte otra vez, Lía.
—No, Max. Es tarde y por otra parte acabas contigo por mi culpa. Tenemos que tomar esto con calma. Yo te deseo. Marcho de esta casa deseándote y ando por la mía con el pensamiento puesto en ti. Es más que una entrega física, Max. Es un sentimiento hondo y profundo, verdadero, del espíritu igual que del cuerpo, pero... no quiero que te conviertas en un pobre infeliz enfermo. Anda, suéltame, déjame vestirme y déjame marcharme.
—Esto se queda vacío sin ti
¿Cuántos días?
Muchos.
Meses...
Momentos que se vivían como si fueran desgarros y deleites al mismo tiempo.
Y después, cuando se despedían, se fundían uno en brazos de otro...
Llegó el momento en que se dio cuenta de que si bien sufría ella, mucho más él. Los celos le consumían, las rabias, las iras incontenibles y las pasiones que vivían, todo se precipitaba.
Así que por eso ella decidió aprovechar aquel día que vio llegar a su padre muy ufano, feliz, creyéndola a ella dichosa...
Jason se sentó con un suspiro. Miró a Lía que caminaba tras él y se quedó de pie mientras él se sentaba.
—¿Dónde anda tu marido? —preguntó, mirando a un lado y otro.
—En Londres. Vendrá esta noche.
—Lo dices como si te sacrificaran,
Había que decidirse.
—Jason, sé que te voy a dar un tremendo disgusto.
Jason se puso en guardia.
—¿Qué cosa pasa? ¿Otra vez frustrado tu embarazo?
—No sé si es eso o el cansancio, la rutina... No sé, papá.
—Malo cuando tú me llamas papá.
—Tengo que llamártelo. Y también Jason. Busco a mi padre y a mi amigo.
—La cosa se pone fea, Lía. ¿Qué ocurre? No te andes con rodeos. Se me antoja, por la expresión de tu cara, que la cosa es muy grave.
—Sí que es grave.
—¿Has ido al médico? ¿Te ha dicho que eres estéril?
—No. No me interesan los hijos de Frank.
Así.
Casi a lo brutal.
Pero es que su padre le enseñó a ser audaz, a buscar la felicidad precisa, a decir lo que se siente.
Lo que se desea.
—Lía—y Jason se levantó como si lo pincharan mil demonios—, ¿qué cosa te
pasa a ti?
—No quiero a mi marido.
¡Hala! Ya estaba dicho.
Jason la miró serio y de súbito sonrió con ternura.
—O sea, que deseas el divorcio. ¿No puedo conocer las causas?
Se las dijo.
Con voz entrecortada.
Pero refirió el suplicio de su vida junto a Frank, su inexperiencia, sus diez días mantenida su virginidad al casarse, su ausencia de todo placer sexual. Buscó las frases más piadosas, pero también las más expresivas.
Jason enrojecía y palidecía a un tiempo.
Se ponía crispado y se menguaba.
De repente dijo cortante:
—Hay una cosa que está clara, Lía. Una mujer no habla así de su marido salvo que ame a otro hombre. Yo no me chupo el dedo, Lía, ni me cae la baba, ni nunca fui subnormal, de modo que por ser hombre y conocer tan bien al ser humano, tengo que itir y ito que tienes un amante.
Hizo una pausa y añadió: Y no me gusta que tengas un amante. ¿Qué le quieres? ¿Que existe otro hombre? Bien, de acuerdo, pero líbrate de tu marido. O uno u otro, y como el primero es una birria, y se ve que amas a otro, toma tus cosas y ahora mismito te vienes a mi casa y planteo yo la papeleta a Frank.
—¡Jason!
—Puedes llamarme papá —dijo Jason con ternura, suavizando el tono airado de su voz—. Se vive una sola vez y ha de vivirse como uno desea y necesita. Nada de engaños ni falsedades, nada de mentiras ni infidelidades. Las cosas claras y más clara que ésta ni el agua. No me gusta que tengas un amante. Y se me antoja que le prefieres, de modo que no vamos a esperar más. Yo sabré cómo tengo que decirle a Frank. ¿Qué se ha creído ése? Vanidoso, absurdo, burro. Perderte a ti por falta de experiencia, de habilidad, de madurez. No lo comprendo... Vamos, Lía, haz tu maleta que te vienes a mi casa.
—Papá...
—Sí, ya sé que a quien necesitas en este instante es a tu padre, pero también necesitas al amigo y en esta ocasión los dos coinciden. De modo que ve a meter tus cosas en la maleta, que de Frank me encargo yo.
—Vas a ser duro.
—Voy a ser real. O se aprende o uno anda todavía en pañales. Tu marido es de estos últimos y lo siento
por él. Pero yo me voy a callar. No temas —añadió piadoso—. No tendré necesidad de hablarle como un hombre. Bastará que le hable como a un niño...
* * *
Así lo hizo.
Lo esperaba con el sombrero puesto, erguido, suave pero enérgico.
Frank entró como siempre buscando a su «sirvienta» que como ocurría siempre, le tendría la mesa puesta y la comida a punto.
Pero al ver a su suegro se quedó envarado.
Miró aquí y allí.
-¿Y Lía?
—Te ha dejado. Tengo todo listo para plantear el divorcio. No me mires así, animal, que no voy a comerte.
Frank dijo menguado y quejumbroso::
—Tengo hambre. ¿Es que no dejó Lía la comida puesta?
—Me temo que no. No dejó aquí ni un solo objeto suyo. La tengo en mi casa y todo preparado para un divorcio inmediato. Oye, Frank, ¿de veras has creído hacer feliz a Lía?
Frank parpadeó.
Estaba confuso, ofendido y disgustado.
¿Y su comida?
Tenía apetito.
Pero como Jason no lo tenía y entendía que nadie lo tuviera en tales circunstancias, marginó aquel asunto y en cambio decidió:
—Frank, te voy a dar un consejo. La mujer no es una esponja que se aprieta en el puño y se afloja cuando uno gusta de hacerlo. La mujer tiene todos los derechos a sentir la felicidad como la siente el hombre. Tú no has hecho feliz a mi hija. ¿O eres tan necio que te has creído lo contrario?
Era tan necio.
Así que tras pensarlo unos minutos murmuró convencido:
—No veo por qué no ha sido feliz.
—Pues muy sencillo, porque eres un inepto. Un pobre diablo inexperto e inhábil, inmaduro, que con ser feliz él, piensa y cree neciamente que lo es todo quien le rodea. Pues no. Lía te deja. Se divorcia de ti, pero no temas. Ni te va a pedir pensión ni te lleva el piso. Renuncia a todo. Ya di órdenes concretas a mi abogado.
—Pero... ¿por qué? Yo pensé que era feliz.
—Y la tuviste virgen diez días, al casarte.
—Oh... ¿eso es tan importante?
—Claro. Todo. Eso demuestra o que eres tonto, o que no sabes lo que vale una mujer. Lo siento, Frank. A mí me pareciste así desde que te conocí, pero como ella deseaba casarse contigo tal vez por tu estatura y tu aparente hombría yo, con dolor de corazón, se lo permití.
Frank se irguió con donaire gritando;
—Yo soy un macho.
—¡No me digas!
—Soy un hombre capaz de levantar cien kilos con una sola mano.
—No lo dudo. También un caballo es capaz de cargar cuatrocientos kilos y sin embargo, no hace feliz a una mujer. No va en el peso ni en la talla, Frank, ni en la hombría aparente. Va en algo que está dentro. Que cala, ahonda, que es conocer a la mujer con sus necesidades y darle gusto y buscar su placer y su goce más íntimo. Tú no sabes eso. Ni lo sabrás jamás. Te voy a dar un consejo: si vuelves cuando quedes libre, y quedarás muy pronto, no busques en la vida un plato de comida ni una mujer que te la haga. Si quieres conservarla, busca una mujer para tu lecho y tendrás lo demás por añadidura. Pero si buscas una cocinera o una doncella y después una mujer para tu lecho, te digo yo, que ando por la vida hace muchos años, que las perderás todas a la vez. Creo que un médico te dio un libro. Lía dice que lo tienes por ahí, pero que nunca lo has leído. Si pretendes casarte de nuevo búscalo, y busca a la par una mujer que te adiestre. Una mujer, no es un objeto de cocina. Es todo. La cocina, el suelo, la alcoba y más que nada, una amante a la que hay que complacer.
Frank gritó, pensando más que nada en que no. tenía esposa para hacerle la comida:
—¿Quieres decir que Lía me deja por completo?
—Te deja. Te ha dejado ya. Si quieres cocinera, ve a una agencia y tal vez la encuentres y también una tía que te aguante en el lecho. Es posible que aguanten las dos si les pagas... Lía no cobra, Lía da todo su espíritu, toda su sensibilidad... Pero tú, ese lenguaje no lo entiendes.
—¡Jason!
—Ya te dejo. Si lo has entendido, ahí te queda la lección para que aprendas.
—Aguarda...
—¿Quieres aún oír más?
—Dices que Lía se divorcia de mí...
—La semana próxima. Y espero que seas tan cuerdo que no te opongas.
—¿De qué me acusa?
—Puede acusarte de todo lo que he dicho, pero limitará su acusación a incompatibilidad de caracteres, que es más fácil y más convincente para ti, puesto que con la demanda presenta su renuncia a pensión, a este piso, a todo. Te quedas como soltero de nuevo. Pero yo como hombre que soy, te aconsejo que, si vuelves a casarte, pienses más en tu mujer que en ti mismo.
—Yo le he sido fiel.
—¿Y quién lo duda? ¿Acaso tienes tú agallas para ser todo lo contrario? Si te arreglas solo, si te pasas sin mujer igual dos meses Frank, te lo digo y aconsejo... Busca a un médico, que te quite ese apetito monstruoso, que mientras lo tengas, tus apetencias hacia la mujer serán nulas y eso es tan malo en un hombre como carecer de virilidad. Se me antoja que estás enfermo o que eres subnormal de nacimiento... con apariencia normal, que es lo peor que existe.
—¡Jason!
—No más ya... Espero que seas tan cuerdo que aceptes la incompatibilidad de caracteres.
Se fue.
Cuando llegó a su casa miró a su hija.
—El asunto de Frank está arreglado. Pero no verás más a tu amante hasta tanto:
no seas libre.
Después la besó en la frente, susurrando como añadidura:
—Lía, hazme caso. Llama a tu amigo y dile cómo están las cosas. Si te quiere, esperará. No más errores. Ya has cometido uno. Otro encima sería demasiado. Llámale y díselo.
* * *
Fue terrible, torturante, aquella espera. Llegó un día, ¿cuántos días después? Más de dos meses.
Pero Max esperaba. Sabía esperar. Costaba y cada día le mandaba una nota en su libreta.
«No te preocupes por mí, sé esperar. Mejor es así que lo otro. Te quiero.»
Se debatió el divorcio dirigido por Jason. No tuvo enemigo en Frank.
Parecía aplanado.
Era el hombre sumiso y congelado, aquel tipo menguado sexualmente, que en
apariencia parecía un gigante y a la hora de la verdad era un imberbe absurdo.
La sentencia del juez fue clara y transparente.
Nada se pedían uno a otro.
Aquello acababa de la misma forma simple que había empezado.
Frank solo, Lía más solitaria que la una, pero acompañada y aconsejada por su padre. Y eso era. muy diferente.
—Ahora —dijo Jason un día— puedes casarte con el otro. ¿Estás segura de su amor, de su constancia, de su valía?
—Te lo voy a presentar, Jason.
—Eso es mejor.
Así lo hizo.
Max llegó a casa del viudo aquella noche y Jason nada más verlo, exclamó afanoso:
—Este es tu hombre, Lía. Este sí. Me parece que sí, y no creo equivocarme.
No se equivocaba. Max se acercó a Lía a quien desde dos meses antes sólo veía en la Universidad, y la apretó por los hombros contra sí.
—Jason —dijo con sencillez— me caso esta misma noche. ¿Te importa?
Jason los miró.
Eran como hechos el uno para el otro.
Él tenía ojo, experiencia, sabía.
Afirmó con una cabezadita y dijo:
—Vamos allá, muchachos. Hay cosas que no aceptan espera. Esta es una de ellas.
Fueron ante un juez de aquel distrito.
Jason los miró después con expresión casi placentera.
—Os conocéis, ¿verdad? Hasta el extremo de saber que os necesitáis como el mismo aire que respiráis.
—Sí —dijo Max—. Sí.
—Pues iros...
—No nos vamos —rió Max divertido—, Has de saber que mañana tenemos que asistir a clase...
—Pues también eso merece la pena. De todos modos —añadió Jason convencido — me parecéis hechos el uno para el otro.
Así era.
Allí estaban.
Eran marido y mujer, pero parecían amantes.
Se miraban.
Dos meses de abstinencia.
Era demasiado.
No obstante, no como un hambriento inhábil, Max se acercó a ella, la tomó en brazos y la tiró blandamente sobre el lecho.
—Max —susurró Lía.
—¡Te amo! —dijo Max ahogadamente.
Y sus bocas se encontraron y sus lenguas se mezclaron y sus cuerpos, uno sobre otro se agitaban como hambrientos.
Todo empezaba.
Pero sin sujeciones ni represiones.
Liberados ambos.
Llenos de ternura, de escarmiento.
Frank, en algún rincón de la ciudad costera, en un restaurante pedía su vino y su comida y pensaba que cuando llegara al hotel se masturbaría y sería casi, casi como tener a Lía.
Pero qué le preguntaran a Max la diferencia que había...
Audacia amorosa Ada Miller
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Primera edición en libro electrónico (epub): febrero de 2017 ISBN: 978-84-9162-004-4 (epub)
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Ada Miller
INQUIETANTE LAUREN
1
Hacía un calor sofocante y Lauren lanzó una mirada hacia atrás, curvando la boca en una mueca de desencanto.
Las luces de la comuna quedaban lejos, allá atrás, perdidas en la colina como difuminándose en el amanecer.
No tenía interés alguno en volver a aquel lugar. Ella se consideraba un ser libre, liberada de todas las ataduras, y la comuna, aunque tuviera nombre de tal, obligaba a mucho y ella decidía su vida, como tiempo atrás la decidiera. Vivió allí un año abundante y cada noche se decía: «De mañana no pasa.» Pero pasaba aquel día y otro y otro, y así fue dejándose ir más de un año.
Tomó por la carretera con la mochila al hombro y pensó que cuando el día aclarara del todo, por aquel lugar pasaba un bus que podía llevarla a Lyon, su lugar de procedencia.
Se sentó sobre la mochila no lejos de la cuneta. Encendió un cigarrillo y fumó con deleite. Era el primero de la mañana y, aunque en ayunas, no sabía nada mal. Era un cigarrillo aromático que días antes le había dado Paul. Sabía a hierbas y envolvía la cabeza en un deleitoso vaivén de fantasías.
Lauren entrecerró los ojos y pensó en su vida hasta aquel instante. ¿Qué había hecho ella? Una sucesión de placeres embriagadores.
Se había escapado de un orfanato hacía de ello por lo menos cuatro años y lo primero que hizo fue irse a París haciendo auto-stop, pero para entonces ya había conocido a Mike.
Mike era el recadero del orfanato. Hijo de un tendero de Lyon servía todos los días en la camioneta de su padre los recados al centro, y un día, contando ella algo más de quince años, Mike, con sus diecisiete, la atisbo mirándola por la rendija de una ventana y le chistó.
Ella nunca estuvo contenta en el orfanato. No conoció a sus padres ni caso alguno le hacía a las monjas. Consideraba que la trataban mal y en vez de dejarse educar, se hacía cada vez más resentida, de modo que el día que Mike le chistó, se escurrió por las escaleras y salió al jardín; y como Mike le hacía una seña para que subiera a la trasera de la camioneta, Lauren no dudó en hacerlo.
Había allí un montón de sacos, cajas con viandas y montones de verduras, pero Mike subió al volante, sacó la camioneta del patio, echó a rodar por la carretera y detuvo el vehículo bastantes kilómetros más allá, en un descampado metiéndose por un camino vecinal. Dejó el volante, se fue a la trasera de la camioneta, entró y cerró por dentro.
—Aquí nadie nos verá — había dicho.
—No volveré al orfanato —murmuró ella—. ¿Me dará trabajo tu padre?
Mike dudó. No creía que su padre diera trabajo a una huida del orfanato, pues le
compraban mucho y no tendría deseo alguno de ponerse a mal con las monjas.
—Ya veremos—había dicho Mike.
Y sin más se tiró entre los sacos junto a ella.
—Eres una chica guapísima — ponderó Mike —. ¿Nunca has estado con un chico?
Y entretanto hablaba deslizaba sus dedos por debajo de la falda de Lauren, la cual se agitó, se estremeció y relajante, abrió un poco los muslos por donde Mike, deleitoso, deslizó los dedos hasta llegarle a las intimidades.
—¿Te da gusto? — preguntó él, saltándole los ojos de placer.
—Mucho — dijo Lauren.
—Estupendo.
Y empezó a trajinarla de verdad; al cabo de un rato se colocó sobre ella y la introdujo con un gemido de Lauren.
—No temas. No te pasará nada. Un poco de dolor y nada más.
Lauren sintió un dolor muy grande, pero lo soportó a gusto y cuando Mike empezó a menearse sobre ella pensó que estaba en el mismísimo cielo.
Así empezó ella.
Cuando Mike terminó y quedó jadeante a su lado, Lauren pensó que la cosa no era para tanto y que ella estaba tan fresca y sosegada.
—No pienso volver al orfanato — le comunicó a Mike—. En realidad no creo que me echen de menos, pues les doy mucha lata. No me someto a disciplinas, ando siempre renegando de todas ellas y escapo cada dos por tres, pero nunca había recibido una experiencia así en mis escapadas. Me meten en el confesonario a confesar con el cura y nunca le digo lo que pienso, por eso de nada serviría que volviera, porque tampoco esto iba a contárselo. No me buscarán — volvió a decir mientras el jadeo de Mike iba menguando—. Soy lo que se dice una pesadilla para el centro y las monjas andan todo el día protestando de mis felonías. ¿Dices que tu padre no me dará trabajo?
—Seguro que no. Las monjas son buenas clientes, pero en cambio ya te buscaré yo un trabajo para poder verte todos los días.
La llevó a una tienda de bebidas en un arrabal de Lyon donde la colocó. Todas las tardes, hacia el anochecer, ella se escapaba y se iba en la camioneta de Mike, con él al volante, hacia las afueras. Mike detenía el vehículo, se iban los dos a la trasera de la camioneta y allí se perdían uno sobre otro rodando por los sacos vacíos y lanzando gemidos deleitosos.
Desde la mochila donde se hallaba sentada y apurando el cigarrillo hasta que le quemaba los labios, Lauren decidió seguir pensando en su vida hasta aquel instante, desde el momento que escapó del orfanato con Mike.
* * *
Realmente Mike no era ningún hábil apasionado. A la sazón, y después de saber tanto Lauren, pensaba que Mike en aquella época se adiestró manejándola a ella. No es que ella tuviera un mal recuerdo de Mike. ¡En modo alguno! Pero andando el tiempo se percató de que Mike era un imberbe aprendiendo a amar y poseer.
A las cuatro o cinco semanas no sólo dejó la tienda de bebidas donde servía a los clientes, sino que huyó de la vida de Mike. Fue cuando se fue a la carretera a hacer auto-stop. Llevaba en su haber una buena experiencia y pese a sus años ya tenía lo que se dice malicia suficiente para salir indemne de las embestidas si le diera la gana. Ya sabía lo que eran los hombres y lo que aquellos buscaban de las mujeres, pues en el bar había sus más y sus menos con los clientes que además de considerar que ella estaba obligada a servirles vino, se creían con derecho a pasarle los dedos por las posaderas y los muslos.
Un día el posadero, que era un señor baboso de sus buenos cincuenta años, le dijo:
—¿Por qué no subes a mi cuarto? Si accedes te hago encargada de la tienda de bebidas.
—¿Y tu mujer? — le había preguntado ella.
El tabernero se mojó los labios con la lengua.
—Ella lo pasa bomba con el proveedor de vinos, pero piensa que yo no lo sé, de modo que cuando venga el proveedor y ella se marche con él a las bodegas, tú subes a mi cuarto que yo corro detrás de ti.
No lo hizo.
A ella le gustaba el sexo, pero también tenía que gustarle el hombre y el tabernero no le gustaba, de modo que olvidándose de que Mike iría a buscarla a la hora de siempre, cogió su hatillo, metió todo en él, lo colgó al hombro y se escurrió por una puerta que no se veía desde la tienda. Salió por las anchas y luminosas calles de Lyon hacia la carretera, especie de autopista.
Fue cuando decidió irse a París.
Las experiencias en París y el camino hacia aquella luminosa ciudad no fueron demasiado buenas. El primero que la recogió en la carretera tenía toda la pinta de homosexual y, salvo mantener con él aquella conversación baladí, no se ofreció a nada ni nada solicitó. Pero como no iba a París, la dejó a medio camino.
Había ganado algún dinero y lo guardaba en el liso vientre atado con una cinta que le cruzaba toda la cintura. Con parte de aquel dinero subió a un tren y se dirigió directamente a París.
En París vivió algunas aventuras sin trascendencia.
Se acostó con un joven que parecía alelado y que nada placentero le reportó. Después encontró a un señor mayor medio impotente que le pagó bien por dejarse sobetear, pero al cabo de un tiempo, saltando aquí y allí, decidió regresar a Lyon.
No llegó talmente al cogollo de la ciudad porque en el camino de regreso conoció a Serge. Serge era un tipo joven, barbudo, que iba en el mismo compartimiento del tren fumando un cigarrillo que olía a hierbas aromáticas.
—¿Quieres?— le había preguntado.
—¿Es tabaco?
—Y más cosas... Sabe bien. Cierras los ojos, fumas en silencio y vives las más sorprendentes aventuras.
—Dame uno.
—Me llamo Serge — dijo él.
—Yo Lauren.
—Eres muy bonita.
—Gracias.
—Fuma, fuma. Verás qué gusto te da.
Y disimuladamente, por detrás, le iba rozando la cintura y luego ascendió hacia los senos. Unos senos macizos, no muy grandes, y túrgidos.
Ella fumó cerrando los ojos y entre lo que le hacía soñar la marihuana y el sobeteo de Serge, le parecía que vivía en el mismo cielo cuajado de rutilantes estrellas.
Él le siseó al oído:
—¿Por qué no vienes conmigo?
—¿Adónde vas tú?
—A las afueras de Lyon. Hay una comuna estupenda. Tengo amigos allí y me han invitado. Estudio en invierno en París, pero en los veranos me doy una vuelta por estos lugares y lo paso divinamente.
—¿No te dirán nada los amigos si me llevas?
—No, ¡qué va! Cuantas más mujeres haya mejor lo pasamos. Hay intercambio de parejas, ¿sabes?; yo llego contigo y tal vez otro de los chicos se encapricha por ti y a mí me gusta más otra chica, lo cual dudo, porque eres preciosa. Pero el lema que impera en la comuna es suprimir los celos. O se acepta como se vive allí o te marchas. Lo entiendes, ¿no?
—Empiezo a entenderlo.
—¿Vienes?
—Déjame fumar el cigarrillo hasta el final y luego ya veremos.
—No seas tonta. Eres muy bonita y todos te recibirán felices. Pero una cosa me gustaría decirte: procura quedarte de pareja conmigo.
—¿No dices que hay intercambio?
Serge se levantó y le dijo:
—Vamos a los pasillos. Se respira mejor.
Como Lauren ya había terminado el cigarrillo y la colilla, apuradísima, la había tirado por la ventanilla, se fue con Serge dejando las respectivas mochilas sobre las redes. Se fueron al pasillo y Serge metía la cabeza por las puertas de los compartimientos buscando uno vacío.
—Todos están llenos — farfullaba.
Anochecía y en un recodo, al final del vagón. Serge la metió sobre el mamparo.
—¿Es la primera vez? — le preguntó en voz baja.
A lo que Lauren respondió muy segura de sí misma:
—No, claro que no.
—Bueno.
Y le levantó las faldas abriendo él a su vez el pantalón. Empezó a sobetearla y le bajó las bragas y al rato la besaba metiéndole la lengua entre los labios, buscando la de la joven, que asomó en seguida.
Así la penetró Serge y tras unas fuertes sacudidas, Lauren le rodeó el cuerpo de la cintura para abajo y apretó muy fuerte contra sí. Se agitó, suspiró y después
lanzó como un gemido. Serge hizo lo mismo. Los dos quedaron jadeantes uno contra otro. En aquel instante pasó por allí el revisor del tren, gruñendo entre dientes:
—Puercos, malditos puercos.
Ni Serge ni Lauren se intimidaron gran cosa. Lauren bajó sus faldas, Serge se tapó y después siseó en voz baja:
—Podemos pasarlo divinamente.
Lauren así lo consideró, dado que de todas sus experiencias vividas, aquella era la mejor porque Serge era un tipo habilidoso que sabía manejar a una mujer.
Se bajaron en un apeadero y se fueron a pie hacia la comuna, que estaba situada en tin caserón medio destartalado y abandonado, a poco de la carretera general.
* * *
Allí conoció Lauren a mucha gente de diversas nacionalidades y sexos. Se fumaban hierbas aromáticas a todo pasto y había desde el macho viril al marica más empedernido.
A Lauren le tocó vivir de todo y al cabo de una semana había pasado por más brazos que en toda su vida.
No guardaba un recuerdo grato de nadie, salvo de Serge, pero al cabo de aquella semana él se lió con una mulata y ella se quedó a merced de los demás, que si bien no tenían nada que despreciar, no eran habilidosos como Serge.
Allí conoció a Mac. Era un tipo menopáusico, de unos cuarenta y muchos años, recreativo y cuidadoso.
Para el amor era el mejor de todos y ella trataba siempre de acapararlo, pero a veces se le adelantaban y tenía que conformarse con un homosexual que además de ser un vicioso en su arte amatoria, se lo hacía todo por detrás y Lauren no estaba por la labor.
No obstante, aguantó un año bien abundante.
Allí se adiestró del todo, se pasó días enteros tumbada sobre hierbas fumando y, si bien tanto podía fumar marihuana como pasar sin ella, aprendió más de lo que esperaba.
Cuando le tocaba Mac, prefería apartarse de todo el montón de carne humana que se hacía el amor, sin separarse mucho unos de otros.
Mac también la prefería y con ella se iba al campo. Era verano, calentaba mucho el sol y si era por la noche no hacía frío sino, al contrario, corría una brisa cálida.
Los dos rodaban por la hierba.
Y se iban hasta casi la margen de un río que corría cantarín cuesta abajo.
Mac poseía el don de hacerla vibrar. Nada más le ponía la mano encima, ya Lauren se estremecía como si la estuvieran poseyendo, si bien Mac nunca tenía prisa. Era tardón, lo cual le hacía a ella sentirse más segura y mejor y, sobre todo, a veces sentía dos orgasmos, mientras Mac aún se recreaba con uno.
Por eso todas se rifaban a Mac. No es que Mac pudiera más que con una en la noche, pero lo hacía a conciencia.
Primero le levantaba las faldas y después él mismo, con sus dedos, le quitaba la braga si es que Lauren la llevaba, lo cual no solía ocurrir siempre, sobre todo si sabía que su pareja iba a ser Mac. La tendía sobre la hierba y sus dedos empezaban, con lentitud, a sobetearla toda y cuando se metían entre sus muslos, Lauren los separaba y Mac se encendía del todo y perdía los dedos por las mayores intimidades de la joven.
Lauren lanzaba grititos y gemidos y se sacudía deleitosa, hasta el extremo de que excitaba tanto a Mac que aquél se deslizaba sobre ella y la penetraba con lentitud pero firmemente. Lauren solía rodearlo por más abajo de la cintura, se impulsaba un poco hacia arriba y el deleite era indescriptible.
Pero un día Mac enfermó y hubo de marcharse a Ginebra, de donde procedía, prometiendo que tan pronto mejorara de su debilidad, volvería.
No volvió nunca y al cabo de un tiempo Lauren decidió dejar la comuna.
No es que nadie se lo prohibiera, pero les había tomado cariño a todos y como Serge había vuelto a París para estudiar en verano, y Mac no estaba, los demás no pintaban nada para Lauren aunque les tuviera afecto y decidió irse sin despedirse de nadie.
Así pues, por esas causas que no eran ni con mucho concretas, pero que ella entendía a su manera, Lauren se hallaba en la cuneta, sentada sobre la mochila, esperando que amaneciera del todo y pasara el autobús de línea que la llevaría a Lyon, pues para llegar a la capital faltaban sus buenos seis kilómetros y Lauren pensaba que no merecía la pena hacerlos a pie.
Allí estaba, fumando el último cigarrillo de hierbas aromáticas que le quedaba, cuando oyó un frenazo a pocos metros de ella.
Asomó una cabeza blanca por la ventanilla.
— ¿Esperas a alguien? — le preguntó el hombre de la cabeza blanca y piel tersa.
Lauren se levantó y por el asa arrastró la mochila.
Era una joven alta, esbeltísima, de largas piernas y breve cintura, así como un busto erguido, de turgentes senos.
No vestía más que dos prendas de ropa. Un pantalón de pana estrechísimo, marcando sus formas de manera insinuante y una camisola holgada a través de la
cual se apreciaban los dos senos sin sujetador. Calzaba mocasines marrón, ésa era toda su indumentaria.
Tenía el cabello de un rubio natural, era lacio y largo y lo tejía ella en una sola coleta, trenzada gruesa y cayendo tin poco por un lado del hombro. Los ojos verdes maravillosos, una boca de labios húmedos y sensuales, y unos dientes perfectos de una blancura deslumbrante bajo su moreno rostro, curtido por el sol que iluminaba las cercanías de la comuna.
—¿Va usted a Lyon? — preguntó al hombre.
Él ya tenía abierta la puerta del auto.
—Claro. ¿Adónde puedo ir por aquí?
—Es verdad — aceptó ella—. ¿Me lleva?
—Pues claro, por eso he parado.
Lauren subió y miró al conductor.
Era un tipo no muy alto, de pelo blanco, rostro sin arrugas, pero ya con sus buenos sesenta años encima.
Lauren pensó: «Para mantenerse joven, seguro que se da masaje.» Lo pensaba así porque el rostro rasurado del hombre brillaba como si tuviera grasa o algún cosmético.
Frunció el ceño.
«No estaré ante un homosexual», pensó.
Estaba harta de ellos.
—Gracias — dijo al rato, cuando ya el conductor ponía el auto en marcha.
Se fijó en que las manos que sujetaban el volante eran finas y cuidadas. Lucía un brillante en el dedo pequeño y en la muñeca un reloj de oro fabuloso. Su traje era azul de buena tela y su camisa inmaculadamente blanca, así como una corbata de seda natural.
Sin duda estaba ante un señor.
—¿De dónde procedes? — le preguntó él.
Lauren se alzó de hombros.
—De por ahí.
—¿Por ahí no tiene ningún nombre concreto? —De una comuna.
—¿La que está en las afueras de Lyon?
—¿La conoce?
—No; pero he oído hablar de ella. Yo vivo en Lyon.
—Ah...
—¿Qué hacías en la comuna?
—Vivir.
—Con todos, claro.
—Algo así.
—Creo que fuman hierbas.
—Ciertamente.
—¿Tú también las has fumado?
—Por supuesto. ¿Tú no has probado nunca?
—No.
—Pues no sabes lo que te has perdido. La miró fijamente.
—Eres preciosa y muy joven.
—Puede que sí.
—¿Cuántos años tienes?
—¿Y qué más da eso? Se tienen los que se aparentan.
—En eso tienes mucha razón. Los años poco importan. Se puede ser viejo y tener treinta, y joven contando sesenta.
* * *
Lauren, que rara vez tenía el cerebro parado, pensó que no poseía ni un franco y que aquel tipo tenía toda la pinta de ser muy rico.
Su porte, sus joyas, su auto..., sus modales y hasta su voz muy bien educada.
También se preguntó si era tan generoso que la había recogido por nada en la carretera. Se alzó de hombros, de todos modos, pensó, merecía la pena hacer amistad con él.
—Yo procedo de París — decía él amigablemente—. Estoy divorciado allí y he ido a ver a mis dos hijos. En Lyon vivo solo.
Lauren desabrochó un botón de la camisola y un seno le salió fuera.
Él la miró parpadeante, brillándole mucho los ojos.
De súbito soltó una mano del volante y asió con los cinco dedos temblones aquel seno.
—Está macizo — ponderó.
Lejos de apartarse, Lauren casi se levantó del asiento.
—¿Cómo te llamas? — preguntó él sin soltarle el seno y hurgando para buscarle el otro, que Lauren le facilitó de muy buen grado.
Cuando los hubo palpado los dos, volvió a retirar su mano, pero en vez de llevarla al volante, la llevó a los muslos femeninos.
—No me gustan las mujeres con pantalones.
—Me llamo Lauren— dijo ella—. Y si uso pantalones es porque no tengo vestidos.
—¿Te gustaría tenerlos?
—¿A quién no?
—¿No tienes familia en Lyon?
Ella rió algo cínica.
—Ni en ninguna parte.
—¡Oh!
Y la miró de nuevo.
—Me llamo Edgar y vivo solo en Lyon. ¿Te gustaría pasar conmigo unos días?
Lauren pensó que quizá como pareja fuera un desastre por sus años y sus pelos blancos, pero como poderoso señor que arreglase su difícil papeleta en la vida, tal vez le conviniera. Por otra parte se le antojaba que sería muy fácil enamorarlo y engañarlo cada dos por tres.
Podría vivir con él y a la vez vivir su vida. ¿Por qué no?
Hizo ver que lo pensaba.
—¿Es que vive usted solo?
—Puedes tutearme.
—¿Vives solo?
—Con un criado que puede contar a lo sumo cuarenta años. Me es fiel porque vive conmigo desde que me divorcié y de eso hace veinte años. Soy rico, vivo de rentas y viajo mucho. Tú puedes acompañarme en mis viajes. —
Lauren, que estaba cansada de ir de un sitio a otro, respondió rápido:
—No me gusta viajar.
La miró de nuevo.
Al ver el seno de Lauren casi fuera del blusón, avaricioso fue de nuevo a por él. Lo asió deleitoso entre sus cinco dedos.
—Es divino — ponderó, y añadió seguidamente sin soltar el seno femenino—: Si no quieres viajar, no viajas. Yo suelo hacerlo con frecuencia, pero también puedo hacerlo menos. Poseo una casa preciosa en una avenida residencial. Tiene jardín, piscina y terrazas llenas de flores.
Lauren se mojó los labios con la lengua.
Estaba más que harta de vivir en comunas y tirada en fondas de mala muerte. Desde el día que escapó del orfanato hasta entonces habían pasado sus buenos tres años y pico, lo que indicaba que ya nadie se acordaba de ella ni era fácil que en Lyon se topara con nadie conocido y menos aún si se iba a vivir con aquel tipo que tenía la pinta de ser un privilegiado de la vida.
—Piénsalo bien — decía Edgar—. Yo te ofrezco la oportunidad de vivir una temporada al estilo de una reina. Te llevaré a comprar ropa al mejor modisto, te haré conocer Lyon de punta a punta, los mejores sitios- Una vida muelle, perfumes, joyas, dinero... ¿Qué me dices?
—¿Y si se cansa de mí y me tira después al arroyo?
—Ya sabrás cómo ventilártelas. No me digas que eres novata.
—No intento decirlo.
—¿Cuántos hombres hubo en tu vida? ¡Puaf, cualquiera sabía!
Pero Lauren decidió inventar una historia. —Abusó de mí un tío con el cual vivía — dijo. El hombre pareció saltar del asiento indignado. —Cochino puerco. Eso no se hace con una criatura.
—Por eso huí.
—¿Cuándo fue eso?
—No hace ni un mes,
—¿Abusó mucho?
—Me retuvo encerrada en su casa y en su cuarto más de tres meses.
—El muy... A ésos habría que denunciarlos. Se ponía rojo de ira.
2
—¿Es por eso que fuiste a parar a la comuna?
—Por supuesto. ¿Adónde ir? Además, el asunto empezó a gustarme. En tres meses tuve tiempo de llorar, de reír y de gozar y odiar.
—A tu tío.
—Claro. Una cosa es que hagas eso por tu gusto y otra que te obliguen. Pero de todos modos en la comuna aprendí muchísimo. Puedo ser una buena amante.
Él le lanzó una mirada anhelante.
—Te lo voy a agradecer bien —dijo pausadamente—. Desde que me divorcié anduve por ahí buscando planes. Encontré muchos y los viví afanoso, pero ahora ya me gustaría tenerlo todo en casa. Con ir una vez al mes a París a ver a mis hijos, tengo suficiente. ¿Qué, quieres venir conmigo? Te dejaré en un buen hotel. ¿O prefieres quedarte en Lyon? Gilbert es mi criado y me es fiel hasta la muerte, por tanto a su lado quedas como una princesa. Mis viajes a París son muy rápidos o pueden serlo. Casi nunca lo hago en auto y prefiero el avión, que es más rápido. Mis hijos ya están los dos casados, pero nunca han dejado de quererme bien, y yo les quiero a ellos, por eso les visito una vez al mes. De ahora en adelante para estar más contigo, iré en avión de tal modo que pueda ir un día y volver al otro. ¿Estás de acuerdo? — le ponía una mano entre los muslos que ella, relajada, separaba un poco para que a él le fuera más cómodo
acariciarla—. Lo primero que haré será comprarte vestidos. Odio los pantalones que no me permiten tocar la carne.
Ella dijo cuidadosa:
—Si quieres me los bajo.
Edgar la miró ansioso y susurró entrecortadamente:
—No, no. Estamos entrando en la capital y no estaría bien. Pero llegamos en seguida y te llevo a mi cuarto tan pronto estemos en la casa. Verás cómo vas a vivir muy contenta. No te pesará haberte quedado conmigo. Soy algo viejo, pero aún estoy en perfectas condiciones para hacer el amor a tu gusto.
Lauren lo dudó, pero el caso era acomodarse en Lyon, que si él no le dejaba a gusto ya sabría ella como encontrar dicho gusto fuese con él, fuese poniéndole sencillamente cuernos. El caso era vivir. Tener un techo donde cobijarse y poderse comprar todo lo que le apeteciera porque tenía muchas ganas de dejar de parecer una «hippy» para convertirse en una gran dama.
—No te buscará tu tío, ¿verdad? — preguntó él de repente, algo asustado —. Yo no quiero líos. Soy hombre respetable. Ya me entiendes.
—Aparte de contar veintiún años cumplidos ya, por lo cual soy mayor de edad y dueña absoluta de mi persona, no creo que el vejestorio de mi tío se atreva a buscarme después de lo que pasó.
—¿Qué pasó?
—Como me obligaba todos los días y yo no quería, aunque en cierto modo pensaba que con un hombre mejor podía ser diferente, y luego lo comprobé en la comuna, un día, el mismo en que me marché, en un descuido salí del cuarto — mintió con aplomo—, calenté agua hasta que hirvió y cuando apareció mi tío dispuesto a acostarse conmigo le tiré el caldero encima, lo cual imagínate cómo le habrá dejado. Yo me fui y a él supongo que le habrán llevado al hospital.
—Oh — se asustó el ricacho—. No te andará buscando la policía, ¿verdad?
—¡Qué va! A buen seguro que el puerco de mi tío no dijo ni pío referente al accidente. Diría, y es lo lógico, que se le cayó el caldero del agua hirviendo por encima, pero para decir que había sido yo se vería obligado a decir por qué, y a quien le meterían en la cárcel sería a él. ¿Entiendes ahora?
—Claro. ¿Hace mucho de eso?
—Bastante. Lo suficiente para que mi tío o haya muerto o haya vuelto a casa lleno de cicatrices.
—¿Dónde vivías en esa época?
Lauren recordó a Mac y sus habilidades.
De modo que dijo el primer nombre que se le ocurrió:
—En Ginebra.
—Vale, vale. De todos modos — el auto ya entraba en la capital — tú vas a cambiar de vida y de ambiente y nadie te asociará a esa joven una vez te visite el peluquero, la modista y la manicura y la masajista.
Lauren se relamió.
Miró a su nuevo amante.
No tenía pinta de ser habilidoso ni era joven, lo cual repercutiría en sus torpezas, pero merecía la pena sacrificar algunos gustos para vivir mejor, y a la sazón ella iba a Lyon más desorientada aún que cuando dejó la taberna y a Mike.
El hombre dejó de sobarle el muslo y puso una expresión muy seria, lo que le indicó a Lauren que el pobre estaba lleno de prejuicios pero tampoco le censuró eso. Allá él y lo qué quisiera aparentar. El caso es que ella iba a vivir mejor aunque el hombre fuera como era.
El auto entró en la ciudad y recorrió varias suntuosas calles, circulando por una ancha avenida bordeada de lindos y coquetones chalecitos con cierta solera.
Se detuvo ante uno y, de súbito, el portón se abrió cuando las ruedas tocaron cierto lugar del suelo.
—Como ves —le dijo él—aquí todo es automático.
El auto entró en una avenida bordeada de tilos y el portón se cerró de nuevo tras él.
El chalet era achatado, en forma de cuadro apaisado, pero tenía altos y bajos y una torre. Grandes terrazas llenas de plantas. Seis escalones para subir a la puerta principal, macizos y setos y al extremo izquierdo una piscina- revestida de azul y blanco, llena de agua que parecía casi como si estuviera templada. Lauren se relamió.
En sus horas de soledad muchas veces había soñado con ser una gran dama o, por lo menos, parecerlo. Entre bocanada y bocanada de humo aromático había soñado, y presentía que de momento el sueño se realizaba, porque ella pensaba que tenía madera de gran señora sólo con proponérselo.
* * *
Edgar descendió y Lauren pudo apreciar que bajo el pantalón aquello le abultaba bastante, lo que le indicó su excitación. También se fijó que no era ningún gran mozo, que era más bien de mediana estatura y no demasiado ágil.
«Si me da la gana en dos semanas lo liquido», pensó.
Pero no iba a liquidarlo.
Merecía la pena sacrificarse un poco.
La asió por el codo y llamó a gritos;
—¡Gilbert, Gilbert!
Lauren vio que en la puerta principal, con un plumero en la mano, aparecía un tipo fornido, alto y fuerte, de unos escasos cuarenta años. Inmediatamente pensó: «Cuando falle el viejo, tengo a éste.»
Sonrió con tibieza. Lauren, cuando quería, podía parecer la más exquisita de las mujeres, y en aquel momento estaba queriendo.
Gilbert la miró alzando una ceja.
—Señor — murmuró.
E inclinó su alta talla.
Era moreno y tenía unos ojos negros como la noche. Le brillaban como lucecitas doradas al mirarla a ella.
«Me desea», pensó Lauren.
Pero su sonrisa era tibia y suave.
—Gilbert — decía Edgar, apuradísimo —. Saca el equipaje del auto y una mochila que queda dentro — miró a Lauren—. Será mejor quemarla, ¿verdad?
Lauren pensó si tenía algo provechoso en ella.
Nada.
Un tampax, dos bragas, un sujetador que casi nunca se ponía y dos pantalones, amén de unas botas camperas.
Nada de eso creía ella iba a servirle en el futuro, así que asintió con un breve movimiento de cabeza.
—Ya ves, Gilbert. Quema la mochila con todo lo que tiene dentro. La señorita Lauren se queda a vivir con nosotros.
El criado volvió a inclinar la cabeza en señal de asentimiento y se fue hacia el auto, después de dejar el plumero sobre la balaustrada de la terraza.
—Ya subirás luego el equipaje— le decía Edgar, mientras tiraba de Lauren hacia el interior de la casa —. De momento Lauren y yo vamos a descansar un rato. Hemos hecho un viaje pesado. Demasiado tráfico.
Como Gilbert no respondía, Edgar tampoco esperó respuesta.
Lauren, por su parte, sentía en sus dedos la presión de la mano gordezuela de Edgar tirando de ella, pero mientras caminaba iba mirando cuanto le rodeaba.
Sí, con las hierbas aromáticas que fumaba en la comuna había imaginado para sí cosa igual. La casa era un conglomerado de objetos valiosos. El vestíbulo era enorme, con, varias puertas que Lauren sabría otro día adónde iban a dar, cuando a Edgar le pasara la fiebre de poseerla. Unas escaleras señoriales cubiertas de moqueta por el centro y sujetas por hierros de metal brillante. Un pasamanos ancho y de pura madera noble donde ella dejaba resbalar sus dedos con deleite.
Al llegar a lo alto de la escalera, había otro vestíbulo amueblado con sumo gusto y riqueza y unas cuantas puertas. Edgar se encaminaba hacia la del fondo sin soltar su mano y despojándose con la otra de la corbata.
Empujó aquella puerta y tiró de la mano de Lauren.
La joven se vio en una alcoba enorme, en medio de la cual había un lecho
descomunal.
«Al menos, aunque este viejo no me dé mucho gusto, estaré cómoda y confortable», pensó.
Edgar ya estaba quitándose la chaqueta y los pantalones, quedándose en slip blanco y diminuto, muy al estilo jovenzuelo.
—Venga, venga —le decía a Lauren que seguía inmóvil mirando en torno—, quítate todo eso y no te lo pongas más. Huele a humo.
En slip se fue al cuarto de baño que había dentro de la habitación y apareció con un frasco de colonia.
—Te frotaré cuando te desnudes — le dijo —. Si algo detesto es el olor a humo.
Lauren se desvistió con calma. Como no llevaba bragas ni sujetador se quedó en seguida desnuda. Era una verdadera escultura. Firme de carnes. Vientre liso, caderas redondas y perfectas, muslos y piernas derechos y tan femenina que Edgar tragó saliva y sin más, como un loco empezó a frotarla con colonia, pero al segundo había dejado el frasco y ya empujaba a la joven hacia el anchísimo lecho.
No se anduvo con remilgos y Lauren ya se lo suponía. Conocía demasiado la vida y a los hombres para esperar otra cosa del vejestorio.
Pero no pensaba dejarlo por eso.
No le sería fácil adiestrarlo, pero sí cansarlo, y cuando estuviera cansado sería sin duda más cuidadoso y sabría llegarle a ella a sus sensibilidades sexuales.
Lo cierto es que se puso sobre ella y la penetró. Empezó a moverse tan apurado que se fatigaba,
Lauren le dijo calmosa:
—A ese paso te sofocas o te da un infarto y no logras nada. ¿Quieres ser más cuidadoso?
Él frenó su ímpetu, pero sólo a medias. La besaba y saltaba sobre ella como un loco desquiciado.
Lauren, fríamente, estaba pensando que aquel vejestorio aún tenía agallas y que iba a quedar rendido y sudoroso sobre ella sin sentir el orgasmo, a menos que depusiera su loco vaivén.
Decidió ser habilidosa.
Tenía que gustarle al viejo y se comportó como sí su amante estuviera despertando en ella el mayor entusiasmo.
Edgar se entusiasmaba por momentos y cuando Lauren sintió la última sacudida no había disfrutado nada, pero nadie lo diría por sus rítmicos movimientos y sus fingidos suspiros y sus ayes deleitosos.
Por fin el viejo (si viejo podía llamársele) se quedó jadeante, medio ahogado y suspirando junto a ella como si fuera talmente un fardo.
«Este—pensó Lauren—, queda listo para todo el resto del día. Si conoceré yo el percal. »
Para hacerse indispensable se volvió un poco hacia él, montó una pierna sobre el vientre de su amante y le buscó la boca con la suya deslizando la lengua por los labios entreabiertos del fatigado.
Una cosa apreció Lauren que la complació en cierto modo. El hombre tenía una boca fresca, unos dientes blancos y podía besarse sin ninguna repugnancia.
Desmayadamente, Edgar, maravillado, alzaba los brazos y abrazaba aquel cuerpo, suspirando y diciendo mil palabras tiernas.
—No te separes nunca de mí. Oh, no. Eres maravillosa.
Lauren reanudaba sus muestras de amor.
Lo que dejaba a Edgar creidísimo de que había sido el mejor macho de los machos.
—Te ha gustado, ¿verdad? Te ha gustado.
—Eres un ser divino, Edgar — le susurraba ella, acariciándole.
Edgar se relajaba esponjado y creído de que su masculinidad era única, así que se quedó en el lecho contemplando y besando a Lauren de los pies a la cabeza.
3
Nadie al ver a Lauren elegantemente vestida, peinada, con el cabello suelto y cepillado, sedoso, perfumado y primorosamente calzada, podría asociarla a la chica de la comuna o de la trasera de la camioneta de Mike.
Lauren sabía exhibir unos modales exquisitos, era delicada de apariencia, de cuerpo escultural y tan femenina que casi daba miedo tocarla.
Edgar se sentía como un niño con zapatos nuevos. Tenía la mejor, más elegante y mejor vestida amante del mundo.
Al cabo de dos meses nadie diría que aquella chica de la comuna era la misma joven dama que acompañaba a Edgar a todas partes.
La cuidaba como si fuera talmente un regalo valioso, le compraba cuanto le apetecía y Lauren vivía en la gloria adaptándose en seguida al ambiente exquisito en el cual se desenvolvía Edgar.
No podía decir en modo alguno que Edgar fuera un amante perfecto ni siquiera medio perfecto. Pero era rico y a su lado iba conociendo a personas que podían interesarle en el futuro.
En aquellos dos meses, Edgar no fue a ver a sus hijos a París, aunque Lauren lo
estaba deseando para acostarse con Gilbert, que, lo sabía perfectamente, la seguía con los ojos por toda la casa y cuando se bañaba en la piscina con un diminuto bikini, desde una ventana no perdía detalle,
Lauren casi siempre se bañaba por las mañanas, mientras Edgar se quedaba en el lecho descansando y le servía su criado el desayuno; pero tan pronto el criado dejaba “la habitación de su amo, corría a la ventana y se recreaba viendo los gestos que hacía Lauren desde el trampolín antes de tirarse al agua.
Nadaba de un lado a otro y cuando se sentaba en la orilla y se despojaba del gorro, su pelo rubio natural, lacio y sedoso se esparcía dándole todo el aspecto de una ninfa.
Aquella mañana hacía muchísimo calor y Lauren, sentada en la orilla con los pies perdidos en el agua, miraba hacia arriba para que los rayos del sol la pusieran más morena de lo que ya estaba. De repente apareció Gilbert enfundado en su pantalón negro, con una camisa blanca y un chaleco a rayas, con una manguera en la mano.
—¿Qué vas a hacer, Gilbert? — le preguntó ella, lanzando una larga mirada sobre el rostro sofocado del criado.
Vio que Gilbert estaba tremendamente abultado, como si todo le fuera a saltar del pantalón. «Está a punto», se dijo Lauren.
Gilbert la miró avaricioso, desde la punta de los pies a los senos, deteniéndose en su boca como si se la fuera a comer.
—Voy a regar un poco.
Tenía una voz cavernosa, como si se le fatigara al salir de la garganta, tal era su excitación.
Lauren pensó que Edgar no pensaría jamás que ella lo cambiaba por otro. Era un fláccido señor que sólo de vez en cuando se ponía a punto, pero ella le había hecho creer que era el mejor amante del mundo y, dada su edad, Lauren pensaba, y con razón, que el vanidoso de Edgar no podría jamás concebir que pudiera existir un amante más complaciente, macho y masculino que él.
Pues que lo pensara, que para eso trabajaba ella lo suyo.
Pero el gusto, por supuesto, no se lo daba Edgar y sospechaba que aquel Gilbert estaba mucho más preparado que su amo para complacerla.
Así que se levantó con pereza, se estiró un poco, bostezó y se fue hacia los vestuarios siguiendo a Gilbert que empuñaba la manguera e iba vertiendo agua por todos los macizos que los rodeaban.
Lauren entró descalza, con andar cadencioso, moviendo hábilmente con exquisitez las caderas y una vez dentro, vio a Gilbert delante de la puerta abierta manteniendo enhiesta la manguera y mojándose, pues ni miraba por dónde corría el agua.
Lauren, sin perder su sangre fría, se despojó del sujetador diminuto que era una pieza de su bikini y, después, del pantaloncito no menos diminuto. Luego dijo a Gilbert, al que casi se le escapaban los ojos de las órbitas:
—Échame agua, Gilbert... Hace demasiado calor y el agua de la piscina está templada.
Gilbert mantenía la manguera de mala manera. Ver a Lauren desnuda y girando en torno a sí misma para que él la mojara, era una tentación desesperante.
Así que después de mojarla una vez, soltó la manguera sin siquiera cerrarla y se precipitó a los vestuarios.
—Pero, Gilbert — murmuró ella, melosa—, ¿qué haces?
Gilbert la tomaba en brazos y empezaba a besarla por todo el cuerpo. La boca, donde deslizaba su lengua sana y joven; los senos, donde los pezones se ponían erectos de súbito y excitadísimo placer. La empujó hacia el interior de los vestuarios y la oprimió contra su cuerpo y la pared. Precipitadamente se abrió el pantalón sacándolo todo fuera y empezó a sobarse sobre ella diciendo mil frases casi ininteligibles.
De repente, preso de una loca excitación, la penetró y ella lanzó un gemido.
Alzó los brazos y le rodeó el cuello mientras su boca se perdía en la de Gilbert con ansiedad.
En su excitación y tal vez temeroso de que su amo apareciera, Gilbert se precipitó demasiado, con lo cual Lauren, que estaba tanto o más excitada que él, se quedó sin enterarse de nada.
Cuando él quedó a su lado jadeante le dijo con voz entrecortada:
—Tengo que verte en otro sitio. Procura que ese viejo se marche un día o dos a París. Va todos los meses y estos dos últimos no fue.
—Prepárate — dijo ella, enfadada — porque así no me dejas. ¿Qué habilidad es la tuya?
—¿Y te quejas? No creo que el viejo te dé demasiado.
—Por eso mismo. Esperaba mucho más de ti.
Gilbert se sintió un poco avergonzado.
Enrojeció y dijo:
—Si esperas irnos momentos me pondré en forma otra vez... Estoy como un toro. Pero ahora mismo, me es imposible.
Lauren le miró desdeñosa.
—No vales para nada. ¿Es que no sabes aguantarte? Cuando se hacen esas cosas no se puede pensar en uno mismo, sino en los dos. Es cosa de dos, ¿te enteras? Conmigo creo que has fracasado.
Empezó a ponerse el albornoz, pero Gilbert le rogó quejumbroso:
—Aguarda un poco, mujer. Un poco nada más. Deja que te toque y quizá...
—¡Puaf! —dijo ella.
Y salió pasando delante de él dejando en el suelo el sujetador y el pantaloncito del bikini.
Era una preciosidad y nadie diría al verla que era la más fina zorra de cuantas existían.
Tenía modales exquisitos, un andar cadencioso y todo en ella despedía femineidad.
Buscó las chinelas cerca de la piscina y como estaba muy excitada pensó que Edgar tal vez la consolara un poco.
A medias, claro. Hacía siglos que no era plenamente feliz, de modo que decidió que tenía que enviar a Edgar a París para buscar su propio plan lejos de aquella casa que ya se le antojaba una jaula.
Entró en el cuarto cuando Edgar, desnudo sobre el lecho, sin destapar, se desperezaba. Lauren se despojó con cuidado de la ropa y anduvo desnuda por el cuarto sobre las altas chinelas.
Edgar empezó a enderezarse y a ponerse excitadísimo hasta el extremo que le gritó enloquecido:
—Vente para acá, Lauren.
Era lo que Lauren esperaba.
Cadenciosa y como si no tuviera ninguna prisa, se fue hacia el lecho y se tiró en él boca arriba. Sabía que Edgar no estaba a punto, de modo que consideró que se pondría excitándola más a ella.
Fue así. Edgar empezó a pasarle los dedos por todo el cuerpo y a besarla en la boca y deslizar la lengua en ella, y después le besó los senos de tal modo que los pezones se pusieron erectos y temblones al mismo tiempo.
Al momento, Lauren rodeó a Edgar con sus brazos y se subió sobre él. Ella misma se introdujo.
—Yo lo haré, Edgar, amor mío — le susurraba en la boca—. Ya verás...
Edgar quedó maravillado y Lauren un poco más calmada.
* * *
Los dos, después, relajados sobre el lecho, hablaron de sus cosas.
—No quiero ser — decía Lauren — un estorbo para tus hijos, Edgar.
—Oh, ¿por qué lo dices?
—Hace dos meses que vivo contigo y, sin embargo, no has ido a verlos.
—Ya iré.
—Debes ir cuanto antes.
—¿No vienes conmigo?
Lauren se desperezó. Aún estaba desnuda y alzaba los brazos metiendo las manos bajo la nuca.
—Me da pereza, Edgar. Pero dos días pasan pronto. Debes de ir hoy mismo. Sale un avión a las dos de la tarde. No quisiera por nada del mundo que vinieran tus hijos en vista que tú no vas y me encontraran aquí.
—En eso no había pensado.
—Pues ve pensándolo.
—Iré, tienes toda la razón.
—Pues, hala, date un baño y prepárate. Yo te haré el maletín.
—Qué buena eres, Lauren. ¿Por qué no te habré encontrado antes?
—Es bastante pronto, ¿no? Me haces gozar como nadie.
Edgar saltó del lecho y se hinchó como un pavo real.
—Es que soy muy varonil, Lauren.
—No he conocido a nadie como tú — decía ella desde el lecho.
Edgar, esponjado, se metió en el baño y al rato salió envuelto en una toalla.
Mientras tanto Lauren, envuelta en la bata, le preparaba el maletín con ropa para dos días.
—Vendré tan pronto pueda.
—No seas precipitado, Edgar — decía con ternura que le sabía a Edgar a caricia dentro del cuerpo—. Si no vas por dos días, tus hijos pueden sospechar. ¿No acostumbras pasar un día con cada uno?
—Desde luego.
—Pues tienes que seguir haciéndolo igual. Me molestaría mucho ser la culpable de robar el cariño de tus hijos.
—Eres tan buena.
—Soy humana — decía Lauren —. Ya tienes el maletín hecho.
—¿Ni siquiera me permites comer contigo? Puedo hacer el viaje en el avión de las cuatro.
—No debe ser así, Edgar. Comprende la ansiedad de tus hijos.
—Les llamo por teléfono cada semana.
—Pero antes ibas una vez al mes.
—Eso es verdad. Además, ellos están algo extrañados.
Lo convenció al fin y se fue.
Comió sola servida por Gilbert, que la miraba con excitación.
—Esta noche voy a salir, Gilbert.
Él se agitó.
—¿No te quedas conmigo? Te puedo demostrar,.,,
—Otro día tal vez.
—Si sales—dijo él, rencoroso —se lo digo al amo.
—Bien, tú le dices que yo he salido y yo le digo lo que me has hecho en los vestuarios.
Gilbert palideció.
Y Lauren aprovechó para añadir:
— Si crees que me despediría a mí te equivocas. A mí no me despediría jamás, a menos que yo me marche por mi gusto. A ti, en cambio, te daría tal patada en las posaderas que llegabas a los Alpes suizos. Ándate con cuidado.
—Sé que si sales vas a buscar plan.
—Voy a lo que me dé la gana.
Y como ya terminaba de comer, se levantó.
Gilbert trató de ir tras ella gimiendo:
—Lauren, te digo que estaba muy excitado. Ahora estoy en forma y te aseguro...
Ella alzó la mano.
—Otro día, Gilbert.
— Te ruego, te suplico.
—Nada.
Y se fue a su cuarto.
Se tendió en el lecho y decidió descansar hasta la hora de salir por la noche.
Necesitaba encontrar algo a su medida.
Y ni Gilbert, con sus cuarenta años y casi menopáusico, ni Edgar sin energía varonil, podían darle gusto. Al menos el gusto que esperaba hallar.
Se puso un traje precioso, de sencilla elegancia, se calzó zapatos altos, buscó un bolso no muy grande y se lanzó a las noches de Lyon.
Se metió en barrios más sencillos y fue a dar a una puerta de donde salían luces amarillentas y rojas. Asomó la cabeza y se dio cuenta de que era un striptease de lo más chabacano.
Pero hacía mucho que ella no vivía una noche así.
De modo que se sintió feliz y buscó una mesa, ante la cual se sentó.
4
Leonard Souchon se hallaba recostado en la barra donde apoyaba un codo.
Era un tipo alto y fuerte. No más de veintiséis años, tal vez dos más. De pelo espigoso, ojos pardos grisáceos y alguna peca salpicando su morena piel. Vestía un pantalón azul algo caído sobre las caderas y una camisa azulada de manga corta donde se apreciaban la cajetilla y los fósforos.
Miraba en torno con indolencia, dejando caer los párpados sobre el brillo de sus ojos.
La mujer desnuda en el escenario maldito si le llamaba la atención. No era perfecta y sí demasiado masculina, y si le apuraban mucho incluso la creería un travestí, si no fuera por los pechos que le bailaban al mover su cuerpo en aquella danza desenfrenada.
Después salió otra y otra.
El baile desenfrenado se convirtió en algo muy lento y excitante.
Pero Leonard tampoco se excitó en lo más mínimo.
Sin embargo, de repente, sus párpados indolentes se alzaron un poco.
La muchacha que en aquel instante entraba en el local casi a oscuras, iluminado tan sólo por bombillitas rojizas y amarillentas, sí que despertó su curiosidad.
No era la típica muchacha que entraba en lugares semejantes.
Tenía una elegancia natural, algo felina, vestía ropa de primera calidad y sus modales eran de lo más exquisito, con una clase excepcional.
Leonard se enderezó.
La muchacha en cuestión era rubia, no podía verle el color de los ojos, pero el conjunto no podía ser más excitante y atrayente.
Leonard bebió lo que quedaba del whisky en el vaso y se acercó despacio por entre las mesas a la que, en aquel instante, ocupaba la exquisita damita.
La miró desde su altura.
Lauren, que contemplaba curiosa el espectáculo de las mujeres desnudas danzando en el escenario, sintió una sombra a su lado y miró. Vio unas piernas largas y fue alzando los ojos con lentitud hasta toparse con un busto poderoso, un rostro pecoso y una boca sensual que sonreía y mostraba dos hileras de dientes perfectos.
—Hola — saludó Leonard.
Lauren dijo como si la intromisión le molestara:
—Hola — muy seca.
Leonard no se inmutó demasiado.
—Estimo que no es lugar para ti.
—Creo que eso — y mostraba el escenario donde en aquel momento se unían al grupo de las féminas desnudas dos hombres igualmente desnudos — es para quien quiera mirarlo.
El camarero se acercaba y Lauren pidió un whisky.
Leonard dijo:
—Tráeme otro a mí — y mirando a Lauren—: ¿Puedo sentarme a tu lado?
Lauren se alzó de hombros.
—Si no estorbas...
—¿De veras te gusta el espectáculo?
—¡Bah!
—Los hay mejores. Si quieres te llevo a un music-hall que hay no lejos de aquí.
—De momento prefiero quedarme aquí — y lo miraba de reojo.
Se hacía la digna, pero, ciertamente, el encuentro le estaba agradando mucho.
— Me llamo Leonard, pero los amigos me llaman Leo.
—De acuerdo.
—¿No me dices tu nombre?
—¿Y qué más te da saberlo?
—Es raro ver por aquí a una joven como tú. ¿Te has escapado de casa?
—Y si fuera así, ¿piensas dar parte a la policía para que me reintegre a mi hogar?
Leonard soltó la risa. Era una risa poderosa y firme. Se diría que en su rostro restallaban mil cascadas.
—No. Allá tú..., y tus progenitores, tutores, hermanos o lo que sea. Y tú misma...
Se inclinó hacia ella y miró sus manos,
— Tienes manos de dama.
—Seré una dama.
—¿En este lugar?
—Bah. Algo hay que ver, ¿no?
—Todo eso es mejor en cualquier otro sitio. Yo soy manager de esas gentes y se dan como rosquillas.
—¿Eres manager de ésos?
—¿De los que bailan? No, pero lo soy de otros que hacen las mismas cosas en otros lugares. Ando a la caza de algo que merezca la pena. Hacerlo rico y hacerme yo a mi vez.
El camarero llegaba con lo solicitado y Leonard pagó la consumición de ambos.
—Permíteme que te invite — dijo al toparse con la mirada interrogante de ella.
Se dio cuenta de que tenía los ojos verdes y de verdad eran fascinantes.
—Nunca vi ojos más hermosos — ponderó, sincero.
Ella entornó los párpados de modo felino y cadencioso y Leonard sintió que se excitaba como si le estuvieran acariciando mil beldades,
* * *
—Oye, ¿de veras no quieres ir a un sitio mejor?
Ella pareció menguarse un poco, como si todo le diera algo de miedo.
—¿De veras no te has escapado de tu hogar? Tienes todo el aspecto de una damita exquisita.
Lauren sonrió apenas. Mostraba unos dientes nítidos e iguales y Leonard pensó que jamás había visto muchacha más perfecta.
—Puedo ser una dama, pero no me he escapado de mi hogar.
—Además eres muy joven. Por tu aspecto diría que no llegas a los veinte.
—Paso. Te has equivocado.
—¿No quieres decirme tu nombre?
—¡ Bah! Me llamo Lauren.
—Inquietante Lauren — dijo él como si besara las palabras—. ¿Permites que sea tu pareja esta noche?
—Me gusta ver esto — y mostraba el escenario, aunque realmente no le interesaba nada—. Nunca vi nada igual.
—Te puedo llevar a un sitio mejor.
— ¿Donde tienes a tus artistas?
Leonard hizo un gesto vago con la mano y asió el vaso que llevó a los labios. Después de beber un trago murmuró:
—No. Mis gentes las coloco aquí y allí. Todavía no encontré una de bastante categoría para colocarla en un lujoso lugar. De éstos hay montones en Lyon, pero mucho mejores. Has venido al peor de toda la calle. Te digo que no lejos de aquí hay un music-hall elegantísimo. Cuesta caro — metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó unos billetes —, Esto no me llega ni para una copa de limonada, pero seguramente tú tienes dinero.
—¿Eres un gigoló?
—No, maldita sea. Pero lo normal es que si tienes más dinero que yo, me ayudes a pagar.
—No pienso moverme de aquí.
—Como gustes. Oye, ¿no bebes?
Con su mano delicada y bien cuidada Lauren asió el vaso y bebió un poco de whisky.
—Tampoco el whisky es bueno — dijo.
—Aquí sólo hay una cosa buena, que puedes ser tú, y eso que ando siempre entre mujeres.
—¿Por tu calidad de manager?
—Por eso y porque me gusta el sexo opuesto. Soy completo. No ando en medias tintas. Me gustan las mujeres a rabiar.
Y bajando la voz a la vez que se inclinaba hacia ella:
—Lauren, tengo un pequeño cuarto no lejos de aquí... ¿Qué dices?
—¿Y qué tengo que decir? — preguntó Lauren, pensando que aquel hombre sería su pareja aquella noche y seguramente estaría capacitado para quitarle todo el regusto que le habían dejado Edgar y Gilbert—. Si tienes un cuarto aquí cerca, mejor para ti, ¿no?
—Podía ser mejor para ambos...
Y por debajo de la mesa metió sus rodillas entre las suyas.
Las apretó con suavidad y Lauren sintió que le hormigueaba todo el cuerpo.
Una súbita excitación la invadió.
Realmente después de dejar la comuna sólo vivió el amor a medias, y si no fuera por el mucho dinero, el lujo y la comodidad con que la rodeaba Edgar, a buen seguro iba a aguantarlo...
En cambio aquel hombre joven, vigoroso, fuerte, atento y «mirón» que decía llamarse Leonard, sí que podía ser un buen desquite a sus abstinencias.
Por esa razón no retiró las rodillas ni dijo palabra alguna en contra de lo que el joven hacía a ojos vista.
Inclinado sobre la mesa, en aquella semipenumbra, Leonard la miraba fijamente a los ojos.
—Eres de una hermosura subyugante —ponderó—, ¿no podemos dar un paseo por ahí?
—Te digo que de momento estoy bien aquí.
Leonard no se anduvo con chiquitas.
Podía ser muy elegante, muy exquisita y tener mucha clase, pero el lugar donde se encontraba carecía’ de todo ello, y él tenía un ojo clínico para conocer a las mujeres y se daba cuenta de que aquélla, a pesar de toda su clase y exquisitez, no pasaba de ser una mujer incitante más.
Así, le asió el mentón apoyando los codos en la mesa y sujetó con los diez dedos la cara bonita de aquella muchacha.
Le buscó la boca y la besó con la suya abierta, deslizando la lengua entre los entreabiertos labios femeninos. Se dio cuenta de inmediato de que la chica besaba bien y sabía de besos casi tanto como él de mujeres.
La estuvo besando un rato, jugando con sus labios, deslizando la lengua hasta que le obligó a sacar a ella la suya.
Lanzó un suspiro y sobó la lengua femenina con sus propios labios casi como si se la absorbiera.
Después, una de sus manos bajó y le sujetó cuidadoso el seno.
Dejó de besarla para decirle:
—Es macizo y firme. No muy grande. No me gustan los senos descomunales... Lo tienes perfecto.
Le deslizó los dedos entre el vestido, de tal modo que Lauren ya no pudo más y se levantó de un salto.
—¿Qué haces? — preguntó él, desconcertado.
Y pensó que se había equivocado de mujer.
Pero no, porque Lauren, roncamente, dijo:
—¿Dónde tienes el cuarto?
—¡Ah, eso!, bueno.
Y se bebió primero su whisky y después el de ella.
Dejó los dos vasos vacíos uno junto a otro.
Hecho lo cual, la asió por los hombros y atravesaron juntos el local.
—No es lujoso como tu persona — dijo Leonard, riendo—. Pero es el cuarto donde yo vivo. Y si vivo allí durante meses, no tienes tú por qué no vivir durante
horas.
La apretó contra sí y Lauren se pegó a él.
—Estás temblando — le susurró Leonard—. ¿Qué te pasa?
—Ya lo sabes.
—¿Así te puse? Yo estoy como tú. Un buen encuentro en la noche.
La llevó por las calles oscuras, pegados ambos, pasando junto a los soportales.
Leo era bastante más alto y Lauren a su lado parecía un objeto maravilloso. Pero de vez en cuando Leonard se paraba, la volvía hacia él, la besaba en la boca goloso y decía a media voz:
—Lo vamos a pasar divinamente, ya verás.
Lauren no pudo por menos de pensar en el fofo Edgar y el inhábil Gilbert y en la comuna, en Mac, en Serge y todos los que pasaron por su vida. Hasta evocó íntimamente el primer dolor sexual que le produjo el inexperto Mike.
Si aquella noche recibía una desilusión sexual, jamás creería en los hombres.
* * *
Lauren entró en el cuarto empujada por Leonard.
Era una dependencia partida en tres, todo dentro de la misma pieza, separada entre sí por cortinas.
Baño, habitación y cocina.
Nada guardaba armonía.
Había objetos por cualquier esquina.
Una máquina de escribir sobre una silla. Pantalones colgados de un clavo metido en la pared. Desnudos de mujer pegados también a las paredes y zapatos por el suelo. Un cenicero lleno de colillas sobre un banco de madera. La cama no brillaba por su limpieza, pero las sábanas eran blancas y la colcha parda, si bien estaba deshecha.
Leonard no se desnudó.
En cambio, cerca de ella, mirándole a los ojos, empezó a desabrocharle el vestido.
—No llevas sujetador — le dijo.
Ella negó con la cabeza.
—¿Por qué?
—Me estorba.
—Oye..., no serás virgen, ¿verdad?
—No lo soy.
—¿Te gusta que te hagan el amor?
—Sí.
—Tienes una vocecilla temblona. ¿Por qué tiemblas así, mujer? ¿Eres soltera?
—Sí.
A medida que la iba desnudando, continuó hablando:
—¿A quién tienes miedo?
—No tengo miedo.
—Pero tiemblas.
—Es posible.
—Estás excitada, ¿verdad?
—Creo que mucho.
—Mejor.
—Tú no pareces estarlo.
Leonard rió de aquel modo que parecía que mil cascadas se debatían en el aire.
—Sí que lo estoy —dijo, dejando de reír y suspirando—, pero soy algo morboso
y me gusta contemplar la excitación de la mujer en su plenitud, Yo creo que tú estás que estallas.
El vestido desabrochado, había caído al suelo. Lauren llevaba tan sólo una diminuta braga de encaje color crudo.
Leonard se separó y entornó los párpados:
— Jamás vi cuerpo más perfecto. Si tú sales desnuda
a un escenario causas furor. ¿Por qué no te dejas gobernar por mí y ganamos los dos lo que queremos?
Ella se ahogaba de ansiedad.
No esperó que él le quitara la braga, se la quitó ella misma y se quedó erguida mirándole.
Leonard se mojó los labios con la lengua.
Después’ volvió a entornar los párpados ponderando;
—En toda mi vida vi mujer como tú. Tienes cuerpo de estatua. ¿Qué cosa haces
para ser tan exquisita, tan femenina y tan puta?
Lauren se fue hacia el lecho y se tiró en él boca arriba.
Entonces Leonard ya no esperó más. No le gustaba ser precipitado con las mujeres. Tenía mucha experiencia y bien sabía lo que les gustaba a ellas, de modo que se quitó la camisa rápidamente y después el pantalón y se quedó en slip, aquél abultadísimo.
Pero no se lanzó sobre ella, lo cual produjo en Lauren un goce indescriptible.
Se arrodilló a su lado y empezó a besarla por todo el cuerpo. Sus dedos la acariciaban desde el rostro a los senos, y cuando perdió aquellos en los muslos, Lauren empezó a agitarse como una desquiciada.
—Tú eres una reprimida — dijo él—. ¿Qué pasa contigo? Eres apasionada como una tigresa y se me antoja que nadie te da gusto.
Se lo estaba dando él.
Ni Mac, ni Serge, ni nadie en este mundo le había hecho a ella disfrutar como estaba disfrutando.
Leonard, con ademán gatuno, dejó de besarle los pezones que se erizaban y se subió sobre ella. No la penetró de inmediato. Empezó a besuquearla y meter los
labios entre los suyos y deslizar su lengua.
De repente se enderezó y la miró, contemplándola largamente.
—Te gusta esto — le dijo.
Ella parpadeó.
Alzó los brazos presurosa para atraparlo.
Y le atrapó el cuello de modo que su boca se metió en la de Leonard con loca ansiedad. Empezó a sacar la lengua y Leonard cuidadoso y suavemente la penetró. Se quedó así, inmóvil sobre ella.
—Por favor, susurró la voz femenina, ahogada.
Él rió.
Una risa leve.
Una risa lasciva y encendida al mismo tiempo y después, con súbita ternura, empezó a moverse.
—Te haré vibrar como nadie lo hizo en tu vida — le dijo.
Se lo hacía.
Agitada, suspirante, anhelosa...
Decía frases.
Breves.
Incoherentes.
Él ya no reía. Iba con lentitud, apretándola más y más, ella bajó los brazos del cuello de Leonard hacia la cintura y se irguió un poco.
Lanzó un largo gemido.
Leonard lanzó otro al mismo tiempo y de súbito una sacudida impresionante y un placer indescriptible los invadió a ambos.
Luego, silencio.
Había sido una plenitud como nadie jamás le hizo sentir.
Leonard quedó jadeante y sudoroso, pero al mismo tiempo contemplativo y reverencial, como si le inundara una viva ternura.
— Lauren, inquieta Lauren — dijo —. ¿Qué te pasa a ti?
Ella no podía hablar.
Tenía ganas de estallar en sollozos.
De la raíz del pelo le subía, como empujando, un frío sudor.
Él la besó en la frente y después en las mejillas enrojecidas y más tardé en la boca donde deslizaba su lengua cuidadoso.
—Leo— susurró—. Oh, Leo.
—¿Qué te pasa? — preguntó él.
—No sé.
—Yo sí...
Y a su lado la acariciaba con lentitud. Como si sus dedos resbalaran por los senos erizados, palpitantes, por el vientre. liso, por los muslos redondos.
—Lauren..., ¿qué amantes has tenido?
—¿Por qué preguntas eso?
—No lo sé. Te lo pregunto porque se diría que has vivido por primera vez a pesar de no ser virgen.
—Tengo un amante,
—¿Hábil?
—Inhábil.
—Bien — rió Leonard, campanudo —, cuando quieras vivir ven a esta casa.
—¿Y si no estás?
—Esperas.
Se tiró del lecho y desnudo fue a un armario y lo abrió.
—Toma — dijo, entregándole una llave—. Abres y esperas.
—¿Por qué haces eso conmigo?
—Casi estás llorando — dijo, mirándola largamente.
* * *
Dicho lo cual levantó la colcha parda y la cubrió.
Lauren dijo quedamente:
—Leo, acabas de conocerme y eres delicado conmigo.
—No puedo hacer otra cosa. Aparte de que soy delicado con todas las mujeres por el simple hecho de ser diferentes a mí, contigo, no sé, pardiez, lo que me pasa. Eres como eres. Toda sensibilidad, ansiedad, llanto. ¿Lloras a menudo?
Lauren se encontró diciendo asombrada:
—Es la primera vez.
—Cielos...
—Nunca he llorado.
—¿De dónde procedes?
— ¿Importa eso mucho?
Leonard se estiró a su lado y subió una pierna sobre las de ella.
—No demasiado.
—Me, gustaría que nos conociéramos sin saber demasiado uno del otro.
—¿Y eso por qué?
—Para ir descubriéndonos así, despacio, silenciosamente.
—Yo soy un paria, Lauren. Uno de esos hombres que buscan con afán prosperar, pero la vida es puta y no da demasiado de sí— miró en torno—. Ya ves lo que tengo. Es todo esto, unas personas que dependen de mí y unos billetes. Tú, en cambio, pareces poderosa y, sin embargo, cuando te vi llegar pensé que eras una dama tan sólo curiosa.
—¿Y si fuera así?
—¿Es?
—No —dijo ella, desalentada—. No.
—Claro.
—¿Claro qué?
—Nada, Lauren, nada. Que eres como eres y nada más. ¿Qué me importa tu pasado?
—¿No te importa?
—Nada.
—¿Y el presente?
—A medias.
—¿Y el futuro?
—Poco.
—¿Y el momento?
—Todo.
Y de nuevo empezó a trajinarla con delicadeza!.
—Te voy a poseer otra vez. ¿Quieres?
Ella se estremeció y su íntimo estremecimiento llegó a él.
—Me parece que tu amante sólo te da dinero y vestidos y esa exquisitez que
denuncia tu persona.
—Esa es innata en mi, lo demás lo hace la ropa que llevo.
—¿Y qué pasa con tu amante?
—Es un viejo.
—Oh... déjalo.
—Si lo dejo, dejo mi cómoda vida.
—No se puede tener todo al mismo tiempo. Después ya no preguntó más.
La besaba con lentitud y con cuidado. Los labios, los senos, erizando los pezones que a la vez se ponían temblorosos.
Se agachó más y le buscó los muslos. Ella se agitó.
Vivió una noche única, y cuando Leonard la despidió en la puerta, la miraba a los ojos hondamente.
—¿Vas a volver?
Ella blandió la llave en la mano.
—Sí.
—¿Cuándo?
—Mañana.
—¿Y pasado?
—Si puedo.
—¿No te dejará el viejo?
—Pasado mañana estará en Lyon.
—¿De qué forma nos vamos a ver entonces?
—No lo sé. Ya buscaré la forma de adormecerlo.
—Aguarda.
Y Leonard sin preámbulos fue hacia un cajón del armario y sacó un frasco.
—Toma. Cuando quieras verme, le das eso en un vaso de leche. Le adormece de inmediato y no despierta en ocho o doce horas. Es fulminante, pero también inofensivo.
—¿Y si un día no produce efecto?
— Renuncia a tu bienestar, caramba — rezongó Leonard—. Nunca se puede tener todo en esta vida. O se tiene una cosa o se tiene otra... Lo entiendes, ¿verdad?
No lo entendía. Ella no podía renunciar al bienestar que sentía junto a Edgar, pero tampoco al placer que le proporcionaba Leonard,
5
Amanecía cuando pisó el vestíbulo del lujoso palacete.
Una sombra se deslizó por aquél.
—Se lo diré, ¿oyes? — decía Gilbert, alterado—. Le diré que has estado puteando.
—Y yo le diré que tú me has poseído a la fuerza. ¿Quién crees que tendrá más veracidad para él? Tú eres su criado. Yo soy su amante bien amada.
—Eres una perdida.
—Déjame pasar y calla.
Gilbert debió entender que con amenazas nada iba a conseguir y se puso tierno y lastimero.
Apoyado contra el inicio de la escalera, excitado y medio encorvado, jadeante y anheloso, murmuró:
—Ahora ya te entiendo. Sé lo que quieres y cómo lo quieres. Te aseguro que te daré gusto. Vamos a mi cuarto.
Lauren, que venía satisfecha, cansada y sólo dispuesta a dormir a pierna suelta hasta bien entrada la mañana, lo miró entre desdeñosa y altiva.
—Quita allá, Gilbert. Y olvídate de mí para toda la vida. Y te aseguro — le apuntaba con el dedo erecto fino y delicado — que si dices una palabra, sales de esta casa más que pitando. Ten en cuenta que yo sé usar de mil maneras mi inocencia y que soy la amante de tu amo y él me quiere y me desea. Tú sólo eres su criado y criados como tú sobran en Lyon, y por muchos años que lleves con él, yo sabría la forma de darte el bote, y te lo daría sin ningún remordimiento. Todo lo que veas y oigas en el futuro, que te tenga sin cuidado. Tu puesto privilegiado aquí depende de tu discreción. ¿Está claro?
—Te ayudaré a salir por las noches, seré discreto, un muerto si quieres tú, pero, por favor, ven ahora a mi cuarto.
Lauren no soltó la risa porque ella aparentemente y sin aparentarlo era seria por naturaleza. Pero sí lanzó sobre el criado una mirada severa y fría.
—Creo que te has equivocado de puerta, Gilbert. Lo dicho, dicho queda — iniciaba el ascenso por las escalinatas—. Vete a la cama tranquilo, y si no tienes con quien desahogar tus excitaciones mas túrbate y acabas antes.
—Lauren, escucha...
Ella le cortó:
—Nada.
Y ascendió altiva y majestuosa.
Nadie al verla, gentil, bonita, elegante y con una clase depurada, diría que aquella joven venía de vivir su noche de amor con un casi desconocido.
Sólo le faltaba la capa de piel por los hombros para dar la sensación de que regresaba del teatro con su padre, su hermano o su prometido.
Gilbert apretó los labios casi gritando cuando ella llegó al vestíbulo superior:
—Ándate con cuidado. Una noche más y no me callo, ¿oyes? Tú sigue por ese camino y verás lo que pasa en esta casa. Has de saber que mi amo te llamó por teléfono.
Entonces Lauren sí se detuvo.
Giró con súbita violencia.
—¿Qué le has dicho? — preguntó anhelante, pero sin aparentarlo.
Gilbert en dos saltos llegó a lo alto del vestíbulo.
Intentó asirle una mano, pero Lauren la levantó en el aire con fiereza.
—Di, ¿qué le has dicho?
—Esta noche te ayudé. Como es tonto de remate se conformó. Pero otro día, mañana por ejemplo, no te ayudaré en absoluto si no pasas la noche conmigo.
—No la voy a pasar, de modo que di lo que le has dicho.
—Le dije que te habías retirado temprano contrita y triste y que me daba pena despertarte,
—Muy ingenioso.
—Pero mañana...
—Dirás lo mismo, ¿entendido? — le miraba de tal forma que Gilbert, cobarde al fin y al cabo y satisfecho del puesto que ostentaba en aquella casa, y temeroso de perder sus privilegios, bajó la cabeza mordiendo su ira—. No digas jamás nada.
Ya lo ves por ti mismo. Me quiere tanto que acepta mi sueño y mi descanso. Entre tú y yo la elección es obvia. Andate con cuidado y ahora retírate.
—Ni siquiera merezco las gracias por haberte sacado del apuro.
Lauren sacudió la cabeza altivamente.
—No me has sacado de nada. Has hecho lo que te correspondía hacer como criado. Pero si le hubieras dicho que había salido, ya me las apañaría yo para convencerle de que había ido al rosario. Un hombre de la edad de tu amo, enamorado y cansado ya de correr tanto, es fácil de engañar y convencer. Tú no sabes eso, pero yo sí sé la forma de convencer a un hombre, pues un hombre enamorado es como una criatura crédula. ¿No lo sabías? Pues ve sabiéndolo.
Y se fue directamente a su cuarto.
Empujó la puerta y al ver todo aquel lujo pensó que una cosa era tener a Leonard y otra muy diferente perder aquella vida que le regalaba Edgar.
Una cosa también era sentir placer casi hasta desvanecerse y otra dejarse querer. Leonard era la maravilla de las maravillas como hombre sexual y complaciente, recreativo y adiestrado en la difícil manera de manejar a raía mujer, pero no poseía un franco, tenía una casa más que humilde, pobre, y no ofrecía ninguna seguridad. Había que vivirlo el tiempo que pudiera, pero de todos modos, ella no soltaba a Edgar. Contempló sonriente el tarrito de grageas. ¿Por qué no? Cuando Edgar se pusiera pesado y a ella le excitara el anhelo de ver a Leonard, le sería muy fácil mimar a Edgar, darle un vaso de leche y hacerle dormir hasta el día siguiente, de modo que ella pudiera salir y cuando despertara ya la hallaría
tendida a su lado, sosegada y tranquila, pero ahíta de amor, de satisfacción, de placer, de Leonard...
* * *
Se desabrochó el vestido y lo dejó caer al suelo. Era de seda natural, no se arrugaba demasiado, caía en dos pliegues y tenía en el escote como una estrecha bufanda haciendo juego que se envolvía en su cuello como una caricia.
Se quedó en bragas y se las quitó también y sin despojarse de los altos zapatos, se fue hacia el baño y abrió los grifos.
Estuvo absorta contemplando el agua caer a chorro. Perfumó aquel agua con sales olorosas, buscó el jabón perfumado y una esponja, y así, despojándose de los zapatos, se metió en el agua hasta el cuello y gozó frotándose lentamente.
Dentro del agua jabonosa, evocó cada minuto vivido junto a Leonard,
¿Quién era? ¿De dónde procedía?
¡Qué importaba!
El caso es que era un hombre. El único, aparte de Mac y Serge, que le había ayudado a sentir el mayor placer del mundo, pero aún superior a Mac y Serge, pues aquellos, con ser muy buenos amantes, no se podían comparar a Leonard.
Salió del baño y se frotó con una toalla, se perfumó, cepilló el cabello y como una damita rica, mimada y satisfecha, se fue al lecho, se tendió desnuda en él y se cubrió con la colcha.
Durmió bien y no despertó hasta las dos de la tarde.
Cuando abrió los ojos encontró a Gilbert erguido, respetuoso pero con la mirada fija en su desnudez. Lauren, como si de súbito fuera una joven pudorosa, se tapó y preguntó al criado:
—¿Qué deseas?
Mudamente el criado mostró el teléfono.
—La está llamando.
—Oh...
Y saltó del lecho llevando consigo la ropa que la cubría.
Asió el auricular y preguntó melosa:
—Dime, dime.
—¿Dormías aún, cariño?
—Pasé una noche fatal, Edgar querido. Desperté varias veces y como estoy vaga y perezosa, cuando tenía que despertar me he dormido. Dime, amor mío, ¿dónde estás?
—En París pensando en ti.
—Y yo pienso en ti desde Lyon.
—Volveré mañana. Llegaré ahí en el avión de la noche. Hacia las once. Oye, ¿irás a buscarme?
—Sí, por supuesto. Gilbert llevará el auto.
—Prefiero que conduzcas tú.
—Es que no sé, Edgar.
—Oh, qué descuido el mío. De ahora en adelante te enseñaré a conducir. ¡No faltaba más! ¿Estás contenta? ¿Me echas de menos?
Lauren lanzó un suspiro.
Entre sábanas de hilo, perfumes y sosiego, no se sentía con fuerzas para renunciar a todo aquello.
—Sí, mi vida. Nunca pensé que pudiera echarte tanto de menos.
—¿Quieres que vaya hoy?
Lauren se estremeció.
No podría pasar sin ver a Leonard.
Y si Edgar llegaba aquel día no sería justo que ella le durmiera con una píldora.
—No dejes a tus hijos — susurró, melosa y cariñosa—. Ellos deben ocupar en tu vida una parte muy grande de tu afecto. Yo te tengo seguro porque te quiero tanto que salvo que tú me eches, nunca me iré de tu lado.
—Gracias, cariño, gracias. Tu comprensión me conmueve tanto...
—Ven mañana. Iré al aeropuerto con Gilbert.
—Sé feliz. Estate en la cama el tiempo que quieras. Que estés descansada para mañana por la noche. No sabes cuánto te echo de menos. Cuánto sufro separándome de ti. Te amo, Lauren, te amo.
—Igual te correspondo, Edgar. Estar lejos de ti es una pesadilla inaguantable, pero por ese mismo cariño que te tengo, debo aceptar compartir el tuyo con tu afecto hacia tus hijos.
—Nunca he conocido muchacha más honesta. Más sincera y comprensiva. Hasta mañana, cariño mío.
—Hasta mañana, mi amor.
Él le envió un beso y Lauren le dio otro y colgó despacio.
—¿Qué haces tú ahí? — gritó, airada—. ¿Por qué tienes que escuchar mis conversaciones?
Gilbert parecía un ser desvalido mirándola embobado.
—Deja que me quede a tu lado un rato. Mira cómo estoy.
Altiva, Lauren extendió un brazo y señaló la bata de encajes que tenía sobre una silla.
—Dame eso y dispón el almuerzo.
—Lauren, una hora nada más.
—¿Es que no me oyes? — le cortó, violenta.
El, humilde, excitado, pero desarmado por la altivez femenina que era tajante y fría, le entregó la bata.
—Sírveme en la mesa — le ordenó—. Quiero almorzar ahora. Bajaré así con la bata y subiré después a vestirme. Y si esta noche porque, no me mires así, voy a salir, llama tu amo, le dices que tengo jaqueca. Que he pasado un día fatal. Que si no duermo, estoy a oscuras en mi alcoba descansando. Él me quiere tanto que no te pedirá que me interrumpas. Si no haces lo que te digo, ya sabes lo que te espera. Después de tantos años estoy segura de que tu amo te echa si sabe que me has solicitado y poseído.
Gilbert salió avergonzado, encogido y triste.
Lauren saltó del lecho y cubrió su desnudez con la bata.
Se metió en el baño y procedió a cepillarse el pelo.
Había dormido como un lirón y estaba despejada y lúcida, descansada para vivir otra noche más. ¿Y si no acudía Leonard a su casa? Acudiría. Él le había dado gusto a ella, pero ella a él no menos.
Con esta convicción bajó a almorzar y Gilbert le sirvió en silencio.
Antes de que ella se retirara de nuevo a su cuarto, hizo una tentativa más, pero Lauren le cortó en seco.
—Ni hoy ni nunca — le gritó—. Pudiste tenerlo todo, pero tu torpeza te deja para siempre sin nada.
—He sido torpe, pero hoy te aseguro...
—Basta.
Y se fue a su cuarto.
Se relajó en el lecho.
Cerró los ojos y así esperó que llegara la noche.
Se sentía anhelante. Nunca nadie la había excitado tanto.
Pidió la cena temprano y después de serle servida por un Gilbert humilde y maltratado, subió a su cuarto Y procedió a vestirse.
Buscó el traje más adecuado para parecer todo lo contrario de lo que era. Elegante, distinguido, caro. Procedía de un modista de renombre. Estampado con tonos suaves entre beige y marrón. Falda y chaqueta de seda natural. Hacía calor. La chaqueta no muy larga, algo holgada. Aquel vestido tenía sello. Peinó el cabello lacio a lo largo de su rostro y buscando unos zapatos altos, allí perdió los primorosos pies. Perfumada, ligeramente arreglado el rostro, buscó el bolso especie de cartera, hurgó en él y empuñó la llave.
Después salió.
* * *
Leonard no estaba, si bien todo parecía más aseado. La cama hecha, los zapatos recogidos, los ceniceros limpios, el suelo como húmedo de haber sido lavado.
Leonard intentaba, a medida de sus posibilidades, que no eran precisamente muchas, ponerse a tono con ella. Dejó el bolso sobre un mueble y fue a sentarse al lecho.
Aguardó allí. Era temprano. Si Leonard era manager de algunos artistas era lógico que los colocara en sus lugares respectivos antes de retirarse, o también
pudiera ser que aquellas noches Leonard las viviera con frecuencia y se olvidara de la elegante damita que le produjo placer y goce la noche anterior.
Este pensamiento produjo en ella desencanto y dolor.
Dolor sí. Un dolor diferente.
¿Y si pasaba la noche y Leonard no acudía a su cuarto?
¿Qué sabía ella realmente de Leonard? Casi nada. Que era un hombre maravilloso para amar, pero aparte de eso nada o casi nada sabía.
Apretó las finas manos una contra otra. Miró la lámpara que pendía del techo envuelta en telarañas, mortecina, como confusa, desparramando una tenue luz en torno.
Fumó varios cigarrillos y a las once oyó como alguien subía corriendo las escaleras.
¡Leonard!
No podía ser otro. Dio un salto y cuando oyó ruido en la cerradura, corrió hacia la puerta y la abrió de par en par.
Apareció Leonard sudoroso.
—¡Dios — gritó—, qué hermosa estás! ¿Hace mucho que esperas?
—Bastante.
La asió por los hombros y la contempló arrobado.
—Estás guapísima, Lauren. Inquietante y bella Lauren... — la apretó contra sí.
La sintió palpitar entre sus brazos. Le buscó la boca, perdió en aquella obertura la suya goloso, como hambriento, le deslizó la lengua hasta topar con la suya.
Se besaron mucho tiempo, se excitaron, se apretaron uno contra otro delirantes, y después cayeron ambos en el lecho. Se miraron así, cara a cara, cuerpo a cuerpo. Sosegados, como liberados de aquella excitación que esperaba otra excitación mayor sin prisas, para paladearla con cuidado.
—He tenido que llevar a mis gentes a sus respectivos striptease, y no me es fácil porque no tengo auto.
—Oye, una pregunta que no te hice ayer. ¿Eres casado?
—Oh, no. Jamás se me ha pasado por la mente tal disparate. Además carezco de dinero para mantener una familia. Ni me interesa crear esa familia. Vivo a mi aire, disfruto, sufro, trabajo... Manejo un grupo de gentes que gobierno y istro. No pienses que son putas que trajinan con sus cuerpos y que yo me lucro de esos cuentos. No es así. Todos esperan algo positivo y yo mismo no desisto de encontrar un día una artista que dé tanto dinero que con el porcentaje que gano me haga rico. Ellos sin mí no serían nada. Yo les busco trabajo, lucho todo el día, ando de aquí para allá y por la noche casi siempre tengo donde colocarlos. La mayoría de los hombres hacen de travestís en music-halls baratos. Ellas hacen striptease en lugares parecidos. Pero todos ganan algún dinero y yo el porcentaje.
—¿Desde cuándo andas en eso?
—Creo que desde siempre. No sé hacer otra cosa. Busco la oportunidad de contratar a alguien que dé dinero. De momento mis gentes no dan mucho, pero sí lo suficiente para ir tirando y yo no soy demasiado ambicioso. Soy su amigo y nos ayudamos unos a otros. ¿Y tú? — preguntó de repente atrayéndola hacia sí y fundiéndola en su cuerpo—. ¿Ha venido el amo?
—No.
—¿Desde cuándo vives con él?
—Hace ya tiempo.
—¿Qué hacías antes? ¡ Sabemos tan poco uno del otro!
—Me crié en un orfanato.
—Algo tenemos en común — rió él, campanudo —. Has de saber que a los catorce años yo me escapé de un lugar así y desde entonces he rodado y rodado — después guardó silencio y al rato besándola largamente en la boca añadió quedamente —: He conocido a muchas mujeres. A los quince años ya era hábil con ellas, porque aprendí con toda la prostitución de Lyon donde me vi inmerso. Pero ninguna como tú. A tu lado me siento completo y sosegado, excitado y hambriento. ¿Quieres que nos hagamos el amor? Después puedo llevarte por ahí a dar un paseo y a que conozcas las noches de Lyon.
—Mañana no podré venir.
Él la separó violento.
—¿Qué dices? ¿Por qué?
—Porque llega Edgar.
—Le das la píldora y se duerme como un bendito.
—Mañana no podrá ser a menos que pretenda levantar sospechas. Después de dos días vendrá hambriento de mí y es imposible escapar a ese deber que tengo contraído con él.
—¿Es que te da gusto?
—Claro que no. ¡Si es un viejo! Pero es tan vanidoso, que se considerará indispensable en mi vida sexual, afectiva y efectiva. ¿Entiendes?
—Sabes la lección, ¿verdad?
—La aprendí en la escuela de la vida.
—Que es la mejor y más eficaz escuela. De todos modos yo té esperaré... Estaré aquí a las once en punto y si no vienes me sentiré el hombre más desgraciado del mundo.
—No voy a venir—dijo ella con firmeza—, y en lo sucesivo vendré a la hora que pueda. Que puede ser a las once o las doce, según haga efecto la píldora. Lo entiendes, ¿verdad?
—No del todo. ¿Qué estoy siendo para ti?
—Mi hombre.
—Y tú para mí eres la mujer. Esa que he buscado toda mi vida. ¿Voy a resignarme a perderte ahora? ¿Por qué no lo dejas? ¿Es que hay otra razón que te
ligue a él?
—Mi compromiso de palabra. Pero nada más.
—Pues déjalo.
—¿Y mis lujos, mis perfumes y mis vestidos y joyas?
Leonard rió desdeñoso.
—Yo vivo sin todo eso y soy feliz. ¿Por qué tiene uno que sujetarse, aferrarse a los superfluos placeres de la vida, cuando hay otros que calan, que ahondan, que gustan, que se necesitan? Sin una joya puedes vivir. Pero sin una atracción y un cariño es como vivir a medias.
—Yo aún no he llegado a esas conclusiones. No he tenido en la vida nada que me ate con fuerza.
—¿Y yo ahora?
—Aún no me atas, Leonard. Es una satisfacción física estar contigo. Muy grande, sí, pero satisfacción física al fin y al cabo.
—Me voy a hacer indispensable en tu vida, ya verás, y después renegarás de todo y te complacerá vivir en la penuria, sin joyas, sin perfumes, sin palacetes, sin modelos caros.
La desnudaba.
Hablaba y la metía en su cuerpo despojándola de la ropa. La dejó en cueros y la contempló arrobado,
—Si tú quisieras serías la reina del striptease, te lo aseguró. Darías dinero a montones y los dos podríamos hacernos ricos. Yo tengo la oportunidad de colocarte y te daría cara. Muy cara.
Sus dedos, a medida que hablaba, pasaban por el vientre liso, los dos senos, despertando la sensibilidad de los pezones, por los muslos y ella instintivamente los separaba.
Era la culminación.
Leonard la soltaba, se despojaba de sus ropas y caía como desmayado sobre ella.
—Leonard — decía Lauren, delirante—. Leonard...
Sus brazos le rodeaban el cuello e iban bajando y bajando hacia la espalda y más abajo aún, y cuando él empezó a besarla buscándole la lengua, la penetraba con
deleite, despacio, casi reverencial y con cautela...
* * *
No fue al día siguiente, pero volvió al otro y muchos más.
Con ternura, con cuidado, suministraba a Edgar el vaso de leche con la píldora y éste, al momento, se dormía como un trompo.
Era Gilbert, el vigilante de pie en la puerta, que decía entre dientes, amenazador:
—Algo le das, porque si no fuera así no dormiría tan profundamente.
—O te callas o te echo de esta casa.
—Si yo le digo que sales todas las noches a ver a otro y que regresas al amanecer, ¿qué ocurrirá?
—Nada. Es demasiado viejo para creerte. Está convencido de que me hace inmensamente feliz, que me es indispensable.
—Pues es posible que me arriesgue a perder mi empleo de tantos años, pero si un día no te acuestas conmigo termino por arriesgarlo todo.
—Como gustes. Veremos quién pierde de los dos.
Sabía que de perder, con el viejo tonto perdería él, porque Edgar jamás aceptaría ser un segundón en la vida de su amada, ni siquiera con el pensamiento, cuanto más abiertamente ante él a quien condenaría la denuncia.
—Por favor, Lauren, una sola vez...
—Ni media.
—Aquel día...
—Me ofrecí a ti sin ofrecerme. Y no supiste corresponder a mis ansiedades. ¿Quién te mandó pensar sólo en ti?
—¿Es que el hombre que ves todas las noches piensa en ti más que en él?
—Por supuesto.
—Y no niegas que lo tienes.
—No. ¿Por qué voy a negarlo? Lo tengo y lo necesito. Sin él ya no creo que concibiera la vida.
—Y el tonto de mi amo pagando tus vestidos, tus perfumes, cargándote de joyas... Tú poniéndole cuernos y él creyendo que es el mejor amante del mundo.
—Eso se lo creen todos los viejos cuando la mujer que tienen lo desea.
—Eres una...
—No lo digas. De nada va a servirte.
—¡Maldita sea!
Al amanecer, cuando regresaba, se desnudaba despacio y se metía en el ancho lecho junto al dormido Edgar, que respiraba profundamente.
¿Y si un día la descubría?
No lo creía posible.
Leonard le había dado otro frasquito para cuando aquel se terminara. No había peligro de que Edgar despertara. Además, cuántas veces, al llegar al cuerpo la
poseía torpemente y después se relajaba sudoroso y encima le preguntaba con tierno amor: «Cariño, te veo muy feliz, ¿verdad?»
En absoluto.
Pero en cambio decía con ternura, mimosa, sosegada, colgada de su cuello:
— Infinitamente, Edgar de mi vida.
Él se hinchaba y Lauren cuidadosa, amorosa, le traía el vaso de leche para «reponerle fuerzas».
Dócilmente él se lo tomaba.
Cuando despertaba al día siguiente, generalmente encontraba a Lauren dormida profunda y largamente. Unas veces la despertaba, con lo cual Lauren mordía su ira. Otras se levantaba y a la vista de Gilbert, andaba por el jardín en chándal haciéndose el fuerte, el vigoroso, el jovenzuelo. Y es que no hay nada que rejuvenezca más a un hombre que unos amores con una jovencita.
Edgar, dentro del chándal, corría y bufaba por los jardines, y Gilbert, desde la rendija de una ventana, decía abrumado:
«El muy idiota se está matando. Un día cualquiera se espaturra fulminado por un infarto. ¿Qué se habrá creído?»
Edgar se creía el más vigoroso de los hombres, el más poderoso, el mejor compensado, el más fuerte y el más sano.
Una mujer satisfecha dormía en su cuarto y la había llenado él de satisfacción.
¿Podía pedir más?
Enrojecía de gozo.
Y seguía corriendo fatigado sin ver su fatiga.
Diciéndose que aquella fatiga física se debía a la gran satisfacción que le producía tener una amante joven, feliz, satisfecha de la vida y de él.
Gilbert, cuando lo veía regresar del jardín sudoroso y echando espuma por la boca, le decía invariablemente:
—Señor, no debiera hacer ese ejercicio.
—¿Qué dices, hombre? Mira cómo estoy. Si parezco un toro...
Y aún añadía feliz, rebosante de dicha:
—Tengo la mujer arriba — levantaba el dedo—. Ve y pregúntale si hay mejor amante que yo. Ve y que ella te lo diga.
Gilbert giraba en redondo deseoso de soltar cuanto sabía, pero se limitaba a servir el desayuno a su amo, lamentando su fatiga.
Lauren, en su cuarto, dormía a pierna suelta...
6
El sistema continuaba.
Unas veces le hacía el amor y otras no podía, si bien lo atribuía a la placidez que sentía junto a Lauren, pero jamás a su vejez. Se lo hiciera o no se lo hiciera, Lauren, todas las noches, le suministraba el vaso de leche, pues decía que reponía fuerzas y era como un tranquilizante para dormir, a lo cual el viejo tonto accedía sin percatarse ni por asomo del engaño, pues una vez dormido, Lauren se vestía y se iba a vivir su noche.
Noches que cada día se hacían más afanosas, más necesarias, más imprescindibles.
Llegó a conocer a Leonard hasta la punta misma de los dedos, sus recovecos más íntimos, su psicología, su temperamento fortísimo, sus pasiones devastadas. Al igual que Leonard fue poco a poco conociéndola a ella, sus debilidades, sus sensibilidades más ocultas, sus deseos y sus atisbos de humor. Fueron uno del otro con saña, con ansiedad, casi con locura. Se habituaron a serlo y ni uno ni otro podían ya prescindir de aquellas íntimas entregas, de aquellos goces físicos indescriptibles, de aquellos silencios elocuentes en la cama.
Algo nacía dentro.
Era una necesidad física sin duda, pero conllevaba algo más sensible, emotivo. El sólo pensamiento de perderla, le enloquecía, y a ella el sólo pensamiento de
prescindir de Leonard la destrozaba.
Nunca duró tanto en ella una necesidad así, esa ternura, esa ansiedad.
Nacía de lo más hondo de su ser y si bien se sentía satisfecha físicamente, dentro estaba el anhelo, la coherencia de aquel amor que se vivía como a dentelladas y a caricias sofocantes.
Y entretanto, Edgar, creído de que complacía a su amante, por la mañana le daba pena despertarla y la dejaba dormir mientras él salía en chándal a dar vueltas por el jardín hasta caer fatigado.
Gilbert le decía temiendo perder de veras a su amo:
—Señor, es demasiado. ¿Por qué no deja esos ejercicios? Le están agotando.
—Qué sabrás tú, tonto de capirote. Yo soy fuerte, vigoroso, desde que la tengo a ella — y siempre señalaba a lo alto — me he rejuvenecido. La complazco en todo. Es más, ¿sabes lo que te digo? Si no fuera por mis hijos y el dinero que debo dejarles, me casaba con ella.
Gilbert casi daba saltos de indignación mal reprimida. Hasta el punto que Edgar preguntaba molesto:
—¿Qué te pasa a ti que enrojeces, condenado? Me tienes envidia, ¿eh? Claro que
la tienes. Tú con tus años y pareces un viejo y yo con los míos me siento cada día más joven. Mira, mira mi musculatura. La tiene enloquecida.
Y como si aún no dejara convencido a su criado, añadía feliz y riendo como un loco:
—La tengo dominada. Fíjate en su juventud, Gilbert. Es una criatura honesta. Ya conoces su historia, ¿verdad? ¿Nunca te la ha contado?
Ni falta.
Sabía él más que el viejo de los manejos de la furcia con aspecto de señora.
Pero Edgar mientras paladeaba el desayuno le contaba a su criado:
—Abusó de ella un tío. No creas que andaba por allí ganándose la vida con su cuerpo. Fue a dar a la comuna que hay en las afueras de Lyon y en la carretera cuando escapaba de todo aquello, la encontré. Te digo que si no fuera por mis hijos me casaba. Y es más, estoy pensando en dejarle tina dote. No me caso con ella, pero la dejaré rica el día que me muera.
Gilbert estaba a punto de reventar con toda la verdad que él conocía.
Pero sólo dijo, humilde:
—Lo bueno que tiene usted, señor, es que se duerme todas las noches como si fuera un niño de teta. Nunca durmió tanto.
Edgar, más arrugado que cuando lo conoció Lauren y más viejo, aunque él pretendía estar más vigorizado, murmuraba:
—Ciertamente nunca dormí tanto. Es la satisfacción, Gilbert. Del amor se sueña, se duerme y se descansa. Eso que dicen que es agotamiento, es pura invención. Yo soy mucho más joven, duermo mejor y hago el amor con más frecuencia... que antes de conocerla a ella.
—Sobre todo duerme usted divinamente.
—Eso es cierto. Antes me pasaba algunas noches en blanco. Ya ves lo que hace el amor... ¿Sabes lo que te digo, Gilbert? Debieras salir más de casa... Nunca te conocí novia. ¿Qué es lo que haces para consolar tus apetencias?
—Me masturbo.
—Eso crea hábito y luego, ya ni siquiera te gustan las mujeres. Ten cuidado. Yo en tu lugar buscaba una buena amiga.
—Termine el desayuno, señor.
—No quiero más. Voy a ver a mi amada.
Gilbert miró el reloj.
Eran las once. Había oído llegar a Lauren a las cinco de la madrugada, lo cual significaba que estaría en el mejor de los sueños.
Por eso, pretendiendo ayudarla, murmuró:
—¿No sería mejor dejarla dormir un poco más? Es dormilona y perezosa.
—La perfecta amante — dijo Edgar, satisfecho—. No soportaría a una amante madrugadora ni noctámbula. Ni siquiera hacendosa. O se es amante de verdad, o se es mujer de hogar y deberes. Para mí, Lauren es perfecta.
—Entonces déjela descansar a su aire y usted dése un baño en la piscina.
—Es una idea excelente, mi buen Gilbert. No puedo quejarme de la vida. Tengo una amante maravillosa, fiel, honesta dentro de sus mismas deshonestidades que yo disculpo y comprendo. Tengo un criado que sabe lo que necesito, ¿qué más puedo desear?
* * *
Salía cautelosa, elegantemente vestida, perfumada, apetitosa.
Gilbert la vigilaba y le salió al paso en el fondo del vestíbulo.
—Lauren — llamó.
La joven dio un salto.
¿Qué hacía aquel fantasma por allí?
Eran las doce bien dadas ya y creía a Gilbert en la cama.
Pero Gilbert, como un fantasma, envuelto en su batín y el pijama, le salió al paso diciendo con sequedad:
—Ya me he callado. No voy a decir lo que haces, pero sí tengo que hacerte una advertencia.
—¿Quieres acabar cuanto antes? Tengo prisa.
—Te espera tu hombre. Ese que de veras te gusta, mientras engañas a mi amo y le das a tomar no sé qué potingues para que se duerma.
—Déjate de retóricas y al grano. ¿Qué quieres advertirme?
—El día menos pensado te quedas sin tu amante, y no porque yo le diga lo que haces. Pero lo peor no es eso, que si tú te quedas sin tu amante yo me quedo sin amo y eso sí me duele. De él vivo y a mi edad no sé qué cosa puedo hacer si él me falta.
—¿Qué bobadas dices?
—Le has hecho creer que es un jovenzuelo, le fatigas arriba y después le duermes falsamente y al día siguiente él recorre el jardín hasta rendirse, para vigorizarse, dice. ¿Adónde crees que le llevará eso? A la muerte prematura. Tiene sesenta y cinco años... Demasiados para haber vivido mucho, y como remate tú acabando con él.
—Pierde cuidado, que yo no le fatigo. Le convenzo de que debe dosificar sus s amorosos — meneó la cabeza—. Conmigo no se muere.
—Pero está mucho más viejo.
—Yo no tengo la culpa de que se considere un joven- cito haciendo deporte.
—Llega a desayunar con las fauces secas, fatigado, hinchado el pecho. ¿Adónde crees que le lleva todo eso?
—Mira, Gilbert, haz el favor de observar menos. Yo me largo.
—Dejándolo bien dormido.
—Por supuesto.
—Y apareces a las cinco de la mañana satisfecha de haber vivido con otro, te acuestas a su lado y a dormir tranquilamente como si fueras la mejor de las amantes bien amadas. Me temo que el negocio te dure poco. Voy a decirle a mi amo que se deje ver por un médico. Y si a ti te interesa conservar la bicoca que tienes, ayúdame a convencerlo. Ese hombre está enfermo, fatigado, acabado. Y el muy imbécil piensa que tiene la salud de un toro, cuando no tiene ni la de un cabrito.
Lauren se agitó a su pesar.
Una cosa era Leonard, y ella le quería.
Pero renunciar a su vida muelle costaba, y la única persona que podía dársela era Edgar.
Le prestó, pues, atención a Gilbert que tenía expresión de gravedad y sinceridad en los ojos.
—¿Crees de veras que está enfermo?
—Enfermo, lo que se dice, de una enfermedad incurable, no. No lo creo. Pero la fatiga a esas edades hace de las suyas y cobra sus vidas. Yo en tu lugar, si quisiera conservar el negocio que tienes, le daba menos píldoras y le engañaba menos, de tal modo que cuando pretendiera salir al jardín con su chándal a hacer ejercicio le retuvieras en el lecho. No es un joven y él se cree lo contrario. Ándate con cuidado. Yo ni pincho ni corto en este entierro, pero si no te andas con cuidado, se me antoja que tu amante es hombre muerto, y pronto.
Lauren reflexionó, pero, sin embargo, se fue y cuando se vio con Leonard en el cuarto, le dijo preocupada:
—Leonard, me temo que no pueda venir todos los días.
Leonard la miró desconcertado.
—¿Te he cansado?
—¡Claro que no!
Se abrazó a él como si de repente el criado fuera un aguafiestas y ella no pudiera pasar sin las caricias y los besos de Leonard.
Se pegó a su pecho y le besó en la boca. Largamente, jugando con sus labios
mientras melosa y con deleite le introducía la lengua entre los dientes.
—¿Qué dices de no venir todas las noches? ¿Es que sospecha el viejo? Y si sospecha, déjalo plantado de una vez. Es absurda tu postura. Yo gano algo más. He encontrado a un travestí que me está dando dinero, podemos alquilar otro cuarto más grande y vivir los dos.
Ni soñarlo.
Una cosa era quererlo y que lo quería. Difícil le iba a ser prescindir de él, pero otra muy distinta prescindir de sus comodidades, de sus perfumes, de sus joyas que alguna vez caían y ella ya tenía recopiladas unas pocas.
—¿Dejar de venir? — casi gemía Leonard —. No podría soportar el vacío de este lecho.
—No, no, no me quedaré allí — refirió lo que le dijo el criado—. ¿Crees que es cierto?
—Lo será y más, pero a ti, ¿qué puede importarte eso? Te paga, te compra ropas y perfumes y alguna joya, de acuerdo, pero tú no le matas, porque no creo que después de vivir las noches conmigo, tengas ganas del viejo.
—Le engaño.
—Ya lo sé.
—Pero de otro modo. Le hago creer que soy felicísima a su lado y no es cierto. Le convenzo para que se crea que no debe abusar del amor, y como realmente no puede hacerlo, se conforma. De amor o posesión yo no le mato, pero se me antoja que con su deporte diario se está matando solo. Tiene razón Gilbert. Lo encuentro fatigado, impotente, caluroso, sudoroso, y cuando duerme, tal parece que está feneciendo por la fatiga que hincha su pecho.
—Las píldoras son inofensivas, de eso doy fe, pero del hecho de que se pase las mañanas haciendo ejercicio no tienes tú la culpa. Es cosa suya.
—Aun así.
—Pero ¿es que le quieres?
Se abrazaba a Leonard y se ponía desnuda sobre él, de modo que Leonard la abarcaba con sus brazos y los dos rodaban amorosos, excitados, estrechamente apretados uno contra otro.
—Yo sólo te quiero a ti, Leonard...
—Eso me parecía. Deja al viejo. Olvídalo, abandónalo. ¿Para qué le necesitas? Las pieles, los perfumes, las joyas, ¿dan la felicidad? De no encontrarme a mí, ¿hubieras sido plenamente feliz?
—Oh, no, claro que no.
—¿Entonces?
—Pero todo lo que me da Edgar me hace feliz en cierto modo.
— Sólo en cierto modo. La felicidad es ésta, ésta, ésta.
Y delirante, deleitoso, apasionado, la penetraba y empezaba a menearse sobre ella y ella se agitaba enloquecida olvidándose de las pieles, las joyas y los lujos.
7
Gilbert andaba nervioso.
Paseaba por el vestíbulo de un lado a otro.
La mujer de la limpieza se había ido ya.
El hecho de que su amo no bajara como cada día envuelto en el chándal a dar paseos, le tenía muy inquieto.
No había que esperar que Lauren apareciera, ya que él mismo la oyó llegar hacia las seis. Eran las dos.
No pudo más y se fue escaleras arriba.
La puerta estaba cerrada pero Gilbert empujó y entró. Por las rendijas de las persianas entraba un poco de luz, la suficiente para ver en el lecho a Lauren durmiendo a pierna suelta, el lugar del amo estaba vacío.
Gilbert entró en el cuarto y empezó a mirar aquí y allí.
De repente dio un salto.
Corrió hacia el baño.
Edgar estaba caído hacia un lado, encorvado contra la pared. ¡Muerto sin duda!
Gilbert no perdió su sangre fría.
Tema motivos para vengarse de Lauren e iba a hacerlo.
Asió a su amo por las axilas y lo sacó del baño, lo cargó sobre los hombros. Estaba helado.
Por lo menos llevaba cuatro horas muerto. Justo las que él llevaba esperando que bajase.
Llevaba el chándal y los zapatos de deporte y su cabeza caía hacia un lado.
Gilbert lo llevó escaleras abajo hacia el vestíbulo y lo depositó en un diván. Después llamó al médico y, de paso, a París a los hijos de su amo.
—Salimos de inmediato — le dijeron—. Ahora mismo alquilamos una avioneta, Gilbert.
Gilbert colgó el aparato telefónico.
Pocos iban a llorar al muerto, salvo sus hijos (miró a lo alto) y ella, a la que se le iba el negocio redondo que tenía.
Sonrió sarcástico y satisfecho de sí mismo.
Casi en seguida llegó el médico.
Miró al muerto y dijo:
—Gilbert, su corazón aguantó demasiado — miró a lo alto—. ¿Está ella arriba?
—Por supuesto.
—Dormidita como una santa bajada del cielo, ¿no?
—Así es.
—¿Qué vas a hacer? ¿Despertarla?
—No, señor. Quiero que la echen los hijos de mi amo.
—Nunca la has conseguido, ¿eh? — dijo el doctor, malicioso—. Cómo te aprovechas ahora. Pues ten cuidado, porque igual la dejó rica.
—No, señor.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque no le dio tiempo. Ayer por la mañana me decía que iba a dejarle algo en su testamento y como no salió de casa ni llamó al notario, hay que suponer que no lo hizo, ¿no le parece?
—Llevas aquí muchos años, Gilbert. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Espero que los hijos de mi difunto amo me lleven con ellos a París. ¿Usted qué opina? ¿Que me dejarán aquí solo?
—Te llevarán. Has tenido paciencia para soportar a Edgar. Certificaré su muerte, Gilbert. Muerte natural, por supuesto. Un infarto que él se andaba buscando hace mucho tiempo. Será mejor que subas arriba y traigas la ropa para amortajarlo. Yo te ayudaré. Anda, aprisa.
Gilbert entró de nuevo en el cuarto.
Lauren dormía plácida y serenamente, medio desnuda, con los senos fuera del embozo. Estuvo a punto de tocárselos, pero por temor a despertarla se fue con las ganas y sacó del armario toda la ropa del muerto así como los zapatos, corbata, camisa y todo lo que necesitaba para amortajarlo.
No había que temer que Lauren despertara. Casi nunca lo hacía hasta las cuatro, y el muy tonto del viejo la aguardaba en el salón, siempre paciente, diciéndole a él «dichosa juventud», bendiciendo reiteradamente el momento que la encontró en la carretera.
El médico, que era amigo privado del muerto, ayudó a Gilbert a vestir a Edgar y después mandó al criado que fuera preparándolo todo para recibir a los hijos.
—Pierre y Jean no tardarán en llegar si como tú me has dicho han alquilado una avioneta — miró de nuevo a lo alto—. ¿No le vas a decir nada a ella?
—Quiero que la despidan los hijos tan desnuda como llegó aquí. Si la aviso ahora le da tiempo a irse cargada con todo lo que él le ha comprado. ¿No entiende?
—Siempre se te ha negado, ¿eh, Gilbert? Te estás vengando.
—Es lo que ella se merece.
Dos horas después, Lauren aún no había dado señales de vida y Pierre y Jean ya estaban allí disponiéndolo todo para llevarse el cadáver de su padre a París.
— Tú te vienes con nosotros — dijo Pierre —. Realmente te necesito. Tengo un buen negocio de curtidos y el servicio anda mal y prefiero dejarte en casa mientras mi mujer y yo atendemos el negocio.
—Señor.
—¿Sí, Gilbert?
El criado parpadeó.
En lo alto de la escalera, envuelta en un salto de cama de primera calidad, esponjoso y casi transparente, estaba Lauren.
Aún se restregaba los ojos.
Miraba al fondo del vestíbulo y su ceja se alzaba preguntándose quiénes serían aquellos jóvenes, los cuales a una seña del criado, habían elevado la cabeza y la miraban interrogantes.
—¿Quién es?—preguntó Pierre.
—¿Qué hace aquí de esa manera? — quiso saber Jean.
Gilbert carraspeó.
—Vamos, Gilbert, di quién es y qué hace aquí de esa manera.
Lauren no entendía nada.
Ni sabía quiénes eran aquellos jóvenes ni entendía la cara de circunstancias de Gilbert.
Ni tampoco el semblante pétreo de aquel señor mayor que sostenía en la mano un maletín.
Pero sí oyó perfectamente que Gilbert decía casi con morbosa satisfacción:
—Señorita Lauren, el señor ha muerto. Estos son sus hijos... Vienen a recoger el cadáver de su padre.
Lauren se agarró al pasamanos.
Se aferró a él como si no comprendiera la tragedia ocurrida.
Pero sí vio que Pierre, más decidido que su hermano subía de dos en dos los escalones y la miraba asombrado como si no diera crédito a sus ojos.
—¿Qué hace usted aquí? — preguntó, deteniéndose jadeante.
Lauren parpadeó.
—Pues...
Se oyó la voz suave, casi melosa de Gilbert y Lauren comprendió que vengaba en una todas las felonías que ella le había hecho.
— Era la amiga del señor, señorito Pierre.
—¿Cómo? ¿Mi padre con una amiga? — se enderezó y miró a Lauren de pies a cabeza—. Vístase y lárguese de aquí cuanto antes.
Entonces Gilbert subió despacio hacia ellos dos.
Dijo cauteloso:
—Cuando la señorita Lauren llegó aquí..., traía una mochila. El señor me mandó quemarla, pero yo la conservo. Pensé que quizá algún día la necesitara. Aguarde un rato, señor, que yo mismo traeré los pantalones y la camisola que la señorita Lauren llevaba aquel día.
Lauren lo fulminó.
Sintió pena de sí misma.
En realidad ella había apreciado a Edgar. A su manera y modo, pero en el fondo lo había apreciado bien y creía que sentía su muerte más que sus dos hijos y su criado.
—Tráete todo eso, Gilbert — ordenó Pierre secamente—. Y usted se vestirá con ello y no se llevará de aquí ni un alfiler. Pero la mochila sí, ya que según Gilbert es suya.
Gilbert ya venía con los pantalones y la camisola además de la mochila.
Lo dejó a los pies de Lauren y ésta lo asió con ira.
* * *
Pierre fue tras ella hacia el cuarto.
Se quedó plantado en la puerta diciendo:
—Si eres amiga de mi padre, la clase de amiga que yo me supongo, y que sin duda eres, ponte eso que te entregó Gilbert y lárgate cuanto antes. Aquí se acabó el festín. No te llevarás ni un solo pelo que no sea esa mochila.
Lauren dignamente se fue al baño y al rato reapareció muda y pétrea. Vestía sus pantalones de pana pardos, su camisola sin nada debajo. Hermosa en verdad, pensó Pierre a su pesar. Menudo lío se tenía su padre. Los había con suerte.
Lauren cruzó el umbral pasando por delante de Pierre, se adentró en el vestíbulo superior, bajó las escaleras y cruzó delante de todos, y ante el cadáver, que nunca había visto, se detuvo. Colocó la mochila sujeta por los hombros y sus ojos se humedecieron ante la cara pálida del muerto.
Lo sentía.
No ya por lo perdido.
Ella era joven, tenía a Leonard y una vida por delante, que buena o mala era la suya y poseía agallas para ventilarla. Sentía la muerte de Edgar por ser él, un hombre bueno, crédulo, inocente. Generoso y noble.
Nunca jamás se había santiguado y casi no sabía hacerlo, pero lo hizo ante el cadáver, lanzó una breve y dura mirada sobre Gilbert y después se lanzó al jardín.
Casi inmediatamente oyó un siseo.
Se volvió.
Vio a Gilbert ansioso, erguido, encorvando algo la cabeza, caminar por el sendero y acercarse a ella
—Ahora estás a tiempo. Puedo llevarte a París conmigo.
—Puerco, más que puerco.
—Te ofrezco una oportunidad. Incluso me caso contigo si no hay otra forma de conseguirte.
—Debiste avisarme de su muerte. Pero lo has hecho así... — se alzó de hombros —, ya no importa. Si crees que no siento su muerte te equivocas. Pienso que la siento más que tú y que esos dos...
—No esperes que te deje nada en su testamento. La última vez que lo hizo tú no existías, y cuando pensaba hacer otro, no le dio tiempo. De modo que te quedas sola y sin tus joyas, tus perfumes y tus vestidos.
—Una buena venganza la tuya — dijo, asqueada—. Quédate con todo, que antes de ser tuya prefiero irme al cementerio con Edgar. Puerco, más que puerco.
—Aún podríamos ser felices — dijo él, terco.
—¿Contigo?
—¿Y por qué no? Soy joven..., puedo trabajar para ti y tengo dinero ahorrado. Puedo mantenerte casi igual que te mantenía mi amo. Pero, ah, eso sí, sin engaños.
—Qué poco me conoces.
—Es por eso que quiero conocerte.
—No, Gilbert, no. Te has vengado bien. Ni tiempo me diste a respirar... No sé lo que tú podrás respirar en el futuro, pero ten por seguro que yo respiraré profundamente, de una forma u otra, pero encontraré el camino. Empecé sola hace mucho tiempo. Aprendí mucho y ahora nada me da miedo.
—Gilbert — llamaron desde la casa.
El criado, sin volverse, gritó:
—Ya voy, señor — pero a ella le decía en voz baja —. Piénsalo bien. Yo estoy dispuesto.
Lauren se ajustó la mochila al hombro y echó a andar a paso corto.
No tenía prisa.
Le daría tiempo a todo.
Carecía de cuanto había tenido y le había sobrado.
Empezar de nuevo.
Pero tenía algo importante: Leonard.
Era su vida.
Era su amor.
Era el hombre que podía ayudarle.
—Gilbert — volvieron a llamar,
Gilbert, que aún miraba cómo la figura avanzaba y desaparecía, dio la vuelta con rabia.
—¿Qué le decías?
—Me gustaba, señor—dijo, cauteloso —, Podría venirse conmigo.
—¿Estás loco?
—No ha querido.
—Ni nosotros te lo hubiésemos consentido, Gilbert. Disponlo todo. Vamos a llevar el cadáver a París y darle sepultura junto a mi madre, pues aunque estaban divorciados hace muchos años, una vez muertos es mejor que estén juntos.
—Sí, señor.
—¿Es que querías a la amiga de mi padre?
—Es muy hermosa. Pierre suspiró.
—Caramba con los gustos de mi padre.
Y tranquilamente empezó a hacer llamadas telefónicas para terminar cuanto antes con aquel asunto.
Lauren, de camino hacia la casa de Leonard; pensaba que nadie como ella sentía lo do Edgar. Ni sus hijos ni Gilbert. Ella le había cobrado un hondo afecto.
8
Leonard se la quedó mirando tan asombrado que sus ojos parecían salirle de las órbitas.
—Tú... — exclamó—. ¿Eres tú, Lauren?
—Así soy. Así me encontró Edgar y así me dejaron cuando él hubo muerto — sonrió con amargura—. Te aseguro que al verlo allí tendido, no pensé en mí, pensé en él, en su vanidad que yo había alimentado. En su vigor mentido, en su fuerza fantasiosa, en su desamparo. Creo que nunca me sentí tan buena como cuando vi a Edgar muerto. A sus hijos como buitres quitándome todo lo que era mío, al criado vengativo, al médico sarcástico... — se alzó de hombros—. Me gustaría llorar si pudiera hacerlo. Pero no sé. Perdí las lágrimas bajo los azotes de mis educadores de la infancia.
Como estaba sentada en el borde del lecho, Leonard cayó a su lado y le pasó un brazo por los hombros.
—Lauren —dijo, bajo—, lo siento. Comprendo tu pena. Uno no es de hierro. Se vive con una persona y por duro que sea, se le cobra afecto. Pero eso ha pasado ya. Tienes que empezar de nuevo.
—¿Cómo?
—A mi lado. Abriéndonos camino entre ambos. Tú empiezas de cero. No te es conocido ese camino, ¿verdad? Para mí lo es siempre. Hay una cosa que está por encima de todo, Lauren: nuestro mutuo cariño y nuestro íntimo deseo. Te advierto que puedes ganar dinero — y sin transición preguntó muy quedamente, como si le enterneciera el dolor manifestado por la joven—: ¿Desde qué hora me esperas?
—No he comido. Te espero desde las cinco aproximadamente. Me echaron de allí con mi mochila — la mostró apoyada contra la pared—. Así me encontró Edgar en la carretera — se miró a sí misma—. Con estos pantalones y este blusón...
—¿Y tus ropas elegantes?
—No me han permitido sacarlas de la casa.
—No importa, Lauren. Empezaremos en este mismo momento. — Se levantó y la asió de una mano tirando de ella—. Venga, vamos a comer y después daremos un paseo por ciertos lugares que yo conozco.
—¿No temes que te engañe con cualquier otro viejo rico? — preguntó, desalentada.
—Es posible que lo hagas, pero cuando ganes el dinero con tu cuerpo en un music-hall elegante, no te quedarán ganas de vivir del cuento. Nunca has conocido la satisfacción que produce ganarse el pan uno mismo... El amor no se comercia. No debe comerciarse. O se ama o no se ama, o te gusta un hombre o no te gusta, pero ir sólo con él por ganar dinero, me parece sucio.
—Entonces muy llena de fango me consideras.
—Teniendo en cuenta cómo te has criado, no puedo censurártelo. El hambre es mala, la soledad muy fea consejera... No intento hacerte pura con mi pensamiento. Pero de vez en cuando, y ahora mismo al sentir la muerte del viejo, casi te considero honesta. Pero no te preocupes. Volverás a vivir como te gusta si sabes sacarle a la vida todo su provecho — tiraba de ella—. Anda, es muy tarde y tendrás hambre.
Se dejó llevar.
Amaba a Leonard, estaba contenta a su lado, satisfecha de tener su apoyo, pero sentía la muerte del viejo y no podía evitar aquella pena.
—Aún soy algo sensible — susurró, caminando escalera abajo asida de la mano de Leonard.
—¿Por qué lo dices?
—Por mi pena. Es sincera. No pienso en los bienes de este mundo que me proporcionaba. Pienso que era un hombre generoso y bueno, crédulo, amante de su vigor y todo era un puro cuento. Siento pena de que nadie le llore. De esos hijos que le van a llevar al cementerio y se quedan tan tranquilos. Me pregunto, si él no tuviera dinero, si le habrían venido siquiera a buscar.
—No. Claro que no. No nos engañemos. Los seres humanos nacimos egoístas y cuando todo nos lo ponen debajo de la barba aún nos creemos con derecho a más. La vida no es tan bella como parece en un principio. Date cuenta y juzga por el criado. Lo lógico sería, si quisiera a su amo, que en un momento de esos perdiera la sangre fría y empezara a gritar desesperado.
Llegaron a la calle.
—La única buena en esa casa — dijo Leonard, convencido— has sido tú.
—Pero también se me pasará la pena. Quiero empezar a vivir de otra manera. ¿Cómo dices que puedo ganarme la vida?
—De dos maneras.
—Dilas.
—Una viviendo a mis expensas.
—No quiero ésa.
—Otra, trabajando en un striptease de lujo. Nada de medias tintas. Conozco a un ruso llamado Nicolás que posee el lugar más elegante de la calle. Si te ve desnuda te paga lo que pidas. Vamos a comer y después nos llegamos allí. Es amigo mío y más de una vez me hubiera dado oportunidades si yo le hubiera
llevado algo interesante, pero no lo encuentro. En cambio tú eres, con tus modales y tu clase depurada, eso que él y yo esperamos. Te lanzaremos a base de bien, y verás los resultados.
Cruzaron la calle y se metieron en una tasca.
—Aquí comeremos y después de bien alimentados... nos iremos a ver a Nico.
—Yo no tengo un solo franco.
—Pago, yo, no te preocupes.
—Leonard...
—Sí.
—¿Soy tonta por estar apenada?
—No, no. Es lo lógico. Lo raro hubiera sido que rieras la muerte- del viejo que te quiso y te proporcionó bienestar.
—No quiero defenderme, pero pienso, ahora que ya lo he perdido, que me gustaba sentir su paternal cariño, sus consejos, su afán por parecer joven ante
mis ojos. Leonard — y parecía asustada—: ¿Crees que con las píldoras he contribuido a su muerte?
—En modo alguno. Yo no soy un criminal. Olvida todo eso. Vas a empezar una nueva vida... Todo lo pasado, pasado está. Hay que borrarlo de la mente.
* * *
Nico vestía levita larga, camisa rizada almidonada, pantalón a rayas y usaba un bigote de largas guías que rizaba continuamente, amén de una perilla muy bien cuidada. Mantenía un monóculo en el ojo derecho sostenido por una cadenita y lo dejaba caer de vez en cuando mientras escuchaba lo que le decía Leonard.
Pero si bien escuchaba a Leonard, miraba más a Lauren.
La joven, apoyada contra la pared, oía también describir sus lindezas anatómicas sin parpadear y sin saber si sentía satisfacción o rabia.
Estaba allí. Eso sí lo sabía y sentía en su cuerpo los ojos avispados del ruso, delineándola de pies a cabeza.
—Todo lo que dices me parece bien. Pero..., también tiene que saber actuar en escena.
—¿Y por qué no probarlo? Ella está aquí, la estás viendo.
—¿Con esas ropas? ¿Crees de veras que con esos pantalones y ese blusón se le puede ver algo?
—Si te parece podemos ir al camerino y se desnuda. Es perfecta. Ten por seguro que es mi amante, que yo la quiero y ella me quiere. Este trabajo que te ofrezco es un modo de vida para ambos. Yo por istrarla y ella por exhibirse. ¿Qué dices?
Nico dio varias vueltas en torno a Lauren.
—Parece triste, Leo. ¿Es que no le seduce el trabajo?
—No es eso. Ha muerto un amigo — se impacientó Leonard — y lo siente.
—Te acompaño en el sentimiento, Lauren —dijo Nico gravemente.
Lauren hizo una mueca.
—Vamos, Leo — invitó Nicolás—. Es posible que tengas razón y merezca la pena gastarse un buen puñado de francos en lanzarla. Todo depende de sus perfecciones anatómicas.
—Es que además tiene sensibilidad.
—Lo que hace falta es habilidad. Que sepa moverse con gracia. Que incite, que cautive, ya me entiendes.
—Lo sé. Vamos a probarlo.
—¿No está demasiado triste tu amiga para someterla ahora a una prueba?
Leonard miró a Lauren.
La miró con ternura.
—Lauren, ¿no quieres?
—Sí, sí —dijo ella, desvaída —. Cuando gustes.
—Pues vayamos — dijo Nico sin demasiadas ganas y mucho menos entusiasmo, pues le parecía que la chica ni siquiera era sexy.
—Todo es por la pena —decía Leo, intentando convencerlo—. Te aseguro que está llena de gracia, de donaire y de elegancia.
Nico torció el gesto.
—¿Elegancia? — interrogó, riendo—. ¿Con esas ropas hablas tú de elegancia?
—Cierra los ojos e imagínala desnuda o vestida con mi modelo de noche transparente. Moviéndose cadenciosa en escena. ¿Te la has imaginado?
Nico dijo que no.
Que él tenía que ver las cosas.
—Pues vamos a ello, ¿no? — se impacientó Leo—. Te digo esto porque lo sé. Ayer, de ver tú a Lauren, hubieras dicho lo mismo.
—¿Qué le pasaba ayer?
—Vestía con elegancia modelos muy caros.
—¿Y por qué no los has traído hoy? Con esos pantalones de pana y ese blusón, no veo nada claro.
Entraron los tres en un camerino solitario.
—A media luz, Nico — dijo Leo.
—Eso queda para los espectadores, pero yo que soy el que contrata, tengo que verla a plena luz — y la encendió.
Lauren parpadeó.
No se sentía plenamente feliz como otros días.
Tenía su poco de conciencia y estaba pensando si con las píldoras no había contribuido a la muerte de su viejo amigo.
Leonard en un descuido de Nico la sacudió diciéndole al oído:
—Si no te despabilas, perdemos la mejor oportunidad de nuestra vida. Hala, cariño. Yo te amo, tú lo sabes, pero somos dos parias y así ya verás qué pronto muere nuestro amor. Yo por tu aburrimiento y desencanto, y tú porque no podré darte todo lo que lógicamente ambicionas.
La empujó con suavidad y él mismo empezó a desabrocharle el blusón.
Quedó el busto al descubierto.
Los senos turgentes, menudos, macizos y erectos.
No llevaba sujetador y Nico se complació en la contemplación de aquel medio cuerpo casi perfecto.
Sin embargo, no dijo nada.
Daba vueltas en torno a la joven y Leo, impaciente, murmuraba afanoso:
—¿No es perfecto?
—Casi. Pero sigue.
Leonard le desabrochó el pantalón y lo dejó caer.
Nico parpadeó.
Se le movió el monóculo en el ojo.
—¿Qué dices a eso, Nico?
El ruso siguió dando vueltas en torno al cuerpo de Lauren.
Ciertamente era perfecto. Si aquella joven tuviera gracia podía hacerse de oro en su music-hall.
—No le quito las bragas — dijo Leonard impaciente—. Para apreciar tienes suficiente. Lauren, ¿quieres girar a tu aire y manera?
Lauren giró.
No una vez, varias.
Con donaire, con habilidad, con sexy.
Nicolás cambió el monóculo del ojo y de súbito pensó que con aquél no veía nada.
Volvió a cambiarlo y echó la cabeza hacia atrás.
Leonard decía entusiasmado:
—No ceses, Lauren. Sigue en tu caminar como si estuvieras en un escenario.
—¿Sabes cantar? — preguntó Nico gravemente.
—Un poco.
—Poco hace falta poseyendo ese cuerpo. Canta.
—¿Qué canto? — preguntó Lauren.
—Lo que gustes. Tanto puede ser una balada romántica, como una canción pop o un roll estridente.
Lauren entonó una vieja tonadilla.
Melodiosa, a medida que su cuerpo se movía.
Nico empezó a parpadear.
Le estorbaba el monóculo.
Pero lo clavó mejor y fijó sus ávidos ojos en la figura felina que se movía como si estuviera ante miles de ojos censores y aprobadores.
—Vale — dijo tan sólo—. Te pago...
Y nombró una cantidad.
Leonard le tiró el pantalón y la camisola a Lauren farfullando:
—Ni lo sueñes. Está bien que eso se lo pagues a una de mis muchachas. Pero a ésta o pagas caro o nos vamos a ver a otro más listo que tú.
—Aguarda—dijo Nico, nervioso—. Dame una noche para probar... ¿Qué te parece? Si causa sensación..., te firmo un buen contrato. — Rápidamente fue a un cajón y sacó una túnica totalmente transparente—. Toma, Lauren, es tu única vestimenta. Sales, bailas, cantas... A media canción la dejas caer y te quedas desnuda. Si pegas yo pago y te contrato. ¿Hace, Leo?
—¿Qué dices tú, Lauren?
La joven, enardecida, no había dejado de bailar, pero al oír la voz de Leo se detuvo. Miró a ambos.
—Hace. Diles a los músicos que toquen la tonadilla que he cantado yo. Me la sé de memoria... Otra no sé de momento.
—De acuerdo — decidió Nico con ojo de comerciante hábil—. Vamos a probar. El salón está hoy lleno de clientes.
9
Fue un éxito rotundo.
Los aplausos atronaban en el local y se pedía que volviera a salir de nuevo aquella perfección humana.
Desde el pasillo, contemplando de lado el escenario, Nico y Leo no parpadeaban.
—La contrato — decía Nico sin mirar a Leo, fijos los ojos en la mujer toda elegancia, clase, sexy, donaire y gracia que se movía hábilmente en el escenario —. Por un año.
Leonard rió felino.
Nico podía saber mucho, pero él de aquellos asuntos sabía más.
— Por un mes.
Lo dijo con firmeza.
Nico lo miró furioso.
— ¿Por un mes? ¿Estás loco?
—Aspiro a algo más. Es mi mujer... Mi amante querida. La mujer con la cual siempre he soñado... Me la llevo a París dentro de un mes. ¿Quieres? ¿No? Bueno, Pues a otro sitio.
—Aguarda, no seas loco. Si yo no la lanzo, tú no tienes nada que hacer en París.
—Eso lo supones tú. Con esta noche tengo más que suficiente. Escucha, oye... los aplausos, el entusiasmo del público. Siempre dije que Lauren tenía la fortuna en su cuerpo y en su clase. ¿No te das cuenta? No es una furcia ridícula. Es toda una mujer con clase. La lleva dentro. Yo me pregunto a veces si no será la hija clandestina de una marquesa que la dejó en el orfanato para cubrir así sus pecados.
—¿Qué dices?
—Nada. No lo entenderías... Por un mes, Nico. Ni un día más.
—Me arruinas.
—En modo alguno. Mañana tendrás lleno el local.
La miraban los dos entusiasmados.
Parecía una ninfa, así se movía dentro de su túnica transparente, dejándola caer con elegancia y modales elegantes, lentos, cadenciosos, que producían en el público un aplauso delirante.
Nico limpió el sudor que perlaba su frente.
Se le escurrió el monóculo.
—Leo..., un año.
Leo miraba más alto.
Se veía en París.
En hoteles elegantes.
En suites llenas de flores y mensajes.
Pero aquella mujer, excepto en escena, era muy suya.
Como él era de ella.
Cayó el telón en aquel instante y tanto Leo como Nico se miraron.
—Un año..., ¿oyes? Es tu deber... No eres tonto. Si la lanzo aquí durante un año...
Leo sonrió.
—Pagarás caro. Muy caro, Nico.
Nico se limpió el sudor.
—Tanto. — Y nombró una cantidad.
Leo meneó la cabeza denegando.
—Te estoy contratando a la mujer que amo, Nico. No pensarás que sólo se trata de dinero. Hay muchas más cosas de por medio. Es barata para lo que vale.
—¿Qué dices? ¿Barata?
—Escucha los aplausos.
—Oye, Leo, no te aproveches de una ocasión fortuita.
—Es real y ahí está, a la vista de todos. Te conozco, Nico. O pagas o no la tienes.
Nico dio una patada en el suelo.
—Está bien — gritó, furioso—, está bien. Eres un puerco.
—Soy el hombre que quiere a esa mujer y es mucho exponer por poco. O pagas o me la llevo.
Lauren apareció en aquel instante radiante y feliz.
Envuelta en la túnica, con un brazado de flores miró a Leonard.
—Has estado genial, Lauren. Ese es tu sitio y yo a tu lado. Pero si hubieras fracasado esta noche de igual modo hubiera estado a tu lado.
Lauren le abrazó y Nico se alejó refunfuñando.
—Dentro de un año estaremos en los mejores locales nocturnos de París — le dijo Leo, buscándole los labios.
Lauren se pegó a ellos.
Lejos quedaba el palacete de Edgar, sus joyas, sus perfumes, sus fatigas y sus penas.
Amaba a Leo y lo que él hiciera bien hecho estaba.
—¿Crees que triunfaré?
—Tontita. Has triunfado ya.
—¿Estás seguro?
—Ya lo verás. Ven. Pero ponte primero tus pantalones y tu blusón. A mí me gustas así... Me gustas mucho. Eres más tú.
La empujó blandamente hacia el camerino y ella se cambió. Con la melena suelta, aunque vestida de hombre, apareció de nuevo ante Leo.
Él le tomó la boca y deslizó la lengua entre sus labios.
—Leo.
—Dime...
—Quiero volver a tu cuarto.
—Sí, cariño,
—Estar contigo,
—En seguida.
—¿Me quieres de verdad?
—Para el resto de mi vida.
—¿No me engañarás, nunca?
Él rió sobre sus labios.
—¿Y tú a mí?
—Jamás.
—Pues también yo te seré fiel... Vamos a caminar los dos por esa vida que siempre nos fue, casi, negada. Ahora será diferente. Yo tu manager y tú mi ninfa.
La llevaba asida por los hombros.
Pero Nico les llamó cuando salían.
—Oye, Leo, ¿no vamos a firmar?
—No.
—¿No?
—Nos vamos a París hoy mismo.
—¿Qué dices?
—Prefiero que Lauren triunfe en París.
—Tú estás loco,
—Es posible.
—Escucha Leo...
—Ya sé bastante de Lauren y del negocio. Busco otros horizontes...
* * *
Serge, todo un arquitecto, asistió con su mujer a aquella velada de striptease, en un elegante music-hall parisiense.
Al ver a la artista quedó medio menguado.
¿Lauren?
En todos los periódicos parisinos se hablaba de ella, de su elegancia, su clase, su gracia. Cobraba una fortuna por aparecer en público.
Serge no quiso decirle a su mujer que él la poseyó en el vagón de un tren. Pero sí le dijo:
—Iré a saludarla. Creo que la conozco.
—Te espero aquí.
Serge, nervioso, se alejó, compró un ramo de flores en el vestíbulo.
Se fue directamente al camerino.
Un botones le detuvo.
—¿Desea, señor?
—Saludar a la artista.
—No es posible. Está descansando.
—Pero...
—Su manager está con ella.
—Pero es que yo soy su amigo.
—Esa dama no tiene amigos. Sólo uno, y ése es su compañero.
—¡Oh!
Un montón de periodistas se acercaban.
La misma respuesta. El mismo freno.
—Si no sale monsieur Souchon, no puedo dejarle entrar.
—Pues llame a ese monsieur.
—Un segundo.
Serge, a distancia, presenciaba el manejo de los periodistas.
Y de repente se abrió la puerta y apareció un hombre alto, de pelo espigoso y ojos grisáceos, elegante, grave y serio.
—Lauren no puede recibir a nadie — dijo,
—Pero... — protestaron los periodistas.
—Lo siento.
—Es la artista de fama. La más pagada. En cierto modo está obligada a la prensa.
—No lo dudo, pero para cualquier cosa que gusten, aquí estoy yo. Soy su manager y su amigo.
—Cuéntenos algo de ella — decía un periodista.
Serge oyó decir y se mondó de risa:
—Es una princesa que vive de incógnito. No le gusta hablar de su vida, pero yo, que soy su amigo, les diré que procede de una familia rusa noble y que tiene su titulo...
Serge se alejó refunfuñando.
¡Lauren!
¡La chica del tren!
¡La chica de la comuna!
Por Dios que había llegado alto, tan lejos que hasta para él, que la había poseído apretada entre su cuerpo y el mamparo de un tren, era inalcanzable.
Al rato vio que los periodistas se iban alejando y que la puerta del camerino se cerraba.
Atisbó montones de flores y a aquel hombre elegante, de continente grave que entraba y salía tras de sí.
Pero no vio nada más y se fue mohíno a las butacas a sentarse junto a su mujer.
Lo que no vio fue lo que estaba pasando en el camerino.
Ella, Lauren, perezosa, elegante, fascinante, tendida en un diván.
Y al hombre cauteloso que se acercaba a ella.
Que se sentaba a su lado y la tomaba en sus brazos.
—Lauren, querida...
—¿Se han ido?
—Claro. Siempre ocurre igual. Les cuentas una historia romántica y los periodistas la esparcen a los cuatro vientos aumentada y exagerada...
—Pero tú y yo aquí...
—En esta tregua.
—Leonard...
—Dime...
Y al preguntar, ya le buscaba los labios y deslizaba la lengua entre los dientes femeninos.
—Te amo.
—Lo sé.
—¿Y tú a mí?
—¿Lo dudas?
—No... —y bajo, perdida en su pecho—: ¿Adónde iremos ahora?
—Tenemos contrato para Bruselas, después Ginebra, luego España.
—¡Oh!
—Pero tú y yo juntos siempre. Ya para siempre, sí.
—¿Nos casamos?
Él rió.
—¿Y para qué? ¿No estamos ya casados?
Inquietante Lauren Ada Miller
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Pack Ada Miller 1 Corín Tellado
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